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Obras completas de Menéndez... > ESTUDIOS Y DISCURSOS DE... > V : SIGLO XIX. - CRÍTICOS Y... > SIGLO XIX.—ESCRITORES DE... > QUADRADO Y SUS OBRAS

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SI la nombradía universal fuera, como debía ser, compañera inseparable del mérito eminente y positivo, rarísimos nombres, entre los de nuestros contemporáneos, sonarían tan alto como el de don José María Quadrado, cuya vida literaria de más de medio siglo puede presentarse como dechado de alta cultura y de vigoroso esfuerzo intelectual aplicado con igual fortuna a las materias y a los géneros más diversos. Ser a un tiempo pensador genial, controversista político, apologista religioso, historiador de alto vuelo, arqueólogo y crítico de arte, poeta y escritor elegantísimo en prosa, es triunfo concedido a muy pocos; y sin embargo, el nombre de Quadrado, aunque se pronuncie con veneración por los pocos fieles que entre nosotros conserva la buena y sólida literatura, dista mucho de ser un nombre popular. El caso no es único pero rara vez se ha presentado con circunstancias tan agravantes A otros puede dañarles el haber escrito poco, el haberse aislado, por sistema, del vulgo de los lectores, el haber cultivado raros conocimientos o ejercitádose en recónditas investigaciones que a pocos importan, el haberse desentendido del movimiento de su época y haber remado contra la corriente, o bien el haber carecido de aquellas condiciones de exposición y estilo, sin las cuales [p. 196] el pensamiento más profundo, la verdad más importante, difícilmente llegan a abrir surco en los entendimientos. Pero Quadrado ha escrito muchísimo, y en obras y publicaciones de interés capital, que han tenido extraordinaria difusión; ha dicho su parecer sobre todas las cuestiones de su tiempo; ha sido por largo espacio de su vida periodista militante; Los estudios que ha cultivado, ya de historia, ya de arte, ya de ciencia social, son por su índole los más amenos y los que pueden interesar a mayor número de lectores; su pensamiento político fué, y es todavía, el de una parte muy numerosa y muy sana del pueblo español; en crítica estética fué un iniciador; sus libros descriptivos y arqueológicos han educado a dos generaciones, y parecen hoy tan ricos de lozanía y juventud como el primer día; casi todos nuestros arqueólogos son en mayor o menor grado, confesándolo o no, discípulos suyos por lo tocante a la Edad Media, cuyo estudio él fué de los primeros en renovar con aquella intuición de artista que tuvieron los grandes historiadores románticos; y finalmente, lejos de faltarle dotes de escritor, su prosa viril, nerviosa, sobria, llena de vida palpitante y densa, es de las que con más seguridad pueden presentarse como modelo, con no ser el castellano la lengua nativa del autor. Infunde respeto esa labor inmensa, continuada sin el menor desfallecimiento desde la primera juventud hasta la vejez, con inquebrantable firmeza en los propósitos y serena mansedumbre en el estilo. La literatura de Quadrado es fiel reflejo de la rara excelencia de su alma, fecunda en buenas acciones y loables pensamientos. Vir optimus le llamó Hübner, y óptimo es en verdad como ciudadano, como amigo, como cristiano, además de serlo como escritor. Mucho se parecía a él mi difunto maestro don Manuel Milá y Fontanals, y tengo para mí que Alejandro Manzoni debía de parecerse no poco en su vida y costumbres y en el temple de su alma, al uno y al otro.

La historia literaria del siglo XIX en España está mal sabida y mal entendida por casi todos, y además llena de injusticias y de olvidos que es preciso reparar. No parece sino que la cercanía de los objetos engaña los ojos y extravía el juicio de los contemporáneos. Vivimos sin conocernos unos a otros, por lo mismo que nada creemos conocer mejor. Una sarta de nombre, invariablemente los mismos, han adquirido, no se sabe por qué, el valor de tipos [p. 197] representativos de la cultura española moderna, y fuera de ese catálogo o canon (que no es el de Alejandría), no hay redención para nadie, aunque sea un literato tan consumado y cabal como Quadrado. Nunca habrá más poetas que A. B. y C., más pensadores que F. y H., más historiadores y eruditos que G. y R., más novelistas que Z. y X. Los demás, a lo sumo serán aficionados de provincias que tienen el mal gusto de emborronar papel, en vez de postrarse en supersticiosa adoración ante ciertas celebridades aparatosas y rimbombantes, que llenan con sus nombres las columnas de la prensa periódica.

Pero consuélese el señor Quadrado (si a un espíritu tan elevado como el suyo pueden importarle tales cosas) con la consideración de que, si no es de los escritores más citados, es en cambio de los más saqueados, lo cual prueba que no ha sido de los menos leídos. Sería curioso hacer el catálogo de las historias de provincias y ciudades, de los artículos y monografías arqueológicas que se han compaginado a expensas de Quadrado. Pero aun en esto le ha perseguido la mala fortuna. Unos no le citan, y otros suelen hacerlo de esta peregrina manera: «como dice Parcerisa », «según la respetable opinión de Parcerisa ». Parcerisa fué un excelente dibujante, que no dijo nada en letras de molde: suya fué la idea de los Recuerdos y Bellezas de España , y suya la brillante ejecución artística; pero en la parte literaria no tuvo ni pudo tener parte alguna.

¡Y he aquí cómo Quadrado, después de haber hecho la historia y la descripción arqueológica de media España; después de haber escrito en Forenses y Ciudadanos uno de los más notables estudios de historia social que tenemos; después de haber continuado el Discurso de Bossuet sobre la Historia Universal , y haber refundido a Shakespeare; después de haber combatido al lado de Balmes en las grandes batallas políticas de 1843 a 1848; después de haber redactado él solo periódicos y revistas con cuyos artículos puede formarse un cuerpo de doctrina sólida y perenne, se encuentra, al fin de vida tan aprovechada y fecunda, con que se le escatima su personalidad, como si fuese sombra o fantasma, y se le confunde con el dibujante que hizo las ilustraciones de sus libros! No conozco caso igual en la historia literaria. Afortunadamente la historia es gran justiciera, y tarde o temprano da a cada cual lo [p. 198] que merece. Para facilitar en algo su tarea, se escriben estos breves apuntes al frente de la edición de las obras del señor Quadrado.

Conviene advertir, ante todo, que esta edición dista mucho de ser completa. No tienen cabida en ella los escritos históricos y arqueológicos, que por sí solos ocuparían gran número de volúmenes, y que en parte acaban de ser reimpresos por una casa editorial de Barcelona. La colección se reduce a los opúsculos, ya religiosos, ya políticos, ya literarios, que esparcidos en varias publicaciones, dificilísimas de hallar, o inéditos hasta el presente, vienen ahora a formar por primera vez una serie ordenada. Pero antes de razonar más especialmente sobre ellos, conviene decir algo acerca de las obras que aquí no se reimprimen, y que tanta parte tienen en la gloria de Quadrado.

El nombre de éste es inseparable de la magna empresa de los Recuerdos y Bellezas de España . No la inició él, sino Parcerisa con Piferrer, de quien fué, no obstante, único y verdadero colaborador, en cuanto convivieron y trabajaron juntos en su respectiva tarea, desde 1844, en que principió Quadrado su tomo de Aragón, hasta 1848, en que aparecieron los primeros cuadernos del de Castilla la Nueva, mientras atendía Piferrer a su segundo tomo de Cataluña. Fallecido el fundador, entraron, a fuer de continuadores, Pi Margall inmediatamente para terminar de cualquier modo el incompleto volumen, y en 1852, por retirada del anterior, Madrazo (Don Pedro), escribiendo aquél un tomo de Andalucía, y éste dos; pero de Quadrado es la mayor y, en concepto de muchos, la mejor parte de la obra. Hasta diez y siete provincias fueron exploradas y descritas por él; el principado de Asturias, el reino de León, la mayor parte de Castilla la Vieja, toda Castilla la Nueva, y el reino de Aragón. También le pertenecen las dos terceras partes por lo menos del magnífico y enorme volumen dedicado en la segunda edición a las Islas Baleares, puesto que el primitivo texto de Piferrer aparece como anegado en el inmenso piélago de sabiduría histórica con que su continuador le enriquece y realza.

Los Recuerdos y Bellezas de España son como el centro de nuestra arqueología romántica, a la cual pertenecen también los trabajos de Caveda, Carderera, Assas y Amador de los Ríos, posteriores casi todos al primer volumen de Piferrer sobre Cataluña, puiblicado en 1839. Cuando Piferrer comenzó a escribir de arquitectura, [p. 199] apenas tenía delante de sí más que algunas páginas elocuentes de Jovellanos en sus memorias sobre Mallorca, y las observaciones de Capmany acerca del arte gótico. Por un triunfo memorable del instinto crítico y de la espontánea admiración contra la doctrina oficial y académica, habían llegado ambos insignes escritores, en medio de la pesada atmósfera del siglo XVIII, a adivinar y a presentir algo de la estética futura, dando muestras de sentir profundamente aquellas bellezas que el rígido precepticismo de su tiempo les vedaba admirar de un modo franco y resuelto. Pero la regeneración del sentido artístico no podía venir de los eruditos ni de los arqueólogos, sino de los artistas mismos, y especialmente de los poetas, cuya obra, por más universal y accesible a todos, trasciende en sus resultados a las demás artes y suele precederlas en sus evoluciones críticas. Antes que la arqueología de la Edad Media se constituyese como ciencia y pudiese alternar sin desdoro con la arqueología clásica, única hasta entonces conocida y cultivada, vivió como obra de arte, como presentimiento y adivinación poética; y antes que los arquitectos y los pintores se internasen en la nueva senda, dando de mano a las rutinas de una técnica degenerada, ya la buena nueva había llegado a todas las almas capaces de sentir y entender lo bello, en las novelas de Walter Scott, en algunos escritos de Chateaubriand, y especialmente en aquel célebre capítulo de Nuestra Señora de París , con el cual Víctor Hugo hizo brotar del suelo de toda Europa una legión de arqueólogos y de enamorados del arte gótico. Aquellas paginas apocalípticas, en que alternan los relámpagos de genio con lac sombras y extravagancias de un talento enfático y viciado por el hábito de la antítesis, obraron con la eficacia de un talismán sobre todas las imaginaciones, y nunca sin la existencia de tal libro hubiera sido posible la propaganda científica y doctrinal de un Caumont o de un Viollet-le-Duc.

