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Obras completas de Menéndez... > ESTUDIOS Y DISCURSOS DE... > VII : ESTUDIOS HISTÓRICOS > EL DRAMA HISTÓRICO

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EL erudito y sesudo discurso que acabáis de oír es prueba palmaria del acierto con que procedió esta Real Academia al llamar a su seno a persona tan docta y modesta como el señor Marqués de Pidal. Si esta modestia, dote característica suya y de las que mas le ennoblecen y realzan, ha sido obstáculo para que su nombre adquiera la popularidad y el aplauso que con base menos sólida logran otros; si las luchas de la vida política y las ocupaciones en servicio del Estado, han impedido que enriquezca nuestra literatura con frutos tan abundantes como podían esperarse de su bien cultivado entendimiento, no han sido tan escasos los que ha producido hasta ahora que por ellos no pueda evidenciarse la gravedad y madurez de sus estudios, la claridad y limpieza de su estilo, y el noble ardor con que se ha consagrado siempre a la defensa de la verdad y de la justicia, así en el campo de la historia como en el de los estudios sociales, alternando estas graves tareas con el culto asiduo del arte y de la literatura, como quien tuvo la suerte de encontrar desde el principio, y en su propia casa, un severo y clásico maestro. Nuestra Academia, como todas las de España, cuenta entre sus recuerdos más gloriosos el de aquel varón tan [p. 32] egregio por su entereza y sabiduría de legislador y estadista, cuanto por la huella profunda que imprimió en la dirección de nuestros estudios, popularizando entre nosotros el método y conclusiones de la escuela histórica, y aplicándolos con la misma firmeza de criterio a la historia del derecho, a la de las agitaciones políticas de otros siglos, desfigurada hasta entonces por la anacrónica pasión de la lucha actual; y por último, a la investigación de los orígenes literarios y lingüísticos, que son a la par los origenes de la vida moral de los pueblos y la roca viva en que su tradición se apoya. Justo y debido es que el nombre de don Pedro José Pidal sea el primero que en esta solemnidad suene, y venga a regocijar el corazón de sus hijos, para quienes no es pequeña gloria el haber llevado con honra propia y sin desfallecimiento la gloriosa herencia de un nombre como el del historiador de las alteraciones de Aragón, y de las vicisitudes de la poesía castellana en los siglos XIV y XV.

No yo, sino el vigoroso y grandilocuente orador parlamentario, altísima gloria de nuestra tribuna, que en estos sitiales tomó asiento antes de su hermano mayor, debía ser quien en este momento diese la bienvenida al señor don Luis Pidal; y él podría mejor que nadie mostrarnos hasta qué punto ha sido profunda y saludable la influencia del nuevo Académico en un grupo considerable de la juventud española, unido por los lazos de la amistad más firme, como es la que se funda en la aspiración desinteresada a un ideal común, superior a las contingencias de la vida política, que trae y lleva a los hombres en tan varias y por ventura inexplicables direcciones. Todavía más que con sus escritos, numerosos aunque breves, que se registran en todas las colecciones periódicas a que con su iniciativa o con su protección ha contribuido, desde la Revista Mensual de 1868 hasta la de Madrid, que en estos últimos años vela la luz pública: todavía más que con sus oraciones parlamentarias, tan sobrias y oportunas, ha trabajado el Marqués de Pidal por la reforma intelectual de su patria con el ejemplo de su propia y personal educación, no interrumpida nunca, y con aquel entusiasmo generoso que estimulando la ajena labor, merced al aplauso o al consejo, se confunde con ella y mucho más busca la utilidad común y el lucimiento del amigo que el suyo propio.

La elección del tema de su discurso habrá sorprendido por ventura [p. 33] a los que, no conociendo al Marqués de Pidal más que por su fama de político y cultivador de las ciencias sociales, no hayan tenido ocasión de apreciar en la intimidad su ferviente afición a la literatura dramática. Sin hipérbole puede decirse que es de las personas que entre nosotros poseen más caudal de lectura y discernimiento propio en esta materia, que desde la juventud le cautivó y que ha sido dulce entretenimiento de su edad madura. Al tratar, pues, del drama histórico, ya en su fundamental concepto, ya en su peculiar desarrollo dentro de nuestro arte nacional, el nuevo Académico, a la vez que ofrece indirecto tributo a la severa musa de la historia, principal estudio suyo, satisface su bien nacida afición al género que de un modo más eficaz pone la noción histórica, artísticamente representada, al alcance de las muchedumbres.

