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Obras completas de Menéndez... > ESTUDIOS Y DISCURSOS DE... > VII : ESTUDIOS HISTÓRICOS > DON ÁLVARO DE LUNA

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AUNQUE el libro que actualmente publica la Sociedad de Bibliófilos Españoles no se recomendase por otra ninguna circurstancia, bastaría el nombre de su autor para despertar la curiosidad, no solamente de los eruditos, sino de los meros aficionados a nuestra historia. Un libro de don Álvaro de Luna, apenas citado hasta ahora como escritor más que en insignificantes composiciones poéticas, ha de ser interesante siempre para quien aspire a conocer en su integridad aquella gran figura histórica, objeto hoy mismo de tan encontrados pareceres. Sería impertinencia detallar aquí los sucesos de su vida, agitada por tan varias fortunas, que esceden a las peripecias del más complicado drama, y todavía, despues de cuatro siglos, ejercen sobre la imaginación cierto misterioso influjo. El que quiera sentirle plenamente, lea la antigua y admirable Crónica del Maestre, redactada sin duda por algún devotísimo servidor y familiar suyo, que había convertido en un culto la memoria de su señor. Toda la elegancia clásica de la bella biografía escrita por Quintana, y todo el amaneramiento retórico de la muy estimable Memoria de Rizzo y Ramírez, premiada años hace por la Academia de la Historia, distan mucho de la robusta elocuencia de sentimiento que dictó aquellas páginas [p. 64] inmortales, quizás las mejores de nuestra prosa del siglo XV, tan rica, no obstante, en ejemplares históricos. Lo que en don Álvaro interesa todavía más que su lucha a brazo partido contra la anarquía nobiliaria: todavía más que su representación política, que quizá ha sido exageradamente juzgada, y de fijo interpretada conforme a ideas y sentimientos modernos, es su persona misma, es su sombrío y trágico destino, es la grandeza humana de que dió tantas pruebas, lo mismo en la cumbre de la prosperidad y del poder que sobre las tablas ensangrentadas del cadalso. Por haber sido don Álvaro varón verdaderamente grande, y sublimado hasta las cimas heroicas del martirio, postrera consagración de su gloria, vive, no ya sólo en las crónicas y en los libros eruditos, sino en la fantasía popular, que suele olvidarse de los felices y de los encumbrados, pero que rara vez olvida a las grandes víctimas de la fatalidad histórica, todavía más profunda y ejemplar que la fatalidad trágica.

Nada de lo que pertenece a tal hombre puede ser indiferente para la historia, y sólo nuestra habitual incuria puede explicar el que sabiendose de antiguo que había compuesto un libro interesante hasta por su título, y del cual se conocía mas de una copia, nadie haya pensado en sacarle a luz hasta la hora presente, y en rigor nadie le haya estudiado, a excepción de nuestro doctísimo e inolvidable maestro don José Amador de los Ríos, que primero habló de él en el tomo VI de su Historia de la Literatura española, y luego le dedicó dos importantes artículos en la Revista de España de 1871 (meses de mayo y abril), procurando descubrir en el libro las doctrinas morales y políticas del Condestable, y ponerlas en cotejo con los actos de su gobernación y de su privanza.

El Libro de las virtuosas e claras mujeres fué acertadamente clasificado por Amador de los Ríos entre las producciones del género histórico-recreativo o anecdótico, con mezcla de moral filosofía, muy del gusto del siglo decimoquinto. No es obra solitaria, sino perteneciente a un grupo muy numeroso de libros compuestos, ya en loor, ya en vituperio del sexo femenino, e inspirados todos evidentemente por dos muy distintas producciones de Juan Boccacio, que en los últimos días de la Edad Media era muy leído en todas sus obras, latinas y vulgares, y no solamente en el Decamerone, como ahora acontece. Estos dos libros eran [p. 65] Il Corbaccio o Laberinto d'Amore, sátira ferocísima, o más bien libelo grosero contra todas las mujeres para vengarse de las esquiveces de una sola; y el tratado De claris mulieribus, [1] la primera colección de biografías exclusivamente femeninas que registra la historia literaria. Tan extremado es en este segundo libro el encomio (aunque mezclado siempre con alguna insinuación satírica), como extremada fué la denigración en el primero. Uno y otro tratado, recibidos con grande aplauso en Castilla, alcanzaron imitadores entre los ingenios de la brillante corte literaria de don Juan II, dividiéndolos en opuestos bandos. A la verdad, la palma del ingenio y de la gracia más bien correspondió a los detractores que a los apologistas de las mujeres, puesto que ninguna de las defensas, incluso esta misma de don Álvaro de Luna, puede competir en riqueza de lenguaje, en observación de costumbres, en abundancia de sales cómicas, con el donosísimo Corbacho o Reprobación del amor mundano, del Arcipreste de Talavera, Alfonso Martínez, el más genial,  pintoresco y cáustico de los prosistas anteriores al autor de la maravillosa Celestina.