Entusiasmado Parcerisa, según el propio declara, con la descripción de los monumentos de Granada que leyó en El Ultimo Abencerraje ; y fascinado luego por el intenso calor y prestigio que brotaba de las páginas de Nuestra Señora , concibió el grande y audaz pensamiento de aunar las artes del dibujo con el arte literaria, para lograr de este modo una completa y adecuada descripción artística de España, en el modo y forma en que habían hecho [p. 200] las suyas los grandes ingenios románticos, es decir, en la forma que menos se pareciese al árido estilo de inventario que tienen los Viajes de Ponz y de Bosarte, únicos libros donde hasta entonces podía encontrarse alguna razón o noticia de nuestra riqueza artística, desfiguradas casi siempre por el mal gusto de una crítica añeja y puramente formal. Pero como Parcerisa era hombre de lápiz y no de pluma, y modestamente reconocía su falta de aptitud para traducir en palabras lo que tan delicadamente comprendía, determinó llamar en su auxilio a un literato de la nueva escuela, que empapado en la doctrina del romanticismo histórico y en la lectura de Walter Scott, el poeta arqueólogo por excelencia, pudiera realizar cumplidamente lo que él presentía. Acudió, pues, a don Manuel Milá, respetado ya como maestro a pesar de su juventud extremada; pero Milá, distraído en otras tareas, no pudo encargarse de la empresa, y designó a su íntimo amigo don Pablo Piferrer, identificado con él en todos sus pensamientos y aspiraciones críticas. La elección fué tan acertada como podía esperarse de quien la hizo, puesto que intuición artística como la de Piferrer difícilmente podía encontrarse en España. Por raro caso se juntaban en él dotes exquisitas de poeta en verso y en prosa, y entendimiento capaz de percibir y apreciar por igual todas las manifestaciones de lo vello, lo mismo en las notas musicales que en la euritmia de las piedras. El haber hecho él propio su educación artística, explica y disculpa cualquier defecto técnico, a la vez que aumenta nuestra admiración respecto de aquella manera de ingenio suya penetrante y adivinatoria con que se apodera del sentido general del monumento y establece su concordancia con la historia y con el paisaje. La vocación de historiador fué en él no menos poderosa que la de entusiasta crítico de arte. Antes de conocer apenas a Barante ni aun a Thierry ni a otro alguno de los maestros de la historia pintoresca, rivalizó con ellos en las páginas bellísimas, aunque no muy numerosas, que narran la conquista de Mallorca, o reducen a compendio la embrollada historia de la casa condal de Barcelona, sacándola de la aridez genealógica y diplomática en que el benemérito don Próspero Bofarull la había dejado.

Una muerte prematura, y que debe ser eternamente deplorada, impidió a Piferrer dar otras muestras de su admirable talento [p. 201] descriptivo que los dos tomos de Cataluña (incompleto el segundo) y el de Mallorca, que por diversas causas también está lejos de corresponder a lo vasto del argumento. Pero nadie puede negar que el sacó la obra de cimientos, que dió la pauta y modelo para las descripciones, creando, por decirlo así, el nuevo estilo arqueológico; que fué el primer excursionista y mostró a los demás el camino; que en un proemio inolvidable fijó con alta elocuencia los principios fundamentales de la nueva estética romántica y espiritualista; y por ultimo, que enseñó con su ejemplo a enlazar el arte con la historia, y a explicar y completar ambas cosas, la una por la otra, con nueva iluminación del entendimiento y nuevo regalo de la fantasía.

A la norma trazada por Piferrer procuraron atemperarse todos sus continuadores, aunque naturalmente con méritos y condiciones muy diversas. Aun prescindiendo de los tomos últimamente añadidos (entre los cuales hay alguno excelente y varios menos que medianos), y considerando los Recuerdos y Bellezas de España en su primitiva serie, la alabanza tiene que repartirse de un modo muy desigual, si no queremos hacer ofensa a la justicia. El único tomo de Pi Margall (Granada, Málaga, Almería y Jaén), aunque libre por fortuna de las aberraciones seudofilosóficas que afean su Historia de la pintura en España (obra en que es fácil encontrar todas las cosas menos la que en el título se promete), peca no menos gravemente contra las leyes del buen gusto; y su estilo declamatorio y bombástico, tan lejano de la sentenciosa y enérgica concisión con que su autor escribe ahora la prosa política, y tan abundante, por el contrario, en apóstrofes y epifonemas, si recuerda el estilo de Víctor Hugo, es ciertamente por sus peores lados. Hay que advertir, además, que el progreso creciente de la arqueología y de la investigación histórica en lo concerniente a las comarcas árabes-andaluzas, ha relegado a segundo término, como anticuados y de poco provecho, éste y otros libros, a cuyos autores faltó el indispensable conocimiento de la lengua del Yemen, que un arabista poeta llamaba

La llave de oro

Que abre las puertas del saber del moro.

[p. 202] Valen mucho más los tomos dedicados a Sevilla y a Córdoba, aunque quizá algo de esta censura puede alcanzarles, sobre todo al primero, puesto que el segundo contiene positivos e importantes descubrimientos, como el de las ruinas de Medina Azhara. Primicias del juvenil ingenio de don Pedro de Madrazo, brillantísimo artista con la palabra como otros de su casa con el pincel, deleitan estas páginas la imaginación con la viveza y prestigio de los colores; pero no alcanzan aquel grado de originalidad crítica, de íntimo y personal sentido del arte, de investigación nueva y depurada, que tan gallardamente campean en las posteriores y muy nutridas monografías del mismo autor, y en el trabajo que recientemente ha consagrado a los poco explorados monumentos de Navarra. Es, sin duda, el señor Madrazo uno de los hombres a quienes más debe nuestra educación estética, puesto que no sólo ha ensanchado en gran manera los horizontes de la historia del arte español, sino que, predicando con el ejemplo, ha acertado siempre a hablar bellamente de las cosas bellas. Si su buen gusto clarísimo e indisputable se tacha por algunos de nimiamente refinado y meticuloso, así como su estilo de lamido y peinado en demasía; y si otros le notan de cierta inconstancia en sus predilecciones estéticas, atribuyéndola a falta de una teoría adoptada a tiempo y aplicada con firmeza, tales cargos pierden la mayor parte de su fuerza cuando se repara, en cuanto a lo primero, que el pulcro estilo del señor Madrazo es fiel manifestación de su temperamento finamente aristocrático, y agrada por el contraste con la vulgaridad y grosería que con desdichada frecuencia imperan en nuestra crítica; y en cuanto a lo segundo, que más fácilmente se perdona y debe perdonarse a un crítico de artes la ausencia de aquellas vagas y pomposas generalidades de filosofía de lo bello, que, a fuerza de querer explicarlo todo, no enseñan ni explican concretamente nada, que la falta de conocimientos técnicos y de informaciones históricas, o lo que es todavía más grave, la carencia de aquel instinto que en ningún manual de estética se aprende, y que guía casi infaliblemente a odiar lo feo y a reconocer y amar la belleza en las rarísimas y fugaces apariciones con que recrea la mente de los humanos.

Tales fueron los colaboradores de Quadrado en la magna labor cuyo peso llevó él principalmente. La comparación no entraña [p. 203] injusticia, y por otra parte, era imposible eludirla. Prescindiendo de Pi Margall, en cuya vida la crítica arqueológica ha sido un brevísimo episodio sin gran resultado ni trascendencia, bella es la parte de cada cual, aunque su acción se haya desenvuelto en órbita distinta. La gloria de iniciador, digámoslo mejor, de adivinador, permanece intacta para Piferrer: suyo es el plan y la traza de la fábrica, suyos los primeros y robustísimos sillares, suyo el sistema de compenetración entre la arquitectura, la historia y el paisaje, y la red de armónicas relaciones con que todos estos elementos se entrelazan. El suave e insinuante dilettantismo , la cortesana gentileza que inició al mundo elegante en los secretos del taller, del estudio o de la academia, celados hasta entonces como los misterios de Isis por una legión de especialistas pedantescos, es lauro propio y privativo de Madrazo, que en 1834 comenzó su propaganda en El Artista , y hoy la prosigue con los mismos bríos que entonces y con el enorme caudal de doctrina que ha sabido granjearse en una vida literaria de mucho más de medio siglo.

Quadrado, por su parte, fué entre los colaboradores de los Recuerdos y Bellezas de España el que más ampliamente realizó la idea de la obra, no en el puro sentido de fantasía romántica con que había cruzado por la mente de Parcerisa; ni en aquella región intermedia entre la historia y la poesía en que la había mantenido Piferrer; ni en el de álbum o guía pintoresca a la inglesa a que a veces propendió Madrazo, sino en el triple concepto de topografía, de historia y de arqueología de las regiones descritas, sin sacrificar ninguna de estas consideraciones a las restantes. Y así como fué más amplio su plan, así también fué más desembarazado, más sereno e imparcial su criterio. Lo cual se manifiesta, no sólo en la atención concedida a monumentos que yacían en la oscuridad y habían sido injustamente desdeñados por la fama, al paso que los otros autores suelen atender más bien a las fábricas ya insignes y de universal celebridad, sino que le libra de ciertos exclusivismos que es indudable que Piferrer tuvo, aunque en él resultasen simpáticos por lo espontáneo y sincero de sus admiraciones no menos que de sus desdenes. Así como en literatura Walter Scott y Schiller, y en música Bellini, dominaban casi sin rivales en su espíritu, así en arquitectura, después de haber pasado, como todos los románticos, por el culto de la ojiva, había acabado por prendarse [p. 204] del arte románico-bizantino, tal como en las construcciones del Norte de Cataluña aparece.

