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Obras completas de Menéndez... > ESTUDIOS Y DISCURSOS DE... > VI: ESCRITORES MONTAÑESES > DON JOSÉ MARÍA DE PEREDA (INAGURACIÓN DE SU ESTATUA)

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DISCURSO EN LA INAUGURACIÓN
DE UN MONUMENTO A DON JOSÉ MARÍA DE PEREDA
EN SANTANDER [1]

CIUDADANOS DE SANTANDER:

EL monumento que habéis levantado al gran novelista nacido en vuestro suelo tiene más alto sentido que el de una mera conmemoración literaria. No es una acto oficial ni académico el que aquí nos reúne. Es una espléndida fiesta de familia la que celebramos. A todos nos alcanza algún reflejo de la gloria de Pereda, y nadie, aun el más modesto, puede considerarse extraño al homenaje [p. 394] que se le tributa. Porque Pereda no fué sólo montañés de linaje, de nacimiento, de corazón y de costumbres, enamorado ciegamente de la tierra nativa y morador perpetuo de ella. Su genio de artista, primitivo y sincero, se compenetró de tal modo con el alma de su raza y ahondó tanto en los misterios del paisaje nativo, que, al traducirlos en hojas que no han de morir, hizo su nombre inseparable del nombre de su tierra, incorporada por él a la geografía poética del Universo. Lo que antes no era más que un plácido y oscuro rincón de la Península, que muchos apenas distinguían de las provincias colindantes, llegó a ser, por virtud de Pereda, uno de los raros focos que nuestro tiempo ha conocido de aquella poesía robusta, patriarcal, épica en el fondo, que no se escribe para los viciosos y los refinados, sino para todas las almas capaces de sentir la armonía de la naturaleza y el inefable hechizo de la vida honrada.

Alcanzó Pereda la sublimidad en dos o tres momentos de su vida y de su arte, lo cual basta para que adelantándonos al fallo de los venideros, reconozcamos en él la llama del genio, cuya aparición es tan rara y fugitiva en las edades cultas y decadentes. Del genio tuvo muchos atributos: la vocación nativa e irresistible, la fuerza y la desigualdad, una mezcla de candidez y de adivinación pasmosa. Cuando se siente inspirado, acierta como nadie, pero en los intervalos de la inspiración desdeña todo artificio para disimular el cansancio. Otros contemporáneos suyos pudieron aventajarle en estudio y reflexión: en condiciones propiamente geniales no le igualó nadie. Cuando se apoderaba de él lo que llamaba «fiebre estética», era infalible el resultado, pero salía de aquella crisis maltrecho y rendido, como la antigua sacerdotisa de Delfos, oprimida y acongojada por el estro divino que ardía en sus entrañas. No fué un artista erudito ni siquiera curioso, sino un vidente de la realidad, explorador de un mundo poético nuevo, intérprete apasionado de ciertos aspectos de la vida. Todo lo encontró en su propio fondo, hasta los procedimientos de lengua y estilo. Fué clásico sin intención deliberada de serlo y sin proponerse ningún modelo. No faltan en su obra indudables reminiscencias, que la crítica no ha advertido: de tal modo están como borradas por el sello personal del conjunto. Se asimilaba rápidamente lo poco que leía, sin repasarlo después ni preocuparse de ello. [p. 395] Pierden el tiempo los que quieren emparentarle con escuelas y autores que apenas conoció más que de nombre. En rigor no tuvo maestros, ni ha dejado verdaderos discípulos. Lo que había de característico en su estructura mental era incomunicable, y él mismo no hubiera podido definirlo.

Lo que parece limitación es la raíz de su energía: pocas ideas, pero claras y dominadoras, sentimientos primordiales, técnica elemental, grandes efectos logrados con medios sencillísimos. Sus libros, tan locales que para los montañeses mismos necesitan glosario, tan españoles como lo más español que se haya escrito después de Cervantes y Quevedo, son profundamente humanos por la intensa vida que en ellos late y la tranquila majestad con que se desenvuelve. Si hay una parte débil y borrosa en ciertas novelas donde el fin moral no llegó a vencer las asperezas de la forma, hay otras por las cuales pertenece su autor con pleno derecho a la estirpe de los creadores de almas. Sotileza y Muergo, el Padre Apolinar, los marineros de La Leva y de El fin de una raza , don Gonzalo y Patricio Rigüelta, el hidalgo don Lope sobre su potro de piedra, el espolique Macabeo, el Lebrato y el Josco, el supersticioso avaro de La Puchera y el visionario descubridor del tesoro, no son leves sombras que desaparecen con alado pie por las puertas del sueño, sino figuras de tal pujanza y relieve, tan sólidamente construídas como si las hubiese tocado el pincel de Velázquez. Dentro del naturalismo español, los lienzos de Pereda tienen un valor solamente comparable con el de la antigua novela picaresca. En el cuadro de costumbres, en la sátira política, en el idilio rústico, en la tragedia del mar ávido de humanas vidas, en todos los géneros donde estampó su huella, fué el más radical innovador de la literatura de su tiempo. Y fué también incontestable maestro de lengua, tan distante del arcaísmo como del neologismo, bebida en la fuente popular más que en los libros, admirable en la descripción y en el diálogo, rica de sabrosos elementos dialectales: lengua de mil inflexiones diversas, unas veces acre y salina como las emanaciones de la resaca, otras alborozada y jubilosa como los prados después de la lluvia.

