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Obras completas de Menéndez... > BIOGRAFÍA CRÍTICA Y... > CAPÍTULO XIX : MENÉNDEZ PELAYO EN SANTANDER (ANECDOTARIO)

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Texto

«En más estimaría poseer un primer ejemplar de La Antoniana Margarita que ser rey de Celtiberia».
Marcelino Menéndez Pelayo.

LA PASIÓN DEL BIBLIÓFILO.—LLEGA UNA JOYA A LA BIBLIOTECA.—EL AMOR A SU PUEBLO.—LAS DISTRACCIONES DEL SABIO.—LO QUE DON MARCELINO REPRESENTABA PARA SUS PAISANOS.

De todos los hombres eminentes, y más aún de los que con pasión se han dedicado a la ciencia, suelen contarse mil anécdotas, ciertas unas y muchas falsamente atribuidas, que desfiguran a veces la contextura moral e intelectual de estos héroes, incomprendidos hasta del vulgo docto.

De esto no ha podido librarse nuestro biografiado, que tanta popularidad alcanzó en España y fuera de nuestra patria también. Varias de esas anécdotas que se cuentan de Menéndez Pelayo, las hemos referido ya durante el relato de su vida, todas ellas son rigurosamente auténticas o al menos muy verosímiles, pues encajan bien dentro de su carácter y costumbres. Pretender recogerlas una a una sería tarea dificilísima, si no imposible, y que a nada conduciría; pero sí queremos en este capítulo, contar las más significativas y que pintan de cuerpo entero a nuestro sabio y el ambiente que le rodeaba principalmente en esta su ciudad de Santander.

[p. 330] La aversión que cogió a Madrid, y que aumentó en sus últimos años hasta el extremo de que estaba pensando en dejar todos sus cargos y venir, no a descansar, sino a trabajar con más ahínco y tesón en su tierruca, nos es bien conocida. Cada año iba prolongando más las vacaciones de Navidad y verano para recrearse con sus amados libros, con su magnífica biblioteca, tal vez el único orgullo que tuvo en su vida.

Joaquina Viluma, riñéndole, según su cariñosa costumbre, le decía en una de sus cartas, que por qué perdía el tiempo con todos los pelmazos que admitía a trabajar en su biblioteca y le robaban las horas que necesitaba para sus estudios. Y a continuación ella misma se explica esta conducta echándole en cara que él pasa por todo con tal de que le alaben sus preciosos libros.

Y era verdad, pues ésta fue siempre su flaqueza, y hasta tal punto que, como refería su hermano Enrique, se indignaba mucho cuando, por compromiso, llevaba éste, para que visitasen la biblioteca, a simples curiosos que no les interesaban los libros más que por fuera. Si al pasar le saludaban y mostraban su admiración al contemplar tantos volúmenes, ya estaba D. Marcelino reconciliado con ellos; y les acompañaba personalmente, y hasta les enseñaba alguna de sus joyas bibliográficas; pero si se iban, haciendo, tal vez por no molestar, no más que una ligera inclinación de cabeza, llamaba inmediatamente a Enrique:

—¿Quiénes son esos tontainas que me has traído? Mira que no decirme siquiera: ¡Cuántos libros tiene usted!

En uno de los últimos viajes, desde Madrid, sin apenas descansar un momento, se metió con su hermano en la Biblioteca, donde le esperaban todos aquellos preciosos volúmenes de clásicos latinos de la edición Valpy que había adquirido al librero Quaritch de Londres, y que aún no los había visto. Los acariciaba uno a uno, recorriendo sus notas y admirando la preciosa encuadernación. Junto a ellos estaban otros libros que había ido remitiendo, algunos de gran valor, pero con mala o ninguna encuadernación.

[p. 331] Su hermano le contempla silencioso y escudriñador. De pronto le dice:

—¡Marcelino! Estoy observando que tienes muy destrozados esos zapatos. Creo que tendrás que comprarte en seguida otros, pues ya sabes cuánto te perjudica la humedad en los pies, y con ese calzado mal vas a defenderte de ella.

No obtuvo contestación alguna. Marcelino estaba obsesionado con sus libros. Sigue un largo silencio que rompe de nuevo Enrique:

—¡Marcelino! Tampoco estás presentable con ese traje; parece ya muy lustroso y hasta algo rozado por abajo el pantalón, y deshilachadas esas bocamangas de la americana. Tendrás que hacerte un traje de verano, más ligero y sobre todo más vistoso.

Nuevo silencio. Marcelino parecía que no se enteraba de nada.

—¡Marcelino, por Dios! ¿No me oyes? ¿No me quieres contestar?

—Sí hombre, sí, ya te he oído: Que me tengo que comprar unos zapatos, que tengo que hacerme otro traje. ¡Bien, muy bien; y luego, al lado de estos libros tan preciosos, todos ésos sin encuadernar!

Como si tuvieran vida material, casi como a hijos, miraba D. Marcelino a sus libros y antes que vestirse él prefería vestirlos [121] .

Cuando alguna nueva joya bibliográfica entraba en la biblioteca se le veía gozoso y lo contaba a todo el mundo; acariciaba el libro, lo besaba, lo ponía luego muy seriamente sobre su cabeza y terminaba, después de haber pasado sus hojas una a una, abrazándolo estrechamente contra su pecho.

