Buscar: en esta colección | en esta obra
Obras completas de Menéndez... > ANTOLOGÍA DE LOS POETAS... > II : PARTE PRIMERA : LA... > CAPÍTULO XVIII.—GÓMEZ MANRIQUE.—NOTICIAS BIOGRÁFICAS; SU INTERVENCIÓN EN LOS SUCESOS POLÍTICOS DE ÉPOCA; MUESTRAS DE SUS DOTES ORATORIAS; SU TESTAMENTO Y BIBLIOTECA.—COMPILACIÓN DE SU «CANCIONERO», A RUEGO DEL CONDE DE BENAVENTE.—COPLAS DE PASATIEMPO.—POE

Datos del fragmento

Texto

Ejemplo señalado de la poca equidad con que suele repartir la fortuna literaria sus favores, nos ofrece el insigne poeta castellano Gómez Manrique, injustamente oscurecido hasta estos últimos años, tanto por la rareza de los manuscritos en que se guardaba su Cancionero, cuanto por la notoriedad de las inmortales Coplas de su sobrino, que no han sido pequeño obstáculo para que los oídos de la gente se acostumbrasen al nombre de otro poeta de la misma sangre, del mismo apellido y del mismo género de inspiración, siquiera ésta no se mostrase de un modo tan cabal y perfecto en una composición aislada. Pero al revés de Jorge Manrique, en cuyas restantes poesías nada hay que la crítica más benévola pueda considerar como digno del autor de la elegía a la muerte de su padre, nos quedan de Gómez Manrique más de un centenar de composiciones de todos géneros y estilos, entre las cuales son las menos las que pueden desecharse como insignificantes o débiles, y muchas las que, en relación con el [p. 340] arte de su tiempo, pueden calificarse de magistrales, y apenas ceden la palma a ninguna de las que antes del período clásico se compusieron. Tomada en conjunto su obra lírica y didáctica, Gómez Manrique es el primer poeta de su siglo, a excepción del Marqués de Santillana y de Juan de Mena. Su sobrino, que es de su escuela y que manifiestamente le imita, tuvo un momento de iluminación poética, en que le venció a él y venció a todos; pero sin este momento, que fué único en su vida, yacería olvidado entre el vulgo de los trovadores más adocenados, y no llegaría siquiera a la talla de un Garci-Sánchez de Badajoz o de un Álvarez Gato.

Es cierto que el Cancionero de Gómez Manrique no ha sido publicado ni aun conocido en su integridad hasta que en fecha bien reciente (1885), parecieron a un tiempo dos códices de él, uno en la Biblioteca Nacional y otro en la de Palacio; pero hubiera bastado con las poesías insertas en el Cancionero General, desde su primera edición de 1511, para medir la talla de su autor, y no condenarle a una preterición tan desdeñosa e injusta. Afortunadamente, la reparación, aunque tardía, ha sido completa, y pocos autores de los tiempos medios han alcanzado el beneficio de una edición tan esmerada como la que debe Gómez Manrique a los estudiosos desvelos del Sr. Paz y Melia, uno de los más modestos y más beneméritos investigadores de nuestras antiguallas literarias.

Fué Gómez Manrique, además de poeta, orador político, caballero leal y esforzado, y personaje de tanta cuenta en la historia política de su tiempo, que de sus hechos están llenas las crónicas de Enrique IV y de los Reyes Católicos. A ellas seguiremos principalmente en el breve bosquejo que vamos a hacer de su vida, utilizando además las indicaciones contenidas en sus poemas, y sirviéndonos como de hilo conductor el largo capítulo que a Gómez Manrique dedica Salazar en el tomo II de la Casa de Lara, [1] que es sin disputa la más puntual historia genealógica que tenemos en nuestra lengua.

[p. 341] La nobilísima tierra de los antiguos campos góticos, aquella severa, pero feraz planicie, grata al heroísmo y al arte, que se dilata entre el Esla, el Carrión, el Pisuerga y el Duero, no ha sido desde el siglo XVI acá muy fecunda en poetas, pero tuvo la gloria de producir en la Edad Media cuatro de los más excelentes y famosos: el Rabí D. Sem Tob de Carrión, el Marqués de Santillana y los dos Manriques, así como había de dar al Renacimiento español el primero de sus escultores en Berruguete. Y esos cuatro poetas de la región vaccea parecen enlazados entre sí por un vínculo más estrecho que el del paisaje, puesto que en los cuatro predomina, en medio de las diferencias de origen y aun de religión, un mismo sentido doctrinal y un concepto grave y austero de la vida, que parecen muy en armonía con la majestad algo seca y desnuda del territorio en que nacieron.

El tiempo y la incuria de los hombres han borrado de la en otro tiempo floreciente villa de Amusco (alegrada en alguna ocasión por el brillante y fastuoso tropel de la corte de D. Juan II), hasta los últimos restos del palacio de los Manriques que desde el siglo XIII poseían aquel señorío juntamente con el de Piña y Amayuelas. En vano se buscarán tampoco en la iglesia parroquial los sepulcros de esta estirpe nobilísima. Contentémonos con saber que en Amusco probablemente, hacia el año 1312, nació nuestro Gómez Manrique, quinto hijo de aquel Adelantado mayor del reino de León D. Pedro Manrique, «tan menguado de cuerpo como crecido de seso» (según frase de su enemigo el arzobispo de Toledo D. Sancho de Rojas), y de Doña Leonor de Castilla, nieta de Enrique II, y camarera mayor de la reina Doña María: señora de tanta piedad y virtud, que apenas quedó viuda en 1446 convirtió su casa en convento, trasladado en 1458 a Calabazanos, y para el cual, como veremos luego, compuso nuestro poeta una pieza dramática ignorada hasta nuestros días, la Representación del nacimiento de Nuestro Señor. Hermano mayor de Gómez Manrique era aquel conde de Paredes, D. Rodrigo, llamado el segundo Cid y el vencedor en veinticuatro batallas, penúltimo maestre de la orden de Santiago, y célebre más que por todo esto, por haber sido llorado en los metros de su hijo, más duraderos que el bronce.

Salazar pone en 1434 el principio de las memorias conocidas [p. 342] de Gómez Manrique, haciéndole concurrir a la toma de Huéscar, que tomó a escala vista su hermano D. Rodrigo, y aun ganar por sí otras fortalezas a los moros; y añade que el rey le confió la gobernación de aquella plaza. Quizá haya confusión entre nuestro poeta y otro de sus hermanos, llamado Diego Gómez Manrique, que es el único a quien el conde de Paredes nombra en la carta en que da cuenta al Rey del hecho. Pero Pulgar en los Claros Varones (título XIII), cita a secas a Gómez Manrique, y su narración tiene un carácter tan épico, que no podemos menos de transcribirla a la letra:

«Este caballero (D. Rodrigo), osó acometer grandes fazanas: especialrnente escaló una noche la ciudad de Huéscar, que es del reino de Granada; e como quier que subiendo el escala los suyos fueron sentidos de los moros, e fueron algunos derribados del adarve, e feridos en la subida; pero el esfuerzo deste capitán se imprimió a la hora tanto en los suyos, que pospuesta la vida, e propuesta la gloria, subieron el muro peleando, e no fallescieron de sus fuerzas defendiéndole, aunque veían los unos derramar su sangre, los otros caer de la cerca. Y en esta manera matando de los moros, e muriendo de los suyos, este capitán, ferido en el brazo de una saeta, peleando entró en la cibdad, e retruxo los moros fasta que los cerró en la fortaleza; y esperando el socorro que le farían los christianos, no temió el socorro que venía a los moros. En aquella hora los suyos, vencidos de miedo, vista la multitud que sobre ellos venía por todas partes a socorrer los moros, e tardar el socorro que esperaban de los christianos, le amonestaron que desamparase la cibdad, e no encomendase a la fortuna de una hora la vida suya, e de aquellas gentes, juntamente con la honra ganada en su edad pasada: e requeríanle que, pues tenía tiempo para se proveer, no esperase hora en que tomase el consejo necesario, e no el que agora tenía voluntario. Visto por este caballero el temor que los suyos mostraban: No, dixo él, suele vencer la muchedumbre de los moros al esfuerzo de los christianos cuando son buenos, aunque no son tantos: la buena fortuna del caballero cresce cresciendo su esfuerzo: e si a estos moros que vienen cumple socorrer a su infortunio, a nosotros conviene permanescer en nuestra victoria fasta la acabar o morir; porque si el miedo de los moros nos ficiese [p. 343] desamparar esta cibdad ganada ya con tanta sangre, justa culpa nos pornían los christianos por no haber esperado su socorro, y es mejor que sean ellos culpados por no venir, que nosotros por no esperar. De una cosa, dixo él, sed ciertos, que entretanto que Dios me diere vida, nunca el moro me porná miedo: porque tengo tal confianza en Dios y en vuestras fuerzas, que no fallescerán peleando, veyendo vuestro capitán pelear. Este caballero duró, e fizo durar a los suyos combatiendo a los moros que tenía cercados, e resistiendo a los moros que le tenían cercado, por espacio de dos días, hasta que vino el socorro que esperaba, e dió el fruto que suelen aver aquellos que permanecen en la virtud de la fortaleza. Ganada aquella cibdad, e dexado en ella por capitán a un su hermano Gómez Manrique, ganó otras fortalezas en la comarca.»

En esta escuela de heroísmo se educó Gómez Manrique, por más que las turbulencias interiores del reino le dejasen poca ocasión de ejercitarse en guerra contra moros. En las discordias del tiempo de D. Juan II siguió, como todos los de su casa, la voz de los infantes de Aragón, y militó siempre entre los adversarios de D. Álvaro de Luna. Fué uno de los quince elegidos por su parcialidad para que entrasen en Tordesillas cuando se dió el famoso Seguro de 1439. El buen conde de Haro expresa con puntualidad los nombres de todos los que acompañaban a nuestro poeta: entre ellos el infante D. Enrique, el Almirante, el conde de Benavente, D. Gabriel Manrique, comendador mayor de Castilla, el señor de Frómista Gómez de Benavides, Lorenzo Dávalos y otros menos conocidos hoy.

