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Obras completas de Menéndez... > ESTUDIOS Y DISCURSOS DE... > VI: ESCRITORES MONTAÑESES > D. ANTONIO FERNÁNDEZ PALAZUELOS (JESUÍTA EXPULSO Y POETA MONTAÑÉS)

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Texto

No es tan grande el número de los poetas montañeses anteriores a nuestro siglo, ni tal el valer e importancia de los más de ellos que pueda tenerse por cosa indiferente o excusada el hallazgo y noticia de uno más, aunque no pase de cierta decorosa medianía. El que voy a dar a conocer a mis lectores brilló fuera de España, por su copiosa doctrina y buen gusto literario, y nos ha dejado una colección bastante numerosa y ya rarísima de traducciones poéticas, que atestiguan la familiaridad que logró con los más excelentes modelos de la poesía hebraica, y de la italiana e inglesa. Pertenecía a aquella brillante colonia jesuítica, que el absolutismo regalista de los ministros de Carlos III desterró a Italia, donde tan alta muestra dieron de la cultura científica de la ingrata patria que los lanzaba de su seno. Ya lo he dicho en otras partes [2] y aquí conviene repetirlo. En un solo día arrojamos de España: [p. 10] al P. Andrés, creador de la historia literaria, el primero que intentó trazar un cuadro fiel y cumplido de los progresos del espíritu humano; a Hervás y Panduro, padre de la filología comparada y uno de los primeros cultivadores de la etnografía y de la antropología; al P. Serrano, elegantísimo poeta latino, imitador y vindicador de Marcial; a Lampillas, el apologista de nuestra literatura contra las detracciones de Tiraboschi y Bettinelli; a Nuix, que justificó contra las declamaciones del Abate Raynal la conquista española en América; a Masdeu, que tanta luz derramó sobre las primeras edades de nuestra historia, siempre que su crítica no se trocó en escepticismo volteriano; hombre ciertamente doctísimo y a cuyo aparato de erudición muy pocos de nuestros historiadores han llegado: a Eximeno, filósofo sensualista, matemático no vulgar, e ingenioso autor de un nuevo sistema de estética musical; a Garcés, acérrino purista, enamorado del antiguo vigor y elegancia de la lengua castellana, dique grande contra la incorrección y el galicismo; al P. Arévalo, luz de nuestra historia eclesiástica y de las obras de nuestros Santos Padres y poetas cristianos, que ilustró con prolegómenos tan inestimables como la Isidoriana o la Prudentiana , que Huet o Montfaucon o Zaccaría no hubieran rechazado por suyos: al P. Arteaga, autor del mejor libro de Estética que se publicó en aquel siglo (fuera del Laoconte ), fundador juntamente con Lessing de la crítica de teatros, historiador de las revoluciones de la ópera italiana, hombre de gusto fino y delicadísimo en toda materia de arte, sobre todo en la crítica dramática, como lo muestran sus juicios acera de Metastasio y Alfieri, que Guillermo Schlegel adoptó íntegros; al P. Aymerich, que exornó con las flores de la más pura latinidad un asunto tan árido como el episcopologio barcelonés, y que luego en Italia se dió a conocer por paradojas filológicas entonces tan atrevidas, como la defensa del latín eclesiástico, y el deslinde de la lengua rústica y la urbana; al P. Plá, uno de los más antiguos provenzalistas, émulo de Bastero y precursor de Raynouard; al P. Gallisá, discípulo y digno biógrafo del gran romanista y arqueólogo Finestres; a Requeno, el restaurador de la pintura pompeyana e historiador de la música y de la pantomina entre los antiguos; a Colomés y Lassala, cuyas tragedias admiraron a Italia, y fueron puestas en rango no inferior a la Mérope de Maffei; al P. Isla, [p. 11] para cuya alabanza bastan su popularidad de satírico nunca marchita, y el recuerdo de su Fr. Gerundio; a Montengón, casi el único novelista de entonces, imitador del Emilio de Rousseau en el Eusebio , e iniciador de una especie de novela histórica en el Rodrigo; al P. Aponte, maravilloso helenista, restaurador del gusto clásico en Bolonia, autor de un nuevo sistema gramatical muy próximo al que hoy usamos, maestro de Mezzofanti, e insuperable traductor de Homero, al decir de Moratín que llegó a ver sus manuscritos, hoy lastimosamente perdidos; al P. Pou, por quien Herodoto habló en lengua castellana; a los matemáticos Campserver y Ludeña; al P. Alegre, insigne por su virgiliana traducción de Homero; al P. Landivar, cuya Rusticatio Mexicana recuerda algo de la hermosura de estilo de las Geórgicas y anuncia en el poeta dotes descriptivas de naturaleza americana no inferiores a las de Andrés Bello; a Clavigero, el historiador de la primitiva México; a Molina, el naturalista chileno; al P. Lacunza, peregrino y arrojado comentador del Apocalipsis, acusado de renovar el milenarismo; al Padre Gener, que proyectó y en gran parte realizó el plan de una vastísima enciclopedia teológica, que implicaba una absoluta renovación de los estudios eclesiásticos, basada en la alianza del método histórico y positivo con el escolástico; al P. Gustá, controversista incansable, siempre envuelto en polémica con jansenistas y filosofantes, impugnador de Mesenghi y Tamburini, y apasionado biógrafo de Pombal; al P. Pons, que cantó en versos latinos la atracción newtoniana; al P. Prats, ilustrador de la inscripción de Rosetta y de la rítmica de los antiguos; a Prat de Saba, bibliógrafo de la Compañía y fecundísimo versificador latino, autor de los tres poemas Pelagius, Ramirus y Ferdinandus , ingeniosos remedos virgilianos; a Salazar, brillante imitador de la Estér de Racine en su Mardoqueo, una de las tragedias del siglo pasado mejor escritas, y versificadas con más elegancia; a Diosdado Caballero que echó las bases para la historia de la tipografía española; al Padre Gil, vindicador y defensor de las teorías de Boscowich... ¿Quién podrá enumerarlos a todos ni a los más insignes siquiera? Colocados nuestros jesuítas en la situación más ventajosa para aprovecharse del saber de los extraños, cumplieron la noble tarea de traer a su patria los resultados más positivos de la cultura de aquel siglo, siendo eficaces intermediarios entre las dos Penínsulas [p. 12] hespéricas, unidas entonces casi tanto como en el siglo XVI por la comunidad de estudios y de gusto literario.

El modesto poeta de quien voy a tratar y que nos interesa por razón de paisanaje, no alcanza la notoriedad ni el mérito de la mayor parte de éstos, pero a su modo trabajó dignamente en la misma empresa civilizadora, y por merece el absoluto olvido que hoy pesa sobre su memoria. Por primera vez vi citado su nombre en el insigne tratado De la Belleza Ideal, dado a luz por el P. Arteaga en 1789 (p.133). Allí se menciona la traducción del Paraíso perdido «que actualmente hace en Italia don Antonio Palazuelos» y se copian incidentalmente unos versos del canto 5.º, traducidos con más fidelidad que armonía. Más adelante vino a mis manos un tomo que contenía cinco distintas obras de Palazuelos, para mí totalmente desconocidas, a pesar de haberme dedicado por mucho días a buscar noticias de traductores españoles para cierta bibliografía que preparo. Estas obras eran:

1.ª Cánticos de Salomón. Versión poética en metro Metastasiano por el autor de la del «Salterio», de la de Job, y de Milton. 8.º XL páginas, sin lugar ni año. Con una dedicatoria a la duquesa de Frías.

2.ª La Divina Providencia o Historia Sacra Poética de Job, versión de un Filópatro expatriado, dedicada al Príncipe de la Paz. 8.º, 71 páginas de letra menudísima, sin lugar ni año. Con una dedicatoria al Príncipe de la Paz y un Prólogo al cristiano lector. Al fin del libro hay un epigrama latino del mismo autor.

3.ª Ensayo del hombre en cuatro epístolas, de Alexandro Pope, traducido por un Filópatro. En Venecia, por Antonio Zatta, 1790 . XCIV pp. Con una dedicatoria en verso a la señora condesa Juana de Onofri Fiorenzi Martorelli, Patrizia Espoletina.

