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Obras completas de Menéndez... > HISTORIA DE LAS IDEAS... > III : SIGLO XVIII > CAPÍTULO II.— DESARROLLO DE LA PRECEPTIVA LITERARIA DURANTE LA PRIMERA MITAD DEL SIGLO XVIII (REINADOS DE FELIPE V Y FERNANDO VI).—PRIMERAS TENTATIVAS DE INTRODUCCIÓN DEL GUSTO FRANCÉS.—FUNDACIÓN Y PRIMEROS TRABAJOS DE LA ACADEMIA ESPAÑOLA.—OPINIONES DEL

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BIEN puede afirmarse, sin recelo de paradoja, que no fué la mudanza de dinastía en España el hecho que determinó de una manera más eficaz el cambio profundísimo verificado en [p. 188] nuestros hábitos y gustos literarios durante la centuria próxima pasada, y que el mismo hecho se hubiera realizado más o menos pronto, con mayor o menor intensidad, aunque la dinastía de Austria u otra cualquiera distinta de la francesa hubiese dominado en España. No fué una moda cortesana, frívola y pasajera la que trajo triunfantes las nuevas ideas críticas: fué un movimiento común a toda Europa en el siglo XVIII, y del cual no se salvaron ni Italia, ni Inglaterra, ni Alemania, donde no existían las razones políticas que parecieron favorecerle en España. Desde mediados del siglo XVII, había comenzado a afrancesarse la literatura inglesa, quizá la más original e independiente de todas las literaturas modernas. Los poetas cómicos de la restauración quieren ser, a su manera ruda y cínica, imitadores de Molière; y en la tragedia y en la crítica dramática Dryden intenta combinar la regularidad francesa con algo del movimiento y animación del antiguo drama nacional. Todavía en esta primera adaptación del gusto francés se nota el sabor acre y duro del terruño donde se implanta; pero una generación más adelante, cuando al desorden y a la licencia suceden el orden y la rígida disciplina, así moral como literaria, los poetas del tiempo de la reina Ana y hasta los ensayistas y moralistas (que son lo más independiente y característico de la literatura de esta época), intentan modelar su gusto a ejemplo del de sus vecinos del Estrecho, y así Pope rehace la Poética de Boileau, e imita su famoso poema heroi-cómico, y Addisson se somete a la monótona y abstracta regularidad trágica en su Catón, y hasta los predicadores, así de la iglesia oficial como presbiterianos y disidentes, alardean de pisar las huellas de Massillon y de Bossuet, en cuanto lo consiente la sequedad del dogma protestante. Verdad es que si Inglaterra recibe mucho de Francia a principios del siglo XVIII, no es menos lo que la da y comunica, especialmente en el orden especulativo y científico, verificándose así por primera vez un cambio de ideas entre aquellos dos grandes pueblos . Pero ya lo he dicho: la influencia de Inglaterra en Francia durante ese período es científica, filosófica y religiosa, o más bien irreligiosa: la influencia de Francia en Inglaterra es de todo punto literaria. Por mucho que sea lo que Voltaire tomó de Swift, de Prior y de otros humoristas, y por muy positiva que [p. 189] parezca la influencia ejercida por la novela de Richardson en las teorías de Diderot, y por la poesía descriptiva y familiar de los ingleses, en no pocos escritores de fines del siglo, no puede negarse que el sentido de la crítica dominante en Inglaterra por más de una centuria, tal como podemos estudiarle en Addisson, en Pope, en Blair y en tantos otros, era el sentido de la crítica francesa de la era de Luis XIV, aunque muy nacionalizada a veces y discretamente hermanada con la admiración fervorosa por Milton y otros clásicos indígenas formados en la escuela de los latinos e italianos, y con ciertas concesiones al genio de Shakespeare, que nunca vió del todo derribadas ni abatidas sus aras.

En Alemania, donde no había los mismos elementos de resistencia que en Inglaterra, por faltar la conciencia nacional en medio del fraccionamiento y desmembración de tantos Estados pequeños y débiles, el triunfo de la escuela francesa tenía que ser completo, y ciertamente lo fué hasta los días de Lessing. Perdida y olvidada de todo punto la gloriosa tradición de la literatura germánica de la Edad Media, y no habiendo producido el siglo XVI más creación propiamente alemana que el protestantismo, había habido verdadera solución de continuidad en el espíritu de aquel pueblo después de la guerra de treinta años, imponiéndose con despótico señorío, no sólo el gusto francés, sino la misma lengua francesa, empleada en obras eminentes por espíritus tan grandes y tan germánicos como Leibnitz, el cual, no obstante figuró, lo mismo que Cristiano Thomasius, entre los apologistas de su lengua nativa. De Federico el Grande, sabido es con qué desdén miraba la poesía alemana, y con qué fervor buscaba los aplausos de París, y mayormente los de Voltaire, componiendo en lengua francesa, no ya sólo los detestables e infinitos versos que son el lado cómico de su gran figura, sino sus monumentales libros de historia, de arte militar y de política. Otros no llegaban a tanto como aquel rey, protector asiduo de cuanto abate o filosofante francés oscuro iba a llamar a las puertas de la Academia de Berlín; pero aunque escribieran en alemán, y algunos como verdaderos clásicos, bien mostraban en su sistema literario y en el total de la composición la escuela en que se habían formado. Así, por grandes que [p. 190] sean el ingenio, la gracia y la ligereza nativa del autor de Don Silvio, de Agathon, de Los Abderitanos y de tantas otras composiciones fáciles y risueñas, nadie puede negar gue Wieland es un Voltaire alemán, con más fantasía que su modelo, pero con intención y trascendencia harto menores. Grande es, sin duda, la originalidad del ingenio germánico, pero hasta para conquistar su independencia tuvo que acudir por armas a los arsenales de Diderot y de otros franceses, tan admirados por Lessing y por Goethe.

Si esto acontecía en las razas septentrionales, apartadas siempre de la corriente francesa por tan hondas antipatías, ¿qué no había de suceder en los países latinos, los cuales, por largo período de la Edad Media, habían tenido una literatura común, cuyo centro estaba en Francia? Un fenómeno semejante vuelve a verificarse en el siglo XVIII. Quien lee a Algarotti, a Bettinelli, a Cesarotti, cree leer prosa francesa con palabras italianas. En tales escritores el galicismo de ideas y de palabras llega a ser escandaloso, y ha sido preciso todo el enérgico esfuerzo de reacción que a fines del siglo XVIII iniciaron Parini y Monti para borrar tales manchas del noble rostro de la más bella de las lenguas modernas. Goldoni, cuando no hace profesión de veneciano, escribiendo en dialecto y copiando las costumbres de su pueblo natal, es un Molière menos poético que su modelo, y llegó a escribir una comedia de las mejores suyas en la lengua de Francia, que él en los últimos años llamaba su verdadera patria. Más original fué Metastasio, porque a ello le convidaba el género lírico-dramático que cultivó, exento hasta cierto punto de la servidumbre de las reglas; pero en las trazas y en los planes, ya que no en el estilo, se ajustó bastante a la regularidad raciniana, si bien en la teoría no dejó de mostrarse inclinado a ciertas novedades con leve sabor de románticas. Pero era tal la tiranía del espíritu del siglo, que hasta los más feroces miso-galos, cuyo prototipo fué Alfieri, al paso que se pasaban la vida maldiciendo de los franceses y de su influencia en Italia, y de la corrupción de la lengua toscana, se mostraban luego al escribir tan franceses como cualquier otro, en cosas harto más substanciales que un vocablo o una construcción impura. Así nadie duda hoy que con todas sus generosas pretensiones de constituir un teatro [p. 191] nacional y de legítima estirpe clásica, la tragedia de Alfieri es una hijuela de la tragedia francesa, con la desventaja de ser menos poética, menos variada y menos humana, consistiendo todas las innovaciones (generalmente desgraciadas) del férreo poeta de Asti en haber empobrecido, hasta dejarla en los huesos, una forma poética ya de suyo poco amplia y poco libre.

No tenemos que avergonzarnos, pues, los españoles de haber recibido, quizá en menor grado que otros pueblos, un influjo que, en el estado de postración y abatimiento a que habían llegado nuestras letras, no podía menos de ser beneficioso, y que, por otra parte, venía a ser el desquite del que nosotros habíamos ejercido en Francia desde la segunda mitad del siglo XVI hasta la segunda mitad del siglo XVII. Con el advenimiento de Felipe V, o sin él, el resultado hubiera sido el mismo, puesto que obedecíamos a una ley general de la cultura europea, que en diferentes siglos da a diferentes pueblos el carácter y la fuerza de iniciadores, sin que esto implique baldón para el influído, sino únicamente comunión intelectual, útil y fecunda, que trueca unas por otras las ideas, como cambia el comercio los frutos de la tierra y los de la industria.

Se ha exagerado el desconocimiento de la literatura francesa por los que le suponen absoluto y general durante el siglo XVII. Es cierto que entonces éramos nosotros los influyentes y los franceses los influídos; pero aunque no los tomásemos por guías y maestros, no faltaba quien los leyese. Lope de Vega sabía algo de francés, y cita con grande elogio a Ronsard (Ronsardo, como él dice) y a Desportes, concediendo al primero (jefe de la pléyade francesa del siglo XVI) un valor en su literatura semejante al del Petrarca en Italia y al de Garci-Lasso en España, juicio confirmado por la crítica moderna, que por boca de Sainte-Beuve y de los críticos románticos, y hoy de los poetas parnasistas, ha vuelto a levantar las aras de Ronsard, tan maltratado por Boileau y otros espíritus exactos y prosaicos, aclamando al poeta de Vendôme verdadero maestro de ritmo y de estilo poético. Tampoco eran desconocidos en la España del siglo XVII ciertos libros ascéticos franceses, tales como la Philotea o Introducción a la vida devota, de San Francisco de Sales, puesta en castellano, con escasa fidelidad por cierto, nada menos que por [p. 192] D. Francisco de Quevedo. El mismo Quevedo cita varias veces a Montaigne (a quien llama Miguel de Montaña), de cuyos ensayos hay una traducción manuscrita del mismo siglo XVII, hecha por Diego de Cisneros. Además de Montaigne, se abrieron camino por el Pirineo otros moralistas, y sería curioso averiguar, concordando fechas, si las semejanzas que se advierten entre ciertos pensamientos del ingeniosísimo P. Baltasar Gracián (tan estimado hoy mismo por los extranjeros) y otros de las Máximas de La Rochefoucauld, de los Caracteres de La Bruyére, etcétera, son originalmente de procedencia francesa o española; averiguación en que no puedo detenerme ahora. Conforme el siglo XVII avanza, comienzan a ser menos raras las citas y aun las traducciones de obras francesas, algunas de ellas clásicas y celebérrimas. Diamante restituye a España el Cid de Corneille con el título de El Honrador de su padre. Acompañando a la comedia de Calderón Hado y divisa, se representó en el Retiro el 3 de Marzo de 1680 un entremés o farsa intitulada El labrador gentilhombre, que viene a ser, como su ignorado autor lo confiesa, una imitación de la principal escena del Bourgeois gentil-homme de Molière, estrenado diez años antes. No entraremos aquí en la cuestión del Heraclio y de En esta vida todo es verdad y todo es mentira, en la cual, si todas las probabilidades morales están de parte de Calderón, los datos cronológicos conocidos hasta ahora favorecen a la originalidad de Corneille. En tiempo de Carlos II se publicó también una traducción del Artamenes o Gran Ciro, de mademoiselle de Scudéry, así como a principios de aquel siglo las historias trágicas de Bandello habían sido puestas en castellano, no del original, sino de la traducción o arreglo francés de Belleforest, lo mismo que aconteció en Inglaterra. Pudiéramos ir rastreando algunos otros indicios, pero quizá el más elocuente de todos sea el haber llegado el conocimiento de la lengua francesa hasta nuestras apartadas posesiones de América, como lo patentiza el hecho de haberse representado en Lima, antes de 1710, una imitación de la Rodoguna de Corneille, y un entremés calcado sobre Las Mujeres Sabias de Molière, obras una y otra del famoso polígrafo D. Pedro de Peralta Barnuevo. Verdad es que Peralta Barnuevo era un hombre excepcional, a quien el P. Feijóo cita como verdadero monstruo de erudición.

[p. 193] Estas obras de Peralta Barnuevo (aun sin contar con El Honradar de Diamante) nos autorizan para separarnos del vulgar sentir que pone la primera aparición del drama francés entre nosotros en el Cinna, traducido en variedad de metros (y no destinado a la representación) por el marqués de San Juan D. Francisco de Pizarro y Piccolomini, en 1713; traducción algo descuidada, aunque literal con exceso, y, en suma, obra de buen estudio. Por de pronto tuvo pocos imitadores, pero fué bastante apreciada, y reimpresa en 1731. En el Teatro seguía dominando la antigua escuela nacional, sostenida por algunos poetas de no vulgares dotes, como Zamora, Fernández de León, Cañizares. Pero ya en ellos mismos, y aun contra su voluntad (si bien se repara), empiezan a notarse como síntomas de algo nuevo, y una tendencia que no va hacia la comedia francesa, pero que en algunos puntos pudiera, sin grande esfuerzo, darse la mano con ella. Pero entiéndase bien que aun esta tendencia no la reciben Zamora y Cañizares del teatro francés, sino de ciertos géneros del teatro indígena, tenidas hasta entonces por inferiores y secundarios. La llamada comedia de figurón, aunque no pueda calificarse de verdadera comedia de carácter, sino de comedia de caricaturas groseramente abultadas, y aunque se despeñe a la continua en los abismos de la ínfima farsa, no está tan lejana, como parece, de las farsas de Molière, y revela como ellas cierto espíritu de observación moral, que en algunos pasos del teatro de Zamora y Cañizares llega a convertirse en espíritu cómico de buena ley, el cual produce algo más que una risa pasajera. Por eso los más intolerantes reformadores del gusto en el siglo XVIII solían tratar con cierta indulgencia a estos poetas, perdonándoles sus infinitos plagios del teatro de Lope y sus sucesores, y sus dramas heroicos y caballerescos, en gracia de estas caricaturas o figurones, que se ajustaban más al gusto prosaico, dominador tiránico de nuestras letras en el siglo XVIII. Por eso no es caso infrecuente encontrar salvados de la proscripción general que cayó sobre nuestro antiguo y maravilloso teatro, El Hechizado por fuerza, El Dómine Lucas, etc., no tanto por su gracia indisputable, cuanto por ser rudo esbozo de la comedia de costumbres sin ideal y sin grandeza, única que aquellos preceptistas admitían y preconizaban.

[p. 194] Cañizares, por más que en todo descienda de los antiguos maestros a quienes saqueaba sin pudor ni escrúpulo alguno, tuvo la veleidad de mostrar una vez a su auditorio lo que eran las comedias según el francés estilo, y con esta mira hizo antes de 1716 una extrañísima imitación de la Ifigenia de Racine, añadiéndola un par de graciosos que alternan familiarmente con Aquiles y Agamenón. No menos absurda es otra imitación, que más adelante hizo del Temístocles de Metastasio, convirtiéndole en zarzuela con el título de No hay con la patria venganza y Temístocles en Persia.

Al lado de estos ensayos de adaptación, prematuros y algo bárbaros, anegados por otra parte en la inmensa corriente de las obras, casi todas malas, algunas medianas y una que otra digna de alabanza relativa, que producía en su decrepitud el teatro nacional, comenzaba a aparecer, si bien con escaso séquito y sin llegar nunca a las tablas, alguna que otra traducción directa, fruto de los ocios de tal o cual humanista. Así, en 1752, un D. Juan de Trigueros (que se disfrazó con el seudónimo de D. Saturio de Iguren) publicó, traducido en prosa el Británico de Racine, mereciendo los elogios de Luzán, Montiano y demás reformadores.

Sólo a quien conozca muy superficialmente nuestra historia literaria del siglo XVIII podrá admirarle que tan poco como esto adelantase el gusto francés en el teatro durante el largo espacio de cincuenta años; y es que, no solamente tenía en contra el gusto popular, que antes de la aparición de la Raquel de Huerta, jamás quiso tolerar en el teatro ninguno de los fríos engendros trágicos que abortaban los preceptistas, sino que además la nueva escuela dramática, aunque se anunciase con grande estrépito en la esfera de la teoría, se vió por mucho tiempo desvalida de todo amparo y protección oficial, dado que ésta, en el reinado de Fernando VI, no se dirigió de ningún modo a las tragedias o comedias según el francés estilo, sino a los pomposos espectáculos de la ópera italiana, que alcanzaron en los teatros reales tal brillantez y magnificencia que cuando leemos hoy sus descripciones nos parece asistir a alguna escena de encantamiento, de aquellas de los cuentos persas, árabes o tártaros. Entonces, y para contrabalancear la influencia de los admiradores [p. 195] exclusivos del gusto de Racine y de Corneille, penetró en España, secundado por todos los prestigios de la música, de la declamación, de la danza y del lujo áulico, un género que por su índole mixta se había librado bastante bien de la tiranía de las Poéticas, como que, teniendo por suyo un mundo ideal y fantástico país de quimeras y de ensueños, nadie se cuidaba en él de la verosimilitud moral ni de la verosimilitud material, sino del halago de los oídos y de los ojos. Bajo este aspecto no cabe dudar que la ópera mantuvo en todos los países una verdadera escuela de libertad artística, contraria de todo en todo a las rigideces dominantes. Entonces los librettos tenían un carácter verdaderamente literario, y no había en la Europa de 1750 un poeta superior ni igual a Metastasio. Sus óperas, que no podían recomendarse ciertamente por el profundo estudio de los caracteres, tenían, sin embargo, afectos verdaderos, calurosos a veces y muy lindamente expresados, movimientos e intenciones dramáticas (única cosa que cabe en un género donde todo se ha de apuntar y en nada se puede insistir), arte y desembarazo en la intriga, y sobre todo un tesoro de poesía pintoresca y melódica, de que nadie daba ejemplo en medio de aquel diluvio de prosaísmo. La misma pobreza relativa de vocabulario con que los librettos italianos tenían que escribirse por las condiciones especiales que requieren las palabras que han de ser puestas en música, los hacían fáciles y agradablemente comprensibles para todos los hijos de la raza latina. Así y todo, era costumbre traducirlos, bien o mal, y por tal camino se vulgarizaron e influyeron en España las obras de Metastasio. Luzán abrió el camino, traduciendo en horas La Clemencia de Tito. No tuvieron la misma fortuna los restantes librettos del ilustre poeta. De ellos se apoderó un médico italiano, D. Orlando Boncuore, cuyas traducciones fueron, segun Moratín, «otros tantos modelos de extravagancia y ridiculez ». [1] Conste, de todas suertes, que el aplauso [p. 196] y boga alcanzados por el teatro musical italiano deben contarse entre los obstáculos que impidieron que aquí arraigase el sistema dramático francés, reduciéndole a pura recreación de los eruditos, aunque entre los ensayos de traducción (jamás representados) llegó a haberlos tan notables como la Atalia de D. Eugenio de Llaguno, por primera vez impresa en 1754, obra en que no sólo la parte de diálogo, sino la lírica de los coros, está interpretada con verdadero talento, si perdonamos la dureza y falta de ritmo de algunos versos .

A acelerar el cambio de las ideas literarias contribuyó también desde 1714 la fundación de la Real Academia Española, con estatutos calcados sobre los de la francesa, lo cual no quiere decir que mostrase jamás la nuestra pretensiones de reglamentar el gusto, ni que procediese en sus actos literarios con el criterio estrecho y pedagógico que algunos imaginarán en oyendo el nombre de Academia, conforme a la opinión que de tales cuerpos suele tener el vulgo. Pocas instituciones ha habido menos académicas en tal concepto que la Academia Española. Fundada, sobre todo, para hacer el inventario de la lengua, para depurarla y acrisolarla de los vicios que un siglo de decadencia literaria la había legado, y para oponer un dique a la invasión ya temible del galicismo, su misión fué, y tenía que ser, filológica más bien que crítica ni estética, y sólo de un modo muy remoto podía influir en la dirección del gusto de prosistas y poetas. [1] Jamás [p. 197] se le ocurrió legislar en la esfera retórica; y en la gramatical y lexicográfica procedió con criterio tan ancho y aun con gusto tan inseguro, que lo que más asombra en nuestro gran Diccionario, vulgarmente llamado de autoridades, es el copioso número de ejemplos (algunos de ellos bien extravagantes) tomados de los escritores más culteranos, más conceptistas y más equivoquistas del siglo XVII y de los primeros años del XVIII, [1] empleados muchas veces con preferencia innecesaria y desacordada respecto de otros autores limpios, tersos y elegantísimas del siglo XVI, que habían usado las mismas palabras y debían servir de autoridad en aquel caso. Todo lo cual demuestra cuán lejanos andaban aquellos egregios fundadores de rendir servilmente parias a la corrección francesa; prefiriendo, al contrario, aun dentro del gusto nacional, lo más contrario a todo canon de preceptistas y a toda disciplina académica. Impresos los seis monumentales volúmenes del Diccionario desde 1726 hasta 1739, son testimonio fehaciente, más que otro alguno, de la persistencia de las escuelas poéticas nacionales, aun las más depravadas y pésimas. ¡Cuáles no debieron de ser los obstáculos con que tropezó la empresa crítica de Luzán cuando vemos a la primera generación académica quemar todavía incienso en las aras de Pantaleón de Ribera, de Cáncer, de la Monja de Méjico y de León Marchante! Aparecía, pues, la Academia Española, más bien como un cuerpo conservador de la buena y mala tradición castellana, que como un cuerpo de humanistas afrancesados, por más que de Francia viniera el impulso, y hasta el nombre [p. 198] mismo de la Academia, y por más que su fundador, el Marqués de Villena (de quien hace el implacable Saint-Simon tan magníficos elogios, presentándolo como espejo «de virtud, honor probidad, buena fe, lealtad, valor y caballerosidad»), fuera un espíritu muy abierto a la cultura extranjera y en relaciones frecuentes con muchos sabios de Europa, como el mismo Saint-Simon refiere.

La Academia no pensó formalmente en redactar una Poética, por más que algunos escritores lo afirmasen en són de burla. Demasiado prudente para arrojarse a dar ley en materias tan opinables, y que deben reservarse siempre a la iniciativa individual, no tuvo otras relaciones con la literatura propiamente dicha que la de haber reimpreso, como textos de lengua, algunos autores clásicos, y la de haber anunciado de vez en cuando, desde 1777, premios de oratoria y poesía. Y ciertamente que ni en una ni en otra cosa dió muestras de intolerancia, puesto que entre los modelos de lengua prefirió a Cervantes, uno de los menos académicos, y uno de aquellos en quienes las reglas gramaticales sufren más continuas excepciones o infracciones, si bien no tantas como Clemencín creía. Y en materia de premios, tampoco dieron muestra de un gusto muy rígido ni muy clásico los que en dos ocasiones sucesivas desairaron a D. Leandro Moratín, y en otra anterior a su padre, y honraron en cambio con sus sufragios y sus coronas a escritores tan geniales, excéntricos y temerarios como Vaca de Guzmán, Forner y Vargas Ponce, es decir, todo lo más próximo a la libertad literaria, y lo que más reñía con el tacto y la mesura que creemos inseparable de un tribunal académico. Ni deja de ser significativo el hecho de no haber pertenecido nunca a aquella docta corporación los escritores más académicos y más correctos del siglo pasado, tales como D. Tomás de Iriarte, Moratín, Gomez Hermosilla, y haberlo sido, en cambio, Alvarez de Toledo, Torrepalma, fray Juan de la Concepción, Porcel, Huerta, Cienfuegos, nombres todos, o de ingenios semiculteranos, o de precursores del romanticismo.

Por otra parte, es evidente que los cambios y revoluciones literarias no salen ni pueden salir nunca de las academias, cuerpos de libre discusión e indagación, donde todos aprenden y casi todos enseñan, y donde es muy difícil reducir a unidad los varios [p. 199] pensamientos y voluntades. Ahora bien: sin esta unidad de pensamiento, nunca puede ser eficaz la acción de nadie sobre el gusto de su siglo. Por haberla tenido, lo alcanzó Luzán, y después de él otros críticos que le eran muy inferiores en todo, v. gr., Montiano y Nasarre; al paso que la Academia Española, que los contó en el número de los suyos, ni lo consiguió ni lo intentó siquiera, satisfecha con influir de una manera más indirecta (y en realidad más permanente, por lo mismo que estaba más alejada de las luchas y preocupaciones del momento) en la difusión del buen gusto, mediante la lectura de los modelos y el estudio cada vez más reflexivo y científico de la lengua materna, instrumento primero de la ejecución, ya que no de la concepción literaria. No más que esto hizo la Academia, ni para más que esto fué establecida, y si Moratín, que tenía que vengar antiguos agravios de ella, la acusa de no haber contribuído a los progresos de la oratoria y de la poesía, no faltará hoy quien por ello cabalmente la elogie, admirando el tino y el espíritu castizo con que acertó a hacerse superior al dogmatismo, necesario y útil, pero transitorio, de aquel período de reforma, manteniendo, entretanto, íntegra su autoridad sin comprometerla ni desprestigiarla con intransigencias de escuela; y logró de este modo llegar al siglo XIX como una institución esencialmente española, que no tenía motivos para rechazar a nadie que de buena fe cultivase el arte nacional; y de hecho lo mostró, abriendo sus puertas a los poetas románticos de 1834, sin necesidad de borrar ella una tilde de lo que en sus escritos oficiales había estampado.