Sabido es que lo que allí se capituló quedó roto muy pronto, y que la guerra civil continuó cada vez más enconada. Cuando en 1441 el infante D. Enrique fué rechazado de los muros de Maqueda por la gente del Condestable, Gómez Manrique estaba entre los sitiadores, y fué ende ferido, dice la Crónica de D. Juan II. Sirvió con grande esfuerzo a su hermano en la pretensión del Maestrazgo de Santiago que traía contra el Condestable (1446), derrotando y poniendo en fuga, con sólo cien hombres de armas, al Mariscal D. Diego Fernández de Córdoba, señor de Baena, que le había atacado por sorpresa en la villa de Hornos. Duraron estas hostilidades dos años, hasta que en 26 de Abril de 1448, el [p. 344] Mariscal, el Obispo de Cartagena, el Adelantado de Murcia y los demás capitanes del Rey por aquella parte, otorgaron en Murcia escritura de tregua con el Maestre y con sus dos hermanos Gómez Manrique y el señor de las Amayuelas.

Quien sólo considere a nuestro poeta en este primer período de su vida, le hallará de los más turbulentos y desaforados banderizos, mucho más cuando le vea el martes de Carnaval de 1449 embestir furiosamente la ciudad de Cuenca, y pelear tres días seguidos, aunque sin fruto, para arrojar de ella al Obispo Fray Lope Barrientos, que la tenía en nombre del Condestable. Pero en los tratos que precedieron a este asalto frustrado, Gómez Manrique no obraba por cuenta propia, sino instigado por su suegro Diego Hurtado de Mendoza, que había prometido entregar a Alfonso V de Aragón aquella ciudad a cambio del señorío de Cañete para sí, y la villa de Alcolea de Cinca para su yerno. En esta ocasión, como en otras, Gómez Manrique cedió con excesiva docilidad a los compromisos de familia y a las sugestiones de la sangre, especialmente mientras vivió su hermano el de Paredes, cuyo indomable carácter ejercía natural fascinación y dominio sobre el ánimo de Gómez Manrique, que por lo demás era de suyo blando y pacífico, como lo prueba el hecho de haber sido elegido tantas veces componedor y árbitro. De otro lado, su fortuna, entonces escasa y que nunca llegó a ser muy holgada, le colocaba en cierto género de dependencia respecto de sus hermanos,. por más que su padre, cumpliendo el deseo de doña Leonor de Castilla, que parece haberle preferido entre sus hijos, procurase favorecerle lo más que pudo, en el testamento que otorgó en 1440, fundándole un mayorazgo con los bienes que poseía en tierra de León, con siete lanzas que tenía del Rey, y con 9000 maravedís de merced. [1]

[p. 345] Los albores del reinado de Enrique IV trajeron para los Manriques un transitorio período de favor, en que les fueron restituídos y acrecentados los bienes suyos que habían sufrido confiscación en las turbulencias anteriores. Gómez Manrique abrió su pecho a la esperanza, y pidió delicados sones a su lira para ensalzar la belleza de la nueva Reina doña Juana de Portugal, a cuyas bodas asistió en Córdoba: [1]


           Muy poderosa señora,
       Fija de reyes e nieta;
       Reyna gentil e discreta,
       En virtudes más perfeta
       Que cuantas reynan agora.
       ...............................
           Vuestras façiones polidas,
       Reyna de las castellanas,
       Tan perfetas son e sanas,
       Quo no parecen humanas,
       Mas del cielo deçendidas:
       Tanto que la su beldad
       Escurece las más bellas,
       Como faze las estrellas
       El sol con su claridad.
           El son de vuestro fablar,
       En los oydos que suena,
       No pone, mas quita pena,
        [p. 346] Como faze la serena
       Con el su dulce cantar.
       El mirar de vuestros ojos,
       Los quales se vuelven tarde,
       Al fuerte faze cobarde,
       Y al muy triste sin enojos.

Por desgracia, la nueva princesa, aunque por su fermosura mereciese la manzana del juicio de Páris, según Gómez Manrique, anduvo muy lejos de ser tan amiga de cordura e contraria de soltura, como el poeta, engañado más por su buen deseo que por espíritu de adulación, vanamente profetizaba. Fueron, por el contrario, sus liviandades causa principalísima para acelerar la disolución del reino y encender de nuevo la tea de la discordia. Gómez Manrique figuró desde el principio entre los descontentos. Él y los de su casa tenían particulares motivos de enojo contra el Rey. Cuando un pariente suyo muy próximo, Garcilaso de la Vega, sobrino del Marqués de Santilana, sucumbió en la frontera de Granada, herido en el cuello por una saeta enherbolada, «ofresciendo su vida por la salud de los suyos» con un sacrificio heroico que Hernando del Pulgar compara con la hazaña de Horacio Cocles en la puente Sublicia del Tíber, los Manriques se echaron a los pies del Rey pidiéndole para el único hijo de aquel mártir de la fe y del honor caballeresco la encomienda de Montizón, que Garcilaso tenía. Excusóse el Rey fríamente, y al otro día dió la encomienda a un hermano de su gran favorito de entonces, Miguel Lucas de Iranzo. Pero si D. Enrique IV, esclavo de su poquedad y de sus vicios, no supo honrar la memoria del gran caballero a quien perdía, no faltaron a Garcilaso exequias más que reales en el canto de Gómez Manrique, que al llorar la defunzión de su primo, el que «fazía sangre antes que otro en los enemigos», rivalizó con lo más excelso del Labyrintho de Juan de Mena, con el episodio de la muerte del Conde de Niebla, con las lamentaciones de la madre de Lorenzo Dávalos.

Pasaron estas cosas en 1458, y ya dos años después, D. Rodrigo Manrique y sus hermanos rompían definitivamente con el Rey de Castilla, que los había tratado con manifiesta hostilidad en los pleitos y bandos que traían con el Conde de Miranda sobre el condado de Treviño, y hacían liga con el Rey de Aragón, [p. 347] confirmándola con recíprocos pactos y juramentos; si bien en 1461 concurrieron a una tentativa de avenencia entre ambas coronas, haciendo pleito homenaje en manos de Gómez Manrique, por la parte de Castilla, el Marqués de Villena, y el Comendador Juan Fernández Galindo, por la de Aragón, y en nombre de los próceres rebeldes que se habían desnaturado del reino, el Arzobispo de Toledo, el Almirante de Castilla y el Conde de Paredes.

Esta concordia se frustró, como todas las precedentes. La sentencia arbitral de Madrid de 21 de marzo de 1462, que autoriza Gómez Manrique como primer testigo, no fué acatada por nadie, y la liga aristocrática, cobrando fuerzas cada día con el abandono y ceguedad del Monarca, acabó por escandalizar el reino con el más criminoso auto de aquellos tiempos, es decir, con el afrentoso destronamiento de Enrique IV en público cadalso levantado en la ciudad de Ávila. Entre los grandes y caballeros que organizaron aquel desacato, no cita Diego Enríquez del Castillo a Gómez Manrique, pero sí a sus hermanos el Conde de Paredes y D. Íñigo Manrique, Obispo de Coria. Y aunque materialmente no concurriese al acto de la deposición, fué de los primeros que tomaron la voz del infante D. Alonso y de los que más fielmente le sirvieron durante su efímera usurpación, sustentando, en nombre del Rey intruso, la fortaleza y cimborrio de Ávila, principal baluarte de los insurrectos, y dilatando desde allí sus correrías a otras partes de Castilla. Así se halló en la ocupación de Segovia, y tuvo la mayor parte en ganar a Valladolid para la causa del Infante, vadeando el Duero en noche oscura, y dando de súbito sobre la gente que el Rey tenía en Tudela, la cual cayó prisionera en su mayor parte.

Muerto el Infante D. Alonso, Gómez Manrique, lejos de hacer las paces con el Rey como muchos otros, siguió el partido de la Infanta Isabel, la entregó el alcázar y cimborrio de Ávila, asistió como parcial suyo al juramento y concordia de los Toros de Guisando en 19 de septiembre de 1468, y contribuyó eficazmente a su matrimonio con el Príncipe de Aragón, D. Fernando, que en manos de Gómez Manrique prestó en Cervera pleito homenaje de guardar inviolablemente los capítulos concertados por el Arzobispo de Toledo, el Almirante y la casa de los Manriques, principales defensores de la Princesa. El futuro Rey Católico se [p. 348] allanó a todo, y cuando entró disfrazado en el territorio castellano para hacer sus bodas, Gómez Manrique, con cien lanzas del Arzobispo Carrillo, fué escoltándole desde Berlanga y Burgo de Osma, hasta ponerle en seguridad dentro de Dueñas. Las promesas hechas a los Manriques fueron ratificadas en Valladolid el 4 de diciembre de 1469, mediante nuevo pleito homenaje prestado por los Príncipes en manos de nuestro poeta, siendo fiadores el Arzobispo y el Almirante. «Yo el Príncipe e yo la Princesa (dice este notable documento), ambos juntamente, e cada uno de nos por sí, damos nuestras fees, e hacemos pleyto e homenaje en manos de Gómez Manrique, caballero, e ome fijodalgo, una e dos e tres veces... segun fuero e costumbre de España, e juramos a Dios e a esta cruz en que ponemos nuestras manos, de cumplir e guardar e tener todo lo sobredicho.»

De esta escritura salieron por fiadores el Almirante v el Arzobispo de Toledo, unidos entonces en la misma causa política; pero no tardo el toledano, hombre de índole brava e inquieta, de mostrarse receloso del natural favor que con D. Fernando lograban su abuelo el Almirante y todos los allegados a la familia de los Enríquez. Gómez Manrique, gran concertador de voluntades, procuró atajar los peligros de esta división, y mientras vivió don Enrique IV, consiguió mantener al terrible prelado en el partido de la Infanta y aun tuvo la precaución de aceptar el mando de las fuerzas arzobispales, sin duda para evitar todo peligro de defección «como quier que a la sazón su espíritu estaba muy aflegido por el fallescimiento de la Condesa de Castro su hermana y su presona mal dispuesta de salud para tomar las armas». Y tanto ahinco puso en ellos, que prometió que «cuando a caballo non pudiese ir, se faría levar en un azémila». Y, con efecto, todavía en Noviembre de 1474, es decir, en las postrimerías del reinado de Enrique IV, cercaba y tomaba con quinientas lanzas de la gente del Arzobispo y dos engeños y dos lombardas, la fortaleza de Canales, del modo que largamente refiere el panegirista de D. Alonso Carrillo (Pero Guillén de Segovia), terminando con este expresivo elogio de Gómez Manrique, a quien llama «primo y mayordomo mayor de la casa del Arzobispo»: «Y fallarás quel dicho capitán Gómez Manrique trabajó tanto, que durante este sitio nunca comió nin cenó desarmado nin se desnudó. [p. 349] Tanto tenía que facer al comienzo en asentar las estanzas y los tiros de pólvora, los quales con los más principales caballeros de la hueste había de levar e asentar e asimismo la madera para fazer los reparos, por ser en lugares que con otra gente non se pudiera fazer buenamente; e después de asentado todo esto, non tenía menos trabajo en poner las guardas de las dichas estanzas, que eran ocho de gente a pie e una de a caballo.»