Quadrado, como todo hombre que siente profundamente el arte, ha tenido también, y no podía menos, sus particulares devociones, pero nunca ha permitido que este elemento personal se sobrepusiera en sus juicios a la estimación recta y desinteresada de cada obra dentro de su género y estilo. Y así ha descrito con igual felicidad las iglesias de la reconquista asturiana y los monasterios del Pirineo aragonés, las parroquias segovianas y avilesas y los primores de la incomparable Lonja de Palma, bellísimo tipo de las construcciones civiles de la última Edad Media. No sólo lo gótico en todos sus desarrollos y evoluciones, y lo románico y bizantino, y lo llamado mudéjar con razón o sin ella, obtienen del crítico el altísimo precio a que son acreedores, sino que jamás se encuentran en él aquellas acerbas e intolerantes censuras que el fanatismo de escuela puso en los labios de muchos románticos al tratar de toda arquitectura posterior al Renacimiento. Justa fué en su principio la reacción del espíritu poético contra aquella disciplina árida y estéril que veía en la seca y maciza regularidad de la mole escurialense el mayor triunfo del ingenio humano; pero rara vez las reacciones se contienen en justos límites, y no hay duda en que ésta rebasó toda medida, agotando el vocabulario de las injurias, no ya contra la degeneración barroca ni contra la severa, tétrica y desordenada arquitectura herreriana, sino contra el arte gentilísimo de los Paladios y Bramantes. Quadrado se guardó mucho de caer en tales extremos, y aunque nadie ha podido tenerle nunca por sospechoso de adhesión muy ferviente a los cánones de Vitrubio, no negó su estimación y sus aplausos, cuando hubo de encontrarlas en su camino, a algunas obras insignes de la arquitectura greco-romana restaurada, y aun a algunos ingeniosos productos del barroquismo nacional o del italiano.

Pero su mundo predilecto fué, como para todos los románticos, el mundo de la Edad Media. Y entre todas las regiones que exploró y describió aunque al tratar de todas pusiese igual estudio y diligencia, es cierto que (después de su isla natal) la tierra predilecta de su corazón, la que él mejor ha sentido y más ha ilustrado, son los reinos de Castilla la Vieja y León con su corona de viejas ciudades, todas distintas y admirables todas para el arqueólogo: [p. 205] Salamanca y Palencia, Ávila y Segovia. A cada una de estas ciudades y de las restantes cuyos monumentos ha descrito, así como a los reinos o agrupaciones a que ellas corresponden, ha dedicado largos capítulos de historia, que son una de las partes más importantes y sustanciales de la obra. Quadrado ha sido el verdadero reformador de nuestra historia local , el que la ha hecho entrar en los procedimientos críticos modernos, y quien al mismo tiempo ha traído a ella el calor y la animación del relato poético, el arte de condensar y agrupar los hechos y poner de realce las figuras, el poder de adivinación que da a cada época su propio color, y levanta a los muertos del sepulcro para que vuelvan a dar testimonio de sus hechos ante los vivos. Cuando se haga el catálogo de los grandes narradores del siglo presente (que para los estudios históricos ha sido en verdad un siglo de oro), el nombre de Quadrado figurará de los primeros en el escaso número de nombres españoles que pueden citarse. No hay de Quadrado una historia general y seguida, que quizá hoy ni puede ni debe intentarse; pero hay una serie de historias parciales, sólidas en la contextura, amenísimas en el estilo, labradas con el más discreto artificio, que oculta la firmeza de los materiales, y convierte en obra de agrado lo que realmente es obra de profunda ciencia. El que lee tales libros por recreación, y ojalá todo español los leyese, se encuentra al fin de la jornada con un caudal de noticias positivas y seguras que difícilmente encontraría juntas en ninguna otra parte; y va aprendiendo, sin sentir, la verdadera historia de su patria, estudiada como debe estudiarse, sobre el terreno mismo en que el gran drama histórico se ha desenvuelto, y entre las piedras que fueron testigos de las heroicas acciones o se levantaron para conmemorarlas; y no en áridas cronologías de reyes, batallas, embajadas, conjuraciones, asambleas y protocolos.

Y aquí del mal sino que persigue al señor Quadrado, y que con tan grave ofensa de la justicia relega al olvido tantas y tantas páginas admirables. El carácter pintoresco de la obra en que ha colaborado ha sido fatal a la difusión de su renombre literario, por ser tal la calidad de los lectores que generalmente manejan estos libros. Son muchos los que hojean los Recuerdos y Bellecas de España , pero casi todos son turistas o superficiales aficionados al arte, que ante todo se fijan en las litografías de Parcerisa o en las [p. 206] fototipias que lleva la segunda edición, y apenas se dignan pasar la vista indiferente o desdeñosa por el texto, que consideran meramente como explicación de los grabados. Da dolor ver perdido tan minucioso trabajo, que inútilmente llamará a las puertas de un público para quien la Guía de Ford o la de Baedeker todavía serían un pasto intelectual demasiado fuerte. Grande y bella cosa es la unión de la literatura y de las artes del dibujo; pero el ejemplo de lo sucedido a Quadrado y a Piferrer y a Madrazo y a tantos otros, debe hacer cautos a los hombres de letras para no enterrar estérilmente lo mejor de su talento en aquella especie de libros que vulgar y gráficamente se llaman de monos , y que en general se publican para solaz de los que no leen libros.

Sépase, de todos modos, aunque para ciertos piratas literarios no ha sido cosa enteramente ignorada, que la parte histórica de los tomos del señor Quadrado está llena de investigaciones de primera mano, además de ofrecer el más elegante resumen de las fuentes históricas anteriormente conocidas. Allí está, por ejemplo, la mejor monografía, por no decir la única que tenemos, sobre la monarquía asturo-leonesa, cuya historia sugiere tan difíciles y complejos problemas. [1] Allí se reducen a fácil y elegante compendio los fastos históricos de Aragón para quien no tenga tiempo o voluntad de emboscarse en la intrincada selva de sus analistas, que pueden dar ocupación para una vida entera. Allí se presenta la flor y se exprime el jugo de las historias de ciudades, sin la impertinente difusión y sobra de credulidad de que las más de ellas adolecen, pero sin omitir ninguna de las preciosas indicaciones que sobre el antiguo régimen social contienen. Quadrado posee el don rarísimo de concentrar lo últil y eliminar lo superfluo: su estilo tiene un poder de condensación que pasma en esta tierra de escritores palabreros. Es cierto que obliga a la segunda lectura, pero tal obligación está bien compensada así por el deleite como por el provecho. En pocas páginas resume a Colmenares sobre Segovia y a Pulgar sobre Palencia; en pocas más adelanta casi todo lo esencial de lo que sobre Zamora y Salamanca nos han enseñado muy recientemente las doctas investigaciones de los [p. 207] señores Fernández Duro y Villar y Macías. A estos y otros beneméritos cronistas de ciudades castellanas precedió en muchos años y abrió la puerta el señor Quadrado, que si en algún caso como en el de León pudo disfrutar de historia tan excelente como la del P. Risco, en otros ni impresas ni manuscritas pudo hallarlas, o fueron tales, que eran más para huidas que para consultadas, como el libro del padre Ariz sobre Ávila.

La corona de todos los trabajos históricos de Quadrado sobre la Edad Media española, en cuyo estudio le declaró Hübner diligentísimo y benemérito, será, sin duda, su prometida y en gran parte ya realizada Historia del reino de Mallorca , a la cual le han estimulado juntamente la caridad de patria y el celo paleográfico, que después de haberle hecho cubrise con el polvo de los archivos de media España, acabó por llevarle, como a su propio y natural centro, al retiro cenobítico del Archivo general de Palma, por él organizado y dirigido admirable y sabiamente durante cerca de medio siglo. El Archivo de Mallorca y la persona del señor Quadrado han llegado a compenetrarse y a ser una cosa misma, como lo fueron el Archivo de la Corona de Aragón y la persona de don Próspero Bofaroll. ¡Memorables ejemplos de lo que puede y alcanza el entusiasmo regional cuando cae en varón erudito y juicioso, y de lo que medran y adelantan, aun con exiguos recursos oficiales, las instituciones confiadas a su cuidado, y no a los de un personal abigarrado y transeúnte, que suele mirar los archivos como lugares de destierro y penitencia!

Pocas veces se han reunido en nadie como en Quadrado, cronista de Mallorca, las tres condiciones más indispensables en el historiador: el íntegro, cabal y bien digerido conocimiento de la materia, lo mismo en el detalle mínimo que en el cuadro general; la independencia y rectitud de juicio, libre de toda pasión de escuela y de todo estímulo de falso patriotismo; y finalmente, el arte soberano de la narración, sin el cual la historia más crítica, más imparcial y mejor documentada no será nunca más que media historia. Porque, en cuanto a lo primero, es cosa evidente y notoria que por manos de Quadrado han pasado, no una, sino repetidas veces, todo género de papeles impresos o manuscritos sobre las Islas Baleares, sin que se hayan ocultado a sus investigaciones ninguno de los archivos públicos o privados de Mallorca, ni tampoco [p. 208] los de aquellas comarcas del Mediodía de Francia que con ella formaron el antiguo reino. Y no sólo ha reconocido y organizado por sí mismo todo este inmenso aparato histórico, sino que en vez de acelerarse como tantos otros eruditos a entregar crudas al público las primicias de su labor, ha dejado madurar su proyecto años y años, ocupados no solamente en la depuración de cada hecho, sino en meditar sobre la síntesis histórica que enlaza la historia de Mallorca con la de los demás reinos ibéricos, y ésta con la historia general, como pensador que es y avezado a altas meditaciones de filosofía histórica. En segundo lugar, Quadrado, que ha tenido valor para resistir al torrente catalanista y mantener vivo en su alma el culto de la patria común, que no menoscaba, sino que engrandece y realza el amor a la patria pequeña, muestra igual serenidad de juicio cuando condena la usurpación de don Pedro IV, y su inicuo proceder con la infeliz dinastía de Mallorca, que cuando execra las matanzas de los judíos de la isla y la bárbara preocupación que a ellas ha sobrevivido, o cuando hace trizas la leyenda revolucionaria que pretendió convertir a Juan Colom en héroe y en vengador del derecho, y en apóstoles de la libertad a los asesinos de la Germanía . Ni rencores de Mallorca contra la dinastía de Aragón, ni rencores de Cataluña contra Castilla, ni preocupaciones aristocráticas tan vivas en la isla, ni amargo y fanático celo con sombra de religión, encuentran gracia a sus ojos, ni logran de su pluma independiente y severa el menor acatamiento. Donde está la justicia allí está él, con la patria o contra la patria.