Claro es que en las definiciones de un Diccionario, por muy breves y muy impersonales que sean, siempre han de traslucirse las ideas de una época y el nivel científico que sus autores alcanzaban. Así, limitándonos a nuestro asunto, no deja de ofrecer curiosidad el cotejo de las primitivas definiciones estéticas del Diccionario con las que hoy vemos en sus páginas. Por todo el siglo pasado, la Academia Española, sujetándose a las ideas del P. André, estuvo definiendo la hermosura «perfección que resulta de la proporción y simetría de las partes, con que se hace agradable a la vista». El concepto de la belleza (que no se consideraba como palabra sinónima, sino como especie subordinada) se [p. 200] restringía a «la proporción justa de las partes del cuerpo, y especialmente del rostro, acompañada de cierta gracia y donaire que la hace agradable y respetuosa». Para la antigua Academia, por consiguiente, la gracia era elemento esencial de la belleza, y esta belleza tampoco se distinguía de lo que el Diccionario de entonces llama lindeza. Por otro lado, confundíase la belleza con la perfección, definiendo lo hermoso «aquello que es perfecto, bello, agradable a la vista y cumplido en su especie». Todavía el Diccionario de 1843 conserva este concepto de «proporción de las partes con el todo, y del todo con las partes», si bien poniéndole al lado de otro más comprensivo: «conjunto de cualidades, que hacen a una cosa excelente y agradable en su línea». Suprime con buen acuerdo la sinonimia de hermosura y lindeza, y admite la de belleza y hermosura. [1]

Instituciones no menos castizas que la Academia Española, pero no dedicadas en sus principios a tareas propiamente literarias a pesar de su título, fueron las Reales Academias de Buenas Letras de Barcelona y de Sevilla, que tales como se mostraron en el siglo pasado, más bien deberían llevar el nombre de Academias de Historia y Arqueología. La primera, que ya tenía vida pública desde los últimos años de la monarquía austriaca, con el nombre conceptuoso de Academia de los Desconfiados y el lema tuta, quia diffidens, recibió nueva organización y carácter oficial en 1729, y estatutos y nombre y protección regia en 1751. Sus antiguas constituciones la imponen como primera obligación el cultivo de la Historia de Cataluña, y sólo en último lugar el de la Retórica y Poesía. Desde su origen se ha mantenido fiel a este programa, y el fruto más granado de sus tareas durante el siglo XVIII fué un magnífico tratado de crítica historial, redactado por su director el Marqués de Llió, obra de muy diverso objeto que las antiguas artes históricas de Fox Morcillo, Costa, Luis Cabrera y Fr. Jerónimo de San José, puesto que éstas más bien versaban sobre la forma estética que sobre la materia de [p. 201] la historia, al paso que el libro de la Academia Barcelonesa contiene reglas y documentos, no para escribir artísticamente la historia, sino para indagar la verdad de los hechos y poner en su punto el valor de los testimonios. La obra del Marqués de Llió, muy superior al Norte Crítico del P. Segura, publicado algunos años antes (en 1737), es uno de los más brillantes testimonios del positivo adelanto de la cultura española a mediados de la centuria pasada, adelanto que, por lo que toca y pertenece a la crítica historial, debe atribuirse, tanto o más que a los ejemplos extranjeros, a la tradición indígena, nunca interrumpida, de los Nicolás Antonio, Lucas Cortés, Mondéjar, Berganza, Mayáns, Ferreras y Flórez.

Tampoco la Academia Sevillana de Buenas Letras, instalada en 1752, aspiró a influir en la dirección del gusto, a la sazón míseramente pervertido en la metrópoli hispalense, sino que se encerró en las tareas arqueológicas, como lo testifica el volumen de Memorias que dió a luz en 1773. El movimiento literario que a fines de aquel siglo promovieron Arjona, Reinoso, Lista, Roldán y sus compañeros, tuvo por centro otras academias particulares, la Horaciana primero, la de Letras Humanas después. [1]

De un modo mucho más directo y eficaz que las Academias contribuyó en el siglo pasado a excitar y remover el espíritu crítico en diversos sentidos la aparición de varios papeles periódicos, desde el reinado de Felipe V en adelante. Hay uno, sobre todo, tan importante y de tan gloriosa historia, que por si sólo marca una fecha en nuestra historia literaria, como marca otra la aparición de la Poética de Luzán. Tal fué el famoso Diario de los Literatos de España, revista trimestral que comenzó a salir de molde el día 1.º de 1737, con título y objeto evidentemente análogos a los del Journal des Savants, de París, [p. 202] proponiéndose, como éste lo realizaba desde 1655, y sigue practicándolo en nuestros días, hacer largos extractos, análisis y juicios, a un tiempo mesurados y severos, de todas las obras dignas de atención que fuesen apareciendo. Firman la dedicatoria al Rey, y figuraban en el Diario como redactores habituales, D. Francisco Manuel de Huerta y Vega, D. Juan Martínez Salamanca y D. Leopoldo Jerónimo Puig, mucho más conocidos y más dignos de alabanza por el Diario que por ninguna otra de las obras en que pusieron mano, puesto que Huerta, autor de unos Anales de Galicia y de una Historia de la España primitiva, dejó tristísima fama como colector y divulgador de las patrañas de Pellicer y otros falsarios, mereciendo por ello que la Academia de la Historia le prohibiese continuar sus enmarañadas lucubraciones, y que Godoy Alcántara haya escrito su nombre en la tablilla de la Historia de los falsos cronicones. De D. Leopoldo Jerónimo Puig, beneficiado de la iglesia del Pino en Barcelona, sólo conocemos leves opúsculos y la noticia nada favorable de que andaba apandillado con los émulos del P. Feijóo, especialmente con D. Salvador Joseph Mañer, a quien elogió en un pésimo soneto. En cuanto a Salafranca, sólo sé que publicó dos tomitos de misceláneas o Memorias eruditas para la crítica de Artes y Ciencias, que Jorge Pitillas había fustigado en el primer borrador de su sátira (cambiando luego todo el pasaje por respetos de amistad y porque la sátira iba a salir en el mismo Diario de los Literatos), y que Forner, con su habitual dureza, califica de «cuerpecillos de noticias copiadas tumultuariamente». Dada la endeblez de las obras de los tres diaristas ostensibles, y, por decirlo así, responsables, ¿cómo explicarnos el singular mérito del Diario, la profunda variedad de conocimientos que en sus artículos se ostenta, el tino habitual de sus juicios, la sólida doctrina, superior a veces a la del mismo P. Feijóo, la firmeza y el brío del estilo, la ausencia de temor con que declararon guerra a toda casta de preocupaciones, la familiaridad que manifiestan tener con lo más selecto de la cultura extranjera, la unidad firme de propósitos, y tantas cualidades como se admiran reunidas en los siete volúmenes de esta publicación verdaderamente monumental, que concitó las iras de todos los malos escritores de España, y fué uno de los más grandes y positivos [p. 203] servicios a la cultura nacional? ¿Cómo es que Salafranca, Puig y Huerta aparecen aquí tan notables, y en todo lo demas tan pequeños? ¿Será que a veces la voluntad resueltamente encaminada al bien puede agrandar las más medianas facultades intelectuales y darles un temple y un vigor que antes no tenían? ¿Será que la verdad lleva en sí misma tal fuerza, que basta para enaltecer al que se siente con valor para profesarla? ¿O será más bien que detrás de esos oscuros Diaristas, que durante dos años resistieron valerosamente al furor vengativo de sus enemigos que se complacían en sus persecuciones y adversidades, había escritores de otra talla y de otro peso, pero más cautos, que supieron guardar el cuerpo o no darle sino en las grandes ocasiones? Sabemos positivamente que en el Diario colaboraron personas extrañas a su redacción, tales como D. Juan de Iriarte, latinista y helenista famoso, y el vigoroso y castizo satírico D. José Gerardo de Hervás, que firmó con dos diversos pseudónimos: Jorge Pitillas y Don Hugo Herrera de Jaspedós. Tuvo además el Diario, en la esfera oficial, poderosos protectores, como el ministro Campillo, los cuales no lograron, sin embargo, prolongar la vida de aquella publicación, amagada siempre por los feroces resentimientos del genus irritabile vatum.

No era, sin embargo, el Diario de los Literatos lo que hoy llamaríamos un periódico de combate. Nunca o rara vez, y esto siempre provocado, como en su polémica con Mayáns, se dejó ir al campo de las personalidades. Sólo Hervás ejerció la sátira acerba, pero puramente literaria, en los tercetos de su famosa sátira, y en las dos irónicas y chistosas cartas contra el poema de San Antonio Abad o el sol de los Anacoretas de D. Pedro Nolasco Ocejo, y contra el Rasgo ético, verídica epiphonema del doctor D. Joaquín Casses, rezagados abortos gongorinos, que no merecían tratarse en serio.

Fuera de estos casos excepcionales, el Diario de los Literatos fué una revista académica, una revista sabia. Extractaba menudamente las obras sometidas a su juicio, y las más de las veces, en vez de formularle directamente, dejaba que el lector le infiriese por sí de los datos que en la misma exposición se le facilitaban. Más atentos los diaristas a las obras científicas y filosóficas que a las de recreación y amena literatura, y forzados [p. 204] por la índole enciclopédica de su trabajo a discurrir en breve espacio sobre las materias más disímiles, no acometieron de frente la cuestión literaria, sino en el análisis de la Poética de Luzán, manifestando en los demás artículos más bien tendencias generales de buen gusto (sin detrimento del espíritu nacional y con grandes concesiones a la tradición del siglo XVII) que instintos de reforma a la manera francesa o italiana que Luzán y Montiano preconizaban. Menos resueltos que el padre Feijóo, casi se les puede afiliar en su escuela. Eran muy audaces en todo lo histórico y filosófico, como que se habían propuesto por modelos a los más independientes periodistas refugiados en Holanda en el siglo XVII; no dudando en colmar los elogios al «famoso Bayle, varón de admirable erudición y felicísimo ingenio», al «eruditísimo » Juan Leclerc y a Jacobo Basnage. A esto unían verdadero espíritu ecléctico, y algo que vale más, es decir, un espíritu de equidad inflexible, no reñido de ninguna suerte con la justa estimación y el amor filial a las cosas de su tierra. Así lo, mostraron principalmente en su controversia con Luzán; pero el mismo sentido predomina en todos sus escasos artículos acerca de obras poéticas. Por entonces una D.ª Theresa de Guzmán, que tenía lonja en la Puerta del Sol, había renovado la buena memoria de Tirso y de Alarcón, reimprimiendo con bastante esmero algunas de sus comedias, muy raras ya, y muy olvidadas a fines del siglo XVII por el despótico predominio de la escuela de Calderón. Los diaristas dan cuenta en el primer número o volumen de su periódico de la comedia de D. Juan Ruiz de Alarcón, La Crueldad por el honor, dilatándose gustosos, antes que ningún otro crítico español ni extranjero (puesto que los demás de nuestro siglo pasado hicieron caso omiso de aquel excelente y terenciano poeta, a pesar de ser el más próximo al tipo de comedia que ellos daban por único), en elogios del singular mérito de este americano, «uno de aquellos felices Ingenios que dieron leyes a la Comedia Española, dexando su memoria venerable entre los que respetamos por los primeros Maestros del Arte»: frases que subrayo de propósito, por lo mucho que contrastan con todo lo que vamos a leer en el mismo Luzán y en Montiano y en Nasarre y en Velázquez. Y prosiguen elogiando las excelentes piezas cómicas de Alarcón, su estilo dulce, numeroso, puro, elegante y [p. 205] de la mayor propiedad, las sentencias y pensamientos profundos y de una viveza muy singular la graciosidad aguda y sazonada y la disposición ingeniosa de los lances, muy acomodada al gusto de una nación que se deleita más con lo admirable que con lo verosímil.

Quienes de tan cariñosa manera juzgaban el teatro español de la Edad de Oro, natural era que mirasen con cierta simpatía, mezclada de compasión si se quiere, a los últimos degenerados retoños del arte nacional. Así les vemos pasar como sobre ascuas por los enormes desafueros de D. Diego de Torres, para recomendar en él «la abundancia maravillosa de lengua», «la dicción castellana menos impura que se halla en las obras de los Españoles modernos», «el número de sus períodos desafectado, sin que por esto dexe de ser hermoso», y, finalmente, algo de «aquel donayre y desenfado que reina en los discursos y expresiones del grande español D. Francisco de Quevedo». ¿Qué mucho, si hasta encontraban disculpa y elogio para sermones culteranos como los de un fraile de San Francisco que tituló a los suyos «Eco Harmonioso del Clarín Evangélico», o los de un mercenario descalzo, que llamaba a la Magdalena «Damaza de rumbo» y «Damaza de mucho toldo» o los de Fr. Joseph de la Asunción, cuya calidad se muestra en su mismo título: «Voces sonoras evangélicas, que salen a luz en sermones de varios asuntos convocando en la militante Iglesia a sus Obreros Apostólicos, para que se sienten a la mesa de la Sabiduría Transfigurada que está dispuesta para que registren, como Mysticas Aves, lo que está oculto debaxo de las letras del Abecedario Evangélico»? [1]

[p. 206] El enérgico y castizo satírico que se escondió bajo el nombre de Jorge Pitillas , era, a despecho de la pureza de su estilo, el más influído por la cultura francesa entre todos los redactores del Diario. Los acicalados tercetos de su sátira primera y única, «contra los malos escritores de este siglo», han sido forjados y caldeados (como probó el Sr. Cueto) en el horno de la inspiración de Boileau, por más que nuestro satírico afecte no citar en notas un sólo texto francés, y sí muchos de poetas latinos, que son cabalmente los mismos que en las ediciones críticas de Boileau se acotan al pie de las páginas. Así y todo, la sátira resulta muy castellana, y la asimilación muy natural y desembarazada, como si Hervás y Boileau hubiesen pensado las mismas cosas en el mismo punto, y cada cual según el genio de su lengua nativa. Cabalmente uno de los vicios más amargamente censurados en esta sátira es el galicismo:

                                      «Hablo francés aquello que me basta
                                      Para que no me entiendan, ni yo entienda,
                                      Y fermentar la castellana pasta...»

Casi al mismo tiempo que los Diaristas su obra, proseguía [p. 207] el P. Feijóo con mayor constancia y amplitud la suya, no dejando a vida error del vulgo ni error de los sabios. Ya conocemos sus libérrimas doctrinas de Estética general, de las cuales nacían lógicamente afirmaciones literarias no menos arrojadas y opuestas al común sentir de los preceptistas. «Quien quiere que los poetas sean muy cuerdos, quiere que no haya poetas (escribía): [1] el furor es el alma de la poesía; el rapto de la mente es el vuelo de la pluma: «impetus ille sacer, qui vatum pectora nutrit, que dijo Ovidio». «En los poetas franceses (añadía) se ve que por afectar ser muy regulares en sus pensamientos, dejan sus composiciones muy lánguidas, cortan a las musas las alas, o con el peso del juicio les abaten al suelo las plumas». En esto, a lo menos, no se dirá que el P. Feijóo adolecía de «flaqueza de juicio, arrimado siempre a la luz de los escritores franceses», como se dejó decir Alcalá Galiano. Ni implica contradicción alguna el lamentarse, por otra parte, de la corrupción literaria y del estilo asquerosamente entumecido de su tiempo, y deleitarse con la amena y lúcida regularidad de la prosa francesa, y defender valerosamente algunos neologismos científicos que tenía por necesarios, clamando al propio tiempo contra la temeraria introducción de voces forasteras «que debieran ser decomisadas como idioma de contrabando en estos reinos». Su teoría en este punto (no hablo de la práctica, en que alguna vez claudicó innecesariamente) no podía ser más racional, ni de más ancha base. «En menos de un siglo (escribía), se han añadido más de mil voces latinas a la lengua francesa, y otras tantas y muchas más, entre latinas y francesas, a la castellana... Si tantas adiciones hasta ahora fueron lícitas, ¿por qué no lo serán otras ahora? Pensar que ya la lengua castellana, u otra alguna del mundo, tiene toda la extensión posible o necesaria, sólo cabe en quien ignora que es inmensa la amplitud de ideas, para cuya expresión se requieren infinitas voces. La elección de aquellas que, colocadas en el período, tienen más hermosura o más energía, piden numen especial, el cual no se adquiere con preceptos o reglas».

No menos enemigo que del afectado purismo se muestra el [p. 208] P. Feijóo de las ideas vulgarmente admitidas acerca de la nobleza del estilo. Para él la distinción entre voces plebeyas y voces nobles es mucho más caprichosa y arbitraria que fundada en motivo alguno racional: «Ciertos rígidos Aristarcos generalísimamente quieren excluir del estilo serio todas aquellas locuciones o voces que, o por haberlas introducido la gente baja, o porque sólo entre ella tienen frecuente uso, han contraído cierta especie de humildad o de sordidez plebeya; y un docto moderno (Mayáns) pretende ser la más alta perfección del estilo de don Diego Saavedra, no hallarse jamás en sus escritos ninguno de los vulgarismos que hacinó Quevedo en el Cuento de Cuentos, ni otros semejantes a aquéllos. Es muy hermoso y culto ciertamente el estilo de D. Diego Saavedra, pero no lo es por eso, antes afirmo que aun podría ser más elegante y enérgico, aunque se entrometiesen en él algunos de aquellos vulgarismos».

Extremando estas ideas suyas, en el fondo tan racionales y sensatas, llegaba el P. Feijóo hasta caer en el error vulgar de rechazar los Diccionarios, si con ellos entendían sus autores fijar el lenguaje, como si esta fijación hubiera de entenderse en el sentido de que el Diccionario fuera una arca para en adelante cerrada. «No hay escritor de verdadero ingenio (exclamaba) que pueda contenerle dentro de los límites del Diccionario.» [1]

A estos gritos de insubordinación lingüística (la más peligrosa y la más innecesaria de todas para el verdadero genio, que cuenta siempre entre sus dones el de la paciencia en la lucha forzosa y viril con el material artístico) corresponden las opiniones, paradójicas a veces, revolucionarias siempre, que el padre Feijóo sostiene respecto de todos los géneros literarios.

Bien se puede decir de él que removió en España tantas ideas estéticas como La Motte, Fontenelle y Diderot en Francia, mezclando, como ellos, en extraño conjunto las adivinaciones felices con los desbarros a que es tan propenso el espíritu de indagación y de aventura, dichoso a veces hasta en sus caídas. Por ejemplo, no cabe duda que el padre Feijóo, más leído en otros libros que en las Poéticas y Retóricas de la antigua escuela, [p. 209] confundía lastimosamente el término fábula, que indica en los antiguos preceptistas el plan y composición total de la obra, con la ficción o con el mito. Así le vemos, en el párrafo XV del discurso Glorias de España, con ocasión de dar la preferencia a Lucano sobre Virgilio (guiándose más bien por disculpable amor patrio que por legítimo sentimiento artístico), discutir gravemente si la ficción (que él da por sinónimo de fábula) es o no de esencia en la poesía. Él se decide por lo segundo, porque en el primer caso habría que descontar del número de los poetas a Lucrecio, a Manilio y al mismo Virgilio en las Geórgicas. «La ficción, ni aun es perfección accidental de la poesía; antes sin temeridad se puede decir que es corrupción suya. Fúndolo en que los antiquísimos poetas... no tuvieron por objeto ni mezclaron en sus versos fábulas (Lino, Orfeo, Amphion, etc.). La poesía en su primera institución tenía por objeto deleitar instruyendo; mas con el tiempo se dirigió únicamente al deleite abandonando la instrucción... Aun para deleitar se les pasó la sazón a las fábulas mitológicas... Después que aquella insensata creencia se fué extirpando... es preciso cesase la admiración y con ella el deleite». ¿Hase visto error más fecundo? La confusión de la fábula y de la ficción llevó como por la mano al P. Feijóo a sentar uno de los dogmas capitales de la escuela romántica, a rechazar en poesía las ficciones mitológicas.

Dado el enlace de sus ideas, el P. Feijóo no podía ser adversario del Teatro Español. Y no lo es, en efecto. En el mismo discurso afirma que «la poesía cómica moderna casi enteramente se debe a España», y rechaza la idea de que los franceses hayan dado más regularidad y verisimilitud a nuestras fábulas. «La Princesa de Elide de Molière es indisimulado y claro trasunto de El desdén con el desdén de Moreto, sin que haya más regularidad en la comedia francesa ni alguna irregularidad que notar en la española. La verisimilitud es una misma; sólo se distinguen las dos comedias en la expresión de los afectos, y en esto excede infinito la española a la francesa».

De la disputa sobre Lucano, en que el P. Feijóo llevó la peor parte, acosado por las ingeniosas censuras del jesuíta P. Joaquín de Aguirre, en su opúsculo El Príncipe de los Poetas, Virgilio contra las pretensiones de Lucano (Madrid, 1742), nació otra [p. 210] más importante sobre el constitutivo esencial de la poesía. [1] Sólo en ésta hizo hincapié el P. Feijóo, como más acomodada a la índole filosófica de su talento, en quien las facultades racionales y discursivas ejercían mucho más poder que los deleites estéticos. En el fondo sostenía la causa de Lucano por el mero hecho de haber sido Lucano español, sin darse él muy buena cuenta de las razones de arte que hacen que Virgilio sea un poeta perfecto en su línea y eternamente adorable, y Lucano sólo un gran poeta de decadencia, monótono y fatigosísimo de leer, por la continua afectación declamatoria de su estilo, aprendido en las tristes y caliginosas escuelas de su tiempo. No comprendía que, aun concediendo (como algunos concederán sin esfuerzo) que Lucano tuviera en potencia no menor genio poético que Virgilio, es imposible que un poema enteramente político e histórico, donde no vibra jamás la cuerda del sentimiento, pueda ocupar nunca en la estimación de la humanidad puesto igual al de una obra que expresa en versos hermosísimos afectos y pasiones humanas, de suyo eternas y comprensibles en todo lugar y tiempo. No advirtió que la Farsalia, a pesar de sus indudables bellezas oratorias y del espíritu de grandeza que toda ella respira, y a pesar de bellezas descriptivas de primer orden y detalles pintorescos que anuncian un arte nuevo, es un poema fastidioso y oscurísimo, árido en medio de la prodigalidad de color, enigmático y tenebroso, teniendo, además, sus versos el defecto mayor que pueden tener versos algunos en el mundo, es decir, el de ser todos iguales, igualmente llenos, igualmente robustos y altisonantes, acuñados todos en el mismo troquel.

El P. Feijóo, que, a despecho de sus aciertos teóricos no sentía verdaderamente la poesía, y regulaba el mérito de la Farsalia por la elocuencia de sus discursos y por la exactitud histórica del relato, imaginaba que el tener en menos los críticos a Lucano procedía de no haber introducido éste fábulas en su poema, sin acordarse de que Lucano, si bien abandonó el uso de la mitología clásica (por parecerle absurda en un tema histórico y reciente), exornó su poema (mostrándose en esto más [p. 211] que en ninguna otra cosa ingenio verdaderamente creador, y a su manera gran poeta) con otras supersticiones orientales y occidentales, como la hechicera de Tesalia y la terrible evocación del cuerpo muerto, o los prodigios del bosque druídico de Marsella; y echó mano también de personificaciones alegóricas de seres abstractos; v. gr.: el espectro de Roma que se presenta a César a orillas del Rubicón. Pero el P. Feijóo andaba completamente ofuscado en esta cuestión, por no entender los términos técnicos, y así, cuando el P. Aguirre le objetaba que la Farsalia, poema estrictamente histórico, no era una fábula, es decir, un verdadero cuerpo de creación poética, una verdadera composición de arte, como la Eneida, sino una versificación, o sea, un tema de retórica puesto en verso con mayor o menor elocuencia y poesía de estilo, el P. Feijóo entendía que fábula quiere decir ficción, y negaba con calor que la ficción fuese el constitutivo esencial de la poesía, haciéndole consistir, por el contrario, en el enthusiasmo. A esto añadía (y era verdad no negada por sus adversarios) que, «siendo la Poesía un arte perfectamente análogo a la Pintura (ut Pictura Poesis), igualmente podrán ser objetos propios del Poeta, como lo son del Pintor, los hechos o personajes verdaderos y reales que los fabulosos».

Considerado el enthusiasmo como constitutivo esencial de la poesía, le definía de parte de su causa, «imaginación inflamada con aquella especie de fuego a quien los mismos poetas dieron nombre de furor divino»; y de parte del efecto, le hacía consistir en «un lenguaje elevado, compuesto de locuciones más enérgicas, de figuras más brillantes, de imágenes más grandiosas y más vivas»; es decir, en una poesía puramente de estilo, única que él admiraba en Lucano. En cuanto a la versificación, la consideraba de esencia en la poesía, como parcial constitutivo de ella.

