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Obras completas de Menéndez... > HISTORIA DE LA POESÍA... > I. Historia de la Poesía... > VI : VENEZUELA

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La antigua Capitanía general de Caracas, hoy República de Venezuela, tiene la gloria de haber dado a la América española, simultáneamente, su mayor hombre de armas y su mayor hombre de letras: Simón Bolívar y Andrés Bello. Pero la aparición súbita de estos dos varones egregios, que por breve tiempo ponen a su patria al frente del movimiento americano, ya en la esfera de la acción política, ya en la de las ideas, contrasta, sino con la oscuridad anterior de la historia de Venezuela (que, por el contrario, es en el período de la conquista, de las más interesantes que pueden leerse), a lo menos con el puesto secundario que, a pesar de su admirable situación geográfica, de su vastísima extensión y de sus riquezas naturales, ocupó el territorio de Costa Firme en el cuadro inmenso de las posesiones españolas. De aquí el desarrollo lento y tardío de la cultura, que nunca, hasta los últimos días de la época colonial, pudo competir allí, no ya con la de México o con la del Perú, sino con la del vecino virreinato de Nueva Granada, del cual, en parte, dependía Venezuela hasta 1731. [1] La población era muy mezclada; de los ochocientos [p. 348] mil habitantes que aproximadamente se calculaban a principios de este siglo, según testimonio de Humboldt y Bonpland, había más de 120.000 indios, diez mil de ellos no reducidos a vida civilizada; más de sesenta mil negros, más de cuatrocientos mil mestizos y mulatos y sólo unos 212.000 individuos de raza blanca, entre criollos y españoles. Con elementos tan heterogéneos y abigarrados, sin ningún centro de alta cultura que recordase los emporios de México y Lima, sin Universidad y sin imprenta hasta muy entrado el siglo XVIII, la historia literaria no puede ofrecernos más que páginas en blanco. Y, sin embargo, ya entre los conquistadores hubo quien diese culto a las musas; y Juan de Castellanos, que dedicó la mitad de sus elegías a sucesos y personajes de lo que hoy es jurisdicción de Venezuela, recogiendo innumerables datos biográficos sobre los primeros colonos, encontró en la isla Margarita nada menos que cuatro poetas, y músicos también según parece:

                          Con cuyo son las damas y galanes
                         Encienden más sus pechos en amores...
                         . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
                          Allí tanbién dulcísimo contento
                         De voces concertadas en su punto,
                         Cuyos concentos lleva manso viento
                         A los puntos oídos por trasunto:
                         Corre mano veloz el instrumento
                         Con un ingenioso contrapunto,
                         Enterneciéndose los corazones
                         Con nuevos villancicos y canciones.
                          Porque también Polihimnía y Erato,
                         Con la conversación del duro Marte,
                         De número sonoro y verso grato,
                         Tenían deste tiempo buena parte:
                         Rara facilidad, suave trato,
                         Y en la composición ingenio y arte,
                         De los cuales discípulos y alumnos
                         Podríamos aquí decir algunos
                          Y aun tú que sus herencias hoy posees,
                         No menos preciarás saber quién era
                          Bartolomé Fernández de Virués ,
                          Y el bienquisto Jorge de Herrera :
                          [p. 349] Hombres de más valor de lo que crees,
                         Y con otros también de aquella era,
                          Fernán Mateos, Diego de Miranda,
                         
Que las musas tenían de su banda.
                                                   (Elegía XIV, part. 1.ª)

Los versos no pueden ser peores, pero es curioso el testimonio tratándose de 1550, próximamente.

A fines del siglo XVII y principios del siguiente, encontramos algunos versificadores gongorinos, de lo más enfático y perverso dentro de su género. Al frente de la Historia de la Conquista y Población de la Provincia de Venezuela , de D. José de Oviedo y Baños (Madrid, 1723), [1] escribió el licenciado D. Alonso de Escobar, canónigo de la catedral de Caracas, examinador sinodal del obispado de Venezuela y secretario del Obispo, un romanzón endecasílabo congratulando a la ciudad de Caracas en estos revesados términos:

                          Coronado León, de cuyos rizos
                         Altivas crenchas visten el copete,
                         Gallarda novedad que su nobleza
                         Generosa guardó para sus sienes:
                         Ilustre concha, que en purpúreas líneas
                         Del Múrice dibujas los relieves
                         En cruzados diseños que se exaltan,
                         Cuando en fuertes escudos te ennoblecen.
                         Fértil ribera que en plateadas ondas
                         El elemento líquido guarnece,
                         Y en vegetales minas sus tesoros
                          A púrpura reducen lo virente;
                         Floresta americana, de quien Flora
                         Tiernos pimpollos libra en candideces
                         De flores, que perdiendo la hermosura,
                         Son frutos suaves que Pomona ofrece...

Por lo menos, hacía versos sonoros, aunque vacíos; pero baste esta muestra. Del mismo autor hay un ridículo soneto con doble acróstico, al principio y al medio del verso. Otro de los [p. 350] panegiristas de Oviedo y Baños fué D. Ruy Fernández de Fuenmayor, en un soneto y en unas conceptuosas décimas.

Hasta 1696 no hubo más enseñanzas que las de algunos conventos y clases de gramática. En aquel año, el obispo D. Diego de Baños y Sotomayor, natural de Santa Fe de Bogotá, fundó en Caracas el colegio seminario de Santa Rosa, con trece becas y nueve cátedras de gramática latina, filosofía aristotélica, teología, cánones y música. [1] Pero los venezolanos estudiosos padecían la incomodidad de tener que ir a graduarse en las Universidades más o menos lejanas de Santo Domingo, México y Santa Fe, hasta que por cédula de Felipe V, en 1721, y Bula Apostólica de Inocencio XIII, en 19 de agosto del año siguiente, quedó convertido el Seminario Tridentino en Universidad Real y Pontificia, con los mismos derechos y privilegios que las demás de América, ampliándose el número de sus enseñanzas con las de Derecho Civil y Medicina. Los jesuítas tuvieron también colegios, hasta su expulsión, y allí, como en los demás de América, se les debió en gran parte la difusión de la cultura clásica.

La imprenta no existió hasta 1806, en que el general revolucionario Miranda trajo una ambulante para imprimir sus proclamas, que fueron quemadas en Caracas por mano del verdugo, Hasta 1808 no empezó a salir la Gaceta de Caracas . [2] Con tan tenues [p. 351] principios asombra el desarrollo que en breves años logró el despierto y lozano ingenio de los criollos venezolanos. Porque no hay que olvidar que Bello, nacido en 1781 en pleno régimen colonial, se formó en Caracas; que su primer maestro de humanidades fué un fraile de la Merced, Fr. Cristóbal de Quesada; que hizo los estudios de filosofía en el Seminario de Santa Rosa bajo el rectorado del presbítero Montenegro, «el bueno, el afectuoso, el sabio Dr. Montenegro», como le llama Baralt, y que en la Real y Pontificia Universidad de su patria encontró en 1797 un Dr. Escalera que le enseñase las Matemáticas y la Física Experimental. Declámese cuanto se quiera contra la educación clerical y española, siempre persistirá el hecho de haber sido hijos de ella Bello, Olmedo y Heredia, los tres nombres más indiscutibles de la literatura americana.

Favorecida por su ventajosa posición cerca del mar de las Antillas, que Humboldt llama «un Mediterráneo de muchas bocas»; favorecida por las reformas de Carlos III, enriquecida por el comercio, y en trato frecuente, no sólo con la Metrópoli, sino con los extranjeros, que, ya en los breves períodos en que el comercio fué libre, ya por medio del contrabando, difundieron sus industrias, artes, ideas, libros y comodidades, Caracas había llegado a ser en 1799 una de las ciudades más cultas del mundo americano. Entonces la visitó Humboldt, el cual, en su Viaje a las regiones equinocciales , declara haber encontrado en muchas familias principales, gusto por la instrucción, conocimiento de los modelos de las literaturas francesa e italiana y decidida predilección por la música, que servía como de lazo entre las diversas clases sociales. Y añade que en Caracas y en la Habana creyó estar más cerca de Cádiz y de los Estados Unidos que en ninguna otra parte de la América española. Los libros corrían de mano en mano, sin exceptuar los incluídos en el Índice , que sólo podían entrar de contrabando, y que en su circulación a sombra de tejado, iban difundiendo las ideas revolucionarias y enciclopedias y [p. 352] preparando la explosión de 1810. Pero en medio de esta fermentación peligrosa, había ansia de saber y evidente mejora en los estudios. Montenegro, Escalona y Echezuría, habían reformado los estudios de Filosofía, y el licenciado Sanz los de Derecho; los hermanos Luis y Javier Ustáriz tenían en su casa una academia privada de literatura, en la cual leyó Bello sus primeras producciones: su oda A la Vacuna , sus traducciones del libro quinto de la Eneida y de la tragedia Zulima , de Voltaire. Allí se dieron a conocer también otros aficionados a la poesía, de quienes apenas quedan muestras, porque el archivo de aquella pequeña sociedad desapareció en los disturbios civiles. [1] Entre ellos se citan los nombres de D. Vicente Tejera, D. José Luis Ramos, D. Domingo Navas Spínola, D. Vicente Salías, D. José Domingo Díaz y algunos otros. Navas Spínola tradujo Ifigenia , de Racine, y algunas odas de Horacio. De Ramos, uno de los firmantes del acta de independencia de 1811, conozco una versión apreciable del Oh Navis, referent... El médico Salías compuso el poema burlesco de La Mediocomaquia , en el gusto prosaico de Iriarte. Se citan un ensayo dramático de D. José Domingo Díaz, Inés , y otro de González, Aníbal . De Tejera, uno de los próceres de la independencia, no se conoce con certidumbre poesía alguna, puesto que, de las dos que el señor Calcaño pone a su nombre en el Parnaso Venezolano, [2] la Paráfrasis del Miserere es mucho más antigua que Tejera, y estaba impresa en las rimas de tan conocido autor como Gerardo Lobo, desde 1717, por lo menos; [3] y la [p. 353] traducción, muy popular en Venezuela y Nueva Granada, y aun en España, del soneto francés de Hésnault, El Aborto , anda también en litigio, y se le han atribuído diversos padres. Como se ve, todos estos ingenios pertenecían a la escuela literaria del principio del siglo, y su poeta predilecto parece haber sido Arriaza, que en 1806 visitó a Caracas como oficial de Marina, y sin duda concurrió a la tertulia de los Ustáriz. Sus versos, tan populares en América como en España, se pegaban dulcemente al oído, y está probado que dejaron huella aun en el mismo clásico y severísimo Bello.

La gran figura literaria de este varón memorable basta por sí solo para honrar, no solamente a la región de Venezuela, que le dió cuna, y a la República de Chile, que le dió hospitalidad y le confió la redacción de sus leyes y la educación de su pueblo, sino a toda la América española, de la cual fué el principal educador: por enseñanza directa en la más floreciente de sus repúblicas; indirectamente y por sus escritos en todas las demás: comprable en algún modo con aquellos patriarcas de los pueblos primitivos, que el mito clásico nos presenta, a la vez filósofos y poetas, atrayendo a los hombres con el halago de la armonía para reducirlos a cultura y vida social, al mismo tiempo que levantaban los muros de las ciudades y escribían en tablas imperecederas los sagrados preceptos de la ley. Acerca de Bello se han compuesto libros enteros, no poco voluminosos, y aún puede escribirse mucho más, porque no hay pormenor insignificante en su vida, ni apenas materia de estudio en que él no pusiese la mano. Sus timbres de psicólogo, de pedagogo, de jurisconsulto, de publicista, de gramático, de crítico literario, no han oscurecido (por raro caso) su gloria de poeta, vinculada, no en raptos pindáricos ni en creaciones muy originales, sino en unas cuantas incomparables traducciones, y en un número todavía menor de fragmentos [p. 354] descriptivos de naturaleza americana, donde el estudio de la dicción poética llega a un grado de primor y perfección insuperables, y en los cuales renace la musa virgililana de las Geórgicas para cantar nuevos frutos y nuevas labores y consagrar con su voz las vírgenes florestas del Nuevo Mundo. [1]

[p. 355] Su prosa no es brillante, ni muy trabajada, pero es modelo de sensatez, de cordura y de caudalosa doctrina. Escribía como hablaba, enseñando siempre, con maravillosa claridad y orden [p. 356] didáctico, como quien va más atento al provecho común que a la vana ostentación del saber propio. En su espíritu recto y bien equilibrado, se juntaban dichosamente la audacia especulativa, que abre nuevos rumbos, y el sentido de la realidad, que convierte y traduce la especulación en otra útil. De los resultados de su varia y rica cultura personal, adaptó a la cultura chilena los que en su tiempo eran adaptables; y por eso, más que en la filosofía pura, insistió en sus aplicaciones; más que en el Derecho natural, en el Derecho positivo; más que en la filología propiamente dicha ni en la alta crítica en la gramática. Los tiempos lo pedían así, y él se acomodó sabiamente a los tiempos, comenzando el [p. 357] edificio por los cimientos y no por la cúpula. Poco le importó ser tachado de pedagogo tímido, de intolerante purista, de enemigo de la emancipación intelectual. Sin imponer cierto género de disciplina austera es imposible enseñar a hablar, a pensar, a leer, a un pueblo que acaba de salir de la menor edad. Otros, por desgracia de las repúblicas americanas, siguieron distinto camino; y con aprender el francés y olvidar el latín y el castellano; con maldecir de las instituciones coloniales por el mero hecho de ser españolas, y con calcar servilmente las de los Estados Unidos, diéronse ya por suficientemente emancipados e imaginaron haber llegado de un salto a lo que, si no se conquista por esfuerzo propio, racional y metódico, y en virtud de evolución no forzada, será siempre vana apariencia de libertad y cultura, y trampantojo sin realidad ni eficacia. Por haber sido la enseñanza de Bello el más fuerte dique contra toda novedad temeraria; por haber respetado en el derecho el elemento tradicional y la eterna fuente de la sabiduría escrita del pueblo romano; por haber sido toda su vida conservador a la manera inglesa, como Jovellanos entre nosotros; por haber representado en América el tipo más puro de la educación clásica, y la más alta magistratura en lo tocante a la lengua, fué aquel gran maestro blanco de las iras de todos los insurrectos literarios, de todos los niveladores democráticos, y hubo quien, como el famoso argentino Sarmiento, se atreviese a pedir en letras de molde su perpetuo ostracismo de América por el crimen capital e inexpiable de saber demasiado y de ser demasiado literato.

Afortunadamente, Bello había ido a asentar su cátedra en un pueblo americano que, menos dotado de condiciones brillantes que cualquier otro, a todos aventaja en lo firme de la voluntad, en el sentido grave y maduro de la vida, en el culto de la ley, en el constante anhelo de la perfección y en la virtud del respeto. No llegó a educar poetas, porque la tierra no los daba de suyo, pero educó hombres y ciudadanos, y su espíritu continúa velando sobre la gran república, que por tantos años ha sido excepción solemne entre el tumulto y agitación estéril de las restantes hijas de España.

No procede juzgar aquí a Bello como escritor polígrafo; pero no sería justo, tratándose de tal varón, recordar sólo su gloria de poeta. Es cierto que sus versos han de ser en definitiva lo [p. 358] que de sus obras conservará valor absoluto, porque la misma índole didáctica de los demás trabajos de Bello, y el constante progreso que va renovando las materias sobre que principalmente versan, acabará por relegarlos a la historia de la ciencia: única inmortalidad que pueden esperar los libros doctrinales cuando desaparecen de la común enseñanza. Pero hoy todavía son útiles y enseñan mucho; y por otra parte, sería difícil caracterizar el arte docto y laborioso de los versos de Bello, sin representarnos primero, aunque sea de un modo general, el mundo de ideas que removió su espíritu, y el rico fondo de cultura, sobre el que pudo echar raíces y brotar lozana, con pompa de flores y de frutos, la planta de su exquisita poesía.

Bello fué filósofo; poco metafísico, ciertamente, y prevenido en demasía contra las que llamaba quimeras ontológicas , de las cuales le apartaban de consumo el sentido de la realidad concreta, en él muy poderoso, su temprana afición a las ciencias experimentales, la estrecha familiaridad que por muchos años mantuvo con la cultura inglesa, el carácter especial del pueblo para quien escribía, y finalmente, sus hábitos de jurisconsulto romanista y sus tareas y preocupaciones de legislador. Pero fué psicólogo penetrante y agudo; paciente observador de los fenómenos de la sensibilidad y del entendimiento; positivista mitigado, si se le considera bajo cierto aspecto, o más bien audaz disidente de la escuela escocesa en puntos y cuestiones muy esenciales, en que más bien parece inclinarse a Stuart Mill que a Hamilton. En la Filosofía del Entendimiento , que es sin duda la obra más importante que en su género posee la literatura americana (dicho sea sin menoscabo del aprecio que nos merecen los ensayos de algunos pensadores cubanos), predomina sin duda el criterio doctrinal de la escuela de Edimburgo, como podía esperarse de la fe inquebrantable de Bello en las creencias primordiales del género humano y en el testimonio de conciencia; pero hay patentes desviaciones, que ponen el libro a dos pasos de la doctrina contraria, como si en el espíritu de su autor combatiesen reciamente la audacia especulativa y la prudencia práctica. Su doctrina sobre la noción de causa, que para él no es ni principio universal ni principio necesario con necesidad absoluta, sino que se confunde con la ley de sucesión y conexión de los fenómenos, parede idéntica [p. 359] a la que en la Lógica de Stuart Mill se propugna; salvo que Bello, como creyente religioso, afirma, a despecho de su sistema, la realidad de la causa primera, libre e inteligente, ordenadora del mundo, al paso que Stuart Mill, sólo como posible acepta el antecedente incondicionado y universal. La idea de substancia queda también vacilante en el sistema de Bello, quien propiamente no reconoce más percepción substancial que la del propio yo, duda mucho de la existencia de la materia, no repugna la hipótesis de Berkeley, según la cual los modos de las causas materiales son modos de obrar de la energía divina, y existen, por tanto, originalmente en la substancia de Dios bajo la forma de leyes generales; y llega, aunque sea por transitorio ejercicio o gimnasia de la mente, a conclusiones resueltamente acomistas que, negando la substancialidad de la materia, convierten el universo físico en «un gran vacío poblado de apariencias vanas, en nada diferentes de un sueño». Pero no consiste en estas ráfagas de idealismo escéptico la verdadera originalidad de la filosofía de Bello, el cual, por otra parte, siguiendo la buena tradición hamiltoniana, defiende vigorosamente contra el Dr. Brown la percepción intuitiva y la unidad de la conciencia; consiste, sobre todo, en sus magistrales análisis, de los cuales puede servir de tipo el que aplica a la memoria y a la sugestión de los recuerdos, y especialmente a las que llama anamnesis o percepciones renovadas, y que él distingue sutilmente de los demás elementos que concurren al fenómeno de la memoria. Su doctrina del método inductivo, aunque derivada evidentemente de fuentes inglesas, muestra que estaba profundamente versado en la filosofía de las ciencias experimentales.