Y, finalmente, por lo que toca a la tercera condición antes apuntada, superfluo nos parece repetir lo que llevamos dicho en elogio de la fantasía histórica del señor Quadrado; que fantasía exige la historia, y no en grado exiguo, y sin ella no se concibe al historiador perfecto, aunque sea un investigador de la talla de Zurita, de Flórez o de Muratori. Baste decir que en los capítulos publicados de la historia de Mallorca, Quadrado resulta vencedor de sí mismo; o por la especial devoción que consagra al asunto, o por haber llegado a la plena madurez de sus facultades y a la posesión completa de su estilo; o, finalmente, por las excepcionales condiciones de su tema, que no es ya una crónica local y circunscrita al recinto de una ciudad o pequeña provincia sin autonomía [p. 209] histórica, sino la de un Estado que en tiempos fué independiente y poderoso, y cuyos anales, conocidos día por día sin interrupción alguna, y con inusitado lujo de pormenores, nos ofrecen tan nuevas condiciones de organización social, tan interesantes rasgos de costumbres públicas y domésticas, episodios tan dramáticos, conflictos de tan extraño carácter, y por decirlo todo, un sello de originalidad que realza y diferencia a Mallorca, no sólo entre las diversas regiones de España, sino entre las mismas que compusieron la antigua Corona de Aragón. A tan admirable variedad de casos históricos responde fielmente la varia y sólida trama del estilo de Quadrado, hábil, como pocos, para sorprender el misterio de la vida en la letra muerta de los documentos.

Todavía no gozamos por completo de esta obra inestimable, cuya elaboración ha durado tanto como la vida literaria del autor, que ya en su juventud publicó dos episodios de ella: La Conquista de Mallorca , en que reunió y anotó los textos de Marsilio y Desclot comparados con el de la Crónica de don Jaime y el Repartimiento de la isla; y Forenses y Ciudadanos , trabajo de mucho mayor empeño, en que lo interesante del relato compite con el profundo conocimiento de una cuestión social ignorada hasta entonces por nuestros historiadores: libro, en suma, que puede rivalizar con los mejores capítulos de Alejandro Herculano, ya se atienda al arte severo de la composición, ya al nuevo modo de considerar y entender la Edad Media.

Con la modesta apariencia de suplementos a la obra de Piferrer, nos ha dado últimamente el señor Quadrado una parte muy considerable de su historia, que en nuestro concepto deberá pasar intacta al libro definitivo, salvo el añadir y rectificar aquellas cosas que de nuevo haya enseñado al autor su perseverante investigación, que en estos últimos años se ha extendido a los archivos de Perpiñán. Pero capítulos tales como el de las postrimerías del reino, el de la matanza de los judíos, el de las germanías, no podrían retocarse sin evidente peligro de que perdiesen algo de la varonil y austera belleza que en ellos campea, del tejido recio y fibroso de su estilo. La historia del reino de Mallorca, más interesante que la de los Duques de Borgoña, ha encontrado por fin su Barante, más sobrio y nervioso que el primero, y no reducido a parafrasear en ameno estilo crónicas viejas, como el otro hizo, sino con todo [p. 210] aquel caudal de filosofía histórica que podía esperarse de quien, antes de escribir los anales de un pequeño reino, había salido con lucimiento de la empresa, que parecería temeraria si no la hubiese justificado el éxito, de continuar el Discurso de Bossuet sobre la Historia Universal .

Es cierto que las obras de genio ni se continúan ni se repiten; pero excluyendo toda comparación por inoportuna y por contraria a la modestia del insigne escritor mallorquín, basta que su continuación sea, como realmente lo es, el mejor compendio de historia moderna, y el mejor ensayo de filosofía de la historia dentro del criterio providencialista, que en estos últimos tiempos ha aparecido en España. Hay en él portentos de concisión dignos de Tácito, concentración luminosa de innumerables sucesos, toques rápidos y vigorosos que suscitan la visión de una figura o de un período entero, palabras preñadas de sentido, mirada sintética y audaz que se cierne sobre las cumbres de la historia y reduce a unidad la dispersa muchedumbre de acontecimientos, sin olvidar ninguno esencial, y mostrando en todos su ley generadora. Y obsérvese que, por lo tocante a la materia histórica, era relativamente más fácil la tarea de Bossuet, circunscrita, puede decirse, a seguir los destinos providenciales del pueblo judío y del pueblo romano, lo cual le permitió dar a su obra la imponente unidad, la grandeza oratoria, la clásica sencillez del plan, que la hacen digna de toda admiración. Pero encerrar en una sinopsis de dos pequeños volúmenes la caótica variedad de los siglos medios y modernos, y esto sin hacer la historia por epigramas como Voltaire en el Ensayo sobre las costumbres , ni perderse en nebulosas vaguedades místicas como Federico Schlegel, ni descoyuntar los hechos en el potro de un inflexible mecanismo doctrinario como Guizot, es algo muy raro, muy difícil de lograr, y que honra a Quadrado y a nuestra literatura. La patria de Bossuet ha recibido con encarecimiento y justos plácemes esta continuación, y hace ya diez años que en la Revue de Geographie de París le dedicaba extenso y profundo estudio Mr. Luis Drapeyron, juzgándola doctamente, si bien con resabios propios de la profesión que el crítico hace de racionalista.

Este nuevo Discurso sobre la Historia Universal nos conduce como por la mano a otra copiosa serie de escritos del autor, que [p. 211] se refieren a materias de religión, filosofía y política, en los cuales ha de buscarse el fundamento de su criterio histórico. Estos escritos son, como queda dicho, en gran número, y por primera vez se imprimen ahora coleccionados, prescindiendo sólo de algunos artículos de interés más efímeros.

La política de Quadrado depende de su filosofía religiosa. Quadrado es ante todo apologista católico, y escribe sobre las cosas de la tierra puestos siempre los ojos en el cielo, lo cual no quiere decir que su política sea mística o teocrática, sino pura y sencillamente cristiana y católica, sin mezcla ni confusión de lo humano con lo divino. Pero bajo esta denominación de apologista católico suelen comprenderse escuelas y tendencias tan diversas entre sí, ora se mire a su fondo científico, ora a sus aplicaciones prácticas, que conviene precisar y deslindar la escuela o tendencia filosófico-religiosa a que el autor pertenece, único modo de apreciar rectamente los rumbos que en política ha seguido, obedeciendo siempre a los dictados de su pensamiento y de su conciencia, nunca a intereses frívolos y transitorios.

Cuando Quadrado llegó a la arena política publicando en 1842 sus primeros artículos en El Católico y fundando en 1844 La Fe , dos bandos poderosos y encarnizados, después de haber lidiado sin cuartel ni misericordia en los campos de batalla, permanecían irreconciliables, ceñudos y rencorosos, como separados por un mar de sangre y por un abismo de ideas todavía más hondo. Decíase el uno representante de la tradición y heredero de la España antigua, y no puede negarse que en parte lo fuera, si bien por fatalidad de los tiempos, al resistir el empuje de la revolución demoledora, pareció identificar su causa con la de instituciones caducas y condenadas a irremediable muerte, y se constituyó en defensor, no de una tradición gloriosa cuyo sentido apenas comprendía ni alcanzaba como no fuese de un modo vago e instintivo, sino de los peores abusos del régimen antiguo en su degeneración y en sus postrimerías. Con esto dieron aparente justificación a los del partido adverso, que pensando y sintiendo con el espíritu de la revolución francesa, radicalmente hostil a todo elemento tradicional e histórico, confundían bajo el mismo anatema los principios fundamentales y perennes de nuestra vida nacional, y las corruptelas, imperfecciones y escorias [p. 212] que el transcurso de los siglos y la decadencia de los pueblos traen consigo.

Como todo sistema político presupone una cierta filosofía, o por lo menos un conjunto de principios generales sobre el orden social, cada una de estas dos grandes banderías, en que vino a disgregarse España durante la primera mitad de nuestro siglo, tuvo de un modo más o menos claro y explícito su peculiar filosofía, de la cual dedujo consecuencias tan radicalmente contrarias como lo eran entre sí las tesis primeras. Lo cual no quiere decir que dentro del mismo partido pensasen de igual suerte los que algo pensaban, ni que andando el tiempo dejaran de insinuarse en uno y en otro elementos nuevos que rompiendo la unidad de miras y criterio, habían de conducir a nuevas soluciones, así en lo racional y teórico como en la política práctica, engendrando a la par nuevas escuelas y nuevos partidos.

