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Obras completas de Menéndez... > HISTORIA DE LOS HETERODOXOS... > II : PERÍODO DE LA RECONQUISTA > LIBRO TERCERO > PREÁMBULO

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Fecha por todas razones memorable es la de la conquista de Toledo (a. 1085) en la historia de la civilización española. Desde entonces pudo juzgarse asegurada la empresa reconquistadora, y creciendo Castilla en poder y en importancia, entró más de lleno en el general concierto de la Edad Media. Elementos en parte útiles, en parte dañosos para la cultura nacional, trajeron los auxiliares ultrapirenaicos de Alfonso VI: tentativas feudales, unas abortadas, otras que en mal hora llegaron a granazón, produciendo el triste desmembramiento del condado portugués; fueros y pobladores francos, exenciones y privilegios, dondequiera odiosos, y aquí más que en parte alguna por la tendencia unitaria y niveladora del genio español. Al mismo paso, y por consecuencia del influjo francés, alteróse nuestra liturgia, sacrificándola en aras de la unidad, pero no sin que a nuestro pueblo doliese, no sin tenaz y noble resistencia; y apretamos más y más los lazos de nuestra Iglesia con las otras occidentales y con la de Roma, cabeza de todas. El historiador español, al recordar la ruina de aquellas venerandas tradiciones, no puede menos de escribirla con pesar y enojo y calificar con dureza alguno de los medios empleados para lograrla; pero, ¿cómo negar que el resultado fué beneficioso? Para que se cumpla el fiet unum ovile et unus pastor, necesaria cosa es la unidad, así en lo máximo como en lo mínimo. [p. 138] Y, por otra parte, ¿no sería absurdo pensar que la gloria y la santidad de nuestra Iglesia estaban vinculadas en algunas variantes litúrgicas, no tantas ni de tanto bulto como se pretende? [1] Por ventura después de la mudanza de rito, ¿se apagó la luz de los Isidoros, Braulios y Julianes, o dejó nuestra Iglesia de producir santos y sabios? Respondan, sobre todo, el siglo XV y el XVI.

Como quiera, y antes de entrar en el estudio de las herejías del segundo período de la Edad Media, conviene dar alguna razón de este notable cambio, procurando sin ira ni afición, ya que las causas están tan lejos, poner en su punto la parte que a propios y a extraños cupo en esas novedades eclesiásticas.

Sabido es que el rito malamente llamado gótico o muzárabe no es ni muzárabe ni gótico de origen, sino tan antiguo como el cristianismo en España, e introducido probablemente por los siete varones apostólicos. Claro que no nació en un día adulto y perfecto, ni se libró tampoco de sacrílegas alteraciones en tiempo de los priscilianistas, aunque ni duraron mucho ni se extendieron fuera del territorio de Galicia, donde se enmendó luego la anarquía, gracias a la Decretal del Papa Vigilio (538) y al Concilio Bracarense (561). El Toledano III (de 589) añadió al Oficio de la Misa el símbolo constantinopolitano, y el Toledano IV (633) uniformó la liturgia en todas las Iglesias de España y de la Galia Narbonense. Los más esclarecidos varones de aquella Edad pusieron mano en el Misal y en el Breviario góticos. Pedro Ilerdense, Juan Cesaraugustano, Conancio de Palencia, San Leandro, San Isidoro, San Braulio, que compuso el Oficio de San Millán, San Eugenio, de quien es la Misa de San Hipólito, San Ildefonso, San Julián y otros acrecentaron el rito con oraciones, himnos, [p. 139] lecciones... sin que sea fácil, ni aun posible, determinar lo que a cada uno de ellos pertenece. Al Doctor de las Españas se atribuye la mayor tarea en este arreglo de la liturgia, que por tal razón ha conservado entre sus nombres el de isidoriana. [1]