Mucho se ha discutido sobre la legitimidad del género en sí mismo; disputa que no se circunscribe al teatro solamente, sino que se extiende a todas las composiciones mixtas de historia y de invención, entre las cuales, a par del drama, logra la novela histórica muy singular importancia, si bien su desarrollo puede decirse enteramente moderno, salvo escasos y aislados precedentes; al paso que la invasión de la historia en el teatro es poco menos antigua que la tragedia misma, que ya en Frinico y en Los Persas de Esquilo había idealizado la realidad contemporánea.

Al decir drama histórico o novela histórica, todo el mundo entiende que la historia constituye la materia de la obra, pero que la forma pertenece exclusivamente al arte, y que sólo conforme a sus leyes puede y debe manifestarse. Por donde no se incurre, como algunos críticos suponen, en el sofisma de crear un género ficticio con un contenido verdadero, o de estropear una realidad histórica con circunstancias ficticias; sino que el arte libremente opera sobre el material histórico con la misma independencia que sobre la varia y complicada urdimbre de la vida del día presente, vida, por otra parte, que es tan histórica como la que en las crónicas se representa. De donde bien puede inferirse, que, siendo el sujeto humano común a la historia y a la fábula de pura invención, y siendo la representación de la vida humana el fondo común y eterno del drama y de la novela, no se atenta en nada a esta intrínseca condición suya porque la acción se coloque en un tiempo [p. 34] o en otro, ni menos porque se representen afectos y acciones de personajes que realmente existieron, en vez de atribuírselos a figuras creadas por la imaginación del poeta. El drama histórico, pues, tan legítimo como el drama de costumbres contemporáneas, tan legítimo como el drama simbólico y como otra cualquier forma de arte dramático, si exige por su propia índole una diversa preparación en el autor, no implica por eso procedimientos de ejecución diversos, ni puede ser calificado de género híbrido, de falsa historia o de arte a medias, aunque no negamos que, por impericia, del artífice, pueda muchas veces tropezar en estos escollos. Pero ni hay género que no los tenga, ni los errores y los desaciertos del vulgo literario pueden servir para desacreditar lo que en manos del genio puede ser fuente de imperecederas bellezas.

Pero entiéndase bien que la historia que sirve para el arte no es la historia general y filosófica, ni mucho menos la ciencia de las leyes del desarrollo humano que llamamos filosofía de la historia, sino la historia concreta, la historia animada, la historia viva, la que ya en las páginas de los grandes narradores, únicos que son dignos de escribirla, tiene movimiento de drama y de epopeya. El tránsito, por ejemplo, de la historia clásica a la poesía es casi imperceptible, y no lo es menos el que en nuestro siglo separa a los historiadores de la escuela pintoresca de sus contemporáneos, los poetas y novelistas románticos. Hay libros que en realidad son de un carácter mixto, y que el arte y la historia pueden reivindicar casi con el mismo derecho: los Relatos Merovingios de Agustín Thierry, por ejemplo. El fondo es histórico sin duda alguna, y lo son también todos o casi todos los detalles; pero la composición, el cuadro es creación imaginativa del historiador que, sin renunciar a serlo, produce efectos muy parecidos a los que resultan de un capítulo de Walter Scott.