La muerte del Rey vino a separar definitivamente y a lanzar en bandos diversos al Arzobispo y a los Manriques, agriados ya con él por la ayuda que había prestado al Marqués de Villena en la cuestión del Maestrazgo de Santiago, que para sí pretendía el Conde de Paredes. El Arzobispo, que se jactaba de haber hecho reina a Isabel la Católica, pensó que con la misma facilidad podría deshacerla, y comenzó a patrocinar descubiertamente las pretensiones de la Beltraneja, amparadas por Alfonso V de Portugal. Declarada la guerra entre las dos coronas, Gómez Manrique fué el caballero elegido por D. Fernando para ir a desafiar en Toro el 20 de julio de 1475 al Rey de Portugal, que (dicho sea de paso) era antiguo favorecedor de nuestro poeta, y había solicitado de él, aunque en vano, el cancionero de sus obras, excusándose Gómez Manrique con su genial modestia. Cumpliendo, pues, la voluntad de su Rey, entró en la ciudad, de donde los portugueses no daban muestra de querer salir, y para provocarlos a batalla campal hizo un requerimiento del tenor siguiente, que está transcrito a la letra en la Crónica de los Reyes Católicos, de Hernando del Pulgar (cap. XXIII):

«Señor, el Rey de Castilla e de León, e de Sicilia e Portugal, Príncipe de Aragón nuestro Señor, os envía a decir que ya sabedes como Ruy de Sosa, caballero de vuestra casa que enviastes a él e a la Reina nuestra señora Doña Isabel su muger, les requirió de vuestra parte que saliesen destos reynos que decís pertenecer a doña Juana vuestra sobrina; a quien afirmais haber tomado por esposa. Con el qual vos respondieron que se maravillaban de vos siendo príncipe dotado de tantas virtudes enviar demanda tan agra, e despertar materia escandalosa sobre fundamento tan incierto, e tomar empresa do tantas muertes e incendios se pueden seguir en estos sus reynos y en el reyno de Portugal. E os enviaron rogar que quisiésedes dexar la vía de la [p. 350] fuerza e tomar la vía de la justicia, por excusar los inconvenientes que de la guerra proceden: lo cual no vos plogo aceptar, antes habeis entrado mano armada en sus reynos, e les habeis usurpado su título real, e habeis publicado que los venís a buscar do quier que los falláredes para los lanzar dellos. Cerca de lo qual les parece que habeis escogido a Dios por juez, e a las armas por ejecutores de aquesta demanda. Agora, señor, el Rey nuestro Señor os envía decir que a él place del juez e de los executores que habeis escogido; e que si le venís a buscar, él es venido a la puerta desta su cibdad a vos responder a la demanda que traeis, e os requerir que fagais una de tres cosas: o que luego salgais destos sus reynos, e dexeis el título dellos que contra toda justicia quereis usurpar; e si algun derecho esa vuestra sobrina decís que tiene a ellos, a él place que se vea e determine por el Sumo Pontífice sin rigor de armas, o salgáis luego al campo con vuestras gentes a la batalla que publicastes que veníades a le dar: porque por batalla do suele Dios mostrar su voluntad a la verdad de las cosas, lo muestre en estas que teneis en las manos, o si por ventura lo uno ni lo otro vos place aceptar, por que su poderío de gentes es tan grande y el vuestro tan pequeño, que no podriades venir con él en batalla campal; por escusar derramainiento de tanta sangre, vos envía decir que por combate de su persona a la vuestra, mediante el ayuda de Dios, vos fará conocer que traeis injusta demanda.»

Recibido por Alfonso V este cartel de desafío que D. Gómez presentó firmado de su nombre, y sellado con las armas de los Manriques, envió la respuesta con un caballero de su casa que decían Alfonso de Herrera, reclamando de nuevo su derecho, prometiendo allegar sus gentes que tenía repartidas en diversos lugares, y salir a la batalla campal, sin rehuir tampoco el combate de persona a persona, siempre que se diese seguridad al campo, entregándose recíprocamente en rehenes las personas de las dos princesas competidoras en la sucesión del trono de Castilla.

No satisfizo al Rey Católico esta respuesta, pareciéndole evasiva y cautelosa, y envió por medio de Gómez Manrique nuevo requerimiento, conservado también en la Crónica de Pulgar:

«Señor, el Rey de Castilla vos envía a decir: que no es venido aquí a platicar por palabra el derecho destos reynos, salvo por [p. 351] las armas que vos quesistes mover; e que le parecen superfluas estas alegaciones de derecho, pues aquí no teneis juez que las oya e determine... Pero pues que no hay aquí juez que lo oiga por la vía de justicia, y es necesario venir a la vía de fuerza que vos escogistes, envioos a decir que por cuanto para tan altos e tan poderosos reyes como vosotros sois, no se fallaría reyno seguro do fuerédes a facer estas armas, con que vos convida de su persona a la vuestra, e aun porque buscar tal seguridad sería dilación casi infinita; por ende le parece que se deben nombrar cuatro caballeros, dos Castellanos nombrados por vuestra parte, e dos Portogueses nombrados por la suya: e porque ninguna dilación en esto se pueda dar, su Alteza nombra luego de los Portogueses al duque de Guimaraes, e al conde de Villareal que están con vos; e que vos nombrés otros dos Castellanos de los que están con él, para que estos cuatro con cada ciento o doscientas lanzas, con grandes juramentos e fidelidades que fagan, tengan el campo donde ficiéredes las armas seguro como debe ser en tal caso. E que esta negociación se concluya dentro de tercero día, porque no es honesto a tan altos Príncipes la dilación en semejante materia. E acerca de los rehenes que enviastes a nombrar de la Reina nuestra Señora, e de la señora vuestra sobrina, a esto vos envía decir que estos rehenes no llevan ninguna proporción de igualdad, la qual desigualdad es muy notoria a todo el mundo, e no menos a Vuestra Señoría: por ende que non conviene fablar en ello. Pero por vos satisfazer, e porque no parezca que por falta de seguridad queda por facer este trance, a él place de dar la Princesa su fija, e todas las otras seguridades e rehenes que sean necesarias para seguridad que el vencedor consiga efeto de su vitoria: e si en esta forma vos place aceptar, luego se porná en obra vuestro trance; donde otra cosa placerá a Vuestra Alteza añadir o menguar, no me es dado replicar más.»

Insistió el Rey de Portugal en la entrega de la que afectaba llamar Reina de Sicilia, y los tratos del desafío quedaron en tal estado, hasta que el trance de las armas vino a decidir la contienda en favor de Castilla, al año siguiente, en los campos de Toro. No asistió Gómez Manrique a aquella memorable jornada, glorioso, aunque tardío desquite, de la de Aljubarrota. Los Reyes [p. 352] le habían confiado el corregimiento de Toledo y la tenencia de su alcázar, puertas y puentes; todo lo cual tenía que defender contra la desapoderada ambición del Arzobispo Carrillo, que faltando por tercera vez a sus juramentos de fidelidad, continuamente maquinaba entregar la ciudad a los portugueses, y reunía para ayudarles gente de armas en sus villas de Alcalá de Henares y Talavera.

«Aquel caballero Gómez Manrique (dice Pulgar), que sabía el trato del Arzobispo, tenía continuos trabajos en guardar la cibdad, no tanto de los contrarios, cuanto de la mayor parte de sus mesmos moradores, que por ser gentes de diversos pueblos venidas allí a morar por la gran franqueza que gozan los que allí viven, deseaban escándalos por se acrecentar con robos en cibdad turbada... E agora incitados e atraídos con promesas e dádivas del Arzobispo de Toledo, ficieron una conjuración secreta de matar aquel caballero que tenía la guarda de la cibdad, e tomar por Rey al Rey de Portogal: e daban a entender en sus fablas secretas a los que pensaban ser más fuertes al escándalo, que mudando el estado de la cibdad se les mudaría su fortuna e habrían grandes intereses de las faciendas de los mercaderes e cibdadanos ricos como otras veces habían habido, e grandes dádivas e mercedes del Rey de Portogal, si tomasen armas, e pusiesen la cibdad en su obediencia. Algunos cibdadanos pacíficos e de buen deseo requirieron a aquel caballero que basteciese el alcázar e algunas torres e puertas de la cibdad, ansí de armas como de manteninientos e gentes, para donde se pudiesen retraer en tiempo de extrema necesidad fasta que fuese socorrido. El qual les respondió que no entendía retraerse ni conocía lugar fuerte para se defender contra el pueblo, porque toda la cibdad era fortaleza, y el pueblo de Toledo era el Alcayde, e quando el pueblo era conforme a la rebelión, ninguna defensa podía haber: pero aunque conocía estar alborotado la mayor parte, creía haber en él dos mil homes que fuesen leales, e lo que entendía facer era ponerse con el pendón real en la plaza, e con aquellos leales que se allegaran al pendón real había deliberado de pelear por las calles de la cibdad contra los otros alborotadores e desleales. Al fin, por algunas formas que discretamente este caballero sopo tener en aquel peligro, sabida la verdad de [p. 353] la conjuración, prendió a algunos que pudo haber de los que en ella fueron participantes, e fizo dellos justicia; otros fuyeron a lugares do no pudieron ser habidos; e ansí libró la cibdad de aquel infortunio que recelaba. Fecha aquella justicia, presente la mayor parte del pueblo en su congregación, aunque sabía haber algunos entre ellos de los que habían seydo en la conjuración; pero porque la execución de la justicia en los muchos pensó ser dificile e peligrosa, acordó en la hora de disimular, e con algunas reprehensiones e amonestaciones corregir al pueblo, no nombrando a ninguno, porque el secreto diese causa al arrepentimiento, e dixoles ansí.»

Y aquí intercala Pulgar un largo, y a trechos elocuente, discurso político, del cual, como de otros insertos en su Crónica, puede dudarse si es composición retórica del propio historiador imitando las arengas de los antiguos, y dando a conocer de paso su pensamiento político; o si fué realmente pronunciada en aquella ocasión por el corregidor de Toledo, que alcanzaba entre sus contemporáneos fama de orador muy persuasivo: orador ante quien todos son grillos le llamaba Álvarez Gato. Pero la circunstancia de encontrarse comprendido este razonamiento entre los restos de un precioso códice de fines del siglo decimoquinto que posee la Academia de la Historia, [1] juntamente con otros discursos políticos pronunciados por diversas personas en los primeros años del reinado de Isabel la Católica, de los cuales no todos fueron utilizados por el cronista Pulgar, nos induce a tenerlos por verídicos, a lo menos en la substancia; sin que el excesivo aparato de retórica ciceroniana que en ellos se advierte, imprimiéndoles cierto sello uniforme, contraríe esta creencia, sabiéndose, como se sabe, que todos estos oradores (el gran Cardenal Mendoza, el tesorero Alonso de Quintanilla, el doctor Rodrigo Maldonado, el obispo de Cádiz, D. Gutierre de Cárdenas, el mayordomo Andrés de Cabrera, el Conde de Alba de Liste, etc.) eran personas de cultura clásica, y que forzosamente habían de parecerse en su manera oratoria, por haber recibido el mismo género de educación y aspirar a la imitación de los mismos modelos.

