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Obras completas de Menéndez... > ESTUDIOS SOBRE EL TEATRO DE... > VI : IX. CRÓNICAS Y... > IX. CRÓNICAS Y LEYENDAS... > XCII.—EL ALCALDE DE ZALAMEA

Datos del fragmento

Texto

La primera mención de un Alcalde de Zalamea compuesto por Lope se halla en el Catálogo de D. Vicente García de la Huerta (1785); pero nadie fijó la consideración en ella, por entender, sin duda, que se trataba del famoso drama de Calderón del mismo título, y que su atribución a Lope era uno de tantos errores y confusiones de Huerta. [1] Valentín Schmidt, el más diligente de los comentadores de Calderón, tampoco tuvo más noticia que ésta. El descubrimiento de la comedia de Lope se debe a D. Agustín Durán, que poseyó el manuscrito que hoy existe en la Biblioteca Nacional, y se le franqueó generosamente, lo mismo que el resto de su colección dramática, al conde Adolfo Federico de Schack para redactor el Apéndice que en 1854 añadió a su Historia del Teatro español, publicada en 1845. Schack fué el primero que habló de El Alcalde de Lope con conocimiento de causa, aunque demasiado rápidamente y llegando a una conclusión exagerada: «En Alcalde de Zalamea (dice) aprovechó Calderón una comedia del mismo título de Lope, apropiándose la traza entera de la fábula, los caracteres de los personajes y las escenas más interesantes; de suerte que sólo la dicción poética puede llamarse propiedad suya.» [2] En los catálogos de Chorley y Barrera se anunció la existencia, no sólo del ejemplar manuscrito de Durán, sino [p. 174] de una edición suelta en la bilioteca de lord Holland, y el mismo Chorley, insigne colector y bibliógrafo de las obras teatrales de Lope, llegó a adquirir otra suelta que se conserva hoy en el Museo Británico.

Adquirida por nuestro Gobierno la colección de Durán en 1863, se apresuró el ilustre director de la Biblioteca Nacional, D. Juan Eugenio Hartzenbusch, a dar cuenta de aquel espléndido ingreso, en la Memoria inaugural leída en junta pública el 20 de enero del año siguiente, fijándose muy especialmente en esta comedia, haciendo de ella un minucioso análisis, con inserción de varios trozos, y una comparación discreta y luminosa con el drama calderoniano. Dada la singular pericia del crítico y el delicado sentimiento que tenía del arte dramático, en que tanto sobresalió, no hay que decir que su estadio fué magistral, y aun pudiera tenerse por definitivo si en algún caso el excesivo celo por la gloria de Calderón no le hubiera llevado a rebajar en demasía la importancia de la obra de su predecesor, sin la cual el inmortal y definitivo Alcalde de Zalamea no existiría. [1]

El manuscrito de Durán, que se halla encuadernado con otras nueve comedias, todas de Lope o atribuídas a él y todas muy raras, es copia de letra moderna de un impreso que perteneció al médico D. Manuel Casal, festivo versificador, más generalmente conocido por su seudónimo de D. Lucas Alemán y Aguado, con el cual ya ejercitaba la pluma en tiempo de Carlos III y continuaba fatigando las prensas en 1832 y aun más adelante. Su colección dramática, que según noticias era riquísima, emigró de España después de la muerte de su dueño, y acaso proceda de ella uno u otro de los dos ejemplares existentes en Inglaterra. Nada puede afirmarse del de lord Holland, porque, hasta ahora, no ha parecido entre sus libros. El del Museo Británico, que por los indicios tipográficos pareció a Chorley, impreso en Sevilla a principios del siglo XVIII, es una edición suelta que no puede [p. 175] identificarse con la que tuvo Casal, pues cotejándola con la copia de Durán, resultan algunas variantes que no parece natural atribuir a descuido o capricho del amanuense moderno.

Con presencia de ambos textos ha hecho una esmerada reproducción de esta comedia el erudito alemán Máximo Krenkel, bien conocido entre los doctos por su excelente edición crítica de Calderón, interrumpida, por desgracia, en el tercer volumen, que es el que contiene el texto de Ambos Alcaldes, acompañado de útiles notes y de una apreciable introducción de 134 páginas, en que se dilucidan con sana y abundante doctrina todas las cuestiones relativas a este famoso argumento dramático. [1] A esta monografía me remito para todo lo que es propio de Calderón, limitándome aquí a la parte de Lope y procurando no insistir en lo que Krankel ha dicho perfectamente.