Belló no dejó escrita su filosofía moral que, a juzgar por ciertos pasajes de un artículo suyo contra la teoría de Jouffroy, [1] quizá no hubiera salido exenta de todo resabio de utilitarismo, si bien interpretado en el más noble sentido, y disculpable en quien había recibido, muy mozo aún, la influencia directa de Bentham, cuyos manuscritos tuvo que descifrar por encargo de James Mill, durante su permanencia en Inglaterra. Pero si no ha dejado ningún libro de Filosofía del Derecho, es insigne a lo menos [p. 360] como tratadista de Derecho de Gentes. Los Principios de esta ciencia, que publicó en 1832 y fué retocando y mejorando mientras le duró la vida, han sido obra clásica en América, han corrido en España bajo el nombre del peruano D. José María Pardo, que se los apropió casi a la letra; y hoy mismo conservan todo el valor que puede tener un manual de esta clase después de los profundos cambios que el Derecho internacional ha experimentado en estos últimos años. [1] Sirvió de base a éste, como a tantos otros libros de Derecho Internacional, la obra de Vattel, pero fué Bello de los primeros que sintieron la necesidad de reformarla, reuniendo y metodizando la doctrina esparcida en voluminosas colecciones de jurisprudencia mercantil y en repertorios diplomáticos: empresa tan árida y prolija como útil, en que precedió a Wheaton, y en que, a despecho del trabajo de compilación, no se echa de menos nunca ni el juicio sereno, ni la claridad de método, en extremo adecuado a la enseñanza, ni la propiedad y pureza del lenguaje, que tan desatendida suele andar en esta clase de libros. La ciencia española, que después de sus grandes teólogos del siglo XVI, fundadores de esta rama de la ciencia jurídicia y precursosres de Grocio, apenas podía contar entre sus sucesores más nombres dignos de consideración que los de Finestres, Dou y Abreu, ni más tratadista sistemático que Olmeda, puro abreviador y expurgador de Vattel, tuvo por primera vez en el manual de Bello un claro, elegante y compendioso resumen, si no de los principios abstractos de la ciencia, a lo menos de su parte positiva y de las prácticas y conveciones más generalmente admitidas entre los pueblos cultos.

Mucho mayor esfuerzo, y tal que por sí sólo bastaría para inmortalizar la memoria de un hombre, fué la redacción del Código Civil Chilenio de 1855, anterior a todos los de América, salvo el de la Luisiana; y uno de los que, aun obedeciendo a la tendencia uniformista que tuvo en todas partes el movimiento codificador de la primera mitad de nuestro siglo, hacen más concesiones al [p. 361] elemento histórico y no se reducen a ser trasunto servil del Código francés.

Sección de las más numerosas e importantes forman en el conjunto de las obras de Bello las relativas a cuestiones filológicas: su célebre Gramática de la lengua castellana (1847), sin duda la que en nuestro siglos ha obtenido más reimpresiones y ha servido para estudio de mayor número de gentes y ha logrado comentadores y apologistas más ilustres: [1] su Análisis ideológica de los tiempos de la conjugación castellana , que con ser trabajo de sus primeros años, anterior a su viaje a Inglaterra (si bien no publicado, y sin duda con grandes enmiendas, hasta 1841), no deja de ser el más original y profundo de sus estudios lingüísticos: sus Principios de ortología y métrica (1835), definitivos en cuanto a la doctrina general, y universalmente admitidos hoy por los mejores prosistas, especialmente en las cuestiones relativas a sinalefa y hiato, que parecen agotadas por Bello. No pertenecen estos libros suyos al novísimo movimiento de la filología histórica, y ya bastarían sus fechas para indicarlo; pertenecen a la escuela analítica del siglo XVIII, pero a esta escuela en su más alto grado de perfección, aplicada por un entendimiento vigoroso y sutilísimo, que logra defenderse de la abstracción ideológica (a que fácilmente conduce el abuso de las teorías gramaticales), merced a la observación diaria y familiar del uso de los maestros de la lengua. Así es que a él se debe, más que a otro alguno, el haber emancipado nuestra disciplina gramatical de la servidumbre en que vivía respecto de la latina, que torpemente querían adaptar los tratadistas a un organismo tan diversos como el de las lenguas romances; y a él también, en parte, aunque de un modo menos exclusivo, el haber desembarazado nuestra métrica de las absurdas nociones de cantidad silábica, que totalmente viciaban su estudio. Y aunque la Análisis de los tiempos de la conjugación parezca a primera vista trabajo más ideológico que práctico, y más adecuado para mostrar la admirable perspicuidad y fuerza de método de su autor en este ensayo de álgebra gramatical, [p. 362] que para guiar al hablista o al escritor en el recto uso de las formas, accidentes y matices del verbo, y especialmente en la expresión de relaciones temporales, todavía es grande el provecho que de él se saca, no sólo como modelo de disección gramatical, sino como reportorio sintético y autorizado de los valores, así propios como metamórficos, de las formas verbales, sin cuyo exacto conocimiento no es hacedero dar al lenguaje aquel grado de precisión y transparencia que se requiere para que sea fácil vehículo de la idea. Los tratados gramaticales de Bello son, ciertamente, obras de transición: traspasan los límites de la gramática empírica (como lo era todavía la de Salvá); pero no llegan a invadir los de la moderna gramática comparativa; pertenecen al período intermedio, al período razonador y analítico. Los defectos que en ellas pueden señalarse, son defectos propios de la escuela de Beauzée, de Du-Marsais, de Condillac, de Destutt-Tracy, pero muy mitigados por el genial espíritu de Bello, que a cada paso se sobrepone a las inevitables influencias de su educación. Bello estudió aisladamente el castellano: le estudió por vía discursiva y en su estado moderno; no pretendió hacer la gramática histórica de la lengua; no quiso, ni quizá hubiera podido, ponerle en relación con las demás lenguas romances, pues aunque la Gramática de Díez se había publicado entre 1836 y 1842, los principios de su método no habían salido aún de Alemania, y Bello no sabía alemán. Además, su objeto no era erudito, sino esencialmente práctico; quería restablecer la unidad lingüística en América y oponerse al desbordamiento de la barbarie neológica, sin negar por eso los legítimos derechos del regionalismo o provincialismo. Y esto lo consiguió plenamente: fué aún más que legislador, por todos acatado; fué el salvador de la integridad del castellano en América, y al mismo tiempo enseñó, y no poco, a los españoles peninsulares, perteneciendo al glorioso y escaso número de aquellos escritores y preceptistas casi forasteros, como Capmany, Puigblanch, etcétera, de quienes pudiéramos decir, como Lope de Vega de los hermanos Argensolas, «que vinieron de Aragón (o de Cataluña o de cualquiera otra parte) a reformar en Castilla la lengua castellana».

A los méritos eminentes de filólogo corresponden en Bello otros, no menos positivos y memorables, de investigador y [p. 363] crítico literario. Hasta la publicación de sus obras completas no se le ha hecho plena justicia en esta parte por lo dispuesto de sus trabajos y por ser de gran rareza en Europa, y aun inasequibles a veces, las revistas y periódicos en que primitivamente los dió a luz. En las cuestiones relativas a los orígenes literarios de la Edad Media y a los primeros documentos de la lengua castellana, Bello no sólo aparece muy superior a la crítica de su tiempo, sino que puede decirse sin temeridad que fué de los primeros que dieron fundamento científico a esta parte de la arqueología literaria. Desde 1827 había ya refutado errores que persistieron, no sólo en los prólogos de Durán, sino en las historias de Ticknor y Amador de los Ríos: errores de vida tan dura, que, después de medio siglo, todavía no están definitivamente desarraigados, y se reproducen a cualquier hora por los fabricantes de manuales y resúmenes. Bello probó antes que nadie que el asonante no había sido carácter peculiar de la versificación española y rastreó su legítima filiación latino-eclesiástica en el ritmo de San Columbano, que es del siglo VI, en la Vida de la condesa Matilde , que es del XI y en otros numerosos ejemplos: le encontró después en series monorrimas en los cantares de gesta de la Edad Media francesa, comenzando por la Canción de Rolando ; y por este camino vino a parar a otra averiguación todavía más general e importante: la de la manifiesta influencia de la epopeya francesa en la nuestra; influencia que exageró al principio, pero que luego redujo a sus límites verdaderos. Bello determinó antes que Gaston Paris y Dozy, la época, el punto de composición, el oculto intento y aun el autor probable de la Crónica de Turpín . Bello negó constantemente la antigüedad de los romances sueltos, y consideró los más viejos como fragmentos o rapsodias de las antiguas gestas épicas compuestas en el metro largo de diez y seis sílabas interciso. Bello no se engañó ni sobre las relaciones entre el Poema del Cid y la Crónica General , ni sobre el carácter de los fragmentos épicos que en esta obra aparecen incrustados y nos dan razón de antiguas narraciones poéticas análogas a las dos que conservamos, ni sobre las relaciones entre la Crónica del Cid y la General , de donde seguramente fué extractada la primera, aunque por virtud de una compilación intermedia. Aun sin haber sido árabe, adivinó antes que Dozy la procedencia arábiga del relato de la General [p. 364] en lo concerniente al sitio de Valencia. Comprendió desde la primera lectura el valor de la Crónica Rimada , encontrando en ella una nueva y robusta confirmación de su teoría sobre el verso épico y sobre la transformación del cantar de gesta en romance. Bello, con el solo esfuerzo de su sagacidad crítica, aplicada a la imperfecta edición de Sánchez, emprendió desde América la restauración del Poema del Cid , y consiguió llevarla muy adelante, regularizando la versificación, explicando sus anomalías, levantando, por decirlo así, la capa del siglo XIV, con que el bárbaro copista del manuscrito había alterado las líneas del monumento primitivo. En algún caso adivinó instintivamente la verdadera lección del códice mismo, mal entendida por el docto y benemérito Sánchez. La edición y comentario que Bello dejó preparada del Poema del Cid , infinitamente superior a la de Damas-Hinard, parece un portento cuando se repara que fué trabajada en un rincón de América, con falta de los libros más indispensables, y teniendo que valerse el autor casi constantemente de notas tomadas durante su permanencia en Londres, donde Bello leyó las principales colecciones de textos de la Edad Media, y aun algunos poemas franceses manuscritos. Pero en Chile ya no tuvo a su disposición la Crónica General , y por mucho tiempo ni aun pudo adquirir la del Cid publicada por Huber. Cuarenta años duró este trabajo formidable, en que ni siquiera pudo utilizar Bello la imperfecta reproducción paleográfica de Janer, que sólo llegó a sus manos en los últimos meses de su vida, ni siquiera las conjeturas, muchas veces temerarias, de Damas-Hinard, cuya traducción no vió nunca. Y, sin embargo, el trabajo de Bello, hecho casi con sus propios individuales esfuerzos, es todavía a la hora presente, y tomado en conjunto, el más cabal que tenemos sobre el Poema del Cid , a pesar de la preterición injusta y desdeñosa, si no es ignorancia pura, que suele hacerse de él en España. No hay que decir las ventajas enormes que su Glosario lleva al de Sánchez, ni el valor de las concisas, pero muy fundamentales, observaciones sobre la gramática del Poema. Un libro de este género, que comenzado en 1827 y terminado en 1865, ha podido publicarse en 1881 sin que resulte anticuado en medio de la rápida carrera que hoy llevan estos estudios, tiene sin duda aquella marca de genio que hasta en los trabajos de erudición [p. 365] cabe. El nombre de Bello debe ser de hoy más, juntamente con los de Fernando Wolf y Milá y Fontanals, uno de los tres nombres clásicos en esta materia. [1]

Nunca tuvo tales adivinaciones y rasgos de genio la modesta crítica de D. Alberto Lista, con quien a veces, en su condición de educador, se ha comparado a Bello. Pero es cierto que Bello, aunque muy superior en originalidad y en riqueza de doctrina, tiene evidentes semejanzas con Lista en la tendencia general de sus ideas literarias, y en aquella especie de templado eclecticismo, o de clasicismo mitigado, que aplicaba el examen de la literatura moderna. En este concepto, los Opúsculos literarios y críticos del uno tienen cercano parentesco con los Ensayos críticos y literarios del otro, obra que Bello tenía en grande estima. No rehuía Bello la crítica de pormenor, la crítica de preceptista y de gramático, y gustaba de aplicarla, sobre todo, a los que hacían intolerante ostentación de ella. Así trituró el pedantesco juicio de Hermosilla sobre Moratín y Meléndez, con no menos caudal de humanidades y de buenas razones, aunque con menos donaire que simultáneamente lo hacía en España D. Juan Nicasio Gallego en ciertos diálogos inolvidables. Pero en general, picaba más alto, y, como Lista, gustaba de enlazar la crítica parcial de las obras con las teorías literarias generales y con los principios del gusto, que eran en él los que podían esperarse de un filósofo escocés sólido y sobrio y de un clásico a la inglesa; modo de entender el clasicismo que, aun en los períodos más académicos, ha sido mucho más amplio y más favorable al libre vuelo de la fantasía que el sistema de la escuela francesa. Así es que Bello, traductor admirable de Byron y de Víctor Hugo, y recto apreciador de la antigua comedia española y de la poesía épica de la Edad Media, no necesitó, para hacer justicia a la poesía moderna, ni renegar de su antigua fé, ni quemar lo que había adorado, ni tampoco incurrir en la manifiesta contradicción en que, por bien intencionado patriotismo, solía incurrir Lista repobrando en [p. 366] Víctor Hugo lo mismo que en Calderón admiraba. Bello no transigió nunca con los desmanes del mal gusto, ni con las orgías de la imaginación; pero sin ser romántico en la práctica, y conservando sus peculiares predilecciones horacianas y virgilianas, supo distinguir en el movimiento romántico todos los elementos de maravillosa poesía que en él iban envueltos, y que forzosamente tenían que triunfar y regenerar la vida artística.

Y ahora la consideración del crítico nos pone en frente del poeta, a cuyas rimas es tiempo de atender, después de esta digresión, acaso larga, pero que no juzgamos inoportuna para comprender qué especie de hombre era Bello, y cuál había de ser el carácter dominante en su poesía, que no fué sino la flor del árbol de su cultura. Voz unánime de la crítica es la que concede a Bello el principado de los poetas americanos; pero esto ha de entenderse en el sentido de mayor perfección, no de mayor espontaneidad genial, en lo cual es cierto que muchos le aventajan. La poesía de Bello es reflexiva, y no sólo artística, sino en alto grado artificiosa, pero con docto, profundo y laudable artificio, que en un espíritu tan cultivado venía a ser segunda naturaleza. Más que el título de gran poeta, que con demasiada facilidad se le ha adjudicado, y que en rigor debe reservarse para los ingenios verdaderamente creadores, le cuadra el de poeta perfecto dentro de su género y escuela, y en dos o tres composiciones únicamente. Bello, de quien no puede decirse que cultivara, a lo menos originalmente y con fortuna, ninguno de los grandes géneros poéticos, ni el narrativo, ni el dramático, ni el lírico en sus manifestaciones más altas, es clásico e insuperable modelo en un género de menos pureza estética, pero sembrado por lo mismo de escollos y dificultades, en la poesía científica descriptiva o didáctica; y es, además, consumado maestro de dicción poética, sabiamente pintoresca, laboriosamente acicalada y bruñida, la cual a toda materia puede aplicarse, y tiene su propio valor formal, independiente de la materia. En este concepto, más restringido y técnico, puede llamarse a Bello creador de una nueva forma clásica que, sin dejar de tener parentesco con otras muchas anteriores, muestra, no obstante, su sello peculiar entre las variedades del clasicismo español, por lo cual sus versos no se confunden con los de ningún otro contemporáneo suyo, ni con los de Quintana y Gallego, ni [p. 367] con los de Moratín y Arriaza, ni con los de Lista y Reinoso, ni con los de Olmedo y Heredia.