Por otra parte, ni las ideas ni el estilo de este razonamiento [p. 354] disuenan en modo alguno de la ocasión en que se supone pronunciado, ni del carácter de Gómez Manrique, ni del fondo moral y político que en sus principales composiciones se advierte. Por lo cual insistimos en creer que tal discurso es obra suya, y que probablemente él mismo fué quien le puso por escrito, con aquellas diferencias (claro es) que siempre median entre la improvisación oratoria y la transcripción que de ella hace su propio autor, limando asperezas, cercenando repeticiones y desaliños, y dando al conjunto mayor eficacia y majestad. Copiar aquí todo este razonamiento sería prolijo y nos alejaría de nuestro principal asunto: copiar algunas cláusulas parece necesario, siquiera para dar idea del talento de Gómez Manrique en aquella relación en que principalmente le ensalzaron sus contemporáneos; y para presentar a la vez alguna muestra de lo que era en las postrimerías de la Edad Media el género de la oratoria profana, menos raro entonces en la literatura española que posteriormente lo fué, hasta nuestro propio siglo:

«Si yo, cibdadanos, no conociese que los buenos e discretos de vosotros deseais guardar la lealtad que debeis a vuestro Rey y el estado pacífico de vuestra cibdad, mi fabla, por cierto, e mis amonestaciones serían superfluas: porque vana es la amonestación a los muchos cuando todos obstinados siguen el consejo peor. Pero porque veo entre vosotros algunos que desean vivir pacíficamente, veo ansimesmo otros mancebos engañados con promesas y esperanzas inciertas, otros vencidos del pecado de la cobdicia, creyendo enriquecer en cibdad turbada con robos e fuerzas; acordé en este ayuntamiento de os amonestar lo que a todos conviene, porque conocida la verdad, no padezcan muchos por engaño de pocos. No se turbe ninguno ni se altere, si por ventura oyere lo que no le place; porque yo en verdad bien os querría complacer, pero más os deseo salvar. Toda honra ganada e toda franqueza habida, se conserva continuando los leales e virtuosos trabajos con que al principio se adquirió, e se pierde usando lo contrario. Los primeros moradores desta cibdad seyendo obedientes e leales a los Reyes, firmes e no variables en sus propósitos, caritativos e no crueles a sus cibdadanos, acrecentaron señorío e ganaron honra e franqueza para sí e para vosotros. E según nos parece, algunos de los que agora la moran con [p. 355] fazañas de crueldad, deslealtad e inobediencia, trabajan por la perder, en gran peligro suyo e general perdición de todos vosotros. Los servicios que los primeros caballeros e cibdadanos de Toledo ficieron a los Reyes de España e la lealtad que les guardaron, porque merecieron la franqueza e libertad que hoy teneis, no conviene aquí repetir, porque fueron muchos y en diversos tiempos fechos, e aun porque las grandes franquezas e libertades de que esta cibdad más que ninguna otra de España goza, muestran bien ser leales e muy señalados...»

Recuerda brevemente las turbulencias de los dos reinados anteriores, y continúa:

«Agora querría saber qué causa, qué razon teneis, o qué fuerzas recebis, o recelais recebir, porque contra Dios, e contra vuestra lealtad, y especialmente contra el juramento que poco ha fezistes, dais orejas a los escandalizadores e alborotadores del pueblo, que propuesto su interese e vuestro daño, ponen veneno de división en vuestra cibdad, e non cansan de vos inducir e traer a los robos e incendios que han acostumbrado, e vos engañan que tomeis armas, e pongáis esta cibdad en obediencia del Rey de Portugal, con daño e destruición de todos vosotros. ¿No habría alguna consideración al temor de Dios, ni vos pungiría la vergüenza de las gentes, o siquiera no habríades compasión de la tierra que moráis? ¿Podríamos saber qué es lo que quereis o cuándo habrán fin vuestras rebeliones, e variedades, o podría ser que esta cibdad sea una dentro de una cerca, e no sea tantas ni mandada por tantos? ¿No sabeis que en el pueblo do muchos quieren mandar, ninguno quiere obedecer? Yo siempre oí decir que propio es a los reyes el mando, e a los súbditos la obediencia: e cuando esta orden se pervierte, ni hay cibdad que dure ni reyno que permanezca. E vosotros no sois superiores, e quereis mandar; sois inferiores, e no sabeis obedecer: do se sigue rebelión a los Reyes, males a vuestros vecinos; pecados a vosotros, e destruición común a los unos e a los otros. Muchos piensan ser relevados destas culpas, diciendo: somos mandados por los principales que nos guían. ¡Oh digna e muy suficiente excusación de varones! Sois obedientes a los alborotadores que vos mandan robar e rebelar, e sois rebeldes a vuestro Rey que vos quiere pacificar e guardar.

...Verdaderamente creed que si cada uno de vosotros toviese [p. 356] a Dios por principal, estos que llamáis principales, ni ternían autoridad, ni serían creídos como principales: antes como indinos e dañadores serían apartados, no solamente del pueblo, mas del mundo; pues tienen las intenciones tan dañadas, que ni el temor de Dios los retrae, ni el del Rey los enfrena, ni la conciencia los acusa, ni la vergüenza los impide, ni la razón los manda, ni la ley los sojuzga. E con la sed rabiosa que tienen de alcanzar en los pueblos honras e riquezas, careciendo del buen saber por do las verdaderas se alcanzan, despiertan alborotos, e procuran divisiones para las adquirir, pecando e faciendo pecar al pueblo. El qual no puede tener por cierto, quieto ni próspero estado cuando lo que estos sediciosos piensan dicen, e lo que dicen pueden, e lo que pueden osan, e lo que osan ponen en obra, e ninguno de vosotros ge lo resiste...

Allende de ésto, querría saber de vosotros, qué riqueza, qué libertades o que acrecentamientos de honra habéis habido de las alteraciones e rebeliones pasadas. ¿Dan por ventura o reparten estos alborotadores algunos bienes e oficios entre vosotros, o falláis algún bien en vuestras casas de sus palabras o engaños, o puede alguno decir que poseeis algo de los robos pasados? No por cierto: antes vemos sus faciendas crecidas e las vuestras menguadas; e con vuestras fuerzas e peligros haber ellos poderes e oficios de iniquidad. E vemos, que al fin de todas las rebeliones e discrímenes en que vos ponen, vosotros quedáis siempre pueblo engañado, sin provecho, sin honra, sin autoridad, e con disfamia, peligro e pobreza: e lo que peor e más grave es, mostráis os rebeldes a vuestro Rey, destruidores de vuestra tierra, subjetos a los malos que crían la guerra dentro de la cibdad do es prohibida, e no tienen ánimo fuera della, do es necesaria.»

Hácese cargo luego de la que llama «principal causa de los escándalos», es a saber, de la indignación que sentían algunos toledanos por ver en honras y oficios de gobernación a gente que juzgaban no ser de linaje, es decir a judíos conversos y otros advenedizos de origen oscuro; y levantándose sobre las preocupaciones de su tiempo, no extinguidas ni mucho menos en otros que pasan por más cultos, hace esta valiente defensa de la igualdad humana:

«Oh cibdadanos de Toledo, pleyto viejo tomais por cierto, e querella muy antigua, no aun por nuestros pecados en el mundo [p. 357] fenecida, cuyas raíces son hondas, nacidas con los primeros homes, e sus ramas de confusión que ciegan los entendimientos, e las flores secas e amarillas que afligen el pensamiento, e su fruto tan dañado e tan mortal que crió e cría la mayor parte de los males que en el mundo pasan, e han pasado, los que habeis oído, e los que habeis de oir. Mirad agora cuánto yerra el apasionado deste error: porque dexando de decir cómo yerra contra la ley de natura, pues todos somos nacidos de un padre e de una masa, e ovimos un principio noble, yerra especialmente contra aquella clara virtud de la caridad que nos alumbra el camino de la felicidad verdadera...

Vemos por experiencia algunos homes destos que juzgamos nacidos de baja sangre, forzarlos su natural inclinación a dexar los oficios baxos de sus padres, e aprender sciencia, e ser grandes letrados. Vemos otros que tienen inclinación natural a las armas, otros a la agricultura, otros a administrar e regir, e a otras artes diversas, e tener en ellas habilidad singular que les da su inclinación natural. Otrosí vemos diversidad grande de condiciones, no solamente entre la multitud de los homes, mas aun entre los hermanos nacidos de un padre e de una madre: el uno vemos sabio, el otro ignorante; uno cobarde, otro esforzado; liberal el un hermano, el otro avariento; uno dado a algunas artes, otro a ningunas. En esta cibdad pocos días ha vimos un home perayle, nacido e criado desde su niñez en el oficio de adobar paños, el cual era sabio en el arte de la astrología y el movimiento de las estrellas, sin haber abierto libro de ello. Mirad agora cuán gran diferencia hay entre el oficio de adobar paños, e la sciencia del movimiento de los cielos; pero la fuerza de su constelación le llevó a aquello, por do ovo en la cibdad honra o reputación. ¿Podréis por ventura quitar a estos la inclinación natural que tienen, do les procede esta honra que poseen?...

También vemos los fijos e descendientes de muchos reyes e notables homes escuros e olvidados, por ser inhábiles e de baxa condición. Fagamos agora que sean esforzados todos los que vienen del linaje del Rey Pirro, porque su padre fué esforzado. O fagamos sabios a todos los descendientes de Salomón, porque su padre fué el más sabio. O dad riquezas y estados grandes a los del linaje del Rey D. Pedro de Castilla, e del Rey D. Dionis de [p. 358] Portugal, pues que no lo tienen, e vos parece que lo que lo deben tener por ser de linaje. E si el mundo quereis enmendar, quitad las grandes dignidades, vasallos e rentas e oficios, que el Rey D. Enrique de treinta años a esta parte dió a homes de baxo linaje...

