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Obras completas de Menéndez... > ESTUDIOS Y DISCURSOS DE... > I : ESTUDIOS GENERALES -... > INFLUENCIAS SEMÍTICAS EN LA... > DE LAS INFLUENCIAS SEMÍTICAS EN LA LITERATURA ESPAÑOLA

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UN discurso de la Academia de Ciencias dió materia para nuestra anterior revista. Sobre otro discurso académico ha de versar la presente. No es mía la culpa de que una parte considerable de la poca o mucha vida intelectual que hoy queda en España se haya refugiado en estos cuerpos oficiales, mirados por algunos con tan pueril animadversión como todo lo que representa un principio de autoridad y disciplina.

En 26 de enero de 1894 tomó posesión de su plaza de número en la Academia Española el Decano de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Madrid, D. Francisco Fernández y González, persona universalmente reputada como una de las más doctas de nuestra nación en filología y en historia, y calificado, no ha mucho, de arabista de primer orden por autoridad tan respetable como la de Hartwig Derembourg. El cariño y sincera estimación que como discípulo y compañero profeso al jefe de nuestra Facultad, podrían hacer sospechoso mi testimonio si no se tratase de méritos tan notorios y probados como los del Dr. Fernández y González, estudiante de por vida, tipo perfecto del estudiante de Letras, tal [p. 194] como en otras partes existe, aunque entre nosotros, con raras excepciones, sea planta exótica todavía. La robustez hercúlea de su temperamento intelectual le ha permitido cargar sobre sus hombros todo el peso y balumba de conocimientos diversos que integran el programa de nuestra Facultad, y por saberlo todo muy a fondo, no se le debe calificar de especialista en nada. Pasman la variedad de sus estudios y lecturas, las raras investigaciones a que se entrega, el número de lenguas antiguas y modernas, aún de las más exóticas y difíciles, que ha llegado a dominar para sus trabajos de comparación y análisis o para utilizar las fuentes históricas. La Estética, que es su cátedra oficial y universitaria, es quizá lo que le ha preocupado menos; ni siquiera se ha cuidado de recoger en un libro sus numerosos y dispersos estudios sobre la Idea de lo Bello y sus conceptos fundamentales, sobre el sentimiento de lo bello como elemento educador en la historia humana, sobre lo sublime y lo cómico, sobre la fantasía y el ideal, y sobre todos los temas capitales de la Metafísica y Psicología Estéticas. Pero así y todo, su influencia en este orden de estudios, ya en la Universidad de Granada, donde primitivamente profesó, ya en la de Madrid, donde sucedió a Núñez Arenas, ha sido muy considerable y beneficiosa a nuestra cultura; y lo hubiera sido mucho más si a la cátedra de Estética acompañase en nuestras escuelas, como debía acompañar, la de teoría e historia del arte, única que puede hacer positivos y fecundos los resultados de la indagación especulativa, mostrándolos realizado en el proceso histórico de las bellas formas. Al señor Fernández y González se debe el gran servicio de haber difundido desde su cátedra por más de treinta años, los resultados de la Estética alemana posteriores a la magna enciclopedia de Vischer, que sirvió de primitivo fondo a su enseñanza, si bien procurando depurarla de sus vicios de origen, mediante una libre interpretación espiritualista, al modo que Carriére, por ejemplo, lo practica en Munich. Y aun siendo predominantemente hegeliano el sentido de sus lecciones (lo cual apenas puede evitarse en Estética, ciencia que debe a Hegel el primer ensayo de organización sistemática, y ha tenido dentro de su escuela los principales cultivadores), no por eso ha mirado con indiferencia el señor Fernández y González la tendencia realista y formal que desde Herbart hasta Zimmermann tantos resultados útiles ha traído a la ciencia de lo bello, sino que ha procurado concertar y armonizar [p. 195] ambas direcciones, inclinándose en estos últimos tiempos al alto sentido del idealismo real que impera en la grande obra de Max Schasler. Y todo esto lo ha enseñado y propagado en la Universidad de Madrid el Dr. Fernández cuando (exceptuado el nombre venerable de Milá y Fontanals, que fué estético de verdad, pero que pertenece a una generación anterior) la Estética solía aprenderse en España por cartillas como la de Krause, por absurdos sermonarios llenos de pasmarotadas sentimentales como el del P. Iungmann, por indigestos centones de Cousin y de Levèque, y a lo sumo, por la Estética de Hegel, traducida, o más bien, arreglada en francés por Bénard, obra ciertamente genial y admirable, pero después de la cual ha llovido mucho en Estética y en Filosofía, precisamente por lo mismo que el impulso de Hegel en su tiempo fué tan poderoso y fecundo.

Pero aunque profesor oficial de Estética, el señor Fernández y González es por vocación historiador y filólogo, y principalmente orientalista. Igual o mejor que Estética podría enseñar árabe, hebreo o sánscrito, historia de la antigüedad o historia de los tiempos medios. En esta parte se le deben publicaciones importantísimas que, si tuviesen más claridad y método y estilo más apacible y llano, serían conocidas y celebradas de todo el mundo, como indisputablemente lo merecen por su profunda erudición y novedad. El libro que modestamente intituló Memoria sobre el estado social y político de los Mudéjares de Castilla, es completa y riquísima historia de aquella parte de nuestra población, tan interesante quizá como los judíos y los mozárabes; y fué obra sin precedentes, como no se tenga por tal el ameno libro del Conde de Circourt, que siendo extraño a los estudios arábigos, poco pudo adelantar sobre lo que dicen nuestros historiadores castellanos. El único tomo que hasta ahora ha publicado el señor Fernández y González sobre las Instituciones jurídicas del pueblo de Israel en España, es en realidad una nueva historia de los judíos españoles, en que con el directo recurso a las fuentes rabínicas, se amplían y rectifican muchos puntos de la obra, tan erudita y meritoria, que en tres volúmenes escribió el señor Amador de los Ríos, padre político del señor Fernández y González. Ha traducido, además, el señor Fernández y González gran número de textos árabes, hebreos y rabínicos, concernientes a nuestra historia y literatura, tales como la Crónica de Aben Adhari de Marruecos, la de [p. 196] Gotmaro, obispo de Gerona, el Ordenamiento de las aljamas de Castilla, muchos cuentos y novelas que podrían formar una serie de las más interesantes y deleitables, figurando en ella la historia de la hija del Rey de Cádiz, y el peregrino libro de caballerías de Ziyyad ben Amir el de Quinena, única muestra que conocemos traducida, hasta ahora, de su género entre los árabes españoles.