Repito que el P. Aguirre lleva en esta cuestión la mejor parte. Cuando Feijóo, persistiendo en su singular y erróneo criterio de la exactitud histórica, exclamaba: «Virgilio versificó ficciones, Lucano realidades... ojalá todos los poetas heroicos hubieran hecho lo mismo que Lucano, pues supiéramos de la antigüedad infinitas cosas que ahora ignoramos y siempre ignoraremos», como si la misión de la Poesía fuese llenar los vacíos [p. 212] y reparar los olvidos de la Historia, y, no tuviese ella en sí su valor y finalidad propia e intrínseca, el P. Aguirre le respondía con profundo sentido que «en ese caso no tendríamos ni historiadores ni poetas». Con este alfilerazo, el polígrafo ovetense perdió todo concierto, y mostró bien a las claras cuán poco le llegaban al alma estas cosas de la Poesía. «Y bien: ¿qué falta nos harían los poetas?... Leí que un francés (no me acuerdo si era Voiture o Malherbe) solía decir que un buen poeta, en una república o reino, no era más apreciable ni merecía más estimación que un buen jugador de bolos...» Nada se iguala al desdén con que el prosaico espíritu del P. Feijóo habla de «las patrañas que en versos elegantes presentó Grecia a las naciones». Toda gran cualidad lleva consigo aparejado algún defecto gravísimo, y no hubiera sido poco milagroso que un sentido común tan poderoso, pero a ratos tan vulgar, como el que había en el padre Feijóo, hubiese acertado a ponderar rectamente las obras de la fantasía, y a sorprender el origen de sus misteriosas creaciones. Digámoslo claro: el P. Feijóo, tenía tan perverso gusto, que para él eran obras maestras e inmortales las de la famosa Magdalena Scudéry, y anunciaba gravemente que de las sátiras que contra ella se escribieron no quedaría memoria alguna, mientras que el Ciro y la Casandra desafiarían las tempestades de los siglos.

También sostuvo el P. Feijóo que la elocuencia era naturaleza y no arte, [1] proposición evidentísima, pero de la cual sacó las más temerarias consecuencias, las cuales como ya hemos notado en otra parte, harían fuerza, no ya solamente contra la Retórica, sino contra toda arte humana, puesto que todas suponen y exigen una facultad preexistente, que el arte educa, rige y disciplina. El P. Feijóo confiesa que nunca perdió el tiempo en estudiar las reglas de la Retórica; que nunca trató de formarse un estilo: «tal cual es, bueno o malo, de esta o de aquella especie, no le busqué yo, él se me vino». No niega sólo la eficacia de los preceptos, niega la utilidad de la imitación, de la lectura, del ejercicio, mezclando con todo esto, que dicho en términos tan absolutos no puede ser más falso, consideraciones profundas y verdaderas, que van contra el formalismo retórico [p. 213] y contra la falsa inteligencia del principio de imitación. «Sin la naturalidad no hay estilo, no sólo excelente, pero ni aun medianamente bueno. ¿Qué digo ni aun medianamente bueno? Ni aun tolerable. Es la naturalidad una perfección, una gracia, sin la cual todo es imperfecto y desgraciado... A todas las acciones humanas da un baño de ridiculez la afectación... Es preciso que cada uno se contente en todas sus acciones con aquel ayre y modo que influye su orgánica y natural disposición... Si con eso desagrada, mucho más desagradará si sobre ése emplasta la afectación. Lo más que se puede pretender es corregir los defectos que provienen, no de la naturaleza, sino de la educación, o del habitual trato con malos ejemplares. Y no logra poco quien esto logra... Es una imaginación muy sujeta a engaño la de la pretendida imitación del estilo de este o aquel autor. Piensan algunos que imitan, y ni aun remedan... Quiere uno imitar el estilo valiente y enérgico de tal escritor, y saca el suyo áspero, bronco y desabrido. Arrímase otro a un estilo dulce, y, sin coger la dulzura, cae en la languidez. Otro al estilo sentencioso, y en vez de armoniosas sentencias, profiere fastidiosas vulgaridades. Otros al ingenioso, como si el ingenio pudiera aprenderse o estudiarse... Otros al sublime, que es lo mismo que querer volar quien no tiene alas, porque ve volar al pájaro que las tiene... ¿Qué son realmente estos imitadores, sino unos ridículos monos de otros hombres?... A un espíritu que Dios hizo para ello, naturalmente se le presentan el orden y distribución que debe dar a la materia sobre que quiere escribir, la encadenación más oportuna de las cláusulas, la cadencia más airosa de los períodos, las voces más propias, las expresiones más vivas, las figuras más bellas... No hay geometría para medir si una metáfora, v. gr.; salió ajustada a las reglas... Del mismo modo que el que no tiene bastante entendimiento para discurrir bien, discurre defectuosamente por lo común, por más que haya estudiado las reglas sumulísticas, y el que lo tiene, discurre con acierto, aunque las ignore; ni más ni menos el que no tiene genio, nunca es elocuente, por más que haya estudiado las reglas de la Retórica, y lo es el que lo tiene, aunque no haya puesto los ojos ni los oídos en los preceptos de este Arte... Lo más que yo podré permitir, y lo permitré con alguna [p. 214] repugnancia, es que el estudio de las reglas sirva para evitar algunos groseros defectos. Mas nunca pasaré que pueda producir primores. La gala de las expresiones, la agudeza de los conceptos, la hermosura de las figuras, la majestad de las sentencias, se las ha de hallar cada cual en el fondo del propio talento. Si ahí no las encuentra, no las busque en otra parte. Ahí están depositadas las semillas de esas flores, y ese es el terreno donde han de brotar, sin otro influjo que el que, acalorada del asunto, les da la imaginación... Los ejemplos son hazañas de otros ingenios que no puede imitar sino quien tenga valentía igual a la suya. ¿Qué importa que yo vea cómo se remonta el águila a la segunda región del aire? ¿Podré por eso elevarme a la misma altura no teniendo la misma fuerza?»

En esta apología brillante y deslumbradora de su propio estilo, uno de los menos retóricos y menos acicalados, y al mismo tiempo más fáciles, amenos y sueltos, el Maestro Feijóo procedía con la singular satisfacción de sí propio que le acompañó y le sostuvo siempre en sus innumerables campañas científicas. No duda en proponerse a sí mismo por modelo, sin reparar que mucho de lo que él califica de nimia y viciosa afectación puede ser, en espíritu menos didácticos que el suyo, y menos atentos a lo práctico, a lo útil y a lo inmediato, amor recogido, silencioso y rarísimo a la belleza del estilo, culto respetuoso de la forma, y anhelo por arrancar de las palabras bellezas semejantes a las del mármol. Que no todas las palabras se escriben solamente para enseñar, ni basta el vulgar esmero de la simplicidad y de la llaneza para hacer del discurso oratorio o poético un sér orgánico y animado, que respire, y se mueva, y hable con voces penetrantes e inmortales. La opinión del P. Feijóo, por lo mismo que es tan especiosa, por lo mismo que encierra una parte de verdad, por lo mismo que halaga la pereza de los espíritus científicos y de los espíritus literarios atropellados y fáciles, debe rechazarse severamente, en cuanto envuelve la ruina, no ya de la Retórica, sino del arte mismo de la palabra, «de aquel arte racional de animar los pensamientos, de mover los afectos, de excitar las pasiones y de hacer la verdad más clara y manifiesta», como lo dice muy bien el médico Piquer, que impugnó esta opinión del P. Feijóo, en su excelente tratado [p. 215] de Lógica. [1] Sin el arte adquirido por unos u otros procedimientos (que en esto cabe racional disputa), pero arte, al fin, ejercitado con exclusiva consagración y sin tregua ni descanso, se producirán rasgos elocuentes, pero nunca la oración elocuente, la verdadera creación estética.

Lo que en todos estos escritos del P. Feijóo palpita, y lo que los hace simpáticos en medio de sus errores y ligerezas, es la reivindicación constante, sistemática y apasionada de los derechos y libertades del genio, así en la ciencia como en el arte. En este punto, el contraste de sus opiniones con las de Luzán es palmario y evidente, pudiendo considerarse al uno y al otro como cabezas respectivamente de las dos escuelas literarias que llenaron con sus luchas todo el siglo XVIII.

De Luzán conocemos ya los principios estéticos generales; no sus doctrinas concernientes a la técnica literaria. Su libro, que gozó autoridad de código por más de una centuria, y fué luego olvidado y proscrito durante la época romántica, ha sido ampliamente vengado de tales desdenes por aventajados [p. 216] críticos contemporáneos, tales como el señor Cueto y el Sr. Fernández y González. Uno y otro han dejado fuera de toda duda que, lejos de ser Luzán un repetidor servil de las poéticas de los franceses, su clasicismo es mucho más italiano que francés, y difiere y se aparta profundamente del de Boileau en puntos tan esenciales como admitir o rechazar lo maravilloso cristiano a título de fuente de inspiración poética. Por otra parte, basta abrir el libro y notar su traza y disposición, las citas y autoridades en que Luzán se complace, los modelos que recomienda y los libros que extracta, para convencerse de que, en efecto, la Poética de Luzán, compuesta primitivamente (1728) en lengua italiana y en seis discursos, con el título de Ragionamenti sopra la Poesía, [1] refleja exclusivamente el modo de pensar reinante en las Academias de Nápoles y de Palermo, y que por esta razón y otras muchas se parece más a las poéticas de nuestro siglo XVI, penetradas de influencia italiana (como la del Pinciano o la de Cascales), que no a las obras críticas de Boileau, D'Aubignac, Le Bossu y Batteux, las cuales en alma y cuerpo intentaron trasplantar algunos discípulos y sucesores de Luzán a nuestro suelo.

El clasicismo italiano ha sido siempre mucho más libre, más variado, menos convencional, menos rígido y meticuloso, y por decirlo todo de una vez, más poético y menos oratorio que el clasicismo francés. Las ventajas de Luzán, ingenio poco inventivo, pero de gran seso, se derivan principalmente de las buenas fuentes en que bebió, y que muy pronto comenzamos a abandonar los españoles, aislándonos precisamente de aquella literatura que entre todas las de Europa tiene más similitudes y afinidades con la castellana, y puede prestarnos mejores y menos ocasionados servicios. Luzán, más bien que como el primero de los críticos de la escuela francesa, debe ser tenido y estimado como el último de los críticos de la antigua escuela italo-española a la cual permanece fiel en todo lo esencial y característico, teniendo sobre el Pinciano o sobre Cascales la ventaja de haber alcanzado una cultura más varia y más extenso conocimiento de extrañas literaturas, como la francesa y la inglesa.

[p. 217] Sobre la originalidad relativa del libro de Luzán, se han manifestado no leves sospechas. Blanco (White) dice redondamente que la Poética del humanista aragonés es una traducción libre del tratado Della perfetta Poesia, de Muratori, tan fiel al orginal, que a Blanco le sirvió para aprender por sí sólo el italiano cotejando ambos libros. [1] Hemos comparado muy despacio la obra de Luzán con el tratado de Muratori, [2] y no hallamos el plagio que da a entender Blanco (White). Es verdad que de todos los autores que Luzán tuvo a la vista, fué Muratori el preferido, y aquel de quien aceptó mayor número de ideas y de doctrinas; pero citándole siempre, corrigiéndole algunas veces, y siguiéndole a la letra muy pocas. Así, de Muratori esta tomado el sistema de la imitación de lo universal y de lo particular, que, sin embargo, obtiene del talento filosófico de Luzán desarrollos originales; la doctrina del fin de la Poesía, y el considerarla como hija o ministra de la Filosofía moral; todo lo relativo a las fuentes del deleite poético, a la distinción de dos especies de verdad, cierta o probable, y de dos verisimilitudes, una popular y otra noble; los preceptos que encaminan a hallar materia nueva y maravillosa por medio del ingenio y de la fantasía, regulados por el juicio; la teoría de la perfección o depuración de la naturaleza; la distinción de tres especies de imágenes o ídolos; la preferencia dada a la imitación universal sobre la particular; la definición del ingenio y de la fantasía poética; en suma, casi todo lo fundamental y lo que es Estética pura. Pero con estas doctrinas combinó otras ideas sueltas, tomadas de diversos autores italianos, algunos de ellos antiguos como los comentadores de la Poética de Aristóteles, Pier Vettori (Victorius), Paulo Benio, Antonio Minturno, y otros (los más) contemporáneos suyos, como el famoso jurisconsulto Gravina (Della ragione poética), el conde Monsignani (De imitatione [p. 218] poetica), Orsi, Crescimbeni y Quadrio. De los franceses únicamente cita (y éstos con mucha menos frecuencia), la Retórica del P. Lamy, la Poética de Boileau, las Reflexiones del padre Rapin, las anotaciones de Dacier al texto de Aristóteles, los discursos de Corneille sobre el poema dramático, y el tratado del P. Le Bossu sobre el poema épico, que califica de excelente. En ideas generales sobre la Belleza, ya sabemos que explotó a Crousaz, alemán de origen, si bien escribió en lengua francesa.

Hay, pues, mucha, muchísima labor de taracea en el libro de Lazan, y pueden marcarse capítulo por capítulo los hilos que han entrado a componer la trama. Así se explican también las repeticiones y las contradicciones que han creído advertir algunos. La Poética fué un libro útil en su tiempo, quizá puede serlo todavía en algunos de sus capítulos, porque la verdad nunca es vieja: se recomienda, además, por una erudición positiva y sólida y por un modo de exposición, no desabrido y seco, como da a entender Quintana, sino amplio y ameno. Pero reconociéndole de buen grado todas estas virtudes y otras más, especialmente la discreción y el buen gusto habituales con que juzga la parte clásica o italiana de nuestra literatura y la discreción y tacto en los ejemplos con que comprueba y hace española la doctrina, el más apasionado de Luzán no podrá concederle verdadera originalidad crítica. Luzán es un compilador en la mayor parte de su obra; pero es un compilador inteligente, que sabe cuanto se sabía en Italia y Francia en su tiempo, y que acierta a asimilárselo con discernimiento propio. De todas maneras, conste que la Poética de Luzán no es una traducción, ni mucho menos, de la Poética de Aristóteles, como pretende D. Alberto Lista, el cual sin duda la había leído en sus mocedades y la había olvidado después. [1] La Poética de Luzán no tiene con los inmortales fragmentos del Estagirita más relaciones que las que tiene cualquiera otra poética clásica, quiero decir, la adopción de algunas leyes estéticas de carácter universal y eterno, y también la mala interpretación de algunas observaciones de valor puramente histórico. Ni es cierto tampoco, como [p. 219] escribe Fernando Wolf, [1] que Luzán hubiera bebido la purísima agua del Parnaso francés a las orillas del Sena mismo, puesto que Luzán no fué a París hasta 1747, diez años después de haber impreso su Poética, cuyos primeros materiales son, como queda dicho, italianos. En el mismo yerro incurrió D. Antonio Alcalá Galiano en sus lecciones sobre la literatura del siglo XVIII, [2] asentando en términos rotundos que Luzán «hubo de dirigirse a Francia como el país de donde entonces venía la luz...», y que allí estudió la Poética de Aristóteles, con los comentarios que le habían puesto los escritores franceses, y «tomando la teoría del P. Le Bossu sobre el poema épico, la puso en castellano y la agregó a la de Aristóteles», afirmaciones todas tan contrarias a la verdad de los hechos que casi nos hacen sospechar que los literatos de principios de nuestro siglo, aunque tan cercanos a Luzán por el tiempo, no tenían de su persona y de sus obras más que una idea confusa y superficial, ni leían ya la Poética, ni la consideraban como un libro, sino como una fecha. Tal había sido el contagio de la escuela francesa, que había acabado por imponernos los propios preceptistas de allende, dejando en la oscuridad y en el olvido a los mismos españoles que habían contribuído a acelerar su triunfo. Quizá la relativa independencia de Luzán, quizá lo mucho que tiene de latino y de italiano más bien que de francés, contribuyó al desdén con que en los últimos años del siglo XVIII se miraba su libro, desdén del cual se advierten huellas aun en el mismo Quintana, que, por otra parte, habla de él con más conocimiento y con algún elogio, no sólo respecto del valor histórico de la empresa que realizó, sino respecto del valor intrínseco del libro, que justamente apellida «sano y seguro en principios, oportuno y sobrio en erudición y en doctrina, juicioso en el plan y claro en el estilo», aunque de ningún modo se le puede conceder lo que después añade, es a saber: que está escrito sin amenidad alguna y que inspira poco interés, puesto que la mayor amenidad y el mayor interés de un libro didáctico consisten precisamente en esas cualidades de orden lúcido, de claridad, de sobriedad, etc., que él mismo [p. 220] acaba de otorgar al preceptista de Zaragoza. Yo confieso que la lectura de esa Poética jamás me ha fastidiado, sino interesado y divertido, y a todos los que la han leído con alguna atención oigo decir lo mismo.

La Poética de Luzán presenta notables variantes en sus dos ediciones, la de Zaragoza, 1737, en un abultado volumen en folio, y la de Madrid, 1789, en dos volúmenes en 8.º La primera es la única que Luzán dirigió por sí mismo, y así podemos creer que refleja con más exactitud su pensamiento, pero es mucho más incompleta. En la segunda entendieron los hijos y también los amigos y discípulos del autor, y de un modo muy especial D. Eugenio de Llaguno y Amírola, que se encargó de colocar en sus lugares respectivos las copiosas adiciones y capítulos enteros que Luzán había dejado entre sus papeles. Generalmente hablando, estas adiciones y enmiendas mejoran el texto, y suelen referirse a libros que Luzán no había leído antes (v. gr., el Paraíso Perdido de Milton, que él dió a conocer por primera vez en España, traduciendo algunos fragmentos), o bien a noticias históricas acerca de nuestra antigua poesía y versificación. Pero alguna vez, aunque rara, advertimos pequeñas supresioncs de carácter muy sospechoso. En la primera edición, Luzán, bien porque así lo sintiera, bien por no atacar de frente la opinión común, hacía notables concesiones al teatro español. Por ejemplo, de Calderón decía: «Admiro la nobleza de su locución que, sin ser jamás obscura ni afectada, es siempre elegante, y especialmente me parece digna de muchos encomios la manera y traza ingeniosa con que este autor, teniendo dulcemente suspenso a su auditorio, ha sabido enredar los lances de sus comedias, y particularmente de las que llamamos de capa y espada, entre las cuales hay algunas donde los críticos tienen muy poco o nada que reprender, y mucho que admirar y elogiar». Todo este pasaje ha desaparecido en la segunda edición. [1] ¿Es que Luzán cambió de parecer con los años, y dejó de admirar a Calderón, o es que Llaguno tuvo la osadía de alterar el texto en apoyo de sus opiniones, más radicalmente neoclásicas que las de Luzán? Hoy es [p. 221] imposible averiguarlo, pero la última conjetura nos parece más probable, y de todas suertes el hecho es curiosísimo.

La Poética de Luzán se divide en cuatro libros, concernientes, el primero, al origen, progresos y esencia de la poesía, el segundo a la utilidad y deleite de ella, el tercero a los poemas dramáticos, y el cuarto a los épicos. De los géneros menores no hay tratado especial, pero a ellos se refiere la mayor parte de la doctrina del segundo libro. No obstante, cuando la Poética se publicó por primera vez, advirtieron muchos esta falta, y Luzán se propuso remediarla, comenzando por escribir un tratado de la sátira, que hubo de extraviarse o quedó incompleto, lo mismo que un capítulo sobre la declamación, cuya ausencia habían notado los Padres de Trévoux, en su Diario. [1]

Ya antes de divulgarse en 1737 la Poética, habían corrido entre los apasionados del arte nacional voces desfavorables a las doctrinas que en ella inculcaba su autor, y especialmente al juicio que hacía de algunos famosos poetas españoles, como Góngora y Calderón. Los tiempos no estaban maduros aún para los innovadores, y Luzán, que descendía a la arena el primero, tenía que recibir en su escudo los primeros golpes. Así es que en el prólogo, en vez de proceder con la inmodestia y fanfarria que luego mostraron Nasarre, Velázquez y D. Nicolás Moratín, procura abroquelarse con mil precauciones oratorias, pidiendo humildemente que no se estimen por novedades sus opiniones, puesto que hace más de dos mil años estaban, en todo lo sustancial, escritas por Aristóteles y epilogadas por Horacio, y generalmente aprobadas y seguidas después en todas las naciones cultas, además de ser tan antiguas como la razón misma, de la cual recibían su mayor validez y fundamento. «Bueno fuera que desecháramos el oro de Indias porque viene de un Nuevo Mundo, y que por antipatía a las novedades hubiera aún quien cerrase los ojos por no ver la circulación de la sangre, o las tubas fallopianas, o los vasos lácteos, u otros descubrimientos utilísimos». [p. 222] El pasaje es curioso para mostrar el estado del gusto y de la cultura entre nosotros, y lo que tenía de atrevido el propósito de Luzán, que hoy nos parece poco más que un hábil y docto propagandista de lugares comunes.

Del mismo modo procura ponerse bien con los apasionados de Calderón y de Solís. La mezcla extraña de estos dos nombres, entre los cuales no cabe paridad alguna, demuestra que la confusión de las ideas críticas era en Luzán no menor que en sus adversarios. Don Antonio de Solís, historiador atildado y retórico, es un poeta dramático muy de segundo orden, notable por cierto buen gusto relativo, ya muy raro en la época en que floreció, pero falto enteramente de originalidad y de arranque, y por ningún concepto merecedor de andar al lado de un genio como Calderón. Pero lo cierto es que a principios del siglo XVIII los dos nombres sonaban juntos, y Luzán se disculpa igualmente de haber notado lunares en el uno y en el otro: «Pasa en nuestro caso (escribe, y son notables sus frases) lo mismo que en un motín popular, en cuyo apaciguamiento la justicia suele prender y castigar a los primeros que encuentra, aunque quizá no sean los más culpados: es cierto que no lo son ni Calderón ni Solís, y así el desprecio con que algunos hablan de nuestras comedias, se deberá con más razon aplicar a otros autores de inferior nota y de clase muy distinta». ¿Quiénes serían éstos? ¡Probablemente Tirso o Alarcón, de quienes no se dice una palabra en esta Poética, donde Solís es elogiado a cada paso! ¡Qué desconocimiento tan completo de nuestra historia literaria el que tenían o afectaban nuestros críticos del siglo XVIII!

Los errores de Luzán no hay para qué señalarlos muy menudamente: son los del clasicismo de su tiempo, y desde las primeras páginas del libro se revelan. Decir que el fin de la Poesía es el mismo de la filosofía moral, y que pueden darse odas y poemas que tengan por único fin la exposición de lo útil, era comenzar negando el arte mismo del cual se iban a dar preceptos y arruinar de un golpe toda la labor de nuestros escolásticos, que Luzán no había leído y que hubieran podido darle muy buenas lecciones sobre la independencia del Arte. A Luzán le extravía, como a todos los teóricos de su siglo, la tendencia docente y moralizadora. Cree de buena fe que Homero escribió sus poemas «para [p. 223] explicar a los entendimientos más incultos las verdades de la moral, de la política, y también, como muchos sienten, de la filosofía natural y de la teología», y añade cándidamente, con el P. Le Bossu en la mano, que la mayor utilidad de la Ilíada consiste en mostrar cuán necesaria sea la unión y concordia entre los jefes de un ejército, de donde infiere que Homero «en la politica y en la moral consiguió su fin, pero no es tan cierto que igualmente le consiguiese en la filosofía y teología, porque los filósofos ya sabían por figuras y símbolos todo lo que Homero les escondía en sus versos». [1] Con este criterio esotérico y pedagógico, aplaude a aquellos obispos griegos de quienes se cuenta, con verdad o sin ella, que condenaron a las llamas las obras de los poetas líricos, porque de tales obras «como dirigidas totalmente al deleyte y entretenimiento, no podía sacarse utilidad alguna.

Cree también Luzán, como muchos de su siglo, que la poesía nació entre los pastores, y se ejercitó primero en asuntos bucólicos, «como, por ejemplo, la grey, el prado, los árboles, la hierba, el arroyo... y otras cosas semejantes», de donde pasó luego a los sacerdotes egipcios y caldeos, quienes la hicieron velo de altísimas verdades especulativas. Sería tarea tan fácil como [p. 224] inútil el insistir en este género de errores, que por otra parte Luzán no inventó ni echó a volar el primero. Preferimos fijarnos en aquellos rasgos que muestran a Luzán como verdadero predecesor de otra crítica más racional y más adelantada.

Y, ante todo, el libro de Luzán dista toto coelo de los tratados empíricos, que tanto abundan, así en nuestra literatura como en la italiana y francesa. No hay precepto que él no razone y al cual no procure dar una base filosófica. El libro de Luzán es, a todas luces, y mejor o peor hecho, un ensayo de estética literaria, un tratado de filosofía del arte. El autor afirma la unidad de la Poética en cuanto a sus fundamentos: «Uno es el arte de componer bien en verso, común y general para todas las naciones y para todos los tiempos, así como es una la oratoria en todas partes»; pero al lado de esta unidad en los principios no olvida ni desconoce el carácter relativo e histórico de la obra de arte, ni tampoco las influencias del medio. «El clima, las costumbres, los estudios, los genios, influyen de ordinario hasta en los escritos y diversifican las obras y el estilo de una nación de los de otra».

Aunque Luzán prefiere los poemas que tienen por objeto la enseñanza mezclada con el deleite, y que producen alguna utilidad extraña al arte, no por eso desconoce, antes enseña en términos expresos, que puede haber excelentísima poesía que no se proponga otro fin que el deleyte poético. De la misma suerte, admite, como legítimas, de la manera que en otra parte hemos visto, así la imitación ideal o de lo universal (que él prefiere), como la imitación de lo particular. Y en su definición de la poesía procura admitirlo y concordarlo todo: «Imitación de la naturaleza en lo universal o en lo particular, hecha en verso, para utilidad o para deleyte de los hombres o para uno y otro juntamente». Con apariencias naturalistas es idealista acérrimo: «nadie ignora que con la cultura del arte parece que toda la naturaleza se desbasta y se labra, y ostenta en todo más aliño y aseo». [1]

[p. 225] A pesar de este amor suyo al aliño y al aseo, Luzán es grande e ilustrado apologista de las candideces homéricas, y se extasía con las costumbres sencillas de aquella dichosa edad en que «los reyes hacían, ya de cocineros, ya de trinchantes, ya de cocheros, y en que las princesas como Nausicáa iban sin algún melindre a lavar su ropa al río, y era noble ejercicio de patriarcas y príncipes apacentar su ganado».

