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Obras completas de Menéndez... > ORÍGENES DE LA NOVELA > I : INFLUENCIA ORIENTAL -... > IV.—BREVES INDICACIONES SOBRE LOS LIBROS DE CABALLERÍAS.— SU APARICIÓN EN ESPAÑA.—CICLO CAROLINGIO («TURPÍN», «MAYANETE», «BERTA», «REINA DE SEVILLA», «FIERABRÁS», ETC.).—INFLUENCIA DE LOS POEMAS ITALIANOS («REINALDOS DE MOLTABÁN», «ESPEJO DE CABALLERÍAS»

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Nadie espere encontrar en el presente bosquejo de nuestra primitiva novela un tratado completo y formal sobre los libros de caballerías. Esta materia vastísima y sobremanera compleja debe ser estudiada aparte y con toda la extensión que su importancia requiere. La investigación comenzada por Gayangos en 1857 va a ser continuada en dos o tres volúmenes de la presente Biblioteca por un joven erudito, de grande ingenio y saber, a quien sus primeros trabajos han dada ya muy honorífico puesto entre los cultivadores de nuestra historia literaria. De buena voluntad hubiese dejado yo enteramente intacta la materia caballeresca para que dignamente la ilustrara el señor don Adolfo Bonilla y San Martín, si no me detuviese la consideración de que, omitiendo por completo esta enorme masa de libros, quedaría incompleta la historia de la novela en uno de sus puntos capitales, y nos [p. 200] faltaría la clave para explicar sus transformaciones posteriores. Pero como no gusto de meter la hoz en mies ajena, y menos cuando ha de ser tan bien espigada, procederé aquí muy rápidamente, trazando sólo las líneas generales del cuadro, sin entrar en una exposición detallada ni en un examen crítico, que aquí serían de todo punto imposibles. Lo que procuraré establecer con claridad es la clasificación y deslinde de los diversos ciclos y grupos de novelas, la época precisa de su aparición en España y la cronología de su desenvolvimiento.

Los libros de caballerías, a pesar de su extraordinaria abundancia, que excede con mucho a todas las demás novelas juntas de la Edad Media y del siglo XVI, no son producto espontáneo de nuestro arte nacional. Son una planta exótica que arraigó muy tarde y debió a pasajeras circunstancias su aparente y pomposa lozanía. Muchos de ellos son traducciones, otros imitaciones muy directas; pero es cierto que en el Amadis, en el Tirante, en los dos Palmerines, el género se nacionalizó mucho, hasta el punto de parecer nuevo a las mismas gentes que nos le habían comunicado y de imponerse a la moda cortesana en toda Europa durante una centuria. Una reacción del genio hispano, encarnándose en su hijo más preclaro, mató y enterró para siempre tan enorme balumba de fábulas; la misma facilidad con que desaparecieron y el profundo olvido que cayó sobre ellas indican que no eran verdaderamente populares, que no habían penetrado en la conciencia del vulgo aunque por algún tiempo hubiesen deslumbrado su imaginación con brillantes fantasmagorías. Había, con todo, en algunos de esos libros una parte de invención española, de originalidad y creación, aunque fuese subalterna. El autor del Amadís, sobre todo, digno de ser cuidadosamente separado de la turba de sus latélites, hizo algo más que un libro de caballerías a imitación de los poemas del ciclo bretón: escribió la primera novela idealista moderna, la epopeya de la fidelidad amorosa, el código del honor y de la cortesía, que disciplinó a muchas generaciones. Fué, sin duda, un hombre de genio, que combinando y depurando elementos ya conocidos y todos de procedencia céltica y francesa, creó un nuevo tipo de novela más universal que española, que en poco o en nada recuerda el origen peninsular de su autor, pero que por lo mismo alcanza mayor transcendencia en la literatura del mundo, [p. 201] a la par que es gloria de nuestra raza el haberle impuesto a la admiración de las gentes con una brillantez y una pujanza que ningún héroe novelesco logró antes de Don Quijote.

No hay para qué entrar en inútiles disquisiciones sobre el origen de la literatura caballeresca. No precede de Oriente ni del mundo clásico, por más que puedan señalarse elementos comunes y hasta creaciones similares. Nació de las entrañas de la Edad Media, y no fué más que una prolongación o degeneración de la poesía épica, que tuvo su foco principal en la Francia del Norte, y de ella irradió no sólo al Centro y al Mediodía de Europa, sino a sus confines septentrionales: a Alemania, a Inglaterra y a Escandinavia, lo mismo que a España y a Italia. Pero esta poesía, aunque francesa por la lengua (muy lejana por otra parte del francés clásico y moderno), era germánica unas veces y otras céltica por sus orígenes, y más que la poesía particular de una nación cuya unidad no estaba hecha, fué la poesía general del Occidente cristiano durante los siglos XII y XIII. Independientes de ella, pero recibiendo su influjo, florecieron otras epopeyas como la de Alemania y de Castilla; se vigorizaron en todas partes las tradiciones heroicas; se despertó el genio poético de algunas razas que parecían próximas a desaparecer de la historia; germinaron en confuso tropel los símbolos de olvidadas mitologías, convertidos en personajes y acciones humanas; la fecunda dispersión del mundo feudal se tradujo en el enmarañado cruzamiento de ciclos y subciclos, y en medio de tal anarquía, un ideal común de vida guerrera brilló en medio de las tinieblas de la Edad Media. Esta gran poesía narrativa tuvo por primer instrumento la forma métrica, asonantada al principio y rimada después; pero en los tiempos de su decadencia, desde la segunda mitad del siglo XIII, y mucho más en el XIV y en el XV, cuando el instinto creador había huído de los juglares, cuando la amplificación verbosa y la mala retórica habían suplantado a la poesía, cuando las narraciones no se componían ya para ser cantadas sino para ser leídas, cuando se había agrandado en demasía el público sin mejorarse la calidad de él, y a la vez que la aristocracia militar, avezada ya a los refinamientos cortesanos y a los artificios del lirismo trovadoresco y de las escuelas alegóricas, volvía desdeñosamente la espalda a las gestas nacionales, comenzaba la burguesía a apoderarse de los [p. 202] antiguos relatos, imprimiéndoles un sello vulgar y pedestre; la Musa de la Epopeya se vió forzada a descender de su trono, calzó el humilde zueco de la prosa, y entonces nacieron los libros de caballerías propiamente dichos. No hay ninguno entre los más antiguos, ni del ciclo carolingio, ni del ciclo bretón, ni de los secundarios, ni de las novelas aisladas, ni de las que toman asuntos de la antigüedad o desarrollan temas orientales y bizantinos, que no sea transformación de algún poema existente o perdido, pero cuya existencia consta de una manera irrecusable.

De esta ley se eximió la epopeya castellana, que por su carácter hondamente histórico no engendró verdaderas novelas (a excepción de la Crónica del Rey Don Rodrigo, que examinaremos más adelante), sino que se disolvió en cantos breves o se perpetuó en la forma histórica directa, penetrando en la prosa de las Crónicas y siendo tenida en concepto de historia real aun por los analistas más severos: tal era de verídico y sencillo su contexto, tal su penuria de elementos maravillosos y tan llana y sincera la representación de la vida. Los romances, por una parte, y por otra las grandes compilaciones históricas, a partir de la de Alfonso el Sabio, recogieron el tesoro de los Cantares de Gesta, muy pocos de los cuales poseemos en su forma primitiva, y le salvaron en cuanto a la integridad y a la sustancia. Fué una transformación análoga, pero no igual, a la que experimentaron los poemas franceses. Hubo con el tiempo breves crónicas para uso del pueblo, verdaderos libros de cordel sobre Bernardo, Fernán González, los Infantes de Lara y el Cid, que todavía corren en manos de nuestro vulgo; pero no añaden circunstancias novelescas al relato, son meros extractos torpemente sacados de la crónicas más amplias. Bajo este aspecto, la crónica popular del Cid no representa un libro distinto de la impresa por Belorado. Sólo en Portugal, y muy tardíamente (¡en el siglo XVI!), se prologó con cierto desarrollo novelesco la leyenda de Bernardo, por capricho particular de un escritor. [1]

[p. 203] Después de los temas nacionales, ningunos más divulgados en la vieja literatura española que los del ciclo carolingio, como lo atestiguan los numerosos romances, algunos bellísimos, que nos cuentan las andanzas de sus principales héroes, muy españolizados a veces y tratados con tanto amor como si fuesen compatriotas. Estos romances en su forma actual, no son anteriores al siglo XV, pero el grado de elaboración que en ellos alcanza la materia épica, la gran distancia a que se encuentran de sus originales ultrapirenaicos, hasta el punto de ser difícil reconocerlos, hace evidente que descansan en una poesía anterior, en verdaderos Cantares de Gesta, compuestos libremente en España sobre temas traidos por los juglares franceses o provenzales.

Había entre nosotros particulares motivos para que fuese en algún tiempo grata la canción épica de los franceses. Su sentido era religioso y patriótico. Hablaba de empresas contra infieles, y el más antiguo y más bello de sus poemas tenía por teatro la misma España, aunque muy vaga e imperfectamente conocida. En el centro de esta floresta épica de tan enmarañada vegetación descollaba, como majestuosa encina entre árboles menores, la figura del grande Emperador, que por varios conceptos había sonado en nuestra historia y cuyo nombre aparece enlazado desde muy antiguo con la leyenda compostelana. Las nuevas de Roncesvalles y de las empresas de Carlomagno llegaron a nuestra Península por dos caminos, uno popular, otro erudito, pero derivados entrambos de la poesía épica de allende el Pirineo, cuyas narraciones eran ya muy conocidas en España a mediados del siglo XIII. La Chanson de Rolland, o alguna de sus variedades, fué de seguro entonada mucho antes por juglares franceses y por devotos romeros, que precisamente entraban por Roncesvalles para tomar el camino de Santiago, cuya peregrinación era el lazo principal entre la España de la Reconquista y los pueblos del centro de Europa, que así empezaron a comunicarnos sus ideas y sus artes. Aquel gran río que periódicamente se desbordaba sobre la España del Norte, tenía en Galicia su natural desembocadura, y en Galicia [p. 204] hemos de buscar los primeros indicios de la tradición épica francesa, algo españolizada ya. Precisamente en Santiago, y entre los familiares de la curia afrancesada de los Dalmacios y Gelmírez, se forjó, según la opinión más corriente, la Crónica de Turpín, que es uno de los libros apócrifos más famosos del mundo, y sin género de duda el primer libro de caballerías en prosa, aunque no vulgar, sino latina y de clerecía.

Los dos sabios críticos que de un modo más cabal y satisfactorio han tratado de este libro [1] convienen, aunque en otras cosas estén discordes, en distinguir en él dos partes de muy diverso contenido y carácter, ninguna de las cuales, por supuesto, puede ni remotamente ser atribuída al Arzobispo de Reims, Turpín, muerto hacia el año 800, sino a dos falsarios muy posteriores. Los cinco o seis primeros capítulos poco o nada tienen que ver con las narraciones épicas; es cierto que hablan del sitio de Pamplona, cuyos moros se derrumban ante Carlomagno, como los de Jericó al son de las trompetas de Josué; pero el Emperador, más bien que como guerrero, aparece con el carácter de pío y devoto patrono de la iglesia de Santiago, cuyo camino abre y desembaraza de paganos, movido a tal empresa por la visión de la Vía Láctea tendida desde el mar de Frisia hasta Galicia y por sucesivas apariciones del mismo Apóstol. El autor insiste mucho en las iglesias que Carlos fundó y dotó, en los infieles que hizo bautizar, en los ídolos que derribó, dando sobre el de Cádiz noticias que concuerdan, como ha advertido Dozy, con las de los escritores árabes. Fundándose en los conocimientos geográficos, bastante extensos, aunque no muy precisos, que el autor demuestra de la Península, creyó Gastón París que estos capítulos podían ser de un monje compostelano del siglo XI; pero Dozy, no solamente los juzga posteriores en más de ochenta años a tal fecha, fundándose en varias circunstancias históricas, y entre ellas en la frecuente mención de los almoravides con el nombre de moabitas, sino que tiene por imposible que el autor fuese español, en vista del desprecio que manifiesta por todas las cosas del país y los vituperios que dice de los [p. 205] naturales, hasta contar, entre otras fábulas no menos absurdas, que casi todos los gallegos habían renegado, y que tuvo que rebautizarlos el Arzobispo Turpín, a excepción de los contumaces, que fueron decapitados o reducidos a esclavitud. Si con esta denigración se compara el entusiasmo ciego del autor por la gente francesa, « optimam scilicet, et bene indutam et facie elegantem», resulta más y más confirmado el parecer de Dozy; es a saber: que los primeros capítulos del Turpín fueron compuestos por un monje o clérigo francés residente en Compostela, el cual formaba de la rudeza española el mismo petulante juicio que los tres canónigos biógrafos de Gelmírez, por ejemplo.

Desde el capítulo VI en adelante, la Crónica de Turpín cambia de aspecto. No faltan en ella reminiscencias de los libros históricos de la Biblia, y hasta una controversia en forma teológica entre Roldán y el gigante Ferragut; no falta tampoco el obligado panegírico de la Iglesia de Compostela, para la cual el osado falsario reclama la primacía de las Españas, que le supone otorgada por Carlomagno en un concilio. Pero lo que predomina es el elemento épico, derivado de las gestas francesas, aunque transformado conforme al gusto de la literatura latino-eclesiástica. Reaparecen, pues, en el Pseudo-Turpín, y le debieron su crédito entre los letrados, la traición del rey Marsilio y de Ganelón; la sorpresa de los 20.000 hombres de la retaguardia «por haberse entregado al vino y a las mujeres»; el cuerno de Roldán; la roca herida por su espada Durenda; la muerte de Roldán y su apoteosis, celebrada por coros de ángeles que conducen al Paraíso su alma; el sangriento desquite de la derrota, con tres días de matanza, en que el sol permaneció inmóvil; el castigo de Ganelón... y en suma, casi toda la materia de la Chanson de Rollans o de otra más antigua que ella, y más antigua también que el Carmen de proditione Guenonis, compuesto en dísticos latinos sobre el mismo argumento. Recogió además el Turpín ciertas tradiciones locales relativas a las sepulturas de los héroes en varias ciudades del mediodía de Francia.

¿Quién fué este segundo e imprudente fabulador que llega a tomar el nombre de Turpín y poner en su boca la narración, lo cual nunca hace el primero? Gastón París atribuyó estos capítulos a un monje de Viena del Delfinado, pero Dozy manifiesta opinión [p. 206] muy contraria. Que este nuevo Turpín era también francés no tiene duda, como tampoco que le interesaban mucho las pretensiones de Compostela, donde probablemente escribía, y donde se ha conservado su libro, formando parte del célebre códice calixtino. Esta compilación, dividida en cinco libros (de los cuales el último era como el manual o guía del peregrino en Santiago), fué donada por Aimerico Picaud, del Poitou, a la Iglesia de Santiago por los años de 1140 (fecha que no puede ser muy posterior a la de su primitiva redacción, en que acaso intervino el mismo Aimerico), y copiada luego en todo o en parte por los peregrinos, es la que mayormente extendió por Europa el conocimiento del Pseudo Turpín, a la vez que entre los clerigos españoles autorizó el principal tema de la epopeya carolingia. Las más antiguas obras históricas francesas son traducciones del Turpín; hay nada menos que cinco, hechas a fines del siglo XII y principios del XIII. [1]

En España, aunque el Turpín fuese muy leído, especialmente por los gallegos, a quienes halagaba con el panegírico de la Iglesia de Santiago, y pasasen algunas de sus fábulas a la Crónica de don Lucas de Tuy, hubo de suscitar muy pronto impugnaciones y protestas fuera del círculo en que imperaban las ideas galicanas y cluniacenses. Las fabulosas conquistas de Carlomagno en España encontraron muchos incrédulos, y el sentimiento nacional herido, no sólo protestó por boca del monje de Silos y del Arzobispo don Rodrigo, sino que, invadiendo los campos de la épica nacional, que estaba entonces en su período de mayor actividad y pujanza, españolizó la leyenda en términos tales, que más que imitación o continuación fué protesta viva contra todo invasor extraño. Un personaje enteramente fabuloso, pero en cuya fisonomía pueden encontrarse rasgos de otros personajes históricos, apareció primero como sobrino de Carlomagno y asociado a sus triunfos; después como sobrino del Rey Casto y como único vencedor de Roncesvalles. La creación de Bernardo del Carpio se levanta en algún modo sobre el carácter local de la epopeya castellana, y la engrandece en el sentido de la patria española, [p. 207] haciendo combatir mezclados, bajo la enseña de Bernardo, a castellanos, navarros y leoneses, a infieles y cristianos juntamente.

Pero la misma vehemencia de la reacción patriótica prueba lo muy vulgarizados que estaban los relatos poéticos franceses. El cantor del sitio de Almería, y cronista del Emperador Alfonso VII, los recordaba como cosa notoria a todos, para sacar de ellos comparaciones en honor de su héroe favorito, Alvar Fáñez:

       Tempore Roldani si tertius Alvarus esset,
       Post Oliverum, fateor sine crimine verum,
       Sub juga Francorum fuerat gens Agarenorum,
       Nec socii chari jacuissent morte perempti.

El Poema de Fernán González, compuesto en el siglo XIII, contiene una enumeración de personajes carolingios, tomada del Turpín (copla 350). Y la Crónica General o Estoria d'Espanna, mandada compilar por Alfonso el Sabio, encierra ya prosificado un tema de este ciclo, que había dada materia a un cantar de gesta. La leyenda de Maynete y Galiana, sea o no francesa de origen, se naturalizó muy pronto en España, y de las versiones extranjeras sólo una puede creerse anterior a la nuestra, que difiere de todas en muy singulares circunstancias. Extractaremos rápidamente lo que hace poco hemos escrito sobre este asunto.
En 1874, Mr. Boucherie descubrió seis fragmentos (en total unos 800 versos) de cierto poema francés del siglo XII en versos alejandrinos, intitulado Mainet, al cual Gastón París dedicó largo estudio en la Romania del año siguiente. Véase, en brevísimo resumen, el contenido de esta leyenda. El joven Carlomagno, perseguido por sus hermanos bastardos, «los hijos de la sierva», viene a pedir hospitalidad a Galafre, rey moro de Toledo; le presta en la guerra la ayuda de su poderoso brazo y de los caballeros franceses que le acompañan, venciendo y matando sucesivamente a varios reyes paganos, y entrando triunfante en la ciudad de Monfrín, que sus enemigos disputaban a Galafre. Éste le honra y agasaja mucho, y Carlos vive disimulado en su corte bajo el nombre de Maynete. La hija del Rey, que en el poema francés se llama Orionde Galienne, se enamora de él. Su padre consiente en la boda y en dar a Maynete una parte de sus estados, aunque son nada menos que treinta los príncipes que pretenden el honor de
 
[p. 208] llegar a ser yernos suyos. Entre ellos, el más ofendido es el terrible Bramante, que declara la guerra a Galafre para vengar su ofensa. El héroe se compromete a traer la cabeza de Bramante; se arma con su famosa espada Joyosa, y como era de suponer mata a su rival, se apodera de su espada Durandal y vuelve vencedor a Toledo. Pero Marsilio, hermano de Galiana, envidioso de la gloria del forastero, urde una trama contra él. Galiana se la descubre a su padre. Galafre toma al principio la defensa de Maynete, y amenaza a su hijo con desheredarle; pero habiendo llegado a persuadirle los traidores que Maynete conspiraba contra él, ayudado por un banda de sirios, a quienes había hecho bautizar, tiende asechanzas a la vida del príncipe franco, que hubiera perecido infaliblemente en la emboscada si Galiana, que era muy sabia en las artes mágicas y había leído en los astros la suerte que amenazaba al joven, no le hubiese salvado con un oportuno aviso. Huye Maynete de Toledo, se embarca para Roma con sus sirios, entra por el Tíber muy a tiempo para salvar al Papa de un ejército innumerable de sarracenos, a quienes derrota en campal batalla, y aquí termina la parte conservada del poema. [1]

Las lagunas que el texto ofrece pueden completarse con ayuda de una refundición de los primeros años del siglo XIV, el Carlomagno de Gerardo de Amiens, obra desprovista de todo valor poético y enormemente prolija, puesto que consta nada menos que de 23.320 versos, distribuídos en tres libros.

Esta rapsodia, insignificante y soporífera, no tuvo popularidad alguna, siendo independiente de ella todos los demás textos que fuera de Francia popularizaron la leyenda de Galiana. [2] Los principales son las Infancias de Carlomagno o el Karleto (manuscrito del siglo XIII en la Biblioteca de San Marcos, de Venecia), canción anónima en decasílabos épicos, compuesta por un juglar italiano, que acomoda un texto francés al oído e inteligencia de su [p. 209] público; [1] el libro VI de la gran compilación italiana, en prosa, I Reali di Francia, obra del florentino Andrea da Barbarino, que vivía a fines del siglo XIV o principios del XV; [2] el Karl Meinet, alemán, de Stricker (1230), reproducción de otro Meinet neerlandés que, según Bartsch, pertenece a la segunda mitad del siglo XII; un segundo Karl Meinet, alemán, de principios del siglo XIV, y otros que parece inútil citar, atestiguándose además la popularidad del tema por las alusiones que se hallan en varios cantares de gesta franceses, tales como el Renaus de Montauban y el Garin de Montglane, y en algún poema provenzal como el de la Cruzada contra los Albigenses.

Una narración poética como ésta, cuyo teatro era España, debió de ser de las primeras del ciclo de Carlomagno que en España tuviesen acogida, y es cierto que se difundió tan rápidamente como la de Roncesvalles. Ya a mediados del siglo XII tenía conocimiento de ella el autor de la segunda parte del falso Turpín. En el capítulo XII dice que el Emperador había aprendido la lengua sarracena cuando en su juventud estuvo en Toledo, y en el XX se excusa de referir menudamente los hechos de Carlomagno, contando entre ellos su destierro en la corte toledana de Galafre y su victoria contra el alto y soberbio Rey de los sarracenos Bramante. Falta, como se ve, el nombre de Galiana; pero ya le consigna el Arzobispo don Rodrigo, añadiendo que la infanta mora se convirtió a la fe de Cristo, y que Carlomagno edificó para ella palacios en Burdeos. Estos palacios son los que la leyenda transportó más adelante a Toledo, donde ya estaban localizados a fines del siglo XIII o principios del XIV. La forma poco precisa en que don Rodrigo se expresa en cuanto al origen de estas noticias (fertur... fama est) no nos permite afirmar resueltamente si tuvo a la vista algún cantar o se apoyó tan sólo en la tradición oral; pero más verosímil parece lo primero, puesto que el poema castellano debía de existir ya, y dentro del mismo siglo XIII le encontramos reducido a prosa en la Crónica General, pero conservando gran número de asonancias y aun versos enteros, que dejan fuera [p. 210] de duda cual era la lengua en que estaba escrito, porque lo indica la naturaleza de las terminaciones asonantadas; nunca en su texto francés la palabra equivalente a ciudad hubiera podido concertar con los nombres propios Durante y Morante.

Esta ingeniosa observación de Milá y Fontanals [1] es concluyente; pero ¿no se la podría llevar todavía más lejos, viendo en el Maynete de la General un poema más indígena de lo que se ha creído e independiente, a lo menos en parte, de las gestas francesas?

Ante todo hay que advertir que la leyenda, tal como la presenta el Rey Sabio, sólo en lo sustancial concuerda con las demás versiones, pero en los detalles varia tanto que no puede decirse emparentada con ninguna. No hablemos del poema franco-itálico de Venecia, en que Galafre es rey de Zaragoza y no de Toledo, variante que se repite en los Reali di Francia. Pero aun limitándonos a los fragmentos del primitivo poema francés, descubiertos por Boucherie, y al rifacimento de Gerardo de Amiens, es patente que faltan en el nuestro la rivalidad de los hermanos bastardos de Carlomagno (Heudri y Hainfroi); el envenenamiento, perpetrado por ellos, del rey Pipino y de la reina Berta; la descripción de la fiesta en que Carlos y sus amigos se disfrazan de locos, y en que el príncipe hiere a su falso hermano con un asador de cocina que le proporciona su fiel Mayugot; el viaje de Carlos y su confidente David a Burdeos y Pamplona; el sitio de la ciudad de Monfrín y las primeras hazañas de Carlos, que se presenta como un aventurero, montado en un mal caballo y armado con una estaca; los vencimientos y muertes sucesivas de los reyes Caimante, Cayter y Almacu; la oferta de soberanía que los ciudadanos de Monfrín hacen a Carlos y él rechaza; la conspiración del rey Marsilio; el bautizo de los 10.000 sirios catequizados por Solino, capellán de Maynete; la noche de orgía que pasan los franceses con sus amigos en el campo sarraceno, y en la cual sólo guarda continencia Maynete, que se abstiene de tocar a Galiana «porque todavía era pagana»; el viaje a Italia y la defensa del Papa. Estos personajes, lances y aventuras, muchos de ellos extravagantes y pueriles, se buscarían inútilmente en el relato, tan sobrio y [p. 211] racional, pero al mismo tiempo tan interesante y poético, de la Estoria d'Espanna, y, por el contrario, llenan los dos poemas franceses, encontrándose ya todos en los fragmentos conservados del primero, al cual se asigna la muy respetable antigüedad del siglo XII. En ventajosa compensación de todo este fárrago, tiene nuestra Crónica la bella, la delicada escena de amor entre Carlos y Galiana, que Gastón París, al encontrarla en otro poema francés muy posterior (Jourdain de Blaives), declara ser una de las más felices inspiraciones de la poesía de la Edad Media, inclinándose a creer que procede de un Maynete perdido. [1] ¿Y por qué no del nuestro?

¿Qué resta, por tanto, de común entre los dos poemas franceses y el cantar de gesta utilizado por la Crónica? Sólo el fondo del argumento, es decir, el refugio de Carlomagno en Toledo y su boda con Galiana. Y aun aquí hay profundas diferencias, puesto que la General nada dice de los hijos de la sierva, hermanos de Carlomagno, y el destierro de éste se atribuye a disensiones con su padre, a quien se supone vivo durante todo el curso de la leyenda. Por el contrario, ninguno de los poemas franceses menciona la estratagema de herrar los caballos al revés, ni la salida de Galiana por el caño, ni las demás circunstancias de la fuga de Maynete, que en uno y otro, parte de Toledo al frente de su ejército de sirios y sin la compañía de la princesa sarracena, la cual sólo mucho después va a reunirse con él en Francia.

Si es ley constante en la poesía épica que lo más natural, sencillo y humano preceda siempre a lo más artificioso y novelesco, tenemos derecho a afirmar que la canción española, disuelta en la prosa de la Crónica General, representa una forma primitiva de la leyenda, y que los fragmentos del poema francés, sean o no del siglo XII, corresponden a una elaboración épica posterior.

