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Obras completas de Menéndez... > ORÍGENES DE LA NOVELA > I : INFLUENCIA ORIENTAL -... > III.—INFLUENCIA DE LAS FORMAS DE LA NOVELÍSTICA ORIENTAL EN LA LITERATURA DE NUESTRA PENÍNSULA DURANTE LA EDAD MEDIA.—RAIMUNDO LULIO.—DON JUAN MANUEL—FRAY ANSELMO DE TURMEDA.—EL ARCIPRESTRE DE TALAVERA.

Datos del fragmento

Texto

A las traducciones de libros orientales de apólogos, cuentos y sentencias, siguió muy pronto la aparición de obras originales vaciadas en el mismo molde, siendo quizá la primera el Libro de los Castigos e documentos que don Sancho el Bravo compuso para educación de su hijo don Fernando, terminándole en 1292, [1] en medio de los cuidados del cerco de Tarifa.

Este importante catecismo político moral parece compuesto a la traza de los libros árabes del mismo género, tales como el Solwan, del siciliano Aben Zafer, y el Collar de Perlas, del rey de Tremecen Abuhamu, si bien éste es posterior a don Sancho. En el uno como en los otros, se confirma la doctrina con gran copia de ejemplos históricos, anécdotas de varia procedencia, y algunos cuentos propiamente tales. Muchas de las fuentes a que don Sancho acudió pertenecen a la literatura cristiana, siendo tan frecuentes las citas de la Sagrada Escritura y de los Santos Padres y escritores eclesiásticos, San Agustín, San Gregorio, San Isidoro, San Bernardo, Pedro Lombardo, etc., que ha podido sospecharse que intervino la mano de un obispo o clérigo en la reunión y preparación de estos materiales, aunque no en el pensamiento y estilo del libro, que tiene carácter muy personal y nada impropio del monarca cuyo nombre lleva al frente, príncipe de gran cultura, [p. 116] según lo acreditan el Lucidario y otros libros que mandó compilar o traducir, como digno continuador de las empresas científicas de su padre. A parte de los elementos recibidos de la cultura bíblica y eclesiástica (sin exceptuar los libros apócrifos, como el tercero de Esdras, que cita con el título de Sorobabel), y las menciones de algunos sabios antiguos, como Ciceron, Séneca y Boecio, hay en el Libro de los Castigos curiosas narraciones tomadas de nuestra poesía épica e historia nacional, como la de la muerte del conde don García a manos de los Velas; algunas leyendas piadosas, entre las cuales sobresale, por lo fantástica y bien contada, la de la monja herida y castigada por un crucifijo cuando iba a huir del convento en pos de su amante, y algún cuento de la Disciplina Clericalis, como el de la prueba de los amigos. Pero aunque no pueda negarse que este libro pertenece a la didáctica oriental por su forma, el contenido tiene mucho más de latino que de árabe, siendo Valerio Máximo uno de los autores cuyos ejemplos gusta más de citar el rey don Sancho. La sintaxis del libro tampoco muestra el carácter acentuadamente semítico que tienen las versiones literalísimas del Calila y Dimna, del Sendebar, del Bonium, y, en general, todas las que se hicieron en el reinado de Alfonso el Sabio.

Oriental es también en fondo y forma la inspiración de los libros catalanes de Ramón Lull (Raimundo Lulio), en medio de la potente originalidad de su carácter y de la transcendencia de su pensamiento filosófico, que voló con alas propias a la región más alta del realismo metafísico de los tiempos medios. Saben todos los que han saludado sus escritos que uno de los medios más eficaces de su exposición y propaganda doctrinal, y una de las notas más populares de su escuela, fué el empleo de procedimientos artísticos, desde los esquemas gráficos (círculo, triángulo y cuadrángulo) hasta el símbolo, la alegoría, la parábola en prosa y la poesía lírica en muy varias combinaciones de metros y rimas. Hasta la lógica pretendió exponerla en verso. Muchos de sus libros, escritos originalmente en lengua vulgar, en su materna lengua catalana, mezclan la exposición didáctica, aun de las materias más áridas, con efusiones poéticas y místicas que son trasunto de su alma ardiente y enamorada de la Belleza Suma y del Bien Infinito. No son pocos, especialmente entre los de controversia, los que adoptan [p. 117] la forma semidramática del coloquio y disputa con adversarios reales o ficticios, o comienzan con una introducción en que el filósofo, perdido por un espeso bosque cuya descripción suele hacer con poético hechizo, encuentra a algún venerable ermitaño a quien confía sus cuitas y el desaliento que a veces le invade viendo menospreciado su Arte por los doctores escolásticos y desoidos sus proyectos de cruzada por reyes y pontífices. Estas lamentaciones, continuamente repetidas, logran su forma más bella en la admirable elegía del Desconort.

Otra de las formas elementales de la pedagogía luliana es el apólogo puramente didáctico, sin verdadera determinación en forma artística y reducido a ser tenue veladura de superiores enseñanzas, tal como le encontramos en el Arbol Exemplifical, que es una de las ramas del Arbol de la Ciencia. [1]

Pero este arte simbólico, infantil y rudo, que apenas traspasa los límites del enigma paremiológico, ni parece inventado con otro fin que el de presentar a la inteligencia fáciles semejanzas y analogías que aviven la atención y fortalezcan el recuerdo, aparece sometido en otros tratados de la enciclopedia luliana a una concepción artística superior, que se encarna en las aventuras de un personaje o en el desarrollo de una situación culminante. Domina siempre el propósito de enseñanza, porque el arte de Ramón Lull nunca es enteramente desinteresado; pero su vigorosa imaginación constructiva, que hace de él un gran poeta de la metafísica, dotado de singular virtud para revestir de forma sensible todas las abstracciones; su extraño concepto y visión del mundo, interpretado por él de una manera vagamente teosófica; sus mismas alucinaciones, que son a veces relámpagos de genio; su ascetismo, más misericordioso que ceñudo, son elementos altamente poéticos que animan con vida intensa y desordenada pero profunda y humana, estas raras creaciones, medio científicas, medio fantásticas, del Doctor Iluminado. Cuatro de las obras de R. Lulio, que afortunadamente han llegado a nosotros en su texto original lleno de gracia y candidez, y no en bárbaras interpretaciones latinas, el [p. 118] Libro del Gentil y de los tres sabios, el Libro del Orden de la Caballería, el Blanquerna y el Libro Félix o de las Maravillas del Mundo, realizan, aunque de un modo muy primitivo, las condiciones de la novela filosófica, y deben contarse, especialmente las dos últimas, entre los monumentos más curiosos de la literatura de la Edad Media. En todas ellas dejó algún reflejo el sol de Oriente, pues sabido es que el beato misionero mallorquín tenía en todas las exterioridades de su persona y doctrina grandísima semejanza con los sufíes y filósofos contemplativos que en Persia, en Siria y en España florecieron bajo la dominación musulmana; se había amamantado en la doctrina de Algazel, cuya Lógica tradujo, y hablaba y escribía el árabe como segunda lengua propia, usándola de continuo en sus controversias con los doctores mahometanos y en sus predicaciones al pueblo de África, que le valieron por fin la palma del martirio.

En árabe compuso primitivamente R. Lulio el Libre del Gentil e los tres Savis , [1] una de sus obras más antiguas, y una de las que tuvieron más difusión y boga en el siglo XIV, siendo traducida al hebreo, al latín, al francés y al castellano en 1378, por el cordobés Gonzalo Sánchez de Uceda. [2] El modelo literario que nuestro filósofo tuvo presente fué un Barlaam árabe o más probablemente [p. 119] el Cuzari de Judá Leví, [1] pues aunque no consta que estuviese versado en la literatura rabínica, aquella obra, compuesta también en lengua arábiga y manejada de continuo por hombres de las tres religiones, debía de serle familiar. El plan de ambos libros es análogo, pero naturalmente muy diverso el sentido religioso, y más profundo y transcendental el de Lull, aun haciendo abstracción, si posible es, de su fe cristiana. Hay también más riqueza de pormenores dramáticos en el libro catalán que en el judío, es más pintoresca la introducción, más viva y animado el diálogo, más hábil la presentación de los interlocutores, y eso que Ramón Lull no tenía por apoyo de su tratado una anécdota tan interesante como la de la conversión del rey de los Cazares. Algunas líneas del prólogo mostrarán el sencillo cuadro novelesco y la apacible y hechicera suavidad con que está dibujado e iluminado.

«Por ordenamiento de Dios sucedió que en una tierra había un gentil muy sabio en filosofía, y consideró en su vejez y en la muerte, y en las bienandanzas de este mundo. Aquel gentil no tenía conocimiento de Dios, ni creía en la resurrección, ni que después de la muerte hubiera ninguna cosa. Y mientras hacía estas consideraciones, sus ojos se llenaban de lágrimas, y su corazón de suspiros y de tristeza y de dolor, porque tanto agradaba al gentil esta vida mundana, y tan horrible cosa era para él el pensamiento de la muerte y el recelo de que no hubiera nada detrás de ella, que no podía consolarse ni abstenerse de llorar, ni desterrar de su corazón la tristeza. Estando el gentil en esta consideración y en este trabajo, le vino voluntad de partirse de aquella ciudad e irse a tierra extraña, para ver si por ventura podría encontrar remedio a su aflicción, y poniendo en ejecución tal pensamiento, llegó a una gran floresta, la cual era abundosa de muchas fuentes y de muy bellos árboles frutales, que podían dar al corazón nueva vida. En aquella selva había muchas bestias y muchas aves de diversas maneras. Por todo lo cual resolvió detenerse en tan ameno y solitario paraje, para ver y oler las flores, y con la belleza de los árboles, y de las fuentes y de las yerbas, [p. 120] dar alguna tregua y refrigerio a los graves pensamientos que muy fuertemente le atormentaban y trabajaban. Cuando el gentil estuvo en el gran bosque, y vió las riberas, y las fuentes, y los prados, y que en los árboles cantaban muy dulcemente pájaros de diversas castas, y bajo los árboles había cabras monteses, gamos, gacelas, liebres, conejos y muchas otras bestias agradables de ver, y que los árboles estaban cargados de flores y frutos de diversas maneras, de donde salía muy agradable olor, se quiso consolar y alegrar con lo que veía y oía y olfateaba, pero le sobrevino el pensamiento de su muerte y de la aniquilación de su ser, y se cubrió su corazón de dolor y tristeza, y se multiplicaron sus tormentos. Pensó volver a su tierra, pero desistió de tal pensamiento, considerando que la tristeza en que estaba acaso podría salir de su corazón con algún encanto o aventura que la suerte le deparase. Y así prosiguió andando de monte en monte, y de fuente en fuente, y de prado en ribera, para probar y tentar si había alguna cosa tan placentera de ver y oír que le quitase el pensamiento que le angustiaba. Pero cuanto más andaba y más bellos lugares encontraba, más fuertemente le perseguía el pensamiento de la muerte. Cogía flores el gentil y comía frutos de los árboles, pero ni el olor de las flores ni el sabor de los frutos le daban ningún remedio. Estando el gentil en este trabajo, y no sabiendo qué partido tomar, hincó las rodillas en tierra, y levantó las manos y los ojos al cielo, y besó la tierra, y dijo estas palabras, llorando y suspirando muy devotamente: «¡Ay mezquino, en qué ira y en qué dolor has caído cautivo! ¿Por qué fuiste engendrado ni viniste al mundo, pues no hay quien te ayude en los trabajos que padeces, ni hay ninguna cosa que tenga en sí tanta virtud que te pueda ayudar?».

»Cuando el gentil hubo dicho estas palabras, empezó a caminar por el bosque como hombre fuera de sentido, hasta que salió a un ancho y hermoso camino. Y aconteció que mientras el gentil andaba por aquella vía, tres sabios se encontraron a la salida de una ciudad. El uno era judío, el otro cristiano, el tercero sarraceno. Saludáronse afablemente, y después de haberse informado con mucha cortesía de su salud y estado, determinaron ir de paseo para recrear el ánimo que tenían muy trabajado del estudio que hacían. Iban hablando los tres sabios, cada uno de su creencia y [p. 121] de la doctrina que mostraban a sus escolares, cuando llegaron a un hermoso prado, donde una bella fuente regaba los cinco árboles que al principio de este libro van figurados. [1] Junto a la fuente encontraron a una hermosísima doncella, muy noblemente vestida, que cabalgaba en un palafrén al cual daba de beber en la fuente. Los sabios, que vieron los cinco árboles y aquella dama de tan agradable semblante, se acercaron a la fuente para saludarla, y ella respondió cortésmente a su saludo. Preguntáronle su nombre, y ella les dijo que era la Inteligencia. Entonces los sabios la rogaron que les declarase la naturaleza y propiedad de los cinco árboles y lo que significaban las letras que estaban escritas en cada una de sus flores.»

No nos detendremos en esta exposición alegórica, que está repetida en otros muchos libros del beato mallorquín y que pertenece a la parte más conocida y externa de su sistema.

«Cuando la dama hubo dicho estas palabras a los tres sabios, se despidió de ellos y alejóse. Quedaron los tres sabios en la fuente, y uno de ellos comenzó a suspirar y a decir: «¡Ay Dios, ¡Cuán gran bienaventuranza sería si por medio de estos árboles pudieran reducirse a una sola ley y creencia todos los hombres que hoy son, y que no hubiese entre los humanos rencor ni mala voluntad por ser diversas y contrarias sus creencias y sectas, y así como hay un Dios tan solamente, padre y creador y señor de todo cuanto es, que así todos los pueblos se uniesen para formar un pueblo solo, y que aquéllos estuviesen en vía de salvación, y que todos juntos tuviesen una fe y una ley, y diesen gloria y loor a nuestro señor Dios! Considerad, señores, cuántos son los daños que se siguen de tener los hombres diversas sectas, y cuántos son los bienes que resultarían si todos tuviesen una fe y una ley. Siendo esto así, ¿no os parecería bien que nos sentásemos bajo estos árboles, a la vera de esta apacible fuente, y que disputásemos sobre lo que creemos, y puesto que con autoridades no nos podemos convencer, tratásemos de avenirnos por medio de razones demostrativas y necesarias?». Cada uno de los sabios tuvo por bueno lo que el [p. 122] otro decía, y alegráronse, y comenzaron a mirar las flores de los árboles, y a recordar las condiciones y palabras que la dama les había dicho. Y cuando comenzaban a mover cuestiones el uno contra el otro, he aquí que comparece el gentil que andaba perdido por el bosque. Gran barba tenía y largos cabellos, y venía como hombre cansado, flaco y descolorido por el trabajo de sus pensamientos y por el largo viaje que había hecho; sus ojos eran un torrente de lágrimas, su corazón no cesaba de suspirar ni su boca de plañir. Por la gran angustia de su trabajo tenía sed, y quiso ir a beber en la fuente, antes que pudiese hablar ni saludar a los tres sabios. Cuando hubo bebido, y su aliento y espíritu recobraron alguna virtud, el gentil saludó en su lenguaje, según su costumbre, a los tres sabios. Y los tres sabios contestaron a su saludo, diciendo: «Aquel Dios de gloria, que es padre y señor de cuanto es, y que ha creado todo el mundo, y que resucitará a buenos y malos, sea en vuestra ayuda y os valga en vuestros trabajos.»

»Cuando el gentil hubo oído la salutación que los tres sabios le hicieron, y vió los cinco árboles y leyó en las flores, y vió el extraño continente de los tres sabios y sus raras vestiduras, maravillóse muy fuertemente de las palabras que había oído y de lo que veía. «Buen amigo (le dijo uno de los tres sabios), ¿de dónde venís y cómo es vuestro nombre? Asaz trabajado me parecéis y desconsolado por alguna cosa. ¿Qué tenéis y por qué habéis venido a este lugar? ¿En qué os podemos consolar o ayudar? Sepamos vuestra intención.» El gentil respondiendo dijo que venía de luengas tierras, y que era gentil, y andaba como hombre fuera de sentido por aquel bosque, y que la casualidad le había traído a aquel lugar. Y contó el dolor y la pena en que estaba sumergido. Y añadió: «Como vosotros me habéis saludado, diciéndome que me ayude Dios que creó el mundo, y que resucitará a los hombres, me he maravillado mucho de esta salutación, porque en ningún tiempo oí hablar de ese Dios que decís, ni tampoco de la resurrección oí hablar nunca. Y quien pudiera significarme y mostrarme por vivas razones la resurrección, podría desterrar de mi alma el dolor y tristeza en que está.» «¿Cómo, buen amigo (dijo uno de los tres sabios), no creéis en Dios ni tenéis esperanza de la resurrección?» «Señor, no (dijo el gentil); y si podéis explicarme alguna cosa por donde mi alma pueda tener conocimiento de la resurrección, os [p. 123] ruego que lo hagáis, porque veo que la muerte se acerca, y después de la muerte no sé que haya ninguna cosa.» Cuando los tres sabios oyeron y entendieron el error en que estaba el gentil, entró gran piedad en sus corazones, y determinaron probar al gentil la existencia de Dios, y la bondad, grandeza, eternidad, poder, sabiduría, amor y perfección que en él había.»

Gustosos hemos dilatado la pluma en la traducción de este delicioso idilio, que sirve de proemio a la más serena y amplia discusión teológica que puede imaginarse. Uno de los tres sabios demuestra al gentil la existencia de Dios y la resurrección. Extraordinaria es su alegría cuando comienzan a disiparse las nieblas de su conciencia. Pero un nuevo conflicto estalla en su alma al saber la existencia de las tres leyes o religiones que dividen a los tres sabios. Entonces comienza cada uno a exponer los fundamentos de su creencia, hablando primero el judío, por ser su ley la más antigua, luego el cristiano y por último el sarraceno. No hay verdadera disputa entre ellos, pues mientras uno habla los demás callan (excepto el gentil para pedir aclaraciones), porque «la contradicción (dice Raimundo Lulio) engendra mala voluntad en el corazón de los hombres, y la mala voluntad turba la recta operación del entendimiento».

No menos original que esta declaración en pro de la tacita cognitio, tan opuesta a la vocería de las escuelas, en tiempos del más batallador y agresivo escolasticismo, no menos sorprendente que la mansedumbre filosófica de las exposiciones y el profundo y detallado conocimiento que Lulio muestra de la teología mahometana y de las tradiciones sarracenas, es el final, lleno de unción y caridad, en que los tres sabios se despiden amistosamente, pidiéndose mutuamente perdón si alguna palabra ofensiva se les ha escapado contra la ley respectiva de cada uno de ellos. Esta tolerancia llega hasta el extremo de dejar en suspense la conversión del gentil, limitándose a poner en sus labios una fervorosísima oración en que loa y magnifica la grandeza, bondad y justicia de Dios. Pero mucho erraría quien imaginase que esta era la verdadera solución dada por Raimundo Lulio al conflicto religioso que plantea. Ni un punto solo cruzó por su mente la idea de fundir en un sincretismo las tres religiones monoteístas, ni tampoco el pensamiento de una teología meramente natural, que afirmando los [p. 124] dogmas en que ellas concordaban, dejase libre e indiferente la profesión de las divergencias. El ardiente proselitismo cristiano del beato Ramón, sellado con su sangre, excluiría por de contado tal hipótesis, que repugna además al fondo de su sistema, caracterizado por el empeño de demostrar con razones naturales todas las verdades de la teología católica y aun los misterios mismos. Cuando Lulio, después de haber conducido al gentil hasta los umbrales de la creencia, deja a la consideración de sus lectores el averiguar «qual lig lur es semblant quel gentil haja triada per esser agradable a Deu», usa de un inocente artificio literario para llamar la atención sobre otros libros suyos que son indispensable complemento de éste y que se hallan a continuación de él en la edición de Maguncia. En el Liber de Sancto Spiritu, donde volvemos a encontrar el árbol simbólico y la dama Inteligencia, un griego y un latino disputan en presencia de un sarraceno sobre la procesión del Padre y del Hijo, según los artículos de su Iglesia respectiva. En el De quinque sapientibus, el círculo de la controversia se agranda, interviniendo, además de los tres doctores citados, un nestoriano y un jacobita, probando contra el primero, por razones que llama de equivalencia, la unidad de persona en Cristo; contra el segundo, las dos naturalezas divina y humana, y contra el sarraceno, la Trinidad y la Encarnación. El Libro del Tártaro y del Cristiano es una nueva variante del Gentil. Un tártaro, que aun que vive en la ceguedad de la idolatría, se inquieta de la vida futura, quiere consultar a los doctores de las tres leyes; pero al salir de su tienda piensa en su mujer, en sus hijos, en la vida libre y deliciosa que disfrutaba, y desiste de su propósito. Más adelante, el espectáculo de la muerte de un caballero amigo suyo hace en él el mismo efecto que en Barlaam, y vuelve a su primer designio de procurar la salvación de su alma, consultando sucesivamente a un judío, a un sarraceno y a un ermitaño cristiano. Fácilmente destruye las razones de los dos primeros. El ermitaño se confiesa ignorante, y le remite a otro anacoreta llamado Blanquerán que hacía penitencia en un desierto. Blanquerán, que no es otro que el propio Raimundo Lulio, le expone los artículos de la fe valiéndose del método de su arte general y demostrativa. El tártaro queda convencido; va a Roma, se hace bautizar por el Papa, y vuelve a su tierra con letras apostólicas para propagar la fe y [p. 125] convertir al rey de los tártaros. Las reminiscencias del Cuzari son quizá más visibles en este tratado que en el del Gentil. [1]

Todos estos diálogos, cuya contextura es casi idéntica, apenas pueden calificarse de ficciones poéticas, siendo más bien una nueva y amena forma de enseñanza teológica; pero no sucede lo mismo con el Libre del Orde de Cauayleria, [2] que es uno de los pocos relativamente profanos que pueden encontrarse en la enorme masa de las obras de Lulio. Es un doctrinal del perfecto caballero, muy interesante porque completa el ideal pedagógico desarrollado por el autor en el Blanquerna y en otras obras suyas, y por las noticias de costumbres caballerescas que incidentalmente nos da y que pueden servir para la historia social de la Corona de Aragón en los siglos XIII y XIV. No es menos curioso el cuadro novelesco del libro, que tuvo la fortuna de ser imitado sucesivamente por don Juan Manuel y por el autor de Tirante el Blanco. A semejanza de lo que hicimos con el libro del Gentil, traduciremos íntegro este prefacio, porque un extracto en prosa moderna no puede dar idea de la candorosa gracia de estos relatos, que recuerdan las tablas de los artistas llamados primitivos:

«En una tierra aconteció que un sabio caballero que por largo tiempo había mantenido la orden de caballería con la nobleza y fuerza de su alto corazón, y a quien sabiduría y ventura habían acompañado en guerras y en torneos, en asaltos y en batallas, eligió vida de ermitaño cuando vió que sus días eran breves y que su naturaleza le desfallecía por vejez para usar de armas. Entonces desamparó sus heredades, y las dió a sus hijos, y en un bosque muy abundoso de aguas y árboles frutales hizo su habitación, y huyó del mundo para que el menoscabo y desmedro de su cuerpo, traídos por la vejez, no le deshonrasen en aquellas cosas en que sabiduría y ventura por tanto tiempo le habían honrado; y púsose a meditar en la muerte y en el tránsito de este siglo al otro, y en la sentencia perdurable que sobre él había de caer. En aquel bosque donde el caballero moraba había un árbol muy grande [p. 126] cargado de fruta, y debajo de aquel árbol corría una fontana muy bella y clara, que regaba abundosamente el prado y los árboles que le estaban en torno. Y el caballero tenía costumbre de venir todos los días a aquel lugar a adorar y contemplar a Dios, al cual daba gracias y mercedes por el grande honor que le había hecho en todo el curso de su vida en este mundo. En aquel tiempo, a la entrada del gran invierno, sucedió que un gran Rey muy noble y de buenas costurnbres y poderoso había pregonado Cortes, y por la gran fama que en todas las tierras corrió, un arriscado escudero, montado en su palafrén, caminaba enteramente solo hacia la corte, con intención de ser armado caballero. Y por el trabajo que había tenido en su cabalgar, quedóse dormido sobre el palafrén. En aquella hora el caballero que en el bosque hacía su penitencia había venido a la fuente a contemplar a Dios y a menospreciar la vanidad de este mundo, según tenía por costumbre cada día. Y mientras el escudero caminaba así, su palafrén salió del camino y se entró por el bosque y anduvo por él a la ventura, hasta que llegó a la fuente donde el caballero estaba en oración. El caballero que vió venir al escudero dejó la oración y se sentó en el verde prado a la sombra del árbol, y comenzó a leer un libro que tenía en su falda. El palafrén llegando a la fuente bebió del agua, y el escudero que sintió entre sueños que su palafrén no se movía ni se despertaba, abrió los ojos y vió delante de sí al caballero, que era muy viejo, y tenía gran barba y largos cabellos, y rotas las vestiduras de puro viejas, y estaba flaco y descolorido por la penitencia que hacía, y por las lágrimas que solía derramar estaban sus ojos anublados, y tenía aspecto de varón de muy santa vida. Mucho se maravillaron el uno del otro, porque el caballero había estado largo tiempo en su ermita sin ver a ningún hombre, después que había desamparado el mundo y el ejercicio de las armas. El escudero se apeó de su palafrén, saludando agradablemente al caballero, y el caballero le acogió lo más cortésmente que pudo, y sentáronse en la verde yerba uno junto a otro. El caballero que conoció que el escudero no quería hablar antes que él, por respeto, habló primeramente y dijo: «Buen amigo, ¿cuál es vuestra voluntad, y adónde vais y por qué habéis venido así?», «Señor (dijo el escudero), fama es por luengas tierras que un Rey muy sabio ha pregonado Cortes, y que él mismo se armará [p. 127] caballero, y después hará caballeros a otros barones de su reino y de los extraños; por eso yo voy a aquella corte para ser novel caballero, y mi palafrén, mientras yo me dormía por el trabajo que he tenido de las grandes jornadas, me ha traído a este lugar». Cuando el caballero oyó hablar de caballería y lo que pertenece al oficio de caballero, lanzó un suspiro y empezó a cavilar, recordando el honroso estado que por tanto tiempo había mantenido.»