Las cualidades sustanciales de esta poesía han sido apreciadas por Caro mejor que por ningún otro en las palabras siguientes: «Hay en la poesía de Bello cierto aspecto de serena majestad, solemne y suave melancolía; y ostenta, él más que nadie, pureza y corrección sin sequedad, decoro sin afectación, ornato sin exceso, elegancia y propiedad juntas, nitidez de expresión, ritmo exquisito: las más altas y preciadas dotes de elocución y estilo».

Estos justos loores han de entenderse de aquellas escasas poesías de la edad madura de Bello, en que su estilo llega a la perfección más alta. Y para declarar cuáles sean éstas, conviene dividir sus Poesías en tres grupos o series, que corresponden exactamente a los tres grandes períodos de su larguísima vida: el de educación en Caracas hasta 1810, el de estancia en Inglaterra hasta 1829 y el de magisterio en Chile hasta 1865.

Las poesías del primer período, que Bello seguramente no hubiera publicado nunca, apenas tienen interés más que como tanteos y ensayos, que nos dan la clave de la formación de su gusto y de la vacilación que forzosamente había de acompañar los primeros pasos de su musa hasta que regiamente posase su sandalia de oro en las selvas americanas. Unas veces se le ve arrastrado por el prosaísmo del siglo XVIII, como en dos lánguidos, fastidiosos y adulatorios poemas en acción de gracias a Carlos IV por la benéfica expedición enviada a América a propagar la vacuna: poesía oficinesca y rastrera, indinga por todos conceptos de su nombre, y mucho más por la terrible comparación que suscita con la grandiosa oda que aquel mismo acontecimiento inspiró simultáneamente a Quintana. El numen de Bello no puede volar todavía con alas propias; pero cuando traduce o imita, aparece fácil, ameno y gracioso, como en las elegantes octavas en que parafrasea la égloga segunda de Virgilio; en la linda y verdaderamente horaciana odita Al Anauco , y en el delicado y suave romancillo heptasilábico que se titula imitación de La nave , de Horacio, y lo es en cuanto a los pensamientos, pero no en cuanto al estilo, que está evidentemente trabajado sobre el modelo de las Barquillas de Lope. Los primeros orígnes literarios de Bello [p. 368] quedan patentes con esto: Horacio y Virgilio y la escuela italo-española del siglo XVI, con algunos toques, aunque pocos y sobriamente aplicados, de la manera del siglo XVII, más independiente y fogosa. No en vano había sido Bello lector asiduo de Calderón antes de someterse a la disciplina de Horacio.

Un soneto, no más que mediano, a la victoria de Bailén, pone término a esta primera época literaria de Bello, el cual por trece años, dedicado en Inglaterra a acrisolar y depurar su gusto con el estudio de la lengua griega y de las literaturas modernas, guarda silencio (apenas interrumpido por los bellos tercetos de la epístola a Olmedo, más familiar de tono, pero no menos pulcra y limada que cualquiera de las de las de los dos hermanos Argensolas), y sólo le rompe para el público en 1823 y 1827, publicando en las dos revistas que dirigió, sus dos composiciones magistrales; muy desigual una de ellas, aunque sembrada de trozos bellísimos, por lo cual nunca pasó del estado de fragmentos; admirable de todo punto la otra, y tal, que por sí sola vincula la inmortalidad al nombre de Bello. Estas dos composiciones son la Alocución a la Poesía , más propiamente intitulada Fragmentos de un poema sobre América y la Silva a la Agricultura en la Zona Tórrida . Una y otra se comprenden bajo el rótulo genérico de Silvas Americanas , y si bien se repara, son partes de un mismo conjunto, y debieron entrar juntas en el plan primitivo. Pero publicada la Alocución , y convencido sin duda el mismo Bello de su desigualdad, fué enfriándose en la continuación del poema, y determinó aprovechar la parte descriptiva de los fragmentos publicados, para una nueva composición de más reducidas dimensiones, de más unidad en el plan, y de tal perfección de detalles, que hiciera olvidar la obra primitiva, enriqueciéndose con sus más bellos despojos. Por eso en la Alocución a la Poesía y en la Silva a la Agricultura , son casi idénticas las enumeraciones de los vegetales del Nuevo Mundo, y muy semejantes los epítetos con que están caracterizados; y hasta hay dos o tres versos que se han conservado intactos:

                  Donde cándida miel llevan las cañas,
                  Y animado carmín la tuna cría;
                  Donde tremola el algodón su nieve
                  Y el ananás sazona su ambrosía ;
                   [p. 369] De sus racimos la variada copia.
                  Rinde el palmar, de azucarados globos
                  El zapotillo, su manteca ofrece
                  La verde palta, da el añil su tinta,
                  Bajo su dulce carga desfallece
                  El banano, el café el aroma acendra
                  De sus albos jazmines, y el cacao
                   Cuaja en urnas de púrpura su almendra .

Quien compare esta poética enumeración con la que luego se lee en la Silva a la Agricultura , comprenderá el lento y sabio artificio con que Bello no se cansaba de volver al yunque sus versos; y no dejará de advertir al mismo tiempo que el círculo de sus ideas poéticas no era muy amplio cuando tan fácilmente caía en la tentación de copiarse a sí mismo. Pero, por una parte, la perfección de la segunda prueba es tal, que justifica esta especie de auto-plagio , si vale la frase; y por otra la Alocución a la Poesía , aun descartando de ella todo lo que con mejoras pasó a la Zona Tórrida , tiene bellezas propias, así históricas como descriptivas, que notaremos después y que hacen deplorar más amargamente que el buen gusto del autor no hubiese atenuado la monotonía prosaica de algunos trozos, que parecen pura gaceta rimada, de ínfima calidad poética. Son, pues, ambas Silvas dos hermanas de muy desigual belleza, pero es imposible separarlas en el juicio, porque aun predominando en la una el carácter histórico-geográfico, y en la otra el descriptivo y moral, vienen a formar juntas una especie de poema americano, en que se cantan el clima, el suelo, las producciones y los hombres, se ensalza a los guerreros de la independencia, se dan consejos útiles y civilizadores para lo pervenir.

El carácter de estas Silvas de Bello ha sido perfectamente definido por D. Miguel A. Caro, llamándolas poesía científica , no en el sentido de que den la enseñanza de ningún arte o ciencia, en cuyo caso serían muy científicas, pero no serían poesía; sino en el sentido de que dan bella y viva y concreta realización a ciertos conceptos sobre la naturaleza, la moral y la historia, y se engalanan con hermosas descripciones de objetos naturales y de labores humanas, fielmente ajustadas a la precisión y al rigor del conocimiento científico, pero interpretado y transformado éste [p. 370] por el espíritu poético, que es una manera ideal y bella de concebir, sentir y expresar las cosas, cualesquiera que ellas sean. Tal linaje de poesía es ciertamente tan legítimo como cualquier otro, cuando el poeta sabe encontrarle; y no hay razón para restringir los dominios del poeta, privándole de los goces de la contemplación científica, que ya en sí misma tiene a veces algo de estética, y encerrándole en un subjetivismo de pasión, que puede ser enfermizo y estéril. La facultad de convertir lo científicamente entendido y contemplado en fuente de emoción poética, es rarísima; pero por lo mismo es más digna de alabanza en quien la tiene, y no ha de confundirse de ningún modo con la exposición rimada y pueril de cualquier enseñanza. La enseñanza directa y formal podrá ser incompatible con la poesía (aunque no lo fuera en las edades primitivas, en que la poesía fué el único lenguaje humano), pero la ciencia no lo es ni lo ha sido nunca. Si se rechaza el término de poesía didáctica, acéptese a lo menos el de poesía científica, como no se quiera excluir del arte a algunos de los más grandes poetas que en el mundo han sido. Cuando la contemplación científico-poética llega a su grado más alto, todo el sistema del mundo cabe sistemáticamente en los inmortales hexámetros de Lucrecio. Cuando una musa más apacible vaga por senderos más risueños, nace el arte divino de la descripción virgiliana analítica y precisa; y a él pertenecen, aunque naturalmente a larga distancia, las dos Silvas de Bello. Que su ambición fué la de ser el poeta de unas Geórgicas nuevas, bien claro lo dijo en aquellos versos de la Alocución a la Poesía:

                   Tiempo vendrá cuando de ti inspirado
                  Algún Marón americano, ¡oh Diosa!
                  También las mieses, los rebaños cante,
                  El rico suelo al hombre avasallado,
                  Y las dádivas mil con que la zona
                  De Febo amada, al labrador corona...

Pero aunque no lo dijera, bien claro se deduciría de su estilo y de innumerables y patentes reminiscencias; aunque en las Silvas Ámericanas abunden también las imitaciones de otros poetas clásicos, y especialmente de Horacio. Uno de los más hermosos y celebrados pasajes de la Agricultura en la Zona [p. 371] Tórrida; aquellos versos de tan severa exhortación moral a la juventud americana; aquella pintura enérgica de la depravación y licencia de la vida muelle y afeminada de las ciudades en contraste con los austeros y varoniles hábitos de la vida rústica, es imitación muy ajustada, y en los últimos veros llega a ser traducción, de la oda 6.ª del libro 3.º del lírico latino, Delicta Maiorum:

                          Motus doceri gaudet Ionicos
                         Matura virgo, et fingitur artibus
                         Iam nunc, et incestos amores
                         De tenero mediatur ungui.
                         . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
                                      
... Crece
                         En la materna escuela
                         De la disipación y el galanteo
                         La tierna virgen; y al delito espuela
                         Es antes el ejemplo que el deseo.
                           . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
                          Non his juventus orta parentibus
                         Infecti aequor sanguine punico,
                         Pyrrumque et ingentem cecidit
                         Antiochum, Annibalemque dirum.
                         Sed rusticorum mascula militum
                         Proles, sabellis docta ligonibus
                         Versare glebas, et severae
                         Matris ad arbitrium recisos
                         Portare fustes...
                         . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
                          
No así trató la triunfadora Roma
                         Las artes de la paz y de la guerra;
                         Antes fió las riendas del Estado
                         A la robusta mano
                         Que tostó el sol y encalleció el arado, [1]
                         Y bajo el techo humoso campesino
                         Los hijos educó, que el conjurado
                         Mundo allanaron al valor latino.

Pero el influjo de Horacio es siempre secundario e incidental [p. 372] en el arte de Bello, que nunca tiene la concentración lírica de su modelo, y que prefería sus Sátiras y Epístolas a sus odas. Bello no es, en rigor, poeta horaciano, sino poeta profundamente virgiliano. Y esto no sólo por la traducción casi literal de muchos versos, epítetos e imágenes de las Geórgicas , que va incrustando en sus Silvas , y que por lo regular nunca han sido mejor traducidos, v. gr.:

                   Illius inmensae ruperunt horrea messes
                  . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
                  
Y bajo el peso de los largos bienes
                  Con que al colono acude,
                  Hace crujir los vastos almacenes...

                   ... Satis jam pridem sanguine nostro
                  Laomedonteae luimus perjuria Trojæ
                  . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
                  
¡Asaz de nuestros padres malhadados
                  Expiamos la bárbara conquista...! [1]

Sin contar con otros muchos en que las imágenes de la poesía antigua aparecen rejuvenecidas por el espectáculo de un mundo nuevo, de un nuevo cielo y nuevas constelaciones:

                   Maximus hic flexu sinuoso elabitur Anguis
                  Circum, perque duas in morem fluminis Arctos,
                  Arctos Oceani metuentes aequore tingi...
                  . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
                  
... Donde a un tiempo el vasto
                  Dragón del Norte su dorada espira
                  Desvuelve en torno al luminar inmóvil
                  Que el rumbo al marinero audaz señala;
                  Y la paloma cándida de Arauco
                  En las australes ondas moja el ala.

Pero el espíritu del poeta de Mantua no revive sólo en los detalles de las Silvas Americanas , sino en el plan mismo, en la concepción general de una y otra, que son dos pensamientos [p. 373] virgilianos. Bello canta la Zona Tórrida como Virgilio a Italia. El Salve fecunda zona... , es un eco del Salve magna parens frugum... El poeta llama a los americanos a la labor del campo y a las artes de la paz, como Virgilio congregaba a los pueblos itálicos después del sangriento tumulto de las guerras civiles. La enumeración triunfal de las ciudades y de los hérores en la Alocución a la Poesía , recuerda en seguida el desfile de las sombras de los futuros romanos, que va mostrando a Eneas su padre Anquises en los Campos Elíseos.

Y aún hay más: el arte docto e ingenioso de la dicción de Virgilio; aquellos procedimientos suyos para injertar y transponer las bellezas ajenas; aquel artificio de la imitación compuesta , que (como notó dedicadamente Sainte-Beuve), combina muchos elementos en una sola frase, y les da bajo esta forma definitiva un valor y un alma nueva, «dos o tres colores que vienen a fundirse en un solo rayo, dos o tres jugos diversos que no componen más que una sola miel», es el secreto mismo de la excelencia del estilo de Bello, que en lo descriptivo y geórgico resulta, sin duda, el más virgiliano de nuestros poetas, como Garcilaso lo es en lo bucólico y en las divinas bellezas de sentimiento. La poesía agrícola de Bello nació, como la de Virgilio, del amor simultáneo a la naturaleza y a los grandes poetas de otros tiempos; en su varia y complicadísima urdimbre han entrado hilos de innumerables telas, y, sin embargo, el color de la trama parece uno.

En la poesía de Bello han de distinguirse dos elementos distintos, pero no antagónicos. Por una parte. Bello es el último discípulo de aquella escuela descriptivo-didáctica, derivada de Virgilio y de nuestro Columela, a los cuales puede añadirse Ausinio en el Idilio del Mosela , continuada por los poetas humanistas del Renacimiento, como Fracastor, el mayor de todos a pesar de lo ingrato y repugnante de su asunto, como Vida en el poema Del juego de Ajedrez y en el de la Cría de los gusanos de seda, como Pontano en el De Hortis Hesperidum sive de citrorum cultu : tradición que después, con inspiración menos fresca y lozana, pero con notable habilidad para realzar lo prosaico y pequeño, «addere rebus angustis honorem» , convirtieron en patrimonio suyo, casi exclusivo, los versificadores latinos de la Compañía de Jesús, autores de innumerables y muy elegantes poemas didascálicos de materia botánica y agronómica, como los Huertos del P. Rapin, [p. 374] el Praedium Rusticum , de Vanière, el De connubiis florum, de La Croix, y otros muchos que cantan parcialmente algunas de las producciones celebradas por el mismo Bello, v. gr., el café (Faba arabica-Caffeum) , asunto de dos diversos poemitas de Tomás Bernardo Fellon y Guillermo Massieu. Obra maestra de este género es la Rusticatio Mexicana , del guatemalteco P. Landívar, que, como libro americano, no parece creíble que fuese ignorado por hombre de tan inmensa lectura como D. Andrés Bello. De esta poesía latina jesuítica (llamada así con entero rigor, puesto que apenas se puede citar, aun entre sus cultivadores seglares, ninguno que no saliese de las aulas de la Compañía) [1] es una degeneración la poesía descriptiva del siglo XVIII en lenguas vulgares; especialmente la que floreció en Francia con el abate Delille y sus discípulos. Pero este género, que en latín se tolera, y aun divierte, como una especie de gimnasia recreativa, resulta pueril y enfadoso en una lengua vulgar, en que ni siquiera existe, o es mucho menor, el mérito de la dificultad vencida. Versificar enteras la física, la historia natural, la agricultura y la jardinería, como pretendió Delille, era una tarea absurda, de la cual toda su habilidad de versificador, riqueza de vocabulario y destreza en el uso de perífrasis, no podían sacarle airoso. Así es que Bello, que estimaba mucho el talento de Delille, y que tradujo medianamente un fragmento de sus Jardines y admirablemente otro sobre La Luz , que vale por cualquiera composición original, se guardó bien de imitar en sus propias Silvas la taracea prolija y menuda de aquel hábil mecánico de versos; y tratando el paisaje y la agricultura americana de un modo casi lírico, puso en él la emoción del desterrado, el severo magisterio del moralista, la pasión del ciudadano comprometido en lucha civil, la elevada y serena contemplación científica, y otros elementos de interés humano, que en vano se buscarían en el arte frívolo del abate Delille, mero pasatiempo de sociedad sin jugo de ideal poético. [2]

[p. 375] Lo que salvó a Bello del contagio de la falsa poesía didáctica, fué, no sólo su virtud poética, que era muy real aunque pareciese templada y modesta, sino el severo y formal estudio de la ciencia del mundo físico y de sus leyes, al cual se había consagrado muy joven, estimulado por el ejemplo y los consejos de Humboldt. Y he aquí el segundo elemento cuya presencia reconocemos en las Silvas Americanas , y que templa y robustece el impuso literario, impidiéndole degenerar en vano dilettantismo . Si algún género de creación artística puede reclamar como suyo el siglo XVIII, es sin duda el consorcio de la literatura y de la ciencia, la invasión del espíritu naturalista en la prosa de Buffon, de J. Jacobo Rousseau, de Bernardino de Saint-Pierre; sin contar con aquella especie de monismo poético que centellea en algunas páginas de Diderot. El grande heredero de la tradición científica del siglo XVIII, destinado a sobrepujarla muy pronto y a hacer entrar en nuevas vías el pensamiento moderno, heredó también aquellas luminosas condiciones de exposición; y desde el Viaje de las regiones ecuatoriales hasta el Cosmos , mereció por medio siglo el nombre de mago de la ciencia, juntando en rara armonía las cualidades de genio inventivo y las de expositor animado y brillante. Humboldt tiene que reclamar también su parte en el canto de Bello; y para no citar más ejemplos, el bello mito de la diosa Huitaca y del civilizador Nenqueteba, y del despeñamiento del Tequendama y la inundación del valle de Bogotá, en la Alocución a la Poesía , está tomado de los Paisajes de las cordilleras , y el mismo Bello lo declara así en una nota.