Ni esta liturgia especial quebrantaba en nada la ortodoxia, ni la Iglesia española era cismática, ni estaba incomunicada con Roma... Todos éstos son aegri somnia. Con sólo pasar la vista por el primer libro de esta historia, se verá el uso de las apelaciones en el caso de Basílides y Marcial; la intervención directa de San León y de Vigilio en el caso de los priscilianistas, y la supremacía pontificia, altamente reconocida por San Braulio, aun después de la reprensión inmotivada del Papa Honorio, mal informado, a los Obispos españoles. Agréguense a esto la Decretal de Siricio, las dos de Inocencio I, la de San Hilario a los Obispos de la Tarraconense, las epístolas de San Hormidas, las de San Gregorio el Magno, la de León II... y se tendrá idea de las continuas relaciones entre España y la Santa Sede en los períodos romano y visigótico. Más escasas después de la conquista árabe, por la miserable condición de los tiempos, aún vemos al Papa Adriano atajar los descarríos de Egila, Migecio y Elipando, y dirigir sus epístolas omnibus Episcopis per universam Spaniam conmorantibus; y a Benedicto VII fijar los límites del Obispado de Vich en 978.

En cuanto a la pureza del rito, ¿cómo ponerla en duda cuando en él habían intervenido tan santos varones? Cierto que Elipando invocó en apoyo de su errado sentir textos del Misal y del Breviario góticos, dando motivo a que Alcuino y los Padres Francofurdienses hablasen con poco respeto de los toledanos, pero el mismo Alcuino reconoció muy luego el fraude del herético Prelado, que se empeñaba en leer adopción y adoptivo, donde decía y dice [p. 140] assumpcion y assumpto. Más adelante, en el siglo X, el rito muzárabe obtuvo plena aprobación pontificia. En 918, reinando en León Ordoño II, el Legado Zanelo, que vino de parte de Juan X a examinar los Misales, Breviarios y Sacramentales, informó favorablemente al Pontífice, y éste alabó y confirmó en el Sínodo romano de 924 la liturgia española, mandando sólo que las secretas de la misa se dijesen según la tradición apostólica. [1]

Pasa un siglo más, y cuando las tradiciones de la Iglesia española parecían firmes y aseguradas, viene a arrojar nuevas semillas de discordia la reforma cluniacense, entablando a poco los galicanos declarada guerra contra el rito español, la cual sólo termina con la abolición de éste en 1071 y 1090.

La abadía de Cluny, célebre por la santidad y letras de sus monjes, y por la influencia que tuvieron en la Iglesia romana, llegando muchos de ellos a la tiara, fué en el siglo X eficacísimo dique contra las barbaries, corrupciones y simonías de aquella edad de hierro. Aumentado prodigiosamente el número de monasterios que obedecían su regla (en el siglo XII llegaban, según parece, a 2.000), ricos de privilegios y de exenciones, fueron extendiendo los cluniacenses su acción civilizadora, aunque tropezando a las veces con los demás benedictinos, no sujetos a aquella reforma, sin que por eso pudiera tachárselos de relajados. Por lo tocante a España, en modo alguno puede admitirse esa decadencia del monacato, y los documentos en que de ella se habla, dado que pasen por auténticos, son a todas luces de pluma parcial y extranjera. Pero ni aun de su autenticidad estamos seguros. Dicen los [p. 141] cronistas de la Orden de San Benito, que a principios del siglo XI llegó a oídos de D. Sancho el Mayor de Navarra la fama del Monasterio de Cluny, y que envió a él al monje español Paterno para que estudiara la reforma y la introdujese en San Juan de la Peña. El mismo Paterno y otros monjes pinnatenses reformaron el Monasterio de Oña, fundado como dúplice en 1011 por el conde D. Sancho, arrojando de allí a las religiosas, que vivían con poca reverencia, según dice el privilegio. Paterno dejó de abad a García. Conforme a otra versión, la reforma fué hecha por el ermitaño Íñigo, a quien trajo D. Sancho de las montañas de Jaca. Dícese también que era cluniacense el abad Ferrucio de San Millán de Siero, Monasterio fundado por D. Sancho el Mayor en 1033.

