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Obras completas de Menéndez... > ESTUDIOS Y DISCURSOS DE... > VI: ESCRITORES MONTAÑESES > DON FERNANDO VELARDE

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Texto

Vive en las Repúblicas Americanas un poeta español, casi desconocido en el antiguo continente y sobre todo en la provincia que le diera cuna. Fantasía poderosa, un tanto irregular y desordenada, talento descriptivo de primera fuerza, sensibilidad más enérgica que delicada y profunda exuberancia de lozanía en la expresión, estilo propio, levantado y grandilocuente, aunque a veces peca de enfático, ampuloso y declamatorio; y no libre de amaneramientos. Tales son las principales cualidades del vate montañés, cuyo retrato literario intentamos colocar en esta galería. La lectura de sus composiciones nos ha interesado en extremo y sentimos verdadero placer en dedicarle estas líneas, ya que hasta hoy la crítica española, con una excepción no más (que sepamos) ha desconocido su nombre y sus merecimientos.

Don Fernando Velarde nació en el lugar de Hinojedo, provincia de Santander, el 12 de diciembre de 1823. [2] En 1845 se trasladó a Cuba con el cargo de Secretario de la tenencia de gobierno de la villa de Santa Clara. Sus primeros versos vieron la luz pública en los periódicos de la Habana. En 1847 pasó a Lima, donde [p. 186] estableció un periódico con título de El Talismán , y un colegio modelo de primera y segunda enseñanza. Posteriormente ha residido en las repúblicas de Guatemala y San Salvador, al frente de establecimientos de educación, mereciendo general aprecio entre nuestros compatriotas del Nuevo Mundo por la excelencia de sus métodos pedagógicos y la extensión y variedad de sus conocimientos.

Sabio institutor y literato fecundo, ha dado a la estampa diversos tratados didácticos, que cuentan ya numerosas ediciones. Tenemos noticia de los siguientes:

Gramática de la lengua castellana, Métrica y Nociones de la filosofía del Lenguaje. Comprende, además dos tratados, uno de Moral y otro de Urbanidad . Sexta edición. Nueva York, 1861. El autor ha dado a la parte etimológica más extensión e importancia que la acostumbrada en los compendios. Por esta y otras novedades es muy digno de aprecio su libro.

Compendio de Geografía Universal y Nociones de Cronología . Tercera edición. Nueva York.

Nuevo Curso de Retórica . Tercera edición, amplificada.

Compendio de Aritmética . Tercera edición.

Todos los libros han sido adoptados como textos únicos por el Gobierno del Perú y otras Repúblicas Hispano-Americanas.

Ha dado además a la estampa el señor Velarde un opúsculo titulado: El Poeta y la Humanidad . Madrid. Imprenta de Y. Limia y S. Urosa, 1868, 15 págs. 4.º Escrito en prosa un tanto declamatoria. Y ha publicado asimismo numerosos artículos de diversas materias en revistas y periódicos americanos y franceses.

Pero la obra maestra de Velarde, la destinada (según entendemos) a vivir honrosamente en nuestra literatura, es su colección de poesías, que vamos a analizar, y cuya nota bibliográfica estampamos al pie [1] Las composiciones incluídas en el voluminoso tomo intitulado Cánticos del Nuevo Mundo , han obtenido en América una acogida entusiasta y a nuestro entender, con justicia. Velarde es un verdadero poeta lírico, siente con fuerza, piensa con [p. 187] elevación y escribe en estilo propio, brioso y desembarazado, aunque no muy correcto. Tiene una alta idea de su arte y lo cultiva con amor y entusiasmo. No escribe sino bajo la inspiración de sentimiento generoso y grandes ideas; jamás se detiene en los triviales asuntos, favoritos de la musa americana. No se tropieza en sus versos con el sinsonte , ni con la guajirita del Yumurí . Para Velarde, el poeta debe sentir la atracción de lo infinito ; la poesía es, en concepto del vate montañés, necesaria a los pueblos, como a los mares la sal, como a los orbes celestes la armonía, como a la vida el movimiento... «Espíritu de existencia universal, alma de la creación, partícipe de la infinitud divina, la poesía visible e invisible, real o ideal, concreta o abstracta, está en todas partes, no tiene límites, no puede definirse. Ola de fuego, ráfaga sonora y palpitante que viene de la eternidad, se manifiesta bajo formas infinitas, siempre varia y siempre una en todas las edades, se desarrolla en todos los climas, resplandece en todas las alturas y reverbera en todos los abismos.» Esta alta concepción de la poesía, al modo hegeliano, como idea persistente y dominadora del mundo, encarnándose y reproduciéndose en todas formas, sirviendo de lazo entre el mundo interno y el externo y de armonía sobre todas las discordancias y antinomias, reaparece a cada paso, en ocasiones con sabor harto panteístico, en los escritos de nuestro paisano. El poeta que sabe comprender e interpretar la armonía cósmica y transformarla y confundirla con los ensueños de su mente es para Velarde

                         Pontífice augusto de estirpe inmortal
                         Que lleva en sus hombros, fortísimo Atlante,
                         La gran pesadumbre del mundo moral.
                          Antítesis viva, grandiosa existencia,
                         Es ángel y es genio, y es hombre también,
                         Sus ojos penetran el arte y la ciencia
                         Y alcanzan los polos del mal y del bien.

Penetrado el autor de los Cánticos del Nuevo Mundo , tal vez con exceso, de la grandeza de su misión , mira siempre desde muy alto las cosas humanas y afecta despreciar soberanamente la sociedad, a la cual no duda en lanzar piropos semejantes a estos, no en verdad del mejor gusto:

                          [p. 188] ¿Qué puede el genio, sociedad de cobre,
                         De tus aplausos sin pudor sacar,
                         Si eres amarga, como el mar salobre,
                         Si eres movible, como el turbio mar.
                         . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
                         . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
                          Reina del mundo, y del demonio sierva,
                         Y esclava humilde del bestial placer,
                         Muy pronto debes, sociedad proterva,
                         En sepulcral putrefacción caer.
                          . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
                         . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
                          Yo confundido en la bestial caterva,
                         Yo que me abraso en generoso ardor,
                         Yo que indomable, en mi desgracia acerba,
                         Jamás mi frente doblegué al dolor.

