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Obras completas de Menéndez... > ESTUDIOS SOBRE EL TEATRO DE... > V : IX. CRÓNICAS Y LEYENDAS... > LXX.—LOS COMENDADORES DE CÓRDOBA

Datos del fragmento

Texto

Citada en la primera lista de El Peregrino (1604) con el solo título de Los Comendadores. [1]   Publicada en la Parte segunda de las comedias de Lope (1609), de la cual hay por lo menos seis [p. 250] reimpresiones. Modernamente ha sido reproducida en el Handbuch der Spanischen Literatur de Luis Lemcke (Leipzig, 1856; tomo III, páginas 233-289). La comedia manuscrita de Los Comendadores de Córdoba que se conserva en la Biblioteca Nacional no es la de Lope, como han creído algunos, sino otra enteramente distinta, autógrafa de Andrés de Claramonte.

Tienen por asunto ambos dramas la espantosa venganza que de su honor conyugal tomó el Veinticuatro de Córdoba Fernán Alfonso, primer señor de Belmonte, en varias personas de su casa, comenzando por su adúltera mujer doña Beatriz de Hinestrosa, y sus deudos D. Jorge Solier, comendador de Cabeza de Buey, y D. Fernando Alfonso de Córdoba, comendador del Moral, uno y otro de la Orden de Calatrava, hijos del tercer Alcaide de los Donceles, y hermanos del Obispo de Córdoba D. Pedro Solier. Seremos muy breves en la noticia de este trágico suceso, porque [p. 251] apenas puede añadirse nada a lo que con su acostumbrada erudición y fina crítica ha expuesto nuestro querido amigo y compañero D. Emilio Cotarelo en las notas al Cancionero de Antón de Montoro, [1] que acaba de publicar con aplauso de los doctos.

El documento capital que comprueba la verdad histórica de este suceso, es el privilegio rodado que otorgó el Rey Don Juan II en 20 de febrero de 1448, perdonando cualquier muerte que hubiesen cometido, de hombres o de mujeres, a todos los que por tiempo de un año y un día habitasen a su costa en la ciudad de Antequera, asistiendo a la defensa de aquella plaza, de reciente conquista y amenazada continuamente por los infieles. A este privilegio se acogió el homicida Fernán Alonso, haciendo sacar traslado de él en Antequera el 28 de noviembre de 1449, y logrando de este modo el indulto. Testificaron las justicias de Antequera que «el dicho Fernán Alfonso, Veinticuatro de la dicha ciudad de Córdoba, vino a esta dicha ciudad a facer y fizo el dicho servicio e morada el dicho año e día... por cuanto diz que le pusieron e ponen en culpa, e le embargaban e embargan de la muerte de doña Beatriz de Finestrosa, su mujer, e de Catalina e de Beatriz, sus criadas, e de Fernando de Córdoba, comendador de Calatrava, e de Jorge, comendador de la Cabeza del Buey, e diz que fueron muertos en la dicha ciudad de Córdoba, en las casas donde el dicho Fernán Alfonso, Veinticuatro, facía su morada, de ciertas feridas que diz que le fueron dadas agora puede haber veinte y un meses poco más o menos, e diz que por que le ponían en culpa e encargaban e encargan de otros excesos e maleficios, por ser perdonado e quito de todo e cada cosa dello, según que el dicho Señor Rey manda por el dicho Previlegio e libertad...» [2]

Además de la carta de perdón, acaba de confirmar el hecho la declaración del homicida Fernán Alfonso en su testamento, [p. 252] otorgado en Bujalance a 22 de abril de 1471, en que dice haber recibido ciertos bienes cuando casó con doña Beatriz, su prinera mujer, y aunque creía tener derecho a ellos por el crimen que ella había cometido, sin embargo, por amor de Dios, lega 30.000 maravedises para hacer bien por el alma de la dicha doña Beatriz. [1]

Tan espantable caso conmovió fuertemente la imaginación del vulgo, tanto por la atrocidad de sus circunstancias, como por la alta jerarquía del matador y de las víctimas, y de tal asombro quedó huella, así en la poesía culta como en la popular. Antón de Montoro, el famoso judío converso, sastre o ropero de Córdoba, escribió unas octavas de arte mayor, « a la muerte de los dos hermanos Comendadores », composición algo revesada y pedantesca, como todas aquellas en que quiso remontar el vuelo su numen agudo y festivo, nacido para la poesía picante y de burlas. Pero a falta de otro mérito, tienen esas estancias el de dejar traslucir o adivinar algo sobre los pormenores del suceso. [2] Infiérese que los Comendadores debían de ser muy mozos, pues Montoro los llama

 

       Aquellos cogollos de palmas noveles,
       Tajados en ante de tiempos venidos,

y al más joven de ellos se le presenta implorando clemencia y declarándose inocente, sin que el Veinticuatro se ablandara por eso:

       Después a los tristes, en fin de sus vidas,
       Negaron la orden de los Sacramentos.
           Aquel menor niño y llaga mayor,
       Así como vido la fin del hermano,
       Negaba la suya, diciendo: «Señor,
       Decline la ira, señor, vuestra mano,
       Alumbre la muerte de vuestro omiciano,
       La cual cierta vedes sin causa dudosa;
        [p. 253] Sea vuestra mano medio clemenciosa,
       Pues yo soy sin culpa y vos sois humano.»
           Mas el enemigo con su flamejante
       Cara, más viva que rayos nin truenos,
       Jamás no cesaba atrás ni adelante,
       Matando los suyos, mejor los ajenos...
           Pues como se vieron en casas ajenas,
       Del miedo vencidos muy más que del hierro,
       La fabla podían dar a duras penas,
       Ni darse a las armas ni darse al destierro...
           De sus carnes tiernas ficieron paveses,
       Así se mostraron omildes al fierro.
       Los tristes, las faces con sangre mezcladas,
       Las dueñas bordadas de sangre y cabellos,
       Deshechas las trenzas y muy mal peinadas
       Y descoloridos sus rostros tan bellos...
           Y como lo vieron airado y confuso
       Que no perdonaba jamás su querella,
       Sangraron la tierra y besaron en ella
       Y dieron las almas a quien se las puso.
       ...............................
           Al fierro mostraban sus albas gargantas.
       ¡Oh, dueñas varonas, princesas, infantas,
       Pensad por do limpio guardéis vuestro lecho;
        Catad que en tal caso non salva el derecho,
       Nin pecho, nin ruego de santos ni santas!
       ...............................
       Aquellos amantes que con tantas priesas
       Se dieron al uso de muy amadores,
       Muy altas e claras parescen sus fuesas,
       Mas no, mal pecado, sus vivos amores.