4.ª El Magisterio Irónico del Cortejo, o el chichisveo del célebre Abate Parini, versión de un Filópatro expatriado. 8.º, 68 pp. Con una dedicatoria fecha en Venecia 14 de Junio de 1796 a la Infanta de España, Princesa de Parma, Plasencia y Guastalla, doña María Luisa de Borbón. Firma don Antonio Fernández Palazuelos. Bajo el extravagante título de El Magisterio Irónico se oculta nada menos que el famoso poema del Abate Parini, intitulado Il Giorno. Al fin hay dos sonetos italianos, uno de ellos indudablemente de Palazuelos, y otro de un amigo suyo, cuyo nombre no se expresa.

[p. 13] Tengo alguna sospecha de que estas versiones, aunque impresas, no llegaron a ser publicadas, esto es, a circular. A excepción del Ensayo sobre el Hombre, ninguna de ellas tiene portada ni indicios de haberla tenido jamás. En segundo lugar son tan raras, a pesar de su fecha no muy remota, que nunca he visto de ellas más ejemplar que éste, el cual puede ser muy bien un ejemplar de capillas.

Pero a pesas de toda su rareza, no se ocultó este jesuíta a las asiduas investigaciones del más profundo conocedor de nuestra historia literaria de la centuria pasada, el delicado crítico don Leopoldo A. de Cueto, marqués de Valmar. Es cierto que no le menciona en su admirable y copiosísimo Bosquejo histórico-crítico de la poesía castellana del siglo XVIII, publicado en la Biblioteca de Rivadeneyra, donde naturalmente hubo de prescindir de muchos poetas de tercero o de cuarto orden, pero en un Catálogo bibliográfico de dichos poetas, trabajo complementario que no llegó a ver la luz, y que el señor Cueto nos ha regalado manuscrito con generosidad que no podemos encarecer bastante, aparece, entre otros innumerables vates oscuros, el nombre de don Antonio Fernández Palazuelos, con nota bibliográfica de tres traducciones suyas, el Ensayo sobre el hombre, la Historia Sacro-Poética de Job, y una que no está en mi colección y jamás he visto:

- La Tertulia del Abate Bondi, traducción en verso suelto. En Venecia, por Antonio Zatta. 1795.

De la traducción de Il Giorno remití el año pasado algunos fragmentos a mi amigo y condiscípulo el ingenioso literato mallorquín J. Luis Estelrich, para que los insertara, como lo hizo, en su rica Antología de poetas líricos italianos traducidos en verso castellano. Pero no pude darle entonces ninguna noticia biográfica del autor, porque ninguna tenía, y no sospechaba siquiera que fuese paisano mío. Al cabo reparé en unos versos que muy inoportunamente intercala, como otros varios de su cosecha, en la traducción de Il Giorno de Parini, y en los cuales hace la apología de sus propias composiciones:

            Sin gálicos resabios moduladas
           Del montañés Besaya en rancio idioma.

[p. 14] Estos versos fueron para mí un rayo de luz. Abrí inmediatamente la Bibliothèque des écrivains de la Compagnie de Jésus , monumental trabajo de los PP. Agustín y Luis de Backer, publicado en Lieja desde 1853 a 1861, y en el tomo VI o sexta serie, pág. 414, leí con júbilo los siguientes renglones:

«Antonio Fernández Palazuelos nacido en Santander (España) el 16 de julio de 1748, entró, en la provincia de Chile, el 17 de julio de 1763. Después de la supresión de la Compañía, dirigió la educación de muchos caballeros principales.»

Y a renglón seguido, citan los bibliógrafos jesuítas, cuatro obras de Palazuelos, es a saber, el Ensayo sobre el hombre, los Cánticos de Salomón, El Salterio Davídico profético de los sentimientos del Pueblo de Dios en metro cantabile (Venecia, por Antonio Zatta) y La Tertulia del abate Bondi ... Versión en verso suelto por el autor de la Job, de Pope, de Milton y de Parini en el mismo metro (Venecia, por Antonio Zatta, 1795,12.º).

Resulta, pues, que son siete por lo menos, las obras impresas del P. Fernández Palazuelos, y que al parecer nadie las ha visto juntas, puesto que Cueto vió tres, los PP. Backer cuatro, y yo cinco. También podemos conjeturar, en vista de la indicación de Arteaga y del empeño con que Palazuelos se titula al principio de sus libros «traductor de Milton», que logró llevar a bueno o mal término su versión del Paraíso perdido y aún imprimirla. En este caso, un día u otro ha de parecer de fijo, y como Palazuelos, a pesar de sus defectos de gusto que luego se indicarán, no carecía de condiciones poéticas y sabía bien el inglés, es de presumir que su versión de Milton, citada con recomendación por tan buen juez como el P. Arteaga, sea menos desmayada que la de don Benito Hermida, y sobre todo que la del canónigo Escoiquiz, pésimo y arrastrado versificador, de tan mala memoria en las letras como en la política.

Bien hubiera querido añadir algunos datos a los muy concisos, aunque sustanciales, que los PP. Backer nos suministran, tomándolos sin duda de los registros y libros de profesiones de la Compañía. Sabemos la patria de Palazuelos, la fecha de su nacimiento (que es fácil comprobar examinando los libros parroquiales, lo cual no hago hoy por no dilatar más la publicación de este artículo). Sabemos también que desde 1763 hasta 1767, fecha de la [p. 15] expulsión, residió en la provincia de Chile. Si llegan estos renglones a manos de alguna de los muchos cultivadores de los estudios históricos, tan florecientes hoy en aquella República, quizá le sea fácil descubrir alguna huella del paso de nuestro poeta santanderino por las regiones del Sur de América. Sabemos, finalmente, que en Italia, después de la extensión de la Compañía, se dedicó a la enseñanza privada como ayo o preceptor en casas nobles, profesión que eligieron otros muchos jesuítas españoles, entre ellos el P. José Torres, que fué maestro del gran Leopardi. Fáltame toda noticia relativa a los últimos años de Palazuelos, y hasta ignoro si llegó volver a España o si murió en Italia, lo cual parece más creíble, puesto que su edad, ya bastante avanzada al finar el siglo, no hace creer que pudiera alcanzar hasta 1815, fecha de la restauración de la Compañía en los dominios españoles. [1]

Apenas nos ha dejado el P. Palazuelos versos originales en lengua castellana; yo a lo menos no conozco otros que los de las infelicísimas dedicatorias de algunos de sus poemas y los de una sátira todavía más infeliz, que va al fin del tomo que contiene su versión del Ensayo de Pope. Pero en latín y en italiano los hacía con mucha elegancia y muy buen gusto. El siguiente epigrama (en el sentido antiguo de la palabra, esto es, inscripción ), a una efigie de Nuestra Señora, que tenía el autor en su cuarto, es (a pesar de lo sagrado del asunto) un primor de elegancia mimosa y de gracia mórbida, semejante a la de Catulo hasta en la afectación de los diminutivos:

           Nusquam ¡pol! magis emicant, nitentque
           Venustasque, pudorque, gratiaeque.
           Flavis caesaries comis renidet,
[p. 16] Frontem laetitia explicat serena;

Pudor virgineus inest ocellis,
Genisque in rubeis ebur coruscat;
Rubent turgidulo labella in ore,
Surgit tornatilis, teresque cervix,
Lacteusque sinus utrimque turget,
Manusque, atque habitus perelegantes.
Tot dotes tibi sunt quot astra coelo.
Quam solo potis est beare visu!
Quo mihi liceat frui per aevum.

El epigrama es tan profano y riñe tanto con el título (Ad effigiem B. M. V. penes auctorem) que cualquier malicioso pudiera pensar que el autor le tenía compuesto a menos santo propósito, y luego con el título quiso cristianizarle. De su destreza como versificador italiano puede dar testimonio el soneto que compuso a la muerte de su amiga la Condesa Juana de Onofri Fiorenzi Martorelli, patricia de Spoletto, la misma ilustre señora a quien había dedicado en 1790 el Ensayo de Pope sobre el Hombre, ponderando en la dedicatoria su «generosa prosapia y gran fortuna»,

           La singular modestia en tal belleza.
           La discreta cultura en tal talento.