En vano se clama contra la confusión de ambos géneros. La fantasía conservará en todo tiempo sus derechos hasta en la historia, siempre que los ejercite en el modo y forma que en la historia cabe; y la sed de realidad que aqueja a nuestro espíritu, y que no se sacia con la realidad presente, la cual le parece por lo común opaca y monótona, buscará siempre en el arte el atractivo de la evocación de lo pasado. Truenen en buen hora contra el arte histórico los investigadores sin imaginación y sin estilo, que [p. 35] sólo abusando mucho del vocablo pueden ser llamados historiadores; truenen, por otro lado, contra el drama y la novela histórica los espíritus prosaicos, que no conciben para la literatura más noble empleo que la reproducción minuciosa y servil de lo más vulgar, cuando no de lo más bajo y ruin de la vida contemporánea. El hombre de buen juicio contestará siempre, en cuanto a lo primero, que no es lícito falsear la historia ni en lo grande ni en lo pequeño, pero que para escribirla hay que saber leerla, y sentirla, e interpretarla, y concebirla como un todo orgánico y vivo, para lo cual no basta la letra muerta de los documentos; pues, si así fuera, no habría historia mejor que un archivo bien ordenado, y hasta sería ilícito y aun pernicioso todo comentario. Y en cuanto a lo segundo, que, por grande que sea el prestigio de las ficciones individuales y por mucho interés que tomemos en la representación de los accidentes del vivir moderno, hay algo más profundo, sereno y desinteresado en la contemplación retrospectiva a que nos lleva la historia, y sin duda por eso los grandes poetas dramáticos de todos tiempos, naciones y escuelas (salvo en el campo de la comedia, que por su índole esencial no puede ser histórica), han preferido lo tradicional a lo inventado, y su fuerza ha estado en razón directa de la compenetración de su genio propio con el alma de la tradición.

No quiero ocultar que contra el drama histórico, lo mismo que contra todos los géneros afines, se levanta una objeción poderosa que nadie ha esforzado tan hábilmente como el gran Manzoni, de quien es sabido que cambió de parecer en este punto después de escribir su Carta famosa sobre las unidades dramáticas, donde resueltamente había defendido la doctrina contraria, que es, a nuestro entender, la verdadera. Pero no puede negarse que son sutiles, o más bien profundas, las razones que aduce Manzoni para este cambio de opinión suya y que tocan a algo muy sustancial en la teoría artística. El arte (viene a decir) es arte en cuanto produce, no un efecto cualquiera, sino un efecto definitivo; y entendida en este sentido es, no sólo sensata, sino profunda aquella sentencia de que sólo es bello lo verdadero, puesto que lo verosímil, materia propia del arte, es un género de verdad aunque muy diverso de la realidad, un género de verdad que la mente percibe de una manera definitiva e irrevocable. Cuando la estatua material [p. 36] perezca, podrá perecer con ella el conocimiento accidental de aquel género de belleza verosímil que en ella se manifiesta, pero no perecerá nunca su incorruptible entidad. Pero si a lo verosímil sustituye la verdad positiva, ¿cómo podrá lograrse la unidad y la armonía del efecto estético, cuando el espíritu se ve involuntariamente arrastrado en dos direcciones opuestas y transportado a cada momento de los espacios de la poesía al campo de la historia? El entendimiento asiente con placer, lo mismo a la pura verosimilitud que a la verdad positiva, pero con muy diverso género de asentimiento, y el uno tiene que destruir forzosamente el otro. Hay, pues, una contradicción intrínseca entre la fábula y la historia.

Grave razonamiento es éste, pero no tal que cierre la puerta a toda defensa del género combatido. Porque primeramente, entre la verosimilitud ideal, propia del arte, y la verdad positiva, no existe ese abismo ni esa intrínseca contradicción, y aun dentro de los principios de la ontología rosminiana, de que Manzoni era acérrimo partidario cuando escribió este opúsculo, hay que confesar que la llamada verdad positiva o contingente vale, no por sí misma, sino por lo que contiene de verdad ideal; y cuando el espíritu asiente a la una o a la otra, su asentimiento es análogo y no contradictorio, puesto que la ley interna de su ejercicio le obliga a idealizar la verdad positiva y a dar cierto género de realidad concreta a la verosimilitud ideal, de donde resulta que la historia es concebida imaginativamente, y que la pura creación de la fantasía poética toma forma y desarrollo análogo a los de la historia, y aun se confunde con ella cuando el prestigio del genio creador llega a tanto, adquiriendo entonces cierto género de vida muy positiva los personajes poéticos. Por otra parte, tampoco puede decirse que la historia viva solo de verdades positivas e incontrovertibles, sino que entran en ella, por grandísima parte, lo verosímil, lo conjetural y lo opinable, mayormente tratándose de períodos oscuros o de civilizaciones muy remotas. Ni puede temerse gran peligro de error, ni grave daño en la cultura del incauto lector o espectador de la obra literaria, porque nadie va a estudiar historia en los poemas, ni en el teatro, ni en las novelas, ni imagina que lo uno puede ser sustitución de lo otro. Goza, por tanto, del placer artístico, sin inquietarse de saber dónde empieza la realidad y dónde [p. 37] acaba la ficción, a menos que por curiosidad retrospectiva trate de averiguarlo después; y esto ya constituye una distinta operación del entendimiento, la cual nada tiene que ver con el deleite que la narración o representación despierta por sí sola. Lo cual no quita que esta función artística haya servido a veces de estímulo y de tránsito para la intuición histórica, como lo prueba la influencia que Chateaubriand ejerció sobre la vocación histórica de Agustín Thierry; y el gran novelista escocés sobre el mismo Thierry y sobre el historiador de los Duques de Borgoña.