Es cosa notoria que el espíritu de los liberales en su primer tiempo, es decir, en los dos períodos de 1812 a 1814 y 1820 a 1823, y aun puede decirse que durante la primera guerra civil, había sido el del siglo XVIII en toda su pureza: es decir, que en filosofía profesaban el empirismo ideológico de Condillac, Destutt-Tracy y Cabanis, y en materia de legislación y ciencia social, después de haber pasado por el Contrato social y por los libros del abate Mably, habían anclado en el utilitarismo de Bentham, a quien Núñez, Salas, Reinoso y otros muchos veneraban como un oráculo, y a quien en 1820 pedían las Cortes mismas su opinión sobre nuestros códigos y proyectos de ley. La emigración de 1823 no modificó notablemente este estado de las ideas, por haberse dirigido casi toda a Inglaterra, donde el empirismo filosófico tiene de antiguo su principal asiento como por juro de heredad y constante tendencia de raza. Dióse, pues, el raro caso de una juventud política, apasionada, temeraria, romántica, que aventuraba sin cesar la vida y derramaba pródigamente la sangre en intentonas descabelladas y temerarias, en pro de un ideal que venía a resolverse en sesualismo materialista y en egoísmo reflexivo y sometido a las leyes de una cierta aritmética moral. Tal contradicción no podía ser duradera; y si bien los hombres educados a los pechos de la Enciclopedia y de Bentham, los hombres de 1812 y de 1820, permanecieron duros y aferrados a sus antiguos errores, haciendo [p. 213] con ello gala de incorruptible consecuencia, la juventud que entró en la vida pública en 1834 sentía ya y empezaba a pensar de otra manera, y propendía visiblemente a una reacción espiritualista. A ello contribuyó de poderosa manera la revolución literaria que conocemos con el nombre de romanticismo ; y contribuyó también el ejemplo de la vecina Francia, donde en tiempo de la Restauración las doctrinas de los ideólogos habían caído en gran descrédito, y por el contrario, el espiritualismo en sus diversas formas había renacido con brillantez en los escritos y lecciones del teórico de la voluntad, Maine de Biran, de Royer-Collard y de Jouffroy, importadores de la psicología escocesa, y del elocuente y genial Víctor Cousin, que comenzó vulgarizando, no sin nota de panteísmo, las principales tesis del idealismo alemán, especialmente del de Schelling y acabó por intentar una restauración del cartesianismo elevándola a la categoría de ciencia oficial o universitaria, que conservó por muchos años. El impulso llegó pronto a España; y ya en 1840 la parte más culta de la juventud liberal, la que fué el plantel del partido moderado, había sustituido la Ideología de Destutt-Tracy con las Lecciones de Cousin y Damiron, y el Derecho penal de Bentham con el de Rossi. Educados en la escuela de los doctrinarios franceses, y creyendo firmemente en la soberanía de la inteligencia como primer dogma político, del modo que Donoso Cortés, por ejemplo, le expone en sus Lecciones de Derecho público , tenían que romper forzosamente toda alianza con los partidarios de la soberanía del número y del imperio democrático de las muchedumbres. Y así aconteció en efecto, convirtiéndose desde entonces en anarquistas y agitadores perpetuos los antiguos exaltados , que comenzaron a llamarse progresistas ; y agrupándose los restantes para formar un partido conservador y de orden, que tuvo el pecado irreparable de no llegar a españolizarse jamás, de gobernar con absoluto desconocimiento de la historia, empeñándose en implantar una rígida centralización administrativa, en ninguna parte tan odiosa y tan odiada como en España; pero partido al cual no pueden negarse sin injusticia notoria, buenos propósitos, mejoras positivas, y sobre todo generosos arranques y grandes servicios a la defensa social en momentos críticos y solemnes, en que el árbol de la vieja Europa amagaba troncharse al peso del huracán de 1848.

[p. 214] Si la cultura de los liberales adolecía de exótica y superficial, la de los partidarios del antiguo régimen había llegado a tal extremo de penuria, que en nada y para nada recordaba la gloriosa ciencia española de otras edades, ni podía aspirar por ningún título a ser continuadora suya. Todavía a principios del siglo se conservaban, especialmente en las órdenes religiosas y en el seno de algunas universidades, tradiciones venerables, aunque por lo común de puro escolasticismo; y en tal escuela se formaron algunos notables apologistas, férreos en el estilo, pero sólidos en la doctrina, superior con mucho en elevación metafísica a la filosofía carnal y plebeya del siglo XVIII, única que ellos tenían enfrente. Así lograron y merecen aplauso y buena memoria el sevillano P. Alvarado, el valenciano P. Vidal, el mallorquín P. Puigserver, y otros que aquí se omiten. Pero su obra resulto estéril en gran parte, así por la sujeción demasiado nimia que mostraron al procedimiento escolástico, sin hacerse cargo de la diferencia de tiempos y lectores, cuanto por la intransigencia de que hicieron alarde respecto de toda otra filosofía, condenando de plano todo género de innovaciones buenas o malas, hasta en la enseñanza de las ciencias físicas. Y como al propio tiempo su estilo, que por lo común era inculto, desaseado y macarrónico, no convidase a tal lección a los hombres de buen gusto, este escolasticismo póstumo no solamente no sirvió para convencer a los liberales, sino que entre los realistas mismo hizo pocos prosélitos; siendo sustituido pronto, y sin ninguna ventaja de la cultura nacional, por traducciones atropelladas de aquellos elocuentes y peligrosos apologistas neocatólicos del tiempo de la Restauración francesa, Chateaubriand, De Maistre, Bonald, Lamennais (en su primera época). Tal fué la más asidua lectura del clero español y de los legos piadosos en los últimos años del reinado de Fernando VII; y por este camino la devoción española vino a saturarse muy pronto de sentimentalismo poético, de tradicionalismo filosófico, de simbolismo teosófico, de absolutismo teocrático, de legitimismo feudal y andantesco y de otra porción de ingredientes de la cocina francesa, que mal podían avenirse con nuestro modo de ser llano y castizo. Cuán grande fué el peligro dígalo el grande ejemplo de Donoso Cortés, que ni antes ni después de su conversión acertó a ser español en otra cosa que en el poder y magnificencia de su palabra [p. 215] deslumbradora, con cuyo regio manto revistió alternativamente ideas bien diversas, pero todas de purísimo origen francés, ora fuese el inspirador Royer-Collard, ora Lamennais, De Maistre o Bonald.

Una sola excepción, pero tan grande y gloriosa que ella sola basta para probar la perenne vitalidad del pensamiento español aun en los períodos menos favorables a su propio y armónico desarrollo, nos ofrece Balmes, cuya elevada significación filosófica, apenas entrevista por sus contemporáneos, y aun por muchos de los que se dicen admiradores suyos, ha de crecer con el transcurso de los tiempos y con el mayor estudio de aquella obra capital entre las suyas, aunque no sea la más leída, en que depositó las más ricas intuiciones de su espíritu. El único libro filosófico español de la primera mitad de nuestro siglo en que se ve un esfuerzo propio e independiente para llegar a la verdad metafísica, el único que puede compararse con las obras de nuestros grandes pensadores de otros tiempos o con los que entonces se escribían en otras partes de Europa, es la Filosofía fundamental , libro que precisamente por su originalidad no ha encontrado mucho favor entre los neoescolásticos, que evitan hablar de él o lo hacen sólo con reticencias y salvedades, y hasta con marcada frialdad, como si un solo capítulo de Balmes no valiese más que todos los manuales y rapsodias que ellos han hecho. Para mí el Balmes metafísico no es inferior en nada al Balmes admirable tratadista de lógica práctica en El Criterio y de filosofía de la historia en El Protestantismo . Es rebajar su acción filosófica, o más bien no entenderla, el querer reducirle al papel de precursor tibio e inconsecuente de la restauración escolástica. Si tal restauración hubiera intentado, tendrían razón sus censores, puesto que el libro está lleno de capitales infracciones a la doctrina y al método de la Escuela. Pero en esto mismo consiste su valor propio, y esto es lo que le saca del montón y da a su autor un puesto separado en los anales de la filosofía cristiana. Balmes admiraba la Escolástica, y se había educado en la Summa de Santo Tomás; encontraba en ella muchos elementos adaptables e incorporables a la filosofía moderna; pero al examinar con libre juicio las cuestiones fundamentales de la filosofía, no entendió, ni por un momento, abdicar su espíritu crítico en aras de ningún sistema. Balmes, digámoslo sin temor, [p. 216] fué filósofo ecléctico, fué espiritualista cristiano independiente, con un género de eclecticismo que está en las tradiciones de la ciencia nacional, que brilló en nuestros grandes pensadores del Renacimiento, y que volvió a levantar la cabeza, no sin gloria, en el siglo XVIII. Balmes coincidió con esta tradición sin procurarlo, y aun sin saberlo; y contra el eclecticismo francés, que servía entonces de conductor al panteísmo germánico, levantó un eclecticismo español, que valía tanto como el de Cousin, por lo menos. Esta fué su obra y su gloria, y por ella el nombre de Balmes es el único nombre de pensador español de este siglo conocido y respetado en toda Europa por creyentes y por racionalistas. Es cierto que tuvo más fuerza analítica que sintética, más vigor dialéctico y destreza polémica que unidad de concepto metafísico, más pujanza en la crítica que en la afirmación, por donde vino a dejar en su filosofía huecos y contradicciones que amenguan un tanto su valor sistemático. Pero ¿a dónde no hubiera llegado de alcanzar la vida de Leibnitz o de Kant, el que a los treinta años se anunciaba al mundo filosófico con tal libro? ¡Y cuánto hubiera ganado la cultura española prosiguiendo con viril energía en aquella senda de racional libertad, sin sobrecogerse con escrúpulos monjiles, ni lanzarse a ciegas temeridades, puestos los ojos en el sol de la verdad cristiana, pero sin amenguar uno solo de los derechos que a la razón en su esfera propia legítimamente pertenecen!

La Filosofía fundamental se construyó en gran parte con materiales extranjeros, pero la oculta concordancia entre el espíritu de Balmes y el genio filosófico de la raza le hizo preferir aquellos más afines con el sentido propio y peculiar de nuestra especulación filosófica en aquellas edades en que había vivido de savia propia. Y así, al admitir elementos del psicologismo cartesiano, y entre ellos el punto de partida y el propio entimema, retrocedía a través de Descartes, hasta Gómez Pereira; al inspirarse en los pacientes análisis de la escuela escocesa, parecía volver los ojos a Luis Vives; al mirar con simpatía las concepciones armónicas de Leibnitz, pudiera decirse que algo del ontologismo neoplatónico de Fox Morcillo reflorecía en su espíritu. Si la filosofía española del siglo XIX (entendiendo por tal algo que tenga carácter propio, y no sea indigesta repetición de Kantismo, Hegelianismo, Krausismo, Positivismo y Neo-tomismo italiano o alemán) está en [p. 217] alguna parte, en Balmes seguramente ha de buscarse. Su misma doctrina política, tan conciliatoria, tan simpática, tan humana, tan aborrecida de los violentos, debe a la amplia base de su filosofía crítica y armónica el haberse salvado de aquella lepra feroz de fanatismo, de aquella especie de pedantería sanguinaria que por muchos años convirtió en Caínes a todos los partidos españoles.