Basta leer El Alcalde de Zalamea, ya en el texto de Calderón, ya en el de Lope, para comprender que se trata de un drama profundamente histórico, de una historia verdadera, como Calderón la llama. Y esto, no sólo por la intervención de personajes tales como Felipe II y D. Lope de Figueroa, sino por el color y figura de verdad que toda la pieza tiene, y por las precisas circunstancias de lugar y tiempo a que la acción se contrae. Calderón modificó algo, como veremos, el dato primitivo; pero en cuanto a Lope, no tengo duda de que las cosas pasaron tal y como él las representa, y que hubo en Zalamea de la Serena un alcalde como el suyo (llamárase o no Pedro Crespo), que hizo en vindicación de su honor lo que en la comedia se contiene, acaeciendo esta memorable justicia en los meses que corrieron desde marzo de 1580 hasta febrero de 1581, durante la jornada de Felipe II a Extremadura para estar atento a las operaciones del ejército que a las órdenes del Duque de Alba invadió y conquistó Portugal. Es [p. 176] claro que ni los documentos oficiales ni los historiadores consignan un hecho que les parecería de poca importancia y de interés puramente doméstico; pero hablan, en general, de los desafueros y tropelías de los soldados y de la dureza con que fueron reprimidos, y éste sería uno de tantos casos. [1] Cierto es que en ninguna parte consta el nombre del capitán D. Álvaro de Ataide, pero este nombre pertenece exclusivamente a Calderón: los dos capitanes de Lope no tienen apellido, y la más elemental prudencia obligaba a callarle o desfigurarle en el teatro, para no infamar a sus familias tratándose de un caso tan reciente y lastimoso. En la presencia de D. Lope de Figueroa no hay infracción alguna de la historia. Aquel famoso Maestre de campo no mandaba ninguno de los tercios de infantería que concurrieron a la conquista de Portugal, pero mandaba la escolta de Felipe II cuando entró a tomar posesión del nuevo reino, en 28 de febrero de 1581. A un poeta dramático no se le puede exigir, aun tratándose de cosas contemporáneas, el mismo rigor cronológico que a un historiador.

Creo, pues, que El Alcalde de Zalamea es una anécdota histórica, sin más fuente que la realidad misma, y conceptúo superfluo buscarla ningún origen literario. No lo es, en verdad, pues sólo presenta semejanza muy remota (que Krenkel ha sido el primero en advertir) un cuento de Il Novellino, de Masuccio Salernitano, desvergonzadísimo pintor de las costumbres napolitanas en tiempo de la dinastía de Aragón. Floreció Masuccio en la segunda mitad del siglo XV: la primera edición de su libro es de 1476. La novela que tiene relación con nuestro asunto es la 47, y está dedicada al primer Duque de Urbino, Federico de [p. 177] Montefeltro. [1] Extractaré aquí lo sustancial de la narración, conservando, en lo que pueda, el singular estilo de su autor.

