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Obras completas de Menéndez... > ORÍGENES DE LA NOVELA > IV : PRIMERAS IMITACIONES... > APÉNDICE II.—PROSPECTO DE LA NUEVA BIBLIOTECA DE AUTORES ESPAÑOLES, PUBLICADA BAJO LA DIRECCIÓN DEL EXCMO. SR. D. MARCELINO MENÉNDEZ Y PELAYO. DE LA REAL ACADEMIA ESPAÑOLA, DIRECTOR DE LA BIBLIOTECA NACIONAL.

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Texto

En medio de las calamidades que abruman a la patria española, parece cierto género de compensación el desarrollo cada día creciente que en todos los pueblos cultos del antiguo y del nuevo mundo logran los estudios relativos a la historia y literatura de nuestra Península, mejor y más sólidamente cultivados ahora que en ninguna época anterior. No va España del todo rezagada en este movimiento y algunos nombres generalmente respetados pudiéramos citar en comprobación de ello; pero gran parte del trabajo, la mayor sin duda, corresponde a la erudición extranjera, lo cual, si por una parte nos mueve a profundo agradecimiento, no deja por otra de molestar un tanto cuanto nuestro amor propio, sobre todo cuando comparamos la diligencia de los extraños, el amor y el celo que en la investigación ponen, con la frialdad, con el desdén, hasta con la irritante mofa que en nuestro círculo intelectual, hoy tan perturbado por un ciego y enervador pesimismo, ultraja y persigue cuanto lleva el sello tradicional. Desde que se puso en moda la estúpida frase de la leyenda española, parece que los españoles que quieren pasar por adelantados y cultos se avergüenzan de su [p. 270] casta y no quieren oír hablar de su pasado, convencidos, sin duda, de que es pura leyenda, es decir, patraña o cuento de viejas. Afortunadamente no piensan así los de fuera y para consuelo nuestro no hay día que de Francia, de Italia, de Inglaterra, de la América anglosajona, y, por supuesto, de la redentora Alemania, a quien debimos la primera y más profunda rehabilitación de nuestro genio nacional, dejen de venir en tropel monografías, tesis doctorales que son libros, ediciones críticas y cada vez más acrisoladas de nuestros clásicos y hasta bibliotecas enteras y revistas especiales consagradas al estudio de las tres literaturas hispánicas. Sólo el temor de incurrir en alguna omisión, nos retrae de estampar aquí nombres para los cuales toda nuestra gratitud será siempre corto premio.

Gracias a los concursos y publicaciones académicas, a los esfuerzos de algunas sociedades de bibliófilos y a la desinteresada bizarría de varios aficionados, no es pequeño el número de textos inéditos o rarísimos que en España han visto la luz, mejor o peor ilustrados, durante estos últimos años y son de indiscutible valor algunas obras críticas y bibliográficas que, a despecho de la indiferencia de los propios, van abriéndose camino entre los extraños. Con satisfacción se observa que cada día son más frecuentes y esmeradas las tareas de este género, lo cual parece indicio de saludable reacción en una parte, a lo menos, de nuestra juventud estudiosa. Pero conviene que este movimiento no se quede encerrado en los canceles de la pura erudición, sino que trascienda al público en general, proporcionándole a precio económico textos limpios y correctamente fijados que sería inútil buscar en el comercio. Estas ediciones, sin ser propiamente críticas ni sabias, lo cual exigiría un aparato de notas, variantes y comentarios incompatibles con los fines modestos de tal publicación, deben ir acompañadas de todas las ilustraciones necesarias para formar cabal idea de los libros y de los autores y para poder leerlos y entenderlos sin tropiezo. Tal es la empresa que nos proponemos realizar en la presente colección, que se titula Nueva Biblioteca de Autores Españoles, para anunciar desde el título mismo que será continuación y complemento de la tan conocida y popular Biblioteca de Autores Españoles, que dió nombre imperecedero a su editor y tipógrafo don Manuel Rivadeneyra.

[p. 271] Al llamar continuación a la nuestra, entendemos sólo tributar un justo homenaje a la Biblioteca antigua, única de su género entre nosotros y aceptarla provisionalmente como introducción o primera parte de la actual, puesto que nos proponemos no repetir ninguno de los autores incluídos en aquélla, a no ser que el texto publicado allí sea de tal manera deficiente o incorrecto que resulte hoy inútil o pueda inducir a error, como sucede con algunos poetas de la Edad Media y con otros de los siglos XVI y XVII.