Aunque formamos partes de la bestial caterva , y nos alcanzan por ende las maldiciones del valiente poeta, tratemos de examinar los elementos constitutivos de su índole literaria y ante todo los sentimientos que la han inspirado. Repetimos que Velarde es un lírico de veras , canta lo que siente, y siente con brío. Han dado inspiraciones a sus cantos el amor a la patria, el amor a la naturaleza externa, el amor a la mujer, ciertos anhelos místicos y algunas reminiscencias de sistemas filosóficos.

El amor a la nativa tierra es común a todos los hijos de Adán, pero aparece mucho más vivo y enérgico que en los habitantes de las tierras llanas, en los de las comarcas montañosas. No son muy fáciles de explicar las causas de este fenómeno, pero el hecho es indudable; las razas montañesas conservan un apego al solar de sus padres rara vez observado de igual suerte en los moradores de la llanura y, sobre todo, en los hijos de populosas capitales. De ellas procede el mayor número de cosmopolitas; aún en los que no llegan a este lamentable extremo, el amor patrio es casi siempre genérico y vago, no se enlaza con recuerdos, tradiciones, memorias ni ensueños de la infancia; más que sentimiento, es casi una idea abstracta que pocas veces llega a formularse en términos claros y precisos. Por lo que a nuestra España toca, nadie negará que la expresión más vida y apasionada de este efecto sublime no se halla en los poetas meridionales, ni en los del centro, sino en los [p. 189] del Norte y en los de la escuela catalana . Velarde, poeta septentrional , aunque modificado por influencias americanas, obedece al mismo natural impulso y se acuerda de su patria y la canta, sino en tan admirables himnos como los dedicados a la gloria laletana por Aribau y Rubió y Ors, ni en páginas tan elocuentes como las escritas acerca de nuestra Montaña por Juan García , a lo menos con efusión de sentimiento y grandeza de palabras en diversas composiciones.

Al salir por vez primera del puerto de Santander, improvisó Velarde la Despedida , segunda en orden de las poesías insertas en el tomo que tengo a la vista, aunque en el mérito no de las primeras.

                          Carísimas montañas, recónditas mansiones,
                         Asilos ignorados de paz y de salud,
                         Guardadme cariñosas mis tiernas afecciones [1]
                         En tanto que, iracundo, me lanza a otras regiones
                         El genio que preside mi triste juventud.

                          ¡Oh patria! si supiera que nunca volvería
                         Debajo de tus robles por fin a descansar,
                         En medio de esas ondas audaz me lanzaría,
                         Y al menos ¡ay! mis huesos llegaran algún día
                         En tus riberas, triste, por siempre a reposar.

                          Fantasma de los sueños de mi confusa infancia,
                         Visión incomprensible de mi fugaz niñez
                         ¡Oh! nunca, nunca dudes de mi eternal constancia:
                         Te llevo a todas partes cual mística fragancia,
                         ¡Oh estrella de mi vida, jamás te olvidaré!

Persigue en efecto al poeta este recuerdo en su peregrinación por el mundo americano, inspírale cantos levantados y tristes lamentaciones, y manifiéstase sobre todo en unas rotundas y briosas octavas escritas y publicadas en Lima el año 1851, con ocasión de ultrajes inferidos en El Callo a la bandera española. Transcribiré las que mejor me parecen:

                          ¡Salve! glorioso pabellón de España,
                         ¡Salve mis veces pabellón divino!
                         ¡Con cuánto afán en la ribera extraña
                         Te saluda el cansado peregrino!
                          [p. 190] Llanto dichoso mi semblante baña
                         Porque te encuentro en mi fatal camino,
                         Y de rodillas ante ti me postro,
                         Y a ti levanto el corazón y el rostro.

                          ¡Con cuánta pena a recordarme vienes
                         Mi infancia hermosa, mi niñez florida,
                         Músicas vagas, dolorosos bienes,
                         Misterios y tristezas de la vida!

                          Flota en silencio, pabellón divino,
                         Sobre esta imbécil vanidad presente,
                         Hasta que vuelva tu feliz destino
                         A circundarte de esplendor ardiente.
                         Sigue entretanto tu inmortal camino
                         Con fe invencible y ambición valiente.
                         Que ya las cumbres orientales dora
                         De un nuevo sol la suspirada aurora.

                          De sempiterna admiración trasunto
                         Y ejemplo heroico de viril constancia
                         Un portentoso y singular conjunto
                         Al mundo diste en tu azarosa infancia
                         El grande Aníbal te admiró en Sagunto,
                         Roma la eterna, se asombró en Numancia,
                         Y tembló en el soberbio Capitolio
                         Del pueblo rey el gigantesco solio.

                          ¡Oh, sí! tus hijos esforzados fueron
                         Los que ocho siglos sin cesar lucharon,
                         Los que al triunfante Solimán vencieron,
                         Los que en Italia y África triunfaron,
                         Los que de muerte al Islamismo hirieron
                         Y su potencia colosal postraron,
                         Cuando el alfanje ensangrentado alzaba
                         Y de terror la cristiandad temblaba.

                          Tú representas, pabellón hermoso,
                         De tantos triunfos la esplendente gloria,
                         Tuya es la pompa del laurel frondoso,
                         Tuyo el esfuerzo y tuya la victoria.
                         Eternamente vivirás glorioso,
                         Y eternamente vivirá tu historia,
                         Pues presidiste con audacia hispana
                         La más grandiosa evolución humana.

No ha de negarse que estas octavas, a pesar de su escasa novedad en los pensamientos, y algún descuido en la estructura [p. 191] rítmica, son de las más acendradas y robustas de nuestra poesía contemporánea.

