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Obras completas de Menéndez... > ESTUDIOS Y DISCURSOS DE... > VI: ESCRITORES MONTAÑESES > DON AMÓS DE ESCALANTE (JUAN GARCÍA)

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I

Si yo intentase trasladar a estas páginas la fisonomía moral y literaria de don Amós de Escalante, no necesitaría buscar fuera de mi casa exacta y adecuada semblanza, a la cual forzosamente habrían de ajustarse los trazos de la mía para ser fieles a las puras y correctas líneas del modelo. Alguien de mi sangre, discípulo predilecto de Juan García , y digno heredero de algunas condiciones de su delicada musa, me prestaría el retrato que hace años bosquejó con toques rápidos y seguros, propios de quien estaba compenetrado con el alma de su poeta , que así le llama por antonomasia; poeta, no de los que se leen por curiosidad y recreo de horas ociosas, sino de aquellos otros, muy raros, que se convierten en guía espiritual de los que con ellos tienen afinidad innata o electiva. Justamente ensalza este panegirista suyo a quien aludo lo que había de selecto y peregrino en aquella inteligencia tan culta y refinada, en aquel carácter de tan varonil mansedumbre. El sutil y reflexivo artista, el intachable caballero, salieron de su pluma caracterizados con cuatro rasgos de gráfica precisión [p. 270] que, yo hago míos aquí por derecho familiar, como preámbulo necesario para lo que voy a discurrir sobre las obras del gran escritor montañés; porque si en todos los casos el conocimiento del hombre debe preceder al del escritor, todavía importa más cuando entre uno y otro hay tan perfecta, concordancia y armonía como la hubo entre don Amós de Escalante y Juan García . [1] Y ojalá que de tal pseudónimo no hubiese usado nunca, pues con él dañó a la popularidad de su nombre entre las gentes, fuera de la comarca donde en todos tiempos sonó con honra su antiguo y verdadero apellido, tan bien llevando por él; y donde se puso majestuosamente el sol de su vida, fecunda en buenas acciones, en cristianos ejemplos, que bastarían para hacer venerada y venerable su memoria, aunque no la enalteciesen los frutos de su ingenio, que son también obras buenas, como nacidas al calor de un alma tan cristiana y hermosa.

« Juan García (escribía mi hermano en 1890) es un caballero antiguo, en todo cuanto este adjetivo tenga de encomiástico. Español hasta el fondo de su alma, en ella guarda todas las [p. 271] energías y respetos de los españoles de antes-de los españoles que se pudiera decir sin más aditamento-; su piedad profunda, su moral austera, su hondo amor y nunca quebrantada obediencia del hogar, aquella cortesía con los viejos y los sabios y rendimiento con las damas, rendimiento y cortesía llenos de respeto y que no nacen en los labios, sino adentro, sin que hagan los labios otra cosa que vestirlos, al pasar afuera, con dicción noble y correcta, tan lejana de la afectación cuanto de la vulgaridad.

»Tanto como español en montañés: apegado al solar como la idea al cerebro en que nace; pagado del alto linaje de que viene, no para otra cosa que para no oscurecerle y para probar con obras y pensamientos cómo se funda en algo el respeto de las gentes a un apellido, a un escudo, a una casa; prendado de su tierra, no con amor irreflexivo y ciego, sino avivador del alma y los ojos, que no lleva a escarnecer la ajena, sino sólo a elogiar la propia y poner en su servicio lo mejor del pensamiento y del corazón.» [1]

Cuantos conocieron a don Amós de Escalante, pueden responder de la exactitud de esta semblanza. Todos le encontraron como su biógrafo: «cortés sin adulación, discreto sin igual, agudísimo y grave a un tiempo, tan sutil en razones como claro y fácil en palabras». De su amenísimo trato guardan muchos memoria en Madrid, donde pasó los años juveniles, brillando con propia luz en la sociedad más distinguida. «Era el mejor educado de los hombres», me decía en cierta ocasión don Juan Valera. Y entiéndase que el concepto de la educación no se aplica en este caso a apariencias que pueden ser vanas y frívolas, tras de las cuales suele esconderse un corazón seco o un entendimiento vacío, sino a una perpetua disciplina del carácter y de la mente, disciplina que participa tanto de ética como de estética; a una generosa efusión de bondad nativa, que cuando se une al claro discernimiento de las cosas del mundo, embellece y transforma la vida en una obra de arte. De este arte fué consumado profesor aquel buen caballero en quien se encarnaba la hidalguía de la Montaña. Esta profesión de no afectada cortesanía, este cuidadoso anhelo de lo noble y exquisito, se juntaban en él (caso menos frecuente en hombres de [p. 272] mundo) con una rectitud de intención, con un sentido moral tan elevado, que la elegancia parecía en él una segunda conciencia. Lo malo le repugnaba, no solamente por malo, sino por feo, vil y deforme. Con el tesoro de bondad que tenía en su corazón, no podía menos de inclinarse al optimismo; pero indulgente con la humana flaqueza en los demás, era severísimo consigo mismo, aplicando este proceder a la literatura no menos que a la vida social. Nunca el error festejado, la prevaricación triunfante, el mal gusto por deslumbrador que fuese, encontraron gracia ante sus ojos ni complicidad en su alma. Impávido vió pasar los más opuestos sistemas sin que flaqueasen un punto los fundamentos de su inquebrantable idealismo, de su patriotismo ardiente y sincero, que crecía con las tributaciones de la patria, de su profunda fe religiosa, alimentada por una instrucción dogmática que es hoy rarísima en los laicos.

A sus principios conformaba las prácticas de su vida y el cumplimiento de sus deberes de ciudadano, siendo en lo pequeño y en lo grande uno de aquellos ejemplares varones cuyo prestigio de honradez y buen consejo refluye sobre un pueblo entero. Nuestro Santander ha conocido algunos de estos hombres: roguemos a Dios que hayan dejado descendencia, y que ella continúe labrando el edificio de nuestra tranquila prosperidad, ni envidiada ni envidiosa, como cumple a la seriedad y prudencia tradicionales en la gente cántabra.

Por acendrada modestia, que se compadecía muy bien con la justa estimación de sí propio; o si se quiere, por cierto género de altivo y aristocrático pudor que acompañó siempre los paso de su musa, puso empeño nuestro poeta en recatar a los ojos del vulgo todo lo exterior y circunstancial de su persona, comenzando por su nombre, bien a sabiendas de que con esto se condenaba a oscuridad relativa. Pero esto mismo le dió libertad para explayarse en confidencias íntimas, nebulosas, discretas, rotas a trechos por inesperada luz; vagos anhelos de su mente juvenil; visiones del hombre del Norte en tarde lluviosa y melancólica; conflictos de la pasión antes ahogados por nacidos; y por término, la resignación suprema, la pía y serena tristeza, que no abate ni enerva el espíritu, pero le acompaña siempre. Su alma de poeta lírico (hora es ya de darle tal dictado) quedó estampada en sus versos y en su [p. 273] prosa, tan honda y eficazmente, que los relatos históricos, las descripciones de paisajes, los cuadros de costumbres, la fábula novelesca, cuanto trazó su pluma, está envuelto en una atmósfera lírica y líricamente interpretado, en la más alta acepción que puede tener esta palabra lirismo . La observación es en él precisa y exacta, como de hombre graduado y experto en Ciencias naturales; fidedigna la notación del detalle pintoresco; y, sin embargo, lo que en nuestro gran Pereda es cuadro de género tocado con la franqueza y brío de los maestros holandeses y españoles, es en Amós de Escalante vaga, misteriosa y melancólica sinfonía, que sugiere al alma mucho más de lo que con palabras expresa. Ambos han visto la Montaña como nunca ojos humanos la habían visto antes que ellos; ambos la han amado con amor indómito y entrañable, y puede decirse que su obra se completa para gloria de nuestra gente, que, después de haber guardado un silencio de siglos, habló al fin por sus labios inmortales.

En su arte, era Juan García un anacoreta, un solitario. Muchos trataron familiarmente con él, sin sospechar el gran escritor que en él había. Él, que nada tenía de huraño ni esquivo; él, dispuesto siempre a interesarse por la producción ajena, cerraba con cien llaves la suya; a nadie hablaba de ella; trabajaba a hurto de sus amigos; y sólo cuando sus obras habían llegado al punto de madurez que su finísimo y severo gusto nunca aceleraba, las ponía con noble timidez en brazos de la imprenta, recatadas todavía con el velo de un pseudónimo, que, por ser tan vulgar, parecía a muchos nombre verdadero. Hubo quien tachase de afectación estas precauciones; hubo quien le tuviese por escritor premioso y difícil, que suplía con artificios de estilo y erudición lo que le faltaba de espontaneidad nativa.

Injustísimos eran ambos cargos, cuando no dictados por la malevolencia. Escalante no era un principiante medroso; fué desde su primer libro un maestro, y tal pareció a los pocos que le leyeron: tenía la conciencia de su fuerza; pero había puesto tan alto su ideal artístico, que siempre creía estar muy remoto de la perfección, y todo esfuerzo le parecía pequeño para acercarse a ella. No pertenecía a la raza de los escritores fecundos, ingeniosos y fáciles de contentar, que siempre han abundado en España, sino a la de aquellos otros más raros, para quienes el Arte no ha sido [p. 274] un pasatiempo, ni una vanidad, ni un oficio, sino culto perenne, laborioso afán de robusto y valiente artífice, siempre inclinado sobre el mármol. Así se engendró en él aquella superstición de la forma, sin la cual no hay poeta ni crítico perfecto. Esta dura labor ocupó los mejores años de su vida, y ¿quién dirá que fuese estéril, cuando, además de las poesías que ahora se imprimen, debemos a ella cinco libros en prosa, dos de los cuales habrán de ser textos clásicos el día en que los españoles vuelvan a aprender su lengua? Cuando el cumplimiento de otros fines de la vida todavía más altos que el fin estético, se impuso a Amós de Escalante con la imperiosa y categórica voz con siempre hablaban en él los deberes, renunció a la literatura activa, porque era hombre incapaz de hacer las cosas a medias, y comprendía que el Arte es deidad celosa que exige entera consagración y no se allana a compartir su imperio con nadie. No tiene otra explicación el silencio que, para desconsuelo de sus admiradores, guardó el autor de Ave Maris Stella después de la aparición de este libro, que es, como exactamente se ha dicho, «el diamante negro de su corona de escritor».

Solía acusarse él mismo de perezoso, aplicándose aquella sentencia de los Proverbios: Desideria occidunt pigrum . Y como avezado al análisis psicológico en la lectura y meditación frecuente de místicos y moralistas, hizo anatomía de aquel su estado de alma, no por cierto con mucha blandura, en el protagonista de su cuento A flor de agua , a quien pinta incansable e ilimitado en los propósitos y desidioso en la ejecución, «flotando en vaguedad perpetua, disipado, oscuro, transido de recelos y desconfianzas, falto de serenidad y resolución para fiar a nadie sus propias divagaciones, y las visiones que eran su constante y única compañía». Pero lo que aquí describe con el nombre de pereza o acidia espiritual, era, más bien que el taedium vitae , la generosa dolencia romántica, la fiebre del ideal, que él hubo de atravesar como todos los grandes espíritus de su generación, y de la cual siempre conservó reliquias, porque ningún poeta digno de este nombre convalece enteramente de ella. Su pereza no era más que una forma de su ingénita melancolía, pero a diferencia de otros muchos vates de su escuela (si es que tuvo escuela alguna), no la alimentaba con ensueños vanos de infecundo y enervador egoísmo, sino con fantasmas [p. 275] consoladores, que eran trasunto o símbolo de realidades altísimas. La religión y la vida doméstica le habían enseñado el precio de las virtudes sencillas. El trato familiar y cariñoso con la Naturaleza le había mantenido robusto y sano de cuerpo como de alma; aventajado en todo género de ejercicios físicos; nadador de los más intrépidos de la costa; andador incansable, a quien eran tan familiares nuestras montañas y nuestros valles, como los de la Alta Italia, mucho antes de que se hubiese inventado el alpinismo . La contemplación de los monumentos y maravillas de otras edades; el estudio de la Historia patria, en que sobresalió tanto; la lectura de los grandes clásicos de todas las literaturas, eran para él fuentes inextinguibles de entusiasmo y de consuelo. Con tales condiciones, además de las que debió al nacimiento y a la fortuna, y, sobre todo, a su propia bellísima índole que le hacía grato a todo el mundo, alcanzó aquella limitada suma de felicidad que cabe en lo humano, y jamás el pesimismo ni la misantropía pudieron encontrar albergue en su alma. Pero como era cristiano y era poeta, y nació en una era crítica y terrible para el pensamiento humano, tuvo que soportar, como todo hijo de Adán, grandes y espirituales dolores, tanto más acerbos cuanto sea más delicado y magnánimo quien los sufre: tuvo que luchar con las insidias del error y con las propensiones de nuestra naturaleza caída, saliendo victorioso, pero desgarrado, de la lucha. No es maravilla, pues, que su voz tenga empapada en lágrimas, y que haya más tormentas y brumas en su poesía que días serenos y auras bonancibles.

No fué ni pudo ser poeta popular, sino esencialmente aristocrático, como lo era su temperamento. Cantó para pocas y selectas almas; pero en su apartamiento y soledad estética no hubo ficción, ni alarde, ni impostura. Jamás afectó respecto de los triunfos ajenos la indiferencia desdeñosa con que suele encubrirse la soberbia impotente. Pudo decir, como el gran poeta alemán, que había andado por muchos caminos, pero que nadie le había encontrado en el de la envidia. Tenía la grande, la envidiable cualidad de estar siempre descontento de sus obras, y de ver con rara perspicacia los aciertos de las ajenas. Pero nunca la admiración le convirtió en secuaz de nadie; a nadie sacrificó la integridad de su criterio ni la castidad de su musa. Con pocas [p. 276] concesiones que hubiera hecho al gusto dominante, habría sido mucho más famoso y leído; pero tuvo suficiente valor para esquivar aplausos que, por otra parte, no desdeñaba, y se retrajo en su mundo poético, que parecía tan pequeño y era tan grande. Bajo la alegoría del Martín-pescador , dijo de sí mismo:

                   Yo nací para volar
                  En un cauce montañés,
                  De altos troncos a los pies,
                  Donde suene cerca el mar...
                   Tranquilo, casi feliz,
                  Me albergo en angosto nido,
                  Bien guardado y mal tejido
                  De un aliso en la raíz...
                   Nunca, aun oyéndolo hablar,
                  Fué gusto ni intento mío
                  Llegar por el cauce al río
                  Y por el río a la mar...
                   Nuevas del mundo me traen
                  Voces que las selvas tienen,
                   Flores que en las aguas vienen,
                  Hojas que del árbol caen...
                   Odio el ruido, paces quiero,
                  Y por solo y por callado
                  De adusto y malhumorado
                  Me moteja el pasajero.
                   Mas ¿a quién pudo agraviar
                  Que el cauce su fondo esconda?
                  El agua, cuanto más honda,
                  Se deja menos mirar...
                   Si ofrece triunfos la tierra,
                  Y celebrados y nobles
                  Medran laureles y robles
                  En lo áspero de la sierra,
                   Brindan en aguas del cauce
                  A mi vivir lo preciso,
                  Las cortezas del aliso
                  Y los renuevos del sauce...
                   Pues negó a mi condición
                  Naturaleza discreta,
                  El pecho de la cerceta
                  Y las alas del halcón,
                   ¿A qué buscar en los cielos,
                  A qué pedir a los mares
                   [p. 277] Aire más rico en azahares,
                  Vida más puesta a desvelos?
                   ¡Tentación de muchos es,
                  Ancho mundo, en ti soñar!
                  Yo nací para morar
                  En mi cauce montañés.