Pero todos estos no han sido para el doctor Fernández y González trabajos de empeño, sino intervalos de recreación estudiosa. Su grande esfuerzo, durante muchos años, le ha puesto en la redacción, ya terminada, de un nuevo catálogo de los manuscritos árabes del Escorial, corrigiendo y ampliando el de Casiri; y en la de otro catálogo de los manuscritos rabínicos conservados en el mismo depósito. El hado infeliz que pesa en España sobre los trabajos de erudición ha sido causa de que, retrasándose el Gobierno en la publicación de las obras del Dr. Fernández, que debían correr ya de molde hace muchos años, se haya adelantado Derembourg, publicando, con auxilio oficial del Gobierno francés, el primer tomo de su catálogo de los manuscritos árabes del Escorial. Pero esta obra, aun siendo tan exacta y concienzuda como del mucho saber de su autor debe inferirse, no puede tener para los españoles la utilidad que tendrá en su día la del señor Fernández y González, que no ha hecho mero catálogo como Derembourg, sino que, a ejemplo de Casiri (muy loable en esto), incluye en texto y traducción latina amplios extractos de los principales códices que tratan de nuestra historia o pueden ilustrarla. Urge, pues, la publicación de esta nueva Biblioteca Arábigo-Escurialense, y no puede la de Derembourg quitarle novedad alguna, ni mucho menos sustituirla. Urge también la publicación, ya acordada, de las numerosas memorias que, principalmente sobre asuntos de erudición hispano-oriental, ha presentado en estos últimos años el señor Fernández y González a la Academia de la Historia, en la cual es uno de los trabajadores más activos.

En estos últimos tiempos, el señor Fernández y González ha ampliado extraordinariamente el círculo de sus trabajos, haciéndolos versar con preferencia sobre épocas muy remotas y lenguas bárbaras y primitivas. Esta nueva dirección contribuirá sin duda a aumentar el crédito y fama de su saber; pero si he de decir lo que pienso, no puedo menos de deplorar que nuestro Decano haya abandonado, aunque sin duda temporalmente, los senderos de la erudición semítica, en [p. 197] que tantas y tantas buenas cosas puede enseñarnos, para enredarse en áridas disquisiciones sobre las lenguas indígenas de América o sobre el parentesco del vascuence con el turco. Todo esto es sin duda de más alarde erudito que provecho ni amenidad; y por grande que sea (y los es sin duda) la importancia de la obra que el Dr. Fernández y González está publicando sobre los Primitivos pobladores históricos de la Península Ibérica, la mayor parte de los lectores profanos hubiéramos preferido ver salir de su docta pluma alguna obra de asunto menos primitivo y tenebroso, por ejemplo, una historia (que no tenemos aún) de la literatura arábigo-hispana, o una historia general de los musulmanes de España desde el punto en que la dejó Dozy. Es lástima que en España la mayor parte de los esfuerzos eruditos se pierdan en empresas que de puro arduas, remontadas e inaccesibles al vulgo, vienen a resultar casi estériles.

Este apego del señor Fernández y González a la investigación de las cosas más difíciles perjudica bastante, no sólo a la amenidad, sino a la unidad de su eruditísimo discurso de ingreso en la Academia Española. Trátanse en él dos puntos manifiestamente inconexos, a pesar del lazo artificial que entre ellos ha querido establecer el autor, y suficientes cada uno de por sí, no ya para una disertación, sino para un libro. Con la materia sólida y abundante que hay en las 64 páginas del presente discurso, hubiera podido cualquier escritor de más malicia literaria que el señor Fernández (de los que en Francia, por ejemplo, abundan tanto) componer dos o tres volúmenes de muy agradable lectura, sobre la influencia de las lenguas y literaturas orientales en la nuestra. Pero nuestro Decano, que tantas cosas sabe, quizá olvida o descuida una sola, y es el arte de hacer valer por la exposición animada y lúcida el prodigioso caudal de su doctrina. Tantos datos, tantos nombres, tantas fechas, acumuladas en tan corto espacio, se estorban mutuamente, y acaban por engendrar confusión en el ánimo del lector más atento.

La primera parte del discurso huelga, o poco menos. Si el asunto era tratar de la cultura semítica y de su influjo en la nuestra desde los tiempos más remotos, lo primero que históricamente se ofrece a la consideración son las colonias fenicias y los cartagineses o libio-fenices; materia que el señor Fernández y González hubiera podido explanar con la peculiar competencia geográfica y epigráfica que todo el mundo le reconoce. Pero, lo repito, el señor Fernández [p. 198] y González no gusta de empresas relativamente fáciles para un hombre de su cultura, y ha preferido internarse en los misteriosos senderos de la lengua éuskara, que tiene, no sé por qué, el raro privilegio de hacer tropezar a cuantos se ocupan en la interpretación de sus enigmas. No diré yo (¡grande impertinencia sería!) que el señor Fernández y González tropiece; al contrario, me parecen sus conclusiones muy ajustadas al común sentir de los más expertos filólogos, y muy distantes, por lo mismo, de los sueños y desvaríos con que todavía suelen obsequiarnos algunos vascófilos celtistas y sanscritistas de España y Francia. Pero si es cosa bien averiguada que el vascuence no pertenece a la familia de las lenguas aryanas, no es menos cierto que tampoco se la puede considerar como lengua semítica, a lo menos en la acepción más usual y corriente de esta palabra, por la cual todo el mundo entiende el hebreo, el árabe, el siriaco y otras lenguas tales, pero muy pocos entienden el sumir acadio, que las inscripciones de Caldea nos han revelado. Si el vascuence, como razonadamente afirma el señor Fernández y González, es la lengua de un pueblo de la Edad de Piedra; si los antropólogos que él cita [1] encuentran tan gran parecido entre los antiguos esqueletos vascos y las osamentas africanas de las tumbas de Beni-Hassán, y se inclinan a mirar el actual pueblo vascongado como la unión de un pueblo afín al berberisco y de otro pueblo boreal análogo al finés o al lapón, y aun le encuentran semejanzas externas con el tipo de los Morduinos y de los Pieles Rojas; si la lengua hablada por este pueblo es positivamente lengua de aglutinación, y las analogías que se descubren en su estructura y aun en su vocabulario son con el turco y el húngaro, con las lenguas tártaras, con las americanas, con el sumir-acadio, y , en suma, con todo lo que suele calificarse de turanio o de afín al turanismo, hemos de inferir que el vascuence pertenece a un período lingüístico anterior lo mismo a las lenguas aryanas que a las semíticas, pero en el cual existían sin duda gérmenes aryos y gérmenes semíticos, que luego en la edad de flexión se fueron fijando y diferenciando. Nuestra absoluta incompetencia en estas materias nos obliga a pasar de largo por esta primera parte [p. 199] del discurso del señor Fernández y González, en que principalmente abundan las comparaciones entre el vascuence y el turco. La demostración parece perentoria, y viene a confirmar, como dicho queda, la opinión más aceptada hoy entre los doctos. El descubrimiento y estudio del grupo turanio ha venido a modificar profundamente las conclusiones tradicionales y clásicas de la filología comparada, acortando cada vez más la distancia antes infranqueable entre el aryanismo y el semitismo, y haciéndonos adivinar la edad misteriosa y crepuscular que precedió a su separación definitiva, y la primitiva civilización que educó juntamente a aryos y semitas.

El asunto propio y peculiar del discurso del Dr. Fernández empieza con la invasión de los árabes, porque de todo el semitismo anterior (fenicios, primitivas colonias judías, etc.), no puede afirmarse con seguridad ni influencia en la lengua, ni contacto literario.

