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Obras completas de Menéndez... > ESTUDIOS Y DISCURSOS DE... > IV : SIGLO XVIII : HISTORIA... > ESTUDIOS SOBRE EL SIGLO XVIII > EL ABATE MARCHENA

Datos del fragmento

Texto

I

Por iniciativa y generosas expensas de un preclaro vecino e insigne bienhechor de la villa (hoy ciudad) de Utrera, don Enrique de la Cuadra, marqués de San Marcial, cuya reciente pérdida deploramos todos los que nos honrábamos con su amistad e hidalgo trato, salen a luz, en estos dos volúmenes, todas las obras inéditas y sueltas que han podido hallarse del famoso humanista andaluz don José Marchena, más generalmente conocido por el sobrenombre del Abate Marchena. Ya que al señor Cuadra privó su inesperada muerte de ver terminada esta edición en que tanto empeño había puesto, justo es que en la primera página de ella cumpla yo el triste deber de estampar su honrado nombre, digno de vivir en la memoria de todos sus conciudadanos como dechado de virtudes públicas y domésticas.

Ni el señor Cuadra, al proyectar esta edición, ni yo, al aceptar el encargo de dirigirla, insertando en ella todos los materiales inéditos que sobre Marchena poseo, tuvimos otro propósito que el de hacer un libro de pura erudición y destinado a correr en manos de muy pocas personas: advertencia que no considero inútil para prevenir escrúpulos y justos recelos que el nombre de Marchena trae fatalmente consigo. Este personaje, más famoso que estimable, vivió una vida de turbulencia y escándalo, difundió incansablemente [p. 108] las peores ideas de su tiempo, tomó parte muy enérgica en la acción revolucionaria de 1793 y ha quedado en la historia como el más radical de los iniciadores españoles de un orden de principios diametralmente contrarios a los que el señor Cuadra profesó toda su vida y a los que yo profeso. Y aunque la mayor parte de los escritos de Marchena que aquí se estampan sean de índole puramente literaria, no deja de advertirse en muchos de ellos el influjo de la prava doctrina filosófica y social con que el autor había nutrido su entendimiento. Hemos impreso, pues, estas obras a título de mera curiosidad histórica, y en corto numero de ejemplares, para que corran únicamente en manos de los bibliófilos, sin daño ni peligro de barras.

La vida del Abate Marchena interesa tanto o más que sus escritos. Como propagandista en España de la irreligiosa filosofía del siglo XVIII; como representante de las tendencias revolucionarias de aquella Edad en su mayor grado de exaltación; como único heredero, en medio de la monotonía ceremoniosa del siglo XVIII, del espíritu temerario, indisciplinado y de aventura que lanzó a los españoles de otras Edades a la conquista del mundo físico y del mundo intelectual; como ejemplo lastimoso de talentos malogrados y de condiciones geniales potentísimas, aunque el aire tempestuoso de su época las hizo sólo eficaces para el mal, el Abate Marchena sale mucho de lo vulgar, y merece que su biografía sea escrita con la posible claridad y distinción. Varias son las plumas que se han ejercitado en ella desde los tiempos inmediatos a la muerte del turbulento Abate. Los apuntamientos de Muriel en su Historia de Carlos IV [1] y de Miñano en las notas a su traduccón de la Revolución Francesa de Thiers, [2] son breves en demasía, pero merecen mucha atención por proceder de contemporáneos que habían conocido y tratado a Marchena. El artículo de la Biografía Universal, de Míchaud, es digno de consultarse en lo que se refiere a la estancia de Marchena en Francia. Son más extensos e importantes los estudios de don Gaspar Bono [p. 109] Serrano [1]   y de Mr. Antoine de Latour, [2] grandemente ampliados por don Leopoldo A. de Cueto en los tomos primero y tercero de su bella colección de Poetas líricos del siglo XVIII. [3]   Con todos estos datos y los que pudo proporcionarme mi diligencia, tracé, en 1881, un bosquejo de la vida de Marchena en el tomo tercero de mi Historia de los heterodoxos españoles. En los catorce años transcurridos desde entonces, nuevos e importantes hallazgos, debidos en gran parte a un eruditísimo escritor francés, gran conocedor de nuestras cosas, [4] han venido a dar inesperada luz sobre los puntos más oscuros de la biografía del Abate, y me permiten hoy rehacer aquel primer ensayo, añadiéndole gran cantidad de cosas ignoradas o mal sabidas hasta ahora.

Don José Marchena y Ruiz de Cueto, hijo de don Antonio y de doña Josefa María, nació en Utrera el 18 de noviembre de 1768. Era hijo de un abogado y no de un labrador, como generalmente se ha dicho.