El escudero le pregunta la causa de su cavilación. El caballero se la declara. El escudero ruega al anciano que le instruya en el orden y regla de la caballería. El caballero le entrega el libro que estaba leyendo y le hace la siguiente recomendación: «Amable hijo, yo estoy cerca de la muerte y mis días están contados; este libro ha sido compuesto para restaurar la devoción y la lealtad y el buen ordenamiento que el caballero debe tener en su orden; por tanto, hijo mío, hacedme el favor de llevar este libro a la corte adonde vais, y mostrádselo a todos los caballeros noveles... Y cuando estéis armado caballero, volved por este lugar y decidme quién son aquellos caballeros que no hayan sido obedientes a la doctrina de caballería.» El caballero dió su bendición al escudero, y el escudero tomó el libro, y se despidió muy devotamente del caballero, y montó en su palafrén, y prosiguió su camino alegremente.

La obra, al parecer, no está completa en ninguno de los dos códices existentes, puesto que falta la vuelta del escudero y el cumplimiento de su promesa. No así en el libro de don Juan Manuel, donde el escudero vuelve y recibe las instrucciones del caballero anciano, y asiste a su muerte, y le da devota sepultura.

El caballero ermitaño, que no es otro que Raimundo Lulio mismo, el cual por la descripción que hace de su persona física parece un precursor del ingenioso hidalgo, lo es también por su doctrina noble, generosa, cándidamente optimista y de una pureza moral intachable. Nunca ha sido interpretada la caballería con más alto e ideal sentido. Consta el libro de siete partes, en significación de los siete planetas; discurre la primera sobre el origen de la caballería, que nació, según Lulio, de una especie de pacto social. «Habían desfallecido en el mundo la caridad, la lealtad, la justicia y la verdad, comenzando a imperar la enemistad, la deslealtad, la injuria y la falsedad, y de aquí nació gran trastorno en el pueblo cristiano. Y como el menosprecio de la justicia [p. 128] había sido causado por falta de caridad, fué menester que la justicia tornase a ser honrada por temor; y para eso, todo el pueblo fué repartido en millares, y de cada mil fué elegido un hombre más amable, más sabio, más leal, más fuerte, dotado de más noble valor, de más experiencia y más perfecta crianza que los restantes. Y se buscó entre todas las bestias cuál era la más hermosa, y la más ligera y corredora, y la más sufridora de trabajos, y la más digna de servir al hombre. Y como el caballo es la bestia más noble, por eso fué elegido y entregado al hombre que había sido preferido entre los mil, y por eso a este hombre se le llamó caballero.» La segunda parte trata del oficio de caballería. La tercera, del examen que ha de hacerse al escudero que quiere entrar en la orden de caballería. La cuarta, de la manera de armar caballeros. La quinta, de lo que significan las armas. La sexta, de las costumbres que pertenecen al caballero. La séptima del honor que debe tributársele.

Al fin de este tratado se refiere el autor a otro análogo que había compuesto sobre el orden de clerecía. No ha sido descubierto hasta ahora, pero la materia sobre que debía versar, está tratada extensamente en el Blanquerna, una de las obras capitales de R. Lull, bajo el concepto literario, y que merece con toda propiedad el título de novela social y pedagógica. Los doctos autores de la Historia Literaria de Francia [1] van todavía más allá, y suponen que esta larga historia de un joven que buscando la felicidad y la perfección recorre diversos estados y condiciones del mundo, [p. 129] matrimonio, religión, prelacía, sumo pontificado, y acaba por hacerse ermitaño, reconociendo que la vida contemplativa es superior a todas, puede considerarse, aunque muy remotamente, como una especie de preparación anticipada de las novelas biográficas, cuyo primer modelo había de producir España más adelante, y que con tendencia moral infinitamente menos ascética hacen atravesar igualmente a su héroe todas las situaciones sociales, sirviéndose de esta ocasión para pintar la sociedad contemporánea bajo los aspectos más diversos. Tal semejanza, si existe, es ciertamente de las más lejanas, y no puede imaginarse más raro precursor de Lazarillo de Tormes y de Guzmán de Alfarache que el contemplativo ermitaño Blanquerna, autor de las divinas efusiones del Cántico del Amigo y del Amado.

De todos modos, el plan biográfico del Blanquerna, aunque parece tan natural y sencillo, era enteramente original y creaba un nuevo tipo en la novela moderna. El Barlaam pudo sugerir a R. Lulio la idea de un relato largo y piadoso, entremezclado de apólogos, ejemplos y reflexiones morales y ascéticas, pero el plan de la leyenda budista y el del Blanquerna son enteramente diversos. Además, el Blanquerna tiene mucho de memorias personales: la vida que el protagonista hace en el yermo es la de Raimundo en Miramar y el monte Randa; la censura, a veces acerba, de las imperfecciones del clero secular y regular, y de los vicios que la opulencia engendraba en la poderosa burguesía de las ciudades marítimas y mercantiles de Levante, está dictada por una larga experiencia de la vida, y demuestra un espíritu observador, fino y penetrante, que no pierde de vista la tierra hasta cuando parece que más se aleja de ella en sus ensueños místicos y en sus construcciones transcendentales. Este realismo literario de algunas partes del libro no es lo que menos sorprende.

Fué el beato Ramón una naturaleza mixta de pensador y poeta, de tal manera, que ni su arte dejó de ser didáctico nunca, ni las ideas se le presentaban primeramente en forma especulativa y abstracta, sino de un modo figurativo y arreadas con los colores de la poesía simbólica. Pensaba con la imaginación antes de pensar con el entendimiento, o más bien, en su intuición maravillosa, iban mezcladas la idea y la forma inseparablemente. Y así como el mito y la ironía son elementos perpetuos y esenciales en la [p. 130] filosofía platónica, así lo son en la filosofía luliana la alegoría, el apólogo y las representaciones gráficas en forma de árboles y de círculos. El carácter popular de la doctrina estaba de conformidad con esto, y puede decirse que el bienaventurado mártir filosofaba por colores y figuras. Sus mismas aficiones cabalísticas, y las misteriosas virtudes que parece reconocer en los números y en los nombres, encierran un elemento estético, aunque de orden inferior: el elemento combinatorio. El árbol de la ciencia es un paso más, y dependientes de aquel vasto, aunque sencillo, simbolismo, aparecen ya los apólogos, si bien subordinados a un fin de prueba y enseñanza, y dotados por lo común de más virtud silogística que eficacia estética. Del apólogo, aun concebido así, no era difícil el tránsito a la novela docente, representada en la vasta biblioteca luliana por el Libro de Maravillas y el Blanquerna: el primero, más ameno y curioso por la variedad de materias; el segundo, muy superior por la grandeza de la concepción, por el plan lógico y bien ordenado y por tener intercaladas las páginas más bellas que en prosa escribió su autor; el Cántico del Amigo y del Amado, joya de nuestra poesía mística, digna de ponerse al lado de los angélicos cantos de San Juan de la Cruz.

Es el Blanquerna una novela utópica, pero no fantástica y fuera de las condiciones de este mundo, como lo son, por ejemplo, la República, de Platón; la Utopía, de Tomás Moro; la Ciudad del Sol, de Campanella; la Oceana, de Harrington, o la Icaria; de Cabet. Al contrario, Raimundo Lulio, tenido comúnmente por entusiasta y aun por fanático, aparece en este libro suyo hombre mucho más práctico y de más recto sentido que todos los moralistas y políticos que se han dado a edificar ciudades imaginarias. No hay una sola de las reformas sociales, pedagógicas o eclesiásticas propuestas por Ramón Lull, cuyo fondo no esté dado en alguna de las instituciones de la Edad Media y de su patria catalana, ninguna de las cuales él intenta destruir, sino avivarlas por la infusión del espíritu cristiano, activo y civilizador. Es cierto que a través de las peripecias y episodios de la novela, y mezclados con sus raptos y efusiones místicas y con la exposición popular de su teodicea, va persiguiendo el beato Ramón los propósitos y preocupaciones constante de su vida: la liberación de Tierra Santa; la enseñanza de las lenguas orientales; la polémica con los [p. 131] averroistas, y el querer probar por razones naturales los dogmas de la fe. Pero todo esto, que, con ser más o menos aventurado e irrealizable, pertenece, sin duda, a la esfera más alta de la especulación y de la actividad humana, es, en cierto sentido, independiente de la utopía social y de la fábula novelesca, la cual, a decir verdad, está cifrada en los ejemplos de perfección que en sus respectivos estados nos dan Evast y Aloma y su hijo Blanquerna.

No será bien que abra tal libro quien busque solamente en lo que lee un frívolo y pasajero deleite. No se enfrasque en su lección quien no tenga el ánimo educado para sentir lo primitivo, lo rústico y lo candoroso. Nunca se vió mayor simplicidad de palabras cubriendo más peregrinos conceptos y magnánimos propósitos. Todo es natural y llano; todo plática familiar y desaliñada, en cuyos revueltos giros fulguran de vez en cuando las iluminaciones del genio. Si la lengua que el autor usa conserva todavía algún dejo y resabio de provenzalismo, [1] y no es con toda pureza la lengua del pueblo de Cataluña en el siglo XIII, es, con todo eso, lengua eminentemente popular, no tanto por las palabras y por los giros, como por el jugo y el sabor villanesco: verdadero estilo de fraile mendicante, avezado a morar entre los pobres y a consolar a los humildes.

[p. 132] Y era el alma del autor tan hermosa, y de tal modo, a pesar de su triste experiencia mundana, había vuelto, por auxilio de la Divina Gracia, a la bienaventurada simplicidad de los párvulos y de los pobres de espíritu, que nadie, al leer una buena parte de sus capítulos, recuerda al gran filósofo sintético, llamado por alguien, con frase audaz, el Hegel cristiano de los siglos medios, sino que la primera impresión que se siente es que tal libro hubo de brotar del espíritu de un hombre rudo y sin letras, pero amantísimo de Dios y encendido en celestiales y suprasensibles fervores. Y sin embargo, ¡cuánta doctrina! Pero toda ella popular y acomodada al entendimiento de las muchedumbres, para quien este prodigioso varón escribía. Aquí está el último fondo del Arte Magna y del Libro del ascenso y descenso del entendimiento; pero no en la forma aceda, conveniente a paladares escolásticos, sino todo en acción, en movimiento, en drama.

Y este drama tiene para nosotros otro valor, el valor histórico, como que puede decirse que todo el siglo XIII va desfilando a nuestra vista. Aquí penetramos en el cristiano hogar de Aloma, y asistimos a las castas y reposadas pláticas de los padres de Blanquerna , y a su conversión a Dios entera y heroica, fecundísima en frutos de buen ejemplo. Aquí, en la delicadísima figura de Cana, la monja y la abadesa, renace con todos sus místicos esplendores y suavísimas consolaciones el huerto cerrado de las esposas de Cristo. Aquí el caballero feudal, robador y tirano, aparece domado por la cruz y las parábolas del monje y del ermitaño. Aquí vemos poblarse de anacoretas las benditas soledades de Miramar y de Randa, y es tal el encanto de realidad contemporánea que el libro tiene, que a ratos nos parece recorrer las plazas de alguna ciudad catalana de los siglos medios, y mezclarnos en el tráfago de mercaderes, juglares y menestrales, y a ratos acompañar el séquito de los Cardenales por las calles de Roma, y oír en el Consistorio la voz del Papa Blanquerna, repartiendo las rúbricas del Gloria in excelsis.

Hay en el Blanquerna algunos versos intercalados, pero lo más poético, ya lo hemos dicho, es el Cántigo del Amigo y del Amado, que está en prosa, si bien partida en versículos, que contienen ejemplos y parábolas, tantos en número como días tiene el año, formando el conjunto un verdadero Arte de contemplación. Pero de este admirable diálogo, que fácilmente puede [p. 133] separarse del Blanquerna, y varias veces ha sido impreso aparte como libro de devoción, [1] ya he escrito bastante otras veces, y su estudio incumbe a la historia del misticismo español y de la poesía lírica. Unicamente recordaremos, porque explica en parte la forma poética del cántico (de ningún modo su espíritu), lo que el mismo Lulio dice de la ocasión que tuvo para componerle: «Acordóse Blanquerna de que siendo Papa le refirió un moro que entre los de su ley había algunas personas religiosas, las cuales son muy respetadas y estimadas sobre las demás, y se llaman sofíes o morabitos, que suelen decir algunas palabras de amor y breves sentencias que inspiran al hombre gran devoción, pero necesitan ser expuestas, y por la exposición sube el entendimiento más arriba en su contemplación, y con él asciende la voluntad y se multiplica más la devoción. Después de haber considerado todo eso, resolvió Blanquerna componer su libro según el dicho método, para multiplicar el fervor y devoción de los ermitaños.»

Escrito el Blanquerna en 1283, según plausible conjetura del P. Pascual, antecedió en tres años a otra larguísima novela titulada Libre de Maravelles, o más propiamente, Libre apellat Felix de les maravelles del mon, que el beato Ramón terminó en París el día de la Natividad de 1286. [2] El lazo entre ambas narraciones es manifiesto, puesto que el ermitaño Blanquerna es uno de los personajes de la segunda. La fábula general tiene mucho menos interés en el Libro Felix, y puede contarse en dos palabras. Un [p. 134] hombre llamado Félix va por el mundo, maravillándose de todas las cosas que encuentra al paso (de aquí el título del libro) y sacando de la consideración de todas ellas fundamentos y razones para loar y glorificar continuamente a Dios. Así, como el Blanquerna es el primer especimen de novela biográfica en las literaturas occidentales de la Edad Media, el libro de las peregrinaciones de Félix es el más antiguo tipo de la novela episódica que los franceses llaman á tiroirs. Cada una de las personas que Félix va encontrando en su viaje, sea pastor, ermitaño o filósofo, hombre de cualquier estado o condición, cuenta diversas historias, ejemplos y parábolas, para responder a las continuas preguntas de aquél. [Cf. Ad. vol. II.]

Dos cosas son de considerar en el Libro Félix, y explican la predilección con que la crítica le ha mirado: lo enciclopédico de su contenido y la presencia de elementos profanos, de sumo interés para la historia general de la novelística, y que en ninguna otra de las producciones de su autor aparecen. En cuanto a lo primero, el Félix es un tratado popular, no sólo de moral y teología, sino de ciencias físicas y naturales, y en algunos puntos contiene importantes ideas que no están desenvueltas, a lo menos con tanta claridad, en ningún otro libro luliano; sirvan de ejemplo la clarísima descripción de las propiedades del imán y de la aguja náutica (en que tanto hincapié hizo el P. Pascual para atribuirle, bien gratuitamente, su descubrimiento), las ideas acerca de la generación de los metales y la reprobación paladina del arte vana e irrisoria de la alquimia, entre cuyos adeptos se pretendió luego afiliar al beato Ramón, inventándose multitud de libros apócrifos con su nombre, siendo así que él negaba en redondo la posibilidad de la transmutación artificial de las sustancias metálicas. [1]

[p. 135] En diez libros o partes, de muy desigual extensión, trata Lulio sucesivamente de la existencia de Dios, de la Unidad de su esencia y Trinidad de personas, de la Creación, de la Encarnación, del pecado original, de la Virgen Nuestra Señora, de los Profetas, de los Apóstoles, de los ángeles, del cielo empíreo y del firmamento; expone la teoría cosmológica de los cuatro elementos, su composición, corrupción y movimiento; explica las nociones meteorológicas sobre el rayo, el relámpago, el trueno, las nubes, la lluvia, la nieve, el hielo, los vientos y las estaciones del año; discurre alegóricamente sobre las plantas y los minerales; sustituye la zoología con el grande apólogo que examinaremos después; escribe un largo tratado de antropología y ética, en que es digno de especial atención el estudio de los afectos y pasiones, de las virtudes y de los vicios, y dedica los dos últimos libros a cuestiones de teología popular sobre el Paraíso y el Infierno.

Ya hemos dicho que toda esta enciclopedia está expuesta en forma de diálogos y corroborada con innumerables ejemplos e historietas: hasta 365, según la división favorita de su autor. Muchos de estos apólogos, como inventados por él con puro fin de enseñanza, carecen de verdadero contenido poético y rayan en secos y triviales, lo mismo que otros que hay sembrados en el Blanquerna. Pero con ellos se mezclan algunos de origen popular o de tradición literaria, ora procedan de sermonarios y repertorios de ejemplos para los predicadores (como el de la dama que por extraña manera, difícil de ser expuesta en términos limpios, curó de su loca pasión a un Obispo, [1] anécdota que luego, muy adecentada y poetizada, atribuyó la tradición al mismo Lulio y a una dama genovesa), ora, y es caso más frecuente, tengan sus paradigmas en algún apólogo oriental, como el del gallo y el zorro, tratado también por Lafontaine, o el del ciego, que enterró un tesoro y [p. 136] viéndose burlado luego por un infiel vecino suyo encontró hábil e ingeniosa manera para hacer que el mismo ladrón volviera a poner en el escondite las mil libras que le había robado.

Pero el verdadero interés literario del Libro Félix consiste en la parte 7.ª, que sin dificultad puede aislarse de las restantes, como lo hizo Conrado Hofmann, publicándola con el título algo pomposo de Thierepos, o sea, epopeya animal. [1] En el original se llama Libre de les Besties, y hay indicios para creer que R. Lulio le compuso antes de pensar en escribir el Félix, donde aparece violentamente intercalado.

El Libre de les Besties es un vasto apólogo con honores de poema satírico en prosa, dentro del cual se intercalan muchos apólogos cortos. Comienza el relato con la elección de rey de los animales que recae en el león, y descríbense luego las intrigas de la corte de este, en que principalmente interviene el zorro, representación de la astucia.

No cabe controversia ni sobre el origen de la ficción principal ni sobre los apólogos accesorios. Pudo creerse al principio que teníamos aquí la única forma española conocida del ciclo satírico de Renart. No era enteramente desconocida esta creación poética para R. Lulio, puesto que de ella tomó el nombre de su protagonista, a quien designa siempre, no con el genérico de volp, sino con el propio y peculiar de Na Renart, siendo de notar la sustitución del género femenino al masculino que este animal tiene en las versiones francesas.

Pero a esto se reduce toda la decantada influencia, puesto que las demás semejanzas que una lectura superficial pudiera sugerir como verosímiles entre ambas obras, no son más que las muy vagas y remotas que existen entre el Renart y el verdadero modelo que R. Lulio tuvo a la vista, el cual no es otro que el [p. 137] famoso libro árabe de Calila y Dimna, del cual imitó el cuadro de la fábula y también muchos de los cuentos, pero todo ello con tan notables y sustanciales diferencias, que, a no suponerlas nacidas de su propio ingenio y capricho, indican que no tenía el original a la vista, aunque recordaba los principales puntos de él. Desde luego es original de Raimundo la grande escena de la elección del rey de los animales, el apoyo que al león presta el zorro, la oposición del buey y del caballo, que ofendidos se entregan al hombre. Le pertenece también el importante episodio de la embajada que el rey de los animales envía al rey de los hombres por medio del leopardo y de la onza, llevándole como presentes el gato y el perro. La descripción de la corte del rey de los hombres da pretexto a nuestro autor para censurar la licencia y deshonestidad de los cantos y músicas de los juglares. Otro episodio enteramente nuevo y propio de un libro de caballerías, es el combate singular entre la onza y el leopardo, a quien el león había robado tiránicamente su mujer. De los dos chacales o lobos cervales del texto árabe no ha conservado más que uno, convirtiéndole en zorra, lo mismo que el traductor latino, Juan de Capua. Todo lo restante de la primera parte del Calila y Dimna está imitado con la misma libertad, pasando a veces a formar parte del cuadro general los que en el libro árabe eran apólogos sueltos recitados por varios animales y atribuyéndose a unos las aventuras de otros. El animal, verbigracia, que por necia confianza se sacrifica para aplacar el hambre del león, no es aquí el camello, sino el buey. La conspiración del zorro contra el rey, descubierta por el elefante, y el castigo y suplicio del pérfido consejero, difieren en gran manera del relato análogo del Calila. Los apólogos sueltos están imitados con más fidelidad y conservan mejor las líneas generales. Entre ellos figuran el de la rata convertida en mujer, el del cuervo y la serpiente; el de la garza y los pescados, el terrible cuento budista del hombre ingrato y las bestias agradecidas, que ya Ricardo Corazón de León contaba en 1195 y que todavía encontramos en el Criticón, de Baltasar Gracián, el del zorro y los dos machos cabríos. Dos o tres no menos curiosos hay en el libro Félix que no proceden del Calila, pero que se encuentran en otras colecciones novelescas de la misma familia; por ejemplo, el de la mujer curiosa y el gallo, que está en [p. 138] la introducción de Las mil y una noches. Acaso estos cuentos estarían intercalados en el Calila que vió Ramón Lull, o llegarían a él por tradición oral de los musulmanes, que es lo más probable. Todos ellos están narrados con facilidad y gracia; pero cuando los autores de la Historia Literaria conceden a Lulio el mérito de haber traído por primera vez la mayor parte de estos apólogos a una lengua vulgar, parecen olvidar la traducción castellana del Calila, que es de 1261 por lo menos, al paso que el Libro Félix tiene la fecha de 1286. La diferencia es muy pequeña, como se ve, y siempre le queda a Lulio la ventaja de haber dado a sus ejemplos una forma relativamente original, acaso porque escribía de memoria.

La influencia de R. Lulio en las obras didácticas de don Juan, hijo del infante don Manuel, ha sido exagerada en los términos; [1] pero es innegable respecto de un libro, y puede presumirse racionalmente respecto de otro. El libro del caballero et del escudero, que el nieto de San Fernando compuso «en una manera que dicen en Castiella fabliella», tiene por modelo en sus primeros capítulos el Libre del orde de cavayleria, y el mismo don Juan Manuel confiesa esta imitación, aunque sin nombrar a Lulio: «Yo don Johan, fijo del Infante don Manuel, fiz este libro, en que puse algunas cosas que fallé en un libro, et si el comienço dél [es] verdadero o non, yo [non] lo sé, mas que me paresció que las razones que en él se contenian eran muy buenas, tove que era mejor de las scrivir que de las dexar caer en olvido. E otrosi puse y algunas [p. 139] otras razones, que fallé scritas, et otras algunas que yo puse, que pertenescian para seer y puestas». En efecto, la sencillísima fábula novelesca es casi la misma en ambas obras, si bien debe advertirse que habiéndose perdido un enorme trozo del libro castellano (desde el capítulo III al XVII), no es posible apreciar las variantes de detalle que pudo introducir el nieto de San Fernando. Lo que tenemos del principio se reduce a lo siguiente: «Dise en el comienço de aquel libro que en una tierra avia un Rey muy bueno et muy onrado et que fazia muchas buenas obras, todas segun pertenescia a su estado... Acaesció una vez que este Rey mandó fazer unas cortes, et luego que fue sabido por todas las tierras, vinieron y de muchas partes muchos omnes ricos et pobres. Et entre las otras gentes venia y un escudero mancebo, et commo quier que él non fuesse omne muy rico, era de buen...». [1] Aquí queda interrumpido el relato, y cuando volvemos a encontrar al caballero y al escudero es en plena plática sobre el oficio y orden de la caballería. En estas instrucciones doctrinales hay mucha semejanza, pero no identidad ni mucho menos, y aun don Juan Manuel cita otra fuente: «Pero si vos quisierdes saber todo esto que me preguntastes de la cavallería conplidamente, leed un libro que fizo un sabio que dizen Vejecio, et y lo fallaredes todo.»

En el prólogo de Raimundo Lulio nada se dice de lo que aconteció al escudero en las justas, ni de su vuelta a la ermita, ni de las nuevas lecciones que recibió del caballero anciano, ni de la muerte y entierro de este último. Todas estas son adiciones de don Juan Manuel para dar más interés y atractivo a la novela y poder intercalar en ella nuevos elementos didácticos. Las enseñanzas que contiene esta segunda parte del libro, que es la más larga, no pertenecen ya al doctrinal caballeresco, sino que constituyen una pequeña enciclopedia, en que sucesivamente se trata de Dios, de los ángeles, del Paraíso y el Infierno, de los cielos, de [p. 140] los elementos, de los planetas, del hombre, de las bestias, aves y pescados, de las yerbas, árboles, piedras y metales, de la mar y la tierra. El plan es, con corta diferencia, el del Libro Félix, y me parece seguro que don Juan Manuel le conoció, pero en su exposición nada hay que recuerde el peculiar tecnicismo luliano ni los procedimientos dialécticos a que nunca renunciaba el Doctor Iluminado, y que dan tanta originalidad formal a su doctrina hasta cuando no hace más que exponer las nociones vulgares del saber de la Edad Media. Tal sucede en el caso presente, y la misma vulgaridad de estas nociones hace difícil la investigación precisa de sus fuentes, pues lo mismo que en R. Lulio pudo encontrarlas el Príncipe castellano en las Etimologías de San Isidoro, en el Speculum de Vicente de Beauvais, en las obras de su propio tío Alfonso el Sabio o en el Lucidario de su primo el rey don Sancho. Cuando habla por su propia cuenta, como al tratar de las aves, bien se ve al gran cazador y al observador entusiasta, que enriquece su estilo con admirable caudal de rasgos pintorescos.