Dice, pues, Masuccio que «después de haber tornado la rica y poderosísima Barcelona a la obediencia y fidelidad que debía al ínclito rey D. Juan de Aragón (segundo de este nombre), su verdadero e indisputable señor, determinó éste rescatar a Perpiñán, ocupada por los franceses, y para esta empresa invocó el auxilio del ilustrísimo Príncipe de Aragón, Rey de Sicilia, su primogénito (que fué después Fernando el Católico), el cual, para cumplir el mandato paterno, abandonando las delicias de España y el amor de su joven esposa, emprendió con sus barones y caballeros la jornada. Y pasando por muchas ciudades y fortalezas del reino de Castilla, donde fué alegremente recibido y honrado como señor natural, llegó a Valladolid, donde, no menos por su autoridad que por el enlace que recientemente había contraído, tuvo una entrada triunfal, y fué hospedado en casa de un notable caballero de los principales de la villa, que para honrar como se merecía a tan gran Príncipe, convidó al día siguiente a su casa a la mayor parte de las damas de la ciudad, para que le festejasen con diversos géneros de instrumentos y toda manera de bailes. Brillaron entre estas damas, por lo hermosas y por lo honestas, dos hijas suyas doncellas, que a todas excedían en gentileza. Lo cual fué ocasión de que dos caballeros aragoneses, de los más amados y favorecidos por el excelente señor Rey, se enamoraran ardentísimamente cada uno de ellos de una de estas bellas damiselas, de suerte que en brevísimo tiempo se encontraron engolfados dentro del piélago del amor, y anteponiendo su [p. 178] desordenado querer a todo mandamiento de la razón, tomaron por último partido, aunque la muerte les costase, obtener la victoria de tal empresa; y como para día siguiente se disponía el Rey a continuar su viaje, determinaron satisfacer la noche siguiente su inicuo y malvado deseo. Y habiendo logrado por extrañas y cautelosas vías entrar en trato con una criada de casa del caballero, la cual tenía por nombre Agnolina, que solía dormir en la propia cámara de las susodichas doncellas, la corrompieron con muchos dones y promesas, como es costumbre en los de allende los montes, y ordenaron con ella cuanto convenía a la ejecución de su designio. Y como quiera que la cámara y ventanas de estas doncellas estaban muy altos respecto de la calle, acordaron valerse de una escala de cuerda, que habían empleado en otras partes para escalar monasterios. Y cuando llegó la noche, con el favor de la sobornada sierva, escalaron la ventana de la habitación donde las doncellas se creían tan seguras, y entrando uno tras otro con poca luz, las encontraron en el lecho desnudas, durmiendo con toda quietud, y cumplieron con ellas su perversa, torpe y abominable intención, a pesar de las altísimas voces con que ellas se lamentaban y pedía socorro. Al espantoso rumor acudió su padre, cuando ya los caballeros habían huído; y oyendo de los labios de sus hijas la relación del hecho, y viendo la escala todavía apoyada a la ventana, comenzó con ásperas amenazas y tormentos a inquirir de la esclava quiénes habían sido los quebrantadores de su honra y de la honestidad de sus hijas. Ella lo declaró todo, y el viejo, con ánimo grande, confortó a sus hijas, y tomándolas por la mano se fué con ellas a la cámara del señor Rey, y con fiero dolor le contó el hecho, lamentándose de que sus más íntimos criados hubiesen correspondido de tal modo a las demostraciones de lealtad y amor con que él había recibido al Príncipe. El prudentísimo y sapientísimo Rey, que con pena grande había escuchado al caballero, sintió tal furor e indignación, que poco faltó para que en aquel mismo punto no hiciese mori a sus perversos caballeros; pero refrenando un poco la explosión de su ira, se reservó en lo arcano de su pecho el fiero castigo que en tan áspero y [p. 179] extraño caso se requería; y después de haber consolado al pobre caballero y a sus hijas, deliberó lo primero reparar en cuanto se pudiese la quiebra de su honor. Para lo cual, difiriendo su partida, ordenó con el Potestad (Gobernador) que todos los notables de la ciudad, hombres y mujeres, se reuniesen en casa de aquel caballero para una nueva fiesta que allí se iba a celebrar. Llegaron con prsteza, y habiéndolos hecho conducir a una gran sala, salió el prudentísimo Rey acompañado de las dos doncellas, y habiendo hecho venir a los dos criminales caballeros, declaró, casi llorando, a todos los presentes el enormísimo caso, para reparación del cual, si bien imperfecta, quería que cada uno de ellos se desposase con la docella que había violado, y que allí mismo entregasen a cada una 10.000 florines de oro a título de dote. Convertido súbitamente en tanta alegría el pasado terror, tornó a proseguirse la fiesta con duplicado regocijo y el contento de todos fué mayor cuando vieron que el Rey salía a la plaza mayor. Y allí, en presencia de todos los nobles y del pueblo, después que los heraldos impusieron silencio a la muchedumbre, habló de esta manera: «Señores míos, paréceme haber aplicado en la pequeña parte que estaba a mi alcance los oportunos remedies que en tan fatal y lastimoso extremo pensé que podían convenir al honor de este buen caballero, huésped mío, y de sus hijas, de lo cual todos y cada uno de vosotros podéis en lo venidero dar testimonio. Ahora quiero satisfacer enteramente a la justicia, a la cual primero y más que a ninguna otra cosa estoy obligado, pues preferiría morir antes que faltar a ella en ninguno de mis actos. Por lo cual han de llevar todos con paciencia lo que yo, con el más grande dolor que en mi corazón he sentido nunca, voy a hacer ahora para desligarme de tan justa obligación.» Y dicho esto, sin otra forma de juicio, mandó traer dos vestiduras negras que arrastraban hasta el suelo, y haciéndoselas vestir a los dos caballeros, ordenó que en el instante mismo, y ante aquel tan numeroso y lucido concurso, fuesen ambos degollados. Y así se hizo, no sin llanto general de los ciudadanos, los cuales procuraron que se diese a los caballeros honrada sepultura. El Rey dispuso que [p. 180] todos sus bienes muebles e inmuebles pasasen a las doncellas, ya viudas, y que fuesen casadas nuevamente con dos de los más nobles ciudadanos. De este modo acabó aquella fiesta, tantas veces interrumpida por tan tristes y alegres casos. El Rey partió de Valladolid con la estimación de ser el único príncipe virtuoso y liberal de nuestro siglo.»

Repasando atentamente esta historia, cualquiera echo de ver que no coincide con el argumento de El Alcalde de Zalamea, sino con el desenlace de El mejor Alcalde el Rey . Lo que hace Fernando el Católico en el cuento, hace el emperador Alfonso VII en la comedia:

Da, Tello, a Elvira la mano
Para que pagues la ofensa
Con ser su esposo; y después
Que te corten la cabeza,
Podrá casarse con Sancho,
Con la mitad de tu hacienda
En dote...

Y es claro que este argumento no lo tomó Lope de Masuccio, sino de la cuarta parte de la Crónica general, como al fin de la comedia se advierte.

Respecto de El Alcalde de Zalamea, no puede verse otra semejanza que la violación de las dos doncellas (que Calderón redujo a una sola) y el castigo impuesto a los bárbaros capitanes. Pero como el vengador moral de la ley es aquí el Rey, y no el padre ni el juez, falta en el cuento de Masuccio todo lo que constituye la mayor originalidad y belleza de El Alcalde, así en Lope como en Calderón, es decir, el carácter de magistrado popular que tiene y ejercita el padre ofendido.