Muerta ésta, que Palazuelos llama «gran Matrona», un amigo suyo le dirigió el siguiente soneto-consolatorio:

            Antonio, ahimé! mota è colei che avvinto
T´ebbe molti anni in amistá verace;

           Fosti amator non di beltà fugace!,
           Ma dell esempio di virtù non finto.
            Giacque anzi tempo il nobil genio estinto,
           E nell´egro tuo cor non hai più pace:
           Ogni pensiero di letizia tace;
           Tutto t´appare di mestizia cinto.
            Che poss’io dir? ah si di sfera in sfera
           Sai le vie di poggiar, all´alma bella
           Volgi lo sguardo di tua mente altera;
            Ivi vedrai per tuo conforto ch´ella
           Ornata dell´immagine primiera
           Ritorna a fiammeggiar su la sua stella.

Y nuestro poeta montañés respondió por los mismos consonantes, mostrando sus no vulgares disposiciones para el cultivo de la poesía petrarquesca:

            [p. 17] Paolo, quel duol, che ancor mi tiene avvinto
           Fra catena infragibile verace,
           Non piange, no, morta beltà fugace.
           Paragon di virtù bensì non finto.
            Arde Fenice in rogo, ahi! non stinto,
           E incombustibil giacque in alma pace:
           Quel dolce accento, ahimé! in eterno tace,
           E me sol lascia di amarezza cinto.
            Por mi porta il desio su quella sfera,
           Dove riposa l’alma pura e bella,
           E più amabil la veggo, e meno altera,
            E al volger d’occhi riconosco ch’ella
           Serba per me la sua bontà primiera
            Folgoreggiando in mezzo alla sua stella.

No ha sido rara entre los montañeses la aptitud para escribir versos y prosas en la lengua extraña, como lo prueba el grande ejemplo de Trueba y Cosío, cuyos libros se reimprimen todavía en las colecciones de clásicos ingleses, y el de La Serna Santander que escribió en francés la mayor parte de sus grandes trabajos sobre la historia de la Imprenta. A estos nombres y a otros menos conocidos, es justo añadir el de Fernández Palazuelos, versificador no vulgar en lengua toscana.

Pero también lo fué en castellano, aunque no nos haya dejado más que traducciones. Poeta sin duda de corto vuelo, y de inspiración propia no bastante rica, buscó el calor de la inspiración ajena, y pidió modelos a las literaturas más distintas, demostrando así su flexible capacidad para entender y sentir la belleza bajo muy distintas formas. La poesía sublime y profética de los sagrados libros alternaba en su estudio con el arte virgiliano de Parini, admirable cincelador del endecasílabo, y exquisito artífice de una ironía amplia y majestuosa, que levantó la sátira a la altura de epopeya. Y de Parini pasaba sin esfuerzo a la sentenciosa concisión del arte de Pope y a la volcánica región en que se mueve el sombrío y terrible poeta puritano que grabó con buril de fuego los combates de los ángeles y las desesperaciones de Satanás vencido.

Si al buen gusto en la elección de los textos poéticos que interpretó hubiese correspondido el arte de estilo que no poseyó más que a medias, Palazuelos merecería ocupar un puesto muy distinguido en la literatura nada original de su siglo. Pero las [p. 18] circunstancias de su vida, pasada la mayor parte fuera de España, le hicieron, si no olvidar el uso de su lengua y el ritmo propio de ella, a lo menos desatenderle en muchas ocasiones, plagando sus versos, no siempre eufónicos, de voces anticuadas, de italianismos, de construcciones puramente latinas y lo que es peor, de neologismos bárbaros caprichosamente inventados por él. Hay trozos de sus poemas que parecen escritos en una inextricable jerigonza. Véase alguna muestra:

            En llanto horrible resonar fué oída
           La régia [1] del amor. El lento anciano
           Con su encrespada cute , osó protervo
           Contender con el nieto, en la presencia
           Del monarca común, no sin ruidosa
            Derision de los jóvenes mordaces.
           . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
            Tú, pues, cuando rayare la mañana
           Con plácidos albores, al paseo
            Jocundo y salutífero, pedestre
           
Te encamina, y conforta con el aura
           Matutina, tu ajada, aunque celeste
           Complexión: de badana la más fina
           Purpureos botines te caucionen
            Pulposas pantorrillas contra el lodo
           O el polvo molestoso...
           . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
            Entre banquetes vespertinos lautos
           
Avanzarme osaré cantor humilde
           . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
            Sermocinar contigo si queremos...

Estos ejemplos están tomados al azar en la traducción de Il Giorno, última obra que conocemos de Palazuelos, y en la cual, así como se encuentran sus mejores versos, así se encuentran también llevado hasta la última exageración este singular estilo. Añádese a esto que tampoco suele respetar la prosodia de las palabras, tomándose tan exorbitantes licencias como pronunciar constantemente purpuréo, eburnéo, protótipo, y otros verdaderos [p. 19] barbarismos, inexplicables en un versificador tan ejercitado y que no carecía de soltura. De inversiones no se hable: la sintaxis de Palazuelos es poco menos que latina;

           . . . . . . . . . . . . . . . . . . Con poniente
           No te sentaste Sol a parca cena
           . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Es uno de los casos de hipérbaton más leves que en él encontramos.

Pero en medio de este lenguaje estrafalario, que a primera impresión desagrada, tanto, centellean muy de continuo en los desaliñados versos del jesuíta de Santander intenciones y rasgos verdaderamente poéticos, y se advierte laudable esmero en huir de prosaísmo de dicción, verdadera calamidad de las letras en aquel siglo, esforzándose el autor de mil maneras y con mil diversos artificios, de mejor o pero gusto, en levantar el tono y acomodarle a la grandeza de los asuntos. Tres libros poéticos de la Sagrada Escritura tradujo: los Salmos, el Cántico de los cánticos y el Libro de Job. No he visto el Salterio, y sólo sé, porque el autor nos lo dice en uno de sus prólogos, que estaba en metro cantable , con la mira de «sustituirlo a tantas cantilenas populares, carros triunfales de nuestra vergonzosa corrupción». Por tanto debía estar calcada sobre el modelo de la versión italiana, entonces celebradísima, del canónigo napolitano Saverio Mattei, que tuvo la extraña ocurrencia de convertir los salmos en arias de ópera metastasiana. La boga de los versos de Mattei, totalmente infieles al espíritu y a la letra de la poesía hebrea, pero fáciles y melodiosos, fué tan grande como pasajera. Todo el mundo sabía de memoria en Italia y en España algunas de estas versiones.

            Dell´Eufrate sul barbaro lido
           Rimembrando l´amata Sione,
           Mesto, afflito, confuso m´assido,
           E frenarmi del pianto non so.
            Lungi il canto: di lagrime amare
           Sol si pasce l´afanno ch´io sento:
           Ad un salcio, ludibrio del vento,
           La mia cetra qui pender faró.
           . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

[p. 20] No se aventura mucho con creer que el P. Palazuelos imitaría los metros de Mattei, como lo hizo en Portugal la marquesa de Alorna, y en Méjico el elegante y clásico Pesado.

Tentativa del mismo género es la paráfrasis de los Cánticos de Salomón hecha por nuestro jesuíta en metro metastasiano. También aquí tuvo a la vista un modelo italiano muy conocido: la paráfrasis del Padre Carmelita Evasio Leone, El mismo Palazuelos lo confiesa francamente. «Evasio Leone ha sido mi luminoso dechado.» Aunque él no lo dijeran bastaría comparar ambas versiones, para convencerse de que Palazuelos ha traducido el texto italiano de Evasio Leone más que el latín de la Vulgata, y más que el hebreo del original, aunque no fuese totalmente forastero en la lengua santa. Así empieza la versión del Carmelita:

           Per te si strugge, il sai, prence adorato,
           Quest´anima fedele. Un bacio solo
           Del tuo porporeo labbro
           Deh, non mi niega. ¡ Oh quanto
E´dolce l´amor tuo! non così dolce

           Per le vene serpeggia el più soave
           Generoso licor. Dovunque il passo
           Movi, mio ben, di preziosi unguenti
           Spira l´aura odorata. Ah! non a caso
           Le più belle e ritrose
           Donzellette vezzose
           Allampano per te, se il tuo sol nome,
           Se il tuo bel nome sol ne´ loro cuori
           Desta, e mantiene i fortunati odori.
           . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Y empieza la de Palazuelos:

            Alámpase por ti príncipe amable,
           Amante esta alma mía: Un solo, un solo
           Osculo de tus labios
           Imprímeme siquiera. ¡Oh quán suave,
           Oh quán fuerte es tu amor! no hay vino alguno
           Comparable con él. Tu dulce nombre
           Articulado sólo
           Efluvios odoríferos difunde
           De confección preciosa: sus destellos
           De vírgenes inflaman pechos bellos.