Modesto era al hablar así. La Naturaleza no le había negado ninguna condición de escritor, salvo acaso cierta desenvoltura, resolución y firmeza que impera y subyuga a todo género de lectores. Pensaba y soñaba juntamente, y al velarse sus pensamientos con las sombras del ensueño, no podían ser enteramente diáfanos. Impone saludable atención al que lee; pero nadie dirá que esto sea un demérito. Puede serlo la falta de precisión, a veces, cierta especie de niebla que envuelve los contornos de sus figuras. Era poeta lírico aun escribiendo en prosa, y lo era de especie muy sutil y etérea, más musical que gráfico, a pesar de lo avezados que sus ojos estaban a la contemplación de las maravillas del color y de la línea.

La densidad de su prosa, que no es defecto, sino exceso, tenía sus hondas raíces en una cultura de las más vastas y más sólidas que en escritor español he visto; cultura de la que no hacía el más mínimo alarde, pero que le proporcionaba continuos goces espirituales, y daba nervio a su entendimiento, ritmo a su estilo, peregrina novedad y gallardía a sus sentencias y discursos. Consumado latinista, éranle familiares en su original todos los clásicos de la antigua Roma y aun algunos Padres de la Iglesia, y su lección y la de los españoles del buen tiempo, que diariamente refrescaba, le tenían como embebido y hechizado. Él se describe admirablemente bajo este aspecto en aquel Juan de A flor de agua , que tiene tantos rasgos suyos: «Lector desesperado, sin orden ni mesura, en cuanto al asunto de lo que leía; pero sibarita exquisito en cuanto al estilo, sin cuya precisa gala y ornamento no había para su gusto libro tolerable ni escritura legible. Latín de San Jerónimo o latín de Lucrecio, éranle iguales, puesto que la lengua en ellos era igualmente clara, sobria y enérgica. Jácara de Quevedo o discurso del venerable Granada, le deleitaban de la misma manera, porque en ambos hallaba su habla materna, su patrio castellano, rico, elegante, fluente y armonioso.»

[p. 278] No era bibliófilo, y en reducido estante cabían sus libros particulares y predilectos; pero rara vez vieron las bibliotecas públicas lector más asiduo. La antigua del Ateneo de Madrid le debió en gran parte su organización y catálogo; y allí, como en la Academia de la Historia, se pasaba las horas muertas, atento unas veces a lo antiguo y otras a lo moderno, porque en sus preferencias nada había de exclusivo, ni más ley y norma que el buen gusto estimulado por la curiosidad nunca satisfecha. Las literaturas inglesa e italiana, tan desmejantes entre sí, compartían el dominio de su espíritu, que recibió de una y otra muy provechosas influencias. Leía tan continuamente a Shakespeare como a Dante, a Walter Scott y a Byron tanto como a Manzoni y Leopardi. Dado el temple de su alma, no podían contagiarle ni la soberbia más teatral que satánica del autor de Childe-Harold , ni la desesperada filosofía que en versos de inmortal y serena hermosura expresó el tétrico solitario de Recanati. Por eso pudo frecuentarlos impunemente; y quien lea con atención sus versos líricos, no dejará de reconocer de vez en cuando el misterioso influjo, no sólo formal, sino sentimental, del mayor poeta romántico y del mayor poeta clásico del siglo XIX, absorbidos a pequeñas dosis y contastados por una mente sana. De Byron llegó a poner en verso castellano trozos bastante considerables que acaso se conserven entre las hojas del ejemplar inglés de su uso. De los grandes maestros de la novela histórica, pero más del profundo italiano que del brillante escocés, recibió dirección y ejemplo para la suya. Apenas hubo cumbre del arte que fuese para él inaccesible. Conocía la Divina Comedia como un dantófilo de profesión, y salpicado está de reminiscencias de ella su viaje a Italia. Los versos de Shakespeare eran para él tan sugestivos, que sin esfuerzo los aplicaba a estados psicológicos suyos, para los cuales parecían nacidos, como es de ver en algunas páginas de En la playa . Pero el culto de lo grande no le hacía olvidar la curiosidad de lo pequeño. Había penetrado en todos los rincones de la literatura inglesa, cuyos libros le agradaban en extremo hasta por sus condiciones tipográficas. Y era de ver cómo se enfrascaba, por ejemplo, en la lectura de los novelistas del tiempo de la Reina Ana, tan poco familiares a los españoles, gustando mucho de Fielding y aun de Smollett, sin duda por la patente analogía que Tom Jones y Roderick [p. 279] Random tiene con los procedimientos de nuestras novelas picarescas. [1]

En Francia (donde tenía deudos), había recibido parte de su primera educación, [2] y hablaba el francés con facilidad y pureza; pero como a la mayor parte de los españoles castizos (si han de confesar lealmente lo que sienten), le dejaban algo frío las elegancias y esplendores del siglo de Luis XIV, deleitándose mucho más en la literatura moderna (no precisamente en la contemporánea), y también en la literatura arcaica de la Edad Media y del Renacimiento, más inventiva y fecunda, más tumultosa y desordenada, más afín a la nuestra, en suma. Tratándose de cualquier época, aun del siglo XVIII, que no era ciertamente el de su predilección, tenía gustos muy personales que no iban siempre al hilo de la gente, y eran indicio de gran distinción intelectual. ¡Cuán pocos españoles habrán leído el delicioso Viaje a Italia del Presidente De Brosses, cuyas amenas páginas tanto regocijaban a Escalante! Recuerdo que nuestro don Amós fué el primero que llamó mi atención sobre la importancia estética de los Salones , de Diderot, cuando yo tenía en poca estima a este corifeo de la Enciclopedia, que hoy me parece el escritor más genial y menos anticuado de su tiempo, a pesar de sus inmensas aberraciones de pensamiento y estilo.

No llegó en un día mi amigo, ni esto lo consienten las leyes de la vida, a la tranquila ponderación, a la curiosidad discreta, a la sabia ecuanimidad que realzaron las obras y las palabras de su madurez. Pero si alguna ilusión juvenil pudo conducirle por senderos que parecen los de la belleza artística y no lo son, su retorno a los eternos principios del buen gusto hubo de ser tan rápido, que ya en su primer libro, escrito en 1860, [3] hablaba con [p. 280] remordimiento de aquellas horas de sus adolescencias empleadas en «lecturas desordenas y mal escogidas»; y con una severidad que nadie esperaría de sus años, se manifestaba enteramente desengañado de ciertos ídolos de la mocedad romántica, reprobando «el artificioso plan, las filosóficas declamaciones, el espíritu mezquino de tantos libros, cuya lectura enfría el corazón, fomentando en él el desprecio de los hombres y un desordenado amor de sí mismo». En una nota del mismo libro, [1] no menos curiosa por su carácter autobiográfico, habla de cierta bohemia , a la cual había pertenecido en sus años estudiantiles, y que tenía por ideal la bohemia de los artistas y literatos parisienses, y por autores predilectos a Balzac, Karr y Murger; extraña asociación de nombres por cierto. De estas sus admiraciones prematuras sólo quedó en pie, andando el tiempo, la de Balzac, entendido, por supuesto, de muy diversa manera que antaño. Y en cuanto al remedo de bohemia , no tengo la menor duda de que hubo de ser de los más platónico y morigerado que entre mozos alegres, como lo pedía su edad, pero todavía más estudiosos que regocijados, pudiera encontrarse. Quien haya conocido a algunos de los tales bohemios , entre los cuales no es indiscreción recordar los nombres del delicadísimo escritor santanderino don Adolfo de Aguirre (hermano espiritual de Amós de Escalante bajo todos aspectos) y del sabio cuanto infortunado naturalista e investigador de la historia de América don Marcos Jiménez de la Espada, no dejará de sonreírse un poco de las travesuras juveniles que pudieron cometer aquellos excelentes varones, en quienes parecía innata la dignidad caballeresca, la cortesía y la modestia.

Había, no obstante, gérmenes de contagio en la atmósfera intelectual que entonces se respiraba, aunque comparada con la anarquía de hoy parezca inofensiva. Otras bohemias , o círculos de literatos jóvenes, más ardientes y tempetuosas que la de Amós y sus amigos, fueron avasallados teórica y prácticamente por la mala cola del romanticismo francés degenerado, y grandes ingenios se extraviaron algún tiempo por sendas de que casi todos llegaron a apartarse con gloria, bastando el memorable ejemplo de Alarcón para probarlo. Nuestro Escalante no tuvo que [p. 281] atravesar, a lo menos para el público, este terrible período de prueba y aprendizaje. Su holgada fortuna le ponía a salvo de todos los riesgos de la industria literaria, y jamás se le ocurrió convertir la producción poética en fuente de ingresos o en medio de vida. Podía sentir y soñar a sus anchas, preparase con viajes y lecturas, cultivar asidua y celosamente en el huerto cerrado de su alma la flor del ideal, y ser al propio tiempo espectador inteligente, pero nunca apasionado ni militante, del conflicto de ideas, no sólo literarias, sino políticas, sociales, económicas, que agitaba a la juventud de su tiempo. Todo lo probó; pero sólo retuvo lo que era bueno, lo que podía traer nuevas armonías a su alma, no perturbarla con falsas visiones o halagüeños sofismas, ni enconarla en estériles controversias. En las soledades a que su melancolía septentrional le llevaba con frecuencia, no eran los libros más ruidosos y celebrados los que solían acompañarle, sino otros de modesta apariencia, pero de cristiano jugo, de resignada y humilde poesía. Entre estos libros, recuerdo las Prisiones , de Silvio Pellico, y todavía más El leproso de la ciudad de Aosta , de Javier de Maistre, obra que leía periódicamente, y que tenía para él la unción de un libro devoto, estimando como providencial el día en que había caído en sus manos.

Entre los poetas mayores del coro romántico francés, Víctor Hugo le deslumbraba; pero no le conmovía ni le llegaba a las entrañas. Por Alfredo de Musset sentía una inmensa y compasiva ternura, admirando la sinceridad del sentimiento y el don de lágrimas que tuvo, y que hace inmortales las suyas, hasta cuando brotan de fuente impura. La frialdad marmórea, el endiosamiento solitario, el soberbio estoicismo de Alfredo de Vigny, le retrajeron de imitarle, aunque tenía con él cierta analogía de temperamento sutil y refinado. El predilecto de su corazón fué Lamartine, alma tierna, elevada y contemplativa como la suya. La vaguedad, el pudor, el misterio de las confidencias líricas de nuestro autor, tienen, sin duda, algo de lamartiniano; pero no son derivación ni reflejo del gran poeta de las Meditaciones , de quien en la técnica le separaban abismos. Lamartine era la espontaneidad misma; era un raudal de elocuencia poética, excesivamente flúida, sinuosa y ondulante; Juan García era un artífice laborioso, algo premioso si se quiere, que aspiraba al dibujo correcto y firme aunque no [p. 282] siempre lo lograse, y a quien no podía satisfacer del todo la manera regiamente despilfarrada de Lamartine, lo flotante y vago de su dicción poética, la inmaculada, pero algo monótona blancura de su estilo, que parece bañado siempre en cierta atmósfera láctea. Creo, sin embargo, que fué uno de los poetas que más amó y admiró toda su vida. De otros franceses posteriores hablaba poco, aunque siguió atentamente las evoluciones de la lírica entre nuestros vecinos. Hacía especial aprecio, y bien lo conocerá quien lea sus obras, de los idilios bretones de Brizeux, y de los Poemas de la Mar , del marsellés Autrán, a quien tradujo o imitó alguna vez en sus Marinas .

Al contrario de muchos ingenios nuestros que no conocen más lectura que la literatura, por lo cual viene a malograrse su actividad en fruslerías y devaneos insustanciales, Amós de Escalante alimentaba su inteligencia con los estudios más diversos. Sin presumir de erudito de profesión, podía alternar decorosamente con los especialistas. Lo que sabía, lo sabía bien, metódicamente, y a conciencia. No era licenciado en Derecho, como suelen serlo en España los hijos de familias acomodadas, sin que los estudios jurídicos medren mucho con tan distinguida clientela. Era licenciado, y aun creo que doctor, en Ciencias físicas, título mucho menos vulgar entre nosotros, y que por sí solo prueba amor a la cultura desinteresada, la que principalmente debían adquirir y hacer progresar los privilegiados de la fortuna. Pero el arte y la historia le atrajeron siempre más que la ciencia pura. El romanticismo tradicional le llevó como por la mano a la arqueología; y quien haya leído las páginas bellísimas que en Costas y Montañas dedica a la descripción de los monumentos de nuestra provincia, reconocerá que, sin alarde de tecnicismo, sabía ver y juzgar, no sólo el alma arquitectónica, sino los detalles de la construcción, y que esta pericia suya no era de las que se improvisan a poca costa, hojeando el Abecedario de Caumont o los Diccionarios de Viollet-le-Duc. Era fino conocedor de la teoría y de la historia de la pintura, y dudo que, fuera del inolvidable Fernández Jiménez, le aventajase en este punto ninguno de los críticos y aficionados que por los años de 1855 a 1860 solían concurrir a la famosa tertulia de su amigo de la infancia Cruzada Villaamil. Hasta creo que sus primeros ensayos en prosa fueron trabajos de crítica pictórica, con motivo de [p. 283] algunas Exposiciones, y me consta que por ese mismo tiempo emprendió investigaciones sobre la vida y obras del gran Ribera. El precioso capítulo sobre los cuadros de Murillo, que intercaló en su viaje a Andalucía, y muchos rasgos sueltos del de Italia, revelan una intuición estética muy segura, tan alejada de los lugares comunes del turista discípulo y esclavo de su Guía , como de las paradojas funambulescas que, a modo de fuegos artificiales, suelen quemarse en los estudios y talleres de los artistas y en los cenáculos literarios.

De los méritos de Escalante en la narración histórica, diré algo al tratar de la obra en que mejor campean. De la excelencia de su prosa castellana, del profundo estudio que hizo de la lengua hasta lograr el prodigio de que su último libro (Ave Maris Stella) parezca, no una imitación sabia de los del siglo de oro, sino un producto espontáneo de nuestra vieja literatura, una novela desenterrada que viene a reclamar su puesto en la serie de nuestras novelas inmortales, es inútil decir mucho, porque esta cualidad de su estilo es de las más que resaltan de tal modo, que no puede ocultarse a los más profanos. De arcaísmo le tacharon algunos. Lo que empieza a ser arcaico en la incultura que tal acusación envuelve. Hasta los literatos jóvenes, los llamados modernistas , sienten la necesidad de romper con el estilo incoloro, con el vocabulario pobrísimo, con la amanerada sintaxis mal traducida del francés con que escribieron la mayor parte de nuestros prosistas del siglo XIX, aun aquellos que por otras razones merecen altísima loa. Entre los pocos que se salvaron de esta lepra galicana, hay que poner en primera línea a Amós de Escalante, cuya producción literaria es de más vigor y consistencia que la del Solitario (limitada a cuadros de género y fragmentos históricos), y menos artificiosa y académica que la de los hermanos Fernández Guerra.

De intento he dejado para este lugar una que yo creo fuente principalísima, aunque oculta, de la inspiración de Amós de Escalante. Bien pudiéramos decir de ella, sin sombra de profanación, lo que en sus versos espirituales cantó San Juan de la Cruz:

                  ¡Qué bien sé yo la fuente que mana y corre
                         Aunque es de noche!