Tampoco nos proponemos imitar, generalmente hablando, el plan de la Biblioteca primitiva, ni menos su manera habitual de reproducir los textos antiguos. No en balde ha corrido más de media siglo desde que el benemérito grupo de eruditos que se asoció a Rivadeneyra (y de los cuales ya no existe ninguno) comenzó su labor, desigual sin duda, aunque contiene partes admirables. Las condiciones de la crítica y de la filología eran entonces muy diversas de las de ahora; los estudios de literatura comparada se han desarrollado portentosamente en este largo período, y aunque con lentitud han logrado penetrar en España; se ha acrecentado el rigor de las exigencias del método y aún el editor más negligente no puede menos de sentir hoy escrúpulos que antes no preocupaban al varón más docto. No es culpa de los que vivieron antes el no haber hecho más de lo que en su tiempo podía hacerse, pero sería culpa y grave en los tiempos actuales insistir en métodos imperfectos o anticuados.

Justo y digno es rendir homenaje a nuestros predecesores, y toda alma bien nacida debe sentir gozo en ello. Entre los prólogos de la Biblioteca de Autores Españoles se encuentran notables capítulos de historia literaria y hasta algún período de ella magistralmente tratado. Nada sustancial hay que añadir, por ejemplo, a la bella introducción que don Leopoldo A. de Cueto puso a los poetas líricos del siglo XVIII y en la cual se contienen, además, preciosas indicaciones sobre el movimiento general de las ideas en aquella centuria. El Romancero de Durán, tesoro de la tradición épica; la magistral, aunque no terminada, edición de Quevedo, por don Aureliano Fernández-Guerra; la de Santa Teresa, por don Vicente de la Fuente; el elocuente estudio de González Pedroso sobre los Autos Sacramentales; algunos de los tomos de Hartzenbusch, relativos al teatro; la introducción de Gayangos a los Libros de [p. 272] Caballerías, y hasta los ensayos algo prematuros de Aribau y Navarrete sobre los novelistas anteriores y posteriores a Cervantes, son trabajos que honran la memoria de sus autores, y tampoco son los únicos que en la colección deben recomendarse. No todos los eruditos empleados en ella mostraron el mismo celo y conciencia; pero, en conjunto, la empresa fué altamente meritoria y obtuvo, con justicia, el auxilio de la patria, que para ella solicitó en, el Parlamento la elocuente voz de don Cándido Nocedal. Mucho falta en la Biblioteca y algo sobra; pero si tal publicación no existiese, sería para la mayor parte de las gentes, tierra incógina la antigua literatura castellana, que, merced a ella, dejó de ser patrimonio exclusivo de los bibliófilos y entró en la circulación general.

No hemos de disimular, sin embargo, que la mayor parte de los textos de la colección Rivadeneyra no son de los que pueden infundir mucha confianza a un filólogo. Prescinciendo de que todos, aún los de la Edad Media, están sometidos a la ortografía moderna aun en los casos en que implica diferencia fonética, son muchos los que no han sido establecidos sobre los manuscritos o las ediciones más antiguas, sino sobre otras muy modernas y de dudosa autoridad, y no son pocos, por desgracia, los que han sido arbitrariamente retocados, corregidos y a veces modernizados por los colectores. De todo ello podría presentarse numerosos ejemplos, pero no queremos inquietar las cenizas de nadie con reparos que tienen fácil disculpa en los hábitos literarios de una generación ya fenecida y por todas razones dignas de respeto. Los que tal hacían eran hombres doctos, que pensaban obrar bien y que a veces acertaban en sus enmiendas, aunque hubieran hecho mejor en darlas como meras conjeturas.

De tales escollos hemos procurado huir en esta nueva colección pero sin desatender su carácter popular y sin poner trabas a la justa independencia de cada colector, único responsable de su trabajo, personal dentro de las condiciones generales de esta empresa literaria. Todos los textos anteriores a la época clásica serán reproducidos con su peculiar ortografía y acompañados de variantes y de notas críticas, que son indispensables para su inteligencia. En lo relativo a las obras de los siglos XVI y XVII, queda a la discreción de los colectores el emplear la ortografía moderna o la antigua, excepto en los casos de diferencia fonética, en que la [p. 273] antigua escritura debe ser respetada siempre. Sistema ecléctico es éste y que no puede satisfacer a todos, pero alguna concesión tenemos que hacer al gusto general y no restringir demasiado el círculo, todavía poco amplio, de lectores de este género de libros. La mayor o menor importancia de los textos, su especial carácter y otras circunstancias que sería largo enumerar, podrán justificar en su caso la adopción de uno u otro sistema ortográfico. Los libros del siglo XVIII y del XIX, se imprimirán con arreglo a la ortografía académica vigente, puesto que sus reformas, desde el reinado de Felipe V hasta nuestros días, han sido secundarias y poca enseñanza puede sacarse de ellas para la historia de la lengua.