[p. 21] Otras veces la semejanza es menos patente. Palazuelos sigue paso a paso las mismas combinaciones de metros que usa Evasio Leone, pero en la parte cantable no suele ceñirse a las mismas palabras ni siquiera a las del texto. En este mismo capítulo tenemos algún ejemplo de ello. Dice Evasio Leone:

            Ah non lasciarmi no,
           Tu che mi struggi il cor
           Col raggio feritor
           Di que´ bei lumi.
            A cosí cara guida
           Io sempre unita, e fida
           Dietro l´odor verró
           De´ tuoi profumi.

Los versos de Palazuelos correspondientes a éstos en el metro, pero muy diversos en la sustancia, son los siguientes:

            De tu imán, caro esposo,
           Mi corazón robado
           Suspira por ti ansioso,
           Derrítese, mi bien.
            Ablándete mi ruego,
          Sígote, dueño mío,
          Mírame sin desvío,
          Trátame sin desdén.

Pero a renglón seguido en el recitado vuelve a notarse la huella de Evasio Leone:

            Che miro! Oh me felice! Ed è pur vero?
           Dunque i miei voti a te non porsi in vano?
           Tu stendi a me la man,-e tu non sdegni
           Teco guidarmi ove più splende adorno
           D´ostro e di gemme el tuo real soggiorno.

                  PALAZUELOS

            Qué veo? soy feliz: no ha sido vana
           Mi súplica amorosa; sí, la mano
           Me extiendes adorable, y a tu regio
           Tálamo me conduces. ¡Qué deleite,
           Qué jubilo me espera en la memoria
           De nuestra dilección más vehemente
           Que vinoso licor el más potente!
           . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
            [p. 22] Cándida no es mi tez, soy bella empero,
           Doncellas de Sión: ¿no son morenas
           Las tiendas de los Arabes, y pardos
           De Salomón los reales pabellones?
           Ah! no miréis mi tórrido semblante
           Alterado del sol, que mi belleza
           Ofuscar no ha podido. A la custodia
           De viñas me apremiaron inhumanos
           Con daño de mi viña mis hermanos.

Estos últimos versos son ciertamente felices, pero gran parte de su mérito ha de atribuirse al carmelita toscano:

            Bianco non è questo sembiante, é vero,
           O di Solima figlie: e pur son bella.
           Bruni non son gli alberghi, ove dimora
           L´arabo abitator? Brune non sono
           Di Salomon le tende? Ah non mirate
           Quel che mi tinge el volto
           Fosco color: se il sole
           Il candore oscurò del volto mio,
           La beltà non gli tolse. I miei germani
           M´astrinsero sdegnosi
           A custodir le pampinose vigne.

No insistamos en este paralelo, ni recordemos tampoco la lindísima imitación que de la paráfrasis de Evasio Leone hizo con evidente superioridad el mejicano Pesado mezclado en ella hábilmente recuerdos del estilo de Fr. Luis de León, insuperable traductor y comentador del Cántico de los cánticos. Pero creemos firmemente que si la traducción del P. Palazuelos no tuviera tantas extravagancias de dicción y tanto latinismo inútil, competiría ventajosamente con la de González Carvajal, que cuanto le vence en pureza de lengua, otro tanto le queda inferior en aliento y brío poético. Citaremos algunos otros pasajes, único medio de dar a conocer una obra completamente desconocida. Obsérvese con qué facilidad y armonía Palazuelos los versos cortos. Había adquirido en Italia el sentido de la poesía musical, y hubiera sido excelente poeta de librettos o de oratorios.

            Entre las sombras pálidas
           De noche silenciosa
           Ningún descanso plácido
           Mi ánima amorosa
           Permite al corazón.
            [p. 23] Siempre palpita tímido,
           Diciendo en sus latidos:
           Por qué se tarda? Búsquese
           Con todos los sentidos
           La sola, la adorable
           Causa de mi pasión.
                               ( Cántico IV)
           . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
            Venid, venid con júbilo
           A contemplar glorioso
           A vuestro augusto esposo,
           Ornado con diadema,
           Doncellas de Sión.
            Ciñósela su madre
           Como nupcial coyunda,
           Cuando le dió fecunda
            Gratísima consorte
           En día de fruición.
                               ( Cántico V)
           . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
           
Mis pasos sigue, esposo: ven, conmigo
           A vivir en la quinta: allí de acuerdo
           A la risueña aurora
           Iremos a mirar en nuestra viña
           Los vástagos floridos con follajes
           Y jugosos agraces: y veremos,
           Con placer renaciente, si el ganado
           Está ya repastado
           De flores y de frutos.
           Con requiebro amoroso
           Haremos allí prueba
           De conyugal caricia siempre nueva.
                   Allí entre blanda hierba
                  Expiran mil olores,
                  Mil apacibles flores,
                   Esposo, para ti.
                  Ya del pasado otoño,
            Ya frutas del reciente,
                  Amante diligente,
                  Para mi amor cogí.

Además de los salmos y del Cántico de los Cánticos tradujo Palazuelos el libro de Job, tomando aquí por modelo la versión italiana del abate Ceruti. «He procurado seguir sus huellas [p. 24] luminosas (dice) especialmente en la majestuosa versificación dignísima de lo sublime de la materia, y del estilo original, superior a cuanto se conoce en este género.» Hay trozos de noble estilo y de versificación muy robusta, salvo la profusión de asonantes que el oído del P. Palazuelos, acostumbrado a la lengua italiana, ya seguramente no percibía:

            Mal haya, sí, mal haya el primer día
           Que vi, y la noche que anunció primera
           Mi acerba concepción: nunca la lumbre
           Su tiniebla ilumine: hórrida sombra
           Le ofusque tenebrosa: negra nube
           Para siempre le encubra: siempre el cielo
           Le mire con desdén . . . . . . . . . . . . . . . . . .
           . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
           . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Oh noche, noche,
            Criminal, malhadada. ¡ Envuelta seas
           En lobreguez palpable: mes ninguno
           Te cuente entre las suyas: ningún año
           De júbilo resuene en ti desierta.
           Quien mal augura el día te maldiga
           O quien en vano al Leviathán acecha.
           Su oscuridad profunda eclipse el brillo
           Del lucero y estrellas, cuya lumbre
           Espere y nunca vea; ni la aurora
           La ilustre con su albor. . . . . . . . . . . . . . . .
           . . . . . . . . . . . . . . . . . . ¿ Por qué la muerte

           No sofocó mi hábito en el gremio
           O no expiré a lo menos aun naciente?
           . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
           Yaciendo en paz ahora, en grato sueño
           Con reyes me estaría y con magnates
           Árbitros de la tierra que palacios
           Fabricaron magníficos y yermos,
           Con príncipes que erarios de tesoros
           Codiciosos hincheron de oro y plata.
           La luz intempestiva no vería
           Aborto y embrión: allí del impío
           El estruendo enmudece: allí el reposo
           El fatigado encuentra: en tregua y calma
           Allí la voz no escucha del tirano
           Imperioso, el cautivo: allí en confuso
           Con el pequeño el grande está, y el siervo
           Libre de su opresor. . . . . . . . . . . . . . . . . .

[p. 25] El que en pleno siglo de poesía prosaica acertaba a interpretar con tan viril crudeza las amargas maldiciones del patriarca idumeo, podría ser en la lengua todo lo incorrecto que se quiera (ni de ello es responsable apenas) pero tenía sin duda instinto de poeta.