De su piedad, tan ilustrada como fervorosa, son testigos cuantos le conocieron a fondo. Pocos libros de imaginación se [p. 284] escriben ahorran tan empapados de espíritu evangélico como Ave Maris Stella , ni que con tanta elocuencia inculquen las enseñanzas de aquella caridad activa que brota de la fe, como la fuente de la roca. Algunas de las mejores páginas de esta novela parecen arrancadas de cualquier tratado ascético del siglo XVI; reflejan altísimos conceptos de filosofía mística, y no es hipérbole decir que están escritos en la soberana lengua de Estella, de Malon de Chaide, de Fray Juan de los Ángeles. Pero lo que debo añadir, porque son pocos los que lo saben, es que no he conocido ningún seglar tan dado como él a la lección y meditación de las Sagradas Escrituras. Caso rarísimo en España, donde, aun los que pasan por devotos suelen contentarse con lecturas espirituales de segundo orden, que, por excelentes que sean, son siempre indignas de compararse con la palabra divina. Juan García no cayó nunca en este olvido de la Biblia, que es, sin duda, una de las principales causas de la decadencia y empobrecimiento de nuestro espíritu religioso. Meditó atentamente las palabras de la Ley, y nunca apartó su corazón de ella. «Solía leer a Salomón, y aun lo leía cotidianamente; mas aprovechábase poco de sus sanos consejos», dice modestamente de aquel personaje novelesco en quien se retrató a sí mismo, hasta cierto punto. Y yo puedo afirmar que, no sólo los libros sapienciales, sino todos los del Viejo y Nuevo Testamento, eran pasto de su lectura diaria, unas veces por el orden en que están en el canon, otras escogiendo el libro o el capítulo que cuadraban mejor a las circunstancias del día o al estado de su alma. Para esta piadosa ocupación, de la cual no hablaba nunca, pero que sus íntimos conocíamos, tenía siempre sobre la mesa un ejemplar de la Vulgata latina en un solo tomo; y de tal suerte llegó a empaparse en el texto bíblico, que podía, sin auxilio de las Concordancias, traer a la memoria cualquier versículo o sentencia, indicando puntualmente el lugar en que se encontraba. Dudo que sean muchas las biografías de literatos modernos en que pueda escribirse cosa semejante. Y nótese que Amós no se acercaba a los sagrados libros por curiosidad profana, ni por resolver dificultades exegéticas que le preocupaban poco, aunque de ellas tuviese nada vulgar conocimiento, sino que los leía como creyente y como artista, con religioso pavor y reverencia, para mejorar su conciencia en cada lectura y engrandecer su fantasía y su [p. 285] pensamiento con la sobrehumana poesía que de aquellos libros brota a raudales.

Un ingenio educado de esta manera no podía ser frívolo nunca, aun en obras de pura imaginación, y por eso las de Juan García tienen un sello de gravedad y madurez, que, naturalmente, es mayor en las últimas, pero que no falta ni siquiera en los versos y en los libros de viajes que escribió cuando no había traspasado aún los linderos de la juventud.

No es mi ánimo colocar estas producciones de su primera manera en la misma línea que las últimas, aunque para el gusto común quizá resulten más fáciles, llanas y sabrosas. Detesto la indiscreción en los elogios, y nada sería más indiscreto que confundir en una misma alabanza las flores de la generosa mocedad y los frutos de la edad viril. En un ingenio aventurero, despilfarrado e improvisador, pueden valer aquéllas más que éstos; pero caso contrario tiene que ser el de Amós de Escalante cuya vida fué una perpetua y severa educación de sí mismo. Hay en su carrera literaria dos períodos claramente separados hasta por el intervalo de ocho años de silencio que mediaron entre el uno y el otro. Las ideas fundamentales del escritor no cambiaron nunca; pero en sus procedimientos hubo un desarrollo gradual, y aun si se quiere un cambio.

[p. 286] II

Los dos libros titulados Del Manzanares al Darro (1863) y Del Ebro al Tíber (1864), están escritos en un castellano moderno, aunque muy elegante, que no podía causar extrañeza a nadie; y pertenecen a un género de literatura moderno también, que tiene en Francia modelos excelentes, no superados quizá en ninguna otra parte. Juan García los tenía muy presentes; a pesar de lo cual su viaje no se parece ni al del Presidente de Brosses, tan admirado por él, ni a la novela de Mme. de Stael, ni a los Paseos de Stendhal, cuyo carácter le era profundamente antipático, aunque estimase en gran manera su ingenio; ni mucho menos al de Taine, que no estaba escrito todavía cuando Amós hizo en 1860 su excursión por Italia. Nuestro autor viaja por cuenta propia, y nos transmite sus propias impresiones, no las ajenas, mérito que no siempre alcanzan otras relaciones de viajes más extensas y al parecer más nutridas que las suyas: por ejemplo, el amenísimo viaje de Alarcón, De Madrid a Nápoles , hecho y escrito el mismo año que el de Juan García , de quien fué fraternal camarada en Roma. Alarcón seduce, atrae, fascina con su elocuencia pintoresca; pero él, tan exuberante de personalidad en sus relatos de África y de la Alpujarra, da de Italia una visión atropellada y fantasmagórica, en que pone muy poco de su alma. Es libro que se lee con agrado, pero del cual muy pocas páginas quedan en la memoria ni convidan a repetir la lectura. No intentaré, porque esto es cuestión de gusto personal, sobreponer el libro de mi paisano, conocido de tan pocos, al libro de Alarcón, delicioso a pesar de su ligereza o quizá por virtud de ella misma. Tampoco le compararé, porque desconfío mucho del procedimiento crítico de las comparaciones, con ningún otro libro de los tres o cuatro españoles sobre Italia que merecen leerse en la serie no muy numerosa de los que se han escrito después de aquel viaje de Moratín, tan picante y divertido, tan curioso para la historia del teatro y de las costumbres, y hasta como documento de la incapacidad de su [p. 287] autor para comprender y sentir cualquier arte que no fuese el arte de la comedia, tal como él le profesaba. Ni negaré sus peculiares méritos a la discreta lucidez de la Italia de Pacheco, a la sólida cuanto elegante labor de don Severo Catalina en su libro sobre Roma, ni aun a la pompa retórica de Castelar en sus Recuerdos de Italia , donde están las páginas menos oratorias y más literarias que escribió en su vida. Digo únicamente que los recuerdos de Juan García son un libro aparte, que no desmerece de ninguno de los citados, ni debe perderse en el montón anónimo de los libros de viajes que hoy se producen con tan estéril abundancia.

No es ni pretende ser descripción íntegra de Italia, ni siquiera de la parte de ella que el autor recorrió; pero cumple con la promesa de su título, pues comienza en el puerto que hoy es cabeza de la región donde el Ebro, nace y termina en las sagradas márgenes del Tíber. Falta casi enteramente la descripción de Roma, acaso porque el autor temió emprenderla, abrumado por la grandeza del asunto, o porque la reservada intacta para una segunda parte que no llegó a escribir. Intercalado caprichosamente en el libro está el relato de una visita nocturna al Coliseo, que hace sentir que tal propósito no se realizase.

El mayor escollo que este género de itinerarios tiene, el de ir pisando sobre las huellas ajenas, el de admirar convencionalmente donde otros han admirado, el de caer en el ditirambo frío o en la estadística prosaica, está perfectamente salvado en el viaje de Amós de Escalante, que no habla más que de lo que vió, no se entusiasma por contagio romántico, y expresa su propia emoción sobria y delicadamente, con aquel gentil y discreto señorío que le salvó siempre de la vulgaridad. Pero todavía más que sus impresiones artísticas, que, aun siendo muy suyas, no podían ser muy nuevas en materia tan agotada ( cui non dictus Hylas puer? ); todavía más que los dos excelentes capítulos sobre Venecia y la descripción mucho más rápida de las ciudades de Toscana, interesa en este libro de memorias lo que tiene de autobiográfico, aunque modestamente disimulado: la pintura animada de la sociedad de Turín en los días inmediatos a la paz de Villafranca; las anécdotas relativas a Cavour; las veladas del castillo de Valperga, donde el autor recibió cariñosa hospitalidad de los Condes de Carpeneto; sus excursiones al Lago Mayor y a las islas [p. 288] Borromeas. Por su distinción social, por sus conexiones diplomáticas, por su independencia política, se hallaba en mejores condiciones que otros para estar bien informado y juzgar sanamente del complejo movimiento que iba labrando a sus ojos la unidad de Italia; pero este juicio no pasa de insinuación que los lectores pueden completar con los datos de primera mano que les ofrece. Algún detalle hay en estas páginas que quizá la historia no ha recogido todavía; el relato interesante y conmovedor de la partida de la Duquesa de Parma para el destierro en 10 de julio de 1859. Este relato emana de testigo presencial y fidedigno. Entre las pocas personas que acompañaban a la desterrada Princesa, estaba «un español, Pedro Escalante», entonces joven agregado a nuestra Legación en Turín, hermano mayor de Amós, a quien ha sobrevivido para honra de su casa y buen ejemplo de sus convecinos.

Más castizo que el viaje de Italia, más luminoso, más espléndido de color, sin tocar en la furia colorista y sensual de Gartier, es el viaje de Andalucía ( Del Manzanares al Darro ), y es también lo más regocijado, lo más risueño que salió de la pluma de Amós, tan propensa a la melancolía. Hubo un momento feliz, acaso único en su vida, en que sintió plenamente la alegría del vivir; en que una oleada la luz inundó su fantasía, herida por el sol triunfante y poderoso; en que le penetró y envolvió la atmósfera regalada y dulcísima de la Bética, y quedó prisionero y esclavo de la gentil y hospitalaria Sevilla. Algo faltaría en su arte si no hubiese tenido esta radiante visión y en el grado y manera en que la tuvo. Ningún escritor moderno del Norte o del Centro de España, me atrevo a afirmarlo, ha superado al nuestro en la evocación poética de Andalucía, salvo Zorrilla, cuya obra es más peculiarmente granadina que andaluza. Nadie ha hablado con tanta efusión y cariño de una tierra tan diversa de la suya. En esta penetración cariñosa, había, no sólo entusiasmo de artista, sino cierto misterioso instinto de raza, que a los montañeses, más que a los otros castellanos, nos aclimata fácilmente en Andalucía, y aun nos hace considerar como prolongación de nuestras ásperas breñas y costa inclemente, los cálidos verjeles del valle del Guadalquivir, tantas veces regados con la sangre de nuestros padres, y los puertos de la feliz Tartesia, que ellos arrancaron a la morisma y donde perpetuaron su sangre.

[p. 289] Vista está Andalucía con ojos de amor en este libro, que puede servir de antídoto a tantos otros en que se la calumnia con apariencias de enaltecerla. De la Andalucía verdadera habla, no de la Andalucía de pandereta, cuyos tópicos resobados debieran quedar ya para exclusivo solaz de los viajeros comisionistas de ambos mundos. Aquel hombre tan aficionado a toros (doy esta mala noticia a los enemigos de la fiesta nacional), apenas trata de ellos en su viaje: gustaba de las corridas en la plaza, no en la literatura. El llamado flamenquismo no había llegado en 1863 al punto de degradación en que hoy le vemos, y ni siquiera se le designaba con tal nombre. Pero las costumbres pintorescas de gitanos y chalanes, bailadoras y cantadores, descritas ya con opulenta dicción y agudo gracejo por El Solitario , tuvieron en Juan García observador inteligente y benévolo, que, en el primoroso capítulo de la feria de Sevilla, llega a rivalizar, en su terreno propia, con aquel maestro de la lengua castellana. Compárese este trozo con el ya citado estudio, tan fino y penetrante, sobre los cuadros de Murillo, o con la poética y misteriosa descripción de los patios y cancelas de Sevilla, a varias horas del día y de la noche, y se estimará en su justo precio la rica variedad de tonos y recursos que ya entonces tenía la prosa de Juan García , que corre aquí más ágil y desenfadada que en ninguna parte. Un ambiente diáfano y sutil orea las páginas de este libro, que por sí solo hubiera labrado la reputación de un escritor si en España se leyese más y con mejor discernimiento, porque es de todos los suyos el más acomodado al gusto y a la inteligencia común.

Ambos viajes fueron muy bien recibidos por la crítica, y recomendados por personas doctas y sesudas como Mr. Latour, amable huésped del palacio de San Telmo durante muchos años, y uno de los franceses que con más simpatía han tratado de nuestras cosas. En el círculo literario de Amós de Escalante, estos libros no sólo fueron admirados, sino imitados con fortuna. Adolfo de Aguirre, en sus Excursiones y Recuerdos , sin menoscabo de su originalidad, que principalmente brilla en el viaje por la costa de Vizcaya, es, con menos amplitud, con talento más femenino, un segundo Juan García , puro y exquisito como su modelo. Su literatura está tan íntimamente unida, como íntima fué la comunicación de sus almas.

[p. 290] La segunda época de Amós, la que podemos llamar su época clásica, empieza en 1871 con la publicación de Costas y Montañas , obra predilecta suya, a la cual consagró todos los esfuerzos de su ingenio y que no se cansó de pulir y perfeccionar hasta sus últimos días, dejando preparada una segunda edición que debe publicarse sin tardanza, porque de la primera son ya rarísimos los ejemplares que salen a la venta, y ávidamente perseguidos por los coleccionistas de historias de pueblos, llegan a alcanzar precios exorbitantes. Como libro descriptivo e histórico de la provincia de Santander, tiene el defecto de no abarcarla toda, aunque sí lo más característico de ella: podrá venir quien le complete en esta parte y rectifique algunos pormenores, además de los que el autor dejó corregidos; pero como obra de arte, como geografía poética de un territorio, como epopeya en prosa de una raza que la historia nacional había olvidado casi por completo después de su heroica aparición en los anales del pueblo romano, ni ha sido superado ni probablemente lo será nunca. Otras regiones de España habían tenido la suerte de encontrar arqueólogos artistas como Piferrer y Quadrado, que interrrogasen sus monumentos y los presentasen enlazados con las vicisitudes de la historia y con los efectos románticos del paisaje. Escalante pudo decir de su libro que no había tenido precursor, ni ascendiente, ni contemporáneo. Las dificultades se acrecentaban por tratarse de una tierra pobre y mal conocida «donde la historia política (son palabras suyas) yace entrañada y oscura en ciertas cartas de fuero, de donación o de privilegio; en tratados de paz y de alianza, de navegación y comercio con aledaños o extranjeros; pergaminos yertos, texto escueto y desnudo, aún virgen de refinada crítica y maduro fallo; donde la social se esconde en escrituras de fundaciones pías, en cláusulas de testamentos, en perdurables litigios que guardan los archivos de las familias, rico e inexplorado tesoro, auténtico padrón de usos públicos y costumbres privadas; cuya historia artística no pasa de alguna piedra funeral o votiva del monumento anónimo, del indicio de los apellidos; cuya historia militar se pierde en la de las empresas colectivas de la bandera madre».

Libros como Costas y Montañas no se conciben en una hora, no son un accidente en la vida de un escritor. Puede decirse que [p. 291] a esta obra capital de Amós convergen todas las suyas anteriores y posteriores. Los viajes por tierras extrañas, las más famosas que alumbra el sol, le hacen soñar con la suya, tan modesta y olvidada, y prorrumpir, cuando menos se esperaría, en acentos de filial ternura. Si cada día se perfecciona en el arte de la descripción, aplicándole por de pronto a escenas, monumentos y reliquias históricas admiradas por todo el mundo, es para rendir finalmente todos los tesoros de su estilo en aras de aquel soberano amor de su vida. Y cuando llega a la madurez y levanta su monumento, no vuelve a salir de Cantabria ni con el pensamiento siquiera. En la playa es el poema lírico de nuestro mar mudable y proceloso, «asilo de espíritus solitarios, centro de misteriosas esperanzas». Ave Maris Stella es la resurrección histórica de la Montaña en el siglo XVII. Como obra de arte supera a todas las de Juan García . Costas y Montañas es más desigual; quizá su misma riqueza y exuberancia le daña; pero es, sin duda, la obra más representativa de su autor, y sólo por ella se le puede conocer íntegramente.