La historia de la adquisición de la primera edición de La Antoniana Margarita, de la que llegó a decir que mejor quería [p. 332] poseer un ejemplar «que ser rey de Celtiberia»; la de varias colecciones de autores de la antigüedad clásica, y la de algunos códices, incunables y manuscritos, se la sabían de memoria todos sus familiares y amigos a fuerza de oírsela repetir.

Un día, cuando la familia estaba ya reunida en la mesa a la hora de la comida, se presentó un criado de D. Néstor López-Dóriga que le llevaba de parte de su señor un precioso incunable que éste había adquirido en Madrid para obsequiar a D. Marcelino. Era nada menos que las Eneadas de Plotino en hermosa edición de Antonio Miscomino, impresa en finísima vitela a expensas de Lorenzo el Magnífico, en Florencia en el año 1492. Mejor regalo no se le podía hacer. Brillaba la tinta pura, sin componentes químicos, sobre el blanco pergamino en folio mayor, como si acabara de salir de las prensas; en éste o en el otro margen alguna matadura del tierno animal sacrificado, había dejado, al apomazar la piel, la señal de un agujero hábilmente remendado; pero el libro, de clara y bien perfilada letra romana, era una verdadera joya, un regalo regio. Pocos ejemplares de tal calidad debió hacer Lorenzo el Magnífico de aquella obra de Plotino, el exquisito filósofo platónico; tal vez solamente los que dedicara al Papa y a algunos príncipes de casas reinantes. Y ¿por qué no podría ser éste el que ofreciera a nuestra reina D.ª Isabel la Católica, tan aficionada a los buenos libros?

Y en estas cavilaciones andaba D. Marcelino con su enorme infolio delante, apoyado sobre el borde de la mesa, cuando ya todos sus familiares estaban terminando el postre y él aún tenía intacto el plato de pesca o de carne que iba a empezar cuando llegó el criado del Sr. López-Dóriga.

—Pero come, Marcelino, y luego verás ese libro—, le advertía cariñosamente la mujer de Enrique.

—Sí, sí, en seguida; voy a ver por cima este índice y el artístico colofón. Mira, aquí dice que fue impreso en el año 1493, el año mismo en que se descubrió América. ¿Creéis que hoy, con todos los adelantos modernos, se puede hacer una impresión más nítida y maravillosa?

[p. 333] —No Marcelino, no se puede hacer hoy una impresión mejor; pero come, hombre, come, y luego leerás ese librote.

—Ya, ya como, ¿ves?... Y estaba con el tenedor pinchando fuera del plato por no apartar sus ojos de aquellas páginas tan seductoras.

El incunable —después lo pudo comprobar Menéndez Pelayo— había pertenecido a D.ª Isabel. La lujosa encuadernación primitiva, quizá con cantoneras y broches de plata, tal vez con algún cabujón o piedras preciosas, debió tentar la codicia de alguien, que después, sin saber cuánto valía lo de dentro, lo vendió en una librería de Madrid, en la que lo había encontrado el Sr. López-Dóriga, con una encuadernación, ya en pasta corriente.

Como este incunable de Plotino, ¡cuántos libros hay en la Biblioteca del Maestro en Santander, que tienen su historia, curiosísima y digna de referirse! Son seres con vida, merece cada uno su biografía, conservan aún la huella de su dueño en notas marginales y aclaraciones desde la misma portada, descifrando siglas que ocultan el nombre de un escritor, haciendo advertencias preciosas en las guardas, con datos biográficos del autor o con juicios certeros y concisos del valor de la obra.

¡Sus amados libros! Él no permitía que salieran nunca de la biblioteca.

—Mira, Enrique, le decía una vez a su hermano: ¿Ves este escudo que troquelado en oro hay en la tapa de ese ejemplar del Marqués de Morante y que dice que es de J. Gómez de la Cortina et amicorum? Pues no hagas caso del tal amicorum, porque jamás prestaba un libro; y hacía muy bien, que así es como se pierden las bibliotecas. No dejes tú ninguno, por lo que más quieras; ni al Sr. Obispo. Ese tomo que le prestaste de la España Sagrada del P. Flórez, ¡me tenía más intranquilo! Mira que si se me descabala tan hermosa colección! [122]

[p. 334] ¡Sus libros! Ésta era la preocupación constante de su vida. En cuanto adquiría alguno de gran valor no estaba tranquilo mientras no le viese guardado en los estantes de su biblioteca.

Visité en una ocasión a la Sra. Viuda de D. Isidro Bonsoms en su señorial mansión de la Cartuja de Valdemosa en Mallorca.

A lo largo de un corredor monacal, dos celdas convertidas en viviendas, se disputaban la honra de haber albergado a Chopin; todo lo demás del claustro pertenecía al palacio que allí había construido D. Isidro, el gran bibliófilo catalán y hombre de negocios.

Tiré del cordón de la campanilla de una, al parecer humilde celda conventual, y al poco rato me abrió, no un pobre lego, sino un servidor de la casa, vestido de librea con calzón corto, y me condujo a una preciosa salita de espera.