Otro ingenio montañés, algo posterior, el muy docto Deán de Orense don Juan Manuel Bedoya (natural de Serna en el Marquesado de Argüeso) llevó a término un completa versión de los libros poéticos de la Escritura con el título de Los Poetas Inspirados. No sabemos que se haya impreso entera, y quizá el autor desistió modestamente de ello, al parecer la de su amigo González Carvajal, en quien reconocía muy superior estro. A juzgar pro los fragmentos que conocemos, la tradición de Bedoya, es más fiel y literal que la de Palazuelos, y arguye estudio más detenido de las sagradas Escrituras, pero en energía y color poético me parece bastante inferior. Véanse, como curiosidad no ajena de nuestro asunto, puesto que no salimos del campo de nuestra literatura provincial, la traducción que hace Bedoya de los mismos versículos del cap. 3.º de Job, que antes hemos insertado traducidos por Palazuelos:

            ¡ Ah día en que nací, si nunca fueras,
           Ni noche en que varón fuí concebido!
           Tornara a las tinieblas ese día,
           Ni contara con él el alto cielo,
           Ni de sobre él quitara el negro velo
           El astro de la luz! No más le ocupen
           Que densa oscuridad, sombras y luto:
           En duelo y amargor envuelto sea.
           ¡ Y aquella noche fea
           Aciaga y borrascosa
           Y sola y temerosa
           Dó de amor no se oyeran himnos castos,
           Los venturados años y los meses
           Por siempre la prescriban de sus fastos!
           Con horrendos denuestos la maldigan
           Los a imprecar azares avezados,
           El mago que al dragón invoca fiero
           Y la falsa endechera quejumbrosa.
            Niéguenle las estrellas sus fulgores,
           Ni le amanezca el sol, ni vea ufana
           El grato pestañear de la mañana.
            [p. 26] ¿Por qué el seno materno me dió albergue
            Y no excusó a mis ojos cuitas tantas ?
           ¿ Por qué dentro del vientre
           No perecí, o apenas de él salido ?
           ¿ Por qué la compasión en sus rodillas
           Me franqueara el nacer el primer lecho ?
           . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
            Ahora ya en el silencio
           Pasara descansado
           A par con el monarca y potentado
           Que para sí labraron en los montes
           Soberbios monumentos,
           Y con los opulentos
           Que el oro amontonaron y la plata.
           No fuera más de mí ¡desventurado!
           Que del feto abortivo que se esconde
           Sin deber una ojeada cariñosa:
           O, como el niño que en el claustro oscuro
           Antes que de sus lazos se liberte,
           Sin la vida gustar, gustó la muerte.
            Allí ya deja de turbar la tierra
           El impío, el tirano, el belicoso:
           Apurado su brío al fin sosiega.
           Allí los otros tiempos encarcelados
            Del molesto opresor la voz no escuchan.
           . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

No hallada hasta hoy la traducción de Milton que hizo Palazuelos, sólo podemos juzgarle como traductor del inglés por la que publicó del Ensayo sobre el hombre de Pope. Y en verdad que parecería extraño, si no tuviéramos tantas pruebas del espíritu amplio y sobre manera tolerante que reinaba en la colonia jesuítica, el ver a un Padre de la Compañía entretener sus ocios con la versión de aquel código poético del deísmo y del optimismo leibnitziano, que al mismo Voltaire impacientaba, y que tan difícil de conciliar parece con el dogma del pecado original. Taine ha dicho ingeniosamente que el Ensayo sobre el hombre es una especie de confesión del Vicario Saboyano , menos original y elocuente que la de Rousseau. Pero ninguno de estos escrúpulos detuvo al jesuíta de Santander, enamorado sin duda del arte maravilloso con que Pope condensa en cada verso una idea. La traducción, tomada en conjunto, es de las mejores suyas, y eso que [p. 27] desgraciadamente tiene en castellano un rival que la hace muy mal tercio. El célebre poeta americano Olmedo tradujo las tres primeras epístolas del Ensayo sobre el hombre , y esta versión, algo parafrástica, pasa con justicia por una obra maestra. Palazuelos está lejos de tan sostenida perfección, pero a veces no remeda mal el estilo ceñido y sentencioso de Pope. Cotéjense estos pocos versos con los del original inglés y con los de la traducción de Olmedo, y se verá que no siempre está de parte del grandilocuente lírico de Guayaquil la ventaja.

            La deidad insondable, el gran misterio
           Escudriñar no quieras temerario:
           Dentro de ti desciende: es propio estudio
           Del hombre el hombre mismo: colocado
           Cual es istmo es comedio heterogéneo
           De alteza, de vileza, de sapiencia,
           De ignorancia en conjunto portentoso:
           Como tan perspicaz no es susceptible
           Del fatuo pirronismo: como frágil
           No lo es del fausto estoico: entre uno y otro
           Siempre yace perplexo, irresoluto.
           Tampoco sabe bien si a la fatiga
           O al ocio abandonarse puede o debe.
           Ya nimio admirador de su persona
           Algún numen se piensa: ya se abate
           Víctima de las menguas corporales
           A la par de cuadrúpedos soeces.

            Para morir nació: casi un delirio
           Es toda su razón: sino la escucha
           Un enigma le es todo, y un problema
           Si la oye con exceso. Es caos profundo
           De razón y de afectos que tan presto
           Se engaña y desengaña; al mismo tiempo
           Estólido, lunático, avisado,
           Dotado de vigor y de flaqueza,
           Ya se alza, ya recae, ya tropieza,
           Señor de todo cual de todo esclavo:
           De la verdad juez solo, y de continuo
           Juguete del error, ya se contrista,
           Ya se alegra sin causa: juntamente
           Baldón de la natura y maravilla.

                   [p. 28] POPE

            Know then thyself, presume not God to scan.
           The proper study of mankind is man.
           Plac´d on this isthmus of a middle state,
           A being darkly wise, and rudely great:
           With too much knolewdge for the sceptic side,
           With too much weakness for the stoic’s pride,
           He hangs between; in doubt to act or rest;
           In doubt to deem himself a God or beast,
           In doubt his mind or body to prefer.
            Born but to die, and reas’ning but to err;
           Alike in ignorance, his reason such,
           Whether he thinks too little or too much;
           Chaos of thougth and passion, all confus’d,
           Still by himself abused or disabus’d,
           Created half to rise, and half to fall;
           Great Lord of all things, yet a prey to all.
           Sole judge of truth, in endless error hurtl’d,
           The glory, jest, and riddle of world.

                  OLMEDO

            Conócete a ti mismo: no pretendas
           De Dios la esencia penetrar, amigo.
           Estúdiate a ti mismo, pues el hombre
           Es el más propio estudio para el hombre.
            Como en un istmo colocado él tiene
           Índoles varias: ya se nos presenta
           Cual un ser mixto, o cual compuesto raro
           De calidades entre sí contrarias;
           Tinieblas, luz, elevación, bajeza,
           Todos los vicios, todas las virtudes.
            Para dudar escéptico, es muy sabio,
           Y para alzarse ala fiereza estoica
           Muy flaco en su virtud: incierto siempre
           Si debe obrar o no: piensa, y osado
           Ya se cree un Dios, o ya inferior al bruto
           Si al error y al dolor vive sujeto.
            Duda cuál de los dos si el cuerpo o alma
           Es su parte más noble, crece, vive
           Para morir, y para errar discurre.
           Si no oye a su razón, todo es oscuro,
           Si la oye demasiado, nada hay cierto:
            [p. 29] Caos triste de pasiones y de ideas,
            A sí mismo se engaña, y por sí mismo
           Se desengaña sin quedar más cauto:
           Cediendo a sus impulsos naturales,
           Débil cae, y glorioso se levanta:
           Señor y esclavo de las cosas todas;
           Sólo de la verdad él juzgar puede,
           Y a error perpetuo condenado vive.
           Este es el hombre: enigma inexplicable,
            La gloria y el baldón del Universo.

Pero entre todas las traducciones del P. Palazuelos, ninguna tan digna de atención por la extraña mezcla de aciertos y de caídas como la que hizo de Il Giorno, admirable poema satírico-descriptivo del milanés Parini, uno de los autores más cercanos a la perfección clásica, de que puede gloriarse ninguna literatura moderna.