Hasta aquí las crónicas benedictinas. Los documentos que se alegan son un diploma del rey D. Sancho, [1] fechado en 1033, y una Vida del abad San Íñigo, conservada en latín en el Archivo de San Juan de la Peña y en castellano en Oña. El primero es por muchas razones sospechoso: la elegancia relativa de su latinidad; el decir D. Sancho que había acabado con los herejes de su reino, como si entonces los hubiera: el faltar del todo las firmas de los Obispos de Navarra; el orden extraño y desusado de las suscripciones, junto con otros reparos más menudos, han quebrantado mucho, desde los tiempos de Masdeu, el crédito de este documento, que nadie defiende sino de soslayo, y por ser tan grande la autoridad del Padre Yepes, que le alega. Realmente pone grima el pensar que de una pluma española salieran aquellas invectivas contra la religiosidad de nuestra Iglesia y contra la virtud de las monjas de Oña, compañeras de Santa Tigridia. La Vida de San Íñigo (aunque no está en contradicción con el privilegio de Don Sancho, puesto que éste habla de una reforma anterior, y con ella serían dos en poco más de diez y nueve años, cosa inverisímil) es realmente moderna, como reconocieron los bolandos.

Pero aunque padezca contradicción la legitimidad de esos [p. 142] documentos, fuera excesivo pirronismo negar del todo las reformas cluniacenses en tiempo de D. Sancho. La mentira es siempre hija de algo; y quizá esos privilegios no son apócrifos, sino refundidos o interpolados cuando tantos otros, es decir, a fines del siglo XI, época del grande apogeo de los rnonjes galicanos. Por lo demás la Iglesia española no necesitaba que vinieran los extraños a reformarla: la enmienda que había de ponerse en los abusos y vicios aquí menores que en otras partes, hízola ella por sí, y buena prueba es el Concilio de Coyanza.

A fines del mismo siglo XI, en 1062, vino a Castilla de Legado pontificio el célebre y revoltoso Cardenal Hugo Cándido, empeñado en destruir el rito muzárabe. Los Obispos españoles reclamaron de aquel atropello, y enviaron a Roma cuatro códices litúrgicos; el libro de Órdenes (códice de Albelda), el Misal (códice de Santa Gemma, cerca de Estella), el Oracional y el Antifonario (códices de Hirache). Fueron comisionados para entregarlos a Alejandro II, D. Munio, Obispo de Calahorra; D. Jimeno, de Auca, y D. Fortún, de Álava. El Papa reconoció y aprobó en el Concilio de Mantua (1063) la liturgia española, después de diez y nueve días de examen. [1]

Hugo Cándido había seguido el bando del Antipapa Cadolo; pero reconciliado con Alejandro II, viósele volver a España en 1068 con el firme propósito de abolir en Aragón el rito muzárabe. Era el rey D. Sancho Ramírez aficionado por demás a las novedades francesas, y gran patrocinador de los cluniacenses de San Juan de la Peña, que lograron en su tiempo desusados privilegios, entre ellos el de quedar exentos de la jurisdicción episcopal. En vano se opusieron los Obispos de Jaca y Roda a tal exención, [p. 143] desusada en España. El abad Aquilino fué a Roma, puso su Monasterio bajo el patronato de la Santa Sede, y alcanzó el deseado privilegio.

Así preparado el terreno, y dominando en el ánimo del rey los pinnatenses, logró sin dificultad Hugo Cándido la abolición del Oficio gótico en Aragón, y poco después en Navarra. El 22 de mayo de 1071, a la hora de nona, se cantó en San Juan de la Peña la primera misa romana. No hablo de los falsos Concilios de Leyre y San Juan de la Peña.