La Sra. Viuda de Bonsoms era una distinguida y aristocrática dama, inteligentísima y más aficionada a libros que su mismo marido. En cuanto cambiamos unas frases de cortesía me llevó a su riquísima biblioteca. ¡Cuántas historias de sus libros, mostrándomelos uno a uno, me contó allí, y cuántas cosas me dijo también de cuando les visitaba D. Marcelino en Barcelona:

«—Verá V.: en una ocasión le enseñaba mi marido un par de ejemplares raros que acababa de adquirir y entre ellos una soberbia edición de Boscán que le encantaba.

—Para V., D. Marcelino; los compré ya con la intención de regalárselos.

Don Marcelino no cabía en sí de gozo y mostrando su agradecimiento cogió inmediatamente los libros que le ofrecían [p. 335] y los guardó en los bolsillos del gabán que, aunque pocas, algunas veces usaba.

«Yo se los enviaré a Santander o a Madrid, donde V. quiera —le decía Isidro—. No se moleste V. en llevarlos que le abultan y pesan bastante. Pero ya no hubo medio de que soltara sus libros; es más, pasamos luego al comedor, pues aquel día D. Marcelino era comensal nuestro y se quitó el abrigo, pero antes trasladó sus libros a los bolsillos de la americana donde a duras penas le cabían.

Tenía que estar acariciándolos y más de una vez los sacó para comentarlos, mientras comíamos, en algún pasaje o alguna sentencia. Estoy segura de que en sus bolsillos llegarían a Madrid, para donde salió aquella misma noche, y de que durante todo el viaje fue trabando con ellos conversación.»

El libro era para Menéndez Pelayo una cosa muy seria. No toleraba la menor broma en este terreno.

Es cierta aquella historieta que se atribuye, no sé si con razón, a Rodríguez Correa:

—Don Marcelino, tengo un precioso librito de lo más útil y práctico. Su autor es Ridaura.

—Ridaura, Ridaura... No caigo...

—Sí, D. Marcelino; está impreso en Alcoy.

—¿En Alcoy? Qué raro hombre, que cosa más rara. Y ¿de qué trata?

—Pues véalo V.— le dijo el interpelado sacando del bolsillo un librito de papel de fumar de los que entonces se usaban.

Por mucha confianza que con él tuviere, y debía tenerla el autor de esta broma, para hacer tal cosa, a Menéndez Pelayo no le sentó bien, y con bastante indignación se lo contaba pocos días después a Rodríguez Marín.

—El libro no es cosa de juego—, decía a continuación muy serio. Precisamente porque tomaba un poco a juego estas cosas, se molestó también en alguna ocasión con aquel célebre D. Mariano Pardo de Figueroa, que se firmaba el Dr. [p. 336] Thebussem —embuste silabeando al revés— Cartero Mayor del Reino y no sé cuántas rarezas más.

Tenía muchísima razón Enrique al escribir en sus Memorias aquella frase, que ya conocemos, de que su hermano «Amaba a Dios sobre todas las cosas y al libro como a sí mismo». Desde la ventana de su habitación dormitorio en Santander podía contemplar su biblioteca; pero en aquel mes de diciembre de 1911 estaba retenido en cama por el reúma y por aquella grave y última enfermedad que le produjo la muerte. En las primeras horas de la noche se declaró un incendio en un almacén de maderas, cerca del edificio de la Biblioteca. Desde el lecho veía el resplandor de las llamas reflejado por los vidrios del pabellón que guardaba sus libros, y se le antojó que era éste el que ardía. No hubo medio de convencerle; tuvieron que correr la cama hasta la misma ventana para que permaneciese tranquilo.

El amor a su tierra y sus paisanos era en él tan poderoso y absorbente que a veces hasta le hacía perder su habitual ecuanimidad como crítico literario. De la novela de Pereda Sotileza, sobre la que tan hermosas páginas escribió, él mismo dice que no podía juzgarla desapasionadamente porque la heroína era, no sólo de su ciudad natal, sino de su mismo barrio y su misma calle. A su hermano Enrique, casi le prefiere como dramaturgo al chico de Benavente, como llamaban a D. Jacinto por los años que estrenó sus primeras comedias. Y en cuanto a servir y ensalzar a sus amigos de Santander, díganlo aquellos prólogos que puso a varias obras de montañeses y el cariño con que están escritos. Pero no solamente en estos asuntos literarios, sino hasta en los menesteres más corrientes de recomendaciones y ayudas, aun en negocios, que si fueran propios quizá los hubiera abandonado, se desvivía por atender a sus paisanos. Si D. José María necesitaba apoyo e influencia para restaurar la iglesia de Polanco, a Marcelino acudía, y Marcelino iba a ver al Ministro de Hacienda o al Presidente del Consejo; si a D. Ángel de los Ríos le procesaban y condenaban, porque en sus justicieras destemplanzas le soltaba un tiro a un conciudadano, ya estaba D. Marcelino danzando en Madrid, y hasta [p. 337] a la misma Reina acudía pidiéndole indultos para aquel raro y genial señor de la Torre de Provedaño, que tan maravillosamente supo pintar el autor de Peñas Arriba.