Cultivador Parini de la alta sátira, de la que en épocas críticas aparece para cumplir una noble misión civilizadora, creó una verdadera epopeya irónica cuyo asunto fué la vida torpe y la vacía de los degenerados retoños de la aristocracia lombarda. Vistió tal asunto, a primera vista árido, infecundo y hasta pedagógico, con el velo de la más exquisita y gentil poesía, que siendo de artificio novísimo, pareció, no obstante, antigua y virgiliana desde el primer día, como si los siglos hiciesen pasado sobre ella dándole la consagración de lo universalmente admirado. Tal era la viveza y la eficacia de las pinturas, tal el arte de los epítetos, tal la magia, por nadie excedida en el uso del verso suelto, tal la majestad con que los detalles más ínfimos y triviales quedaban realzados y ennoblecidos al contacto de las alas de la Musa inmaculada de Parini; tal la fuerza cáustica de aquellos dardos satíricos.

Che al Lombardo pungean Sardanapalo.

La traducción de tal poema, que sólo en castellano puede intentarse con fortuna, bastaría para honrar a un hombre de letras. Es un vacío que falta llenar en nuestra literatura poética: sabemos de algún ensayo manuscrito, y esperamos mucho bueno de la versión que nuestro amigo Estelrich prepara hace años. Entre tanto, no debe menospreciarse la del P. Palazuelos. Es, como todas sus cosas, desigual, llena de rarezas de lengua y de giros [p. 30] exóticos, pero algo deja vislumbrar, como entre nubes, del arte soberano del original y de su elegancia refinadísima. Citaré sin particular elección algunos versos del canto primero, Il Mattino:

            Oye, pues, cuál gustosa la mañana
           Ocupación te impone: con la aurora
           Levántase ente el Sol, cuando abrillanta
           Con vistosos aljófares el aire
           Con gozo universal de los vivientes
           En este sublunar planeta vario.
           Salta el agricultor del lecho entonces,
           De la prole infeliz y de la esposa
           Dormitorio común, y en sus fornidos
           Hombros con instrumentos poderosos,
           De Palas y de Ceres a los campos
           Se encamina fructíferos: la yunta
           Le precede de bueyes operosos,
           Por angosta vereda, sacudiendo
           Los rociados pimpollos que refrangen
           Como perlas los rayos mitigados
           Del renaciente sol. También regresa
           A su forja el ministro de Vulcano
           Para extremar ingenios fiadores
           De opulento peculio: y el más noble
           Artífice, a grabar vasos y joyas,
           De las mesas riquísimo tesoro
            Y de pomposas nupcias ornamento.
            Pero ¿qué? ¿te horrorizas? ¿y tu augusta
           Cabellera se eriza a tal modelo?
           Ah! señor, no es aqueste tu dechado
           Al tiempo matutino. A parca cena
           No te sentaste con el sol poniente,
           Ni a luz crepuscular incierta fuiste
           Fatigado al descanso con el vulgo.
           A vos, celeste estirpe, a vos, congreso
           De humanos servidores, más propicio
           Júpiter se mostró. . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
           . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

           Tú entre escenas, tertulias y corrillos
           Sazonados con juegos, el nocturno
           Término ultrapasaste, mas cansado
           Al fin, en áureo coche, con estruendo
           De sus rápidos círculos dorados
           Y fogosos cuartagos, atronaste
           Las silenciosas calles, y la noche
           Lóbrega disipaste con antorchas,
            [p. 31] al segundo Plutón, que con su carro
           La sícula región de un mar al otro
           De teas precedido y de Gorgonas
           Ruidoso extremeció. De esta manera
           Tornaste a tu palacio, en donde nuevos
           Estudios te aprestaba lauta mesa
           De manjares colmada y deleitosos
           Licores de la cepa ultramontana
           En húngara botella, a quien corona
           De verdeante yedra otorgó Baco.
           Regalados altísimos colchones
           Morfeo te mulló de propia mano,
           En que supino blandamente yaces,
           Corriendo las cortinas al entorno
            Senosas, estofadas levemente,
           El listo camarero. En esto el gallo
           Canoro, melodioso a tus oídos,
           Tus párpados cerró, cuando a los otros
           Estila clamoroso abrirlos listo.
            Razonable, es por tanto, que Morfeo
           Tus sentidos exhaustos no defraude
           De tenaz amapola, antes que el día
           No intente penetrar por los resquicios
           De doradas vidrieras y cortinas,
           Las paredes del sol con sus matices
           Vertical recamando. . . . . . . . . . . . . . .
           . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
            Ya tus gallardos pajes al sonido
           De vecino metal con recia mano
           Señoril propagado, en un momento
           Acudieron alígeros rivales
           A remover los óbices en copia
           Opuestos a la luz. . . . . . . . . . . . . . . . .
           . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
           Álzate tú algún tanto, y acodado
           Te apoya en las almohadas y tapetes
           Que ordenados en gradas a tus hombros
            Ofrecen muelle estrado: después desto
           Con el índice diestro tus pestañas
           Estrega levemente, y con suaves
           Esperezos exhala los residuos
           De la niebla somnífera, y tus labios
           Arqueando con tácito donaire
           Bosteza boquirrubio. ¡Oh si por suerte
           En tal acto gracioso te mirase
           El bronco capitán, cuando practica
            [p. 32] Belicoso ejercicio, que sus labios
           Ensancha con clamor inusitado
           Que destempla la oreja delicada,
           Intimando a sus tercios la postura!
           Si te observase encontes, tal vergüenza
           De sí concebiría cual a diosa
           Palas, sino mayor, cuando en la fuente
           Hinchados sus carrillos vió de flauta
           Con el soplo violento, bien que grato.
            Mas ya el doncel peinado a maravilla
           Se presenta ante ti, muy respetuoso,
           A preguntarte por la que hoy prefieres
           Regalada poción ultramarina
           En chinesco tazón: el solo, el solo
            Capricho consultar debes, amigo.
           Si al estómago dar fomento entiendes
           Con que el gástrico jugo exercer pueda
           Su actividad sin merma, elegir debes
           Del rojo chocolate la ambrosía
           Que Méjico te ofrece, de tu gula
           Tributario inexhausto, o el caribe
           De vistoso penacho; si al contrario
           Funesta hipocondria en tus humores
           Predomina, o tus miembros abultados
           De crasitud incómoda reciben
           Excesivo incremento, a la bebida
           Te debes atener de la eritrea
           Confección olorosa de tostadas
           Ardientes habas del Alepo y Moka
           Que de soberbias naves se envanece.
           Necesario era cierto que saltase
           Un reino dislocado de su asiento,
           Y con audaces velas, entre horribles
           Peligros de huracanes y de monstruos
           Y extremas carestías superase
           Los límites intactos hasta entonces
           Del hemisferio Atlántico, y tiranos
            Corteses y Pizarros, ambiciosos
           Fieros conquistadores, de la humana
           Sangre indiana sedientos, los monarcas
           Ingas y Mejicanos de su solio
           Valientes arrojasen, y así un nuevo
           Paladar saborease tu apetito,
           ¡Oh flor, oh nata de sublimes héroes!
           . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
           . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Mas tú en tanto
            [p. 33] Con pausado talante la bebida
           Saboreando a sorbos, gravemente
           Interroga a cuál músico entre todos
           Los Eunucos daráse la gran palma
           Del canto en el teatro: y si es probable
           La vuelta deseada de la insigne
           Encantadora Frine, que pelados
           Dejó tantos magnates, y el regreso
           De aquel Narciso, danzador brillante,
           Asustador de tímidos consortes.
           . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
           He aquí que de tus párpados pendientes
           Acuden puntualísimos los siervos
           Con calor a la empresa. De alto sayo
            El uno te reviste con pinceles
           Del Cathay floreado, o si lo pide
           La rígida estación, blando ropaje
           Talar de blanco armiño te circuye;
           Aquél de bien labrado cristalino
           Pico te vierte el agua, que recoge
           Argentada bruñida oliente concha:
           Quién te ofrece jabón mixto de almizcle,
           Quién de cándida almendra la sustancia,
           Quién enérgico extracto diestro embebe
           En cerdosa escobilla, que relave
           Nerviosísimos dientes en tu boca,
           El otro licor raro te derrama
           Que cual ampo blanquea tu mejilla.
           . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Palazuelos no acabó la traducción de Il Giorno. Los graves acontecimientos políticos de 1798 le obligaron a abandonar su apacible retiro de Venecia, y quizá a renunciar a toda empresa literaria. Su versión no comprende más que los tres primeros cantos, Il Mattino, Il Meriggio, Il Vespro. Falta, por consiguiente, lo que Parini dejó escrito del canto de La Notte. [1] Los versos que van copiados y que no son acaso los mejores de El Magisterio Irónico, muestran en nuestro jesuíta (aun más que los del Ensayo sobre el hombre ) aptitud no vulgar para el difícil manejo del endecasílabo suelto, en que por aquel tiempo fueron grandes maestros [p. 34] dos imitadores españoles de Parini, Jovellanos en su sátira 2.ª sobre la educación de la nobleza, y Moratín en sus epístolas y sátiras, donde también se descubre la huella del poeta italiano, especialmente en la del Filosofastro.