Materia es esta de la influencia arábiga en que, por falta de método y de formalidad científica, ha solido caerse en opuestas exageraciones, las cuales, por supuesto, no han solido nacer entre los arabistas propiamente dichos, que sabían bien a qué atenerse en este punto, sino entre los dilettantes de erudición arábiga o cristiana, a quienes el fervor del primer descubrimiento o bien antagónicos fanatismos, dañosos por igual a la recta y libre indagación de la verdad histórica, han solido traer a consecuencias extremas e igualmente absurdas. Lo racional hubiera sido empezar estudiando a fondo lo que se debatía, antes de arrojarse a construir teorías sobre datos incompletos, aislados, mal conocidos y hasta mal comprobados a veces. Pero cuando la pasión religiosa o política se mezcla en estos asuntos, y viene en ayuda de la pereza histórica, los errores se endurecen y hacen callo en la voluntad y en el entendimiento, matando hasta el deseo de la verdad, que es natural impulso de todo espíritu sano. Hay hombre que, en obsequio a sus principios doctrinales, se cree obligado a negar toda cultura a los árabes, considerándolos como unos bárbaros feroces; y hay quien, por el extremo contrario, niega toda civilización propia a la Europa cristiana, y sólo a los árabes considera como maestros universales que disiparon las tinieblas de la barbarie. Grandes temas de Ateneo o de Juventud Católica, aunque afortunadamente van ya pasando de moda.

Ha de decirse, en descargo de los que tan de ligero han solido fallar en asunto de tanta monta, que las fuentes accesibles al no [p. 200] arabista que desee tomar alguna idea de la cultura arábigo-hispana, no son muchas ni están muy divulgadas, y además en casi todas ellas suelen andar englobadas las cosas de la España musulmana con las de Oriente. El Lexicon Bibliographicum del famoso compilador turco Jachi-Jalfa, publicado con traducción latina por Fluegel es quizá la más importante de todas como libro de consulta, pero nunca las bibliografías pueden sustituir a la historia literaria, aunque sean su indispensable punto de partida. Esto mismo, y aun más, ha de decirse de la obra de Casiri, grande esfuerzo para su tiempo, y meritoria en éste, especialmente por los extractos históricos, pero no exacta siempre, e inferior ya a las exigencias científicas de nuestra época. Los estudios de Hammer Purgstall, además de referirse a Oriente, en la mayor parte de su contexto, empiezan a pasar por anticuados, y su autor por gula confuso y poco seguro. Schack hizo un libro de vulgarización amenísimo, que seguramente ha ganado en su primorosa versión castellana, pero se limita a la poesía y a la arquitectura. Para la medicina, y aun para el movimiento científico en general, tenemos al Dr. Leclerc; para los naturalistas, a Wüstenfeld [1] ; para la filosofía, los libros bastante divulgados de Munk y Renán dan extensa noticia de Averroes y aun de Avempace y de Aben-Tofail, cuya famosa novela (que es sin duda el producto más original del genio filosófico entre los musulmanes) puede leerse en la versión latina de Pococke. Los orientalistas, que en nuestro siglo han restaurado la historia de la España musulmana, ya extranjeros como el incomparable Dozy, a quien (cualesquiera que sean sus errores de pormenor en materia no arábiga) nunca pagará nuestra historia lo mucho que le debe; ya españoles como Gayangos, Lafuente Alcántara, Fernández y González, Simonet, Eguílaz, Codera... han atendido en primer término a la parte histórica y lingüística, que era lo que por el momento urgía, y sólo por incidencia a la literaria. Apenas recuerdo más excepciones que un discurso de Moreno Nieto sobre los historiadores árabes, una tesis doctoral de Eguílaz sobre los principales géneros poéticos, y el reciente discurso inaugural de Ribera en la Universidad de Zaragoza, sobre los establecimientos de enseñanza entre los musulmanes.

Por el contrario, la historia literaria de los judíos españoles puede [p. 201] decirse que está completamente explorada y conocida hasta en sus detalles, gracias a los innumerables estudios y publicaciones de Luzzato, Munk, Sachs, Geiger, David Cassel, Kayserling, Neubauer, Zunz, Benedettis y otros muchos. Y el que no tenga tiempo o voluntad de internarse en tan copiosa biblioteca, encontrará un resumen lleno de animación y de viveza en la Geschichte der Juden de Graetz, especialmente en los tomos V y VI.

Es claro que al señor Fernández y González, ocupado por tantos años en la redacción de los dos catálogos escurialenses, que a cada momento le obligan a recurrir a todas las fuentes de la erudición oriental, no sólo no se le ha ocultado ninguno de estos libros vulgares y corrientes, sino que bien puede afirmarse que ha pasado por delante de sus ojos toda monografía y todo artículo de revista que en algo se refiera a estas materias. Pero la principal y más curiosa parte de su trabajo es indudablemente labor de primera mano, contribución propia, como ahora se dice.

El autor empieza por declarar que la cultura de los musulmanes españoles no comienza con la invasión bereber, sino que ha de contarse desde el momento en que las gentes sirias (no serias, como por errata atroz se lee en el discurso), acaudilladas por Baleg, llegaron a la península. Los sirios habían representado el elemento civilizador en el califato de Bagdad, y ellos fueron también los iniciadores del cultivo artístico y literario en la España árabe, contribuyendo también a ello los mozárabes y los muladíes o renegados, en grado que todavía no puede precisarse, pero que fué notable sin duda, aunque no tan exclusivo como parece que da a entender el señor Simonet en la muy docta introducción de su Glosario Hispano-Mozárabe. La fundación de la monarquía de los Omeyas, desligando a Córdoba de su dependencia política respecto de Oriente, aceleró este desarrollo de las artes del espíritu, y de la magnificencia y suntuosidad en todas las manifestaciones de la vida, y determinó el carácter, en alguna medida propio y autonómico, de la cultura mahometana en España. Su primera manifestación fué la arquitectura, y puede decirse que la vida espiritual de los árabes españoles comienza el día en que se poso la primera piedra de la aljama cordobesa. Hay que confesar que los más sazonados frutos de la poesía, de la filosofía y de la ciencia no se lograron propiamente en tiempo del califato cordobés, sino mas adelante, en las pequeñas monarquías [p. 202] llamadas reinos de taifas, pero es cierto que el impulso venía desde Abderramán I, aunque necesitase por ley natural todo ese tiempo para desenvolverse.