Tan pagado quedó don Juan Manuel del Libro del caballero et del escudero (que debió de ser el primero que compuso), que al citarle años después en el Libro de los Estados, no pudo menos de elogiarse a sí mismo candorosamente: «Et como quier que este libro fizo D. Johan en manera de fabliella, sabed, señor infante, que es muy buen libro et muy provechoso, et todas las razones que en él se contienen son dichas por muy buenas palabras et por los muy fermosos latines que yo nunca oí decir en libro que fuese fecho en romance.» Este singular cuidado del estilo, esta preocupación literaria, tan rara en la Edad Media, aleja notablemente el arte reflexivo de don Juan Manuel de la espontaneidad abandonada y genial de Ramón Lull. Don Juan Manuel era un escritor aristocrático y refinado; R. Lulio un predicador popular, un asceta sublime, un iluminado. Entre dos naturalezas tan diversas pudo haber contacto fortuito, pero no verdadera compenetración. R. Lulio influyó en don Juan Manuel como tratadista enciclopédico y como autor de apólogos y fabliellas, pero su misticismo y su doctrina de la ciencia le fueron extraños siempre; no así sus razones de teología popular, que acepta y da por buenas en varios pasajes de sus obras.

El Libro de Los Estados, que es la más extensa, aunque no la [p. 141] más importante de las obras del egregio sobrino del Rey Sabio, tiene notoria semejanza con el Blanquerna en cuanto ofrece una revista completa de la sociedad del siglo XIV en todas sus clases, condiciones y jerarquías, así de clérigos como de laicos. Pero en don Juan Manuel esta revista es puramente expositiva, al paso que en el filósofo mallorquín está toda en acción y es el fondo mismo de la novela. Con el Libro del Gentil y de los tres Sabios conviene el de los Estados en incluir una breve comparación de las tres leyes. Pero ni este tratado, ni el Blanquerna, ni el Félix, ni mucho menos el Poema de Perceval, como alguien ha supuesto, explican los verdaderos orígenes de la ficción de don Juan Manuel, que se deriva directamente de la tradición oriental representada por un libro de los más conocidos y famosos.

El Libro de los Estados es, sin disputa, un Barlaam y Josafat, el más antiguo y el más interesante de los que tenemos en nuestra lengua. Pero ofrece tales divergencias respecto del Barlaam cristiano atribuído a San Juan Damasceno y vulgarizado en todas las literaturas de la Edad Media, que para mí no es dudoso que fué otro libro distinto, probablemente árabe o hebreo, el que nuestro príncipe leyó o se hizo leer, y arregló luego con la genial libertad de su talento, trayendo la acción a sus propios días y enlazándola con recuerdos de su propia persona. En una palabra, creemos que el Libro de los Estados, aunque en el fondo sea un Barlaam, en su forma es una nueva y distinta adaptación cristiana de la leyenda del reformador de Kapilavastu. Hasta el nombre de Johas, que don Juan Manuel le da, parece mucho más próximo que el Josaphat griego a la forma Joasaf, usada por los cristianos orientales, la cual a su vez era corruptela de Budasf, como ésta de Budisatva; explicándose tales cambios por la omisión en árabe de los puntos diacríticos. Además, en don Juan Manuel, los tres encuentros de Buda están reducidos a uno solo, y éste es precisamente el que falta en el Barlaam y Josaphat, aunque sea el más capital de todos en el Lalita Vistara. En don Juan Manuel, el Príncipe no ve al ciego, ni al leproso, ni al viejo decrépito, sino solamente el cuerpo del ome finado, y por eso es más grande y dramática la forma de su única iniciación en el misterio de la muerte (cap. VII).

«Et andando el infante Johas por la tierra, asi como el Rey su [p. 142] padre mandara, acaesció que en una calle por do él pasaba, tenian el cuerpo de un home muy honrado que finara un dia antes, et sus parientes et sus amigos et muchas gentes que estaban y ayuntados, facían muy grant duelo por él. Et cuando Turin, el caballero que criaba al Infante, oyó de lueñe las voces, et entendió que facían duelo, acordóse de lo que el rey Morován, su padre del infante, le demandara, et por ende quisiera muy de grado desviar el Infante por otra calle do non oyese aquel llanto, porque hoviese a saber que le facían porque aquel home munera. Mas porque al logar por do el Infante queria ir era más derecho el camino por aquella calle, non le quiso dexar pasar, et fue yendo fasta que llegó al logar do facían el duelo, et vió el cuerpo del home finado que estaba en la calle, et cuando le vió yacer et vió que habia facciones et figure de home, et entendió que se non mono nin facia ninguna cosa de lo que facen los homes buenos, maravillose ende mucho... Et porque el Infante nunca viera tal cosa nin lo oyera, quisiera luego preguntar a los que estaban qué cosa era; mas el grant entendimiento que habia le retuvo que lo non feciese, ca entendió que era mejor de lo preguntar más en puridad a Turin, el caballero que lo criara, ca en las preguntas que home face se muestra por de buen entendimiento o non tanto... A Turin pesó mucho de aquellas cosas que el Infante viera, e aun más de lo que él le preguntara, et fizo todo su poder por le meter en otras razones et le sacar de aquella entencion; pero al cabo, tanto le afincó el Infante, que non pudo excusar dél decir alguna cosa ende, el por ende le dixo: «Señor, aquel cuerpo que vos allí viestes era home muerto, et aquellos que estaban en derredor dél, que lloraban, eran gentes que le amaban en cuanto era vivo, et habian grant pesar porque era ya partido dellos, et de alli adelante non se aprovecharían dél. E la razon porque vos tomastes enojo et como espanto ende, fue que naturalmente toda cosa viva toma enojo et espanto de la muerte, porque es su contraria, et otrosi de la muerte, porque es contraria de la vida...»

Coincide el Libro de Los Estados con el de Barlaam y Josafat en la disputa de las religiones, en la conversión del rey, padre de Joas, y en otros pormenores, pero no en el motivo del encerramiento del Príncipe, que aquí no se funda en un vaticinio de los astrólogos, ni en el recelo de que se convirtiera a la nueva fe, sino en [p. 143] el motivo puramente humano, aunque quimérico, de ahuyentar de él la imagen del dolor y de la muerte. «Este rey Morován por el grant amor que había a Johas su fijo el Infante, receló que si supiese qué cosa era la muerte o qué cosa era pesar, que por fuerza habría a tomar cuidado et despagamiento del mundo, et que esto seria razón porque non viviese tanto ni tan sano.»

El libro de don Juan Manuel, aunque curiosísimo históricamente y tan bien escrito como todas sus obras, no corresponde del todo a tan soberbia portada. Desde la conversión y bautizo del Infante pierde todo interés novelesco. Las instrucciones morales y políticas que el ayo Julio da a Joás se leen con gusto por la gracia de la expresión y por el fino sentido práctico que caracteriza a nuestro moralista, pero carecen de la profundidad dogmática y del inefable hechizo que tienen las ascéticas parábolas del Barlaam.

Y llegamos a la obra capital de don Juan Manuel, a la obra maestra de la prosa castellana del siglo XIV, a la que comparte con el Decamerón la gloria de haber creado la prosa novelesca en Europa, puesto que ni las Cento novelle antiche en Italia, ni en España las obras que hasta aquí van enumeradas, son productos de arte literario, maduro y consciente, sino primera materia novelística, elementos de folk-lore, obra anónima y colectiva, o bien parábolas y símbolos, puestos, como en el caso de R. Lull, al servicio de una enseñanza moral o teológica. El cuento por el cuento mismo, como en Boccaccio; el cuento como trasunto de la varia y múltiple comedia humana, y como expansión regocijada y luminosa de la alegría de vivir; el cuento sensual, irreverente, de bajo contenido a veces, de lozana forma siempre, ya trágico, ya profundamente cómico, poblado de extraordinaria diversidad de criaturas humanas con fisonomía y afectos propios, desde las más viles y abyectas hasta las más abnegadas y generosas; el cuento rico en peripecias dramáticas y detalles de costumbres, observados con serena objetividad y trasladados a una prosa elegante, periódica, cadenciosa, en que el remedo de la facundia latina y del número ciceroniano, por lo mismo que se aplican a tan extraña materia, no dañan a la frescura y gracia de un arte juvenil, sino que le realzan por el contraste, fué creación de Juan Boccaccio, padre indiscutible de la novela moderna en varios de sus géneros y uno de los grandes artífices del primer Renacimiento.

[p. 144] En 1335, trece años por lo menos antes de la composición del Decamerón (puesto que la peste de Florencia, con cuya descripción empieza, acaeció en 1348), había terminado don Juan Manuel la memorable colección de cuentos y apólogos que lleva el título de Libro de Patronio, y más comúnmente el de Conde Lucanor. No puede haber dos libros más desemejantes por el temperamento de sus autores, por la calidad de las narraciones, por el fondo moral, por los procedimientos de estilo, y sin embargo, uno y otro son grandes narradores, cada cual a su manera, y sus obras, en cuanto al plan, pertenecen a la misma familia, a la que comienza en la India con el Calila y Dimna y el Sendebar y se dilata entre los árabes con Las mil y una noches. El cuadro de la ficción general que enlaza los diversos cuentos es infinitamente más artístico en Boccaccio que en don Juan Manuel; las austeras instrucciones que el conde Lucanor recibe de su consejero Patronio no pueden agradar por sí solas como agradan las introducciones de Boccaccio, cuyo arte es una perpetua fiesta para la imaginación y los sentidos. Además, el empleo habitual de la forma indirecta en el diálogo comunica cierta frialdad y monotonía a la narración; en este punto capital, Boccaccio lleva notable ventaja a don Juan Manuel y marca un progreso en el arte. Y sin embargo, el que lee los hermosísimos apólogos de don Illán, el mágico de Toledo; de Alvar Fáñez y doña Vascuñana; de los burladores que hicieron el paño mágico; del mancebo que casó con una mujer áspera y brava y llegó a amansarla; del conde Rodrigo el Franco y sus compañeros; de la prueba de los amigos; de la grandeza de alma con que el Sultán Saladino triunfó de su viciosa pasión por una buena dueña, mujer de un vasallo suyo, no echa de menos el donoso artificio del liviano novelador de Certaldo, y se encuentra virilmente recreado por un arte mucho más noble, honrado y sano, no menos rico en experiencia de la vida y en potencia gráfica para representarla e incomparablemente superior en lecciones de sabiduría práctica. No era intachable don Juan Manuel, especialmente en lo que toca a la moralidad política, y su biografía ofrece hartos ejemplos de mañosa cautela, de refinada astucia, de inquieta y tornadiza condición, y aun de verdaderas tropelías y desmanes que la guerra civil traía aparejados en aquella edad de hierro. Pero, con todo eso, fué quizá el hombre más humano de su tiempo, y lo debió en parte [p. 145] al alto y severo ideal de la vida que en sus libros resplandece, aunque por las imperfecciones de la realidad no llegara a reflejarle del todo en sus actos. Criado a los pechos de la sabiduría oriental, que adoctrinaba en Castilla a príncipes y magnates, fué un moralista filosófico más bien que un moralista caballeresco. Sus lecciones alcanzan a todos lo estados y situaciones de la vida, no a las clases privilegiadas únicamente. En este sentido hace obra de educación popular, que se levanta sobre instituciones locales y transitorias, y conserva un jugo perenne de buen sentido, de honradez nativa, de castidad robusta y varonil, de piedad sencilla y algo belicosa, de grave y profunda indulgencia y a veces de benévola y fina ironía. El triunfo que Boccaccio consigue muchas veces adulando los peores instintos de la bestia humana, lo alcanza no pocas don Juan Manuel dirigiéndose a la parte más elevada de nuestro ser. Hay en su libro, como en todas las colecciones de apólogos, algunas lecciones que pueden parecer dictadas por el egoísmo o por el principio utilitario, pero son las menos, y ni una solo hay en que se haga la menor concesión a los torpes apetitos que sin freno se desbordan en la parte inhonesta del Decameron, que es por desgracia la más larga. Esta virtud, que lo sería en cualquier tiempo, lo es mucho más en un autor de la Edad Media, laico por añadidura y nada ascético, que pasó su vida en el tráfago mundano como hombre de acción y de guerra. Para no escribir en el siglo XIV como Boccaccio o como el Arcipreste de Hita, se necesitaba una exquisita delicadeza de alma, una repugnancia instintiva a todo lo feo y villano, que es condición estética, a la par que ética, de espíritus valientes, como el de Manzoni por ejemplo, y que nada tiene que ver con los ñoños escrúpulos de cierta literatura afeminada y pueril.

La vida doméstica está concebida en el Conde Lucanor como rígida disciplina de la voluntad, pero no como lazo de sumisión servil. La mujer aparece en condición dependiente e inferior, si se compara con las vanas y adúlteras quimeras del falso idealismo provenzal o bretón, que profanaron el tipo femenino en son de apoteosis; pero ejerce dentro del hogar su tierna y callada influencia, ya con ingeniosa sumisión, como doña Vascuñana, ya con bárbaro heroísmo, como la mujer de don Pedro Núñez. Hay que retroceder a las canciones de gesta para encontrar en las Aldas, [p. 146] Jimenas y Sanchas, los verdaderos prototipos de las heroínas de don Juan Manuel, que en esta como en otras cosas es continuador de la poesía épica.

Porque entre los varios aunque no discordes elementos que entraron en la composición del Libro de Patronio, no fué el último ciertamente la tradición castellana, ya oral, ya cantada, que revive en las anécdotas relativas al conde Fernán González, vencedor en Hacinas; al prudente y sagaz Alvar Fáñez y a las hijas de don Pedro Ansúrez; al Adelantado de León Pero Meléndez de Valdés, el de la pierna quebrada; al conde Rodrigo del Franco, último señor de las Asturias de Santilana, que murió de la lepra en Palestina, y a los tres fieles compañeros de armas que le siguieron en su postrera y dolorosa peregrinación, asistiéndole con caridad heroica y transportando sus huesos a Castilla; a los adalides de la conquista de Andalucía, Garci Pérez de Vargas y Lorenzo Suárez Gallinato, el que descabezó en Granada al capellán renegado; a Garcilaso de la Vega, el que cataba mucho en agüeros, y a otros personajes no legendarios, sino históricos, que se mueven en estos lindos relatos con la misma bizarría y denuedo que en las Crónicas, pero al mismo tiempo con cierto gracioso y familiar desenfado.

Otras historietas como aquellas, en que suenan los nombres de Saladino y Ricardo Corazón de León, nos transportan al gran ciclo de las Cruzadas, cuya popularidad era grande en España y está atestiguada por la traducción de la Gran conquista de Ultratramar.

El conocimiento que don Juan Manuel tenía de la lengua arábiga y no sólo de la vulgar que como Adelantado del reino de Murcia debió de usar con frecuencia en sus tratos de guerra y paz con los moros de Granada, sino también de la literaria, como ya lo indica el Libro de los Estados, se confirma en El Conde Lucanor con ejemplos como el de los caprichos de la reina Romayquia, mujer del gran poeta y desventurado rey Almotamid de Sevilla (que se encuentra narrado de igual modo en la gran compilación histórica de Al-Makari); el del añadimiento o perfección que el rey Alhaquime (Al-Hakem II de Córdoba) introdujo en el instrumento músico llamado albogón, y el de la mora que quebrantaba los cuellos de los muertos; en todos los cuales se encuentran palabras de aquella lengua transcritas con toda puntualidad. Hemos [p. 147] de creer, por consiguiente, que, además de los libros de cuentos que ya corrían traducidos al castellano, como el Calila, o al latín, como la Disciplina Clericalis, manejó don Juan Manuel otras colecciones en su lengua original. Por ejemplo, la novela fantástica, a la par que doctrinal, del mágico de Toledo, que es por ventura la mejor de la colección, se encuentra también en el libro árabe de las cuarenta mañanas y las cuarenta noches. [1] Pero don Juan Manuel, como todos los grandes cuentistas, imprime un sello tan personal en sus narraciones, ahonda tanto en sus asuntos, tiene tan continuas y felices invenciones de detalle, tan viva y pintoresca manera de decir, que convierte en propia la materia común, interpretándola con su peculiar psicología, con su ética práctica, con su humorismo entre grave y zumbón. Tan fácil es alargar indefinidamente, como lo han hecho Knust respecto del Conde Lucanor y Landau respecto del Decameron, la lista de los paralelos y semejanzas con los cuentos de todo país y de todo tiempo, como difícil o imposible marcar la fuente inmediata y directa de cada uno de los capítulos de ambas obras. Ni don Juan Manuel ni Boccaccio tienen un solo cuento original; este género de invención se queda para las medianías; pero el cuento más vulgar parece en ellos una creación nueva.

Con ser tan reducido el número de cuentos del Libro de Patronio, pues no pasa de cincuenta, [2] la mitad exactamente que los [p. 148] del Decamerón, y mucho más breves por lo general, hay en ellos variedad extraordinaria, y no sería temerario decir que en esta parte aventaja al novelista florentino, si se tiene en cuenta que nuestro rígido moralista no admitió una sola historia libidinosa, y hasta prescindió sistemáticamente de las aventuras de amor (pues nadie dará tal nombre a la victoria moral de Saladino), ni abrió la puerta tampoco al elemento antimonástico y anticlerical, que en la obra de Boccaccio tiene tanta parte. Hay en el Conde Lucanor fábulas esópicas y orientates, como la del raposo y el cuervo; la de la golondrina cuando vió sembrar el lino; la de doña Truhana, que vertió la olla de miel por distraerse en pensamientos ambiciosos y vanos; la de los dos caballos y el león; la del raposo y el gallo; la de los cuervos y los buhos; la del león y el toro (que se encuentra, como la anterior, en el Pantschatantra y en el Hitopadesa); la del raposo que se hizo el muerto (contada también por el Arcipreste de Hita); la del falcón sacre, el águila y la garza, que es una anécdota de caza acontecida a su propio padre el Infante don Manuel. Otras son sencillas parábolas, como la de las hormigas; la del corazón del avaro lombardo, que se encontró después de su muerte en el fondo del arca de sus caudales, o las palabras que dijo un genovés moribundo a su alma. Otras son alegorías bastante desarrolladas, como la del Bien y el Mal y la de la Mentira y la Verdad. Abundan, como hemos visto, los ejemplos de la historia patria y de las ajenas, y los casos y escenas de la vida familiar. El cuento maravilloso está dignamente representado, aunque por muy pocos ejemplares, como el sabrosísimo de don Illán y el del hombre que se hizo amigo y vasallo del diablo, a quien invocaba con el nombre de don Martín. Son cuentos de profundísima intención satírica, el del paño mágico y el del alquimista. Finalmente, parece imposible reunir en tan corto espacio tantas fuentes de interés diversas. No es maravilla que al repasar las hojas [p. 149] de tan ameno libro nos salgan al paso a cada momento asuntos que nos son familiares. El Salto del Rey Richarte de Inglaterra es una leyenda análoga a la de El Condenado por desconfiado, aunque don Juan Manuel la trata más caballeresca que teológicamente. El apólogo de los dos sabios en La Vida es sueño se titula en El Conde Lucanor: «De lo que aconteció a un home que por pobreza et mengua de otra vianda comia atramuces». El mismo Calderón, y antes de él Lope de Vega, en su comedia La Pobreza Estimada, dramatizaron el caso del conde de Provenza y el consejo que le dió Saladino respecto del matrimonio de su hija. La Fiera Domada, de Shakespeare (Taming of the shrew), tiene el mismo argumento que la historia, deliciosamente contada, del «mancebo que casó con una mujer muy fuerte et muy brava». El apólogo del filósofo que fingiendo entender la lengua de las cornejas corrigió al Príncipe de cuya educación estaba encargado, pasó al Gil Blas, donde se atribuye equivocadamente a Bildpay. El cuento de los tres burladores que labraron el paño mágico (cuya idea fundamental es la misma de El retablo de las Maravillas, de Cervantes) se encuentra todavía en los cuentos daneses de Andersen, por imitación directa del Lucanor. Bastan estas sucintas indicaciones para comprender la importancia que el Conde Lucanor tiene en la tradición literaria y en la novelística universal, en la cual figura acaso como el primer libro original de cuentos en prosa, puesto que el Novellino italiano del siglo XIII es cosa tan descarnada, tan seca, tan poco literaria, que deja atrás la sequedad de Pedro Alfonso y del compilador del Gesta Romanorum. [1]

Porque la grande y verdadera originalidad de don Juan Manuel consiste en el estilo. No puede decirse que creara nuestra prosa narrativa, porque de ella había admirables ejemplos en la Crónica general; pero aquella prosa tenía el carácter de las construcciones anónimas, participaba de la impersonalidad de la poesía épica, y en muchos casos era una continuación, una derivación suya, era la misma epopeya desatada y disuelta en prosa. En sus elementos léxicos y en su sintaxis, la lengua de don Juan Manuel no difiere mucho de la de su tío; es la misma lengua, pulida y [p. 150] cortesana ya, en medio de su ingenuidad, en que se escribieron las Partidas y se tradujeron los libros del saber de Astronomía; lengua grave y sentenciosa, de tipo un tanto oriental, entorpecida por el uso continuo de las conjunciones. Nada tiene de la redundante y periódica manera con que halaga los oídos la prosa italiana de Boccaccio, pero en cambio está libre de todo amaneramiento retórico. Don Juan Manuel era extraño al renacimiento de los estudios clásicos, que tenían en Boccaccio uno de sus más ilustres representantes; nada innovó en cuanto a las condiciones externas de la forma literaria, pero, dotado de una individualidad poderosa, la trasladó sin esfuerzo a sus obras y fué el primer escritor de nuestra Edad Media que tuvo estilo en prosa, como fué el Arcipreste de Hita el primero que lo tuvo en verso. Hay muchos modos de contar una anécdota: reducida a sus términos esquemáticos, como en la Disciplina Clericalis o en el Libro de los exiemplos, no tiene valor estético alguno. El genio del narrador consiste en saber extraer de ella todo lo que verdaderamente contiene; en razonar y motivar las acciones de los personajes; en verlos como figuras vivas, no como abstracciones simbólicas; en notar el detalle pintoresco, la actitud significativa; en crear una representación total y armónica, aunque sea dentro de un cuadro estrechísimo; en acomodar los diálogos al carácter, y el carácter a la intención de la fábula; en graduar con ingenioso ritmo las peripecias del cuento. Todo esto hizo don Juan Manuel en sus buenos apólogos, que son todos aquellos en que la materia no era de suyo enteramente estéril. Toma, por ejemplo, el cuento oriental de la prueba de las promesas; le naturaliza en Castilla; aprovecha la tradición de las escuelas de nigromancia de Toledo para dar color local al sabroso relato; describe con cuatro trazos firmes y sobrios el aula mágica («et entraron amos por una escalera de piedra muy bien labrada, et fueron descendiendo por ella muy grand pieza, en guisa que parescian tan bajos que pasaba el río Tajo sobre ellos; et desque fueron en cabo de la escalera fallaron una posada muy buena en una cámara mucho apuesta que y habia, do estaban los libros et el estudio en que habían de leer»); copia de la realidad contemporánea un deán de Santiago y un sabio de Toledo, que ciertamente no han pasado por Bagdad ni por el Cairo; les atribuye ambiciones y codicias enteramente propias de su [p. 151] estado y condición; prepara hábilmente los cinco rasgos de ingratitud, y no deja traslucir hasta el fin la clave fantástica envuelta en el convite de las perdices. Todo esto en un cuento que apenas tiene tres páginas. El que con tanta habilidad combina un plan y con tanta gracia mueve los resortes de la narración en la infancia del arte, bien merece ser acatado como el progenitor de la nutrida serie de novelistas que son una de las glorias más indisputables de España. [1]

Era tan inclinado don Juan Manuel a la forma del apólogo, [p. 152] que lo usó hasta en el prólogo general de sus obras, donde intercala el del trovador de Perpiñán y el zapatero que le estropeaba sus versos. Esta anécdota, que se encuentra también, atribuída a Dante con un herrero, en uno de los cuentos de Sacchetti, hizo sospechar a don Manuel Milá que acaso las novelas rimadas de los provenzales, de las cuales es una muestra dicho apólogo, pudieran contarse entre las fuentes posibles del Conde Lucanor. Aunque el caso sea aislado, la sospecha no parece inverosímil, si se considera que don Juan Manuel conocía la literatura catalana, tan emparentada con la provenzal, e imitó alguna vez a Ramón Lull. Además, en la poesía provenzal, propiamente dicha, uno de los principales representantes del género narrativo era español de nacimiento, aunque intransigente purista en cuanto al empleo de la lengua clásica de los trovadores: el gramático y preceptista Ramón Vidal de Besalú, que visitó la corte de Alfonso VIII de Castilla, donde supone recitada su liviana novela del Castia-gilós (castigo o amonestación de celosos), una variante del eterno tema del marido burlado, apaleado y contento. [1] Pero de la novela en verso prescindimos en este estudio, aunque una sola excepción hemos de hacer tratándose del gran monumento poético que comparte con las obras de don Juan Manuel la mayor gloria del [p. 153] ingenio castellano en el siglo XIV. Suprimir enteramente al Arcipreste de Hita sólo porque usó la forma métrica sería dejar sin explicación genealógica futuras formas de la novela, precisamente las que mejor caracterizan las tendencias del genio nacional.

No es mi intento rehacer el largo estudio que hace años dediqué a este poeta. Sólo recordaré algo que importa a mi objeto actual, e insistiré en algún punto que entonces traté de pasada.