Antes de llegar a la forma histórico-descriptiva, que finalmente adoptó, había ensayado repetidas veces la forma poética. Su arqueología fué el desarrollo sabio de su poesía juvenil, enardecida por la lectura de Walter Scott y de Zorrilla. Ya el Semanario Pintoresco de 1857 registra un magistral romance de Amós: La Torre de Cacicedo , y son muy poco posteriores los entonados fragmentos del poema de Cantabria , que acaso debían preceder a una colección de leyendas. Entre los recuerdos de mi infancia, figuran estos versos, que no he olvidado nunca:

                   ¿Por qué no suena en la arboleda umbría
                  El arpa fiel de los antiguos tiempos?
                  ¿Por qué del hondo valle no despierta
                  Su poderosa vibración los ecos?...

                   ¿No es ya la egregia prez de sus mayores
                  Al cauto de tus hijos digno empleo,
                  Cantabria generosa, o las memorias
                  En su cobarde espíritu murieron?

                   ¡Ay! ¡para siempre en el ocaso hundióse
                  Tu claro sol! los pálidos destellos
                  Que tristes doran las sagradas cumbres
                  Son desmayada sombra de su fuego.

                   [p. 292] Crece el laurel altivo todavía
                  En las sagradas márgenes del Ebro;
                  Mas no a que ciñan sienes victoriosas
                  En lozano verdor da sus renuevos.

                   Los años rinden su vigor: oprime
                  La madre tierra de su tronco el peso,
                  Y las hogueras rústicas consumen
                  El árbol noble que respeta el cielo.

                   Ya no en amor purísimo se inflama
                  ¡Oh patria! de tus vírgenes el pecho,
                  Ni sed de gloria y libertad agita
                  El tibio corazón de tus mancebos;

                   Ansia de oro insaciable el noble germen
                  Secó fatal del heroísmo en ellos,
                  Y en tierra extraña a granjearle acuden
                  Y a derramarle en los placeres luego.

                   ¡Y yacen ignorados tus anales!
                  ¡Y mientras oro allega el avariento
                  En remota región, el patrio valle
                  Mira hundirse el solar de sus abuelos!

                   ¡Oh! si al vibrar en la riscosa breña
                  El arpa de la gloria y los recuerdos,
                  La no vencida raza despertando
                  Alzárase en la tumba al son guerrero,

                   Huérfana de tus hijos te hallaría,
                  Rasgado el manto, desceñido el yelmo,
                  Rota entre el polvo la segur cansada,
                  Tu desventura y soledad gimiendo...

Tienen estos versos, ya tan elegantes, el generoso entusiasmo de la juventud; tienen también cierta afluencia verbosa, que contrasta con la manera definitiva del poeta. Pero el numen que los había dictado acompañó toda la vida a Amós de Escalante, y es el alma de sus arrogantes sonetos a la casa solariega; al escudo; a la cruz terminal del Pisueña; a las armas de Velarde; a los robles de Monte-Carceña, que dieron robusta quilla a las naos conquistadoras del Guadalquivir; al helecho que en signo de posesión y dominio cortó en Ruiseñada el padre del Marqués de Santillana; al combate singular del caudillo cántabro Larus con Publio Scipión en el sitio de Cartagena, parafraseando bizarramente un trozo de Silio Itálico (libro XVI De bello Punico , v. 44 y ss.); a todo lo más oscuro y recóndito de los anales cántabros; a todo lo que tiene [p. 293] aspecto de melancólica ruina; a todo lugar donde vive, aunque destronado y mudo, el genio de las antiguas edades. Doy por muestra y modelo de esta poesía histórica, y aun prehistórica, el soneto a un dolmen ( religiosa silex , de Claudiano):

                   Rústico altar que a un dios desconocido
                  El religioso cántabro erigía;
                  Sepulcro que los huesos escondía
                  Del muerto capitán y no vencido;

                   Silla de excelso juez, cadalso erguido
                  Donde la sangre criminal corría,
                  Donde el bígaro ronco repetía,
                  Llamando a guerra, su montés bramido;

                   Rayendo el musgo que tus lomos viste,
                  En vano el arte codicioso indaga
                  Señales que declaren lo que fuiste;

                   En ti la antorcha del saber se apaga,
                  Yerto gigante de la cumbre triste,
                  Envuelto en ondas de la niebla vaga.

«Nunca parecen monótonos los horizontes de la tierra nativa (decía Escalante); nunca fatiga la mirada; sondéalos instintivamente el alma, y siempre halla en ellos algo que responde a su sentimiento actual, y, según la índole de éste, le halaga, le templa o le gobierna.» Él no se cansaba de interrogarlos, «corriendo la tierra como la corrieron tantas veces hidalgos y aventureros, aunque en son más pacífico y recatado; llamando con el cuento del bordón, como ellos con el cuento de la lanza, a la puerta del solar, de la ermita o del monasterio... echando el apellido (como decían los banderizos de la Edad Media), no para homicidas empresas ni cruentas obras, sino para satisfacer la deuda sagrada que al nacer contrajo todo hombre con el suelo que le dió cuna: la de emplear en su servicio la mejor porción de su obra».

Palabras suyas son, y nadie sabría encontrarlas mejores para caracterizar su libro, que tanto tenía que diferir en fondo y forma de los pocos ensayos de historiografía local con que hasta entonces contábamos. Nunca faltaron en la Montaña asiduos investigadores, enamorados del país natal, que con más o menos puntualidad y crítica consignasen algunos datos relativos a nuestras antigüedades. Pero, ya fuese por falta de suficiente aparato [p. 294] histórico, ya por el aislamiento literario a que los condenaba lo apartado del país y la poca cuenta que de él se hacía, considerándole como apéndice de regiones limítrofes, sus libros no pasaron, las más veces, del estado de apuntamientos, y fué raro entre ellos el que lograse los honores de la imprenta. Inédito quedó el breve, pero interesante, Memorial de la villa de Santander y de los seis linajes de ella , que escribía por los años de 1592 Juan de Castañeda. Inéditos también los Elogios de Cantabria , por el capitán don Fernando Guerra de la Vega, gobernador de sus armas y alcaide del castillo de Santa Cruz. Más afortunado, aunque todavía lo merecieses menos, el licenciado don Pedro de Cosío y Celis llegó a ver en letra de molde su enfático panegírico «de la muy valerosa provincia y jamás vencida Cantabria, nombrada hoy Montañas Bajas de Burgos y Asturias de Santillana» (Madrid, 1688). Estos y otros autores del siglo XVII, picados más o menos de la peste de los falsos cronicones, dejaban entretanto dormir en el olvido más profundo, de que sólo en nuestros tiempos y de una manera imperfecta han salido, los dos textos capitales para el estudio de nuestra vida social en los siglos medios; el Becerro de las Behetrías , ordenado en tiempo del Rey don Pedro de Castilla; y las Buenas andanzas e fortunas del viejo banderizo Lope García de Salazar, que no era de la tierra, pero sí lo más vecino de ella que cabe, tan conocedor de sus linajes como de los de Vizcaya, y el más abonado cronista de las feroces discordias civiles que ensangrentaron la costa en el siglo XV, relatadas por él con sequedad bárbara y a veces pintoresca, que cuadra bien con la índole del narrador, con la materia de sus postreros libros y con el forzado retraimiento de su torre de Muñatones, en que la ingratitud filial le había encerrado.

Mientras yacían inéditas las fuentes de una tradición viva y no remota, encarnizábanse nuestros incipientes cronistas en las épocas fabulosas, como si no les bastase la gloria inmarcesible de la Cantabria romana. Un historiador tuvo la Montaña a fines del siglo XVII, digno de memoria y aun de estudio y consulta en la segunda parte de su obra, que se apoya en un sólido aparato de privilegios y escrituras, aunque sobre la autenticidad o la fecha de algunas pueda haber controversia. El benedictino Fray Francisco de Sota, a quien aludo, cronista del infeliz Carlos II, y escritor de decadencia bajo todos aspectos, no desmintió, sin embargo, [p. 295] las tradiciones de su orden en la parte de erudición diplomática; y si no fué un Yepes, ni siquiera un Sandoval, puede prestar, leído con cautela, el mismo género de servicios que prestan Bivar y Argáiz, con todas sus aberraciones. Ni ellos ni Sota eran falsarios de profesión aunque diesen asenso por nimia credulidad o espíritu novelero a grandísimas falsedades, cayendo incautamente en las redes de un Román de la Higuera o de un Lupián Zapata. Tal exceso de candor ha desacreditado más de lo justo la Chronica de los príncipes de Asturias y Cantabria (Madrid, 1691), título poco feliz además, porque no da idea del contenido y plan de aquel voluminoso infolio. Los príncipes de Asturias a que se refiere no son los trece reyes de la primitiva monarquía asturiana, ni menos los primogénitos de Castilla, llamados así desde el tiempo de Enrique III; ni el libro trata directamente de las Asturias de Oviedo, sino que se contrae a las de Santillana, [1] donde presenta, imperando desde los tiempos patriarcales, una dinastía que comienza en Astur, hijo de Osiris, y termina en el siglo XII con el Conde Rodrigo González. De todo ello infiere el autor (un regionalista en profecía) que «los Condes de Asturias de Santillana eran soberanos propietarios de su estado, y no habido por merced de los Reyes, como también lo eran los de Vizcaya sus vecinos». Tan peregrina tesis, sostenido con insensatas combinaciones mitológicas y geográficas, vicia en gran manera el libro del benemérito hijo de Puente Arce; pero no llega a quitarle su valor cuando prescinde de Hauberto Hispalense y otros monstruos de la fauna histórica, y deja hablar a los documentos de Burgos, de Oña, de Santillana, o consigna curiosas especies y memorias tradicionales que en vano se buscarían en otra parte.

En la atmósfera crítica del siglo XVIII no podían prosperar cronistas del género del P. Sota. La renovación de los estudios históricos se debió aquí, como en todas partes, al benéfico impulso del P. Flórez, con quien tenemos los montañeses una particular deuda de agradecimiento, aunque no acertase en todas sus determinaciones geográficas, por haber visitado muy rápidamente [p. 296] nuestra costa. La cuestión de los verdaderos límites de Cantabria, confundida por la mayor parte de los antiguos historiadores con otras tierras aledañas, había sido resuelta a nuestro favor por el más grande y juicioso de los analistas españoles, Jerónimo de Zurita, en una disertación que con otras suyas publicó el Arcediano Dormer. Pero, ya por haberse divulgado poco los Discursos varios de historia , donde está impresa, ya por lo difícil que es siempre desarraigar los errores envejecidos, persistió la antigua confusión, especialmente entre los autores vascongados, y también el algunos jesuítas que habían tomado muy a pechos, no sé por qué, el hacer cántabro a San Ignacio. Tal pretensión, sostenida con gran aparato de mañosa erudición por el P. Gabriel de Henao en sus Averiguaciones de las antigüedades de Cantabria (1689-1691), y con mucho ingenio y sutileza por el P. Larramendi en su Discurso histórico sobre la antigua y famosa Cantabria (1736), sucumbió de nuevo, y esta vez para siempre, bajo la acerada crítica del P. Flórez, en su Disertación famosa (1768), vindicada luego por el P. Risco de los ataques de don Hipólito de Ozaeta (1779); telum imbelle sine ictu .

El plan de la España Sagrada , con su división del estado antiguo y moderno de las iglesias, no permitió al P. Flórez, ni ha permitido todavía a sus continuadores, tratar de la diócesis de Santander, que es de las más recientes. No puede decirse que suplan esta falta las Memorias antiguas y modernas de la Iglesia y Obispado de Santander , que por los años de 1762 a 1764 recogió el entonces Doctoral de nuestro Cabildo y luego Penitenciario y Deán de Jaén don José Martínez de Mazas. Estas Memorias , inéditas todavía, aunque bastante conocidas y aprovechadas, fueron el primer ensayo histórico de su autor, que no llegó a terminarlas ni a limarlas. Pero tales como están, incompletas en muchos puntos y pobremente documentadas en otros, constituyen nuestro único tratado de antigüedades eclesiásticas, y anuncian ya la crítica severa y madura que aquel hijo de Liérganes, trasplantado a Andalucía, había de mostrar en sus eruditos trabajos sobre Jaén y Cástulo.

Lástima fué que ninguno de los grandes eruditos con que podía ufanarse nuestra provincia a fines del siglo XVIII dedicase, a no ser por excepción, sus tareas a la historia local, que en sus manos [p. 297] no hubiera parecido pobre y estéril. Pero no debemos lamentarlo mucho, porque, ocupados en cosas de mayor momento y más general interés, redundó su labor en beneficio de la patria común, como ha redundado siempre el esfuerzo de nuestros mayores, ya en sus empresas bélicas y marítimas, ya en las fábricas arquitectónicas de vario estilo que levantaron por todo el territorio castellano, reservando muy humildes templos para el suyo. Así, viniendo al caso presente, absorbieron a don Tomás Antonio Sánchez, [1] primer editor de una canción de gesta en Europa, sus estudios sobre la poesía anterior al siglo XV, preámbulo de nuestra historia literaria, cuyos cimientos echó tan a nivel y plomo, que no han sido conmovidos desde entonces; al P. Maestro La Canal, [2] la continuación de la España Sagrada ; al fecundísimo don Rafael Floranes, [3] las investigaciones sobre la historia del Derecho y las memorias de las viejas ciudades castellanas, donde residió más tiempo que en su nativa Liébana; a don Carlos de la Serna Santander [4] (que constantemente escribió en francés o en latín), la dirección de la Biblioteca de Bruselas, la historia de los orígenes de la imprenta y de las marcas del papel. Las antiguallas de la tierra, pocas y oscuras, sólo interesaban a algunos curiosos coleccionistas como el Consejero de Castilla don Fernando José de Velasco o el caballero de Santillana don Blas Barreda, y ni aun éstos llegaron a publicar sus hallazgos, como tampoco los olvidados autores de los Entretenimientos de un noble montañés amante de su patria (don Francisco X. de Bustamante) y del libro gerundianamente rotulado Memorias a Santander y expresiones a Cantabria , que escribía en 1772 Fr. Ignacio de Bóo y Hanero, monje jerónimo de Monte-Corbán, y sólo se conoce en extracto.

A pesar de lo exiguo de su volumen y de lo insuficiente de sus noticias, parece que abre nuevo rumbo a estos estudios la rarísima Memoria del ciudadano F.C. (Félix Cavada), leída en el Ateneo Español en 23 de junio de 1820 e impresa al año siguiente; primer [p. 298] ensayo de una descripción física de la provincia, enlazándola con sus vicisitudes históricas y con el carácter, costumbres e industrias de sus moradores. El llamamiento que hacía Cavada a sus paisanos se perdió por entonces entre el tumulto de la lucha política; pero cuando llegaron tiempos más bonancibles, hubo dos eruditos muy dignos de nota que hicieron del país cántabro materia especial de sus trabajos históricos. Fué el primero don Manuel de Assas, antiguo profesor de la Escuela de Diplomática, arqueólogo de talento y de iniciativa, con aficiones filológicas que le movieron a profesar en España por primera vez el sánscrito y a emprender en Francia el estudio de los dialectos célticos, en los cuales esperaba encontrar subsidio etimológico para la toponimia de Cantabria. Su Crónica de la provincia de Santander , publicada en 1867, no es más que el preludio según unos, el resumen según otros, de una historia mucho más vasta que tenía escrita o que pensó escribir. La que hoy leemos adolece de gran desigualdad en sus partes, sin duda por haber tenido que acomodarse el autor a exigencias editoriales: spatiis exclusus iniquis . Dilátase con vasta erudición sobre la antigua Cantabria, impugnando con nuevas razones al P. Larramendi, rectificando como hijo de la tierra y tan práctico en ella algunos errores de P. Flórez, y aprovechando la geografía de la Edad Media para ilustrar los textos clásicos. Da entrada, antes que ningún otro historiador provincial que yo recuerde en España, a los descubrimientos prehistóricos, que ya en 1857 había comenzado él mismo a divulgar en el Semanario Pintoresco . Pero al llegar a la Edad Media, en que tanta novedad podía ofrecer su trabajo, puesto que había recorrido varios archivos y examinado en ellos multitud de escrituras, la narración empieza a ser extraordinariamente compendiosa y defrauda en buena parte las esperanzas del lector.