Admitir influjo de nuestra poesía épica en la francesa en tiempo tan remoto, y en que son tan raros los documentos y noticias de la primera, parecerá, sin duda, aventurado e inverosímil. Los dos casos análogos que pueden recordarse son harto posteriores: el Anseis de Cartago, que reproduce la leyenda de don Rodrigo y la Cava, es del siglo XIII, y el Hernaut de Belaunde, que imita uno [p. 212] de los principales episodios del Poema de Fernán González, es del XIV. Pero son tantos los elementos históricos que se vislumbran en la leyenda de Maynete, y tan localizada y arraigada quedó entre nosotros (como lo prueba hay mismo la tradición toledana), que cuesta trabajo admitir que nada de español hubiera en su origen, sobre todo, cuando se repara en los anacronismos de las canciones de gesta y en el imperfecto conocimiento que de las cosas del Centro y Mediodía de España tenían los mismos autores del Turpín, aunque escribiesen en Galicia, según la opinión más probable. La estancia de Carlomagno en Toledo es seguramente fabulosa, pero el rey Galafre pudo muy bien ser identificado, conforme a la discreta conjetura de Quadrado, [1] reproducida por Milá, [2] con el emir Yusuf el-Fihrí, que efectivamente dominaba en aquella ciudad y en gran parte de la España árabe en la fecha que se supone. Bramante es de seguro Abderrahmán I, cuya larga lucha con Yusuf duró desde el año 747 hasta el 758, si bien con resultado enteramente contrario al que la leyenda supone, puesto que Yusuf fué el vencido y Abderrahmán el vencedor. Pero tales transmutaciones son frecuentísimas en la poesía épica, y ésta no basta para invalidar (no obstante el parecer del doctísimo Rajna) [3] el extraño y curioso sincronismo de la leyenda, porque, efectivamente, Carlomagno tenía diez y seis años cuando terminó la lucha entre Yusuf y Abderrahmán. Algún trabajo cuesta suponer en juglares franceses tan puntual conocimiento de lo que pasaba entre los moros de España, de cuya historia interna se muestran tan ignorantes en todas las demás canciones.

Por otro lado, es grande la semejanza entre los casos fabulosos de Maynete y las tradiciones históricas concernientes a la estancia de Alfonso VI en la corte del rey Alimaymón de Toledo, sin que falten ni el buen acogimiento del moro, ni el proyecto de fuga, ni siquiera la estratagema de herrar los caballos al revés, sugerida a don Alonso por su consejero el conde Peransúrez, que corresponde exactamente al don Morante del poema; así como en [p. 213] Galiana (llamada en otra versión Halia) pudiera reconocerse a Zaida, la hija del Almotamid de Sevilla, cuya boda con Alfonso VI cuenta la Crónica General [1] con circunstancias novelescas análogas a las del enamoramiento de la princesa toledana.

Si no está aquí el germen de la leyenda del Maynete, confieso que pocas conjeturas se presentan con tanto grado de probabilidad como ésta, indicada ya por el conde de Puymaigre. [2] Zaida se declara a Alfonso VI, como Galiana a Maynete; se convierte a la fe cristiana lo mismo que ella, y se une al rey de Castilla como mujer velada y no como barragana, según frase textual de la Crónica. Y siendo Zaida personaje histórico e histórico su matrimonio con Alfonso VI, del cual tuvo al infante don Sancho, muerto en la batalla de Uclés, lo natural es creer que la historia haya precedido a la fábula.

No quiero disimular que contra esta solución se presentan dificultades muy graves, pero no insolubles. ¿Cómo admitir que en el breve período comprendido entre 1099, en que murió Zaida (según la cronología del P. Flórez), [3] y 1140, que es la fecha más moderna que hasta ahora se ha asignado a los últimos capítulos del Turpín, naciese, creciese y se desarrollase toda esta historia, y pasara los Pirineos, y se verificase la extraña metamorfosis de un monarca casi contemporáneo, como Alfonso VI, en el gran emperador de los francos? Aunque la fantasía épica iba muy de prisa en la Edad Media, parecen poco cuarenta años para tan complicada elaboración. Pero obsérvese que el Turpín no dice una palabra de Galiana; sólo menciona a Galafre y a Bramante. ¿Habría, por ventura, un cantar de gesta que tuviese por único tema el vencimiento y muerte de este rey pagano, y al cual se añadiese luego el episodio de amor, que ya se cantaba en Provenza en 1210, fecha del poema de la Cruzada contra los Albigenses:

       Ara aujatz batalhas mesclar d'aital sensblant
       C'anc non ausitz tan fera des lo temps de Rotland,
       
Ni del temps Karlemaine que venquet Aigolant,
       Que comquis Galiana la filha al rei Braimant
       En Espanha de Galafre, lo cortes almirant
       De la terra d'Espanha?

[p. 214] De este modo se gana un siglo en el proceso cronológico, pero todavía quedan en pie dos reparos a que no encuentro salida. Uno, es la existencia de los fragmentos del poema francés, que la crítica más autorizada coloca en el siglo XII, y en los cuales la leyenda aparece, no ya enteramente formada, sino groseramente degenerada. Otro, es la dificultad de suponer que un poeta castellano, tratándose de hechos no muy remotos, atribuyese a Carlomagno los que eran propios de un héroe nacional como Alfonso VI. Tal hipótesis parece que contradice al carácter dominante en nuestra epopeya, y además vemos que en tiempo de Alfonso el Sabio coexistían independientes la leyenda de Zaida y la de Galiana, puesto que es la Crónica General quien nos transmite una y otra. Quede, pues, indecisa esta cuestión, que acaso nuevos descubrimientos vengan a resolver el día menos pensado.

Mucho menos nos detendrá, a pesar de su extensión desmedida, el segundo texto castellano del Maynete; es a saber: el que se encuentra embutido, como otras fábulas caballerescas que iremos enumerando, en la enorme compilación historial relativa a las Cruzadas, que se tradujo en tiempo de don Sancho el Bravo con el título de La gran conquista de Ultramar. [1] Aunque el original francés de este libro no ha sido descubierto hasta ahora, todo induce a creer que las intercalaciones de carácter novelesco no fueron hechas por el intérprete castellano con presencia de los poemas de los troveros, sino que las encontró ya reunidas en una crónica en prosa que, por otra parte, tradujo con cierta libertad, introduciendo nombres de la geografía de España y mostrando algún conocimiento de la lengua arábiga.

La narración de Maynete, que según el sistema general de La gran conquista aparece con ocasión de la genealogía de uno de los cruzados, a quien se suponía descendiente de Mayugot de París, supuesto consejero de Carlomagno, va precedida de la historia de [p. 215] Pipino y Berta, hija de Flores y Blancaflor (que en los relatos franceses son reyes de Hungría y aquí reyes de Almería), y seguida de la indicación más rápida de otros dos temas, también del ciclo carolingio: el de la falsa acusación de la reina Sevilla, a quien el autor de la Crónica identifica con Galiana, y el de la guerra contra los sajones, cantada en un poema de Bodel de fines del siglo XIII.

Los relatos de La gran conquista se derivan (mediatamente, según creemos) de poemas franceses más antiguos que los conocidos, lo cual puede comprobarse no sólo en el caso de la Canción de los sajones, sino en el de la historia de Berta, cotejándola con la que escribió el trovero Adenés. Respecto del Maynete puede decirse que ocupa una posición intermedia entre la sobriedad de la Crónica General y la compilación de los poemas franceses, no ya del de Gerardo de Amiens y del Karleto de Venecia, sino de los mismos fragmentos primitivos, con los cuales tiene alguna relación, especialmente al principio. Cuando comienza la acción ya ha muerto Pipino; la causa del destierro de Carlos es la rivalidad de los hijos de la falsa Berta, cuyos nombres aparecen ligeramente desfigurados, llamando al uno Eldois y al otro Manfre. Aunque Carlos «era muy pequeño, que non había de doce años arriba, empero era tan largo de cuerpo como cada uno de sus hermanos, y porque creciera tan bien e tan aina pusiéronle nombre Maynete». El primer ensayo que hace de sus fuerzas es herir a Eldois con un asador el día que se celebraba el juego de la tabla redonda y se hacían los votos del pavón. Carlos y sus partidarios no se dirigen inmediatamente a España, como en la Crónica General, sino que se refugian primero en las tierras del duque de Borgoña y del rey de Burdeos, que en La conquista de Ultramar es moro, y no lo sería probablemente en el texto francés. El redactor castellano altera casi todos los nombres para darles fisonomía más oriental o acercarse más a la que él creía verdadera historia. Al rey de Toledo no le llama Galafre, sino Hixem, del linaje de Abenhumaya; Galafre, o más bien Halaf, queda reducido a la categoría de un simple alguacil suyo. En cambio, Bramante asciende a rey de Zaragoza con el nombre de Abrabim. Galiana se convierte en Halia, pero su nombre se conserva al tratar de sus palacios, por cierto con detalles locales dignos de [p. 216] consideración; el conde Morante y los treinta caballeros que le acompañan son aposentados por el rey «en el alcázar menor que llaman agora los palacios de Galiana, que él entonces había hecho muy ricos a maravilla, en que se tuviese viciosa aquella su hija Halia, e este alcázar e el otro mayor de tal manera fechos, que la infanta iba encubiertamente del uno al otro cuando quería». Algún otro rasgo parece también añadido por el traductor, verbigracia, el encarecimiento de la ciencia mágica de las moras, «que son muy sabidas en maldad, señaladamente aquellas de Toledo, que encadenaban a los hombres y hacíanles perder el seso y el entender». En algunos puntos sigue muy de cerca a la General, y tiene de común con ella los nombres topográficos de Cabañas y Valsomorián, y la estratagema de herrar los caballos al revés, que falta, según creo, en todas las demás versiones; pero al final se aparta de ella, inclinándose a las enmarañadas aventuras de los textos franceses y acabando por confundir la leyenda de Galiana con la de la reina Sevilla.

Ya hemos indicado que La gran conquista de Ultramar contiene también la leyenda de Berta, madre de Carlomagno, suplantada por una sierva que fué madre de dos bastardos y reconocida al fin por su esposo Pipino a consecuencia de un defecto de conformación que tenía en los dedos de los pies. El relato castellano es conforme en lo sustancial al poema del trovero Adenés (último tercio del siglo XIII), pero las variantes de detalle indican que el traductor o compilador castellano se valió de un texto más antiguo, y distinta también de la versión italiana, representada por un libro del siglo XIV, I Reali di Francia.

La gran conquista de Ultramar, que mirada sólo en sus capítulos novelescos es el más antiguo de los libros de caballerías escritos en nuestra lengua, no tuvo por de pronto imitadores; pero afines del siglo XIV y en todo el siglo XV fueron puestas en castellano otras novelas del mismo ciclo, siendo probablemente la primera el Noble cuento del Emperador Carles Maynes de Rroma e de la buena Emperatriz Sevilla, su mujer, que Amador de los Ríos halló en un códice de la Biblioteca Escurialense, [1] y difiere en gran [p. 217] manera de un libro de caballerías posterior sobre el mismo argumento, [1] aunque uno y otro se deriven remotamente de un mismo poema francés, que también sirvió de base a un libro popular holandés, según las investigaciones de Wolf. [2] Como de la primitiva canción sólo quedan fragmentos, tienen interés estas versiones en prosa, además del que encierra la historia misma, que es de apacible lectura, aunque pertenece ya a la degeneración novelesca de la epopeya. Tanto la dulce y resignada emperatriz perseguida por el traidor Macaire y acusada falsamente de adulterio, como el buen caballero Auberí de Mondisdier, que muere en su defensa, y el valiente y honrado villano Varroquer, que la toma bajo su protección, son nobilísimas y simpáticas figuras; pero el héroe más singular de la novela es un perro fiel, que combate en el palenque contra Macaire y le vence y obliga a confesar sus crímenes, yendo luego a dejarse morir de hambre sobre la tumba de su señor.

Al ciclo carolingio pertenece también la Historia de Enrrique fi de Oliva, rey de Iherusalem, emperador de Constantinopla, [3] personaje caballeresco que ya era conocido en Castilla a principios del siglo XV, puesto que le cita Alfonso Alvarez de Villasandino en unos versos del Cancionero de Baena, que por cierto aluden a una aventura no contenida en el libro que hoy tenemos:

       Desque Enrique, fi de Oliva,
       Salga de ser encantado.

De uno de los personajes de esta novela hizo memoria Cervantes en el cap. XVI, parte primera, del Quijote: «¡Bien haya mil veces el autor de Tablante de Ricamonte y aquel del otro libro donde se cuentan los hechos del conde Tomillas, y con qué puntualidad lo
[p. 218] describen todo!». Aunque el elogio parece de burlas, como tantos otros que Cervantes hace de autores y de libros, pues no hay tal puntualidad en la narración, que es, por el contrario bastante rápida y seca, no puede dudarse que se trata del mismo libro y que Cervantes se acordó del conde Tomillas, personaje secundario en la novela, porque el nombre de este traidor se había hecho popular, pasando a los romances de Montesinos. Los primeros capítulos del fi de Oliva ofrecen mucha semejanza con la historia de la reina Sevilla; hay también una gran señora, doña Oliva, hermana del rey Pepino y duquesa de la Rocha, víctima de las males artes y calumnias de don Tomillas, y obligada a probar su inocencia «metiéndose desnuda y en carnes en una gran foguera». Lo restante del libro contiene las proezas de su hijo Enrique como caballero andante en tierras de Ultramar, donde conquista a Jerusalén y a Damasco, venciendo innumerables huestes de paganos; salva a Constantinopla, asediada por los turcos; se casa con la infanta Mergelina, heredera del imperio bizantino, y volviendo a Francia disfrazado de palmero, prende al alevoso Tomillas, entregándosele a su madre, que con ferocidad inaudita manda descuartizarle por cuatro caballos salvajes. El original en prosa de este libro no ha sido señalado aún, que yo sepa; pero basta fijarse en los nombres de personas y lugares, y en la frecuencia de galicismos, para comprender que el traductor no puso nada de su cosecha. El original remoto es la canción de gesta de Doon de la Roche, [1] que se atribuye a fines del siglo XII. De todos modos, este libro vulgarísimo, plagado de todos los lugares comunes del género, apenas merecería citarse, a no ser tan escasas en España las obras impresas de este ciclo, cuya flor se llevaron los romances. [Cf. Ad. vol. II.]

Por raro capricho de la fortuna, bien desproporcionado a su mérito, obtuvo, sin embargo, extraordinaria popularidad, que ha llegado hasta nuestros días, puesto que todavía se reimprime como libro de cordel y sirve de recreación al vulgo en los rincones más olvidados de la Península, lo mismo que en las ciudades populosas, el Fierabrás francés, disfrazado con el nombre de Historia de Carlo Magno y de los doce Pares, del cual se cita ya una edición [p. 219] de 1525, aunque seguramente las hubo anteriores. [1] Nicolás de Piamonte, cuyo nombre suele figurar al frente de este libro, no hizo más que traducir la compilación en prosa, hecha a instancias de Enrique Balomier, canónigo de Lausana, impresa en 1478; basta comparar los prólogos y la distribución de los capítulos para reconocer la identidad. «Y siendo cierto que en la lengua castellana no hay escriptura que de esto faga mencion, sino tan solamente de la muerte de los doce Pares, que fué en Roncesvalles, paresciome justa y provechosa cosa que la dicha escriptura y los tan notables fechos fuesen notorios en estas partes de España, como son manifiestos en otros reinos. Por ende, yo, Nicolás de Piamonte, propongo de trasladar la dicha escriptura de lenguaje francés en romance castellano, sin discrepar, ni añadir, ni quitar cosa alguna de la escriptura francesa. Y es dividida la obra en tres libros: el primero habla del principio de Francia, de quien le quedó el nombre, y del primer rey cristiano que hubo en Francia; y descendió hasta el rey Carlomagno, que después fué emperador de Roma; y fue trasladado de Latin en lengua francesa. El segundo habla de la cruda batalla que hubo el conde Oliveros con Fierabrás, rey de Alexandría, hijo del gran Almirante Balán, y éste está en metro francés muy bien trovado. El tercero habla de algunas obras meritorias que hizo Carlomagno, y finalmente de la traición de Galalon, y de la muerte de los doce Pares; y fueron sacados estos libros de un libro bien aprobado, llamado Espejo historial.» [Cf. Ad. vol. II.]

El Speculum historiale de Vicente de Beauvais, el poema francés de Fierabrás, y acaso un compendio de la Crónica de Turpín, son las fuentes de este librejo, apodado por nuestros rústicos Carlomano, que, a pesar de su disparatada contextura y estilo vulgar y pedestre, no sólo continúa ejercitando nuestras prensas populares y las de Épinal y Montbelliard en Francia, no sólo fué puesto [p. 220] en romances de ciego por Juan José López, sino que inspiró a Calderón su comedia La Puente de Mantible.

La epopeya feudal, que tanta parte ocupa en el ciclo carolingio, tenía para nosotros menos interés que la gesta del Rey, y por la diferencia de costumbres y condición social hubo de penetrar muy tardíamente en Castilla, donde ni siquiera está representada por narraciones de directo origen francés, sino por imitaciones de poemas italianos. Por tal camino entró en nuestra literatura uno de los más célebres temas carolingios, Renaus de Montauban, que pertenece al grupo de los que narran las luchas de Carlomagno con sus grandes vasallos. La versión más arcaica que hasta ahora se conoce de tal leyenda, es de fines del siglo XII o principios del XIII, y ha sido atribuída con poco fundamento a Huon de Villeneuve. La primitiva inspiración puede ser anterior, aunque en las más antiguas gestas no se encuentre mencionado ninguno de los personajes de este ciclo, que parece haberse desarrollado con independencia de los restantes Pero con el tiempo vino a suceder lo contrario: difundida esta leyenda de Reinaldos y sus hermanos por toda Europa, y especialmente en Italia, su héroe llegó a ser uno de los más famosos; rivalizando con el mismo Roldán en los poemas caballerescos italianos, y ocupando tanto lugar en la historia poética de Carlomagno, que algunos llegaron a considerarle como centro de ella.

Quien desee conocer en todos sus detalles el antiguo cantar de los hijos de Aimon, puede acudir al tomo XXII de la Historia literaria de Francia, [1] donde Paulino París hizo un elegante análisis de él y de sus continuadores, o al prolijo y siempre redundante León Gautier, que en el tomo III de sus Epopeyas [2] le dedica cerca de cincuenta páginas, emulando con su irrestañable prosa la verbosidad de los antiguos juglares. A nuestro propósito basta una indicación rapidísima.

Aimon de Dordonne tenía cuatro hijos, Reinaldos, Alardo, Ricardo y Guichardo. Cuando entraron en la adolescencia los llevo [p. 221] a París y los presentó en la corte del Emperador, quien los armó caballeros y les hizo muchas mercedes, obsequiando a Reinaldos con el caballo Bayardo, que era hechizado. Jugando un día Reinaldos a las tables con Bertholais, sobrino de Carlomagno, perdió éste la partida, y, ciego de rabia, dió un puñetazo a Reinaldos, el cual fué a quejarse de esta afrenta al Emperador; pero Carlos, dominado por el amor a su sobrino, no quiso hacerle justicia. Entonces Reinaldos, cambiando de lenguaje, recuerda a Carlomagno otra ofensa más grande y antigua que su familia tiene de él: la muerte de su tío Beuves de Aigremont, inicuamente sentenciado por el Emperador cediendo a instigaciones de traidores.

Semejante recuerdo enciende la ira del Monarca, que responde brutalmente a Reinaldos con otro puñetazo. Reinaldos vuelve a la sala donde estaba Bertholais y le mata con el tablero de ajedrez. Los cuatro Aimones logran salvar las vidas abriendose paso a viva fuerza; se refugian primero en la selva de las Ardenas y luego en el castillo de Montauban, y allí sostienen la guerra contra el Emperador, haciendo vida de bandoleros para mantenerse, y llegando el intrépido Reinaldos a despojar al propio Carlomagno de su corona de oro. Finalmente, ayudados por las artes mágicas de su primo hermano Maugis de Aigremont (el Molgesí de nuestros poetas), que con sus encantamientos infunde en Carlos un sueño letárgico y le conduce desde su tienda al castillo de Montauban, llegan a conseguir el indulto; y la canción termina con la peregrinación de Reinaldos a Tierra Santa y su vuelta a Colonia, donde muere oscuramente trabajando como obrero en la construcción de la catedral y víctima de los celos de los aprendices.

Tal es el esqueleto de la leyenda. Hay mil peripecias, que por brevedad omito, recordando sólo las escenas de miseria y hambre en que se ven obligados a devorar las carnes de sus propios caballos, a excepción del prodigioso Bayardo, de quien Reinaldos se apiada cuando le ve arrodillarse humildemente para recibir el golpe mortal; el. encuentro de Reinaldos con su madre Aya, que le reconoce por la cicatriz que tenía en la frente desde niño; la recepción de los cuatro Aimones en la casa paterna; la carrera de caballos que celebra Carlomagno con la idea de recobrar a Bayardo, y en que viene a quedar él mismo vergonzosamente despojado por la audacia de Reinaldos y la astucia de Malgesí, y otras mil [p. 222] aventuras interesantes, patéticas e ingeniosas, a las cuales sólo faltaba estar contadas en mejor estilo para ser universalmente conocidas y celebradas.

El Norte y el Mediodía de las Galias se disputan el origen de esta leyenda, inclinándose los autores de la Historia literaria a suponer que las primeras narraciones proceden de Bélgica o de Westfalia, más bien que de las orillas del Garona y del castillo de Montauban, lo cual tienen por una variante provenzal muy tardía. Según esta hipótesis, la historia de los cuatro hijos de Aimon hubo de correr primero, en forma oral, por los países que bañan el Mosa y el Rhin, y de allí transmitirse, con notables modificaciones, a las provincias del Mediodía. Los manuscritos del siglo XIII presentan huellas de una triple tradición, flamenca, alemana y provenzal, que a lo menos en parte había sido cantada.

A principios del siglo XV, la leyenda francesa fué refundida por autor anónimo en un poema de más de 20.000 versos, donde aparecen por primera vez los amores de Reinaldos con Clarisa, hija del rey de Gascuña. Y siguiendo todos los pasos de la degeneración épica, este poema fué, cincuenta años después, monstruosamente amplificado y convertido en prosa por un ingenio de la Corte de Borgoña en un enorme libro de caballerías que consta de cinco volúmenes o partes, de las cuales sólo la última llegó a imprimirse. No nos detendremos en otras redacciones prosaicas, bastando citar la más famosa de todas, la que hoy mismo forma parte en Francia de la librería popular, de lo que allí se llama bibliothéque bleue y entre nosotros literatura de cordel. Sus ediciones se remontan al siglo XV. La más antigua de las góticas que se citan no tiene lugar ni año; las hay también de Lyon, 1493 y 1495; de París, 1497... Las posteriores son innumerables, y llevan por lo general el título de Histoire des quatre fils Aymon. Se ha reimpreso con frecuencia en Épinal, en Montbelliard, en Limoges, etc., exornado con groseras aunque muy características figuras, entre las cuales nunca falta el caballo Bayardo llevando a los cuatro Aimones. El estilo ha sido remozado, especialmente en algunos textos, [1] pero [p. 223] sustancialmente el cuento corresponde al del siglo XV y éste es bastante fiel a la canción de gesta del XIII. La popularidad del tema se explica no sólo por su interés humano, sino por su carácter más novelesco que histórico; por la conmiseración que inspira a lectores humildes el relato de la pobreza y penalidades de los Aimones; por la mezcla de astucia y valor en las empresas de estos héroes; por cierto sello democrático que marca ya la transformación de la epopeya. Lo cierto es que de todas sus gloriosas tradiciones épicas, ésta es casi la única que conserva el pueblo francés, harto desmemoriado en este punto.

No importan a nuestro propósito las versiones inglesas y alemanas, pero no debemos omitir los poemas italianos, especialmente La Trabisonda, de Francesco Tromba (1518); la Leandra innamorata (en sexta rima), de Pedro Durante da Gualdo (Venecia, 1508); el Libro d'arme e d'amore cognominato Mambriano, de Francesco Bello, comúnmente llamado il cieco da Ferrara (1509), y otros, a cual más peregrinos, cuyas numerosas ediciones pueden verse registradas en las bibliografías de Ferrario y Melzi [1] sobre los libros caballerescos de Italia; terminando toda esta elaboración épica con Il Rinaldo, de Torquato Tasso, cuya primera edición es de 1562. Téngase en cuenta además la importancia del personaje de Reinaldos en los dos grandes poemas de Boyardo y del Ariosto. Fuera de Orlando, no hubo héroe más cantado en Italia; pero en las últimas composiciones de los ingeniosos e irónicos poetas del Renacimiento, apenas quedó nada del fondo tradicional del cuento de los hijos de Aimon.

De esta corriente italiana, y no de la francesa, se derivan todas las manifestaciones españolas de este ciclo. No hay que hacer excepción en cuanto a los tres romances que Wolf admitió en su Primavera (núms. 187-189). Los dos primeros proceden, como [p. 224] demostró Gastón París, de la Leandra innamorata; el tercero, de la Trabisonda historiata.

Los libros de caballerías que más expresamente tratan de las aventuras y proezas de Reinaldos son dos compilaciones de enorme volumen. La primera estaba en la librería de don Quijote. «Tomando el barbero otro, libro dijo: Este es Espejo de Caballerías. Ya conozco a su merced, dijo el cura; ahí anda el señor Reinaldos de Montalbán con sus amigos y compañeros, más ladrones que Caco, y los doce Pares, con el verdadero historiador Turpin; y en verdad que estoy por condenarles no más que a destierro perpetuo, siquiera porque tienen parte de la invención del famoso Mateo Boyardo.» En efecto, el Espejo de caballerías, en el qual se tratan los hechos del conde don Roldán y del muy esforzado caballero don Reynaldos de Montalbán y de otros muchos preciados caballeros, consta de tres partes, y es, por lo menos la primera, una traducción en prosa del Orlando innamorato de Boyardo. Lo restante tampoco debe de ser original, puesto que se dice «traducido de lengua toscana en nuestro vulgar castellano por Pedro de Reinosa, vecino de Toledo.» [1] [Cf. Ad. vol. II.]

Hubo otra compilación, todavía más rara, la cual contiene traducidos varios poemas italianos y consta de cuatro partes. El Libro primero del noble y esforzado caballero Renaldos de Montabán, y de las grandes prohezas y estraños hechos de armas que él y Roldán y todos los doce pares paladines hicieron; y el Libro segundo... de las grandes discordias y enemistades que entre él y el Emperador Carlos hubieron, por los males y falsos consejos del conde Galalon, son traducción, hecha por Luis Domínguez, del libro toscano intitulado Innamoramento di Carlo Magno. [2] La Trapesonda, que es tercero libro de Don Renaldos, y trata cómo por sus [p. 225] caballerías alcanzó a ser emperador de Trapesonda, y de la penitencia e fin de su vida es la ya mencionada Trabisonda historiata de Francesco Tromba; [1] y la tercera, de la cual no se conoce más que un ejemplar existente en la biblioteca de Wolfembuttel, debe de ser, a juzgar por la descripción que hace Heber de sus preliminares y portada, el famoso y curiosísimo poema macarrónico de Merlín Cocayo (Teófilo Folengo). [2] [Cf. Ad. vol. II.]

