Citada en la primera lista de El Peregrino (1604) con el solo título de Los Comendadores. [1] Publicada en la Parte segunda de las comedias de Lope (1609), de la cual hay por lo menos seis [p. 250] reimpresiones. Modernamente ha sido reproducida en el Handbuch der Spanischen Literatur de Luis Lemcke (Leipzig, 1856; tomo III, páginas 233-289). La comedia manuscrita de Los Comendadores de Córdoba que se conserva en la Biblioteca Nacional no es la de Lope, como han creído algunos, sino otra enteramente distinta, autógrafa de Andrés de Claramonte.
Tienen por asunto ambos dramas la espantosa venganza que de su honor conyugal tomó el Veinticuatro de Córdoba Fernán Alfonso, primer señor de Belmonte, en varias personas de su casa, comenzando por su adúltera mujer doña Beatriz de Hinestrosa, y sus deudos D. Jorge Solier, comendador de Cabeza de Buey, y D. Fernando Alfonso de Córdoba, comendador del Moral, uno y otro de la Orden de Calatrava, hijos del tercer Alcaide de los Donceles, y hermanos del Obispo de Córdoba D. Pedro Solier. Seremos muy breves en la noticia de este trágico suceso, porque [p. 251] apenas puede añadirse nada a lo que con su acostumbrada erudición y fina crítica ha expuesto nuestro querido amigo y compañero D. Emilio Cotarelo en las notas al Cancionero de Antón de Montoro, [1] que acaba de publicar con aplauso de los doctos.
El documento capital que comprueba la verdad histórica de este suceso, es el privilegio rodado que otorgó el Rey Don Juan II en 20 de febrero de 1448, perdonando cualquier muerte que hubiesen cometido, de hombres o de mujeres, a todos los que por tiempo de un año y un día habitasen a su costa en la ciudad de Antequera, asistiendo a la defensa de aquella plaza, de reciente conquista y amenazada continuamente por los infieles. A este privilegio se acogió el homicida Fernán Alonso, haciendo sacar traslado de él en Antequera el 28 de noviembre de 1449, y logrando de este modo el indulto. Testificaron las justicias de Antequera que «el dicho Fernán Alfonso, Veinticuatro de la dicha ciudad de Córdoba, vino a esta dicha ciudad a facer y fizo el dicho servicio e morada el dicho año e día... por cuanto diz que le pusieron e ponen en culpa, e le embargaban e embargan de la muerte de doña Beatriz de Finestrosa, su mujer, e de Catalina e de Beatriz, sus criadas, e de Fernando de Córdoba, comendador de Calatrava, e de Jorge, comendador de la Cabeza del Buey, e diz que fueron muertos en la dicha ciudad de Córdoba, en las casas donde el dicho Fernán Alfonso, Veinticuatro, facía su morada, de ciertas feridas que diz que le fueron dadas agora puede haber veinte y un meses poco más o menos, e diz que por que le ponían en culpa e encargaban e encargan de otros excesos e maleficios, por ser perdonado e quito de todo e cada cosa dello, según que el dicho Señor Rey manda por el dicho Previlegio e libertad...» [2]
Además de la carta de perdón, acaba de confirmar el hecho la declaración del homicida Fernán Alfonso en su testamento, [p. 252] otorgado en Bujalance a 22 de abril de 1471, en que dice haber recibido ciertos bienes cuando casó con doña Beatriz, su prinera mujer, y aunque creía tener derecho a ellos por el crimen que ella había cometido, sin embargo, por amor de Dios, lega 30.000 maravedises para hacer bien por el alma de la dicha doña Beatriz. [1]
Tan espantable caso conmovió fuertemente la imaginación del vulgo, tanto por la atrocidad de sus circunstancias, como por la alta jerarquía del matador y de las víctimas, y de tal asombro quedó huella, así en la poesía culta como en la popular. Antón de Montoro, el famoso judío converso, sastre o ropero de Córdoba, escribió unas octavas de arte mayor, « a la muerte de los dos hermanos Comendadores », composición algo revesada y pedantesca, como todas aquellas en que quiso remontar el vuelo su numen agudo y festivo, nacido para la poesía picante y de burlas. Pero a falta de otro mérito, tienen esas estancias el de dejar traslucir o adivinar algo sobre los pormenores del suceso. [2] Infiérese que los Comendadores debían de ser muy mozos, pues Montoro los llama
Aquellos cogollos de
palmas noveles,
Tajados en ante de
tiempos venidos,
y al más joven de ellos se le presenta implorando clemencia y declarándose inocente, sin que el Veinticuatro se ablandara por eso:
Después a los tristes,
en fin de sus vidas,
Negaron la orden de
los Sacramentos.
Aquel menor niño y llaga mayor,
Así como vido la
fin del hermano,
Negaba la suya,
diciendo: «Señor,
Decline la ira,
señor, vuestra mano,
Alumbre la muerte
de vuestro omiciano,
La cual cierta
vedes sin causa dudosa;
[p. 253] Sea vuestra mano medio clemenciosa,
Pues yo soy sin
culpa y vos sois humano.»
Mas el enemigo con su flamejante
Cara, más viva que
rayos nin truenos,
Jamás no cesaba
atrás ni adelante,
Matando los suyos,
mejor los ajenos...
Pues como se vieron en casas ajenas,
Del miedo vencidos
muy más que del hierro,
La fabla podían dar
a duras penas,
Ni darse a las
armas ni darse al destierro...
De sus carnes tiernas ficieron paveses,
Así se mostraron
omildes al fierro.
Los tristes, las
faces con sangre mezcladas,
Las dueñas bordadas
de sangre y cabellos,
Deshechas las
trenzas y muy mal peinadas
Y descoloridos sus
rostros tan bellos...
Y como lo vieron airado y confuso
Que no perdonaba
jamás su querella,
Sangraron la tierra
y besaron en ella
Y dieron las almas
a quien se las puso.
...............................
Al fierro mostraban sus albas gargantas.
¡Oh, dueñas
varonas, princesas, infantas,
Pensad por do
limpio guardéis vuestro lecho;
Catad que en tal
caso non salva el derecho,
Nin pecho, nin
ruego de santos ni santas!
...............................
Aquellos amantes
que con tantas priesas
Se dieron al uso de
muy amadores,
Muy altas e claras
parescen sus fuesas,
Mas no, mal pecado,
sus vivos amores.
¡Cuánto más que los alambicados conceptos de Montoro y sus impotentes esfuerzos para reproducir el trágico horror de aquella situación, valen los versos inartificiosos de una lastimera canción popular, compuesta, sin duda, poco después del suceso, y que suena como el lúgubre tañido de una campana funeral!:
¡
Los Comendadores ,—
por mi mal os vi;
Yo vi a vosotros ,
—vosotros a mí!
Al comienzo malo—de mis amores,
Convidó
Fernando—los Comendadore
[p. 254] A buenas gallinas,—capones mejores.
Púsome a la
mesa—con los señores:
Jorge nunca
tira,—los ojos de mí.
¡
Los Comendadores , etc.