¡Cuánto más que los alambicados conceptos de Montoro y sus impotentes esfuerzos para reproducir el trágico horror de aquella situación, valen los versos inartificiosos de una lastimera canción popular, compuesta, sin duda, poco después del suceso, y que suena como el lúgubre tañido de una campana funeral!:

           ¡ Los Comendadores ,— por mi mal os vi;
        Yo vi a vosotros , —vosotros a mí!
           Al comienzo malo—de mis amores,
       Convidó Fernando—los Comendadore
        [p. 254] A buenas gallinas,—capones mejores.
       Púsome a la mesa—con los señores:
       Jorge nunca tira,—los ojos de mí.
           ¡ Los Comendadores , etc.
           Turbó con la vista—mi conoscimiento:
       De ver en mi cara—tal movimiento,
       Tomó de hablarme—atrevimiento.
       Desque oí cuitada—su pedimiento,
       De amores vencida—le dije que sí.
       ¡ Los Comendadores , etc.
           Los Comendadores—de Calatrava,
       Partieron de Sevilla—a hora menguada,
       Para la ciudad—Córdoba la llana,
       Con ricos trotones—y espuelas doradas;
       Lindos pajes llevan—delante de sí.
           ¡ Los Comendadores , etc.
           Por la puerta del Rincón—hicieron su entrada,
       Y por Sancta Marina—la su pasada,
       Vieron sus amores—a una ventana:
       A doña Beatriz—con su criada.
       Tan amarga vista—fuera para sí.
           ¡ Los Comendadores , etc.
           Luego que pasaron—d'esta manera,
       Ante que llegasen—a la Corredera
       Le vino de presto—la mensajera:
       Dice que Fernando—estaba en la sierra;
        Qu'en los quince días—no verná de allí.
           ¡ Los Comendadores , etc.
           Desqu'ellos oyeron—aquella nueva,
       La respuesta dieron—d'esta manera:
       «Idos, madre mía,—en hora buena.
       Que la noche es larga—y placentera:
       Cenaremos temprano,—iremos dormir.»
           ¡ Los Comendadores , etc.
           Cenan los señores—y se dan prisa,
       Llegan donde amores—los atendían.
       Acuéstase Jorge—con la su dama,
       También el su hermano—con la criada;
       Y los cuatro gozan—de gustos sin fin.
           ¡ Los Comendadores , etc.
           Entre mil regalos—Jorge se durmió,
       Pero sueño malo—dicen que soñó;
        [p. 255] Consigo puñaba,—y se dispertó
       Temiendo la muerte—que cierta halló.
       Cubrióse su rostro—de frío sudor;
       Guarecerse quiso—de doña Beatriz.
           ¡ Los Comendadores , etc.
           Aun la media noche—no era llegada,
       Ya subía Hernando—por una escala,
       Y entra muy feroz—por la ventana,
       Un arnés vestido—y espada sacada.
       «Caballeros malos,—¿qué hacéis aquí?»
           ¡ Los Comendadores , etc.
           Y luego en entrando—solo a una cuadra,
       Vido con sus ojos—su afrenta clara.
       Pasó el pecho a Jorge—de una estocada,
        Y a Beatriz la mano—dejóla cortada;
       Y luego furioso—se salió de allí.
           ¡Los Comendadores, etc.
           Habló el hermano:—«Aquí me tenéis;
       Mi señor Hernando,—vos no me matéis;
       A mi hermano Jorge—ya muerto le habéis:
       La suya os perdono—si dejais a mí.»
           ¡ Los Comendadores , etc.
           Dijo la cuitada—con gran recelo:
       «Vos, amores míos,—tenedme duelo,
       Pues ya veis mi mano—por ese suelo.»
       La triste, tendida—sobre su velo,
       Bien junta con Jorge—degollóla allí.
           ¡ Los Comendadores , etc.
           Después de haber muerto—cuantos allí son,
       Anda por la casa—muy bravo león;
       Vido un esclavo—detrás un rincón!
       «Tu, perro, supiste—también la traición,
       Por lo cual, malvado,—morirás aquí.»
           ¡ Los Comendadores , etc.
           Jueves era, jueves,—día de mercado,
       Y en Sancta Marina—hacían rebato;
       Que Fernando dicen,—el que es Veinticuatro,
       Había muerto a Jorge—y a su hermano,
       Y a la sin ventura—doña Beatriz.
           ¡ Los Comendadores , etc. [1]

[p. 256] Creemos firmemente que esta canción es contemporánea del hecho, y que son históricas todas sus circunstancias. Consta que era popularísimo en tiempo de los Reyes Católicos. Cuando en 1501 murió heroicamente D. Alonso de Aguilar, peleando contra los moros rebelados en Sierra Bermeja, se hicieron a su muerte unas coplas que se cantaban con la sonada de los Comendadores:

       ¡Ay, Sierra Bermeja
       Por mi mal os vi,
       Quel bien que tenía,
       En ti lo perdí!
       En ti los paganos
       Hallaron ventura;
       Tú de los cristianos
       Eres sepultura:
       Tinta su verdura
       De tu sangre vi,
       Y el bien que tenía,
       En ti lo perdí... [1]

Continuaba esta popularidad en 1527, según lo testifica el famoso y desvergonzado Retrato de la lozana anduluza , que imprimió en Italia el clérigo cordobés Francisco Delicado. La protagonista, recordando que el jueves es día de mercado en Córdoba, cita los primeros versos del cantar, y le da su propio y adecuado nombre:

       «Jueves era, jueves,
       Día de mercado;
       Convidó Hernando
       Los Comendadores.

[p. 257] ¡Oh, si me muriera cuando esta endecha oí!» [1]

Finalmente, se encuentra recordado este cantar en el Coloquio de Timbria , de Lope de Rueda. en la presente comedia de Lope y en otras varias partes.

Pero conforme pasaba el tiempo, la tradición se iba desfigurando, aun entre los mismos cordobeses. La fantasía meridional exageraba el número, ya por sí bastante crecido, de las víctimas inmoladas por el celoso furor del Veinticuatro, y además aderezaba el hecho con circunstancias novelescas, y aun le ponía en distinto tiempo de aquel en que había sucedido. De todas estas confusiones se hizo eco el jurado de Córdoba Juan Rufo en un romance de los más largos que hay en castellano, publicado en su libro de Las seiscientas apotegmas (Toledo, 1596). Este romance, que, por ser tan enorme, aparece dividido en cinco en el Romancero general de 1604, y también en el de Durán (números 1.032-1.036), no es de gran valor como poesía, aunque se deja leer con menos enfado que las octavas de la Austriada, del propio autor, pero tiene mucho interés para nosotros, por ser la principal fuente de esta comedia de Lope de Vega, el cual adoptó todas las caprichosas variantes introducidas por Juan Rufo en la leyenda, o más bien historia, primitiva. Calló Rufo los apellidos de marido y mujer, por loable respeto al buen nombre de la familia:

       Que no es bien, nombrando un muerto,
       Avergonzar muchos vivos.

