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Obras completas de Menéndez... > ESTUDIOS Y DISCURSOS DE... > VI: ESCRITORES MONTAÑESES > PRELADOS ILUSTRES DE SANTANDER

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Fecha memorable en los anales eclesiásticos de Santander, será desde hoy la de 30 de mayo en que el clero y pueblo de esta diócesis conmemora el XXV aniversario de la consagración episcopal de nuestro ilustre prelado don Vicente Santiago Sánchez de Castro. Durante un cuarto de siglo, espacio no corto para la Historia, él ha regido la vida espiritual de una Iglesia que, con ser tan moderna en su circunscripción y título, presenta ya en el breve catálogo de sus Obispos, nombres dignos de universal respeto y alguno de gloriosa recordación en el libro sagrado de los héroes de la religión y de la patria. Si la triste y abatida España en que vivimos no suele ofrecer campo ni ocasión para tan magnánimas empresas, cábenos el consuelo de no ser prenda exclusiva de ningún tiempo, sino bendición que Dios continuamente otorga a los pueblos cuando la dureza humana no cierra las puertas a la misericordia, el celo de bien, el pastoral valor, la caridad ardiente, el tacto y discreción de espíritu, y todas las virtudes que en un pecho verdaderamente sacerdotal pueden albergarse. No es voz aislada, sino clamor unánime el que en la diócesis de Santander afirma que en todas estas relevantes calidades a ninguno de sus [p. 440] predecesores ha sido inferior el que dignamente ocupa la sede episcopal de Cantabria.

Oscuros e inciertos son los orígenes de la cristiandad en nuestro territorio, más conocida es, aunque no por completo ni exenta de nieblas, la historia de la egregia Abadía, que asentada junto al mar como fortaleza roquera contra piratas y robadores de cuerpos y almas, resiste hoy como el primer día al ímpetu sañudo de las pasiones humanas más desencadenado que las lluvias y los vientos.

A la sombra tutelar de su Iglesia creció pujante la villa marítima, extendió sus ramas el árbol de la libertad municipal, y fué honrado y enaltecido donde quiera el báculo que empuñaron infantes de Castilla como don Sancho, doctos escritores como el cronista Jofre de Loaysa, y varones de tan consumada prudencia política como don Nuño Pérez de Monrroy, canciller y consejero de la gran reina doña María de Molina, cuyo hijo don Fernando IV, en carta real fechada en junio de 1310, y recientemente descubierta por un erudito aragonés, pudo escribir como cosa notoria que «la villa de Sent Ander es una de las buenas villas que hay en el mundo, et uno de los mejores puertos de mar».

El curso acelerado de los siglos que tan hondamente modifica las cosas humanas hizo que el señorial esplendor de la Abadía decayese precisamente cuando la villa medraba en población y riqueza, y era evidente la supremacía de su magnífico puerto sobre todos los del litoral cantábrico. Lenta y callada crecía la prosperidad de la tierra, pobre y estéril en sí, pero enriquecida con las ofrendas de sus hijos que amorosamente la recordaban desde remotas playas. Comenzaba a afluir el oro de Indias y a apuntalar las viejas casas solariegas. Despertábanse anhelos de franquicias comerciales, proyectos de construcción naval, todas aquellas aspiraciones de vida honrada e industriosa que en el pacífico y bienhechor reinado de Fernando VI supo encauzar la mano de Ensenada, hábilmente secundado por los dos beneméritos montañeses a quienes más debe su país natal, don Juan Fernández de Isla y el P. Francisco de Rábago. El Astillero de Guarnizo, la carretera de Castilla, el Consulado de Comercio, la transformación de la villa en ciudad, cuanto simboliza adelanto, riqueza y cultura en nuestro pueblo, procede de aquel período de tranquila [p. 441] prosperidad o en él tiene su germen. Corona de todo ello fué, no en el orden efímero de los bienes temporales, sino en el orden de las gracias espirituales que dan a la vida su verdadera grandeza, la bula de Benedicto XIV de 12 de diciembre de 1754, que ordenó la creación del Obispado, solicitada desde el siglo anterior, pero sólo conseguida por el patriótico empeño del docto teólogo de Casar de Periedo, que se mostró en ésta como en otras ocasiones sabio y prudente negociador.