No puede decirse tampoco que el espíritu crítico de duda y de investigación sea incompatible con el placer estético que se origina en las composiciones mixtas de fábula y de historia. Cuando entre los antiguos pasaban por históricas las tradiciones relativas a los orígenes de Roma cantadas en la Eneida, nadie creía, sin embargo, en la verdad del episodio de los amores de Dido, y los gramáticos enseñaban en las escuelas que había sido intolerable anacronismo del poeta el introducirlos, lo cual no era obstáculo para que San Agustín no pudiese leer sin lágrimas el libro IV del poema.

Que no es en el poema histórico la verdad material del hecho lo que fuerza nuestra emoción, sino la verdad moral que en el hecho se manifiesta, cosa es de suyo tan obvia, que no vale la pena de insistir en ella. Pero aparte de este interés común a toda representación natural, viviente y sincera de la vida humana, tiene la poesía histórica, y en mayor grado que ninguna de sus formas el teatro, otras dos muy positivos ventajas que acrecientan su efecto. Porque primeramente satisface aquella sed de nuestro espíritu que no se apaga con el conocimiento exterior y fragmentario de lo pasado, sino que aspira a lograr de él un cuadro vivo y completo. Y además, apartándonos de las contradicciones de la vida presente, nos conduce a la serena contemplación de un mundo ideal, que es al mismo tiempo un mundo verdadero, pero en el cual el prestigio de la tradición secular atenúa lo feo y lo discordante, realza y da valor expresivo a lo pequeño, ennoblece lo prosaico, y hasta corrige y torna en inofensivo, por la lejanía, lo que la expresión del desorden moral puede tener de peligroso y perturbador, cuando el arte trabaja sobre realidades demasiado próximas a nosotros, y de las cuales participamos como actores más bien que como espectadores desapasionados. [p. 38] Séanos licito, pues, contestar a Manzoni con palabras de Manzoni mismo, cuando dice en su Carta sobre las unidades dramáticas, que «las causas históricas de una acción son esencialmente las más dramáticas y las más interesantes, y que cuanto más conformes sean los hechos que en la tragedia se representen con la verdad de la historia, tendrán en más alto grado el carácter de verdad poética que buscamos en la tragedia». De donde se infiere que, lejos de ser la historia prosaica por su índole, es la cantera inagotable de toda poesía humana actual y posible, sin que necesite el poeta otra cosa que ojos para verla, y alma para sentirla, y talento de ejecución para reproducirla; pues con esto sólo quedará depurada y magnificada, no tanto por algo exterior que el poeta le añada, cuanto por algo que en la realidad misma está, y que no todos los ojos ven, sino los del artista solamente. Sin este poder de visión, sin esta facultad de descubrir la verdad intrínseca y fundamental, oculta bajo las apariencias fugitivas y mudables, no hay, ciertamente, poesía histórica ni de ningún otro género, pero tampoco puede decirse que en rigor haya historia.

Y por eso afirmé en ocasión análoga a la presente, que de los pechos de la realidad se nutre la poesía, como se nutre la historia, y que entrambas conspiran amigablemente a darnos bajo la verdad real (en que se incluye también lo verosímil), la verdad ideal, que va deletreando nuestro espíritu en confusos y medio borrados caracteres. Así la poesía unas veces precede y anuncia a la historia, como en las sociedades primitivas, y es la única historia de entonces, creída y aceptada por todos, fundamento a la larga de las narraciones en prosa, donde entran casi intactos los hórridos metros épicos, a guisa de documentos; y otras veces, por el contrario, la materia que fué primero épica y luego histórica, cantar de gesta al principio y crónica después, o la que teniendo absoluta fidelidad histórica, nunca fué cantada, sino relatada en graves anales, pasa al teatro, y por obra de Shakespeare o de Lope vuelve a manos del pueblo, transfigurada en materia histórica y en única historia de muchos.