Turbó con la vista—mi conoscimiento:
De ver en mi
cara—tal movimiento,
Tomó de
hablarme—atrevimiento.
Desque oí
cuitada—su pedimiento,
De amores
vencida—le dije que sí.
¡
Los Comendadores , etc.
Los Comendadores—de Calatrava,
Partieron de
Sevilla—a hora menguada,
Para la
ciudad—Córdoba la llana,
Con ricos
trotones—y espuelas doradas;
Lindos pajes
llevan—delante de sí.
¡
Los Comendadores , etc.
Por la puerta del Rincón—hicieron su entrada,
Y por Sancta
Marina—la su pasada,
Vieron sus
amores—a una ventana:
A doña
Beatriz—con su criada.
Tan amarga
vista—fuera para sí.
¡
Los Comendadores , etc.
Luego que pasaron—d'esta manera,
Ante que
llegasen—a la Corredera
Le vino de
presto—la mensajera:
Dice que
Fernando—estaba en la sierra;
Qu'en los quince
días—no verná de allí.
¡
Los Comendadores , etc.
Desqu'ellos oyeron—aquella nueva,
La respuesta
dieron—d'esta manera:
«Idos, madre
mía,—en hora buena.
Que la noche es
larga—y placentera:
Cenaremos
temprano,—iremos dormir.»
¡
Los Comendadores , etc.
Cenan los señores—y se dan prisa,
Llegan donde
amores—los atendían.
Acuéstase
Jorge—con la su dama,
También el su
hermano—con la criada;
Y los cuatro
gozan—de gustos sin fin.
¡
Los Comendadores , etc.
Entre mil regalos—Jorge se durmió,
Pero sueño
malo—dicen que soñó;
[p. 255] Consigo puñaba,—y se dispertó
Temiendo la
muerte—que cierta halló.
Cubrióse su
rostro—de frío sudor;
Guarecerse
quiso—de doña Beatriz.
¡
Los Comendadores , etc.
Aun la media noche—no era llegada,
Ya subía
Hernando—por una escala,
Y entra muy
feroz—por la ventana,
Un arnés
vestido—y espada sacada.
«Caballeros
malos,—¿qué hacéis aquí?»
¡
Los Comendadores , etc.
Y luego en entrando—solo a una cuadra,
Vido con sus
ojos—su afrenta clara.
Pasó el pecho a
Jorge—de una estocada,
Y a Beatriz la
mano—dejóla cortada;
Y luego
furioso—se salió de allí.
¡Los Comendadores, etc.
Habló el hermano:—«Aquí me tenéis;
Mi señor
Hernando,—vos no me matéis;
A mi hermano
Jorge—ya muerto le habéis:
La suya os
perdono—si dejais a mí.»
¡
Los Comendadores , etc.
Dijo la cuitada—con gran recelo:
«Vos, amores
míos,—tenedme duelo,
Pues ya veis mi
mano—por ese suelo.»
La triste,
tendida—sobre su velo,
Bien junta con
Jorge—degollóla allí.
¡
Los Comendadores , etc.
Después de haber muerto—cuantos allí son,
Anda por la
casa—muy bravo león;
Vido un
esclavo—detrás un rincón!
«Tu, perro,
supiste—también la traición,
Por lo cual,
malvado,—morirás aquí.»
¡
Los Comendadores , etc.
Jueves era, jueves,—día de mercado,
Y en Sancta
Marina—hacían rebato;
Que Fernando
dicen,—el que es Veinticuatro,
Había muerto a
Jorge—y a su hermano,
Y a la sin
ventura—doña Beatriz.
¡
Los Comendadores , etc.
[1]
[p. 256] Creemos firmemente que esta canción es contemporánea del hecho, y que son históricas todas sus circunstancias. Consta que era popularísimo en tiempo de los Reyes Católicos. Cuando en 1501 murió heroicamente D. Alonso de Aguilar, peleando contra los moros rebelados en Sierra Bermeja, se hicieron a su muerte unas coplas que se cantaban con la sonada de los Comendadores:
¡Ay, Sierra Bermeja
Por mi mal os vi,
Quel bien que
tenía,
En ti lo perdí!
En ti los paganos
Hallaron ventura;
Tú de los
cristianos
Eres sepultura:
Tinta su verdura
De tu sangre vi,
Y el bien que
tenía,
En ti lo perdí...
[1]
Continuaba esta popularidad en 1527, según lo testifica el famoso y desvergonzado Retrato de la lozana anduluza , que imprimió en Italia el clérigo cordobés Francisco Delicado. La protagonista, recordando que el jueves es día de mercado en Córdoba, cita los primeros versos del cantar, y le da su propio y adecuado nombre:
«Jueves era, jueves,
Día de mercado;
Convidó Hernando
Los
Comendadores.
[p. 257] ¡Oh, si me muriera cuando esta endecha oí!» [1]
Finalmente, se encuentra recordado este cantar en el Coloquio de Timbria , de Lope de Rueda. en la presente comedia de Lope y en otras varias partes.
Pero conforme pasaba el tiempo, la tradición se iba desfigurando, aun entre los mismos cordobeses. La fantasía meridional exageraba el número, ya por sí bastante crecido, de las víctimas inmoladas por el celoso furor del Veinticuatro, y además aderezaba el hecho con circunstancias novelescas, y aun le ponía en distinto tiempo de aquel en que había sucedido. De todas estas confusiones se hizo eco el jurado de Córdoba Juan Rufo en un romance de los más largos que hay en castellano, publicado en su libro de Las seiscientas apotegmas (Toledo, 1596). Este romance, que, por ser tan enorme, aparece dividido en cinco en el Romancero general de 1604, y también en el de Durán (números 1.032-1.036), no es de gran valor como poesía, aunque se deja leer con menos enfado que las octavas de la Austriada, del propio autor, pero tiene mucho interés para nosotros, por ser la principal fuente de esta comedia de Lope de Vega, el cual adoptó todas las caprichosas variantes introducidas por Juan Rufo en la leyenda, o más bien historia, primitiva. Calló Rufo los apellidos de marido y mujer, por loable respeto al buen nombre de la familia:
Que no es bien,
nombrando un muerto,
Avergonzar muchos
vivos.
Trasladó la acción al tiempo de los Reyes Católicos. Inventó o recogió el episodio del anillo donado por el Rey al Veinticuatro, por el Veinticuatro a su mujer, y por ella a su amante,
Que de la traición
oculta
Descubrió bastante
indicio;
Don que no le fué,
por cierto,
Para tal fin
concedido
[p. 258] Ni a tan triste ministerio
Se pensó ser
ofrecido.
Era un hermoso
diamante
De gran fondo,
limpio y fino,
No menos por sí
precioso
Que por su engaste
exquisito.
Esta fué la última
prenda
Que recelosa de
olvido,
Dió Beatriz a sus
amores
Cuando le vió de
camino.