En esta parte del discurso relativa al Califato, noto, entre otros puntos de gran curiosidad, el nombre del primer poeta árabe andaluz de nombre conocido, Abbes ben Nassih el Giafari; las noticias relativas al músico sirio Zeriab, arbiter elegantiarum en la corte de Abderramán II, e inventor de la quinta cuerda del laúd; la introducción del estudio de las Matemáticas en tiempo del emir Muhammad, bajo el magisterio de Al-Leitsi y del físico Aben Firnás, fundador de una fábrica de cristales; el viaje de un judío español del siglo IX a la China, recientemente publicado por Schwab en la Revue de Géographie; los peregrinos versos de un poeta toledano del año 853 de nuestra era, que parecen aludir a la brújula o calamita como cosa conocida y de uso frecuente; ciertos ensayos de locomoción aérea de que Almaccari da cuenta; y gran número de noticias artísticas que prueban haber sido poco severos los musulmanes de Al-andalus en lo de no admitir representaciones de figuras humanas y de animales, puesto que de uno y otro género las había en los palacios de Medina-Azahra, traídas de Constantinopla por el insigne mozárabe Arib, más conocido por su nombre cristiano de Recemundo; extraño personaje que fué a la par Obispo de Iliberis, embajador de Abderrahmán III en la corte de Otón el Grande, médico, matemático, astrónomo y meteorologista, autor del famoso calendario agrícola de Andalucía, que publicó Libri, y traductor y adicionador de la Isagoge Aritmetica, de Nicolao de Gerasa. Este enciclopédico personaje había sido en Oriente discípulo de Alkindi, y bastaría por sí solo para probar que los mozárabes o cristianos fieles de Andalucía no se limitaron a conservar la degenerada tradición latino-visigótica, sino que tomaron parte grande y eficaz en el movimiento propio de la cultura muslímica, sin renunciar por eso a su fe religiosa. Considerado como escritor científico, Recemundo es de los más antiguos entre los árabes españoles, y es preciso llegar al madrileño Moslema, contemporáneo de Almanzor, para encontrar un sabio de tanta monta. Moslema, introductor en nuestra Península de la enciclopedia en cuarenta tratados de los Hermanos de la sinceridad o pureza de Bassora, abre nueva era en la [p. 203] cultura española con la misteriosa doctrina recibida en las escuelas de Persia; y de él probablemente arranca, no sólo el movimiento astronómico y matemático, sino también el filosófico que en los siglos XI y XII, después de la disolución del Califato, iba a dar sus frutos más maduros en el Régimen del solitario del zaragozano Avempace, en la novela del Filósofo Autodictado del guadijeño Aben-Tofáil, y en la grande enciclopedia del cordobés Averroes, segundo Aristóteles de los musulmanes.

Fácilmente se comprenderá que esta filosofía, de origen alejandrino, ya mística, ya racionalista, e informada por conceptos tales como el de la emanación, el de la unidad del entendimiento agente y el de la eternidad del mundo, contradictorios de todo en todo con los dogmas capitales del teísmo musulmán, tenía que ser de vida muy precaria y desaparecer rápidamente ante cualquier recrudescencia del fervor religioso, alimentado a la continua por las invasiones africanas. Así sucedió, en efecto; pero otra raza semítica, dotada de condiciones muy superiores para la especulación filosófica, recogió la herencia.

El albor de la cultura intelectual entre los israelitas españoles despunta en el siglo X, como es notorio, merced al establecimiento por Rabi Moseh ben Hanoc de la Academia cordobesa (émula victoriosa en breve tiempo de sus hermanas mayores, las de Susa y Pombedita, en Oriente), y a la privanza y valimiento que logró con el gran califa Abderrahmán III su médico y ministro discretísimo Hasdai ben Saprut, gran protector de las gentes de su raza. Merced en parte a su generoso influjo, el círculo de los estudios judaicos, casi limitado hasta entonces a la interpretación de la Biblia y del Talmud, comienza a ensancharse notablemente a imitación y ejemplo de lo que florecía entre los árabes; y entonces es cuando Menahen ben Saruk de Tortosa y Dunax ben Labrat echan las bases del estudio científico de la gramática hebrea, respetadas en todo lo esencial por la filología moderna. Aplicado con tanta firmeza a la disciplina gramatical el poderoso instrumento del análisis, no podía menos de aguzar y estimular los entendimientos para especulaciones de orden más elevado; y, en efecto, muy pronto se ve a los judíos invadir con gloria el campo de la metafísica y el de la ciencia experimental; movimiento que en los [p. 204] siglos XI y XII (que son la edad de oro de su historia ibérica) coincide con el prodigioso desarrollo de su poesía lírica religiosa, superior en elevación ideal a la de todos los pueblos de la Edad Media, incluso Provenza. Esta poesía es fruto propio y espontáneo de la Sinagoga; pero por algo, y quizá por mucho, entraron en ella conceptos de orden filosófico y cosmológico, derivados de las escuelas profanas y extraños de todo punto a la tradición talmúdica. Así se da el hecho de ser a un tiempo estos poetas los más grandes líricos y los más profundos y célebres pensadores de su raza, exceptuando solamente a Maimónides, en quien la calidad de poeta no aparece, aunque si las de médico y naturalista, unidas a las de teólogo y filósofo, autor de una profunda reforma en la educación religiosa de su pueblo. Pero fuera de este grande espíritu, tan conciliador y armónico, tan superior en penetración y originalidad a Averroes, y comparable a Santo Tomás en algunos respectos de posición y método, los demás representantes de la filosofía judaica son poetas y grandes poetas, sin que se vea diferencia notable entre el contenido de su prosa y el de sus versos. La misma unción religiosa hay en los diálogos del Cuzari de Judá Leví, que en su grandioso himno para la mañana del día del gran ayuno. El mismo numen dictó a Aben-Gabirol la poesía filosófica del Keter Malkuth y la metafísica poética de La Fuente de la Vida.

No se puede negar que los hebreos, así en el campo de la filosofía como en el arte lírico, se aventajaron en breve plazo a sus maestros; pero no hay duda tampoco que la cultura de los árabes fué su primera escuela y la base de toda su educación secular y profana, influyendo hasta en la parte técnica de su poesía, como lo prueba el doctrinal teórico de Aben-Ezra, y el mismo nombre de Diván que suele asignarse a las colecciones. Todos los grandes escritores hebreos de ese tiempo fueron bilingües y aun trilingües algunos; casi todos son conocidos por un doble nombre, árabe y hebreo; y en árabe fueron primitivamente escritas obras tan capitales como La Fuente de la Vida, de Aben-Gabirol, y la Guía de los que andan perplejos sobre el recto camino, de Maimónides. Durante cierto tiempo, y salvas las diferencias religiosas, que siempre dan peculiar tono y sabor a los libros de los judíos, puede afirmarse que ambas literaturas se confunden, y que llegaron a noticia de los cristianos como si fuesen una sola.

[p. 205] De todo esto habla el nuevo académico con mucho acierto y erudición, aunque no sé si con el mejor método, sin duda por el empeño de ceñirse estrechamente a la cronología, lo cual le obliga a mezclar especies inconexas que impiden abarcar de una sola ojeada todo el conjunto. Y por eso quizá no lucen bastante aquellos rasgos en que principalmente conviene fijar la atención por lo significativos o por lo extraños. Tal conceptúo la sorprendente aparición (en que Dozy reparó el primero) del idealismo amoroso, de una especie de petrarquismo más humano que el del Petrarca, en el bellísimo libro De los Amores, del cordobés Aben-Hazm, primera novela íntima que en los tiempos medios puede encontrarse, una especie de Vita Nuova, escrita siglo y medio antes de Dante, para dar testimonio, contra vulgares y arraigadas preocupaciones, del grado de pureza y profundidad afectiva a que, si bien por excepción, podían llegar, no ciertamente los árabes puros, sino los musulmanes andaluces de origen español y cristiano, como lo era este gran polígrafo Aben-Hazm, autor también del más interesante documento que poseemos sobre la historia literaria de la escuela árabe; curiosísima carta crítica y bibliográfica que, traducida al inglés, puede leerse en el Almaccari, de Gayangos, y que el señor Fernández y González compara muy atinadamente con la famosa del Marqués de Santillana al Condestable de Portugal.