No menos sensato y digno de alabanza, aunque no tan original como algunos han supuesto, se muestra al reprobar el uso inoportuno de las fábulas mitológicas en asuntos modernos y cristianos, como contrario a la verisimilitud poética: «Por esto los poetas cristianos... introdujeron con razón en la Epopeya ángeles buenos y malos, magos, encantadores y otras cosas de este género, que en el ya mudado sistema de la Religión eran más creíbles para el vulgo... En Camoens me parece algo reparable la introducción de Júpiter, Venus, Baco, etc., en un poema de tal asunto y escrito para leerse entre cristianos». Pero entiéndase bien: lo que Luzán rechaza como absurdo e inverisímil, es el hacer intervenir en un poema moderno a las deidades gentílicas quanto a los atributos divinos, es decir, considerados como seres teológicos existentes y activos, no el valerse, quanto a lo físico y moral, de «aquellas expresiones de los gentiles que están ya universalmente recibidas y usadas como adorno propio de la poesía... De modo (añade Luzán, para explicar más claramente su doctrina) que no hallo dificultad ni reparo alguno en que un poeta christiano, si ha de hablar de una borrasca, diga en frase poética, que Neptuno airado conmovió su reino». La opinión de Luzán no es sustancialmente diversa de la de Boileau: lo que hace es limitarla y rectificarla, admitiendo, por otra parte, en términos expresos que «la Poesía se sostiene por la fábula y vive de la ficción». Luzán muy rara vez sigue resueltamente opiniones contrarias al vulgar sentir de los preceptistas. Así es que no admite la poesía en prosa que Minturno, Benio, [p. 226] Pinciano, Cascales, Cervantes y tantos otros habían recibido de buen grado, y excluye del campo del arte «todas las prosas, aunque imiten costumbres, acciones o afectos humanos».

El buen juicio de Luzán brilla hasta en pormenores a primera vista insignificantes. Por ejemplo, legitima como eminentemente poético el empleo de los epítetos homéricos (Aquiles el de los pies ligeros, Minerva la de los ojos garzos), y su repetición cuantas veces se nombre el sujeto a quien convienen. En esto como en todo lo demás, estaba mucho más adelantado que nuestros helenistas de principios de este siglo, v. gr.: Hermosilla, el cual, al encontrarse con tales epítetos en la Ilíada, los rodea o procura variarlos, o los embebe en la corriente de la frase, huyendo de la repetición pura y neta, que es uno de los caracteres más universales de la poesía épico-popular de todos tiempos y naciones.

La posición de Luzán respecto del teatro español no podía ser otra de la que fué, dadas las tendencias de su espíritu crítico más sólido que brillante, los antecedentes de su educación latino itálica, las corrientes ya irresistibles de la época, el prosaísmo llevado en triunfo, el ideal correcto y pedagógico que en toda Europa comenzaba a imponerse al arte, el predominio de las conveniencias sociales y académicas erigidas en ley suprema, el absoluto olvido de todo elemento histórico en la apreciación literaria, la imposición de fórmulas y recetas de carácter imperativo y absoluto sustituídas a la pura y sincera emoción estética, la regularidad fría y simétrica, que, exteriorizada en obras más o menos apreciables, pero, en suma, propias de un cierto estadio social y de una cierta época, e incomprensibles y faltas de sentido fuera de él, pretendía condenar como bárbara toda creación de la fantasía que no encajase dentro del molde de esa literatura oratoria y lógica, de esa prosa sensata y animada, que por mucho tiempo fué la única poesía francesa. Y, sin embargo, Luzán no fué tan allá: en su tratado de la poesía dramática hay, es cierto, injusticia evidente, hay errores crasos de hecho y de derecho, hay verdadera prevención y animosidad contra el teatro de Lope, y mucho más contra el de Calderón; pero no hay el ignorante fanatismo, el odio feroz y antirracional que hace casi ilegibles los opúsculos críticos de Nasarre, de D. Nicolás Moratín, de [p. 227] Clavijo y Fajardo, de Marchena y de tantos otros. Luzán sabe más, y piensa mejor y es más español que ellos. Reconoce muchas buenas calidades en la dramática española; llama a boca llena gran poeta a Lope de Vega, y hombre extraordinario por la extensión, variedad y amenidad de su ingenio, por la copia y suavidad de su versificación, y a sus obras inmenso depósito de preciosidades poéticas, de naturalidad y buen estilo; no escatima los elogios al urbano y seductor lenguaje de los galanes de Calderón, a la invención y enredo complicadísimos de sus fábulas; reconoce en ellas el arte primero de todos, que es el de interesar a los espectadores y llevarlos de escena en escena, con ansia de ver el fin, «circunstancia esencialísima de que no se pueden gloriar muchos poetas de otras naciones, grandes observadores de las reglas». Moreto y Rojas (a quien sólo considera como poeta cómico) todavía obtienen mayor gracia a sus ojos, por acercarse más a la comedia de carácter. De Alarcón y Tirso no dice una palabra, seguramente por no haber conocido sus obras, ya rarísimas en aquella fecha. En suma: el que quisiera aprovecharse de las concesiones de Luzán y tejer sólo con sus escritos una apología de la antigua escena española, no dejaría de encontrar en la Poética bastantes materiales para su intento. Además, Luzán no quiere consentir en las absurdas ideas de Nasarre y Montiano, que suponían la existencia de un teatro español erudito, fiel observador de los preceptos y ejemplos de griegos y romanos, antítesis perfecta del desarreglado arte nacional. Para Luzán no hay más teatro español que el de Lope, Calderón y sus secuaces, digno de aplauso en unas cosas y de censura en otras, pero siempre «popular, libre, sin sujeción a las reglas de los antiguos». «Nuestra poesía antigua castellana no tuvo jamás Poética», dice en otra parte Luzán. Proposición más brillante que sólida: creemos haber demostrado en esta obra lo contrario. Toma Luzán, como tantos otros, por documento crítico de gran precio el humorístico desenfado de Lope de Vega, intitulado Arte nuevo de hacer comedias, tantas veces contradicho por el mismo Lope y por sus discípulos en apologías mucho más serias y más profundas, las cuales Luzán da muestras de ignorar de todo punto, y que le hubieran salvado de muchos errores en que lastimosamente cae por no conocer la teoría de nuestra antigua comedia; que teoría hubo [p. 228] en ella, como la hay, en todo movimiento literario aun en los que a primera vista parecen más irregulares.

En lo que pudiéramos llamar crítica negativa, es decir, en la censura de los defectos más comunes y palpables de nuestras antiguas comedias, Luzán suele acertar, y se le puede dar la razón en casi todo, sin que esto implique cosa alguna en pro ni en contra de nuestro teatro, porque la crítica de Luzán es tan menuda y tan de pormenor, y de tal manera deja intacto el espíritu de las obras que analiza, que la verdadera crítica queda por hacer después de estos reparos mecánicos. Para él, la ignorancia de lo que llama arte, es decir, de las estériles disquisiciones con que llena su libro tercero, y en las cuales ningún poeta encontrará por cierto luz ni enseñanza para nada, le parece un pecado capital e irremisible. Olvidándose de la bellísima teoría de la verisimilitud popular o artística, con la cual, siguiendo a Muratori, había defendido en su primer libro todos los caprichos de la imaginativa que largamente se permitieron el Ariosto y todos los autores de poemas y libros caballerescos, se empeña aquí en proscribir las aventuras «que sólo tienen ser en la imaginación del poeta que las inventó», y en sujetar la fábula de las comedias a una cierta verisimilitud material y prosaica, condenando de un golpe géneros enteros, como las comedias mitológicas, las comedias de santos, la mayor parte de las heroicas, y todas aquellas en que interviene de una manera u otra lo sobrenatural y lo maravilloso. De esta manera restringe caprichosamente la fábula cómica a no ser más que el trasunto poco o nada idealizado de los accidentes de la vida común, sin admitir tampoco en las comedias de costumbres recurso alguno que salga de la más trivial y diaria realidad, aunque puedan darse, y de hecho se den, en el mundo casos mucho más raros y estupendos que cuantos imagina el arte. En lo cual bien se ve que Luzán, arrebatado por el furor censorio y por deducciones y consecuencias falsas de su doctrina (a la cual repito que es infiel en casi todo este libro), no sólo condena el teatro español, sino de rechazo todos los teatros del mundo , incluso el teatro francés, dado que no son casos frecuentes ni muy verosímiles en la vida los de Rodoguna ni los de Fedra. Y si se responde que para Luzán es una la verisimilitud de la tragedia y otra la de la comedia, [p. 229] responderé que bajo el nombre de comedia, que impropiamente les dieron sus autores, confunde Luzán una porción de composiciones del teatro español que son verdaderos dramas trágicos, y que deben ser juzgados y absueltos por las mismas reglas que legitiman la verisimilitud de las tragedias griegas y de las tragedias francesas, y de todas las tragedias posibles, aunque se acepte la caprichosa definición de Luzán, el cual, separándose aquí profundamente de la doctrina de Aristóteles, restringe la tragedia a ser «representación dramática de una gran mudanza de fortuna acaecida a reyes, príncipes y personajes de gran calidad y dignidad, cuyas caídas, muertes, peligros y desgracias exciten terror y compasión en los ánimos del auditorio, y los curen y purguen de estas y otras pasiones, sirviendo de ejemplo y  escarnio a todos, pero especialmente a los reyes y personas de mayor autoridad».

De nada de esto, exceptuando el principio ético de la purificación de las pasiones, hay rastro en el texto de Stagirita, y era no pequeño atrevimiento querer amparar bajo su pabellón tal concepto de tragedia cortesana y áulica, que si puede ser la de los jardines de Versalles, nunca fué, ni por asomo, la de las fiestas de Baco.

Para comprender hasta dónde llega la negación del elemento poético en las teorías dramáticas de Luzán, baste decir que recomienda «como muy arreglado y metódico» para la composición de una comedia el sistema del P. Le Bossu, que consistía en escoger ante todo una máxima para enseñarla alegóricamente en el poema, y «hallado el punto de moral que ha de servir de fondo y cimiento a la fábula, reducirla a una acción que sea general e imitada de las acciones verdaderas de los hombres, y que contenga alegóricamente la dicha máxima». ¡Qué comedias tan amenas y regocijadas se obtendrían por este procedimiento! Ciertamente, con tales principios críticos no es posible admirar mucho a Lope ni a Calderón.

Con sus ideas de verisimilitud material y tangible, es claro que Luzán había de llevar al último grado de rigor y nimiedad el famoso precepto de las unidades dramáticas. Más lógico y más intolerante que el autor del famoso verso:

                                      «Una acción sola, en un lugar y un día»

[p. 230] exige la correspondencia exacta del tiempo de la acción con el tiempo de la representación, medidos por reloj. Como la representación más larga no dura arriba de cuatro horas, tampoco se deberán admitir en el teatro acciones que excedan mucho de ese término: Luzán lo preceptúa en términos expresos, por la singular razón de que «siendo esos dos períodos de tiempo, el uno original y el otro copia, se deben asemejar lo más que se pueda». Aquí Luzán tropieza con el famoso período de sol de la Poética de Aristóteles, y para librarse de tan formidable argumento, sale del paso con decir que el texto debe estar incorrecto o interpolado. ¡Tal juego de cubiletes hacían estos críticos aristotélicos con la autoridad de Aristóteles siempre que les estorbaba! Si hubiesen penetrado el verdadero sentido de la Poética, allí hubieran podido aprender que el giro de sol no es un precepto, y que Aristóteles distingue perfectamente el tiempo real del tiempo que podemos llamar estético, y estima la más perfecta fábula la que más ampliamente se dilate conforme a su naturaleza, hasta producir el cambio de felicidad en desdicha o al contrario. ¿Qué mayor apología para el teatro español o para el de Shakespeare?

Es de ver y admirar, como rasgo de época y de escuela, el ardor que Luzán pone en esta cuestión pueril, y cuán a regañadientes concede una o dos horas más, hasta que haciéndose cargo de la dificultad de encontrar argumentos que encajen en tan estrecho molde, acaba, como todos los sostenedores de esta absurda teoría, por dar a los poetas un modo de eludirla y falsearla, que consiste en no hablar nunca de días ni de horas, y apartar de la mente del espectador la noción de tiempo. En cuanto a la unidad de lugar, de la cual Aristóteles no dice una palabra, Luzán tiene la manga un poco más ancha, y aunque el rigor de la ley pide un lugar estable y fijo, tiene por yerro leve y perdonable el de quien ponga un acto de comedia en el Coso de Zaragoza y otro en la plaza del Pilar. Pero hasta aquí llega su tolerancia, y reprende gravemente a no sé qué preceptista italiano que concedía al dramaturgo licencia para pasear a sus personajes por toda la ciudad y por dos o tres leguas a la redonda. Para Luzán, ya esto es un intolerable abuso, lo mismo que las mutaciones de escena, que él quiere sustituir con ciertos tablados y divisiones horizontales imaginadas por el Dr. Jerónimo [p. 231] Varuffaldi, y cien veces más contrarias a toda ilusión y verisimilitud que los cambios de decoración más frecuentes [1] y rápidos.

A la pobre luz de estas intolerancias de escuela hizo Luzán la crítica del teatro español, encarnizándose con las infracciones repetidas de las unidades, con los anacronismos y los dislates geográficos, sin olvidar tampoco aquellos reparos éticos de que no hay teatro alguno que esté exento, y que de todos modos tienen poco que hacer en una Poética. Con copiar una parte de los anatemas que lanzaron sobre las comedias de Molière los dos grandes oradores sagrados de su tiempo, Bossuet y Bourdaloue, hubieran tenido de sobra para contestar victoriosamente a Luzán los partidarios de nuestro antiguo drama. Todo bien considerado, el escarnecimiento de los afectos nobles y generosos y las burlas que recaen en menosprecio del fervor religioso o de la autoridad paterna, o de la fidelidad conyugal, traen peores consecuencias sociales que los excesos del punto de honor vindicativo, expresión y degeneración bárbara de un alto sentido de dignidad propia y humana.

En el terreno puramente literario, la única observación de Luzán que implica verdadera trascendencia crítica es la que se refiere a la palidez, monotonía y leve estudio de los caracteres en nuestra dramática: observación injusta de todo punto si se la aplica a Tirso, a Alarcón, y hasta cierto punto a Moreto, y aun a algunas obras excepcionales de Lope y de Calderón, pero que tiene toda su fuerza si se limita al mayor número de las obras de éste (singularmente las comedias de capa y espada), y a infinitas de los autores de segundo orden.

Ni siquiera el ejemplo y la doctrina de Pedro Corneille son [p. 232] bastantes para que Luzán tolere el género de las tragicomedias o comedias heroicas, antes las condena como abuso intolerable contra lo natural y lo verisímil, y como un nuevo monstruo no conocido de los antiguos. Para Luzán no hay cosa más antipática que la mezcla de lo trágico con lo cómico, porque «queriendo lograr juntos los fines de la Tragedia y de la Comedia, no se logra ninguno».

La teoría del poema épico en Luzán es un mixto de las ideas de Benio y del P. Le Bossu, acordes entrambos en que la epopeya «debe servir de instrucción especialmente a los reyes y capitanes de ejército, a los que manden y gobiernen, en lo que conduce para las buenas costumbres y para vivir una vida feliz». Debajo de la alegoría de la fábula debe enseñarse alguna importante máxima moral, o proponer la idea de un perfecto héroe militar. De este modo la epopeya vendría a ser la poesía didáctica de los cuarteles, y una especie de suplemento de las ordenanzas. Lo extraño es que al lado de estas inepcias, que Luzán, a lo menos, tiene el mérito de no haber inventado, encontremos un singular capítulo en que Luzán patrocina y hace suya la noción del héroe épico, dada por el doctísimo Juan Bautista Vico, y exprime, por decirlo así, el jugo de su libro de la Ciencia Nueva, tan desconocido entonces en la mayor parte de Europa, y cuya influencia fué tan tardía. Pero a haberse penetrado Luzán verdaderamente de la doctrina de su presunto maestro, ¿cómo hubiera podido empezar un capítulo con palabras de Vico, y acabarle con otras del P. Le Bossu?

Tal mezcla de luz y de sombras es característica del libro de Luzán, cuyos méritos hemos expuesto lealmente, sin dejar de poner a la vista sus imperfecciones, de las cuales, por su educación y por el espíritu de su tiempo, apenas podemos decirle responsable. Tal como es la Poética, contradictoria e incoherente en muchas cosas, y radicalmente falsa en otras, no produjo mejor doctrinal literario el siglo XVIII; y cualquiera que sea el mérito de Hermosilla, de Martínez de la Rosa, y de los últimos preceptistas de la escuela neoclásica, no puede negar nadie que con atención los examine, que la riqueza filosófica y técnica del libro de Luzán aparece en ellos singularmente mermada, y que nada encontramos ni en el Arte de Hablar, ni siquiera en la elegante [p. 233] Poéica del vate granadino, que aventaje ni se acerque en trascendencia estética a las bellísimas y sólidas doctrinas que en sus dos primeros libros (los mejores de la obra) expone Luzán sobre la imitación de lo universal y de lo particular, sobre los oficios del ingenio y de la fantasía, sobre la exornación de la materia por medio del artificio. En su línea, y como expresión teórica del pensamiento de una escuela, la Poética de Luzán no ha sido superada, ni rectificada, ni añadida, como tampoco lo ha sido la Retórica de Mayáns y Siscar, pudiendo estimarse ambos libros como las dos columnas de la preceptiva literaria del siglo XVIII.

Las opiniones críticas de Luzán, muy señaladamente las que profesaba sobre nuestro antiguo teatro, y también la condenación del gongorismo (todavía dominante), a pesar de las oportunas salvedades que hacía reconociendo el indudable mérito de Góngora como poeta lírico, no podía menos de suscitar recia contienda y protestas del sentimiento nacional herido. Puede decirse que esta polémica empezó aún antes que la Poética hubiese salido de casa del impresor. Adjuntas a su primera edición van dos aprobaciones, por otra parte muy encomiásticas, de los Rdos. PP. Maestros Manuel Gallinero y Miguel Navarro, los cuales, a pesar de ser grandes amigos y admiradores de Luzán, intentaron poner algún correctivo a las exageraciones de su crítica y volver por la honra, que suponían atropellada, de los antiguos autores castellanos. El padre Gallinero se separaba en términos rotundos de la opinión de Luzán y de los críticos transpirenaicos, afirmando, poco más o menos como el P. Feijóo, que el rigor de tales críticos procedía de no considerar «que las reglas pueden mejorarse con la artificiosa adición de otros primores», de donde infería que, habiendo alcanzado nuestros poetas los primores del arte (que en tiempo de Aristóteles no tenían aún toda su perfección y hermosura), no debían tenerse por desordenado extravío, sino, al contrario, por audacia generosa, las novedades y bizarrías de los nuestros». Y puesto ya en este camino, recordaba con discreción a Luzán que iguales reparos de infracción de las reglas del arte se habían dirigido en su tiempo a Molière, y que éste se había defendido mostrando bien poco respeto a los preceptistas. El P. Navarro, atenuando también las censuras de Luzán contra nuestros poetas, procedía more [p. 234] scholastico, extractando las doctrinas de San Agustín sobre el concepto de la belleza, y de Santo Tomás sobre el concepto del arte. Excuso advertir que estas aprobaciones de tan levantado espíritu fueron suprimidas y condenadas al olvido, como dos monumentos de solemne pedantería y de barbarie, en la segunda edición de la Poética, dirigida en 1789 por el elegante Llaguno, que trató la obra de Luzán con tan poca conciencia como el Victorial de D. Pedro Niño y otros libros que imprimió.

Pero ni Llaguno, ni sus amigos pudieron borrar de la memoria de las gentes la docta crítica que habían hecho de la Poética los redactores del Diario de los Literatos en el tomo IV de su meritoria publicación. Este artículo consta no menos que de 113 páginas, y es obra de dos autores. La parte meramente expositiva y de extracto pertenece a D. Juan Martínez de Salafranca; la parte crítica fué redactada por el bibliotecario D. Juan de Iriarte, uno de los hombres más doctos de aquella centuria, consumado gramático y latinista, autor de ingeniosos epigramas en la lengua madre y en la castellana, y de un bien digerido catálogo de los manuscritos griegos de la Real Biblioteca de Madrid. Don Juan de Iriarte, que había recibido en los colegios de Jesuítas de París y Ruan su educación literaria, discípulo del P. Porée, que fué también maestro de Voltaire, no podía ser muy hostil a los principios críticos profesados por su amigo Luzán; pero tanto podía en él el sentimiento nacional, que, aun haciendo grandes elogios de la Poética, se negaba resueltamente a asentir con el autor en lo que tocaba al mérito de nuestros poetas, y emprendía la defensa de la tragicomedia española, de la poesía en prosa, del teatro de Lope de Vega, y hasta de los versos más enigmáticos de Góngora. [1] Luzán había calificado [p. 235] el Arte Nuevo, de Lope, de «libro cuyos fundamentos y principios se oponen directamente a la razón y a las reglas de Aristóteles». Don Juan de Iriarte quiere probar que Lope no compuso su Arte para apoyar la novedad de sus comedias, ni se propuso levantar nueva poética contra la de Aristóteles y Horacio, cuyos preceptos en todo lo esencial, recomienda expresamente e inculca en muchas partes de su obra, debiendo estimarse las contradicciones que en ésta se advierten como «elegantes rasgos de ingenioso despejo y bizarría»; Hace notar el influjo de la democracia (sic) en nuestros antiguos teatros, y la necesidad en que se vieron nuestros poetas de atemperarse al gusto popular, aun protestando de él. «La obra de Lope, más es arte nuevo de criticar comedias, que de hacerlas».

Luzán había despedazado con verdadera saña de reformador, entonces necesaria, el enigmático soneto de Góngora en loor de Luis de Bavia, escogiéndole entre otros ciento como dechado de la más perversa y caliginosa poesía. Don Juan de Iriarte apura los esfuerzos de su ingeniosidad para defender el soneto de Góngora, y realmente saca ilesas de las garras censorias [p. 236] de Luzán algunas frases poéticas y figuradas de buena ley, como los claveros celestiales, los bronces de la historia y la llave de los tiempos; pero compromete en mal hora su causa, cuando emprende dar racional sentido a este terceto, monstruoso embolismo de imágenes, sobre el cual tanto sudaron Salcedo Coronel y los demás intérpretes de Góngora, entendiéndole unos de la inmortalidad que comunica la imprenta, y otros de la caída de Icaro:

                                 «Ella a sus nombres puertas inmortales
                                 Abre, no de caduca, no, memoria,
                                 Que sombras sella en túmulos de espuma».

Lo más brillante y lo más sólido del articulo del Diario es la defensa de la tragicomedia, proscrita por Luzán como género monstruoso y bárbaro. Iriarte le recuerda que «los antiguos conocieron una especie de drama que participa de la Tragedia y de la Comedia, y que admite la mezcla de personas ilustres y vulgares, de sucesos serios y jocosos, como se observa en el Amphytrion de Plauto, y en el Cyclope de Eurípides, y debía acontecer en los dramas satíricos de Pratinas, según lo que de ellos sabemos, y según lo que indica la misma Poética de Horacio, de la cual bien claramente se deduce que en tales representaciones alternaban los Reyes y los Dioses con los Sátiros y los Faunos, y con la gravedad trágica, el donaire y la malicia cómica más subida de tono».

A estos argumentos de autoridad añade otros de razón, derivados de la esencia misma del poema dramático: «No parece tan extraño ni tan violento el drama que une lo serio con lo jocoso, porque, no siendo el drama más que una imitación o representación de las acciones y sucesos humanos, y encontrándose no pocos de éstos mezclados de lances serios y graves, y de festivos y graciosos chistes, con intervención de personas grandes y plebeyas, ¿qué repugnancia ni qué monstruosidad puede haber para que acciones y sucesos de esta calidad se representen? ¿Y si en el teatro de la vida humana pasan y suceden verdaderas tragicomedias, por qué razón no las podrá haber fingidas o imitadas en el Theatro de la Poesía, suponiendo que en su representación se observen las condiciones y leyes del decoro y de la propiedad? Ni obsta el inconveniente que se opone de que [p. 237] los donayres cómicos interrumpen y destruyen la fuerza de los afectos trágicos, porque lo mismo sucede dentro de la Tragedia y de la Comedia, en donde los afectos de lástima, de ternura y de amor, destruyen los de ira, furor y odio... Estas y otras reflexiones abren la puerta a un dilatado discurso, en que pudiera demostrar que muchas de las maximas que los críticos establecen por leyes generales de la Dramática, no son más que fueros particulares del genio y gusto de cada siglo y de cada nación, como lo acredita la historia del Theatro antiguo y moderno... Fuera de que parece demasiado rigor querer añadir a la Comedia, sobre las tres unidades a que está sujeta, otra unidad cuarta, que es la unidad de especie, de suerte que no pueda haber más de una especie de Comedia, no ignorándose que los romanos tuvieron tantas especies diferentes de Comedias, unas Pretextatas, otras Togatas, otras Atelanas, otras Tabernarias, etc., según la diversa clase y calidad de sus asuntos y personas, según su mayor o menor gravedad y varia composición de lo serio y lo jocoso».