De los tratados escritos para vindicar a las mujeres, algunos se han perdido, como el de don Alonso de Cartagena; otros se conservan, como el Triunfo de las donas, de Juan Rodríguez del Padrón, impreso años pasados por nuestra Sociedad, con las demás obras del célebre franciscano gallego. Ninguna de las que conocemos presenta el atractivo de la forma histórica que dió don Álvaro a su vindicación, y eso que, desgraciadamente para nosotros, su acendrada cortesía le impidió hablar de las mujeres de su tiempo, acerca de las cuales hubiera podido decirnos cosas mucho más nuevas que las que nos refiere acerca de las heroínas del Antiguo Testamento o de las edades clásicas de Grecia y Roma. Queda al libro, no obstante, el interés de la narración, tan flúida y candorosa; el interés del lenguaje, mucho más natural y menos latinizado en don Álvaro que en la mayor parte de los prosistas de su siglo, y, finalmente, el interés de mostrarnos el fondo de cultura de su autor, ya en lo meramente histórico, ya en lo moral y político.

El plan del libro es semejante al de Boccacio; pero dista mucho [p. 66] de ser una traducción ni un imitación directa de él. Don Álvaro vió muchos más libros, y todo lo que falló derramado en ellos lo juntó en el suyo. Las vidas de las mujeres de la Sagrada Escritura están tomadas directamente del texto bíblico, mostrando además el Condestable lectura de algunos expositores, especialmente de San Jerónimo, a quien repetidas veces cita. En el segundo libro, consagrado a las mujeres de la antigüedad clásica, dos parecen haber sido los autores predilectos y con más frecuencia consultados: Tito Livio, en los libros que don Álvaro llama del fundamento de Roma , y Valerio Máximo, compilador de anécdotas históricas y dichos memorables, autor popularísimo durante la Edad Media. Por incidencia se citan otros muchos autores, especialmente Cicerón, Séneca, Lactancio, San Agustín en La ciudad de Dios, San Isidoro en las Etimologías y Boecio en los libros de la Consolación de la Filosofía. Aunque don Álvaro parece más versado en los historiadores y moralistas latinos que en los poetas, no faltan algunas citas de Virgilio y de Estacio. Las fuentes del tercer libro, en que se trata de las santas del cristianismo, son también muchas y variadas. Para la vida de Santa Inés, la Passio de San Ambrosio; para la de Santa Anastasia, la leyenda de Enrique Suson (el bien aventurado Gusono); para Santa Paula, el texto de San Jerónimo. En otras leyendas de las más interesantes y poéticas no se expresa el origen, y es probable que todas estén tomadas de un mismo Flos Sanctorum o colección hagiográfica. No es materia de poca curiosidad leer en el castellano del siglo XV aquellas mismas piadosas tradiciones de los primeros tiempos cristianos, que en la edad de oro del teatro español inspiraron a nuestros poetas gran número de obras, algunas de ellas inmortal. Ofrecen, entre otras, este género de interés las vidas de Santa Teodora, de Santa María Egipciaca, de Santa Margarita, de Santa Eugenia (heroína del drama del Calderón El José de las mujeres) y de Santa Justina, que lo es de El mágico prodigioso.

Uno de los aspectos más curiosos del libro de don Álvaro, ya tenido en cuenta y quizá exagerado por Amador de los Ríos, es el de las doctrinas políticas y morales que a cada paso vierte en forma de sentencias, tomando ocasión o pretexto de cualquiera de las virtudes de sus heroínas. Estas sentencias, más bien que como originales y fruto de propia experiencia en la gobernación [p. 67] de la cosa pública, deben considerarse como reflejo o mero trasunto de las moralidades senequistas, entonces tan en boga, y que muchas veces no pasan de elegantes lugares comunes. «Ninguna justicia es mayor que cada uno ponerse a muerte por la salud de su tierra.»«Justicia es una virtud señora de todas y reyna de las virtudes: si la justicia debidamente se facce, non solamente reposará por ella el Estado pacífico e sereno con la bienaventurada paz, mas reposará la casa del imperio.» Si para juzgar de las ideas políticas de don Álvaro no tuviésemos más que tales apotegmas, bien menguado sería nuestro conocimiento. Ni puede atribuirse tampoco más que un valor puramente retórico a ciertas afirmaciones que parecen más radicales, y que han hecho suponer en el favorito de don Juan II tendencias muy extremadas en pro de la libertad política. ¿Quién ha de creer formalmente que don Álvaro fuera apologista del tiranicidio, porque haya dicho copiando a cualquier clásico: «Quál cosa puede ser más honesta que matar al tirano por la libertad de la tierra?» Igual valor tienen los conceptos sobre la nobleza hereditaria y la adquirida; las continuas ponderaciones del defendimiento y ejecución de la justicia , y otros aforismos éticos que por su misma abstracción y vaguedad apenas se enlazan con la vida histórica del Maestre, aunque prueben lo muy versado que estaba, como todos sus contemporáneos, en la moral estoica, y especialmente en la del popular filósofo de Córdoba.