Comenzó en Sevilla los estudios eclesiásticos, pero sin pasar de las órdenes menores; aprendió maravillosamente la lengua latina, y luego se dedicó al francés, leyendo la mayor parte de los libros impíos que en tan gran número abortó aquel siglo y que circulaban en gran copia entre los estudiantes de la metrópoli andaluza, aun entre los teólogos. «He leído (decía en 1791) todos los argumentos de los irreligiosos; he meditado y creo que me ha tocado en suerte una razonable dosis de espíritu filosófico.» [5]

[p. 110] Quién le inició en tales misterios, no se sabe: sólo consta que antes de cumplir veinte años hacía ya profesión de materialista e incrédulo y era escándalo de la Universidad. Ardiente e impetuoso, impaciente de toda traba, aborrecedor de los términos medios y de las restricciones mentales, e indócil a todo yugo, proclamaba en alta voz lo que sentía, con toda la imprevisión y abandono de sus pocos años y con todo el ardor y la vehemencia propios de su condición inquieta y mal regida.

El primer escrito en que Marchena hizo alarde de tales ideas fué una carta contra el celibato eclesiástico y de paso contra los frailes, dirigida a un profesor de Sagrada Escritura, que había calificado sus máximas de perversas y opuestas al espíritu del Evangelio. Marchena quiere defenderse y pasar todavía por cristiano, y aun por católico piadoso, pero con la defensa empeora su causa. Verdad es que las mayores herejías las pone, por vía de precaución retórica, en boca de un teólogo protestante. El señor Cueto, que dió la primera noticia de esta carta, hallada por él entre los papeles de Forner, juzga rectamente de ella, diciendo que «es obra de un mozo inexperto y desalumbrado, que no ve más razones que las que halagan sus instintos y sus errores», y que en ella andan [p. 111] mezclados «sofismas disolventes, pero sinceros, citas históricas sin juicio y sin exactitud..., sentimentalismo filosófico a la francesa, arranques de poesía novelesca». [1]

Más importante es otra obra suya del mismo tiempo, que poseo, y que ahora por primera vez se imprime, formando parte de esta colección. Es una traducción completa del poema de Lucrecio De rerum natura, en versos sueltos, la única que en tal forma existe en castellano. [2] El manuscrito no parece original, sino copia de amanuense descuidado, aunque no del todo imperito. No tiene expreso el nombre del traductor, pero sí sus cuatro iniciales, J. M. R. C., y al fin la fecha de 1791, sin prólogo, advertencia ni nota alguna. La versificación, dura y desigual, como lo es en todas las poesías de Marchena, abunda en asonancias, cacofonías. prosaísmos y asperezas de todo género, que llegan a hacer intolerable la lectura; pero en los trozos de mayor empeño suele levantarse [p. 112] el traductor con inspiración sincera, porque su fanatismo materialista, le sostiene, haciéndole poeta, aunque a largos intervalos. En los trozos puramente didácticos el estilo decae, arrastrándose pesado y soñoliento. Pululan los desaliños y aun las faltas gramaticales, denunciando la labor de una mano atropellada e inexperta.

Marchena, ya por aquellos tiempos, era gran latinista y, en general, entiende bien el texto; pero su gusto literario, siempre caprichoso e inseguro, lo parece mucho más en este primer ensayo. Así es que, entre versos armoniosos y bien construidos, no titubea en intercalar otros que hieren y lastiman el oído menos delicado y exigente; repite hasta la saciedad determinadas palabras, en especial la de naturaleza; abusa de los adverbios en mente, que son antipoéticos por su índole misma y rara vez acierta a conciliar la fidelidad con la elegancia, ni tampoco a reproducir los peculiares caracteres del estilo de Lucrecio. Véanse algunos trozos para muestra, así de los aciertos como de las caídas del traductor. Sea el primero la famosa invocación a Venus: Aeneadum genitrix, divum hominumque voluptas:

             Engendradora del romano pueblo,
       Placer de hombres y dioses, alma Venus,
       Que bajo de la bóveda del cielo,
       Por do giran los astros resbalando,
       Pueblas el mar de voladoras naves
       Y la tierra fructífera fecundas:
       Por ti todo animal respira y vive;
       De ti, diosa, de ti los vientos huyen,
       Ahuyentas con tu vista los nublados,
       Te ofrece flores la dedálea tierra,
       Las llanuras del mar contigo ríen,
       Y brilla en larga luz el claro cielo.
            Al punto que galana primavera
       La faz descubre, y su fecundo aliento
       Recobra ya Favonio desatado,
       Primero las ligeras aves cantan
       Tu bienvenida, oh diosa, porque al punto
       Con el amor sus pechos traspasaste:
       En el momento, por alegres prados
       Retozan los ganados encendidos,
       Y atraviesan la férvida corriente.
       Prendidos del hechizo de tus gracias
       Mueren todos los seres por seguirte
       Hacia do quieras, diosa, conducirlos,
        [p. 113] Y en las sierras altivas, y en los mares,
       Y en medio de los ríos caudalosos,
       Y en medio de los campos que florecen,
       Con blando amor tocando todo pecho,
       Haces que las especies se propaguen.