No es mi propósito recorrer las páginas del noble episcopologio que abrió dignamente el último Abad de San Medel y San Celedón, ciñendo la nueva mitra. Pero hay una gran figura que es imposible omitir, porque brilló como ninguna en los fastos de nuestra Iglesia, y fué para sus contemporáneos y ha sido para la posteridad, el Obispo de Santander por excelencia, el Obispo Rafael , como todavía con filial afecto se le nombra, más conocido así que por su propio apellido de Menéndez de Luarca. La Caridad y la Patria velan amorosamente sobre su tumba. Las bendiciones de los huérfanos, de las desvalidos y de los dolientes pregonarán sus alabanzas mientras subsistan los asilos y hospitales que inauguró con próvido e ingenioso celo su mano bienhechora. Hasta su rara literatura y los geniales rasgos de su carácter conservados en tantas anécdotas, hacen de él un tipo vigorosamente expresivo, a quien sólo falta el prestigio de la distancia y del tiempo para convertirse en legendario. Y ese tipo alcanza proporciones épicas cuando, a semejanza de los grandes Obispos que, en las postrimerías del Imperio Romano, en la crisis laboriosa que precedió al advenimiento de las sociedades modernas, unieron a su título espiritual el de Defensor civitatis , él también, pródigo de su alma generosa, levantó con ella un muro de bronce en torno de su pueblo. Huérfana de legítima autoridad la monarquía, hollado el suelo hispánico por ejércitos extranjeros con fama de invencibles, él asumió la dictadura popular en este rincón del mundo, y titulándose Regente de Cantabria fué de los primeros en lanzar una declaración de guerra contra el poder más formidable que han visto las edades; y de los primeros también en retar a sus huestes, como improvisado caudillo de bisoña y mal armada plebe. Tan heroica osadía no pudo ser de las que llevan aparejada la sanción de la victoria, pero despertó otras energías más [p. 442] felices; y fué sin duda memorable ejemplo de aquel género de locura patriótica que hace indomable a un pueblo en medio de los mayores reveses. Así debía de entenderlo el mismo Napoleón cuando hizo a nuestro prelado el singularísimo honor de condenarle a muerte y exceptuarle de los decretos de amnistía con que pretendía captarse la voluntad de los españoles, y cuando extendió el mismo género de prescripción gloriosa a aquel viejo soldado montañés, de mano dura y voluntad de hierro, aquel don Gregorio de la Cuesta, a quien tan pocas veces sonrió la fortuna en el campo de batalla, pero que como el temerario cónsul vencido por Aníbal, mereció bien del Senado y del Pueblo por no haber desconfiado jamás de la salvación de la patria, ni en Cabezón, ni en Ríoseco, ni en Medellín, ni en parte alguna.

Menéndez de Luarca no tiene todavía un monumento en esta ciudad adoptiva suya, aunque por tantos títulos le merece. Grato me fuera recorrer el catálogo de los que dignamente sostuvieron el peso de tal herencia, pero vivos están sus nombres y hechos en vuestra memoria, y sólo de pasada me es lícito rendir tributo al que atravesando con habilidad tiempos difíciles, logró amansar los rencores de opuestos bandos y hacer muy llevaderas entre nosotros las alternativas de acción y reacción tan duras y crueles en otras partes durante el reinado de Fernando VII; al Obispo que llamamos dimisionario , varón de sólida disciplina mental, que coronó con su voluntaria renuncia una vida de austeridad y buen ejemplo; al que disimulando bajo bruscas apariencias un corazón de oro y una rara perspicacia, supo atraerse a los más díscolos y hacer respetar los derechos de la Iglesia en días de exaltación revolucionaria; al culto y discreto gaditano que educado en las mejores tradiciones de la escuela andaluza, fué tan blando y persuasivo en la forma como enérgico y recto en la intención y en el cumplimiento de su deber pastoral.