Esparcidos en otras obras de Lope están casi todos los elementos que reunió en El Alcalde de Zalamea. Pedro Crespo, en su condición de villano sagaz, sentencioso y enérgico, es próximo pariente de Juan Labrador (El Villano en su rincón), de Mendo (El Cuerdo en su Casa), de Peribáñez, de Esteban el de Fuente Ovejuna; y aun este último es alcalde, para que todavía resalte [p. 181] más el aire de familia. El carácter tradicional de D. Lope de Figueroa (cuya historia militar es inútil resumir aquí, puesto que ya Krenkel ha trazado su biografía con gran lujo de noticias) está bosquejado en El Asalto de Mastrique, y recibe ahora su perfección y complemento. De aquí pasó, no sólo al segundo Alcalde de Zalamea, sino a otra comedia de Calderón, Amar después de la muerte, y a El Defensor del Peñón, de D. Juan Bautista Diamante, y a otras varias comedias de nuestro antiguo repertorio en que aparece más o menos episódicamente tan famoso personaje.

El primitivo Alcalde de Zalamea es, sin duda, una de las piezas más desiguales del inmenso Teatro de Lope; circunstancia que, a la vez que justifica el hecho de la refundición, coronada por la gloria, hace más excusable el olvido en que llegó a caer la obra primitiva, hasta convertirse en una curiosidad bibliográfica no exhumada hasta nuestros días. Pero hubo mucho de injusto en este olvido, y la crítica, imparcial y justiciera, debe dar a cada uno lo suyo, reconociendo y estimando en su altísimo valor los elementos que Calderón encontró en la comedia, algo defectuosa y atropellada, de su inmortal predecesor. Lo que Calderón debe a Lope en El Alcalde de Zalamea no es cualquier cosa accidental o secundaria, sino la idea poética fundamental, el conflicto dramático, el plan, los principales personajes, las situaciones culminantes, y, además, algunos versos enteros y una porción de frases literalmente copiadas. Que todo lo enmendó y mejoró no tiene duda, ni podía esperarse otra cosa de un poeta de su talla que se pone a refundir una obra ajena; pero facilius est inventis addere, y el mérito de la invención nadie se le puede quitar a Lope, como mostrará el breve análisis siguiente:

Pedro Crespo, labrador de Zalamea, tiene dos hijas solteras que por la noche hablan desde las rejas con el capitán D. Diego y su hermano D. Juan, pertenecientes a un tercio que se encuentra alojado en la villa de Zalamea. Presisamente por los mismos días el vecindario de Zalamea pone la vara de alcalde en manos de Pedro Crespo, el cual la acepta después de repetidas excusas, [p. 182] mostrando desde el principio de su gobierno aquella mezcla de honrada altivez, de espíritu justiciero, de candor rústico y de maliciosa ingenuidad, que son las principales notas de su carácter, tal como Lope le ha concebido y desarrollado en una serie de escenas que tienen mucho de cómicas y ofrecen no leves puntos de semejanza con las del gobierno de Sancho en su ínsula. Pero pronto más graves asuntos ponen a prueba el claro discurso y el recio temple de alma de Pedro Crespo. Cae en sus manos un papel en que los capitanes rondadores de sus hijas anuncian su propósito de sacarlas de noche engañadas con palabra y cédula de matrimonio. El Alcalde trata de evitarlo previniendo de un modo indirecto a sus hijas contra el peligro que las amaga de parte de quienes, en viéndolas sin honra, han de publicallo a gritos. Pero todo en balde: las doncellas emprenden la fuga, cayendo, afortunadamente, en manos de su padre y de un criado suyo que estaban emboscados, y que logran salvarlas de las garras de sus robadores, haciendo prisionero en la refriega a un sargento que acompañaba a los capitanes y que viene a ser el miles gloriosus de la pieza.

Hasta aquí el primer acto. En el segundo aparece D. Lope de Figueroa, tan brusco y honrado como siempre, jurando y perjurando, lastimado por los dolores de la gota. El conflicto con el Alcalde es el mismo que en la obra calderoniana, aunque no se condense en rasgos tan enérgicos. También es idéntico en sustancia el resto de la acción. Las dos hijas de Pedro Crespo llegan, al fin, a huir con sus seductores, que las abandonan después de violarlas. Su padre, que en vano ha corrido a detenerlas, cae en manos de una partida de soldados que le atan a un árbol. Allí, para complemento de su desgracia, ve pasar a sus hijas, que, temerosas de su venganza, no se atreven a desatarle. Y allí permanece hasta que un fiel criado suyo llega y rompe sus ligaduras.

Entretanto, los capitanes que habían arrebatado la honra a las hijas del Alcalde, se entregaban al merodeo en el término de Zalamea, cometiendo mil desafueros y tropelías. El Alcalde logra sorprenderlos una noche, los pone en prisiones, recibe de [p. 183] sus dos hijas las cédulas de matrimonio que ellos habían firmado, y comienza por hacerlos casar antes que apunte la aurora del día siguiente. Hay en el diálogo momentos muy felices.