Y vienen, finalmente, siglos de reflexión y de análisis, en que los poetas cultos sienten la necesidad de refrescar su inspiración en la fuente de lo real, y acuden a la historia con espíritu más desinteresado y arqueológico, naciendo entonces el drama histórico [p. 39] de Schiller y la novela histórica de Walter Scott, que influyen a su vez en los progresos del arte histórico, y en cierto sentido le renuevan.

Por todas o casi todas estas transformaciones pasó nuestra tradición poética nacional, cuya expresión más varia y completa, si bien no la más primitiva y genuina, es el glorioso teatro del siglo XVII, principal materia del discurso del nuevo Académico, tratada por él con tanto magisterio y novedad que parece superfluo insistir en ella, ni menos intentar retocarla. Me limitaré, pues, a hacer algunas consideraciones sobre el fondo épico que sirvió de tierra fecunda para que en ella arraigase el árbol pomposo y lozano del drama histórico nacional, que, fuera de las crónicas dramáticas de Shakespeare, no tiene equivalente en ningún teatro del mundo. En otras partes se han dramatizado incidentes y personajes aislados, que por su valor humano convidaban a ello: sólo en España se ha llevado a las tablas la historia entera en cuerpo y alma, sin hacer gracia de un solo reinado. Y aunque todo el resto de nuestra riqueza dramática desapareciese, y sólo quedase en pie el inmenso repertorio de Lope, o, mejor dicho, las reliquias de él que hoy poseemos, todavía nos quedaría en sus obras un mundo poético, el trasunto más vario de la tragedia y de la comedia humanas, y si no el más intenso y profundo, el más extenso, animado y bizarro de que ninguna literatura puede gloriarse. Si es cierto que en el teatro de Lope la manifestación más apacible, simpática y graciosa, así como la más pulcra y elegante bajo el aspecto técnico, y por tanto la que ha envejecido menos, es la comedia de costumbres, también hay que reconocer desde un punto de vista crítico más elevado que la serie más opulenta y característica de ese teatro es la que debe al elemento épico su fuerza radical y su vitalidad poderosa, el drama, en suma, fundado en recuerdos y tradiciones de la historia patria. El orden en que estas piezas deben leerse para que se perciba bien la grandeza del conjunto, es el orden pura y estrictamente cronológico, merced al cual se van desarrollando, como en una galería de arrogantes frescos o de riquísimos tapices, todas esas rapsodias épicas dramatizadas, con cuyos hilos de oro fué tejiendo el gran poeta los anales heroicos de la patria común, llevando de frente toda la materia histórica o tenida por tal, desde el drama que enaltece la [p. 40] final resistencia de los cántabros contra Roma, hasta aquellos otros que conmemoran, a modo de gacetas, triunfos del día y del momento, como el asalto de Maestricht o la batalla de Fleurus. De este modo, las crónicas dramáticas generales, las que abarcan un reinado entero o un grupo considerable de acaecimientos, alternan con las leyendas municipales y heráldicas, no menos significativas, no menos profundamente reveladoras del ideal de la patria, llevado a las tablas por Lope con más sinceridad y pujanza que por ningún otro. Hay más: la forma amplia y novelesca del drama historial se impuso a los demás géneros escénicos, los transformó a su imagen y semejanza, y él solo nos da la clave de aquel teatro, todo acción y todo nervio; rápido y animadísimo y algo somero por consiguiente, pero lleno de fuerza e inventiva; más extenso que profundo, más nacional que humano, pero riquísimo, espontáneo y brillante sobre toda ponderación; libre además en el gran maestro y en sus primitivos discípulos y émulos de los amaneramientos y de las rutinas que le enervaron en el tiempo de su decadencia, hasta convertirlo en un género de convencional idealismo. Siguió a Lope con la misma libertad y con el mismo brío una legión de poetas, de los cuales sólo Tirso llegó a superarle en estudio de caracteres y profunda ironía; Alarcón en combinar la intención ética con la estética, de suerte que pareciesen una misma. Pero ninguno, ni Alarcón ni Tirso, llegaron a igualar aquel poder inmenso de creación que abarca el círculo entero de las relaciones humanas; aquella vena pródiga e inexhausta que aun en las obras más imperfectas se desata en raudales casi divinos; todo aquel conjunto de cualidades que parecerían grandes repartidas entre veinte ingenios, y que por disposición singular de la Providencia se vieron derrochadas en uno solo: el gran poeta de nuestra Península, el hijo pródigo de la poesía. Lo que este hombre, en fuerza sólo de su genio, puesto que no le ayudaba poco ni mucho el prestigio moral, rindió, deslumbró y avasalló a su pueblo, escrito está en las memorias contemporáneas; y con ser tanto, aun nos parece pequeño para su gloria.