La admiración a la naturaleza externa es en Velarde la fuente más copiosa de inspiración poética. Como lírico-descriptivo tiene pocos rivales en nuestro Parnaso moderno. Como lírico-descriptivo decimos, porque el vate montañés no cultiva ese género falso y artificial tan de moda en el siglo pasado, género de Thompson, de Gessner y de St. Lambert, que muy rara vez compensan con rasgos verdaderamente poéticos la monotonía prosaica y enfadosa de sus eternas descripciones. Describir por describir no se concibe en poesía; tal descripción será siempre fría o inanimada; expresar en breves y aladas estrofas la impresión que del espectáculo de la naturaleza recibe, es el único deber del poeta. Sin un gran elemento lírico , o séase subjetivo , la poesía descriptiva desfallece, muere y no interesa. Merced a la emoción individual , hase rejuvenecido en este siglo lo que parecía enterrado bajo el fárrago de los poemas consagrados a las estaciones, a la luna, al sol y a otros temas eternos. Los viajes han contribuído en gran manera a esta renovación; la naturaleza ha hablado más poderosa y enérgicamente, a medida que más se la ha explorado, y el conocimiento cada día menos incompleto de la tierra, y el creciente progreso de los estudios geográficos y de ciencias físicas, que parece debieron sofocar el puro y sencillo sentimiento de la naturaleza, hanle sido en definitiva, favorables, ofreciendo al poeta nuevos temas u ocasiones de remozar los ya gastados. Indudable parece que la naturaleza americana ha de solicitar como ninguna el entusiasmo lírico-descriptivo y sin duda por eso, la descripción domina en sus mejores poetas, que no son tan felices, ni con mucho, en asuntos históricos ni en el análisis de psicológicos dolores.

Velarde ha sentido como pocos la acción cariñosa, a par que enérgica, de la naturaleza sobre el estro poético; el libro de sus poesías es al propio tiempo el itinerario de sus viajes, como es la historia de sus amores, de sus esperanzas y de sus desfallecimientos; está su vida entera en ese libro. En pos de la Despedida ya citada, hallamos un excelente soneto: El nacimiento del sol en el Océano , escrito a bordo del vapor Atlántico , y un levantado y robustísimo canto Al pico de Teide (islas Canarias) compuesto al [p. 192] avistar aquel coloso: Velarde escribe siempre bajo la inspiración poderosa del momento:

                          ¿Quién es aquel coloso, de cónica estructura,
                         Que arranca de las ondas del Sur al Septentrión?
                         ¿Quién es aquel coloso, que cierra el horizonte,
                         Que choca con la curva del alto firmamento,
                         Que espléndido traspasa la esférica extensión?

                               ¿Quién es aquel gigante,
                               Que en medio de los mares,
                               Encierra en sus entrañas
                               Las furias de un volcán
                               Que lanza por cien bocas
                               Rugidos tremebundos ,
                               Que férvido respira
                               Columnas de humo y fuego,
                                Rival del Océano,
                               Rival del Huracán?

Toda la composición está escrita en el mismo tono, cual puede juzgarse por la muestra siguiente:

                                Mas ved ese gigante
                               Que nunca se envejece,
                               Audaz antagonista
                               Del tiempo asolador.
                               Miradle entre las nubes,
                               Eternamente inmóvil,
                               En vano mil centurias
                               Se estrellan en su frente,
                                Con ímpetu iracundo,
                               Con hórrido fragor.

                         ¡Se acerca velozmente! Mirad su inmensa mole,
                         Que expléndida traspasa la cóncava región!
                         ¡Se acerca velozmente! Las ondas turbulentas
                         Se rompen a sus plantas y saltan y flanquean
                         En estruendosos tumbos y ruda confusión.
                         ¡Salud! salud mil veces, gigante del abismo,
                         ¡Magnífico fragmento del Atlas colosal!

                          De opuestos hemisferios los límites señalas
                         Y ves el gran desierto de Sahara abrasador,
                         En tanto que en tus flancos se estrellan las corrientes,
                         Que vienen de los polos y van al Ecuador.

[p. 193] No he de dejar esta composición sin citar dos octavas que hacia el fin de ella se leen, y son de lo más valiente, conciso y acabado que conozco en su género:

                          Aunque irritado el Hacedor divino
                         Te arrojó del Empíreo refulgente,
                         Aún cantas tu magnífico destino
                         Con la garganta del volcán tremente;
                         Y al estruendo del ronco torbellino,
                         Que en vano insulta tu indomada frente,
                         Pues los colosos que forjó el Eterno
                         Serán colosos en el mismo infierno,

                          Tu vasta mole al marinero asombra
                         Que te contempla, de terror perplejo,
                         Te presta el mar reverberante alfombra
                         y transparente y cristalino espejo,
                         La noche inmenso pabellón y sombra,
                         El sol hermoso y temblador reflejo,
                         Y tu volcán terrifica armonía,
                         Que allá retumba en la región vacía.

La fantasía descriptiva predomina en el poeta, y por eso no pierde él ocasión de ejercitarla. A la vista de las costas de Cuba entona un himno tan brillante como patriótico, y a par que saluda a la hermosa Antilla en estas y semejantes frases:

                          Con su estruendo te arrullan los mares,
                         Y la faz del Señor te ilumina,
                         Y a tu pompa grandiosa y divina
                         Cual de Oriente las fábulas son,
                         . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

ensánchase su ánimo al recordar que aún es española aquella isla, y que aún duran en la mayor parte del Nuevo Mundo los testimonios, de la grandeza y nunca igualado aliento civilizador de nuestra raza:

                          Cien naciones al par eternizan,
                         Noble España, tu nombre y tu gloria,
                         Tus costumbres, tus leyes, tu historia,
                         Cien naciones conversan al par,
                         Porque tú prendiste en los siglos
                         El período más grande y fecundo
                         Cuando alzaste en tus brazos un mundo
                         Del abismo insondable del mar.