No del real
aposento
Hubo don Jorge
salido,
Cuando el Rey mandó
llamar
A Fernando, y tal
le dixo:
«Confuso y maravillado
Me tienes, por
cierto, amigo,
Por dos cosas, que
no puedes
Excusarte si las
digo:
La primera es que
sin orden
Enajenaste mi
anillo,
Que debieras
vinculalle
Siquiera porque fué
mío;
La otra, que más
pondero,
Es el haberme
mentido
En decir que a tu
mujer
Le diste, y tráele
un vecino.
Mucho mejor te
estuviera
Mostrárteme
agradecido,
Que a Jorge tan
liberal,
Y negarme lo que he
visto.»
Nunca sentencia de muerte
Impresión tamaña
hizo
En pecho de algún
culpado,
Como en el sin
culpa el tiro;
Porque siente sus
agravios
Y el verse
reprehendido,
A tiempo que la
disculpa
No carece de
peligro;
Y así, responde a
su Rey,
Que le juzga
convencido,
Como verisímilmente
Daba en el
semblante indicios:
[p. 259] «No quiero darte descargo
(Buen Rey) de quien
soy y he sido,
Aunque dalle tal
pudiera,
Que me bastara
contigo;
Mas por ciertas
ocasiones,
Al tiempo se lo
remito,
Que será de mi
entereza
El verdadero
testigo:
Yo haré una
información
De la verdad que te
he dicho,
Que en los anales
de España
Permanezca su
registro.
Sólo a tu
benignidad
Por merced pido y
suplico
Licencia de ir a mi
casa
A componer mis
litigios.»
Dásela el Rey, en efecto, y el Veinticuatro parte de Toledo, llega a Córdoba, es recibido con fingidos halagos y caricias por su infiel esposa, y acaba de cerciorarse de su deshonra por las revelaciones de su leal siervo Rodrigo.
Éste fué un gallardo esclavo
Que, de incierto
padre hijo
Y de cautiva
africana,
Nació en su casa
cautivo...
El esclavo, por
extenso
El caso infame le
dixo;
Aunque no tuvo
paciencia
Para acabar bien de
oíllo.
...........................
El marido disimula el dolor de su afrenta, y espera cautelosamente el día de su venganza. Pasa mes y medio, y llegan casi simultáneamente los dos comendadores, Jorge, de Toledo, y Fernando, de Sevilla. Eran, según el poeta,
Semejantes en los
talles,
En los rostros y en
el brío;
Uno su tono de
habla,
Y uno mismo era su
estilo...
[p. 260] El Veinticuatro les convida a comer
Para el primer
domingo,
Por sustanciar el
proceso
Y averiguar los
indicios.
Sentados, pues, a
la mesa,
Los ojos, que son
testigos
De los secretos del
alma,
Callando hablan a
gritos;
Y aun hubo quien
estuviese
Del manjar tan
divertido,
Que, de la mano a
la boca,
Erró el derecho
camino...
Y alzada que fué la
mesa,
A sus cazadores
dixo
Que en comiendo se
aprestasen
Para el usado
exercicio,
Porque se quiere ir
a monte
Por cuatro días o
cinco,
A un bosque fragoso
entonces,
De fieras albergue
y nido,
Y agora dicho
Trasierra,
Que es de granjas
paraíso...
Jorge y Beatriz,
d'esta nueva
Sintieron tal
regocijo,
Que un buen letor
en sus caras
Lo pudiera ver
escrito.
La casa de dentro y
fuera
Resonaba con
bullicio;
Los criados,
fervorosos,
Traen viandas, pan
y vino,
Y enfundan los
almofrexes
Con el regalado
lino...
Los caballos, en el
patio
Daban soberbios
relinchos;
Y los canes de
traílla
Alborozados
ladridos,
Todo sale puesto a
punto,
Y Fernando iba
vestido
De verde, que
presto espera
Verlo en rojo
convertido.
Por la puerta del
Rincón.
[p. 261] Sale, de muchos seguido,
En un gallardo
caballo
De color rucio
tordillo:
Con él van sus
convidados
De los cuales
despedido,
Se fué hacia la
Merced,
Y ellos hacia San
Francisco:
Risueños van y
contentos
De la suerte que
han tenido,
Cuando Jorge a don
Fernando
Estas palabras le
dixo:
«Si suele el comunicarse
Hacer el bien más
crecido,
Mucho añado en el
que tengo
Si esta noche os
vais conmigo.
Ya sabéis que donde
amo
Soy muy bien
correspondido,
Y la ocasión que
pintada
A las manos me ha
venido,
Para que juntos
gocemos
El premio de mis
servicios:
Yo estaré con mi
señora,
Vos, señor,
entretenido
Con Ana, su
secretaria,
De quien sois galán
bien quisto,
Y vos sabéis que no
es fea
Ni para echar en
olvido:
Y ya que soy algo
tierno,
Templado a lo de
Calixto,
Vaya por nuestro
Sempronio
Mi camarero
Galindo,
Porque es hombre
confidente,
Secreto y bien
entendido.»
Mientras esto se concierta,
Fernando dexa el
camino,
Mandando marchar su
gente,
Sino fué a sólo
Rodrigo;
Ya el sol su cara
escondía,
Cuando se quedó
escondido
En un montecillo
espeso,
Donde estuvo, sin
ser visto,
Aguardando la hora
y punto
[p. 262] De executar el castigo:
Graves cuidados le
cercan,
Y así hablaba
consigo...
Del pedantesco soliloquio en que exhala sus cuitas el desventurado marido, sólo merecen recordarse estos versos:
Porque quien vive sin
honra,
No puede llamarse
vivo.
Nos acercamos al momento de la catástrofe, que Rufo prepara con cierta habilidad y algún sentimiento poético:
La sombrosa noche
estaba
En medio de su
camino,
Callaban montes y
valles,
Los pueblos hacen
lo mismo;
El dulce sueño
profundo
Daba el sosiego y
olvido
Al humano
entendimiento,
De mil congoxas
archivo,
Y a los miembros
trabajados
En diversos
ejercicios...,
Cuando dexa el
verde lecho
El caballero
afligido,
La rienda toma en
la mano,
Poniendo el pie en
el estribo,
Y puesto firme en
la silla,
Para Córdoba se
vino,
Como el que a
reconocer
Llega al contrario
presidio.
Dexó a recado el
caballo,
Y rastreando un
portillo,
Le halla, y entra
por él,
Aunque estrecho se
le hizo.
No encuentra ronda
en las calles,
Ni menos hombre
nacido;
Todo estaba en un
silencio
De ninguno
interrumpido:
Hasta los canes
caseros
No dan molestos
ladridos,
[p. 263] Que a los hurtos amorosos
Son mortales
enemigos:
Sólo de nocturnas
aves
Se escuchan tristes
aullidos,
Que siempre en
casos funestos
Endechan con más
ahinco.
Quebranta su propia
casa,
Y en cierta pared
subido,
Ayudado de su
esclavo,
Le ayuda y lleva
consigo:
Fueron a dar a las
piezas
Donde estaban
repartidos
Los huéspedes mal
mirados,
Torpemente
entretenidos,
Con luz y mucho
sosiego,
De su daño
inadvertidos,
Y de pensar que la
parca
Les quiere cortar
el hilo.