Si se pone a comparar a Madrid con Santander no hay que decir cuál de las dos se lleva la palma en todos los aspectos: En 15 de mayo de 1902, cuando Madrid estaba engalanando sus calles y paseos para las fiestas de la proclamación de Alfonso XIII, al llegar a la mayoría de edad, escribe a Enrique: «Madrid está insoportable de isidros y de cursilerías municipales. No puedes imaginarte los horrores que, talando gran parte del arbolado, han perpetrado en el Retiro para instalar unas barracas indecentes como las de la feria de Atocha en el mes de septiembre. Ni puedes imaginarte el efecto que hace la Carrera de San Jerónimo convertida en un bosque de palmeras y plátanos. Los arcos triunfales están a la altura de todo lo restante; nada hay que se parezca, ni remotamente, a lo que se hizo en Santander cuando estuvieron los Reyes hace dos años».

Por alabar a su Santander hasta le parecía bien que lloviese tanto, y en 1903 le habla a Serrano Morales del clima «húmedo pero apacible» de Santander, que le alivia el reúma.

A Rodríguez Marín le escribía desde Santander en 29 de julio de 1907: «Aquí me encuentro como el pez en el agua, y suelto la piel vieja, como las culebras». Y si estando en su ciudad venían, día tras día, incesantes y ya insoportables aguaceros, todavía se consolaba D. Marcelino, pensando que peor estarían los de Bilbao.

Mucho quería él a Santander; pero también Santander le quería a él entrañablemente, empezando, como es natural por sus familiares. Enrique al recibir carta de su hermano anunciando ya el día en que saldría de Madrid le escribe a Marcelino en 26 de junio de 1910: «No me inquietaba, en efecto, tu tardanza en escribir, pues sé cuánto te agrada poder decir en esta época, que sales tal día... Todo te espera a punto: la biblioteca compuesta y limpia como una novia, fresca la glorieta, y un beefsteack sobre la mesa».

En Santander se acostaba, y se levantaba también, más [p. 338] pronto que en Madrid. Hacia las once estaba ya en la cama, no durmiendo, pero si leyendo o escribiendo según su inveterada costumbre. Una noche, poco después de acostarse, le oyeron sus familiares llamar con alarma; acudieron inmediatamente a su habitación y vieron que un gran tintero estaba volcado sobre el lecho. Pero D. Marcelino recibía ya muy tranquilo, a su hermano diciéndole: «Afortunadamente no fue nada, Enrique; mira, está intacto». Y le mostraba, levantándolo en alto con ambas manos, como si acabara de salvarlo de un naufragio, un viejo libro con preciosa encuadernación. Nada había ocurrido, pero sábanas, colcha y mantas eran un mar de tinta.

De diez y media a once, después de un desayuno de tenedor, que en el verano, si el tiempo estaba bueno, lo hacía en la glorieta del jardín, cubierta de plantas trepadoras, se le veía atravesar hacia su biblioteca en la que se encerraba para trabajar. Por las tardes, solía ir a pasear en el Sardinero, solo muchas veces, con algún amigo íntimo o con Joaquina Viluma cuando venía desde San Pantaleón de Aras, que es donde tenía su casa solariega.

Antes entraba en El Áncora donde tomaba café, a veces, no siempre, con la consabida capita de coñac, cosa entonces corriente entre los degustadores de café. A la vuelta del Sardinero pasaba por el Círculo de Recreo para leer la prensa y escribir algunas cartas o redactar notas en la pequeña, pero escogida biblioteca de este casino. En papel del Círculo están escritos unos apuntes, que publiqué en el último tomo de la Historia de las Ideas Estéticas (Edición Nacional), que habían de servirle como índice para escribir los capítulos de la Historia de la Estética en España durante el siglo XIX.

No merecen la pena de refutarse los infundios mal intencionados que se han propalado respecto a la afición de D. Marcelino a la bebida. Cualquiera que haya leído con atención los capítulos anteriores, comprenderá que tales excesos son incompatibles con la vida honesta y de constante trabajo de Menéndez Pelayo; pero bueno será que aquí hagamos constar que vivía en Santander cuando se imprimió la primera edición de esta Biografía como alto empleado del Círculo de Recreo, [p. 339] el jovencillo aquel que, en los primeros años de este siglo, atendía la biblioteca del Círculo y servía a D. Marcelino los libros que necesitaba. «Jamás le vi tomar una copa de nada, aunque a veces se pasaba leyendo o escribiendo horas enteras», afirmó nuestro amigo D. Santiago Toca. Ya ha podido enterarse el lector por la nota 115 del concluyente informe del Doctor Rodríguez Cabello, que asistió a Menéndez Pelayo en su última enfermedad.

Añadamos ahora que el Doctor D. Leonardo Gutiérrez Colomer de la Real Academia de Farmacia dio el 30 de junio de 1961 una conferencia que tituló: «Dolencias y medicamentos de D. Marcelino Menéndez Pelayo». En el diario YA de 1 de junio aparecía la reseña de esta conferencia, reseña de la que transcribimos los siguientes párrafos: «La enfermedad más arraigada y dolorosa del sabio montañés —explica el conferenciante— fue un reúma articular infeccioso que le obligaba en varias ocasiones incluso a andar apoyado en muletas, y que sin duda influyó en su posterior hidropesía, de la que probablemente pudo ser secuela la cirrosis hepárica que le llevó prematuramente a la tumba».