Ansí que no hayáis molesto ver riquezas e honores en aquellos que a vosotros parece que no las deben tener, e carecer dellas a los que por linaje pensáis que las merecen, porque esto procede de una ordenación divina que no se puede reparar en la tierra, sino con destruición de la tierra. E habeis de creer que Dios fizo homes, e no fizo linajes en que escogiesen. A todos fizo nobles en su nacimiento; la vileza de la sangre e oscuridad del linaje con sus manos la toma aquel que, dexando el camino de la eterna virtud, se inclina a los vicios del camino errado. E pues a ninguno dieron elección de linaje cuando nació, e a todos se dió elección de costumbres cuando viven, imposible sería según razón, ser el bueno privado de honra, ni el malo tenerla, aunque sus primeros la hayan tenido... Donde podemos claramente ver, que esta nobleza que opinamos, ninguna fuerza natural tiene que la faga permanecer de unos en otros, sino permaneciendo la virtud que la propia nobleza da. Habemos ansimesmo de considerar que ansí como el cielo un momento no esta firme ni quedo, ansí las cosas de la tierra no pueden estar en un estado: todas las muda el que nunca se muda. Sólo el amor de Dios, e la caridad del próximo es lo que permanece: la cual engendra en el cristiano buenos pensamientos e le da gracia para las buenas obras que facen la verdadera fidalguia, e para acabar bien esta vida, e ser del linaje de los santos en la otra...»

Oídas las razones de Gómez Manrique, disipóse aquel nublado, quedando desbaratadas las tramas del Arzobispo, el cual, a poco tiempo, viéndose sin dinero y entregado a sus propias fuerzas, puesto que ninguno de los grandes quería venir en su auxilio, se redujo a la obediencia de los Reyes, entregó sus fortalezas «e dende en adelante vivió pacíficamente, sin dar a su espíritu inquietud, e al Reyno de Castilla escándalos».

No fué ésta la única ocasión en que Gómez Manrique salió con generoso denuedo a la defensa de los conversos. En 1484, cuando la Inquisición, recién nacida, extremaba sus rigores con los [p. 359] neófitos andaluces, y el cura de los Palacios podía escribir aquellas tremendas palabras: «El fuego está encendido y quemará fasta que falle cabo al seco de la leña», el corregidor de Toledo salvó a los de aquella ciudad, intercediendo por ellos con la reina Isabel para que se aplazase el hacer inquisición de su vida y creencias.

Otras memorias quedan de su corregimiento: la reedificación del puente de Alcántara en 1484, y la labor en todo o en parte de las antiguas consistoriales, en cuya escalera hizo colocar aquella sentenciosa inscripción, que es el mejor programa de gobierno municipal:


           «Nobles, discretos varones
       Que gobernáis a Toledo,
       En aquestos escalones
       Desechad las aficiones,
       Codicias, amor y miedo.
           Por los comunes provechos
       Dexad los particulares:
       Pues vos fizo Dios pilares
       De tan riquísimos techos,
       Estad firmes y derechos.»

En aquel honroso oficio de justicia y regimiento pasó tranquilamente sus últimos años. Se ignora la fecha precisa de su muerte; pero por la copia legalizada de su testamento, hecha en 16 de febrero de 1491, consta que ya para entonces había pasado de esta vida.

En dicho testamento, otorgado en Toledo el 31 de mayo de 1490, Gómez Manrique, señor de Villazopeque, Belbimbre, Cordovilla, Matanza y heredamiento de Cambrillos, manda sepultarse en el monasterio de Santa Clara de Calabazanos, «lo más cerca que ser pudiese de la grada de las monjas», haciéndose dos sepulcros de alabastro, uno para él y otro para su mujer doña Juana de Mendoza, cada uno con sus armas y epitafio: «y en los lados, y en la delantera y en la zaga, y en algunas partes, su divisa y unas letras grandes que digan: Aquí yace Gómez Manrique, hijo quinto del Adelantado Pero Manrique, y de doña Leonor, su mujer, fundadora deste monasterio, en el cual él y doña Juana de Mendoza, su mujer, ficieron el refitorio y dormitorio desta casa». Deja al [p. 360] Monasterio 7000 maravedís de juro para dos misas cantadas cada semana por sus almas, y responsos sobre sus sepulturas. Manda pagar deudas y criados, y si no alcanzasen sus bienes, que se vendan ropas, armas, caballos, acémilas, mulas y preseas, reservando sólo para su sucesor unas armas enteras de su persona, y la celada guarnecida de oro que le había dado el Rey D. Fernando, y que quería que quedase siempre en su casa «por serme dada de la mano de tan bien aventurado príncipe». Instituye por universal heredera de sus bienes y estados a su nieta doña Ana Manrique, en cuyo favor establece mayorazgo. Hace especial recomendación de sus criados y esclavos negros, especialmente de tres niños que criaba en bajo de su mesa.

Sirve de curiosa ilustración a este testamento el inventario de los bienes de Gómez Manrique, descubierto y conservado por Don Bartolomé Gallardo. [1] En él se enumeran con mucha puntualidad las armas, la plata, las bestias, las monedas, las joyas, los paños guarnecidos y los libros que poseía. Entre los tapices figuran «un paño francés grande, de ras, de la estoria de Carlos Magno» y otro de la Estoria d' Ettor. Los libros no pasan de 39, incluyendo entre ellos el Cancionero de su merced. Los castellanos están en gran mayoría sobre los latinos, y aun de algunos de éstos, como La primera década de Tito Livio, las Epístolas de Séneca a Lucilo, el Boecio Severino, el Salustio, el Trogo Pompeyo (o sea su compendiador Justino), el libro de los Metamorfóseos, de Ovidio, puede suponerse que no los tenía en su original sino en lengua vulgar, castellana o italiana. Aunque poco numerosa, la biblioteca era escogida. Juntamente con los libros que pueden considerarse como de fondo en las bibliotecas de la Edad Media, por ejemplo, la Crónica Troyana («la destruyción de Troya»), la General Estoria y la Crónica de España del Rey Sabio, el Regimiento de Príncipes de Egidio Romano, el Libro de los enseñamientos e castigos de Aristótiles a Alexandre, la Suma de las crónicas, están las principales producciones del siglo XV: el Cancionero del Marqués de Santillana, el Corvacho del Arcipreste de Talavera, la Visión Deleytable de Alfonso de la Torre, los Trabajos de Ercoles de Don Enrique de Villena, un Compendio de Medicina, que debe de ser [p. 361] el de Chirino, la Crónica Valeriana y otros tratados de Mosén Diego de Valera, una Declaración de las paradojas, que puede ser la del Tostado, y un libro de Juan Rodríguez del Padrón, que no es posible identificar con ninguno de los conocidos: «la admiración que hizo Juan Rodríguez». Caso singular: no hay un Dante ni un Petrarca: la literatura italiana está representada exclusivamente por Juan Boccaccio, aunque no se expresa cuál de sus obras poseía nuestro magnate. Aunque este inventario es de 1490, se nota en él la ausencia de todo libro impreso, a no ser que el ejemplar de la Valeriana lo estuviera.

Basta este sucinto catálogo de su librería para comprender que Gómez Manrique no era bibliófilo de profesión como el Marqués de Santillana o como su primo Nuño de Guzmán, el amigo de los humanistas de Florencia. Sus estudios no traspasaron el límite de lo habitual y corriente entre los próceres de su tiempo: algunos historiadores y algunos moralistas de la antigüedad eran el fondo principal de su cultura: con esto y su natural ingenio y extraordinaria facilidad, puesto que él mismo dice que «solía hacer en un día quince o veinte trovas sin perder sueño, ni dejar de hacer ninguna cosa de las que tenía en cargo», pudo recorrer con lucimiento todos los géneros, aventajando en casi todos al resto de sus contemporáneos, y sosteniendo la cumbre de la sciencia poética, como le decía Pero Guillén. Ha de añadirse que era la modestia misma y si de algo se preciaba no era de las letras, sino de armas: «porque del primero destos dos oficios, demás de lo aver mamado en leche, oí desde mi mocedad en la escuela de uno de los más famosos maestros que ovo en otros tiempos, que fué mi señor e mi hermano D. Rodrigo Manrique, maestre de Santiago, digno de loable memoria; allí aprendí a sofrir peligros e trabajos y necesidades juntamente.... y ésto no podré decir que aya fecho en el estudio de las sciencias, ni arte de la poesía, porque yo éstas nunca aprendí, nin tuve maestro que me las mostrase, de lo qual las obras mías dan verdadero testimonio.»

Era, no obstante grandísimo aficionado a las letras, y hablaba de ellas con el mismo generoso entusiasmo que su tío el Marqués de Santillana, a quien indudablemente se había propuesto por modelo: «E como quiera que algunos haraganes digan ser cosa sobrada el leer y saber a los caballeros, como si la caballería fuera a [p. 362] perpétua rudeza condenada, yo soy de muy contraria opinión, por que a estos digo yo ser complidero el leer e saber las leyes e fueros e regimientos e gobernaciones de los pasados que bien rigieron e gobernaron sus tierras e gentes, e las fazañas e vidas e muerte de muchos famosos varones que vida virtuosa vivieron, e virilmente acabaron... que las sciencias non facen perder el filo a las espadas, ni enflaquecen los brazos nin los corazones de los caballeros... y callando los otros testigos que ternía..., con el muy magnífico y sabio y fuerte varón D. Íñigo López de Mendoza, primero Marqués de Santillana, de loable memoria, mi señor e mi tío, puedo bien aprobar esta mi opinión, como vuestra merced (el Conde de Benavente a quien esta carta se dirige) bien sabe, pues lo conosció y vió sus altas obras en que manifestaba su grand prudencia y sabiduría, no sin grandes vigilias adquerida, e oyó sus grandes fazañas, algunas de ellas más de esfuerzo que de ventura acompañadas, en las cuales se conosce la verdadera fortaleza y se afina como el oro en el crisol; porque como quiera que en algunos casos sus gentes fuesen sobradas [1] nunca su gran corazón fué vencido.»