En Italia habían encontrado los relatos del ciclo carolingio segunda patria, supliendo la falta de una epopeya indígena. Cantados primero en francés y luego en una jerga franco-itálica, antes de serlo definitivamente en italiano, pasaron como materia ruda e informe a manos de los grandes poetas del Renacimiento, Pulci, Boyardo, Ariosto, que les dieron un nuevo género de inmortalidad, tratándolos con espíritu libre e irónico. La España del siglo XVI adoptó por suyos todos estos libros. El Morgante maggiore estaba ya traducido en 1533 y su continuación en 1535. [3] Del Orlando enamorado, además de la traducción en prosa ya citada, pusieron en verso algunos cantos Francisco Garrido de Villena y Hernando de Acuña. El Orlando furioso tuvo tres traductores, a cual más [p. 226] infelices, Hernando de Alcocer, el capitán Jerónimo de Urrea y Diego Vázquez de Contreras, sin contar a Gonzalo de Oliva, cuyo trabajo, muy superior al parecer, quedó inédito [1] . Otros poemas italianos de menos nombre ejercitaron también la paciencia de algunos intérpretes: así, El nacimiento y primeras empresas del conde Orlando, de Ludovico Dolce, castellanizado por el regidor de Valladolid Henríquez de Calatayud en 1594. Varios ingenios españoles intentaron proseguir la materia de Francia, tal como la habían entendido y tratado los poetas ferrareses. En tal empresa fracasaron el valenciano Nicolás de Espinosa, que quiso continuar al Ariosto en una Segunda parte de Orlando (1558); el aragonés don Martín de Bolea y Castro, que escribió una continuación del poema de Boyardo con el título de Orlando determinado (1578); Francisco Garrido de Villena, autor de El verdadero suceso de la famosa batalla de Roncesvalles, con la muerte de los doce Pares de Francia (1583), y Agustín Alonso, que compuso otro Roncesvalles con las Hazañas de Bernardo del Carpio (1585). Pero luego cayó el asunto en mejores manos, y fueron verdaderos poetas los que celebraron las Lágrimas y la Hermosura de Angélica, y el inspirado Obispo de Puerto Rico, que hizo resonar de nuevo el canto de guerra de Roncesvalles, dando fantástica inmortalidad al héroe de nuestras antiguas gestas en un poema que es el mejor de su género en castellano y quizá la mejor imitación del Ariosto en cualquier lugar y tiempo. Libros de caballerías son todos estos, pero la circunstancia de estar escritos en verso y contener muchos [p. 227] materiales de origen clásico, propios de la poesía culta del siglo XVI y ajenos a la épica de la Edad Media, los excluye de nuestro análisis, bastando notar que en algunos de ellos reaparece y domina la versión española del tema carolingio tomada de las crónicas o de los romances, pero se la trata de un modo novelesco y arbitrario, aunque a veces muy ingeniosa, atendiendo sólo a recrear la imaginación y el oído con fáciles versos y peregrinas invenciones, de las que Horacio llamaba speciosa miracula. Todo esto no pasó de la poesía erudita; el pueblo se contentó con leer el Fierabrás, y ni siquiera parece haber conocido el libro popular italiano I Reali di Francia, que sólo muy tardíamente explotó Lope de Vega para una comedia, La Mocedad de Roldán, y el navarro Antonio de Eslava para algunas de sus Noches de invierno, no impresas hasta 1609, fuera, por consiguiente, del período que ahora estudiamos. En la literatura portuguesa no tuvo representación alguna este ciclo, como no se tenga por tal una traducción muy moderna del Carlomagno castellano seguida de dos extravagantes continuaciones. El gusto de aquel pueblo, inclinado con preferencia a las ficciones de la Tabla Redonda, puede explicar este vacío; pero es muy singular que se note también en la literatura catalana, contra lo que pudiera esperarse de las antiguas relaciones de la Marca Hispánica con el Imperio carolingio y de la parte que tomaron los francos en la reconquista del Principado. Verdad es que en aquella privilegiada porción de España no parece haberse despertado el genio épico durante la Edad Media, dominando solas la poesía lírica, la literatura didáctica y la historia.

Antes de pasar al ciclo bretón, que comparte con el carolingio los vastos dominios de la literatura caballeresca de los tiempos medios, diremos dos palabras acerca de otras novelas no pertenecientes a dichos ciclos, algunas de las cuales pueden considerarse como de transición entre el uno y el otro. No incluiremos entre ellas las pocas que tratan asuntos de la antigüedad clásica, porque es patente su carácter erudito y su derivación literaria de obras compuestas en la decadencia greco-romana. Tal sucede con la historia fabulosa de Alejandro, que ya en el siglo II de nuestra era circulaba en Alejandría a nombre del falso Calístenes, y que antes de la mitad del siglo IV había sido traducida al latín por Julio Valerio, de cuya obra se hizo en tiempo de Carlomagno un [p. 228] Epítome que sirvió de base a los poemas franceses del siglo XIII (Alberico de Besanzón, imitado en alemán por el clérigo Lamprecht, Simón, Lamberto Li Tort y sus continuadores). [1] En España (prescindiendo de las versiones aljamiadas, cuyo origen es persa), este ciclo está representado exclusivamente por un poema de clerecía del siglo XIII, que, si hemos de atenernos al testimonio de un códice recientemente hallado, hay que contar entre las obras de Gonzalo de Berceo. Su erudito autor, fuese quien fuese, conoció y explotó en gran manera dos de los poemas franceses, pero tomó por fuente principal de su obra y tradujo casí íntegramente un poema latino de fines del siglo XII, la Alexandreis de Gualtero de Châtillon, que representa con mucha más pureza la tradición clásica, puesto que es por lo común una paráfrasis de Quinto Curcio. El poeta castellano parece haber consultado además el Liber de praeliis (nueva traducción del pseudo-Calístenes hecha por el Arcipreste León en el siglo X), y acaso la epístola fabulosa de Alejandro a Aristóteles sobre las maravillas de la India. [2] Resultó, por consiguiente, el Alejandro castellano una producción de carácter mixto, en que se combinan los elementos medioevales con los clásicos, y que tiene además carácter enciclopédico por el gran número de digresiones geográficas, astronómicas y morales que contiene.

Uno de los episodios más extensos del Alejandro es el pasaje relativo a la guerra de Troya (estancias 299-716), que aquí por primera vez aparece en nuestra literatura y que luego tuvo numerosas versiones en prosa. Bajo el título común de Crónica Troyana se han confundido obras diversas, que importa deslindar aunque sea rápidamente. Cuando en los tiempos de la decadencia greco-latina comenzó a perderse el culto y hasta el sentido de la poesía homérica, pulularon miserables rapsodias de sofistas que pretendían suplir lagunas de la narración, corregir errores, añadir [p. 229] circunstancias ignoradas por el padre de la poesía. Entonces se forjaron los dos insípidos libros que llevan los nombres de Dares frigio y Dictis cretense, [1] supuestos héroes de la guerra de Troya y testigos de su ruina, aunque en opuestos campus. Todo mueve a creer que estas crónicas fabulosas se escribieron primeramente en griego, pero no las tenemos más que en latín. La de Dares se dice encontrada y traducida por Cornelio Nepote y dedicada por él a Salustio; embrollo y ficción pura, que se desmiente por lo bárbaro del estilo, indigno de la era de Augusto. En la obra de Dictis, que está mejor escrita, comienza la novela desde el prefacio. Un temblor de tierra dejó patente, en tiempo de Nerón, el sepulcro del guerrero cretense cerca de Gnoso; en él pareció una caja de plomo, que contenía, escritas en caracteres fenicios, sus memorias sobre el sitio de Troya; un tal Eupraxidas las tradujo al griego, y las puso en latín Lucio Septimio. Pero la crítica más benévola no concede a esta falsificación mayor antigüedad que la del siglo IV. El libro atribuído a Dares es un epítome sumamente descarnado, en que apenas ofrece interés otra cosa que el episodio de los amores de Polixena y muerte de Aquiles. En general, se aparta menos que Dictis de la tradición homérica; el falso griego demuestra más talento de invención que el falso troyano. Personajes secundarios de la antigua epopeya, como Palamedes, Troilo, tienen aquí una leyenda muy desarrollada.

Olvidado Homero en la Edad Media o sustituido a lo sumo con el epítome del pseudo-Píndaro tebano, los poetas en lengua vulgar y aun los clérigos que cultivaban exclusivamente la latina, se lanzaron ávidamente sobre las novelas de Dictis y Dares, que afectaban gran puntualidad histórica, y en la cándida ignorancia de aquellos tiempos pasaban por libros auténticos y mucho más fidedignos que la Ilíada, a cuyo autor se tachaba de mentiroso y mal informado. [2] Un poeta de Turena, Benito de Sainte-More, [p. 230] compuso por los años de 1160 y dedicó a la reina de Inglaterra Leonor de Aquitania un Roman de Troie [1] en más de treinta mil versos pareados de nueve sílabas (para los franceses de ocho), forma que desde principios del siglo XVI había sustituido al antiguo metro épico en las narraciones que se destinaban, no al canto, sino a la lectura. Amplificó prodigiosamente y con fácil estilo las dos narraciones fabulosas que tenía a la vista; añadió como introducción la historia de los Argonautas; aduló la vanidad nacional con el supuesto parentesco entre los Francos y los Troyanos; transportó al mundo feudal los héroes pelasgos y aquivos; modificó a su guisa los caracteres y las costumbres con muy gracioso anacronismo, y tuvo el mérito de inventar, entre otros episodios, uno de amor que tuvo grande éxito, el de Troilo y Briseida, que inspiró sucesivamente a Boccaccio en su poema Filostrato, a Chaucer en el suyo Troilus and Crisseida y a Shakespeare en su tragedia del mismo nombre.

El poema de Benito de Sainte-More fué traducido al alemán y a otros idiomas y compendiado en prosa francesa; pero todavía más que en su lengua primitiva corrió por Europa en la refundición latina que hizo Guido delle Colonne, juez de Messina, con el título de Historia Troiana (comenzada en 1272, terminada en 1287), callando maliciosamente su verdadero original, refiriéndose sólo a Dictys y Dares y dando al libro una pedantesca apariencia histórica que contribuyó a su crédito entre los letrados. [2]

Todas las variantes, así italianas como españolas, que se conocen de la Crónica Troyana se fundan o en la Historia de Guido [p. 231] de Columna o en el poema de Benito de Sainte-More. Nuestros antiguos eruditos, y el mismo Amador de los Ríos, que dió abundantes noticias de los códices de este ciclo, confundieron ambos grupos o familias, que comenzó a distinguir el docto profesor Adolfo Mussafia, en una Memoria publicada en 1871. [1] Para deslindarlas completamente sería precisa la comparación de todos los textos que hoy se conocen: tarea que no hemos podido realizer aun, y que, por otra parte, sería impropia de este lugar. Daremos noticia sólo de las principales versiones, prescindiendo de la del poema de Alejandro que está tomada a medias de Guido de Columna y de la Ilíada del pseudo Píndaro tebano.

Del enorme Roman de Troie, de Benoit de Sainte-More, tenemos dos traducciones castellanas hechas del francés y otra gallega hecha del castellano. Su respectiva filiación, así como el tiempo en que se tradujeron y las personas para quien los códices se escribieron, constan en las suscripciones finales de una y otra . «Este libro mandó faser (dice la castellana) el muy alto e muy noble e muy escelent rey don Alfonso, fijo del muy noble rey don Fernando e de la Reyna doña Constanza. E fue acabado de escribir e de estoriar en el tiempo que el muy noble rey don Pedro su fijo regnó all cual mantenga Dios al su servicio por muchos tiempos et bonos. Et los sobredichos donde él viene sean heredados en el regno de Dios. Amen. Fecho el libro postremero dia de diziembre. Era de mill et trecientos et ochenta et ocho años. Nicolas Gonçales, escriban de los sus libros, lo escribi por su mandado».

El códice gallego más completo de los dos que se han conservado [2] traduce la suscripción del escribán castellano y añade: «Este liuro foy acabado VIII dias andados do mes de Janeyro, era de mill e quatroçentos et once años». El que escribió en parte y dirigió en lo demás la copia de este códice fué, según consta en [p. 232] otra suscripción, el clérigo Fernán Martis (¿Martínez?), capellán de Fernán Pérez de Andrade. Es inestimable el valor lingüístico de esta versión (que parece hasta ahora el monumento más antiguo de la prosa literaria gallega); pero ha de tenerse en cuenta que es traducción de traducción, y que abunda por tanto en formas castellanas y francesas. Publicada ya con estricto rigor paleográfico, gracias a los desvelos de don Andrés Martínez Salazar, [1] ofrece abundante y novísima materia al estudio de los filólogos.

Del Canciller Pero López de Ayala dijo Fernán Pérez de Guzmán en sus Generaciones y semblanzas que «por cause dél son conocidos algunos libros que antes no lo eran», contando entre ellos la Historia de Troya. No parece que esto pueda entenderse del poema de Benoit de Sainte-More (Beneyto de Santa María que dijo el intérprete castellano), puesto que ya estaba traducido en 1350 (era 1388), cuando el futuro Canciller no pasaba de los diez y siete años, sino que debe referirse a la crónica latina de Guido de Columna, lo cual también está más de acuerdo con el género de estudios y aficiones propios de Ayala; pero siendo varias las versiones manuscritas de este libro, no parece fácil determinar en cual de ellas pudo intervenir el Canciller, ni realmente dice su biógrafo que él hiciese la traducción, sino que dió a conocer el libro en Castilla. Pero, de todos modos, no fué obstáculo para que el Roman de Troie volviese a ser traducido por autor anónimo de fines del siglo XIV, que intercaló algunos trozos en verso (a la manera de los lays que se leen en el Tristán y en otras novelas bretonas), dejando con esto marca indeleble del origen poético del libro. [2] Proceden, por el contrario, de la Crónica de Guido de Columna la traducción catalana del protonotario Jaime Conesa, [p. 233] terminada en 18 de junio de 1367, [1] y la castellana de Pedro de Chinchilla, emprendida a instancias del primer conde de Benavente, don Alonso Pimentel, en 1443. [2] La Crónica Troyana, varias veces impresa en el siglo XVI con el nombre de Pedro Núñez Delgado. [3] toma a Guido por principal fuente en lo que toca a la leyenda troyana, pero añade otras fábulas mitológicas sacadas de diversos autores. [4] Es probable que utilizase una compilación ya existente análoga al Recueil des histoires de Troye, de Raoul Lefèvre.

Aun hay otras pruebas de la extraordinaria difusión del ciclo troyano en España. El conde don Pedro recuerda en su Nobiliario las «grandes fazemdas e grandes cavallarias» que hubo en Troya «assy como falla na sa estorea». El cronista de don Pedro Niño, Gutierre Díaz de Gámez, tomó de un libro que llama de la Conquista de Troya un largo episodio sobre Bruto, supuesto progenitor de los ingleses, y la reina de Armenia, Dorotea, que no está en ninguna de las versiones conocidas y difiere mucho del relato de Godofredo de Monmouth, al cual se conforma la crónica impresa. Ultimos ecos de esta vivaz leyenda fueron, en pleno siglo XVI, el poema de las Guerras de Troya, de Ginés Pérez de Hita, [5] y los [p. 234] dos de Joaquín Romero de Cepeda, El infelice robo de Elena, reyna de Esparta, por Paris Infante Troyano, [1] y La antigua memorable y sangrienta destruicion de Troya... a imitación de Dares, troyano, y Dictis, cretense griego. [2] Los romances semipopulares y relativamente viejos de la reina Elena, de la reina de las Amazonas y de la muerte que dió Pirro a la muy linda Policena, son reminiscencias de la Crónica Troyana, en la cual también se inspiró bizarramente la musa lírica para el Planto de la reina Pantasilea, bella composición atribuída, no sé si con fundamento, al Marqués de Santillana.

Por medio de la escuela erudita del mester de clerecía había penetrado en el siglo XIII la novela bizantina de Apolonio de Tiro, cuyo original griego se ha perdido, pero que tuvo en su forma latina extraordinaria boga, sobre todo, después que fué incorporada en el Gesta Romanorum. Menos afortunada entre nosotros que en Inglaterra, donde, después de la Confesio amantis de Gower, suscitó el drama Pericles, príncipe de Tiro, atribuído a Shakespeare, quedó enterrada en el viejo poema en versos alejandrinos, que no carece de expresión y gracia narrativa, y sólo a fines del siglo XVI reapareció en el Patrañuelo, de Juan de Timoneda.

La fábula de Psiquis (cambiando el sexo del protagonista), no tomada, según creemos, de Apuleyo, sino del fondo primitivo y misterioso de los cuentos populares, donde permanece viva aún, sirve de principal argumento a la linda novela francesa del siglo XII Partinopeus de Blois. Traducida al castellano, probablemente en el siglo XV, y del castellano al catalán, ha sido muchas veces impresa como libro de cordel en ambas lenguas, y es uno de los mejores relatos de su género, de los más racionalmente compuestos y de los más ingeniosos en los detalles, aunque por acaso no de los [p. 235] más honestos. [1] En todo el cuento se advierte un color clásico muy marcado, y siendo la escena en Constantinopla, puede presumirse que la narración oral fuese recogida allí por algún cruzado. El poemita francés pertenece al siglo XII.

Otro tanto puede decirse de la interesante historia de Flores y Blancaflor, sencilla y tierna novela de dos niños, hijo el uno de un rey sarraceno e hija la otra de una esclava cristiana. El amor que nace en ellos desde la infancia, las peripecias que los separan, sus largas peregrinaciones, el encerramiento de Blancaflor en la torre del emir de Babilonia, donde consigue penetrar el enamorado Flores escondido en una cesta de rosas; el peligro en que se ven los dos amantes de perecer juntos en la hoguera (patética situación análoga a la de Olindo y Sofronia en el episodio del Tasso), forman un conjunto sobremanera agradable, que recuerda, sin exagerarlos, los procedimientos de la novela bizantina de viajes y aventuras; pero con una delicadeza moral que en ella no suele encontrarse, salva la excepción de Heliodoro. Dos poemas franceses del siglo XII, publicados el uno por Bekker y el otro por Du Méril, desarrollan con notables variantes este argumento, del cual es también bellísima imitación la novelita (chantefable) de Aucassin y Nicolette, escrita parte en prosa, parte en versos trocaicos asonantados. En todas las literaturas tuvo grandísimo éxito esta ficción; [2] prestó a Boccaccio argumento para su primer libro en prosa italiana Il Filocolo, y entre nosotros era ya conocida a fines del siglo XIII, puesto que la Gran Conquista de Ultramar no sólo la menciona, sino que la presenta ya enlazada con el ciclo carolingio .«Flores libró al rey de Babylonia de mano de sus enemigos [p. 236] quando le dió a Blancaflor por mujer... Estos fueron los mucho enamorados que ya oistes hablar... Según su ystoria lo cuenta». Estas referencias, como tomadas de un libro francés de origen, no prueban que la novela estuviese ya traducida; pero al ver que en la Gran Conquista Flores y Blancaflor (fabulosos abuelos de Carlomagno) son calificados de reyes de Almería, hay que reconocer que había comenzado a españolizarse la leyenda. También la conocía el Arcipreste de Hita:

       Ca nunca fue tan leal Blancaflor a Flores,

dice en la cantiga de los clérigos de Talavera. Para Micer Francisco Imperial y otros poetas del Cancionero de Baena, Flores y Blancaflor son prototipo de leales amadores, como otras parejas célebres, Paris y Viana, Tristán e Iseo, Oriana y Amadis. La traducción, varias veces impresa en el siglo XVI, y de la cual es vil extracto el libro de cordel que todavía se expende, debió de hacerse en el siglo XV, como casi todas las de su género, y los nombres son casi los mismos que en el Filocolo de Boccaccio, con el cual tiene también otras semejanzas, que Du Méril explica por una fuente común y no por imitación de la novela italiana. Pero no se limita a ella la popularidad de este sabroso cuento en nuestra literatura, pues aunque falta este tema en las antiguas colecciones de romances abundan los nombres de Blancaflor y el conde Flores en la tradición oral de la Península, como lo prueban las muchas versiones recogidas en Portugal, Asturias, Montaña de Santander, Cataluña, Andalucía, en la isla de Madera, en las Azores y hasta en el Brasil. Es cierto que estos romances, designados por los coleccionistas con los varios nombres de Reina y cautiva, Las dos hermanas, etc., conservan sólo una vaga impresión de la leyenda primitiva. Pero sin duda suponen otros más antiguos, en que la fidelidad al tema novelesco sería mayor, [Cf. Ad. vol. II.]
De origen oriental parecen otros dos libros populares que la literatura francesa comunicó a la nuestra, y que todavía siguen reproduciéndose en miserables compendios, al paso que las ediciones góticas se cuentan entre las joyas más preciadas de la bibliografía. Una de ellas es la Historia del muy valiente y esforzado caballero Clamades, hijo del rey de Castilla, y de la linda [p. 237] Claramonda, hija del rey de Toscana, cuyo original francés en prosa, indicado recientemente por el señor Foulché-Delbosc, [1] es Le livre de Clamades, filz du roy despaigne et de la belle Clermonde... impreso en Lyon por los años de 1480, el cual, como todos los de su especie, procede de un antiguo poema que aquí es Li Roumans de Cleomades, del famoso trovero Adenet le Roi. Gastón Paris considera posible que la fuente inmediata de Adenet haya podido ser española. Se trata, en efecto, de un cuento árabe, que lo mismo pudo entrar por España que por Oriente. Nuestro vulgo le designa con el nombre de historia del caballo de madera, fijándose en el episodio más saliente, que tiene su paradigma en el caballo mágico de Las mil y una noches, y fué parodiado por Cervantes en el episodio de Clavileño. Otro poema francés, el Méliacin, de Gerardo de Amiens, trata el mismo argumento.

Más moderna es la famosa novela caballeresca de Pierres de Provenza y la linda Magalona, compuesta en provenzal o en latín por el canónigo Bernardo de Treviez, y tan celebrada en tiempo del Petrarca, que se dice que este gran poeta y humanista empleó algunas horas de su juventud, cuando en Montpellier estudiaba Derecho, en corregirla y limar su estilo. [2] El texto francés actualmente conocido es del siglo XV; ha sido impreso innumerables veces [3] y de él proceden las versiones italiana, alemana, flamenca, danesa, polaca, castellana y catalana, y hasta una griega en versos [p. 238] políticos. [1] Pierres y Magalona continúa siendo libro de cordel en Francia y en España, pero ya muy refundido y modernizado en el estilo, como lo está también el rifacimento galante que hizo el conde de Tressan para la Bibliothéque Úniverselle des Romans (1779).

Esta novelita es, sin duda, de las mejores de su género; las aventuras, aunque inverosímiles, no son excesivamente complicadas; los dos personajes principales interesan por su ternura y constancia, y la narración tiene en los textos viejos una gracia y frescura que contrasta con la insipidez habitual de los libros de pasatiempo del siglo XV y con las ridículas afectaciones de sus refundidores modernos. Expondremos en dos palabras su argumento para amenizar algo la aridez de esta enumeración:

Pedro, hijo del conde de Provenza, acababa de ser armado caballero, y deseando dar muestras de su valor y gentileza, se encamina a la corte de Nápoles, llevado por la fama de la bella Infanta Magalona, cuya mano iban a disputarse en unas justas los príncipes más ilustres y bizarros de Europa. Al partir le entrega su madre tres anillos. Como es de suponer, el novel caballero sale vencedor de todos sus rivales en el torneo; pero, a consecuencia de un juramento que había hecho, oculta constantemente su nombre y su linaje, con lo cual es claro que el rey no le concede la mano de su hija, pero le admite en su corte, donde muy pronto conquista el amor de Magalona, siendo medianera de su trato lícito y honesto la nodriza de la Princesa. El Caballero de las Llaves (que así se hacía llamar Pierres) da a su amada en prenda los anillos de su madre y la declara su verdadero nombre. Conciertan y emprenden los dos amantes la fuga, y al caer el sol llegan a un valle cercado de ásperas montañas. Magalona, rendida por la fatiga del camino, se duerme en el regazo de Pierres. Baja un [p. 239] gavilán y arrebata de encima de una piedra el cendal rojo que contenía los tres anillos. Pierres se lanza en persecución del gavilán, que vuela de roca en roca, hasta salir del valle y llegar a la orilla del mar, de donde pasa a una isla desierta que distaba próximamente doscientos pasos. Pierres no desiste de seguir al ave de rapiña, y viendo amarrada una barca a la ribera, entra en ella, empuña el timón y se dirige hacia la isla. De pronto se desencadena un viento furioso que arrastra la embarcación a alta mar, donde es asaltada por una nave de corsarios sarracenos, que llevan cautivo a Pierres a la corte del Soldán de Alejandría, y allí permanece tres años.

Entretanto, Magalona, abandonada en el bosque y próxima a la desesperación, había sido recogida por una peregrina, que cambió con ella de vestidos y la puso en camino de Roma. Aquí comienza la parte devota de la leyenda, que fué quizá la causa principal de que el piadoso canónigo Bernardo de Treviez la consignase por escrito. Magalona, después de muchas oraciones, penitencias y austeridades, y de recorrer varias tierras en hábito humilde, recogiendo limosnas, funda un hospital de peregrinos cerca del Puerto de Aguas Muertas, y cobra gran fama de santidad en todo el Mediodía de Francia, mereciendo especial protección del Conde y la Condesa de Provenza, que lloran muerto a su hijo Pierres desde el día en que unos pescadores hallaron en el vientre de un monstruoso cetáceo el tafetán con los tres anillos. Fácil es adivinar el desenlace de esta historia. Pierres, libre del cautiverio, llega un día al hospital de Magalona; los dos amantes se reconocen, y la novela termina con sus bodas, que se celebran en Marsella, con gran regocijo de sus padres.

A pesar de la pía intención con que parece haberse escrito esta novela, no falta en ella algún cuadro de graciosa sensualidad, digno de la pluma de Boccaccio, ni es maravilla, por lo tanto, que nuestro rígido moralista Luis Vives la incluyese en el severo anatema que lanza contra las fábulas deshonestas, en el cap. V, lib. I, de su tratado De institutione christianae feminae, haciendo muy curiosa enumeración de las que eran más leídas y celebradas en su tiempo. [1]

[p. 240] El episodio del pájaro que arrebata los anillos se encuentra también en un poema francés del siglo XIII, L'Escoufle (el milano), y debe de ser de procedencia oriental, puesto que se halla también en un cuento de Las mil y una noches (historia del príncipe Camaralzamán y la princesa Badura).

Al mismo grupo de novelas erótico-caballerescas en que figuran Flores y Blanca Flor y Pierres y Magalona, puede reducirse la Historia de Paris y Viana, libro de origen provenzal, traducido al francés en 1487 y del francés al castellano. [1] Hay una traducción catalana, al parecer independiente de ésta, y fragmentos de una redacción aljamiada. [2] Como todos los demás libros de su género hubo de tener primitivamente forma poética. Ya a principios del siglo XV era conocida en Castilla, según lo acreditan unos versos de Micer Francisco Imperial compuestos en 1405, con ocasión del nacimiento de don Juan II:

        [p. 241] Todos los amores que ovieron Archiles
       Paris et Troilos de las sus señores,
       Tristan, Lançarote, de las muy gentiles
       Sus enamoradas e muy de valores;
       Él e su muger ayan mayores
       Que los de Paris e los de Vyana
       
E de Amadis e los de Oryana,
       E que los de Blancaflor e Flores.
       
Se ha querido ver en esta novelita una alegoría histórica, la anexión del Delfinado a Francia, cumplida al mediar el siglo XIV, pero aunque los nombres de los personajes induzcan a sospecharlo, el argumento se reduce a una sencillísima fábula de amor constante y perseguido, amenizada con los habituales recuerdos de las Cruzadas y el obligado cautiverio en Palestina.
No hay duda en cuanto al origen de la Historia de la linda Melosina, mujer de Remondin, la qual fundó a Lezinan y otras muchas villas y castillos por extraña manera: la qual ovo ocho hijos: los quales dellos fueron reyes y otros grandes señores por sus grandes proezas, libro impreso en Tolosa en 1489; porque los mismos impresores Juan Paris y Esteban Clebat, alemanes, declaran que «con gran diligencia le hizieron pasar de francés en castellano», y en efecto es traducción del libro de Juan de Arras, impreso en Ginebra en 1478. Hay textos del siglo XIV, en prosa y en verso, sobre el mismo asunto. Es un cuento de hadas localizado en Francia, pero que tiene grandes analogías con los del ciclo bretón y acaso procede de tradiciones célticas consignadas en algún lai.
No hemos tenido ocasión de leer el rarísimo libro Del Rey Canamor y del infante Turian su fijo; [1] pero a juzgar por el largo romance juglaresco que sobre motivos de esta novela compuso Fernando de Villarreal, [2] relatando el rapto de la infanta Floreta por el príncipe Turián, le creemos del mismo género y procedencia que los anteriores, sin ningún carácter español. A mayor
[p. 242] abundamiento tenemos el testimonio de Luis Vives, que cita entre los libros más leídos en Bélgica el de Leonella et Canamorus; Leonela es el nombre de la reina, mujer de Canamor y madre de Turián. [Cf. Ad. vol. II.]