De la originalidad de la tentativa de Bello dentro de la literatura española, no puede dudarse; lo cual no quiere decir que carezca de algunos y muy calificados precedentes: la Grandeza Mexicana en lo descriptivo, el Poema de la Pintura , de Pablo de Céspedes, en lo didáctico. Nada a primera vista más remoto de la manera laboriosa y un tanto rígida de Bello que la [p. 376] abundancia despilfarrada del obispo Valbuena; pero la semejanza reside, no sólo en la comunidad del tema americano, sino en ciertos detalles de labor fina y prolija que no deja de intercalar Valbuena en medio de la intemperante prodigalidad de sus descripciones. Pero por punto general, es cierto que en ellas, lo mismo que en las del Ariosto, su maestro predilecto, domina lo fantástico sobre lo icástico , al revés de lo que acontece en Virgilio y en Bello. Céspedes pertenece a la escuela de estos últimos, aunque en sus octavas, lo mismo que en sus cuadros, la corrección del dibujante y el arte clásico de la composición no empezca a lo brillante y armonioso del colorido. Céspedes, discípulo asombroso de Virgilio, si ya no rival y émulo suyo en episodios como la descripción del caballo y el elogio de la tinta, tiene más alma poética, más empuje y grandeza que Bello; pero el numen que le inspira es también el numen de las Geórgicas , aunque aplicado a diversa materia; y fué sin duda el racionero cordobés uno de los principales maestros que enseñaron a Bello el arte exquisito de ennoblecerlo todo con los matices y lumbres de la dicción poética, como él había descrito y ennoblecido; la cuadrícula y la concha de los colores.

El sentimiento de la naturaleza nunca ha sido muy poderoso en España, ni tal que por sí solo bastara a dar vida a un género especial de poesía. El paisaje en nuestros bucólicos es convencional, en los autores de poemas caballerescos quimérico y arbitrario. Sólo por lujo y gallardía de estilo se hacían alguna vez largas enumeraciones de plantas, frutos, aves y peces, caracterizándolos con epítetos pintorescos. Lope de Vega tiene muchas en sus comedias, y aun en composiciones líricas como el Canto del Gigante a Crisalda , inserto en la Arcadia . Al mismo género de descripción, pero con más acentuado carácter de exactitud naturalista, pertenece la égloga de Pedro Soto de Rojas, Marcelo y Fenijardo, que seguramente Bello habría leído en el Parnaso Español , de Sedano.

Pero hay antecedentes más inmediatos. D. Miguel A. Caro, autor del juicio más profundo que conocemos sobre las obras poéticas de Bello, ha hecho notar no sólo las analogías indudables, sino las deliberadas imitaciones que el poeta venezolano hizo de algunos pasos del muy estimable poemita de Arriaza, Emilia o las Artes , obra que quedó incompleta y yace injustamente [p. 377] olvidada, con estar sembrada de elegantes versos y felices descripciones, y ser sin duda de lo más limado que nos dejó su autor, renunciando por esta vez a sus hábitos de improvisación. El ingenio frívolo y ameno de Arriaza no alcanzó, sin embargo, a dar unidad ni transcendencia poética a su obra, que se reduce a una serie de vistosos paisajes de abanico; por lo cual, y por otras razones, queda inferior a las Silvas Americanas; pero es cierto que Bello le imitó «en ciertos toques descriptivos y en el arte de versificar», y aun en imágenes y comparaciones, como puede notarse en la siguiente, en que notoriamente la ventaja es del poeta español:

                                             ARRIAZA

                          Y como si en jardín de avaro dueño,
                         Que entre sus flores vive aprisionado,
                         Dama gentil se asoma, de halagüeño
                         Mirar, que con su ruego y con su agrado
                         Del severo guardián desarma el ceño;
                         Que entra alegre, y se arroja, y el nevado
                         Pecho reclina al suelo, y las hermosas
                         Manos perdidas vagan por las rosas;
                          Y escogiendo fragancia y colorido,
                         En tantas flores párase indecisa;
                          Mas codiciosa del botín florido,
                         Son su despojo al fin cuantas divisa:
                         Hasta que expira el plazo concedido,
                         E involuntario el pie mueve remisa,
                         Pareciéndole al paso que se aleja
                         Flores más lindas las que atrás se deja...

                                                   BELLO

                          Como en aquel jardín que han adornado
                         Naturaleza y arte a competencia,
                         Con vago revolar la abeja altiva
                         La más sutil y delicada esencia
                         De las más olorosas flores liba;
                         La demás turba deja, aunque de galas
                         Brillante, y de suave aroma llena,
                         Y torna, fatigadas ya las alas
                         De la dulce tarea, a la colmena...

¿Y no habrá fundamento para decir, aunque no se haya notado hasta ahora, que ciertas octavas de La Agresión Británica, de [p. 378] Maury, publicada en 1806, contienen ya como el programa de La Agricultura en la zona tórrida , y pudieron, y debieron influir en Bello, que tanto admiraba la pericia técnica del vate malgueño, y que le tenía por uno de los más primorosos artistas métricos de nuestra lengua? Pues Maury, en La Agresión , no sólo poetiza, con perífrasis de la misma familia que las de Bello, la cochinilla, el añil, el palo de campeche y la caña de azúcar, sino que en robustísimas octavas canta la grandeza de los Andes, de la cual le parecen débil remedo las cordilleras de Europa:

                          Si bien Pirene en puntas de diamante
                         A las etéreas auras se sublima,
                         Y del golfo Tirreno al mar de Atlante
                         Los recios brazos tiende y falda opima;
                         La esmalta Ceres con pincel brillante
                         Mientras marmórea nieve orla su cima,
                         Y se derrumba en rugidor torrente,
                         O se liquida saludable fuente:
                          Si Apenino en su altura excelso niega
                         Que humano pie sus términos transite,
                         Y antes allá se espacia en grata vega,
                          Que al delicioso Edén quizá compite;
                         Y humillándose más, rendido llega
                         A perderse en la concha de Anfitrite,
                         A un lado envuelto en olas espumosas,
                         Al otro en frutos y odorantes rosas;
                          Débil remedo son de la alta, ingente
                         Sierra adusta y feraz, trono de Pales,
                         Que alzando, en medio al Ecuador, la frente,
                         Del Austro vió los yermos arenales,
                         Y eslabonando fué la zona ardiente,
                         Y va a encontrar las Osas boreales;
                         Que tanto en montes se enriscó fecundo
                         El hemisferio occidental del mundo.
                          Donde, a par de la cumbre áspera, inculta,
                         Hórrida, veis hermosos bosques fríos;
                         Do los barrancos que el verdor oculta
                         Abismos son y piélagos los ríos;
                         Y un monte y otro monte allí sepulta
                         En cavernosos cóncavos sombríos
                         El rojo mineral y tersa plata,
                         A los hijos del sol dádiva ingrata.

El arte de la descripción americana, a lo menos de la descripción por grandes masas, estaba adivinado, pero había que [p. 379] descargarle de tanta pompa y fausto retórico, y éste fué el triunfo de Bello, siempre más sencillo y modesto, aun en su majestuoso artificio:

Pero no puede decirse que al imitar al poeta andaluz le mejorase siempre. Había dicho Maury de la cochinilla y del añil:

                          Mientras purpúreo el insectillo indiano
                          Ya del sidonio múrice desdoro,
                         
Los albos copos a tenir se apresta
                         Cual púdico rubor frente modesta.
                          Se apresta el polvo que en pureza tanta
                         Copia el zafiro del cerúleo cielo...

Y escribe Bello:

                          Bulle carmín viviente en tus nopales
                          Que afrenta fueran al múrice de Tiro,
                         
Y de tu añil la tinta generosa
                         Émula es de la lumbre del zafiro.

El segundo verso es casi idéntico, salvo poner Tiro en vez de Sidón . El carmín viviente es una de aquellas felicísimas invenciones de expresión pintoresca en que Bello no tiene rival; pertenece al mismo género que los sarmientos trepadores, las rosas de oro y el vellón de nieve del algodón, las urnas de púrpura del cacao, y los albos jazmines del café . Pero en su línea no vale menos la delicada comparación del púdico rubor , en que Maury enlaza de un modo tan feliz como inesperado lo físico con lo moral. Y en la descripción de la caña de azúcar triunfa también el vate de Málaga sobre el de Caracas. Los tres versos de Bello:

                          Tú das la caña hermosa
                         De do la miel se acendra,
                         Por quien desdeña el mundo los panales...

son compendio, pero no sustitución ventajosa, de esta octava de La Agresión Británica:

                         Mas ¿qué otra planta en vástago lozano
                         Predilecta del sol, frondosa crece,
                         Y esclavo della el útil africano,
                         Tal vez con ayes lánguido la mece?
                          [p. 380] Liba la abeja almíbares en vano
                         A cuantas flores primavera ofrece:
                         Con más dulzura el tributario arbusto
                         En nevado panal deleita el gusto.

Y después de esta disección, quizá en demasía prolija, dirá, alguno: ¿qué le queda propia a Bello, tributario de tantos poetas y prosistas distintos? A mi entender, le queda casi todo: le queda su maravilloso estilo, del cual ha dicho el gran poeta colombiano Pombo, que «es un manso río cargado de riqueza y con el fondo de oro». Le queda aquel peregrino sabor, a la vez latino y americano, que al mismo tiempo que nos halaga el gusto con la quinta esencia del néctar clásico, estimula el paladar con el jugo destilado de las exóticas plantas intertropicales. En los cantos de Bello llegan a nosotros los sones de la avena virgiliana y de la flauta de Sicilia, armoniosamente mezclados con el yaraví amoroso, que suena desde el lejano tambo , mientras brillan en el cielo las cuatro lumbres de la Cruz Austral, y se perciben en el ambiente tibio y regalado las luminosas huellas del cocuyo fosforescente. Le queda la fusión de lo antiguo y de lo novísimo, de la precisión naturalista y de la nostalgia del proscrito; el arte de dar cierto género de vida moral a lo inanimado, personificando al maíz «jefe altanero de la espigada tribu» ; haciendo desmayar dulcemente al banano , rendido bajo el peso de su carga; mostrándonos la solicitud casi maternal con que el bucare corpulento ampara a la tierra teobroma , y poetizando, como ya notó Caro, la lucha por la existencia en las plantas a cuyas raíces viene angosto el seno de la tierra. Y no le quedan sólo detalles exquisitos, sino cuadros de gran composición clásica, como el incendio y la repoblación de las florestas, que por cualquier lado que se le mire es digno de las Geórgicas; [1] pinturas épicas e idílicas, como la edad de oro de [p. 381] Cundinamarca y el salto audaz del Bogotá espumoso y la montaña abierta por el centro divino de Nenqueteba.

¿Quiero esto decir que las Silvas Americanas carezcan de defectos? Toda obra del ingenio humano los tiene, por breve que sea sus extensión. La Zona Tórrida se acerca a la perfección de estilo en cuanto cabe, pero todavía puede notarse, en medio de tantos granos de oro puro, alguna muestra de metal más vil, alguna perífrasis afectada y pseudoclásica; por ejemplo, aquella rebuscadísima hablando del café:

                          [p. 382] Y el perfume de las que en los festines
                         La fiebre insana templará a Lieo.

La parte moral de la misma Silva comienza admirablemente, pero se prolonga demasiado, tiene ciertas trazas de sermón, y sólo la nobleza de la frase protege y realza algunos pasajes, que evidentemente fueron pensados de un modo prosaico. Pero donde la desigualdad llega a ser intolerable, es en ciertos fragmentos de la Alocución a la Poesía . Al ponerla en mi colección, cercené íntegra la segunda parte; no en verdad por escrúpulos patrióticos, puesto que las injurias contra España a nadie perjudican más que a la memoria de su autor, y por otra parte, están tan floja y desmayadamente dichas, que no prueban gran convicción en el ánimo de Bello, sospechoso en su tiempo de tibio republicanismo, y de hacer un poco el papel de patriota por fuerza; ni pueden hacer gran mella en quien no tuvo reparo en insertar y elogiar el Canto de Olmedo a Bolívar . Pero literalmente da pena (aunque por otra parte nos parezca a los españoles justo castigo de un malo y descastado impulso) ver a tal hombre como Bello empleado en la afanosa tarea de tejer un catálogo histórico de los libertadores y de sus hazañas, en versos que a veces (sin irreverencia sea dicho) nos parecen dignos de alternar con los dísticos de la Historia de España del P. Isla. ¿Quién diría que el delicioso poeta virgiliano tuvo valor para afear una de sus obras más selectas con renglones de esta guisa?:

                          Y la memoria eternizar desea
                         De aquellos granaderos de a caballo
                         Que mandó en Chacabuco Necochea.
                         . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
                         Ni sepultada quedará en olvido
                         La Paz, que tantos claros hijos llora,
                         Ni Santa Cruz, ni menos Chuquisaca,
                         Ni Cochabamba...
                         . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
                         Ni tú de Ribas callarás la fama,
                          A quien vió victorioso Niquitao,
                         Horcones, Ocumare, Vijirima,
                         Y dejando otros nombres que no menos
                         Dignos de loa Venezuela estima...
                         . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
                         «Muera (respondes) el traidor Baraya,
                          [p. 383] Y que a destierro su familia vaya.»
                         . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
                         Ortiz, García de Toledo, expira,
                         Granados, Amador, Castillo, mueren,
                         Yace Cabal, de Popayán llorado
                         . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
                          Gutiérrez, el postrero aliento exhala.
                         . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Indudablemente no era tarea digna de Bello la de versificar este padrón de vecindad, por mucho que naturalmente halagase la vanidad de los Aquiles y Diómedes de la epopeya americana.

Claro que no todo en la segunda parte de la Alocución es de este género trivial y fastidioso; Bello no podía dormitar tanto tiempo seguido. Magnífico, es, por ejemplo, y de emoción muy virgiliana, el recuerdo que tributa a su infortunado amigo y Mecenas Javier Ustáriz:

                          Alma incontaminada, noble, pura,
                         De elevados espíritus modelo,
                         Aun en la edad obscura
                         En que el premio de honor se dispensaba
                         Sólo al que a precio vil su honor vendía,
                         Y en que el rubor de la virtud, altivo
                         Desdén y rebelión se interpretaba.
                         La Música, la duce Poesía,
                         ¿Son tu delicia ahora como un día?
                         ¿O a más altos objetos das la mente,
                          Y con los héroes, con las almas bellas
                         De la pasada edad y la presente
                         Conversas, y el gran libro desarrollas
                         De los destinos del linaje humano?
                         . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
                         De mártires que dieron por la patria
                         La vida, el santo coro te rodea:
                         Régulo, Tráseas, Marco Bruto, Decio,
                         Cuantos inmortaliza Atenas libre,
                         Cuantos Esparta y el romano Tibre.

Miranda, Roscio «de la naciente libertad no sólo defensor, sino maestro y padre», San Martín y otros capitanes y próceres de la independencia, están digna y decorosamente celebrados. Y es grandiosa la imagen con que el poeta excusa la preterición [p. 384] del elogio de Bolívar, el más grande de sus hérores, pero no el predilecto de su alma:

                          Pues como aquel samán que siglos cuenta,
                         De las vecinas gentes venerado,
                         Que vió en torno a su basa corpulenta
                         El bosque muchas veces renovado,
                         Y vasto espacio cubre con la hojosa
                         Copa, de mil inviernos victoriosa;
                         Así tu gloria al cielo se sublima,
                         Libertador del pueblo colombiano;
                         Digna de que la lleven dulce rima
                         Y culta historia al tiempo más lejano.

Las poesías del tercer período de Bello se dividen naturalmente en dos grupos; el de originales y el de traducciones. Versos originales hizo pocos en Chile, y menos aún por iniciativa propia: algunas odas patrióticas, de las cuales la mejor es la que compuso en 1841 al Diez y ocho de Septiembre , correcta, elevada, llena de sabias enseñanzas políticas: un canto elegíaco y semirromántico, El Incendio de la Compañía , muestra palpable de que Dios no llamaba a D. Andrés Bello por los caminos del nuevo lirismo; algunas sátiras literarias chistocas y de buena doctrina; bastantes composiciones ligeras, fábulas, versos de álbum y otras bagatelas. Ninguna de ellas puede despreciarse, porque Bello es siempre gran maestro de lengua y estilo poético; pero es cierto que no añaden ni una hoja de laurel a su corona.