Agora ¡oh hijo de
Venus!
Invoca otra vez tu
auxilio,
Para contar tus
hazañas
Con versos en
sangre escritos,
Pues aunque en ocio
y blandura
Naces, dulce,
afable niño,
Después, como rey
tirano,
Bebes la de tus
amigos.
Ya está Hernando en
la sala,
Dexa a la puerta a
Rodrigo;
La espada lleva
desnuda,
Y él va de esfuerzo
vestido:
Arremete contra el
lecho
Mal guardado y bien
sabido,
Ardiendo en honrosa
saña,
Como honrado y
ofendido.
Jorge, medio sin
acuerdo,
Con su espada se le
vino,
Mas vergüenza y
sobresalto
Le embotan la punta
y filos.
Hernando cierra con
él,
Después de haberlle
ferido,
De un terrible tajo
abierto
Cerca del siniestro
oído,
[p. 264] Y dióle tres puñaladas,
Que al morir
dieron postigo,
Con sangre y dolor
inmenso
Y mal formado
gemido.
Ya andaba el triste
bascando,
Y el cuerpo, en
tierra caído,
Celebraba con el
alma
Aquel divorcio
temido,
Cuando a su
hermano, que estaba
En un retrete
dormido
Ana despertó,
diciendo:
«¡Señor, que somos
perdidos!»
«¿Cómo así (dijo)
esto pasa?»
Y saltó
despavorido,
Con la que antes
fué acerada
Y entonces era de
vidrio;
Y así embistiendo
con él
Aquel severo
ministro,
Le hizo igual a su
hermano
En la muerte y el
castigo.
Ana imploraba
clemencia,
Pero poco le ha
valido;
Que de servicios y
vida
Le dieron el
finiquito.
Beatriz estuvo a
estas cosas
Presente y fuera
del siglo,
Porque un desmayo
mortal,
Causado de temor
frío,
Le suspendió las
potencias
Y privó de los
sentidos;
Y así le fué por
entonces
Su amargo fin
diferido,
Porque despierta
pagase
El mal que
despierta hizo.
En un rincón de la
sala
Hubo señal de
rüido,
Y fué que detrás
de un cofre
Estaba el pobre
Galindo,
El cual, de puro
temor,
Aun no osó estar
escondido...
[p. 265] El Veinticuatro está a punto de ablandarse con los ruegos del pobre paje,
Y preguntóle a su
esclavo:
«¿Qué te parece,
Rodrigo?»
Respondió: «Señor,
los menos
Vivan de tus
enemigos...»
Mata, pues, a Galindo; y cebado ya en la carnicería, prosigue amontonando víctimas, hasta tocar en los límites en que lo horrible se confunde con lo grotesco:
Siguió la matanza
fiera
Como lobo en el
aprisco:
Mató ancianos
escuderos,
A los porteros
ariscos,
Las dueñas y las
doncellas,
Los pajes, grandes
y chicos,
A los mozos de
caballos,
Y hasta los perros
mismos
Aullaron pasando
muerte,
Y gatos dieron
maullidos;
A una mona y
papagayo,
No les valieron
graznidos,
Ni los inqüietos
saltos
A un atribulado
jimio.
Esta confección de
sangres
Hacen de la casa un
río,
En que el honor se restaura ,
Cobra fuerza y queda limpio.
¡Valiente restauración y limpieza! Aun en tiempo de Juan Rufo pareció algo excesiva, y un poeta anónimo que refundió esta composición para incluirla en el Romancero general , excluyó de la degollina a los perros, monos, papagayos y demás irracionales:
Mató escuderos,
porteros,
Dueñas, mozas de
servicio,
A mecánicos
criados,
Pajes de falda
pulidos.
Porque todos
consintieron
El adulterio
maligno.
[p. 266] Muestra el jurado de Córdoba talento y sensibilidad en reservar para el fin la muerte de doña Beatriz, que es la única persona a quien el matador concede confesión; su arrepentimiento templa algo la bárbara impresión de este cúmulo de horrores:
Ya el alba se
levantaba
De su lecho
alabastrino,
Y sus rosadas
mexillas
Mostraban color
distinto...,
Cuando Beatriz en
sí vuelve
Y recupera el
sentido;
Suspirar porque aun
vivía
Fué lo primero que
hizo,
Y vuelto el rostro
turbado
Al indignado
marido,
Le vió de sangre
cubierto,
Con el color
amarillo,
Horrible el ceño y
semblante
Y de cólera
encendido.
Baxó los ojos al
suelo,
Temerosa de lo
visto,
Y vió el destrozo
sangriento
Para dolor más
esquivo,
Sintiendo los
grandes males
De que la causa
había sido.
En esta cruel
reseña
Vió su túmulo
preciso:
Cuajósele allí la
sangre,
Quedó el cuerpo
helado y frío,
Los labios se le
secaron,
Los ojos hacen lo
mismo
Que el licor
faltaba al llanto,
Y el aliento a los
suspiros,
Porque la pena
rabiosa
Cerró todos los
caminos
Que a los tristes
lastimados
Suelen ser de algún
alivio...
Tres voces probó a
fablar,
Y otras tantas
perdió el tino;
La voz salió sin
efecto,
Formando un ronco
sonido:
[p. 267] A la cuarta, como pudo,
Dixo, como desde el
limbo,
La desdichada
señora
Estas palabras que
escribo:
«Pues mi yerro es
sin disculpa.
Del remedio
desconfío;
Y porque sé que es
muy fea
La traición que he
cometido,
Si ya perdón te
pidiesse
(Oh, Hernando,
señor mío),
Sería irritar tu
enojo
Con otro nuevo
delito:
Satisfágate mi
muerte
De lo que mal he
vivido.
Justo es que mi
cuerpo pague
La maldad torpe que
hizo,
Pues fué siervo de
la pena
Cuando se rindió a
los vicios.
Tú lavarás con mi
sangre
Tu agravio y mi
desvarío,
Y yo saldré de la
deuda
De tal caso y tal
marido,
A quien tan mal
conocí
Por no habelle
merecido,
Sólo para
arrepentirme
Un breve tiempo te
pido;
Confesaré mis
pecados
Con doloroso
gemido,
Porque si el alma
no pierdo,
Todo es poco lo
perdido:
Y si acaso, porque
es mía,
También la has
aborrecido,
Debes por fuerza
estimalla,
Porque Dios la ha
redimido.»
Tal eficacia
tuvieron
Las verdades que
le dixo,
Que sacaron tierno
llanto
De aquel pecho
diamantino...
Hizo oficio de
albacea
El verdugo de
Galindo,
Y trúxole un
confesor,
(Que confesor pidió
a gritos),
[p. 268] Porque ignorando la causa
Y pisando un mar
sanguino,
Entre veinte
cuerpos muertos
Juzgó su fin por
vencido.
Su penitente le
anima,
Y puesto Dios por
testigo,
Le manifiesta sus
culpas,
Y él la absuelve
enternecido.