       ALCALDE
¿Sabéis lo que me debéis?
       DON JUAN
Si sabemos: ¿qué queréis?
       ALCALDE
Quiero que en saliendo el día
Con mis hijas os caséis.
       DON DIEGO
Es nuestra sangre muy clara.
       ALCALDE
Pues si es clara, bueno fuera
Que primero se mirara
Porque no se obscureciera.
...........................................
       DON DIEGO
Cualquiera humilde partido,
Rendidos a vuestros pies,
Damos por bien recibido;
Pero ¿qué ha de ser después?
       ALCALDE
Lo que Dios fuere servido.

Al día siguiente llega a Zalamea Felipe II de jornada para Portugal; y sabedor de la prisión de los capitanes, pregunta por ellos al Alcalde, y exige verlos. El Alcalde contesta con su habitual laconismo, no sin mezcla de socarronería:

        [p. 184] ALCALDE
¿Enfadaráse, ¡pardiez!
Conmigo cuando los vea?
       REY
¿Enfadarme yo? ¿Por qué?
       ALCALDE
Porque, siendo el juez mayor,
No os hice a vos el jüez;
Mas yo, como Dios me ayuda.
Hice lo que supe hacer.
Descubrid ese balcón:
Aquí mis yernos veréis.
.................................

Y, efectivamente, los ve, pero ahorcados. El diálogo continúa con la misma sublime rapidez:

            REY
¡Válgame Dios! ¿Qué habéis hecho?
       ALCALDE
¡Pardiez, hice lo que ve!
              REY
¿No era más justo casallos?
       ALCALDE
Sí, señor; ya los casé
Como la Iglesia lo manda,
Pero ahorquélos después.
              REY
Pues para haber de ahorcallos,
¿Por qué los casasteis?
        [p. 185] ALCALDE
Fué
Porque ellas quedaran viudas
Y no rameras...
............................
Forzar doncellas, ¿no es causa
Digna de muerte?
            REY
Sí es;
Pero si son caballeros,
Era justo ver también
Que habíais de degollarlos,
Ya que os hicisteis su juez.
       ALCALDE
Señor, como por acá
Viven los hidalgos bien,
No ha aprendido a degollar
El verdugo.......

Estos últimos versos han pasado íntegros a la obra de Calderón, el cual, como se ve, debe a Lope algo más que materiales informes. El desenlace tampoco difiere mucho. El Rey aprueba lo hecho: las hijas de Pedro Crespo van a un convento, y él queda por Alcalde perpetuo de Zalamea.

Las imitaciones de detalle son tan frecuentes, que sería preciso llenar algunas páginas con el cotejo; tarea, por otra parte, inútil, puesto que ya la realizó Krenkel. Me limitaré a copiar muy pocas frases:


                LOPE DE VEGA

       El Maese de campo es un demonio,
       Y es medio renegado si se enoja.

              CALDERÓN

       Es el cabo desta gente
       Don Lope de Figueroa,
       Que si tiene tanta loa
       De animoso y de valiente,
       La tiene también de ser
       El hombre más desalmado,
       Jurador y renegado
       Del mundo....

                 [p. 186] LOPE DE VEGA

           ¿Hay desvergüenza mayor
       Que la que tiene el villano?

       —¡...! ¡Pese a la pierna,
       No viniera un demonio y la llevara!
       
       —¿Mejoró ya de la pierna?
       —En mi vida estaré bueno.
       Ofrézcola a Bercebú!....

       ... Echad un bando,
       Que no parezca en el pueblo
       Hoy, so pena de la vida,
       Ningún soldado...

           Puesto os han infames lazos,
       Porque nuestra infamia vean
       Vuestros ojos, sin que sean
       Furioso estorbo los brazos.
       Temiendo que no nos deis
       La muerte, os habrán atado.
       ....................................
       Perdonad, que estáis de suerte
       Ofendido, y con razón,
       Que si rompo la prisión
       Me he de condenar a muerte.

           A vos, por lo bien que hacéis
       Vuestro oficio, os hago alcalde
       Perpetuo....
       Pues con esto, señor, ven,
       Dando fin a la comedia,
       Pues precias tan justo juez.

                 CALDERÓN

           La desvergüenza es mayor
       Que se puede imaginar....

           ¿No me basta haber subido
       Hasta aquí con el dolor
       Desta pierna, que los diablos
       Llevaran, amén?...

           Nunca acá venga,
       Sino que dos mil demonios
       Carguen conmigo y con ella...

           ¡Hola! Echa un bando, tambor,
       Que al cuerpo de guardia vayan
       Los soldados cuantos son,
       Y que no salga ninguno,
       Pena de muerte, en todo hoy..

           No me atrevo, que si quitan
       Los lazos que te aprisionan,
       Una vez las manos mías,
       No me atreveré, señor,
       A contarte mis desdichas
       A referirte mis penas;
       Porque si una vez te miras
       Con manos y sin honor,
       Me darán muerte tus iras...
       ...........................................