Donde volvemos a encontrar al excelente poeta de otros tiempos es en sus traducciones e imitaciones. La edad y los áridos y constantes estudios habían podido resfriar su vida poética propia, que siempre fué menos ardiente que luminosa; pero en cambio, le habían hecho comprender y sentir cada día mejor la inspiración ajena, y penetrar en el secreto de los estilos más diversos. Gracias a eso, pudo un mismo hombre dar propia y adecuada vestidura castellana a obras de inspiración tan diversa como el Rudens , de Plauto, y el Sardanápalo y el Marino Faliero , de Byron; El Orlando enamorado , de Boyardo; un fragmento de los Nibelungen , y varias fantasías y Orientales , de Víctor Hugo. En estas traducciones o adaptaciones, Bello hizo milagros, y, atendiendo a algunas de ellas, sobre todo, al largo fragmento del Sardanápalo [p. 385] y a los catorce cantos que dejó traducidos del poema del Boyardo, refundido por el Berni, no se le puede negar la palma entre todos los traductores poéticos de la pasada generación literaria, que los tuvo excelentes en España y en América. Entrar en el mecanismo de estas versiones y compararlas con los originales, sería ciertamente tarea útil y fecunda en grandes enseñanzas de lengua y de versificación; pero aquí no podemos ni intentarla siquiera. Las de Víctor Hugo no son traducciones ni quieren serlo, sino imitaciones muy castellanizadas, en que Bello se apodera del pensamiento original, y le desarrolla en nuestra lengua conforme a nuestros habitos líricos, a las condiciones de nuestra versificación y a la idiosincrasia poética del imitador. Y esto lo consigue de tal modo, que una de esas imitaciones, la Oración por todos , es sabida de todo el mundo en América, y estimada por muchos como la mejor poesía de Bello, la más humana, la más rica de afectos; y no hay español que habiendo leído aquellas estrofas melancólicas y sollozantes, vuelva a mirar en su vida el texto francés sin encontrarle notoriamente inferior. Habrá acaso error de perspectiva en esto; yo no lo sé, pero consigno el hecho como parte y como testigo. Lo mismo acontece con la titulada Moisés en el Nilo , «bella en francés -dice Caro-, más bella, intachable en la versión castellana de Bello». Y tratándose de versiones poéticas, el voto de D. Miguel Antonio Caro me parece el primer voto de calidad en nuestra lengua.

Para mí la obra maestra de Bello, como hablista y como versificador, es su traducción del Orlando enamorado , que incompleta y todo como está, es la mejor traducción de poema largo italiano que tenemos en nuestra literatura. Podrá lamentarse que el intérprete, en vez de ejercitarse en Boyardo, no hubiera empleado el tiempo en alguno de los tres épicos mayores; pero el gusto idividual, la casualidad, el deseo de caminar por senderos menos trillados, bastan para explicar esta predilección. Por otra parte, el Boyardo fué gran poeta, de no menor fantasía y seguramente de más invención que el Ariosto, y merece bien este homenaje póstumo de la musa castellana, que en el siglo XVI le debió inspiraciones muy felices. Bello ha encabezado todos los cantos con introducciones jocoserias de su propia cosecha, en el tono de las del Ariosto; y así en ellas como en la traducción de las octavas [p. 386] italianas, derrama tesoros de dicción pintoresca, limpia y castiza, dócil, sin apremio ni violencia, al freno de oro de una versificación acendrada, intachable, llena de variedad y de armonía, dignísima de estudio en las pausas métricas y en la variedad de inflexiones, sin caer en aquel escabroso y sistemático aliño que hace de tan áspero acceso las octavas de Esvero y Almedora , único poema del siglo XIX en que el prosista ha ido acompañando constantemente la labor del poeta.

El dominio de la octava real que había adquirido Bello merced a esta gran faena, quiso aplicarle luego a un cuento o leyenda original, en el género de las de Mora, titulada El Proscripto , en que a través de una fábula sencilla y doméstica se proponía describir tipos y costumbres de la época colonial. Pero este ensayo no pasó del canto quinto, y aunque las octavas son generalmente buenas y la narración corre fácil e interesante, con bellos rasgos en la parte seria, hay que confesar que la parte cómica está muy lejana del donaire de Batres, con quien ningún poeta americano puede competir en esto.

El nombre de Bello suscita inmediatamente en la memoria el de otro venezolano, D. Rafael María Baralt, también filólofo y poeta, honra de América por su nacimiento y educación, benemérito de España por haber escrito y publicado aquí sus principales obras. [1] Pero considerado como poeta, Baralt está a gran [p. 387] distancia de Bello, aunque en cierto modo pertenezca a su escuela. Hay en las poesías de Baralt constante nobleza y corrección de estilo, buena y escrupulosa conciencia literaria, todos los primores que nacen del trato asiduo con los modelos, del conocimiento sólido de la lengua, del buen juicio en el plan y en la distribución de los pensamientos, del prudente y sobrio uso de cuantas figuras recomiendan los preceptistas; pero, con rara excepción, son versos sin alma, construídos de una manera exterior y mecánica, empedrados de reminiscencias de todas partes, revelando en cada estancia la fatiga que costaba al autor y que se comunica al lector irremediablemente, sin que todos los méritos que hemos reconocido basten a compensarlo. La frialdad de Baralt no es la frialdad del grande artista que por amor a la belleza pura y marmórea se levanta sobre su propia emoción personal y la excluye de su obra; es la frialdad del gramático que se ejercita en los versos como en un tema de clase. Su Oda a Cristóbal Colón , que tanto aplauso obtuvo cuando fué premiada por el Liceo de Madrid en 1849, es, sin duda, pieza de esmerada y prolija literatura, pero demasiado larga y metódica, poco lírica, en suma, y [p. 388] compuesta de piececillas de mosaico, cuyas junturas se ven muy a las claras. Aún la misma descripción de América, hecha en cuatro gallardas estrofas, que son quizá lo mejor de su oda, está tejida, en parte, con pensamientos y frases conocidísimas de Arguijo, Góngora y otros poetas nuestros. Pero aquí, por raro caso, lo que Baralt pone de su cosecha no vale menos que lo que traslada. Compárense estas dos estrofas:

                          Allí raudo, espumoso,
                          Rey de los otros ríos , se dilata
                         Marañón caudaloso
                          En crespas ondas de luciente plata,
                         Y en el seno de Atlante se dilata
.
                         . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
                         Allí fieros volcanes,
                         Émulo al ancho mar lago sonoro,
                         Tormentas, huracanes:
                         Son árboles y piedras un tesoro,
                         Los montes plata, las arenas oro.

Consideradas como ejercicio de imitación y alarde de estilo, las poesías de Baralt tienen mérito indudable dentro de aquel movimiento de reacción que contra los desenfrenos del lirismo romántico pareció iniciarse después de 1844, volviendo por los hollados fueros de la lengua poética y por la cultura y aseo del estilo, e intentando reanudar la tradición de las escuelas salmantina y sevillana de principios del siglo. En este camino se fué demasiado lejos, y por huir de lo desordenado, exuberante y monstruoso, vino a darse en lo tímido y apocado; por aversión al desaliño se cayó en lo relamido y artificioso; resucitáronse todo género de inversiones, perífrasis y latinismos: la majestad sonora se confundió muchas veces con la pompa hueca, con el énfasis oratorio y la rimbombancia, naciendo de aquí un género de falso y aparatoso lirismo, que por mucho tiempo dominó y aún domina en todos los versos que pudiéramos llamar oficiales, en los poemas de certamen y en las odas de circunstancias. A vueltas de algunas composiciones recomendables en su línea, pero de todo punto inferiores a los modelos de Quintana, Gallego y Lista, este neoclasicismo póstumo, de tercera o cuarta mano, únicamente ha servido para conservar ciertas tradiciones métricas de buen origen, [p. 389] cierto respeto a la sintaxis y a la prosodia, que nunca están de más y deben exigirse a todo el mundo.

Baralt fué, no sólo de los mejores hablistas, sino de los más poetas entre los que siguieron esta tendencia. No le faltaba imaginación; tenía caudal de ideas, y meditaba largamente el plan de sus odas. En ocasiones parece que sólo le falta libertad para mover los brazos, y que con pequeño esfuerzo podría romper las ligaduras qur voluntariamente se impone en cada frase. Él, que escribía una prosa tan limpia, tan desembarazada, tan sabrosa, parece sometido en la poesía a un canon inflexible, que le entorpece los mejores impulsos, que le enturbia los más felices conceptos, que le aparta casi siempre de la expresión natural y le hace sudar por trochas y veredas desusadas en busca de un género de perfección convencional y ficticia. La poesía de Baralt no carece de afectos humanos, limpios y generosos, ya de religión, ya de patria, ya de amistad; y cuando por rara excepción deja correr con alguna libertad esta vena de sentimiento, como en la preciosa silva Á una flor marchita , que tiene algo de la melancolía y ternura de Cienfuegos, con una pureza de estilo que Cienfuegos no mostró nunca; o bien en las apacibles liras del Adiós a la Patria , o en algún idilio en prosa, como El Árbol del buen pastor , resulta mucho más poeta que en las odas de aparato; por ejemplo, en la pomposa declamación A España , donde no se ve otro propósito que el de acumular versos sonoros.

No quisieramos haber sido demasiado duros con la memoria de tan insigne humanista, cuyo nombre es gloria indisputable de esta Academia. [1] Fué gran literato y poeta mediano; pero no hay composición suya, aun de las más endebles, que como dechado de dicción no pueda recomendarse. Y además, fué poeta sensato, penetrado de la dignidad de su arte, incapaz de envilecerle con objetos triviales ni afearle con inmundo desaliño: sacerdote convencido de una religión literaria de muy austera observancia; duro con las flaquezas de estilo de los demás, pero todavía más rígido consigo propio, como lo prueba el increíble tormento que daba a sus ideas, hasta encontrarles la forma que él creía más perfecta; amanerado sin duda, pero con amaneramiento noble [p. 390] y decoroso; enamorado ferviente de un ideal técnico; lo cual siempre es digno de respeto, y más en días en que la lengua y el gusto andaban por el suelo, y en que la cultura literaria parecía amenazada por un aluvión de traductores bárbaros, de dramáticos frenéticos y de líricos destartalados e incomprensibles. Si Baralt, como otros muchos, exageró la reacción y fué a dar en la poesía académica del siglo XVIII, escuela que había tenido sus grandes días, pero cuya restauración era ya inoportuna y tenía que ser infecunda, la misma dureza y extremosidad de la reacción que simultáneamente con él hicieron por los años de 1848 diversos críticos, prosistas y poetas, prueba la gravedad de aquel estado de anarquía, y la necesidad de ponerle algún remedio. La educación de Baralt había sido rigurosamente clásica; y en Sevilla hubo de confirmar sus principios literarios con el trato de Lista y sus últimos discípulos. Esta es la filiación que se trasluce en sus versos, de los cuales bien puede decirse que pertenecen a la escuela sevillana más que a ninguna otra. Pero no había dejado de tener algunas veleidades románticas, de las cuales abjuró luego; y hay entre sus versos inéditos un poemita fantástico, El último día del mundo , en dos cuadros y un prólogo, con variedad de metros, coros de espíritus y aquelarre de diablos; ensayo que prueba que pasó como tantos otros por la influencia de Espronceda, y que no le faltaban condiciones para brillar en un género enteramente opuesto al que por último vino a adoptar. Hay en este poema un jugo, una vida, una lozanía que luego rara vez tornan a encontrarse en sus versos; sin duda porque el exceso de disciplina a que tan rígidamente se sometió vino a agostar en parte las flores de su fantasía.

En cambio, como prosista merece toda clase de elogios, y aventaja no poco a D. Andrés Bello, cuya prosa, aunque sabia y doctrinal, no tiene ninguna cualidad relevante. Por el contrario, en Baralt, la vocación de prosista, que suele ser tardía, aparececió desde el primer momento. Su Historia de Venezuela estaba escrita antes de 1841, y ya el escritor aparece en ella completamente formado. No es esto decir que como obra de historia esté exenta de defectos: la parte antigua no es más que un resumen elegante y rápido de los cronistas más conocidos, sin ninguna investigación propia, y con graves omisiones. En la parte moderna, [p. 391] es decir, en los dos tomos consagrados a narrar la guerra de separación, no siempre brilla la imparcialidad más rigurosa, aunque el historiador parece diligente y bien informado por testigos y actores de aquel complicadísimo drama; pero la narración es de las más interesantes y animadas; clara y progresiva, sin que la atención se distraiga en los innumerables episodios; amplia unas veces sin caer en difusión, otras veces densa sin caer en oscuridad; interrumpida hábilmente con retratos de los personajes, que son como descansos en la interminable procesión de las operaciones de aquellas guerras tan continuas, tan menudas, tan difíciles de exponer sin producir confusión y hastío. Sólo pueden notarse algunos galicismos bastante graves, que en otro autor lo parecerían menos, pero que pasman en quien iba a ser luego tan acérrimo perseguidor de ellos.

La obra maestra de Baralt es sin duda su discurso de entrada en la Academia Española: discurso que, a juicio nuestro y sin ofensa de nadie, no cede a ningún otro entre los muchos, y excelentes algunos, que en aquella Corporación y en acto análogo se han pronunciado. Al ocupar la silla ennoblecida por Donoso Cortés, parece que Baralt sintió la grandeza del empeño en que tal situación le colocaba; y al juzgar las ideas y estilo de su predecesor, no sólo se mostró el pulcro escritor de siempre, sino que levantándose mucho sobre su manera habitual, y haciendo bizarro alarde de aptitudes de pensador, hasta entonces no sospechadas en él como no fuese por algún rasgo fugitivo de sus opúsculos políticos, se levantó a las cimas serenas de la contemplación filosófica, y desde allí, con acrisolada lengua, tan rica de precisión como de vigor y armonía, con un sentido tradicional a la vez que expansivo, con audacia mesurada y solemne, con suave moderación de estilo, tanto más insinuante cuanto más apacible, reivindicó los fueros de la razón humana, escarnecidos por las elocuentes paradojas de Donoso; hizo el proceso del tradicionalismo filosófico y del escepticismo místico; mostró el peligro que para la integridad de nuestro modo de ser nacional, así en la esfera del pensamiento, como en su manifestación escrita, envolvían las doctrinas de la escuela neocatólica francesa, de que Donoso había sido intérprete elocuentísimo; y mostró, finalmente, con el ejemplo, no menos que con la doctrina, cuál debería ser el verdadero [p. 392] temple de la moderna lengua castellana aplicada a las más altas materias especulativas. Este magnífico discurso, aislado como está, nos hace entrever un Baralt muy superior al que en el resto de sus obras y en el tenor de su vida se nos aparece.

Pero ni el discurso de recepción, que, por las graves controversias que suscita, no podía ser del agrado de todos; ni sus libros de Historia, que apenas se han leído en España, y que Baralt tenía muy buenas razones para desear que no fuesen más leídos; ni sus artículos y folletos políticos, condenados por su misma naturaleza a vida muy efímera; ni la grande y quizá temeraria empresa de su Diccionario Matriz de la Lengua Castellana , que apenas pasó de proyecto, han dado al nombre de Baralt la fama y autoridad de que disfruta en España y en América por su tan popular Diccionario de Galicismos, o sea de las voces, locuciones y frases de la lengua francesa que se han introducido en el habla castellana moderna, con el juicio crítico de las que deben adoptarse, y la equivalencia castiza de las que no se hallan en este caso (1855). Apenas hay ejemplo de otro trabajo filológico que, emprendido y llevado a término por un escritor particular, haya conseguido tan fácilmente ser recibido y acatado por la opinión general. En este sentido, el libro de Baralt, que era antídoto necesario contra la nuebe de barbarismos con que una turba inepta deshonraba y envilecía la más rica y sonora de las lenguas neolatinas, ha hecho mucho bien, y ha hecho también algún daño, al caer en manos de pendantes que le toman como una especie de Alcorán, y aplican a tontas y a locas sus sentencias cerrando los ojos ante galicismos que son evidentes, por más que Baralt no los registrase, y tildando con fea nota palabras y giros, que o no lo son aunque él los pusiese, o deben tolerarse como necesarios. La obra de Baralt es un ensayo docto, ingenioso y ameno, con razón muchas veces, con chiste casi siempre. Hasta cuando no acierta enseña, y más veces flaquea cuando propone el remedio que cuando denuncia la falta. Las equivalencias que propone suelen ser largos rodeos, y a veces no quieren decir ni por asomo lo que dice el galicismo censurado. Otro inconveniente grave de la obra, y lo que la da el carácter casuístico y arbitrario que amengua en parte su valor, es la ausencia de una clasificación general de los galicismos, según sean de palabra, de giro o de concepto, además de otra clasificación histórica que permitiese distinguir [p. 393] los verdaderos galicismos de aquellas otras palabras que pertenecieron en un tiempo a todas las lenguas romances o a varias de ellas, y que cualquiera de las hijas del latín puede reivindicar con pleno derecho. Baralt parece extraño a todo estudio de gramática comparada, y preocupado sólo con levantar un muro entre el castellano y el francés, suele dar en decisiones caprichosas, que parecen hijas del mar humor más que de un sistema racional y consecuente. Pero con todos sus defectos, y a condición de no tomarle por oráculo, el Diccionario de Galicismos es libro que no puede faltar de la mesa de ningún escritor que estime en algo la pureza de dicción.

Ni Bello ni Baralt dejaron discípulos en Venezuela. El primero llevó su actividad literaria a Chile; el segundo a la Madre Patria, donde obtuvo consideración y honores, sin que nadie le tuviese por extranjero. La literatura venezolana, apartada totalmente de la severa disciplina de aquellos filólogos, se abrió a la licencia romántica, representada allí especialmente por Abigáil Lozano y Maitín. Pero antes de hablar de ellos conviene decir algo de dos notables escritores que Venezuela dió al romanticismo peninsular, como había dado dos al clasicismo. Estos dos poetas románticos fueron el General Ros de Olano y D. José Heriberto García de Quevedo.

Don Antonio Ros de Olano sólo fué caraqueño por la casualidad del nacimiento, y a los once años abandonó su patria, de la cual dice en un soneto:

                          Nací español en la ciudad riente,
                         Rodó mi cuna entre perpetuas flores,
                         Besé las aves de plumaje ardiente;
                          Trajéronme de niño mis mayores;
                         Hoy, en mi patria histórica, la muerte
                         Las junta en un amor con dos amores.