Perdón la dexa
pidiendo
A los pies de un
crucifixo,
Y él, puesto a los
de Hernando,
Tales palabras le
dixo:
«Si la más alta
vitoria
Es tenella de sí
mismo,
Y es generosa
venganza
Perdonar al
enemigo,
Católico caballero,
Por muerta a
Beatriz te pido;
Viva a Dios y muera
al mundo,
En penitencia y
cilicio;
Que trocado nombre
y señas,
En un convento me
obligo
A hacella monja
oculta,
Donde sirva al que
la hizo.»
«Padre, entonces le
responde,
Muy bien estoy en
lo dicho,
Pues a cada cual le
toca
Hacer su debido
oficio:
Vos habláis
conforme al vuestro,
Yo haré conforme al
mío...»
Degollada su mujer, el Veinticuatro huye camino de Francia; pero los Reyes Católicos no solamente perdonan al cordobés forajido , sino que aprueban aquel castigo exemplar y heroico , le mandan volver a su patria honrado y favorecido , y contrae segundas nupcias con doña Constanza de Haro. [1]
Tal es, en lo sustancial, esta prolija leyenda, que no carece [p. 269] de felices rasgos e intenciones poéticas, desfiguradas las más veces por la incorrección y el mal gusto. He preferido el texto original de Juan Rufo, por ser el único auténtico y hallarse en un libro muy raro, pero debo advertir que las innumerables enmiendas con que esta composición aparece en el Romancero general de 1604 y en el de Durán, la mejoran considerablemente, como puede observar cualquiera que se tome el trabajo de cotejar ambas lecciones.
Trazó Lope de Vega el plan de su drama sobre el poemita de Rufo, conservando hasta los nombres del esclavo Rodrigo, del paje Galindo y de la cómplice doña Ana, a quien supuso sobrina del Veinticuatro. Puso la acción en tiempo de los Reyes Católicos, poco después de la conquista de Granada, cuyos recuerdos le sirvieron para enlazar esta comedia con las de argumento morisco, animando las escenas de corte con la presencia de los mismos héroes que hemos visto en El Cerco de Santa Fe: Garcilaso de la Vega, Hernando del Pulgar, el señor de Palma. De la poesía popular sacó el gran partido que solía, haciendo repetir a doña Ana y a doña Beatriz, mientras, ocupadas en su labor, se lamentan de la ausencia de sus amantes, el principio de las antiguas endechas:
Los Comendadores,
Por mi mal os vi.
¡Tristes de vosotros,
Cuitada de mí!
Jorge y don Fernando,
De las cruces rojas,
De nuestras congojas
Se fueron burlando,
Pues no llega el cuándo
De volver aquí.
¡Tristes de vosotros,
Cuitada de mí!
¡En qué triste día
Se trató el amor,
Que con tal rigor
A los dos desvía,
[p. 270] Pues el alma mía
Os lleváis ansí!
¡Tristes de vosotros,
Cuitada de mí!
Con ser tan numerosos los dramas de nuestra literatura que tienen por asunto trágicas venganzas de maridos ultrajados, no pertenece el de Los Comendadores a la misma familia que El Médico de su honra , El Pintor de su deshonra , A secreto agravio , para no citar otros menos conocidos. En la mayor parte de ellos, lo que se castiga no es el adulterio consumado, sino la mera sospecha de adulterio, y aun la simple posibilidad moral, y a veces ni esto siquiera, pues el mismo D. Gutierre de Solís, que en nombre de la bárbara jurisprudencia llamada del honor asesina a su mujer con una sangría suelta, reconoce y proclama su inocencia antes y después de cometer su espantable crimen. En Los Comendadores , por el contrario, la venganza del Veinticuatro Fernán Alfonso, aunque ferocísima, recae sobre adúlteros cogidos infraganti , y que en todo el curso de la pieza hacen cínico alarde de su liviandad desenfrenada, sin asomo de pudor ni de vergüenza. El poeta no ha querido hacerlos simpáticos por ningún aspecto, no ha querido atenuar en nada la fealdad de su culpa, ni disminuir con un mal entendido sentimentalismo la feroz ejemplaridad del castigo. Las atrocidades del Veinticuatro eran, más que legendarias, históricas en gran parte, y no había más remedio que conservarlas. A un poeta idealista y algo inclinado a lo quimérico y sofístico como Calderón, no le hubieran satisfecho los brutales motivos de este drama, donde no hay más que lujuria y sangre. Lope de Vega, que era poeta de otro temple, acometió el asunto de frente y sin escrúpulos, e hizo un drama poderoso y en algunas partes admirable, más humano y menos inmoral en el fondo que El Médico de su honra , porque el vértigo sanguinario que convierte a Fernán Alfonso en una bestia brava, y le hace casi irresponsable de sus acciones, resulta menos atroz que la enmarañada y fría casuística con que preparan su venganza los maridos calderonianos, [p. 271] Desde el principio al fin, Los Comendadores de Córdoba es un drama en que hierve la vida; todo es acción y movimiento: en las situaciones culminantes, el diálogo se precipita con rapidez fulmínea; dondequiera se reconoce aquella franca objetividad, prenda característica de Lope; aquella expresión inmediata de la naturaleza que tanto enamoraba a Grillparzer. No es menester que los veamos en escena; basta con los versos del poeta para que pasen delante de nosotros los dos Comendadores, ataviados de galas y plumas, desempedrando con sus caballos las calles de Córdoba:
No burléis, por tales fines,
Los caballos y aderezos
Que están en esos patines
Con bandas a los pescuezos
Y listones a las crines;
Jaeces, que es un tesoro
Su valor, obra de un moro
Famoso entre los Gazules:
Caparazones azules
Bordados de plaza y oro.
Entrad, veréis cuál están,
De española furia llenos,
Un bayo y un alazán
Desempedrando el zaguán
Y jabonando los frenos.
Pacece que están diciendo
Que hasta salir no se aplacan,
Y entre el espumoso estruendo,
A vueltas están comiendo
La misma sangre que sacan.
Aun en el detalle más accesorio, en la pendencia del lacayo Galindo con el cocinero del Obispo, en los amoríos de las criadas del Veinticuatro, hay tal plenitud y expansión de vida, que la ilusión naturalista es completa. Este primer acto, tan animado, tan alegre, tan bizarro, es un modelo de exposiciones en acción, muy digno de estudiarse. Es lástima que algunos toques de malo y conceptuoso gusto, como la alegoría de la guitarra, desfiguren [p. 272] el trozo de la visita de los Comendadores en casa de su prima; donde, por otra parte, está magistralmente indicado el súbito principio de un amor que no es más que capricho de los sentidos. Pero a todo vence la hermosa escena del inesperado regreso del Veinticuatro, con las zalamerías de su infiel esposa, la honrada confianza del buen caballero, el contentamiento que siente por su soñada felicidad doméstica, de la cual va a tener un despertar tan horrible. Todo ello con una riqueza de pormenores familiares y expresivos, con una espontaneidad maravillosa, que se confunde con la realidad misma y no parece esfuerzo del arte:
VEINTICUATRO
¡Que ya en mi casa
me veo!