[p. 194] En la isla de Pinos se titula el fragmento siguiente, uno de los más estimables de la colección que voy rápidamente recorriendo. En él aparecen diestramente enlazados el sentimiento de la naturaleza y el recuerdo de la patria, y tanto por el influjo del segundo como por lo más apacible del cuadro descrito, la composición ofrece melancólicas, tersas y dulces estrofas en vez de esa profusión de onomatopeyas, y esa armonía imitativa sobrado realista, a que nuestro poeta rinde tal vez extremado culto:

                          Ya no me inspiran las llanuras bellas,
                         Engalanadas de verde eterno,
                         Do nunca heladas estampó sus huellas
                         Ceñido de tinieblas el invierno.
                          Ni la fragancia deleitosa y pura
                         De estos vergeles de esmeralda y oro,
                         Donde la brisa, lánguida murmura,
                         Donde vuela el pintado tocoloro.
                         . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
                          Hija feliz del seno mejicano,
                          Tus ondas mansas te acarician ledas,
                         La hermosa luz del sol americano
                         Te envuelve en gasas y flotantes sedas.
                          Nunca tu pompa espléndida se pierde,
                         Virgen conservas tu caudal primero, etc...

Las reminiscencias de Cantabria, la pintura del caer de la tarde en nuestras costas,

                          Las vibraciones lejanas
                         De las fúnebres campanas
                         Del convento de Corbán,

y la valiente terminación de esta pieza, bastaría para conceder a Velarde el nombre de poeta, si su libro no nos ofreciese en cada página pruebas más que abundantes de las raras dotes de imaginación y sentimiento que le adornan.

Mas no ha de negarse que tiene una afición decidida a los sones más estridentes, a las notas más agudas y a los colores más chillones: las tempestades y los volcanes son sus asuntos favoritos; para describirlos jamás le faltan palabras, y el largo y pausado alejandrino , metro que emplea con predilección, se convierte en sus manos en una especie de huracán, de ventisquero o de tromba marina con la mayor facilidad del mundo:

                          [p. 195] ¡Rodad sobre mi frente, tormentas pavorosas,
                         Contrarios elementos, frenéticos chocad!
                         Mi espíritu se inflama rodando en las balumbas
                         Que cruzan turbulentas la oscura inmensidad.

                          ¡Catástrofes inmensas, horribles desconciertos!
                         Mi ser se transfigura, revienta el corazón,
                         Al trueno repentino que rueda en los desiertos,
                         Al soplo que trastorna la hermosa creación.

                          El vértigo infinito rozó con mis cabellos,
                         Mis ojos en los cielos inmóviles están,
                         También en mis entrañas retumba el torbellino,
                         También en mi cabeza rebrama el huracán.

Así exclama en El Poeta y la Tempestad .

No quiera Dios que neguemos cierto mérito a esta poesía sonora, explosiva y retumbante, que a algunos se les antojará el summum de la perfección. Pero séanos lícito advertir que tal armonía onomatopéyica, de suyo materialista, y no muy difícil de producir para diestros versificadores y poetas de expresión robusta y briosa, por lo cual abunda en las composiciones americanas, tiende en último caso a convertir la poesía en un mecanismo de sonidos que remedan todas las voces y estruendos de la naturaleza animada e inanimada, mecanismo que es uno de los caracteres distintivos de las literaturas en decadencia. Cierto es que aún en los más eminentes ingenios de las épocas clásicas asoma ya el abuso de la onomatopeya, pero de seguro que en todos ellos juntos no hay tantas como en los versos solos de nuestro poeta. Y fuera de esto la armonía íntima de la frase, con el sentimiento que la inspira, es siempre muy preferible a esa profusión de erres , que al cabo sólo imperfectamente imita lo que se propone reproducir. En verdad, yo no he gustado nunca gran cosa del

Nimborumque facis tempestatumque potentem

ni del

Quadrupedante putrem sonitu quatit ungule campum

ni menos del

Extulit, et rauco strepuerunt cornua cantu

o del

Panditur interea domus omnipotentis Olympi , tan encomiados por los preceptistas, ni me ha sacado jamás de juicio.

[p. 196] il rauco suon della tartarea tromba, o el pelas concavidades rutumbando ,

tan saqueados por los épicos de escuela. Ese arte puramente externo no me seduce, porque no veo mérito grande en formar una combinación de sílabas que se parezca algo al son de una trompeta, al ruido que hace una puerta al abrirse, o al relincho de un corcel de batalla. La palabra humana pierde mucho de su valor cuando desciende a remedar materialmente ruidos y voces de especie harto inferior a la suya. Por la misma razón que se imita el rugido del león y el relinchar del caballo, pudiera reproducirse el rebuzno del borrico, y quién sabe a dónde iríamos a parar por esta escala descendente. Cuanto más valen que todas las ponderadas onomatopeyas estos versos dulcísimos de Tibulo, ricos en otra especie de armonía que no halaga al oído sino al alma:

                          Abstineas, mors atra precor: non hic mihi mater
                         Quae legat in moestos ossa perusta sinus,
                         Non soror Assyrios cineri quae dedat odores
                         Et fleat effusis ante sepulchra comis!

y quien osará comparar el

                         Luctantes ventos tempestatesque sonoras

con el

                         Ter sese attollens, cubitoque adnisa levavit,
                         Ter revoluta toro est, oculisque errantibus alto
                         Quaesivit coelo lucem, ingemuitque repertam.