Casi todos los libros que vamos citando convienen en ser novelas de amor, contrariado al principio y triunfante al fin, más que de caballerías y esfuerzo bélico, y seguramente eran destinados al solaz y pasatiempo de la sociedad más culta y aristocrática, especialmente de las mujeres. Compuestos al principio en el ligero metro narrativo de nueve sílabas y reducidos luego a cortos libros en prosa, hasta por su tamaño contrastaban con los cantares de gesta y con las grandes compilaciones historiales, formadas, en buena parte, de materiales poéticos. Pero al lado de estas frívolas y galantes narraciones, donde las aventuras de mar y tierra; las escenas de esclavitud y de naufragio, y a veces (como en Partinuples y en Melusina) los encantamientos y las transformaciones mágicas, sólo servían para hacer resaltar la invencible pasión de los amantes, hubo otras de tendencia moral y religiosa, consagradas a enaltecer el heroísmo de la virtud o la eficacia del arrepentimiento. Dos obras muy importantes de este género forman todavía parte de nuestra biblioteca de cordel. Una es el Oliveros de Castilla y Artús de Algarve, cuya más antigua edición conocida (Burgos, 1499) acaba de ser espléndidamente reproducida por el bibliófilo norteamericano Mr. Archer Huntington. [1] Es traducción del texto francés impreso en Ginebra, 1492, y reproduce hasta los cuarenta grabados que le exornan. [2] En el preámbulo se declara lisa y llanamente la historia de este libro, que sin razón alguna ha estado pasando por español entre los bibliófilos nacionales y forasteros: «Entre las quales ystorias fue fallada una en las corónicas del reyno de Inglaterra que se dize la ystoria de Oliveros de Castilla e de Artus d'Algarbe su leal compañero y amigo... E fue la dicha ystoria por excelencia levada en el reyno de Francia e venida en poder del generoso e famoso cavallero don Johan [p. 243] de Ceroy, señor de Chunay: el qual deseoso, del bien comun, la mando volver en comun vulgar francés... y la trasladó el honrrado varon Felipe Camus, licenciado in utroque. Y como viniesse a noticia de algunos castellanos discretos e desseosos de oyr las grandes cavallerías de los dos cavalleros y hermanos en armas pescudaron y trabajaron con mucha diligencia por ella, a cuyo ruego y por el general provecho fue trasladada de francés en romance castellano y empremida con mucha diligencia y puesto en cada capítulo su ystoria, porque fuesse más fructuosa y aplacible a los lectores y oydores». Felipe Camus es, pues, el autor o traductor francés, y no al castellano, como creyó Nicolás Antonio y han repetido otros muchos.

En Oliveros de Castilla y Artús de Algarbe hay combinación de dos temas poéticos diversos: uno es el de Amis y Amile (Amicus et Amelius), dos perfectos amigos y compañeros de armas, cuya mutua y heroica adhesión se acrisola con las más extraordinarias pruebas, llegando el uno a degollar a sus hijos para curar de la lepra al otro lavándole con la sangre de ellos, encontrándolos luego milagrosamente resucitados. Un cantar de gesta del siglo XIII, que fué refundido y amplificado en el XIV y en el XV; una leyenda latina en prosa y otra en versos hexámetros; un milagro o pieza dramática, y otras varias formas más o menos antiguas acreditan el vasto desarrollo de esta fábula. [1] Con ella entrelazó el autor del Oliveros otra igualmente popular y antiquísima, la del Muerto agradecido, fundada en la antigua costumbre jurídica de la privación de sepultura a los deudores. [2] El muerto, cuyo cadáver había rescatado Oliveros de manos de sus acreedores, se le aparece en las situaciones más críticas, y le saca triunfante de todos los peligros y de las más temerarias empresas. Nuestra literatura vulgar se apoderó de este argumento en los romances de La Princesa cautiva, y sobre él construyeron Lope de Vega sus dos comedias de Don Juan de [p. 244] Castro o hacer bien a los muertos, y Calderón la suya, El mejor amigo el muerto. [1]

Del libro francés, popular todavía, La vie du terrible Robert le diable, publicado en 1496, procede La espantosa y admirable vida de Roberto el diablo, assi al principio llamado: hijo del duque de Normandia: el qual despues por su sancta vida fue llamado hombre de Dios, impresa en Burgos, 1509, [2] cuento fantástico y devoto en que la inagotable rnisericordia divina regenera a un monstruoso pecador, engendrado por arte diabólica en castigo del temerario y sacrílego ruego de su madre. La terrible penitencia que un ermitaño le impone, obligándole a permanecer mudo, a pasar por loco y a no probar alimento alguno sin arrancarle antes de la boca de un perro, es el episodio más original y famoso de esta leyenda, que no sólo penetró en nuestro teatro, sino que en el siglo XVII recibió nueva forma novelesca en El Conde Matisio, de don Juan de Zabaleta.

En la enumeración que precede no hemos seguido orden cronológico, porque es imposible establecerle entre obras cuya fecha precisa se ignora. Creemos, sin embargo, que la mayor parte de los libros extranjeros de caballerías fueron traducidos durante el siglo XV. Algunos hay, sin embargo, de fecha positivamente [p. 245] anterior, que hemos reservado para este lugar por su mayor analogía con los del ciclo bretón.

Las más antiguas ficciones de este género que pueden leerse en castellano son sin duda las que contiene la Gran Conquista de Ultramar, vasta compilación histórica relativa a las Cruzadas, que ya hemos tenido ocasión de mencionar tratando del ciclo carolingio. No sabemos a punto fijo si el compilador tuvo a la vista algunos poemas franceses o si (como parece más verosímil) los encontró ya incorporados en una crónica en prosa, aunque ninguna de las que se conocen hasta ahora en francés corresponde exactamente con la nuestra. En torno de la primera Cruzada se había formado un ciclo épico, dividido en cinco ramas: la Canción de Antioquía, la de Jerusalén, los Cautivos, Helías y la Infancia de Godofredo de Bullón. Algunos de estos poemas eran esencialmente históricos; otros, por el contrario, habían nacido de libre invención de los juglares o eran antiguas fábulas mitológicas transformadas en leyendas heráldicas. Tal acontece con la del Caballero del Cisne (supuesto antepasado de Godofredo), a quien se dedican en la Gran Conquista más de cien capítulos, [1] que impresos aparte formarían un libro de caballerías, no de los más breves y seguramente de los más poéticos y entretenidos. En cuentos populares se encuentran esparcidos muchos de los rasgos de esta bellísima historia. La infanta Isomberta, embarcándose a la ventura en un batel que encuentra amarrado a un árbol, y dejándose ir por el mar sin velas ni remos, aporta a una ribera por donde andaba de caza el conde Eustacio. «Los canes de la caza, que andaban delante del conde, aventaron la doncella e fueron yendo hacia do ella estaba, e desque la vieron fueron contra ella, ladrando muy de recio. La infanta, con el gran miedo que hobo de los canes, [p. 246] metióse en una encina hueca que falló allí cerca; e los canes que la vieron cómo se metia ahí, llegaron a la encina e comenzaron a ladrar en derredor della. El conde, cuando vió los canes latir e ladrar tan de apriesa e tan afincadamente, creyó que algún venado tenían retraído en algún lugar, e fuese para allí do los oia; e cuando llegó, oyó las voces que la infanta daba dentro en el tronco de la encina, con el gran miedo que había de los canes que la moderian de mala gana e la comerian...» Esta situación recuerda mucho el principio del célebre romance de la Infantina. El encuentro del caballero y la bella infanta para en matrimonio, como era de suponer; pero el odio de una madrastra (tema común de folk-lore, que inspiró los romances de Doña Arbola) viene muy pronto a emponzoñar su ventura. Da a luz Isomberta, en ausencia de su esposo que había partido para la guerra, siete niños de un parto, [1] a quienes un ángel va colocando sendos collares de oro en los cuellos conforme nacen. Pero la maligna suegra hace creer a Eustacio, con un falso mensaje, que su mujer ha parido siete podencos adornados con collares de oropel o alquimia. Y no satisfecha con este embuste, manda matar secretamente a la infanta y a los siete recién nacidos. El fiel caballero Bandoval, que tenía en custodia a Isomberta, no puede resolverse a tal atrocidad y deja abandonados a los niños en un monte, donde son criados por una cierva y amparados por un ermitaño. Aun en aquel escondido asilo los descubre el odio vigilante de su madrastra, que llega a apoderarse de seis de ellos y ordena a dos escuderos, Dransot y Frongit, que los maten. Pero al tiempo de quitarles los collares se convierten en hermosísimos cisnes y desaparecen volando. La vieja condesa irritada manda a un platero hacer una copa con todos los collares para evitar que pueda deshacerse el encanto. Pero el platero, asombrado con la cantidad de oro que logra fundiendo uno de los collares, éste solo emplea en la copa, reservando los otros cinco para sí. Entretanto, los niños transformados en cisnes habían llegado a un lago muy grande e muy fondo, cerca de la ermita donde vivía el único [p. 247] hermano suyo que conservaba forma humana. Tanto él como el ermitaño se quedan asombrados del extraño cariño que les manifiestan las hermosas aves nunca vistas en aquel estanque, y se deleitan y solazan con ellas amorosamente.

A la sazón había vuelto de la guerra el conde Eustacio, y su mujer, acusada de adulterio, esperaba afrentoso suplicio en la fortaleza de Portemisa si no presentaba algún campeón que combatiese en su defensa. Sólo faltaban dos días para terminar el plazo, cuando la Providencia intervino milagrosamente en socorro de la inocencia calumniada y perseguida. Un ángel reveló en sueños al ermitaño el peligro de Isomberta y le intimó que fuese su hijo a libertarla. Así lo ejecuta el mozo, entrando al día siguiente en el palenque y venciendo y cortando la cabeza al caballero retador. Este episodio es un lugar común de todas las novelas caballerescas de decadencia, y sin ir más lejos ya le hemos encontrado en la Reina Sevilla. Más interesante es lo que se refiere al desencanto de los príncipes, que, como es de suponer, se realiza mediante los cinco collares que había reservado el artífice, pero quedando siempre encantado en forma de cisne el sexto, que se convierte desde entonces en guía y protector de su hermano.

¡Qué melancólica y dulce poesía tiene todo esto en el trozo de la crónica novelesca que vamos siguiendo!

«E este cisne, desque vió su madre, fuéle besar las manos con su pico, e comenzó a ferir de las alas e facer gran alegría e subirle en el regazo, e nunca todo el dia se queria partir della; e era tan bien acostumbrado, que nunca comia sino cuando ella, e nunca se quitaba de los hombres, e todo el dia queria estar con ellos, e no le menguaba otra cosa para ser hombre sinon la palabra e el cuerpo, que no habia de hombre, ca bien tenia entendimiento. E aquel mozo que lidió por su madre hobo esta gracia de nuestro Señor Dios sobre todas las otras gracias que él le ficiera: que fuese vencedor de todos los pleitos e de todos los rieptos que se ficiesen contra dueña que fuese forzada de lo suyo o reptada como no debia; e aquel su hermano que quedó hecho cisne, que fuese guiador de le levar a aquellos lugares do tales rieptos o tales fuerzas se facian a las dueñas, en cualquier tierra que acaesciese; e por eso hobo nombre el Caballero del Cisne, e asi le llamaban por todas las tierras do iba a lidiar, e no le dician otro nombre sino el [p. 248] Caballero del Cisne... E cuando este cisne lo levaba iban en un batel pequeño, e levábanlo en esta guisa: tomaban aquel batel e levábanlo a la mar, que era muy cerca de aquella tierra do habia el condado su padre, e desque era en la mar ataban al batel una cadena de plata muy bien fecha, e demás desto ponian al cisne un collar de oropel al cuello, e tomaba el caballero su escudo e su fierro de lanza e su espada, e un cuerno de marfil a su cuello, e desta guisa le levaba el cisne por la costera de la mar, fasta que llegaba a cualquier de aquellos rios que corriese por aquellas tierras do él hobiese a lidiar.»

El resto de la historia narra largamente las proezas del Caballero del Cisne, especialmente el desafío que tuvo en Maguncia con el duque de Sajonia Rainer, sosteniendo el reto de la duquesa de Bullón y de Lorena (asunto que Pedro del Corral transportó a Toledo en su fabulosa Crónica de Don Rodrigo), y el matrimonio que contrajo con Beatriz, hija de esta duquesa, «con tal condición que nunca le preguntase cómo había nombre ni de cuál tierra era». El interés romántico mengua mucho en esta última parte de la novela, que es algo cansada y prolija; pero se reanima con la indiscreta curiosidad de la condesa, que cual otra Psiquis quiere averiguar el nombre de su incógnito esposo y se ve castigada de igual manera, y lo que es peor, sin esperanza de redención, pues aun el hechizado cuerno de marfil que su esposo le había entregado como prenda de cariño al abandonarla, «en que había tres cercos de oro con muchas piedras preciosas e de gran virtud», tuvo el desconsuelo de vérsele arrebatar por el cisne, en pena de no haberle guardado tan limpiamente como debiera del contacto de manos profanas, «poniéndolo con los otros que estaban allí para cuando fuesen sus hombres a caza». Enciéndese a deshora un gran fuego en su palacio: los burgueses y la gente de la villa corren en tumulto a apagarle, y «cuando ellos estaban así mirando, vieron venir un cisne muy grande a maravilla volando por el aire, tan albo como una nieve. E cuando llegó al lugar del fuego voló tres veces derredor, e dió una muy gran voz, e cogió las alas, e dejóse meter por medio de la puerta del palacio, por do salía la llama mayor, e entró así, que sola una péñola no se le quemó, ni le embargó el fuego, ni le fizo ningún pesar en cosa; e tomó el cuerno de marfil con el pico por los colgadores, e salió con él por medio de [p. 249] la puerta muy desembargadamente e sin ningún peligro, e comenzóse a alzar e ir volando así con él hasta que le perdieron de vista». También de este pasaje hubo de acordarse Pedro del Corral para contar la destrucción de la Casa encantada de Toledo y la aparición del ave fatídica entre sus cenizas. No puede dudarse que la Gran Conquista dejó huella en nuestros libros indígenas de caballerías: Gayangos ha señalado frases idénticas en la historia del Caballero del Cisne y en el Amadís de Gaula, y Puymaigre sospechó que el episodio de Amadís y Briolanja pudo tener su tipo en el gran ofrecimiento que de su persona hizo al joven Gudufre de Bullón la doncella cuyas tierras había rescatado de la tiranía de Guión de Montefalcone: «Cuando la doncella vió que por Gudufre de Bullon había la tierra cobrado, cayó a los pies e pidióle merced que della e de cuanto había feciese a su voluntad; e él respondió que gelo gradescía mucho, mas que aquella lid no tomara él por amor de mujer ni por cobdicia de haber nin de tierra, salvo tan solamente por Dios e por el derecho que él creía firmemente que ella tenía. Mas pues que ella había cobrado su tierra no demandaba él más, e con aquello era él pagado». (Lib. I, cap. CLI).

No es el poema del Caballero del Cisne el único del ciclo de las Cruzadas que entró en el vasto cuadro de la Crónica de Ultramar. Al mismo género pertenecen la historia de Corbalán (Kerbogan, sultán de Mossul) y de su madre la profetisa Halabra; la de Baldovin y la sierpe; la del conde Harpin de Bourges y su combate con unos ladrones, etc. Pero ninguna está contada tan extensamente ni con tanta independencia del asunto principal de la Gran Conquista como la del Caballero del Cisne, a la cual tampoco iguala ninguna en valor legendario ni en atractivo estético. Aunque localizada por los troveros en el ducado de Cleves, la tradición mitológica en que se funda es mucho más antigua, y se la encuentra en otras partes: en una saga islandesa se supone que el Caballero del Cisne era hijo de Julio César. En Alemania hizo su triunfante aparición en 1200 con el nombre de Lohengrin, y ha sido renovado con inmensa gloria por el genio ardiente y profundo de Ricardo Wagner.

Siguen en antigüedad a las novelas contenidas en la Gran Conquista de Ultramar las que halló Amador de los Ríos en un códice de la Biblioteca del Escorial, ya citado al hablar del Noble Cuento [p. 250] del emperador Carlos Maynes. Los restantes son (prescindiendo de cuatro vidas de santos) la Estoria del rey Guillerme de Inglaterra, el Cuento muy fermoso del emperador Ottas et de la infanta Florencia su fija et del buen caballero Esmere, el Fermoso cuento de una sancta emperatriz que ovo en Roma et de su castidat y la Estoria del cavallero Plácidas, que fué después cristiano e ovo nombre Eustacio.

La primera y la última han sido publicadas con excelentes ilustraciones por el malogrado filólogo alemán Herman Knust, que ha dicho sobre sus orígenes cuanto puede decirse y averiguarse. [1] La Estoria del rey Guillerme no está traducida del poema francés de Cristián ¿de Troyes? (siglo XIII), sino de otro texto (probablemente en prosa) que se apartaba de él en algunos detalles. Versión distinta y muy amplificada es la que en el siglo XVI se imprimió con el título de Chronica del rey don Guillermo rey de Inglaterra e duque de Angeos: e de la reina doña Berta su muger: e de como por revelacion de un angel le fue mandado que dexasse el reyno e ducado e anduviesse desterrado por el mundo: e de las extrañas aventuras que andando por el mundo le avino. [2] Por el título puede colegirse ya que se trata de un libro de caballerías a lo divino, tanto que podría, si tuviera algún fundamento histórico, figurar entre las leyendas hagiográficas. Está escrita con talento y apacible sencillez, pero es mucho menos fantástica y atrevida que la de Roberto el Diablo, y el narrador abusa en demasía de las monótonas peripecias por separación y reconocimiento, de tal modo, que su libro pudiera llevar, como las Clementinas, el subtítulo de Recognitiones. Aunque puesta en Inglaterra la acción de este piadoso libro, ninguna semejanza tiene con los del ciclo bretón, y parece producto de la caprichosa fantasía de algún clérigo o poeta culto.

Todavía más profundamente hagiográfica es la Estoria del caballero Plácidas, puesto que se reduce a una traducción de la famosa leyenda de San Eustaquio, mencionada ya por San Juan [p. 251] Damasceno en el siglo VIII, inserta en el Menologio Griego del emperador Basilio en el X, y divulgada en Occidente por el Speculum Historiale de Vicente de Beauvais, por la Legenda Aurea de Jacobo de Voragine y por el Gesta Romanorum. [1]

Adolfo Mussafia, editor del Fermoso cuento de una santa emperatriz que ovo en Roma, [2] ha probado que se deriva del poema francés de Gautier de Coincy (1177-1235) sobre la emperatriz Crescentia.

De carácter mucho más profano que las historias anteriores es el cuento del emperador don Ottas, de la infanta Florencia y del caballero Esmere [3] , enmarañada selva de aventuras en que fácilmente se pierde la atención y el hilo. Su fuente es una narración poética francesa, Florence de Rome, [4] de la cual existen varias redacciones, aunque se haya perdido la primitiva, que es acaso la que mediata o inmediatamente sirvió de guía a nuestro traductor, puesto que su relato difiere bastante del de los poemas franceses del siglo XIV. Algún episodio de este cuento se halla en otras colecciones novelísticas. La Patraña 21.ª de Juan de Timoneda reproduce varias de sus peripecias, pero no están sacadas del viejo cuento, sino del Pecorone de Ser Giovanni Fiorentino (novela 1.ª de la 10.ª jornada).

Traducidas o imitadas entre nosotros las ficciones del ciclo carolingio y las que podemos llamar novelas sporádicas o independientes, no podía dilatarse mucho la invasión de los poemas del ciclo bretón, de los cuales ya en el siglo XIII pueden encontrarse en España bastantes indicios, aunque la época de su relativo apogeo fué el siglo XIV. Aquella nueva y misteriosa literatura que de tan extraña manera había venido a renovar la imaginación occidental, revelándola el mundo de la pasión fatal, ilícita o [p. 252] quimérica, del amoroso devaneo y del ensueño místico; el mundo tentador y enervante de las alucinaciones psicológicas y del sensualismo musical y etéreo, de la vaga contemplación y del deseo insaciable; el mundo de los mágicos filtros que adormecen la conciencia y sumergen el espíritu en una atmósfera perturbadora, no tenía sus raíces ni en el mundo clásico, aunque a veces presente extraña analogía con algunos de sus mitos, ni en el mundo germánico, que engendró la epopeya heroica de las gestas carolingias . Otra raza fué la que puso el primer germen de esta poesía fantástica, ajena en sus orígenes al cristianismo, ajena a las tradiciones de la Edad Media, poesía de una raza antiquísima y algún tiempo dominante en gran parte de Europa, pero a quien una fatalidad histórica llevó a ser constantemente vencida y a mezclarse con sus vencedores, siendo muy pocos los puntos en que conserva su nativa pureza, su lengua y el confuso tesoro de las leyendas y supersticiones de su infancia. Los celtas de las Galias y de España fueron asimilados por la conquista romana, pero no aconteció lo mismo en la Gran Bretaña, donde tal conquista fué muy incompleta, y hasta se abandonó del todo en los últimos días del Imperio, recobrando su independencia el elemento indígena y afirmándola en terribles luchas con los invasores sajones, que sólo al cabo de sesenta años (450-510) llegaron a prevalecer en la antigua provincia romana, obligando a emigrar a una parte de los bretones insulares, los cuales, atravesando el canal de la Mancha, fueron a establecerse en la parte occidental de la península de Armórica, que tomó desde entonces el nombre de Bretaña, y rechazando el resto de la población céltica a las comarcas de Oeste y Sudoeste de la isla (país de Gales y de Cornwal). A este período belicoso y heroico, en que se afirmó el sentimiento de la nacionalidad céltica, por lo mismo que estaba próxima a sucumbir para siempre, se atribuye la primera explosión del genio épico de los bretones, prescindiendo de más oscuros y remotos orígenes, en que han fantaseado grandemente los celtistas, así galeses e irlandeses como franceses. [1] A esta primitiva epopeya, que hubo de apropiarse [p. 253] la poesía mitológica que antes existiera y transformarla en histórica según el natural proceso del género, se remonta el nombre del rey Artús o Arturo, vencedor de los sajones en doce batallas, mencionado ya en un libro latino del siglo X, la Historia Britonum, que lleva el nombre de Nennio.

La conquista de Inglaterra por los normandos vino a vengar a los bretones de sus antiguos opresores y a ponerlos en contacto con un nuevo pueblo, brillante e inteligente, amigo de cuentos y canciones y que poseía ya una epopeya nacional en plena eflorescencia. La rota o arpa pequeña de los cantores irlandeses resonó muy pronto en los festines de los barones venidos de Francia, y como acontece siempre, la música sirvió de vehículo a la poesía, despertando en los oyentes el deseo de conocer el sentido de las palabras. Establecida cierta especie de fraternidad entre bretones y normandos, gracias al odio común contra los sajones, quisieron los segundos conocer las tradiciones de los primeros, y muy [p. 254] pronto aparecieron en lengua latina obras de supuesto carácter histórico, pero llenas en realidad de ficciones poéticas, las cuales se suponían traducidas de antiquísimos libros gaélicos, y en mucha parte por lo menos debían de fundarse en cantos populares y en tradiciones no cantadas. Jofre de Monmouth, obispo de San Asaph (+ 1154), fué el principal creador de esta pseudohistoria, y por decirlo así el Turpin de esta nueva epopeya.

Suya parece haber sido la invención del personaje de Merlín y de sus profecías amplificando las predicciones de un cierto Ambrosio, citadas por el supuesto Nennio, y aprovechando el nombre mitológico de un antiguo poeta, y encantador, llamado por los celtas Myrdhin. Pero el héroe principal de su Historia regum Britanniae es el rey Artús, hijo de Uterpendragón, cuyas hazañas habían venido acrecentándose monstruosamente de boca en boca, y que aquí aparece ya, no sólo como vencedor de los sajones y dominador de toda Inglaterra, sino también de Escocia, Irlanda, Noruega y otros muchos países combatidos y allanados por sus invencibles caballeros, que hasta de la misma Roma se hubieran hecho dueños a no ser por la traición de Morderete, sobrino de Artús, que se rebeló contra él durante su ausencia y quiso usurparle su corona. Trábase sangrienta lid entre Morderete y Arturo, y sucumbe el primero; pero el segundo, mortalmente herido también, es trasladado por las hadas a la isla de Avalón, donde permanece oculto hasta el día en que volverá a rescatar su pueblo y a llenarle de gloria. Extraño mesianismo céltico, que en nuestra Península vemos reproducido en la creencia popular portuguesa relativa al rey don Sebastián.

Considerada la Crónica de Jofre de Monmouth como un libro histórico, y tenidas por auténticas las profecías de Merlín que su inventor hizo llegar hasta 1135, continuaron haciéndose de ellas aplicaciones a los sucesos contemporáneos, y los oscuros vaticinios del profeta cámbrico fueron consultados por muchas almas crédulas y supersticiosas con la misma fe que los oráculos de las Sibilas. El trabajo del obispo de San Asaph no es la fuente inmediata de los poemas franceses del ciclo bretón, que en su mayor parte se derivan de la tradición popular y no de la erudita; pero de ésta procede otro género de narraciones métricas, como el Bruto de Roberto Wace (1155), que no son sino la propia [p. 255] Historia regum Britanniae puesta en verso francés. El número y variedad de estas traducciones indica la celebridad del libro, siendo de notar además que la leyenda bretona se va enriqueciendo con nuevos elementos poéticos al pasar por estos intérpretes y refundidores. Así, la Tabla Redonda, de que Monmouth no habla todavía, está ya en el Bruto de Wace.

Pero el verdadero camino por donde penetraron en el arte vulgar las fábulas de los bretones fué aquel género de poesía lírica, conocida con el nombre de lays de Bretaña, que conservaban no sólo las melodías, sino los temas de las antiguas canciones célticas, aunque estuviesen ya redactados en lengua francesa, que era la lengua oficial y cortesana de Inglaterra después de la conquista normanda. Sobre ellos dejaremos hablar al crítico más profundo y mejor informado de la literatura de Francia en la Edad Media, porque su hábil resumen caracteriza con pocos rasgos estos interesantes poemas. [1]

«Tenemos unos veinte lays en versos de ocho sílabas (para nosotros de nueve), de los cuales quince por lo menos fueron compuestos por una mujer, María de Francia, que habiéndose establecido en Inglaterra, donde aprendió el bretón o por lo menos el inglés (puesto que estos lays de Bretaña parecen haber sido adoptados ya por los sajones), puso en versos amables y sencillos algunos de estos dulces relatos durante el reinado de Enrique II (Plantagenet). Son fábulas de aventuras y de amor, en que intervienen con frecuencia hadas, maravillas, transformaciones; se habla más de una vez del país de la inmortalidad, a donde las hadas conducen y retienen cautivos a los héroes; se menciona a Artús, en cuya corte suele ponerse la escena, y también a Tristán. Pueden descubrirse allí vestigios de una antigua mitología, por lo común mal comprendida y casi imposible de reconocer; reina en general un tono tierno y melancólico, al mismo tiempo que una pasión desconocida en las canciones de gesta; por otra parte, los personajes de los cuentos célticos aparecen transformados en caballeros y damas. Los más célebres o los más bellos de los lays de María son los de Lanval (un caballero amado por un hada, [p. 256] que acaba por llevarle a sus misteriosos dominios), de Iwenec (que viene a ser el cuento de El Pájaro Azul), del Fresno (emparentado con la historia de Griselidis), de Bisclavret (que es una historia de licantropía), de Tidorel (amores de una reina con un misterioso caballero del lago), de Eliduc (doble amor de un caballero, resurrección de una de sus dos amigas y resignación de la otra), de Guingamor (estancia de un caballero en el país de las hadas, donde trescientos años se le pasan como tres días), de Tiolet (historia del matador de un monstruo, a quien un rival quiere arrebatar por fraude el premio de su victoria; relato ya conocido en la epopeya griega), de Milón (combate de un padre contra su hijo), etc. Entre los lays que no son de María (algunos más antiguos que los suyos) citaremos Graelent (el mismo asunto que Lanval), Melion (asunto semejante al de Bisclavret), Guiron e Ignaura (que desarrollan el tema del marido celoso que hace comer a su esposa el corazón de su amante), el Cuerno en que no podían beber más que los maridos de las mujeres fieles (encantador poemita, en la forma rara de versos de seis sílabas (siete), compuesto en el siglo XII por el anglonormando Roberto Biket; el cuento del manto corto es una variante del mismo tema, rimada más tarde en Francia), etc.»