RODRIGO
Dame esos pies.
VEINTICUATRO
¡Oh Rodrigo!
RODRIGO
¿Cómo vienes?
VEINTICUATRO
Bueno, amigo;
Ya se cumplió mi
deseo.
........................
ESPERANZA
Mi señora viene ya.
VEINTICUATRO
¿Cómo mi bien la
postrera?
[p. 273] DOÑA BEATRIZ
Si el placec lugar
me diera,
Y el alma, que en
vos está,
Por la ventana
saltara
O por este
corredor.
¡Gracias a Dios, mi
señor,
Que ya veo vuestra
cara!
Otro abrazo os
quiero dar.
¡Jesús, qué bueno
venís!
VEINTICUATRO
¿Estáislo vos?
DOÑA BEATRIZ
¿Qué decís?
Pues con vos, ¿no
lo he de estar?
Si muerta ahora
estuviera
Y esta mano me
tocara,
Al mundo otra vez
tornara
Y por milagro
viviera.
VEINTICUATRO
El placer os da
licencia
Para decir
imposibles.
DOÑA BEATRIZ
Y el haber sido
terribles
Los sentimientos de
ausencia.
Dadme, mi bien,
esas manos.
VEINTICUATRO
Dejad ya tantos
excesos.
DOÑA BEATRIZ
¿Qué hay de salud y
sucesos?
[p. 274] VEINTICUATRO
Que en Córdoba
estamos sanos.
. . . . . . . . . .
. . . . . . . . . . . . . . .
DOÑA BEATRIZ
Quitadle aquellas
espuelas,
Dadle ropa,
descalzalde.
VEINTICUATRO
No llego a mi casa
en balde.
RODRIGO
Espérate:
quitarélas.
VEINTICUATRO
Déjalas estar,
Rodrigo;
Que he de ir a
besar los pies
Al Obispo.
DOÑA BEATRIZ
Iréis después,
Que ahora os quiero
conmigo;
Esta noche
descansad.
VEINTICUATRO
La obligación es
por vos.
DOÑA BEATRIZ
Pues mejor me ayude
Dios
Que vos rondéis la
ciudad
¿Hay a quien dar
alegría
Y recibir parabién?
VEINTICUATRO
Alto: una ropa me
den.
No haya más, señora
mía.
¿Qué hay que cenar,
Esperanza?
[p. 275] ESPERANZA
Señor, como no
supimos
Que venías, no
tuvimos
Más que la honesta
pitanza;
Pero no te dé
cuidado,
Que no falta un
perdigón
Con que se gaste un
limón,
Sobre un torrezno
cortado:
Dos conejos hay en
casa.
VEINTICUATRO
¡Oh pesar de mi
capote!
Yo quiero entrar
hoy a escote:
Luego al momento
los asa.
¿Eso dices que no
es nada?
ESPERANZA
Matarte puedo un
capón.
VEINTICUATRO
No gastes otro
limón.
ESPERANZA
También tengo una
empanada.
.............................
VEINTICUATRO
Si yo muero con mi
lengua,
No servirás a
hombre vivo.
[1]
¡Oh, cuánto gusto
recibo!
¿Quién pone en
casarse mengua?
¿Quién era aquel
ignorante
Que habló mal del
casamiento?
¿Tiene otro estado
el contento
Que ahora tengo
delante?
[p. 276] El que está más enfadado,
Pruebe alguna vez
siquiera
A hacer que viene
de fuera;
Verá lo que es ser
casado.
Miren aquí mi familia,
Mis criados y
mujer,
Reventando de
placer.
¿Qué hay de Juan?
¿Qué hay de Sicilia?
Todos los he de abrazar,
Que aunque negros,
gente son.
. . . . . . . . . .
. . . . . . . . . . . . . . .
Hasta los perros parece
Que alegra verme en
mi casa.
¿Qué piensa quien
no se casa?
La libertad
envejece.
¡Oh, alegre y dichoso estado!
Si la cabeza me
duele,
Tengo, al fin,
quien me consuele,
Que es mi mujer a
mi lado,
Siente, en efecto, mi mal,
Alégrase de mi
bien,
Y, en efecto, tengo
quien
Lo sienta con
rostro igual.
Si me ausento, me desea,
Si vengo, me da sus
brazos,
No con fingidos
abrazos,
Como de otros bien
se crea.
Mira mi hacienda, y regala,
Es médico y es
consuelo:
Si es buena, es
prenda del cielo,
Y del infierno, si
es mala.
Vamos, hijos, a cenar,
Descalzadme:
acostaréme.
. . . . . . . . . .
. . . . . . . . . . . . . . . .
Por iguales pasos camina la jornada segunda, que no tiene menos bellezas. Con ciega, pero muy humana confianza, es el marido mismo quien vuelve a llevar a su casa a los Comendadores, haciendo con la mayor efusión el panegírico de ellos:
[p. 277] No tengo amigos mayores.
.............................
Son mis deudos, y tan buenos
Que me honro de su
lado.
.............................
Hónrase el Obispo mucho
De tener sobrinos
tales,
Porque son muy
principales.
.............................
¡Qué galanes, qué hidalgados,
Qué bien que lucen
ahora!
Y aun os prometo,
señora,
Que son muy buenos
soldados.
Pues don Jorge, ¿no es discreto?
Es una perla, ¡por
Dios!
. . . . . . . . . .
. . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Mozos de grande
esperanza,
A su fianza me
obligo.
En tales manos cayese
Mi honor.
A lo cual la taimada mujer responde con este rasgo de feroz ironía, digno del mayor poeta dramático:
Esta situación terrible y equívoca, este conflicto entre la perversidad y la buena fe, continúa con la misma fuerza dramática en la escena en que el Veinticuatro, llamado a la Corte por el Rey, se despide de su mujer y de sus primos.
JORGE
Señora, consuéleos Dios
En esta ausencia.
BEATRIZ
Él lo haga.
VEINTICUATRO
Bien quiero a Jorge.
VEINTICUATRO
¡Qué bonitos son
los dos!
¡Bien empleada
crianza
En mozos tan
gentilhombres!
BEATRIZ
Galanes son.
VEINTICUATRO
Y muy
hombres.
BEATRIZ
¡Qué bien le está
su alabanza!
Un poeta romántico hubiera procurado hacer interesante a doña Beatriz, para que nos conmoviera su trágico destino. Lope, más atento a los cánones de la moral, que en este punto se confunden con los del arte, la hace constantemente odiosa, lo cual es de una psicología más verdadera y más profunda. Habla y obra como sierva vil del apetito, y sus delirios son los de una bacante.
Así exclama, dirigiéndose a su sobrina:
DOÑA BEATRIZ
Qué, ¿quieres mucho también,
Por tu vida, a don Fernando?
DOÑA ANA
En ausencia de mi tío,
Lo que le quiero verás.
DOÑA BEATRIZ
No le puedes querer más
Que yo al dulce primo mío.