Suspendida la Biblioteca de Autores Españoles poco después de la muerte de su fundador y propietario, quedaron en ella grandes vacíos, que a toda costa procuraremos llenar. La Edad Media apenas ocupa lugar en aquel interrumpido monumento de nuestras letras. Un tomo de poetas y otro de prosistas anteriores al siglo XV, y algún texto aislado, como el de La Gran Conquista de Ultramar, son muy poca cosa para tan vasta porción de nuestros anales literarios. Con decir que faltan todas las obras legales, históricas y científicas del Rey Sabio, toda la serie de crónicas generales y todas las particulares que no son de reyes, todos los poetas y casi todos los prosistas del siglo XV sin más excepción acaso que la Visión Delectable del Bachiller Alonso de la Torre, que está como perdida en un tomo de Curiosidades Bibliográficas, se comprende que la antigua Biblioteca era casi nula bajo este respecto y que es necesario reforzarla en esta sección más que en ninguna otra, si ha de satisfacer las justas exigencias de los que quieren estudiar en sus fuentes, inéditas o poco accesibles, el proceso oscuro y complejo de los orígenes de nuestra poesía y de nuestra prosa.

Por lo que toca a la era clásica, es decir, a los siglos XVI y XVII, el género más favorecido por los colectores de Rivadeneyra fué, sin disputa, el teatro. Cerca de quinientas comedias distribuídas en dieciséis volúmenes, a los cuales ha de añadirse uno de autos sacramentales, dan idea bastante aproximada de la fertilidad prodigiosa de nuestra antigua escena, desde Lope de Vega hasta los últimos discípulos de Calderón. Pero faltan por completo los dramaturgos anteriores a Lope, que hoy se buscan y reimprimen con [p. 274] tanta curiosidad y ahinco. De los príncipes de nuestro teatro sólo se reproduce íntegro el repertorio de Alarcón y el de Calderón (las comedias, no los autos); se echan de menos dos terceras partes del teatro de Tirso, y resulta muy caprichosa y de todas suertes mezquina la selección de los dramáticos llamados de segundo orden, algunos de los cuales, como Guillén de Castro, Mira de Améscua y Luis Vélez de Guevara, merecían ocupar sendos tomos con tanta razón como Mojas y Moreto. Falta, por último y no es omisión leve, el riquísimo caudal de entremeses, bailes, loas, jácaras, mojigangas y todo género de piezas cortas, sin las cuales queda en la sombra uno de los aspectos más importantes de nuestro teatro popular.

Mucho peor fué la suerte de la poesía lírica de nuestra Edad de Oro, reducida a dos tomos raquíticos, que es preciso no sólo continuar, sino rehacer del todo. La sección novelesca está mejor tratada, pero hay que ampliarla mucho, porque este género es, juntamente con el teatro, lo más rico, original y característico de nuestro arte nacional, a la vez que el archivo histórico de nuestras costumbres.

Si de la amena literatura pasamos a aquellas altísimas regiones en que la lengua castellana se explayó con mayor hermosura y soberana elocuencia, para hablar de los insondables arcanos, de la eternidad y de las efusiones del alma hecha brasa viva por el amor de Dios, ¿cómo no deplorar que sea tan exigua la parte concedida a los ascéticos y místicos en este panteón de nuestra gloria literaria? Claro, que no faltan los mayores, los que de ningún modo podían faltar, pero ¿qué hombre de gusto no echará de menos, según su especial predilección, a Fr. Juan de los Ángeles o a Fr. Diego de Estella, a Fr. Jerónimo Gracián o a Fr. Miguel de la Fuente, al Beato Alonso de Orozco, a Fonseca o a Márquez, a Luis de la Puente, a Rodríguez o a Nieremberg y a tantos otros maestros de la vida espiritual y de la cristiana filosofía; no ciertamente integros, porque el género es muy ocasionado a repeticiones y casi todos fueron fecundos con exceso, sino en algunos de sus tratados principales, que hoy mismo, por la energía afectiva, por la agudeza psicológica y por el encanto de la dicción, cándida, inmaculada, sabrosa, pueden ser de apacible lectura para el más incrédulo?