Aunque en tesis general no puede dudarse que los lays de Bretaña son la célula lírica de los poemas del ciclo de la Tabla Redonda, es cierto que con los lays existentes ahora no se explica ninguno de los grandes ciclos: hay que suponer otros muchos cantos que se perdieron. Ya en 1150 estaba formada y al parecer completa la leyenda de Tristán, sobre la cual se compuso en Inglaterra el poema de Béroul, del cual se conservan fragmentos, que en muchas cosas difieren de la versión alemana hecha en 1175 por Eilhart de Oberg, lo cual demuestra que éste se valió de un original distinto. Como otros muchos héroes de la epopeya céltica, Tristán de Leonís tiene orígenes mitológicos, y es patente la semejanza de algunas de sus aventuras con las que atribuyeron los griegos a Teseo. Así como éste triunfó del Minotauro que infestaba el Atica exigiendo tributo de mancebos y doncellas, así Tristán combate al monstro irlandés (el Morhout) que exigía igual tributo del país de Cornualles. Por una funesta equivocación del piloto de la nave de Teseo, que trocó la vela blanca por la negra, [p. 257] se precipita su padre Egeo en las ondas del mar a que dió su nombre; por una equivocación semejante de Tristán, engañado por su celosa mujer, se extingue en él el aliento vital que a duras penas conservaba, y expira antes que Iseo llegue al puerto. Ni son estas solas las semejanzas clásicas: el rey Marco tiene orejas de caballo, como Midas orejas de asno, y el secreto del primero es revelado por su enano, como el del segundo por su barbero. El arco de Tristán es infalible y no yerra nunca el blanco, como el de Céfalo. Y hasta la muerte de Iseo sobre el cadáver de Tristán recuerda la de Enone sobre el cadáver de París en circunstancias muy análogas. Tan extraordinarias analogías no pueden explicarse de ninguna manera por una comunicación literaria que sería enteramente inverosímil, ni acaso tampoco por la simple transmisión oral, que tantos casos de folklore resuelve, sino que es preciso recurrir a la antigua pero todavía no arruinada hipótesis que reconoce un fondo común de mitos y tradiciones en la raza indoeuropea antes de la separación de helenos y celtas.

Pero muchos de estos elementos son adventicios y ninguno es esencial en la leyenda. Sea o no Tristán un dios solar; sean o no los dos Iseos representación simbólica del día y de la noche, o del verano y del invierno (según la cómoda y pueril teoría que por tanto tiempo sedujo y extravió a los cultivadores de la mitología comparada), lo que importa en él es la parte humana de la leyenda: su amor y sus desdichas; el filtro mágico que bebió juntamente con la rubia Iseo y que determinó la perpetua e irresistible pasión de ambos, mezcla de suprema voluptuosidad y de tormento infinito; la vida solitaria que llevan en el bosque; la herida envenenada que sólo Iseo podría curar; la apoteosis final del amor triunfante sobre los cuerpos exánimes de los dos amantes enlazados en el postrer abrazo y no separados ni aun por la muerte, puesto que se abrazan también las plantas que crecen sobre sus sepulturas.

«En el concierto de mil voces de la poesía de las razas humanas (ha dicho admirablemente Gastón París), el arpa bretona es la que da nota apasionada del amor ilegítimo y fatal, y esta nota se propaga de siglo en siglo, encantando y perturbando los corazones de los hombres con su vibración profunda y melancólica... Una concepción del amor, tal como no se encuentra antes en [p. 258] ningún pueblo, en ningún poema; del amor ilícito, del amor soberano, del amor más fuerte que el honor, más fuerte que la sangre, más poderoso que la muerte; del amor que enlaza dos seres con una cadena que todos los demás y ellos mismos no pueden romper; del amor que los sorprende a pesar suyo, que los arrastra al crimen, que los conduce a la desdicha, que los lleva juntos a la muerte, que les causa dolores y angustias, pero también goces y delicias incomparables y casi sobrehumanas; esta concepción dolorosa y fascinadora nació y se realixó entre los celtas en el poema de Tristán e Iseo.» [1]

Hemos dicho que nada subsiste de los textos primitivos de esta leyenda; pero la rudeza de algunos detalles y la ausencia de todo rasgo de cristianismo permiten atribuirla remota antigüedad, inclinándose el mismo G. Parí a creer que recibió su última forma céltica en el siglo X. Los poetas franceses del siglo XII no le prestaron más que la lengua, y hasta parece seguro que se inspiraron en poemas ingleses intermedios; el nombre mismo de Lovedranc, dado a la fatal bebida, indica este origen, confesado además por el traductor anglo-normando del poema Waldef. Aunque nada quede de los lais de Tristán, consta no sólo que existieron y que eran tenidos por los mejores, sino que se atribuían al mismo Tristán, a quien la tradición proclamaba el más diestro tañedor de arpa y de rota, al mismo tiempo que el primer corredor y luchador, el primer esgrimidor de espada y tirador de arco, el más diestro de los cazadores y el más hábil en cortar y preparar la carne de las bestias muertas en la caza. En inglés estaba el lai del gotelef que recogió María de Francia, y en que el mismo Tristán compara su amor y el de Iseo con el indestructible entrelazamiento de la madreselva y el avellano, comparación poética que acaso explica uno de los episodios más bellos entre los que fueron sobreponiéndose al núcleo de la leyenda. Otros dos lais, al parecer posteriores, contienen en germen el episodio de la locura de Tristán. Fuese únicamente por Inglaterra, fuese también por la Bretaña [p. 259] francesa y por medio de los cantores de la península armoricana (lo cual es verosímil, pero no se ha probado hasta ahora), al siglo XII hay que referir la plena eflorescencia de esta historia de amor y su difusión universal, atestiguada no sólo por los poemas franceses, sino por las referencias de los trovadores provenzales y por las traducciones en alemán y noruego. Hemos mencionado ya los fragmentos del poema de Béroul y la imitación alemana de su texto perdido; tampoco se conserva el poema de Cristián de Troyes, que fué el más fecundo de los autores de este período. Pero existe, y es la obra más bella de este ciclo y una de las más bellas de la poesía de la Edad Media, el poema del anglo-normando Tomás, que dice fundarse en el relato de un bretón, llamado Breri. El poema de Tomás, aunque escrito en francés (como era de rigor entonces) representa lo que G. París llama la versión inglesa en oposición a la francesa, a la cual pertenecen no sólo los textos citados hasta ahora, sino la prolija novela en prosa, amplificada y refundida varias veces durante el siglo XIII, y hasta las representaciones frecuentes de episodios de este ciclo en obras de la escultura y de las artes decorativas, especialmente en cofres y espejos. Pero el poema de Tomás, aunque menos divulgado, tiene un valor estético muy superior por el profundo sentimiento que en él rebosa, y ha logrado una fortuna, si menos popular, no menos envidiable. Ninguno de los cinco manuscritos que se conservan de él ofrece un texto completo; pero conocemos íntegra su materia poética por la traducción en prosa noruega que hizo en 1226 el monje Roberto para uso del rey Hakon; por otra en verso inglés del siglo XIV, y sobre todo por el poema alemán de Gotfrido o Gotofredo de Strasburgo, en el cual se inspira el genio sombrío y tempestuoso de Ricardo Wagner para la obra inmortal que con más fascinador y penetrante hechizo consagra las nupcias del amor y la muerte. En el enorme libro de caballerías francés (al cual sirvió de base el poema perdido de Cristián), la historia de Tristán es una anécdota galante y liviana, propia para entretener los ocios de una sociedad culta y mal avenida con la rigidez de los deberes conyugales; la melancólica leyenda céltica se reduce casi a un fabliau, más tierno y menos picante que otros, envuelto en ciertas nubes de galantería equívoca, esbozándose ya los convencionales tipos del perfecto amador y de la perfecta dama. En [p. 260] Tomás y sus imitadores la parte trágica de la leyenda recobra su dolorosa eficacia, que en el arte místico-sensual de Wagner llega hasta los linderos de la conmoción patológica: escollo inevitable en la profunda inmoralidad del asunto, que es, dicho sin ambajes, no sólo la glorificación del amor adúltero y de la pasión rebelde a toda ley divina y humana, sino la aniquilación de la voluntad y de la vida en el más torpe y funesto letargo, tanto más enervador cuanto más ideal se presenta.

Además de esta febril poesía del delirio amoroso, trajeron a la literatura moderna los cuentos de la materia de Bretaña un nuevo ideal de la vida que se expresa bien con el dictado de Caballería andante . Los motivos que impulsaban a los héroes de la epopeya germánica, francesa o castellana, eran motivos racionales y sólidos, dadas las ideas, costumbres y creencias de su tiempo; eran perfectamente lógicos y humanos, dentro del estado social de las edades heroicas. Los motivos que guían a los caballeros de la Tabla Redonda son, por lo general arbitrarios y fútiles; su actividad se ejercita o más bien se consume y disipa entre las quimeras de un sueño; el instinto de la vida aventurera, de la aventura por sí misma, los atrae con irresistible señuelo; se baten por el placer de batirse; cruzan tierras y mares, descabezan monstruos y endriagos, libertan princesas cautivas, dan y quitan coronas, por el placer de la acción misma, por darse el espectáculo de su propia pujanza y altivez. Ningún propósito serio de patria o religión les guía; la misma demanda del Santo Grial dista mucho de tener en los poemas bretones el profundo sentido místico que adquirió en Wolfram de Eschembach. La acción de los héroes de la Tabla Redonda es individualista, egoísta, anárquica. Aunque la corta del rey Arturo sirva materialmente de centro, esta agrupación es exterior y ficticia; al principio cada uno de estos lais gozaba de vida independiente. El caballero de los leones, el de las dos espadas, Erec, Fergus, Ider, Guinglain, hijo de Gauvain, y tantos otros tenían cada uno su biografía aparte, pero no todas llegaron al punto de desarrollo que la de Tristán, la de Perceval y la de Lanzarote. [1] En todas ellas se describe un mundo caballeresco y [p. 261] galante, que no es ciertamente el de las rudas y bárbaras tribus célticas a quienes se debió el germen de esta poesía, pero que corresponde al ideal del siglo XII, en que se escribieron los poemas franceses, y al del XIII, en que se tradujeron en prosa; mundo ideal, creado en gran parte por los troveros del Norte de Francia, no sin influjo de las cortes poéticas del Mediodía, donde floreció antes que en ninguna parte la casuística amatoria y extendió su vicioso follaje la planta de la galantería adulterina. Pero si era cosa corriente entre los trovadores y las grandes damas de Provenza la teoría del amor cortés y su incompatibilidad con el matrimonio, y es cierto que esta liviana tendencia se asoció de buen grado a las narraciones bretonas, en que casi siempre ardía la llama del amor culpable, nunca esos frívolos devaneos pueden confundirse con la intensa y desgarradora pasión que sólo el alma céltica parece haber poseído en el crepúsculo de las nacionalidades modernas. Lo accesorio, lo decorativo, el refinamiento de las buenas maneras, las descripciones de palacios, festines y pasos de armas, la representación de la corte del rey Artús, donde toda elegancia y bizarría tiene su asiento, es lo que pusieron de su cuenta los imitadores, y lo que por ellos trascendió a la vida de las clases altas, puliéndola, atildándola y afeminándola del modo que la vemos en los siglos XIV y XV. Los nuevos héroes diferían tanto de los héroes épicos como en la historia difieren el Cid y Suero de Quiñones. Y aun vinieron a resultar más desatinados en la vida que en los libros, porque los paladines de la postrera Edad Media no tenían ni la exaltación imaginativa y nebulosa, ni la pasión indómita y fatal, ni el misterioso destino que las leyendas bretonas prestaban a los suyos, y de que nunca, aun en las versiones más degeneradas, dejan de encontrarse vestigios.

El más fecundo de los poetas que en Francia explotaron durante el siglo XII la materia de Bretaña fué Cristián de Troyes, que además de su Tristán, ya citado, y de otros poemas como Erec, [p. 262] Cliges, Ivain o el caballero del León, compuso por los años de 1170 el Cuento de la carreta o de Lancelot (Lanzarote), cuyo asunto le había comunicado la condesa María de Champagne, hija del rey de Francia Luis VII y de la reina Leonor de Poitiers, y en 1175, Perseval o el Cuento del Graal, valiéndose de un libro anglonormando que le había prestado Felipe de Alsacia, conde de Flandes. Ambas ficciones se cuentan entre las más célebres y capitales de este ciclo, y no contribuyó poco a vulgarizarlas el talento de estilo con que las refirió Cristián, que pasa por el mejor poeta francés de su tiempo.

Perceval, así en los cuentos bretones y anglonormandos como en el poema de Cristián de Troyes, que terminó después de él Godofredo de Lagni, distaba mucho de tener el sentido religioso y la transcendencia que luego alcanzó, especialmente en el gran poema que los alemanes se atreven a colocar muy cerca de la Divina Comedia. En uno de los mabinogion gaélicos, el de Peredur, hay ciertamente una lanza misteriosa, de la cual manan tres gotas de sangre, y una vasija o plato grande en que nada la cabeza ensangrentada de un hombre; pero estos fúnebres objetos, cuya declaración se hace sólo al final de la leyenda, no envuelven ningún enigma religioso; con la lanza fué herido un tío de Peredur, y la cabeza era la de uno de sus primos, inmolado por las hechiceras de Kerlow. En un poema inglés del siglo XIV, Sir Percivall, derivado probablemente de otro anglonormando mucho más antiguo, no hay el menor rastro del plato ni de la lanza y la historia es mucho más sencilla. Perceval, educado por su madre lejos del mundo y en la ignorancia de la vida caballeresca, para librarle de la triste suerte de su padre, muerto en un torneo por su émulo el caballero Rojo, monta un día en pelo una yegua salvaje, y armado de una azagaya o dardo escocés de los más rudos se dirige a la corte del rey Artús, toma venganza del matador de su padre, y después de extraordinarias aventuras se casa con una princesa a quien había libertado de sus enemigos, y rescata a su madre aprisionada por las artes de un maligno encantador. El Perceval inglés es un poema biográfico, y todo el interés consiste en la pintura del campeón salvaje y su repentina aparición en la corte de Artús, con circunstancias que recuerdan algo las mocedades de Roldán en leyendas carolingias muy tardías.

[p. 263] Cristián de Troyes siguió una versión mucho más parecida al mabinogion céltico, pero no sabemos lo que pensaba hacer con el plato y la lanza que Perceval encontró en el castillo del rey Pescador, el cual no podía ser curado de su dolencia mientras un novel caballero no le interrogase sobre el sentido de aquellos objetos. Perceval, que debía de ser muy poco curioso, no le preguntó nada, y como Cristián de Troyes no acabó su poema, dejó abierto el campo a todas las continuaciones posibles. Hubo una de autor anónimo, que más que historia de Perceval es historia de Gauvain (Galván), sobrino del rey Artús. Otra, de Gaucher de Dourdan, quedó incompleta también y recibió nada menos que tres finales diferentes, entre los que obtuvo la preferencia de los lectores el de un poeta llamado Mennesier, que por los años de 1220 dedicó su trabajo a la condesa Juana de Flandes. Unidas estas continuaciones a otra de Gerberto de Montreuil, llegan en algunos manuscritos al enorme número de 63.000 versos. En estos rapsodas que prosiguieron la obra de Cristián de Troyes se presenta, aunque no enteramente desarrollada, la interpretación religiosa del santo Graal. Perceval encuentra en Viernes Santo una compañía de piadosos varones, que le exhortan a hacer penitencia de sus pecados y vida mundana; se confiesa con un ermitaño, que resulta ser su tío materno, y siguiendo sus instrucciones vuelve al castillo del rey Pescador, que, contestando a sus preguntas, le declara todas las maravillas de la lanza sangrienta y del plato misterioso. Muere a poco tiempo, y Perceval hereda tan prodigiosos objetos, con los cuales se retira a una ermita, donde hace austera penitencia, hasta que el día mismo de su muerte son arrebatados milagrosamente a los cielos la lanza y el Graal, sin que después se los haya vuelto a ver en la tierra. La leyenda dió un paso más cuando uno de los autores e interpoladores de la primera continuación identificó la lanza con la de Longinos, y afirmó que el Graal era el vaso en que José de Arimatea había recogido la sangre del Crucificado. De aquí procedían todas sus virtudes milagrosas: tenía el don de curar las heridas, de llenarse de los manjares más exquisitos a voluntad de su dueño, y finalmente, procuraba todos los bienes de la tierra y del cielo; pero para acercarse a él era menester estar en gracia, y sólo un sacerdote podía declarar sus maravillas. En el pensamiento de los troveros el Graal parece [p. 264] haber sido un símbolo eucarístico. La caldera mágica de los bretones nada tiene que ver con ella, ni es posible admitir la hipótesis de Villemarqué, repetida por Renán, según los cuales el Graal primitivo era una supervivencia de la antigua mitología, una especie de símbolo francmasónico, que se conservó en el país de Gales mucho tiempo después de la predicación del Evangelio y que luego se fué cristianizando lentamente dentro de la misma raza kímrica. Porque la verdad es que ni los mabinogion bretones ni los más antiguos poemas franceses presentan indicios de semejante transformación, ni encierran nada que no sea esencialmente profano. La metamorfosis de Perceval en caballero espiritual no se cumplió hasta principios del siglo XIII, y no puede contarse entre las creaciones originales del genio céltico, mientras no se pruebe mejor que lo ha sido hasta ahora la existencia de una visión sobre José de Arimatea y el plato de la Cena, escrita en el siglo VIII por un ermitaño bretón.

El desarrollo completo de la leyenda del Santo Graal se encuentra en una especie de trilogía compuesta por Roberto de Borón, poeta del siglo XIII, nacido en el Franco-Condado. En la primera parte (José de Arimatea) narra el origen, consagración y prodigiosas virtudes de la santa reliquia; en la segunda (Merlín) convierte en verídico profeta a este hijo del diablo y le hace anunciar las maravillas futuras; en la tercera refiere cómo Perceval hizo la demanda y conquista del plato sagrado, y cómo éste fué transportado al cielo después de su muerte. Se ha perdido el tercero de estos poemas y gran parte del segundo, pero queda de todos ellos una redacción en prosa. Lo mismo sucede con otra Demanda del Santo Graal, de autor anónimo, en que intervienen, además de Perceval, Gauvain y Lanzarote, sin que ninguno de ellos, por sus aventuras mundanas, pueda alcanzar la posesión de la sagrada reliquia, reservada sólo para la pureza de Perceval. Pero no faltó quien le despojase de esta palma en favor de Galaad, hijo de Lanzarote, y hubo una nueva Demanda del Santo Graal, falsamente atribuída a Roberto de Borón, y de la cual tendremos que volver a hablar, porqué fué traducida al portugués y se incorporó también con el Lanzarote castellano, y uno y otro con el Merlín.

De intento hemos prescindido del poema de Wolfram de Eschembach, porque fué enteramente desconocido fuera de los países [p. 265] germánicos y por ser obra de altísima y soberana originalidad en todo lo que no es imitado o traducido de Cristián de Troyes, único modelo francés que parece haber tenido presente, puesto que el provenzal Kyot, a quien cita, puede ser un personaje imaginario. Wolfram se apoderó del cuento céltico para transformarlo, creando una epopeya mística, que es, sin duda, una de las más poderosas inspiraciones de la poesía cristiana, y sea cual fuere la rudeza de la forma, una de las pocas obras de la Edad Media que tienen valor perenne y universal. Parece indudable que en la milicia que custodiaba el Santo Graal en el castillo de Montsalvatge, quiso representar el poeta alemán la Orden de los Templarios; pero el símbolismo de la obra es mucho más transcendental y solemne, puesto que abarca la totalidad del destino humano, con los misterios del pecado original, de la Redención y de la presencia real de Cristo en la Eucaristía. El poeta, lleno a la vez de pavor y reverencia, no toca directamente tan altas materias; huye de exponer el dogma teológico; sus representaciones, figuras y alegorías pertenecen al mundo corpóreo, pero aparecen bañadas por un reflejo de aquella luz sobrenatural que Perceval vió en el castillo del rey Amfortas salir de un disco formado de una sola piedra preciosa, más rutilante que el sol. Sólo en las profundidades del alma germánica, sedienta siempre de lo infinito, pudo renovarse así y florecer con tal espléndida primavera poética lo que en su origen había sido poco más que un cuento de hechicerías. La influencia grave y religiosa del poema de Wolfram de Eschembach, que fué muy leído y admirado por los románticos alemanes, no fué indiferente en la reacción religiosa del primer tercio del siglo XIX; penetró en sus imitadores, hasta en los menos ortodoxos, y puso su sello en la última de las obras de Wagner, que es, sin duda, la menos pesimista y la más luminosa y serena de todas las suyas: el drama de Parsifal, expresión artística de su doctrina de la regeneración.

El tercero de los grandes temas de la epopeya bretona fué el de Lanzarote y Ginebra. Las raíces de esta leyenda se ocultan en el subsuelo de la mitología céltica como las del Tristán. Lanzarote del Lago (Lancelot), libertando a la reina Ginebra, robada por «el rey del país de donde nadie vuelve», es decir, por el rey de los muertos, y teniendo que atravesar para ello un río de fuego, sobre [p. 266] un puente tan estrecho como el filo de una espada, recuerda en seguida el rapto de Proserpina por Platón, el descenso de Teseo y Piritoo a los infiernos. Pero ese sentido se borró muy pronto, y Lanzarote quedó convertido en un personaje enteramente humano, uno de tantos héroes de la Tabla Redonda, criado par una hada o dona del lago, de quien tomó el nombre. Un poema anglo-normando, del cual sólo se conoce una traducción alemana hecha a fines del siglo XII por Ulrico de Zatzikhoven, contó sus aventuras en las ciudades de Limors y Chadilimort y sus amores con las bellas princesas Ada e Iblis, sin mentar para nada a la reina Ginebra. Esta debió su celebridad a Cristián de Troyes, que en su Roman de la Charrette, comenzado en 1190, y que terminó Godofredo de Lagni, concedió largo espacio a la relación de aquellos adúlteros amores. El título del poema se funda en el célebre episodio de haber subido Lanzarote a una carreta para ir en seguimiento de la reina, siendo tal género de vehículo deshonroso desde el punto de vista caballeresco. La novela de Lanzarote en prosa francesa, compuesta a principios del siglo XIII, tiene por base el poema de Cristián de Troyes, pero muy amplificado con ayuda de la crónica latina de Monmouth y con otros libros, hasta formar una historia seguida de la Tabla Redonda, que termina con la última batalla en que desapareció el rey Artús y con el hundimiento de su reino y corte poética. En 1220 este Lanzarote prosaico fué refundido e incorporado con el Merlín y con una de las Demandas del Santo Grial, aquella en que el protagonista es Galaad, hijo de Lanzarote, soldándose así, de un modo artificial, ambos temas, que eran de todo punto independientes al principio. Esta redacción es la que en algunos manuscritos lleva el nombre del célebre arcediano de Oxford Gualtero Map, a quien también se han atribuído, con más o menos fundamento, gran número de poesías latinas rítmicas, del género satírico y goliárdico. Pero en cuanto a los libros de caballerías citados, todo induce a creer que fueron escritos en Francia y no en Inglaterra, y en fecha muy posterior a Gualtero Map, que murió a fines del siglo XII.

Mencionaremos, finalmente, por la rara circunstancia de haberse perdido el texto francés y conservarse sólo una versión española, que citaremos luego, el Baladro del sabio Merlín (conte du brait), atribuído a un tal Elías de Borón. Toma su nombre este [p. 267] libro del baladro o grito espantoso que dió Merlín al encontrarse encantado y encerrado en un espino por las males artes de su amada Viviana.

Puede decirse que toda esta enorme literatura estaba completa a mediados del siglo XIII y empezaba a ser organizada en vastas compilaciones. Por los años de 1270, el italiano Rusticiano, de Pisa (de quien es una de las redacciones del viaje de Marco Polo), hizo en prosa francesa un extracto de todos los poemas de este ciclo, la cual fué muy pronto traducida al italiano. El entusiasmo con que fueron recibidos allí igualó al que antes habían despertado la epopeya del Norte de Francia y la poesía lírica de Provenza:

       Versi d'amore e prose di romzi...
       
Dante (De vulgari eloquentia) alega como privilegio de la «fácil, deleitable y vulgar lengua de oil», el cultivo de la prosa y lo mucho que en ella se había traducido, así las gestas de Romanos y Troyanos como las bellísimas aventuras (ambages pulcherrimae) del rey Artús. [1] Su maestro Bruneto Latini tomaba del Tristán ejemplos de estilo. Finalmente, el efecto trastornador de la muelle y lánguida poesía de dichos libros, no en vano mirados con recelo por los antiguos moralistas, quedó consignado para la inmortalidad con rasgos de fuego en el episodio de Francisca de Rímini:

           Noi leggevamo un giorno per diletto
       di Lancilotto come amor lo strinse...
           Per piú fiate gli ochi ci sospinse
       quella lettura e scolorocci 'l viso...
           Quando leggemmo il disiato riso
       Esser baciato da cotanto amante...
           Galeotto fu il libro e chi lo scrisse:
       quel giorno più non vi leggemmo avante.

Menos rápida que en Italia, y mucho menos, por supuesto, que en el centro de Europa, fué la introducción de estas ficciones en España. Oponíanse a ello, tanto las buenas cualidades como los
[p. 268] defectos y limitaciones de nuestro carácter y de la imaginación nacional. El temple grave y heroico de nuestra primitiva poesía; su plena objetividad histórica; su ruda y viril sencillez, sin rastro de galantería ni afeminación; su fe ardiente y sincera, sin mezcla de ensueños ideales ni resabios de mitologías muertas (salvo la creencia, no muy poética, en los agüeros), eran lo más contrario que imaginarse puede a esa otra poesía, unas veces ingeniosa y liviana, otras refinadamente psicológica o peligrosamente mística, impregnada de supersticiones ajenas al cristianismo, la cual tenía por teatro regiones lejanas y casi incógnitas para los nuestros; por héroes, extrañas criaturas sometidas a misterioso poder; por agentes sobrenaturales, hadas, encantadores, gigantes y enanos, monstruos y vestiglos nacidos de un concepto naturalista del mundo que nunca existió entre las tribus ibéricas o que había desaparecido del todo; por fin y blanco de sus empresas, el delirio amoroso, la exaltación idealista, la conquista de fantásticos reinos, o a lo sumo la posesión de un talismán equívoco, que lo mismo podía ser instrumento de hechicería que símbolo del mayor misterio teológico. Añádase a esto la novedad y extrañeza de las costumbres, la aparición del tipo exótico para nosotros del caballero cortesano; el concepto muchas veces falso y sofístico del honor, y sobre todo esto el nuevo ideal femenino: la intervención continua de la mujer, no ya como sumisa esposa ni como reina del hogar, sino como criatura entre divina y diabólica, a la cual se tributaba un culto idolátrico, inmolando a sus pasiones o caprichos la austera realidad de la vida; con el perpetuo sofisma de erigir el orden sentimental en disciplina ética y confundir el sueño del arte y del amor con la acción viril.