Escribió el Arcipreste en su libro multiforme la epopeya cómica de una edad entera, la Comedia Humana del siglo XIV; logró [p. 154] reducir a la unidad de un concepto humorístico el abigarrado y pintoresco espectáculo de la Edad Media en el momento en que comenzaba a disolverse y desmenuzarse. Se puso entero en su libro con absoluta y cínica franqueza, y en ese libro puso además todo lo que sabía (y no era poco) del mundo y de la vida. Es, a un tiempo, el libro más personal y el más exterior que puede darse. Como fuente histórica vale tanto, que si él faltara ignoraríamos casi totalmente un aspecto de la vida castellana de los siglos medios, así como sería imposible comprender la Roma imperial sin la novela de Petronio, aunque Tácito se hubiese conservado íntegro. Las Crónicas nos dicen cómo combatían nuestros padres, los fueros y los cuadernos de Cortes nos dicen cómo legislaban; sólo el Arcipreste nos cuenta cómo vivían en su casa y en el mercado, cuáles eran los manjares servidos en sus mesas, cuáles los instrumentos que tañían, cómo vestían y arreaban su persona, cómo enamoraban en la ciudad y en la sierra. Al conjuro de los versos del Arcipreste se levanta un enjambre de visiones picarescas que derraman de improviso un rayo de alegría sobre la grandeza melancólica de las viejas y desoladas ciudades castellanas: Toledo, Segovia, Guadalajara, teatro de las perpetuas y non sanctas correrías del autor. Él nos hace penetrar en la intimidad de truhanes y juglares, de escolares y de ciegos, de astutas Celestinas, de troteras y danzadoras judías y moriscas, y al mismo tiempo nos declara una por una las confituras y golosinas de las monjas. No hay estado ni condición de hombres que se libre de esta sátira cómica, en general risueña y benévola, sólo por raro caso acerba y pesimista. El Arcipreste es uno de los autores en quien se siente con más abundancia y plenitud el goce epicúreo del vivir, pero nunca de un modo egoísta y brutal, sino con cierto candor, que es indicio de temperamento sano y que disculpa a los ojos del arte lo que de ningún modo puede encontrar absolución mirado con el criterio de la ética menos rígida. Apresurémonos a advertir que las mayores lozanías de Juan Ruiz todavía están muy lejos de la lubricidad del Decamerón. Más que a Boccaccio se asemeja el Arcipreste a Chauter, tanto por el empleo de la forma poética cuanto por la gracia vigorosa y desenfadada del estilo, por la naturalidad, frescura y viveza de color, y aun por la mezcla informe de lo más sagrado y venerable con lo más picaresco y profano.

[p. 155] ¿Qué valor autobiográfico puede darse al Libro de buen amor del Arcipreste? ¿Podemos tomar al pie de la letra todo lo que nos cuenta, no en los innumerables episodios traducidos o imitados de diversas partes, sino en lo que manifiestamente es original y se refiere a su propia persona? Por nuestra parte, creemos que el fondo de la narración es verídico, como lo prueba su misma simplicidad y llaneza y la ausencia de orden y composición que en el libro se advierte. Algún mayor artificio habría si se tratase de una mera novela, por rudo que supongamos entonces el procedimiento narrativo. Pero también parece evidente que sobre un fondo de realidad personal ha bordado el Arcipreste una serie de arabescos y de caprichosas fantasías en que no se ha de buscar la nimia fidelidad del detalle, sino una impresión de conjunto. Sus poesías son, pues, sus Memorias, pero libre y poéticamente idealizadas. Lo soñado y lo aprendido se mezcla en ellas con lo realmente sentido y ejecutado. Las aventuras amorosas, aunque generalmente coronadas por algún descalabro, son tantas y tan varias, que aun para don Juan parecerían muchas. Hay también evidentes inverosimilitudes, y algunos pasos en que la alegoría se mezcla de un modo incoherente y confuso con la realidad exterior.

Prescindiendo de los elementos líricos, sacros y profanos, de la sátiras, de las digresiones morales, de la parodia épica o poema burlesco sobre la Batalla de Don Carnaval y Doña Cuaresma, de la paráfrasis del Arte de Amar de Ovidio y de todo lo que en el libro del Arcipreste no es puramente narrativo, encontramos, sirviéndole de centro, una novela picaresca, de forma autobiográfica, cuyo protagonista es el mismo autor; una colección de enxiemplos, esto es, de cuentos y fábulas, que suelen aparecer envueltos en el diálogo como aplicación y confirmación de los razonamientos, y finalmente, una comedia de la baja latinidad, imitada o más bien parafraseada, pero reducida de forma dramática a forma novelesca, no sin que resten muchos vestigios del primitivo diálogo. El Arcipreste confiesa llanamente el origen de este episodio, que forma por sí solo una quinta parte de su obra:

           Si villanías he dicho, haya de vos perdón,
       que lo feo de la storia dis Pánfilo e Nasón.

[p. 156] ¿Y quién era este Pánfilo, cuyo nombre se encuentra aquí tan inesperadamente asociado al de Ovidio? Un imitador suyo muy tardío, un poeta ovidiano de la latinidad eclesiástica, cuyas obras llegaron a confundirse con las de su maestro, si bien vemos que el Arcipreste las distinguía ya perfectamente. La edad del Pamphilus [1] es muy incierta, ni tampoco puede fijarse el país en que tuvo su cuna, aunque es muy verosimil que se escribiese en algún monasterio del centro de Europa (Francia del Norte o Alemania rhenana), foco principal de este género de literatura en los tiempos medios. De todos modos, en la primera mitad del siglo XIII era conocida ya esta obra en Italia, puesto que la cita y copia un verso de ella el dominico genovés Juan de Balbi, [p. 157] compilador del famoso Catholicon sive summa gramaticalis. Pero ni esta mención, ni la que, según testimonio del bibliógrafo Ebert, se halla en el Compendium Moralium notabilium de un cierto Hieremías que falleció en 1300, nos autorizan para dar a esta comedia la remota antigüedad que su último editor (A. Baudouin) quiere asignarla. La comedia de Pánfilo, obra de pura imitación, obra enteramente impersonal, mero ejercicio de estilo de un monje desocupado y algo libidinoso que había leído los dísticos de Ovidio y procuraba remedar su versificación y su estilo, no tiene color local ni carácter de época. Pudo haber nacido en cualquier siglo de la Edad Media, porque nunca faltaron enteramente cultivadores de esta retórica. El poemita es pagano de pies a cabeza, pero con cierto paganismo artificial y contrahecho; carece a un mismo tiempo del sentido de la vida clásica y del ambiente de la vida moderna. Los interlocutores son figuras yertas, casi abstracciones; sólo en la escena lúbrica del final cobra alguna animación el estilo.

Pero si, juzgando por comparación con otras piezas análogas, hubiéramos de señalar fecha probable al Pamphilus, no nos remontaríamos, en verdad, al siglo X, como quiere Mr. Baudouin, que emplea para ello el cómodo aunque ingenioso procedimiento de comparar frases de esta comedia con frases del poema de Gualterio de Aquitania (Waltarius) y otras obras de aquella centuria, enteramente distintas de ésta por su carácter y espíritu; argumento que, en fuerza de probar mucho, nada prueba, tratándose de producciones artificiales, escritas en una lengua muerta y con un vocabulario aprendido en los libros. Nos fijaríamos más bien en aquellas comedias de fines del siglo XII y principios del XIII, compuestas en hexámetros y pentámetros como ésta; tanto o más desvergonzadas que ella, aunque menos dramáticas, y con las mismas pretensiones de estilo ovidiano. Y si nos fuera permitido tener opinión en materia tan oscura, diríamos que el Pamphilus debe de ser contemporáneo de la Comedia Lydia y de la Comedia Milonis, de Mateo de Vendôme; de la Comedia Alda, que es del mismo tiempo y acaso del mismo autor, aunque algunos la atribuyan a Guillermo de Blois, [1] y de otros cuentos en verso con forma [p. 158] elegíaca, varios de los cuales repiten argumentos de comedias clásicas. Así, el Geta y Birria, de Vital de Blois (Vitalis Blessensis ) es un remedo del Amphitruo, de Plauto, y su Querolus lo es, no de la Aulularia, sino del antiguo Querolus en prosa, escrito, al parecer, en las Galias y en el siglo IV. En este grupo de obras creo que ha de colocarse el Pamphilus, aunque el estilo parezca más sobrio y la latinidad menos mala. [1]

Esta pieza, tan seca, desnuda y elemental como es, tiene la importancia de ser la primera comedia exclusivamente amorosa que registran los anales del teatro. Por lo mismo que no procede de Plauto ni de Terencio, no calca sus intrigas, y en ella viene a ser principal lo que en la comedia clásica es accesorio. La única fuente del poeta es Ovidio: se ve por sus máximas eróticas, por su estilo, por el metro que usa y por los versos y frases que íntegramente copia de su modelo. La novedad está en haber dramatizado hasta cierto punto lo que en Ovidio se presenta con aparato didáctico; es decir, la teoría de la seducción, encarnándola en una fábula simplicísima, que viene a ser la comprobación práctica del Arte de Amar. Y como desgraciadamente este fondo, aunque bajo y ruin, es de todos tiempos, el desconocido autor, pudo, sin gran esfuerzo, dar a su obra un interés general, que la hizo adaptable a tiempos y civilizaciones muy diversas. Pero él [p. 159] no encontró más que la primera materia, tratándola con rudeza suma. La forma, es decir, la verdadera creación artística, pertenece únicamente a los grandes ingenios españoles que después de él se apoderaron de este argumento.

Si alguna prueba necesitáramos del prodigioso talento poético del Arcipreste de Hita, tan manifiesto en cualquiera de los episodios de su múltiple novela rimada, nos la daría la mágica transformación que hizo de la pobre comedia latina, trocándola en un cuadro de la vida castellana, rica de luz, de alegría y de color. Todo el Pamphilus está traducido, parafraseado o, por mejor decir, transfundido en los versos del Arcipreste; pero las figuras, antes rígidas, adquieren movimiento; las fisonomías, antes estúpidas, nos miran con el gesto de la pasión; lo que antes era un apólogo insípido, a pesar de su cinismo, es ya una acción humana, algo libre sin duda, pero infinitamente más decorosa que el original, y esto no sólo porque el Arcipreste, a pesar de su decantada licencia, retrocedió ante las torpezas de la última escena, sino por haber infundido en todo el relato un espíritu poético, que insensiblemente realza y ennoblece la materia y los personajes. La candorosa pasión del mancebillo don Melón de la Huerta es algo más que apetito sensual: hay en él rasgos de cortesía, de caballerosidad y hasta de puro afecto. El carácter de Doña Endrina, la noble viuda de Calatayud, vale todavía más; está tocado con suma delicadeza, con una apacible combinación de señoril bizarría, de ingenuo donaire, de temeridad candorosa, de honrados y severos pensamientos que se sobreponen a su flaqueza de un momento, traída por circunstancias casi fortuitas, e inmediatamente reparada. Con mucho arte va notando el Arcipreste cómo el amor se insinúa blandamente en su alma, hasta llegar a dominarla. Doña Endrina es muy señora en cuanto dice y hace; casi nos atreveríamos a tenerla por abuela de la Pepita Jiménez de un gran escritor, contemporáneo nuestro, que en vida ha alcanzado la categoría de los clásicos.

Creación también del Arcipreste es el tipo de Trotaconventos, comenzando por la intensa malicia del nombre. La anus de la comedia de Pánfilo no tiene carácter: es un espantajo que no hace más que proferir lugares comunes. Trotaconventos muestra ya los principales rasgos de Celestina: el tono sentencioso, reforzado [p. 160] con proverbios y ejemplos de los que tan sabrosa y lozanamente contaba el Arcipreste; el arte de la persuasión diabólica, capaz de encender lumbre en la honestidad más recatada; el fondo de filosofía mundana y experiencia de la vida, malamente torcido a la expugnación de la crédula virtud. Hasta en las astucias exteriores, en el modo de penetrar la vieja en casa de Melibea, so pretexto de vender joyas y baratijas, se ve que Fernando de Rojas tuvo muy presente la obra de su predecesor.

Pero es inútil proseguir un cotejo que está al alcance de todo el mundo [1] y en el cual habría que reconocer a cada momento rastros de costumbres, ideas y supersticiones enteramente ajenas al Pamphilus. Hasta en los casos en que la imitación del Arcipreste es más directa, hasta cuando va más ceñido al texto latino, le traduce con tal brío que parece original. La semejanza con la Celestina es mucho más general y remota. El Pamphilus no es más que el esqueleto de la tragicomedia de Calixto y Melibea, que no le debe ninguna de sus inmortales bellezas trágicas y cómicas. En rigor, aun puede dudarse que el bachiller Rojas le conociera; lo que de seguro tuvo presente fué el Libro de buen amor del Arcipreste, donde encontró a Trotaconventos con todo su caudal de dulces razones, de trazas y ardides pecaminosos.

Entre los apólogos que esmaltan el libro del Arcipreste, la mayor parte proceden sin duda de las colecciones esópicas, pero algunos pueden venir de fuente oriental. El Arcipreste sabía árabe: consta por el mensaje de Trotaconventos a la mora; por la declaración de los instrumentos que convienen a los cantares de arábigo; por el hecho de haber compuesto danzas para las troteras y cantaderas moriscas, y finalmente, por el número no exiguo de palabras de dicha lengua que con gran propiedad usa en sus poesías. Pero, ¿cómo y hasta qué punto lo sabía? Por uso puramente familiar o por doctrina literaria? En otros términos, ¿era capaz de entender un texto en prosa o en verso y de imitarle? Para nosotros, la cuestión es dudosa; por lo menos hasta ahora no se ha señalado ninguna imitación directa y positiva. Basta con los libros que ya [p. 161] corrían traducidos en romance para explicar el origen árabe de algunos apólogos; el color enteramente oriental con que aparecen otros que pueden hallarse también en la tradición clásica, como el horóscopo del nacimiento del fijo del rey Alcarás, y hasta la semejanza exterior que en su forma descosida y fragmentaria, pero con una historia central que sirve de núcleo, presenta el libro con las producciones de la novelística oriental ya examinadas.

Menos discutible es el influjo de la poesía francesa en el Arcipreste, pero ha sido grandemente exagerado. Todo lo que en la parte narrativa de su obra puede considerarse como imitación de los troveros franceses, y aun esto no siempre con seguridad, se reduce a cinco o seis cuentos: el de la disputa entre el doctor griego y el ribaldo romano, que Rabelais tomó también de antiguos fabliaux para tejer la chistosa controversia por señas entre Panurgo y Thaumasto; el de los dos perezosos que querían casar con una dueña; el del garzón que quería casar con tres mujeres; el del ladrón que fizo carta al diablo de su ánima; el del ermitaño, que se embriagó y cayó en pecado de lujuria; el de D. Pitas Payas, pintor de Bretaña, que lleva indicios de su origen hasta en ciertos galicismos; verbigracia «monssennor, volo ir a Flandes», «portar muita dona», «volo facer en vos una buena figura», «fey arditamente todo lo que vollaz», « petit corder»; que no pertenecen a la lengua habitual del Arcipreste, y que sin duda están puestos en boca de personajes franceses para el efecto cómico.

Lo que no tomó de ninguna parte fué la forma autobiográfica en que expuso la novela de su vida. En este punto es inútil la indagación de orígenes; esa forma debió presentársele naturalmente como el marco más amplio y holgado para encajar todos sus estudios de costumbres, todos sus rasgos líricos, todas sus sátiras. La idea de un personaje espectador de la vida social en sus distintos órdenes y narrador de sus propias aventuras no fué desconocida de los antiguos. Dos novelas de la decadencia latina, el Satyricon y el Asno de Oro (sin contar con el Asno griego de Luciano o de Lucio de Patras), presentan ya esta forma enteramente desarrollada, aunque en ella no se identifican el autor y el protagonista, que es la gran novedad del Arcipreste. Pero el libro de Petronio parece haber sido ignorado en España durante la Edad Media, y de todos modos, no hubiera sido entendido, tanto por lo [p. 162] refinado y exquisito de su latinidad cuanto por lo monstruoso de las escenas que describe; y en cuanto a Apuleyo, que era más celebrado en aquellos siglos como filósofo y taumaturgo que como cuentista, hasta el punto de tomarse al pie de la letra la transformación en asno y confundirle con su héroe, no creemos que el Arcipreste le hubiera leído, puesto que, de conocerle, algunos cuentos hubiera sacado de su rica galería de fábulas milesias. Tenemos por seguro que estos modelos no influyen hasta el Renacimiento, y aun entonces nuestras primeras novelas picarescas son el producto enteramente espontáneo de un estado social, sin relación alguna con la novela clásica, ni tampoco con el arte oriental que en las Makamas de Hariri (tantas veces imitadas en árabe, en hebreo y en persa) nos ofrece en las transformaciones del mendigo Abu-Zeid, algo remotamente parecido a las andanzas de nuestros Lazarillos y Guzmanes.

Las fabliellas métricas del Arcipreste de Hita no tuvieron imitadores por de pronto. El arte no menos personal de don Juan Manuel en la prosa, tampoco los tuvo en rigor, porque no estimamos como tales a los autores de algunos libros de apólogos y ejemplos, en que la intención doctrinal o satírica se sobrepone con mucho al interés de la narración, y que, por otra parte, suelen ser meras compilaciones fundadas en textos latinos.

Tal acontece con el Espéculo de los legos, obra interesante de moral ascética, de la cual existen varios códices, pero que todavía aguarda editor. En cada uno de sus noventa y un capítulos se intercalan, para confirmar la doctrina, anécdotas y parábolas, tomadas de la Sagrada Escritura, de las obras de los Santos Padres, de las vidas de los Santos, de las historias romanas, con algunos apólogos orientales que conocemos ya por otras colecciones, como el del hijo del home bueno que tenia muchos amigos, tomado de Pedro Alfonso, y el de la falsa beguina, que se encuentra también en El Conde Lucanor.

Mucho más importante, por ser una colección copiosísima, es el Libro de Exemplos o Suma de exiemplos por A. B. C., obra que, conocida imperfectamente al principio por un manuscrito de la Biblioteca Nacional, al cual faltan las primeras hojas donde debía constar el nombre del autor, ha corrido como anónima y atribuída [p. 163] a la literatura del siglo XIV, [1] hasta que el señor Morel-Fatio dió razón de otro códice íntegro, que empieza con una dedicatoria de Clemente Sánchez, arcediano de Valderas en la iglesia de León, a Juan Alfonso de la Barbolla, canónigo de Sigüenza. [2] Clemente Sánchez, bastante conocido como autor de una especie de manual litúrgico, titulado Sacramental, que tuvo varias ediciones en los siglos XV y XVI, hasta que la Inquisición le puso en sus índices, escribió esta segunda obra por los años de 1421 a 1423. No es imposible que la Suma de exemplos, que no tiene fecha, pertenezca a los últimos años del siglo XIV, pero parece más natural ponerla en el XV.

La colección, como queda dicho, es de las más ricas: 395 cuetos tiene el manuscrito de Madrid, 72 más el de París. A cada uno de ellos precede una sentencia latina, traducida en dos líneas rimadas que quieren ser versos, y que contienen la moralidad del apólogo; procedimiento que parece imitado de El Conde Lucanor, y que es viejísimo, pues se encuentra ya en el Hitopadesa.

El carácter no recreativo, sino doctrinal, del Libro de exemplos salta a la vista y está indicado al fin de la dedicatoria: «Exempla enim ponimus, etiam exemplis utimur in docendo et praedicando ut facilius intelligatur quod dicitur». Se trata, pues, de un repertorio para uso de los predicadores, dispuesto por orden de abecedario para mayor comodidad en su manejo. ¿Pero cuál es la parte personal que podemos atribuir a Clemente Sánchez en ese trabajo? El dice que «propuso de copilar un libro de exemplos por a. b. c. e despues reducirle en romance». Parece, pues, que no sólo el trabajo de la traducción, sino el de la compilación, es suyo, y que no se limitó a traducir cualquiera de los Alphabeta exemplorum o Alphabeta narrationum, que en gran número se escribieron durante el siglo XIII. Ninguno de los que se han citado hasta ahora, incluso el de Esteban de Besanzón, convienen con nuestro texto, aunque algunos ejemplos se repitan en todos. Las narraciones del [p. 164] arcediano de Valderas pertenecen al fondo común, y él mismo indica las fuentes de muchas de ellas; pero estas fuentes ¿las consultó por sí mismo? En algunos casos nos parece que sí. La Disciplina Clericalis de Pedro Alfonso está íntegra y fielmente traducida en el Libro de exemplos. No hemos hecho igual comparación con los Diálogos de San Gregorio, que cita a cada momento; con las Vidas y colaciones de los Santos Padres; con los Hechos y dichos Memorables, de Valerio Máximo; con la Ciudad de Dios, de San Agustín; con la enciclopedia de Bartolomé Anglico, De proprietatibus rerum; pero nos parece seguro que todas estas obras, de tan vulgar lectura en la Edad Media, le eran familiares, y las explotó directamente. Otras citas pueden ser de segunda mano, y en cambio, hay muchos cuentos tomados del Gesta Romanorum, obra que no cita nunca. El estilo nada tiene de particular, aunque es puro y sencillo: la narración es tan somera y rápida como en las Cento novelle antiche, pero el libro es de inestimable valor para la literatura comparada y merece un largo comentario, que todavía no ha obtenido, [1] menos feliz en esto que la colección italiana, magistralmente estudiada por Alejandro de Ancona.

Acompaña al Libro de los exemplos, en el manuscrito de nuestra Biblioteca Nacional y en la edición de Gayangos, otra colección de cincuenta y ocho exemplos que llevan el título enigmático de Libro de los Gatos, no justificado por el contexto, pues aunque casi todos los apólogos son de animales, sólo en seis o siete de ellos interviene el gato. Acaso el autor entendía figuradamente por gatos a los que son blanco predilecto de su sátira. Porque en este libro, mucho mejor escrito que el de los Exemplos y que todos los de su género, exceptuando los de don Juan Manuel, lo que importa menos es el apólogo, que a veces no pasa de una ligera comparación o semejanza, sino la sátira enconada, acerba, feroz, que recuerda el espíritu y aun los procedimientos del Roman de Renart en sus últimas formas. Esta sátira, no blanda y chistosa como la del Arcipreste, sino armada de fuego y disciplinas, recae sobre las más elevadas condiciones sociales: sobre los magnates y ricos hombres tiranos, robadores y opresores de los pobres; sobre la [p. 165] corrupción y venalidad de los alcaldes y merinos reales, pero muy especialmente sobre los vicios de la clerecía secular y regular. Véase alguna muestra de estas invectivas, que reflejan fielmente el desorden moral del siglo XIV, bien conocido por otros documentos: «Debedes saber que son muchas maneras de moscas; hay unas moscas que fieren muy mal e son muy acuciosas por facer mal, e otras que ensucian, e otras que facen gran roido. La mosca que muerde se entiende por algunos clérigos que han beneficios en las iglesias, e mantiénense con ello commo avarientos, e non lo quieren dar a los pobres, antes allegan dineros, e todo su cuidado e todo su entendimiento es puesto en tomar dineros de sus clérigos, e en alleger grand tesoro, comma quier que ellos tienen asaz de lo suyo; aquestos tales son moscas que fieren. Otrosí, algunos son que viven lujuriosamente, e tienen barraganas e fijos, e expenden cuanto han de la iglesia; en aquestos es la mosca que ensucia. Otrosí hay otras maneras de clérigos que tienen muchas compañas e muchos escuderos e muchos caballeros; aquellos son semejantes a la mosca que face roido, e a postremas viene un grand viento que todo lo lieva. El gran viento es la hora de la muerte, etc.». [Cf. Ad. vol. II].

Nada hallamos de peculiarmente español en el Libro de los Gatos, que parece traducción bien hecha de algún Liber Similitudinum escrito en latín, Su sátira es tan general que puede aplicarse a cualquier nación de la Edad Media, y la irreverencia de algunos cuentos recuerda las canciones de los goliardos, o los episodios de la burlesca epopeya, francesa o flamenca, cuyo protagonista es el zorro. El exemplo 46 de la muerte del lobo llega hasta la parodia sacrílega. Citaremos alguno más mesurado de tono; sea el XIX (exemplo del lobo con los monjes): «El lobo una vegada quiso ser monje e rogó a un convento de monjes que lo quisiesen y recebir, e los monjes ficiéronlo ansí, e ficieron al lobo la corona e diéronle cugula e todas las otras cosas que pertenecen al monje, e posiéronle a leer Pater noster. Él en lugar de decir Pater noster, siempre decía «Cordero o carnero», e decíanle que parase mientes al crucifijo e al cuerpo de Dios. Él siempre cataba al cordero o al carnero. Bien ansí acaesce a muchos monjes, que en logar de aprender la regla de la Orden, e sacar della casos que pertenescen a Dios, siempre responden e llaman «carnero», que se entiende por las buenas viandas, e por el vino, e por otros vicios deste mundo.»

[p. 166] Algunos de los ejemplos del Libro de Los Gatos son fábulas esópicas de las más conocidas, como el Galápago y el Aguila; el Lobo y la Cigueña; el de los dos ratones, ciudadano y campesino. La del cazador y las perdices se halla también en el Conde Lucanor, aunque con variantes y distinta aplicación. Cuentos propiamente dichos, y de alguna extensión, no hay más que las parábolas de los dos compañeros que apostaron el uno a decir verdad y el otro a mentir. y la «de un ome que había nombre Galter», tomada del capítulo CI del Gesta Romanorum. No fueron ciertamente las únicas obras que se compusieron o tradujeron al castellano en aquella primera edad de nuestra literatura. En esos mismos libros encontramos mencionados otros cuyos títulos excitan sobremanera la curiosidad. ¿Qué sería el Libro del Oso, alegado en el de Los Gatos? ¿Qué el libro de las trufas de los pleytos de Julio César, citado por el compilador del Libro de los Exemplos?