Trasladó la acción al tiempo de los Reyes Católicos. Inventó o recogió el episodio del anillo donado por el Rey al Veinticuatro, por el Veinticuatro a su mujer, y por ella a su amante,

       Que de la traición oculta
       Descubrió bastante indicio;
       Don que no le fué, por cierto,
       Para tal fin concedido
        [p. 258] Ni a tan triste ministerio
       Se pensó ser ofrecido.
       Era un hermoso diamante
       De gran fondo, limpio y fino,
       No menos por sí precioso
       Que por su engaste exquisito.
       Esta fué la última prenda
       Que recelosa de olvido,
       Dió Beatriz a sus amores
       Cuando le vió de camino.
       No del real aposento
       Hubo don Jorge salido,
       Cuando el Rey mandó llamar
       A Fernando, y tal le dixo:
           «Confuso y maravillado
       Me tienes, por cierto, amigo,
       Por dos cosas, que no puedes
       Excusarte si las digo:
       La primera es que sin orden
       Enajenaste mi anillo,
       Que debieras vinculalle
       Siquiera porque fué mío;
       La otra, que más pondero,
       Es el haberme mentido
       En decir que a tu mujer
       Le diste, y tráele un vecino.
       Mucho mejor te estuviera
       Mostrárteme agradecido,
       Que a Jorge tan liberal,
       Y negarme lo que he visto.»
            Nunca sentencia de muerte
       Impresión tamaña hizo
       En pecho de algún culpado,
       Como en el sin culpa el tiro;
       Porque siente sus agravios
       Y el verse reprehendido,
       A tiempo que la disculpa
       No carece de peligro;
       Y así, responde a su Rey,
       Que le juzga convencido,
       Como verisímilmente
       Daba en el semblante indicios:
            [p. 259] «No quiero darte descargo
       (Buen Rey) de quien soy y he sido,
       Aunque dalle tal pudiera,
       Que me bastara contigo;
       Mas por ciertas ocasiones,
       Al tiempo se lo remito,
       Que será de mi entereza
       El verdadero testigo:
       Yo haré una información
       De la verdad que te he dicho,
       Que en los anales de España
       Permanezca su registro.
       Sólo a tu benignidad
       Por merced pido y suplico
       Licencia de ir a mi casa
       A componer mis litigios.»

Dásela el Rey, en efecto, y el Veinticuatro parte de Toledo, llega a Córdoba, es recibido con fingidos halagos y caricias por su infiel esposa, y acaba de cerciorarse de su deshonra por las revelaciones de su leal siervo Rodrigo.

           Éste fué un gallardo esclavo
       Que, de incierto padre hijo
       Y de cautiva africana,
       Nació en su casa cautivo...
           El esclavo, por extenso
       El caso infame le dixo;
       Aunque no tuvo paciencia
       Para acabar bien de oíllo.
       ...........................

El marido disimula el dolor de su afrenta, y espera cautelosamente el día de su venganza. Pasa mes y medio, y llegan casi simultáneamente los dos comendadores, Jorge, de Toledo, y Fernando, de Sevilla. Eran, según el poeta,

       Semejantes en los talles,
       En los rostros y en el brío;
       Uno su tono de habla,
       Y uno mismo era su estilo...

[p. 260] El Veinticuatro les convida a comer

       Para el primer domingo,
       Por sustanciar el proceso
       Y averiguar los indicios.
       Sentados, pues, a la mesa,
       Los ojos, que son testigos
       De los secretos del alma,
       Callando hablan a gritos;
       Y aun hubo quien estuviese
       Del manjar tan divertido,
       Que, de la mano a la boca,
       Erró el derecho camino...
       Y alzada que fué la mesa,
       A sus cazadores dixo
       Que en comiendo se aprestasen
       Para el usado exercicio,
       Porque se quiere ir a monte
       Por cuatro días o cinco,
       A un bosque fragoso entonces,
       De fieras albergue y nido,
       Y agora dicho Trasierra,
       Que es de granjas paraíso...
       Jorge y Beatriz, d'esta nueva
       Sintieron tal regocijo,
       Que un buen letor en sus caras
       Lo pudiera ver escrito.
       La casa de dentro y fuera
       Resonaba con bullicio;
       Los criados, fervorosos,
       Traen viandas, pan y vino,
       Y enfundan los almofrexes
       Con el regalado lino...
       Los caballos, en el patio
       Daban soberbios relinchos;
       Y los canes de traílla
       Alborozados ladridos,
        Todo sale puesto a punto,
       Y Fernando iba vestido
       De verde, que presto espera
       Verlo en rojo convertido.
       Por la puerta del Rincón.
        [p. 261] Sale, de muchos seguido,
       En un gallardo caballo
       De color rucio tordillo:
       Con él van sus convidados
       De los cuales despedido,
       Se fué hacia la Merced,
       Y ellos hacia San Francisco:
       Risueños van y contentos
       De la suerte que han tenido,
       Cuando Jorge a don Fernando
       Estas palabras le dixo:
           «Si suele el comunicarse
       Hacer el bien más crecido,
       Mucho añado en el que tengo
       Si esta noche os vais conmigo.
       Ya sabéis que donde amo
       Soy muy bien correspondido,
       Y la ocasión que pintada
       A las manos me ha venido,
       Para que juntos gocemos
       El premio de mis servicios:
       Yo estaré con mi señora,
       Vos, señor, entretenido
       Con Ana, su secretaria,
       De quien sois galán bien quisto,
       Y vos sabéis que no es fea
       Ni para echar en olvido:
       Y ya que soy algo tierno,
       Templado a lo de Calixto,
       Vaya por nuestro Sempronio
        Mi camarero Galindo,
       Porque es hombre confidente,
       Secreto y bien entendido.»
           Mientras esto se concierta,
       Fernando dexa el camino,
       Mandando marchar su gente,
       Sino fué a sólo Rodrigo;
       Ya el sol su cara escondía,
       Cuando se quedó escondido
       En un montecillo espeso,
       Donde estuvo, sin ser visto,
       Aguardando la hora y punto
        [p. 262] De executar el castigo:
       Graves cuidados le cercan,
       Y así hablaba consigo...

Del pedantesco soliloquio en que exhala sus cuitas el desventurado marido, sólo merecen recordarse estos versos:

       Porque quien vive sin honra,
       No puede llamarse vivo.

Nos acercamos al momento de la catástrofe, que Rufo prepara con cierta habilidad y algún sentimiento poético:

       La sombrosa noche estaba
       En medio de su camino,
       Callaban montes y valles,
       Los pueblos hacen lo mismo;
       El dulce sueño profundo
       Daba el sosiego y olvido
       Al humano entendimiento,
       De mil congoxas archivo,
       Y a los miembros trabajados
       En diversos ejercicios...,
       Cuando dexa el verde lecho
       El caballero afligido,
       La rienda toma en la mano,
       Poniendo el pie en el estribo,
       Y puesto firme en la silla,
       Para Córdoba se vino,
       Como el que a reconocer
       Llega al contrario presidio.
       Dexó a recado el caballo,
       Y rastreando un portillo,
       Le halla, y entra por él,
       Aunque estrecho se le hizo.
       No encuentra ronda en las calles,
       Ni menos hombre nacido;
       Todo estaba en un silencio
       De ninguno interrumpido:
       Hasta los canes caseros
       No dan molestos ladridos,
        [p. 263] Que a los hurtos amorosos
       Son mortales enemigos:
       Sólo de nocturnas aves
       Se escuchan tristes aullidos,
       Que siempre en casos funestos
       Endechan con más ahinco.
       Quebranta su propia casa,
        Y en cierta pared subido,
       Ayudado de su esclavo,
       Le ayuda y lleva consigo:
       Fueron a dar a las piezas
       Donde estaban repartidos
       Los huéspedes mal mirados,
       Torpemente entretenidos,
       Con luz y mucho sosiego,
       De su daño inadvertidos,
       Y de pensar que la parca
       Les quiere cortar el hilo.
       Agora ¡oh hijo de Venus!
       Invoca otra vez tu auxilio,
       Para contar tus hazañas
       Con versos en sangre escritos,
       Pues aunque en ocio y blandura
       Naces, dulce, afable niño,
       Después, como rey tirano,
       Bebes la de tus amigos.
       Ya está Hernando en la sala,
       Dexa a la puerta a Rodrigo;
       La espada lleva desnuda,
       Y él va de esfuerzo vestido:
       Arremete contra el lecho
       Mal guardado y bien sabido,
       Ardiendo en honrosa saña,
       Como honrado y ofendido.
       Jorge, medio sin acuerdo,
       Con su espada se le vino,
       Mas vergüenza y sobresalto
       Le embotan la punta y filos.
       Hernando cierra con él,
       Después de haberlle ferido,
       De un terrible tajo abierto
       Cerca del siniestro oído,
        [p. 264] Y dióle tres puñaladas,
        Que al morir dieron postigo,
       Con sangre y dolor inmenso
       Y mal formado gemido.
       Ya andaba el triste bascando,
       Y el cuerpo, en tierra caído,
       Celebraba con el alma
       Aquel divorcio temido,
       Cuando a su hermano, que estaba
       En un retrete dormido
       Ana despertó, diciendo:
       «¡Señor, que somos perdidos!»
       «¿Cómo así (dijo) esto pasa?»
       Y saltó despavorido,
       Con la que antes fué acerada
       Y entonces era de vidrio;
       Y así embistiendo con él
       Aquel severo ministro,
       Le hizo igual a su hermano
       En la muerte y el castigo.
       Ana imploraba clemencia,
       Pero poco le ha valido;
       Que de servicios y vida
       Le dieron el finiquito.
       Beatriz estuvo a estas cosas
       Presente y fuera del siglo,
       Porque un desmayo mortal,
       Causado de temor frío,
       Le suspendió las potencias
       Y privó de los sentidos;
       Y así le fué por entonces
       Su amargo fin diferido,
       Porque despierta pagase
       El mal que despierta hizo.
       En un rincón de la sala
       Hubo señal de rüido,
        Y fué que detrás de un cofre
       Estaba el pobre Galindo,
       El cual, de puro temor,
       Aun no osó estar escondido...

[p. 265] El Veinticuatro está a punto de ablandarse con los ruegos del pobre paje,

       Y preguntóle a su esclavo:
       «¿Qué te parece, Rodrigo?»
       Respondió: «Señor, los menos
       Vivan de tus enemigos...»

Mata, pues, a Galindo; y cebado ya en la carnicería, prosigue amontonando víctimas, hasta tocar en los límites en que lo horrible se confunde con lo grotesco:

       Siguió la matanza fiera
       Como lobo en el aprisco:
       Mató ancianos escuderos,
       A los porteros ariscos,
       Las dueñas y las doncellas,
       Los pajes, grandes y chicos,
       A los mozos de caballos,
       Y hasta los perros mismos
       Aullaron pasando muerte,
       Y gatos dieron maullidos;
       A una mona y papagayo,
       No les valieron graznidos,
       Ni los inqüietos saltos
       A un atribulado jimio.
       Esta confección de sangres
       Hacen de la casa un río,
        En que el honor se restaura ,
        Cobra fuerza y queda limpio.

¡Valiente restauración y limpieza! Aun en tiempo de Juan Rufo pareció algo excesiva, y un poeta anónimo que refundió esta composición para incluirla en el Romancero general , excluyó de la degollina a los perros, monos, papagayos y demás irracionales:

       Mató escuderos, porteros,
       Dueñas, mozas de servicio,
       A mecánicos criados,
       Pajes de falda pulidos.
       Porque todos consintieron
       El adulterio maligno.

[p. 266] Muestra el jurado de Córdoba talento y sensibilidad en reservar para el fin la muerte de doña Beatriz, que es la única persona a quien el matador concede confesión; su arrepentimiento templa algo la bárbara impresión de este cúmulo de horrores:

       Ya el alba se levantaba
       De su lecho alabastrino,
       Y sus rosadas mexillas
       Mostraban color distinto...,
       Cuando Beatriz en sí vuelve
       Y recupera el sentido;
       Suspirar porque aun vivía
       Fué lo primero que hizo,
       Y vuelto el rostro turbado
       Al indignado marido,
       Le vió de sangre cubierto,
       Con el color amarillo,
       Horrible el ceño y semblante
       Y de cólera encendido.
       Baxó los ojos al suelo,
       Temerosa de lo visto,
       Y vió el destrozo sangriento
       Para dolor más esquivo,
       Sintiendo los grandes males
       De que la causa había sido.
       En esta cruel reseña
       Vió su túmulo preciso:
       Cuajósele allí la sangre,
       Quedó el cuerpo helado y frío,
       Los labios se le secaron,
       Los ojos hacen lo mismo
       Que el licor faltaba al llanto,
       Y el aliento a los suspiros,
       Porque la pena rabiosa
       Cerró todos los caminos
       Que a los tristes lastimados
       Suelen ser de algún alivio...
       Tres voces probó a fablar,
       Y otras tantas perdió el tino;
       La voz salió sin efecto,
        Formando un ronco sonido:
        [p. 267] A la cuarta, como pudo,
       Dixo, como desde el limbo,
       La desdichada señora
       Estas palabras que escribo:
       «Pues mi yerro es sin disculpa.
       Del remedio desconfío;
       Y porque sé que es muy fea
       La traición que he cometido,
       Si ya perdón te pidiesse
       (Oh, Hernando, señor mío),
       Sería irritar tu enojo
       Con otro nuevo delito:
       Satisfágate mi muerte
       De lo que mal he vivido.
       Justo es que mi cuerpo pague
       La maldad torpe que hizo,
       Pues fué siervo de la pena
       Cuando se rindió a los vicios.
       Tú lavarás con mi sangre
       Tu agravio y mi desvarío,
       Y yo saldré de la deuda
       De tal caso y tal marido,
       A quien tan mal conocí
       Por no habelle merecido,
       Sólo para arrepentirme
       Un breve tiempo te pido;
       Confesaré mis pecados
       Con doloroso gemido,
       Porque si el alma no pierdo,
       Todo es poco lo perdido:
       Y si acaso, porque es mía,
       También la has aborrecido,
       Debes por fuerza estimalla,
       Porque Dios la ha redimido.»
       Tal eficacia tuvieron
        Las verdades que le dixo,
       Que sacaron tierno llanto
       De aquel pecho diamantino...
       Hizo oficio de albacea
       El verdugo de Galindo,
       Y trúxole un confesor,
       (Que confesor pidió a gritos),
        [p. 268] Porque ignorando la causa
       Y pisando un mar sanguino,
       Entre veinte cuerpos muertos
       Juzgó su fin por vencido.
       Su penitente le anima,
       Y puesto Dios por testigo,
       Le manifiesta sus culpas,
       Y él la absuelve enternecido.
       Perdón la dexa pidiendo
       A los pies de un crucifixo,
       Y él, puesto a los de Hernando,
       Tales palabras le dixo:
       «Si la más alta vitoria
       Es tenella de sí mismo,
       Y es generosa venganza
       Perdonar al enemigo,
       Católico caballero,
       Por muerta a Beatriz te pido;
       Viva a Dios y muera al mundo,
       En penitencia y cilicio;
       Que trocado nombre y señas,
       En un convento me obligo
       A hacella monja oculta,
       Donde sirva al que la hizo.»
       «Padre, entonces le responde,
       Muy bien estoy en lo dicho,
       Pues a cada cual le toca
       Hacer su debido oficio:
        Vos habláis conforme al vuestro,
       Yo haré conforme al mío...»