Pero en esta creación gloriosa hay que sumar con la fuerza individual y con el fiat luminoso del genio la fuerza anónima, colectiva, secular, que empujaba ese raudal inmenso; la tradición épica, que persistía en la literatura castellana más que en otra [p. 41] ninguna de las vulgares y se prolongaba a través de las edades clásicas, remozándose sin cesar en nuevas formas, que iban sustituyendo y enterrando la letra de las antiguas, por lo mismo que tanto conservaban de su espíritu. En otras naciones la poesía de la Edad Media, olvidada por el pueblo y desdeñada por los doctos, durmió desde el Renacimiento en vetustos códices, tanto mejor guardados cuanto menos leídos, esperando que el soplo de la erudición moderna viniese a darle un nuevo género de vida. En España, por el contrario, esa poesía nunca dejó de ser popular, y sentida y amada por toda casta de gentes, primero en los poemas de gesta, luego en las crónicas, después en los romances y, finalmente, en el teatro. Cada una de estas formas iba enriqueciéndose con los despojos de las anteriores, y era natural que las más antiguas, las más puras y próximas a la fuente, pareciendo ya menos inteligibles en el lenguaje y en toda la parte exterior y de costumbres, fueran sacrificadas a las más modernas y brillantes, y andando el tiempo se olvidasen y perdiesen fatalidad que había de ser irremediable para la parte más primitiva y veneranda de nuestros orígenes épicos, que no son ciertamente los romances.

El rigor de la crítica de nuestros días tiene que ser cada vez más inexorable con ciertos fantasmas de poesía popular creados por figura retórica, o por fantasía romántica; o por síntesis prematura y ambiciosa. No hay romances primitivos, ni hasta la fecha los ha descubierto nadie; los que llamamos viejos son del siglo XV, que es vejez muy relativa; los de carácter épico salieron, por lo común, del texto de las crónicas, si bien unos pocos (los más vigorosos sin duda) pueden ser reminiscencia de algún cantar de gesta; los de contenido no histórico, los caballerescos y de aventuras, los bellísimos que relatan tragedias domésticas, son sin duda los tipos más antiguos y puros de la canción popular en Europa, porque tuvieron la suerte de ser impresos cuando ningún pueblo pensaba en coleccionar los suyos; pero tienen más de étnico y aun de humano que de privativamente nacional. Tales temas y fuentes de inspiración son de todos los pueblos, y no son en rigor de ninguno: lo mismo se los encuentra en Servia y en Bulgaria, que en el Piamonte, en Bretaña, en Asturias o en Cataluña. A paradoja suena, pero es gran verdad, confirmada cada día por nuevos descubrimientos hasta en las razas más diversas de las que pueblan [p. 42] el continente europeo: «no hay en todas las naciones cosa menos nacional que su poesía popular». Pero contra esta sentencia se levantan, como excepciones rarísimas, algunos pueblos, y entre ellos, y en primer término, el pueblo castellano, que dotado de un sentimiento más histórico que idealista, supo convertir la poesía en una prolongación de su historia, o más bien confundir en una su historia y su poesía. De esta savia épica vivió durante siglos nuestra literatura, que precisamente por no haber olvidado nunca el espíritu de sus humildes principios, aunque olvidase muy pronto la letra, subió, andando los siglos, a la cumbre de la prosperidad y de la gloria.