Mayores obstáculos hubo que vencer en Castilla. Ya Fernando I el Magno, muy devoto del Monasterio de Cluny, le había otorgado un censo que duplicó en 1077 su hijo Alfonso VI, [1] casado en segundas nupcias con la francesa Doña Constanza. Por muerte de Alejandro II había llegado a la Silla de San Pedro el ilustre Hildebrando (San Gregorio VII), terror de concubinarios y sacrílegos, brazo de Dios y de la gente latina contra la barbarie de los emperadores germanos. El admirable propósito de unidad, acariciado por todos los grandes hombres de la Edad Media, y reducido a fórmula clara y precisa en las epístolas de Gregorio VII, empeñóle en la destrucción de nuestro rito, mostrándose en tal empeño duro, tenaz y a las veces mal informado. En repetidas cartas solicitó de Alfonso de Castilla y de D. Sancho de Navarra la mudanza litúrgica, alegando que «por la calamidad de los priscilianistas y de los arrianos había sido contaminada España y separada del rito romano, disminuyéndose no sólo la religión y la piedad, sino también las grandezas temporales». [2] En otra parte llama superstición toledana al rito venerando de los Leandros, Eugenios y Julianes. Palabras dignas, por cierto, de ser ásperamente calificadas, si no atendiéramos a la santidad de su autor y al noble pensamiento que le guiaba, por más que fuera en esta [p. 144] ocasión eco de las calumnias cluniacenses. Él mismo parece que lo reconoció más tarde.

En pos de Hugo Cándido, lanzado por estos tiempos en abierto cisma y rebeldía contra Gregorio VII, y de Giraldo, enemigo también del rito español, vino el Cardenal Ricardo, abad de San Víctor de Marsella, quien según narra el Arzobispo D. Rodrigo, coepit irregularius se habere [1] y tuvo acres disputas con otro cluniacense, Roberto, abad de Sahagún, que, a pesar de su origen, pasaba por defensor de los muzárabes. A punto llegaron las cosas que el Arzobispo de Toledo, D. Bernardo, también francés y de la reforma de Cluny, encaminóse a Roma, y logró de Urbano II, sucesor de Gregorio VII, que retirase al Legado. Pero el objeto de su legación estaba ya cumplido. Oigamos al Arzobispo D. Rodrigo: «Turbóse el Clero y pueblo de toda España al verse obligados por el príncipe y por el Cardenal a recibir el Oficio galicano; señalóse día, y congregados el rey, el Arzobispo, el Legado y multitud grande del Clero y del pueblo, se disputó largamente, resistiendo con firmeza el Clero, la milicia y el pueblo la mudanza del Oficio. El rey, empeñado en lo contrario, y persuadido por su mujer, amenazóles con venganzas y terrores. Llegaron las cosas a punto de concertarse un duelo, para que la cuestión se decidiera. Y elegidos dos campeones, el uno por el rey, en defensa del rito galicano, y el otro por la milicia y el pueblo, en pro del Oficio de Toledo, el campeón del rey fué vencido, con grande aplauso y alegría del pueblo. Pero el rey, estimulado por Doña Constanza, no cejó de su propósito, y declaró que el duelo no era bastante.

«El defensor del Oficio toledano fué de la casa de los Matanzas, cerca de Pisuerga...

«Levantóse gran sedición en la milicia y el pueblo: acordaron poner en el fuego el misal toledano y el muzárabe. Y observado por todos escrupuloso ayuno y hecha devota oración, alabaron y bendijeron al Señor al ver abrasado el Oficio galicano, mientras saltaba sobre todas las llamas del incendio el toledano, enteramente ileso. Mas el rey, como era pertinacísimo en sus [p. 145] voluntades, ni se aterró por el milagro, ni se rindió a las súplicas, sino que amenazando con muertes y confiscaciones a los que resistían, mandó observar en todos sus reinos el Oficio Romano. Y así, llorando y doliéndose todos, nació aquel proverbio: Allá van leyes do quieren reyes.» [1]

En esta magnífica leyenda compendió el pueblo castellano todas las angustias y conflictos de aquella lucha, en que el sentimiento católico, irresistible en la raza, se sobrepuso a todo instinto de orgullo nacional, por grande y legítimo que fuese. Doliéronse y lloraron los toledanos, pero ni una voz se alzó contra Roma, ni dió cabida nadie a pensamientos cismáticos, ni pensaron en resistir, aunque tenían las armas en la mano [(B)] .