Degollada su mujer, el Veinticuatro huye camino de Francia; pero los Reyes Católicos no solamente perdonan al cordobés forajido , sino que aprueban aquel castigo exemplar y heroico , le mandan volver a su patria honrado y favorecido , y contrae segundas nupcias con doña Constanza de Haro. [1]

Tal es, en lo sustancial, esta prolija leyenda, que no carece [p. 269] de felices rasgos e intenciones poéticas, desfiguradas las más veces por la incorrección y el mal gusto. He preferido el texto original de Juan Rufo, por ser el único auténtico y hallarse en un libro muy raro, pero debo advertir que las innumerables enmiendas con que esta composición aparece en el Romancero general de 1604 y en el de Durán, la mejoran considerablemente, como puede observar cualquiera que se tome el trabajo de cotejar ambas lecciones.

Trazó Lope de Vega el plan de su drama sobre el poemita de Rufo, conservando hasta los nombres del esclavo Rodrigo, del paje Galindo y de la cómplice doña Ana, a quien supuso sobrina del Veinticuatro. Puso la acción en tiempo de los Reyes Católicos, poco después de la conquista de Granada, cuyos recuerdos le sirvieron para enlazar esta comedia con las de argumento morisco, animando las escenas de corte con la presencia de los mismos héroes que hemos visto en El Cerco de Santa Fe: Garcilaso de la Vega, Hernando del Pulgar, el señor de Palma. De la poesía popular sacó el gran partido que solía, haciendo repetir a doña Ana y a doña Beatriz, mientras, ocupadas en su labor, se lamentan de la ausencia de sus amantes, el principio de las antiguas endechas:

       Los Comendadores,
       Por mi mal os vi.
       ¡Tristes de vosotros,
       Cuitada de mí!
       Jorge y don Fernando,
       De las cruces rojas,
       De nuestras congojas
       Se fueron burlando,
       Pues no llega el cuándo
       De volver aquí.
       ¡Tristes de vosotros,
       Cuitada de mí!
       ¡En qué triste día
       Se trató el amor,
       Que con tal rigor
       A los dos desvía,
        [p. 270] Pues el alma mía
       Os lleváis ansí!
       ¡Tristes de vosotros,
       Cuitada de mí!

Con ser tan numerosos los dramas de nuestra literatura que tienen por asunto trágicas venganzas de maridos ultrajados, no pertenece el de Los Comendadores a la misma familia que El Médico de su honra , El Pintor de su deshonra , A secreto agravio , para no citar otros menos conocidos. En la mayor parte de ellos, lo que se castiga no es el adulterio consumado, sino la mera sospecha de adulterio, y aun la simple posibilidad moral, y a veces ni esto siquiera, pues el mismo D. Gutierre de Solís, que en nombre de la bárbara jurisprudencia llamada del honor asesina a su mujer con una sangría suelta, reconoce y proclama su inocencia antes y después de cometer su espantable crimen. En Los Comendadores , por el contrario, la venganza del Veinticuatro Fernán Alfonso, aunque ferocísima, recae sobre adúlteros cogidos infraganti , y que en todo el curso de la pieza hacen cínico alarde de su liviandad desenfrenada, sin asomo de pudor ni de vergüenza. El poeta no ha querido hacerlos simpáticos por ningún aspecto, no ha querido atenuar en nada la fealdad de su culpa, ni disminuir con un mal entendido sentimentalismo la feroz ejemplaridad del castigo. Las atrocidades del Veinticuatro eran, más que legendarias, históricas en gran parte, y no había más remedio que conservarlas. A un poeta idealista y algo inclinado a lo quimérico y sofístico como Calderón, no le hubieran satisfecho los brutales motivos de este drama, donde no hay más que lujuria y sangre. Lope de Vega, que era poeta de otro temple, acometió el asunto de frente y sin escrúpulos, e hizo un drama poderoso y en algunas partes admirable, más humano y menos inmoral en el fondo que El Médico de su honra , porque el vértigo sanguinario que convierte a Fernán Alfonso en una bestia brava, y le hace casi irresponsable de sus acciones, resulta menos atroz que la enmarañada y fría casuística con que preparan su venganza los maridos calderonianos, [p. 271] Desde el principio al fin, Los Comendadores de Córdoba es un drama en que hierve la vida; todo es acción y movimiento: en las situaciones culminantes, el diálogo se precipita con rapidez fulmínea; dondequiera se reconoce aquella franca objetividad, prenda característica de Lope; aquella expresión inmediata de la naturaleza que tanto enamoraba a Grillparzer. No es menester que los veamos en escena; basta con los versos del poeta para que pasen delante de nosotros los dos Comendadores, ataviados de galas y plumas, desempedrando con sus caballos las calles de Córdoba:

       No burléis, por tales fines,
       Los caballos y aderezos
       Que están en esos patines
       Con bandas a los pescuezos
       Y listones a las crines;
       Jaeces, que es un tesoro
       Su valor, obra de un moro
       Famoso entre los Gazules:
       Caparazones azules
       Bordados de plaza y oro.
       Entrad, veréis cuál están,
       De española furia llenos,
       Un bayo y un alazán
       Desempedrando el zaguán
       Y jabonando los frenos.
       Pacece que están diciendo
       Que hasta salir no se aplacan,
       Y entre el espumoso estruendo,
       A vueltas están comiendo
       La misma sangre que sacan.

Aun en el detalle más accesorio, en la pendencia del lacayo Galindo con el cocinero del Obispo, en los amoríos de las criadas del Veinticuatro, hay tal plenitud y expansión de vida, que la ilusión naturalista es completa. Este primer acto, tan animado, tan alegre, tan bizarro, es un modelo de exposiciones en acción, muy digno de estudiarse. Es lástima que algunos toques de malo y conceptuoso gusto, como la alegoría de la guitarra, desfiguren [p. 272] el trozo de la visita de los Comendadores en casa de su prima; donde, por otra parte, está magistralmente indicado el súbito principio de un amor que no es más que capricho de los sentidos. Pero a todo vence la hermosa escena del inesperado regreso del Veinticuatro, con las zalamerías de su infiel esposa, la honrada confianza del buen caballero, el contentamiento que siente por su soñada felicidad doméstica, de la cual va a tener un despertar tan horrible. Todo ello con una riqueza de pormenores familiares y expresivos, con una espontaneidad maravillosa, que se confunde con la realidad misma y no parece esfuerzo del arte:

       VEINTICUATRO
       ¡Que ya en mi casa me veo!
       RODRIGO
       Dame esos pies.
       VEINTICUATRO
       ¡Oh Rodrigo!
       RODRIGO
       ¿Cómo vienes?
       VEINTICUATRO
       Bueno, amigo;
       Ya se cumplió mi deseo.
       ........................
       ESPERANZA
       Mi señora viene ya.
       VEINTICUATRO
       ¿Cómo mi bien la postrera?
        [p. 273] DOÑA BEATRIZ
       Si el placec lugar me diera,
       Y el alma, que en vos está,
       Por la ventana saltara
       O por este corredor.
       ¡Gracias a Dios, mi señor,
       Que ya veo vuestra cara!
       Otro abrazo os quiero dar.
       ¡Jesús, qué bueno venís!
       VEINTICUATRO
       ¿Estáislo vos?
       DOÑA BEATRIZ
       ¿Qué decís?
       Pues con vos, ¿no lo he de estar?
       Si muerta ahora estuviera
       Y esta mano me tocara,
       Al mundo otra vez tornara
       Y por milagro viviera.
        VEINTICUATRO
       El placer os da licencia
       Para decir imposibles.
       DOÑA BEATRIZ
       Y el haber sido terribles
       Los sentimientos de ausencia.
       Dadme, mi bien, esas manos.
       VEINTICUATRO
       Dejad ya tantos excesos.
       DOÑA BEATRIZ
       ¿Qué hay de salud y sucesos?
        [p. 274] VEINTICUATRO
       Que en Córdoba estamos sanos.
       . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
       DOÑA BEATRIZ
       Quitadle aquellas espuelas,
       Dadle ropa, descalzalde.
       VEINTICUATRO
       No llego a mi casa en balde.
       RODRIGO
       Espérate: quitarélas.
       VEINTICUATRO
       Déjalas estar, Rodrigo;
       Que he de ir a besar los pies
       Al Obispo.
       DOÑA BEATRIZ
       Iréis después,
       Que ahora os quiero conmigo;
       Esta noche descansad.
       VEINTICUATRO
       La obligación es por vos.
       DOÑA BEATRIZ
       Pues mejor me ayude Dios
       Que vos rondéis la ciudad
        ¿Hay a quien dar alegría
       Y recibir parabién?
       VEINTICUATRO
       Alto: una ropa me den.
       No haya más, señora mía.
       ¿Qué hay que cenar, Esperanza?
        [p. 275] ESPERANZA
       Señor, como no supimos
       Que venías, no tuvimos
       Más que la honesta pitanza;
       Pero no te dé cuidado,
       Que no falta un perdigón
       Con que se gaste un limón,
       Sobre un torrezno cortado:
       Dos conejos hay en casa.
       VEINTICUATRO
       ¡Oh pesar de mi capote!
       Yo quiero entrar hoy a escote:
       Luego al momento los asa.
       ¿Eso dices que no es nada?
       ESPERANZA
       Matarte puedo un capón.
       VEINTICUATRO
       No gastes otro limón.
       ESPERANZA
       También tengo una empanada.
       .............................
       VEINTICUATRO
       Si yo muero con mi lengua,
       No servirás a hombre vivo. [1]
       ¡Oh, cuánto gusto recibo!
       ¿Quién pone en casarse mengua?
       ¿Quién era aquel ignorante
       Que habló mal del casamiento?
        ¿Tiene otro estado el contento
       Que ahora tengo delante?
         [p. 276] El que está más enfadado,
       Pruebe alguna vez siquiera
       A hacer que viene de fuera;
       Verá lo que es ser casado.
           Miren aquí mi familia,
       Mis criados y mujer,
       Reventando de placer.
       ¿Qué hay de Juan? ¿Qué hay de Sicilia?
           Todos los he de abrazar,
       Que aunque negros, gente son.
       . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
           Hasta los perros parece
       Que alegra verme en mi casa.
       ¿Qué piensa quien no se casa?
       La libertad envejece.
           ¡Oh, alegre y dichoso estado!
       Si la cabeza me duele,
       Tengo, al fin, quien me consuele,
       Que es mi mujer a mi lado,
           Siente, en efecto, mi mal,
       Alégrase de mi bien,
       Y, en efecto, tengo quien
       Lo sienta con rostro igual.
           Si me ausento, me desea,
       Si vengo, me da sus brazos,
       No con fingidos abrazos,
       Como de otros bien se crea.
           Mira mi hacienda, y regala,
       Es médico y es consuelo:
       Si es buena, es prenda del cielo,
        Y del infierno, si es mala.
           Vamos, hijos, a cenar,
       Descalzadme: acostaréme.
       . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Por iguales pasos camina la jornada segunda, que no tiene menos bellezas. Con ciega, pero muy humana confianza, es el marido mismo quien vuelve a llevar a su casa a los Comendadores, haciendo con la mayor efusión el panegírico de ellos:

        [p. 277] No tengo amigos mayores.
       .............................
           Son mis deudos, y tan buenos
       Que me honro de su lado.
       .............................
           Hónrase el Obispo mucho
       De tener sobrinos tales,
       Porque son muy principales.
       .............................
           ¡Qué galanes, qué hidalgados,
       Qué bien que lucen ahora!
       Y aun os prometo, señora,
       Que son muy buenos soldados.
           Pues don Jorge, ¿no es discreto?
       Es una perla, ¡por Dios!
       . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
       Mozos de grande esperanza,
       A su fianza me obligo.
          En tales manos cayese
       Mi honor.

A lo cual la taimada mujer responde con este rasgo de feroz ironía, digno del mayor poeta dramático:

Ya lo está.

Esta situación terrible y equívoca, este conflicto entre la perversidad y la buena fe, continúa con la misma fuerza dramática en la escena en que el Veinticuatro, llamado a la Corte por el Rey, se despide de su mujer y de sus primos.

       JORGE
       Señora, consuéleos Dios
       En esta ausencia.
       BEATRIZ
       Él lo haga.
       VEINTICUATRO
       Bien quiero a Jorge.

        [p. 278] BEATRIZ
       Él os paga.

       VEINTICUATRO
       ¡Qué bonitos son los dos!
           ¡Bien empleada crianza
       En mozos tan gentilhombres!

       BEATRIZ
       Galanes son.

       VEINTICUATRO
       Y muy hombres.

       BEATRIZ
       ¡Qué bien le está su alabanza!

Un poeta romántico hubiera procurado hacer interesante a doña Beatriz, para que nos conmoviera su trágico destino. Lope, más atento a los cánones de la moral, que en este punto se confunden con los del arte, la hace constantemente odiosa, lo cual es de una psicología más verdadera y más profunda. Habla y obra como sierva vil del apetito, y sus delirios son los de una bacante.