No fué Pereda literato profesional, sino un hidalgo que escribía libros, donde se refleja su espíritu creyente y castizo, donde se aprende a vivir bien y a morir mejor. Providenciales aparecen [p. 396] tales hombres como éste, y su literatura es el reconstituyente más enérgico que puede aplicarse a la generación que hoy crece, marchita de voluntad antes de haber vivido, y enferma de escepticismo antes de haber pensado. De Pereda puede decirse como se dijo de Walter Scott, que era el más sano de los hombres. Esta buena salud moral de que disfrutó siempre, le mantuvo tan alejado de las quimeras del falso idealismo como de la baja y abyecta sumisión a las torpezas del natural tosco y feo. Su arte noble y varonil, que nunca halagó muelles instintos ni frívolas pasiones, continúa haciendo bien, aun en obras de pura recreación y cordial alegría. Inspira reverencia ante el misterio de las cosas, simpatía por los menesterosos y los pobres de espíritu, amor a las dulces intimidades del hogar, a las humildes y silenciosas virtudes domésticas, a las reliquias de la tradición, que susurra «al amor de los tizones» los infantiles y eternos oráculos de la poesía humana. No hay página en sus libros que un moralista pueda mirar con ceño, y son muchas las que contienen altísimas enseñanzas, tanto más eficaces cuanto más inesperadas. Fué el alma de Pereda íntegramente cristiana, con práctico y positivo cristianismo, y nunca voló más alto su numen que el día en que, purificado por el dolor, se arrojó con filial confianza en brazos del Padre amorosísimo, después de un inmenso infortunio. Entonces Dios recompensó su fe, haciendo pasar por sus labios el ascua inflamada de los profetas de Israel, y sosteniendo sus brazos para que orase sobre las cumbres y se desatase su voz en lluvia de bendiciones al Altísimo.

Para quien superó tan ardua cima sin desfallecer bajo el pero de la cruz con que plugo a Dios cargarle en sus últimos y trabajados años, pequeña recompensa es la gloria humana, pero no por él, sino por nosotros debemos ofrecérsela, como deuda de gratitud por el bien que nos hizo, como estímulo para que nuestros ingenios perseveren en la senda de luz y de fortaleza moral que él abrió. Su nombre es para los montañeses dispersos por ambos mundos el símbolo de la región y de la raza. Así lo ha comprendido el escultor cuya obra vais a contemplar, haciendo surgir su estatua no como artificial coronación de un monumento de líneas arquitectónicas, sino como producto vivo que emerge de la roca por donde trepan peñas arriba los hijos predilectos de la imaginación de Pereda, el cortejo ideal de figuras que le acompaña a la [p. 397] inmortalidad. Si su espíritu glorioso, que según fué de ejemplar vida, debe de gozar ya de los resplandores del sol indeficiente, pudiese volver los ojos a estos lugares que tanto amó y que por él sonaron en lenguas de gentes para quienes era peregrino hasta el nombre de Cantabria, vería en este homenaje que su pueblo le rinde y en el sitio que hemos elegido para tributársele, no una fría y vulgar apoteosis, tantas veces prodigada a estériles o funestos personajes, sino un acto de devoción familiar, que prolongará en nosotros la ilusión de vivir con él, que asociara su imagen a los suaves contornos de la deleitosa bahía, y que en la solemne hora del crepúsculo, cuando suenen pausadas y melancólicas las campanas de la torre abacial, traerá a nuestros labios una oración por los que padecen tribulación en la mar, acordándonos de la lúgubre partida del Tuerto para morir en la fiera rompiente de las Quebrantas, y de la entrada de la lancha de Andrés, vencedora de la galerna al grito santo de «Jesús y adentro».

Quiera Dios que de ese bronce y de esa piedra que hoy inauguramos, surjan, como enjambre de espíritus alados, buenos pensamientos y buenas palabras, que se posen en los labios de nuestras doncellas; que enciendan en casto amor el corazón de nuestros mancebos; que ahuyenten de nuestra ciudad la discordia y la miseria; que fortalezcan todo propósito viril, toda acción generosa; que hagan germinar copiosa mies de ciencia y, lo que vale más, de sabiduría práctica, para que podamos legar a nuestros descendientes una herencia no indigna de la que nos dejó Pereda.

¡Y tú, mi inmortal amigo, parte grande de mi alma, amigo de los de mi sangre antes que yo naciese, permíteme que sea hoy heraldo de tu gloria en esta tierra que tanto ennobleciste, donde nunca el hacha taladora llegará a abatir el roble cántabro que corona tus sienes, ni dejará de velar tu sueño el mar, tu confidente y siervo fiel, que yace a tus plantas como lebrel atraillado por tu genio.

Notas

[p. 393]. [1] Nota del Colector .-Menéndez Pelayo, delegado regio para este acto, que tuvo lugar el 23 de enero de 1911, antes de leer las cuartillas que transcribimos pronunció las siguientes palabras:

«Su Majestad el Rey don Alfonso XIII, honrando a la ciudad de Santander y a las letras patrias, de que fué Pereda cultivador insigne, se asocia al acto solemne que hoy celebramos y me ha confiado para él su Augusta representación.

»Inmensa es mi gratitud por tan alta muestra de confianza que considero muy superior a mis méritos; si la he aceptado, aunque con rubor, es por que las mercedes regias no pueden rechazarse sin nota de ingratitud y desacato, y además, porque pienso que ésta no recae en mi oscura persona, sino en el pueblo donde nací y que tanta gratitud debe a nuestro Augusto Monarca a quien podremos llamar pronto, hasta por derecho de vecindad, nuestro primer ciudadano.

»También las Reales Academias Española y de la Historia me han dado sus poderes para que las represente en este acto.»

Coleccionado por primera vez en Estudios de Crítica Literaria .