Con Assas compartía entonces el lauro modesto de la arqueología provincial el hidalgo campurriano don Angel de los Ríos y Ríos, personaje de simpática extrañeza, que parecía arrancado de una novela de Walter Scott, y que Pereda retrató con rasgos indelebles en la suya de Peñas arriba . Fué Ríos el primer explorador del dolmen del Abra, o de Peña Labra, descubierto por él en la Sierra de Brañosera, «región trágica y desierta, asombrada por frecuentes nubes, arrecida por tenaces nieves, desvelada por [p. 299] el silbo agudo del viento en los páramos». [1] Con aquel descubrimiento nació la prehistoria montañesa, que después del hallazgo de la cueva de Altamira y otras similares, en el cual tuvo la parte principal un deudo de Juan García , atrae hacia este rincón del mundo la atención de los sabios, y envuelve quizá el germen de fecundas indagaciones sobre los primeros vagidos del arte. Pero la verdadera vocación de don Angel Ríos, aunque no llegó a desarrollarse plenamente por la soledad literaria en que trabajaba y por ciertas preocupaciones muy arraigadas en su ánimo, fué la de historiador de las instituciones de la Edad Media. Su Noticia histórica de las behetrías , publicada en 1876, da la medida de lo que hubiera podido hacer en este punto el solitario de Proaño si la fortuna no le hubiese mirado siempre con torvo ceño.

Como no presumo que estas páginas hayan de tener muchos más lectores que mis paisanos, de cuya benevolencia estoy seguro, no he temido intercalar aquí tan larga digresión, que muchos graduarán de impertinente, y no lo es, sin embargo, porque marca, mejor que lo harían elogios vagos, el puesto no superior, sino único, que tiene Costas y Montañas entre cuantos libros se han dedicado a la historia y descripción de esta vertiente septentrional de Castilla, Peñas al mar , que decían nuestros antepasados. [2] Exige la historia, tal como hoy la entendemos, condiciones tales, que de ningún modo podemos culpar a los eruditos antiguos por no haberlas atendido. Ni menos pudieron adivinar este género mixto de historia, leyenda, álbum del viajero y fantasía lírica, que la pura ciencia puede, y debe a veces, mirar con recelo; pero que tiene para las almas poéticas inefable encanto, cuando no cae en manos de vulgares rapsodistas, sino de ingenios peregrinos como Escalante, que sobre una base firme de cultura histórica, levantan, no el alcázar quimérico de los sueños, sino la regia y [p. 300] señorial morada en que pueden albergarse dignamente las sombras de los antepasados, sin que ningún pormenor anacrónico les ofenda, sin que ninguna voz discordante turbe su augusto sosiego. Con qué delicadeza, con qué amor ha de ser hecha esta restauración, es inútil encarecerlo; pero cuando se logran con ella primores tales como el cuadro de Becedo en el siglo XV, o la biografía del último señor de Cantabria, hay que dar las gracias al artista, que, sin menoscabo de la verdad, siente la palpitación de la vida, y acierta a leer en los hechos algo que los simples eruditos no leerán jamás. A tales artífices de historia pueden aplicarse aquellas palabras de la visión de Ezequiel : «Profetiza sobre estos huesos».

No está en este libro, ni en otro alguno, la historia de la región, ni es muy hacedero escribirla, por falta de unidad en su objeto, mal circunscrito en la geografía, incoherente y dislocado en su vida social, puesto que nunca formó reino ni principado aparte, ni fué regido por una mismas instituciones, aunque tuviese algunas muy interesantes y peculiares suyas. Oscilando entre Asturias y Burgos hasta caer definitivamente en la órbita castellana, que tanto contribuyó a ensanchar con las empresas marítimas de sus hijos, tuvo desde entonces dos géneros de historia: la de los montañeses, soldados, navegantes, descubridores en todo clima y bajo todo cielo; y otra más familiar y doméstica, cuyo rumor apenas traspasó los montes que nos sirven de antemural y escudo, y que guardan en sus humildes manantiales la cuna del sagrado río que a toda la Península da nombre, simbolizando en su triunfal curso el destino de la raza que mora junto a sus fuentes, pródiga siempre de su sangre para la Patria común, como él derrama pródigamente a la Vasconia, a la Celtiberia, a la Edetania el tesoro de sus aguas, y sólo se muestra pobre y esquivo en la tierra donde nace.

A esta segunda y menos ruidosa historia, que no es ya la de los montañeses, sino la de la Montaña, atendió principalmente Juan García , realzándola y animándola con su emoción personal en cada jornada de su viaje. Fundaciones de iglesias y abadías; organización de behetrías y concejos; fueros y privilegios; armas y linajes; poderosa hermandad de las cuatro villas de la costa, que, ejerciendo verdadera soberanía, trató de poder a poder con los ingleses; bandos feroces y dramática venganzas en el siglo XV, [p. 301] trocados en interminables litigios en el XVI; extrañas tradiciones de doña Urraca y de los templarios; visitas y embarques regios, llegando el autor a lo sublime de la visión histórica cuando encuentra en su camino las sombras del grande Emperador o de su desventurada madre; todo esto, y mucho más que ni enumerar puedo, va desfilando por las páginas de Costas y Montañas , no con sequedad y aparato de monografías, sino como plática amena de viajero, interpolada con paisajes risueños o terribles y con escenas de costumbres sólo rápidamente bosquejadas, porque ya el gran maestro de la novela realista tenía acotado para sí este campo, y nunca la emulación de sus laureles ni de los de nadie quitó el sueño a Amós de Escalante ni le empeñó en desacordadas competencias. En el arte caben todos, y cada artista lleva dentro de sí su propio mundo. [1]

Hay en la historia y en el carácter de los montañeses, aun en los más humildes, cierto sentimiento nobiliario; un apego a la familia, al solar, al blasón, que persistiendo hasta los tiempos de la decadencia, en contraste con la pobreza de la tierra y con el olvido en que nuestros monarcas la tenían, vino a degenerar en superstición algo ridícula y nos valió de los poetas cómicos zumbas y caricaturas, como aquel Dómine Lucas , de Cañizares, que sale a un desafío cargado con su ejecutoria. Eran los montañeses los primeros en reírse con estas farsas, y ya en el siglo XVII, un ingenioso poeta de Castro Urdiales, don Antonio Hurtado de [p. 302] Mendoza, en su comedia Cada loco con su tema , rasguñó la figura del mocetón entre linajudo [1] y necio,

                   Que con su halcón y su perro
                  Vive en el monte y no en casa,
                  Y a la noche vuelve y pasa
                  Todo el libro del Becerro...
                   Muy puesto en que su Montaña
                  Vale más que mil tesoros,
                  Y pensando que es de moros
                  Todo lo demás de España.

Estos sueños heráldicos tenían, sin embargo, muy noble y autorizado principio. El más grande de los oriundos de nuestra comarca, y el más clásico de los escritores nacidos en ella van acordes en esta parte con el sentir tradicional del vulgo. «En aquellos solares no reconocemos superior a nadie», decía don Francisco de Quevedo. [2] «A los que somos montañeses -escribe hiperbólicamente Fr. Antonio de Guevara- no nos pueden negar los castellanos que, cuando España se perdió, no se hayan salvado en solas las montañas todos los hombres buenos, y que después acá no hayan salido de allí todos los nobles. Decía el buen Iñigo López de Santillana que en esta nuestra España, que era muy peregrino o muy nuevo el linaje que en la Montaña no tenía solar conocido.» [3]

Es de ver el elocuente comentario que se hace de estas palabras, en el prólogo de Costas y Montañas , vindicando el verdadero [p. 303] sentido histórico de este culto de los mayores, de esta devoción a la estirpe, tan natural en los descendientes de aquella brava y ruda aristocracia montaraz, que por sus hábitos y su pobreza se confundía con los vasallos que guiaba al combate. Aristocracia que nunca fué de títulos, sino de apellidos, porque títulos podía darlos el Rey, apellidos de solar no. Y por muy demócratas que no sintamos y muy persuadidos que estemos de la verdad de aquella sentencia que ya expresaba el prudente Ulises en su disputa con Ayax de Telamón:

                   Nam genus et proavos et quae non fecimus ipsi
                  Vix ea nostra voco.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

todavía es verdad (y ojalá continué siéndolo) que la hidalguía heredada y dignamente mantenida con obras de virtud y de honor, vale más en la estimación de las gentes que la insolencia temeraria del aventurero o la mal granjeada fortuna del advenedizo. De este sentimiento, tan arraigado en pechos montañeses, fué digno intérprete Amós de Escalante, en las muchas páginas de su libro que consignan leyendas heráldicas; y también en este sentencioso soneto, que parece dictado por el numer del señor de la Torre de Juan Abad, en sus horas graves, y no parecería mal entre los de la musa Polimnia :

                               EL ESCUDO

                   Cautela militar forjóte en hierro
                  Y vana ostentación te esculpe en piedra;
                  Sudario a tus blasones da la hiedra,
                  Y a tu virtud un pergamino encierro.

                   En sangre y gloria, de la playa al cerro,
                  Soldado ayer a quien morir no arredra,
                  Sombra es tu luz con que el soberbio medra
                  Y en muro ocioso tu vivir destierro.

                   Si logran propios vicios mancillarte
                  Y rencorosa envidia escarnecerte,
                  Menos cuesta escupirte que ganarte;

                   Mas ¿cuándo negará la humana suerte,
                  Aunque presuman celos desdeñarte,
                  Guerra a fundirte, orgullo a mantenerte?

[p. 304] El estilo de Costas y Montañas , en que abundan los períodos amplios y rozagantes, interpolados con otros de más sencilla estructura, opulentísimo de vocabulario, rico de luces y de nieblas, de sonidos estridentes y de sonidos misteriosos y apagados, es un magnífico alarde de la riqueza de ideas y de imágenes, que cabe en el molde de la sintaxis castellana cuando tan ingeniosamente se la maneja. No llega todavía a la intachable pureza de Ave Maris Stella ; pero tiene más movimiento, más arrogancia, más color y brío. Marca el punto culminante de la literatura y de la edad viril de su autor. Bien se conocería, aunque él no lo dijese, que ese libro fué concebido y escrito, no en melancólicas tardes de otoño, sino «en horas estivas, alto el sol, inundada de luz la ribera, poblado de sonidos el aire, risueña la campiña, más risueña la aldea».

De la maestría de sus descripciones, que nunca se quedan en la superficie, sino que penetran hasta el alma de las cosas, sólo citaré un ejemplo, escogiéndole brevísimo: un himno al agua, que podría servir de comentario moderno al primer verso de la primera Olimpiada de Píndaro:

«Las aguas corrientes no son riqueza sólo; son vida del paisaje. Porque el agua posee los tres accidentes del vivir: luz, voz y movimiento; luz reflejada, como la luz de la pupila; voz ligera y amorosa, soñolienta y grave, como la voz de la garganta humana. No hay soledad donde el agua corre; no hay tristeza donde el agua mana; no hay desierto donde el agua vive. Fecunda el suelo y despierta el alma, arrulla el dolor, ensancha la alegría, es compañía y música, medicina y deleite; sobre sus ondas van blandamente bañados los pensamientos, os los trae de donde vienen, lleva los vuestros a donde van; en ellas refleja el cielo, y podéis contemplarle sin que os ofenda la viva luz del sol, cuando ya la frente se inclina a tierra, o porque la tierra le atrae, o porque el peso de los años la dobla.» Así escribía Juan García a cada momento, en cada página.

Cantor del agua en todas sus manifestaciones, fué sobre todo gran poeta de la mar. Bien pueden aplicarse a su inspiración estos lindos versos de Metastasio, que ahora acuden a mi memoria:

                   L’onda dal mar divisa
                  Bagna la valle e’l monte:
                  Va passegiera in fiume,
                  Va prigioniera in fonte:
                   [p. 305] Mormora sempre e geme
                  Fin chè non torna al mar;
                   Al mar dov’ella nacque,
                  Dove acquistó gli umori,
                  Dove da’lunghi errori
                  Spera di riposar. [1]

La onda de su ingenio, dividida del mar, podía bañar valles y montes; pero se encontraba aprisionada en la fuente y en el río, y murmuraba siempre y gemía hasta volver al mar donde había nacido y donde esperaba reposar. Había en este culto de nuestro poeta al mar cierto naturalismo grandioso y confuso, que en varón menos cristiano hubiera tenido visos de idolatría. Él podía decir, como Byron en el sublime apóstrofe final de la Peregrinación de Child Harold , que siempre había amado al Océano, y que desde niño había sido su mayor placer jugar con sus ondas o flotar como una burbuja en sus corrientes, entregarse a él como un hijo a su padre y acariciar con la mano sus espumosas crines. [2]

Sin el negro humor que agriaba en el alma soberbia de Byron hasta el bálsamo de la contemplación de la Naturaleza, sin la cavilación panteística de Shelley, sin la nota irónica que transportó Enrique Heine a sus descripciones del Báltico glacial, tienen afinidades con el primero y con el último de estos poetas, a quienes había estudiado mucho, no con el segundo a quien no conocía, algunas de las marinas que en prosa y en verso compuso Amós de Escalante. En otras influyó sin exceso la prosa grandilocuente y poética de Michelet. El libro titulado En la playa (1873) despierta y sugiere el recuerdo de lecturas muy diversas. Pero todos los poetas y todos los libros del mundo no le hubiesen enseñado a descifrar, con clave propia, algo de lo que dicen las ingentes voces [p. 306] y augusto silencio del mar si no hubiese vivido en relación íntima y cotidiana con el fiero Titán a quien cantaba, ya luchando a brazo partido con él, ya solicitando su confianza con sumiso y devoto requerimiento. No de otro modo el pastor Aristeo de las Geórgicas llegó a aprisionar en su gruta marina al multiforme Proteo, trocado ya en fuego, ya en horrible fiera, ya en río caudaloso, hasta que le arrancó el secreto de su adivinación, que guardaba tan celosamente como los rebaños de focas que le había confiado Neptuno:

                  . . . . . . . . . . . . . . . . . . immania cuius
                  Armenta pascit, et turpes sub gurgite phocas
.

Y en verdad que nuestro poeta tuvo que habérselas con una deidad menos mansa y tratable que la que aprisionó el hijo de Cirene, deidad al fin del Mediterráneo sonoro y luminoso. Este otro dios tremendo, a quien cuadra mucho mejor el epíteto homérico de polífono , pero cuyas voces suenan, en los oídos que no están avezados a escucharlas, como ecos del abismo que reclama su presa, tiene también horas de calma excelsa y sublime, todavía más rebeldes al pincel y al ritmo que las tormentas y borrascas. Y en esas horas iba a consultarle nuestro poeta, buscando la revelación de sus arcanos «lejos de la tierra, solo y desnudo, como se llegaban al antro misteriosos los consultores de ciertos oráculos antiguos». Así aprendió «sonidos que sólo dentro del agua llegan al oído, colores que sólo de cerca muestran su rico matiz y su intensa belleza»; sintió «la vida pendiente de delgadísimos hilos, en rededor de los cuales centellean filos agudos y sin número», y gustó a flor de agua «un apartamiento singular, tan difícil de explicar y comprender como dulce de sentir». Y allí perseveraba, «embebido en sus callados coloquios con la naturaleza... hasta tanto que, a manera de caricia más bien que de reprensión, sentía la leve mano de la fatiga posarse blandamente en sus miembros».