Mucha curiosidad ofrece también todo lo que se refiere al desarrollo y cultivo de la novela entre los árabes y judíos peninsulares. Resulta que la forma actual del Antar, el mis famoso libro de caballerías arábigo, debe atribuirse a un médico español residente en Damasco, y que el género tuvo en España imitaciones de carácter muy indígena y muy aproximada a la de los libros de caballerías europeos, sin que pueda decirse todavía con seguridad de qué parte estuvo la iniciativa y la influencia; porque si la aparición de estos cuentos en árabe es bastante tardía, tampoco entre los cristianos de España madrugó mucho tal género de ficciones, ni puede citarse ejemplo original de ellas antes del siglo XIV. De otros cuentos de diverso género, pero no menos peregrinos, nos da razón el señor Fernández y González, haciéndonos desear que cumpla su propósito de formar una colección selecta de los que se encuentran esparcidos en libros misceláneos y enciclopedias históricas, al modo de la de Los Caminos y los Reinos del rey [p. 206] de Niebla Obaid al Becrí, citada y utilizada en la Grande el General Estoria de nuestro Rey Sabio. A este grupo de ficciones pertenecen La Hija del Rey de Cádiz, El Gigante de Loja, El Falso Anacoreta, Los Palacios de la Reina Doluca, Los Amores del caballero gallego, La Ciudad de Latón, y otras análogas no menos sabrosas, cuya tradición se perpetúa, en pleno siglo XVI, en los libros aljamiados de los moriscos.

Ni fueron extraños tampoco los judíos de la Península a estas aficiones novelescas, a pesar de la severidad con que los doctores de su ley solían mirar el cultivo de la literatura frívola y profana. Los novelistas judíos de nuestra Edad Media, aunque mucho más escasos que los poetas líricos, no son indignos de consideración. Novela filosófica es, en rigor, el Kuzari, donde no sólo se descubre el origen de la parábola de los tres anillos que leemos en Boccacio, y, por tanto, del Nathan el Sabio, de Lessing; sino que la idea del conflicto y controversia entre las tres leyes o religiones, aunque resuelto naturalmente con diversa conclusión, pasa como tema predilecto a muchos libros de Ramón Lull, especialmente al Del gentil y los tres sabios, y también en el De los Estados de don Juan Manuel deja huella. Pero hubo además, entre nuestros israelitas, colecciones de novelas enteramente profanas, a imitación de las Macamas o Sesiones árabes de Hariri. Entre estos Decamerones hebreos de los siglos XII y XIII se cuentan las 50 Saracostíes o novelas zaragozanas de Aben el Asterconi; el Tachkemoni del cordobés Salomón Aben Sacbel, libro que hoy llamaríamos humorístico, en que se narran las múltiples ilusiones y falacias de que fué víctima el protagonista Asser en el proceso de sus aventuras amorosas, hasta encontrarse, finalmente, con una muñeca en lugar de la bella dama a quien tan ansiosamente perseguía; los clásicos diálogos de Heman el Ezrahita y Heber el aventurero, en que Alharizi, el más celebrado autor de Macamas hebreas, concede largo espacio a la crítica literaria, entremezclándola con el relato novelesco, y, finalmente, El Príncipe y el Dervis, del filósofo barcelonés Abraham ben Hasdai, la cual no es otra cosa que la leyenda de Buda, tan popular en la literatura cristiana con el nombre de Historia de Barlaam y Josafat, primera aunque remotísima fuente de La Vida es sueño.

Si tanto interés ofrece todo lo relativo a cuentos y novelas de [p. 207] origen oriental (aun sin mentar las dos grandes colecciones de apólogos indios universalmente conocidas), no es pequeño el que presenta la aparición tardía, pero indudable, de dos géneros de poesía lírica semipopular, cuyo mayor florecimiento parece haber coincidido con el dominio de los reyes de Taifas. Estos dos géneros de poesía, por lo común erótica y báquica, caracterizados, según los arabistas enseñan, por el empleo de la doble rima y por otras particularidades métricas que forzosamente en toda traducción desaparecen; y caracterizada principalmente por el desenfado con que sus autores hacen alarde de infringir todos los preceptos coránicos sobre la abstinencia, y por el tono mucho más suelto y menos retórico que el de los poetas del califato, imitadores de la lírica ante islámica, son las muaxajas y los cejales, composiciones exclusivamente españolas, al parecer, e influidas acaso por la poesía vulgar de los cristianos, como lo prueba el hecho de ser muchas de ellas obras de renegados o muladíes, de uno de los cuales, llamado Aben Kuzman o Guzmán, nos queda un Diván entero, que bien valdría la pena de ser traducido y publicado. Pero los arabistas propenden poco a traducir libros de amena literatura; y eso que algunos bien podrían darles elegante forma literaria, como el mismo señor Fernández y González lo hace en las muy lindas, aunque desgraciadamente escasas, traducciones en verso que en esta parte de su discurso intercala.

Presentado ya el bosquejo de la cultura hispano-arábiga, e hispano-judaica, procede el señor Fernández y González a estudiar en la última parte de su trabajo el modo y forma en que se comunicó a los reinos cristianos. Con rara erudición descubre vestigios de esta influencia hasta en los siglos más oscuros: palabras de estirpe arábiga o hebrea en privilegios y donaciones de los reyes asturianos y de los condes de Castilla; sin contar, por supuesto, con el abandono nunca total, pero sí creciente, del latín entre los muzárabes, que en realidad fueron un pueblo bilingüe, como lo prueban las obras de Recemundo, la traducción árabe de la Biblia del Almatrán de Sevilla, la de los cánones de la Iglesia española del presbítero Vicente, y grandísimo número de escrituras que en el Archivo Histórico Nacional se custodian.

Pero verdadero influjo intelectual de los pueblos semíticos sobre los cristianos independientes no puede reconocerse antes del [p. 208] hecho capital de la conquista de Toledo. Y aquí, como en todas partes, aparecen como medianeros los judíos, a quienes su peculiar estado social ponía a un tiempo en contacto con las dos razas que se disputaban el dominio de la Península, y los constituía en intérpretes naturales de latín y arábigo. El primer poeta castellano de nombre conocido (¿quién lo diría?), es muy probablemente el excelso poeta hebreo Judá Leví, de quien consta que versificó, no solamente en su lengua, sino en árabe y en la lengua vulgar de los cristianos. Yo no he visto hasta la fecha composición suya entera en verso castellano, porque su copioso Diván nunca ha sido enteramente publicado; pero en los extractos y traducciones parciales que de él se han hecho, no es raro encontrar palabras y aun versos enteros castellanos extrañamente mezclados con el texto hebreo. Sirva de ejemplo aquellos dos que en la edición de Geiger (Divan des Castilier Abul Hassan, pág. 141) se alcanzan a leer, aunque desfigurados por un copista probablemente italiano que confundió el dálet con el resch:

       Venit la fesca iuvencennillo
        ¿Quem conde meu coragion feryllo?

Así conjeturo que pueden leerse estos versos, cuya interpretación es realmente difícil. Iuvencennillo parece un diminutivo femenino al modo provenzal: jovencita. Y si fesca es error del copista por fresca, de lo cual no respondo, parece que estos dos versos, de los cuales el segundo es gallego más bien que castellano, dan este sentido:

       «Venid, fresca jovencita.
       ¿Quién esconde mi corazón herido?»