[p. 275] Más reparable todavía es la omisión de géneros enteros. Los prosistas didácticos que tanto importan en toda literatura y son los que determinan el punto de madurez de la lengua mediante su aplicación a todo género de materias, inútilmente se buscarían en la Biblioteca que pretendemos continuar. Ya adivinamos lo que a esto ha de responderse. Lo mejor y más selecto del pensamiento español está en latín. El Latín era la lengua oficial de la teología, de la Filosofía, de la Jurisprudencia, en sus manifestaciones más altas. En Latín escribían no sólo los teólogos y filósofos escolásticos, sino los filósofos y pensadores independientes, Vives, y Fox Morcillo, Sepúlveda, Gómez Pereyra y Francisco Sánchez. Pero en esto como en todo, hubo excepciones y así como al lado de la Teología de las escuelas, nunca más floreciente que en el período que va desde Vitoria hasta Suárez, creció pujante y viviendo de su savia la Teologia popular de los ascéticos y de los místicos, así también en el campo de los innovadores filosóficos hubo algunos, no muchos, que emplearon la lengua vulgar como instrumento. En otras ramas de la ciencia, todavia era más frecuente el uso del romance y puede decirse que los médicos y naturalistas se adelantaron a todos en este punto. Documentos de lengua castellana en su mejor período son los libros de nuestros primeros anatómicos, Valverde, Bernardino Montaña y Luis Lobera de Ávila. En un libro castellano y con la modesta apariencia de un comentario a Dioscórides, consignó el Dr. Laguna, con tanta amenidad como erudición, la ciencia botánica de su tiempo. La preciosa Historia Natural de las Indias, del P. Acosta, ¿quién duda que pertenece a la literatura tanto como a las ciencias físicas? ¿Cómo se ha de omitir entre los textos de lengua la Agricultura de Gabriel Alonso de Herrera, que es uno de los más clásicos y venerables? ¿No tuvo, por ventura, notables condiciones de escritor, aún en las materias más áridas, el bachiller Juan Perez de Moya, ingenioso vulgarizador de los conocimientos matemáticos? En general, todos los libros que tenían algún fin de utilidad inmediata se componían en la lengua de la muchedumbre. No era aún la lengua de la ciencia pura, pero era la lengua de las aplicaciones científicas. Tenían que usarla forzosamente los tratadistas de cosmografía y náutica, como Martin Cortés y Pedro de Medina; los metalurgistas, como Bernal Pérez de Vargas y Álvaro Alonso Barba; [p. 276] los plateros y quilatadores como Juan de Arphe; los arquitectos como Diego de Sagredo, y en general, todos los tratadistas de artes y oficios. Gran parte de las riquezas de nuestra lengua está contenida en esos libros, que nadie lee. Muchos de ellos nada importan para la literatura; pero hay otros, como los escritores de arte militar y los políticos y economistas, en los cuales abundan páginas que, ya por la viveza de la expresión, ya por la gracia candorosa, ya por el nervio de la sentencia, ya por el vigor descriptivo, pueden ponerse al lado de lo más selecto de la prosa literaria de su tiempo, con el singular atractivo de estar por lo común exentos de todo género de afectación retórica. El número de estos libros es tan grande, que impone hacer de ellos una selección inteligente y por grupos, y no sería de poca honra para nuestra lengua la crestomatía que de ellos se formase.