Estoy loca de contenta,
[p. 279] Ciega en hacerle favor;
Que sobre la sangre, amor,
Como oro en azul asienta.
Mucho tiene negociado
La sangre cuando amor llega;
La sangre me incita y ciega,
Mucho ha de ser mi cuidado.
Mas ¡mira qué dulce vida,
Del Veinticuatro en ausencia,
Esperar la resistencia
De la libertad perdida!
¡Qué dulces horas! ¡Qué días!
¡Qué noches tan venturosas!
¡Alargad, horas dichosas!
¡Detened, lágrimas mías!
¡Ay, qué enamorada estoy!
¡Ay, sangre! ¡Ay, amor! ¡Ay, fuego!
DOÑA ANA
Un ciego sigue a otro ciego.
¡Ay de mí, qué triste voy!
Pero pensando en el bien,
Comunicado mayor,
Pierdo el respeto al honor,
Y aun al peligro también.
Holguémonos, pues quedamos
Solas, que no hay qué temer,
DOÑA BEATRIZ
¿Qué tormento puede ser
Igual al bien que gozamos?
El incidente de la sortija es igual en Lope de Vega que en Juan Rufo: estaba indicado como resorte dramático, y nuestro poeta le aprovechó para el final del segundo acto, dando más energía a las palabras del Rey:
Si a tu mujer se la diste,
Que tu mujer te la dé.
[p. 280] La jornada tercera flaquea al fin por vicio intrínseco del argumento, pero está trazada con mucho arte y con un género de siniestra poesía que prepara el ánimo a los horrores del desenlace, y recuerda análogas escenas de El Caballero de Olmedo. La supersticiosa imaginación de Lope se complace en acumular agüeros, presagios y sueños fatídicos que mantienen suspense sobre la cabeza de los Comendadores la inminente catástrofe. Sus espadas no quieren salir de la vaina; el espejo en que se miran se quiebra en cuatro pedazos, y exclama D. Fernando:
No he tenido tal aguero
Desde el día en que nací.
JORGE
Peor me sucedió a mí,
Haciendo mal al overo;
Que el freno se me quedó
Con las riendas, en la mano.
FERNANDO
Esta noche toda, hermano,
Un mal sueño me espantó.
JORGE
¿Cómo sueño? ¡Por Dios juro
Que esta noche un grito oí,
Que estuve una hora sin mí,
Viendo el aposento obscuro!
Pues un perro, allá en la calle,
¡Qué aullidos daba y aprisa!
...........................
Mas no perdamos la misa
Por estos malos agüeros.
Y los agüeros continúan en la escena del convite, que termina con un rasgo digno de Shakespeare:
[p. 281] JORGE
¡Qué comida tan
dulce!
VEINTICUATRO
Y la postrera.
RODRIGO
Ya lo entiendo ,
señor.
VEINTICUATRO
Aquí te espera.
Pero ni los avisos sobrenaturales, ni las palabras del Veinticuatro, llenas de mortífera ironía, aguzadas como punta de cuchillo, bastan a detener el infernal torbellino que arrastra a los adúlteros a su perdición. En la mesa, delante del marido, hablan a media voz y se hacen señas; y cuando se acerca el momento de la cita, estalla el júbilo de doña Beatriz en descompuestos gritos, que traducen admirablemente el ardor de una pasión muy sensual, pero muy humana:
¡Ah, noche, que tardas ya!
¡Vete, perezoso día!
¿Posible es, sobrina mía,
Que sola esta casa está,?
¿Que ya es ido el Veinticuatro?
¿Que ha de ser este aposento,
De mi esperado contento
Entapizado teatro?
Esperanza, Esperancica...
ESPERANZA
Señora...
BEATRIZ
¡Gran loca estoy,
A mil partes vengo y voy!
Presto ropa y lumbre aplica;
Abre aquesos cofres, anda.
ESPERANZA
¿Agora andamos en esto?
[p. 282] Ay, don Jorge!... Enjuga presto
Cuatro sábanas de
holanda.
Saca pastillas, pues sabes,
Del escritorio
pequeño:
Haz fiestas al
nuevo dueño.
¿Qué aguardas? Toma
las llaves.
Perfuma esta cuadra toda,
Echa aquella colcha
indiana.
Hoy es, amiga doña
Ana,
Nuestro desposorio
y boda.
Ya parece que anochece.
¿Está eso limpio?
¿Está bien?
ANA
Nunca amaneció tan bien
Como agora
qué anochece.
El efecto de esta bellísima escena de los preparativos se acrecienta con oportunas alusiones al romance viejo de la esposa infiel (núm. 136 de la Primavera de Wolf), hoy mismo tan popular en muchas provincias de España:
FERNANDO
Gocemos de la ocasión
Mientras anda en sus destierros.
BEATRIZ
Rabia le mate los perros ,
Y aguilica el su falcón
La matanza final hace poco efecto por su misma atrocidad y por los estúpidos chistes del gracioso, y por los grotescos incidentes de la mona y del papagayo, que el poeta no se atrevió a suprimir en su excesivo respeto a la tradición, siquiera fuese la muy degenerada de Juan Rufo. En cambio, fué lástima que no sacase partido de la confesión y arrepentimiento de doña Beatriz, indicados por el mismo poeta.
[p. 283] En la tragedia de Lope, el matador no huye, sino que se presenta espontáneamente al Rey Católico, haciendo alarde de su espantosa hazaña. El Rey, no sólo aprueba todo lo hecho, y le premia y galardona con la mano de doña Constanza de Haro, sino que le proclama cordobés ilustre, aún más que Seneca y Lucano: ¡extraña asociación de nombres!
Sois, don Fernando, tan dino
De premio por tal venganza,
Que hasta a un Rey parte le alcanza
Del honor que a vos os vino.
Hónrase Córdoba más
Que por Seneca y Lucano,
De tener tal ciudadano.
VEINTICUATRO
Cuanto he pedido me das:
Has confirmado mi honor
Con tu generosa boca.
REY
Eso a mí solo me toca:
Decí a mi Alcalde mayor
Que no hable en esta justicia,
Que yo lo tomo a mi cargo;
Que no quiero más descargo
Ni más probada malicia.
Son defectos de esta comedia, aparte de la barbarie de las ideas, que no es imputable al poeta, sino a su tiempo, el desaliño y atropellada ejecución de algunos trozos y la afectación y mal gusto de otros, vicio de que principalmente adolecen los monólogos del Veinticuatro. Pero hay tales relámpagos de genio, tal ímpetu de salvajes pasiones y tan férvida animación en el conjunto, que no puede menos de clasificarse esta obra entre las más notables de la primera manera de Lope.
Ya hemos advertido que la comedia de Los Comendadores de Córdoba que existe manuscrita en la Biblioteca Nacional (Vv-711) [p. 284] no es esta de Lope, sino otra desconocida y enteramente diversa. No lleva nombre de autor, el manuscrito es autógrafo de Andrés de Claramonte, pero es imposible que sea suya, porque está muy bien escrita y versificada, y Claramonte era incorrectísimo versificador. Además, el manuscrito no tiene enmiendas, cosa inverosimil en un borrador original. Creemos, por consiguiente, que se trata de una copia de teatro, hecha por Claramonte, que, como es sabido, juntaba a la condición de autor dramático la de representante y director de compañías.