Hablar de Balmes es en cierto modo hablar de Quadrado, que en materias sociales y políticas estuvo siempre de su lado, aunque en rigor no puede decirse que fuera discípulo suyo, puesto que empezó a escribir casi al mismo tiempo. De 1839 data el folleto de los bienes del clero , y a 1840 se remontan los primeros artículos literarios de Quadrado en La Palma , a 1843 sus primeros artículos políticos en El Católico . La influencia de Balmes fué muy poderosa en su espíritu, pero no excluyó otras influencias, ni menos la iniciativa propia. Balmes era filósofo y matemático; Quadrado, arqueólogo y literato romántico; naturalezas, como se ve, muy diversas, y que en algún modo puede decirse que se completaban. No era indiferente Balmes a los goces estéticos, especialmente a los de la música y la poesía, pero sus infelicísimos versos dan testimonio de lo estéril de estas aficiones artísticas suyas, que por otra parte le honran. Su entendimiento lúcido y vigoroso, pero no exento de cierta sequedad prosaica, era más apto para comprender la verdad que la belleza. Fué, pues, providencial el encuentro de ambos escritores, y la naturaleza afectiva y poética de Quadrado vino a templar, digámoslo así, la austeridad del genio de Balmes y a traer a sus luminosas doctrinas el calor que quizás las faltaba.

No es esto decir que haya absoluta conformidad en el pensamiento de ambos escritores. Quien lee aquella especie de programa que con el título de La Fe considerada bajo sus diversos órdenes publicó Quadrado en 1844, fácilmente discierne una filosofía distinta de la de Balmes en puntos capitalísimos. No hay que negar que Quadrado fué tradicionalista durante un largo período de su vida, cuando era lícito profesar el tradicionalismo como cualquier otro sistema de filosofía cristiana, antes de las explícitas declaraciones del Concilio Vaticano sobre los derechos respectivos de la Fe y la Razón. Una aprensión excesivamente viva de los peligros y desordenes en que fácilmente cae la especulación [p. 218] racional abandonada a sus propias fuerzas, le arrastró, como a Bonald y a tantos otros, al extremo opuesto, llevándole a convertir el escepticismo filosófico en máquina de guerra contra el escepticismo religioso. En la razón no quiso ver más que tinieblas, o a lo sumo débiles reflejos de una revelación primitiva transmitida por la tradición oral. No se detuvo ante la afirmación de la impotencia y nulidad del conocimiento racional. La filosofía fué a sus ojos una pura negación, contrapuesta a la fe, que es afirmación pura. Y por aversión al racionalismo, vino a dar en conclusiones claramente sensualistas, negando la espontaneidad racional, y declarando que la razón, como facultad meramente pasiva , sólo de los sentidos y de la palabra recibe sus nociones, así en el orden físico como en el moral.

Es inútil encarecer los peligros de esta doctrina, cuyos orígenes más remotos están en Tertuliano y otros apologistas de la escuela africana. La Iglesia ha hablado solemnemente sobre este punto, y entre los tradicionalistas, que fueron siempre fervorosísimos católicos, no hay uno solo que haya dejado de someterse, honrándoles tanto esta sumisión como antes su bueno y piadoso celo. El odio a la ciencia carnal y a la filosofía parlera, que hincha y no edifica y deja seco el corazón y vacío el entendimiento, no debe hacernos perder de vista ni un solo momento que la fe sólo puede recaer en sujeto racional; y que la razón, lejos de tener pacto firmado con el error, puede elevarse, y de hecho se ha elevado, por su propia actividad, a la comprensión más o menos íntegra y clara de aquellas verdades de teología natural que son preámbulo de los artículos de la fe. El mismo Tertuliano se veía obligado a invocar el testimonio del alma naturaliter christiana ; y entre los Padres griegos, comenzando por los más antiguos, predominó siempre aquella hermosa doctrina de San Justino sobre la virtud del logos spermaticos que derramó la Sabiduría Eterna en todos los espíritus, para que pudieran elevarse, aun por las solas fuerzas naturales, a una intuición o conocimiento parcial del Verbo, aunque la completa comunicación y manifestación del Verbo por obra de gracia sólo se cumpla mediante la revelación de Cristo. La escuela alejandrina, con Clemente y Orígenes, lejos de considerar la filosofía como vana cavilación y semillero de herejías, la miró como preparación providencial del cristianismo, concedida a los [p. 219] gentiles como la Ley a los Hebreos. Y finalmente, los escolásticos, especialmente Santo Tomás, tuvieron tan alta idea de la razón humana, que la llamaron «participación de la lumbre increada» y «espejo de las razones eternas». Este y no otro es el sentir tradicional de las escuelas cristianas, y a él se ha vuelto afortunadamente, sin peligro por ahora de temerarias novedades, que en son de poner la fe a cubierto de todo ataque, abrían un abismo insondable entre la fe y la ciencia.

Fuera de estos resabios de tradicionalismo que pueden depender a veces de falta de rigor y precisión en los términos, por donde resultan más duras ciertas proposiciones que en la mente de su autor quizá no lo serían tanto, nada hay que reparar, y sí mucho que elogiar, en los elocuentes Ensayos religiosos del señor Quadrado, que a lo bruñido y firme del estilo juntan la penetración de psicólogo y moralista ejercitada y depurada en el trato de espíritus humanos, aun más que en el trato de libros. Quadrado es de los pensadores que meditan y observan mucho más de lo que leen, y de los que educan y cultivan simultáneamente la vida del sentimiento, la de la razón y la de la fantasía; y sin duda por eso el inolvidable Llorens, nuestro primer psicólogo de este siglo y uno de los más eminentes educadores que hemos tenido, sentía por Quadrado tan especial predilección, como espíritu gemelo en algún modo del suyo, siendo en él vocación instintiva lo que era en Llorens estudio metódico y ocupación de todos los momentos.

Es de suponer que, después de la aparición de la Filosofía fundamental , fuese modificando Quadrado sus tesis tradicionalistas y acercándose en esto como en lo demás al sentido de Balmes; pero es lo cierto que después de 1844 escribió poco sobre estas materias, aparte de los ya citados artículos de La Fe y de otros que allí mismo aparecieron y en este volumen se reproducen, y que tienen la gran curiosidad de presentar con ocho años de anticipación la mayor parte de las ideas fundamentales del memorable Ensayo de Donoso Cortés.

En lo que sí hubo total uniformidad de criterio entre Balmes y Quadrado, fué, como queda dicho, en las cuestiones políticas y sociales, de tal modo, que la colección de los escritos del uno debe considerarse como necesario complemento y apéndice de los del otro. La Fe es inseparable de La Civilización y de La Sociedad ; [p. 220] El Conciliado completa El Pensamiento de la Nación . Y puede decirse que cuando la muerte arrebata a Balmes en 1848, termina también la vida política de Quadrado, que dedicado desde entonces a la historia y al arte, sólo rarísimas veces rompe el silencio, y eso no paró para cuestiones de política diaria, sino para notar los progresos del socialismo en 1850 y buscar remedio a la nueva dolencia, o para defender la unidad religiosa en 1855 y en 1868.

El punto culminante de las campañas periodísticas de Quadrado ha de buscarse en sus escritos del año 1845 publicados en El Conciliador y en El Pensamiento de la Nación , siendo director del primero de estos periódicos y colaborador asiduo del segundo, que dirigía Balmes. La generosa fórmula que en ambos se defendía no era otra que la reconciliación sincera de todos los españoles católicos y monárquicos, y como medio de lograrla y principio de una política nacional, la fusión dinástica que ahuyentara para siempre el espectro de la guerra civil, haciendo entrar en la legalidad constitucional al partido carlista. En torno de esta bandera, que a sus mismos adversarios pareció patriótica, se agruparon muchos hombres de buena voluntad, procedentes los unos del partido carlista, como el mismo Balmes y el mismo Quadrado, aunque éste por sus pocos años y aquél por la naturaleza de sus estudios estuviesen desligados de todo compromiso con los partidarios del absolutismo tradicional; y los otros de cierta fracción disidente del partido moderado, que más de una vez se vió a las puertas del poder, y que en las Cortes de 1844 llegó a estar representada por 24 diputados, a quienes acaudillaba un hombre que fué dechado de caballeros y de ciudadanos, el segundo Marqués de Viluma.

El pensamiento de Balmes y Viluma parece haber nacido al calor del movimiento nacional de 1843 que derribó al regente Espartero. Vióse en aquella crisis a los moderados, sin perjuicio de aliarse con los progresistas, buscar también el apoyo de los carlistas vencidos, y halagar los sentimientos religiosos y tradicionales del país con promesas y esperanzas de próxima reparación; y vióse también a muchos de los carlistas prestarse gustosos a tales pláticas y ayudar al triunfo de la coalición, que manifiestamente tuvo carácter de reacción monárquica en muchas ciudades. Pero tales esperanzas se vieron pronto desvanecidas. Es cierto que los [p. 221] progresistas conjurados contra el Regente desaparecieron de la escena poco después de su efímera y aparente victoria; pero llegados al poder los moderados, no desmintieron sus tradiciones de partido parlamentario, y lejos de dar paso alguno para la ansiada reconciliación, continuaron excluyendo del derecho común a los carlistas, y ni siquiera llegaron al arreglo de las cuestiones pendientes con Roma, prolongándose con esto años y años la tribulación de la Iglesia española, huérfana de sus pastores, despojada de sus bienes, herida y atropellada en su inmunidad.