Así exclama, dirigiéndose a su sobrina:

       DOÑA BEATRIZ
       Qué, ¿quieres mucho también,
       Por tu vida, a don Fernando?
       DOÑA ANA
       En ausencia de mi tío,
       Lo que le quiero verás.
       DOÑA BEATRIZ
       No le puedes querer más
       Que yo al dulce primo mío.
          Estoy loca de contenta,
        [p. 279] Ciega en hacerle favor;
       Que sobre la sangre, amor,
       Como oro en azul asienta.
           Mucho tiene negociado
       La sangre cuando amor llega;
       La sangre me incita y ciega,
       Mucho ha de ser mi cuidado.
           Mas ¡mira qué dulce vida,
       Del Veinticuatro en ausencia,
       Esperar la resistencia
       De la libertad perdida!
           ¡Qué dulces horas! ¡Qué días!
       ¡Qué noches tan venturosas!
       ¡Alargad, horas dichosas!
       ¡Detened, lágrimas mías!
           ¡Ay, qué enamorada estoy!
       ¡Ay, sangre! ¡Ay, amor! ¡Ay, fuego!
       DOÑA ANA
       Un ciego sigue a otro ciego.
       ¡Ay de mí, qué triste voy!
          Pero pensando en el bien,
        Comunicado mayor,
       Pierdo el respeto al honor,
       Y aun al peligro también.
          Holguémonos, pues quedamos
       Solas, que no hay qué temer,
       DOÑA BEATRIZ
       ¿Qué tormento puede ser
       Igual al bien que gozamos?

El incidente de la sortija es igual en Lope de Vega que en Juan Rufo: estaba indicado como resorte dramático, y nuestro poeta le aprovechó para el final del segundo acto, dando más energía a las palabras del Rey:

       Si a tu mujer se la diste,
       Que tu mujer te la dé.

[p. 280] La jornada tercera flaquea al fin por vicio intrínseco del argumento, pero está trazada con mucho arte y con un género de siniestra poesía que prepara el ánimo a los horrores del desenlace, y recuerda análogas escenas de El Caballero de Olmedo. La supersticiosa imaginación de Lope se complace en acumular agüeros, presagios y sueños fatídicos que mantienen suspense sobre la cabeza de los Comendadores la inminente catástrofe. Sus espadas no quieren salir de la vaina; el espejo en que se miran se quiebra en cuatro pedazos, y exclama D. Fernando:

           No he tenido tal aguero
       Desde el día en que nací.
       JORGE
       Peor me sucedió a mí,
       Haciendo mal al overo;
           Que el freno se me quedó
       Con las riendas, en la mano.
       FERNANDO
       Esta noche toda, hermano,
       Un mal sueño me espantó.
       JORGE
           ¿Cómo sueño? ¡Por Dios juro
       Que esta noche un grito oí,
       Que estuve una hora sin mí,
       Viendo el aposento obscuro!
           Pues un perro, allá en la calle,
       ¡Qué aullidos daba y aprisa!
       ...........................
           Mas no perdamos la misa
       Por estos malos agüeros.

Y los agüeros continúan en la escena del convite, que termina con un rasgo digno de Shakespeare:

        [p. 281] JORGE
       ¡Qué comida tan dulce!

       VEINTICUATRO
        Y la postrera.

        RODRIGO
        Ya lo entiendo , señor.

        VEINTICUATRO
        Aquí te espera.

Pero ni los avisos sobrenaturales, ni las palabras del Veinticuatro, llenas de mortífera ironía, aguzadas como punta de cuchillo, bastan a detener el infernal torbellino que arrastra a los adúlteros a su perdición. En la mesa, delante del marido, hablan a media voz y se hacen señas; y cuando se acerca el momento de la cita, estalla el júbilo de doña Beatriz en descompuestos gritos, que traducen admirablemente el ardor de una pasión muy sensual, pero muy humana:

           ¡Ah, noche, que tardas ya!
       ¡Vete, perezoso día!
       ¿Posible es, sobrina mía,
       Que sola esta casa está,?
           ¿Que ya es ido el Veinticuatro?
       ¿Que ha de ser este aposento,
       De mi esperado contento
       Entapizado teatro?
           Esperanza, Esperancica...
       ESPERANZA
       Señora...
       BEATRIZ
       ¡Gran loca estoy,
       A mil partes vengo y voy!
       Presto ropa y lumbre aplica;
       Abre aquesos cofres, anda.
       ESPERANZA
       ¿Agora andamos en esto?

        [p. 282] Ay, don Jorge!... Enjuga presto
       Cuatro sábanas de holanda.
           Saca pastillas, pues sabes,
       Del escritorio pequeño:
       Haz fiestas al nuevo dueño.
       ¿Qué aguardas? Toma las llaves.
           Perfuma esta cuadra toda,
       Echa aquella colcha indiana.
       Hoy es, amiga doña Ana,
       Nuestro desposorio y boda.
           Ya parece que anochece.
       ¿Está eso limpio? ¿Está bien?

       ANA
        Nunca amaneció tan bien
       Como
agora qué anochece.

El efecto de esta bellísima escena de los preparativos se acrecienta con oportunas alusiones al romance viejo de la esposa infiel (núm. 136 de la Primavera de Wolf), hoy mismo tan popular en muchas provincias de España:

       FERNANDO
       Gocemos de la ocasión
       Mientras anda en sus destierros.
       BEATRIZ
        Rabia le mate los perros ,
        Y aguilica el su falcón

La matanza final hace poco efecto por su misma atrocidad y por los estúpidos chistes del gracioso, y por los grotescos incidentes de la mona y del papagayo, que el poeta no se atrevió a suprimir en su excesivo respeto a la tradición, siquiera fuese la muy degenerada de Juan Rufo. En cambio, fué lástima que no sacase partido de la confesión y arrepentimiento de doña Beatriz, indicados por el mismo poeta.

[p. 283] En la tragedia de Lope, el matador no huye, sino que se presenta espontáneamente al Rey Católico, haciendo alarde de su espantosa hazaña. El Rey, no sólo aprueba todo lo hecho, y le premia y galardona con la mano de doña Constanza de Haro, sino que le proclama cordobés ilustre, aún más que Seneca y Lucano: ¡extraña asociación de nombres!

           Sois, don Fernando, tan dino
       De premio por tal venganza,
       Que hasta a un Rey parte le alcanza
       Del honor que a vos os vino.
           Hónrase Córdoba más
       Que por Seneca y Lucano,
       De tener tal ciudadano.
       VEINTICUATRO
       Cuanto he pedido me das:
           Has confirmado mi honor
       Con tu generosa boca.
       REY
       Eso a mí solo me toca:
       Decí a mi Alcalde mayor
           Que no hable en esta justicia,
       Que yo lo tomo a mi cargo;
       Que no quiero más descargo
       Ni más probada malicia.

Son defectos de esta comedia, aparte de la barbarie de las ideas, que no es imputable al poeta, sino a su tiempo, el desaliño y atropellada ejecución de algunos trozos y la afectación y mal gusto de otros, vicio de que principalmente adolecen los monólogos del Veinticuatro. Pero hay tales relámpagos de genio, tal ímpetu de salvajes pasiones y tan férvida animación en el conjunto, que no puede menos de clasificarse esta obra entre las más notables de la primera manera de Lope.

Ya hemos advertido que la comedia de Los Comendadores de Córdoba que existe manuscrita en la Biblioteca Nacional (Vv-711) [p. 284] no es esta de Lope, sino otra desconocida y enteramente diversa. No lleva nombre de autor, el manuscrito es autógrafo de Andrés de Claramonte, pero es imposible que sea suya, porque está muy bien escrita y versificada, y Claramonte era incorrectísimo versificador. Además, el manuscrito no tiene enmiendas, cosa inverosimil en un borrador original. Creemos, por consiguiente, que se trata de una copia de teatro, hecha por Claramonte, que, como es sabido, juntaba a la condición de autor dramático la de representante y director de compañías.