Repertorios de anécdotas con fin ascético y predicable hubo también en las demás literaturas de la Península. Los portugueses poseen el Orto do Sposo, de Fr. Hermenegildo Tancos, monje cisterciense de Alcobaza, que escribía en el siglo XIV. [1] En catalán existe, por lo menos, un Recull de exemplis e miracles, gestes e faules e altres ligendes ordenades per A. B. C., [2] texto del siglo XV que está evidentemente traducido del castellano, [3] pero no de la Suma de Exemplos de Clemente Sánchez, aunque sigue el mismo plan alfabético y tiene muchos cuentos comunes. Libros por el estilo debía de haber en casi todos los monasterios. La colección catalana es de las más copiosas, pues llega a la enorme cifra de 712 ejemplos, incluyendo algunos que no suelen figurar en otras colecciones, como el de los dos leales amigos Amico y Amelio, héroes de un poema francés de la Edad Media, transformado luego en el libro de caballerías de Oliveros de Castilla y Artus de Algabe. A las [p. 167] autoridades alegadas en el Libros de los Exemplos se añaden otras, como Jacobo de Vitry, Cesario (de Heisterbach), Helinando, Pedro Damiano, Juan el Limosnero y la Leyenda Lombárdica. De Cesáreo o de Helinando debe de proceder, aunque en esta ocasión no los cita, el curioso ejemplo 493 de los escolares suecos que fueron a aprender nigromancia a Toledo.

Ni el satírico autor del Libro de los Gatos, ni menos los compiladores de libros de exemplos, que no se proponían ningún fin literario, pueden ser considerados como discípulos de don Juan Manuel. Raimundo Lulio tuvo en su propia lengua un solo imitador, pero de tan pronunciada originalidad y espíritu tan diverso del suyo, que casi puede considerarse como su antítesis, a pesar del misterioso lazo que en algún modo los une. Mallorquín como él, franciscano como él (si bien Lulio perteneció sólo a la Tercera Orden), Fr. Anselmo de Turmeda, popular todavía en Cataluña por el libro de sus Consejos métricos, que hasta muy entrado el siglo XIX ha servido de texto en las escuelas, poeta didáctico y paremiológico, astrólogo y profeta, cuyos oscuros vaticinios, semejantes a los del zapatero Bandarra en Portugal o a los de Nostradamus en Provenza, sirvieron para alentar la resistencia de los parciales del Conde de Urgel contra el Infante de Antequera, y aun fueron invocados en otras contiendas civiles posteriores; renegado no sólo de su orden, sino de la fe cristiana, prosélito del mahometismo, en defensa del cual compuso en árabe un largo tratado, que recientemente ha sido impreso, [1] intérprete o [p. 168] truchimán de la Aduana de Túnez y gran escudero del Rey Maule Brufred por los años de 1417 a 1418, en que compuso su libro de El Asno, presenta tales enigmas y contradicciones en su vida y en sus obras, que bien puede decirse que la crítica apenas comienza a dilucidarlas. Por desgracia, nos falta el texto catalán de su obra más importante, y mientras la buena suerte de algún bibliófilo no llegue a dar con algún ejemplar salvado de la proscripción que fulminó el Santo Oficio, habrá que contentarse con la versión francesa (así y todo rarísima), cuya primera edición es de Lyon, 1548. [1] Titúlase este libro Disputa del Asno contra Fr. Anselmo de Turmeda sobre la naturaleza y nobleza de los animales, y consta al [p. 169] final que fué acabado en la ciudad de Túnez el 15 de septiembre de 1418. El cuadro en que se desenvuelve la Disputa del Asno recuerda inmediatamente el Libro de las Bestias, de R. Lull, y también el Calila y Dimna, en el cual entrambos tienen su primer modelo. Perdido Fr. Anselmo por una floresta, encuentra congregados a los animales en torno del león, a quien acaban de elegir por su rey. Un conejo advierte su presencia, y le delata en estos términos: «Muy alto y poderoso señor, aquel hijo de Adán que está sentado a la sombra de aquel árbol es de nación catalán, natural de la ciudad de Mallorca, y tiene por nombre Fr. Anselmo de Turmeda; es hombre muy sabio en toda ciencia, y mayormente en Astrología, y es oficial de Túnez por el grande y noble Maule Bufred, y gran escudero del dicho Rey.». Acusado Fr. Anselmo de profesar y defender en sus discursos y predicaciones la opinión de la mayor excelencia y dignidad del hombre sobre todos los [p. 170] animales, se ratifica en ella con gran altanería, y ofrece defenderla en pública disputa. El campeón designado para contradecirle es, con gran humillación suya, un asno de ruin y miserable catadura, sarnoso y sin rabo, tal que no hubiera valido diez dineros en la feria de Tarragona. Entáblase la controversia, en la cual, además de los principales interlocutores, toman alguna parte el piojo, la pulga, la chinche y otros todavía más repugnantes insectos. Pero el asno es quien verdaderarnente se luce, pulverizando todos los argumentos de Fr. Anselmo, demostrando la superioridad de los animales, ya en la perfección de los sentidos corporales, ya en las obras maravillosas del instinto, y haciendo la crítica más acerba y el más cruel proceso del género humano, de sus vanidades, torpezas y locuras, con un género de escarnio que recuerda a veces la amarga misantropía de los Viajes de Gulliver. Sólo la consideración de que Dios quiso hacerse hombre y vestir carne mortal detiene la pluma de Turmeda para no dar terminantemente la victoria al asno en este litigio. La disputa está sostenida con mucho ingenio y agudeza, con viva y fresca imaginación; pero no es lo más curioso que el libro de Turmeda contiene. Lo que le presta más originalidad y le hace más interesante para la historia, es lo que contiene de sátira social, y muy especialmente los cuentos que ingiere al tratar de los siete pecados capitales. Estos cuentos, que no sé si han sido estudiados o citados hasta ahora (tan peregrino es el volumen en que se hallan), compiten con los más libres de Boccacio, no sólo en la liviandad de las narraciones, sino en el espíritu laico o irreverente que los informa, puesto que todos, sin excepción, tienen por tema las relajadas costumbres del clero secular y regular, ensañándose sobre todo con las órdenes mendicantes, y en especial con la de San Francisco, que Fr. Anselmo persigue con rencores de apóstata. [1] La acción de algunos de [p. 171] estos cuentos pasa en Cataluña y Mallorca, con indicación muy precisa de nombres y pormenores locales; otros no ocultan su origen italiano, como los dos que se suponen acaecidos en Perugia. La manera de contar de Fr. Anselmo, tal como puede adivinarse al través de una traducción, parece muy suelta y picante; su tono socarrón y malicioso contrasta en gran manera con la mística y amable fluidez del estilo de R. Lull, y aun con la grave ironía de don Juan Manuel, pero tampoco parece modelada sobre el tipo clásico de Boccaccio; más bien recuerda la abundancia fácil y desvergonzada de los cuentistas franceses del siglo XV, de las Cent Nouvelles nouvelles, por ejemplo.

El más brutal de los cuentos de Turmeda es, sin duda, el primero, cuyo argumento apenas puede indicarse honestamente. Juan Juliot, franciscano de Tarragona, prevalido de la necia simplicidad de su hija de confesión Tecla, mujer de Juan Stierler, abusa torpemente de ella so pretexto de cobrarla el diezmo.

Carácter muy distinto, y en alta manera trágico, tiene el ejemplo o anécdota que castiga el pecado del orgullo. Un abad, que en nombre de la Iglesia tiranizaba el señorío de Perusa, había convertido su castillo feudal en guarida de malhechores, cometiendo a porfía él y otros clérigos y religiosos de su séquito, todo género [p. 172] de desmanes contra los inermes vasallos, robándoles y deshonrándoles sus hijas y mujeres. Las cosas llegaron a punto de abandonar un canónigo los oficios de Viernes Santo para introducirse en casa del noble ciudadano Micer Juan Ester, aprovechando su ausencia, con intento de forzar a su mujer, bella y honestísima, que yacía en cama embarazada de ocho meses. Para salvarse de su horrible lascivia, se arroja la mujer por la ventana, malpare de resultas del golpe y muere poco después, revelando todo el caso a su marido. Éste acude al Abad, quien menosprecia sus quejas y le amenaza fieramente. Entonces él, recogiendo en una pequeña vasija los restos de la criatura muerta, para irlos mostrando por donde pasa y excitar lástima y furor en cuantos oyen la dolorosa historia, va a buscar apoyo para su venganza en la república de Florencia, que se hallaba a la sazón en guerra con el Papa. Los florentinos se ponen de su parte y le dan recursos para sublevar la tierra perusina, que se levanta como un solo hombre contra sus tiranos. Más de doscientos lugares se emancipan del dominio eclesiástico. El Abad tiene que encerrarse en su castillo; pero los perusinos, ayudados por gente de armas, le obligan a capitular, y el gobierno comunal queda restablecido en Perusa.

A la misma ciudad se refiere el episodio siguiente, que conviene en gran manera con una de las más sabidas justicias de nuestro Rey don Pedro de Castilla, la del zapatero y el prebendado. El rector de la parroquia de San Juan de Perusa persigue con sus pretensiones amorosas a una bella y devota mujer, llamada Marroca. Su marido va a querellarse al Obispo, y éste, que adolecía de la misma liviandad de costumbres que el Párroco, le manda llamar, y le impone la blandísima penitencia de no entrar en la iglesia durante tres días. Malcontento el ofendido esposo se alza en querella ante el Podestá de Perusa, Messer Filippo de la Isla, y éste le da por consejo que, llevando consigo dos hombres bien armados, propine al clérigo una tremenda paliza, hasta dejarle medio muerto, y se retire tranquilamente a su casa, sin inquietarse para nada de las consecuencias. Así lo ejecuta, y el escándalo es enorme. El Obispo llama a capítulo toda su clerecía, y al frente de ella comparece en el palacio del Podestá, pidiendo justicia contra el vengador marido. Pero el magistrado se limita a imponerle la pena del talión, prohibiéndole entrar tres días en la taberna.

[p. 173] Si el clero secular sale mal parado de las pecadoras manos de Fr. Anselmo, no es con todo el blanco predilecto de su iras, las cuales más bien se ceban en los regulares, como si aquel fraile cínico y renegado se complaciese en asociarlos a su propia deshonra, pintándolos como los más viles y corrompidos de los mortales. Si de avaricia se trata, nos referirá la burla que un marinero mallorquín hizo al dominico catalán Juan Oset, que le prometía la absolución por un florín. Si de ira es el discurso, nos contará que dos franciscanos de Mallorca, cuyos nombres da, mataron de una paliza a su hermano de hábito el francés Aimerico de Grave. Si de gula, nos informará de la sutil estratagema que usó un fraile predicador de Tarragona para hincar los dientes en el pastel de congrio que tenía escondido el ama del cura de Cambrils. Aun en el sabido cuento del envidioso y el codicioso, ha de hacer por fuerza dominico al que pide el doble de lo que den al otro, y franciscano al que se contenta de buen grado con recibir doscientos palos, a condición de que toque doble paliza a su amigo.

Estos cuentos son medianos y algo pueriles; pero no sucede lo mismo con el de Nadalet, que está contado con ligereza y chiste y tiene algunos toques de carácter muy bien dados, más en la fina manera de Chaucer que en la de Boccaccio. Francisco Citges, fraile conventual de Mallorca, famoso predicador y hombre avaro, reúne en poco tiempo mil reales y se los da a guardar a una monjita de su orden y muy especial amiga suya, Sor Antonieta, de quien se hace picaresca descripción. Un rufián, llamado Nadalet, que había dado de puñaladas a una francesa a quien tenía por su cuenta en el burdel de la villa, toma asilo en el convento de San Francisco, y oculto debajo del altar de San Cristóbal oye la conversación del fraile con Sor Antonieta, a quien reclama el dinero para hacer un viaje a Roma y lograr el nombramiento de Obispo in partibus. Nadalet estafa a la monja haciéndose pasar por el mercader de Barcelona Luis Regolf, encargado por el fraile de recoger el dinero.

Abundan de tal manera las sátiras anticlericales en los siglos XIV y XV, que llegan a constituir un lugar común, del cual poco o nada puede inferirse sin temeridad acerca de los verdaderos propósitos y tendencias de sus autores. Pero las de Fr. Anselmo tienen un sello peculiar de violencia que delata al fraile [p. 174] corrompido, al vicioso apóstata cuya conciencia fluctúa entre la ley mahometana, que exteriormente profesa y defiende; el cristianismo, al cual en el fondo de su alma no renunció nunca, y ciertas ráfagas de incredulidad italiana o averroísta, que le llevan a insinuar por boca del asno mal veladas dudas nada menos que sobre la inmortalidad del alma. [1]

Para que nada falte en tan extraño y abigarrado libro, hay en él algunos trozos poéticos y una larga profecía del asno: nueva muestra de la superstición astrológica de Fr. Anselmo, o más bien del charlatanismo con que explotaba el crédito que le había granjeado esta falsa ciencia después de su famoso pronóstico del año 1407, que tan graves consecuencias políticas tuvo, acalorando la ambición materna de Margarita de Montferrato para armar en hora aciaga el brazo de su hijo Jaime el Desdichado y lanzarlo a la desigual lucha en que sucumbió sin gloria y sin fortuna.

Considerada la Disputa del Asno como creación novelesca, aunque muy elemental, es el primer libro de su género que revela influencias italianas, lo cual no nos maravilla en Fr. Anselmo, cuyo libro más popular, el de los Consejos, citado mil veces como fiel trasunto del buen sentido y de la filosofía práctica del pueblo catalán, es en gran parte imitación y a veces traducción de un libro italiano, La Dottrina dello Schiavo di Bari. No he encontrado hasta ahora el original de ninguno de los cuentos de Fray Anselmo, pero basta leer dos de ellos para sospechar su procedencia. Es, por consiguiente, Turmeda el primer cuentista español influido directamente por los italianos, lo cual no quita que sea un autor profundamente catalán por el modo de expresión. Ojalá llegue a descubrirse el texto genuino de su libro, que seguramente contendrá un caudal riquísimo de dicción familiar y muchas frases dignas de convertirse en proverbios, como han llegado a serlo [p. 175] gran parte de los amonestaments, incorporados desde antiguo en el folk-lore o saber popular del Principado.

La traducción francesa, que tuvo varias ediciones, prueba que la Disputa del Ase no estaba olvidada todavía en el siglo XVI, y que había salvado los límites de España. En algún tiempo sospeché que Nicolás Macchiavelli pudo inspirarse en ella para el capítulo octavo de su poema satírico Dell'asino d'oro, en cuyo capítulo octavo se introduce una disputa del puerco con el hombre, algo semejante a la de Turmeda con el asno, excepto en el final, que es mucho más pesimista y desesperado en Maquiavelo, puesto que el cerdo queda triunfante ponderando las delicias del hediondo cenagal en que se revuelve, y aventajándolas con mucho a la condición humana.

       E se alcono infra gli uomin ti parve
       Felice e lieto, non gli creder molto;
       Che' n questo fango più felice vivo
       Dove senza pensier mi bagno e volto.

Pero examinando más despacio el asunto, me parece que tal imitación es inverosímil, puesto que nada, en las obras del secretario de Florencia, revela conocimiento alguno de la literatura española en general ni de la catalana en particular. Lo que seguramente imitó Maquiavelo fué el diálogo de Ulises y Grilo, en Plutarco.

La literatura castellana del siglo XV nos ofrece un singular escritor, que, sin ser novelista ni haber cultivado el apólogo más que ocasionalmente, influyó como pocos en el desarrollo de la literatura novelesca, transformando el tipo de la prosa, sacándola de la abstracción y aridez didáctica, de que sólo don Juan Manuel, aunque por diverso camino, había acertado a librarse, vigorizando los lugares comunes de moral con la observación concreta y pintoresca de las costumbres, y derramando un tesoro de dicción popular en el cauce de la lengua culta. La lengua desarticulada y familiar, la lengua elíptica, expresiva y donairosa, la lengua de la conversación, la de la plaza y el mercado, entró por primera vez en el arte con una bizarría, con un desgarro, con una libertad de giros y movimientos que anuncian la proximidad del grande arte realista español. El instrumento estaba forjado: sólo faltaba [p. 176] que el autor de la Celestina se apoderase de él, creando a un tiempo el diálogo del teatro y de la novela. La obra del Arcipreste de Talavera fué de las más geniales que pueden darse; no tiene más precursor en Castilla que el Arcipreste de Hita, a quien algunas veces cita y en cuyo estudio parece empapado; [1] pero con ser tantas las analogías de humor entre ambos preclaros ingenios, resultando justificado el ingenioso dicho de don Tomás A. Sánchez: «Fué tan buen Arcipreste el de Talavera en prosa como el de Hita en verso», todavía establece entre ellos gran diferencia el fin de sus obras y el material artístico que emplearon. Se parecen, sin duda, en lo opulento y despilfarrado del vocabulario, en la riqueza de adagios y proverbios, de sentencias y retraheres, en la fuerza cómica y en la viveza plástica, en el vigoroso instinto con que sorprenden y aprisionan todo lo que hiere los ojos, todo lo que zumba en los oídos, el tumulto de la vida callejera y desbordada. La intensidad de la concepción poética, la fuerza creadora de personajes y escenas, la continua invención de felices detalles, la amplitud del cuadro y la variedad y complejidad de elementos y temas literarios es mucho mayor en el Arcipreste de Hita, que hizo obra de arte libre, y no obra que, en la intención a lo menos, debía ser de doctrina y reprensión moral como la del Arcipreste de Talavera. Pero la frase del Arcipreste de Hita, aunque parece que tiene alas, no llega a romper el duro caparazón de los tetrástrofos alejandrinos, al paso que la del Arcipreste de Talavera, suelta de toda traba, se dilata impetuosa por los campos del discurso vulgar, rompiendo lo mismo con la pausada y patriarcal manera de nuestros prosistas primitivos, atentos a la enseñanza más que al deleite, que con el intemperante y pedantesco latinismo de los que en la corte de don Juan II se empeñaron en remedar torpemente el hipérbaton latino. De este crudo y prematuro ensayo de [p. 177] Renacimiento ningún contagio llegó al Arcipreste de Talavera, por más que fuera hombre cultísimo y muy versado en los escritos de Petrarca y de Boccaccio. [1] Le salvaron su buen instinto y la directa y frecuente comunicación en que parece haber vivido con el pueblo. Mentira parece que las páginas de su Corvacho, tan frescas hoy como cuando nacieron, sean contemporáneas de los desconyuntamientos y tropelías con que estropearon y atormentaron nuestra sintaxis don Enrique de Villena y sus secuaces.

Si de algo peca el estilo del Arcipreste de Talavera es de falta de parsimonia, de exceso de abundancia y lozanía. Su vena es irrestañable, su imaginación ardiente y multicolor apura los tonos y matices; pero tanta acumulación de modos de decir, por chistosos y peregrinos que sean; tantas repeticiones de una misma idea, tantos refranes y palabras rimadas, pueden fatigar en una lectura seguida. Así y todo, ¿quién no le perdona de buen grado sus interminables enumeraciones, sus diálogos y monólogos sin término? ¿Quién no se deja arrastrar por aquel raudal de palabras vivas, que no son artificial trasunto de la realidad, sino la realidad misma trasladada sin expurgo ni selección a las hojas de un libro? Oíd las lamentaciones de una mujer a quien se le ha perdido su gallina:

«Item si una gallina pierden, van de casa en casa conturbando toda la vezindat. ¿Do mi gallina la rubia, de la calza bermeja, o la de la cresta partida, cenicienta escura, cuello de pavo, con la calza morada, ponedora de huevos? ¿Quién me la furtó? Furtada sea su vida. ¿Quién menos me fizo della? Menos se le tornen los dias de la vida. Mala landre, dolor de costado, rabia mortal comiese con ella; nunca otra coma; comida mala comiese, amen. ¡Ay, gallina mia, tan rubia. Un huevo me dabas tú cada dia; aojada te tenia el que te comió, asechándote estaba el traidor; desfecho le vea de su casa a quien me comió; comido le vea yo de perros ayna; cedo sea, veanlo mis ojos, e non se tarde. ¡Ay gallina mia gruesa como un ansaron, morisca, de los pies amarillos, crestibermeja, mas avia en ella que en dos otras que me quedaron! ¡Ay triste! Aun agora estaba aqui, agora salió por la puerta, agora salió tras el gallo por aquel tejado. El otro dia, triste de mi, [p. 178] desaventurada, que en ora mala nascí, cuytada, el gallo mio bueno cantador, que así salian dél pollos como del cielo estrellas, atapador de mis menguas, socorro de mis trabajos, que la casa nin bolsa, cuytada, él vivo, nunca vacía estaba. La de Guadalupe señora, a ti lo acomiendo; señora, non me desarnpares, ya triste de mí, que tres dias ha entre las manos me lo llevaron. ¡Jesús cuánto robo, cuánta sinrazón, cuánta injusticia, ¡Callad, amiga; por Dios; dexadme llorar, que yo sé qué perdí e qué pierdo hoy¡... Rayo del cielo mortal e pestilencia venga sobre tales personas espina o hueso comiendo se le atravesase en el garguero, que Sant Blas non le pusiese cobro... ¿O Señor, tanta paciencia e tantos males suifes; ya, por aquel que tu eres, consuela mis enojos, da lugar a mis angustias, synon rabiaré o me mataré o me tornaré mora!... Hoy una gallina e antier un gallo, yo veo bien mi duelo, aunque me lo callo. ¿Cómo te fiziste calvo? Pelo a pelillo el pelo levando. ¿Quién te fixo pobre, María? Perdiendo poco a poco lo poco que tenía... ¿Dónde estades, mozas? Mal dolor vos fiera... Pues corre en un punto, Juanilla, ve a casa de mi comadre, dile si vieron una gallina rubia de una calza bermeja. Marica, anda, ve a casa de mi vecina, verás si pasó allá la mi gallina rubia. Perico, ve en un salto al vicario del Arzobispo que te de una carta de descomunión, que muera maldito e descomulgado el traidor malo que me la comió; bien sé que me oye quien me la comió. Alonsillo, ven acá, para mientes e mira, que las plumas no se pueden esconder, que conocidas son. Comadre, vedes qué vida esta tan amarga, yuy, que agora la tenía ante mis ojos. Llámame, Juanillo, al pregonero que me la pregone por toda esta vecindad. Llámame a Trotaconventos, la vieja de mi prima, que venga e vaya de casa en casa buscando la rni gallina rubia. Maldita sea tal vida, maldita sea tal vecindad, que non es el hombre señor de tener una gallina, que aun no ha salido del umbral que luego non es arrebatada. Andémonos, pues, a juntar gallinas, que para esta que Dios aquí me puso cuantas por esta puerta entraren ese amor les faga que me fazen. ¡Ay gallina mía rubia, Y, ¿adónde estábades vos agora? Quien vos comió bien savía que vos quería yo bien, e por me enojar lo fizo. Enojos e pesares e amarguras le vengan por manera que mi ánima sea vengada. Amen. Señor, así lo cumple tú por aquel que tú eres; e de cuantos [p. 179] milagros has hecho en este mundo, faz agora éste porque sea sonado». [1]

Así hablan las mujeres del Arcipreste, y así hablaban sin duda las de Toledo y Talavera en su tiempo. Nadie antes que él había acertado a reproducir la locuacidad hiperbólica y exuberante, los vehementes apóstrofes, los revueltos y enmarañados giros en que se pierden las desatadas lenguas femeninas. Cuando a la gracia de los diálogos se junta el primor de las descripciones, que en el Arcipreste nunca están hechas por términos vagos sino concretos y eficazmente representativos, el efecto cómico es irresistible. Véase, por ejemplo, el cuadro de la salida a paseo de la mujer vanagloriosa y lozana.

[p. 180] «Dice la fija a la madre, la mujer al marido, la hermana a su hermano, la prima a su primo, la amiga a su amigo: ¡Ay, como estó enojada, dueleme la cabeza, sientome de todo el cuerpo; el estomago tengo destemprado estando entre estas paredes; quiero ir a los perdones, quiero ir a San Francisco, quiero ir a misa a Santo Domingo; representacion facen de la Pasion al Carmen; vamos a ver el monesterio de Sant Agustin. ¡O qué fermoso monesterio! Pues pasemos por la Trenidad a ver el casco de Sant Blas; vamos a Santa María; veamos como se pasean aquellos gordos ricos e bien vestidos; vamos a Santa María de la Merced, oiremos el sermon... E lo peor que algunas non tienen arreos con que salgan, nin mujeres nin mozas con que vayan, e dizen: Marica, veme a casa de mi prima que me preste su saya de grana. Juanilla, veme a casa de mi hermana que me preste su aljuba, la verde, la de Florencia. Inesica, veme a casa de mi comadre que me preste su crespina e aun el almanaca. Catalinilla, ve a casa de mi vecina que me preste su cinta e sus arracadas de oro. Francisquilla, ves a casa de mi señora la de Fulano, que me preste sus paternostres de oro. Teresuela, ve en un punto a mi sobrina que me preste su pordemas el de martas forrado. Mencingüela, corre en un salto a los alatares o a los mercaderes, traeme soliman e dos oncillas cinamomo, o clavo de girofre para levar en la boca... E sy a caballo quieren ir, la mula prestada, mozo que le lieve la falda, dos o tres, o cuatro hombres de pie en torno della que la guarden non caiga, e ellos por el lodo fasta la rodilla e muertos de frio, o sudando en verano, como puercos, de cansancio, trotando tras su mula a par della e teniendola, e ella faciendo desgaires como se acuesta e que se lleguen a tenella, la mano al uno en el hombro e la otra mano en la cabeça del otro; sus brazos e alas abiertos como clueca que quiere volar; levantandose en la silla a do ve que la miran; faciendo de la boca gestos doloriosos, quexandose a veces, doliendose a ratos, diziendo: Avad, que me caigo; ¡yuy qué mala silla, yuy qué mala mula! el paso lieva alto, toda vó quebrantada, trota e non ambla; dueleme la mano de dar sofrenadas; cuitada; molida me lieva toda, ¡qué será de mí! E va faciendo plant como de Magdalena. E si algun escudero le lieva de la rienda e hay gente que la miren, dice: ¡ay amigos, adobadme esas faldas, enderesçadme este estribo; yuy, que la silla [p. 181] se tuerce; e esto a fin que esten allí un poquito con ella e que sea mirada». [1]

Salvo algunos textos históricos, cuya excelencia es de otra índole, no hay prosa del siglo XV que ni remotamente pueda compararse con la sabrosa y castiza prosa del Corbacho. Castiza he dicho con toda intención, porque en sus buenos trozos no hay vestigio alguno de imitación literaria, sino impresión directa de la realidad castellana. Es el primer libro español en prosa picaresca: la Celestina y el Lazarillo de Tormes están en germen en él.