Todo induce a creer que, en los orígenes más remotos de la poesía castellana, alguna parte, mínima quizá, hay que reconocer a los hebreos, y en la escasez grande de noticias que sobre nuestras antigüedades literarias tenemos, ¿quién sabe si podrá abrirnos nuevos horizontes esa misteriosa Retórica y Poética de Moisés ben Ezra, que en la biblioteca Bodleyana de Oxford existe, y que, según dicen, trata no solamente de la poesía hebrea y árabe, sino también de la vulgar neolatina: cosa nada improbable?

Aunque fué Toledo la ciudad clásica en que se efectuó el cruzamiento [p. 209] del saber oriental con el de Occidente, y fué el reinado del emperador Alfonso VII la fecha memorable de este movimiento decisivo para la cultura del mundo moderno, no puede negarse que ya antes, y en otras comarcas de España, se habían hecho notables, aunque aislados, esfuerzos de aproximación. El nombre del converso de Huesca Pedro Alfonso (Moseh Sephardi) es el primero que ocurre a la memoria, y con él su libro famoso de apólogos y cuentos, Disciplina Clericalis, por el cual unánimemente se le otorga el título de patriarca de los autores de novelas cortas en el Occidente cristiano, y primer introductor del apólogo indio. Hubo también en la corte barcelonesa de Ramón Berenguer el Grande un albor de renacimiento científico con los trabajos matemáticos y astronómicos del judío Abraham Savasorda y el italiano Platón de Tívoli. Entonces se tradujeron libros tan importantes como la Ciencia de las Estrellas, de Albategni; los Esféricos, de Teodosio; el Tetrabiblión, de Ptolomeo; el libro del astrolabio del cordobés Assofar, discípulo de Moslema, y las Tablas y Capítulos de las Estrellas, de Ibrahim el Fesari; y se escribieron otros, al parecer originales, de aritmética, geometría y agrimensura.

Tuvo, pues; predecesores el Arzobispo D. Raimundo; pero siempre a él y al Emperador, de quien fué Canciller, les corresponde la mayor gloria por lo intenso, y casi pudiéramos decir febril, del movimiento de traducciones y comentarios que se desarrolló por su iniciativa y bajo sus auspicios. El arcediano de Segovia Domingo González (Dominicus Gundisalvi) y el judío converso Juan Hispalense, son los dos grandes obreros de esta labor inmensa. Colaboraron juntos en muchos libros; pero luego parece haberse repartido el campo, según sus particulares aficiones, escogiendo el arcediano la parte de Filosofía, y el judío la de Matemáticas y Astronomía. Mientras el primero facilita a los escolásticos la comprensión de los principales tratados de Avicena, de Alfarabi, de Algazali y de La Fuente de la vida de nuestro Avicebrón, y se lanza luego en alas de éste a filosofar por cuenta propia, demostrando verdadera pujanza metafísica en sus libros originales De processione mundi, y De Unitate, donde reaparecen, subidas de punto, todas las temeridades especulativas del misticismo alejandrino, todos los teoremas capitales de la Elevación Teológica de Proclo (por donde viene a ser progenitor, más o menos [p. 210] consciente, del panteísmo moderno); Juan de Sevilla revela el Algebra a los cristianos, y lanza de una vez en la corriente científica los principales tratados astronómicos griegos y árabes, el Quadripartito y el Centiloquio de Ptolomeo, y el Libro de las Figuras de Tabit-ben-Cora, las obras de Alfergan y del cordobés Alcabicio, y otras innumerables. ¡Momento, en verdad, memorable y supremo para el porvenir de la cultura moderna! Aunque éste sólo tuviese España en la historia de la ciencia, ya no sería lícito prescindir de nosotros al escribirla. Fué entonces Toledo, desde el emperador Alfonso VII hasta Alfonso el Sabio, la metrópoli de las ciencias misteriosas y de la oculta filosofía, el primer foco del saber experimental, el gran taller de la industria de los traductores, el emporio del comercio científico de Oriente. Cuantos ardían en sed de poseer aquellos tesoros acudían allí desde los más remotos confines de Europa, y ávidamente se procuraban traducciones o las emprendían por su cuenta: así Adelardo de Bath, Herman el Alemán, Miguel Scoto (principal propagandista del averroísmo), y sobre todos Gerardo de Cremona, traductor de 71 obras científicas de astronomía y matemáticas, de ciencias naturales y medicina.

De este primer florecimiento cosmopolita o europeo se derivó otro más peculiarmente español, el cual se caracteriza por el uso constante de la lengua vulgar, aplicada antes que otra ninguna de las lenguas romances a la alta especulación científica, así en Castilla como en Cataluña. Comienza esta nueva fase en los reinados de San Fernando y de D. Jaime el Conquistador, iniciándose tímidamente con catecismos político-morales (Llibre de la Saviesa, Libro de los doce Sabios, Flores de Philosophía, Libro de los buenos proverbios, Poridat de Poridades. etc.), imitados o traducidos, a lo menos en parte, de fuente arábiga, y con las dos más célebres colecciones de apólogos y cuentos de procedencia indostánica, el Calila y Dina y el Sendebar. Crece la corriente y se dilata poderosa en la monarquía científica de Alfonso X, nuevo Salomón cristiano, por quien la sabiduría desciende del solio para aleccionar a las muchedumbres en modo y estilo oriental con los preceptos de una cierta filosofía regia; al mismo tiempo que con asombrados ojos empiezan a deletrear los arcanos del firmamento, conforme al sistema indio del Sindhanta, traído a nuestra Península por el [p. 211] antiguo Moslema. Si el elemento árabe en la Crónica general debe reducirse a límites exiguos, en cambio es muy considerable en la Grande et General Estoria, y aun en la parte doctrinal de las Partidas, e impera casi solo en el Libro de los Juegos, en los tres Lapidarios, en los Libros del saber de Astronomía y en otros muchos, así de recreación como de ciencia.

No con menos pujanza se manifiesta, ya por imitación, ya por reacción, en las obras de Raimundo Lulio, tan conocedor de la lengua árabe como de la propia, hasta el punto de poder escribirlas indistintamente; gran promovedor del estudio de las letras orientales como arma principal para la controversia religiosa y antiaverroísta en que andaba empeñado. Si su filosofía, con ser tan profundamente original, presenta innegables vestigios de la Lógica de Algazali, la forma novelesca que dió a algunos de sus mejores tratados parece un reflejo de la literatura oriental: la traza del Libro del Gentil y de los tres Sabios recuerda inmediatamente la del Cuzari; los apólogos del Libro de las Bestias proceden, en su mayor parte, del Calila y Dina.

Imitador a un tiempo de Raimundo Lulio y de los orientales, pero con una gracia de estilo propia y peculiar suya que hace de él el escritor más personal, más simpático y más literario de los tiempos medios, D. Juan Manuel presta forma castellana en el Libro de los Estados a la leyenda budista de Barlaam y Josafat, a la vez que renueva cristianamente el tema del Cuzari; y en el Libro de Patronio no sólo da albergue a los principales cuentos de origen asiático que en las anteriores colecciones figuraban, sino que introduce nuevas anécdotas, de carácter esencialmente histórico y origen arábigo-español indudable, como las relativas a la reina Romayquia; mostrando conocimiento directo de la lengua de los sarracenos, como podía esperarse de quien por tantos años había guerreado contra ellos como adelantado del reino de Murcia y frontero con Granada.