Bien comprendemos que en una colección literaria deben ocupar el mayor espacio las obras de arte puro, las creaciones poéticas en el más amplio sentido del vocablo: pero la omisión total de las restantes manifestaciones puede hacer caer a muchos en el vulgar error de suponer que nuestra literatura de los dos grandes siglos se reduce a novelas, dramas, versos líricos y libros de devoción, siendo así que no hubo materia alguna que en castellano no fuese tratada y enseñada; con más o menos acierto en cuanto a la doctrina, pero muchas veces con gallardía y desembarazo, con un vocabulario netamente castizo, que por desgracia hemos olvidado o sustituído con la jerga franca de las traducciones al uso. Es cierto que este daño no puede atajarse en un día, dada nuestra secular postración y creciente abatimiento; pero algo podría remediarse si nuestros hombres de ciencia, cuya educación hoy por hoy no puede menos de ser extranjera, interpolasen sus arduas labores con el recreo y curiosidad de la lectura de nuestros libros viejos (como ya comienzan a hacerlo algunos), pues suponiendo que nada tuviesen que aprender en cuanto al fondo, aprenderían por lo menos los nombres castellanos de muchas cosas y quizá se animasen a imitar aquella manera llana, viva y familiar de nuestros antiguos prosistas, que hace agradables, aun para el profano, libros que por su contenido no lo serían en modo alguno. Y esto se aplica no sólo a los libros graves de ciencia o arte, sino a los de apariencias más frívolas, a los de juegos, [p. 277] ejercicios y deportes caballerescos y populares, como la equitación., la esgrima, la caza y hasta el baile. En todos estos géneros tiene la lengua castellana preciosidades y un historiador de la literatura no debe olvidarlos completamente, aunque sólo sea por la luz que dan a la historia de las costumbres, y, por consiguiente, a la recta interpretación de los documentos literarios.

Es claro que entre los prosistas técnicos, los que tienen relación más inmediata con la literatura, y en cierto modo hay que considerar inseparables de ella, son los gramáticos y los preceptistas literarios, puesto que la historia de la lengua y la historia de las ideas artísticas llegan a confundirse con la historia de la palabra hablada o escrita. Nebrija y Juan de Valdés, Bernardo de Aldrete, primer investigador de los orígenes de nuestro idioma; el Pinciano, Cascales y González de Salas, hábiles expositores de las poéticas de Aristóteles y Horacio; el licenciado Juan de Robles, autor de los amenos y sustanciosos diálogos que llevan por título El Culto Sevillano; Fr. Jerónimo de San José y los demás tratadistas del arte de la historia, pueden y deben ser incluídos entre los maestros teóricos y muchas veces prácticos, de nuestra lengua.

La historiografía española, que desde sus orígenes en el siglo XIII constituye una de las ramas más opulentas del árbol de nuestra literatura, está muy pobremente representada en la Biblioteca de Autores Españoles, donde no figuran más que la obra clásica del P. Mariana, algunos historiadores de sucesos particulares y los primitivos de Indias, faltando alguno de los más importantes, como Fr. Bartolomé de las Casas. Quedan, pues, fuera de la colección, los analistas generales, los de reinos, provincias, ciudades y pueblos, los historiadores eclesiásticos y de Órdenes monásticas (entre los cuales hay alguno de tan admirable estilo como Fr. José de Sigüenza), los autores de relaciones, avisos, memorias y autobiografías, la mayor parte de los grandes narradores militares de las campañas de Italia, Flandes, Alemania, y África; los geógrafos y viajeros y otros grupos no menos interesantes, puesto que por grupos y no por autores hay que contar aquí las omisiones.

Haylas también en la literatura del siglo XVIII, aunque relativamente sale mejor librada, pues además del Corpus de los poetas líricos, tienen colecciones más o menos completas, los principales [p. 278] escritores de aquella centuria: Feijóo, Isla, Jove-Llanos, los dos Moratines, Quintana. Falta coleccionar el teatro, en que, al lado de los fríos ensayos de la imitación galoclásica, ocuparán puesto de honor los regocijados sainetes del madrileño don Ramón de la Cruz y del gaditano don Juan del Castillo, única expansión de la musa popular entonces. Falta un tomo de novelistas, que será, sin duda, más curioso que ameno, pero que no deja de interesar por la misma rareza y discontinuidad en las tentativas, desde las imitaciones quevedescas de don Diego de Torres hasta las novelas pedagógicas de Montengón, imitador de Rousseau y de Marmontel. Falta, aunque no del todo, lo que más caracteriza la literatura de aquel siglo, cuya inferioridad artística nadie niega. En aquel círculo de estimables medianías y de buenos estudios se cultivó con ahinco la prosa didáctica y polémica y aparecieron una porción de obras muy útiles que suponen un gran movimiento de ideas, un celo del bien público, una actividad en la cultura general, que hoy mismo nos puede servir de estímulo y aun avergonzarnos en la comparación. Así lo prueban los trabajos de investigación histórica, que nunca han rayado en España más alto; la crítica arqueológica y artística, que entonces nació; la controversia filosófica, tan viva y a veces tan interesante, entre los sensualistas y los escolásticos, entre los partidarios de la Enciclopedia y los conservadores de la tradición; las expediciones de naturalistas y geodestas; la propaganda de las ideas económicas, en que tuvo Campomanes la mayor parte. Todo este movimiento científico tiene que reflejarse en nuestra Biblioteca del modo y forma que hemos indicado para las épocas anteriores.