Tan poca estimación hacía de sus obras el señor de Villazopeque que quizá debemos tan sólo la conservación de su Cancionero al loable empeño de su amigo y deudo D. Rodrigo Pimentel, conde de Benavente. Aun así se excusó cuanto pudo, como lo había hecho antes en ocasiones análogas. «Bien puede creer vuestra merced que no ha seydo pequeño el debate que conmigo mesmo he tenido sobre cumplir o negar este vuestro mandamiento... el qual debate el tiempo pasado tove, e me duró tanto, que nunca ovo efecto otra semblante demanda que en el tiempo de su felicidad me fizo el serenísimo señor D. Alfonso, rey de Portugal, que Dios aya, asy por letras a mí enbiadas, como por otras que enbió al muy magnífico señor conde D. Enrrique, mi tío, con tanto afinco que, vista la dilación que yo daba, a la postre me ovo de enbiar a la cibdad de Ávila, donde a la sazón estava, un secretario suyo con esta mesma demanda, y tanto me aquexó, que de vergüenza suya ove de posponer la mía. E deliberando de complir su mandamiento, fice buscar por los suelos de mis arcas algunas [p. 363] obras mías que allí estavan como ellas merescían, e procuré de aver otras de otros, mal conoscedores de aquellas, que las tenían en mejor lugar. E asy comencé a facer una copilación dellas... Mas de vos, señor muy magnífico, con gran razón me puedo e devo maravillar, porque conosciendo tanto como de mi poco saber conosce, aya podido pensar nin creer que de oficial que con tan botos destrales labra, pueda salir ninguna obra prima nin limada... Mas con todo esto, señor muy virtuoso..., yo he deliberado de amenguar a mí por conplacer a vos y cumplir vuestro mandamiento; cunpliendo el qual le enbío con este mi criado esta copilación de mis obras que con tantos afincos me ha pedido, que estuviera mejor ronpida que copilada; la cual, por mal que vaya escrita e ornada, como lo va, yrá mejor que ordenada ni compuesta, porque la escritura y ornamento, tal cual lo verá, avrán fecho más sotiles ministrales que lo es el componedor... A vuestra señoría suplico que pues le obedezco e cunplo, quiera mandar tener este libro cerrado en su cámara: que de cosas hay que mejor es estar con la esperança que con el conplimiento della; y asy vuestra señoría avrá conseguido su fin en aver estas obras, y su componedor, que queda a vuestro servicio, quedará en la buena posseyón en que es tenido de aquellos a quien sus obras son ygnotas.»

Este códice, así ornado e historiado con primorosas orlas de colores y oro, y repetida entre sus folletos la divisa de Gómez Manrique, que era una cabeza de laúd o viola con seis clavijas y esta letra: «No puede templar cordura lo que destempla ventura», puede ser el mismo que, falto de las últimas hojas, se conserva hoy en la biblioteca particular de S.M. El de la Biblioteca Nacional (v—236) parece más antiguo, pero carece de gran número de folios, si bien contiene catorce poesías que no están en el de Palacio. Otros fragmentos (y copias de menor importancia) quedan en diversas colecciones, y con ayuda de todos ellos, como también de los Cancioneros impresos, ha depurado el Sr. Paz y Melia el texto de este ingenioso y simpático poeta.

El número total de sus composiciones asciende a 108, y pertenecen, como queda dicho, a los géneros más diversos. Antes de hablar de aquel en que más particularmente se distinguió, conviene decir algo de los restantes.

[p. 364] Antes de ser poeta didáctico, fué Gómez Manrique un atildado versificador de galanterías y amores. Amador de los Ríos no le concede gran ternura de sentimiento, pero la misma censura podría extenderse a todos los trovadores de su época, puesto que en todos ellos el amor es puro discreteo, sin liga de afecto sensual, ni tampoco de contemplación mística. Gómez Manrique se ejercitó, como todos ellos, en el pueril ejercicio de las preguntas o reqüestas, alternando con Francisco Bocanegra, Juan de Mazuela, Diego de Benavides, Francisco de Miranda, Diego de Saldaña, Pero Guillén de Segovia, Pedro de Mendoza, Guevara, Álvarez Gato, el Clavero D. Garci López de Padilla, y otros ingenios cortesanos. Las cuestiones debatidas solían ser por este estilo:


       «Pregunto, pues, amador:
       ..........................
       ¿Cuál es, a vuestro entender,
       Destas cosas la mejor,
       Siendo vos enamorado
       De dama muy virtuosa,
       En extremidad fermosa,
       Por quien fuésedes penado:
       Fablalla sin esperar
       De nunca jamás la ver,
       O verla sin la poder
       En vuestra vida fablar?»

Otra vez preguntaba a su sobrino D. Diego de Rojas:


       Por ende, vos me direys:
       ¿Quál destas dos tomareys
       Aviendo de ser forzado:
       Fea, graciosa, y discreta
       En muy gran estremidad,
       O mal graciosa, indiscreta,
       En fermosura perfecta,
       Complida de necedad?

Y el sobrino contesta con notable desenfado:


       Yo quiero fermosa y neta;
       Esta es mi calidad;
       A la fea mal de teta
       Mate, y mala saeta;
       Reniego de su bondad.

[p. 365] Al mismo género de coplas de pasatiempo pertenecen las que Gómez Manrique hizo contestando a las de Torrellas contra las mujeres: la Batalla de amores, alegoría bastante ingeniosa, en la que da a su dama el nombre de Bresayda, sin duda por reminiscencia de la Crónica Troyana: el Apartamiento, la Suplicación, la Carta de amores, la Lamentación, los Clamores para los días de la semana, y otras piezas fugitivas. Todas ellas pertenecen a la antigua escuela galaico-provenzal: en una de ellas teme el autor morir del mal de que murió Macías; en otra, glosa versos suyos y de Juan Rodríguez del Padrón, y hasta escribe una vez en portugués (caso ya inusitado en su tiempo), contestando a Álvaro de Brito. [1] A falta de otro mérito, luce en todos estos juguetes una versificación muy esmerada, a la vez que muy suelta, y no faltan tampoco graciosas imágenes y comparaciones;


       Que todas mis amarguras
       Derrama vuestro donayre,
       Como las nieblas escuras
       Se derraman en el aire.
       ..............................
       Ansí mis ansias secretas,
       Viendo vos, fuyen de mí;
       Bien como las cuervas prietas
       Perseguidas del neblí.

Fácil es la transición desde este grupo de poesías a otras, igualmente ligeras, pero de índole doméstica: felicitaciones a sus parientes; estrenas y aguinaldos {«aguilandos») a su mujer doña Juana de Mendoza, a su tía la Condesa de Castañeda, a su hermano D. Rodrigo Manrique, a su cuñada la Condesa de Paredes, al Arzobispo de Toledo, al Obispo de Burgos.

Pueden agregarse a esta parte más endeble del Cancionero de Gómez Manrique sus versos jocosos o de burlas, que en general tienen poca gracia, y son por todo extremo inferiores a los del Ropero, a quien quiso imitar hasta en los asuntos: «quejas de una mula», «razonamiento de un rocín a su paje». Da pena ver a tal hombre exprimir el magín buscando insulsos chistes contra un truhán de su hermano el Conde de Treviño, o motejando de judío al famoso Juan Poeta «quando le captivaron los moros de allende»:

        [p. 366] «Poeta, vos sois novicio,
       Que quiere decir confeso;
       Yo soy antiguo profeso,
       Fidalgo desde abenicio.
       Pero téngoos amor
       Y amistad,
       Porque sois en la verdad
       Trovador,
       Trovador sin capirote,
       El mayor de los hebreos,
       Aunque no trováis boleos,
       Salvo las trovas de bote.
       Son con destral desbastadas
       Vuestras rimas,
       Y no con sotiles lima
       Bien limadas.
           Y porque son de almacén
       Vuestras trovas como digo,
       No vos he por enemigo,
       Mas antes vos quiero bien.
       Ca non fazen ningund daño
       A las mías,
       Porque son gruesas y frías
       Y d'estaño.
       ............................
       Y los sentimientos míos
       Fueran mezclados con lloros
       Sy bien como fueron moros
       Vos cativaran judíos;
       Porque como zahareño,
       ¡Qué donaire!
       Conociérades el aire
       De pequeño. [1]

[p. 367] Hasta aquí el coplero de sociedad y de ocasión: ahora comienza el poeta noble y elevado, rico de graves enseñanzas morales; que sólo tuvo en su tiempo un rival, y ese dentro de su propia casa. La continua lectura de los filósofos moralistas, el espectáculo frecuente de grandes catástrofes y súbitas mudanzas de fortuna, la generosa indignación de los espíritus selectos contra el vicio y el desorden triunfantes, la natural tendencia del ingenio nacional a cierta austera consideración de la vida que en todas nuestras épocas literarias se manifiesta por medio de elocuentes lugares comunes filosóficos y penetrantes sentencias, cuya forma aguda y sutil excede muchas veces a su contenido, habían conservado durante todo el siglo XV un ideal de poesía ética, del cual fueron fieles intérpretes los mayores ingenios de esa centuria, aun los que en la vida práctica distaban mucho de ser constantemente fieles a sus rígidos aforismos. Tal poesía fué la de Gómez Manrique, llamado a ella por su integridad moral, por su alejamiento de todo interés y de toda adulación; inclinado de suyo a escribir consejos «más saludables e provechosos que dulces nin lisongeros, como ombre despojado de esperanza e temor, de que los verdaderos consejeros han de carescer», y aleccionado además por el estudio familiar y asiduo de los dos mayores poetas del reinado anterior, el marqués de Santillana y Juan de Mena, de quienes principalmente heredó esta tendencia ético-política, así como también procuró remedarles en los metros y en las formas artísticas.

Sabemos ya la admiración que a uno y otro profesaba, especialmente a su tío el señor de Hita y Buitrago, a quien saludaba en estos términos, pidiéndole el Cancionero de sus obras:


       «¡Oh fuente manante de sabiduría
       Por quien s'ennoblescen los reynos d'España....!
       .........................................
       Vos soys de los sabios el más excelente,
       E de los poetas mayor que Lucano.
       De vuestras fazañas non sé qué más cuente,
       No porque dellas me falte qué diga,
        [p. 368] Si no que nacistes por ansia e fatiga
       De los coronistas del siglo presente.
       Estrema cobdicia de algo saber
       En esta discreta e tan gentil arte,
       En que yo tengo tan poca de parte
       Como en parayso tiene Lucifer,
       Me face vergüenza, señar, posponer,
       E fablar sin ella, seyendo ynorante,
       Con vos qu'enmendays las obras del Dante
       E aun otras más altas sabeys componer.»