[p. 146] Para completar la reforma, el Concilio de León de 1091 confirmó la abolición del rito, y mandó asimismo que se desterrase la letra isidoriana.

Desde entonces nadie puso trabas al poderío de los cluniacenses. Declarados libres y exentos de toda potestad secular o clesiástica, ab omni jugo saecularis seu ecclesiasticae potestatis, cosa jamás oída en Castilla, fueron acrecentando día tras día sus rentas y privilegios. Ellos introdujeron en el fuero de Sahagún las costumbres feudales, fecundísimo semillero de pleitos y tumultos para los abades sucesivos. Levantáronse a las mejores cátedras episcopales de España monjes franceses, traídos o llamados de su patria por D. Bernardo: Giraldo, Arzobispo de Braga; San Pedro, Obispo de Osma; Bernardo, Obispo de Sigüenza, y después Arzobispo de Compostela; otros dos Pedros, Obispo el uno de Segovia y el otro de Palencia; Raimundo, que sucedió a D. Bernardo en la Silla de Toledo; D. Jerónimo, Obispo de Valencia después de la conquista del Cid, y de Zamora, cuando Valencia se perdió... a todos éstos cita D. Rodrigo como juvenes dociles et litteratos traídos de las Galias por D. Bernardo. No ha de negarse que alguno de ellos, como San Pedro de Osma, fué glorioso ornamento de nuestra Iglesia; pero tantos y tantos monjes del otro lado del Pirineo que cayeron sobre Castilla como sobre tierra conquistada, repartiéndose mitras y abadías, ¿eran por ventura [p. 147] mejores ni más sabios que los castellanos? Responda el cisterciense San Bernardo: Nisi auro Hispaniae salus populi viluisset. Y al abad de Sahagún, Roberto, ¿no tuvo que apellidarle el mismo Gregorio VII, demonio, al paso que su compañero de hábito y de nación, Ricardo, le acusaba de lujurioso y simoníaco? De los atropellos e irregularidades del mismo Ricardo quedó larga memoria en Cataluña. Ni es tampoco para olvidado el Antipapa Burdino.

De la tacha de ambiciosos y aseglarados nadie podrá salvar a muchos cluniacenses. Tantas falsificaciones de documentos en provecho propio como vinieron a oscurecer nuestra historia en el siglo XII, tampoco acreditan su escrupulosa conciencia. Lo peor es que el contagio se comunicó a los nuestros, y ni Pelayo de Oviedo ni Gelmírez repararon en medios cuando del acrecentamiento de sus diócesis se trataba. En Gelmírez, protegido de don Raimundo de Borgoña, vino a encarnarse el galicanismo. Ostentoso, magnífico, amante de grandezas y honores temporales, envuelto en perpetuos litigios, revolvedor y cizañero, quizá hubiera sido notable príncipe secular; pero en la Iglesia española parece un personaje algo extraño, si se piensa en los Mausonas y en los Leandros. Y eso que manos amigas, y más que amigas, trazaron la Historia Compostelana.

No es mi ánimo maltratar a los cluniacenses, que están harto lejos, para que no parezca algo extemporánea la indignación de Masdeu y otros críticos del siglo pasado. Mas, aparte de la mudanza del rito, hecho en sí doloroso, pero conveniente y aun necesario, poco o ningún provecho trajeron a la civilización española: en la iglesia, el funesto privilegio de las exenciones y un sinnúmero de pleitos y controversias de jurisdicción; en el Estado, fueros como el de Sahagún, duros, opresores, antiespañoles y anticristianos; en literatura, la ampulosa y vacía retórica de los compostelanos. ¿Qué trajeron los cluniacenses para sustituir a la tradición isidoriana?