La Biblioteca de Rivadeneyra apenas traspasa los confines del siglo XVIII. Los autores más modernos que comprende, Quintana, Gallego, Lista, Toreno, son hombres nacidos y educados en él, aunque su actividad se desenvolviese en gran parte dentro del XIX. Este límite, impuesto por razones de prudencia al primitivo editor, no debe subsistir después que el siglo XIX ha terminado y pertenecen ya a la historia la mayor parte de sus representantes. La conveniencia de incorporar a nuestra galería nacional lo más selecto del tesoro literario del siglo XIX (con exclusión, por supuesto, de los autores vivos), es tanto mayor cuanto que nunca después del Siglo de Oro se ha mostrado la literatura española con tanta [p. 279] pujanza y brío como en el período romántico y en sus inmediatas derivaciones. Fué aquél como un despertar del genio nacional, que conviene recoger en la historia, ya que han descendido a la tumba todos sus representantes.

En vista de todo lo expuesto, nadie nos tachará de hiperbólicos si afirmamos que es muy posible publicar otros 71 volúmenes análogos a los de Rivadeneyra, y que no les cedan en interés y variedad de materias . Y aun no se limitan a esto nuestros propósitos, acaso temerarios. Como nuestra Biblioteca se titula de Autores Españoles, no sólo comprenderá autores castellanos (incluyendo entre ellos, por de contado, a los nacidos en las repúblicas hispano-americanas y a los numerosos portugueses que escribieron en nuestra lengua tanto o más que en la suya), sino que, cumpliendo la voluntad expresa y varias veces declarada de los dos ilustres fundadores, don Buenaventura Carlos Aribau y don Manuel Rivadeneyra, figuran al cabo en esta obra nacional varios tomos de poetas y prosistas catalanes de los siglos medios: crónicas tan admirables como las de Don Jaime I, Desclot, Muntaner y la atribuída por tanto tiempo a Don Pedro IV; obras enciclopédicas y doctrinales de Ramón Lull y de Eximenis; novelas como Tirant lo Blanch; poetas como Ausias March, Jaime Roig y Corella. Estas publicaciones serán bilingües, para que puedan ser manejadas por todos los españoles, estampándose el texto y la traducción, a dos columnas.

Finalmente y para justificar más y más nuestro título, publicaremos, de vez en cuando, traducciones fieles y esmeradas de las obras latinas más notables escritas por los españoles de la Edad Media y del siglo XVI, fijándonos especialmente en los textos relativos a nuestra historia y en las obras filosóficas, pedagógicas y críticas de nuestros pensadores y humanistas del Renacimiento, tan poco estudiadas todavía y tan dignos de serlo. Esperamos también obtener el auxilio de los orientalistas más competentes para que pueda enriquecerse nuestro catálogo con algunos tomos de historiadores y geógrafos, de filósofos y naturalistas, de poetas y novelistas árabes y judíos, que nacieron en España o escribieron sobre cosas españolas.

Tal es nuestro ambicioso proyecto, tan fácil de trazar sobre el papel como difícil de llevar a la práctica si el público no secunda [p. 280] esta ardua empresa, a la cual nos arrojamos sin presunción ni temor, por considerarla patriótica, civilizadora y sana. A nadie pretendemos hacer la competencia: reconocemos de buen grado el mérito de todas las colecciones existentes; deseamos larga y próspera vida a todas las que de nuevo se intenten. ¡Ojalá fuesen muchas, ojalá no quedase ningún texto importante en la literatura española que no estuviese ya impreso, críticamente ilustrado y divulgado por todas partes!

Satisfechos quedaremos con haber aportado unas cuantas piedras para el edificio que la erudición, del porvenir levantará en honra de la literatura española, la más nacional de las modernas.

Notas

[p. 269]. [1] . Nota del Colector. Aunque salió sin firma consta indudablemente que el presente Prospecto fué redactado por Menéndez Pelayo para anunciar la N. B. de A. E. que se inauguró con sus Orígenes de la Novela.