Mas que discípulo ni pariente, Gómez Manrique se reputaba fijo espiritual de D. Íñigo, de quien con tierna efusión refiere que «en presencia le acataba más e mucho más que la pobreza de la virtud e estado mío requería», lo cual bien se comprueba por aquellos versos en que, alentándole el Marqués al trato de las musas, compara a su sobrino «humano, gracioso, afable, plaziente» con el azor de Noruega, «que en todo muestra su fidalguía». Cuando el Marqués de Santillana pasó de esta vida en 1458, Gómez Manrique tributó a su memoria digno homenaje en una de sus más extensas composiciones, El Planto de las Virtudes e Poesía, por el Magnífico señor D. Íñigo López de Mendoza, dedicado al entonces Obispo de Calahorra y luego gran Cardenal de España D. Pedro González de Mendoza. Inserta esta poesía en todos los Cancioneros impresos, tuvo la suerte de ser más conocida que otras de su autor, aunque diste mucho de ser de las mejores. El artificio de ella es alegórico y dantesco, conforme al trillado camino de las visiones de que tanto abusaron nuestros poetas del siglo XV; pero la ejecución se recomienda por detalles muy agradables. El autor se supone perdido en un valle tenebroso, cuya ferocidat describe en estas fáciles quintillas:


       Non jazmines con sus flores
       Había, nin pradrerías;
       Nin por sus altos alcores
       Ressonavan ruyseñores,
       Ni sus dulces melodías.
       Texos eran sus frutales,
       E sus prados pedernales,
       E buhos los que cantavan,
       Cuyas bozes denotavan
       Los advenideros males.
        [p. 369] No ninguno vi venado,
       Corzos, ni ligeros gamos,
       Non soto bien arbolado
       Do reposase cuytado
       A la sombra de sus ramos;
       Mas áspides ponzoñosos
       De los sirtes arenosos
       Habitaban las veredas;
       Sus mejores arboledas
       Enebros eran nudosos...

Allí le sorprenden las tinieblas de la noche, acrecentándose su terror y su angustia con los espantables ruidos del torrente y el baladro de los monstruos:


       E bien como quien camina
       Por ventas en invernada,
       Cuando la tarde declina,
       Aguija muy más ayna,
       Por fallar cierta posada,
       Iba yo cuanto podía;
       Pero la lumbre del día
       Del todo me fallesció,
       E la tiniebla cubrió
       Quando menos me complía.
       ..............................
       A la ora mis sentidos
       Fueron del todo turbados;
       Que los tales alaridos
       Turbaran los no movidos,
       Cuánto más los alterados.
       E con estas turbaciones
       Circundado de passiones,
       Las piedras fueron mi cama,
       La cubierta seca rama,
       La cena lamentaciones.
       ....................................
       E las ondas que batían
       En los terrenos cimientos,
       Las serpientes que gemían,
       Los árboles que cruxían
       Con la fuerza de los vientos,
       Los sus tumultos cessaron,
       E tan de golpe callaron,
       Que las que sentí passiones
       En sus doloridos sones,
       Con el callar se doblaron.

[p. 370] Con la luz de la mañana emprende su viaje, hasta que llega a una fortaleza situada en tierra espantable y deshabitada:


           E lancéme por la puerta,
       La qual fallé bien abierta
       E por ninguno guardada,
       E vi toda la morada
       De moradores desierta.
           Non sus palacios cercados
       Fallé de tapicería,
       Nin de doseres brocados,
       Nin puestas por los estrados
       Alfombras de la Turquía.
       Non ressonavan cantores,
       Nin los altos tañedores,
       Nin vi damas bien vestidas,
       Nin la vaxillas febridas
       En ricos aparadores.
           Mas vi cercada de duelo
       Una sala mucho larga,
       Las paredes con el cielo,
       E su ladrillado suelo,
       Todo cubierto de marga.
       E vi por orden sentadas
       Siete donzellas cuytadas
       Del mesmo paño vestidas,
       Sus lindas caras carpidas
       E las cabezas messadas.

De estas siete doncellas, que por de contado eran las siete virtudes, las tres primeras, o sea las teologales, llevaban, en sus diestras, cruces de Jerusalén, y las otras cuatro, esto es, las morales, sendas tarjas con los blasones de Mendoza y de la Vega:


           La primera bien pintada
       De verde me parecía,
       Por esquina travessada
       Una banda colorada,
       Según el Cid la traía.
       La segunda plateada,
       De aspas de oro cercada,
       Dos lobos en el escudo...
           De la tercia se mostraba
       Oro fino su color;
       Un mote me ressemblava
        [p. 371] De letras la circundava
       Azules en derredor.
       E sentí dezir en él
       Lo que dixo Gabrïel
       A la Virgen que parió,
       Al punto que concibió
       Al nuestro Dios Emanuel.
           En la cuarta tarja vi
       Quince jaqueles pintados,
       Los siete d'un carmesy
       Muy más fino que rubí,
       E los restantes dorados..

Las Virtudes, después de deplorar la pérdida, reciente también, del obispo de Burgos D. Alonso de Cartagena, y del Tostado, [1] van haciendo, una tras otra, el panegírico del Marqués, aunque sin nombrarle. Tras ellas comparece otra virgen, la Poesía, con rozagante manto azul y blanco, con la divisa que usó siempre D. Íñigo:


       De las celadas bordado
       E de letras salteado
       En que Dios e vos dezía;
       Y en la su diestra tenía
       Un rico libro cerrado.

La Poesía, que lloraba, además de la pérdida del Marqués, la muy poco anterior de Juan de Mena y del aragonés D. Juan de Ixar, llamado el Orador, exhorta al fijo del Adelantado Manrique a hacer en metros o en prosa el panegírico de su tío. Él se excusa con la poca destreza de su péñola, y aconseja a la Poesía que acuda en el reino de Toledo a un caballero prudente, a «un noble viejo, fuente de grande elocuencia», cuyo nombre propio es Fernán Pérez de Guzmán, única persona digna de tomar a su cargo tal empresa. Desaparece el fantasma de la Poesía, suena de nuevo el clamor doloroso de las siete virtudes; y con una lamentación sobre el estado moral de Castilla, huérfana de discretos y virtuosos, termina esta larga y algo pedantesca visión.

[p. 372] Si en ella es deliberada y patente la imitación de la Comedieta de Ponza, de la Coronación de Mosén Jordi y de otros poemas del Marqués de Santillana; en las bellas Coplas para el Contador Diego Arias de Ávila, en la Exclamación y querella de la gobernación, y en el Regimiento de Príncipes, que son los tres más notables ensayos didácticos de señor de Villazopeque, hay, sin mengua del estro propio, una continua aunque más velada influencia del numen poético que dictó los Proverbios, el Diálogo de Bías contra fortuna, el Doctrinal de Privados, y en general, todos los versos políticos del Marqués.

Los Consejos a Diego Arias de Ávila, uno de los favoritos de Enrique IV, exhortándole a usar del poder con moderación y templanza, y a cumplir con grandes y pequeños las leyes de la justicia, pueden considerarse como una sátira política indirecta, y aun como un desahogo del alma del poeta, lacerada por las injusticias de que el Contador le había hecho víctima, y de las cuales blandamente se queja en la carta dedicatoria de este tratado: pero son algo más que esto: son una noble y filosófica lección sobre la instabilidad de las grandezas humanas, sobre la vanidad del mundo, sobre los peligros de la privanza y lo inconstante del favor de los príncipes, y al mismo tiempo una exhortación a la paz del alma, que sólo puede lograrse cuando no se pone el amor en cosas mortales y perecederas. Estos sabios Consejos, que son, sin duda, la obra maestra de su autor, presentan tan extraña analogía en conceptos y aun en frases con algunos trozos de los más celebrados en las Coplas de su sobrino, que es imposible dejar de admitir de parte de éste una imitación directa. Pero reservando este punto para más adelante, baste citar como muestra de esta poesía, tan solemne y a la par tan sencilla, algunos versos del final, que resumen su sentido:


       Pues si son perecederos
       Y tan caducos y vanos
       Los tales bienes mundanos,
       Procura los soberanos
       Para siempre duraderos;
       Que so los grandes estados
       E riquezas,
       Fartas fallarás tristezas
       E cuydados.
        [p. 373] Que las vestiduras netas
       Y ricamente bordadas,
       Sabe que son enforradas
       De congoxas estremadas
       E de pasiones secretas;
       Y con las tazas febridas
       De bestiones,
       Amargas tribulaciones
       Son bebidas.
           Mira los Emperadores,
       Los Reyes y Padres Santos;
       So los riquísimos manto
       Trabajos tienen y tantos
       Como los cultivadores;
       Pues no fies en los onbres
       Que padecen,
       Y con sus vidas perecen
       Sus renombres.
       ..............................
           Los favoridos privados
       Destos Príncipes potentes,
       A los quales van las gentes
       Con servicios y presentes
       Como piedras a tablados,
       En las sabanas d'Olanda
        Mas sospiran
       Que los remantes que tiran
       De la banda.
       ..............................
           Que fartos te vienen días
       De congoxas tan sobradas,
       Que las tus ricas moradas
       Por las chozas o ramadas
       De los pobres trocarías:
       Que so los techos polidos
       Y dorados,
       Se dan los vuelcos mesclados
       Con gemidos.
           Si miras los mercadores
       Que ricos tratan brocados,
       No son menos de cuydados
       Que de joyas abastados
       Ellos y sus fazedores;
       Pues no pueden reposar
       Noche ninguna,

        [p. 374] Recelando la fortuna
       De la mar.

¡Cuánta felicidad de expresión! ¡Cuán graciosa la caída de los finales de cada estrofa! ¡Qué perfecta parece ya la lengua, sin mendigar postizos arreos que desfiguren su nativa y decorosa majestad! ¡Qué mezcla tan simpática de serenidad de pensamiento y de viva imaginación! Se dirá que todos estos conceptos son lugares comunes, pero de estos lugares comunes están llenas las odas y las epístolas morales de Horacio, y nada pierden por eso. ¿Qué son, por ejemplo, el rectius vives, el otium non gemmis neque purpura venale neque auro, y aquella estrofa que remotamente creeríamos imitada por Gómez Manrique, si su cultura clásica hubiese sido mayor:


       Non enim gazae, neque consularis
       Submovet lictor miseros tumultus
       Mentis, et curas laqueata circum
       Tecta volantes.

Con ser, a mi juicio, estos Consejos la mejor poesía de Gómez Manrique, y una de las mejores de su siglo, no parece haber sido la que sus contemporáneos estimaron en más. Cupo tal preferencia a las que tradicionalmente se llaman Coplas del mal gobierno de Toledo, y cuyo verdadero título es Exclamación e querella de la Gobernación: poema que alcanzó la honra de ser largamente glosado en prosa por el doctor Pedro Díaz de Toledo [1] al igual de los llamados Proverbios de Séneca y de los del Marqués de Santillana. Algo hay en estas coplas que particularmente pudo aplicarse al régimen municipal de una ciudad determinada, que para el caso sería Toledo; y sin duda por eso hubo, sobre este dezir, «fablas de diversas opiniones» en la casa del Arzobispo Carrillo y entre sus servidores: «algunos, interpretando la sentencia e palabras... a no sana parte en manera de reprehensión; otros, afirmando ser verdad lo en las coplas contenido, e non aver cosa que calupniar en ellas». Pero es cierto que la mayor parte de las sentencias son tan generales, que más bien deben entenderse del estado de todo el reino en los días calamitosos de Enrique IV. Escritas en forma casi popular, y en tono como de refranes, [p. 375] exornadas con imágenes y comparaciones tomadas de la vida común, tenían todas las condiciones necesarias para llegar al alma de la muchedumbre y ser aprendidas de memoria; y no hay duda que lo fueron. Sus enseñanzas no podían ser más honradas y saludables, aunque no fuesen muy profundas. En este género de magisterio político, Gómez Manrique igualaba a veces el nervio de la sentencia, ya que no la tétrica gravedad de pensamiento de su paisano el rabí de Carrión.