Tras esta disgresión no inútil para fijar ciertas ideas de alguna importancia, justo parece proseguir el examen de las composiciones descriptivas de Velarde: De noche, en las playas de Chile es una de las más estimables, de la cual citaré, pocos versos, porque uno de los mejores trozos, la evocación de la sombra de Ercilla, fué transcrito ya y ensalzado como merece por un crítico que, antes de mí, se ocupó en el examen de los Cánticos del Nuevo Mundo :

                                ¡Ved la luna detrás de los Andes!
                         En su augusta ascensión cataratas
                         Y torrentes y mares argenta
                         Y la etérea región transparenta,
                          [p. 197] Y reviste las sombras de luz,
                         Y deshace en los montes la bruma,
                         Y las nubes errantes traspasa,
                         Las transforma en purísima gasa,
                         Las disuelve en fantástico tul.
                         Y la noche despierta y sonríe.
                          Y se viste de mágicas galas,
                         Y las brisas despliegan sus alas,
                         Y murmura en las playas el mar.
                         Y los ruidos errantes, los ecos,
                         Que en los báratros hondos se esconden,
                         En lejanos retumbos responden
                         De Aconcagua al fragor colosal.

Tampoco me detendré ahora en el hermoso canto compuesto En los Andes del Ecuador , por estar reproducidas la mayor parte de sus bellezas en la obra maestra de Velarde, en lo que él llama Fragmento y dedica A la cordillera de los Andes . Aquellos 284 alejandrinos, sin duda de los más valientes, robustos y levantados que existen en castellano, son una lucha perpetua con la pintura y con la música, una sucesión de colores, de armonías, de discordancias, deslumbradora y estupenda, un ejercicio gimnástico de la palabra y del ritmo, arrojado y habilísimo sobre toda ponderación, un torrente, una catarata, un huracán poético... que sé yo; una poesía como la que pudieran entonar el Chimborazo, el Cotopaxi o el Antisana, si tuviesen voz y hablaran en verso castellano. Ante un esfuerzo semejante de fantasía descriptiva, la crítica tiene que rendirse y limitarse a reproducir algunos pasajes de producción en su género tan extremada y terrorífica:

Dirígese el poeta a la Cordillera, y anuncia que viene:

                          Al oír de tus entrañas el ruido subitáneo,
                         La convulsión horrenda y el tremebundo hervir,
                         Y el súbito estampido, y el trueno subterráneo
                         Que agita de cien montes el áspero perfil.

A tal preludio corresponden estrofas como estas, que casi al azar escojo:

                          ¡Qué grande, qué severa, qué augusta te levantas
                         Qué hermosas perspectivas ostentas por doquier,
                         Horribles tempestades se agitan a tus plantas
                         En tanto que tus cumbres reverberar se ven!
                          [p. 198] ¡Qué rocas, qué vertientes, qué arranques tan profundos
                         Qué trazos tan grandioso, qué inmensa profusión,
                         Parecen desgarrados fragmentos de otros mundos
                         Que aquí lanzado hubiera la cólera de Dios!
                         Del sol americano la luz resplandeciente,
                         Los montes y los ríos, las lluvias y la mar,
                          Derraman en tus valles la vida eternamente,
                         Soberbia potentísima, fantástica, ideal.

                         Y son allí las brisas suavísimos diluvios
                         Que embriagan los sentidos en piélagos de amor;
                         De esencias infinitas dulcísimos efluvios
                         Exhalan tus montañas eternamente en flor,
                         ¡Qué selvas tan robustas, tan densas y sombrías!
                         Los seres a millones se ven brotar allí...
                         Qué sombras, qué colores, qué estruendos, qué armonías;
                         Se siente allí la vida del universo hervir.

¡Qué verso más admirable es el último! La fuerza descriptiva del poeta no mengua ni se agota en el curso de tan larga composición, antes adquiere a cada paso nuevos bríos y cada estrofa supera a la anterior en energía y arranque:

                   Y en lienzos colosales de refulgente plata
                  Bordados de cien iris que espléndidos se ven,
                  Desciende a los abismos la hirviente catarata,
                  Soberbia en su caída, y hermosa, cual Luzbel.
                   Y el ronco, sempiterno, terrífico rimbombo
                  Del alto Tequendama y el túrbido Agoyán
                  Parece que conmueve del firmamento el dombo
                  Y paga el doble estruendo del trueno y del volcán.
                  . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
                   De tus vertientes baja bramando el Amazonas
                  Y anima soledades magníficas, sin fin,
                  Y en la región más virgen de las terrestres zonas
                  Esperas los titanes del hondo porvenir,
                  Naciones opulentas sostienes en tus hombros,
                   Y lagos que se agitan terribles como el mar,
                  Y nuecas [1] colosales y fúnebres escombros
                  De razas que se hundieron allá en la eternidad,
                  Y ocultas en tus selvas cien tributos aborígenes,
                  Que viven indomables y nómadas aún,
                  Y arrojas al Atlántico de tus montañas vírgenes
                  Los tres mediterráneos de América del Sur.

[p. 199] ¡Quién ha de reparar el desliz métrico de la última estrofa, en que el autor inadvertidamente consonó aborígenes y vírgenes , ni la repetición excusada de copulativas, que a veces huele a ripio, en versos de esta especie! Lunares son que no destruyen ni empañan la singular excelencia del conjunto. ¿Qué valen ni significan tales descuidos al lado de estrofas como esta, cuyo último verso se impone a la admiración, no se analiza?

                   Jamás he contemplado tan grandes horizontes,
                  Jamás el firmamento tan rutilante vi,
                  ¡Qué augusto es el silencio de tus eternos montes,
                  El alma siente el alma de lo infinito aquí!

Hállase al fin de esta pieza un trozo de poesía tassaresca de sobra enfático y retumbante, pero no falto de grandeza. Imagina el cantor de los Andes ver vagar por aquellas cumbres numeroso tropel de fantasmas y exclama:

                   Y pasan las escenas del Génesis divino,
                  Historias misteriosas y fábulas sin fin,
                  Que lloran los dolores del hombre peregrino
                  Después de las tragedias de Adán y de Caín,
                   Y pasa el ambicioso, doliente Prometeo,
                  Llevando en sus entrañas el buitre roedor,
                  Y pasan los Titanes candentes del deseo,
                  Amontonando airados el Ossa y el Pelión.
                   Y pasan las escenas que aborta el panteísmo
                  Del místico, grandioso, fantástico Indostán,
                  Y pasan inflamadas las bestias del abismo
                  Que vió en sus grandes éxtasis proféticos San Juan.
                   Cual raídas balumbas, cual témpanos flotantes,
                  Que arrastran las corrientes del mar del Septentrión,
                   Se ven pasar las huestes, frenéticas y errantes
                  Que en Roma desbordaron las iras del Señor.
                   De triunfos y catástrofes y destrucción sedientas,
                  En grupos gigantescos se ven precipitar
                  Las hordas gengiskánidas cual rápidas tormentas
                  Tras el bridón salvaje del rudo Tamerlán.