           Vos, por alcalde perpetuo
       De aquesta villa os quedad.
       —Solo vos a la justicia
       Tanto supisteis honrar.
       .... .............................

Todo esto y mucho más que aquí se omite, está, no sólo imitado, sino literalmente calcado sobre este primer bosquejo del grandioso drama municipal que hoy admiramos. Tal como se lee en [p. 187] el único texto conservado (pues en sustancia son uno mismo el de la Biblioteca Nacional y el del Museo Británico), la obra de Lope parece haber sufrido mucho en manos de copistas y refundidores antes de llegar a las de Calderón. Hartzenbusch hizo notar que los actos segundo y tercero abundan en largos romances, bastante ajenos de la manera de Lope, el cual en sus obras dramáticas hacía constante alarde de mucha riqueza de metros y combinaciones. De aquí deducía aquel inolvidable poeta y erudito, que la de Calderón era ya, por lo menos, tercera refundición, lo cual es indicio claro de la belleza y popularidad del tema. Con nombre de Rojas, y con el título algo extraño de El garrote más bien dado, hállase también, en impresiones sueltas y descuidadas, una comedia del Alcalde de Zalamea, pero ésta es la misma de Calderón, con variantes levísimas, originadas, sin duda alguna, de incuria de los editores. Por otra parte, nadie ha de sentirse tentado a atribuir a Rojas la paternidad de obra tan bella, cuando vemos que el mismo Calderón la reconoce por suya en la lista de sus comedias que envió al Duque de Veragua. Es cierto que no se parece a ninguna de las demás que compuso; es una excepción en su Teatro; pero conocido ya su origen, a nadie puede sorprender esta diferencia.

Cuantas innovaciones introdujo Calderón en la obra que refundía o imitaba, otras tantas fueron felicísimas y magistrales. Redujo a una sola las dos doncellas violadas, y a uno solo también los dos capitanes, evitando así que el interés se dividiese, y sustituyendo a estos cuatro personajes, que en Lope son débiles y descoloridos, dos figuras que, si no alcanzan la talla gigantesca de Pedro Crespo o de D. Lope de Figueroa, tienen, no obstante, en cuanto dicen y hacen, alma y acento propio. Tomó de Lope el asombroso tipo del Alcalde, pero reforzando la parte noble y elevada de su carácter y borrando algunas incongruencias cómicas que en nuestro autor le deslucen. Dejó intacto el de D. Lope de Figueroa, pero también derramó en él algunas gotas de idealismo, suavizó un poco su aspereza y le dió mayor intervención en la fábula. Creó el tipo episódico, pero en su línea perfecto, del hidalgo pobre, [p. 188] y sacó, por último, del limbo de la oscuridad, de la muchedumbre soldadesca, anónima y mal definida, que anda en la comedia de Lope, los tipos rápidamente esbozados, pero inolvidables, de Rebolledo y la Chispa. Verdad es que otras comedias históricas de Lope están llenas de personajes de la misma especie, y no se necesitaba grande esfuerzo para trasladarlos a ésta.

Todavía fueron más trascendentales, aunque a primera vista de menos bulto, las enmiendas que hizo Calderón en el plan de Lope. Las principales resultaron de la modificación feliz introducida en el carácter de la protagonista, que, en vez de liviana y antojadiza como las dos malandantes doncellas de Lope, es un dechado de honestidad y de modestia. Por esta vez guió bien a Calderón su concepto enteramente idealista de la virtud y pureza femeninas; concepto que, llevado hasta la exageración en sus comedias de capa y espada, dió a todas un tinte de uniformidad, bien lejana de aquella variedad prodigiosa, y tan finamente observada, de las mujeres de Lope.

La pureza del tipo femenil concebido por Calderón excluía toda complicidad por parte de Isabel en el proyecto de rapto. Es más: sólo por un concurso de circunstancias, no dependientes de la voluntad de la honestísima doncella, podía aquel consumarse. Así la vemos, desde las primeras escenas, retraerse con su prima Inés a las habitaciones más altas de la casa mientras en ella se alojan los soldados. Obedece en ello la voluntad paterna, pero todavía obedece más a su propio instinto de paloma tímida y a cierto vago presentimiento de su futura desgracia. Cuando el capitán oye de labios del sargento encomios repetidos de la hermosura de aquella labradora, tiénela al principio en poco; pero luego la ausencia despierta en él la curiosidad, la privación sirve de acicate al apetito:

Y sólo porque el viejo la ha guardado,
Deseo ¡vive Dios! de entrar me ha dado
Donde ella está...

Para entrar en su habitación finge quimera con un soldado, y logra verla y hablarla. Sobrevienen Pedro Crespo y su hijo, [p. 189] mozo arriscado y de grandes alientos, uno de los personajes nuevos de la obra de Calderón. Padre e hijo caen en la cuenta, pero cada cual obra según su carácter: el padre con reconcentrado disimulo, el joven con braveza impetuosa:

       JUAN

Y yo sufriré a mi padre,
Mas a otra persona no.