Igual noticia del habla y costumbres de los mahometanos hay que reconocer en el Arcipreste de Hita, ora se atienda a la enumeración que hace de los instrumentos músicos que convienen a los cantares de arábigo, ora a las palabras de dicha lengua que oportunamente ingiere en varias partes de su relato poético, por ejemplo, en la respuesta de la mora al mensaje de Trota-conventos. [p. 212] Consta, por otra parte, que escribió cantares para troteras o danzadoras moriscas, cuyas relaciones con nuestros poetas de vida airada en los siglos XIV y XV debían de ser frecuentes e íntimas más de lo justo, como lo prueban el caso de Garci Ferrandes de Jerena, que renegó por amores de una juglaresa mora, o más bien por codicia del gran tesoro que la suponía; y el de Alfonso Alvarez de Villasandino, quien declara en sus versos que por una gentil criatura del linaje de Agar pondría en aventura su anima pecadora.

Pero aun reconociendo en la obra miscelánea de nuestro mayor poeta de los siglos medios, evidentes huellas de orientalismo, especialmente en los apólogos, no voy tan lejos como el señor Fernández y González, cuando supone que el libro de los amores del Arcipreste está compuesto en forma de macama y a imitación de las macamas árabes y judías. La forma de novela autobiográfica parece tan natural y cómoda, que sin necesidad de imitación directa ha debido ocurrirse a ingenios de muy diversos tiempos y naciones; y si hemos de llamar macama a todo relato de aventuras descosidas sin más unidad que la persona del protagonista narrador de la historia, macama será el Satyricon de Petronio, y macama el Asno de Oro, de Apuleyo, y macamas todas nuestras novelas picarescas, y hasta los Reisebilder, de Enrique Heine, serán también una especie de macama.

El período culminante de la influencia oriental en España, por lo que toca a la amena literatura, es, sin disputa el siglo XIV, en que crece el número de judíos cultivadores de la lengua castellana, y uno de ellos, el rabí D. Sem Tob de Carrión, aclimata en nuestro Parnaso cierto género de poesía didáctico-moral, gnómica o sentenciosa, evidentemente derivada de aquellas éticas en verso que en la literatura hispano-judaica de los Gabiroles y Ben Ezras abundan tanto. Pero a fines de aquel siglo, desde los días del canciller Ayala, el orientalismo cede visiblemente el paso a la imitación clásica, la cual domina casi sin rival en el siglo XV, aun en varones de purísima estirpe hebrea como el Obispo de Burgos D. Alonso de Cartagena. Varias causas hubo para esto, siendo la principal la profunda decadencia a que había llegado en su postrer refugio de Granada la cultura musulmana, que nada nuevo podía aportar a la civilización occidental, a la cual se habían incorporado [p. 213] ya todos sus elementos útiles. La historia fué el género que resistió más tiempo entre los árabes: lo prueba en el siglo XIV el grande ejemplo de Aben Jaldun (español de origen, ya que no de nacimiento) cuyos famosos prolegómenos, que constituyen una especie de aparato enciclopédico para la historia universal, de muestran que ni siquiera de espíritu crítico estuvieron desamparados los muslimes. Pero el granadino Aben-Aljatib, último escritor de gran renombre entre los árabes andaluces, es ya de evidente decadencia, si bien por el gran valor histórico de las noticias que consigna, por el número y variedad de sus escritos y por la feliz casualidad de haberse conservado íntegros los principales, es de los que más merecen y han obtenido la atención de la crítica.

Menos decadente la literatura de los judíos, había recibido, no obstante, un golpe mortal con las restricciones puestas al estudio de la filosofía y otras materias profanas, y con la condenación fulminada por las sinagogas de Cataluña y Provenza contra el Guía de los perplejos de Maimónides, cuyo racionalismo exegético comenzaba a parecer peligroso a los más autorizados rabinos. Volvieron, pues, los estudios, aunque no sin protesta de muchos, al antiguo cauce misnático y talmúdico, y cualesquiera que fuesen los conatos de independencia en las escuelas de Gerona, de Segovia, de Toledo, y entre los místicos y cabalistas, nada de ello importó mucho, y por de contado nada apenas trascendió fuera del recinto de la Sinagoga, hasta que coincidiendo con los tiempos de la expulsión aparece la ilustre familia de los Abarbaneles, memorable aún más que por lo que contribuyó a la conquista de Granada, por el libro de la Philographía Universal o Diálogos de Amor con que León Hebreo trajo nueva savia al platonismo del Renacimiento, fundiéndole con la tradición judaico-alejandrina y con algunos conceptos de la filosofía escolástica, nada desconocida de los judíos del siglo XV, como lo prueba el hecho de haber traducido al hebreo Alí ben Yusaf Habilio de Monzón algunos libros de Santo Tomás, de Escoto y de Guillermo Occam. El comercio intelectual proseguía siendo recíproco, a despecho de incendios y saqueos de aljamas, devastaciones y matanzas, y a despecho de la preocupación sectaria moderna, que inventa abismo donde no los hubo.

De todas estas y otras muchas cosas trata más o menos rápidamente, [p. 214] pero siempre con datos positivos y seguros, el señor Fernández y González, prescindiendo, en obsequio a la brevedad, de otros puntos que tiene bien conocidos y estudiados, tales como la curiosísima literatura jurídica de las Leyes de Moros, la muy copiosa literatura aljamiada, no sólo religiosa sino poética y novelesca, de los moriscos (tan ilustrada ya merced a las publicaciones de Gayangos, Müller, Stanley, Saavedra y Guillén Robles), y la literatura que en lengua castellana y en todos géneros cultivaron los judíos de origen español refugiados en Holanda y otras partes durante los siglos XVI, XVII y aun XVIII, siguiendo, a pesar de su alejamiento, los cambios de gusto que se verificaban en la Península, como lo prueban el ejemplo de Moseh Pinto Delgado, que a ratos parece discípulo de Fray Luis de León, y el de Miguel de Silveira, Antonio Enríquez Gómez y Leví de Barrios, tenebrosos imitadores de Góngora y Quevedo. Esta reacción o influencia contraria de la lengua y literatura española sobre los pueblos semíticos, que conduce sucesivamente a escribir en castellano a mudéjares, moriscos y judíos, creando tres pequeñas literaturas, mixtas de oriental e ibérico, merece por sí sola un atento estudio, y sin duda por eso no ha querido el señor Fernández y González englobarle en su tema, ya inmenso de suyo.

Esta misma consideración, sin duda, y la de existir ya base firme en los glosarios de Engelmann y Dozy, Simonet y Eguílaz, le ha hecho insistir poco en la enumeración de los elementos árabes y hebreos que han entrado en nuestro léxico y en nuestra gramática. Nótese que, a diferencia de los filólogos anteriores, el señor Fernández y González propende a acrecentar este caudal y a suponerle mucho más rico de lo que generalmente se estima.