Cierto que el influjo francés, por ellos, en parte difundido, extendió en alguna manera el horizonte intelectual, sobre todo en lo que hace a la amena literatura. Divulgáronse los cantares de gesta franceses, y algo tomaron de ellos nuestros poetas, hasta en las obras donde con más energía protesta el sentimiento [p. 148] nacional contra forasteras intrusiones. Fueron más conocidas ciertas obras didácticas y poéticas de la baja latinidad, como la Alexandreis de Gualtero de Chatillon, por ejemplo, y en ellas se inspiraron los seguidores del mester de clerecía, durante el siglo XIII. Hallaron más libre entrada en España las narraciones religiosas y épicas, que constituyen el principal fondo poético de la Edad Media. Por eso nuestra literatura, cuando empieza a formularse en lengua vulgar, aparece ya influída, si no en el espíritu, en los pormenores, en las formas y en los asuntos. Lejos de perder nacionalidad con el trascurso de los siglos, ha ido depurándola y arrojando de su seno los elementos extraños. Pero ésta no es materia para tratada de paso ni en este lugar.

A cambio de lo que pudimos recibir de los franceses y demás occidentales en los siglos XI, XII y XIII, dímosles, como intermediarios, la ciencia arábiga y judaica y algún género oriental, v. gr., el apólogo. Y henos conducidos, como por la mano, a la apreciación de otro linaje de novedades que siguieron, no en muchos años, a la conquista de Toledo, y en las cuales sólo hemos de tener en cuenta el aspecto de la heterodoxia, representada aquí por el panteísmo semítico, tal como fué interpretado en las escuelas cristianas.

Sin las relaciones frecuentísimas entre España y Francia, consecuencia de la abolición del rito y de la reforma cluniacense, no hubiera sido tan rápida la propagación de la filosofía oriental desde Toledo a París. Además, un cluniacense, D. Raimundo, figura en primera línea entre los Mecenas y protectores de esos trabajos.

Tres reinados duró la omnipotente influencia de los monjes de Cluny, mezclados en todas las tormentas políticas de Castilla, en las luchas más que civiles de Doña Urraca, el Batallador y Alfonso VII. Desde 1120 su poderío va declinando y se menoscaba más y más con la reforma cisterciense.

Mientras esto pasaba, la reconquista había adelantado no poco, a pesar de la espada de los Almoravides y de los desastres de Uclés y de Zalaca. La conquista de Zaragoza y la osada expedición del Batallador en demanda de los muzárabes andaluces; Los repetidos triunfos de Alonso VII, coronados con la brillante, más que duradera ni fructífera empresa de Almería, habían [p. 149] mostrado cuán incontrastable era la vitalidad y energía de aquellos Estados cristianos. ¡Cómo no, si un simple condottiero había clavado su pendón en Valencia!

Entretanto, germinaba en todos los espíritus la idea de unidad peninsular, y el Batallador, lo mismo que su entenado, tiraron a realizarla, llegando el segundo a la constitución de un simulacro de imperio, nuevo y manifiesto síntoma de influencias romanas y francesas. Mucho pesaba en la Edad Media el recuerdo de Carlomagno, y aun el de la Roma imperial, con ser vana sombra aquel imperio.

Notas

[p. 138]. [1] . La Misa muzárabe sólo se diferencia de la romana en ser más larga y ceremoniosa (A).* [* (A). Liturgia gótica o muzárabe.

«Tenía de particular esta liturgia, que no contenía nada del canto gregoriano ni del ambrosiano, que suponía el uso diario de la comunión y distribución del cáliz por los diáconos, que encerraba un gran número de oraciones, y prescribía, al fin, que se manifestara al pueblo la hostia consagrada, que debe ser partida según los nueve misterios de Jesucristo: la Encarnación, el Nacimiento, la Circuncisión, etc.»