¡Página de crítica verdaderamente sensata y admirable, pero que no fué la única que en el mismo sentido escribieron los apologistas de la tradición nacional, nunca muerta ni ahogada en el siglo XVIII, como ya hemos comenzado a notar y seguiremos viendo! Claro es que, pensando Iriarte de tan libre y racional manera, no podía menos de diferir de la sentencia de Luzán acerca de la unidad de tiempo. No sólo califica de pretensión arbitraria la de las cuatro horas, sino que, en redondo, afirma que el estrechar los límites de la acción no es sino sofocar y oprimir el ingenio, y cortar los vuelos a la pluma del poeta, «con lo cual llega a malograrse lo substancial de los dramas, que es el artificio de la Fábula».

Aunque todos estos reparos venían envueltos en una lluvia de flores derramada sobre todos los libros de la Poética, Luzán no dejó de sentir la punta del acero, y como no era la modestia la prenda distintiva de su carácter, hubo de responder en descomedido tono con cierto folleto que imprimió en Pamplona, en 1741, trabajado a medias entre él y su amigo D. José Ignacio de Colmenares y Aramburu, oidor de la Cámara de Comptos, disfrazándose el primero con el anagrama imperfecto de D. Iñigo de Lanuza, y el segundo (de quien son todas las notas) con el de [p. 238] Henrico Pío Gilasecas Modenés. Luzán se defiende con habilidad en lo relativo a Góngora y a Lope: no así en la parte teórica, donde tenía peor causa, y donde se empeña en contestar a las razones con autoridades. Así, v. gr., para probar la ilegitimidad de la tragicomedia, sienta el principio de que en la poesía dramática se debe preferir lo verisímil, aunque imposible o falso, a lo verdadero inverisímil, y para comprobarlo, cita a Cascales, Cervantes (en el Persiles, lib. II, cap. II), Scalígero, Pavlo Benio, Dacier y Juan Bautista Vico. [1]

El gusto de Luzán se fué afrancesando más cada día, después de su viaje a París como secretario de embajada con el duque de Huéscar, desde 1747 a 1750. Buena prueba de ello nos ofrece su curioso libro intitulado Memorias Literarias de París, que imprimió, dedicado al P. Rávago, confesor de Fernando VI, en 1751. En este libro discurre Luzán de un modo ingenioso y ameno, pero con menos pureza de lengua que en sus obras anteriores, sobre los establecimientos de enseñanza en París, sobre el estado de las Letras y de las Ciencias, especialmente de la Física y de la Química, de las Matemáticas, de la Medicina y de la Historia Natural, sobre las Academias y las Escuelas militares, sobre las Bibliotecas y las Imprentas, todo con el más ardiente y simpático entusiasmo por la cultura, y mostrándose superior a la mayor parte de las preocupaciones de su siglo. Consideraba, por supuesto, a París como «el centro de las Ciencias y Artes, de las Bellas Letras, de la erudición, de la delicadeza y del buen gusto». Clamaba contra la incomunicación científica de unos pueblos con otros: «Las Ciencias y las Artes tocan hoy a su perfección: mil descubrimientos, mil inventos, mil máquinas, mil nuevos métodos allanan todas las dificultades y facilitan los estudios: en todas partes, en todas lenguas se habla, se escribe científicamente: el templo de la sabiduría es ya accesible a todos... Todo alienta, todo influye, todo se comunica». La figura de Luzán crece mucho a nuestros ojos con este [p. 239] candoroso e insaciable afán de ciencia que ya en su edad madura, y como si acabara de descubrirse un mundo nuevo para su espíritu, le lleva lo mismo al curso de física experimental del abate Nollet o al de química de la Planche, que a la representación de las tragedias de Crébillon y de Voltaire, o a los salones en que imperaba Diderot. Todo lo indaga y escudriña, desde las cartillas en que aprenden los muchachos a leer, hasta la organización del Teatro de la Comedia Francesa, y todo procura referirlo a utilidad de su nación.

El entusiasmo de Luzán por los franceses, que le hace prorrumpir a la continua en pomposos ditirambos, no le ciega, sin embargo, para reconocer en aquella brillante cultura ciertos defectos y síntomas de decadencias. Así, v. gr., se duele del abandono de las letras clásicas, comparándolas sin duda con el floreciente estado en que durante su mocedad las había visto en Italia, si bien hace justicia al mérito de varios humanistas de París, tales como el abate Olivet y el P. Porée. Sobre la poesía francesa expone consideraciones bastante atinadas, empezando por reconocer que «quizá la Francia, y particularmente la Provenza, puede gloriarse de haber sido la primera en inventar y cultivar la poesía vulgar, sirviendo de modelo a otras naciones»; proposición hoy plenamente confirmada por el estudio de la Edad Media, pero entonces de muy pocos sabida ni alcanzada. Llegando a los poetas que leyó y trató personalmente, con Voltaire es muy pródigo de alabanzas, concediéndole el primer lugar entre los ingenios contemporáneos. «Su poema la Henriade, sus tragedias, sus epístolas y otras muchas obras en verso y en prosa, le han adquirido una fama igual a la envidia y emulación de los que le han satyrizado cruelmente... El ingenio vivo y fecundo de este poeta está siempre en acción y produciendo algo. Las novelas de Zadig y de Babuc, que han salido a luz poco ha, son suyas, como lo manifiesta el estilo y la ingeniosa discreción con que están escritas... Mr. de Voltaire tendrá ahora poco más de cincuenta años; es cortés, discreto y delicado en la conversación; de ingenio muy agudo, de fantasía muy viva y muy fecunda, juntando a estas prendas naturales mucho estudio y asidua lección, una erudición universal y el conocimiento de muchas lenguas: en suma, un gran poeta, por más que sus émulos o sus [p. 240] mismos Escritos, le hayan rebajado parte de su mérito y de su fama». No puede uno menos de sonreirse cuando considera que este retrato de Voltaire, trazado sin duda de buena fe y sólo con una intención literaria (puesto que en la religiosidad de Luzán nadie ha puesto tilde ni reparo), fué dedicado al confesor del piadosísimo rey Fernando VI. Verdad es que la fama de la impiedad de Voltaire no había llegado entonces a donde llegó en su escandalosa vejez, y muchos (de los cuales, sin duda, era Luzán) le consideraban únicamente como un escritor ameno, aunque algo atrevido y licencioso.

Luzán había defendido con extraordinario calor en su Poética la teoría de los géneros puros, pero en París cambió de parecer, en vista de las obras de La Chausée y de Diderot, se hizo acérrimo partidario de la comedia sentimental o lacrimatoria, y al año siguiente de su vuelta de París imprimió, dedicada a la Marquesa de Sarria (en cuya casa se tenía la célebre Academia del Buen Gusto), una traducción de Le préjugé á la mode, de La Chausée, con el título de La razón contra la moda, acompañada de un prólogo entusiasta . Creía Luzán, y lo afirma en sus memorias, que este género de dramas sentimentales o tragedias urbanas podían competir con las obras más célebres que hubiesen aparecido en teatro alguno del mundo, y siguiendo las huellas de Diderot, condenaba por afectado y altisonante el estilo sentencioso de las tragedias clásicas, anunciando que si esa falsa sublimidad seguía en aumento, muy pronto se perdería en Francia toda naturalidad de estilo y toda noción de verdadera elocuencia. Y aún va más allá , cuando condena todas las modernas Fedras, Electras, Ifigenias, y todos los Orestes y los Edipos, en palabras tales y tan curiosas, que deben transcribirse aquí, por lo mismo que proceden de un preceptista de los que por tradición llamamos helados y sistemáticos, y para eterno escarmiento de los que quieren condensar en una fórmula toda la vitalidad del pensamiento de un hombre: «Los poetas franceses, queriendo emular, y aun superar la fama de los trágicos griegos, se propusieron los mismos asuntos... Pero no repararon que los assuntos que eran verisímiles en la antigua Athenas y en la antigua Roma, son ahora totalmente inverisímiles en París y en todas partes. Ya el pueblo no cree en Oráculos, ni en la cólera de los falsos Dioses, [p. 241] ni en los Manes que quieren ser aplacados; ni se tiene por virtud heroyca el vengarlos y aplacarlos con la sangre de sus agresores, ni la historia fabulosa de los tiempos oscuros y heroicos puede hallar crédito en el auditorio presente. Tal vez esta razón ha sido la que ha contribuído más al poco aplauso que ha tenido el moderno Orestes de Voltaire. Y yo miro como una especie de prodigio del ingenio y del arte el efecto y la conmoción que produce siempre que se representa la Phedra de Racine, y las lágrimas que obligan a derramar a todo el auditorio algunas de sus escenas». El que lea este trozo enteramente romántico, y considere cuán difícil es de vencer y rendir el envejecido error antiguo, no dejará de conceder a Luzán el título de hombre superior, dado el nivel intelectual en que le tocó vivir, sin cultura propia e indígena entre los suyos, y con cultura de transición entre los extraños.

Y esta cultura, así como no la rechazaba por prejuicio o engreimiento nacional, tampoco le seducía y fascinaba en todas sus partes como sedujo y fascinó a tantos otros extranjeros, que fueron a París como atraídos por un canto de sirena. Luzán apenas daba valor alguno a la filosofía francesa del siglo pasado. «En París todo el mundo estudia la Physica, y la estudia muy bien; pero pocos o ninguno aprenden ni llegan a saber una verdadera Lógica, ni una verdadera Metaphísica. No he oído jamás hablar ni de Bacón de Verulamio, ni de Wolfio; si algunos nombran a Leibnitz, es por lo que tuvo de gran matemático; de Locke no se hace mucho caso, tachándole algunos de que no fué buen geómetra. Nadie habla ni se acuerda de Platón, como si tal hombre no hubiese habido en el mundo. Y cuanto a Aristóteles, bien podré asegurar, sin recelo de engañarme, que nadie ha leído ni lee sus obras originales, sin embargo de que todos las desprecian. De aquí resulta que ordinariamente, en las obras que salen en París, se hallará falta de méthodo y de solidez en los discursos, en los cuales sólo ha trabajado la imaginación viva del autor... La misma Religión no está segura de estos asaltos repentinos... Y como la falta de Lógica y de Metaphísica es general, todo pasa, cualquiera opinión algo brillante halla aplauso y apoyo, y nadie sabe descubrir el error». Ni tampoco se dejó llevar del general deslumbramiento que en su tiempo producían los adelantos [p. 242] prodigiosos de las ciencias matemáticas y físicas, ni del desprecio que sus cultivadores mostraban hacia las otras artes: «La Historia, la Poesía, la Erudición, comparadas con una theoría del movimiento de los satélites de Júpiter, son como un juego de niños en el concepto de estos mathemáticos. No sé si en esto aciertan: yo creo que no.» [1]

El mayor mérito de Luzán en estas Memorias consiste en haber sabido distinguir en la cultura francesa de su tiempo el oro del hierro y el hierro del barro. Así le oímos quejarse amargamente de aquella turba de novelas licenciosas que fueron plaga del siglo pasado, y echar de menos los libros de caballerías de terrados por el Quijote. «Por fin aquellos libros inspiraban la inclinación a las armas, el valor, la intrepidez, la buena fe, el sufrimiento y el preferir la muerte a la infamia, virtudes que hacían siempre mucha falta a la nación que las perdiera... Las novelas francesas, por el contrario, no inspiran sino amores, placeres y lascivias, assuntos tanto más dañosos cuanto más las costumbres de casi toda Europa están inclinadas ya con demasía a las delicias y al ocio.» [2]

[p. 243] Luzán contribuyó más que otro alguno a lanzar a la literatura española en la general corriente europea, lo cual en cierto modo era inevitable, dada la mísera postración de nuestras letras y el empobrecimiento cada día mayor del espíntu nacional. [1] Pero aun siendo Luzán ingenio tan hondamente marcado con el sello de la imitación extraña, sus doctrinas críticas parecen un dechado de españolismo y de tolerancia si se las compara con las de otros eruditos amigos suyos, que con grande estrépito y alarde de fuerza se dieron a seguir el camino abierto por la Poética, tomando de ella los peores lados, y exagerándolos hasta un grado de violencia y fanatismo casi increíble.

Entre estos escritores son dignos de especial mención D. Blas Antonio Nasarre y Férriz, D. Agustín de Montiano y Luyando y D. Luis Joseph Velázquez, medianos críticos todos y muy infenores a Luzán en alteza y novedad de pensamientos, aunque dignos de buena memoria por otras razones.

El bibliotecario D. Blas Nasarre, aragonés como Luzán, y a quien éste honró nada menos que con los epítetos de escritor sabio y elocuente, es uno de aquellos personajes literanos de cuyo mérito muy difícilmente llega a hacerse cargo la posteridad, pasadas las circunstancias que les dieron transitoria fama. Los pocos escritos suyos que conocemos están afeados casi todos, o por una erudición indigesta y trasnochada, o por una extravagancia que raya en lo ridículo. Y, sin embargo, sus contemporáneos no iban del todo descaminados en tenerle por hombre nada vulgar. [p. 244] En la Academia Española pocos trabajaron más que él en los años inmediatos a su fundación. Como bibliógrafo y paleógrafo honra su nombre el largo prólogo que estampó al frente de la Polygraphia Universal de D. Cristóbal Rodríguez, historiando las variaciones de la escritura española desde las monedas autónomas hasta el siglo XVI. Como jurisconsulto, supo unir el estudio de la arqueología y de las humanidades con el de los textos legales, y figuró no sin lucimiento en el escuadrón de los Finestres y Mayans, merced a los cuales nunca se extinguió del todo en las aulas españolas la luz que en otras edades habían encendido Antonio Agustín y Antonio Gouvea, Covarrubias, Fernandez de Retes y Ramos del Manzano.

De intento hemos hecho conmemoración de estas buenas partes del entendimiento y aplicación de Nasarre, para que parezca mayor el contraste con lo absurdo y descaminado de su crítica literaria, en la cual apenas se percibe el más remoto vislumbre de un pensamiento filosófico, e impera y campea a sus anchas el más increíble mal gusto. Reimprimió el Quijote de Avellaneda, que él y su amigo Montiano juzgaban mucho más entretenido y chistoso que el de Cervantes. Reimprimió también las Comedias de Cervantes, no porque le gustasen, sino al revés, porque le parecían malas, y ni siquiera las tenía por comedias, de donde infería que Cervantes las había compuesto como parodias intencionadas del estilo y gusto de Lope de Vega. La especie es tan estrambótica, que parece imposible que haya cabido en cerebro de hombre sano. Júzguese como se quiera de las comedias de Cervantes, nadie que las examine de buena fe, y que lea el prólogo en que su inmortal autor se queja tan amargamente de no encontrar actores que se las representasen, y a duras penas librero que quisiera sacarlas a luz, dudará ni por un momento de que fueron escritas en serio. ¿Y por qué no habían de serlo? Entre los innumerables dramaturgos anteriores a Lope de Vega, ¿quién es el que puede entrar en comparación con Cervantes, si se exceptúan acaso Torres Navarro, y Micael de Carvajal? Prescindiendo de la grandiosa y épica Numancia, que todavía no estaba impresa ni descubierta cuando Nasarre escribía, ¿por qué había de avergonzarse Cervantes ni nadie de ser autor de una comedia de costumbres tan ingeniosa y amena [p. 245] como La Entretenida, de una comedia de carácter tan original como Pedro de Urdemalas, de una comedia de moros y cristianos tan bizarra y pintoresca como El Gallardo Español, de un drama novelesco tan interesante y fantástico como El Rufián dichoso, y de una serie de entremeses que son cada cual, sobre todo los escritos en prosa, un tesoro de lengua y un fiel y acabado trasunto de las costumbres populares?

Pero en esas comedias no se guardan las unidades, decía Nasarre, y por eso es imposible que Cervantes haya podido escribirlas de buena fe, él que tanto había inculcado en el Quijote la necesidad de observarlas. Ya dijimos en el tomo II, y no hemos de repetir aquí, de qué manera tan natural y tan sencilla se explica para nosotros esta aparente contradicción de Cervantes. ¿Pero no advirtió Nasarre que en el mismo libro que imprimía, en el diálogo de la Curiosidad y de la Comedia, se había encargado Cervantes de satisfacerle y de explicarle el cambio y de impugnarse a sí mismo?

A decir verdad, la reimpresión de las comedias de Cervantes no fué para D. Blas Nasarre más que un pretexto escogido con poca fortuna para desahogar su bilis contra el teatro castellano, y especialmente contra Lope y Calderón. Después de insinuar que las tales comedias de Cervantes son una especie de Quijote dramático, aunque la ironía está en ellas más recóndita (¡y tanto!), después de alabar lo bien puesto de los desaciertos y lo perfectamente imitado de los desbarros y necedades, elogios que de fijo hubieran sacado fuera de sí a Cervantes, la emprende el buen bibliotecario con los extranjeros que habían dicho mal de nuestra escena, y se propone demostrarles que su crítica es justa si se refieren a Lope y a Calderón y a otros autorcillos así de poca monta, pero que de ninguna manera es aplicable a otras comedias excelentes y recónditas, plautinas y terencianas, que don Blas tenía recogidas y allegadas, y que se proponía ir publicando en colección. Este era, según Nasarre, el verdadero teatro español, tal y tan rico, que se podían contar en él más comedias arregladas y conformes al Arte que en los teatros italiano, francés e inglés juntos. No sabemos con mucha seguridad a qué comedias aludía Nasarre; pero de ciertos pasajes de su prólogo puede inferirse que tenía a la vista algo del teatro anterior a Lope, [p. 246] especialmente las Celestinas, [1] la Propaladia y las comedias de Lope de Rueda, y siendo, como era, D. Blas acérrimo partidario del realismo dramático en su acepción más estrecha, es decir, como reproducción fiel de accidentes y costumbres de la vida ordinaria, lamentaba que nuestro teatro, desde Lope en adelante, hubiese abandonado este rumbo, inclinándose al género novelesco. Así es que de los dramáticos posteriores a Lope, sólo manifiesta alguna estimación por Moreto, Roxas, La Hoz, Solís y Cañizares, en cuanto se acercaron alguna vez al tipo de comedias de costumbres que él se había forjado, es a saber: «una acción de pasatiempo y risa, en que intervengan personas humildes, tales como oficiales, truhanes, mozos, esclavos, rameras, alcahuetas, soldados y mercaderes.»

Con arreglo a estos desatinados principios, va tejiendo Nasarre una especie de historia compendiada del teatro español, en la cual asienta, entre otros infinitos errores, que «los Arabes y Moros fueron insignes en las representaciones», que también a ellos debe atribuirse la invención de la rima; que «los Trovadores fueron los primeros que compusieron comedias en lengua vulgar», y que cuando Lope de Vega comenzó a escribir, las comedias eran ya adultas y perfectas, y él las volvió a las mantillas. Para Calderón no tiene más que palabras de vilipendio. Sus Autos son una interpretación cómica de la Sagrada Escritura, llena de alegorías y metáforas violentas, de anacronismos horribles», mezcla monstruosa de lo sagrado y lo profano. Sus comedias le parecían, no sólo contrarias a toda verosimilitud y escritas en estilo ditirámbico y altisonante, ajeno de la llaneza de la conversación, sino además inmoralísimas y de mal ejemplo para mancebos y doncellas, por los amoríos, escondites, duelos y venganzas. Y esto lo decía D. Blas, para quien la comedia [p. 247] prototipo había de ser aquella en que intervinieran rameras y rufianes. Lo peor que encontraba en Calderón, era haber creado un mundo ideal de caballeros andantes y de hombres imaginarios, y haber puesto toda la atención en el enredo y ninguna en los caracteres.

A esto se reduce el famoso discurso de Nasarre, puesto que todo lo restante está sacado a la letra, o de las Tablas de Cascales, o del Heráclito y Demócrito de Antonio López de Vega. [1] Si las opiniones de Luzán, tan mesuradas en fondo y forma, habían suscitado tal contradicción del espíritu nacional herido, ¿cuál no había de ser la que promoviese este otro impertinente alegato, tan henchido de satisfacción propia y de pedantería? Nada menos que cuatro impugnaciones de la obra de Nasarre conozco, publicadas todas en el corto espacio de dos años, y de fijo que no fueron éstas las únicas, puesto que, no existiendo bibliografía del siglo pasado, sólo la casualidad nos va proporcionando los materiales para construirla. Rompió las hostilidades D. Joseph Carrillo, con un coloquio satírico de no poco donaire intitulado La Sinrazón impugnada y beata de Lavapiés, y muy pronto unieron sus voces con la suya D. Juan Maruján y R. Francisco Nieto y Molina, en dos papeles volantes, que fueron como anuncio del importantísimo aunque farragoso Discurso crítico sobre el origen, calidad y estado presente de las comedias de España contra el dictamen que las supone corrompidas, obra del abogado D. Tomas de Erauso y Zavaleta, que ocultó su nombre llamándose un Ingenio de esta corte. [2] Los escritos polémicos de Carrillo, Maruján [p. 248] y Nieto Molina, apenas merecen atención de la crítica sino como documentos históricos de la viva resistencia del espíntu nacional contra la invasión de las nuevas ideas críticas; no así el de Zavaleta, que tiene valor propio y verdadera elevación de sentido estético en algunos pasajes. Maruján era un coplero de ínfima laya, audaz y violentísimo, fanfarrón y pendenciero, armado de aquel fervor de controversia que es uno de los rasgos del siglo XVIII, como de todas las épocas de transición. No carecía de conocimientos en las literaturas extranjeras, puesto que tradujo la Dido de Metastasio; pero sus aficiones y sus resabios le llevaban a la escuela nacional degenerada, en favor de la cual riñó fieras batallas, con más osadía que ciencia ni discernimiento. La paradoja de Nasarre le hirió en lo más vivo de su alma, haciéndole prorrumpir en un romanzón interminable y desaliñado, en que maltrata a su sabor a Nasarre, disfrazando muy poco su nombre con el de Licenciado Arenas, y haciendo descubiertamente la apología, no de la comedia española, sino de la ignorancia y del salvajismo literario. Y como Nasarre había mezclado bien malamente en la cuestión el gran nombre de Cervantes, Maruján, que debía de entender de una manera harto singular el patriotismo, la emprende con el Quijote, tratándole de obra funesta, que había [p. 249] destruído el espíritu caballeresco de la nación, y dado armas a los extranjeros para que la vilipendiasen. Así lo dice en versos tan pedestres y deplorables como todos los demás:

                                          «El fuerte fué de Cervantes,
                                          Aquel andante designio
                                          En que dió golpe tan fuerte,
                                          Que a todos nos dejó heridos.

                                          Aplaudió España la obra
                                          No advirtiendo, inadvertidos,
                                           Que era del honor de España,
                                          Su autor, verdugo y cuchillo;

                                          Contando allí vilipendios.
                                          De la nación repetidos,
                                          De ridículo marcando
                                          De España el valor temido...

                                          El volumen remitiendo
                                           A los reinos convecinos,
                                          Hicieron de España burla
                                          Sus amigos y enemigos,

                                          Y ésta es la causa por qué
                                          Fueron tan bien recibidos
                                          Estos libros en la Europa,
                                          Reimpresos y traducidos,

                                           Y en láminas dibujados,
                                          Y en los tapices tejidos,
                                          En estatuas abultados
                                          Y en las piedras esculpidos...»

¡Qué defensores de España los que comenzaban por derribar el ara del mayor ingenio nacional, y cuán lejanos estaban de sospechar que precisamente el Quijote tenía entre sus inmortales excelencias la de ser una protesta del buen sentido de nuestra raza contra el mundo ideal y fantástico de la caballería andante, antipático siempre al genio latino y en mal hora trasplantado a Italia y a España, que muy pronto dieron cuenta de él con blanda y risueña ironía!

Nieto Molina valía más, y era escritor de otro orden que Maruján, aunque de una escuela semejante. Escribía versos de donaire en la pura lengua del siglo XVII, como si para él no existiesen franceses en el mundo, ni se hubiera escrito la Poética de Boileau. En lo bueno y en lo malo, era un escritor anacrónico en más de sesenta años. Quizá es en fecha el último de los poetas [p. 250] burlescos genuinamente españoles, puesto que era mucho más joven que Gerardo Lobos, Torres  Villarroel y Benegasi, y alcanzó, según toda probabilidad, los últimos años del siglo. Su poema de la Perromaquia (1765), que tituló Fantasía poética en redondillas; su colección de parodias mitológicas, también en metros cortos, intitulada El Fabulero (1764); en suma, todo lo que conocemos de él, parece de Jacinto Polo, de Cáncer o de Anastasio Pantaleón, con gusto menos malo y no menor abundancia de dicción pintoresca.

Un hombre como Nieto Molina, que admiraba a Góngora hasta en sus extravíos y en sus errores, sin perjuicio de no imitarle en ellos, y le llamaba asombro de los líricos, no podía dejar impunes las predicaciones galo-clásicas de Nasarre. Así es que le combatió con crítica más festiva que punzante en varios papelejos de poco fuste, donde hay instinto de poeta más que saber de crítico.