Inmensa ha debido de ser la pérdida de nuestros monumentos literarios primitivos. La rareza de textos poéticos castellanos anteriores a la segunda mitad del siglo XIII, es cosa que verdaderamente suspende y maravilla, sobre todo cuando se para la atención en las innumerables riquezas que atesora la literatura francesa de los tiempos medios. Pero a despecho de tal catástrofe, bien fácil de explicar por la persistencia del fondo legendario en otras formas y por la continua renovación de ellas, todavía nos quedan bastantes datos y documentos para afirmar la existencia de la primitiva epopeya castellana, y aun para fijar con suficiente precisión sus caracteres. Muy distante de la fecundidad prodigiosa de la epopeya francesa y de su universal y omnímoda influencia en la literatura de la Edad Media, tiene, en desquite, un carácter más histórico, y parece trabada por más fuertes raíces al espíritu nacional y a las realidades de la vida. Las acciones de nuestros héroes se cumplen siempre dentro de la esfera de lo racional, de lo posible, y aun de lo prosaico; rara vez o ninguna traspasan los límites de las fuerzas humanas. Sólo en un poema de evidente decadencia, en la leyenda de las mocedades del Cid, que forma la parte más considerable de la llamada Crónica Rimada, se advierte marcada inclinación a la fanfarronada y a la hipérbole del valor que es la caricatura del heroísmo sano y sincero de las otras rapsodias más antiguas. Sólo en ese poema se atropella caprichosamente la historia, que en los anteriores aparece respetada, no ya sólo en cuanto al fondo moral, sino también en cuanto a los datos externos más fundamentales. La geografía, lejos de ser arbitraria y de pura imaginación, como en la Canción de Rolando, tiene en [p. 43] el Poema del Cid toda la precisión de un itinerario, cuyas jornadas podemos seguir sobre el terreno o en el mapa. La tierra que nuestros héroes pisan, no es ninguna región incógnita ni fantástica, sembrada de prodigios y de monstruos; son los mismos páramos y las mismas sierras que habitamos. Esta poesía no deslumbra la imaginación, pero se apodera de ella con cierta majestad bárbara, que nace de su propia sencillez y evidencia, de su total carencia de arte. Parece que el cantor épico no inventa nada, y hasta que sería incapaz de toda invención; lo que añade a la historia resulta más histórico que la historia misma. El Cid del poema ha triunfado del Cid de la realidad, hasta en las crónicas, hasta en los documentos eruditos; él solo es el que se levanta, eternamente luminoso, con su luenga barba, no mesada nunca por moro ni cristiano, con sus dos espadas talismanes de victoria.


       


       ¡Oh, Dios, qué buen vassalo si oviesse buen Señor!
       
                                       
lminante de la epopeya ha de buscarse en un medio histórico, ni enteramente bárbaro, ni enteramente civilizado tampoco, en el cual los sentimientos propios de la edad heroica hayan logrado su cabal y armonioso desarrollo, después del cual suelen venir dos géneros de falsificación diversos: uno por hipérbole grosera, otro por atenuación melindrosa y culta. Hay, en lo que conocemos de nuestras leyendas épicas, grados muy diversos de elevación moral; y contra lo que pudiera creerse, no son las más antiguas las que más abundan en rasgos feroces y violentos. Lo mismo la leyenda de las mocedades de Rodrigo, que la tremenda historia de los Infantes de Lara, son evidentemente posteriores a los cuadros más apacible que nos ofrecen el poema de la vejez de Mío Cid o las tradiciones relativas a Fernán González. Los héroes más feroces, no siempre son el embrión de los héroes más perfectos, sino que, por el contrario, suelen ser su degeneración, y a veces su caricatura.
Pero, por el extremo contrario, no es menos de reparar en nuestros cantares de gesta la total ausencia de aquel espíritu de galantería que tan neciamente se ha creído característico de los siglos medios, cuando a lo sumo pudo serlo de su extrema decadencia. No sólo se buscaría en balde en nuestra viril y austera poesía la aberración sacrílega o hipócrita del culto místico de la
[p. 44] mujer, ni menos la expresión de afectos ilícitos, que tanto abundan en la lírica de los provenzales, sino que jamás la ternura doméstica, expresada de un modo tan sobrio, pero tan intenso, en las breves palabras del Campeador a doña Jimena y a sus hijas, y en leyendas como la de la libertad de Fernán González por su esposa, se confunde ni remotamente con lo que pudiéramos llamar el amor novelesco, que más que un afecto sano y profundo suele ser una exaltación imaginativa. Tales estados nerviosos, tales cavilaciones y desequilibrios, son producto de una civilización muelle y refinada, e incompatibles de todo punto con el ambiente de los tiempos heroicos. Mucho esfuerzo necesita un lector vulgar para pasar desde la Jimena dramática de Guillén de Castro o de Corneille, tierna y enamorada, combatida y fluctuante entre el deber y la pasión, a la Jimena épica, la de la Crónica Rimada, pidiendo con toda sencillez al Rey que la case con Rodrigo, a modo de compensación pecuniaria, porque éste ha matado a su padre, después que uno y otro se habían robado mutuamente sus ganados, secuestrando, por añadidura, a las lavanderas que bajaban al río. Pero aunque tal aspereza de costumbres ofenda, todavía, para quien tenga sentido de las cosas bárbaras y primitivas, resulta tan poética, por lo menos, como las logomaquias del punto de honra que el teatro moderno, empezando por el castellano, aunque, a decir verdad, mucho menos en Lope de Vega que en sus discípulos, aplicó indistintamente a todas las épocas y estados sociales, como si cada uno de ellos no tuviese su peculiar psicología.