Las precedentes observaciones se aplican, no solamente a Castilla, sino a Cataluña, donde tampoco arraigó esta alambicada y galante caballería, a pesar de ser conocidos allí desde antiguo los asuntos del ciclo bretón, gracias a la poesía de los trovadores provenzales, algunos de los cuales tuvieron a Cataluña por patria. Basta recordar la célebre poesía de Giraldo de Cabrera, dirigida al juglar Cabra por los años de 1170 (reinado de Alfonso II de Aragón), en la cual se enumeran las narraciones poéticas más en boga, para encontrar, a la vez que alusiones a la música de los Bretones:

        [p. 269] Non sabz finir
       Al mieu albir,
       A tempradura de Breton,

expresamente designados, varios temas de este ciclo: el de Erec, que conquistó el gavilán:

       Ni sabs d'Erec
       Con conquistec
       L'espervier for de sa rejon...

el de Tristán e Iseo:

       Ni de Tristan
       C'amava Iceut a lairon...

el de Gauvain:

       Ni de Gauvaing
       Qlli ses conpaing
       Fazia tanta venaison...
       
y probablemente el de Lanzarote, aunque está menos claro:

       Ni d'Arselot la contençon... [1]

Pero a pesar de estas y otras varias referencias, tanto en la poesía provenzal como en la catalana propiamente dicha, y a pesar de la frecuencia con que los libros franceses de la materia de Bretaña se encuentran registrados en los inventarios de las bibliotecas de los príncipes, pues vemos que el rey don Martín poseía las Profacies de Merlin en francés (núm. 71 de su catálogo) y el Príncipe de Viana un Sangreal y un Tristán de Leonis (números 36 y 38) en la misma lengua, apena se conoce traducción catalana de ninguno de ellos, aunque consta que las hubo por este pasaje terminante de la novela de Curial y Guelfa, escrita en el siglo XV: «En aquest libre se fa mencio de cavallers errants, jatsia que es mal dit errants, car deu hom dir caminants. Empero yo vull la manera de aquells cathalans qui trasladaren los libres de Tristan
[p. 270] e de Lançarote e tornaret los de la lengua francesa en lengua cathalana, e tots temps digueren cavallers errants.» [1] [Cf. Ad. vol. II.]

Había, no obstante, una región de la Península donde, ya por oculta afinidad de orígenes étnicos, ya por antigua comunicación con los países celtas, ya por la ausencia de una poesía épica nacional que pudiera contrarrestar el impulso de las narraciones venidas de fuera, encontraron los cuentos bretones segunda patria, y favorecidos por el prestigio de la poesía lírica, por la moda cortesana, por el influjo de las costumbres caballerescas, despertaron el germen de la inspiración indígena, que sobre aquel tronco, que parecía ya carcomido y seco, hizo brotar la prolífica vegetación del Amadís de Gaula, primer tipo de la novela idealista española. Fácilmente se comprenderá que aludo a los reinos de Galicia y Portugal, de cuyo primitivo celticismo (a lo menos como elemento muy poderoso de su población, y también de la de Asturias y Cantabria) sería demasiado escepticismo dudar, aunque de ningún modo apadrinemos los sueños y fantasías que sobre este tópico ha forjado la imaginación de los arqueólogos locales. Si no se admite la persistencia de este primitivo fondo, no sólo quedan sin explicación notables costumbres, creencias y supersticiones vivas aún, y casos de atavismo tan singulares como el renacimiento del mesianismo de Artús en el rey don Sebastián, sino que resulta enigmático el proceso de la literatura caballeresca, que tan [p. 271] profundamente arraigó allí, que conquistó sin esfuerzo las imaginaciones como si estuviesen preparadas para recibirla y que fué imitada con tanta originalidad a la vuelta de algunas generaciones.

También fué allí la poesía lírica el vehículo de las tradiciones galesas y armoricanas. Existía en la región galaicoportuguesa una escuela lírica que por cerca de dos siglos impuso sus formas y hasta su lengua, no sólo a los trovadores del Noroeste, sino a los del centro de la Península. Son raras en estos poetas las alusiones literanas, pero hay algunas al ciclo bretón, y han sido recogidas ya varias veces. Nuestro rey Alfonso el Sabio citaba a Tristán al lado de Paris para ponderar el exceso de su pasión:

                    Ca ja Paris
       D'amor non foi tan coitado,
       Nen Tristan
       Nunca soffreu tal afan,
       Nen sofiren quantos son nen seerán.
       
Su nieto D. Diniz comparaba uno de sus innumerables amores con el de Tristán e Iseo, a la vez que con el de Flores y Blanca Flor:

       ... e o mui namorado
       Tristan sei ben que non amou Iseu
       Quant eu vos amo, esto certo sei eu.

Su escribano, o secretario de la poridad, Esteban de la Guarda, hablaba de la muerte de Merlín y de las grandes voces que dió al sentirse encatando.

       A tal morte de qual morreu Merlin,
       O dara voces fazendo sa fin...

Gonzalo Eannes de Vinhal habla de los cantares de Cornoalha.
Pero nada de esto importa tanto como la existencia de cinco composiciones líricas, de cinco Lays de Bretanha, con los cuales se abre uno de los dos grandes cancioneros galaico-portugueses de Roma: el apellidado Colocci-Brancuti, por los nombres de sus poseedores, antiguo y moderno. [1] Tres de estos lays son
[p. 272] traducciones libres del francés, como ha probado con admirable pericia crítica y filológica Carolina Michaelis de Vasconcellos; [1] en los otros dos puede afirmarse igual origen, aunque la imitación no sea tan directa. Trátase de dos sencillas baladas (canciones de baile), que, a no ser por las rúbricas que las acompañan, no se distinguirían mucho de otras poesías semipopulares del mismo género que en gran número figuran en los cancioneros gallegos. Pero la primera, puesta en boca de cuatro doncellas que la cantaban para burlarse de Marot de Irlanda (el raptor Morhout, vencido por Tristán), se dice expresamente que fué «tornada em lenguagem (esto es, en portugués) palavra por palavra:»

       O Marot aja mal grado,
       Porque nos aqui cantando
       Andamos tan segurando
       A tan gran sabor andando!
           Mal grado aja! que cantamos
       E que tan en paz dançamos...

La antigüedad de este lai debe de ser grande, puesto que el compilador del cancionero portugués, dice: «esta cantiga é a primeira que achamos que foi feita». La otra balada, que cornienza:

       Ledas sejamos ogemais!
       E dancemos! Pois nos chegou
       E o Deos con nosco jontou,
       Cantemos-ihe aqueste lais!

y tiene por estribillo:

       «Ca este escudo e do melhor
       Omen que fez Nostro Senhor»,

se refiere a la historia de Lanzarote y Ginebra: «Este lai hicieron las doncellas a don Ansaroth (sic) cuando estaba en la isla de la Alegría; cuando la reina Ginebra le halló con la hija del rey Peles y le prohibió que volviese a comparecer delante de ella.»
De los otros tres lais existen los originales franceses en varios manuscritos del Tristán, pero se ve que en todos ellos el traductor
[p. 273] procedió con gran libertad, amplificando unas veces, abreviando otras, cambiando los versos de nueve sílabas en versos de ocho y amoldando las estrofas al tipo lírico de los trovadores peninsulares. Estos lais se ponen en boca del mismo Tristán. «Don Tristan o Namorado fez esta cantiga»: —«Este lais fez Elis o Baço, que foi duc de Sansonha, quando passou aa Gran Bretanha, que ora chaman Inglaterra. E passou la no tempo de rei Artur, pera se combater con Tristan, porque Ihe matara o padre en ua batalha. E andando un dia en su busca, foi pela Joyosa-Guarda u era a Rainha Iseu de Cornoalha. E viu a tan fremosa que adur Ihe poderia omen no mundo achar par. Enamourouse enton d'ela e fez por ela este lais».

El haber sido traducidos dentro del siglo XIII [1] estos poemitas líricos, que apenas podían ser comprendidos sin la lectura de las novelas en prosa, donde fueron primitivamente intercalados, prueba hasta qué punto era familiar a los trovadores gallegos y portugueses la materia de Bretaña. Por otro camino lo comprueban las tradiciones que el conde don Pedro de Barcelos, hijo bastardo del rey don Dionis, de Portugal, recogió a mediados del siglo XIV en su famoso Nobiliario, que pasa comúnmente por el más antiguo de la Península, si bien fué precedido por otros dos más breves, y también portugueses: el llamado Libro Velho y el fragmento que anda unido al Cancioneiro de Ajuda. [2]

El libro de don Pedro, como todos los nobiliarios, ha llegado a nosotros estragadísimo; aun en el famoso códice de la Torre do Tombo, que no es más que de principios del siglo XVI. Herculano llega a decir que el Libro de Linajes, en su estado actual, tiene tanto del conde don Pedro como de diez o veinte sujetos diversos, de cuyos nombres se duda, y que en varias épocas le enmendaron, acrecentando y disminuyendo, para servir intereses y vanidades [p. 274] de las familias. [1] Pero esta falsificación interesada de nombres y apellidos no es verosímil que trascendiese ni a las importantes y características anécdotas históricas que el Nobiliario contiene, y que arrojan inesperada y siniestra luz sobre la vida doméstica de los tiempos medios, ni a las consejas fabulosas que son harto poéticas para haber nacido de la pedestre y mercenaria musa heráldica. Hay algunas leyendas que parecen indígenas, y son acaso páginas preciosas del folk-lore peninsular. Dos de ellas, la de la dama pie de cabra y la de la mujer marina, localizadas una y otra en el Norte de España, son de carácter fantástico y guardan acaso vestigios de supersticiones antiquísimas. Trae la primera el conde don Pedro, al tratar del origen de los señores de Vizcaya; la segunda en la genealogía de los caballeros Mariños de Galicia.

Todo el mundo conoce la primera en la forma elegante y romántica que la dió Alejandro Herculano. Los elementos de esta fábula son simplicísimos, y no es difícil encontrarle paradigmas en otras historias de demonios íncubos y de caballos alados. Si la fantasía popular localizó tales prodigios en Vasconia, es porque se la consideraba como tierra clásica de brujerías, y lo era aún a principios del siglo XVII, aunque más bien allende que aquende los puertos. Muy semejante a esta leyenda, pero menos desarrollada y sin intervención diabólica, es la de la sirena o doncella marina. Otras narraciones del Libro de Linajes tienen carácter marcadamente épico. Anterior al libro del Conde, puesto que se halla contenida ya, aunque más sucintamente, en el segundo de los fragmentos de nobiliarios primitivos, que publicó Herculano, [2] es la leyenda del rey don Ramiro II y de la infanta mora, que se enlaza con la topografía y los orígenes de la ciudad de Oporto, aunque la acción se suponga en tiempos muy anteriores a la separación del Condado portugués. Esta sabrosa historia conserva todavía rastros de forma poética, y pudo muy bien servir de argumento a un cantar de gesta.

El conde don Pedro, cuya expresiva y pintoresca prosa parece una feliz imitación del estilo de las obras históricas de don Alfonso [p. 275] el Sabio, imitó también sus procedimientos de compilación, transcribiendo íntegros los relatos que tenía a la vista. Sus noticias sobre el ciclo bretón (en el título II del Nobiliario) están tomadas de la Historia Britonum, de Monmouth. Traza la genealogía del rey Artús; hace mención de Lanzarote del Lago, de Galván, de Merlín y de la isla de Avalón, y cuenta rápidamente la historia del rey Lear; todo según la misma fuente erudita:

«Cuando hubo muerto el rey Balduc el Volador, reinó su hijo, que tenía por nombre Leyr. Y este rey Leyr nunca tuvo hijo, pero sí tres hijas hermosas a maravilla, y las amaba mucho. Y un día tuvo sus razones con ellas y las mandó que dijesen con verdad cuál de ellas le amaba más. Dijo la mayor, que no había cosa en el mundo que tanto amase como a él, y dijo la otra, que le amaba tanto como a sí misma, y dijo la menor, que le amaba tanto como debe amar hija a su padre. Y él quísola mal por esto y determinó no darla parte en el reino. Y casó la hija mayor con el duque de Cornualla, y casó la otra con el rey de Tortia, y no se curó de la menor. Mas ella, por su ventura, casóse mejor que ninguna de las otras, porque se prendó de ella el rey de Francia y la tomó por mujer. Y cuando su padre llegó a la vejez, tomáronle los otros yernos su tierra y hallóse malandante, y hubo de ponerse a merced del rey de Francia y de su hija la menor, a la cual no había querido dar parte en el reino. Y ellos recibiéronle muy bien y diéronle todas las cosas que le fueron menester, y le honraron mientras vivió, y murió en su casa. Y después combatió el rey de Francia con ambos cuñados de su mujer y quitóles la tierra. Y murió el rey de Francia sin dejar hijo vivo, y los otros dos a quien quitara la tierra hubieron sendos hijos y apoderáronse de la tierra toda, y prendieron a la tía, mujer que fuera del rey de Francia, y metiéronla en una cárcel y allí la hicieron morir.» [1]

[p. 276] De este modo se contaba en Portugal a mediados del siglo XIV uno de los futuros argumentos de Shakespeare. Tal interés alcanza en la historia literaria el Libro de Linajes, del conde Barcellos por lo mismo que con tanta cautela debe ser manejado en la parte genealógica, a pesar del respeto que por su antigüedad infunde a muchos. Tan lleno está de patrañas y tan falto de cronología y discernimiento como casi todos los de su clase, pero estas patrañas tienen aquí un sello poético, una rudeza primitiva, un bárbaro candor que es indicio de muy nobles orígenes, y que no puede confundirse con las estúpidas fábulas forjadas para solaz de los necios por la raquítica fantasía de Gracia Dei y otros reyes de armas. Al recoger como verdadera historia tantas reliquias novelísticas, cediendo sin duda a su propensión a lo maravilloso, prestó el bastardo de don Diniz mayor servicio a la Península que con sus interminables, fatigosas y poco seguras listas de apellidos. El pensaba sin duda , haber hecho una obra histórica, según el tono solemne que emplea en el praemio: «Por ende, yo don Pedro, hijo del muy noble rey don Diniz, busqué con gran trabajo por muchas tierras escrituras que hablasen de los linajes, y leyéndolas con grande estudio, compuse este libro para poner amor y amistad entre los nobles fidalgos de España.»

A fines del siglo XIV y principios del XV acrecentóse en Portugal el entusiasmo por la caballería de la Tabla Redonda, especialmente en la corte de don Juan I, a causa de la estrecha alianza de aquel monarca con los ingleses y su casamiento con doña Felipa de Lancaster. Fué moda cortesana el tomar por dechados a los paladines del rey Artús y hasta el adoptar sus nombres. El mismo condestable Nuño Álvarez Pereira, cuya pureza moral igualaba a su heroica resolución, había elegido por modelo al inmaculado Galaaz, conquistador del Santo Grial. El Ala de los Enamorados, que combatió en la batalla de Aljubarrota; la orden de los caballeros de la Madreselva, reminiscencia de uno de los lays de María de Francia; la aventura caballeresca de Magricio y los doce de Inglaterra, que inmortalizó Camoens en uno de los más bellos [p. 277] episodios de su poema; y hasta los elementos del Tristán que pasaron a la leyenda histórica de doña Inés de Castro, son pruebas convincentes de esta influencia social. Todavía lo es más la abundancia de nombres de este ciclo entre los hidalgos portugueses, especialmente después de 1385. Se encuentran una doña Iseo Perestrello, otra doña Iseo Pacheco de Lima. No faltan los nombres de Ginebra y Viviana, y hay, sobre todo, gran cosecha de Tristanes y Lanzarotes: Tristán Teixeira, Tristán Fogaça, Tristán de Silva, Lanzarote Teixeira, Lanzarote de Mello, Lanzarote de Seixas, Lanzarote Fuas, sin que falte un Percival Machado y varios Arturos, de Brito, de Acuña, etc. [1] Por supuesto que en las bibliotecas de los príncipes nunca faltaban ejemplares de las codiciadas novelas. El rey don Duarte poseía un Tristán, un Merlín y el Libro de Galaaz (núms. 29, 30 y 36 de su inventario).

Nada diré de la hipótesis probable, pero no comprobada hasta ahora, de un Tristán portugués del siglo XIII, en el cual estuviesen intercalados los lays que ahora vemos sueltos en el Cancionero. Pero del siglo XIV poseemos, aunque incompleta, una Historia dos caballeiros da mesa redonda e da demanda do Santo Graal, que según Gastón París corresponde a la Quete du Saint Graal, cuyo protagonista es Galaaz, y que se ha atribuído sin fundamento a Roberto de Boron. Habiéndose perdido el texto original francés de este libro en prosa, tiene más valor la traducción portuguesa, que Varnhagen encontró en la Biblioteca de Viena y ha sido impresa después. [2] Es, según la descripción de aquel benemérito aunque ligero aficionado, un voluminoso códice de 199 folios en pergamino, escritos a dos columnas, y parece haber figurado como tercer tomo en una vasta compilación cíclica que abrazaría otros poemas análogos. Los caballeros de cuyos nombres se trata en la parte conservada son Galaaz, Tristán, Erec, Perceval, Palamedes y Lanzarote.

Ignórase el paradero actual de otro manuscrito de este género que vió Varnhagen en Lisboa por los años de 1846. [3] Era copia [p. 278] hecha en el siglo XV de un códice datado de 1307 a 1313: Libro de Josep ab Arimatia intitulado a primera parte da Demada do Sato Grial ata a presete idade nunca vista treladado do proprio original por ho Doutor Manuel Avez, corregedor da Ilha de Sa Miguel. Al fin del códice original escrito en pergamino e iluminado constaba que le había mandado escribir Juan Sánchez, maestrescuela de Astorga, en el quinto año de la erección del estudio de Coimbra.

Mencionaremos finalmente la Estoria do muy nobre Vespasiano, emperador de Roma (Lisboa, por Valentino de Moravia, 1496), que no sabemos si es original o traducción del libro castellano del mismo título, reduciéndose uno y otro a combinar los datos del Josep de Arimatea (primera parte del Graal) con el Evangelio apócrifo de Nicodemus. [1] Ni siquiera el Renacimiento clásico del siglo XVI bastó a borrar la devoción de los portugueses a este ciclo, como lo prueban las dos novelas de Jorge Ferreira de Vasconcellos , Triunfos de Sagramor y Memorial das proezas da segunda Tavola Redonda, impresas respectivamente en 1554 y 1569. En una y otra se intercalan muchos versos, entre ellos un romance de la batalha que el Rei Artur teve con Morderet seu filho. [2] ¿Y qué son las mismas trovas del zapatero Bandarra, extraño apocalipsis de los sebastianistas, sino una supervivencia de las de Merlín?

Hemos indicado que eran rarísimas antes del siglo XIV las alusiones a este ciclo en la literatura castellana. La más antigua que hasta ahora se ha señalado es esta de los Anales Toledanos primeros, que llegan hasta el año 1217: «Lidió el rey Citús (Artús) con Mordret en Camlec (Camlan) era 1080.» [3] Estas ficciones eran conocidas entre los eruditos por la crónica latina de Monmouth, de la cual tomó el Rey Sabio la leyenda de Bruto para su Grande et General Estoria. [4] En la Gran Conquista de Ultramar se cita de [p. 279] pasada La Tabla Redonda, que fué en tiempo del rey Artús, y algunos de los cuentos allí incluídos tienen mucha analogía con los de este ciclo, especialmente el del Caballero del Cisne, que en el Lohengrin alemán vino a enlazarse con el Perceval.

Sabida es la reminiscencia del Arcipreste de Hita en la Cantiga de los clérigos de Talavera, eserita en 1343:

       Ca nunca fue tan leal Blancaflor a Flores,
       Nin es agora Tristan con todos sus amores.

Don Juan Manuel, en el libro de la Caza (escrito antes de 1325), menciona un falcón célebre que llamaban Lanzarote, [1] y otro que decían Galván, y había pertenecido al infante don Enrique (el famoso aventurero, conocido por el Senador de Roma, hermano de Alfonso X). En el Poema de Alfonso XI, de Rodrigo Yáñez, cuya primitiva redacción parece haber sido gallega, se nombra entre los instrumentos que tañían los juglares en la coronación del Rey en Burgos la farpa de don Tristán (copla 405), y en dos ocasiones distintas se hace aplicación de las profecías de Merlín a los acontecimientos de Castilla. La primera vez al contar el suplicio de don Juan el Tuerto (coplas 242-246):

           En Toro conplio ssu fin
       E derrarnó la ssu gente;
       Aquesto dixo Melrrin,
       El profeta de Oriente.
           Dixo: «el leon de Espanna
       De ssangre fará camino,
       Matará el lobo de la montanna
       Dentro en la fuente del uino».
           Non lo quiso mas declarar
       Melrrin el de gran ssaber,
       Yo lo quiero apaladinar,
       Commo lo puedan entender.
           El leon de la Espanna
       Fue el buen rey ciertamente,
       El lobo de la montanna
       Fue don Johan el ssu pariente.
            [p. 280] E el rey quando era ninno
       Mató a don Johan el tuerto,
       Toro es la fuente del vino
       A do don Johan fue muerto.

La otra profecía, que alude a la invasión de los Benimerines y a la victoria de los reyes de Castilla y Portugal en el Salado, es mucho más larga (coplas 1.808-1.841), y el poeta dice haberla traducido, pero no de qué lengua; probablemente es invención suya, a imitación de las que se leen en el libro 7.º, de la historia de Jofre de Monmouth.

           Merlin fabló d'Espanna
       E dixo esta profecía,
       Estando en la Bretanna
       A un maestro que y avia.
       Don Anton era llamado
       Este maestro que vos digo,
       Sabidor y letrado,
       De don Merlín mucho amigo...
           La profecía conté
       E torné en desir llano,
       Yo Ruy Yannes la noté
       En lenguaje castellano..

Hasta en los moros de Granada habríamos de suponer conocimiento de los vaticinios del adivino céltico, si hubiéramos de tener por auténtica la «carta que el moro de Granada sabidor que decían Benahatin (¿Ben Aljatib?) envió al rey don Pedro» y que leemos en la Crónica de Ayala (año 1369, cap. III). ¡Cuánto crece en la fantasía el prestigio pavoroso de la catástrofe de Montiel, con aquella especie de fatalidad trágica que se cierne sobre la cabeza de don Pedro hasta mostrar cumplida en su persona la terrible profecía «que fué fallada entre los libros e profecías que dicen que fizo Merlin» y sometida por el Rey a la interpretación del sabio moro! «En las partidas de occidente, entre los montes e la mar, nascerá un ave negra, comedora e robadora, e tal que todos los panares del mundo querrá acoger en sí, e todo el oro del mundo querrá poner en su estómago. E caérsele han las alas, e secársele han las plumas, e andará de puerta en puerta, e ninguno le querrá acoger, e encerrar ha en selva, e morirá y dos veces, una al mundo e otra ante Dios.»

[p. 281] El mismo canciller Ayala, que probablemente forjó, para insinuar su propio pensamiento político, esta sentenciosa carta, así como la otra de muchos exemplos e castigos, que atribuye al mismo Benahatín, se duele en su confesión, inserta en el Rimado de Palacio , de haber perdido mucho tiempo en la lectura de libros profanos, contando entre ellos el Amadís y el Lanzarote:

       Plógome otrosi oyr muchas vegadas
       Libros de deuaneos e mentiras probadas,
       Amadis, Lanzalote e burlas assacadas,
       En que perdí mi tiempo a muy malas jornadas.
                                                   (Copla 162.)

Citan de continuo este género de libros los poetas del Cancionero de Baena, comenzando por Pero Ferrús, que es de los más antiguos:

       Nunca fue Rrey Lysuarte
       
De rriquesas tan bastado
       Como yo, nin tan pagado
       Fué Rroldan con Durandarte...
       ...............................
       E qual quier que a mi dixiere
       Que Ginebra nin Isseo
       
Fueron tales e quisyere,
       Presto sso para el torneo.
                                  (Núm. 301.)

decía ponderando la belleza de su amigo. Y contestando a Ayala, que se mostraba descontento de la vida de la sierra:

       Rey Artur e don Galás,
       Don Lançarote e Tristán,
       Carrlos Magno, don Rroldan,
       Otros muy nobles asaz,
       Por las tales asperezas
       Non menguaron sus proezas,
       Según en los lybros yas.
       (Núm. 305.)

Fray Migir, de la orden de San Jerónimo, capellán del obispo de Segovia don Juan de Tordesillas, llorando la muerte del rey don Enrique III, hacía pedantesca enumeración de personajes históricos y fabulosos, entre ellos

         [p. 282] Eneas e Apolo, Amadys aprés,
        Tristán e Galás, Lançarote de Lago,
       
E otros aquestos, dezit me qual drago
       Tragó todo estos o dellos qué es?

                                               (Núm. 38.)

Micer Francisco Imperial, el introductor de la alegoría dantesca en nuestro Parnaso, cantaba en 1405 el nacimiento de don Juan II en un largo y artificioso decir, deseando al infante, entre otras aventuras,

           Todos los amores que ovieron Archiles,
       París e Troylos de las sus señores,
        Tristán, Lançarote, de las muy gentiles
       Sus enamoradas e muy de valores;
       Él e su muger ayan mayores
       Que los de París e los de Vyana,
       
E de Amadis e los de Oryana,
       
E que los de Blancaflor e Flores.
  
           E más que Tristán sea sabidor
       De farpa, e cante más amoroso
       Que la Serena...

                                   (Núm. 226.)

Un decir del comendador Ferrant Sánchez Talavera contra el Amor recuerda, después de los sabidos ejemplos de Virgilio y Sansón, el de Merlín y los caballeros del Santo Grial:

           Onde se cuenta qu'el sabio Merlyn
       Mostró a una dueña atanto saber,
       Fasta que en la tumba le fyzo aver fyn
       Que quanto había nol'pudo valer...
           En la demanda de Santo Greal
       Se lee de muchos que anduvieron
       Grant cuyta sufriendo, asás mucho mal.
       E nunca de ty jamás al ovieron.
       Muchos cavalleros e dueñas murieron,
       Tan bien esso mesmo fermosas donzellas;
       Non digo quien eran ellos nin ellas,
       Que por sus estorias sabrás quales fueron.

                                              (Núm. 533.)