Pero en el Discurso crítico de Zavaleta, que de intento he reservado para lo último, hay algo más que instinto: hay, aunque en forma ruda e indigesta, una exposición anticipada de las doctrinas que luego se llamaron románticas. Este Discurso, que, según refiere Huerta, costó la vida a Nasarre, no es una invectiva personal como de tal noticia pudiera inferirse, sino una verdadera poética dramática, desaseada y bárbara en el estilo, de tal modo que apenas puede leerse íntegra sin un poderoso esfuerzo de voluntad; pero llena de pensamientos propios y elevados, que casi dejan atrás los que hemos leído en Luzán y en D. Juan de Iriarte. El autor declama mucho; pero a veces razona bien sus desenfrenadas admiraciones. Una parte de sus argumentos, y el espíritu general de su crítica, los debe, sin duda, a los antiguos apologistas de Lope, a Tirso, al maestro Alonso Sánchez, a Ricardo del Turia, a Barreda, a Caramuel. Como ellos, pulveriza el sistema de las unidades, y defiende como única ley dramática la imitación de la naturaleza, pero no en el sentido exclusivo y estrecho de grosera verosimilitud material en que la entendían Nasarre y los demás pedagogos de su estofa, sino según el concepto más amplio y fecundo que cabe en la voz verosímil y en la voz naturaleza. «No alcanza el examen de los ojos para el hallazgo de aquellas calidades, que se imitan por virtud de un espíritu dispuesto naturalmente a tales producciones, y así es menester [p. 251] el auxilio del entendimiento..., que esfuerza el primor sobre lo que se descubre en la naturaleza... Yo encuentro verdaderas y regulares imitaciones de la vida y las pasiones en las comedias españolas... Es la naturaleza causa segunda universal de inmensidad de efectos. Es el propio sér y esencia de las cosas. Es una invisible virtud que concurre prodigiosamente a la producción, aumento y existencia de todas las entidades... Su grandeza consiste en su variedad... Sus asombros incomprensibles son similitudes que en la limitación de lo humano copian el alto ser de lo divino... No tienen medida. No se sujetan a límite, porque su vasto y recóndito imperio jamás se dió a partido con los entendimientos humanos... Siendo tal su incógnita virtud ¿cómo hemos de creer que los antiguos cómicos lograsen, en sus obras, agotarla, ni hacer verdaderos retratos en escritos tan reducidos y limitados?... Si la Naturaleza no obra simplemente, y con separación, los casos melancólicos, graves, risueños, viciosos, torpes, morales, ¿por qué, imitándola o contrahaciéndola, se la ha de proponer con tan impertinentes distinciones y particularidades? Si su grandeza está en su variedad, ¿cómo puede estar ligada su imitación a preceptos invariables?... Si en la Naturaleza no hay puerta falsa ni coto fijo a las acciones, a los tiempos ni a los lugares, ¿por qué se les ha de señalar con tanto rigor a las representaciones que la remedan?... ¿Acaso distingue de personas ni de medios ni de calidades? ¿No favorece con igualdad a todos? ¿No son todos individuos suyos, y ninguno superior en la sujeción a sus leyes y privilegios? ¿Pues por qué ha de haber imitaciones con exclusión de unos y admisión de otros? Débense tener por verdaderos remedos de la Naturaleza aquellos en que se ven de bulto imitadas, con valiente puntualidad y viveza, sus más notables perfecciones, aquellos en que se registra la milagrosa variedad de sus obras, aquellos en que se advierten indicios de su alta facultad, de su dominio, de su providencia, de su abundancia, de sus producciones y de sus influjos... Los antiguos Plautos y Terencios quedáronse con sus tablas, pinceles y colores a las puertas de la Naturaleza, a los umbrales, a los alrededores, y por eso no pudieron hacer pinturas de sus centros, de sus interioridades, de sus perfecciones y de sus verdaderas esencias... Lo verisímil no sólo no se estrecha a la reducida línea de lo que [p. 252] ordinariamente sucede, sino que se extiende a todo lo que es capaz de suceder, aunque sea extraordinario, por ser cierto que para ser verisímil no ha menester más que la apariencia de verdad, y caminar con esta semejanza hasta donde raya o puede rayar lo verdadero. De esta forma se nos descubren para lo verisímil todos los anchos términos de la posibilidad: pues donde puede haber ser y existencta, habrá verdad, y en su imitación hay respectivamente similitud... El precepto de las unidades es embarazoso e inútil, pues con él se hace imposible la cabal representación de muchos, muchísimos casos que, ni en su verdad, ni en su ficción, se sujetaron a unidades... Si hubo quien asignase a la Comedia estas artificiosas condiciones, acaso serían entonces ajustadas respecto de las piezas para que se establecieron, y los usos, las materias, las invenciones y los gustos de aquellos tiempos. Hágase ahora la debida distinción... que así se conocerá la sinrazón con que se piden estos requisitos a las Comedias Españolas. El Arte ha de franquear al hombre medios y facilidades para la execución de lo que intenta hacer; y si el mismo Arte le ministra estorbos y repugnancias a la Acción, llámesele rémora, escollo y pantano del ingenio. Y al fin no se diga que es regla, sino prisión que oprime y sujeta con crueles grillos toda la facultad del discurso al límite de su estrechez. Inventar leyes, reglas y artificios para lo difícil y no para lo útil, es querer correr y atarse... Yo estoy bien con que el Arte establezca preceptos, leyes y reglas de suma dificultad, de admirable y extraordinario artificio, pero sea proporcionada la utilidad, sea patente el fruto y la conveniencia... Si las Comedias son imitación de la Naturaleza, es preciso que las reglas vayan encaminadas al fin de que la imiten con puntualidad y primor. Pues, ¿cómo se verifica esto, cuando las unidades oprimen el entendimiento, estrechan la facultad y limitan los hechos? ¿Puede ser precepto justo y acomodado a la imitación el que precisa a que en tres horas se represente suceso de tres años?... ¿Por qué ha de truncar el poeta la serie de sucesos que componen una acción?... Si la Naturaleza no puso tassa, límite ni término invariable a las acciones, a los tiempos ni a los lugares, ¿por qué regla podrá ser lícita la imposición de leyes tan pesadas a sus imitaciones?» Y defendiendo la mezcla de lo trágico y lo cómico, añade: «¿Cómo se pretende hacer imitaciones de la Naturaleza, [p. 253] desfigurándola el semblante y descuartizándola los hechos? ¿Se vió alguna vez suceso triste con quien no alternase la risa? ¿Se vió placer sin pena, gozo sin gusto, felicidad sin amargura? Los mismos Gentiles colocaron juntas en un mismo templo, y en una misma ara, a las diosas de la felicidad y de la angustia... ¿Qué se logra con imitar una parte mínima del inmenso todo?»

Tambien impugnó Zavaleta con singular energía y lógica el vulgar pretexto de la ilusión escénica, tan invocado por los preceptistas franceses. «Aun los más lerdos e ignorantes espectadores, saben distinguir y conocer muy bien que cuanto ven sobre el tablado es fingimiento y no realidad, es pintado y no vivo, y es artificiosamente imitado y no existente. Y no siéndoles repugnante allí la apariencia o imitación de un hecho, de un lugar, de un tiempo y de un personaje, tampoco puede parecerles dura la pluralidad de todas estas cosas. Antes bien, les parecería defectuoso lo contrario, así por la prudente consideración de estar el arte diminuto en el poder, como porque la curiosidad humana no encuentra placer si no apura todo lo que concibe y lo que puede prometerse dentro de una línea... ¿Quién podrá creer que le divierta más la desnudez de un caso simple que la variedad y adorno de enlazados sucesos?»

En estos principios está fundada la defensa de Calderón, que puede resumirse en las siguientes frases, tomadas de otro lugar del discurso: «Culpar a Calderón porque escribió libre sin imitar a nadie... y porque todas sus comedias son de caballeros pundonorosos y alentados, y Damas nobles, al principio altivas, serias y recatadas, y después amantes, zelosas y apacibles... es verdaderamente convertir la luz en sombra y la virtud en vicio. Si Calderón quiso, en el anchuroso campo de la Naturaleza, elegir para sus imitaciones nuevo rumbo, objetos altos, passiones nobles, ilustres hechos, e idioma culto, no sólo no debe ser culpado, sino que merece ser aplaudido... ¿Por qué había de humillarse servilmente contra su mismo espíritu noble a la imitación de lo que, en su entender, merecía olvido, reforma y acaso desprecio?... Si él estudiaba en las aulas de la muy sabia y escondida Naturaleza, ¿no era necedad seguir las enseñanzas de los que no la entendieron?». [1]

[p. 254] No me admira que D. Blas Nasarre se muriera menos de la gota que del pesar que le causó la lectura de este discurso, donde su famoso prólogo queda literalmente hecho trizas. Bolh de Faber sacó del libro de Zavaleta una buena parte de los argumentos que empleó en su polémica romántica, donde le menciona varias veces con singular elogio, vindicándole del afectado desdén de nuestros críticos galo-clásicos del siglo pasado, los cuales no su pieron responder a este hermoso arranque de patriotismo y de libertad estética, sino poniendo en ridículo al libro y a su autor, a lo cual, por desgracia, se prestaban harto sus formas literanas, que exceptuando aquellos pasajes que el calor del sentimiento y la elevación de las ideas animan, continuamente degeneran en macarrónicas y frailunas. Pero aquellos estudiosos a quienes no aterran las espinas del gusto de cada edad, cuando se trata de sorprender las vicisitudes del pensamiento de nuestros arntepasados, deben pasar con respeto por delante de este Discurso, y observar en él la vena de romanticismo indígena que durante todo el siglo XVIII va resbalando silenciosamente por el campo de nuestras letras, hasta venir a desembocar grande y majestuoso en el mar de la crítica moderna, de la cual todos estos olvidados y calumniados autores son heraldos y precursores más o menos conscientes. ¿Quién ha de dudar hoy entre Nasarre y Zavaleta, ni deja de reconocer en el segundo a uno de los nuestros, al paso que el primero se nos presenta como un bárbaro pedante de edades pretéritas?

No debemos juzgar con tanta dureza a D. Agustín de Montiano y Luyando, docto escritor valisoletano, fundador y primer director de la Academia de la Historia, y hombre de reconocida [p. 255] erudición y mérito en varias disciplinas, aunque de fantasía pobre y yerta. Empezó por seguir el gusto conceptuoso del siglo anterior, en su poemita El robo de Dina (1727); pero en edad madura cambió totalmente de rumbo, sentando plaza entre los reformadores de las letras, con cándidas pretensiones de dar, no ya sólo preceptos, sino también ejemplares y dechados en todo linaje de poesía. Era aventajado en el estudio de las humanidades, y es el único elogio que podemos concederle. Su crítica no adolece jamás de la fanática intemperancia de Nasarre, pero tampoco se eleva a las consideraciones trascendentales que ennoblecen y hacen tolerable la de Luzán. La de Montiano es puramente retórica y externa, y de muy bajo vuelo, pero no afecta menosprecio hacia la literatura nacional: al contrario, trata de defenderla a su modo. Partidario de los géneros puros y sin mezcla, emprendió probar contra un anónimo francés que España había producido considerable número de excelentes tragedias; pero como carecía de todo sentido histórico, y sólo atendía a las formas y apariencias más externas, no fué a buscar esas tragedias en el innumerable tesoro de comedias nuestras que, con nombre de tales, son por los afectos y por la acción verdaderos poemas trágicos como los de Shakespeare, sino que fué rebuscando afanosamente los ensayos no representables y las imitaciones de tragedias griegas y romanas hechas por los humanistas del buen siglo, con lo cual creyó haber triunfado y haber dado idea del verdadero teatro trágico español, cuando no tocaba la cuestión ni por semejas. Alguna vez, sin embargo, parece que los rayos de la verdad llegaron a herirle, y hay pasaje de su primer discurso en que no deja de reconocer que las llamadas tragicomedias de Lope difieren esencialmente muy poco de las que el mismo Lope apellidó tragedias, y que también son caracteres y pasiones trágicas las que dominan en El Tetrarca de Jerusalén, en Reinar después de morir, y en otras composiciones de varios autores, de las cuales confiesa el mismo Montiano que producen singularísimos efectos de terror y compasión en el ánimo de los oyentes. Esta, y no otra, era la verdadera tragedia española, y a ésta debió reducir su defensa Montiano, la cual resultó tan baldía, por no decir tan absurda, como si un francés, en vez de citar por muestra del teatro de su nación a Corneille y a Racine, hiciera grandes ponderaciones de Jodelle y de Garnier, [p. 256] y de las tragedias de los eruditos de la pléyade del siglo XVI. A vueltas de sus disquisiciones históricas, en que no se puede negar que hay bastantes cosas útiles, repetidas después con escasa variación por otros críticos, especialmente por Martínez de la Rosa, el cual en su apéndice sobre la Tragedia española sigue bastante de cerca el método y los juicios de Montiano (mejorándole siempre), mezcla de vez en cuando el erudito D. Agustín reflexiones teóricas, calcadas con poca originalidad sobre el texto de las poéticas clásicas, entre las cuales muestra singular predilección por la del Pinciano y la de Luzán. Profesa singular respeto a la ley de las unidades «que no son, como algunos creen, establecidas por voluntariedad o capricho, sino por la naturaleza y la razón», y con arreglo a este criterio juzga y califica las obras ajenas, sin escatimar elogios a las más débiles y peor construídas, siempre que sus autores hayan hecho estudio de sujetarse a esa superstición estéril. Así resultan puestas en las nubes la Nise Lastimosa de Bermúdez, y la Elisa Dido, y hasta el Atila Furioso de Virués, y juzgadas con singular indulgencia monstruosidades como el Hércules Furente de López de Zárate, al paso que el autor se encarniza con El Duque de Viseo, y con el Castigo sin venganza de Lope; no por otra razón sino por la falta de las consabidas unidades, puesto que Montiano no les hace otro reparo ni chico ni grande. Fácil oficio era el de la crítica en ese tiempo y con tales procedimientos, más propios de un libro de cuentas caseras y económicas que de una Poética. Sin embargo, no es todo inútil en los Discursos sobre tas tragedias españolas. El segundo especialmente, que viene a ser un tratado de declamación y aparato escénico, tiene verdadero mérito para su tiempo, aunque el autor muestra haber sacado de Riccoboni lo mejor de su doctrina. Alguna vez también, y por excepción, se arroja a separarse un tanto del vulgo de los críticos, pero apoyándose siempre en los zancos de Luzán o de algún otro que lo dijo antes, porque no era don Agustín hombre para inventar nada. Así, no tiene reparo en censurar como «poco posibles y menos verisímiles» los argumentos trágicos tomados de fábulas mitológicas.

Para confirmar su doctrina escribió Montiano dos tragedias, Virginia y Ataulfo, ajustadísimas en su contextura a todas las reglas, o, por mejor decir, infieles y contrarias a la primera de [p. 257] todas, que es interesar y agradar a quien las lea u oiga en el teatro. Innecesario parece advertir que estas llamadas tragedias no fueron representadas nunca, pero son más que irrepresentables; son de todo punto ilegibles. No sé cómo Martínez de la Rosa tuvo valor para elogiar su versificación llana, fácil y nutrida. No conozco en castellano versos sueltos peores que los de Montiano, duros unas veces, arrastrados casi siempre, mal acentuados de continuo, y hasta mal medidos. A todo esto se agrega el ningún interés escénico y el continuo prosaísmo y bajezas del estilo. Claro es que tales obras habían de contribuir poco al triunfo de la escuela que preconizaban; y no iban tan fuera de camino los espectadores prefiriendo a tan glaciales ejercicios de retórica los peores y más disparatados abortos, no ya de Zamora y Cañizares, sino de los ínfimos copleros de la época de Felipe V y Fernando VI, del sastre Salvo y Vela, de Lobera y Mendieta, de Frumento y Bustamante, porque al menos en estos ridículos autores hay interés de enredo y algo que remeda o simula la vida, mientras que en Montiano y otros preceptistas de su laya está muerto todo, lengua, versificación y pensamientos. Entre El Sastre de Astracán y la Virginia nos quedamos con El Sastre de Astracán, y hacían muy bien los contemporáneos en irse tras de El Mágico de Salerno, y no querer oír hablar del Ataulfo, con perdón sea dicho de Moratín y de Martínez de la Rosa.

Y, sin embargo, para escarmiento de los que confían a ciegas en el juicio de los extranjeros, estas dos tragedias Virginia y Ataulfo, que ni en su tiempo, ni después, ni nunca han podido ser leídas con sufrimiento por ningún español, no sólo fueron traducidas al francés y altamente recomendadas por su traductor D'Hermilly, sino que merecieron extenso análisis y singulares elogios (a lo menos la primera), ¿de parte de quién?, del mayor crítico dramático de aquel siglo y quizá de todos los siglos, del gran Lessing, que en su Theatralische Bibliothek (I.es Stuck) extractaba con mucho aprecio la Virginia, añadiendo que el numen trágico de D. Agustín Montiano podía competir con el de los más señalados trágicos franceses. ¡Para que nos fiemos en los elogios ni en las censuras que vienen de Alemania o de París! En realidad, nadie siente bien sino la poesía de su propia lengua, o la de ciertas obras de interés tan universal y humano, que [p. 258] persiste hasta cuando no podemos apreciar la forma. Verdad es que Lessing no sabía en 1751 tanto castellano como supo después, y así, en el número 68 de la Dramaturgia le vemos volver sobre su primitivo juicio, y declarar que admira la Virginia mucho menos que antes y que no se atreve a llamarla pieza española, aunque esté escrita en castellano, porque es un simple ensayo a la manera de los franceses, regular y glacial. Y añade, después estas palabras, que marcan la transformación completa de sus ideas en 1768: «Si la segunda tragedia del Sr. Montiano no es mejor; si los nuevos poetas españoles que siguen la misma escuela no consiguen pasar más adelante, no extrañen que yo estime más y lea con preferencia a Lope, a Calderón y a sus antiguos cómicos».

En España, la Virginia y el discurso que la antecede fueron objeto de un ataque sañudo y personal, que contrastaba con la índole pacífica e inofensiva del excelente Montiano. Las bárbaras costumbres literarias del siglo pasado no respetaban ni la ancianidad ni el mérito. El émulo de Montiano que se firma Don Jaime Doms (nombre no sé si verdadero o supuesto), al paso que tritura la Virginia, lo cual no debió de costarle gran trabajo, se manifiesta partidario del teatro de Lope, a quien supone injuriado en el prólogo de Montiano, calificando así a éste, como a sus amigos Luzán y Nasarre, de triunvirato poético, [1] que había [p. 259] formado una liga contra el crédito literario de la antigua España. A esta carta replicó Montiano con otra, impresa a nombre de Domingo Luis de Guevara, reiterando sus censuras el mismo Doms o un amigo suyo en otro opúsculo con el título de Crisis, «papeles todos no importantes para nadie (dice con razón Ticknor), sino para sus propios autores».

Lo que sí es verdaderamente singular, y debe citarse como clara muestra de la confusión de ideas reinante en esta época de transición y de importaciones extranjeras por penuria de espíritu propio, es que el Arcade Leghinto Dulichio, a los ocho años mal contados de la publicación de la Virginia, dejó de ser adorador del gusto francés, y se hizo partidario del teatro inglés, que sin duda conocía en su original, puesto que las traducciones de Letourneur tardaron muchos años en publicarse. El hecho no admite duda. Una dama de la corte, de quien sólo conocemos las iniciales M. H. [1] había traducido en verso la Andrómaca de Racine, y se la mandó a Montiano, en 1759; Montiano hizo algunas correcciones, y se la devolvió con una carta, que está impresa con la misma tragedia y con otras poesías de la autora. Allí se leen estas formales palabras: [2] «Yo seguí algún tiempo la opinión de los franceses, pero abracé después la inglesa, aunque con varias moderaciones, que he juzgado convenir a la [p. 260] verosimilitud y a no perder la ilusión teatral». ¡Montiano, partidario de Shakespeare! ¿O entendería por teatro inglés el de Dryden y el Catón de Addisson? Esto último debe de ser.

Con Luzán, Nasarre y Montiano debe ser mencionado (aunque en último término), como perteneciente al grupo de los primitivos reformadores, el ilustre arqueólogo e historiógrafo malagueño don Luis Joseph de Velázquez, a quien dieron justa fama su viaje literario por los archivos de España, sus trabajos harto prematuros de interpretación de los alfabetos de las monedas autónomas de España, sus colecciones numismáticas, y la tentativa, muy notable para su tiempo, de reconstruir la historia de la España Ante-Romana juntando los dispersos fragmentos de los historiadores y geógrafos clásicos, y aclarando los unos por los otros. Estos son sus verdaderos títulos al agradecimiento de la posteridad. Para la crítica no tenía ni verdadera vocación, ni gusto delicado, ni estudio suficiente, ni ideas propias. Su librillo de los Orígenes de la Poesía Castellana, a pesar de la reputación de que gozó algún tiempo fuera de España, no por méritos propios, sino por las copiosas adiciones con que le exornó, duplicando su volumen, Dieze, profesor de Goettinguen, es (considerado en su original castellano) un cuaderno de especies vulgares, erróneas muchas de ellas, y mal hiladas. Como libro de erudición, ha envejecido de todo punto, y no puede hoy prestar servicio alguno al estudioso de nuestra bibliografía. Como libro de crítica, es todavía más infeliz. Velázquez, exagerando sobre las exageraciones de Nasarre, de quien servilmente copia sus noticias, no sólo califica de corruptores de la dramática española a Lope de Vega y a Calderón, sino que lamenta que Nasarre haya perdido su tiempo «en desacreditar lo que para los doctos siempre lo ha estado, y nunca llegará a estarlo para con el vulgo». Por su puesto que Velázquez pone en las nubes las soporíferas tragedias de Montiano, haciendo propio el juicio de los PP. redactores de las Memorias de Trévoux (con quienes parece que todos estos reformadores tenían hecho un contrato de alabanzas mutuas), y el todavía más desatinado del P. Isla que en uno de los prólogos de su traducción del Año Christiano llegó a estampar que Montiano era «un Sóphocles Español, que puede competir con el Griego», y que «lejos de imitar a los dos famosos trágicos Cornelio (sic [p. 261] por Corneille) y Racine, descubre y enmienda sus defectos». [1]

Así andaba el gusto entre los más ingeniosos de España. Velázquez tenía tan absoluta falta de sentido poético, que cuando reimprimió los delicados y melancólicos versos de Francisco de la Torre, se empeñó en atribuírselos a su primitivo editor Quevedo, sin reparar en el abismo que hay entre la índole literaria de ambos poetas. Montiano y Luzán creyeron a pies juntillas en el descubrimiento de Velázquez, así como el mismo Montiano y Nasarre no habían temido deshonrarse literariamente estampando que, cotejadas ambas partes del Quijote entre sí, «ningún hombre de juicio podría declararse en favor de Cervantes». ¡Y estos hombres pasaban por prototipos de sensatez y de sabiduría! Llega uno a dudar del entendimiento humano cuando ve impresas tales cosas y advierte que no produjeron universal indignación y protesta en la sociedad literaria de entonces.

Al contrario, Luzán, Montiano, Nasarre y Velázquez (siento tener que mezclar aquí al primero con los últimos), eran tenidas entre la gente culta por oráculos y legisladores de las letras Todos ellos formaron parte de la célebre Academia del Buen Gusto, que por los años de 1749 a 1751 reunía en su casa de la calle del Turco la discreta Condesa de Lemos y Marquesa de Sarria, concurriendo a ella la Duquesa de Arcos y otras damas no menos ilustres. En esta tertulia literaria vinieron a confluir otras, por lo general de corta vida e influjo, que en años anteriores habían existido en Madrid y en otras partes, especialmente la Academia [p. 262] del Trípode, que duró diez años en Granada, sostenida por los esfuerzos de su fundador el Conde de Torre-Palma, de su amigo el canónigo Porcel y de otros poetas, que seguían por entonces más bien el gusto del siglo XVII que el del XVIII, mostrando una lozanía de imaginación, una tendencia a la pompa y sonoridad del lenguaje, y una gala de versificación no exentas de resabios culteranos, pero que recordaba en algún modo el gallardo, brillante y pintoresco estilo de aquellos poetas granadinos y antequeranos de las Flores de Espinosa, que abrieron y facilitaron el camino a Góngora en lo bueno y también en algo de lo malo. Otra muestra del gusto que imperaba en esta Academia nos la da la noticia de haber tomado sus socios nombres de los libros de caballerías, llamándose, v. gr., Porcel, el Caballero de los Jabalíes (con alusión a su apellido), y otros el Caballero de la Verde Espada, el Caballero de la Cuita, el Caballero de la Peña Devota, el Caballero de la Luenga Andanza, etc., etc.