Su vida militar y política está demasiado reciente para que pueda ser juzgada con la severa imparcialidad propia de la Historia. Tomó parte en grandes sucesos, vivió mucho en la plena extensión del vocablo y no fué vulgar en nada. A tres revoluciones, a la primera guerra civil y a una guerra nacional va unido su nombre, si no como acto principal, como de los más señalados [p. 394] entre los de segundo orden, con cierto carácter personal y excéntrico en cuanto hizo o intentó. El mismo puesto le corresponde en las letras, donde, aunque afiliado a uno de los grupos románticos, describió siempre una órbita solitaria.

Era, sin duda, hombre de notable ingenio, de rara cultura y de muy varias facultades, que así le hacían apto para la guerra como para el consejo, para la oratoria parlamentaria como para la poesía y la novela. Pero no se aventurará mucho quien crea que su primordial vocación fué la literatura, cultivada con tal celo en medio de los azares de su vida, a despecho de la vugarísima preocupación que persigue a los militares escritores, como si mucha parte de la mejor y más clásica literatura española no fuese obra de soldados. Ni los versos ni la prosa fueron nunca para Ros de Olano distracción pueril o petulante alarde de invadir ajeno campo, sino que en ellos despositó lo más hondo de su naturaleza moral, lo más sutil y refinado de su espíritu, que era de los más complicados y nebulosos que pueden encontrarse.

Ros de Olano petenecía a aquella clase de escritores que son naturalmente afectados, no por moda literaria, sino por lo tortuoso y enmarañado de sus concepciones acerca del arte y la vida. Rara vez, sobre todo en prosa, decía las mismas cosas que todo el mundo, o las decía de la misma manera; pero consiste en que tenía un peculiar modo de ver y de sentir, el cual fielmente se reflejaba en su estilo. Podrá agradar más o menos, pero es cierto que hace pensar, que interesa por la extrañeza y que no se parece a otro escritor alguno de los nuestros, aunque sí a Richter, a Hoffmann y a Edgar Poe entre los extraños. Su ardiente amor a la naturaleza se trueca en vértigo panteísta; su idealismo, en visión cataléptica; su sensibilidad, en punzante neurosis. En esta literatura dolorosa, pero tentadora, todas las sensaciones se aguzan hasta confinar con el delirio; lo material se evapora; lo ideal se materializa; los contrarios parece que se requieren amorosamente y que se abrazan para producir creaciones disformes; cree uno ir entendiendo, y de súbito pierde el hilo y vuelve a hundirse en una sima más lóbrega, que improvisadamente parece aclararse por el rápido tránsito de algún fantasma luminoso. Todo lo más discorde resulta aquí consecuente y lógico. Y todo esto lo expone Ros de Olano en una prosa sui generis , retorcida y tenebrosa, llena por igual de [p. 395] arcaísmos y de neologismos, medio germánica y medio picaresca, extraña fusión de Hoffmann y de Quevedo.

Después de El Diablo las carga y otros ensayos de novela más o menos revesada, llegó a la cúspide del género en El Doctor Lañuela (1863), especie de logogrifo filosófico, que hasta ahora no ha sido totalmente descifrado por nadie, como tampoco lo han sido otros cuentos posteriores, v. gr., la Historia verdadera o cuento estrámbotico, que da lo mismo, de Maese Cornelio Tácito , el Origen del apellido de los Palominos de Pancorvo y otros no menos recónditos, que hacen a Ros de Olano precursor notorio de los enigmáticos escritores que ahora arman tanto ruido en Francia con nombre de decadentistas y simbolistas. En vida del General decía Alarcón en el prólogo que puso a sus obras: «Todavía no se sabe si el autor quiere o no quiere que el lector las entienda. Lo que nosotros tenemos averiguado es que desprecia al que no las entiende, y que se enoja con los que se dan por entendidos.»

Como poeta perteneció Ros de Olano a aquella fracción del romanticismo que tenía a Espronceda, no ya por maestro, sino por ídolo. Espronceda le admitió a su más íntima familiaridad; escribieron juntos una comedia; el gran poeta le dedicó El Diablo Mundo , y a su frente puso Ros de Olano un prólogo mistagógico y apocalíptico, desarrollando no sé qué huecas teorías sobre la epopeya en sus relaciones con la historia de la humanidad, para deducir la obligada consecuencia de que el poema de su amigo iba a completar y elipsar las tres o cuatro únicas epopeyas que él reconocía, y que eran a modo de piedras miliarias en el camino de la evolución humana. Este ensayo de estética romántica, que pareció muy profundo en 1840, sacó de pronto el nombre de Ros de Olano de la semioscuridad literaria en que había vivido hasta entonces, y desde aquel día, él y Miguel de los Santos Álvarez, cuyos versos citaba Espronceda por epígrafe del canto 2.º, fueron conocidos por todos los españoles como los Dii Minores de aquel Parnaso. Pero Miguel de los Santos (cariñoso nombre con que todo el mundo designaba a aquel pesimista sin hiel) no ha dejado en sus escritos, con ser muy ingeniosos, más que una pequeñísima parte de su ingenio, de cuya extensión y originalidad difícilmente se formarán idea los venideros. Ros de Olano, más afortunado o más diligente en esto (a pesar de calificarse él propio entre los [p. 396] escritores ovíparos y no vivíparos) , ha dejado, además de sus novelas, un tomo de poesías líricas, del cual pueden entresacarse media docena de sonetos de primer orden, dignos de los honores de cualquier Antología castellana; los bellos romancees descriptivos del Lenguaje de las Estaciones , a pesar de algunas tintas excesivamente grises, que de vez en cuando rompen la armonía bucólica y venatoria del conjunto; la fábula dramática de Galatea , no original del todo, pero ricamente versificada, con mucho lujo de paganismo poético; algunas octavas del poema burlesco La Gailomagia , y aquí y allá, aun en composiciones más desiguales, trozos arrogantes de descripción poética, como éste que tomo de una poesía de su extrema vejez, quizá la última de todas las suyas, Meditación sobre el Cedro Deodora:

                          ¿En dónde estoy? Un tiempo más remoto
                         Desde el inculto monte a la llanura
                         Y del estrecho valle a las colinas,
                         El ágil gramo y la velluda fiera,
                         So el pabellón de próvidas encinas
                         Vivieron en la rústica pradera...
                         Y tranquilos y en paz aquí vivieron,
                         Sin que del cazador les acosara
                         Ni venablo, ni jara,
                         Ni alevoso arcabuz... Que nunca vieron,
                          Suelta de los lebreles la traílla
                         En demanda feroz o a la carrera,
                         Ni el aullido tenaz de su garganta,
                         Y el noble son de venatoria trompa
                         Dentro del bosque plácido advirtieron
                         Al jabalí o la mansa cervatilla
                         El repentino trance en que murieron
                         Traspasados del plomo o la cuchilla.

En prosa quedarán de él, más que su novelas, las relaciones que escribió de algunos episodios de sus campañas, con más llaneza que de ordinario, en estilo vigoroso y realista, pero iluminado siempre que la rojiza llama de cierta fantasía tétrica y misantrópica, que recuerda la de Goya en Los Desastres de la guerra. [1]

[p. 397] Si a sus ambiciones poéticas hubiesen correspondido sus fuerzas, gran poeta habría sido D. José Heriberto García de Quevedo. Si por la grandeza de los propósitos y por la trascendencia de los asuntos hubiera de graduarse el mérito de las obras de ingenio, García de Quevedo, autor de tres poemas filosóficos y humanitarios, hubiera tocado la meta, y sería otro Goethe u otro Byron. Pero no basta la voluntad pertinacísima, ni la confianza en sí propio, ni la admiración por los excelsos poetas y el sentimiento de sus bellezas, ni el amor desinteresado y noble a las ideas, para simular aquel género de inspiración divina que en los grandes monumentos poéticos campea. Era García de Quevedo escritor muy culto, familiarizado desde muy temprano con las principales literaturas extranjeras, conocedor de varias lenguas, versado en la vida social y diplomática, no ajeno a lecturas sólidas de religión y filosofía, y muy engolfado en lucubraciones sociales, de las cuales había deducido una especie de doctrina optimista, que tal como la expone en sus poemas, convertiría el universo en nueva Jauja. Era, además, hombre de sentimientos nobles y caballerosos, bizarro e intrépido de su persona, enemigo de la grosería y del desorden, protector de los débiles y de los injuriados, no sin alguna punta de quijotismo y arrogancia, que fácilmente le hacía degenerar en quimerista atropellado y petulante. En el fondo, muy buen sujeto, y de un corazón de oro; sin más grave defecto que la altanería enfática de su persona y estilo, derivada de cierta megalomanía o desequilibrada aspiración de [p. 398] grandezas, que en su vida le conducía a remedar la caballería andante, y en literatura le llevaba a componer epopeyas simbólicas y trascendentales.

A estas buenas y malas partes de su carácter y de sus ideas no correspondían exactamente las de su ingenio, con no ser éstas vulgares ni mucho menos. Era un poeta de segundo orden, que temeraria y constantemente se empeñó en empesas de aquellas que sólo para el genio están reservadas. Pero el fracaso inevitable de su tentativa no debe hacernos olvidar lo que estas obras contienen de estimable, y los indicios que dan de lo que hubiera podido valer su autor en género menos ambicioso; limitándose, por ejemplo, al cultivo de la poesía lírica, en que había comenzado a ensayarse con muy bien éxito, cuando en 1849 dió a luz sus Odas a Italia , que contienen trozos de bella poesía histórica y de inflamada elocuencia política y algunas felices imitaciones de los metros y del estilo de Manzoni. Fué García de Quevedo de los primeros que, separándose del trillado sendero de la imitación de los románticos franceses, volvió los ojos a una poesía más afín a la nuestra, mucho más adecuada a nuestro gusto, mucho más enlazada con nuestra tradición clásica; y así en estas odas como en la parte de colaboración que tuvo en el Poema de María , dejó muestras evidentes de su predilección por los modernos poetas italianos y del aprovechado estudio que había hecho de ellos. La más antigua traducción, entre las innumerables que en castellano se han publicado de la oda del 5 de Mayo , fué la suya, aunque sea, por cierto, de las más infelices.

Estas primeras odas pusieron tan en boga por algún tiempo en los círculos literarios el nombre del joven venezolano, desconocido la víspera, que Zorrilla, que estaba entonces en el apogeo de su popularidad, no tuvo reparo en aceptarle por colaborador nada menos que en tres poemas, María, Ira de Dios y Un cuento de amores. Y aunque generalmente se tenga por muy inferior la parte que trabajó García de Quevedo, a mí no me lo parece tanto; no porque Zorrilla deje de ser poeta superior y fuera de comparación, sino porque aquellos poemas suyos son de notoria decadencia, y por decirlo así, trabajos de libería, salvo algún fragmento, en que quedó impresa la garra del león. García de Quevedo, que no tenía su reputación hecha, procedió, naturalmente, con más [p. 399] timidez y con más estudio, y aunque en el poema de la Virgen uno y otro salieron del paso con el socorrido recurso de versificar la prosa del abate Orsini, todavía en medio de aquel fárrago, rimado de prisa y para cumplir un compromiso editorial, encontró el continuador medio de intercalar algunas composiciones liricas dignas de vivir por sí solas: La Ascensión (a pesar del terribe recuerdo que su título sugiere, y que el autor de ningún modo trató de esquivar, antes adoptó el metro y alguna idea de Fr. Luis de León); la Predicación del Evangelio ; las octavas a la Fe cristiana. En los otros poemas, especialmente en Un cuento de amores , García de Quevedo, que tenía notable habilidad para remedar estilos ajenos, imita de tal modo la pompa y lozanía del estilo de Zorrilla, que algunas veces se confunde con él.

Otro tanto puede decirse de los bellos trozos que hay lastimosamente perdidos en los tres poemas filosóficos de García de Quevedo, Delirium, La Segunda vida, El Proscripto . Estas obras, en las cuales su autor fundaba las más fantásticas esperanzas de inmortalidad, nacieron muertas, y son de aquel género de tentativas épicas sobre las cuales puede repetirse la faltal sentencia: «es la mejor epopeya que ha salido este año». No es fácil dar idea de tan extrañas y desmesuradas composiciones, cuyo fondo viene a ser la redención por el amor, terminando con una especie de palingenesia social. El autor acumula cuadros de toda especie y de todas las épocas: batallas, amores y desafíos; y emplea alternativamente la forma lírica, la dramática y la narrativa, con toda variedad de estilos y de metros; pero como no tenía mucha imaginación, resulta estéril y monótono en medio de tanta abundancia, no acierta nunca a presentar un cuadro que se grabe indeleblemente en la memoria, aturde y marea con tanta procesión de personajes reales y alegóricos, y por buscar la novedad cae en invenciones tan estrafalarias como la de hacer que la enamorada Julieta vuelva a la vida, se levante de su lecho de mármol en Verona y eche a nadar por las calles de la ciudad hasta que tropieza con un coronel austríaco, que se apresura a violarla. Algunos episodios históricos, por ejemplo, los romances relativos a las campañas del Gran Capitán (en que se observa una imitación no mal hecha del estilo de las narraciones poéticas del Duque de Rivas) y algunos fragmentos líricos de noble entonación, como [p. 400] la Oda a la libertad , son lo único que puede salvarse del naufragio de estos poemas. De las numerosas obras dramáticas de García de Quevedo, que ensayó todos los géneros; la tragedia clásica, el melodrama, la comedia de costumbres, el drama social, la comedia de capa y espada, la zarzuela, no ha sobrevivido ni un solo título en la memoria de las gentes. Rarísima fué la que llegó a representarse, y ninguna con éxito, aunque en esto hubiera cierta injusticia, pues entonces, como ahora, se representaban y aplaudían cosas peores que éstas, que al cabo arguyen loable aplicación y respeto al arte. La más interesante de estas piezas es Isabel de Médicis , fundada en una novela del florentino Guerrazzi, Isabella Orsini . También se ejercitó García de Quevedo en el cuento en prosa, en la relación de viajes y en la crítica, pero sin éxito notable. Su laboriosidad, su fe artística, la nobleza de su alma, su positiva instrucción, la rectitud de sus ideas y la amenidad con que generalmente escribía, merecían mejor premio del que obtuvieron. Su nombradía fué de las más efímeras; las grandes esperanzas con que había empezado su carrera no se realizaron nunca; su idealismo generoso, pero intemperante, le llevó a estrellarse mil veces en la prosa; su vida resultó una novela sin sentido, y cuando una bala perdida le mató en las calles de París, hasta en el azar de esta muerte sangrienta, pero sin gloria, pareció visible la misma ironía trágica que le había perseguido siempre. [1]

[p. 401] Y ahora ya es tiempo de volver los ojos a Caracas, que por los años de 1842 a 1848, según expresión del notable escritor colombiano Camacho Roldán, «merecía el nombre de la Atenas de América». «Allí se reimprimían ávidamente las más notables producciones de la literatura española contemporánea y traducciones de la francesa.» Puede decirse que el romanticismo hizo sumultáneamente su entrada en América por Venezuela y por Buenos Aires. De Venezuela pasó a Nueva Granada, y de Buenos Aires a Chile.

Dos poetas venezolanos personifican especialmente este movimiento: Abigáil Lozano y José Antonio Maitín. Uno y otro han disfrutado en América gran popularidad, la cual, en parte, dura todavía; pero sus méritos distan mucho ser iguales ni equivalentes.

Abigáil Lozano (que era varón, a pesar de su nombre femenino), es, sin duda, uno de los más huecos y desatinados poetas que en ninguna parte pueden encontrarse. Sus composiciones son un conjunto de palabras sonoras, que halagan por un momento el oído y dejan vacío de toda forma el entendimiento. Para él la poesía no era más que el arte de hacer versos rimbombantes y estrepitosos. Se leen sus odas a Bolívar, y nada se encuentra que no puede aplicarse por igual a cualquier otro hérore o a cualquier otro asunto, porque el autor no concreta ni determina nada. Sólo sacamos en limpio que la deidad tutelar de las montañas americanas colgó de las ramas de una palmera una inmensa campana de metal, y que a su primer tañido fulguró en los horizontes un letrero que decía Libertador . En otros versos todavía más absurdos, compara a Bolívar con Jehová, que sacó los mundos de la nada, y vuelve el consabido letrero:

                   [p. 402] Pasó mi edad de niño, mas luego me hice hombre:
                  Vi en un salón suntuoso la forma de un varón:
                  Ávida la pupila buscó a sus pies el nombre,
                  Y sorprendida el alma deletreó: Simón.
                  
¡Él es!... aletargados mis labios pronunciaron,
                  ¡Él es!... en sus contornos el eco remedó:
                  Trémulas mis rodillas de hinojos se postraron:
                  ¡Él es!... convulso el labio de nuevo repitió.
                   Tú fuistes ese hombre, magnético dibujo,
                  Colgado por adorno sin voz en la pared.
                  Tú fuiste el rayo ardiente que el Ávila produjo,
                  Que atosigó de Iberia la sanguinaria sed.
                  . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
                  Washington y otros hérores atletas que lidiaron
                  Son átomos tan sólo que giran junto a tí;
                  Los Alpes un coloso sobre su cima alzaron,
                  Mas yo sobre los Andes más grande que él te vi.
                  . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Parece imposible amontonar mayor número de disparates, y, sin embargo, esto pasó por modelo de lirismo y de libertad de inspiración, y Abigáil Lozano, que no tenía más condiciones que las de versificador rotundo, aunque monótono, inundó la América del Sur de alejandrinos calcados sobre el patrón de las Nubes de Zorrilla, y tuvo una plaga de imitadores, hasta que vino a arrancarle la palma el montañés Fernando Velarde con los bloques graníticos de su Canto a la cordillera de los Andes , capaz de dejar afónico a un recitador de pulmones de hierro.