Así se engendraron sus Acuarelas , el mejor poema de la mar que tenemos en nuestra literatura. Pero como Juan García , aunque tan amigo de la soledad, nada tenía de insocial ni de misántropo, y «tanto vivía de ajenas vidas cuanto de la vida propia», jamás prescinde del elemento humano en el paisaje, sino que hace vagar entre el caprichoso juego de las nieblas, «que a veces embozan, a veces velan como transparente gasa la marina», sombras [p. 307] familiares de su juventud, apariciones ya trágicas, ya risueñas, historias contadas a media voz, parte reales, parte soñadas o que del espíritu no pasaron a la ejecución. Libro que con apariencias ligeras envuelve una psicología profunda y amarga a veces, que no todos entenderán, que todos lamentarán entender demasiado, porque el fruto de la experiencia suele tener un dejo más agrio que dulce, aun en los hombres buenos. Cinco son estas narraciones, y todas ellas tienen por teatro la maravillosa playa del Sardinero, lugar predilecto de Amós de Escalante ( Ille terrarum mihi praeter omnes - angulus ridet... ), donde «nunca encontraron hastío sus ojos ni cansancio su alma», aunque la frecuentaba menos desde que el prosaico veraneo de tierra adentro vino a quitarle mucho de su majestad y hermosura. Entre estos relatos descuellan dos: Un cuento viejo y A flor de agua . Del primero es enteramente histórica la catástrofe, que todavía recuerdan algunos en Santander. Impresa está la biografía del protagonista, a quien su mala suerte trajo a ahogarse en nuestra playa. Era un alto oficial, creo que de Estado Mayor; su apellido Buenaga; mozo bizarro, de hermosa postura y complexión atlética. Díjose ya entonces que una liviana voluntad femenina le había movido a arrojarse a la temeraria aventura en que sucumbió. Este rumor fué aprovechado artísticamente por Juan García , introduciendo en la más culminante y dramática situación una linda paráfrasis del antiguo cuento de don Manuel de León y del guante arrojado por su dama entre los leones; página que se lee con encanto aun después de conocida la balada de Schiller ( Der Handschuh ) sobre el mismo argumento. Ni el carácter de Vivero, ni el de la marmórea y soberbia Laura, son tampoco creación arbitraria de la fantasía. El segundo, sobre todo, tiene tales toques de verdad en su inhumano y feroz egoísmo, que no puede dudarse de la existencia de un modelo vivo, acaso muy presente a los ojos o a la memoria del artista cuando trazó su vengador perfil, trasladándole a época algo más lejana.

Distinto género de interés, pero acaso algún misterioso parentesco moral ofrece con esta narración la titulada A flor de agua , donde casi todo pasa en el laboratorio de la conciencia; autopsia despiadada de un alma en momentos de honda perturbación y hasta de vértigo; que llamaríamos el Werther o el René de su autor, [p. 308] si pudiese ejercer nunca la tóxica influencia que aquellos libros ejercen en espíritus jóvenes y desprevenidos, y si las sanas y piadosas máximas en que abunda no fuesen ya bastante correctivo a lo que puede haber de excesivo o de peligroso en el devaneo o cavilación melancólica del protagonista. Es el único escrito de Juan García en que pareció bordear la sima de la desolación humana; no ciertamente para arrojarse a ella con desaliento cobarde, sino para escudriñarla hasta el fondo; operación de moralista lícita y aun loable en sí; pero de la cual pueden levantarse nieblas que ofusquen el ánimo mejor dispuesto para triunfar de las negras potencias del abismo que inducen a la desesperación a los mortales. Aquella crisis espiritual fué la última en la vida del poeta: la sombra maléfica, si es que la hubo, no hizo más que resbalar sobre el terso cristal de su alma, tan versada en los misterios del dolor y tan sumisa finalmente a la voluntad divina.

Así llegó a la cristiana y serena elevación de Ave Maris Stella , historia montañesa publicada en 1877, una de las mejores novelas históricas que se han compuesto en España; para mi gusto la más simpática, juntamente con El señor de Bambibre , de Enrique Gil, otro ingenio septentrional de la misma familia de espíritus que Amós de Escalante; pero cuya voz melodiosa tiene un timbre más apagado, así como los idílicos paisajes del Vierzo, descritos por él, difieren de la ceñuda y selvática majestad de nuestros montes.

Desde su primera juventud, casi diríamos desde su infancia, fué Escalante gran devoto de Walter Scott, a quien leía con delicia, no sólo en sus novelas, sino en sus poemas, mucho menos conocidos en España. En el presente tomo puede verse la gallarda traducción que hizo de El Palmero , dándole el tono y sabor de un viejo romance castellano. Entre las novelas, gustaba con preferencia de Waverley , de Old Mortality y de El Anticuario . A ellas y a todas alcanza esta brillante síntesis, que trazó al correr de la pluma en un artículo crítico de que guardo indeleble memoria por haber servido de cariñoso estímulo a mis primeros ensayos:

«Reinaba por entonces en los dominios de la imaginación, teniendo a su merced el universo leyente, uno de los más hábiles y poderosos magos, a quienes enseñó naturaleza el arte de evocar y hacer vivir generaciones muertas, levantar ruinas, poblar [p. 309] soledades, dar voz a lo mudo, voluntad a lo inerte, interrogar a los despojos de remotos siglos y hacer que a su curiosidad respondieran; aprendiendo de la espada rota en cuál batalla ganó sus mellas; del borrado libro, a cuál cerebro dió luz y a cuál corazón inquietudes; de la herramienta desconocida, los usos e industrias en que sirvió al hombre; del apolillado mueble, qué secretos encerró, qué vanidades lisonjeaba, qué necesidades entretenía; de la deslucida y harapienta tela, las desnudeces que disimuló y las maldades o las virtudes que vistiera; de la desbaratada joya, el lujo de que fué instrumento y cómplice; del cantar antiguo, los miedos que logró ahuyentar, las cóleras que supo encender, y de las leyes escritas, de las piedras labradas, del eco tenuísimo, sensible apenas, conservado en la memoria de la raza, los vicios y virtudes, las necesidades, las costumbres, el culto, el arte, la lengua; adivinando el modo de vivir del espíritu en la obra del entendimiento y el modo de vivir del cuerpo en la obra de las manos. Era esta mago Walter Scott.» [1]

Cabalmente el primero en fecha de sus imitadores españoles, que fueron legión bizarra y animosa, aunque todos más literatos que novelistas de vocación, había sido un ingenio santanderino, don Telesforo de Trueba y Cosío, que arrojado por las tempestades políticas a Inglaterra, donde se había educado, aprovechó su rara pericia en la lengua de aquella nación para escribir interesantes narraciones de asunto español, entre las cuales sobresale la titulada El Príncipe Negro en Castilla . Era Trueba ardiente patriota, y por puro patriotismo escribía en inglés, para que se difundieran más rápidamente por el mundo los cuadros y tradiciones heroicas de nuestra historia, el tesoro poético de nuestras crónicas y romanceros. Era escritor culto y discreto, y si le faltaban dotes de primer orden tuvo las suficientes para ser leído con agrado y obtener un éxito lisonjero, aunque efímero, siendo traducidas sus obras a las principales lenguas de Europa, incluso el ruso, y llevando a todas partes las primeras nuevas del despertar romántico de España.

Juan García , que estimaba en su justo precio a este modesto y olvidado precursor del romanticismo peninsular, encontraba entre [p. 310] el montañés de Escocia y el montañés de Cantabria afinidades de origen, por las cuales había sido conducido naturalmente el segundo a la imitación del primero. «Parécense las cunas de ambos poetas, regiones una y otra de montes y aguas, ásperas y sombrías, de suelo pobre, desdeñoso cielo, angostas hoces, hondos bosques, inexploradas cimas, terror misteriosos, padre de la superstición y la conseja, razas suspicaces y belicosas, fuente de tradiciones y leyendas.»

Pero a ingenios de otra valentía y de temple más castizo que el anglo-hispano Trueba y Cosío, estaba reservado el producir la genuina novela montañesa, descubriendo y aprovechando «la varia y generosa poesía esparcida, manifiesta u oculta, en las antiguas leyes, en las costumbres, en las memorias y el paisaje sublime de su nativa tierra». Bastóle a Pereda la observación de la siempre fiel naturaleza para hacer entrar en los dominios de la inmortalidad a la Cantabria agreste y marinera. Antes y después de este triunfo soberano de nuestra musa regional, buscaba Juan García en el subsuelo histórico las hondas raíces de aquel árbol de ruda corteza y savia infatigable y rica, que tan buena sombra había prestado siempre a los moradores de la llanura. Hubo un momento en que ambas intuiciones poéticas se encontraron sin confundirse. Pereda, refractario por temperamento a la curiosidad erudita, sentía vigorosamente la tradición como si de ella formase parte; no la aprendía, sino que la veía, en sí mismo primeramente, y en todo el círculo de sus ideas y afectos. Era el fondo de su vida psicológica, y dondequiera la encontraba reflejada: en las fiestas y regocijos populares; en ferias, romerías, hilas y deshojas ; en la viril cristiana democracia del cabildo de mareantes; en la benéfica tutela del patriarcado rural. De cómo habían vivido los montañeses de otras edades, nunca pensó en informarse despacio; pero adivinaba lo pasado por los recuerdos de su niñez, y creía vagamente en una edad de oro, tras de la cual había vendido la de plata, ya próxima a degenerar en la de hierro, pero que todavía conservaba intacto algún filón de la riqueza antigua.

Este filón era el que tenazmente explotaba Amós de Escalante, cuya imaginación retrospectiva, no de aquélla que suele descaminar como fuego fatuo a los eruditos livianos y presuntuosos, sino imaginación de poeta encariñado con las ruinas, no por ser [p. 311] ruinas, sino por ser bellas, completaba la visión de Cantabria, transportándola de las lejanías del ensueño al firme terreno de una realidad histórica y poética a la vez: histórica por lo sólidamente documentada, poética por la verdad eterna de los sentimientos.

Motivo de larga indecisión fué para Amós, no el escoger argumento para su novela, puesto que el sencillísimo que tiene (una discordia y rivalidad amorosa entre hermanos) se le ocurrió casi de improviso y es una situación de las más elementales, sino el fijar la época de la acción y el grupo de acontecimientos históricos que habían de combinarse con los incidentes de la fábula. Otros ensayos de novela histórica había hecho antes de éste; pero ninguno llegó a término, aunque de El Veredero , donde se proponía perpetuar algunos rasgos de la vida provincial en las postrimerías del siglo XVIII, llegó a escribir bastantes capítulos. Menos avanzó en Giles y Negretes , crónica de los bandos de Trasmiera en tiempo de Enrique IV, tema de su especial predilección, y sin duda el más novelesco y pavoroso que ofrecen los anales de la provincia. Por fin recayó su elección en el siglo XVII, lo cual ocasionalmente puede atribuirse a la lectura, atenta y meditada como todas las suyas, que por aquellos días hizo de los tomos entonces recientes del Memorial Histórico Español , que contienen las Memorias de don Diego Duque de Estrada, las cartas de los jesuítas y otros documentos relativos a la historia anecdótica del reinado de Felipe IV. Le interesaba el contraste entre el hervir bullidor de la vida militar, aventurera y cortesana, que en aquellos relatos se presenta, y la existencia quieta, oscura, todavía de Edad Media, pero de Edad Media pacificada y sumisa, que adivinaba su espíritu escudriñador en las crónicas monásticas, en los papeles de pleitos y linajes, en los cuadernos de hermandades, único archivo montañés de aquella centuria en que la Montaña no tuvo historia para los extraños.

Además, escribiendo de aquel período en que el arte español recogió su más alta corona como en desquite de las que dejaban caer sus monarcas, llevaba vencida de antemano la mayor dificultad de la novela histórica: la de dar al diálogo su propio y genuino sabor, sin esfuerzos de arcaísmo, sin taracea de vocablos viejos y nuevos, escollo inevitable en argumentos de la Edad Media, [p. 312] donde la representación, si es nimiamente fiel, puede tornarse en incomprensible para el vulgo, y si se moderniza demasiado, corre riesgo de hacerse trivial y desagradar a los entendidos. En el siglo XVII encontraba Amós su verdadera patria espiritual. Si de algo pecan sus personajes es de hablar demasiado bien, con una pureza de gusto más propia de los contemporáneos de Fr. Luis de Granada que de los de Gracián. Pero recuérdese que a provincias las modas solían llegar tarde, y es natural que en tierra tan fragosa como la que más de España y tan alejada del trato y comunicación forastera, no hubiesen penetrado mucho las quintas esencias del gusto palaciego y se hablase todavía llana y apaciblemente, aunque no de fijo con tanta sabiduría y discreción como la que muestran en sus pláticas los hidalgos y religiosos que Amós introduce en su libro. Él por su gusto participaba de ambos siglos, y era indulgente hasta con el abuso del ingenio; pero el sexcentismo , sólo por sus partes mejores y más sanas, pudo tener acción sobre él. Nunca su pluma resbaló en el culteranismo; pero como hombre de ingenio tan sutil fué alta y noblemente conceptuoso en prosa y en verso, declarando las agudezas de su pensar, no con palabras forasteras y peregrinas, sino con suave y graciosa elegancia que rodea amorosamente el concepto y en él se recrea hasta agotarle. Quevedo, tan gran mina en lo serio como en lo jocoso, aunque menos trabajada por los imitadores, le cautivaba por la valentía de las sentencias, y a veces le imitó en esto, pero no en su concisión áspera y ceñuda, que es de muy peligrosa imitación para quien no tenga su propio genio colérico, impaciente y adusto, que procede siempre como por saltos.

De las dos principales formas que la novela histórica tiene, ¿a cuál pertenece Ave Maris Stella ? Hay entre las obras de Walter Scott, algunas de las más brillantes y famosas, no de las más espontáneas ( Ivanhoe, Quentin Durward ...), en que la historia da, como dice muy bien nuestro Amós, «el esqueleto y trabazón del artificio literario, el color de los tiempos, el compás de la acción, la medida de los caracteres y aventuras». Tienen estas novelas el inconveniente de que la Historia se desborda en el campo de la poesía, con tan impetuoso raudal, que anula la acción del protagonista inventado y convierte sus personales aventuras en una especie de máquina teatral puesta al servicio del gran [p. 313] drama de las ambiciones y las catástrofes humanas. Sobre esta manera de narraciones histórico-anoveladas recaen principalmente las observaciones de Manzoni, que, después de haber compuesto su áureo libro de I Promessi Sposi , entró en escrúpulos literarios sobre el libro y sobre el género, y escribió su opúsculo De la novela histórica , en que expone largamente y con su ingenio y sagacidad acostumbrados, los inconvenientes de aquella forma poética y de las que con ella tienen alguna semejanza. En lo cual es de notar que Manzoni tildaba y corregía opiniones suyas anteriores, puesto que en su admirable Carta sobre las unidades dramáticas , había hecho la más profunda apología del drama histórico, tanto mejor, cuanto más fiel a la Historia; siendo doctrina de aquel sutil pensador y gran poeta que «las causas históricas de una acción son esencialmente las más dramáticas y las más interesantes, y que cuanto más conformes sean los hechos con la verdad material, tendrán en más alto grado la verdad poética que buscamos en la tragedia».

Si esta doctrina puede parecer extremada por lo mucho que restringe los derechos de la fantasía, todavía es más rígida la que luego sostuvo, condenando, como género contradictorio en sí mismo, toda mezcla de historia y ficción. La humanidad continúa recreándose con este género híbrido, y en la cúspide de él coloca precisamente un libro de Manzoni. Pero éste pertenece a la segunda categoría de novelas históricas, al grupo en que debemos colocar también las obras más amables y espontáneas de la primera manera de Walter Scott. En vano intentan hoy los críticos rebajar el mérito de este mago de la Historia, Homero de una nueva poesía heroica, acomodada al gusto de generaciones más prosaicas, y, en suma, uno de los grandes bienhechores de la humanidad, a quien dejó en la serie de sus libros una mina de honesto e inacabable deleite. La exactitud histórica completa es un sueño; y si por medio de procedimientos científicos no podemos llegar más que a una aproximación, ¿quién va a exigir más rigor en el arte? Walter Scott nunca tuvo la pretensión de que sus novelas sustituyesen a la Historia, y, sin embargo, grandes historiadores fueron los que, guiados por su método, comenzaron a resucitar la Edad Media con su genuino espíritu.