De todos modos, la comedia es muy notable y está compuesta con más reflexión y estudio que la de Lope, pero carece de las espontáneas bellezas que en ésta admiramos. Es mucho más fiel a la historia, puesto que pone la acción en tiempo de Don Juan II y la enlaza con el sitio de Antequera, lo cual indica que el poeta había visto la carta de perdón de Fernán Alfonso, o a lo menos tenía noticia de su contenido. Tomó de la comedia de Lope de Vega los nombres de doña Ana, Esperanza, Galindo y Rodrigo, y el recurso dramático de la sortija; pero se ve que puso especial empeño en apartarse de su predecesor, disponiendo de una manera muy diversa su plan, y haciendo profundas alteraciones en los caracteres, con la mira principal de presentarlos menos odiosos. Así supone que doña Beatriz y el comendador D. Jorge se amaban honestamente antes del casamiento de la primera con el Veinticuatro, y que esta boda fué impuesta por el Rey, que también estaba enamorado de la hermosa cordobesa, y rondando su calle había cruzado las armas con D. Jorge y su hermano. Hace resistir con gran entereza a doña Beatriz todas las persecuciones de su antiguo amante y las pérfidas intrigas y tercerías de su prima doña Ana; pero con tales antecedentes no se explica su caída, que nace sólo de un arrebato de celos. Desaparece toda la parte sensual y grosera de la obra primitiva, pero por lo mismo que los Comendadores se presentan tan urbanos y corteses, y tan morigerada doña Beatriz hasta que repentinamente cambia de carácter, resulta ilógico el desarrollo de la pieza, y doblemente bárbara la catástrofe al recaer en personajes simpáticos. Quiso guardar el [p. 285] poeta las apariencias morales, y faltó a la verdad moral del argumento, como sucede siempre que se quiere refundir leyendas antiguas con nimia delicadeza y con sentido diverso del que en su origen tuvieron. Por lo demás, repito que esta obra, aunque muy distante de la de Lope en interés y brío poético, es mucho más correcta y atildada, honra a su desconocido autor y merece ser impresa y estudiada.

Además de estas comedias antiguas, existen varias narraciones modernas, en prosa o verso, sobre el trágico suceso de los Comendadores, debidas a la pluma del erudito cordobés don Luis M.ª Ramírez de las Casas Deza, [1] de nuestro difunto compañero D. Vicente Barrantes, [2] de D. Juan Federico Muntadas [3] y de D. Eduardo de Lustonó. [4]

Notas

[p. 249]. [1] . Puede sospecharse que esta comedia se escribió en Toledo, donde Lope hizo frecuentes residencias en los primeros años del siglo XVII. Véase esta relación que en la jornada tercera se pone en boca del lacayo Galindo:

           Estáse Toledo allí
       Con su alcázar y sus puentes
       Paséanle pretendientes,
       Que en la corte se usa ansí.
           Y en casa de los señores,
       Lisonja, envidia y privanza,

       Y anda la pobre esperanza
       En poder de corredores.
           Hay mil ricos ignorantes,
       Y mil necios inocentes;
       Perecen los inocentes,
       Y gastan los ignorantes.
           Damas de guadamecí
       No tienen solo un real;
       Las que son de más caudal
       Se escriben con el Sofí.
           Los pobres hacen retablo
       De sus duelos y pesar;
       No hay dinero que jugar,
       Y juégase del vocablo.
           Hay poetas de romance
       Que parecen de latín,
       Y hay vino de San Martín
       Que no hay seso que lo alcance.

Compárese con la carta escrita también desde Toledo a persona desconocida, en 14 de agosto de 1604: «Toledo está caro, pero famoso, y camina con propios y extraños al paso que suele...; de poetas, no digo: buen siglo es éste...», etc., etc.

[p. 251]. [1] . Cancionero de Antón de Montoro (El Ropero de Córdoba) , poeta del siglo XV , reunido , ordenado y anotado por D. Emilio Cotarelo y Mori. Madrid, 1900, páginas 316-325.

[p. 251]. [2] . Documentos inéditos para la historia de España , tomo LXXXI (Madrid, 1883), páginas 1 y siguientes.

[p. 252]. [1] . Nota del Dr. Vázquez Venegas, publicada por D. Luis María Ramírez de las Casas Deza, en el libro Tradiciones cordobesas (Córdoba 1863), páginas 38-40.

[p. 252]. [2] . Cancionero de Antón de Montoro , páginas 38-43.

[p. 255]. [1] . Imprimiéronse estas endechas en un pliego suelto, gótico (Biblioteca de Campo-Alanje, hoy en la Biblioteca Nacional), que lleva por título Lamentaciones de amor , hechas por un gentilhombre apasionado. Hállase también, aunque con muchas variantes, en el Cancionero llamado Flor de enamorados , de Juan de Linares (Barcelona, 1573). El texto que damos, por ser el más completo, aunque está algo retocado, es el de Durán, Romancero general , número 1.902.

[p. 256]. [1] . Coplas sobre lo acaescido en la Sierra Bermeja y de los lugares perdidos. Tiene la sonada de los Comendadores. (Pliego suelto, gótico, de la Biblioteca Nacional de Lisboa, reimpreso en Sevilla por D. José Vázquez Ruiz, 1889.)

[p. 257]. [1] . Retrato de la lozana andaluza (tomo I de la colección de Libros españoles raros y curiosos , pág. 72).

[p. 268]. [1] . Las seyscientas Apotegmas de Iuan Rufo , y otras obras en verso. Dirigidas al Príncipe nuestro señor. Con Privilegio. En Toledo , por Pedro Rodríguez , impressor del Rey nuestro señor , 1596, 8.º Páginas 196-221.

[p. 275]. [1] . Es decir, «te emanciparé en mi testamento». Esperanza y Rodrigo son esclavos.

[p. 285]. [1] . Diez y seis romances en el libro Tradiciones cordobesas , Colección de leyendas históricas y fantásticas , en prosa y verso , escritas por varios literatos cordobeses. Tomo I, Córdoba, imprenta de D. R. Arroyo, 1863. Páginas 9-40. En el Semanario Pintoresco de 1844 (páginas 39 y 44) hay otra leyenda en prosa, Hernando de Córdoba el Veinticuatro , que debe de ser del mismo Ramírez, aunque no está firmada.

[p. 285]. [2] . Hernando el Veinticuatro de Córdoba. (En El Mundo Pintoresco , 1859, y en un tomo de Cuentos y leyendas de D. Vicente Barrantes. Madrid, 1875.) Está en prosa.

[p. 285]. [3] . Los dos Comendadores. (En los Ensayos poéticos de Juan Federico Muntadas. Madrid, 1848, imprenta de Rivadeneyra. Páginas 205-237.)

[p. 285]. [4] . El Anillo de1 Rey. (En La Ilustración Española y Americana de 8 de marzo de 1882.)