De todos los poetas del romanticismo español, el predilecto de los americanos fué Zorrilla, que por muchos aspectos era el que menos convenía para maestro de la poesía de un Mundo Nuevo. Pero como no podían imitarle en lo épico, donde está su verdadera grandeza, le imitaban en lo lírico, donde Zorrilla es no sólo desaliñado, sino muchas veces incoherente, y casi siempre exterior y superficial, disimulando con el lujo asiático de la versificación la penuria de ideas y emociones. Concretado el zorrillismo americano a la reproducción de esta parte más endeble de la obra del maestro, hubo de exagerar naturalmente los vicios de su estilo, y Abigáil Lozano fué la caricatura venezolana de Zorrilla. Poeta sin gusto, sin estudios, pero de muy buen oído y de cierta fantasía que pudiéramos decir pirotécnica o de farol [p. 403] de iluminaciones, fué uno de los grandes corruptores del gusto en América; y la tolerancia que hasta críticos muy estimables fascinados por el número y sonoridad de sus rimas, tuvieron con él, contribuyó a acrecentar el daño, haciendo incurables sus resabios. Con mejor escuela y dirección, algo más hubiera valido el que a veces encontraba versos tan suaves y delicados como éstos de su poesía A la Noche :

                   Huyó la luz... Las sílfides nocturnas
                  Rápidas cruzan el dormido viento,
                   Y vierten sobre el mundo soñoliento
                  El opio blando de sus negras urnas.

En los alejandrinos, que eran su especialidad, de la cual abusó por lo mismo, acierta muchas veces con la factura elegante y graciosa:

                   ¡Cuán bellas son tus aguas azules y dormidas,
                  Tus islas solitarias, tu calma perenal,
                  Y tus garcetas blancas, que habitan escondidas
                  Sus olvidados nidos pintados de coral!
                  . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
                   ¡Acaso un Dios marino visita en la alta noche
                  Tu alcázar incrustado de concha y caracol,
                  Y tiran los delfines su misterioso coche,
                  Que se hunde entre las aguas al asomar el sol! [1]
                  . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Don José Antonio Maitín fué poeta muy diverso de Abigáil Lozano, y sin duda el mejor de la escuela romántica de su país. No está exento del pecado de zorrillismo, pero aun esta imitación es en él más racional que en Abigáil. Por otra parte, bien se le pueden perdonar los insulsos cuentos o leyendas de La Máscara y de El Sereno , y el hinchadísimo paralelo de Bolívar con Alejandro, César y Napoleón, en gracia de sus composiciones de sentimiento, en que no imita a nadie, y en que, dejándose llevar de su índole tierna y afectuosa, rivaliza muchas veces con Milanés, [p. 404] y otras le vence. Su vida modesta y apacible, pasada en gran parte en el delicioso valle del Choroní , entre pájaros y flores, se refleja fielmente en el manso raudal de sus composiciones, que parecen nacidas sin esfuerzo; tal es su claridad y limpieza. El poeta acierta, sin embargo, a mantenerse en la línea que separa lo natural y sencillo de lo trivial y prosaico; rara vez cae en amaneramiento sentimental, y en medio de su llaneza de estilo y de la poca o ninguna novedad de los pensamientos, conserva el inefable aroma del sentimiento poético:

                   ¿Qué nos importa vivir
                  Si, aunque cien años contemos,
                  Se tocan en los extremos
                  El nacer con el morir?
                   ¿De qué vale un año más
                  De existencia pasajera,
                  Si es la vida una carrera
                  Más inquieta que fugaz?
                  . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .      
                   ¿De qué vale que tu luz
                  Mi vista ansiosa deslumbre,
                  Si al fin es fuerza que alumbre
                  Un sepulcro y una cruz?
                  . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
                   . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
                   Vendrá el día en que renuncie
                  A esta gran naturaleza,
                  A su pompa, a su belleza,
                  Y mi último adiós pronuncie.
                  . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
                   En vano entonces la tierra
                  Brotará plantas y flores:
                  No más veré los primores
                  Que ella en sus seños encierra.
                   En vano soberbio el mar
                  Ostentará su presencia:
                  No más desde una eminencia
                  Yo lo podré contemplar.
                  . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
                    En vano levantará
                  Su blando arrullo la fuente;
                  Que su murmurio inocente
                  Para mí no sonará.
                   Ni habrá un eco en el oído,
                  Ni para el pecho habrá amores,
                   [p. 405] Para la vista colores,
                  Ni placer para el sentido.
                   Entonces, luna, del cielo
                  Emperatriz y señora,
                  Benigna dispensadora
                  De la calma y del consuelo;
                   Entonces tú seguirás
                  En tu marcha misteriosa,
                  Y mi tumba silenciosa,
                   Blanca luna, alumbrarás.

A un grande infortunio doméstico debió Maitín sus mejores inspiraciones. El Canto fúnebre , consagrado a la memoria de su mujer, y que no es en rigor tal canto, en la acepción tradicional, sino una serie de diez y seis composiciones líricas enlazadas entre sí por un mismo estado de sentimiento, abunda en bellezas de una especie de poesía íntima y familiar, que entonces era nueva en la literatura castellana, y que luego ha producido maravillas, siendo no pequeño honor para Maitín el haber sido de los primeros en descubrir esta vena. La poesía de los afectos domésticos, entendida con el profundo realismo con que la han entendido los ingleses, o con la ternura varonil (si vale la expresión) con que la vemos en el gran elegíaco de las Contemplaciones , no cuadraba a la índole blanda y femenina del ingenio de Maitín; pero también él tuvo el don de las lágrimas y supo arrancarlas a sus lectores. [1] Escribió para dar expansión a un gran dolor de su alma y no para levantar figura. Ni siquiera rehuye los pormenores que parecen [p. 406] más caseros; y el lecho en desorden , la tela aún no bien fría, la mula labor abandonada

                   Caliente todavía
                  Con la presión reciente de su mano;

contribuyen a la verdadera y honda emoción que produce el conjunto.

Indicaremos algo sobre los demás poetas venezolanos que en nuestra colección figuran. D. Fermín Toro, orador, poeta, naturalista y por todos conceptos uno de los hombres más notables de la República (1807-1873), es autor de una poesía deliciosa y verdaderamente etérea A la ninfa de Anauco . Los demás versos que he visto de él no valen tanto, ni con mucho, pero en todos hay rasgos de talento y lujo de dicción. Se atrevió a cantar la Zona Tórrida después de Bello, haciendo estudio de no encontrarse con él. Sus tendencias eran clásicas, como lo prueba el Canto a la Conquista. Cítase como la más importante de sus obras el poema Hecantonfonía , que no llegó a terminar. Sólo hemos visto un notable fragmento consagrado a las antigüedades americanas.

Fueron también poetas, más o menos clásicos, D. Luis Alejandro Blanco, D. Juan Vicente González, D. Cecilio Acosta y don Jesús María Morales Marcano. González, hombre de estupenda memoria y excéntrico carácter, fué más celebrado como maestro y educador, como preceptista y como escritor polémico, que como poeta.Tienen mérito, no obstante, sus versos políticos, por ejemplo, los titulados Amor y paz , en cuya versificación se notan reminiscencias de los poetas italianos. También D. Cecilio Acosta, varón excelente y venerable cuanto desgraciado (1819-1881), escribió más en prosa que en verso, aunque sus condiciones eran más de poeta que de prosista. En prosa y en verso fué dechado de correción y pulcritud; pero en sus articulos y discursos pecaba un tanto de verboso y redundante, complacíase demasiado en el rodeo de las palabras, y era de los hablistas que parece que se escuchan. Nada de estos defectos o muy poco, hay en sus poesías, no intachables de forma, pero delicadas y patriarcales. La Casita blanca, La Gota del rocío, El Véspero, me parecen tres joyas. El diplomático y ministro Morales Marcano (1830-1888) dejó inédita una traducción de Horacio, de que se han publicado algunas [p. 407] muestras, que si no está libres de algún reparo en lo tocante a la inteligencia del texto, prueban sólidos estudios de humanidades y méritos relevantes de versificador acrisolado y numeroso.

En la poesía ligera y en la sátira política han dejado fama el donoso improvisador D. Rafael Arvelo, que llegó a Presidente de la República, y el humanista D. Jesús María Sistiaga (1823-1889), autor de ingeniosas fábulas y cuadros de costumbres, como La Vida en Río Chico, Una corrida de toros, etc. La gracia de estos poetas, por tan local, pierde algo al pasar a Europa.

Después de Miatín y Toro, los poetas venezolanos que han adquirido mayor celebridad (excluyendo los que aún viven) son don Eloy Escobar, D. José Ramos Yépez y D. Francisco G. Pardo. Escobar (1824-1889) se distinguió principalmente en el género elegíaco, unas veces con las formas clásicas y otras con metros y estilo que recuerdan a nuestro malogrado Aguilera. D. José Ramos Yépez, [1] bizarro general de Marina, gran patricio, honra de Maracaibo, dejó, además de dos leyendas en prosa poética ( Anaida e Iguaraya) , gran número de versos, que muestran su aptitud para muy diversos géneros, desde la meditación filosófica y el epitalamio clásico, hasta el devoto y popular villancico. La Ramilletera es una de sus más agradables composiciones. D. Francisco G. Pardo (1829-1872) fué versificador gallardo y robusto, aunque un tanto viciado por los hábitos de la falsa y aparatosa poesía de certamen. El Porvenir de América, La Libertad y otras obras suyas pertenecen a este género. Más sinceridad y más ímpetu lírico hay en la oda a Méjico después del fusilamiento de Maximiliano; y mucha gala y esplendidez de dicción en las octavas que sirven de preludio a un poema que dejó inédito sobre Caracas: octavas que, por otra parte, son un remedo harto patente de las de Zorrilla en la introducción a los Cantos del Trovador .

De todo lo expuesto puede inferirse, no sólo la abundancia de la cosecha poética en Venezuela, sino la variedad de rumbos que ha tomado la inspiración de sus cantores. Allí, aunque en [p. 408] menor grado y con disciplina menos severa que en Nueva Granada, se han conservado tradiciones de buen gusto, que resistieron a la avenida romántica y que hoy mismo hace reverdecer los lauros de Bello y de Baralt en la frente de un suave poeta místico, de origen italiano, tan digno de loa por la elegante sencillez de sus versos, como por la pureza de vida espiritual que en ellos se manifiesta. [1] Siguiendo dirección totalmente opuesta, un ingenio germánico por las ideas y la educación, aunque meridional por lo impetuoso de los afectos, víctima dolorosa de las contradicciones intelectuales de nuestro siglo, dió cuerpo y voz en su poesía elocuente y sincera, al fervoroso anhelo del ideal y a la negación pesimista, que alternativamente invadían su alma atormentada y caliginosa. Y no sólo fué poeta original, sino profundamente versado en la lengua alemana: trasladó a nuestra lengua todo el Buch der Lieder , de Enrique Heine, invirtiendo muchos años en dar a su traducción el mayor grado de exactitud posible, y llegando a remedar a veces el metro, la rima, la disposición de las estrofas y hasta la colocación de los acentos. Llamóse J. A. Pérez Bonalde: fué amigo mío: me honró en 1885 con la dedicatoria de su mejor trabajo literario: hoy no sé si pertenece al mundo de los vivos. Por dos distintos caminos ha llegado a mí la noticia de su muerte, pero no de un modo tan autorizado que no deje algún resquicio a la duda. Por eso me he abstenido de insertar en la Antología versos suyos y de consagrarles el detenido estudio que por su valor intrínseco y su especial carácter reclaman. Mi amistad espera y desea que el triste rumor no se confirme, y que Pérez Bonalde pueda todavía leer su nombre en estas líneas, expresión fiel del aprecio en que siempre tuve su ingenio y su nativa bondad, deplorando su amarga filosofía. [2]

Notas

[p. 347]. [1] La Capitanía general, erigida definitivamente aquel año, comprendía las provincias de Caracas (en la cual se incluían entonces las de Coro, Barquisimeto y Carabobo), Cumaná (incluyendo la de Barcelona), Guayana, Maracaibo (y con ella Mérida y Trujillo), Barinas y Apure, la isla de Margarita, y la de Trinidad hasta que en 1797 cayó en poder de los ingleses. Sus límites, como se ve, eran inmensamente mayores que los de la primitiva gobernación o provincia de Venezuela, que según la cédula de asiento de Carlos V con los Welseres en 1528, comprendía sólo desde el Cabo de la Vela hasta el de Macarapana, por la costa, y por el interior hasta el río Casanare.

[p. 349]. [1] Reimpresa por la Biblioteca de los Americanistas , Madrid, 1885. Dos tomos. Ilustrada con notas y documentos, por D. Cesáreo Fernández Duro.

[p. 350]. [1] Baralt, Historia de Venezuela , 2.ª edición, tomo I, pág. 414.

El Sr. D. Vicente G. Quesada, en su libro La Vida Intelectual en la América Española durante los siglos XVI, XVII y XVIII (Buenos Aires, 1910, tirada aparte de la Revista de la Universidad , tomo XI), dice que el colegio fué fundado en 1682 por el obispo D. Antonio González de Acuña, pero no indica en qué documento se apoya.

[p. 350]. [2] Vid. Medina, La Imprenta en Caracas (1810-1822) Notas biográficas (Santiago de Chile, 1904). Ninguno de los 26 números que comprende esta exigua bibliografía puede calificarse de literario, excepto el 10, que es un madrigal bastante malo.

En Angostura hizo imprimir Bolívar en 1819 la Ley fundamental de la República de Colombia , y en 1820, el Correo del Orinoco.

En Maracaibo hubo imprenta militar en 1822.

Hay una población venezolana de la cual tendríamos que decir que se adelantó mucho a todas las restantes en el uso de tipografía, si realmente la Descripción exacta de la provincia de Benezuela (sic) por don Joseph Luis de Cisneros, que aparece impresa en Valencia, 1764, corresponde a Nueva Valencia de Costa Firme (como es verosímil por su  asunto) y no a Valencia de España, punto que no me parece completamente resuelto, a pesar de lo que dice Medina (Noticias de varias imprentas, pág. 42). En 1812 hubo allí imprenta con el carácter político que entonces tuvieron todas, ya en poder de los realistas, ya de los insurgentes.

[p. 352]. [1] Fuera de este grupo literario, componía versos místicos y conceptuosos la monja carmelita sor María Josefa de los Ángeles.

[p. 352]. [2] Parnaso Venezolano. Colección de poesías de autores venezolanos desde mediados del siglo XVIII hasta nuestros días, precedida de una introducción acerca del origen y progreso de la poesía en Venezuela, por don Julio Calcaño; individuo correspondiente de la Real Academia Española... Caracas, 1892. Esta colección, más completa y esmerada que otras anteriores, fué formada por el inteligente y laborioso secretario de la Academia Venezolana, para auxiliar los trabajos de la nuestra.

Véase, además, Biblioteca de escritores venezolanos contemporáneos, ordenada con noticias biográficas, por D. José María Rojas, Ministro plenipotenciario de Venezuela en España . Paris, sin fecha (¿1870?).

Parnaso Venezolano , publicado en Curazao (Antilla Holandesa) por la casa editorial de A. Bethencourt en varios volúmenes pequeños.

[p. 352]. [3] El Sr. Calcaño insiste todavía en su opinión, según veo en la  Historia Constitucional de Venezuela , de D. José Gil Fortoul (Berlín, ed. Heymann, 1907, tomo I, pág. 89), pero alegando solamente que la Paráfrasis está entre los papeles de D. Vicente, de su puño y letra, lo cual, como se ve, nada prueba, puesto que pudo copiarla para su estudio, sin ánimo de apropiársela. Nadie tiene obligación de conocer las Rimas de Gerardo Lobo, a pesar de lo vulgares que son sus ediciones, pero el hecho de hallarse entre ellas la paráfrasis del Miserere impresa medio siglo antes de nacer Tejera, es innegable, y cualquiera puede comprobarlo.