Los elementos que de esta Academia pasaron a la madrileña del Buen Gusto, sirvieron para mantener en ella un dualismo de opiniones y de prácticas literarias, que fácilmente se discierne en sus actas originales, comparando, v. gr., los versos del Conde de Torre-Palma' tan robustos y tan sonoros, pero a veces tan tenebrosos como los del mismo Góngora, o los de Porcel, que muestra a veces tan pródiga fantasía descriptiva, con las humildes y abatidas prosas rimadas de Montiano, de Velázquez o del mismo Luzán, tan mediano poeta como crítico feliz. La misma discordia que se observa en los procedimientos se nota en las teorías, puesto que, por un lado, vemos a Montiano leer en aquella Academia su primer discurso sobre las tragedias españolas y su Virginia; a Luzán dar a conocer las novedades dramatúrgicas de La Chaussée; a Velázquez condenar ásperamente las tragicomedias españolas; y, al propio tiempo, sin ofensa de nadie, en la misma culta y amistosa reunión de que Montiano era secretario, levantar su voz el granadino Porcel en una especie de vejamen o juicio lunático (como él dice) de los escritos de sus compañeros, para combatir de frente a Boileau y sentar sin rebozo alguno teorías tan adversas a la Poética clásica como las del P. Feijóo o las del Discurso de Zavaleta, afirmando, entre otras cosas, que «la poética no es más que opinión, que la poesía es genial, y que, a excepción de [p. 263] algunas reglas generales y de la sindéresis universal que tiene todo hombre sensato, el poeta no debe adoptar otra ley que la de su genio...» «Se ha de precipitar libre el espíritu de los poetas; [1] por eso nos pintan al Pegaso con alas y no con freno, y es desatino ponérsele, como intenta el que modernamente ha erigido el Parnaso francés». Porcel no era extraño a la cultura transpirenaica, puesto que imitó o tradujo el Lutrin del mismo Boileau, a quien maltrata; pero ni por su educación ni por las tendencias de su ingenio pertenecía a la escuela de Luzán. Al principio de su Adonis, colección de églogas venatorias inéditas hasta nuestros días, [2] pero que le dieron en su tiempo singularísima fama, Porcel confiesa que «ha procurado imitar a los mejores poetas latinos y castellanos: de éstos a Garcilasso, y en especial al incomparable cordobés D. Luis de Góngora (delicia de los entendimientos no vulgares), de quien te confieso hallarás algunos rasgos de luz que ilustren las sombras de mi poema».

No es justo, por consiguiente, mirar la Academia del Buen Gusto como una ciudadela impenetrable del gusto galo-clásico. Precisamente su gloria consiste en la tolerancia que aunó allí las voluntades, las modificó, y limó las asperezas por el roce, preparando para los días de Carlos III el advenimiento de una poesía que en ciertas obras selectas de determinados autores (D. Nicolás Moratín, Meléndez, el maestro González, etc.) fué a un tiempo nacional y correcta, española y no gongorina, racional y no afrancesada.

La Academia de la Marquesa de Sarria es, sin duda, el fenómeno literario más notable del reinado de Fernando VI. Recorriendo la lista, por desgracia incompleta, de los académicos, puesto que no se han podido descifrar algunos de los pseudónimos que usaban (fieles en esto, como en todo lo demás, a los ejemplos de las Academias poéticas italianas y españolas de los siglos XVI y XVII), aparecen en verdadera minoría por su número, aunque no por su influjo, los amigos de la Poética neoclásica. De un lado estaban El Humilde (Montiano), El Amuso (Nasarre), El [p. 264] Peregrino (Luzán), El Marítimo (Velázquez), y enfrente de ellos (prescindiendo de muchos aficionados, por lo general de clara estirpe), figuraban El Difícil (Torre-Palma), El Justo Desconfiado (el Conde de Saldueña), autor de dos largos poemas enteramente gongorinos), El Aventurero (Porcel), El Zángano (D. José de Villarroel, coplero chabacano y chistoso); el Marqués de la Olmeda, que tenía, poco más o menos, las mismas cualidades; D. Francisco Scotti, autor dramático de los de la antigua escuela, y otros más oscuros autores de versos conceptuosos, equivoquistas y culteranos, que abultan en las Actas de la Academia [1] más que los ensayos de los humanistas. Pero, como sucede siempre que de una parte hay ideas generales y unidad de operaciones, y de otra indisciplina y desorden y hábitos y preocupaciones más bien que teorías, el prestigio de éstas contrapesaba la fuerza del número, e imprimía a la Academia cierta dirección colectiva, que contrastaba grandemente con el gusto personal de la mayor parte de los socios.

Independientemente de estos círculos, donde se daba especial, por no decir exclusiva, atención a la poesía lírica, trabajaban algunos eruditos, sin propósito estético, considerando las letras como materia arqueológica, y prestándoles, en este concepto, muy positivos servicios, sin tomar parte en pro ni en contra de las escuelas críticas reinantes, pero contribuyendo, a su modo, a conservar viva la tradición literaria española de épocas anteriores a la total corrupción y decadencia del gusto. La crítica histórica, tan viva y floreciente en aquel siglo de duda y de análisis, no podía menos de llevar tarde o temprano su antorcha al problema de nuestros orígenes literarios. Ya vimos con qué poca fortuna lo intentó Velázquez. Simultáneamente, y con una erudición mucho mayor y más segura, aunque mazorral e indigesta, acometió la misma empresa el ilustre benedictino gallego Fr. Martin Sarmiento, tipo perfecto de la antigua erudición monacal, no modificada todavía por el método y el rigor crítico que resplandece en los trabajos de los PP. Flórez y Risco. El P. Sarmiento, varón extrardinariamente noticioso, e incansable y férreo en el [p. 265] trabajo de leer y de extractar, pasó la vida escribiendo, o, por mejor decir, tomando apuntes, no para el público, sino para recreo propio y de sus amigos. Los monjes de su convento de San Martín publicaron sus notas en el estado en que las encontraron, y así se formó el volumen, harto desordenado, de las Memorias para la historia de la poesía y poetas españoles, esfuerzo notabilísimo para su tiempo, y donde, a vueltas de inexcusables errores, y de una absoluta carencia de toda literatura, hay adivinaciones históricas verdaderamente asombrosas; v. gr.: la del influjo del elemento gallego en la primitiva poesía española, influencia malamente negada por D. Tomás Antonio Sánchez, y puesta hoy fuera de toda duda por el hallazgo de los dos maravillosos Cancioneros de Roma.

En difundir las glorias de nuestro siglo XVI y renovar por la estampa las obras de sus escritores, nadie excedió al ilustre jurisconsulto valenciano don Gregorio Mayans y Siscar, varón de larguísima vida (1699-1781), que le valió de un extranjero el dictado de Nestor de la literatura española. Pocos hombres produjo el siglo XVIII tan verdaderamente doctos y tan beneméritos de su patria. Ciertos defectos de carácter, una excesiva satisfacción de sí propio, el alejamiento voluntario en que vivió de la corte, y la circunstancia de haber escrito en lengua latina y no para el vulgo algunas de sus mejores obras, le impidieron ejercer tan decisiva influencia en la dirección de los estudios como la que él deseaba y como la que ejercieron otros muy inferiores a él en saber y en extensión de miras. Y fué dolor grande, porque nadie como Mayans estaba imbuído del espíritu de nuestra antigua cultura, y nadie, en aquel siglo en que todo tendía a la importación y al remedo, supo conservarse tan fiel a las enseñanzas de nuestros grandes filósofos, especialmente de Luis Vives, de nuestros jurisconsultos del siglo XVI, de nuestros humanistas de la misma era, de nuestros críticos históricos del reinado de Carlos II; sin cerrar, por eso, los ojos a la luz de la cultura moderna, ni la voluntad al trato de los doctos de otros países, que le estimaron y honraron mucho más que los de su propia tierra. Voltaire le pedía datos sobre nuestra literatura, y le llamaba en sus libros insigne y famoso, y en las obras de Gerardo Meermann, de David Clément, de Otto Mencken, de Muratori, de Heineccio, a [p. 266] quienes asistió en sus respectivas investigaciones, vive honrada y venerada su memoria. Prescindiendo de lo que le deben la historia patria y la ciencia del derecho romano, campo principal de sus estudios, conviene aquí hacer mérito de sus trabajos de colector literario y de preceptista, extraños en realidad a la ciencia estética, que Mayans no cultivó nunca, careciendo como carecía del sentido del arte, pero que no dejaron de contribuir a que nuestros futuros críticos y tratadistas de Retórica y Poética tomasen en sus cánones y ejemplos una dirección clásica más bien latino-hispana que francesa. El restablecimiento de la buena prosa castellana fué siempre uno de los objetos predilectos de la actividad de Mayans. Él no puede decirse que fuera un escritor en el riguroso sentido de la palabra: siempre fueron mejores sus preceptos que su estilo: limaba con harto más cuidado y esmero su prosa latina que su prosa castellana, y en ésta atendía mucho más a la substancia de las cosas que a las palabras, lo cual parece bien extraño en un retórico de profesión. No había llegado a formarse estilo propio, y, como todos los hombres de inmensa lectura, fácilmente se contagiaba del modo de decir ajeno, resultando de aquí falta de unidad y de carácter propio en el suyo, que así y todo tiene su valor relativo, no sólo por lo abundante, natural y desembarazado, sino porque hizo estudio especial de huir de los resabios del siglo anterior, y tampoco se contagió jamás del galicismo. La lengua en él es generalmente sana, y la doctrina retórica es tan pura como la lengua, basándose exclusivamente en Aristóteles, en Cicerón, en Quintiliano, en Luis Vives, en el Brocense. Forner ha hecho plena justicia a Mayans, en sus Exequias: «Procuró mantener y propagar la propiedad y pureza de nuestra lengua en un tiempo en que no se hablaba sino algarabía... Escribió una Retórica castellana, valiéndose de ejemplos de autores españoles, castizos, puros y elegantes». No puede decirse más, ni es éste pequeño mérito. Para prepararse a la composición de su voluminosa Retórica, por primera vez impresa en 1757, Mayans había impreso desde su primera juventud otras obras con el mismo intento de reforma patriótica: en 1725 una Oración en alabanza de las obras de D. Diego Saavedra Fajardo [1] [p. 267] (cuya República Literaria popularizó mucho en varias ediciones que hizo de ella desde 1730); [1] en 1727 otra Oración que exhorta a seguir la verdadera idea de la Eloqüencia Española; [2] en 1733 El orador christiano ideado en tres diálogos; [3] en 1737 la primera Vida de Miguel de Cervantes, al frente de la magnífica edición londinense del Quijote, la primera digna del libro y de su inmortal autor; en 1737 los Orígenes de la Lengua, y en ellos el célebre diálogo de Juan de Valdés; en 1739 un tomo de Ensayos Oratorios, todos de oratoria académica, y bien poco elocuentes dentro de ella; [4] en 1753 el Catálogo crítico de todos los libros españoles de Gramática, Retórica y Poética, que tenía en su magnífica biblioteca (Specimen bibliothecae Hispano-Majansianae). [5] Si a éstos se agregan otros muchos trabajos posteriores a la Retórica, especialmente las reimpresiones del Organum Rhetoricum de Nebrija y de las Instituciones Oratorias de Núñez (1774), y las verdaderamente monumentales de todas las obras de Luis Vives y del Brocense, se comprenderá con cuánta razón he afirmado que nadie trabajó con la constancia y el saber que Mayans en la restauración de la prosa castellana y en la vulgarización de la doctrina de los humanistas del Renacimiento. Y todavía consta que dejó entre sus manuscritos una Retórica en latín y una Poética en castellano.

Es fácil encontrar lagunas notables y rasgos de pedantería en la crítica de Mayans. Sirva de ejemplo el llamar a las novelas jocosidad milesia, y decir de Cervantes que se aventajó a [p. 268] Heliodoro en la eutrapelia, dando, además, clarísimas muestras de preferir al Quijote el Persiles, por parecerle «obra de mayor invención y artificio, y de estilo más sublime», si bien la encuentra menos popular y menos graciosa. O cuando nos dice muy gravemente, para ponderar el mérito de la Galatea, que con esta obra «no tenemos que envidiar a la voracidad del tiempo las Eróticas o libros amorosos de Aristóteles, de sus dos discípulos Clearco y Theophrasto, y de Aristón Ceo, también peripatético». Pero aun en los libros donde más claudica en este punto, se observan agudezas críticas nada vulgares; así, por ejemplo, fué el primero en notar que gran parte del efecto cómico del Quijote estriba en el contraste entre lo que las cosas son en sí y lo que parecen en la fantasía de Don Quijote. Y también es prueba del tino y buen instinto de Mayans y del mucho conocimiento que tenía de la antigua literatura castellana, el afirmar, como afirma, que «D. Pedro Calderón ni en la invención, ni en el estilo es comparable con Lope de Vega», [1] separándose en esto del vulgar sentir de su tiempo, así entre los émulos del teatro español, como entre sus defensores. Ni le maravillaba tampoco, como a Luzán, que hubiese comedias en prosa, «pues las latinas casi todas están compuestas en versos yámbicos, tan semejantes a la prosa, que muchas veces apenas se distinguen de ella... Y las mejores comedias que tenemos en español, que son la Celestina y la Euphrosina, están escritas en Prosa». No podrá calificarse de hombre vulgar al que en pleno siglo XVIII tenía a la Celestina por la mejor comedia castellana, opinión de que hoy participan muchos, pero que entonces era tan inusitada y malsonante. Con igual audacia sostenía que «si la Ilíada es una fábula heroica escrita en verso, la novela de Don Quijote es una fábula épica escrita en prosa», porque la épica, como dijo Cervantes, «tan bien puede escribirse en prosa como en verso». No manifiesta menos arrojo en sus opiniones acerca de la novela, la cual, según Mayans, es un verdadero mundo poético, un poema complejo que los abraza todos, pudiendo ser ya epopeya (cuando se propone un tipo o idea perfecta, como Aquiles o Don Quijote), ya comedia, ya égloga, ya sátira, ya entremés y aun otra diversidad de composiciones. A veces los graves [p. 269] eruditos, retraídos del cultivo de la literatura amena y militante, suelen tener sobre ella ideas más originales y menos estrechas que los literatos de profesión. [1]

Como hacía Mayans singular y honrosa gala de juntar y leer viejos y raros libros españoles, que muy pocos de sus contemporáneos conocían sino por relación lejana, él fué el primero en llamar la atención sobre las preciosidades enterradas en el Cancionero general de Castillo, celebrando con extraordinarios elogios el maravilloso juicio y gravedad de Hernán Pérez de Guzmán y Jorge Manrique, el ingenio, discreción y gracia de su tío Gómez, de Hernán Mexía, de Nicolás Núñez, de don Luis de Vivero, del comendador Escrivá, del Vizconde de Altamira, y el natural decir de todos ellos, suelto, castizo y agradable. Y estimador siempre del dulce halago de los metros cortos nacionales, aun en escritores más recientes, ponderaba la festividad de Castillejo, la urbanidad de Gálvez Montalvo, y los felicísimos e inimitables romances y letrillas de D. Luis de Góngora.

De este continuo trato y convivencia con los modelos de nuestra habla recibe su mayor, por no decir único, precio la Rethórica de Mayans, enmarañadísimo bosque de erudición castiza y recóndita, elegido casi siempre con mucho discernimiento. Ni en el método ni en la doctrina tiene este libro la menor relación o semejanza con los cursos franceses de humanidades, a los cuales el autor era extraño. Los preceptistas más modernos que cita son Scalígero y Vossio. Lo que Mayans se propuso (y él mismo lo declara en el prólogo) , fué hacer hablar en castellano a Aristóteles, Hermógenes y Longino, a Cicerón, Cornificio y Quintiliano, entendidos y explicados tal como los explicaban Nebrija, Vives, Matamoros, Fr. Luis de Granada, Núñez y el Brocense. Nada de cuanto se halla en aquellos antiguos y excelentes tratadistas del arte de la palabra, se echa de menos en la enorme compilación de Mayans, donde están reunidos y concordados todos ellos, pero tampoco da un paso más adelante ni tiene una sola idea original. La difusión del estilo de esta Retórica la impidió popularizarse y [p. 270] descender a la enseñanza, aunque muchos la saquearon. El estudioso de la propiedad y hermosura de nuestra lengua, encontrará siempre en sus páginas provechoso deleite, y acertará mucho no deteniéndose en los preceptos, y yendo derecho a los ejemplos, [1] que dan al libro aspecto de centón, pero que le hacen inapreciable. Es una crestomatía de cerca de mil páginas. Con ella y el Theatro de la eloqüencia se tiene en poco espacio lo más selecto de nuestra prosa. No hay libros de su género más útiles ni más dignos de recomendarse a los jóvenes para la disciplina del estilo, que más que con reglas áridas se forma en presencia de los modelos vivos.

Mencionados los trabajos retóricos de Mayans, no es posible omitir el recuerdo de los que en el mismo reinado de [p. 271] Fernando VI se hicieron con propósito de reformar la elocuencia sagrada, entonces más lastimosamente degradada y pervertida que ningún otro género literario, contribuyendo a tal ruina su mismo carácter popular, y el infinito número de sus cultivadores, no siempre escogidos entre los más doctos y de más refinado gusto.

Todos los vicios de la decadencia literaria, el culteranismo, el conceptismo, el equivoquismo, la erudición indigesta y de aparato, las metáforas descomunales, los vanos alardes de sutileza, se habían concentrado en el púlpito adquiriendo doble realce y escandalosas proporciones, por lo mismo que era mayor el contraste entre los bajos quilates del estilo y la grandeza sublime de la materia. Olvidados los grandes ejemplos que en tiempos más felices habían dado los Tomases de Villanueva, los Avilas y Granadas, los Lanuzas y Riveras, y hasta el mismo P. Vieira, que tenía tan extraordinarias dotes de orador en medio de las sombras y desigualdades de su gusto, sólo obtenían en la primera mitad del siglo XVIII admiración y aplauso aquellos increíbles abortos de la pedantería y de la demencia, que se bautizaban con los nombres harto expresivos de Florilegio Sacro, que en el celestial, ameno, frondoso Parnaso de la Iglesia riega la Aganipe Sagrada: o bien, Trompeta evangélica, alfange apostólico y martillo de pecadores. Una monstruosa mezcla de autoridades gentílicas y cristianas, de textos de la Sagrada Escritura, violenta y torcidamente aplicados por mero sonsonete, y revueltos con citas de los poetas más profanos; una erudición de poliantea y de mundo simbólico, estéril de todo punto para el aprovechamiento moral de los oyentes , ocupaban, o, más bien, profanaban la cátedra del Espíritu Santo, con grave escándalo de todos los espíritus piadosos y bien intencionados. Pero ni el Orador Cristiano de Mayans, ni los clamores del P. Feijóo, ni las pastorales de muchos prelados, hubiesen sido de todo punto eficaces para acabar con aquella lepra (que sólo en una nación de tan robusta fe cristiana como la nuestra, pudo ser dañosa únicamente bajo el aspecto literario y no trascender a las costumbres), si no hubiera venido en su auxilio el cauterio de la sátira, tampoco del mejor gusto, algo mazorral y frailuna, pero por esto mismo acomodada a los vicios que se proponía desterrar. En 1758 apareció el primer tomo del Fr. Gerundio de Campazas, autorizado con doctas cartas apologéticas [p. 272] de Montiano y Luyando, del maestro Fr. Alonso Cano, del bibliotecario Santander y Zorrilla, y de otros doctos varones, los cuales en términos amargos se lamentaban de la corrupción del púlpito. A los tres días el libro estaba agotado. La sátira bufonesca y recargada, pero verdaderamente chistosa del P. Isla, varón en quien el donaire era más espontáneo que culto, malográndose a veces por acumulación y redundancia, y tendiendo más a producir la inextinguible carcajada que la inteligente sonrisa, había herido en lo vivo, produciendo, no una de esas breves polémicas que eran el pan cuotidiano de los literatos del siglo pasado, sino una formidable tempestad de folletos y diatribas, en que se mezclaban y sobreponían a la cuestión oratoria otras de muy diversa índole, disensiones y rencillas entre las varias familias monásticas, y animadversiones que ya comenzaban a apuntar contra los Jesuítas. A punto llegaron las cosas de tener que prohibir el Santo Oficio, por un edicto de 1760, escribir ni en pro ni en contra de la famosa Historia de Fr. Gerundio, recogiendo de paso cuantos papeles se habían divulgado acerca de ella, abstracción hecha de la calificación que cada uno de ellos mereciera. El Fr. Gerundio, tal como es, ocupa un lugar relevante en la historia de la literatura española del siglo XVIII. La doctrina del P. Isla sobre la oratoria sagrada, es sólida y firme, harto mejor que los ejemplos que quiso darnos el P. Isla en sus propios y olvidados sermones. La sátira es abundante, copiosa, de legítimo gracejo castellano, no muy pasado por la cendra, vulgar y grotesco a veces, pero irresistible en sus buenos trozos, que son las parodias y las descripciones de costumbres rústicas, escolásticas y claustrales, trasladadas con tosco pincel, pero con singular semejanza. El mayor defecto de la obra es su carácter híbrido de novela y de tratado de retórica eclesiástica: lo serio daña a lo jocoso, y lo jocoso a lo serio, como en todos los libros que con forma de sátira persiguen un fin de utilidad inmediata. El P. Isla alcanzó totalmente el suyo, y si no brotaron grandes predicadores en el siglo XVIII, porque a nadie era dado producirlos en una edad que vivía de imitación más que de propia substancia, y que sustituyó las antiguas extravagancias con la imitación servil de los sermonarios franceses, logró a lo menos, que el púlpito recobrase su austera dignidad en manos de los Gallo, Bocanegra, Climent, Armañá, Bertrán, [p. 273] Lorenzana, Vela, Tavira, Heredero y otros muchos oradores arreglados, correctos, cultos, y a veces no faltos de cierta elevación y de cierto brío, aunque nunca la helada literatura de los más de ellos bastó a encender en el alma de los oyentes ni la más leve centella de aquel fuego que tan fácilmente prendía en las muchedumbres al sonar el acento inspirado del P. Calatayud o de Fray Diego de Cádiz, orador de tan portentoso efecto en sus incultas palabras, como apagado y mortecino en las letras que estampaba sobre el papel. [1]

Notas

[p. 195]. [1] . Sobre todo lo concerniente a este género de representaciones debe leerse el erudito libro de D. Luis Carmena, Crónica de la ópera italiana en Madnd desde el año 1738 hasta nuestros días, con un prólogo histórico de D. Francisco Asenjo Barbieri... Madrid, imprenta de Minuesa, 1878.

Consta en la colección de sus obras que Metastasio compuso expresamente para nuestro teatro la Festa Cinese (1751) y la Niteti (1756). Metastasio se enlaza por varios conceptos con nuestra historia literaria del siglo pasado. Tuvo en Viena estrechas relaciones de amistad con varios españoles, especialmente con nuestro embajador el ilustre poeta Conde de Torre-Palma, con un cierto conde Manuel de Torres, partidario de la dinastía austriaca, consejero de Carlos VI y refugiado en Trieste después de la guerra de Sucesión, personaje de gran cuenta en la historia de la instrucción pública de Austria. (Vid. la obra del barón Helfert Die österreichische Volksschule, tomo I), y finalmente con la condesa Mariana de Altham, valenciana de nacimiento, y gran protectora del poeta, con la cual aseguran algunos que llegó a contraer Metastasio matrimonio secreto. Vid. sobre todas estas cosas el curioso volumen intitulado Alcune lettere inedite di Pietro Metastasio, pubblicate dagli autografi da Attilio Hortis. (Trieste, tipografía del Lloyd Austro-Ungarico, 1876).


[p. 196]. [1] . El grave y austero carácter de las tareas académicas desde sus principios bien lo manifiesta uno de sus más laboriosos individuos, D. Juan de Iriarte, en uno de los discursos que allí leyó: «Dexemos a la Italia, vicioso plantel de Academias tan extravagantes en sus escritos como en sus nombres, el prolixo, inútil afán... de exprimir y agotar conceptos poéticos, y la vana e infructuosa gloria de estar hablando en verso por espacio de dos siglos... No incurramos en el exceso de la Academia Francesa, cuya multitud de cortesanas arengas, de panegíricas oraciones ha dado motivo a un célebre autor moderno (Voltaire) para decir que aquella Academia había empleado todo su estudio en sacar a luz cincuenta tomos de cumplimientos... (Obras sueltas, pág. 329 del tomo II.)


[p. 197]. [1] . Esto de las autoridades ya lo notó con acritud Mayáns en las Actas de Leipsick, publicadas por Menckenio (tomo XXXI, año 1731, mes de septiembre, pág. 432): «Non raro utuntur testimoniis proletariorum scriptorum utpote qui fere trecentos sibi tamquam Hispanae linguae magistros operis initio praefixerunt.»

 

[p. 200]. [1] . De las posteriores definiciones estéticas del Diccionario nada diré, porque no las considero definitivas, y creo que han de sufrir muy sustanciales modificaciones en una próxima edición, persistiendo la Academia en su buen propósito de no convertir su Diccionario en órgano de ninguna escuela.

[p. 201]. [1] . Aparte de estas Academias, quedaron en proyecto otras varias. El Marqués de Villena, tuvo el propósito de una general de Ciencias y Artes, proyecto que fracasó, pero que fué renovado con igual falta de éxito en el reinado de Fernando VI, patrocinando la idea hombres tan eminentes como Jorge Juan, Ulloa y D. Luis Velázquezz. También fracasó, de resultas de un dictamen de la Universidad de Salamanca, suscrito por el mercenario P. Rivera, la Academia del Buen Gusto, que pensaron establecer en Zaragoza el Conde de Fuentes y otros.

[p. 205]. [1] . Diario de los literatos de España, en que se reducen a compendio los escritos de los Autores Españoles, y se hace juicio de sus obras desde el año 1737 (hasta el tercer trimestre inclusive de 1738). En Madrid, por Antonio Marín, Antonio Sanz, e Imp. Real; 1737-1742: 7 volúmenes 8.º

El Diario de los Literatos, como todas las obras importantes del siglo XVIII, provocó gran número de impugnaciones y escritos polémicos. Entre ellos pueden recordarse, a título de curiosidad bibliográficas, los siguientes:

—El triunvirato de Roma, nuevamente aparecido en los dominios de España. Carta sobre el Diario de los Literatos (por Ventura de la Fuente y Valdés). Madrid, 1738. —Conversación sobre el Diario de los Literatos de España: la publicó D. Plácido Veranio (pseudónimo de D. Gregorio Mayáns, el cual responde a la crítica harto acerba que los diaristas habían hecho de sus Orígenes de la lengua castellana). Madrid, por Juan de Zúñiga, 1737, 8.º, 132 páginas Los diaristas tomaron sangrienta venganza de este ataque de Mayáns en el torno III de su publicación, páginas 189 a 386. El artículo-contestación es de Salafranca.