Al renovar un nombre olvidado, no ha sido mi intento circundarle de una aureola de gloria que legítimamente no le corresponde. No solicito para él estatuas, ni lápidas ni centenarios. Sólo pido a mis paisanos que le concedan un lugar modesto en nuestra bibliografía provincial, no escasa en excelentes prosistas (Fr. Antonio de Guevara, Bernardino de Escalante, Diego García de Palacio..., para no hablar más que de los antiguos y remotos), y todavía más rica en investigadores, eruditos e historiógrafos (don Tomás Antonio Sánchez, Floranes, Martínez Mazas, el P. La Canal, La Serna Santander...), y en varones dados a muy graves estudios de teología, jurisprudencia o medicina, pero extraordinariamente desfavorecida hasta nuestros tiempos en el capítulo de los poetas. No parece sino que la arquitectura, el arte montañés por excelencia, el único en que hemos tenido verdadera escuela, confesada y reconocida por los extraños, absorbió por largo tiempo todas las energías artísticas de la raza. Y sin embargo, la música misma anduvo entre los montañeses del siglo XVI más medrada que la poesía, puesto que de la primera podemos citar con orgullo obras insignes, teóricas y prácticas, de Diego del Puerto y de Antonio Cabezón, al paso que difícilmente podemos encontrar antes del siglo XVII poeta alguno de cuyo nacimiento en la Montaña tengamos prueba directa y segura. Yo bien quisiera tenerla respecto del cínico pero ingeniosísimo poeta popular Rodrigo de Reinosa, cuyos pliegos sueltos góticos son buscados y pagados hoy por los bibliófilos a peso de oro, [1] porque este maleante juglar no sólo trazó con desenfada pluma los cuadros aretinescos de las coplas [p. 35] de las comadres, sino que es autor, según toda apariencia, o refundidor a lo menos, de dos de los más agudos y picantes romances castellanos, el de la Infantina «( De Francia salió la niña) », y el de una gentil dama y un rústico pastor « ( Estase la gentil dama)» , ante cuya sobriedad y fina malicia parecen lánguidos y groseros todos los fabliaux franceses. Pero lo cierto es que de sus versos nada se saca en limpio acerca de su patria, y para traerle hacia nuestra casa no tenemos más indicio que su apellido, el cual tratándose de persona tan plebeya y humilde como parece haber sido, debe indicar el pueblo natal y no otra cosa. Otros poetas populares y autores de pliegos sueltos están en el mismo caso, v. g., el bachiller Juan de Trasmiera, residente en Salamanca, donde publicó el Triunfo Raimundino y El Pleito de los judíos con el Perro de Alba, y que no debe de ser persona distinta del Juan Augurio o Agüero de Trasmiera que puso versos latinos en algunas de las ediciones del Palmerín de Oliva, y tradujo al italiano una colección de anécdotas y dichos agudos con el título de Flores Romanas probadas, de famosos et doctos varones compuestas, para salud et reparo de los cuerpos humanos, et gentilezas et burlas de hombres de palacio et de crianza (1545).

De Jorge de Bustamante consta, por declararlo él mismo, que nació en Silió (de Val de Iguña) pero como no hemos alcanzado a ver su rarísima Comedia Gaulana en coplas, sólo podemos juzgarla por su traducción en prosa de las Metamorfosis de Ovidio. Otros dramaturgos de los anteriores a Lope de Vega tienen asimismo apellidos que denuncian su procedencia montañesa: así Antonio Ruiz de Santillana que compuso la Tragedia de los [p. 36] amores de Guirol , Juan de Vedoya, autor de la Comedia Flérida en coplas (1522) y Martín de Santander, de quien es la extraordinariamente rara Comedia Rosabella. [1]

La poesía popular montañesa, parte importantísima de lo que llaman ahora Folk-Lore , está puede decirse que intacta todavía. Pero quien examina las colecciones de romances formadas últimamente en Asturias, en Galicia y en Portugal, regiones enlazadas con la nuestra por antiquísimo parentesco de raza, encuentra allí muchos romances que hoy mismo son aquí populares con variantes todavía no estudiadas, al paso que echa de menos otros del mismo género no coleccionados aún, y que han encontrado refugio en aquellas comarcas de nuestra provincia menos abiertas al moderno contagio nivelador y prosaico.

En el siglo XVII la oscuridad comienza a disiparse, y este humilde rincón del mundo está representado en el gran concierto de la literatura nacional, no ya sólo por aquellos gigantes de oriundez montañesa, Lope, Quevedo, Calderón, a quienes dió nuestra tierra lo más precioso de su sangre y el escondido tesoro de su virtud genial y creadora, sino por un poeta nuestro propio, a la verdad de mérito inferior, pero todavía de honroso recuerdo, especialmente para sus paisanos, porque hasta en los asuntos de algunas de sus obras y en los tipos que llevó a la escena (el mayorazgo montañés, el indiano) gustó de poner algún cariñoso reflejo de su tierra nativa. Hablo de don Antonio de Mendoza, uno de los ingenios favoritos de Felipe IV, por lo cual fué llamado el Discreto de Palacio, colaborador de Quevedo en alguna ocasión, ingenioso autor de invenciones tales como Los Empeños del Mentir (que Le Sage trasladó en cuerpo y alma al Gil-Blas) y El trato muda costumbre, (de que el gran Molière se aprovechó [p. 37] grandemente para su Escuela de los Maridos). Algunos rasgos líricos de Mendoza, como el bello soneto a la Soledad , tienen también muy singular mérito y aún brillaría más si sus discreciones conceptuosas no enturbiasen el fácil raudal de su vena en sonetos y romances.

Del siglo XVIII tenemos otro poeta dramático, don José Fernández de Bustamante, uno de los últimos que siguieron la manera antigua, yendo a la zaga de Cañizares, a cuya escuela pertenece. Era Bustamate un coplero famélico, de los que tanto pulularon en aquella centuria. El candor con que relata sus desdichas comienza por hacerle simpático. «Cuidad de vosotros y dejadme a mí (les dice a sus lectores) que bastante penalidad tengo en divertiros con comedias nuevas, cuando no es nuevo en mí, ni en mi familia el que no se come muchos días: cláusula principal del poético mayorazgo.» El hambre le condujo a abastecer el teatro con grandes comediones de magia y otros poéticos abortos, especialmente vidas de Santos: «El sol de la fe en su oriente y Conversión de la Irlanda, El Azote de la Herejía y Espejo de la Virtud San Yácome de María, Al poder la Ciencia vence, Los príncipes encubiertos, Santa Catalina de Bolonia, Zelos aun imaginados conducen al precipicio y Mágico Diego de Triana, El asombro de El Argel y mágico Mahomad, estos y otros tales títulos, por lo común kilométricos, llevan las absurdas pero a veces interesantes y divertidas piezas de este autor, cuyo repertorio, coleccionado en parte en 1759, todavía no ha sido estudiado. El que lo intente quizá reconocerá como nosotros que en éste y otros ínfimos copleros de la era de Felipe V, y de Fernando VI, en autores tan ridículos como el sastre Salvo y Vela, Lobera y Mendieta, Furmento y otros (de los cuales no es el peor Bustamante) hay interés de enredo y algo que remeda o simula la vida, por lo cual no iba tan fuera de camino el público de aquella era infelicísima, prefiriendo tales disparates a los glaciales ensayos de tragedia clásica con que la adormecían Montiano y otros preceptistas de su laya, en cuyas obras parece muerto todo: lengua, versificación y estilo.