El Bachiller Alfonso Martínez de Toledo (que tal era el nombre del Arcipreste) [2] se propuso ser moralista, y realmente el primer libro de su tratado es un largo sermón contra la lujuria, inspirado al parecer en un opúsculo de Gersón sobre el amor de Dios y la reprobación del amor mundano. [3] Pero en la segunda parte, dedicada toda a tratar de los vicios, tachas y malas artes y [p. 182] condiciones de las mujeres, no es más que un satírico mundano, entre cáustico y festivo, que aparenta más indignación de la que siente, se divierte y regocija con lo mismo que censura, y demuestra tal conocimiento de la materia, tan rara pericia en las artes indumentarias y cosméticas, que él mismo llega a recelar que parezca excesiva y pueda ser materia de escándalo y aun de mala enseñanza para las mujeres: «Non lo digo porque lo fagan, que de aqui non lo aprenderan si de otra parte non lo saben, por bien que aqui lo lean; mas dígolo porque sepan que se saben sus secretos e poridades.». Pero ciertamente, que ni el más consumado arbiter elegantiarum del tiempo de don Álvaro de Luna supo tanto de atavíos y afeites mujeriles como manifiesta saber el capellán de don Juan II, ni hay documento alguno tan importante como su libro para juzgar del extremo a que habían llegado el lujo y las artes del deleite en el siglo XV. La extraordinaria opulencia del vocabulario del Arcipreste de Talavera nunca se explaya más a gusto que en estas descripciones de trajes y modas:

«¡Yuy, y cómo iba Fulana el domingo de Pascua arreada, buenos paños de escarlata con forraduras de martas finas, saya de florentin con cortapisa de veros trepada de un palmo, faldas de diez palmos rastrando forradas de camocan, un pordemas forrado de martas cebellinas con el collar lanzado fasta medias espaldas, las mangas de brocado, los paternostres de oro de doce en la onza, almanaca de aljofar, de ciento eran los granos, arracadas de oro que pueblan todo el cuello, crespina de filetes de flor de azucena con mucha argentería, la vista me quitaba. Un partidor tan esmerado e tan rico que es de flor de canela de filo de oro fino con mucha perlería, los moños con temblantes de oro e de partido cambray, todo trae trepado de foja de figuera, argentería mucha colgada de lunetas e lenguas de páxaro e retronchetes e con randas muy ricas; demas un todo seda con que cubría su cara, que parescía a la Reina Sabba por mostrarse mas fermosa; axorcas de alambar engastonadas en oro, sortijas diez o doce, donde hay dos diamantes, un zafir, dos esmeraldas, luas forradas de martas para dar con el aliento luzor en la su cara e revenir los afeytes. Reluzía como un espada con aquel agua destilada, un texillo de seda con tachones de oro, el cabo esmerado con la hebilla de luna muy lindamente obrada, chapines de un xeme poco menos en alto [p. 183] pintados de brocado, seis mujeres con ella, moza para la falda, moscadero de pavón, todo algaliado, safumada, almizclada, las cejas algaliadas, reluciendo como espada. Piénsase Mari Menga que ella se lo meresce. [1]

Pero esta es la parte exterior y pomposa del arreo femenil. La penetrante y algo indiscreta curiosidad del Arcipreste nos revela cosas mucho más íntimas; se complace en descerrajar y abrir los cofres y arcas de las mujeres, y nos pone de manifiesto todas sus baratijas de tocador, sin perdonar detalle ninguno sobre sus más recónditos usos: «Espejo, alcofolera, peyne, esponja con la goma para asentar cabello, partidor de marfil, tenazuelas de plata para algund pelillo quitar si se demostrare, espejo de alfinde para apurar el rostro... Pero después de todo esto comienzan a entrar por los unguentos, ampolletas, potecillos, salseruelas donde tienen las aguas para afeytar, unas para estirar el cuero, otras destiladas para relumbrar, tuétanos de ciervo e de vaca e carnero; destilan el agua por cáñamo crudo e ceniza de sarmientos, e la reñonada (de ciervo) retida al fuego echanla en ello cuando face muy recio sol, meneandolo nueve veces al dia una hora fasta que se congela e se faze xabon que dicen napoletano. Mezclan en ello almisque e algalia e clavo de girotre remojados dos dias en agua de azahar, o flor de azahar con ella mezclado, para untar las manos que se tornen blancas como seda. Aguas tienen destiladas para estirar el cuero de los pechos e manos a las que se les facen rugas; el agua tercera, que sacan del soliman de la piedra de plata, fecha con el agua de mayo, molida la piedra nueve veces e diez con saliva ayuna, con azogue muy poco despues cocho que mengue la tercia parte, fazen las malditas una agua muy fuerte que non es para screvir, tanto es fuerte; la de la segunda cochura es para los cueros de la cara mudar; la tercera para estirar las rugas de los pechos e de la cara. Fazen más agua de blanco de huevos cochos estilada con mirra, cánfora, angelores, trementina con tres aguas purificada e bien lavada que torna como la nieve blanca. Rayces de lirios blancos, borax fino; de todo esto fazen agua destilada con que reluzen como espada, e de las yemas cochas de los huevos azeyte para las manos...

[p. 184] »Todas estas cosas fallareys en los cofres de las mujeres: Horas de Santa María, syete salmos, estorias de santos, salterio en romance, nin verle del ojo; pero canciones, decires, coplas, cartas de enamorados e muchas otras locuras, esto si; cuentas, corales, aljofar enfilado, collares de oro e de medio partido e de finas piedras acompañado, cabelleras, azerafes, rollos de cabellos para la cabeza, e demas aun azeytes de pepitas o de alfolvas, mezclando simiente de niesplas para ablandar las manos, almisque algalia para cejas e sobacos, alambar confacionado para los baños, que suso dixe, para ablandar las carnes, cinamomo, davos de girofre para la boca. Destas e otras infinidas cosas fallarás sus arcas e cofres atestados, que seyendo bien desplegado, una gruesa tienda se pararia sin vergüenza.» [1]

Basta con las muestras transcritas para estimar en su justo precio el talento dramático y el talento descriptivo del Arcipreste de Talavera, sin que haya encarecimiento alguno en estimar su libro como la mejor pintura de costumbres anterior a la época clásica. Con menos garbo y desenvoltura están escritos los cuentos bastante numerosos con que sazona su libro, tomados algunos de ellos de la Disciplina Clericalis, de Calila y Dimna, del Sendebar, y vulgarísimos casi todos en la rica galería de las astucias y malicias femeninas, sin que falten por de contado el de la mujer encerrada que sirve de argumento a la farsa de Moliere, Georges Dandin, ni el del tonel, que aquí es un caldero, ni el de tijeretas han de ser, ni el de la otra mujer porfiada que disputaba sobre si el pájaro era tordo o tordillo, hasta que su marido la dejó manca de un garrotazo. El Arcipreste relata todos estos cuentos de un modo algo seco y por decirlo así esquemático, dejándolos reducidos a sus elementos simplicísimos. Ninguno de ellos puede ni remotamente compararse con los de don Juan Manuel. Aun sus propios recuerdos personales, los terroríficos excesos y crímenes de mujeres que dice haber presenciado en Barcelona, Tortosa y otras partes de Cataluña, donde al parecer residió algún tiempo, están medianamente contados y no pueden figurar entre las buenas páginas de su libro. Indudablemente sus facultades de narrador eran inferiores a las que tenía como pintor de costumbres. Sabía [p. 185] trazar un cuadro satírico, pero no combinar el plan de una fábula por sencilla que fuese.

Débilmente enlazadas con el propósito general del libro están las partes tercera y cuarta, en que respectivamente se discurre sobre las complisiones de los hombres y la disposición que tienen para amar o ser amados, y se impugna, sin venir muy a cuento, la creencia vulgar en hados, fortuna, horas menguadas, signos y planetas. El interés literario de estas partes es menor también; pero en la viva y pintoresca descripción de los temperamentos y en el curiosísimo pasaje que enumera las trapacerías y embustes de los hipócritas llamados begardos y fratricellos, volvemos a encontrar al maligno observador y al ardiente y vigoroso satírico.

Todavía no hemos dado el verdadero título de la obra heterogénea y abigarrada del Arcipreste, y es porque en realidad no le tiene. El autor, por una de sus genialidades, no quiso ponérsele:

«Sin bautismo sea por nombre llamado Arcipreste de Talavera donde quier que fuere levado». A pesar de tan terminante declaración, los impresores le rotularon cada cual a su manera. «El Arcipreste de Talavera que fabla de los vicios de las malas mujeres et complexiones de los hombres»; «Tratado contra la mujeres que con poco saber, mezclado con malicia, dicen e facen cosas non debidas»; «Reprobación del loco amor»; «Compendio breve y muy provechoso para informacion de los que no tienen experiencia de los males y daños que causan las malas mujeres»; y finalmente, Corbacho, que fué el título que prevaleció, sin duda por más breve, aunque puede inducir a error sobre el origen y carácter del libro de Alfonso Martínez, amenguando su indisputable originalidad.

Generalmente, se le clasifica en el grupo numeroso de libros compuestos durante el siglo XV, ya en loor, ya en vituperio del sexo femenino, inspirados todos evidentemente por dos muy distintas producciones de Juan Boccaccio, que en las postrimerías de la Edad Media era muy leído en todas sus obras latinas y vulgares, y no solamente en el Decameron, como ahora acontece. Estos dos libros son Il Corbaccio o Laberinto d'Amore, sátira ferocísima, o más bien libelo grosero contra todas las mujeres para vengarse de las esquiveces de una sola, y el tratado De claris mulieribus, primera colección de biografías exclusivamente femeninas que registra la historia literaria. Tan extremado es en este segundo libro [p. 186] el encomio (aunque mezclado no rara vez con alguna insinuación satírica) como extremada fué la denigración en el primero. Uno y otro tratado, recibidos con grande aplauso en Castilla, alcanzaron imitadores entre los ingenios de la brillante corte literaria de don Juan II, dividiéndolos en opuestos bandos.

Pero basta comparar cualquiera de estos libros con la Reprobación del amor mundano para comprender que pertenece a otra escuela y a un género muy diverso. Tómese, por ejemplo, el Triumpho de las donas, de Juan Rodríguez del Padrón, escrito con el deliberado propósito de refutar «el maldiciente et vituperoso Corbacho, del non menos lleno de vicios que de años Boccaccio», y se verá que, salvo un curioso pasaje sobre las modas afeminadas de los galancetes de su tiempo, aparta los ojos de la realidad contemporánea para probar en forma escolástica, y nada menos que con cincuenta razones y grande aparato de autoridades divinas, naturales y humanas, la mayor excelencia de la mujer sobre el hombre. Otros apologistas del sexo femenino acuden al arsenal de los ejemplos históricos, como lo hace Mosén Diego de Valera en su Defensa de virtuosas mujeres, y más metódicamente don Álvaro de Luna, en su Libro de las virtuosas e claras mujeres, donde por un escrúpulo de inoportuna galantería nada quiso decir de sus contemporáneas, prefiriendo discurrir en elegante prosa acerca de las mujeres del antiguo Testamento, las santas del Martirologio y las heroínas de las edades clásicas de Grecia y Roma. El Arcipreste de Talavera nada tiene que ver con estas apologías y polémicas. En realidad tampoco es un escritor misogino; su libro, en el propósito a lo menos, no debía ser una invectiva contra las mujeres, sino un preservativo contra las locuras del amor mundano. Digo que esto debía ser; pero no afirmo que esto sea, porque la condición picaresca y maleante del Arcipreste, la cínica libertad con que escribió y el desenfado con que se burla de sí propio y de los demás, echan a perder de continuo todo el fruto de sus pláticas y exhortaciones, y hasta nos hacen dudar de la sinceridad de su celo por las buenas costumbres. Parece que encuentra más curioso y divertido el espectáculo de las malas. Ya receló él que muchos capítulos parecerían poco serios, como ahora suele decirse: «Consejuelas de viejas, patrañas o romances, e algunos entendidos, reputarlo han a fablillas e que non era libro para la [p. 187] plaza».¿Qué pensar, por ejemplo, del extraño epílogo, donde después de referir un sueño en que se le aparecen las mujeres para vengarse de él, martirizándole con «golpes de ruecas e chapines, puñadas e remesones», acaba por pedirlas perdón, y cierra el volumen con esta nota de picante humorismo: «Dios lo sabe, que quisiera tener cabe mí compañía para me consolar. ¡Guay del que duerme solo!... ¡Guay del cuitado que siempre solo duerme con dolor de axaqueca, e en su casa rueca nunca entra todo el año: este es el peor daño.» [1] ¡Digno remate para un libro de filosofía moral!

Por su temperamento literario, el Arcipreste no podía menos de gustar de las obras de Juan Boccaccio, y en efecto le cita varias veces y hasta le traduce en el largo debate entre la Fortuna y la Pobreza, que ocupa buen espacio en la parte cuarta de la obra del Bachiller Martínez. [2] También le menciona al tratar de los afeites femeniles, aunque se precia, y con razón, de haber profundizado la materia mucho más que él: «E aun desto fabló Juan Boccaccio de los arreos de las mugeres e de sus tachas e cómo las encubren, no tan largamente.» Pero comparados entre sí el Corbacho italiano y el castellano, no se advierte entre ellos más que una semejanza vaga y genérica, a lo sumo cierto aire de familia. Boccaccio emplea la forma alegórica, evoca el espectro del marido de la dama que le había desdeñado y le hace prorrumpir en una odiosa y repugnante invectiva contra su consorte, siendo esta venganza particular el principal objeto del libro. La sátira del Arcipreste es mucho más general y desinteresada, y por lo mismo más amena, regocijada y chistosa: emplea la forma directa, sin mezcla de visiones ni alegorías. «El Corbaccio del novelista de Certaldo (según [p. 188] acaba de escribir un crítico italiano) parte de un hecho individual; expone con profundo análisis psicológico una batalla interna de amor, es un libro de sentimiento que no ha prestado absolutamente nada a la obra de Alfonso Martínez. Lo único que puede ser materia de comparación, es decir, la sustancia de las acusaciones contra las mujeres, se deriva en el uno y en el otro del fondo común de la Edad Media.» [1] Tampoco hay relación ninguna directa entre los dos Corbachos y la sátira valenciana de Jaime Roig contra las mujeres (Libre de les dones), que si tiene algún modelo conocido es el poemita latino de Matheolus. [Cf. Ad. vol. II.]

Quizá más que Boccacio influyó en la parte doctrinal de la Reprobación del amor mundano el enciclopédico escritor catalán Fr. Francisco Eximenis. No puede dudarse que el Arcipreste de Talavera conocía su Libro de las Donas, puesto que el códice de tal obra existente en El Escorial fué de su propiedad y en él estampó su firma, aunque en fecha posterior a la de la composición del Corvacho. [2] Pero esto no es obstáculo para que le hubiese leído antes en otro ejemplar, y realmente es notable la semejanza en algunos pasajes, como el que citó Amador de Los Ríos acerca de las galas de las mujeres. [3]

Tales consideraciones en nada menoscaban el arranque genial de la obra del Arcipreste de Talavera. Es el único moralista [p. 189] satírico, el único prosista popular, el único pintor de costumbres domésticas en tiempo de don Juan II. Su libro, inapreciable para la historia, es además un monumento de la lengua. Le faltó arte de composición, le faltó sobriedad y gusto, pero tuvo en alto grado el instinto dramático, la sensación intensa de la vida, y adivinó el ritmo del diálogo. El Bachiller Fernando de Rojas fué discípulo suyo, no hay duda de ello; puede decirse que la imitación comienza desde las primeras escenas de la inmortal tragicomedia. La descripción que Pármeno hace de la casa, ajuar y laboratorio de Celestina parece un fragmento del Corbacho. Cuando Sempronio quiere persuadir a su amo de la perversidad de las mujeres y de los peligros del amor, no hace sino glosar los conceptos y repetir las citas del Arcipreste. En el uno como en el otro, para probar cómo los letrados pierden el saber por amar, se alegan los ejemplos de David, Salomón, Aristóteles y Virgilio el Mago. [1] El Corbacho es el único antecedente digno de tenerse en cuenta para [p. 190] explicarnos de algún modo la perfección de la prosa de la Celestina. Hay un punto, sobre todo, en que no puede dudarse que Alfonso Martínez precedió a Fernando de Rojas y es en la feliz aplicación de los refranes y proverbios que tan exquisito sabor castizo y sentencioso comunican a la prosa de la tragicomedia de Calixto y Melibea, como luego a los diálogos del Quijote.

Puede decirse que el Arcipreste de Talavera, a la vez que abrió las puertas de un arte nuevo, enterró el antiguo género didáctico-simbólico. Raras veces aparece durante el siglo XV, y nunca puro: se combina con elementos caballerescos y acaso con la novelística [p. 191] italiana en el extraño mosaico de El Caballero Cifar, de que hablaremos luego; entra como elemento accidental en algunos libros morales, como los Castigos et doctrinas de un sabio a sus fijas; [1] pero las pocas ficciones morales y políticas que en la segunda mitad de aquel siglo pueden encontrarse, tienen ya carácter marcadamente clásico, y denuncian la acción eficaz de otros modelos muy diversos de las colecciones orientales.

Tal acontece, por ejemplo, con dos opúculos del cronista Alfonso de Palencia, uno de los primeros obreros del Renacimiento en España, traductor de Plutarco y de Josefo, historiador más sañudo que elegante de las cosas de su tiempo, autor del primer vocabulario latino-hispano que vió Castilla, oscurecido muy pronto por el de Antonio de Nebrija; varón, en suma, cuyos conatos fueron útiles, y que contribuyó en gran manera a ensanchar los dominios de la lengua patria y a darla majestad y nervio. Tales cualidades son las que principalmente recomiendan su novelita alegórica Batalla campal de los perros y lobos y su Tratado de la perfección del triunfo militar. Con decir que estas obrillas fueron compuestas primeramente en latín y traídas luego por su autor a nuestro romance, como ejecutó con otras suyas, puede sospecharse ya que se trata de ejercicios de estilo, sospecha que se confirma con la declaración del propio Palencia, que dice haberlas compuesto para «experimentar por estas fablillas cuánto valdría mi péñola en la historial composición de los hechos de España». No sin fundamento se ha sospechado, y el autor mismo parece insinuarlo, que es la Batalla campal una sátira política disfrazada. Si algo hay de esto, hemos perdido la clave; de todos modos, no puede referirse al período más turbulento del reinado de Enrique IV, puesto que fué compuesta muy a los principios de él en 1457, cuando la guerra civil no había estallado ni era de temer aún. Leída sin prevención, la Batalla de los lobos es un grande apólogo, que, por su generalidad, puede aplicarse a cualquier batalla y contienda humana, y que da pretexto al autor para ejercitar la pluma [p. 192] en describir consejos militares, ardides y astucias de guerra, y poner pulidas arengas en boca de los animales, adiestrándose así para la narración histórica que iba a emprender en sus Décadas. Creemos que el valiente lobo Harpaleo, el rey Antarton y su esposa Lecada; el fuerte Halipa, capitán de los perros, y los demás personajes de esta fábula, no encierran misterio alguno en sus hechos ni en sus dichos. La raposa (Calidina) interviene en el libro como embajadora y va a notificar la guerra a los perros como faraute; pero no parece de la misma casta que la diabólica zorra de los poemas franceses, y es asimismo independiente de la tradición del Calila y Dimna seguida por Ramón Lull. Los elementos que combina Alonso de Palencia pertenecen todos a la fábula esópica, y quizá tuvo presente también la Batracomiomaquia, que cita al principio: «Fizo lo semeiante el muy artificioso y muy grande Homero, sabidor en todas las artes, el cual antes que començase escribir la Iliada, muy fondo piélago de grandes y maravillosas batallas, compuso la guerra de las ranas y mures, sin dubda contienda entre animales viles, mas no con vil péñola escrita. E yo, cobdiciando seguir, o muy valeroso varón (su amigo Alfonso de Herrera, a quien dedica el tratado), el camino y doctrina de tan gran cabdiIlo, antes que pusiese la péñola en escribir los fechos de España, quise someter a tu sabia enmienda lo que sobre la guerra cruel entre los lobos y perros habida compuse.»

A esta novelita de animales siguió dos años después (1459) otra fablilla más importante por algunas curiosidades históricas que contiene y también por ser uno de los más antiguos ejemplares de la literatura militar española, que tanto había de florecer en la centuria décimasexta. Partiendo del principio de que los españoles brillan más por el valor que por la disciplina, y son «más aptos para exercitar las armas que sometidos a orden y obediencia, de donde proceden muchos inestimables daños e quizá menguas», personifica la milicia española en un mancebo llamado Exercicio, que va a buscar la enseñanza y la perfección del triunfo en Italia, y acaba por asistir en Nápoles a la gloriosa entrada de Alfonso V de Aragón (disfrazado con el nombre de Gloridoneo) en 26 de febrero de 1443. El libro, a pesar de la frialdad que pudiera recelarse de la continua presencia de figuras alegóricas, tales como la Discreción, la Prudencia, la Obediencia y el mismo Triunfo, es de [p. 193] amena y fácil lectura, y tiene todo el interés de un viaje por comarcas que el mismo Alonso de Palencia había recorrido y cuyas costumbres había observado sagazmente. Notable es bajo este aspecto la descripción de Barcelona, que «resplandece por un increíble aparato sobre las otras cibdades de España», aunque se encontraba entonces en cierta decadencia comercial, y un ciudadano le dijo que retenía solamente una faz afitada de lo que había sido. Así y todo, comparándola con la anarquía y postración de Castilla, no puede contener su entusiasmo y exclama: «Oh buen Dios, yo agora miro una çibdad situada en una secura, y en medio de la esterilidad es muy abundosa, y veo los cibdadanos vencedores sin tener natural apareio, y el pueblo poseedor de toda mundanal bienandanza por sola industria. Por cierto estos varones consiguen los galardones de la virtud, los cuales, por ser bien condicionados, poseen en sus casas riquezas; y por el mundo, fasta más léxos que las riberas del mar asiático, han extendido su nombre con honra, y con todo no píensan agora vevir sin culpa, mas afirman que su república es enconada de crímines. La semeiante criminacion procede de una sed de bien administrar; mas nosotros, demonios muy oscuros, demandamos guirlanda de loor viviendo en espesura de aire corrompido, y porfiamos perder todas las cosas que nos dio complideras la natura piadosa, desdeñando los enxemplos de los antepasados y aviendo por escarnio lo que es manifiesto. Et por ende siguiendo este camino, me ha causado una cierta mexcla de cuyta y de alegría, ca tanto se me representa la oscuridad de los nuestros cuanto me deleyta mirar el resplandor de los otros.» [1] Esta imparcial y generosa apreciación de los catalanes por uno de los castellanos más ilustres del siglo XV, es sin duda página histórica digna de recogerse, y muy propia del experto político que tan eficazmente trabajó después en la feliz unión de las dos coronas y en la regeneración política de Castilla bajo el cetro de los Reyes Católicos.

Prosiguiendo el Exercicio su viaje llega a París, donde queda encantado de la alegría y cordialidad de los franceses, describiendo su oficiosa y zalamera hospitalidad con vivísimos colores que parecen robados a la paleta del Arcipreste de Talavera. La misma [p. 194] rapidez en el diálogo, la misma fuerza expresiva en las palabras del huésped: «Sa, sa, Colin, Guillaume, Jacotin, fiebre cuartana te pueda luego matar. Gullaume, perezoso, tragón, piélago de vino, ¿por qué no corres? toma la rienda, ves aquí el caballo del señor. Vos, familiares embriagos, ¿por qué no levais dentro las cabalgaduras destos caballeros? El rodado ponedlo a la man derecha del establo porque es rifador, y el morzillo ponlo do quisieres, estará quedo. Tú, bestia campesina, ¿por qué no traes del vino? Trae, trae de aquel vino plazible, ¿sabes cuál digo? el colorado; lava prestamente los vasos; vé tú, trae lardo a la cocina, por cierto rancioso es... Veyste aquí los capones, veyste aquí las perdices, aquí tienes los palominos caseros muy gruesos, carnero castrado, ternera, y las tripas dél aparéialas con gran diligencia muy presto... ya el tiempo del yantar requiere la diligencia de los muy buenos familios (?); veys aquí especias. O señores, ¿sabe bien el vino? razonable creo que es. Trae, Colin, de aquello que a ninguno he mostrado, ¿sabes? en la cubilla, ya me entiendes, en la pequeña, que está a la man derecha de la bodega; grueso es, o mis señores, grueso, amable, sin dubda su nombre es amable, no burlo; esto es. Ves aquí otro más delicado, de lo que más quisierdes mientras se apareia el maniar. O rosa bela, tú, Rogier, lieva el tenor; Jaques, guarda la contra, y yo lievo la voz del canto, o rosa bela... yo bebo a vus, o alegre caballero de España.» [1]

De Francia pasa el Exercicio a Lombardía y Toscana, y le sorprenden las maravillas del arte del Renacimiento, alegóricamente compendiadas en el palacio que la Discreción tenía a la falda del Apenino, morada no sólo de recreación, sino que contenía además estudios de diversas disciplinas. Florencia, Siena, Perusa y Rímini son etapas de su camino. Los despedazados restos de la grandeza romana mueven a admiración y duelo su alma de humanista. «Iba quasi fuera de su sentido por las carreras, afeadas por miserable caida, en las cuales daban no pequeño empacho a los viandantes los pedazos rotos de muy grandes colunas y montones que de una parte y de otra estaban fechos de muros destroydos. Ya llegó delante del Capitolio, donde no vió, segund se falló escripto , aquella maiestad de la antigüedad y dignidad del [p. 195] señorio. Mas lo que había aun remanescido de las probrezas caidas se podia juzgar cuerpo de edificio muerto y afeado con llagas.. ». [1]

No nos detendremos en la parte militar del libro; baste decir que el autor tenía puestos los ojos en la legión romana, como era de esperar de sus estudios y aficiones, y aunque extraño al ejercicio de las armas, obedecía a aquel grande impulso que en los albores de la Edad Moderna iba a transformar el arte de la guerra con el ejemplo vivo de las campañas del Gran Capitán y con los preceptos de Maquiavelo.