A todos ellos se conmemora hoy en esta especie de católica manifestación, y de un modo más directo a nuestro venerable prelado actual, cuya vida colme Dios de bendiciones y prolongue cuanto convenga a sus inescrutables designios y al bien de nuestra ciudad y de nuestra Iglesia. Dios que proporciona siempre el operario a la obra, ha abierto delante de él sus caminos y afianzado sus pies en el sendero de la verdad y de la justicia. Ha puesto [p. 443] en sus labios la fuente copiosa de la doctrina, y el raudal plácido de la elocuencia. Ha encendido en su corazón la llama inextinguible de la misericordia, y ha ceñido su pecho de fortaleza contra las asechanzas de la impiedad y del falso celo. Su cayado no ha regido solamente mansas ovejas, ni son muchas las que se conservan tales, aún en estas comarcas montañesas donde una poética ilusión supones refugiados los restos de la inocencia primitiva. No es ya un pueblo patriarcal el que habita estos montes y estas marinas. Los héroes de Pereda han ido sucumbiendo al peso de los años: su descendencia, si alguna han dejado, se pierde hoy entre la muchedumbre abigarrada y confusa que invade los puertos y las explotaciones mineras, masa en que fácilmente prenden y fermentan todos los delirios anárquicos. De tal modo, andan revueltos en el mundo los bienes y los males, la opulencia, la miseria y el contagio del error y del vicio. ¿Quién sino el hombre apostólico podrá llevar al puerto la contrastada nave? Hombres de poca fe ¿por qué tememos?

En los robustos y macizos pilares de la subterránea iglesia románica, única joya de arte que poseemos, en sus misteriosas sombras y oscuridad augusta, encontraremos el secreto de nuestra historia y la revelación del porvenir, si atentamente las interrogamos. En aquellas piedras toscamente labradas puso su alma entera un pueblo creyente y rudo, avezado desde su infancia a cabalgar sobre las olas buscando en el mar el sustento que le negaba la tierra.

Cuando en edades, que mi mente finge próximas, el humo de nuestras fábricas se remonte al cielo, cuando el hierro arrancado a las vísceras de nuestros montes llegue a ser algo más que primera materia preparada para el arrastre y el embarque en extranjeras naves; cuando el trabajo de sus hijos devuelva a la patria, centuplicado por la industria, el caudal que de ella ha recibido; cuando nuestra enseña vuelva a ser tan conocida en pacíficas empresas o en trances de justa guerra, como lo fué en aquellos antiguos días en que los navegantes cántabros acosaban al monstruoso cetáceo en los mares del Norte y triunfaban en las orillas del Támesis nebuloso y en las costas de Normandía, ¡ay de nuestra ciudad si no vuelve entonces los ojos al pobre y escondido templo donde oraron los conquistadores de Sevilla, y donde está [p. 444] amasada son lagrimas heroicas de tantas generaciones nuestra futura y posible grandeza! ¡Ay de ella, si deja caer en ruinas su Abadía, testimonio perenne de su fe, escudo de sus libertades y atalaya de sus glorias!

Pidamos a Dios que conceda a nuestra descendencia Obispos tales como el que nosotros hemos logrado. Pidamosle para nosotros aquella humildad cristiana que, abatiendo al hombre delante de Dios, le ensalza y magnifica y robustece delante de los hombres y le hace inaccesible a los golpes de próspera y adversa fortuna, aquella vida íntima y de raíz religiosa, que en el alma del más distraído puedes ser como el grano de mostaza que haga germinar la planta del buen querer y producir fruto de buenas obras; aquel espíritu de caridad que no por difundirse sobre todas las criaturas humanas, deja de tener su morada predilecta allí donde arden, aunque sea con tibio calor, los tizones del hogar paterno, que algo de sagrado tiene también en su pura e intensa llama!

Notas

[p. 439]. [1] Nota del Colector .-Discurso leído en 1909 como homenaje al Obispo de Santander don Vicente Santiago Sánchez de Castro, que celebraba sus bodas de plata con el Pontificado.

Se colecciona por primera vez en Estudios de Crítica Literaria .