       CAPITÁN

¿Que habías de hacer?
       JUAN

                Perder
La vida por la opinión.

       CAPITÁN
¿Qué opinión tiene un villano?
       JUAN
Aquella misma que vos:
Que no hubiera un capitán
Si no hubiera un labrador.

Nada hay que decir de D. Lope de Figueroa, porque vivo y presente está en la memoria de todos el jurador impenitente, el veterano bravío, el justiciero inexorable, el león abrumado, pero no rendido, por el peso de los años y de las dolencias; la personificación, en suma, más hermosa, brillante y simpática del caudillo español del siglo XVI, terror de Flandes, de Italia y de Alemania. Lucha en él la soberbia de clase y de oficio militar con un poderoso y arraigado sentimiento de la justicia. Hay pocas escenas tan admirables en el Teatro de Calderón como aquellas en que D. Lope, en duelo colosal de soberbia a soberbia, de aspereza a aspereza, de orgullo a orgullo, siente doblegarse y rendirse su indómita condición ante la condición más férrea y más indómita todavía de Pedro Crespo, o más bien ante la razón que habla por su boca, y que al fin y al cabo no puede menos de hacer mella en el alma [p. 190] hermosísima y generosa de D. Lope, alma de oro bajo sus rudas y brutales apariencias. Los dos adversarios son dignos el uno del otro, y la admiración del lector y del espectador no sabe a quien atender primero, si al Maestre de campo o al villano.

Y ¿qué diremos de las bellas escenas del acto segundo: de las intimidades de D. Lope (ya amansado) con Pedro Crespo y con los suyos: de la partida del hijo del labrador para el ejército, adonde le llevan su afición y el estímulo de D. Lope; escena que rebosa de poesía, a un tiempo suave y austera, melancólica y varonil, realzada por los consejos del padre y el llanto de la hermana? Todas estas bellezas son novedades introducidas por Calderón, aunque entren en el género habitual de Lope mucho más que en el suyo. Imitando a Lope, se empapó en su espíritu, se asimiló su fuerza poética sin renunciar a la suya propia, y de la fusión de las cualidades características de uno y otro resultó una obra casi perfecta.

Las escenas siguientes, es decir, las del rapto, se parecen mucho a las de la comedia primitiva, salvo la diferencia capitalísima de la resistencia de la forzada Isabel, y salvo otras enmiendas, todas de admirable efecto escénico. Pedro Crespo queda atado a un árbol como en el drama de Lope, pero no es su criado quien le desata, sino su propia hija. Esta situación raya en lo más encumbrado de la sublimidad trágica. ¡Lastima que Calderón, dejándose arrastrar aquí de su gusto habitual por todo lo enfático y conceptuoso, y apartándose de la vigorosa y realista sencillez con que todo lo restante de su Alcalde está escrito, haya estropeado situación tan soberanamente concebida, poniendo en boca de Isabel una interminable relación de cerca de doscientos versos, de lirismo tan inoportuno como barroco! ¡Cuánto habría acertado reduciéndola a las últimas palabras, únicas propias y dignas de tal poeta y de tan lastimero caso:

Tu hija soy, sin honra estoy,
Y tú libre; solicita
Con mi muerte tu alabanza,
[p. 191] Para que de ti se diga
Que por dar vida a tu honor
Diste la muerte a tu hija.

A Lope de Vega pertenece, con pleno y perfectísimo derecho, la idea genial de haber juntado en la misma mano el hierro del vengador y la vara de la justicia. Pero Calderón ha ahondado más, y ha sabido encontrar en el alma del terrible Alcalde, juntamente con los furores del pundonor ultrajado y vindicativo, un manantial dulcísimo de afectos nobles y humanos. Antes de proceder como juez, el Alcalde de Zalamea procede como padre: insta, llora, suplica, ofrece de rodillas al capitán D. Álvaro toda su hacienda si consiente en casarse con su hija, reparando el ultraje que la hizo. ¡Cuán lejanos estamos de aquella sutil casuística de la honra, de aquel discreteo metafísico, con que la idea del honor anda envuelta y empañada en casi todos los dramas de Calderón! Aquí, por el contrario, ¡cuán limpia y radiante aparece! ¡Cómo simpatizamos con las lágrimas y con los ruegos de aquel hombre, tanto más sublime, cuanto más plebeyo! No nos encontramos aquí en presencia de un convencionalismo más o menos poético. Son afectos de todos los tiempos, algo que seguirá conmoviendo todas las fibras del corazón, mientras no se pierda el último resto de dignidad humana. La obra maestro de Calderón como poeta dramático, no de una época ni de una raza, sino de los que merecen ser universales y eternos, es, sin duda, ese diálogo entre el Alcalde y el Capitán, desde que aquél arrima la vara hasta que vuelve a empuñarla y manda poner en grillos al Capitán y llevarle a las casas del Concejo. Un crítico alemán, Klein, ha llamado a esta escena el canon de Policleto de la belleza dramática.