El Doctor Gutiérrez Colomer era montañés, como D. Marcelino y tuvo farmacia en Madrid en la calle del León, muy cerca de la Academia de la Historia, farmacia de la que era cliente Menéndez Pelayo cuando vivía en las habitaciones de la Academia.

Antes de oscurecer volvía a encerrarse en su biblioteca, y en el silencio de la noche era cuando con más fervor se le veía entregado a la tarea. Su paisano, discípulo, amigo íntimo y albacea testamentario, D. José Ramón Lomba de la Pedraja, cuenta como en esas horas, prestando oído cerca de la puerta de su despacho, se sentía el rasguear de su pluma nerviosa y veloz sobre las duras cuartillas de papel de hilo que siempre usaba, y hasta el acezar fatigoso del que está sometido a un trabajo sin descanso. Estaba allí como clavado en su asiento, sin levantarse para comprobar una cita, sin consultar un libro; todo lo retenía en su fenomenal memoria: La prosa brotaba [p. 340] natural, espontánea, sencilla, sin tropiezos, y en las grandes cuartillas apenas sí se notaban enmiendas y tachaduras.

Así escribía D. Marcelino, así, y aquí, en el despacho de su biblioteca de Santander, están escritos la mayor parte de los tomos de sus obras fundamentales. Obras en las que, aunque los nuevos datos de primera mano abunden, no son nunca lo más importante, sino la reelaboración que de la materia histórica hace en su mente, la creación genial, la verdadera inspiración poética que, como si estuviera poseído de un numen, descendía a él en aquellas horas de intenso trabajo.

Terminada la principal labor del día entraba Enrique, y quizás algún amigo íntimo que con éste se encontraba en el despacho de la Biblioteca. D. Marcelino no era entonces exigente para el silencio, se podía hablar quedo ante él, y hasta tomaba parte a ratos en la conversación, mientras se dedicaba a corregir las galeradas o capillas que había recibido de la imprenta. Algo descuidado fue siempre para esto y las ediciones de sus libros salieron con frecuentes erratas.

Alguna vez ocurrió que el acompañante de Enrique, al ver que había terminado de corregir las últimas pruebas, no sé si de un discurso o de un prólogo breve, se atrevió a pedirle el original que aún tenía el Maestro sobre su mesa.

—Pero, hombre, ¿para qué se va a molestar V. en leer estas letronas mías? Dentro de muy pocos días tengo ya ejemplares impresos y le daré uno.

Y el candoroso y humildísimo D. Marcelino no caía en la cuenta de que aquel amigo lo que pretendía era guardar como joya preciosa un estudio autógrafo del gran Maestro. Claro, como él, una vez utilizadas por la imprenta, tiraba sin orden ni concierto sus cuartillas en la parte baja de su armario-librería, donde estaban también sus títulos académicos, premios, nombramientos honoríficos, etc., etc., todo revuelto, no comprendía que nadie diese importancia a una cosa que para él tenía tan poca.

En cuanto a leer lo hacía en todas partes, pues siempre llevaba algún libro en el bolsillo. Sus ojos no se cansaban, y [p. 341] después de haber sorbido tanta letra a cualquier luz y en las peores y más absurdas situaciones, no necesitó jamás usar gafas; solamente una lupa para descifrar algún viejo manuscrito, los minúsculos garrapatos de Milá, la preciosa, pero casi invisible caligrafía de Farinelli, capaz de escribir el Credo en el círculo de un céntimo, o la desconcertante y endiablada letra de su amigo Clarín. Pero, cuando cómodamente sentado se entregaba a la lectura, usaba, para no saltarse renglón, las plumillas a las que se les había roto un punto. Con aquel finísimo estilete descendía rápidamente señalando las líneas del libro y se podía comprobar la vertiginosa velocidad con que desaparecían las páginas. A este sencillo instrumento de ayuda en la lectura le llamaba D. Marcelino, no he podido averiguar por qué, la pataca. Todavía se conserva entre los recuerdos personales, en su Casa-Museo, una de las patacas, montada en su portaplumas o palillero. Por cierto, que algo expuesto era hablar con D. Marcelino teniendo éste un libro abierto en la mano izquierda y la pataca en la derecha, pues accionando, sin soltar su pluma rota, se iba acercando cada vez más al interlocutor y le clavaba sin darse cuenta la plumilla de acero, si el otro no estaba prevenido.

Porque en esto de las distracciones, Menéndez Pelayo es verdaderamente un caso de lo más típico y característico del sabio absorbido por sus cavilaciones.

Bien conocido es el sucedido, que voy a referir. El primer tranvía de vapor que se estableció en Santander salía de la Plaza del Príncipe y por el túnel de Miranda llegaba en el más corto recorrido, al Sardinero, donde, describiendo una media circunferencia, daba la vuelta para regresar al punto de partida.

Don Marcelino tomó asiento una tarde en el coche y, según su costumbre, sacó del bolsillo un libro. A poco rato el vehículo se puso en marcha y llegó al Sardinero. D. Marcelino continuaba su lectura y nada ni nadie le interrumpía. Entran nuevos viajeros, da unos cuantos pitidos la pequeña locomotora, que parecía de juguete y, traca, traca, a Santander otra vez.