Salvo algún ligero resabio de afectación retórica, el Tratado de la perfección del triunfo militar es uno de los libros mejor escritos del siglo XV. Alonso de Palencia vacía su frase en el molde latino; pero no desatentadamente y sin gusto, como lo habían hecho el traductor del Omero romanzado y el autor de los Trabajos de Hércules, sino con cabal conocimiento de ambas lenguas y con el tino suficiente para no romper a tontas y a locas el organismo gramatical de la nuestra. Educado por el obispo don Alonso de Cartagena, que conservó cierta sobriedad en el latinismo, y familiarizado luego en Italia con la cultura clásica de primera mano, discípulo de Jorge de Trebisonda y familiar del cardenal Bessarión, llegó a adquirir una idea noble y alta del estilo, y si en sus obras latinas no llegó a realizarla, no fueron infelices sus conatos para imprimir en la lengua nativa un sello grave y majestuoso, una especie de dignidad romana, bastante bien sostenida. Y como al mismo tiempo era hombre de lozana fantasía, venció con talento las dificultades del género alegórico, amenizando sus razonamientos, que se deslizan con suave corriente y largos rodeos, a estilo ciceroniano. Páginas hay en el Triunfo y en la Batalla de los lobos y perros dignas de cualquier prosista clásico del tiempo del emperador Carlos V. Los Olivas, los Guevaras, los Valdés, tienen en él un precursor muy digno, aunque con las imperfecciones anejas al primer ensayo. [2]

[p. 196] Anterior a los opúsculos de Alonso de Palencia, es la Visión delectable de la filosofía y artes liberales, compuesta por el Bachiller Alfonso de la Torre para instrucción del príncipe de Viana; pero creemos que esta obra, una de las más notables que produjo el ingenio español en el siglo XV, no entra en el cuadro de la novela, aunque ofrezca cierta composición artística, del mismo modo que no se incluyen en la historia de la novela latina el libro de Marciano Capella, De nuptiis Mercurii et Philologiae, ni el De consolatione de Boecio, que parecen ser los dos modelos que el bachiller La Torre tuvo presentes. Su obra es una enciclopedia de carácter primordialmente científico, por más que se desarrolle en forma de coloquios entre la Verdad, la Razón, el Entendimiento, la Sabiduría y la Naturaleza, y aparezcan personificadas todas las virtudes y todas las artes liberales. El fin didáctico se sobrepone al estético, y la obra entera merece figurar en los anales de la filosofía española más bien que en los de la ficción recreativa. Como texto de lengua científica, no tiene rival dentro del siglo XV; la grandeza sintética de la concepción infunde respeto; algunos trozos son de altísima elocuencia, y la novedad y atrevimiento de algunas de sus ideas merecen consideración atenta, que en lugar más oportuno pensamos dedicarlas. [1]

Tampoco creemos que debe incluirse entre las novelas, sino entre los diálogos político-morales, el impropiamente llamado Libro de los pensamientos variables , [2] que su autor, de quien sólo sabemos, por lo que él dice, que era «un pobre castellano con [p. 197] algo de portugués», dedicó a la Reina Católica con el loable fin de poner a sus ojos la opresión y servidumbre en que yacían los villanos y campesinos y excitar su celo justiciero contra los tiranos y robadores que habían estragado a Castilla en el infeliz reinado de Enrique IV. Valiéndose el anónimo escritor de una ficción que recuerda otras de los cuentos orientales e italianos, y que andando el tiempo inspiró a Lope de Vega su bellísima comedia El villano en su rincón, imitada en todos los teatros del mundo, presentaba a un rey perdido en la caza, que se encuentra con un rústico, de cuyos labios oye durísimas verdades. Es notable el atrevimiento de las ideas de este diálogo, que llega hasta discutir, por boca del rústico, el fundamento del derecho de propiedad y predicar una especie de colectivismo anárquico. «Los hombres, en este mísero mundo venidos todos, fueron igualmente señores de lo que Dios, antes de su formación, para ellos había criado, e desta manera, si honestamente dezir se puede, gran enemiga debemos haber e tener los tales como yo con los altos varones, pues forzosamente, habiéndose usurpado el señorio, nos han hecho siervos. E puesto que su magestad diga que aquesta larga e gran costumbre es ya vuelta en naturaleza, sepa que por aquellas leyes por donde lo dicho se principió, querríamos el contrario rehacer, porque toda cosa que con fuerza se haze, con fuerza deshazer se tiene.» Verdad es que en la controversia con el Rey se templan mucho estas proposiciones, viniendo a parar todo en una inofensiva declamación contra las vejaciones y tropelías de que era víctima la clase labradora y contra el insolente lujo de los cortesanos. Puede creerse que el Rústico interlocutor de este diálogo sirvió de modelo para el Villano del Danubio, a quien hizo prorrumpir Fr. Antonio de Guevara en tan vehementes invectivas contra la tiranía del Imperio Romano.

Ignoramos el actual paradero de cierta novela alegórico-política, al parecer extensa y dividida en doce libros, compuesta en 1516 por autor anónimo, con el título de Regimiento de Príncipes o gobierno del rey Prudenciano en el reino de la Verdad. [1] De este libro, [p. 198] dedicado al futuro Emperador Carlos V, sólo conocemos el curriosísimo pasaje relativo a la Inquisición, que publicó Llorente en los apéndices de su Historia [1] y que tiene trazas de estar muy modernizado en el lenguaje. Traslúcese que el autor era cristiano nuevo, y aunque no ataca de frente el Santo Oficio, pone de manifiesto sus abusos y propone algunas reformas e innovaciones para asimilar sus procedimientos a los de los tribunales ordinarios.

La tradición de esta clase de libros de político recreativa y de enseñanza de príncipes no se interrumpió durante el siglo XVI, pero cada vez se hizo más fuerte en ellos la influencia clásica quedando enteramente anulada la oriental. Tal acontece en el Marco Aurelio del obispo Guevara, visiblemente imitado de la Cyropedia de Xenofonte. Pero como el Relox de Príncipes, además de su intención pedagógica, tiene caracteres de novela histórica, reservamos para más adelante el dar razón de su contenido.

Notas

[p. 115]. [1] . Esta fecha consta al principio del libro mismo.» EI qual libro fizo e acabó el noble rey el año que ganó a Tarifa.»

El Libro de los Castigos fué publicado por don Pascual de Gayangos en el tomo de Escritores en prosa anteriores al siglo XV.

 

[p. 117]. [1] . Arbol de la Ciencia, de el iluminado Maestro Raymundo Lulio. Nuevamente traducido y explicado por el teniente de Maestro de Campo general D. Alonso de Zepeda y Andrada... En Bruselas, por Francisco Foppens... año 1663, pp. 323-378. Arbol Exemplifical o de Exemplos.

 

[p. 118]. [1] . El texto catalán, inédito hasta ahora, puede leerse en el tomo I de la excelente edición de las Obras de Ramón Lull.. textos originales, publicados e ilustrados con notas y variantes por don Jerónimo Roselló: Prólogo y Glosario del Dr. M. Obrador y Bennasar (Palma de Mallorca, 1901). El original árabe existía todavía a fines del siglo XV, según resulta de los documentos relativos a la escuela luliana de Barcelona, que ha publicado don Francisco de Bofarull (Barcelona, 1896).

[p. 118]. [2] . La traducción francesa del siglo XIV fué publicada en 1831 por Reinaud y Francisco Michel, al fin del Roman de Mahomet. La existencia de la hebrea consta por la nota final de la francesa. La latina (Liber de gentili et tribus sapientibus) está en el tomo II de la grande edición maguntina dirigida por Ivo Salzinger (1722). De la castellana se conservan dos códices: uno en la Biblioteca Nacional y otro en el Museo Británico. «Este libro sacó e trasladó de lenguaje catalan en lenguaje castellano, en la cibdat de Valencia, del señorio del Rey de Aragon, Gonzalo Sanchez de Useda, natural de la cibdad de Cordova, de los Regnos de Castilla. Acabólo de escrevir lunes XXIX dias del mes de março de la era de mil e quatrocientos e dies e seys años (de C. 1378)».

[p. 119]. [1] . «Seguint la manera del libre arabich del Gentil», es la frase, harto concisa, que emplea Lulio. Puede aludir a la primera redacción que hizo de su libro en árabe; pero no por estas palabras, sino por razones intrínsecas, es evidente la filiación del libro.

[p. 121]. [1] . Alude a los conocidos árboles simbólicos de la filosofía luliana, que efectivamente se hallan dibujados en los códices y en las ediciones de esta obra.

[p. 125]. [1] . Todos estos libros figuran, traducidos al latín, en los tomos II y IV de la edición maguntina.

[p. 125]. [2] . Véase la lindísima edición elzeviriana de don Mariano Aguiló y Fúster en la Bibliotteca d'obretes singulars del bon temps de nostra llengua materna estampades en letra Iemonisa (Barcelona, Verdaguer, 1879).

[p. 128]. [1] . Histoire Littéraire de la France. Ouvrage commencé par des religieux bénedictins de la Congregation de St.-Maur et continué par des membres de l'Institut (Académie des Inscriptions et Belles-Lettres). Tomo 29. París, Imprenta Nacional, 1885, pág. 347.

Sabido es que en esta obra monumental figuran, no solamente los escritores nacidos en Francia, sino todos los que por algún concepto han influido en la cultura francesa de los tiempos medios. R. Lulio no podía faltar, como jefe de una escuela famosa que tuvo en Francia numerosos partidarios. La monografía que le concierne y ocupa la mayor parte de este volumen, fué redactada en su mayor parte por Littré y terminada por Hauréau. Trabajo excelente y utilísimo desde el punto de vista de la erudición literaria, no satisface de igual modo las exigencias de la crítica filosófica, por la estrechez e intransigencia del criterio positivista y nominalista en que se informa, el menos adecuado para penetrar en el alma de un teólogo, de un metafísico y de un místico del siglo XIV.

[p. 131]. [1] . El verdadero texto catalán del Blanquerna no se ha impreso todavía, aunque existen de él dos o tres códices más o menos completos. De uno de ellos, perteneciente a M. E. Piot, publicó extractos el señor Morel-Fatio, en el tomo VI de la Romania (1877).

La edición de Valencia, 1521, por Juan Joffre, es un rifacimento de Mosen Juan Bonlabii, como ya lo anuncia la portada: Traduit y corregit ora novament dels primers originals, y estampat, en llengua Valenciana.

De ella proviene, pero no exclusivamente, la traducción castellana del siglo XVIII, impresa en Mallorca:

Blanquerna, Maestro de la perfección cristiana en los estados de Matrimonio, Religion, Prelacia, Apostolico Señorio y Vida Eremitica. Compuesto en Iengua lemosina por el iluminado Doctor, Martir invictissimo de Iesu Christo y Maestro universal en todas Artes y Ciencias, B. Raymundo Lulio... Traducido fielmente ahora de el valenciano y de un antiguo Manuscrito Lemosino en lengua castellana. 1749. Mallorca, imp. de la Viuda de Frau. 4.º

Hay una reimpresión de Madrid, 1881-1882, dos volúmenes en 8.º con un breve prólogo mío.

Un breve pero atinado estudio sobre el Blanquerna hay en el libro de Ado!fo Helfferich, Raymond Lull und die Anfänge der catalonischen Litteratur (Berlín, J. Springer, 1858), pp. 114-118.

[p. 133]. [1] . En este mismo año de 1903 se ha reimpreso en Madrid la traducción castellana de este librito, por diligencia del insigne escritor mallorquín don Miguel Mir .

[p. 133]. [2] . El texto catalán fué publicado por don Jerónimo Roselló, en dos volúmenes de la Biblioteca Catalana, dirigida por don Mariano Aguiló. Carece todavía de portada y preliminares, como los demás de tan preciosa colección.

Estando ya en prensa este pliego, recibo de Mallorca el tercer volumen de las obras lulianas, donde aparece nuevamente el Libro Félix, con un bello prólogo de don Mateo Obrador.

Son raros en las colecciones lulianas los códices de esta obra. Seis únicamente menciona la Histoire Littéraire. Poseo otro del siglo XVII, que me legó don José Maria Quadrado, de buena y gloriosa memoria.

Al castellano fué traducido por un lulista anónimo, acaso el mismo que interpretó el Blanquerna (Libro Felix o Maravillas del Mundo. Compuesto en Iengua lemosina por el Illuminado Doctor, Maestro y Martyr el Beato Raymundo Lulio Mallorquin, y traducido en Español por un Discípulo; puestas algunas notas para su mas facil inteligencia) (Mallorca, 1750, imprenta de la Viuda Frau), 2 ts. 4.º Se atribuye esta versión al P. Luis de Flandes. Sobre una traducción francesa del siglo XV, que permanece inédita en un lujoso códice de la Biblioteca Nacional de París, puede consultarse la Historia Literaria de Francia (t. XXIX, pp. 345-362), que da algunos extractos.

[p. 134]. [1] . Véanse los excelentes trabajos de don José R. de Luanco, Ramón Lull, considerado como alquimista (Barcelona, 1870), y La Alquimia en Españ a (Barcelona, 1889-1897).

[p. 135]. [1] . «Era un bisbe luxurios que amaua una dona qui molt amaua castedet. Moltes vegades hac pregada lo bisbe la dona que foes sa volentat, e la dona li deya totes les vegades ques partis de ella, e que no volgues donar a menjar al lop les ouelles que li eren comanades. En tan gran cuyta tenia lo biste la dona, que ella ne fo enujada, e secretament feu lo biste venir tot sols a la sua cambra, e en presencia de dues donzelles de la dona e de un seu nebot, despullas denant lo bisbe, e romas en sa camisa que era sutza de sutzetat vergonyosa a nomenar e a tocar. Com la bona dona li hac mostrada sa camisa, puxes sa despulla e mostras a ell tota nua, e dix li que si hauia uyls que guardas per qui perdia castedat e Deu, e auilaua lo cors de Ihesuchrist com lo sacrifficaua, e que guardas per que la volia fer venir en ira de Deu, e de son marit, e de sos amichs, e en blasme de les gents, e que fos enemiga de castedat e sotsmesa a luxuria. Hac lo bisbe gran vergonia e contriccio, e marauellas desa gran follia, e de la gran castedat e virtut de la dona, e fo puxes hom just e de santa vida.» (Tomo II de la ed. de Roselló y Aguiló, pp. 54-55.)

[p. 136]. [1] . Ein katalanisches Thierepos von Ramon Lull (Münich, 1872).

[p. 138]. [1] . Particularmente, en los curiosos estudios del malogrado profesor don Francisco de Paula Canalejas, que tuvo el mérito de llamar por primera vez la atención sobre estas semejanzas y relaciones de Raimundo Lulio y don Juan Manuel (Revista de España, mayo y octubre de 1868 ).

También pecó de exageración el inolvidable don Mariano Aguiló en estas palabras de su prólogo al Libre del Orde de Cauayleria: «En lo catorzen segle la gentil ploma de don Juan Manuel, gran saltejadore de les obres de Ramon Lull, se apodera dest tractat y feusel seu sens anomenar a son autor..»

Más imparciales están aquí los autores de la Histoire Littéraire: «Le Livre du Chevalier et de 1'Ecuyer, de D. Juan Manuel, diffère boaucoup du traité de Lulle , et comme on peut s'y attendre de la part d'un tel auteur est bien autrement original» (T. 29, p. 364). La frase, sin embargo, parece demasiado desdeñosa para Lulio, que es tan original como el que más, y el mismo Littré reconoce que el principio del libro fué fielmente reproducido, tanto por don Juan Manuel como por el autor del Tirante.

 

[p. 139]. [1] . Don Juan Manuel, Et Libro del Cauallero et del Escudero. Mit Einleitung, Anmerkungen und einem Anhang über den Sprachgebrauch Don Juan Manuels, nach der Handschrift neue herausgegeben von S. Gräfenberg... Erlangen, 1893, p. 449.

En esta correcta edición (tirada aparte de los Romanische Forschuagen) debe leerse el Libro del Caballero et del Escudero. Para el de los Estados hay que recurrir todavía al tomo de Escritores en prosa anteriores al siglo XV, en la Biblioteca de Rivadeneyra.

[p. 147]. [1] . Cuentos análogos remotamente a éste se hallan en las Novelas Turcas, traducidas por Pétis le Croix; en el Libro de los cuarenta visires (Historia del jeque Chehabedin); en el Meshal-ha~Quadmoni de Isasc-ben-Salomon-ben-Sahula, traducido por Steinschneider (Manna, Berlín, 1847); en la historia de Kandu, traducida del sánscrito (Journal Asiatique, I, 3). Se derivan del cuento de don Juan Manuel, La Prueba de las Promesas, comedia de don Juan Ruiz de Alarcón; un cuento del abate Blanchet, Le Doyen de Badajoz, puesto luego en verso por Andrieux; la comedia de Cañizares, Don Juan de Espina en Milán, y hasta cierto punto la comedia italiana traducida por D. M. A. Igual, con el título de Sueños hay que lecciones son, y El Desengaño en un sueño, drama fantástico del Duque de Rivas. Basta este solo ejemplo para comprender la riqueza y variedad de comparaciones literarias que sugiere cualquiera de los capítulos de El Conde Lucanor.

[p. 147]. [2] . Cuarenta y nueve en la edición de Argote, porque suprimió el ejemplo que es 28 de la edición Gayangos: «De lo que aconteció a D. Lorenzo Suárez Gallinato, cuando descabezó al capellán renegado«. El códice S-34 de la Biblioteca Nacional añade un apólogo, pero no es seguro que pertenezca a don Juan Manuel. Es la interesante leyenda del emperador soberbio (tomada del Gesta Romanorum), que dió argumento a una pieza anónima de nuestro teatro primitivo, Auto del Emperador Juveniano, y a la comedia de don Rodrigo de Herrera, Del cielo viene el buen Rey. En el códice que fué de los condes de Puñonrostro, hay otros dos apólogos que seguramente no pertenecen al Conde Lucanor: uno de ellos (el de El durmiente despierto de Las Mil y una noches) está incompleto al fin.

[p. 149]. [1] . Gesta Romanorum herausgegeben von Hermann Oesterley ( Berlín, año 1872).

[p. 151]. [1] . El Conde Lucanor. Compuesto por el excelentissimo principe don Iuan Manuel, hijo del Infante don Manuel y nieto del sancto rey don Fernando. Dirigido por Gonçalo de Argote y de Molina, al muy Ilustre Señor Don Pedro Manuel, Gentil hombre de la Camara de su Magestad, y de su Consejo. Impresso en Seuilla, en casa de Hernando Diaz. Año de 1575.

De esta edición son copias la de Madrid, por Diego Díaz de la Carrera, 1642; la de Stuttgart, 1840, dirigida por Keller, y la de Barcelona, 1853, con un prólogo de Milá y Fontanals.

Ninguno de los tres códices que Argote tuvo presentes para su edición ha llegado a nuestros días. Pero existen otros cinco: el de la Biblioteca de la Academia de la Historia, tres de la Biblioteca Nacional (incluyendo el que fué de Gayangos), y uno que, después de haber pertenecido a la casa de los Condes de Puñonrostro, vino últimamente a poder del ilustrado editor y tipógrafo suizo Eugenio Krapf, tan benemérito en la erudición española, a la cual había comenzado a prestar grandes servicios, lastimosamente interrumpidos por su repentina muerte.

En el tomo de Prosistas anteriores al siglo XV (B. Rivadeneyra) insertó Gayangos El Conde Lucanor, corrigiendo y completando el texto de Argote con el códice que él poseía. Sobre la base de ambos textos, el de Argote y el de Gayangos, hizo Krapf en Vigo su primera edición popular de El Conde Lucanor en dos pequeños volúmenes. El mismo Krapf reprodujo, en 1902, el texto del códice de Puñonrostro, en elegantísima edición, salida también de sus prensas de Vigo.

De intento hemos reservado para el final la edición que debe consultarse con preferencia a todas. La dejó preparada el malogrado filólogo Hermann Knust, a quien debemos las mejores investigaciones sobre nuestros moralistas de los tiempos medios, y ha visto la luz pública después de su muerte. Su título es:

Juan Manuel. El Libro de los Enxiemplos del Conde Lucanor et de Patronio. Text und Anmerkungen aus dem Nachlasse von Hermann Knust. Herausgegeben von Adolf. Birch-Hirschfeld. Leipzig, Dr. Seele et co. 1900.

Tomó Knust por base de su edición el códice S-34 de nuestra Biblioteca Nacional, que es el más autorizado, y contiene, además, del Lucanor, todas las obras conocidas de don Juan Manuel, y apuntó las principales variantes de los demás códices y de los impresos. Dan gran valor al comentario de Knust las amplias referencias a las fuentes y cuentos similares, pero en esta parte hay algo que añadir y mucho que expurgar.

El Conde Lucanor ha sido traducido al alemán por Eichendorff (1840), al francés por Puibusque (1854) y recientemente al inglés, por James York, con el título de The Tales of Spanish Boccaccio (1896).

[p. 152]. [1] . Acerca de Ramón Vidal y sus lindos cuentos o narraciones métricas, En aquell temps... Unas novas... Abril issi' e mays intruva... véanse Los Trovadores en España, de Milá y Fontanals (tomo II de sus Obras, página 333 y ss.). Visitó este trovador todas las cortes poéticas de España y del Mediodía de Francia, y es muy interesante la descripción que hace de la de Alfonso VIII de Castilla, «el rey más sabio que hubo de ninguna ley, coronado de prez, de sentido, de valor y de proeza»:

       «Unas novas vuelh contar
       Que auzi dir a un joglar
       En la cort del pus savi rey
       Que anc fos de neguna ley,
       Del rey de Castela N'Anfos
       E qui era condutz e dos
         Sens e valors e cortesia
       E engenhs e cavalairia
       Qu' el non era ohns ni sagratz
       Mas de pretz era coronatz
       E de sen e de lialeza
       E de valor e de proeza»

En los fáciles versos de Ramón Vidal revive a nuestros ojos aquella brillante corte que oyó la novela del Castiá-gilós, y se levanta la gentil figura de Leonor de Inglaterra, «ceñido el manto rojo de ciclatón con listas de plata y leones de oro».

Los versos de Ramón Vidal ilustran la historia de la poesía provenzal más que su propia Poética. Por él conocemos la vida errante de los juglares, ocupados en llevar de una parte a otra versos y canciones, novas, saludos, cuentos y lays. Aunque suele lamentarse de la decadencia en que por falta de protección y mengua de liberalidad en los grandes señores comenzaba a verse en sus días la poesía lírica, nunca le faltaron Mecenas, como el caballero catalán Hugo de Mataplana, de cuyo castillo y de las fiestas que en él se daban hay una linda descripción en cierto poemita de R. Vidal, donde se presenta un arbitraje algo parecido al de las Cortes de Amor reales o ficticias. (Vid. Mahn, Gedichte der Troubadours in Provenzalischer Sprache, II, página 23 y ss. En aquell temp...)

Hay que recurrir a la incómoda edición de Mahn (donde el texto está escrito como prosa), porque Milá no quiso publicar íntegras ni ésta ni las otras narraciones de Ramón Vidal, por escrúpulos morales bastante fundados. Tenía nuestro poeta una casuística amorosa algo pedantesca y no poco laxa, basada principalmente en las sentencias de antiguos trovadores, tales como Bernardo de Ventadorn, Giraldo de Borneil, Arnaldo Maruelh, etcétera. De ellos conserva la ligereza de tono y la falta de sentido ético; pero tanto en el fondo como en la forma, es visible la preocupación retórica de quien afectaba ser preceptista, así de urbanidad y buen tono cortesano como de gramática, mostrándose en lo uno y en lo otro nimio hasta el exceso e intransigente celador de las tradiciones aristocráticas de los finos amantes y los donadores valientes y corteses.

       

 

[p. 156]. [1] . Pamphile ou l'Art d'être aimé. Comédie latine du Xe siècle, précedée d'une étude critique et d'une paraphrase por Adolphe Baudouin. Paris, Librairie Moderne, 1874.

Resulta de las investigaciones del señor Bandouin que se conservan manuscritos del Pamphilus (no anteriores al siglo XV) en las bibliotecas públicas de Basilea y Zurich, y que hubo otro en la de Strasburgo, el cual pereció en el incendio de 1870. Ediciones se citan hasta doce, todas de extremada rareza, impresas la mayor parte en los últimos años del siglo XV y primeros del XVI. La biblioteca de Basilea posee una que tiene escrita de letra antigua la fecha de 1473, pero parece por ciertos indicios que hubo otra anterior hecha en Auvergne hacia 1470. Brunet menciona las de Venecia, 1480; Roma, 1487; París, 1499; París, 1515; Roma, sin fecha, y otras dos sin lugar ni año.