Sólo aquella fracción del partido moderado a que aludimos comprendió en 1844 la verdadera situación de las cosas, y los deberes de un partido conservador y de orden en tales momentos, y no dudó en invocar el concurso de los carlistas para la grande obra de la pacificación moral. El alto espíritu de Balmes acogió gozoso la idea, y su palabra lógica y persuasiva la llevó por todos los ámbitos de España. Suscitada en 1845 la cuestión del matrimonio de la Reina, El Pensamiento y El Conciliador pronunciaron sin ambajes el nombre de su candidato, el Conde de Montemolín, el llamado Carlos VI, el pretendiente expatriado y proscrito. El proyecto fracasó, y era inevitable que fracasase, no porque dejara de ser el único pensamiento genuinamente español, el único que hubiese atajado desastres sin cuento, dando acaso diverso giro a nuestra historia, sino porque a toda luz era prematuro e irrealizable. Las heridas de la guerra civil manaban sangre todavía; los odios no habían tenido tiempo de apaciguarse, y aun más que contra las ideas estaban enconados contra las personas: las ruinas morales que deja en pos de sí una lucha ferocísima y sin cuartel, como fué la de los siete años, no se reparan en un día. Balmes y Quadrado llevaron el bálsamo a las llagas, pero no hicieron ni podían hacer más. Dos años de lucha y dos periódicos no bastan para pacificar un pueblo perturbado y desquiciado por medio siglo de revoluciones y reacciones, a cual más sanguinarias e insensatas. La fusión dinástica fué rechazada por todo el mundo; a los liberales pareció una abdicación en favor del absolutismo, a los carlistas una apostasía en favor de los liberales: unos y otros invocaron la sangre derramada en cien batallas por la pureza e integridad de sus respectivos ideales, y el proyecto de matrimonio tropezó lo mismo con la oposición de la reina Cristina que con la de la familia proscrita, [p. 222] lo mismo con el clamoreo de los moderados que con el de los progresistas. Las consecuencias de esta ceguedad universal no hay que recordarlas; en 1893 hállense las cosas en el mismo estado que en 1844; una revolución radical, que hundió en 1868 el trono de doña Isabel en medio de la indiferencia, cuando no del regocijo de los carlistas; una nueva guerra civil y dinástica, no han bastado para convencer a los monárquicos españoles de la impotencia de sus esfuerzos aislados y del profético sentido de aquel postrer artículo de Balmes, ¿Por dónde se sale? Tres meses antes Quadrado había escrito cosas análogas al retirarse a sus tiendas. Ellos solos tuvieron razón aquel día, pero con la desventaja de tenerla ellos solos y de tenerla antes de tiempo. Hoy mismo, después de medio siglo y de innumerables lecciones y escarmientos, ¿quién puede decir que el fruto esté en sazón, ni siquiera que se aproxime a la madurez?

No fracasó ciertamente la empresa de Balmes por incompatibilidad de principios, como algunos imaginan, sino por incompatibilidad de personas. Todavía en 1845 la bandera católica y monárquica podía cobijar a todos. La cuestión de tolerancia religiosa no se había presentado aún con el grave carácter que tomó en 1855, en 1869, en 1876. La Constitución de 1837, obra de los progresistas y principalmente de Olózaga, había respetado la unidad de la creencia nacional, y la de 1845 fué todavía más explícita en este punto. Había, es cierto, en el antiguo partido moderado, como hay en los modernos partidos conservadores, un número no pequeño de volterianos rezagados, de incrédulos o indiferentes, hombres del siglo XVIII, convertidos a los principios de orden por el espectáculo de la revolución desatada, pero incapaces de comprender la intimidad del sentimiento religioso, ni de ver en la religión otra cosa que una salvaguardia de la paz pública y un instrumentum regni . Pero éstos fueron siempre los menos, y su espítitu nunca dominó en el partido, que más bien fué aceptando con el transcurso del tiempo una gran parte del programa de aquella fracción disidente de 1844 que nunca llegó al poder, pero que continuó influyendo después de vencida y en apariencia disuelta. Hechos tales como la expedición a Roma en 1849; la negociación del Concordato en 1851, la reacción de 1857, manifiestan claramente el prestigio y la fuerza que conservaban las ideas religiosas [p. 223] en la gran masa del partido conservador de aquellos días. Y en realidad el Pensamiento de la Nación no ha muerto aún porque es de esencia perenne. Ayer mismo le vimos renacer con grandes esperanzas de triunfo; y aunque las pasiones humanas contrariaron o esterilizaron por el momento tal obra, haciendo degenerar en grosero y escandaloso pugilato de injurias soeces y baldones irreparables una polémica nacida de diferencias mínimas, habría que desesperar de los destinos de España si no creyéramos que las palabras de paz y concordia entre los creyentes, que hoy suenan en labios de nuestro episcopado, dejen de ir labrando hasta en las almas más secas y endurecidas por el rencor y la soberbia.

Si las diferencias en el modo de apreciar las cuestiones político-religiosas no podían ser obstáculo en 1845 para la deseada unión de los católicos, puesto que ni siquiera la malhadada palabra liberalismo daba ocasión entonces, como da ahora, a tantas interminables y soporíferas discusiones, capaces de entontecer la cabeza más firme, tampoco la divergencia política era tal que impidiese la aproximación. Calificar de absolutista a Balmes sería no menor yerro que considerarle en filosofía como escolástico. Sus tendencias coincidían con las de la escuela histórica, que ya empezaba a tener secuaces entre los moderados, y que era especialmente profesada por un grupo de juriconsultos catalanes, con quienes él, sin embargo, no parece haber estado en relación. Era en verdad poco afecto a las constituciones escritas y a los códigos abstractos y dogmáticos, pero no rechazaba las formas ni aun la esencia del régimen representativo. Baste recordar las explícitas y generosas declaraciones que hay en su Pio IX , declaraciones tales que no sé si se las han perdonado todavía los que indignamente amargaron los últimos días del filósofo, y luego con llanto de cocodrilo lloraron su muerte, y hoy tienen valor para reclamarle como gloria propia después de haberle asesinado moralmente. Y en cuanto a Quadrado, aunque parece partidario de las cartas otorgadas y enemigo acérrimo del principio de la soberanía popular (como era consecuencia forzosa de su tradicionalismo), no insiste mucho en la discusión de los títulos de legitimidad y origen de la ley constitucional; y no sólo reconoce y acata la entonces vigente de 1845, sino que inculca en casi todos sus artículos la necesidad de que el régimen representativo, que bueno [p. 224] o malo era ya el único posible, llegue a ser una realidad en la práctica. «No venimos a destruir la obra, dice, sino a completarla y ensancharla. No queremos retroceso de ninguna especie. Queremos el trono de Isabel II, y deseamos verle robustecido, nacional, rodeado del amor y respeto de todos los españoles... Queremos la ley fundamental del Estado, y tanto, que deseamos verla arraigada, connaturalizada entre nosotros, puesta en armonía con nuestras costumbres y necesidades, y sobre todo observada a la letra, y exenta de ciertas anárquicas prácticas parlamentarias que en vez de explicarla la tergiversan y aniquilan. Queremos el orden pero fijo y con otro apoyo que el de las bayonetas; [1] queremos la libertad, pero verdadera y común a todos; queremos que se acabe con las revoluciones y con las reacciones, previniéndolas a fuerza de prudencia y de equidad, quitando toda ocasión o pretexto para ellas, y ganando los ánimos en vez de exasperarlos.»

Tales artículos políticos son de los que resisten la dura prueba de ser coleccionados. Lo que contienen de personal y transitorio es tan poco, que más parecen escritos en previsión de lo futuro que en crítica de lo presente. Por eso al coleccionarlos en 1871 pudo decir su autor: «En las apreciaciones de hombres y de cosas, después de tantos años, nada tengo que retractar ni que modificar siquiera.» Graves, doctrinales unas veces, otras finamente cáusticos, modelos de habilidad polémica y de fuerza dialéctica, pertenecen, literariamente considerados, a un género de periodismo que pasó y de que hoy apenas queda vestigio ni recuerdo. Hoy la penuria de ideas y de buenos estudios se suple con el énfasis hueco y sobre todo con la abundancia de dicterios; y no es la prensa llamada católica la que ha dado menos procaces ejemplos en este punto, con universal regocijo de los incrédulos. Los que tal hacen dicen que defienden la buena causa, y en cierto modo no puede negarse que la defienden, dando con sus obras continuo testimonio de la excelencia y santidad de una causa que puede resistir a tales defensores. Otros eran los procedimientos polémicos que usaban los escritores católicos en 1845. No se había descubierto aún el piadoso sistema de atropellar la honra del adversario, tanto más odiado cuanto más próximo en ideas, y cebarse en su buen [p. 225] nombre para llegar a triunfar más fácilmente de sus doctrinas. Todavía no se había canonizado, en nombre de la caridad, el empleo diario de la injuria. Por eso a los paladares estragados de hoy, quizá resulten escasos de pimienta los artículos políticos del señor Quadrado, aunque entre ellos hay más de uno que pasó en aquellos tiempos bienaventurados por obra maestra de refinado y sutil maquiavelismo.

Sólo una vez en su vida, y ciertamente con causa grave, y que en parte disculpa este pecado de juventud, faltó a Quadrado moderación en el ataque. Me refiero a la famosa Vindicación que en el último número de La Palma (1841) publicó contra Jorge Sand, con ocasión del injurioso y fantástico relato que la célebre novelista había escrito de su viaje a la isla. Fué aquella venganza merecida más que lícita , según la frase de Moncada que oportunamente recuerda Valera a este propósito; y no hay duda que traspasó con mucho los límites de la justa defensa, acrecentando la gravedad del caso el ser tan grande, aunque extraviada escritora, la que en aquella fulminante catilinaria salió marcada con el hierro del oprobio. Pero repito que este caso fué único, y bien disculpable en la ardorosa sangre de un mancebo levantino de veinte años, herido en lo más profundo de su afecto filial. Pero desde entonces acá, nadie, ni siquiera el Dr. Mateos Gago con la formidable polémica que en 1871 se suscitó a propósito de la minoría galicana del Concilio Vaticano, ha tenido poder bastante para hacer salir un punto a Quadrado de la admirable serenidad de espíritu con que ve y juzga desde su filosófico retiro todas las cosas humanas.