Como el poeta, de igual suerte que el caballero andante, es in amor como árbol sin hojas , Velarde ha dedicado muchos cantos al tema eterno; Cui non dictus Hylas puer? Pero el amor no ha sido en él fantasía poética ni vano entretenimiento, sino una pasión [p. 200] verdadera, profunda y desgraciada, cuyos progresos están marcados día por día en el tomo de sus versos, pasión que por lo demás tiene un carácter del todo humano y se parece a tantas obras como han sido sentidas y cantadas en el mundo, pero que interesa y conmueve gracias a la expresión arrebatada del poeta, que sabe imprimir un sello de grandeza y misterio a lo que de otra suerte fuera trivial y ordinario. Velarde amó en los primeros años de su adolescencia a una doncella, hija como él de las montañas cántabras. En una de sus primeras composiciones, corregida posteriormente, hasta el punto de ser de las mejores de la colección, y sin género de duda de las más amadas por el poeta, describe en estos términos la vehemencia de este semi-infantil afecto:

                   Yo sueño contigo, contigo despierto.
                  Contigo levanto mi espíritu a Dios;
                  Tú llenas de magia la luz del Ocaso,
                  Tú animas la muerta beldad de la luna
                  Tú inflamas el ígneo diamante del sol.
                   Te he visto entre sueños purísima y blanca,
                  Cual ráfaga intensa de eléctrica luz,
                  Brillar en los cielos ceñida de gloria,
                  Cruzar del Empíreo las bóvedas aéreas
                  Con iris de estrellas, surtidas de luz.
                  . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
                   Tú has visto esos hondos, cántabricos mares
                  Rugir bajo el ala del negro huracán,
                  Tú has visto esos tumbos que avanzan hirvientes,
                   Y chocan y saltan en blancas columnas
                  Y brillan y ruedan, y vienen y van,
                   Tú has visto esas rocas que el mar no carcome,
                  Que el sol no calcina ni abate el turbión;
                  Contémplalas firmes después de cien siglos;
                  Pues mira, cual ellas allá entre las olas
                  Del mar de los tiempos, será mi pasión.

La joven adorada por Velarde se trasladó muy luego a Andalucía, donde tal vez moraban sus parientes. Lo que sintió entonces nuestro poeta, gallardamente lo expresa en las estrofas siguientes:

                   En mi inquietud profunda corrí por la montaña
                  Como un alción viudo cruzé la soledad,
                  Y en un peñasco inmenso, del sol a la caída
                  Los montes y los mares me puse a contemplar.
                   [p. 201] La tarde estaba triste, fatídica y medrosa,
                  Como tenaz recuerdo de un ya imposible amor,
                  Los montes proyectaban su sombra silenciosa,
                  Las brisas murmuraban un himno de dolor.
                   En medio de las brumas que pálidas flotaban
                  Allá en los horizontes magníficos del mar,
                  Del sol a los reflejos las naves blanqueaban,
                  Cual cisnes que en Otoño se juntan y se van.
                  Yo contemplaba inmóvil aquellas playas solas
                  Como un emblema triste de mi doliente amor,
                   Y en los peñascos cóncavos los vientos y las olas
                  Bramando se estrellaban con lúgubre fragor.
                  La noche que llegaba, los mares que rugían,
                  Del sol agonizante la amarillenta luz,
                  Las aves que posaban, las hojas que caían,
                  De un templo ya ruinoso la solitaria cruz.
                   Mi espíritu llenaron de insólita grandeza
                  Y voces de otros mundos y músicas oí,
                  Y en un deliquio inmenso de júbilo y tristeza
                  Tu augusta apoteosis en el Empíreo oí:
                   Jamás será tu esposa , los ángeles dijeron,
                  La muerte sollozando besó mi corazón,
                  Y en todos los abismos los ecos repitieron
                  ¡Oh sueño de mis sueños, adiós, adiós, adiós!

He aquí la poesía septentrional en toda su pureza. Estos bellísimos versos, escritos antes de su partida para América, dan la medida de las facultades poéticas de Velarde, no contagiado aún por la manía onomatopéyica . El diálogo que sigue entre el niño enamorado y su madre es un modelo de ternura y sencillez.

Expuesto está en composiciones sucesivas el proceso de estos dolorosos amores. A través de los mares, en medio de la tempestad acompaña al vate montañés la imagen y el recuerdo de la amorosa visión de su infancia. Vuelto a España Velarde aunque por tiempo breve, en 1845, tornó a verla en Cádiz y en Madrid y dedicóla nuevos cantos. En unos fragmentos muy posteriores laméntase con apasionado acento, de su olvido e ingratitud y afirma que ella se enlazó con otro hombre y que él asistió a las bodas, si ya lo último no es ficción poética, como pudiera sospecharse. Todo esto como se ve es lo más natural del mundo y pasa cada día; pero referido por nuestro poeta, en tono apasionado y grandilocuente, con mezcla de adoraciones y de invectivas, toma proporciones [p. 202] colosales en un número considerable de poesías, inferiores casi todas en sencillez y pureza de sentimiento a la que antes citamos, desiguales muchas veces e incorrectas, pero ricas de encendido afecto y expresión vehemente. [1]

De ellas nada citaré por no alargar en demasía este análisis y por dejar a mis lectores el placer de saborearlas en el libro mismo de los Cánticos del Nuevo Mundo . Baste decir que en casi todas, aunque sobrado difusas y no muy variadas, hay trozos hondamente sentidos y con lozanía y generosa abundancia escritos.