Hemos visto con cuánto júbilo saludó nuestro poeta la aurora del imperio de los Reyes Católicos, y cuán resueltamente abrazó el partido de la Princesa, cuando era todavía muy dudoso su triunfo. Persuadido de que «los metros se asientan mejor e duran más en la memoria que las prosas», les dirigió poco después de su advenimiento al trono (seguramente antes de 1478, puesto que los llama todavía reyes de Sicilia y no de Aragón) un largo doctrinal de buen gobierno, importante y curioso por los príncipes a quien fué dedicado, por la ocasión en que se escribió, por la noble franqueza e hidalguía que su autor manifiesta al aconsejar lo que estima recto y bueno para que el poder regio no degenere en tiránico [1] y para que la devoción, esmalte de monarcas católicos, no degenere en beatería y apocamiento, [2] poema digno de [p. 376] consideración además por la elegante sencillez del estilo y el fácil movimiento del metro. Otros poemas de esta clase se escribieron por aquellos días, pero es dudoso que ninguno de ellos, ni siquiera el Dechado de la reina Doña Isabel, del franciscano Fr. Íñigo de Mendoza, compita con éste.

Hemos visto ya que Gómez Manrique, aunque formado principalmente en la escuela del Marqués de Santillana, acertó a rivalizar también con lo mejor de Juan de Mena, en la única poesía histórico narrativa que de él nos queda. Pero todavía más que lo épico le atraía en Juan de Mena lo didáctico, conforme a la natural tendencia de su espíritu: así es que fué el primero de los que tomaron sobre sí la empresa de continuar el poema que aquél dejó incompleto con título de Debate de la razón contra la voluntad, más conocido por coplas de los siete pecados mortales. La Prosecución añadida por Gómez Manrique, y que comprende la reprensión de tres vicios, gula, envidia y pereza, no desdice del original, así en buena y cristiana doctrina como en trivialidades y prosaísmos, pero se levanta mucho sobre él en la elocuente exhortación final puesta en labios de la Prudencia, que endereza su fabla a todos los estados del mundo.

Fué Gómez Manrique no sólo poeta lírico y didáctico, sino también poeta dramático en el modo y forma en que su tiempo lo toleraba. Y no se trata aquí de meros diálogos de contextura dramática como el del Amor y un viejo, de Rodrigo de Cota, de los cuales puede dudarse que fuesen representados nunca; sino de una verdadera Representación (así la llama el Cancionero), sencillísima sin duda, como hecha para un monasterio de monjas, el de Calabazanos, donde era vicaria Doña María Manrique, hermana del poeta. Su asunto es el nacimiento de Nuestro Señor y la adoración de los pastores, tratado con toda la sencillez del antiguo drama litúrgico y sin ninguna de las irreverencias que afean los misterios franceses. La bella idea que en el siglo XVI sirve de fondo al patético Auto de las donas que envió Adán a Nuestra Señora con San Lázaro, aparece ya en esta representación, en que los ángeles van presentando al niño Dios los instrumentos de la Pasión. El estilo de esta pieza es tan candoroso e ingenuo como convenía al virginal auditorio a que se destinaba. Termina con un canto de cuna («Canción para callar al niño»), [p. 377] compuesto sobre el tono de otro popular: «Callad, fijo mío chiquito». De su mismo contexto se infiere que debió de ser cantado en coro por todas las religiosas:


           Callad vos, Señor,
       Nuestro redentor;
       Que vuestro dolor
       Durará poquito.
           Ángeles del cielo
       Venid dar consuelo
       A este mozuelo
       Jhesús tan bonito.
           Este fué reparo,
       Aunque él costó caro,
       D'aquel pueblo amaro
       Cativo en Egito.
           Este Santo dino,
       Niño tan benino,
       Por redemir vino
       El linaje aflito.
           Cantemos gozosas,
       Hermanas graciosas,
       Pues somos esposas
       Del Jesús bendito.

Aunque no llevan titulo de Representación, ni consta que fuesen representadas, nos parecen del mismo género las bellas y afectuosas Lamentaciones fechas tara Semana Santa, que son un diálogo entre Nuestra Señora, San Juan y la Magdalena.

Sin tener, como las anteriores, afectos dramáticos ni tampoco verdadero diálogo, se enlazan, sin embargo, con la historia del teatro, dos poesías profanas de G. Manrique, las cuales seguramente formaron parte de festejos domésticos o palacianos. Una y otra llevan el nombre de momos: en la primera concurren las siete virtudes al nacimiento de un sobrino del poeta, otorgándole cada una sus dones. En la segunda, compuesta en 1467 por mandamiento de la Infanta doña Isabel, para honrar en el día de su cumpleaños a su hermano el intruso Rey D. Alfonso, que se hallaba en Arévalo, las nueve musas anuncian al Infante sus fados.

No había aquí fábula ni tampoco diálogo, pero sí verdadera representación, en que tomaron parte la misma Infanta y sus damas doña Mencía de la Torre, doña Elvira de Castro, doña [p. 378] Beatriz de Sosa, Isabel Castaña, doña Juana de Valencia, doña Leonor de Luxán y la Bobadilla, futura Marquesa de Moya. Las ocho damas iban vestidas de «fermosas plumas», y la Infanta de unas vedijas de blanchete.

Pero de este género de espectáculos cortesanos se hablará más por extenso cuando lleguemos a tratar de la historia del teatro, en cuyos orígenes hay que dar un puesto, sobre todo por su Representación de Navidad, a Gómez Manrique, predecesor bastante inmediato de Juan del Encina.

Notas

[p. 340]. [1] . Tomo II, págs. 531 a 542. Es cosa singular, y prueba la falta de gusto de nuestros antiguos eruditos, especialmente de los genealogistas, el que Salazar y Castro, escribiendo tan extensamente sobre G. Manrique, no haga la menor alusión a sus méritos literarios.

[p. 344]. [1] . A su relativa pobreza alude noblemente Gómez Manrique en el Prohemio del Regimiento de Príncipes, dirigiéndose a los Reyes Católicos:

«Como yo, muy poderosos señores, decienda de uno de los más antiguos lyynajes destos reynos, aunque non aya subcedido en los grandes estados de mis antecesores, no quedé desheredado de algunos de aquellos bienes que ellos non pudieron dar nin tirar en sus testamentos, y entre aquéllos, del amor natural que mis pasados tuvieron a esta patria donde honrradamente vivieron y acabaron y están sepultados.»

Hablando con el contador Diego Arias de Ávila, que le pedía versos antes

 de despacharle una libranza, le decía donosamente: «Que si del solo oficio de trobar e de las tierras e mercedes que tengo en los libros del muy poderoso rey, nuestro soberano señor, me oviese de mantener, entiendo por cierto que sería muy mal mantenido, segund yo trobo, e vos, señor, me libráis.»

Ha de decirse en obsequio de la verdad que la misma Reina Católica, a quien tan fielmente sirvió, no anduvo con él muy generosa. El corregimiento y alcaidía de Toledo fueron bien corto premio para sus merecimientos, y en la minoración de juros de 1480 se le rebajaron 30.000 maravedís de los 140.000 que disfrutaba en Úbeda, Aranda y otros lugares. Parece quo hay de todo esto una queja delicada en su testamento, cuando ruega a la Reina que «por sus servicios y de su mujer quiera ser principal tutora y curadora de sus nietas, haciendo por ellas lo que por otras huérfanas, especialmente siendo criadas en su real casa, y satisfaciendo con este cuidado el cargo que podría tener su real conciencia de lo que él y su mujer la habían servido y deseado servir».

 

[p. 345]. [1] . Loor a la muy excelente señora doña Juana, reina de los reynos de Castilla. (C. de G. M., tomo I, pág. 180.)

[p. 353]. [1] . Colección Abella.

[p. 360]. [1] . Cancionero  de Gómez Manrique, tomo II, págs. 326 y siguientes.

[p. 362]. [1] . Esto es, vencidas, superadas.

[p. 365]. [1] . Página 92, tomo II del Cancionero.

 

[p. 366]. [1] . En otras coplas mucho más violentas, aunque escritas al parecer por pura broma, con motivo de una cacería a que había asistido Juan de Valladolid en los montes de Aragón, le llama, entre otros mil denuestos:


       Poeta no mantuano,
       Sabio sin forma ni modo,
       No judío ni cristiano,
       Mas excelente marrano
       Fecho de piedra e de lodo...

No contento con injuriarle por su cuenta, prestó sus metros al Ropero que ciertamente no necesitaba de tal auxilio. Estas coplas en que G. Manrique tomó el nombre de Antón de Montoro, para dirigirse al Marqués de Villena, protector de Juan Poeta, no desmienten en verdad el cínico estilo del poeta a quien quiso prohijarlas. Lo que dice de la infeliz madre de Juan Poeta, no puede transcribirse aquí.

[p. 371]. [1] . Es curioso por lo cándido el final de su elogio:


       Pues la Brivia toda entera,
       Si por facer estoviera,
       De nuevo la compornía...

[p. 374]. [1] . Esta glosa puede leerse en el tomo II del Cancionero de Gómez Manrique, págs. 230 y siguientes.

[p. 375]. [1] . «Que cuanto más grandes fueron los poderes tiránicos, tanto más presto dieron mayores caídas», dice en el prohemio.

[p. 375]. [2] .        El rezar de los salterios,
         El decir bien de las horas,
         Dexad a las oradoras
         Qu'están en los monesterios:
          Vos, señora, por regir
         Vuestros pueblos e rigiones.
         Por facerlos bien vevir,
          ...................................
          Cá non vos demandarán
          Cuenta de lo que rezays;
          Ni si vos disciplinays,
          No vos lo preguntarán;
          De justicia si fezistes
          Despojada de pasión,
          Si los culpados punistes
          O malos enxemplos distes,
          Desto será la quistión.