Este prólogo se ha dilatado tanto, que apenas me resta espacio para hablar de otra sección muy importante de los escritos del señor Quadrado, precisamente de aquella que con menos incompetencia puedo juzgar. [1] Pero esta misma razón me obliga a no atropellar en breves líneas este examen, que pronto encontrará lugar adecuado en un libro mío, y a limitarme por hoy a una somera [p. 226] indicación. Los mismos principios estéticos que le han guiado en sus estudios de arqueología artística, dominan en sus numerosos artículos de crítica literaria, dispersos en La Palma, la Revista de Madrid, el Museo Balear y otras varias publicaciones. Estos principios, expuestos con tonable elocuencia en la tercera sección del programa de La Fe, son los del idealismo romántico en toda su pureza, y libres de las exageraciones que desacreditaron el sistema. Para él la libertad literaria nunca se confundió con la anarquía, ni creyó jamás que la fe en la inspiración empeciese en nada al trabajo del arte. Admitió el principio de imitación, pero en el sentido de imitación del prototipo de belleza. No negó ni la existencia de preceptos, ni la necesidad de la crítica, ni la autoridad de los modelos; pero no admitió otros preceptos que los que son condiciones esenciales de la obra artística y nacen de las entrañas mismas del asunto: afirmó el carácter siempre relativo de la crítica y la necesidad de ponerse en el punto de vista del autor juzgado, y al propio tiempo sostuvo que la literatura no era ciencia progresiva, sino «un arte cuyas producciones son por sí mismas aisladas y completas, con su principio y con su término»: finalmente proclamó a la imaginación libérrima en su esfera. No por eso dió cuartel a ciertas monstruosidades románticas, ni por espíritu de reacción incurrió tampoco, como don Alberto Lista y otros, en la insigne contradicción de condenar en Víctor Hugo lo mismo que aplaudía en Calderón. En el delicado punto de las relaciones del arte con la moral y la religión, su criterio fué tan firme y elevado como independiente. «No es preciso que la literatura sea cristiana, dijo; pero nunca puede ser anticristiana, ni tampoco es lícito que, so pretexto de cantar las bellezas del cristianismo, profane y adultere monstruosamente sus verdades. No es preciso que un poeta cante las bellezas religiosas, por más que sean superiores a todas y fuente de todas.», «En la misma literatura escéptica puede haber poesía, puede haber belleza, puede haber verdad relativa. ¿Quién negará el título de [p. 227] poetas a Byron, a Goethe, a Fóscolo? En aquella estrepitosa alegría y melancolía profunda, en aquella amenazadora serenidad y en aquellos martirios del corazón, en aquel caos de abyección y grandeza, hay una belleza satánica, si se quiere, pero indeleble . Colocad al hombre de espaldas a la luz, apagad la antorcha de la revelación, y habrá también en aquel cuadro una verdad asombrosa. Además, es tal la naturaleza del espíritu, que mientras dé señales de vida, vive con él la poesía, porque aspira siempre a la belleza, y sus gemidos, sus delirios, su sed inextinguible, su continua protesta contra los sentidos, nunca dejarán de ser alto y sublime asunto.» Se ha introducido en estos últimos años una estética tan timorata y asustadiza, que no sé cómo sonarán en los piadosos oídos de los discípulos del P. Jungmann estas valientes palabras, escritas en 1844 en la introducción de una revista católica.

Lo cierto es que Quadrado fué siempre fiel a este criterio amplio y generoso, como lo atestiguan, entre otros artículos suyos, el que dedicó al examen de las obras de Víctor Hugo en 1839, y que, con estar escrito en la primera juventud del autor, pudo ser reproducido sin ningún cambio importante en 1885, a la muerte (que deploró) del tercer Narciso francés atacado de egolatría ; los relativos a Schiller y Manzoni, el segundo de los cuales obtuvo de Milá y Fontanals el alto honor de insertar sus principales párrafos, con grande alabanza de Quadrado, en la propia biografía del autor de Los Novios ; el profundísimo análisis psicológico del genio de Ausías March, que en 1841, y en la Revista de Madrid , abrió nuevo camino a la interpretación y crítica de los misterios de intimidad afectiva que se esconden bajo la dura corteza de los versos de aquel poeta valenciano, el más genuinamente lírico de nuestra Edad Media. Páginas son todas estas de alta y novísima crítica, y con las cuales en el tiempo que se escribieron sólo podían parangonarse algunas de Piferrer y de Durán. Y es de ver cómo el culto de los númenes románticos, la fervorosa devoción por Shakespeare, por Schiller, por Manzoni y aun por Víctor Hugo, no excluye ni contradice en el ánimo del crítico el amor a la belleza clásica, y aun a la de sus imitadores, tales como Alfieri y Moratín, «el profundo y sencillo Moratín», como decía Piferrer, quien compartía esta admiración con Quadrado y Milá.

[p. 228] Ha hecho nuestro prosista pocos, pero excelentes versos. En la colección de leyendas que con el título de Mallorca poética se halla entre las Rimas de otro patriarca de la literatura balear, don Tomás Aguiló, amigo fraternal y asiduo colaborador de Quadrado, se leen tres admirables narraciones poéticas de éste, el Ultimo rey de Mallorca, Armadans y Españols y las Bodas del Conde malo ; tales como podían esperarse de un arqueólogo artista, encariñado con su asunto, y hábil como pocos para trazar un cuadro de época con su propio y adecuado color, y en pocos y vigorosísimos rasgos.

Otra novedad de la presente edición será el teatro del señor Quadrado, de cuya existencia muy pocos tienen noticia. Se compone de tres dramas originales, Leovigildo , Cristina de Noruega y Martín Venegas , en prosa los dos últimos, y de tan distintas edades en su argumento como son la VI, la XIII y la XVII centuria; en los cuales, a juzgar por los recuerdos de una rápida y ya lejana lectura, si falta algo de experiencia teatral, no falta el reflejo de aquel numen sereno y reflexivo que dictó Carmagnola y Adelchi .

A estas obras originales hay que añadir tres refundiciones de Shakespeare: Macbeth , El Rey Lear y Medida por medida , obras de arte paciente y laborioso, y nuevo modo de manifestar el amor mezclado de asombro y acatamiento que Quadrado, como todos los espíritus superiores, profesa a aquel rey del teatro, cuyo genio parece como anuncio de una futura casta humana superior a la que conocemos. Admitido que a tal poeta convenga ni sea lícito refundirle (sobre lo cual ya amistosamente hemos discutido el traductor y yo), hay que reconocer que las refundiciones de Quadrado, lejos de recortar y profanar la grandeza del texto como las de Ducis, tienden sólo a acomodarle a las necesidades de la representación moderna, a las cuales es preciso conformarse, puesto que ni en la misma Inglaterra se representan estos dramas íntegros y tales como el poeta los escribió; o bien a borrar aquellas manchas de estilo que son del tiempo y no del autor. Ha refundido también, o casi traducido, en prosa que no desmerece de los vigorosos versos de Alfieri, la tragedia Saúl , sin más modificaciones que las exigidas, unas por la ortodoxia, otras por la supresión del papel de Micol, que no cabía en un teatro cuyos actores [p. 229] eran simplemente jóvenes de la Asociación de católicos. En otro género ha traducido los Himnos sacros de Manzoni, sin estrellarse como otros traductores en la reproducción exacta de los metros originales que con su aparente facilidad de adaptación a nuestra lengua han engañado a tantos, sino procurando tan sólo una imitación general del movimiento rítmico, con lo cual queda holgura para la expresión exacta del pensamiento original, sin necesidad de andar a caza de esdrújulos violentos y afectados.

No hemos apurado ni con mucho el catálogo de todas las obras de Quadrado, de quien puede decirse que apenas ha dejado sin cultivar rama alguna de la literatura. Aun en la novela histórica, los capítulos que ha añadido a la que dejó incompleta su amigo don Tomás Aguiló con el título de El Infante de Mallorca , prueban lo que hubiera podido hacer en este género, al cual parecía llamado como Walter Scott por su vocación de arqueólogo-poeta.

Finalmente, el señor Quadrado ha llevado la literatura a los libros de devoción, tan necesitados actualmente de ella, como ricos fueron en otro tiempo; y su Mes de María , su Mes de San José , su Semana Santa y otros opúsculos ascéticos, cuyas ediciones se repiten incesantemente en Barcelona, son de los rarísimos de su género que puedan satisfacer al hombre de gusto, a la vez que infundir suave y místico deleite a las almas piadosas que todavía no han perdido la buena costumbre de hacer en castellano sus lecturas espirituales.

Si se atiende a todo lo expuesto, habrá que convenir en que pocos escritores españoles de nuestros días han poseído tal suma de varias aptitudes como Quadrado, y pocos han sabido desarrollarlas de un modo tan completo y darles tan adecuado empleo. Las Baleares, cuya historia literaria es tan larga y gloriosa, no han producido escritor tan eminente desde los tiempos del iluminado Dr. Ramón Lull.

No hace aún tres años que la juventud literaria de la Isla Dorada festejaba en triunfal banquete la gloria del veterano y el quincuagésimo aniversario de la publicación de La Palma , memorable semanario del cual arranca el moderno renacimiento de la cultura mallorquina. Yo, que sólo en espíritu pude asistir a aquella fiesta, me complazco hoy en adherirme a los homenajes que allí [p. 230] se tributaron al sobreviviente fundador, enviándole desde las polvorientas orillas del seco Manzanares esta pobre y tardía congratulación, sintiendo sólo que no vaya envuelta entre el azahar de los naranjos de Sóller.


       Junio de 1893.
                                               

      

Notas

[p. 195]. [1] . Nota del Colector .—Es la Introducción escrita para los Ensayos Religiosos, Políticos y Literarios, de don José María Quadrado . Palma de Mallorca, 1893.

[p. 206]. [1] .  Sólo puede añadirse la del señor Caveda, no impresa hasta 1879 en el tomo IX de las Memorias de la Academia de la Historia .

[p. 224]. [1] . Eran los tiempos del general Narváez.

[p. 225]. [1] . Hasta en materias que Quadrado ha tratado sólo por incidencia, ha tenido la fortuna de hacer verdaderos descubrimientos. Él publicó el primer romance catalán (D. Juan y D. Ramón) , siendo en esto precursor de Milá y Fontanals y de don Mariano Aguiló. Él tuvo la suerte de encontrar el primer fragmento conocido del teatro catalán, un largo trozo de representación del siglo XIV, que dió a conocer en La Unidad Católica de Palma (1871), y versa sobre la leyenda del parricidio de Judas Iscariote, y muy semejante a la de Edipo.