Por igual razón no me detendré a examinar otras poesías de asuntos varios que, mezcladas con las descriptivas y las eróticas, aunque en más corto número se leen en la colección de Velarde. Todas ellas están vivamente marcadas con el sello de la individualidad del poeta, y entre todas se distingue El cadáver de un niño , demasiado larga y no bien redondeada en todas sus partes La agonía y la muerte y los Pensamientos Intimos , en que hay muchas cosas estimables mezcladas con otras que no lo son tanto, según mi humilde entender, tres o cuatro composiciones dedicadas a poetisas y discretas señoras americanas, y sobre todo unas octavas a Cádiz a las cuales el autor, según su costumbre, llama Fragmentos . Del mérito de estas octavas júzguese por las dos siguientes que son primorosas, a pesar del bergantín , voz prosaica:

                   Sobre las odas trémulas rayaba
                  Del alba tibia la sonrisa amena,
                  El cielo azul y transparente estaba,
                  Las brisas mansas y la mar serena.
                  Nuestro triunfante bergantín volaba
                  Hacia tus playas, en bonanza plena,
                  Y tú flotabas entre azules brumas
                  Cual blanco cisne de esponjadas plumas.

                   Abrióse luego el sol resplandeciente
                  Sobre tus altos gigantescos muros,
                   [p. 203] Cual inmenso diamante incandescente
                  De los abismos lóbregos y oscuros;
                  Y fulminando vívido torrente
                  De intensa luz en tus cristales puros,
                  Brillabas cual flotante meteoro,
                  Entre nubes de nácar y de oro.

Hemos indicado que en los versos de Velarde aparecen, de vez en cuando, ciertos anhelos místicos y reminiscencias de determinados sistemas filosóficos. Por lo demás, el poeta no nos da bastantes elementos para determinar su dirección en este punto, a ratos parece creyente, a ratos escéptico, como todo lírico que escribe bajo impresiones súbitas y fugaces y da culto a la vez a diversos sentimientos. Se explica siempre con vaguedad suma, y al paso que en Inspiraciones de la noche formula esta valiente y extraña invocación:

                   Principios misteriosos, esencias primordiales,
                  Que en todo cuanto existe magnéticos ardéis,
                  Espíritus eternos, potencias celestiales.
                  Que en grandes periferias con leyes eternales
                  En giros fulgurantes los orbes sostenéis.
                   Vosotros cuyo aliento los astros alimenta
                  y el flujo y el reflujo periódico del mar:
                  Vosotros cuyo acento retumba en la tormenta
                  y en rayos y en centellas sulfúricas revienta
                  Haciendo a entrambos polos trementes oscilar.

                   Venid con vuestro aliento, profético y divino,
                  Cruzad los grandes arcos del límpido zenit
                  Decidme los secretos del libro del destino
                  Rasgad, cual inflamado tronante torbellino,
                  El pavoroso velo del negro porvenir.
                   Decidme los arcanos de la infinita ciencia
                  Decidme si las almas también perecerán,
                  Decid qué significa la ruda efervescencia,
                  Que siento eternamente bullir en mi conciencia,
                  Terrible como el cráter del ignífero volcán.

dirígese en otro lugar a la Virgen e implora su protección en un himno de encantadora dulzura; por más que alguna vez nos diga:

                   Y oí que se velaban en hórridas tinieblas
           El sol de mi esperanza, la estrella de mi fe,
                  Y audaz analizando los más sublimes dogmas,
                  Del árbol de la ciencia la fruta devoré.

[p. 204] y parezca tender en ocasiones al panteísmo naturalista y a la deificación del alma del mundo, ha de tenerse todo esto por exageraciones poéticas nacidas del vehemente amor y admiración del vate cántabro a la naturaleza, que no bastan a oscurecer la luz de su creencia, claramente manifestada en La última melodía romántica , composición no poco notable que cierra el tomo.

Velarde es por lo demás ardiente espiritualista y todas las bellezas de la tierra son para él sombras y dejos de la perfecta y soberana hermosura. Por eso no se aquieta jamás su sed de amor, como jamás se han calmado en la tierra los místicos anhelos de quien sienta arder en su alma la llama del poeta.

Los Cánticos del Nuevo Mundo han obtenido en América una acogida entusiasta de parte de los críticos y del público. «A Velarde, dice el distinguido escritor ecuatoriano D. Numa P. Llona, no se le puede negar ni una alta inspiración, ni gran fecundidad poética de ideas y de estilo, ni finalmente esa efusión de ternura que a veces hace derramar lágrimas.» En concepto del literato peruano señor Ríofrío, el canto a La Cordillera de los Andes es un esfuerzo portentoso, una hermosa poesía de proporciones grandiosas, homéricas . Pocos años después de la publicación de las Flores del desierto , el sabio filólogo y poeta don Andrés Bello, autor de la Oración por todos y de la Oda a la agricultura en la zona tórrida , citaba con elogio en su tratado de Ortología y Métrica el nombre de las poesías de Velarde. En El Americano , periódico de París, le ha puesto, no hace mucho, en las nubes, el señor Varela.

Pero si he de decir lo que siento, se me antoja que la mayor parte de estos elogios, por los vagos, generales y acaso hiperbólicos, deben contentar poco a nuestro ilustre conterráneo, que acaso estimaría más una apreciación exacta de sus cualidades poéticas y alguna advertencia acerca de los defectos que amenguan su estimación y mérito indisputables. Noto ante todo que el número de las composiciones incluídas en su colección es demasiado considerable; un volumen de 308 páginas es una ración de versos líricos excesiva.