—Apología contra el Diario de los Literatos de España: su autor el M. Rdo. P. Fr. Jacinto Segura (dominico de Valencia)... Valencia, por Joseph Lucas, 8.º, 275 págs. (Responde el P. Segura a los reparos puestos a su Norte Crítico.) Replicaron los diaristas en el tomo v, páginas 270 a 346.

—Ni Hércules contra tres. Impúgnase el Diario de los Literatos de España, a costa de D. Juan Félix Francisco de Rivarola y Pineda Rodríguez de Cárdenas...— Madrid, Imp. de Alfonso de Mora, 1737.

Desde el primer tomo ya figuraron como únicos directores de la publicación Salafranca y Puig, Huerta de la Vega se enemistó con ellos, y entró a colaborar en el Mercurio Literario, que fué reciamente impugnado por los diaristas.

Entre los mss. de la Biblioteca Nacional (T. 108 de la numeración antigua) hay una colección de papeles relativos al Diario.

 

[p. 207]. [1] . Paralelo de las Ienguas castellana y francesa (tomo I del Theatro Crítico).

 

[p. 208]. [1] . Vid. carta XXXIII (sobre la introducción de voces nuevas) en el tomo I de las Cartas Eruditas y Críticas.

 

[p. 210]. [1] . Vid. Carta XIX del tomo v de las Eruditas, que son continuación del Theatro Crítico, y además la V del tomo III.

[p. 212]. [1] . Carta IV del tomo II.

[p. 215]. [1] . Pág. 133. También Forner, sobrino de Piquer, en las Exequias de la lengua castellana, protesta indignado contra «los enormes absurdos que el P. Feijóo dejó impresos en materias de poética, oratoria y métodos antiguos». «No había saludado (escribe) cuanto la antigüedad docta nos dejó para el estudio y ejercicio de la elocuencia artificial, o, lo que es lo mismo, de la facundia natural, ayudada del arte y pronunció contra ella un discurso falso, pueril, no por otro motivo, sino porque Feijóo creía de sí mismo ser elocuente sin haber estudiado el arte... Los principios de todas las artes están envueltos en la constitución del hombre, y si por esto no hubieran de suplirse auxilios a la influencia natural, vanamente se cansarían los poetas en estudiar, los filósofos en observar y establecer las reglas lógicas que dirigen al entendimiento en la averiguación y exposición de la verdad, puesto que no hay barbero ni escritor periódico que no raciocine bien a veces, sin lógica artificial ni cosa que lo valga... No porque el entendimiento tenga necesidad de tales auxilios para ejercitar sus operaciones, sino para ejercitarlas bien».

No son los citados en el texto los únicos escritos del P. Feijóo donde se encuentran máximas de carácter literario. También hay algunas en sus Reflexiones sobre la historia, en ciertos párrafos del discurso Glorias de España, etc. En este último leemos, por ejemplo, la notable advertencia siguiente: «La análisis de una oración sólo toca al crítico o censor que reflejamente quiera examinarla después. Anticiparla el orador es deshacer su propia obra al mismo tiempo que la fabrica».

[p. 216]. [1] . Así lo testifica el biógrafo de Luzán (pág. 31).

[p. 217]. [1] . Vid. Life of Reverend Josep Blanco-White, publicada por Thom. vol. I, pág. 21.

[p. 217]. [2] . Della perfetta poesia italiana spiagata e dimonstrata con varie osservazioni, e con varii giudizii sopra alcuni componimenti altrui da Ludovico Antonio Muratori, bibliotecario del Serenis. sig. Duca di Modena... Con le annotazioni critiche dell'Abate Anton. Maria Salvini... In Venezia, 1770, nella stamperia Colletti, dos volúmenes, 4.º

[p. 218]. [1] . Ensayos literarios y críticos, tomo II, pág. 226.

[p. 219]. [1] . Floresta de rimas modernas castellanas, tomo I, págs. 3 y 4.

[p. 219]. [2] . Página 38.

[p. 220]. [1] . Corresponde al capítulo xv del libro III.

[p. 221]. [1] . La Poética o Reglas de la Poesía en general y de sus principales especies. Zaragoza, F. Revilla, 1737, 503 páginas.

—La Poética, etc., etc.,... por D. Ignacio de Luzán Claramunt de Suelves y Guirea: corregida y aumentada por su mismo autor. Madrid, en la imprenta de D. Antonio de Sancha, 1789, 2 tomos.

[p. 223]. [1] . También creía Luzán (tomo I, pág. 99) que la utilidad de la Tragedia consistía en que «los príncipes aprendiesen a moderar su ambición, su ira y otras pasiones, con los ejemplos que allí se representan de Príncipes caídos de una suma felicidad a una extrema miseria», y consideraba el poema dramático como «una escuela provechosísima que enseña a conocer lo que es corte y lo que son cortesanos, y a descifrar las dobleces de la fina política y de ese monstruo que llaman razón de Estado». No conozco espíritu más prosaico que el de estos covachuelistas del siglo pasado, aun los de más talento y los mejores. ¿Quién piensa en tales cosas cuando lee a Sófocles o a Calderón?

Para comprender a qué extravíos arrastra la intrusión en la Estética de conceptos extraños a ella, baste decir que Luzán impone a su poeta la obligación de instruir a sus lectores, siempre que tenga ocasión, «ya en la moral, ya en la política, ya en la milicia, ya en la economía y en los avisos de un padre de familia, ya en la geografía», etc. (Tomo I, pág. 107.) Es deplorable la influencia que ejercieron estos consejos en la plaga de poemas didácticos que inundó a España en el siglo XVIII. Cascales había protestado con mucha elocuencia, como a su tiempo vimos, contra la supuesta poesía didascálica.

[p. 224]. [1] . Nótese también este pasaje (tomo I, pág. 77), muy digno para tenerse en cuenta para la verdadera inteligencia de la doctrina de Luzán:

«El Poeta, queriendo representar a nuestros ojos la virtud en su mayor belleza... y el vicio en toda su fealdad... no se contenta con imitar la  virtud y el valor de un individuo, como de Alcibíades, de Epaminondas, de Julio César y de otros varones insignes..., sino que, dando de mano a estos particulares, que le parecen siempre imperfectos, consulta a la idea más perfecta que ha concebido en su mente de aquel carácter o genio que quiere pintar, y adornando de todas las virtudes y perfecciones que para su intento tiene ideadas una de las personas de su poema, o de su tragedia, ofrece en ella un perfecto dechado a todos los que quisieren copiarle en sus costumbres y obras.»

[p. 231]. [1] . En cuanto a la doctrina de la purificación de las pasiones, Luzán sigue al pie de la letra el sentir de D. Jusepe Antonio González de Salas (Vid. vol. II de esta obra nuestra, págs. 251 y 252), y añade las observaciones siguientes: «No hay duda que la demasiada alegría, los objetos externos y los varios deseos disipan mucho el ánimo, le distraen y enajenan de suerte que raras veces entra en sí mismo ni se recoge a tratar consigo a solas... Con la tristeza pues, y con el taciturno recogimiento que infunde y desea la tragedia en los ánimos de los oyentes, se logra este tan provechoso retiro del alma en sí misma, se templa la excesiva alegría», etc., etc.

De suerte, que Luzán consideraba los espectáculos trágicos, como un suplemento de los ejercicios espirituales.

[p. 234]. [1] . Diario de los Literatos, tomo IV, páginas 1 a 113. En la biografía de D. Juan de Iriarte, que precede a sus Obras Sueltas (1774), se especifican cuáles son los artículos del Diario que le pertenecen (tomo I, pliego F, sin foliar). Iriarte propendía a lo conceptuoso, aun dentro del gusto francés. Dedicó nada menos que ocho epigramas latinos a la alabanza de Fontenelle. Son de materia artística (dicho sea de paso) los tres siguientes dísticos de D. Juan de Iriarte sobre el desnudo en la escultura, que conceptúo notables por la elegancia de la dicción:                                                                 XXXVIII.
                                 «Parcite, Pictores, obscenas pingere partes.
                                 Fit meretrix vestra casta Minerva manu.
                                                                XXXIX.
                                 Naturam haud sequeris, pingis qui turpia, Pictor.
                                 Quod Natura tegit, debet et arte tegi.
                                                                     XL.
                                 Quid juvat in statuis obscena ostendere membra?
                                 An lignum, an saxum, qui videt ista, putas?»

La educación extranjera nunca extinguió en D. Juan de Iriarte el vivo sentimiento de nacionalidad. De los que afectadamente remedaban el habla literaria y costumbres de los franceses, se burló en este otro epigrama, mucho más picaresco de lo que el docto bibliotecario solía permitirse:

                                 «Gallicus Hispanis habitas, saltatio, vestis,
                                 Lingua, cibus, morbus Gallicus ipse placet».

Entre otros opúsculos críticos de D. Juan de Iriarte, recopilados en el tomo II de sus Obras Sueltas, merece citarse la justa y severa censura que hizo de unas endechas muy conceptuosas y muy celebradas de D. Antonio de Solís, a la conversión de San Francisco de Borja.

[p. 238]. [1] . Discurso apologético de D. Iñigo de Lanuza, donde procura satisfacer los reparos de los señores diaristas sobre «La Poética» de D. Ignacio de Luzán. Van añadidas algunas notas, sacadas de carta escrita al autor por Henrico Pío Gilasecas Modenés. Pamplona, J. J. Martínez, 1741, 8.º, 144 páginas.

[p. 242]. [1] . La penetración crítica de Luzán era tan grande, que en otro pasaje de estas Memorias llama la atención de los filólogos sobre las particularidades del dialecto roumanche del país de los Grisones, y sus semejanzas y diferencias con otras lenguas neolatinas, y especialmente con el catalán.

[p. 242]. [2] . Memorias literarias de París: actual estado y méthodo de sus estudios. Al Rmo. P. Francisco de Rávago, de la Compañía de Jesús, confessor del Rey nuestro Señor, etc... Por D. Ignacio de Luzán, Superintendente de la Real Casa de Moneda, Ministro de la Real Junta de Comercio, etc... Con licencia en Madrid. En la imprenta de D. Gabriel Ramírez... Año de 1751, 8.º

Es muy notable, así por las ideas como por el estilo, la aprobación de este volumen, suscrita por D. Juan de Aravaca, uno de los más razonables oradores sagrados de aquella edad. Contiene una especie de teoría del buen gusto no muy original, pero juiciosa y bien expuesta. Sobre todo, encuentro digno de alabanza el párrafo siguiente:

«Lo que llamamos seguir las reglas, no es el acomodar a nuestros usos y costumbres las ideas y calidades de los sujetos que ya murieron, sino el inclinar y disponer los ánimos de los presentes a que entren en el genio, ideas y locución de los Antiguos, conservándoles cuidadosamente todo lo que les es propio y característico, sin atribuirles nuestras modas, sin confundir lo pasado con lo presente.»

Además de todos los escritos hasta aquí citados, Luzán dejó algunos otros de materia crítica, enumerados por su biógrafo y por Latassa; v. gr.: Retórica de las conversaciones (ms.); Ragionamenti sopra la Poesía (primer esbozo de la Poética); Sogno d'il buen gusto (ms); Cartas latinas a los Diaristas de Trévoux en defensa de la literatura española (se imprimieron en Zaragoza en 1743, pero no hemos llegado a verlas); estudio sobre el Catilina de Crébillon (ms.); Disertación sobre la égloga, contra Fontenelle, etc., etc.


[p. 243]. [1] . No carece de curiosidad, para el estudio de las ideas en el siglo XVIII, cotejar el libro de Luzán con otro de muy parecido asunto, que escribió en tiempo de Carlos III el Duque de Almodóvar, traductor de Raynal:

—Década Epistolar sobre el estado de las Letras en Francia, su fecha en París, año de 1780. Por D. Francisco María de Silva, año de 1781. A beneficio de la Real Sociedad Económica de Madrid.

El autor fué molestado por la Inquisición como enciclopedista, aunque en este libro hace bastantes distingos y se muestra muy severo con los autores irreligiosos.

[p. 246]. [1] . Cita con especial encarecimiento la Selvagia, la Florinea y la Euphrosina. De esta última (traducida del portugués al castellano por el capitán D. Fernando de Ballesteros y Saavedra), hizo una reimpresión en 1733, ocultando su nombre en la dedicatoria con el de D. Domingo Terruño Quexilloso. Llama a la obra que reimprime «comedia en prosa, pero poética y con sus números y harmonía: libro raro y de exquisito gusto, de invención dichosa, de composición elegante y que pinta con vivos colores las personas que representa, poniéndolas sobre el Theatro al natural y con decencia... Los personajes más parecen vivos que representados...»

[p. 247]. [1] . Comedias y Entremeses de Miguel de Cervantes Saavedra, el Autor del D. Quixote, divididas en dos tomos, con una disertación o prólogo sobre las Comedias de España. Año 1749. Con licencia. En Madrid, en la imprenta de Antonio Martín. Dos tomos, 4.º

Al primero antecede el discurso preliminar de Nasarre, que tiene 26 hojas sin foliar. Aprobó este libro, asintiendo a las imaginaciones de Nasarre, el famoso Fr. Juan de la Concepción, cuyo gusto competía con el suyo. Baste decir que una de las cosas que mayor admiración le causaban en el Quixote, era el nombre de Rocinante.

[p. 247]. [2] . La Sinrazón impugnada, y beata de Lavapiés. Coloquio crítico, apuntado al disparatado prólogo que sirve de delantal (según nos dice su autor) a las Comedias de Miguel de Cervantes. Compuesto por D. Joseph Carrillo. Madrid, 1750, 4.º —El romance de Maruján está inserto (en su mayor parte, en el capítulo IX del excelente y riquísimo Bosquejo de la poesía castellana en el siglo XVIII, de De Leopoldo A. de Cueto.

—Obras en prossa, escritas a varios assumptos, y divididas en cinco discursos: compuestos por D. Francisco Nieto de Molina, natural de la Ciudad de Cádiz... Con licencia: en Madrid, en la Imprenta de Pantaleón Aznar, 1768.

I. Discurso en defensa de las Comedias de Frey Lope Félix de Vega Carpio, y en contra del Prólogo Crítico que se lee en el primer tomo de las de Miguel de Cervantes Saavedra.

II. Discurso segundo joco-serio. Ridícula Inventiva. Academia de los Poetas.

III. Verdades que parecen disparates. Crítica contra los escritos y escritores de este tiempo.

IV. El Azote Crítico, por D. Gil Batuecas.

V. Defensa del papel que dió a luz D. Antonio Rezano, en contra del disforme papelón de D. Juan Antonio del Castrillo y Villamor.

Además de estos papeles, que suelen andar reunidos en un volumen, publicó Nieto otro de crítica que no he visto.

—Los Críticos de Madrid, en defensa de las comedias antiguas y en contra de las modernas. Madrid, 1768.

[p. 253]. [1] . Discurso Crítico sobre el origen, calidad y estado presente de las Comedias de España, contra el dictamen que las supone corrompidas, y en favor de sus más famosos escritores el Doctor Frey Lope Félix de Vega Carpio y D. Pedro Calderón de la Barca. Escrito por un Ingenio de esta corte, quien le dedica a la M. I. Ia Señora Marquesa de la Torrecilla, etc. En Madrid, en la Imp. de Juan de Zúñiga, año 1750, 4.º, 350 páginas. A este libro preceden larguísimas aprobaciones y dictámenes de graves teólogos amigos del autor, los cuales abundan calurosamente en sus ideas acerca del teatro antiguo, y maltratan sin conmiseración al pobre Nasarre. En alguna parte he leído que el Erauso y Zavaleta que firma el prólogo o carta-circular de este libro es un seudónimo de D. Ignacio de Loyola Oránguren, marqués de la Olmeda.

[p. 258]. [1] . Discurso sobre las Tragedias Españolas de D. Agustín de Montiano y Luyando, del Consejo de S. M. su Secretario de la Cámara de Gracia y Justicia y Estado de Castilla, Director perpetuo por S. M. de la Real Academia de la Historia, y Académico de la Real Academia Española... En Madrid: en la Imprenta del Mercurio, por Joseph de Orga, año de 1750. (El Discurso tiene 122 páginas, y al fin va la Virginia.)

—Discurso II sobre las Tragedias Españolas. De D. Agustín de Montiano, etc., etc., entre los Arcades de Roma Leghinto Dulichio... Madrid, en la Imprenta del Mercurio, etc. Año de 1753. (Tiene 118 páginas, y al fin el Athaulpho.)

—Carta al Sr. D. Agustín de Montiano y Luyando, del Consejo de S. M... Por D. Jaime Doms. En Barcelona, calle y casa de la Imprenta, 1753, 8.º (La edición parece extranjera y clandestina, puesto que no tiene aprobaciones ni licencia.) 99 páginas.

—Examen de la carta que se supone impressa en Barcelona y escrita por D. Jaime Doms, contra el discurso sobre las tragedias españolas y la tragedia Virginia del Sr. D. Agustín de Montiano, etc., etc. La ofrece al juicio de los inteligentes y desapassionados Domingo Luis de Guevara. Madrid, 1753, 8.º, 66 páginas.

—Crisis de un folleto cuyo título es Examen de la Carta, etc., en carta que escribe D. Faustino de Quevedo a un amigo suyo. Salamanca, 1754, 72 pá ginas, 8.º

Montiano dejó manuscritas disertaciones sobre la égloga y otros géneros de poesía. En el tomo II de las Memorias de la Academia de Buenas Letras de Sevilla pueden verse sus Notas para el uso de la sátira (género literario que a él le parecía un monstruo de perniciosas calidades), y allí también un extenso elogio biográfico de Montiano, escrito por su discípulo y secuaz de su prosaísmo D. Cándido María Trigueros.


[p. 259]. [1] . Según el Sr. Serrano y Sanz en su reciente y laureada Bibliografía de las escritoras españolas, se llamaba Dª Margarita Hickey y Pellizoni.

[p. 259]. [2] . Poesías Varias sagradas, morales y profanas o amorosas: con dos poemas épicos en elogio del capitán general D. Pedro Cevallos; con tres tragedias francesas, traducidas al castellano: una de ellas la «Andrómaca», de Racine, y varias piezas en prosa de otros autores. Obras todas de una dama de esta corte. (H. M.) Madrid, Imp. Real, 1789, 8.º

[p. 261]. [1] . Orígenes de la Poesía Castellana, por D. Luis Joseph Velázquez, Cavallero de la Orden de Santiago, de la Academia Real de la Historia, y de la de Insripciones, Medallas y Bellas Letras de París. Segunda edición. En Málaga: por los herederos de Francisco Martínez de Aguilar, 4.º, 1797. (La 1º edición es de 1754, y también de Málaga.)

Traducida por Dieze con este título:

—Geschichte der Spanischen Dichtkunst. Aus dem Spanischen übersetzt und mit Anmerkungen erläutert von Johann Andreas Dieze. Goettingen: V. Bossiegel, 1769, 8.º

En las Actas de la Academia del Buen Gusto se conservan otras dos disertaciones de Velázquez; una sobre la tragedia, con singular elogio de la Virginia de Montiano, que llama muestra de todas las perfecciones: otra sobre el constitutivo esencial de la poesía, que él hace consistir en la expresión de lo grande y de lo magnifico.

 

[p. 263]. [1] . Repetición de una frase de Petronio.

[p. 263]. [2] . Las ha sacado del olvido, con tantas otras curiosidades de historia literaria del siglo XVIII, el Excmo. Sr. D. Leopoldo A. de Cueto, marqués de Valmar.

[p. 264]. [1] . Las Actas (desgraciadamente no completas) de esta Academia existen en la riquísima biblioteca de D. Pascual de Gayangos, incorporada a la Nacional. Ha sacado de ellas todo el jugo posible el señor Cueto en su estudio tantas veces citado.

[p. 266]. [1] . Valencia, por Antonio Bordázar de Artazu, 1725, 4.º; Madrid, por Juan de Zúñiga, 1739, 8.º, y luego en los Ensayos oratorios.

 


[p. 267]. [1] . Valencia, por Antonio Valle, 1730.—Madrid, por Juan de Zúñiga, 1735, ambas en 8.º; hay otras posteriores.

[p. 267]. [2] . Valencia, por Bordázar, 1727, 4.º__León de Francia, por los hermanos de Ville y Luis Chalmette, 1733, 8.º Reimpresa luego varias veces con otras obras de Mayans, v. gr., sus Orígenes, y sus Ensayos oratorios.

[p. 267]. [3] . Valencia, por Bordázar, 1733.

[p. 267]. [4] . Madrid, por Juan de Zúñiga, 1739.

[p. 267]. [5] . Specimen Bibliothecae Hispano-Majansianae sive Idea novi Catalogi Critici operum Scriptorum Hispanorum quae habet in sua Bibliotheca Gregorius Maiansius Generosus Valentinus. Ex Musaeo Davidis Clementis. Hannoveriae, impensis Jo. Guil. Schmidii, 1753, 4.º Libro de los más utiles de Mayans, y ya bastante escaso.

Hay extensos catálogos de las innumerables publicaciones mayansianas en las Bibliotecas de Ximeno, Fustér y Sempere y Guarinos.

[p. 268]. [1] . Vida de Cervantes , Edición del librero Padilla, 1750, página 81.

[p. 269]. [1] . Todas estas proposiciones están entresacadas de la Vida de Miguel de Cervantes Saavedra, natural de Madrid (sic). Autor, don Gregorio Mayans i Siscar, Bibliotecario del Rei Nuestro Señor, etc. Quinta Impressión, según la primera. Año de 1750.— Madrid. A costa de D. Pedro Alonso i Padilla, 8.º

[p. 270]. [1] . Rhetórica de Don Gregorio Mayans y Siscar: con licencia. En Valencia, por los herederos de Jerónimo Conejos, 1757, dos tomos, 4.º, que pasan cada uno de 500 páginas.

Omito, como lo he hecho en los dos siglos anteriores, la indicación de muchas retóricas vulgares, y que nada nuevo contienen. En el siglo XVIII corrieron con algún aprecio la Rhetórica castellana, en la qual se enseña el modo de hablar bien, etc., de D. Alonso Pabón y Guerrero (Madrid, 1764), y el Compendio de Rhetórica, latina y castellana, ilustrada con exemplos selectos y algunas reflexiones sobre la oratoria del púlpito, por Don Joseph de Muruzábal, catedrático de Retórica de los Reales Estudios de San Isidro (Madrid, 1781), Muruzábal era un buen profesor, que parece haber adoptado un método semejante al de Rollin. Publicó además una Explicación, según las reglas de Rhetórica, de la oración de Cicerón en defensa de Ia ley Manilia (Madrid, 1775), por D. Joaquín Ibarra.

Los esfuerzos de Mayans, Capmany y demás preceptistas castizos, no bastaron a sobreponerse a la invasión de libros de texto extranjeros que en esta, como en todas las disciplinas, fué grande en aquel siglo. Aun los mismos Jesuítas desterraron de sus aulas el tratado del P. Cipriano Suárez, para adoptar la Retórica del P. Domingo de Colonia, y las Instituciones Poéticas del P. José Juvencio (Jouvancy), que juntos se imprimieron en Villagarcía, en 1726, popularizándose mucho después en repetidas ediciones. Y, ciertamente que lo merecían por lo claros y concisos, por la pureza de su latinidad y por la abundancia de buenos ejemplos. Pueden tomarse como tipo de la llamada, en bueno y mal sentido, retórica de colegio y literatura jesuítica. Que no fueron olvidados después de la expulsión de los Padres, nos lo prueba la elegante edición semielzeviriana que de ambos tratados se hizo en Madrid, 1773, Imprenta Real de la Gaceta. Hoy mismo no perderá el tiempo en leerlos el que quiera enterarse rápidamente de las reglas más fundamentales de la preceptiva clásica.

[p. 273]. [1] . Con objeto de dar reglas para la oratoria sagrada, se publicaron durante el siglo XVIII varios tratados apreciables, y en su tiempo útiles, aunque hoy de escaso interés literario. Tales fueron el Discurso de D. Pedro Antonio Sánchez, catedrático de Teología de Santiago, sobre la eloqüencia sagrada en España (Madrid, 1778), que contiene buenas noticias bibliográficas sobre los oradores sagrados del siglo de oro; los Avisos del Arzobispo de Toledo, Lorenzana, a los predicadores de su archidiócesis, impresos en la colección de sus Pastorales y Cartas... (Madrid, 1779). El Predicador: tratado dividido en tres partes, al qual preceden unas reflexiones sobre los abusos del púlpito y medios de su reforma (Madrid, 1782), por D. Antonio Sánchez Valverde; el Aparato de elocuencia para los oradores, por D. Leonardo Soler de Cornellá, magistral de Orihuela (1789), etc., etc. En 1770, el Obispo de Barcelona Climent mandó imprimir una excelente traducción castellana de la Retórica Eclesiástica de Fr. Luis de Granada. Sobre el estado de la elocuencia sagrada en el siglo XVIII hay algunos datos en los discursos leídos ante la Academia Española, por D. Antonio Ferrer del Río y D. Juan Eugenio Hartzenbusch en la recepción del primero.