Convendría averiguar la patria del vigoroso satírico que en el Diario de los Literatos se firmaba ya Jorge Pitillas, ya D. Hugo Herrera de Jaspedós . Era su verdadero nombre don José Gerardo de Hervás y Cobo de la Torre, y pertenecía a la antigua familia de su apellido en Esles, valle de Cayón. Y no nos resultaría [p. 38] pequeña honra de agregarle al catálogo de nuestros escritores porque versos clásicos más nutridos y jugosos que los suyos no se escribieron en los cincuenta primeros años del siglo XVIII. Un poema de Hervás yace todavía inédito en el Museo Británico.

Otros egregios montañeses del siglo pasado no necesitan el lauro de la poesía para recomendación de sus nombres, pero tampoco es inútil hacer constar que no la miraron con desvío ni tampoco la encontraron esquiva. Bástale, por ejemplo, a don Tomás Antonio Sánchez, hijo ilustre de Ruiseñada, el brío y decisión con que manejaba la prosa satírica, como lo manifiestan la Carta de Paracuellos y la de un devoto de Miguel de Cervantes , verdaderos modelos de invectiva literaria, que el descontentadizo Gallardo comparaba con la Perinola de Quevedo y con el Prete Jacopín del Condestable. Bástale, sobre todo, la gloria de haber tejido antes que otro alguno los anales literarios de los primeros siglos de nuestra lengua, no con noticias tomadas al vuelo no con temerarias conjeturas, sino con la reproducción textual de los mismos monumentos poéticos, inéditos hasta entonces y no sólo inéditos, sino olvidados y desconocidos, ya en librerías particulares, ya en los rincones de oscuras bibliotecas monásticas. Fué Sánchez crítico y filólogo, en cuanto lo permitía el estado en que vivió hasta los tiempos de Raynouard la filología romance, que era entonces ciencia adivinatoria más bien que positiva. Y siempre habrá que decir para gloria de nuestro bibliotecario montañés que él fué en Europa el primer editor de una canción de Gesta , cuando todavía el primitivo texto de los innumerables poemas franceses del mismo género dormía en el polvo de las bibliotecas. Era imposible que en tan asiduo y familiar trato con los documentos poéticos de la Edad Media no granjease don Tomás Antonio singular facilidad para imitarlos, y bien lo mostró en el ingenioso pastiche intitulado Loor de Gonzalo de Berceo que añadió a su edición de las obras del clérigo riojano, y que a críticos muy doctos ha engañado, a pesar del tono de burlas con que le anunció Sánchez.

La memoria de tal hombre bastaría para honrar a la nación montañesa, como pomposamente la llamaba nuestro célebre capuchino Fr. Miguel de Santander, un regionalista en profecía. El cual también fué poeta a sus horas, y poeta no enteramente falto de donaire en lo jocoso ni de fervor en lo sagrado, si bien sus versos [p. 39] son por todo extremo inferiores a su prosa abundante y animada aunque incorrecta, y en la cual todavía quedan algunas chispas de aquel fuego que abrasaba al elocuente compañero de las fatigas apostólicas de Fr. Diego de Cádiz.

Hemos llegado a las puertas de nuestro siglo, y es forzoso detenernos. Siempre fué cortesía literaria nombrar sólo a los muertos. Nadie negará el título de poeta, y de no vulgares dotes, al autor de La Renegada y de El Príncipe Negro en España, al que naturalizó en Inglaterra, y por Inglaterra en toda Europa, la tradición épica española, al feliz imitador de Byron y de Walter-Scott en su lengua propia, al santanderino Trueba y Cosío, creador de la novela histórica española en libros que toda Europa leyó y que penetraron hasta el fondo de Rusia. Ni ha de olvidarse tampoco al laborioso y discreto Campo-Redondo, que con trabas de escuela y rasgos no infrecuentes de prosaísmo, se levantó bastante de la medianía en algunas de las rotundas y bien cinceladas octavas del canto de Las Armas de Aragón en Oriente y en las clásica estrofas de la oda a los antiguos Cántabros; ni al melancólico y delicado Silió, honra de Santa Cruz de Iguña; ni a aquel Velarde, de Hinojedo, que cantó los Andes en versos que parecían masas ciclópeas, rudas y sin labrar pero grandes y majestuosas, y llevó triunfante su desmandada inspiración por la América del Sur, como hoy lleva por Méjico la suya, tan pura y tan armoniosa, el acicalado hablista, el espléndido poeta descriptivo, el tierno poeta elegíaco, autor de la Oda a México y de Liendo o el valle paterno.

Pero he hecho firme propósito de no citar hoy a los vivos. El futuro Cancionero montañés les reserva sus mejores páginas, pero como no se da árbol sin semilla, alguna cuenta hay que tener con los precursores. Cuanto más modestos son los orígenes, más place al pecho bien nacido el recordarlos. Por eso se ha escrito esta noticia bibliográfica, de ningún interés para los extraños y quizá para los montañeses mismos, porque al fin son pláticas de familia de las cuales no suele hacerse mucho caso.

Notas

[p. 9]. [1] Nota del Colector.- No recopilado hasta el presente en Estudios de Crítica Literaria. Se publicó en el libro (colección de artículos de autores montañeses) que lleva por título: De Cantabria. Santander. Imp. de «El Atlántico», 1890.

[p. 9]. [2] Historia de los Heterodoxos españoles, tomo III, e Historia de las ideas estéticas, tomo III, vol. 2.º

[p. 15]. [1] Escrito ya este artículo tropiezo en el Diccionario bibliográfico histórico de Muñoz Romero con noticia de una obra en prosa del P. Palazuelos que existe manuscrita en la Biblioteca de la Academia de la Historia. Su título es Demarcación geográfica de la España Romana y sus provincias delineadas según los fragmentos coordinados de autores griegos y romanos, mayormente para la ilustración de la antigua Cantabria, desde su conquista hasta la invasión de los moros, por don Antonio Fernández Palazuelos. (Ms. en el tomo tercero de la colección de Vargas Ponce). «El objeto de esta obra (dice Muñoz Romero) es impugnar La Cantabria Vindicada de Ozaeta, lo que hace con acierto y copia de textos. Es sensible que el estilo del autor sea extremadamente incorrecto.»

[p. 18]. [1] Régia como sustantivo masculino, equivalente a palacio (domus regia) fué usado también por Maury en su traducción del libro 4.º de la Eneida.

 

[p. 33]. [1] En su disposición exterior, aunque no en su objeto, la obra maestra de Parini recuerda un poemita bastante fácil y gracioso de don Agustín de Salazar y Torres, ingenio del siglo XVII, titulado Las Estaciones del día.

 

[p. 34]. [1] He aquí los títulos de los principales:

-Aquí comienzan unas coplas de las comadres, fechas a ciertas comadres, no tocando en las buenas, salvo de las malas, y de sus lenguas y hablas malas; y de sus afeytes y aceytes y blanduras: et de sus trajes, et otros sus tratos, fechas por Rodrigo de Reinosa

-Comienza un razonamiento por coplas en que se contrahaze la Germania y fieros de los Rufianes y las mujeres del partido.

-Comienzan unas coplas a los negros y negras, y de cómo se motejaban en Sevilla un negro de Gelofe Mandinga contra una negra de Guinea... Cántanse al tono de «la niña, cuando báyleis.» »»

-Comienzan unas coplas de un pastor que andaba enamorado de una pastorcica.

-Comienzan otras coplas pastoriles de como un pastor fué a la corte, et de como otro su compañero le mandaba si iría también o no.

-Gracioso razonamiento en que se introducen dos Rufianes el uno preguntando, el otro respondiendo en germania de sus vidas e arte de vivir (es una pieza semidramática).

En otro género muy diverso tiene :

-Cancionero de Nuestra Señora. Para cantar en la Pascua de la Natividad. (No hemos visto más que la reimpresión de Sevilla, 1612).

[p. 36]. [1] Un ejemplar de esta peregrina obra salió a la venta en Roma hace tres o cuatro años: se ignora actualmente su paradero. Como curiosidad reproducimos la portada:

- Comedia llamada Rosabella. Nuevamente compuesta por Martín de Santander. En la qual se introducen un cavallero, llamado Jasminio, y dos criados: es uno un Vizcaíno y es otro un negro, y una dama llamada Rosabella y su padre llamado Libeo, un hijo suyo y un alguacil con sus criados, y un pastor llamado Pabro. En la qual tracta de como el cavallero por amores se desposó con ella, y la sacó de casa de su padre. Es muy graciosa y apacible. 1556.