Del mismo capital pecado adolecen casi todos los ramilletes poéticos publicados en lo que va de siglo, si exceptuamos los admirables y olvidados Preludios de mi lira de Cabanyes, las Poesías de don Juan Nicasio Gallego, las de Espronceda, las del señor [p. 205] Varela y los Gritos del combate del señor Núñez de Arce. Nunca he comprendido ese afán de hacer voluminosos los libros de poesías y las novelas. ¿A qué conduce abultar enormemente libros destinados a la recreación y pasatiempos? ¿Ha ganado algo el mérito ni la fama de Zorrilla por tener sus versos veinte o veintidós volúmenes? Yo creo que ha perdido mucho. En una colección extensa ni todas las poesías pueden ser iguales, ni estar corregidas con igual esmero. Entre las de Velarde ninguna puede llamarse mala, cada cual se lee con gusto separadamente, pero muchas son incorrectas y otras repiten los mismos pensamientos amplificados y desleídos.

A pesar de lo legítimo de esta censura, me explico bien el que Velarde las haya conservado todas y dudo de que en ediciones posteriores se resuelva a suprimir ninguna. Son pedazos de su alma, testimonios de sus dolores y de sus alegrías, latidos de su corazón, arranques de su mente poderosa, partes de su propio ser, una poesía tan íntima apenas sufre mutilaciones ni retoques.

Quede, pues tal como ha salido de manos del artista, aunque la variedad de tonos sea limitada, aunque los cantos pequen de extensión excesiva y ofrezcan por ende tropiezos y desigualdades. El poeta no siempre es dueño de sus asuntos: harto hace el que tañe dos o tres cuerdas de su lira; ¡cuántos se han inmortalizado con una sola! Velarde ha padecido mucho y no es de extrañar que insista en la descripción de sus dolores. Arriba queda censurado el abuso de la onomatopeya.

Tampoco es muy de aplaudir el empleo de ciertas voces técnicas como periferia, parábola, elipse, palingenesia, metempsícosis, sintética, hipogeo, que aunque no en absoluto reprensibles recuerdan más al profesor que al poeta y hacen duras, escabrosas y extrañas las estrofas en que se mezclan. Tal sucede con la siguiente y otras que pudieran citarse:

                   Sarcófago insondable de siglos ya olvidado
                   Necrópolis inmensa de un mundo que ya fué
                  En vano te apostrofan los genios inspirados.
                  Tus mudos habitantes están petrificados
                  Ni el choque de los astros les puede conmover.

Sería de desear asimismo que quien tan diestramente ha huído en otras cosas del mal gusto de los poetas americanos, no les imitase en lo de prodigar esdrújulos a cada triquitraque y emplear [p. 206] tanto las voces gigántico, estupendo, colosal, piramidal, fantástico, terrífico, subitáneo, vertiginoso y otras parecidas, que aquí, cuando se menudean, tachamos de afectación conocida y música celestial cuando no huelan a ripio, que es cien veces peor.

Tampoco me agrada encontrar en un poeta de expresión tan alentada y robusta, giros y locuciones prosaicas, v. gr.:

¡A Dios, hermosa Cuba, me voy, me voy a España! No es más que una parodia de aquella sinfonía ... y otros que pudieran citarse. Y también es de sentir que de manos de un tan maravilloso versificador hayan salido algunos versos duros o flojos, aunque en cortísimo número. Y si a esto agregamos la falta de sobriedad en la expresión, o séase el anhelo de querer agotar la materia, escollo sobremanera peligroso en cantos líricos, tendremos indicados los lunares de estas composiciones que he advertido por amor al arte y al poeta, y para dar más fuerza a mis encomios, que de esta suerte no podrán tildarse de indeterminados ni obedientes al ciego espíritu de localidad.

Y ahora que he cumplido la ingrata tarea de anotar defectos, séame permitido felicitar a Velarde en nombre de la crítica española cuya voz ahora, aunque indignamente, llevo, [1] y enviar al eminente poeta cántabro, separado de nosotros por los mares, el más cordial y cariñoso saludo de parte de sus hermanos en letras del antiguo mundo y de los hijos todos de la noble tierra montañesa. [1]

Santander, 8 de junio de 1876.

Notas

[p. 185]. [1] Nota del Colector.- El autógrafo de este estudio, que damos por primera vez a la imprenta, se conserva en la Biblioteca de Menéndez Pelayo y estaba destinado a formar parte de la colección «Estudios críticos sobre escritores Montañeses». Véase al final la fecha en que fué compuesto.

[p. 185]. [2] Debemos las noticias biográficas de este poeta y la comunicación de sus obras a la familia de Velarde residente en Santillana. Dámosle gracias por su amabilidad.

[p. 186]. [1] Cánticos / del Nuevo Mundo / por / don Fernando Velarde. / Al inmortal García Tassara / ...New-York: / I. W. Orr. Grabador e Impresor Calle de Nassau, nº 75. 1860. 308 pp. 8.º Con numerosas estampas y viñetas que representan paisajes americanos, etc., etc., y un retrato de señora grabado en acero.

[p. 189]. [1] Voz poco poética y no muy castellana.

[p. 198]. [1] Sepulcros indios.

[p. 202]. [1] Pertenecen en todo o en parte muy notable a la historia de estos amores las composiciones tituladas A la Srta. I. A. T., A un retrato (soneto), El Poeta y la Tempestad, A. I. A. T. (soneto precedido de un retazo de prosa), Un recuerdo, A la niña R. C., Recuerdos, Pensamientos íntimos, Tres Despedidas, Lo presente y lo pasado, Fragmentos. (En otras muchas hay largos pasajes sobre el mismo asunto).

[p. 206]. [1] Después de 1860 ha compuesto el señor Velarde diversas poesías, aún no coleccionadas. De una de ellas, La Oración , leemos encarecidos elogios en El Americano , periódico de París (1872).

[p. 206]. [2] Don Antonio de Trueba publicó en El Museo Universal (1865) dos artículos encomiásticos de Velarde. En uno de ellos aventura ciertas frases denigrativas del buen nombre de la Montaña, a la cual acusa de ingrata hacia sus hijos. Tal queja es sobre todo ponderación injusta. La provincia de Santander ha honrado muy recientemente las letras en la persona del más humilde de sus hijos, el autor de este bosquejo.