El triunfo de la justicia concejil, en Calderón, como en Lope recibe al fin del drama la sanción regia del prudentísimo Felipe II. ¿Hay en todo esto un pensamiento simbólico? ¿Era El Alcalde de Zalamea para sus contemporáneos, como parece serlo para los nuestros, la encarnación de la libertad municipal castellana, en lucha con el fuero privilegiado de la nobleza y de la [p. 192] milicia? ¿Podemos dar a este drama doméstico un verdadero alcance político y aun revolucionario?

Hay, a nuestro entender, en el fondo de toda obra artística de primer orden, una multitud de gérmenes de ideas que, en su expresión abstracta y general, quizá no atravesaron nunca la mente del poeta, pero que yacen real y verdaderamente en su obra bajo formas concretas y palpables, como yacen en el fondo mismo de la vida, de la cual es idealizado trasunto toda obra dramática digna de este nombre. Y cuanto más compleja y rica sea la realidad que en la obra de arte se manifiesta, tanto mayor será el número de ideas que, merced a ella, se revelan y hagan patentes a los ojos de los lectores. No pensaron ni Lope ni Calderón en hacer la apoteosis del municipio castellano, pero en sus fábulas adivinamos lo que tal institución fué en esencia y en espíritu, todavía mejor que con la lectura de los fueros y cartas pueblas. Peribáñez, Fuente Ovejuna, Los Jueces de Castilla, El Alcalde de Zalamea (por no citar más comedias que éstas) nos prueban, mejor que lo harían doctas disertaciones, cuánta era la vitalidad que el recuerdo de nuestras instituciones y de nuestros magistrados concejiles conservaba en pleno siglo XVII, triunfante ya en Europa el régimen de las monarquías absolutas. No se escribió El Alcalde de Zalamea en son de protesta; pero leído y visto representar hoy, no es maravilla que a algunos parezca una especie de desquite tardío de Villalar.

Las sucesivas vicisitudes de este drama, sus numerosas imitaciones y traducciones en todas lenguas, los fallos críticos que sobre él han recaído, es materia que corresponde ya a la historia literaria de Calderón, y no a la de Lope, puesto que la refundición enterró el original. Al desenterrarle hoy por tercera vez (dada que la edición del Krenkel apenas ha circulado en España, y del discurso de Hartzenbusch pocos guardan memoria), no me propongo entablar una competencia imposible ni arrancar una solo hoja del laurel con que los siglos han coronado al triunfante imitador: me limito a observar que nunca fué Calderón tan grande como cuando siguió paso a paso las huellas de Lope en una de [p. 193] sus obras más imperfectas, llevando la imitación hasta el extremo de que mucho de lo añadido por él parece de Lope más que suyo.

Notas

[p. 173]. [1] . Catalogo alphabtico de las Comedias, Tragedias, Autos, Zarzuelas, Entremeses y otras obras correspondientes al Theatro Hespañol. En Madrid. En la Imprenta Real, 1785.—8.º

[p. 173]. [2] . Geschichte der dramatischen Literatur und Kunst in Spanien. Von Adolph Friedrich von Schack. Zweite, mit Nachträgen vermehrte, Ausgabe. Franckfurt am Main, 1854. (Página 85 del Apéndice.)

[p. 174]. [1] . Memorias leídas en la Biblioteca Nacional en las sesiones públicas de los años 1863 y 1864. Madrid, imprenta de Rivadeneyra, 1871. Páginas 32-47

[p. 175]. [1] . Klassische Bühnedichtungen der Spanier herausgegeben und erklärt von Max Krenkel. III. Calderon. Der Richter von Zalamea nebst dem gleichnamigen Stücke des Lope de Vega. Leipzig, Johann Ambrosius Barth, 1887.—4.º El Alcalde de Zalamea, de Lope, ocupa la última parte del tomo, págs. 284 a 388.

[p. 176]. [1] . Basta fijarse en el bando severísimo publicado por Felipe II, en el Campo de Cantillana, el 28 de Junio de 1580, en cuyo art. 3.º se lee: «Que ningun soldado, ni otra persona de cualquier grado ni condicion que sea, ose ni se atreva de hacer violencia ninguna de mujeres, de cualquier calidad que sea, so pena de la vida.»

(Antonio de Herrera, Cinco libros de la historia de Portugal, y conquista de las Islas de los Azores... 1591, págs. 78-81.)

[p. 177]. [1] . Il Novellino di Masuccio Salernitano restituito alla sua antica lezione da Luigi Settembrini. Napoli, presso Antonio Morano... 1874.

Página 488: Novella XLVII. Argomento. Lo signore Re di Sicilia in casa de uno Cavaliero castigliano alloggiato. Doi d' soi più privati Cavalieri con violenza togliono la virginitate a due figliole de l'oste cavaliero: il signor Re con grandissimo rencriscimento sentito, le fa loro per mogli sposare, e a l'onore reparato, vole a la giustizia satisfare, e a'doi soi Cavalieri fa subito la testa tagliare.