No haremos especial mención de las compilaciones traducidas del francés, como el Mar de historias, que lleva el nombre de Fernán Pérez de Guzmán; pero es imposible omitir el delicioso Victorial [p. 283] de Gutierre Díez de Gámez, que Llaguno mutiló impíamente al publicarle con el impropio título de Crónica de don Pero Niño. En la parte que conservó están, sin embargo, los consejos que daba a don Pero Niño su ayo, y en ellos un pasaje curiosísimo sobre Merlín «Guardadvos non creades falsas profecías, nin ayades fiucia en ellas, así como son las de Merlin, e otras; que verdad vos digo, que estas cosas fueran engeniadas e sacadas por sotiles omes e cavilosos para privar e alcanzar con los Reyes e grandes señores... E si bien paras mientes, como viene Rey nuevo, luego facen Merlin nuevo: dicen que aquel Rey ha de pasar la mar, e destroir toda la morisma, e ganar la Casa Sancta, e ser Emperador; e después vemos que se face como a Dios place... Merlin fue un buen ome, e muy sabio. Non fue fijo del diablo, como algunos dicen: ca el diablo, que es esprito, non puede engendrar; provocar puede cosas que sean de pecado, ca esse es su oficio. Él es sustancia incorporea; non puede engendrar corporea. Mas Merlin, con la grand sabiduria que aprendió, quiso saber más de lo que le cumplia, e fue engañado por el diablo, e mostrole muchas cosas que dixesse; e algunas dellas salieron verdad: ca esta es manera del diablo, e aun de cualquier que sabe engañar, lanzar delante alguna verdad, porque sea creido... Asi en aquella parte de Inglaterra dixo algunas cosas que fallaron en ellas algo que fue verdad; mas en otras muchas fallesció; e algunos que agora algunas cosas quieren decir, componenlas e dicen que las falló Merlin. [1]

Arrastrado el grave Llaguno por su odio a las ficciones caballerescas (muy natural en un golilla del tiempo de Carlos III), arrancó de cuajo nada menos que ocho enormes capítulos del Victorial (desde el XVIII al XXV), donde, con ocasión de explicar «cómo son los ingleses diversos e contrarios de todas las otras naciones de christianos», cuenta, refiriéndose a una Crónica de los Reyes de Inglaterra, que seguramente no es la Historia Britonum de Monmouth, y de una Conquista de Troya, que tampoco es la Crónica Troyana, puesto que se aparta en muchos puntos de una y otra, la fabulosa historia de Bruto, hijo de Silvio y nieto de Eneas, supuesto progenitor de los reyes de Inglaterra, e intercala personajes [p. 284] y episodios enteramente nuevos, a lo menos para nuestra escasa erudición, relatando «cómo Néstor, fijo del rey Menelao, se alzó con el reino de Grecia contra su padre»; cómo hizo la guerra Bruto a Dorotea, tetrarca de Armenia, hija de Menelao; las cartas y mensajes que entre ellos mediaron; los razonamientos del obispo Pantheo, del conde Pirro y de Porfirio, que habla en voz de la república, aconsejando a la reina el casamiento con Bruto para evitar mayores daños; y cómo, después de hechas las bodas, «Bruto armó gran hueste de navíos e ayuntó muchas gentes de armas, e se fué por la mar, buscando ventura, quedando Dorotea muy cuitada y triste»; cómo aportó Bruto a Galicia, cuyo señor era del linaje de los troyanos, y le llevó consigo a la conquista de Inglaterra, habitada entonces por furibundos jayanes, que no tenían armas de hierro, sino de cuero o de cuerno; la lucha personal en que el agigantado Caballero gallego, enteramente desnudo y sin más armas que sus puños, triunfó del rey de Inglaterra y decidió el éxito de la contienda en favor de Bruto. Mientras estas cosas sucedían en las islas Británicas, la reina Dorotea, que «por la vida limpia que vivía fué tenida por deesa en aquel tiempo y fué una de las sebilas que fablaron ante de la venida de Jesu Christo», había triunfado en campal batalla de su hermano Menelao, y armando una gran flota con naves de Tarso y de Constantinopla, se había hecho a la mar en demanda de su marido, había vencido en el estrecho de Gibraltar a una escuadra africana, valiéndose de su arte matemá tica y nigromántica, y finalmente llegaba a reunirse con su esposo, que la recibió con gran triunfo. Quede para más desocupado y sagaz investigador el deslindar y poner en su punto los elementos españoles que al parecer contiene esta leyenda, en cuyos pormenores curiosísimos no puedo detenerme ahora. [1] [p. 285] En pocos, pero bellísimos romances, más artísticos que populares y más líricos que narrativos, dejó su huella el ciclo de la Tabla Redonda. Sólo tres admitió Wolf en la Primavera y escasamente puede añadirse algún otro. Uno de estos romances, el primero de Lanzarote Tres hijuelos había el rey, era ya calificado de antiguo, en tiempo de los Reyes Católicos, por el Maestro Antonio de Nebrija; los otros dos son del mismo estilo y deben de ser del mismo tiempo (principios del siglo XV o fines del XIV a lo sumo); pero aunque tienen algo de peregrino y exótico en su factúra, y domina en ellos un melancólico y vago lirismo, no hay razón para suponerlos derivados directamente de ningún lay bretón o francés. Lo natural es que hayan salido de los libros de caballerías en prosa. El que comienza «Ferido está don Tristán—de una muy mala lanzada» se conforma con la versión del Tristán castellano en prosa, y omite, como él, el episodio de la vela negra. El final de este romance, perdiendo con el tiempo su carácter legendario, ha persistido en la tradición popular hasta nuestros días. Los romances de Doña Ausenda, tan divulgados en Asturias y Portugal, atribuyen a cierta planta la misma virtud generadora que el antiguo poeta asignaba a la azucena que creció regada con las lágrimas de Tristán e Iseo:

       Júntanse boca con boca—cuanto una misa rezada;
       Llora el uno, llora el otro—la coma bañan en agua:
       Allí nace vn arboledo—que azucena se llamaba,
       Cualquier mujer que la come—luego se siente preñada.

El segundo romance de Lanzarote «Nunca fuera caballero—de damas tan bien servido», célebre por la cita de Cervantes, parece una imitación libre y general de las aventuras de este ciclo; pero el que comienza Tres hijuelos había el rey, cuyo origen no pudo descubrir Milá en los poemas que en su tiempo se conocían, tiene el mismo argumento que el poema neerlandés (flamenco u holandés) de Lanzarote y el ciervo del pie blanco, que procede, sin duda alguna, de un texto francés perdido, y sólo en francés pudo ser accesible a nuestro juglar. [1]

[p. 286] Al primer tercio del siglo XIV pertenece, en la opinión de buenos jueces, un fragmento del Tristán castellano, en prosa, contenido en un códice de la Biblioteca Vaticana, del cual ha publicado un facsímile Ernesto Monaci. Y la misma antigüedad alcanza otro pequeño fragmento que acaba de hallar en las guardas de un manuscrito de nuestra Biblioteca Nacional el señor don Adolfo Bonilla, que ha de publicarle muy pronto. [Cf. Ad. vol. II.]

En los inventarios de las bibliotecas del siglo XV es corriente la mención de estos libros, bastando citar uno solo, porque es acaso donde menos se esperaría encontrarla. La Reina Católica poseía, entre los libros de su uso que estaban en el alcázar de Segovia, a cargo de Rodrigo de Tordesillas, en 1503, los tres volúmenes siguientes:

Núm. 142. «Otro libro de pliego entero de mano escripto en romance, que se dice de Merlin, con coberturas de papel de cuero blancas, e habla de Jusepe ab Arimathia.

Num. 143. Otro libro de pliego entero de mano en romance, que es la tercera parte de la demanda del Santo Greal; las cubiertas de cuero blanco.

Núm. 144. Otro libro de pliego entero de mano en papel de romance, que es la historia de Lanzarote, con unas coberturas de cuero blanco». [1]

La imprenta madrugó mucho para difundir este género de libros. Ya en 1498 había salido de las prensas de Burgos El Baladro del sabio Merlín con sus profecías. [2] Según resulta de las investigaciones de Gastón París (que no son definitivas, sin embargo, puesto que sólo conoció de este libro algunos extractos y la tabla de los capítulos), el Baladro contiene no sólo el Merlín de Roberto de Borón y parte de la continuación de autor anónimo, sino [p. 287] que los dos últimos capítulos parecen ser traducción del episodio capital del Conte du Brait, de Elías, cuyo original francés se ha perdido. [1]

Hay otro Baladro distinto de éste, a lo menos en parte, y adicionado con una serie de profecías, el cual se imprimió varias veces juntamente con la Demanda del Santo Grial. [2]

Y hubo finalmente un Tristán de Leonís, ya impreso en Valladolid en 1501, [3] que seguramente es traducción de una de las últimas novelas francesas en prosa. Al señor Bonilla, que muy pronto nos dará reimpresos estos rarísimos libros, toca apurar las semejanzas y diferencias que ofrecen con sus prototipos, y lo hará sin duda como de su mucha erudición y recto juicio se espera.

A pesar del gran interés novelesco y sentimental de estas peregrinas historias, fueron muy pronto arrolladas por la furiosa avenida de los libros indígenas de caballerías que aparecieron después del Amadís de Gaula. Ninguna de los del ciclo arturiano parece haber sido reimpreso después de la mitad del siglo XVI. [p. 288] Ninguno de ellos estaba en la librería de don Quijote, el cual, sin embargo, hizo donosa conmemoración de este ciclo en el capítulo XIII de la Primera Parte: «¿No han vuestras mercedes leído los anales e historias de Inglaterra donde se tratan las famosas hazañas del Rey Arturo, que comúnmente en nuestro romance castellano llamamos el Rey Artús, de quien es tradición antigua y común en todo aquel reino de la Gran Bretaña que este Rey no murió, sino que por arte de encantamiento se convirtió en cuervo, y que andando los tiempos ha de volver a reinar y a cobrar su reino y cetro, a cuya causa no se probará que desde aquel tiempo a éste haya ningún inglés muerto cuervo alguno? Pues en tiempo de este buen Rey fué instituída aquella famosa orden de caballería de los Caballeros de la Tabla Redonda, y pasaron sin faltar un punto los amores que allí se cuentan de don Lanzarote del Lago con la reina Ginebra, siendo medianera dellos, y sabidora aquella tan honrada dueña Quintañona, de donde nació aquel tan sabido romance y tan decantado en nuestra España de:

       Nunca fuera caballero
       De damas tan bien servido,
       como fuera Lanzarote
       Cuando de Bretaña vino;

con aquel progreso tan dulce y tan suave de sus amorosos y fuertes fechos.»

Un solo libro de esta familia caballeresca citó nominalmente Cervantes, y es también el único que muy abreviado forma todavía parte de la biblioteca de cordel. Es la Crónica de los nobles caballeros Tablante de Ricamonte y Jofre, hijo de D. Asson, e de las grandes aventuras y hechos de armas que uvo yendo a libertar al conde don Milian, que estaba presso, la cual fué sacada de las crónicas e grandes hazañas de los caballeros de la Tabla Redonda. [1] «¡Bien haya mil veces el autor de Tablante de Ricamonte (exclamó Cervantes..) y con qué puntualidad lo describe todo!» (Parte I. ª, capítulo XVI). Pero el elogio debe de ser tan irónico como el que [p. 289] allí mismo hace del autor que escribió Los hechos del Conde Tomillas (el Enrique Fi de Oliva), pues el Tablante es muy corto y muy seco en la narración, a pesar de las aventuras que en él se acumulan, y cuyo verdadero héroe es Jofre, hijo del conde don Asón. Él es quien vence a un enano, hijo del Diablo; él quien allana la torre encantada de Montesinos; él quien mata al Malato, poniendo en libertad a una doncella y trescientos niños que tenía encarcelados para degollarlos; él quien obliga a todos los caballeros andantes que va venciendo a ir a la Corte de Camelot a prestar homenaje a la reina Ginebra; él, finalmente, quien triunfa en singular batalla del feroz Tablante, y pone en libertad al conde don Milián, a quien aquél se complacía en azotar públicamente dos veces al día para afrentar a su rey Artús y a la reina Ginebra.

El original remoto de esta novela es un poema provenzal del siglo XIII, Jaufre e Brunesent, publicado por Raynouard. [1] Brunesentz (Brunessen en el texto castellano) es el nombre de la sobrina del conde don Milián, con quien se casa Jofre después de su victoria. Taulat de Rugimon es el nombre que Tablante tiene en este poema, dedicado a un rey de Aragón, que no puede ser don Pedro II, como creyó Fauriel, [2] sino don Jaime el Conquistador, como han probado Bartsch y Gastón París. [3] Pero el libro de caballerías español no procede inmediatamente de este poema, sino de una redacción en prosa francesa, atribuída, según era costumbre en esta clase de libros, al honrado varón Felipe Camus, cuyo nombre debía de ser muy popular en España, puesto que tantas novelas se le adjudicaron además del Oliveros de Castilla (que realmente tradujo) y hasta se puso su nombre en una edición del Tristán de Leonís.

Independientes de la Tabla Redonda, pero enlazadas con otro género de leyendas bretonas, aparecen las fabulosas narraciones relativas al Purgatorio de San Patricio, que tienen en nuestra literatura tan varia y rica representación, comenzando por el apócrifo viaje del caballero Ramón de Perellós en 1398, cuyo original catalán se ha perdido, pero del cual restan una traducción [p. 290] provenzal del siglo XV, recientemente impresa, [1] y una latina del XVII. El autor de esta relación, fuese Perellós u otro que tomó su nombre, no hizo más que apropiarse el viaje al otro mundo que se suponía hecho en 1153 por el caballero irlandés Owenn (el Ludovico Enico de Calderón). La Visio Tungdali, otra forma más conocida de dicha leyenda, fué puesta dos veces en catalán, llamando Tutglat al protagonista; [2] otras dos veces se tradujo al portugués con el nombre de Tungulu, [3] y en castellano fué impresa con el rótulo de Historia del virtuoso caballero don Tungano, y de las grandes cosas y espantosas que vido en el infierno y en el purgatorio y el parayso. [4] Pero ni de estos libros ni de la nueva forma que dió a la leyenda el doctor Juan Pérez de Montalbán en su Vida y purgatorio de San Patricio (1627), fuente única de la comedia de Lope de Vega, El mayor prodigio, y de la famosa de Calderón, El Purgatorio de San Patricio, nos incumbe tratar aquí, porque este [p. 291] género de temas no pertenece en rigor a la historia de la novela, sino a la de las leyendas hagiográficas, campo vastísimo que reclama para sí solo la labor de muchos investigadores. Por igual motivo prescindo de las leyendas, también de origen céltico, relativas a los viajes de San Brandán, de las cuales queda un reflejo en nuestra Vida de San Amaro, [1] y de los mitos geográficos que con ellas se enlazan, y que no estaban olvidados por cierto en la grande época de las navegaciones y los descubrimientos de portugueses y castellanos.

Notas

[p. 202]. [1] . Verdadeira terceira parte da historia de Carlos-Magno, em que se escreven as gloriosas açoes e victorias de Bernardo del Carpio. E de como venceo em batalla os Doze Pares de França, con algumas particularidades dos Principes de Hispanha, seus poovadores e Reis primeiros, escrita por Alexandre Caetano Gomes Flaviense... Lisboa, 1745, 8.º Llámase tercera parte porque se cuenta como primera la traducción portuguesa del Fierabrás castellano o Historia de Carlomagno, de Nicolás del Piamonte, y por segunda, una continuación muy curiosa del médico Jerónimo Moreira de Carvalho, traductor de la primera.

[p. 204]. [1] . De Pseudo Turpino (tesis latina de Gastón París). París, Franck, 1865. Dozy, Le Faux Turpín (en el tomo II, tercera edición de las Recherches, 1881, páginas 372-431, y XCVIII y CVIII).

[p. 206]. [1] . A las antiguas ediciones de la Crónica de Turpín, por Sichardo (1566, Francfort, en los Germanicarum rerum vetustiores chonographi), y de Ciampi (Florencia, 1822) ha sustituído la de M. Castets, profesor de Montpellier, más correcta que las precedentes.

[p. 208]. [1] . Véase el estudio de Gastón París sobre estos fragmentos, publicado en la Romania (julio a octubre de 1875).

[p. 208]. [2] . El mejor análisis de todos ellos es el que se halla en la admirable Histoire poétique de Charlemagne, de G. París (1865), pp. 230-246, y en el artículo de la Romanía antes citado. Nada sustancial añade León Gautier, Les Epopées françaises, segunda edición, 1880, III, pp. 30-52, y aun parece que no examinó directamente las versiones españolas y alemanas.

[p. 209]. [1] . Analizado por P. Rajna en la Romanía, 1873.

[p. 209]. [2] . Sobre las fuentes de este famoso libro, todavía popular en Italia, y cuya primera edición se remonta a 1491, es magistral y definitivo el trabajo de Rajna, Ricerche intorno a I Reali di Francia, Bolonia, 1872.

[p. 210]. [1] . De la Poesía heroico-popular castellana, Barcelona, 1874, pp. 330-341.

[p. 211]. [1] . Histoire poétique de Charlemagne, 239, nota.

[p. 212]. [1] . En el tomo de Castilla la Nueva, de los Recuerdos y bellezas de España, página 229.

[p. 212]. [2]De la Poesía heroico-popular, pág. 334.

[p. 212]. [3] . Le Origini del l'Epopea Francese indagate da Pio Rajna (Florencia, 1884), pp. 222 y ss.

[p. 213]. [1] . Fol. 245 de la edición de Valladolid, 1604.

[p. 213]. [2] . Les Vieux Auteurs Castillans, primera edición, 1861, I, 441 .

[p. 213]. [3] .  Reinas Católicas, I, 215.

 


[p. 214]. [1] . Reimpresa por Gayangos en la Biblioteca de Autores Españoles, tomo XLIV. Las leyendas carolingias están en el libro II, cap. XLIII. Vid. en el tomo XVI de la Romanía el importante estudio de G. París, La Chanson d'Antieoche provençale et La Gran Conquista de Ultramar, y en Les Vieux Auteurs Castillans, del Conde de Puymaigre (segunda edición, año 1890), el cap. VII del tomo II, que trata extensamente de la Gran Conquista y de sus relaciones con la literatura francesa.

[p. 216]. [1] . «Códice en folio mayor, escrito en pergamino, a dos columnas, a fines del siglo XIV o principios del XV, y señalado con el título de Flos Sanctorum; tiene la marca h. j. 12». Lo de Flos Sanctorum se le puso sin duda porque comienza con una Vida de Santa María Magdalena y otra de Santa María Egipciana. Contiene además otras leyendas, que se especificarán más adelante.

[p. 217]. [1] . Historia de la Reyna Sebilla. Eds. de Sevilla, por Juan Cromberger, año 1532, y Burgos, por Juan de Junta, 1551. [Cf. Ad. vol. II.]

[p. 217]. [2] . Ueber die Wiederaufgefundenen Niederländischen Volsksbücher von der Königin Sibille und von Huon von Bordeaux, Viena, 1857.

[p. 217]. [3] . Reimpresa por la Sociedad de Bibliófilos Españoles en 1871, con un excelente prólogo de don Pascual Gayangos. La rarísima edición incunable que sirvió de texto (Sevilla, 1498) se guarda en la Biblioteca Imperial de Viena. Hay otras de Sevilla, 1533, 1545, etc.

[p. 218]. [1] . Vid. su análisis en Gautier, Les Epopées françaises, II, 260.

[p. 219]. [1] . Hystoria del emperador Carlamagno y de los doze pares de Francia; e de la cruda batalla que hubo Oliveros con fierabras, Rey de Alexandria, hijo del grande Almirante Balan... Colofón: «Fue impressa la presente hystoria... en la muy noble e muy Ieal cibdad de Sevilla por Jacobo Cromberger aleman. Acabose a veynte e cuatro dias del mes de abril. Año del nacimiento de nuestro Salvador Jesuchristo de mill e quinientos XXV» (ejemplar que poseyó don José Salamanca).

[p. 220]. [1] . Histoire Littéraire de la France; ouvrage commencé par des Religieux Bénédictins de la Congrégation de Saint-Maur, et contínué par des Membres de l'Institut (Académie des Inscriptions et Belles Lettres). Tomo XXII (suite du treizième siècle). París, 1852. Páginas 667-700.

[p. 220]. [2] . Les Epopées Françaises, t. III, pp. 190-241.

[p. 222]. [1] . Esta refundición lleva por título Les quatre fils d'Aymon, histoire héroïque, par Huon de Villeneuve, publiée sous une forme nouvelle et dans Ie style moderne, avec gravures (París, 1848. Dos pequeños volúmenes). Esta versión es distinta de la que se expende con el título de Histoire des quatre fils Aymon, très nobles, très hardis et très vaillants chevaliers. (Vid. C. Nisard, Histoire des livres populaires ou de la littérature du colportage, t. II, pp. 448 y siguientes.)

[p. 223]. [1] . Bibliografia dei romanzi e poemi remanceschi d'Italia, que sirve de apéndice y tomo cuarto a la obra del Dr. Julio Ferrario, Storia ed annalisi degli antichi romanzi di cavalleria (Milán, 1829). Melzi, Bibliografia dei romanzi e poemi cavallereschi italiani. Seconda edizione (Milán, 1838).

[p. 224]. [1] . La más antigua edición que se cita de la primera parte del Espejo es de 1533, de 1536 la de la segunda y de 1550 la de la tercera, todas de Sevilla. Hállanse juntas las tres en la de Medina del Campo, por Francisco del Canto, 1586, que parece haber sido la última. La traducción no es enteramente de Reinosa; al fin de la segunda parte, consta que trabajó en ella Pero López de Santa Catalina.

[p. 224]. [2] . Este origen está confesado en el encabezamiento del primer libro: «Aquí comiençan los dos libros del muy noble y esforçado caballero D. Renaldos de Montalban, llamado en lengua toscana El enamoramiento del emperador Carlos Magno... Traducido por Luys Dominguez.» La edición

 más antigua que cita Gayangos es de Toledo, por Juan de Villaquirán, «a doze días del mes de Octubre de mil e quinientos y veinte y tres años»; la última de Perpiñán, 1585.

[p. 225]. [1] . Trabisonda historiata con le figure a li suoi canti, nella quale si contiene nobilissime battaglie, con la vita et morte di Rinaldo, di Francesco Tromba da Gualdo di Nocera. In Venetia, per Bernardino Veneziano de Vidali, nel, 1518, a di 25 de Otobrio. 4.º Cítanse otras ediciones de 1535, 1554, 1558, 1616 y 1623. La Trapesonda castellana estaba ya impresa en 1526, ed. de Salamanca, citada en el Registrum de don Fernando Colón.

[p. 225]. [2] . El único ejemplar conocido de este libro pertenece a la Biblioteca de Wolfembuttel: La Trapesonda. Aqui comiença el quarto Iibro del esforçado caballero Reynaldos de Montalban, que trata de los grandes hechos del invencible caballero Baldo, y las graciosas burlas de Cingar. Sacado de las obras del Mano Palagrio en nuestro común castellano. Sevilla, por Domenico de Robertis, a 18 de noviembre de 1542.

[p. 225]. [3] . Libro del esforçado gigante Morgante y de Roldan y Reinaldos, hasta agora nunca impresso en esta lengua (Colofón)... «Acabose el presente libro del valiente y esforçado Morgante en la insigne ciudad de Valencia, al moli de la Rovella. Fue impresso por Francisco Diaz Romano, a diez y seis dias del mes de Setiembre. Año de mil y quinientos y treynta y tres»...

Libro segundo de Morgante... Valencia, por Nicolás Durán de Salvaniach, año 1535, (Trata de «las faceciosas burlas de Margute y las hazañosas victorias de Morgante; el fin de la guerra de Babilonia, con muchas otras grandes y valerosas empresas de Reinaldos y Roldan y de todos los doze pares, con los sabrosos amores del señor de Montalvan», y es traducción del Marguttino o Morgante Minore.) El traductor de la segunda parte fué, según N. Antonio, Jerónimo de Auner, poeta valenciano. No consta el de la pr mera.

Ambas partes fueron reimpresas en Sevilla, 1552.

[p. 226]. [1] . Le menciona Clemencín en sus notes al Quijote (t. I, pág. 121), diciendo que había visto «el original en folio escrito de mano del mismo Oliva, con sus enmiendas interlineales, y firmado en Lucena a 2 de agosto del año 1604. «Oliva (añade) evitó los numerosos defectos de Urrea: tradujo fielmente; su versificación es fácil, armoniosa, y su libro, a pesar de algunos pequeños lunares, harto más digno de ver la luz pública que los de otros muchos traductores de su tiempo.» Sobre los demás poemas citados en el texto, véase el Catálogo de Gayangos y nuestras bibliografías generales.

[p. 228]. [1] . Todo lo relativo a las versiones francesas del ciclo de Alejandro, está magistralmente expuesto en la obra de Pablo Meyer: Alexandre le Grand dans la littérarure française du moyen âge (París, Vieweg, 1886).

El primer tomo contiene los textos y el segundo la historia de la leyenda.

[p. 228]. [2] . Véase el precioso estudio de Alfredo Morel-Fatio , Recherches sur le texte et les sources du «Libro de Alexandre» (Romania, t. IV, 1875).

 

[p. 229]. [1] . Dictys Cretensis sive Lucií Septimi Ephemerides belli Troiani... Accedit Daretis Phrygii de excidio Troiae historia... Bonnae, impensis. E. Weberii, 1837.

[p. 229]. [2] . «Todos aquellos que verdaderamente quisieredes saber la estoria de Troya (dice la traducción castellana del poema de Benoit de Sainte-More) non leades por un libro que Omero fiso; et desirvos he por qual rason. Sabet que Omero fue un gran sabidor et fiso un libro, en que escrivio toda la estoria de Troya, assi commo el aprendio; et puso en el commo fuera cercada et destroyda et que nunca despues fuera poblada. Mas este libro fiso el despues mas de cient annos que la villa fue destroyda; et por ende non pudo saber verdaderamente la estoria en commo passara. Et fue despues este libro quemado en Atenas. Mas leet el de Dytis, aquel que verdaderamente escrivio estoria de Troya en commo passaua, por ser natural de dentro de la cibdad, et estudo presente a todo el destruymiento, et veya todas las batallas et los grandes fechos que se y fasian, et escrivia siempre de noche por su mano en qual guisa el fecho pasaua.» (Apud Amador de Los Ríos, Historia Crítica, t. IV, p. 346.)

[p. 230]. [1] . Fué publicado por A. Joly (Benoist de Sainte-More et le Roman de Troie... París, A. Franck, 1870). Vid. sobre el poema de Benoit, Romania, XVIII, 70.

[p. 230]. [2] . Sobre el desarrollo de este ciclo en Italia, véase la introducción de E. Gorra a sus Testi inediti storia di trojana (Turín, 1887).

[p. 231]. [1] . Ueber die Spanischem Versione der Historia Troiana. Von Dr. Adolf Mussafia. Viena, 1817.

[p. 231]. [2] . Es el que perteneció a la librería del Marqués de Santillana y existe hoy en la Biblioteca Nacional, procedente de la de Osuna. Otro códice bilingüe (gallego y castellano) figura en mi biblioteca de Santander. De uno y otro precede la correcta edición recientemente publicada por el señor Martínez Salazar.

[p. 232]. [1] . Crónica Troyana. Códice gallego del siglo XIV de la Biblioteca Nacional de Madrid, con apuntes gramaticales y vocabulario, por D. Manuel R. Rodríguez. Publícalo a expensas de la Excelentísima Diputación de esta provincia Andrés Martínez Salazar. La Coruña, Imprenta de la Casa de Misericordia, 1900. Dos tomos 4.º grande.

[p. 232]. [2] . Códice de la Biblioteca Nacional de Madrid, procedente de la de Osuna. Don A. Paz y Meliá ha publicado en la Revue Hispanique (núm. 17, primer trimestre   (de 1899) las poesías y algunos extractos de la prosa de esta Crónica.

 

[p. 233]. [1] . Ms. de Osuna, hoy en la Biblioteca Nacional. Otro posee don Pablo Gil en Zaragoza, y otro, falto de bastantes hojas, vimos estos últimos años.

[p. 233]. [2] . Poseo un códice que parece el mismo que el autor presentó al Conde de Benavente. Es en gran folio, papel fuerte, escrito a dos columnas; consta de 174 hojas. Dice el traductor en el prohemio que antes se habían hecho otras versiones, pero menguadas en algunas cosas, y ofrece en la suya no añadir ni quitar nada «segunt Guido de Colupnia (sic) en su volumen en lengua latina copiló».

[p. 233]. [3] . Crónica Troyana, en que se cötiene la total y lamentable destruycion de la nombrada Troya. En Medina. Por Francisco del Canto. M. D. L. XXXVII. A costa de Benito Boyer, mercader de libros.