Alzog, II, 378.

[p. 139]. [1] . Vid. Missale Mozarabe et Officium itidem Gothicum, diligenter ac dilucide explanata... Angelopoli (Pueblo de los Ángeles), 1770. (Con explanaciones de Lorenzana, entonces Arzobispo de Méjico, y de Fabián y Fuero, Obispo de Puebla.)

Breviarium Gothicum secundum regulam Beati Isidori, Archiepiscopi (sic) Hispalensis, jussu Cardinalis Francisci Ximenii de Cisneros primo cditum, nunc opera Excmi. Francisci Antonii Lorenzana, Sanctae Ecclesiae Toletanae, Hispaniarum primatis Archiepiscopi recognitum. Matriti, anno MDCCLXXV. (Apud Joachim Ibarra, etc.)

[p. 140]. [1] . Así consta en una nota del Códice Emilianense, publicada por Aguirre, tomo III, pág. 174; Flórez, tomo II, apénd. núm. 3; Villanuño, tomo I, página 401, y La Fuente (Historia eclesiástica), tomo III, pág. 517, apéndice 55: «Regnante Carolo Francorum rege ac Patricio Romae, et Ordonio Rege in Legione civitate, Joannes Papa Romanam et Apostolicam sedem tenebat, Sisnandus vero Iriensi Sedi, retinenti corpus B. Jacobi Apostoli, praesidebat, quo tempore Zanellus presbyter... a praefato Papa Joanne ad Hispanias est missus ut statum Ecclesiae hujus regionis perquireret, et quo ritu ministeria Missarum celebrarent. .. Quae cuncta catholica fide munita inveniens, exultavit, et Domino Papae Joanni et omni conventui Romanae Ecclesiae retulit. Officium Hispanae Ecclesiae laudaverunt et roboraverunt. Et hoc solum placuit addere, ut more Apostolicae Ecclesiae celebrarent secreta Missae.»

[p. 141]. [1] . Vid. en Yepes, tomo V, escritura 45. Masdeu le da por falso, así como todos los demás documentos relativos a la reforma del tiempo de D. Sancho. Contestóle el Padre Casaus de San Juan de la Peña. ( Carta de un aragonés aficionado a las antigüedades de su reino... Zaragoza, 1800.) Le replicó Masdeu en el tomo XX de la Historia crítica, dando ocasión a nuevo escrito de Casaus. (Respuesta del aragonés aficionado... Madrid, 1806.)

[p. 142]. [1] . Consta todo en la referida nota del Emilianense:

«Alexandro Papa Sedem Apostolicam obtinente et Domino Ferdinando Rege Hispaniae regione imperante, quidam Cardinalis, Hugo Candidus vocatus, a praefato Papa Alexandro missus, Hispaniam venit: officium subvertere voluit... Pro qua re Hispaniarum Episcopi vehementer irati, consilio inito, tres Episcopos Romam miserunt, scilicet Munionem Calagurritanum, et Eximinum Aucensem, et Fortunium Alavensem. Hi ergo cum libris officiorum... se Domino Papae Alexandro in generali Concilio praesentaverunt; obtulerunt, id est, librum Ordinum, et librum Missarum, et librum Orationum, et librum Antiphonarum, etc., etc. Decem et novem diebus tenuerunt, et cuncti laudaverunt.»

[p. 143]. [1] . «Ego Adephonsus... Hugoni abbati... censum quem peter meus... sanctissimo loco Cluniacensi solitus erat dare, in diebus vitae meae duplicatum dabo.» (Yepes, Crónica de la Orden de San Benito, tomo IV, fol. 452)

[p. 143]. [2] . «Postquam vesania Priscillianistarum diu pollutum et perfidia Arianorum depravatum et a romano ritu separatum, irruentibus prius gothis ac demum invadentibus sarracenis, regnum Hispaniae fuit, non solum religio est diminuta, verum etiam mundanae sunt opes labefactae.»