Don Marcelino imperturbable seguía leyendo; pero llegó [p. 342] a un punto en que hizo alto. Levanta la vista del libro, mira sorprendido alrededor y dirigiéndose al cobrador le dice:

—Pero ¿es que no vamos a salir hoy?

—Sí, D. Marcelino, —contestó el otro sonriéndose para sus adentros—, ahora mismo.

Y le llevaron por segunda vez al Sardinero; claro que tomando la precaución de ver si bajaba a la llegada.

Su hermano Enrique cuidaba de él como de un niño: le tenía que advertir antes de que emprendiera el viaje de Madrid a Santander, que mandara a Julio, el conserje que le atendía en sus habitaciones de la Academia, a pedir el billete gratuito que como a Senador del Reino le correspondía: «visita a fulano, ponte las camisetas fuertes que ya viene el frío, dale las gracias a las niñas de Paulino por la foto que te hicieron, etc., etc.». Y cuando estaba Marcelino en Santander, aprovechaba su hermano algún momento de descanso y charla familiar para sondear un poco en cuestiones económicas. ¡En buen terreno se metía! Aquel hombre, aunque nunca estuvo sobrado de él, jamás se enteró para qué servía el dinero. Ni sabía lo que había ganado con sus publicaciones, ni lo que cobraba como Director de la Biblioteca Nacional, ni lo que importaban las cuentas quincenales o mensuales de restaurantes y libreros, ni nada de esas cosas tan corrientes del toma y daca en la vida. Si su hermano cariñosamente insistía en su inquisición, la respuesta invariable de D. Marcelino ya se sabía cuál era: «Mira, Enrique, Julio te dirá, yo no estoy bien enterado de eso». Julio parece que fue un fiel servidor; él era quien cobraba y pagaba en todas partes por D. Marcelino.

Todo había que advertírselo, bien lo sabían lo mismo que los familiares sus amigos. Tamayo y Baus le escribe: «Cheste ha cumplido esta noche pasada ¡85 años!, y sin duda le sería grato recibir una tarjeta de usted. ¿La tiene usted?»

Enrique nos cuenta, en sus tantas veces citadas Memorias, la distracción de D. Marcelino cuando su tío D. Juan Pelayo y otro médico santanderino van a París para adquirir [p. 343] tuberculina , que era la vacuna entonces en boga, y estudiar su aplicación. «Les dio Marcelino recomendaciones para nuestro embajador en la capital francesa y para otros personajes de cuenta; pero al llegar ambos doctores a París se enteraron de que la recomendación no era para el embajador de París, sino para el de no sé qué otra capital europea».

Victorio Macho, siendo muy joven, tenía comenzado un busto de D. Marcelino que deseaba terminar. Regresó Menéndez Pelayo a Madrid a fines de septiembre, malhumorado por dejar su Santander y por la ingrata tarea de los exámenes que se le echaba encima. «¡Don Marcelino, D. Marcelino! —le gritaba el escultor que le vio meterse en la Academia de la Historia, y detrás de él continuaba escaleras arriba para preguntarle si quería posar de nuevo—; ¡Don Marcelino, D. Marcelino!». Por fin éste, sin apenas volver la cabeza y sin dejar de trepar por la escalera, le dice: «¡Nada, nada, a estudiar! ¡Ya he dicho que este año no admito ninguna recomendación!»...

Una de las distracciones de Menéndez Pelayo pudo costarle la vida en su casa de Santander durante las vacaciones de Navidad, allá por los años 1903 a 1906. El comedor de la casa estaba situado en la planta baja, y para evitar humedades y fríos en invierno, solían esterarlo poniendo debajo como aislante, una buena cantidad de paja corta. Enrique y su señora, ambos muy aficionados al teatro, habían salido a una función de noche. Marcelino se quedó leyendo en la misma mesa del comedor hasta que volviesen. Ardían buenos maderos en la chimenea francesa que estaba, y está hoy, en el rincón de la habitación. De uno de esos maderos se desprendió un tizón que cayó sobre la esterilla, la cual comenzó a arder y con ella la paja, produciendo densa humareda y fuerte olor.

Don Marcelino leía y leía sin enterarse de nada de lo que junto a él estaba ocurriendo. La atmósfera se ponía cada vez más densa y ennegrecida. Aquel impertérrito lector continuaba devorando páginas y su vista de lince rasgaba las tinieblas; instintivamente se había puesto de pie para tener la lámpara del comedor metida encima del libro y de los ojos; ni aun así se podía leer bien. Providencialmente aparecía Enrique de [p. 344] vuelta del teatro. Desde la entrada del jardín había notado el olor a chamusquina. Su hermano estaba con la cara abotargada y la respiración anhelosa.—«¡Marcelino, por Dios, tú eres tonto de remate!, le dice después de abrir puertas y ventanas. No sé por qué la gente te tiene por sabio. Pero ¿no ves que te estás asfixiando en esa humareda?»

Absorbido por su lectura, nada había notado Menéndez Pelayo; si tarda algo más en llegar Enrique le hubiera venido un desvanecimiento repentino y en aquel ambiente ya irrespirable hubiera perecido.