No he visto edición posterior a ésta. La más antigua parece ser la de Pamplona, por Arnao Guillen de Brocar, sin año, citada en el Registrum de don Fernando Colón.

[p. 233]. [4] . Entre estas adiciones son notables las relativas a Hércules, Eneas y Bruto. La fabulosa historia de este último procede de la Historia Britonum, de Godofredo de Monmouth.

[p. 233]. [5] . Los diez y siete libros de Daris del Belo Troyano, agora nuevamentc sacado de las antiguas y verdaderas ystorias, en verso, por Ginés Pérez de Hita, vecino de la ciudad de Murcia. Año 1596. (Ms. de la Biblioteca Nacional rubricado en todas sus planas para la impresión.)

[p. 234]. [1] . Este poema en quintillas y en diez cantos se halla en el rarísimo tomo de Obras de Ioachin Romero de Cepeda (Sevilla, Andrés Pescioni año 1582).

[p. 234]. [2] . La antigua, memorable y sangrienta destruicion de Troya. Recopilada de diversos autores por Ioachin Romero de Cepeda... A imitacion de Dares, troyano, y Dictis, cretense griego... Ansimismo son autores Eusebio, Strabon, Diodoro Siculo. Repartida en diez narraciones y veinte cantos. Toledo, Pero Lopez de Haro, 1583, 8.º Las narraciones están en prosa, y los que llama cantos son veinte romances.

[p. 235]. [1] . Libro del esforçado cauallero conde Partinuples, que fue emperador de Constantinopla. La más antigua edición que Gayangos cita es de Alcalá de Henares, por Arnao Guillen de Brocar, 1513.

De la catalana no se conoce impresión anterior a la de Tarragona, 1588, (Açi comença la general historia del esforçat caualler Partinobles compte de Bles. Novamement traduyda de llengua castellana en la nostra catalana. Estampat en Tarragona por Felip Roberte, estamper. Any 1588. A costa de Llatzer Salon, llibrater).

[p. 235]. [2] . Véase el eruditísimo estudio que precede a la edición de Du Méril: Floire et Blanceflor. Poèmes du XIII e siècle. Publiés d' après les manuscrits, avec une introduction, des notes et un glossaire, par M. Edelstand du Méril. París, Jannet, 1865.

[p. 237]. [1] . Revue Hispanique, 1902, p. 587.

[p. 237]. [2] . Pétrarque (dice el más antiguo historiador municipal de Montpellier) fit son cours en droit à Montpellier pendant quatre ans, comme lui-mesme le témoigne, et pour se delaser et divertir en cete sérieuse estude il polit et donna des grâces nouvelles, aux heures de sa récreation, a 1' ancien roman de Pierre de Provence et de la belle Maguelone, que Bernard de Treviez avait fait couler en son temps parmi Ies dames, pour les porter plus agréablement à la charité et aux fondations pieuses.

(Idée de la ville de Montpellier, par Pierre Gariel, p. 113, segunda parte. Citado por Fauriel, Histoire de la Poésie Provençale. París, 1846. Tomo III, página 507. Vid. también el discurso de Victor Le Clerc Sobre el estado de las letras en el siglo XIV, en el tomo XXIV de la Histoire Littéraire de la France, p. 563)

[p. 237]. [3] . Brunet describe cuatro ediciones incunables, sin fecha. En una de ellas, que al parecer salió de las prensas de Lyon por los años de 1478, consta la fecha en que fué escrita la redacción actual de la novela (1453).

[p. 238]. [1] . La edición más antigua de que hay noticia entre las castellanas es la siguiente, mencionada en el Registrum de don Fernando Colón: Historia de la linda Magalona, hija del rey de Nápoles, et del esforçado cauallero Pierres de Provencia. Burgos, 1519, a 26 de Julio. Del mismo año, con fecha de 10 de diciembre, hay otra de Sevilla, por Jacobo Cromberger.

De la versión castellana proceden una portuguesa que se imprimió en Lisboa, 1783, 4.º, y otra más antigua catalana: La historia del Caualler Pierres de Provença, fill del conde de Provença y de la gentil Magalona, filla del rey de Nápoles, traduyda de llengua castellana en la llengua catalana, por Honorat Comalda. Barcelona, en casa de Sebastián Cormellas, 1650, 4.º

[p. 239]. [1] . Tum et de pestiferis libris, cuiusmodi sunt in Hispania: «Amadisus», Splandianus», «Florisandus», «Tirantus», «Tristanus», quarum ineptiarum nullus est finis; quotidie prodeunt novae: «Coelestina» laena, nequitiarum parens, «Carcer Amorum»: in Gallia «Lancilotus a Lacu», «Paris et Vienna», «Ponthus et Sydonia», «Petrus Provincialis et Magvelona», «Melusina, domina inexora, bilis»: in hac Belgica «Florius et Albus Flos», «Leonella et Canamorus»-«Curias et Floreta», «Pyramus et Thisbe»; sunt in vernaculas linguas transfusi ex latino quidam, velut infacetissimae «Facetiae Poggii», «Euryalus et Lucretia», «Centum fabulae Boccatii», quos omnes libros concripserunt homines otiosi, male feriati, imperiti, vitiis ac spurcitiae dediti; in quibus miror quid delectet, nisi tam nobis flagitia blandirentur». ( Vivis Opera, t. IV de la ed. de Valencia, p. 87).

[p. 240]. [1] . La Istoria d'l noble cauallero Paris e d'la muy hermosa doncella Viana Comiença la historia de Paris e Viana: la qual es muy agradable e placentera de leer y especialmente para aquellas personas que son verdaderos enamorados: segun que se sigue en la presente obra. (Al fin) Fue impresso el presente libro de Paris e Viana en la muy noble e mas leal ciudad de Burgos por Alonso de Melgar. Acabose a VIII dias del mes de Noviembre. Año de nuestro Salvador jesu christo de mil e quinientos e XXIIII años (Museo Británico).

De la traducción catalana poseyó un ejemplar, falto de hojas, el insigne erudita y poeta don Mariano Aguiló (Historia de las (sic) amors e vida del cavalier Paris: e de Viana, filla del dalfí de França. Conjeturaba Aguiló que la edición era de Barcelona, por Diego de Gumiel, hacia 1497, por ser muy semejante a la que este impresor hizo del Tirant lo Blanch en el referido año.

[p. 240]. [2] . Publicados por don Eduardo Saavedra (Revista Histórica, de Barcelona, febrero de 1876).

[p. 241]. [1] . Hubo por lo menos cinco ediciones, la primera de Sevilla, por Jacobo Cromberger, 1528.
[p. 241]. [2] . Falta en el Romancero de Durán y en la Primavera de Wolf. Le publicó el mismo Wolf en su importante memoria Ueber eine Sammlung Spanischer Romanzen in fliegend Blättern auf der Universitäts-Bibliothek zu Praga, año 1850 (P. 251). Por otro texto que parece menos antiguo se reprodujo en el primer tomo del Ensayo de Gallardo (I, 1215-1219).

[p. 242]. [1] . La historia de los nobles caualleros Oliveros de Castilla y Artus dalgarbe. (Al fin) Fue acabada la presente obra en la muy noble e leal cibdad de Burgos a.XXV. días del mes de mayo. Año de nuestra redempcion mil. CCCC. XCIX (Printed in facsimile at De Vinne Press from the copy in the library of Archer M. Hungtinton nineteen hundred and two).

[p. 242]. [2] . Vid. R. Foulché Delbosc, Revue Hispanique , p. 587.

[p. 243]. [1] . Vid. Histoire littéraire de la France, t. XXII, pp. 288-300.

Contribuyó mucho a la popularidad de esta leyenda el haberla insertado Vicente de Beauvais en su Speculum Historiale (lib. XXIII, caps. 162-166 y 169).

[p. 243]. [2] . Vid. sobre esta bárbara costumbre la magistral monografía de don Eduardo de Hinojosa, en sus Estudios sobre la historia del Derecho español (Madrid, 1903), pp. 144-177.

[p. 244]. [1] . Sobre las innumerables versiones de la leyenda de El Muerto agradecido, debe consultarse el libro de Simrock, Der gute Gerhard und die dankbaren Toten (Bonn, 1856), y las demás fuentes indicadas por Alejandro de Ancona en su estudio sobre Il novellino. Hállase también en Straparola (noche XI, novela 2.ª) y en un cuento catalán publicado por Maspons y Labrós (Rondallayre, II, 34).

Comparetti (Prefazione alla novella di Messer Dianese, Pisa, 1868) cree de origen clásico esta fábula y busca sus orígenes en Cicerón, De Divinatione, I, 27, y Valerio Máximo, I, 7, 3. Benfey la deriva de la literatura India y Simrock de la mitología germánica.

En la literatura francesa aparece, antes del Olinevos, en Richars li Biaus, poema del siglo XIII.

Véase, finalmente, sobre este tema, Romania, XVIII, 197.

[p. 244]. [2] . «Aquí comiëça la espantosa y admirable vida de Roberto el Diablo. Burgos a XXI dias del mes de junio de mil quinientos e nueve años» (En el Registrum de don Fernando Colón). Continúa reimprimiéndose todavía, aunque muy abreviada y estropeada, como todos los libros de cordel. Hay una traducción portuguesa de Jerónimo Moreira de Carvalho: Historia do grande Roberto, duque de Normandia e emperador de Roma... Lisboa, 1733, 4.º [Cf. Ad. Vol. II.]

[p. 245]. [1] . Desde el 47 en adelante, anunciándose la intercalación de este modo: «Agora deja la hestoria de fablar una pieza de todas las otras razones, por contar del caballero que dijeron del Cisne, cúyo fijo fué e de cuál tierra vino, e de los fechos que fizo en el imperio de Alemania, de cómo casó con Beatriz, e de cómo lo llevó el cisne a la tierra de su padre, donde lo trajiera, e de la vida que despues fizo la duquesa su mujer con su fija Ida, que fué casada con el conde de Tolosa, de que hobo un fijo a que dijeron Gudufre, que fizo muchos buenos fechos en la tierra santa de Ultramar, ansi como la hestoria lo contará de aquí adelante.» (PP. 26-94 de la edición de Gayangos.)

[p. 246]. [1] También este género de parto monstruoso con el número simbólico de siete, es un lugar común en los cuentos populares. Véase lo que sobre ello escribió don Ramón Menéndez Pidal en su admirable libro La leyenda de los Infantes de Lara (1895), y lo que yo mismo expuse al ilustrar la comedia de Lope de Vega , Los Pórceles de Murcia.

 

[p. 250]. [1] . Dos obras didácticas y dos leyendas sacadas de manuscritos de la Biblioteca de El Escorial. Dalas a luz la Sociedad de Bibliófilos Españoles. Madrid, año 1878.

[p. 250]. [2] . La ha reimpreso Knust al fin del volumen mencionado en la nota anterior, tomando por texto la edición de Toledo, de 1526.

[p. 251]. [1] . Esta leyenda no ha sido de las más populares en España. Fuera del texto antiguo, apenas puede citarse otra cosa que una mala comedia de fines del siglo XVII o principios del XVIII, Las cuatro Estrellas de Roma, y el Martirio más sangriento de San Eustachio, de un ingenio de Talavera de la Reina.

[p. 251]. [2] . Eine altspanische Darstellung der Crescentiasage. En los Sitzungsberichte der K.K Akademie der Wissenschaften: Philos. Histor. Classe, vol. 53. Viena, 1867. Páginas 508-562.

[p. 251]. [3] . Publicado por Amador de los Ríos, Historia crítica, t. V. pp. 391-468.

[p. 251]. [4] . Vid. el análisis de Florence en el tomo XXVI de la Histoire littéraire de la France, 335-350.

[p. 252]. [1] . Por nuestra absoluta incompetencia nos abstenemos de penetrar en esta oscurísima región de los orígenes célticos. Pueden consultarse, entre otras obras famosas:

The Mabinogion, from the Llyfr Coch o Hergest, and other ancient Welsh Manuscripts, with an english translation and notes, by lady Charlotte Guest. London and Llandovery, 1837-1849 . Los Mabinogion, nombre que se daba en el país de Gales a este género de relatos fabulosos, han llegado a nuestros días en dos principales manuscritos: uno del siglo XIII y otro del XIV. Sobre el texto de este último, conocido con el nombre de Libro Rojo de Hergest, y perteneciente al colegio de Jesús de Oxford, ha hecho su edición Lady Guest.

Esta colección fué traducida en parte al francés por M. de la Villemarqué (Contes populaires des anciens Bretons, 1842 ); libro refundido después en otro más importante, que se titula Les Romans de la Table Ronde et les contes des anciens Bretons (París, Didier, 1859). Villemarqué, crítico muy ameno e ingenioso, pero que concedía a la imaginación más parte de la que en estas investigaciones le corresponde, popularizó esta rica e interesante materia en los libros titulados Mirdhin ou l'enchanteur Merlin, Les Bardes Bretons, poèmes du sixième siècle, La Légende Celtique et la poesie des cloitres en Irlande, en Cambrie et en Bretagne, obras deliciosas, pero que conviene leer con precaución al decir de los inteligentes, porque propenden a exagerar la antigüedad y el carácter indígena de los fragmentos y relatos de la poesía céltica.

De aquí el desdén acaso excesivo con que hablan de él los celtistas modernos, por ejemplo, J. Loth, nuevo traductor de los Mabinogion y colaborador de d'Arbois de Jubainville en el Cours de littérature celtique (París, Thorin, 1883 y ss.). El segundo tomo de esta obra (1884) contiene el estudio del ciclo mitológico irlandés y la mitología céltica. En el tercero (1889) da principio la versión de los Mabinogion.

 

[p. 255]. [1] .  G. París, La littérature française au moyen âge, 2.ª  ed. París, 1890. Páginas 91-92.

[p. 258]. [1] . Poemes et Légendes du moyen âge, pp. 117 y 139-40.

Los trabajos críticos de estos últimos años han renovado por completo el estudio del Tristán. Véanse especialmente los tomos XV, XVI y XVII de la Romania, donde aparecieron varios de ellos y se da cuenta de los restantes.

[p. 260]. [1] . El tomo XXX de la Histoire littéraire de la France, publicado en 1888, contiene el análisis hecho por Gastón París de todas las novelas en verso del ciclo bretón, con referencias a las que ya habían sido analizadas en tomos anteriores, y es hasta la fecha el trabajo capital sobre el asunto.

Como obra amena e instructiva de vulgarización conserva siempre su valor el libro de Paulino París, Les Romans de la Table Ronde mis e nouveau langage et accompagnés de recherches sur 1'origine et le caractére de ces grandes compositions (París, Techener, 1868-77, cinco volúmenes).

[p. 267]. [1] . Allegat ergo pro se lingua «oil», quod propter sui faciliorem, ac delectabiliorem vulgaritatem, quicquid redactum, sive inventum est ad vulgare prosaicum, suum est: videlicet biblia cum Trojanorum Romanorumque gestibus compilata, et Arturi regis ambages pulcherrimae, et qua plures aliae historiae ac doctrinae (De vulgari eloquio, lib. I, cap. X).

[p. 269]. [1] . Milá y Fontanals, De los Trovadores en España (Barcelona, 1861), páginas 269-277.

[p. 270]. [1] . Varnhagen, en su ligero opúsculo Da litteratura dos livros de cavallarias (Viena, 1872), cita de pasada un códice de la Ambrosiana, de Milán, escrito en 1380, que contiene la última parte del Lanzarote en valenciano (?); pero debe de haber algún error en cuanto a la lengua, porque ninguno de los que han tratado ex professo de literatura catalana le menciona, ni siquiera A. Morel-Fatio en la muy esmerada reseña inserta en la colección de Gröber, Grundiss der Romanischen Philologie.

Los textos novelísticos en catalán son sumamente escasos. Aun de cuentos devotos apenas pueden citarse otros que la conocida leyenda del paje de Santa Isabel (Romanía, V, 453) y la Historia de la filla del rey de Hungría (asunto del célebre poema la Manekine, compuesto en el siglo XIII por Felipe de Beaumonoir), del cual se han impreso dos versiones, la una en el tome XIII de Documentos del Archivo de Aragón (pp. 53 y ss.) y otra en Palma, 1873, por don Bartolomé Muntaner. En un códice sustraído con otros de la Biblioteca Colombina, y que para actualmente en la Nacional de París (fondo español núm. 475), hay otra variante del mismo tema con el título de La istoria de la filla del emperador Constantí.

 

[p. 271]. [1] . Il Canzoniere Portoghese Colocci-Brancuti pubblicato nelle parti che completano il codice Vaticano 4803 da Enrico Molteni. Halle, Nieemeyer, año 1880, pp. 6-9.

[p. 272]. [1] . Lays de Bratanha. Capitulo inedito do Cancioneiro da Ajuda, Porto, año 1900 (tirada aparte de la Revista Lusitana, VI).

[p. 273]. [1] . No antes, porque el Tristán francés en prosa fue compuesto entre 1210 y 1230, y no empezó a vulgarizarse por Europa antes de 1250.

[p. 273]. [2] . Todos ellos están reunidos en los Monumenta Portugalliae Historica a saeculo octavo usque ad quintumdecimum jussu Academiae Scientiarium Olisiponensis edita.—Scriptores, vol. I (Lisboa, 1860).

Esta publicación, dirigida por Alejandro Herculano, ha hecho inútiles las antiguas ediciones de Lavaña y Faria y Sousa, aunque todavía tienen estimación bibliográfica.

[p. 274]. [1] . Memoria sobre a origem provavel dos Livros de Linhagens (Apud Scriptores, p. 133).

[p. 274]. [2] . Scriptores, pp. 180-181.

[p. 275]. [1] . Scriptores, p. 238.

Las noticias relativas a los héroes de la Tabla Redonda se hallan más adelante (pp. 242-245). La narración de la batalla entre Artús y su sobrino Mordech en el monte de Camblet, termina así: «Aqui morreo Modrech e todollos boos caualleros de huma parte e da outra. El rey Artur teve o campo e foy malferido de tres lançadas e de huma espadada que lhe deu Modrech, e fezesse levar a Isla Avalom por Saar. Daqui adiante nom fallamos del se he vivo se he morto, nem Merlin non disse dell mais nem eu nom sey ende mais. Os bretöes dizem que ainda he vivo. Esta batalha foy na era de quinhentos e oitenta annos.»

¡No difiere poco esta fecha de la era de 1042, propuesta por los Anales Toledanos!

 

[p. 277]. [1] . T. Braga, Curso de historia da litteratura portugueza, 1885, p. 145.

[p. 277]. [2] . A historia dos cavalleiros da Mesa Redonda e da demanda do Santo Graal, ed. R. von Reinhardstoettner (Berlín, 1887).

[p. 277]. [3] . Varnhagen, Cancioneirinho de Trovas antigas, Viena, 1870, páginas 165-167.

[p. 278]. [1] . Historia del rey Vespesiano (Al fin). Esta istoria hordenaron Yacop e Josep Abarimatia que a todas estas cosas fueron presentes, e Jafet que de su mano la escribió... Este libro fue emprimido en la muy noble e muy leal cibdad de Sevilla por Pedro Brun, savoyano, anno del Señor de mill. CCCC. XC. VIII. a XXV dias de agosto.

[p. 278]. [2] . Vid. Floresta de varios romances colligidos por Th. Braga. Porto, año 1896, pp. 36-38.

[p. 278]. [3] . España Sagrada, t. XXII, p. 381.

[p. 278]. [4] . «En la Grande et General Estoria se extractan de la crónica de Monmouth, a la que da el rey el título de Estoria de las Bretañas, todas las proezas atribuídas al hijo de Silvo, no olvidadas tampoco las historias de Corineo y Locrino, de doña Guendolonea y Mandon, Porex y Flerex, Belmo y Brenio, etc.»— Amador de los Ríos, Historia Crítica, V, p. 29.

[p. 279]. [1] . Ed. de Baist, p. 42.

[p. 283]. [1] . Crónica de Don Pedro Niño, conde de Buelna, por Gutierre Diez de Games, su alferez. La publica D. Eugenio de Llaguno Amirola... Madrid, Sancha, 1782, pp. 29-30.

[p. 284]. [1] . Para esta sucinta indicación de una de las partes inéditas de la llamada crónica de D. Pedro Niño, me valgo de un códice del siglo XVI que poseo. (Este libro ha nombre el Victorial, y fabla en él de los quatro Príncipes que fueron mayores en el mundo, quién fueron, y de algunos otros breuemente por enxiemplo a los buenos caualleros y fidalgos que han de usar officio de armas y arte de cauallería, trayendo a concordia de fablar de un noble caballero, al qual fin este libro fice.)

La traducción francesa de los condes de Circourt y de Puymaigre (Le Victorial, París, Palmé 1867), esta completa, conforme al manuscrito de la Academia de la Historia. Mengua es que el original castellano de tan ameno e interesante libro no haya sido impreso en su integridad todavía. Esperamos que en alguno de los tomos sucesivos de la presente Biblioteca ha de subsanarse la falta.

[p. 285]. [1] . Vid. t. XXX de la Histoire littéraire de la France, pp. 113-118.

[p. 286]. [1] . Clemencín, Elogio de la Reina Católica, en el tomo VI de Memorias de la Academia de la Historia, p. 458.

[p. 286]. [2] . Libro rarísimo, del cual no se conoce más ejemplar que el que perteneció a don Pedro José Pidal y conservan sus herederos. Al fin dice: «Fue impresa la presente obra en la muy noble e más leal cibdad de Burgos, cabeça de Castilla, por Juan de Burgos. A diez dias del mes de febrero del año de nuestra saluacion de mill e quatrocientos e noventa e ocho años.»

Los preliminares, la tabla de capítulos y el final de este Baladro se hallan reproducidos en la publicación de Gastón París, de que doy cuenta en la nota que sigue.

[p. 287]. [1] . Merlin, roman en prose du XIII e siècle, publié avec la mise en prose du Poème de Merlin, de Robert de Boron... par Gaston Paris et Jacob Ulrich. París, Didot, 1886. Publicado por la Société des anciens textes français. Páginas LXXIII-XCI.

[p. 287]. [2] . «Aquí se acaba el primero y el segundo libro de la Demanda del Sancto Grial con el Baladro del famosísimo poeta e nigromante Merlin con sus profecias. Ay, por consiguiente, todo el libro de la Demanda del Sancto Grial, en el qual se contiene el principio e fin de la Mesa Redonda, e acabamiento e vidas de ciento e cinquenta caballeros compañeros della. El qual fue impreso en la muy noble y leal ciudad de Seuilla, y acabose en el año de la Encarnacion de Nuestro Redemptor Jesu Christo de mil e quinientos e treynta e cinco años. A doce dias del mes de octubre» (Biblioteca Nacional). En el Museo Británico existe otra edición anterior, de Toledo, por Juan de Villaquirán, 1515.

[p. 287]. [3] . No hemos manejado más edición que la de Sevilla, 1534, por Dominico de Robertis, con el título de Crónica nuevamente emendada y añadida del buen caballero don Tristan de Leonis y del rey don Tristan de Leonis, el joven, su hijo, Contiene, en efecto, una segunda parte, de autor español desconocido, que comienza en la corte del rey Artús, pero que tiene a España por teatro de la mayor parte de las aventuras. Los nombres geográficos de Pamplona, Logroño, Burgos, Nájera y la Coruña; los apellidos de Velasco, Guzmán, Mendoza y Torrente; la intervención del Miramamolín de África, enamorado de la hermosura de la infanta Doña María, no dejan duda sobre el carácter indígena de esta ficción, que, por lo demás, vale poco y no sale de los lugares comunes propios de la decadencia del género caballeresco.

[p. 288]. [1] . La más antigua edición parece ser la de Toledo, por Juan Varela de Salamanca, a 27 días de julio de 1513. En algunas ediciones del siglo XVII (Alcalá, 1604; Sevilla, 1629), se da por autor de ella a Nuño de Garay, que a lo sumo sería refundidor. [Cf. Ad. vol. II.]

[p. 289]. [1] . En el tomo I de su Lexique Roman, con el título de Roman de Jaufre (páginas 48-173).

[p. 289]. [2] . Histoire Littéraire de la France, t. XXII, pp. 224-234.

[p. 289]. [3] . Histoire Littéraire de la France, t. XXX, pp. 215-217.

[p. 290]. [1] . Voyage au Purgatoire de St. Patrice. Visions de Tundal et de St. Paul. Textes languedociens du quinzième siècle, publiés par A. Jeanroy et A. Vignaux. Toulouse, 1903.

La traducción latina se halla en el raro libro del irlandés O'Sullivan, Historiae Catholicae Iberniae Compendium (Lisboa, 1621), fols. 15-31.

[p. 290]. [2] . La primera de estas versiones fué publicada por don Próspero Bofarull en el tomo XIII de la Colección de Documentos inéditos del Archivo de la Corona de Aragón (pp. 81-105); la segunda por Baist (Zeitschrift für, romanische Philol., IV, pp. 318-329).

[p. 290]. [3] . Estoria d'hun cavaleyro a que chamavâ Tungulu, ao qual forom mostradas visibilmente e no per outra revelaçao todas as penas do inferno e do purgatorio. E outrosi todos os bees e glorias que ha no sancto parayso, andando sempre hu angeo co el. Esto Ihe foy demostrado por tal que se ouvesse de correger e emendar dos seus peccados e de suas maldades (Ms. de la Biblioteca Nacional de Lisboa, procedente del monasterio de Alcobaza). En otro de la misma procedencia, existente en el Archivo de la Torre do Tombo, se lee una versión distinta de la misma leyenda. La primera se atribuye a Fr. Hilario de Lourinham; la segunda a Fr. Hermenegildo de Payopelle.

[p. 290]. [4] . Historia del virtuoso cavallero da Tungano: o de las grades cosas y espantosas que vido en el infierno: y en el purgatorio: y en el Parayso... Fue impressa la presente obra en la Imperial ciudad d' Toledo por Ramon de Petras. A tres días del mes de Julio. Año de mil y quinientos y veynte y seys Años (N.º 1682 del Catálogo de Salvá). Sobre la Visión de Tundul véase el estudio de A. Mussafia (Sitzungsberichte der Kais. Akad. der Wissensch. Viena, 1871, pp. 157-206).

[p. 291]. [1] . La vida del bienauenturado sant Amaro, y de los peligros que passó hasta que llegó al Parayso terrenal. (Al fin). Fue impressa la presente vida del bienauaturado sant Amaro en la muy noble y mas Ieal ciudad de Burgos. En casa de Juan de Junta a veynte dias del mes de febrero mil quinientos y LII años. (Reproducido fotolitográficamente por el señor Sancho Rayón.) Continúa reimprimiéndose como libro popular. La tradición del purgatorio de San Patricio, juntamente con la leyenda italiana del paraíso de la Reina Sibila, se encuentra también en la célebre novela italiana Guerino il Meschino, compuesta por Andrea da Barberino en 1391 y que continúa siendo popular hoy mismo. Existe de ella una traducción castellana sumamente rara:

«Cronica d'l noble cauallero Guarino mesquino. En la qual trata de las Hazañas y aventuras que le acontecieron por todas las ptes del mundo y en el purgatorio de Sant patricio, en 'I monte de Norça donde está la Sibila. ( Al fin). Acabose la famosa historia d'l valiéte y muy virtuoso cauallero Guarino llamado Mesquino la qual se imprimio en la muy noble y muy leal cibdad de Seuilla en casa de Andres de Burgos. En el año de ntro. Señor jesu Xpo d' mil y quinetos e XLVIII a diez dias de mayo.

El traductor fué, según en la dedicatoria se declara, Alonso Hernández Alemán, vecino de Sevilla. La primera edición es la de Sevilla, 1512, citada en el Registrum de don Fernando Colón.

Sobre la leyenda del Paraíso de la Reina Sibila, vid. Gastón París, Légendes du Moyen Age, París, 1903, pp. 66-III.