El Cid épico, en vez de hacer madrigales y dar estocadas de sala de armas, lidiaba para ganar su pan, porque haber mengua de él es mula cosa; lidiaba para convertir a sus peones en caballeros; se regocijaba con la quinta parte que le correspondía en el reparto del botín; conquistaba los vergeles de Valencia para dejar a sus hijas una rica heredad; sentimientos todos materialísimos y hermosos en un hombre de la Edad Media, por lo mismo que tan lejanos están de todo énfasis romántico. Y hasta en la poco loable estratagema, usada con los judíos Rachel y Vidas, se mostraba sometido, a pesar de su carácter heroico, a la dura ley de la necesidad prosaica.

Precisamente por esta realidad suya, tan plena e intensa, el Cid del Poema representa para nosotros este grado supremo del [p. 45] ideal caballeresco, tal como fué entendido por nuestros padres en la Edad Media. Cuanto más nos inclinemos a ver sombras en el Cid histórico, tal como se infiere de algunos rasgos de la propia crónica latina, y sobre todo de los textos árabes que interpretó Dozy, exagerando quizá su sentido, hasta transformar al campeón burgalés en una especie de condottiere italiano, soldado de fortuna, robador de iglesias, rompedor de pactos y juramentos, codicioso y sanguinario y aliado alternativa e indistintamente con moros y cristianos, tanto más nos asombraremos del generoso instinto moral y poético de nuestra raza, que en tan breve tiempo enmendó las deficiencias de la historia sin atentar a lo sustancial de ella, y que al depurar el tipo, sin despojarle de su valor individual, le comunicó toda la plenitud de una existencia más luminosa y más alta. En este caso, como en tantos otros, el símbolo nació espontáneamente, viniendo a cumplirse al pie de la letra aquella sentencia de Aristóteles: «La poesía es más profunda y más filosófica que la historia.»

Ni lengua castellana existía, cuanto menos poesía vulgar, cuando este simbolismo histórico llegó a crearse. Pero la memoria de los pueblos suele ser tenacísima, y la fantasía poética tiene mucho de retrospectiva. ¿Qué mucho que los juglares de los siglos XII y XIII expresaran con tal fidelidad el arranque de independencia que movió en los siglos X y XI a los jueces ciudadanos y a los condes otorgadores de buenos fueros, cuando en plena edad artística, en los albores del siglo XVII, el estro magnífico de Lope, sintiéndose engrandecido al contacto de aquella tradición sagrada; todavía acertaba a enriquecerla con elementos propios, que nadie diría germinados en la fantasía individual, sino dictados al poeta por el alma del pueblo castellano de la Edad Media?

Notas

[p. 31]. [1] . Nota del Colector. - Discurso de contestación al de ingreso en la Real Academia Española del señor Marqués de Pidal en 3 de marzo de 1895.

Se colecciona por primera vez en Estudios de Crítica Literaria.