Tal es (entendido y expuesto a nuestro modo y adicionado con algunas consideraciones y noticias que nos han parecido pertinentes al asunto) el riquísimo contenido del discurso del señor Fernández y González. En él está, no sólo planteada, sino definitivamente resuelta, sin alharacas ni declamaciones indignas de la ciencia, tesis tan importante y compleja como la de la influencia oriental en el pensamiento y en el arte de nuestro pueblo. Esta influencia es innegable en la arquitectura, donde sus alarifes transmitieron a los nuestros el único tipo de construcción peculiarmente español de que podemos envanecernos. Lo es también en diversas artes [p. 215] e industrias suntuarias. Puede presumirse muy racionalmente en la música, aunque este punto no haya sido dilucidado todavía con la atención y competencia debidas.

Es nula o casi nula, y aun puede suponerse influencia contraria, en la poesía lírica propiamente dicha; lo cual no se opone a la transmisión accidental de algún cantarcillo, y aun a la semejanza aparente o real de ciertos tipos de versificación popular. Todavía puede negarse con más resolución en lo tocante a la poesía narrativa, que entre nosotros fué esencialmente histórica, hija del terruño castellano, aunque, de las canciones francesas recibiese estímulo y ejemplo. Sólo tres o cuatro romances, de los fronterizos de última época, el de Abenámar, Abenámar... la lamentación por la pérdida de Alhama, y pocos más, tienen sabor oriental o puede conjeturarse con verosimilitud que de Granada procede. Donde es forzoso no sólo admitirla, sino proclamarla fuente casi única, es en el cuento y en el apólogo, no por inventiva de los árabes (que en rigor nunca han sido pueblo de mucha imaginación), sino por la misión histórica que tuvieron y cumplieron de recoger en Persia, en Siria y en Egipto la primitiva y misteriosa tradición del apólogo indio, que no ha perdido aún su profunda virtud simbólica, y continúa siendo la leche espiritual con que aun los pueblos más cristianos educan a sus hijos.

No puede decirse que las fuentes históricas árabes fuesen desconocidas a nuestros cronistas de la Edad Media, pero es cierto que hicieron muy poco uso de ellas. Lo mucho que en la Grande el General Estoria procede del árabe, no son fragmentos de historia, sino verdaderos cuentos. La Historia Arabum del Arzobispo D. Rodrigo, el trozo de la General concerniente al sitio de Valencia, las traducciones portuguesa y castellana del moro Rasis, son excepciones harto solitarias para que pueda deducirse acción notable de la historiografía musulmana sobre la nuestra.

Pero en la filosofía y en las ciencias, ¿quién podrá negar la eficacia y prestigio del elemento oriental, a menos de cerrar voluntariamente los ojos a la luz de la historia? La introducción de los textos árabes en las aulas de Occidente inicia un nuevo período en el desarrollo de la Escolástica, que gracias a ellos entra por primera vez en posesión íntegra de la enciclopedia aristotélica, si bien imperfectamente traducida y comentada. Los nombres de [p. 216] Alfarabi, de Alkindi, de Avicena, de Avempace, de Avicebron y de Averroes son aún más familiares a los doctores de la Edad Media que los grandes nombres de la ciencia clásica. La palabra averroísmo llegó a ser sinónimo de racionalismo y libre pensamiento, y desde el siglo XIII hasta el XVI fué el símbolo de la incredulidad filosófica, la bandera de todos los disidentes. Todas las herejías metafísicas que fermentaron en el seno de la Escolástica después del siglo XII proceden, o de Averroes, o de Avicebrón comentado por el arcediano Gundisalvo, que es probablemente la misma persona que el llamado Mauricio Hispano. No se trata aquí del fondo de las doctrinas, sino de su valor histórico innegable: oportet haereses esse, y sin la invasión de esta filosofía hispano semítica, ni Santo Tomás hubiera tenido que escribir la Summa contra gentes, ni nuestro inmortal Ramón Martí el Pugio Fidei, ni hubiera emprendido Raimundo Lulio su novelesca cruzada contra los averroístas, que le condujo a la creación de su sintética filosofía.

Y si por los errores con que vino mezclado se tiene en menos el contingente filosófico aportado por los árabes, no sucederá lo mismo con aquella parte positiva de la ciencia que está sobre toda discusión y todo sistema. Aun limitándonos a nombres españoles, bórrese de la historia de la Astronomía el de Azarquel, de la historia de las Matemáticas el de Geberben-Aflah, de la historia de la Botánica el de Aben Beithar, de la historia de la Medicina y de la Cirugía los de Abulcassis y Avenzoar, y se verá a qué poco queda reducida la historia de estas ciencias en la Edad Media. Querer poner enfrente de estos monumentos de ciencia positiva y experimental las pobres compilaciones latinas anteriores al siglo XII, último residuo de la penuria científica en que siempre vivieron los romanos, es obstinarse en errar a sabiendas; y cuanto a tal propósito se invocan, por ejemplo, las Etimologías de San Isidoro, diríase que los que tal hacen quieren burlarse del Santo bendito, que no necesita que se le atribuyan méritos fantásticos para ser, sin disputa, la más grande personalidad intelectual del siglo VII en toda Europa. ¡Pero medrada estaría la ciencia moderna si en sus primeros pasos no hubiese encontrado más fondo que los extractos que San Isidoro hizo de Varrón, de Plinio, de Suetonio o de Solino, los cuales tampoco [p. 217] fueron propiamente hombres de ciencia, sino compiladores eruditos!

El celo intemperante es siempre mal consejero. Dios hace salir el sol de la ciencia y del arte sobre moros, judíos, gentiles o cristianos, creyentes o incrédulos, según place a sus inexcrutables designios; y no es indicio de piedad, sino de orgullo farisaico, pretender para los cristianos, por el mero título de tales, la posesión exclusiva de aquellos dones del orden natural que no son incompatibles con el error teológico, ni aun con la voluntaria ceguedad del espíritu degenerado que se empeña en arrancar de sí propio la nación de lo divino. Nunca he podido comprender a los extraños apologistas que, con negar toda clase de ciencia e ingenio a los adversarios de la fe, creen haber obtenido sobre ellos la más cumplida victoria. Válgales, no obstante, su buena intención, y en defecto de otro elogio, no les ha de faltar aquel, por cierto notable, que el burguense D. Pablo de Santa María hizo del famoso arcediano de Ecija Hernán Martínez, que con sus sermones amotinaba al pueblo de Sevilla contra los judíos: in litteratura simplex, sed laudabilis vitae. Y no hay duda que la vida laudable vale mas que la buena literatura.

Notas

[p. 193]. [1] . Nota del colector: El discurso de ingreso en la Academia de don Francisco Fernández y González, que comenta M. P. en este trabajo, publicado en La España Moderna, número de Marzo de 1894, llevaba por título : Influencia de las lenguas y letras orientales en la cultura de los pueblos de la Península Ibérica.

 

[p. 198]. [1] . Especialmente el señor Aranzadi en su importante memoria El Pueblo Euscalduna (San Sebastián, 1889). Yo en esto ni entro ni salgo, y buena pedantería fuera en un profano tener opinión en semejantes cosas.

[p. 200]. [1] . Geschichte der Arabischen Aerzte und Naturforscher. (Goettingen, 1840.)