De todos modos, la comedia es muy notable y está compuesta con más reflexión y estudio que la de Lope, pero carece de las espontáneas bellezas que en ésta admiramos. Es mucho más fiel a la historia, puesto que pone la acción en tiempo de Don Juan II y la enlaza con el sitio de Antequera, lo cual indica que el poeta había visto la carta de perdón de Fernán Alfonso, o a lo menos tenía noticia de su contenido. Tomó de la comedia de Lope de Vega los nombres de doña Ana, Esperanza, Galindo y Rodrigo, y el recurso dramático de la sortija; pero se ve que puso especial empeño en apartarse de su predecesor, disponiendo de una manera muy diversa su plan, y haciendo profundas alteraciones en los caracteres, con la mira principal de presentarlos menos odiosos. Así supone que doña Beatriz y el comendador D. Jorge se amaban honestamente antes del casamiento de la primera con el Veinticuatro, y que esta boda fué impuesta por el Rey, que también estaba enamorado de la hermosa cordobesa, y rondando su calle había cruzado las armas con D. Jorge y su hermano. Hace resistir con gran entereza a doña Beatriz todas las persecuciones de su antiguo amante y las pérfidas intrigas y tercerías de su prima doña Ana; pero con tales antecedentes no se explica su caída, que nace sólo de un arrebato de celos. Desaparece toda la parte sensual y grosera de la obra primitiva, pero por lo mismo que los Comendadores se presentan tan urbanos y corteses, y tan morigerada doña Beatriz hasta que repentinamente cambia de carácter, resulta ilógico el desarrollo de la pieza, y doblemente bárbara la catástrofe al recaer en personajes simpáticos. Quiso guardar el [p. 285] poeta las apariencias morales, y faltó a la verdad moral del argumento, como sucede siempre que se quiere refundir leyendas antiguas con nimia delicadeza y con sentido diverso del que en su origen tuvieron. Por lo demás, repito que esta obra, aunque muy distante de la de Lope en interés y brío poético, es mucho más correcta y atildada, honra a su desconocido autor y merece ser impresa y estudiada.
Además de estas comedias antiguas, existen varias narraciones modernas, en prosa o verso, sobre el trágico suceso de los Comendadores, debidas a la pluma del erudito cordobés don Luis M.ª Ramírez de las Casas Deza, [1] de nuestro difunto compañero D. Vicente Barrantes, [2] de D. Juan Federico Muntadas [3] y de D. Eduardo de Lustonó. [4]
[p. 249]. [1] . Puede sospecharse que esta comedia se escribió en Toledo, donde Lope hizo frecuentes residencias en los primeros años del siglo XVII. Véase esta relación que en la jornada tercera se pone en boca del lacayo Galindo:
Estáse Toledo allí
Con su alcázar y
sus puentes
Paséanle
pretendientes,
Que en la corte se
usa ansí.
Y en casa de los señores,
Lisonja, envidia y
privanza,
Y anda la pobre
esperanza
En poder de
corredores.
Hay mil ricos ignorantes,
Y mil necios
inocentes;
Perecen los
inocentes,
Y gastan los
ignorantes.
Damas de guadamecí
No tienen solo un
real;
Las que son de más
caudal
Se escriben con el
Sofí.
Los pobres hacen retablo
De sus duelos y
pesar;
No hay dinero que
jugar,
Y juégase del
vocablo.
Hay poetas de romance
Que parecen de
latín,
Y hay vino de San
Martín
Que no hay seso que
lo alcance.
Compárese con la carta escrita también desde Toledo a persona desconocida, en 14 de agosto de 1604: «Toledo está caro, pero famoso, y camina con propios y extraños al paso que suele...; de poetas, no digo: buen siglo es éste...», etc., etc.
[p. 251]. [1] . Cancionero de Antón de Montoro (El Ropero de Córdoba) , poeta del siglo XV , reunido , ordenado y anotado por D. Emilio Cotarelo y Mori. Madrid, 1900, páginas 316-325.
[p. 251]. [2] . Documentos inéditos para la historia de España , tomo LXXXI (Madrid, 1883), páginas 1 y siguientes.
[p. 252]. [1] . Nota del Dr. Vázquez Venegas, publicada por D. Luis María Ramírez de las Casas Deza, en el libro Tradiciones cordobesas (Córdoba 1863), páginas 38-40.
[p. 252]. [2] . Cancionero de Antón de Montoro , páginas 38-43.
[p. 255]. [1] . Imprimiéronse estas endechas en un pliego suelto, gótico (Biblioteca de Campo-Alanje, hoy en la Biblioteca Nacional), que lleva por título Lamentaciones de amor , hechas por un gentilhombre apasionado. Hállase también, aunque con muchas variantes, en el Cancionero llamado Flor de enamorados , de Juan de Linares (Barcelona, 1573). El texto que damos, por ser el más completo, aunque está algo retocado, es el de Durán, Romancero general , número 1.902.
[p. 256]. [1] . Coplas sobre lo acaescido en la Sierra Bermeja y de los lugares perdidos. Tiene la sonada de los Comendadores. (Pliego suelto, gótico, de la Biblioteca Nacional de Lisboa, reimpreso en Sevilla por D. José Vázquez Ruiz, 1889.)
[p. 257]. [1] . Retrato de la lozana andaluza (tomo I de la colección de Libros españoles raros y curiosos , pág. 72).
[p. 268]. [1] . Las seyscientas Apotegmas de Iuan Rufo , y otras obras en verso. Dirigidas al Príncipe nuestro señor. Con Privilegio. En Toledo , por Pedro Rodríguez , impressor del Rey nuestro señor , 1596, 8.º Páginas 196-221.
[p. 275]. [1] . Es decir, «te emanciparé en mi testamento». Esperanza y Rodrigo son esclavos.
[p. 285]. [1] . Diez y seis romances en el libro Tradiciones cordobesas , Colección de leyendas históricas y fantásticas , en prosa y verso , escritas por varios literatos cordobeses. Tomo I, Córdoba, imprenta de D. R. Arroyo, 1863. Páginas 9-40. En el Semanario Pintoresco de 1844 (páginas 39 y 44) hay otra leyenda en prosa, Hernando de Córdoba el Veinticuatro , que debe de ser del mismo Ramírez, aunque no está firmada.
[p. 285]. [2] . Hernando el Veinticuatro de Córdoba. (En El Mundo Pintoresco , 1859, y en un tomo de Cuentos y leyendas de D. Vicente Barrantes. Madrid, 1875.) Está en prosa.
[p. 285]. [3] . Los dos Comendadores. (En los Ensayos poéticos de Juan Federico Muntadas. Madrid, 1848, imprenta de Rivadeneyra. Páginas 205-237.)
[p. 285]. [4] . El Anillo de1 Rey. (En La Ilustración Española y Americana de 8 de marzo de 1882.)