Para los grandes hechos históricos no hay como la historia; [p. 314] la fábula sirve sólo para oscurecer su grandeza. El único medio artístico de celebrarlos con dignidad es la efusión lírica. Pero ni la historia se compone tan sólo de peregrinos y encumbrados acaecimientos, ni sabe ni dice todo lo que puede decirse y saberse de ciertos períodos, hombres y razas, que por no haber influído eficazmente en el mundo, o porque de sus hechos no queda bastante memoria en papeles y libros, permanecen olvidados y silenciosos aguardando el son de la trompeta que los levante del sepulcro. Y entonces llega el arte, que entre sus excelencias tiene la de suplir con intuición potente las ignorancias de la ciencia, los olvidos y desdenes de la historia; y resucita hombres y épocas, nos hace penetrar hasta lo íntimo de la organización social, y nos da a conocer, no sólo la vida pública y ruidosa, sino la familiar y doméstica de nuestros progenitores. Que tal oficio está expuesto a quiebras en modo tal, que si esas generaciones despertasen, quizá no conocieran su propio retrato, puede ser cierto; pero cuando faltan modos de averiguarlo, importa poco, si el novelista lo es de veras, que haya sustituído la realidad histórica, mezquina y prosaica a veces, con otra realidad poética, dulce y halagadora, que, en medio de todo, es tan real como cualquiera otra de la vida. Pero ni aun ese cargo puede hacerse a los poetas eruditos que antes de escribir novelas se han internado en el laberinto de las pasadas edades con el hilo de la crítica, y han reconstruído, no simplemente adivinado, la historia, fundándola, antes que en vagas imaginaciones, en porfiada y diligente labor sobre antiguos documentos, sin desdeñar tradiciones y usanzas añejas, donde la historia vive vida tan persistente y tenaz como en los relatos de los cronistas. Tal hizo Walter Scott en aquellas novelas, para mí las mejores de su colección, en que describe costumbres escocesas que él y muchos de sus lectores habían alcanzado, odios de familia que aún duraban al tiempo de su infancia; tal realizó con suma conciencia Manzoni para restaurar aquella Lombardía semiespañola del siglo XVII, y tal fué, en su historia montañesa de la misma centuria, la empresa que acometió Juan García , discípulo de los más hábiles que en España han tenido ambos maestros.

Discípulo de Manzoni más que de Walter Scott, si se atiende al espíritu, no sólo moral, sino austeramente religioso, de positivo y práctico cristianismo, que se difunde por todas las venas de [p. 315] la obra; arte severo e inmaculado que no admite, ni a título de contraste, ninguna emoción desordenada. Discípulo por la sencillez de la acción que no sale de los términos de la vida ordinaria, ni ofrece complicación alguna de las que por excelencia se les llaman novelescas, ni busca tampoco los aspectos más brillantes de la historia al injertarse en su tronco. Discípulo también, pero no imitador ni copista servil, en los dos principales caracteres, don Diego Pérez de Ongayo y Fr. Rodrigo. ¿Quién al contemplar el verdadero desenlace de nuestra novela en la cristiana y resignada muerte de aquel desalmado solariego, Caín de sus hermanos, amansado ya y traído a penitencia por la solemne, a par que cariñosa voz de su hermano el fraile, no se acuerda involuntariamente del Innominato y de Fra Cristóforo ?

Otros caracteres entran más en el género de Walter Scott. Casto y gentilísimo, con delicados toques de pasión, es el tipo de doña Mencía; grave y austeramente señoril el de su madre doña Brianda; arrebatado y generoso el del Capitán que vuelve de Flandes; noble y fiel el del Rebezo; iracundo y pronto a la venganza el del catalán, como aquellos paisanos suyos cuyos hechos nos refirió en estilo de Tácito don Francisco Manuel de Melo. Ninguno de estos personajes es convencional; todos tienen rasgos de época finamente estudiados. Pero aunque entre ellos se teja principalmente la trama de la novela, todavía valen más otros personajes episódicos: el hidalgo e Binueva, tan sano y entero de alma como descompuesto, extraordinario y brusco en actos y modales; el ladino y cortesano abad de Santillana, que tan discretamente camina al logro de sus ambiciones; el taimado político de campanario Agustín Calderón; el licenciado de Ruiseñada, rico en argucias y pedanterías jurídicas; los dos hermanos Gómez de la Torre, deliciosamente cómicos en su galantería infantil y trasnochada, en la perpetua comunidad de sus pareceres y en la impertinencia de sus discursos. Y tras ellos todo el coro de montañeses, que bien muestran ser abuelos genuinos de los de Pereda y parientes próximos de los escoceses pintados por Walter Scott, sin que haya en esto imitación, sino absoluta y perfecta coincidencia: económicos, pacientes, cautelosos, astutos, obligados a serlo por la pobreza de la tierra y por el hábito de vivir en perpetua contienda forense.

[p. 316] El escenario histórico en que toda esta gente se mueve está admirablemente elegido. Quedaba en las Asturias de Santillana, y persistió por lo menos hasta el tiempo de Carlos III, un resto importante de las antiguas libertades comunales: las Juntas de los nueve valles, que se reunían en el Puente de San Miguel, lugar del valle de Reocín. «Desde allí (como dice Escalante) fué largos años gobernada y regida por sus procuradores, parte muy principal y considerable de aquella antigua tierra en Castilla llamada de Peñas-al-mar, tierra tan fatigada por el ánimo inquieto de sus naturales, los derechos encontrados, las jurisdicciones varias, las leyes muchas y confusas, mal obedecidas las nuevas y olvidadas las antiguas.»

Hallábase aquel humilde Capitolio montañés, del cual no quedan ni ruinas, en la margen izquierda del Saja. El archivo de las Juntas se guardaba y no sé si se guarda todavía en la vecina ermita románica de San Miguel. Atentamente le había explorado Amós de Escalante, para quien eran tan conocidos aquellos parajes como los rincones de su nativa casa. Cuanto en el libro se escribe de aquella rústica congregación de los procuradores de los valles es historia pura fundada en el texto de las Ordenanzas confirmadas en 1645 por Felipe IV, y en otros varios documentos que en los apéndices se mencionan. Histórico es el orden de presidencia y asiento; históricos los nombres de los justicias, procuradores y escribano que en la Junta figuran; histórico el mandamiento o convocatoria a los valles, y todos los demás papeles que en el mismo texto de la novela se ponen íntegros o en extracto, como Manzoni intercaló los bandos de los gobernadores de Milán. Este escrúpulo de nimia exactitud diplomática contribuye al prestigio de la ilusión poética, haciendo al lector verdaderamente contemporáneo de los sucesos que se narran. El cuadro de las Juntas es acaso el mejor de la novela, y la brava pendencia con que terminan recuerda, con desenlace menos sangriento, la lucha de los dos clanes rivales en The fair maid of Perth .

Reparos harto livianos han puesto a Ave Maris Stella los pocos críticos que se han fijado en ella. Dicen que la acción, aunque dulce y simpática, es pobre y algo desleída. No puede llamarse pobre una acción que tiene todo lo necesario para su integridad, y además en Ave Maris Stella , como en todas las buenas novelas [p. 317] históricas, el interés es doble: uno el personal de los protagonistas; otro el interés colectivo, el interés de la historia en que ellos van envueltos y que los arrastra en sus tortuosos giros. Atender al primero y no al segundo, que en la intención del autor es casi siempre el capital, equivale a desconocer la verdadera índole de este género narrativo, cuya mayor eficacia y virtud poética consiste precisamente en mostrar la acción del destino histórico sobre el destino individual; empresa de mucha más consecuencia que las manifestaciones del puro realismo. Entendida de este modo la novela histórica, viene a ser una transformación moderna de la epopeya. Así en la novela única e insuperable de Manzoni, una inocente pareja de sencillos contadini , Renzo y Lucía, pasea sus contrastados amores a través del hambre, del tumulto y de la peste, y viene a reflejarse en aquellas humildes existencias todo el movimiento de la sociedad lombarda del siglo XVII en todas sus clases y condiciones, desde los bravos asalariados y tiranuelos feudales, hasta el santo Arzobispo Federico Borromeo. Así, en El Señor de Bembibre , novela dignísima de ser citada en primera línea entre las nuestras, el gran drama de la caída de los Templarios y la visión imponente del Castillo de Cornatel, se sobreponen en mucho al interés que, sin duda, despiertan las cuitas amorosas de don Álvaro y doña Beatriz, tan delicadamente interpretadas por el alma ardiente y soñadora del poeta.

No es pobre la acción de Ave Maris Stella , si se atiende a los dos elementos que en ella fundó sin violencia Juan García ; pero es cierto que pudo desenlazarla por medios menos rápidos y bruscos que aquella riada del Saja, por otra parte admirablemente descrita, y que parece luchar con estos soberanos versos de Lucrecio (I, 286-290), que tan presentes tenía:

                   Nec validei possunt pontes venientis aquae
                  Vim subitam tolerare; ita magno turbidus imbri
                  Molibus incurrit, validis cum viribus, amnis;
                  Dat sonitu magno stragem; volvitque sub undis
                  Grandia saxa; ruit, qua quidquam fluctibus obstat.

Pero ya he dicho que para mí el verdadero desenlace no está en el accidente fortuito y material que arrastra a don Álvaro, sino en la conversión moral de su hermano don Diego.

[p. 318] Con ligereza se ha dicho también que el novelista se desentiende de las situaciones más culminantes para pintar un paisaje o una marina con verdadera delectación morosa. Precisamente nuestro Amós conocía muy bien este punto flaco del arte de Walter Scott, «el cual, con tanto amor y deleite se detiene a veces en detallar y pulir sus cuadros de la Naturaleza, en hacer correr sobre ellos, ya la luz, ya la sombra, que parece olvidarse de que le aguardan sus héroes para hablar o moverse, y con mayor impaciencia el lector, puesto en sus manos por la afición o el capricho». El capítulo titulado Puerto Calderón con que empieza la novela montañesa, es el único que adolece de este defecto, y hubiera ganado con ser más breve, aunque en ello se perdiesen algunos primores de forma; pero no puede decirse que en él se distraiga el autor de nada, puesto que todavía no ha comenzado su relato. Lo que sí puede y debe decirse es que tarda en entrar en materia, y que esta novela, al revés de otras muchas, va ganando interés conforme avanza.

No necesito encarecer de nuevo las dotes de paisajista que Escalante tuvo y que no podían menos de ser para él una tentación perpetua. Pero debo notar que, en este último libro, la Naturaleza visible está sentida y representada de un modo muy diverso que en sus relaciones de viajes y en sus impresiones de la playa. El paisaje de Ave Maris Stella está empapado de emoción moral, si vale la frase. Guarda misteriosa consonancia con los estados de alma de los personajes y con las escenas en que intervienen. Es, por decirlo así, un lenguaje simbólico en que la tierra madre habla a sus hijos. Fácil sería puntualizar esto, si los límites del presente estudio lo consintiesen. Tampoco responderé de nuevo a las acusaciones de afectada cultura en el lenguaje. Suponiendo, lo cual estoy muy lejos de conceder, que para los españoles sea arcaica la lengua que hablaron sus mayores prosistas y poetas, siempre estaría legitimado su empleo en un argumento del siglo XVII y en la pluma de un escritor que podía decir de sí mismo, como Tito Livio, que escribiendo de cosas antiguas sentía que su alma se hacía antigua también: Vetustas res scribenti nescio quo pacto antiquus fit animus .

Legítimo poeta en prosa don Amós de Escalante, hizo también muchos y excelentes versos, teniéndoles en tal predilección, que [p. 319] sólo en ellos estampó su nombre verdadero, reservando el pseudónimo para las obras en prosa. Con algunos de los más selectos formó en 1890 un precioso tomito, cuya edición privada, y de cortísimo número de ejemplares, apenas traspasó el círculo de su familia y amigos. Hoy se reimprime acrecentado con otros de mérito no inferior que se han encontrado entre sus papeles. Muchos más condenó a la oscuridad, y acaso a la destrucción, su acendrado gusto, que tratándose de cosas propias se pasaba de nimio y meticuloso. Basta con los coleccionados para que el tomo quede el más cabal que del poeta montañés tenemos, y uno de los más personales y simpáticos de la lírica española de nuestros días.

Muchas veces se ha repetido, siempre con airada protesta de la gente del Norte, aquella sentencia atribuída a don Alberto Lista: «Del Duero allá no nacen poetas.» Injusta era ya cuando dicen que se pronunció, puesto que sin remontarnos a la antigua poesía épica y a los Santillanas y Manriques del siglo XV, del lado acá del Duero había nacido Zorrilla, el mayor poeta narrativo y legendario de toda la literatura romántica. Pero si en vez del Duero se hubiese dicho del Ebro allá , no hubiese sido tan fácil impugnar la proposición. Asturias misma, fecunda en excelentes prosistas, apenas contaba, antes de la aparición de Campoamor, más títulos de relativa gloria poética que las comedias de Bances Candamo y las sátiras y epístolas de Jovellanos. La musa gallega, primogénita entre las peninsulares, [1] no había reverdecido aún sus laureles de la Edad Media. Y nuestra comarca, que había dado a la corte del Emperador Carlos V el más brillante e ingenioso de sus retóricos y moralistas, el de mayor celebridad e influencia en Europa, sólo puede citar en el siglo XVII un poeta más conocido y más digno de serlo como dramático que como lírico; dos o tres harto adocenados en el XVIII; cuatro o cinco muy dignos de estima en el XIX, ninguno tan selecto en la dicción, tan rico de savia propia y de intensa cultura como Escalante. Evaristo Silió, prematuramente malogrado, tuvo la inspiración melancólica y gris de nuestro paisaje otoñal, pero algo monótona y enfermiza. Fernando Velarde, mucho más conocido en América que en [p. 320] España, alma vehemente, apasionada y triste, ingenio grande e indisciplinado, versificador grandilocuente y estrepitoso, semejaba un pájaro tropical de vistoso y abigarrado plumaje. Casimiro Collado, espléndido poeta descriptivo en la oda a México , hondamente elegíaco en Liendo o el valle paterno , era un diestro cincelador de versos clásicos, que llegó a la perfección en dos o tres composiciones, sin desentonar en ninguna. [1]

Dos poetas idealistas y melancólicos nacidos en otra provincias del Norte de España tienen con nuestro Amós más estrecho parentesco que los de su tierra. Uno es el tierno y melodioso cantor de La Niebla , de La gota de rocío y de La violeta , Enrique Gil, a quien ya hemos recordado como novelista. Otro es Pastor Díaz, más sombrío y nebuloso, más acerbamente triste, más gráfico en la dicción, más vibrante y enérgico. En sus versos sonó por primera vez el arpa de nácar de la Sirena del Norte . y las huellas de su radiante aparición no se han borrado todavía:

                   No más oí de la gentil Sirena
                  El concierto divino,
                  Sino el tumbo del mar sobre la arena,
                  Y el bronco són del caracol marino.

Pero el numen que inspira a Escalante no es tan tétrico y gemebundo como el que dictó los versos a la Luna y La Mariposa negra ; el que había susurrado al oído del poeta gallego cuando apenas tenía diez y siete años:

                  De ébano y concha ese laúd te entrego
                  Que en las playas de Albión [2] hallé caído;
                  No empero de él recobrará su fuego
                  Tu espíritu abatido.
                  El rigor de la suerte
                  Cantarás sólo, inútiles ternuras,
                  La soledad, la noche y las dulzuras
                  De apetecida muerte.