[p. 354]. [1] Nació D. Andrés Bello en Caracas, en 29 de noviembre de 1781. Desde su niñez se deleitaban en la lectura de los clásicos de nuestra lengua, especialmente de Calderón y de Cervantes. Hizo sus estudios de latinidad y filosofía en el convento de la Merced, en el Seminario de Santa Rosa y en la Universidad de Caracas, con los maestros que en el texto quedan citados, obteniendo ruidos triunfos escolares. Comenzó por dedicarse a la enseñanza privada, contando entre sus discípulos a Bolívar. El trato de Humboldt, a quien acompañó en algunas de sus excursiones, le abrió nuevos horizontes científicos. Concurrió a la tertulia literaria de los Ustáriz, y por recomendación suya obtuvo el cargo de oficial de secretaría en la Gobernación y Capitanía general de Venezuela, y luego el de secretario de la Junta Central de la Vacuna. En tal situación le sorprendieron los sucesos de 1808 y 1810. En los primeros momentos no se mostró muy fervoso partidario de la independencia americana; pero es imputación conocidamente calumniosa, y que amargó en extremo su vida, la de que hubise revelado al gobernador Emparán las tramas de los insurgentes. Basta el hecho de haber sido enviado Bello a Londres en 1810 como comisionado de la Junta de Caracas, juntamente con Simón Bolívar y López Méndez, para convencerse de la plena confianza que en él tenían los fautores del movimiento revolucionario. Los comisionados caraqueños ajustaron una especie de convención oficiosa con el gobierno inglés, que bajo capa fomentaba la insurrección de nuestras colonias, y Bello continuó en Londres como agente de sus paisanos desde 1810 hasta 1829. Durante aquellos años, que fueron para él de penalidades y estrecheces, completó su educación, ya en las bibliotecas, ya en el trato de doctos varones ingleses y españoles, como James Mill, lord Holland, D. José María Blanco (White), y D. Bartolomé J. Gallardo. De entonces datan sus primeras investigaciones sobre filología castellana y sobre los monumentos poéticos de la Edad Media. En 1823 publicó, asociado con el colombiano García del Río, una revista titulada Biblioteca Americana o Miscelánea de Literatura, Artes y Ciencias, y en 1825, con el mismo García del Río y los españoles Mendívil y Salvá, otra más extensa e importante, el Repertorio Americano . En la una o en la otra están sus mejores poesías, juntamente con numerosos artículos en prosa, algunos de ellos de gran novedad, erudición e importancia, entre los cuales merecen especial recuerdo las Indicaciones sobre la conveniencia de reformar la ortografía, y el tratado del uso antiguo de la rima asonante en la poesía latina de la Edad Media y en la francesa . En 1829 se decidión a abandonar el cargo de secretario de la legación de Colombia, que ejercía en Londres, y a aceptar las proposiciones del Gobierno de Chile, que le nombró oficial mayor del Ministerio de Relaciones Exteriores. En aquella República encontró Bello su segunda patria, y el medio más adecuado para el completo desarrollo de su acción educadora, por la cual se le compara con D. Alberto Lista. Ya en el colegio de Santiago, ya en su propia casa, comenzó a dar cursos de humanidades, de filosofía moral de derecho de gentes y derecho romano, ejerciendo además, el magisterio de la crítica en el periódico oficial El Araucano . Dos materias solicitaron con preferencia su atención por ser de utilidad más inmediata en un Estado naciente: el Derecho Internacional, como base para el arreglo de las relaciones exteriores, y la Gramática de la lengua patria, que estaba afeada en Chile con más barbarismo y co ruptelas que en ninguna otra parte de América. Sus excelentes libros didácticos sobre una y otra materia no han envejecido aún, y más o menos modificados continúan sirviendo de texto en todo el continente americano. Coronó vida tan aprovechada y fecunda con dos empresas a cual más gloriosas: la creación de la Universidad de Chile, de la cual fué primer rector en 1843, formulando su programa científico en un admirable discurso inaugural; y la redacción del Código Civil Chileno (modelo de otros de América), que se promulgó en 14 de diciembre de 1855. El crédito de su sabiduría y rectitud era tal en sus últimos años, que se le escogió como árbitro en cuestiones internacionales, como la del Ecuador y los Estados Unidos en 1864, y la de Colombia y el Perú en 1865. Falleció en 15 de octubre de aquel mismo año, dejando el nombre más venerable en la historia americana. El desarrollo de la civilización chilena fué en gran parte obra suya. En sus mocedades pagó algún tributo a las ideas del siglo XVIII; pero en Chile estuvo siempre del lado de los principios católicos y conservadores y de la tradición española, que revive poderosa y lozana en sus escritos, cuya colección es el principal monumento de la cultura americana. Esta colección oficial, publicada en cumplimiento de una ley de 5 de septiembre de 1872, consta de 15 volúmenes: El primero contiene la Filosofía del entendimiento , el segundo los Estudios sobre el poema del Cid, el tercero las Poesías , el cuarto la Gramática castellana , el quinto los Opúsculos gramaticales , el sexto, séptimo y octavo los Opúsculos críticos y literarios , el noveno los Opúsculos jurídicos , el décimo el Derecho internacional , los tomos XI, XII y XIII los Proyectos y Estudios para el Código Civil, el XIV los Opúsculos Científicos , de los cuales el más extenso es un tratado de Cosmografía, el XV una Miscelánea de artículos de varias materias, especialmente sobre libros de viajes.

La Vida de D. Andrés Bello , publicada en 1882 por el laboriosísimo investigador literario D. Miguel Luis Amunátegui, uno de los discípulos predilectos que Bello dejó en Chile, es uno de los trabajos más completos que en su línea pueden encontrarse sobre ningún autor castellano, y compite en riqueza de materiales con las mejores biografías inglesas. Reálzanla gran número de cartas literarias y políticas de Bello y de sus amigos, y varios opúsculos importantes, que no han encontrado lugar en la colección de las Obras por estar incompletos o por cualquier otra causa. En esta biografía amplió y refundió Amunátegui los varios estudios biográficos que antes tenía publicados sobre su maestro; pero todavía en las introducciones a los diversos tomos de las Obras ha encontrado mucho que añadir a la Vida .

Hay otro libro indispensable para el conocimiento de la biografía y de las ideas de Bello, si bien debe ser consultado con prudente cautela, porque su autor, hombre de talento, pero acérrimo secuaz del positivismo filosófico, juzga a su antiguo maestro desde el punto de vista de su escuela o secta, y unas veces pretende hacerle suyo, y otras le trata con sequedad y dureza como a enemigo de « la emancipación intelectual », tirando a disiminuir o desvirtuar su mérito e influencia. Me refiero a los Recuerdos literarios de don J. V. Lastarria (Santiago de Chile, 1878).

Acerca de Bello y sus obras, comienza a formarse lo que los alemanes llaman una literatura . Para los trabajos anteriores a 1881, nos remitimos al esmerado catálogo que formó D. Miguel Antonio Caro en el Homenaje del «Repertorio colombiano» a la Memoria de Andrés Bello en su centenario (Bogotá, 1881), al cual pueden añadirse ya muchos artículos. Pero pocos tan dignos de memoria como el admirable prólogo del mismo Caro a la edición (por otra parte muy incompleta) de las Poesías de Bello , publicada en 1881 en la Colección de escritores castellanos ; y los Estudios gramaticales o introducción de las obras filológicas de Bello , por el escritor colombiano D. Marco Fidel Suárez, en la misma colección. (Madrid, Dubrull, 1885.) Entre nosotros contribuyó más que nadie, a la justa estimación del nombre de Bello, D. Manuel Cañete en varios opúsculos críticos, especialmente en el discurso que leyó en sesión pública de la Academia Española en el aniversario del nacimiento del poeta (1881).

[p. 359]. [1] Opúsculos literarios y críticos, tomo I.º, págs. 337-386.

[p. 360]. [1] A suplir estas deficiencias se encaminan las notas y apéndices con que el profesor colombiano, D. Carlos Martínez Silva, ha ilustrado el Derecho internacional de Bello en la edición de Madrid de 1883 ( Colección de escritores castellanos) .

[p. 361]. [1] Sobresalen entre ellos D. Rufino J. Cuervo y D. Miguel Antonio Caro, que en repetidas ediciones de Bogotá y París han dado nuevo lustre a los tratados gramaticales de Bello.

[p. 365]. [1] A ellos hay que agregar hoy el de un sabio joven, que ha coronado dignamente la obra de estos preclaros varones. Bien se entenderá que me refiero a D. Ramón Menéndez Pidal.

[p. 371]. [1] En este verso hermoso parece descubrirse también una reminiscencia de Quevedo en sátira de asunto muy análogo, y hablando también del arado:

                          Que un tiempo encalleció manos reales,
                         Y detrás de él los cónsules gimieron...

[p. 372]. [1] Parece por el giro de la frase que Bello, además del texto, recordó aquí la traducción de Fr. Luis de León:

                   ... que ya asaz con muertes duras
                  Pagamos las troyanas falsas juras...

[p. 374]. [1] Por ejemplo, nuestro D. Ignacio López de Ayala, elegante autor de dos poemas latinos, uno sobre las termas de Archena y otro sobre la pesca de los atunes (Cetarion) .

[p. 374]. [2] Más nobles ejemplos de una poesía sabia y análoga a la suya pudo encontrar Bello en Italia. Me parece indudable que conoció el Invito   a Lesbia Cidonia, poemita del sabio Lorenzo Mascheroni, que viene a ser la descripción de un gabinete de Física. Bello pertenece, en cierto modo, a la misma familia poética que el abate Parini, y construía sus versos con un artificio parecido al de Il Giorno , donde también se cata con ingeniosas perífrasis el café, el azúcar, el cacao, y se alude a la conquista de América, con el espíritu filantrópico del siglo XVIII.

[p. 380]. [1] En el cuadro del incendio me parece que recordó Bello otro muy semejante, que se halla en una silva atribuída con algún fundamento a Rioja, tanto por su estilo como por hallarse en el mismo códice (M. 82 de la Biblioteca Nacional) que contiene sus poesías. Pueden cotejarse las dos descripciones. Véasele la del antiguo poeta:

                         No así vagante llama
                         Tiende el cabello sobre antigua selva,
                         Y rompe y se derrama
                         Por los hojosos senos, ambiciosa
                         De conservar su luz maravillosa;
                         Y esforzada del viento
                         Discurre por el bosque a paso lento.
                         Esplende y arde en el silencio oscuro,
                         Émula de los astros:
                         Arde y explende al rutilante y puro
                          Cándido aparecer de la mañana,
                         Y sobra y vence al sol siempre segura,
                         Abrasadora del verdor del pino,
                         Levanta entre sus ramas
                         Globos de fuego y máquinas de llamas,
                         Y en el sólido tronco y más secreto
                         Del laurel y el abeto,
                         Estalla, gime y luce,
                         Nunca del Euro o Noto oscurecida,
                         Ni de la inmensa pluvia destruída.

                                      BELLO

                         ¿Qué miro? Alto torrente
                         De sonorosa llama
                         Corre, y sobre las áridas ruinas
                         De la postrada selva se derrama.
                         El raudo incendio a gran distancia brama,
                         Y el humo en negro remolino sube,
                         Aglomerando nube sobre nube.
                         Ya, de lo que antes era
                         Verdor hermoso y fresca lozanía,
                         Sólo difuntos troncos,
                          Sólo cenizas quedan: monumento
                         De la dicha mortal, burla del viento.

[p. 386]. [1] Nació D. Rafael María Baralt en Maracaibo el 3 de julio de 1810. Pasó su infancia en Santo Domingo, y no regresó a Venezuela hasta 1821. En la Universidad de Bogotá hizo sus estudios de latinidad y filosofía, y comenzó los de jurisprudencia, que hubo de interrumpir para lanzarse en la revolución venezolana de 1830, que definitivamente separó a Venezuela de Colombia. Entrando en el servicio militar, llegó a capitán de artillería. En 1841 se trasladó a París con objeto de imprimir su Historia de Venezuela ; en 1843 pasó a España con una Comisión histórico-diplomática, y en Sevilla y en Madrid residió todo lo restante de su vida, adquiriendo nacionalidad española y desempeñando puestos importantes, como el de director de la Gaceta y administrador de la Imprenta Nacional. En 1853 tomó posesión de plaza de individuo de número de la Real Academia Española. Falleció en Madrid el 4 de julio de 1860. La biografía más extensa que hay de él es la que escribió D. Juan Antonio Losada Piñeres en sus Semblanzas Zulianas .

Falta una colección de sus escritos que sería importante. Muchos de ellos andan dispersos en los varios periódicos de que fué director, redactor o colaborador, tales como El Siglo XIX, El Tiempo y El Espectador.

Como escritor político figuró primero en el partido progresista y semidemocrático, y luego en la Unión liberal. En 1849 publicó, en colaboracioón con D. Nemesio Fernández Cuesta, una serie de folletos políticos, entre los cuales pertenece a Baralt sólo el titulado Libertad de Imprenta .

Pero las obras más importantes de Baralt son su Resumen de la historia de Venezuela (París, 1841-1843, tres volúmenes), en la cual tuvo por colaborador histórico, no literario, a D. Ramón Díaz; el Diccionario de Galicismos (Madrid, 1855), el Diccionario Matriz de la lengua castellana , que no pasó de las primeras entregas, y el discurso de recepción en la Academia Española.

La colección de sus poesías, esmeradamente corregidas por él y dispuestas para la prensa, debe publicarse, según acuerdo tomado, hace bastantes años, por la Real Academia Española, a cuyo ilustre Secretario perpetuo, D. Manuel Tamayo y Baus, debimos, en 1892, el haber podido examinarlas despacio.

El cuadero de Poesías , de Baralt, impreso en Curazao en 1888 por la misma casa editorial (Bethencourt y Compañía), que ha hecho el buen servicio de reimprimir su Historia de Venezuela , no contiene sino mínima parte de sus obras poéticas.

[p. 389]. [1] La Española, en nombre de la cual escribí la presente Historia.

 

[p. 396]. [1] Nació D. Antonio Ros de Olano en Caracas, en 1802, según el Parnaso Colombiano , y a los once años vino a España. Comenzó su carrera como Alférez de la Guardia Real; sirvió muy honrosamente en la guerra de los siete años; tomó parte activa en la política; fué uno de los generales que, unidos a D. Leopoldo O’Donnell, iniciaron el movimiento revolucionario de 1854, y formaron el partido de la Unión Liberal. Como Director general de Infantería, preparó la contrarrevolución de 1856 y el desarme de la Milicia Nacional. Mandó en la guerra de África (1859-1860) uno de los cuerpos de ejército, obteniendo por premio de sus brillantes servicios el título de Marqués de Guad-el-Jelú. De nuevo, aunque por breves horas, volvió a la vida revolucionaria en septiembre de 1868. Murió en Madrid, en 1887.

Entre sus obras recordamos, además de las citadas en el texto, la comedia Ni el tío ni el sobrino , compuesta en colaboración con Espronceda.

Sus Poesías , con un prólogo de Alarcón (que había militado a sus órdenes en la gloriosa campaña de África), forman un tomo de la Colección de escritores castellanos (Madrid, 1886).

[p. 400]. [1] Nació García de Quevedo en Coro el año de 1819, y se educó en Puerto Rico desde la edad de seis años. Continuó sus estudios en Francia y en España, y luego emprendió largos viajes, no sólo por el continente europeo, sino por Asia y América. Fué ciudadano español siempre, y sirvió con lucimiento, primero en la Guardia Real, y después en la diplomacia. Entre los diversos lances de honor de su vida, es célebre el que en 1855 tuvo con Alarcón, que entonces redactaba El Látigo . García de Quevedo se distinguió por lo fervoroso de sus sentimientos monárquicos y por su adhesión personal a la reina D.ª Isabel. Murió en París el 6 de junio de 1871, a consecuencia de un balazo que recibió al pasar por una de las barricadas en los días de la Commune .

Sus Obras poéticas y literarias están reunidas en dos tomos de la colección de Baudry (París, 1863). El primero contienen todos los poemas que en el texto se citan, y además La Caverna del Diablo (leyenda fantástica), Tisaferna (monólogo en prosa), Pensamientos (también en prosa) y muchas poesías líricas, entre ellas algunas versiones de Filicaia,

 Manzoni y Byron, y una coleccioncita de poesías chinas traducidas del francés.

El segundo tomo comprende sus obras dramáticas, a saber: Nobleza contra nobleza, Un paje y un caballero, Don Bernardo de Cabrera, Isabel de Médicis, La Huérfana, El Candiota, Patria y Amor en porfía (imitación, en verso, de Alicia , de Octavio Feuillet, leyenda dramática, arreglada después a nuestra escena por D. Mariano Catalina), Coriolano, El Juico público, Contrastes (en colaboración con el Marqués de Auñón, hoy Duque de Rivas), Tinieblas y luz, Treinta mil duros de renta, y, finalmente, cuatro novelas cortas y otros opúsculos en prosa.

[p. 403]. [1] Nació D. Abigáil Lozano en Valencia de Venezuela el 25 de mayo de 1821. Empezó a publicar sus versos por los años de 1843 en El Venezolano , de Caracas. Figuró en el partido conservador de su país, siendo varias veces Diputado y Cónsul de Venezuela en París. Murió en Nueva York en julio de 1866.

[p. 405]. [1] Nació Maitín en Puerto-Cabello, el 21 de octubre de 1804. A consecuencia de los sucesos de la guerra, hubo de pasar a la Habana, donde recibió educación. Allí conoció al literato colombiano D. José Fernández Madrid, que andando el tiempo le hizo entrar al servicio de su república. Fué Secretario de la Legación de Colombia en Londres. Pero el amor a la tierra natal y al rtiro le hizo abandonar en 1834 la vida diplomática. Desde entonces vivió casi constantemente en el pintoresco pueblecillo de Choroní, donde compuso la mayor parte de sus versos. Falleció en 1874. En 1835 y 1836 había escrito dos tragedias clásicas, que no tuvieron éxito. La lectura de los versos de Zorrilla le hizo cambiar de rumbo desde 1841. En 1851 publicó en Caracas la colección de sus versos. Obras Poéticas de José A. Maitín Comprende... las obras publicadas por el autor en diversas épocas y algunas otras piezas inéditas.

 

[p. 407]. [1] Supongo que su verdadero apellido sería Yepes , alterado por la pronunciación americana. Nació en 1822 en Maracaibo, y por un fatal accidente se ahogó en aquel lago el 22 de agosto de 1881.

[p. 408]. [1] Alúdese aquí a D. José Antonio Calcaño, que falleció poco después de la publicación de este libro.

[p. 408]. [2] Era cierta desgraciadamente la noticia de la muerte de Bonalde, en quien perdió la literatura venezolana uno de sus mayores ingenios.

Sobre el movimiento intelectual de los últimos años puede consultarse el libro de D. Gonzalo Picón Febres, La literatura venezolana en el siglo XIX (Caracas, 1906).