[p. 144]. [1] . De commutatione officii toletani (cap. XXV del libro VI, De rebus Hispaniae), Padres Toledanos, pág. 138 del tomo III.

[p. 145]. [1] . «Verum ante revocationem clerus et populus totius Hispaniae turbatur, eo quod Gallicanum officium suscipere a legato et Principe cogebantur; et, statuto die, Rege, Primate, legato, cleri et populi maxima multitudine congregatis, fuit diutius altercatum, clero militia et populo firmiter resistentibus ne officium mutaretur, Rege a Regina suaso, contrarium minis et terroribus intonante. Ad hoc ultimo res pervenit, militari pertinacia decernente, ut haec dissensio duelli certamine sedaretur. Cumque duo milites fuissent electi, unus a Rege, qui pro officio Gallicano, alter a militia et populis qui pro Toletano pariter decertarent, miles Regis illico victus fuit, populis exultantibus, quod victor erat miles officii Toletani. Sed Rex adeo fuit a Regina Constantia stimulatus, quod a proposito non discessit, duellum judicans jus non esse. Miles autem qui pugnaverat pro officio Toletano fuit de domo Matantiae prope Pisoricam, cujus hodie genus extat. Cumque super hoc magna seditio in militia et populo oriretur: demum placuit ut liber officii Toletani et liber officii Gallicani in magna ignis congerie ponerentur. Et indicto omnibus jejunio, a primate, legato et clero, et oratione ab omnibus devote peracta, igne consumitur liber officii Gallicani, et prosiliit super omnes flammas incendii, cunctis videntibus et Dominum laudantibus, liber officii Toletani, illaesus omnino et a combustione incendii alienus. Sed cum Rex esset magnanimus et suae voluntatis pertinax executor, nec miraculo territus, nec supplicatione suavis, voluit inclinari, sed mortis supplicia et directionem minitans resistentibus, praecepit ut Gallicanum officium in omnibus regni sui finibus servaretur. Et tunc, cunctis flentibus et dolentibus, inolevit proverbium: Quo volunt Reges vadunt leges.» (En esta narración de D. Rodrigo está fundada la de Mariana.) El Chronicon Malleacense dice que el campeón franco fué vencido con alevosía: «Fuit factum bellum inter duos milites, et falsitatis fait victus miles ex parte francorum.»

[p. 145]. [(B)] . Ha de advertirse que, según la respetable opinión del P. Villanueva, que hizo especial estudio de nuestros antiguos misales, «la mudanza de nuestra liturgia en el siglo XI se limitó al Canon y al orden de las preces, antes y después de él; mas no alteró la substancia de las oraciones, que se conservaron, en gran parte, como en el muzárabe. Tales son las que prescriben nuestros Códices a los sacerdotes para vestir los ornamentos sagrados: la bendición del pan al tiempo de la oferta del pueblo; la bendición in unitate Sancti Spiritus, benedicat vos Pater et Filius: la oración Aperi, Domine, os meum antes del Te igitur; y otras muchas, que por lo que se halla en los códices anteriores, se ve que las conservó la tradición de los tiempos antiguos.») ( Viaje Literario, tomo I, pág. 95.) La historia de nuestras antigüedades litúrgicas está por escribir, y requiere erudición especial, y hoy muy insólita. El jesuíta Burriel y el dominico Villanueva, reunieron inestimables documentos y apuntaron indicaciones peregrinas; pero ni uno ni otro llegaron a dar forma a sus trabajos, y el primero ni siquiera logró ver impresos sus materiales. El P. Flórez trató más de paso esta materia, como cuadraba, al plan de su grande obra, pero todavía su Disertación sobre la Misa Antigua de España (tomo III de la España Sagrada ) es lo mejor y más sólido que en esta materia poseemos.