[p. 321] También Escalante recibió de manos de la triste maga el laúd de ébano y concha, alto consolador de sus melancolías. Pero atento a la voz del paisaje, atento a la voz de la historia, nunca pudo contarle entre sus víctimas el subjetivismo romántico, ni cantó sólo estériles ternuras. Su alma se difundía sobre las cosas exteriores, y después de abarcarlas con serena contemplación, parecíale pequeña cosa su dolor comparado con el dolor universal. Y como la ley del dolor no estaba escrita para él en las tablas de diamante de la fatalidad, sino que sentía en ella el gemido que lanzan las criaturas violentamente apartadas del centro de su vida e inquietas y desasosegadas hasta que tornen a él, pronto la paz de Señor tocaba su alma, ahuyentando los fantasmas del desaliento y de la duda. Su pensamiento constante profundo, aun en las composiciones que parecen más frívolas, lanzaba destellos de purísima luz en sus versos religiosos, que son de los más bellos que hay en nuestra literatura moderna, poco fecunda en este género, que, por ser el más excelso de todos, no consiente vulgaridad ni medianía.

Si poeta ha de llamarse al que ha tenido un modo propio de sentir, un modo personal de interpretar la naturaleza y la vida, y ha encontrado para expresar este sentir y esta visión suya aquella forma íntima y solitaria, ajena cuanto cabe del razonamiento prosaico, a la cual llamamos forma lírica, no hay duda que Amós de Escalante es todavía más poeta en sus versos que en su prosa, porque su alma se pone en más directa comunicación con sus lectores, y además la rapidez y concentración del estilo poético le impide caer en el único defecto que puede notarse en su manera, algún exceso de amplificación, cierta tendencia a desleir las ideas y a pararse cariñosamente en cada una. Él mismo decía que el soneto le había «disciplinado», y los hizo primorosos de todos géneros. En verso propendió siempre a la sobriedad, y quizá por exceso de ella parece alguna vez oscuro y premioso. Era robusto artífice de endecasílabos: sus cláusulas rítmicas tienen gran sonoridad y empuje; pero todavía se [p. 322] aventaja a sí mismo en el primor y ligereza de los versos cortos. No diré que, a pesar de todo su estudio, llegase a vencer siempre las asperezas de la rima; descuidos técnicos podrá tener, que desde luego entregamos a la voracidad de los pedantes, si es que son capaces de discernirlos, porque esa crítica menuda suele dar palos de ciego.

Para las almas dignas de comprender el alma de su autor, estas poesías no necesitan encarecimiento; necesitaban, sí, un comentario, y he procurado ponérsele en todo lo que llevo escrito sobre la persona de Juan García , tal como la veo reflejada en sus libros; tal como la vi, siempre fiel a sí misma, en muchos años de constante y respetuosa comunicación. He procurado señalar las fuentes de su inspiración; descubrir sus procedimientos artísticos; leer en su alma, tarea grata para mi corazón, que durante largas horas ha creído escuchar su plática docta, insinuante y aguda. Ahora ya puede el lector, libre del fárrago de mi prosa, espaciar la vista por sus marinas , perderse con él por los caminos de la Montaña y aspirar el silvestre olor de las flores campesinas recogidas por él en búcaro gentil, digno de albergar, no sólo las que cultivaba en su plácido huertecillo el injustamente olvidado Selgas, sino las que dieron lecciones y documentos de moral sabiduría en las inmortales Silvas de Rioja.

No faltará quien tache o recuse por parcial y apasionada esta apología de un escritor tan poco sonado en los papeles críticos, tan peregrino en los oídos de la generación presente. Mi entusiasmo por él es grande, sin duda, pero razonado y reflexivo. Creo de todas veras que Amós de Escalante era un clásico en vida, y que por clásico han de estimarle los venideros, a no ser que acaben de perderse en España todas las buenas tradiciones de lengua y estilo. No soy de los que se entregan al fácil juego de ensalzar autores de segundo orden con el secreto designio de abatir a los de primero. No soy iconoclasta, ni trato de levantar altar contra altar. Lo que lleva el sello del asentimiento universal tiene para mí grandes y serios motivos de creencia. Tengo horror invencible a la paradoja y a la afectación de originalidad, que es las más veces impotencia disimulada. Afirmo, por consiguiente, que la generación que admiró a Tamayo y Ayala, a Pereda y Alarcón, a Campoamor y Núñez de Arce, al único e incomparable Valera, [p. 323] tuvo grandes razones para admirarlos, y que estas razones se irán viendo más claras conforme pase el tiempo. Pero creo que estos nombres no están solos, y que el campo de la literatura que para nosotros fué contemporánea y de la cual debemos informar a los venideros para que no padezcan engaño, es mucho más vasto que lo que pudieran hacer creer historias superficiales en que hombres como don José María Quadrado o don Amós de Escalante no ocupan más que una sola y menguada página o no están mencionados siguiera. No confío en que Escalante llegue a ser popular nunca: su amor grave y profundo a la belleza, su arte complicado y laborioso, le apretarán siempre del vulgo; pero no dudo que si la juventud se fija en sus obras, inéditas todavía para la mayor parte de los españoles, llegará a tener un grupo selecto de admiradores, y triunfará después de muerto, como triunfaron otros espiritus suaves y distinguidos: el solitario soñador Sénancour, el fino moralista Joubert [1] y los dos Guérin, nobile par fratrum . Y espero también que esta rehabilitación ha de comenzar entre los jóvenes de su tierra natal, que tiene una gran deuda de agradecimiento con este hijo suyo, que se lo sacrificó todo, hasta la esperanza de la gloria, siempre tardía y perezosa para quien se aleja del centro donde la multitud reparte sus favores.

Decía un amigo suyo que Amós tenía dos grandes devociones: el mar y los frailes de San Francisco. Una y otra le acompañaron hasta la tumba. Puede decirse que murió asido al cordón franciscano de que habla en un soneto. Desde las casas de Becedo, donde había nacido, levantadas por los de su linaje junto al arroyo donde cayó herido de un ballestazo Fernando de Escalante en la victoriosa resistencia que la villa de Santander opuso en 1466 a la gente de armas del segundo Marqués de Santillana, pudo oír, hasta la hora en que acompañaron su tránsito, las campanas del convento [p. 324] de San Francisco, edificado en el solar de aquel otro cuya fundación había descrito en una página digna de Ozanam. En aquella amplia y pobre iglesia, huérfana ya de sus antiguos moradores y amenazada de total ruina, que la Providencia quiso dilatar, sin duda, para que sus ojos entornados por la muerte la pudiesen contemplar hasta el fin, sonaron por él las preces funerales; y si el ánimo de los que las escuchábamos hubiese estado menos sobrecogido de religiosa emoción, y más libre para recrearse con memorias viejas, quizá hubiéramos visto cruzar la sombra de aquel terrible Juan Ruiz de Escalante, caudillo de los Giles, que sucumbió a manos de ingleses en la isla de Wight, y a quein trajeron los de su nao a enterrar en San Francisco, guardando sus barbas en un pañizuelo . De tal modo la historia doméstica de la familia de Amós estaba mezclada con la historia de la ciudad de que él fué ornamento y gloria.

En las noches tormentosas del mes en que salió de esta vida, los roncos alaridos del mar, encrespado y furioso como nunca, nos parecían formidables endechas con que plañía a su cantor excelso; pero en su alma purificada por el dolor, limpia por la contrición, en paz con Dios y con los hombres, debieron de sonar como clarines triunfales que festejaban su arribo a las playas de la eternidad. ¡Dichoso quien así había vivido! ¡Dichoso quien moría así!

                   ¡Dichoso tú que en la ganada cumbre,
                  Al derribar del hombro fatigado
                  La vida y su gloriosa pesadumbre,
                   Podrás decir: «A tu mandato llego:
                  Esto, Señor, me diste; esto he logrado:
                  Tuyos lucro y caudal, te los entrego!»

Notas

[p. 269]. [1] Nota del Colector.-Estudio Preliminar al libro: Poesías de don Amós de Escalonte. Edición Póstuma. Madrid, Imp. Tello, 1907.

[p. 270]. [1] Don Amós de Escalante y Prieto nació en Santander el 31 de marzo de 1831, y murió en la misma ciudad el 6 de enero de 1902.

Sus obras son:

- Del Manzanares al Darro. Relación de viaje por «Juan García» . Madrid, imprenta de C. González, 1863; 8.º, 321 págs. y dos hojas más sin foliar.

- Del Ebro al Tíber. Recuerdos por «Juan García» . Madrid, imp. de C. González, 1864; 8.º, 410 págs. y tres hojas sin foliar, con el índice y erratas.

- Costas y montañas. (Libro de un caminante), por «Juan García» . Madrid, imp. de M. Tello, 1871; 8.º, 719 págs., y dos hojas más sin foliar.

- En la playa (Acuarelas).-Marina.-Un cuento viejo.-Bromas y veras.-A flor de agua.-La Luciérnaga . Madrid, imp. de M. Tello, 1873; 8.º, 306 págs.

- Ave Maris Stella. Historia montañesa del siglo XVIII, por «Juan García» . Madrid. imp. de M. Tello, 1877, 8.º, 497 págs.

- Amós de Escalante. (Poesías). Santander, imp. y litogr. de El Atlántico , 1890 (así en la portada exterior; en la interior dice: Marinas.-Flores. En la Montaña ); 8.º, 214 págs. y dos hojas sin foliar de índice. (Edición privada).

Quedan muchos artículos suyos, dignos de ser coleccionados, en El Día, La Epoca, La Ilustración Española y Americana y otros periódicos de Madrid, y en casi todos los que en su tiempo se publicaron en Santander, especialmente en el Boletín de Comercio, El Atlántico, La Tertulia y su continuación la Revista Cántabro-Asturiana , etc.

[p. 271]. [1] Artículo de Enrique Menéndez y Pelayo, en el libro De Cantabria , Santander, 1890, págs. 15-17.

[p. 279]. [1] Conoció bastante la lengua alemana y sus poetas para traducir con elegancia versos de Koerner, de Rückert y de Uhland, que están en el tomo de sus Poesías . Pero otros estudios le distrajeron de éste, en que perseveró más su íntimo amigo Adolfo de Aguirre.

[p. 279]. [2] Los estudios de latinidad y humanidades, que fueron capitales en su desarrollo como en el de todo literato digno de este nombre, los había hecho en Santander, en el Instituto Cántabro, del cual fué uno de los primeros y más aventajados alumnos. Véase el cariñoso recuerdo que le dedica en Costas y Montañas , págs. 276-280.

[p. 279]. [3] Tal es la verdadera fecha de las cartas que forman el libro Del Ebro al Tíber, aunque no se coleccionaron hasta 1864.

[p. 280]. [1] Del Ebro al Tíber, pág. 141.

 

[p. 295]. [1] Bajo este nombre se comprendía, no todo el territorio de la actual provincia de Santander, como equivocadamente han creído algunos, sino sólo los nueve valles del Alfoz de Lloredo, Reocín, Piélagos, Camargo, Villaescusa, Penagos, Cayón, Cabezón y Cabuérniga.

[p. 297]. [1] Natural de Ruiseñada.

[p. 297]. [2] De Ucieda.

[p. 297]. [3] De Tanarrio.

[p. 297]. [4] De Colindres.

[p. 299]. [1] Artículo de don Amós de Escalante sobre antigüedades montañesas, en el Homenaje a M. y P. en el año vigésimo de su profesorado : Madrid, 1899, tomo 1, pág. 856.

[p. 299]. [2] Claro es que prescindo aquí de todos los trabajos posteriores al de Juan García , y aun de los anteriores sólo he citado los que cuadran a mi intento. Quien desee lograr noticia cabal de todos ellos, llame a las puertas del rico Archivo y Biblioteca montañesa que ha formado en Santander el diligente coleccionista don Eduardo de la Pedraja.

[p. 301]. [1] Acrecen el valor de Costas y Montañas , como libro de erudición histórica, varios documentos interesantes que se publican por apéndice: el Fuero de Santander , conforme al texto del libro I.º de Privilegios y Donaciones de nuestra Iglesia, más correcto y cabal que la copia impresa por Llorente; Una carta de los Reyes Católicos a la villa de Santander , sobre elecciones municipales; el original del famoso Voto de San Matías , hecho por la misma villa con motivo de la pestilencia de 1503; Una relación inédita de Francisco Carreño, sobre el recibimiento y fiestas que se hicieron en Santander a la Reina doña Ana, cuarta mujer de Felipe II, en 1570; las Cartas de desafío que mediaron entre el Almirante don Lope de Hoces y el Arzobispo de Burdeos en 1639, y una detallada relación, también inédita, de la expedición pirática de aquel Prelado francés contra las villas de Laredo y Santoña; finalmente, catálogos de los abades de Santander y Santillana, que en la segunda edición aparecerán muy corregidos.

[p. 302]. [1] Esta voz, inventada acaso por Quevedo, tiene en todos los autores del siglo XVII, no el sentido honorífico que ahora disparatadamente le aplican muchos, sino el sentido despectivo de «hombre fatuo y presumido de su alcurnia».

[p. 302]. [2] «Facilitó esta resolución y levantó esta cantera el presidente Acevedo, a quien yo era desapacible, porque, siendo yo montañés, nunca le fuí a regalar la ambición que tenía de mostrarse, por su calidad, superior a los que en aquellos solares no reconocemos a nadie.» ( Grandes Anales de quince días , en las Obras de Quevedo , edición Rivadeneyra, tomo I, pág. 202).

Quevedo, aunque nacido en Madrid, gustó siempre de apellidarse montañés, y alguna vez añadió este calificativo a su firma; por ejemplo, en el autógrafo de su traducción de Anacreonte.

[p. 302]. [3] Véase la letra al abad de San Pedro de Cardeña , que es la 34 de la primera serie de las Epístolas familiares de Guevara.

[p. 305]. [1] Artaserse , att. III, sce. I.

[p. 305]. [2]        And I have loved thee, Ocean! and my joy
                                    Of youthful sports was on thy breast to be
                                    Borne, like thy bubbles, on ward: from a boy
                                    I wantoned with thy breakers-they to me
                                    Were a delight; and if the freshening sea
                                    Made them a terror - twas a pleasing fear,
                                    For I was as it were a Child of thee,
                                    And trusted to thy billows far and near,
                                     And laid my hand upon thy mane - as I’do here

[p. 309]. [1] Artículo publicado en La Epoca sobre mi biografía de Trueba y Cosío en 1876.

[p. 319]. [1] Entiéndase de la poesía lírica, no de la épica, que es castellana desde sus orígenes, y el mayor timbre poético de Castilla juntamente con el teatro.

[p. 320]. [1] Hablo sólo de los que han cultivado la poesía lírica exclusivamente o con preferencia, no de los que, sin ser poetas de profesión, escribieron a veces elegantes y sentidos versos, como el docto catedrático Laverde Ruiz y otros.

[p. 320]. [2] Es notable, en efecto, el parentesco moral de estos poetas del Septentrión de España con algunos ingleses. Quizá Pastor Diaz, cuando escribió estos versos, no había pasado del falso Ossian. Cuando aparecieron las primeras composiciones de Enrique Gil, algún crítico notó analogías, que no encuentro fundadas, con las Irish Melodies , de Tomás Moore. En Amós la influencia inglesa fué constante, y se ejercitó, no sólo por medio de Byron, sino también de los poetas lakistas .

[p. 323]. [1] A Amós de Escalante puede aplicarse punto por punto lo que el excelente crítico inglés Matthew Arnold dice de Joubert:

«Vivió en los días de los filisteos, cuando toda idea corriente en literatura tenía el sello de Dagón, y no el sello de los hijos de la luz... Pero hubo unos pocos que, aleccionados por alguna tradición secreta, o iluminados quizá por divina inspiración, se libraron de las supersticiones reinantes, y no doblaron la rodilla ante los ídolos de Canaán, y uno de estos pocos se llamaba Joubert.»