Sus paisanos le rodearon siempre de una respetuosa admiración. No son únicamente todos esos actos oficiales y públicos, de subvenciones por el Ayuntamiento y la Diputación, de homenajes y adhesiones al más ilustre hijo de la Montaña, que ya conocemos por el relato de esta historia, sino que todos los ciudadanos competían, a su modo, en rendir tributo de cariño al hombre bueno y sabio a quien familiarmente conocían por Don Marcelino.

—¿Va V. a subir D. Marcelino?—, le gritaba deteniendo sus mulillas y descubriéndose, el conductor del primer tranvía de sangre que circuló entre Santander y el Sardinero, cuando se lo encontraba por las tardes camino de la playa. Y si montaba y sacaba del bolsillo uno de aquellos libros, que siempre llevaba para no perder ni unos minutos, el cobrador se hacía el distraído y no le interrumpía en su lectura.

Pero esto de que parara el tranvía por si D. Marcelino quería subir, no es nada comparado con lo que le ocurrió allá por el verano de 1907 cuando iba a tomar los baños de Puente Viesgo. Salía temprano para regresar a casa a la hora de la comida, y como era poco madrugador, casi siempre llegaba a la estación muy a la hora justa o tal vez un poco después. Pero allí estaba el jefe, señor Haro, a quien tantos hemos conocido, con su blanca barba apostólica y tipo venerable, que impaciente y previsor había enviado ya un emisario.

—Vaya V. a ver si viene ese hombre, que ya es la hora pasada.

[p. 345] Pero ni sonaban las clásicas campanadas, ni silbaba la locomotora, hasta que D. Marcelino estaba ya acomodado en su asiento. ¡Cuántos días el tren esperó por él!

Y a propósito de trenes y tranvías, gracioso es también un suceso que me ha referido uno de los actores en él: D. Luis de Escalante y de la Colina, presidente de la Sociedad de Menéndez Pelayo: Venía D. Marcelino de Madrid en un coche de primera, pues todavía no circulaban aquellos sleeping-car, que la graciosa Joaquina Viluma llamaba siempre el carro durmiendo. Era muy de madrugada cuando en uno de los departamentos del coche se oyeron grandes discusiones; parecía que era a cuenta de un cristal roto por el que entraba el frío y la llovizna.

—Le digo a V. que no tiene V. derecho a hablarme así, porque cuando yo me he hecho cargo del tren en Alar, el cristal estaba ya roto; y yo no tolero...

—Ni yo estoy dispuesto tampoco a tolerar este mal servicio de la compañía del que ustedes son los responsables por incuria y abandono.

—Oiga V., que yo no aguanto que me digan...

—Ni yo aguanto tampoco...

¡Calla! Si es la voz de D. Marcelino, dijo para sí Escalante, que entonces era estudiante de Derecho en la Universidad de Salamanca y regresaba también en aquel tren. Y allá se fue, al departamento inmediato, y haciendo un aparte con el revisor, que era el que discutía acaloradamente con Menéndez Pelayo, le dice:

—Pero, ¿V. sabe quién es ese señor con quien discute?

—No lo sé ni me importa; aunque fuera el ingeniero o el presidente de la Compañía del ferrocarril; pues yo no consiento que nadie me falte, decía muy excitado.

—Pero, si es D. Marcelino Menéndez Pelayo, le replica Escalante.

Mágicas palabras; aquel hombre, que tanto estaba alardeando, no sabía dónde meterse y se escabulló silenciosamente. [p. 346] No lo puedo asegurar; pero aquel revisor probablemente era un legítimo «Hijo de Santander».

Hasta las ordenanzas municipales parece que no regían cuando se trataba de D. Marcelino. Por lo menos así debió de entenderlo aquella pareja de guardias que una tarde, a últimos de la temporada de verano, cuando ya quedaban pocos forasteros, se encontraba de vigilancia en el Sardinero. Eran los tiempos en que la higiene pública callejera había hecho poquísimos progresos.

—¡Mira! ¿No ves a aquel señor que está allí, junto a la palmera infringiendo las ordenanzas municipales?

—¡Déjalo, hombre, déjalo! Si es D. Marcelino.

—¡Ah!

Y los dos se volvieron discretamente mirando... a la mar.

La popularidad de Menéndez Pelayo alcanzaba hasta la masa del pueblo; y como entonces había en Santander dos hombres realmente geniales y conocidos en todo el mundo: D. José María de Pereda y D. Marcelino, aunque uno y otro vivían en amistad entrañable y de admiración constante, tenían sus partidarios que les discutían y les ponían como en competencia. Hubo, pues, en Santander sus peñitas, una de peredianos y otra de marcelinistas, que sin haber leído a ninguno de los dos, decían mil cosas pintorescas y discutían sobre cuál era más sabio y más artista.

Muerto ya D. José María y a pesar de que, como si fuera un miembro de su familia, le lloró D. Marcelino, aún quedaba algún grupito de recalcitrantes hinchas de uno u otro.