En esta época, que fué la de gran boga del Pamphilus, muy olvidado después, se publicaron además una paráfrasis francesa en verso con el texto latino al margen (París, 1494; París, 1545) y una Farsa di Pamphylo in lengua thosca (toscana), Siena, 1520. En estas primitivas ediciones no hay división de actos ni escenas, pero el humanista Juan Prot, cuyo Comento familiar, escrito para acompañar a la primera edición, se reprodujo en la de 1499 (fuente de la del señor Baudouin), notó ya el carácter dramático de la pieza y marcó perfectamente la división, aunque no la introdujese en su libro. Fué, pues, un retroceso, tanto en esta parte como en la pureza del texto, la edición que en Francfort, 1610, hizo Melchor Goldasto en un centón de obras eróticas falsamente atribuidas a Ovidio en la Edad Media (Ovidii Erotica et Amatoria opuscula... nunc primum de vetustis membranis et mss. codicibus deprompta et in lucem edita, diversa ab iis quae vulgo inter eius opera leguntur). Goldasto dividió caprichosamente el Pamphilus en 63 elegías.

He reimpreso el Pamphilus , con una advertencia, en el segundo tomo de la elegante edición de La Celestina, publicada por E. Krapf en Vigo, 1900.

[p. 157]. [1] . Vid. Histoire Littéraire de la France, tomo XXII, pp. 39-61, y el tercer tomo de la colección de Du-Méril, Poésies inédites du Moyen Age... 1854 (páginas 350-445).

[p. 158]. [1] . Para evitar confusiones en que yo mismo he incurrido antes de ahora, debo advertir que el Pamphilus nada tiene de común con otro poema estrafalario titulado De Vetula, que en la Edad Media se atribuyó a Ovidio, suponiéndole encontrado en su sepulcro de Tomos, y que también figura en la colección de Goldasto. Esta obrilla, cuyo verdadero autor, según recientes investigaciones, fué Ricardo de Furnival, maestrescuela de la Catedral de Amiens en el siglo XIII, se divide en tres libros de carácter muy enciclopédico, con interesantes disgresiones sobre los juegos, sobre la aritmética y la alquimia, sobre la natación, la pesca y la caza, en todo lo cual dice el autor que se ejercitaba Ovidio, después que renunció al amor, a consecuencia del tremendo chasco que le dió una vieja (de donde el título del poema), haciéndose pasar en la oscuridad de una cita amorosa por la dama a quien Ovidio cortejaba y de quien ella había sido nodriza. Este ridículo poema fué traducido al francés en el siglo XIV por Juan Lefevre (Vid. La Vieille ou Ies derniers amours d'Ovide. Poëme français du XIV siècle, traduit du Latin de Richard de Fournival par Jean Lefevre. Publié pour la première fois et précedé de recherches sur l'auteur du Vetula par Hippolyte Cocheris, París, 1861).

 

[p. 160]. [1] . El texto del Arcipreste debe leerse únicamente en la edición crítica de J. Ducamin (Libro de buen amor, Tolosa de Francia, 1891).

[p. 163]. [1] . Hállase en el tomo de Escritores en prosa anteriores al siglo XV, y como producción de aquella centuria, le estudia también Amador de Los Ríos en el tomo IV de su Historia de la literatura Española, pp. 305 y ss.

[p. 163]. [2] . El Libro de Enxemplos por A. B. C. de Clemente Sánchez de Vercial. Notice et extraits par Alfred Morel Fatio (tomo VII de la Romama, páginas 481-526).

[p. 164]. [1] . Véanse, sin embargo, las indicaciones copiosas y útiles del Conde de Puymaigre ( Les Vieux Auteurs Castillans, 2.ª edición, 1890, pp. 107-116).

[p. 166]. [1] . Casi todos sus ejemplos han sido publicados por J. Cornu (Vieux textes portugais en la Romania, tomo XI) y por Teófilo Braga, en sus Contos tradicionaes do Povo Portuguez, t. II, pp. 36-60.

[p. 166]. [2] . Recull de exemplis e miracles, gestes e faules e altres ligendes ordenades per A. B. C., tretes de un manuscrit en pergumi del començament del segle XV, ara per primera volta estampades (son dos tomos de la Biblioteca Catalana de Aguiló, que carecen todavía de portada y preliminares).

[p. 166]. [3] . Lo demostró don Cayetano Vidal y Valenciano en un artículo inserto en Lo Gay Saber, Barcelona, 15 de mayo de 1881.

[p. 167]. [1] . Le Present de l'homme lettré pour réfuter Ies partisans de la Croix, par Abd Alláh ibn Abd-Alláh, le drogman. Traduction française inedite. París, Ernest Leroux, editeur, 1886.

La apostasía de Fr. Anselmo ha sido puesta en duda por algunos de sus biógrafos (vid. especialmente el trabajo de don Estanislao Aguiló en el Museo Balear, Mallorca, 1884); pero no sólo tiene en su apoyo la tradición franciscana (Crónica de la Santa Provincia de Cataluña, del P. Jaime Coll, Barcelona, 1738, t. I, lib. VI, cap. X) y la de los cronistas benedictinos que trataron de Fr. Pedro Marginet, compañero de Fr. Anselmo (véase especialmente a Finestres, Historia del Real Monasterio de Poblet, III, página 272); no sólo tiene apoyo en antiguas ediciones del  Libro de los Consejos (por ejemplo, la que don Fernando Colón adquirió en Medina del Campo en 1524), donde se dice del autor que «por su desventura fué cautivado de moros y levado a Túnez, donde con diversos tormentos o temor dellos fué forzado reneger la santa fe católica», sino que ha recibido irrecusable confirmación con el hallazgo en el Archivo general de la Corona de Aragón de un salvoconducto dado a Turmeda por Alfonso V en 23 de septiembre de 1423, donde textualmente se lee: «quatenus non obstantibus quod fidem christianam, ut percepimus adnasti, et propterea crimina plurima et enormia commissisti». Del mismo documento se infiere que el renegado mallorquín vivía entregado a la poligamia, puesto que el salvoconducto se extiende a sus mujeres, hijos e hijas: «Affidamus et assecuramus vos dilectum filium nostrum fratrem Entelmum Turmeda, alias Alcaydum Abdalla, ita quod libere et secure et absque impedimento, novitate et detrimento cujuscumque, cum quibus vis navibus, galeis, bergantinis et aliis fustibus marinis, tam christianorum quam sarracenorum, et tam nobis amicorum quam inimicorum, possitis et libere valeatis, una cum uxoribus, filiis et filiabus, servitoribus et servitricibus sarracenis et christianis... recedere a civitate sera portu Tunici». Ha publicado este importantísimo documento el joven y erudito presbítero D. P. M. Bordoy Torrents en la Revista Ibero-Americana de Ciencias Eclesiásticas (octubre de 1901).

Lo que añade la tradición, y no resulta confirmado hasta ahora, es que habiéndose arrepentido Fr. Anselmo y confesando en altas voces la fe católica que profesaba, el Rey de Túnez le descabezó por su propia mano. De todas suertes, el año de su martirio no pudo ser 1419, como dicen Torres Amat y otros, puesto que el salvoconducto de Alfonso V es de 1423.

[p. 168]. [1] . La que poseo, y de la cual me valgo para este ligero análisis, lleva el título siguiente:

La dispute d'un asne contra Frere Anselme Turmeda, touchant la dignité, noblesse et preeminence de 1'homme par deuan les autres animaux. Utile, plaisante et recreatiue à lire et ouyr. Il y a aussi una prophetie du dit Asne, de plusieurs choses qui sont advenues et aduienent encor iournellement en plusieurs contrées de l'Europe, dez l'an 1417, auquel temps ces choses ont esté escrites en vulgaire Espagnol, et depuis traduites en langue Françoise. Tout est reueu et corrigé de nouueau. A Pampelune, par Guillaume Brisson, 1606.

Esta portada es evidentemente falsa, y el libro debe de estar impreso en Lyon, como lo persuade la conformidad del apellido del impresor y la semejanza de los tipos con los de esta otra edición, que también he visto: La disputation de l'asne contre frere Anselme Turmeda sur la nature et noblesse des animaux, faicte et ordonnée par le dit frere Anselme en la cité de Tuenies l'an 1417... Traduicte de vulguaire hespaygnol en langue françoyse A Lyon par Laurens Buysson, 1548.

No habiendo podido comparar los ejemplares que cita Brunet de Lyon, sin año, chez Jaume Jaqui y de Lyon, 1540, chez D. Arnoullet, no puedo afirmar si son realmente distintos o sólo varían en la portada. El mismo Brunet dice que la fecha del segundo es apócrifa, y hecha a mano en el ejemplar que fué del Duque de La Vallière. La dedicatoria del traductor G. Lasne está firmada en 7 de octubre de 1547. Todo induce, pues, a creer que no hubo edición anterior a esa fecha.

En contra de este libro. salió otro titulado La revanche et contre dispute de frere Anselme Turmeda contra les bestes, par Mathurin Maurice (París, año 1554)

El original catalán no ha sido descubierto hasta ahora, pero consta que don Fernando Colón poseyó un ejemplar impreso (n.º 3867 del Registrum). Disputa del Ase contra frare Enselm Turmeda, sobre la natura et nobleza dels animals, ordenat per lo dit Enselm... Imp. en Barcelona. año de 1509. Costó en Lérida 29 maravedís, año de 1512, por junio.

No puede afirmarse la existencia de una traducción castellana. La prohibición del Índice Espurgatorio puede referirse al original o a la traducción francesa. El vulgar español de que ésta se hizo, no ha de entenderse del castellano, sino del catalán. Son terminantes las palabras del traductor en el prólogo: «Aussi que le dit libre est escrit en vraye langue cathalaine, qui est fort barbare, estrange et eloignée du vray langage castillan, par moy quelquefois practiqué.

 

[p. 170]. [1] . Sin llegar, ni mucho menos, a tan feroces demasías, asoma de vez en cuando en el mismo Libre de bons ensenyamenis, la tendencia satírica de Fr. Anselmo contra sus cofrades:


       ...«no t'fies massa de vestiment
       qui burell sia.
       ..................................
       Ço que ohirás dir farás
       E ço qu'els fan squivarás,
       Daycells ho dich qu'han lo cap ras
       Hoc e la barba.
       ..................................
       Diners alegran los infants,
       E fan cantar los capellans
       E los frares carmelitans
       A les grans festes.
       Diners, donchs, vulles aplegar
       Si'ls pots haver nols leixs anar,
       Si molts n'haurás porás tornar
       Papa de Roma.
       

Por otra parte, la doctrina de los Consejos dista mucho de ser irreprochable. En uno de ellos, se recomienda sin ambajes el empleo de la mentira.


       Vulles tostemps dir veritat
       De ço que serás demanat
       Mas de cas de necessitat
       Pots dir falçía.
       

[p. 174]. [1] . «Car vous liset l'Escriture, et ne l'entendez. Vous sçavez bien, que Salomon, qui a esté le plus sage que iamais ait esté entre les fils d'Adam dit en son Eclesiaste chap. 3. Qui est celuy qui sçait si les ames des fils d'Adam montent en haut, et les ames des iumens et autres animaux descendent en bas? Comme s'il vouloit dire: nul ne le sçait, si non celuy que les a creé. Et vous asseure, frere Anselme, que vostre parler est peu sage en cela. Voulez-vous determiner ce que Salomon met en doute, parlant sage ment?». (p. 84)

[p. 176]. [1] . Hay, entre otras reminiscencias, el nombre de Trotaconventos: «Llámame a Trotaconventos, la vieja de mi prima, que vaya de casa en casa buscando la mi gallina rubia» (p. 120). Le cita expresamente en el cap. IV de la primera parte (p. 18): «E un exemplo antiguo es, el qual puso el Arcipreste de Fita en su tractado», y en el VIII de la tercera parte (p. 213), «Dice el Arcipreste: Sabyeza temprado callar, locura demasiado fablar».

El caso es digno de notarse, porque las citas del Arcipreste de Hita son rarísimas en los autores de la Edad Media. Sólo recuerdo la del Marqués de Santillana en su Prohemio, pero de paso y sin calificación alguna.

[p. 177]. [1] . Del segundo se hablará más adelante. Del Petrarca cita dos veces el Tratado de remediis utriusque fortunae (pp . 139 y 162).

[p. 179]. [1] . Arcipreste de Talavera (Corvacho o Reprobation del Amor Mundano), por el Bachiller Alfonso Martínez de Toledo. Lo publica la Sociedad de Bibliófilos Españoles. Madrid, 1901, pp. 118-120.

Esta edición dirigida por el insigne erudito don Cristóbal Pérez Pastor, tiene por base el códice iij-h-10 de la Biblioteca del Escorial, copiado por Alfonso de Contreras en 1466; pero como su texto no es intachable ni mucho menos, se han añadido las variantes de las dos primeras ediciones entre las seis antiguas que hasta ahora se conocen. Digo seis y no siete, porque la que se cita de Sevilla, 1495, sólo es conocida por una vaga mención, acaso equivocada, de Panzer. Las restantes son: a) Sevilla, por Meynardo Ungut Alemán y Stanislao Polonio, 1498; b) Toledo, por Pedro Hagembach, 1499; c) idem, por el mismo impresor, 1500; d) Toledo, 1518, por Arnao Guillén de Brocar; e) Logroño, por Miguel de Eguía, 1529; f) Sevilla, por Andrés de Burgos, 1547; todas en folio, a excepción de la última, que es en octavo y sumamente incorrecta.

La fecha en que el Arcipreste compuso su obra consta en el encabezamiento del códice escurialense: Libro compuesto por Alfonso Martínez de Toledo, Arcipreste de Talavera, en hedat suya de quarenta annos, acabado a quince de Março, anno del Nascimiento de Nuestro Salvador Ihesu Xº de Mil e quatrocientos e treynta e ocho años.

Sobre el donoso pasaje de las lamentaciones del huevo y la gallina hizo Rodrigo de Reinosa unas coplas, que se imprimieron en un pliego suelto gótico, y son nuevo testimonio de la popularidad del Arcipreste: «Síguense unas coplas que hablan de cómo las mujeres, por una cosa de nonada, dizen muchas cosas; en especial, una mujer sobre un huevo con su criada.»

Hay buenos extractos del Arcipreste en Lemcke, Handbuch der Spanischen Literatur (Leipzig, 1855), t. I, pp. 105-117), que es el primer crítico que concedió a este autor la importancia debida. Véase también Wolf, Studien zur Geschichte der Spanischen und Portugiesischen Nationalliteratur (Berlín, 1859), pp. 232-235, y Puymaigre, La Cour littéraire de Don Juan II (París, 1873), tomo I, pp. 155-166.

[p. 181]. [1] . Páginas 165 y 167.

[p. 181]. [2] . Quedan muy pocas noticias de él. Consta por una escritura que vivía aún en 1466. Por varias referencias de sus libros, sabemos que hizo larga residencia en la Corona de Aragón, especialmente en Barcelona, donde estuvo dos años. Habla como testigo de vista de los terremotos de 1421 y 1428. Además de la obra que vamos examinando, escribió una compilación histórica llena de curiosidades que se titula Atalaya de las Crónicas, y unas Vidas de San Isidoro y San Ildefonso, ilustradas con traducciones de algunos opúsculos de uno y otro Santo. Fué curioso colector de libros, y todavía existen algunos que le pertenecieron y llevan su autógrafo, entre ellos, el Libro de las Donas, que citaré después, y el hermoso ejemplar de la Crónica Troyana, que hoy posee la Duquesa de Alba, y tiene la siguiente anotación: «Et ego Alfonsus Martini, archipresbyter talaverensis domini nostri regis Joannis capelanus in decretis bachalaureus ac porcionarius eclesiae Toletanae eadem oriundus civitate capelanus idemque capelae regis sancti dictae eclesiae librum hoc scribi feci tempore supra scripto (elude a la fecha de 20 de mayo de 1448 que se estampa antes) propter dulcissimam latini sui ac stili necnon nobilissimi seriem et suavitatem. Deo gratias. A. Talaverensis porcionarius Toletanus.

[p. 181]. [3] . Gerson dice en el texto impreso, Juan de Ausim en el manuscrito, pero creo se trata de la misma persona: «Tomé algunos notables dichos de un doctor de París, por nombre Juan de Ausim, que ova algund tanto scripto del amor de Dios y de reprobación del amor mundano de las mujeres. (p. 3). Y más adelante: «Tomando, como dixe, algunos dichos de aquel doctor de París que en un su breve compendio ovo de reprobación de amor compilado para información de un amigo suyo, hombre mancebo que mucho amaba, veyendole atormentado e aquexado de amor de su señora» (p. 5).

[p. 183]. [1] . Páginas 124-125.

[p. 184]. [1] . Páginas 129-132.

[p. 187]. [1] . Página 330.

[p. 187]. [2] . «Otra razon te diré la qual Juan Bocacio prosygue, de la qual pone un exemplo tal. Dize que él, estando en Nápoles oyendo un dia licion de un grand filosolo natural maestro que ally tenia escuela de estrologia, el qual avia nombre Andalo de Nigro, de Genova cibdadano, leyendo la materia que los cielos en sus movimientos facen e de los cursos de las planetas e sus influencias, dixo esta razon: non deve poner culpa a las estrellas, signos e planetas cuando el causador busca su desaventura e es causador de su mal; e pone un enxemplo para probanza desta razon, el qual queriendolo entender alegoricamente, tiene en sy mucha moralidad, quien en él bien pensare, aunque a primera vista paresca patraña de vieja. E el ensemplo es este...» (Páginas 285-317).

[p. 188]. [1] . I primi influssi di Dante del Petrarca e del Boccaccio sulla Letteratura Spagnuola... Saggio di Bernardo Sanvisenti, Milán, 1902, pág. 318.

[p. 188]. [2] . «Este libro es de Alonso Martínez, arcipreste de Talavera, racionero en la iglesia de Santa María de Toledo, comprado en XXVJ d'agosto de 48 años de mas de mil CCCC en Toledo. Quinientos maravedis, et otro libro, Alfonsus Talaverensis, porcionarius Toletanus.»

[p. 188]. [3] . «¿Qué diremos de las mugeres presentes, que se fasen desir mujeres del tiempo, mujeres de la guisa, mujeres de la ventura e mujeres de la arte? Que van con nuevos tajos de vestiduras e con enamorados gestos, que vuelven los ojos acá et allí, van juntas brazo por brazo et se muestran todas las joyas, si bien no es dia de mercado; que cuando se muestran, colean et cabecean más espesso que la sierpe, et fasen a todos los maridos bestias et más que locos... et traen las cejas pintadas en arco, et coloradas con catorce colores; que de cabeza a pies son remifadas, et non les fallesce solo vn chaton; que todas van enjoyadas, todas almiscadas et con olores de tunique; solamente de punta tocan en el suelo, quando van, et los chapines con polaynas, et de verano guantes dorados en las manos...» (Cap. XXIV. del tratado 3.º de la primitiva versión castellana del Libro de las Donas, distinta de la que luego se imprimió con el título de Carro de las Donas. Apud Amador de Los Ríos, Historia de la literatura española, t. VI, p. 283).

Curioso es, sin duda, el pasaje de Eximenis, pero ¡que frío y seco parece al lado de los atrevidos toques y ardientes pinceladas del Arcipreste de Talavera! Éste era un poeta a su modo; Eximenis, un moralista.

Una cita de su Vita Christi hallamos también en el Corbacho, nuevo argumento de lo familiares que eran a Alfonso Martínez las obras del franciscano catalán: «segund en el libro de Vita Christi dixo maestre Francisco Ximenes, frayle menor» (pág. 235).

 

[p. 189]. [1] . El cuento de Aristóteles enamorado procede, como es sabido, de un fabliau francés (Laid d'Aristote). Véase cómo lo aprovecha el Arcipreste: «E demas Aristolyles, uuo de los letrados del mundo e sabidor, sustentó ponerse freno en la boca e silla en el cuerpo, cinchado como bestia asnal, e ella, la su coamante, de suso cavalgando, dándole con unas correas en las ancas. ¿Quién non debe reneger de amor sabiendo que el loco amor fizo de un tan grand sabio, sobre cuantos fueron sabios, bestia engrenada andando a cuatro pies?»

La leyenda de Virgilio es todavía más famosa; pero copio la versión del Arcipreste, porque no la cita más que por referencia Comparetti en su admirable libro Virgilio nel Medio Evo:

«¿Quién vido Vergilio, un hombre de tanta acacia e ciencia, cual nunca de mágica arte nin ciencia otro cualquier o tal se sopo nin se vido nin falló, segund por sus fechos podrás leer, oyr e veer, que estuvo en Roma colgado de una torre a una ventana, a vista de todo el pueblo romano, solo por dezir e porfiar que su saber era tan grande que mujer en el mundo non le podía engañar? E aquella que le engañó presumió contra su presuncion vana cómo le engañaría, e así como lo presumió lo engañó de fecho: que non ha maldad en el mundo fecha nin por facer que a la mujer mala deficile a ella sea de esecutar e por obra poner... Pero non digamos de los engaños que ellas rescibieron, resciben e rescibirán de cada dia por locamente amar, pues el susodicho Virgilio sin penitencia non la dexó que mucho bien pagó a su coamante, que apagar fizo en una hora, por arte mágica, todo el fuego de Roma, e vinieron a encender en ella todos fuego, que el fuego que el uno encendia non aprovechaba al otro, en tanto que todos vinieron a encender en ella fuego en su vergonçoso logar e cada cual para sí; por venganza de la desonrra que fecho avia a hombre tan sabio» (págs. 49-53).

Más adelante trae otra variante de la misma leyenda, atribuyéndosela a un personaje español, al almirante don Bernardo de Cabrera:

«Mas te diré, que yo vi en mis dias enfinidos hombres, y aun fembras sé que vieron a un hombre muy notable, de casa real e cuasi la segunda persona en poderío en Aragon, mayormente en Çezylia, por nombre mosen Bernard de Cabrera, el cual estando en cárceles preso por el rey e reyna, porque facia en Çeçilia mucho mal e daño al señor rey, por cuanto tenia por sí muchos castillos e logares fuertes e non andaba a la voluntad del rey, fue preso; e por lo aviltar e desonrrar fizieron con una mujer que él amaba que le aconsejase que se fuese e se escolase por una ventana de una torre do preso estaba, para ir a dormir con ella, e despues que se fuese e fuyese desde su casa; esto por enduzimiento del rey, e ella que le plogo de lo facer. E él creyendo la mujer, pensando que le non engañaria, creyola e tomó una soga que le ella envió. E el que le guardaba dióle logar a todo e dexóle limar el cerrojo de la ventana, e començó a descender por la torre abaxo e enmedio de la torre tenia una red de esparto gruesa, abyerta, que allá llaman xábega, con sus arteficios. E cuando fue dentro en la red, cerráronla e cortaron las cuerdas los que estaban dalto en la ventana, e asi quedó alli colgado fasta otro dia en la tarde que le levaron de alli sin comer nin beber. E todo el pueblo de la çibdad e de fuera della, sus amigos e enemigos, le vinieron a ver allá, donde estaba en jubon como Virgilio, colgado.»

[p. 191]. [1] . Publicado por Knust en la colección de los Bibliófilos Españoles (Dos obras didácticas y dos leyendas), 1878, págs. 249-295. Contiene la historia de Griselda, pero no tomada de la última novela del Decameron, sino de uno que llama «libro de las cosas viejas», donde sin duda estaba muy abreviada.

[p. 193]. [1] . Páginas 41-42 de la reimpresión.

[p. 194]. [1] . Páginas 44-47.

[p. 195]. [1] . Página 102.

[p. 195]. [2] . Las primeras ediciones de estos opúsculos de Alonso de Palencia, impresas en caracteres góticos a fines del siglo XV, sin año ni lugar de impresión, son de extremada rareza. De la Batalla campal de los perros y lobos no se conoce más ejemplar que el de la Biblioteca de Palacio, procedente de la Mayansiana. El original latino de la Perfección del triunfo militar se guarda en un códice de la Biblioteca Capitular de Toledo. De la versión castellana hay un ejemplar impreso en la Biblioteca Nacional y otro poseyó Salvá. Ambos tratados fueron reimpresos en la colección de Libros de antaño (tomo V, 1876) por el docto y malogrado académico don Antonio María Fabié, con un buen estudio biográfico y un glosario.

[p. 196]. [1] . Por ejemplo, su teoría de profetismo, muy semejante a la de Maimónides; sus ideas sobre el entendimiento agente, más afines a las de Avempace y Algazel que a las de los escolásticos; su doctrina de las tres vidas del hombre, que reaparece en muchos místicos; sus ideas sobre la música, que para él es una especie de metafísica latente, como para Schopenhaner; su clasificación de las lenguas en guturales, paladiales y dentales; sus ideas sobre la palabra, que son las de la escuela tradicionalista, etc.

[p. 196]. [2] . Hállase en un códice de la Biblioteca Nacional (S. 219), y fué publicado por Amador de Los Ríos en los apéndices al tomo VII de su Historia crítica, pp. 578-590. El extraño título con que se le designa en los antiguos índices se debe al encuadernador, y sólo tiene relación con las primeras frases del tratado, que realmente es acéfalo.

[p. 197]. [1] . Existió el manuscrito en la Biblioteca de San Isidro hasta 1838, en que desapareció misteriosamente con todos los demás del mismo establecimiento, trasladados de Real Orden al Congreso, para la Biblioteca de Cortes que había empezado a formar don Bartolomé J. Gallardo. Consta con el núm. 89 en el Indice de dichos códices, publicado en el tomo VI de la Revista de Archivos, Bibliotecas y Museos (1876), pág. 32.

[p. 198]. [1] . Histoire critique de 1'Inquisition d'Espagne... París, 1817, t. IV , pp. 389-412. Según advierte Llorente, el manuscrito de San Isidro había pertenecido a un jesuíta llamado Enríquez.