Pero aunque el Libro de las claras mujeres no tenga en la esfera de las ideas el valor que se le ha atribuido, no creemos ceder a la prevención favorable con que mira sus textos todo editor de obras antiguas, si decimos que la presente puede ser leída con más interés y agrado que la mayor parte de los libros en prosa de la primera mitad del siglo XV, exceptuados los históricos. Don Alvaro era uno de los rarísimos escritores del tiempo de don Juan II que no cayeron en la tentación de latinizar hinchada y ambiciosamente su estilo. Ora fuese por la rapidez con que escribió el libro «andando en los reales, e teniendo cerco contra las fortalezas de los rebeldes, puesto entre los horribles estruendos de los instrumentos de guerra»; ora por cierto nativo desenfado y bizarría de su ánimo; ora porque escribió, no como humanista de profesión, sino como gran señor aficionado a las letras, es cierto que su estilo, con tener mucho de retórico, participa todavía más [p. 68] del decir suelto y apacible de la conversación culta, y nos da el mejor trasunto de la urbanidad palaciana del siglo XV. Abundan en la prosa de don Álvaro los modos de decir familiares y expresivos; y hasta cierto desaliño sintáxico que en ella se nota, y que parece más bien del siglo XIV que del suyo, contribuye a separarla profundamente de aquella crespa, altisonante y revesada prosa, ni latina ni castellana, y sobre toda ponderación pedantesca, en que tradujeron don Enrique de Aragón a Virgilio y Juan de Mena a Homero, y en que se escribieron el libro de los trabajos de Hércules y los tratados de Alonso de Palencia, último representante de tal escuela y el de mayor talento dentro de ella.

Por estas razones y por el delicado perfume de galantería y caballerosidad que de todas sus páginas trasciende, y por el candor no afectado (que ciertamente nadie esperaría de hombre tan curtido en los azares de la vida como don Álvaro de Luna), merece este libro ser leído, y enseña y entretiene más que otras defensas de las mujeres, aunque entre en cuenta el célebre Gynecepaeneos de Juan de Espinosa.

El libro de don Álvaro de Luna ha llegado a nosotros en tres manuscritos por lo menos. Uno de ellos, tenido por el mejor y más antiguo, pertenece a la Biblioteca de la Universidad de Salamanca: vimos en poder del señor Amador de los Ríos copia esmerada de él hecha por otro profesor no menos ilustre y ya difunto, don Vicente de la Fuente. El segundo manuscrito se conserva en la Biblioteca del Real Palacio de Madrid, y sólo tuvimos noticia de él cuando iba muy adelantada la impresión de este tomo. El tercero, finalmente, y el más moderno, existe en nuestra Biblioteca particular y es copia sacada de otro de la célebre Biblioteca villaumbrosana. A él va ajustada la presente edición, salvo algunas correcciones de poca monta. Quedan en el libro algunos pasajes oscuros y no faltará campo en que se ejercite la indulgencia de los lectores, puesto que nuestras incesantes ocupaciones nos han impedido aplicar a la corrección tipográfica de este volumen aquel grado de atención y esmero con que han de ser tratados los documentos de la Edad Media, si bien éste, por las circunstancias especiales de su autor, fué sin duda uno de los que mejor se copiaron y se conservaron con más pureza.

Notas

[p. 63]. [1] . Nota del Colector. - Es la «Advertencia Preliminar» al Libro de las Virtuosas e Claras Mujeres de D. Álvaro de Luna. Edición de la Sociedad de Bibliófilos Españoles, Madrid, 1891.

Se colecciona por primera vez en Estudios de Crítica Literaria.

[p. 65]. [1] . Sobre este libro de Bocaccio puede consultarse con utilidad la Memoria de Attilo Hortis, Le Donne Famose, descritte da Giovanni Boccacci: Trieste, 1873.