Cuando en 23 de enero de 1911 leyó Menéndez Pelayo ante la estatua de Pereda, que se inauguraba en los jardines del Muelle, aquel hermoso discurso que es una explosión de cariño a «su inmortal amigo, parte grande de su alma y amigo de los de su sangre antes que él naciera», el grupo marcelinista estaba retirado, sin tomar parte en la fiesta, y observando atentamente desde el café El Áncora el momento en que interviniera Menéndez Pelayo. Se acercaron cuando ya empezaba a leer sus cuartillas:

[p. 347] —«Alcanzó Pereda la sublimidad en dos o tres momentos de su vida y de su arte...»

Aquí, el más significado de los marcelinistas da un codazo a su vecino y comenta: en dos o tres momentos sólo: apunta.

—«Lo que parece limitación es la raíz de su energía: pocas ideas, pero claras y dominadoras, sentimientos primordiales, técnica elemental...»

—Bueno va esto, decía el comentarista: ¿la has cogido?

Por fin llega D. Marcelino en su lectura a aquel brillantísimo párrafo, uno de los mejores de su pieza oratoria, que comienza así: «No fue Pereda literato profesional, sino un hidalgo que escribía libros...»

Entonces el jefe de la pandilla ya no quiso oír más, pronuncio en voz más alto un chúpate ésa y se largó tan satisfecho con sus camaradas.

!Éstos sí que eran hijos legítimos de... Puerto Chico!

Yo he conocido a un vigilante de consumos del Ayuntamiento de Santander, que se sabía de memoria este discurso de D. Marcelino en la inauguración del monumento a Pereda. Delante de varios miembros directivos de la Sociedad de Menéndez Pelayo nos lo recitó un día en la Biblioteca dándole gran entonación.

Hora es de que pongamos fin a este anecdotario que se haría interminable si contáramos tantas y tantas pequeñas historias, muestras de admiración de sus paisanos por Menéndez Pelayo y de éste por ellos; pero por lo edificante, quiero terminar, aunque ya se ha divulgado en varios periódicos y revistas, y yo mismo lo he contado más de una vez, refiriendo lo sucedido con un herrero o calderero, no sé bien, pero hombre de oficio ruidoso, que es lo que interesa para nuestro relato.

Vivía en la calle de Gravina, frente por frente a la fachada lateral de la Biblioteca del sabio. Mientras no aparecía D. Marcelino en el jardín de su casa, machacaba de firme sobre el hierro metiendo gran ruido; pero en cuanto le veía cruzar [p. 348] para ir a trabajar en su despacho de la biblioteca, se entregaba a una labor silenciosa para no distraer las meditaciones de su estudioso vecino. Es más, no sólo guardaba él silencio, sino que se lo hacía guardar a todos los que pasaban por la calle alborotando: a la chiquillería entregada a sus juegos, a la pescadora de voz chillona, que anunciaba la mercancía, al carrero que al subir la pina cuesta restallaba el látigo y animaba a los animales con fuertes interjecciones de las que por decencia no aparecen en el diccionario de la lengua.

«¡Silencio! —decía a todos aquel buen menestral—. ¡Silencio!, que D. Marcelino está trabajando.»

Don Marcelino no ha muerto, no pretendan enterrárnoslo; vive y vivirá mientras haya hombres que piensen en español y en cristiano, vive y continúa trabajando en su biblioteca y ayudando en sus tareas a todos los que con buena voluntad y nobleza de alma contemplan, sin envanecimiento, lo que fuimos; estudian, sin desaliento, lo que somos; escudriñan, con esperanza, lo que podemos ser. Tomémosle por MAESTRO y GUÍA y, agrupados bajo su nombre, dediquémonos a la tarea que él nos dejó trazada.

El autor de esta BIOGRAFÍA daría por muy bien empleados sus esfuerzos y los afanes que aún le esperan, si tal cosa se consiguiera; y cuando ya el trabajo le rinda saldrá a la calle, como el herrero de nuestra anécdota, para decir a los gárrulos y ociosos corrillos:

—¡Silencio! Don Marcelino continúa trabajando.

Notas

[p. 331]. [121] . Hoy, gracias a la generosidad del Excmo. Sr. D. Eugenio Rodríguez Pascual, marqués de Pelayo, insigne favorecedor, como todos sus antecesores en el título, de esta Biblioteca, los libros están casi todos encuadernados.

[p. 333]. [122] . Sólo conozco un caso en que D. Marcelino prestara un libro raro para fuera de su biblioteca. Fue el de las capillas de los Diarios de Jovellanos, que estaban preparados para formar el tercer tomo de sus Obras en la Biblioteca de Autores Españoles de Rivadeneyra. Después de algunas amargas disputas con el jovellanista D. Julio Somoza, como prueba de una sincera amistad a que ambos llegaron en cuanto se comprendieron, D. Marcelino prestaba a D. Julio, eso sí, con toda clase de precauciones, fijando fecha de devolución y por medio de enviado especial, los famosos pliegos de pruebas, únicos ejemplares de un libro que no llegó a imprimirse, e inédito estuvo hasta hace bien poco.

Una de las cláusulas del testamento de Menéndez Pelayo, en el que hace el legado de sus libros y edificio en que se hallaban al Excmo. Ayuntamiento de Santander, prohíbe que se pueda, «bajo ningún pretexto, prestar ni sacar de la Biblioteca libro, códice ni documento alguno».