Tampoco carece de frases y detalles graciosos esta traducción de un lozanísimo pasaje del mismo libro primero:

       ¿Tal vez perecen las copiosas lluvias
       Cuando las precipita el padre Éter
       En el regazo de la madre tierra?
       No, pues hermosos frutos se levantan.
       Las ramas de los árboles verdean,
       Crecen y se desgajan con el fruto,
       Sustentan a los hombres y alimañas,
       De alegres niños pueblan las ciudades...
       Y donde quiera, en los frondosos bosques
       Se oyen los cantos de las aves nuevas;
       Tienden las vacas, de pacer cansadas,
       Su ingente cuerpo por la verde alfombra,
       Y sale de sus ubres retestadas
       Copiosa y blanca leche; sus hijuelos,
       De pocas fuerzas, por la tierna hierba
       Lascivos juguetean, conmovidos
       Del placer de mamar la pura leche.

Ni falta vigor y robustez en esta descripción de la tormenta:

       La fuerza embravecida de los vientos
       Revuelve el mar, y las soberbias naves
       Sumerge, y desbarata los nublados;
       Con torbellino rápido corriendo
       Los campos a la vez, saca de cuajo
       Los corpulentos árboles; sacude
       Con soplo destructor los altos montes;
       El ponto se enfurece con bramidos
       Y con murmullo aterrador se ensaña.
       Pues son los vientos cuerpos invisibles
       Que barren tierra, mar y el alto cielo,
       Y esparcen por el aire los destrozos.
       No de otro modo corren y arrebatan
       Que cuando un río de tranquilas aguas
       De improviso sus márgenes extiende,
       Enriquecido de copiosas lluvias
       Que de los montes a torrentes bajan,
        [p. 114] Amontonando troncos y malezas:
       Ni los robustos puentes la avenida
       Resisten de las aguas impetuosas;
       En larga lluvia rebosando el río,
       Con ímpetu estrellándose en los diques,
       Con horroroso estruendo los arranca,
       Y revuelve en sus ondas los peñascos...

Quizá en ninguno de sus trabajos poéticos mostró Marchena tanto brío de dicción como traduciendo las imprecaciones del gran poeta naturalista. Parece como que se sentía dentro de su casa y en terreno propio al reproducir las blasfemias del poeta gentil contra los dioses; y los elogios de aquel varón griego

       De cuya boca la verdad salía,
       Y de cuyas divinas invenciones
       Se asombra el universo, y cuya gloria,
       Triunfando de la cumbre, se levanta
       A lo más encumbrado de los cielos.

                                                                                              (Canto VI.)

       ¡Oh tú, ornamento de la griega gente,
       Que encendiste el primero entre tinieblas
       La luz de la verdad!...
       Yo voy en pos de ti, y estampo ahora
       Mis huellas en las tuyas, ni codicio
       Ser tanto tu rival como imitarte
       Ansío enamorado. ¿Por ventura
       Entrará en desafío con los cisnes
       La golondrina, o los temblantes chotos
       Volarán como el potro en la carrera?
       Tú eres el padre del saber eterno,
       Y del modo que liban las abejas
       En los bosques floríferos las mieles,
       Así también nosotros de tus libros
       Libamos las verdades inmortales...

                                                                                               (Canto III,)

No era Marchena bastante poeta para hacer una traducción clásica de Lucrecio, pero estaba identificado con su pensamiento filosófico; era apasionadísimo del autor y casi fanático de impiedad; y así, traduciendo a su poeta, cobra, por virtud de este propio fanatismo, cierto calor insólito, que contrasta con la descolorida [p. 115] y lánguida elegancia de otras versiones anteriores a la suya, por ejemplo, la francesa de Lagrange o la misma italiana de Marchetti. Los buenos trozos de esta versión me parecen superiores a casi todo lo que después hizo en verso, si es que la vanidad de poseedor [1] y editor no me engaña. Todavía quiero añadir uno más, en que la expresión es generalmente feliz, adecuada y hasta graciosa:

       Los sitios retirados del Pierio
       Recorro, por ninguna planta hollados:
       Me es gustoso llegar a íntegras fuentes
       Y agotarlas del todo, y me deleita,
       Cortando nuevas flores, coronarme
       Las sienes con guirnalda brilladora
       Con que no hayan ceñido la cabeza
       De vote alguno las sagradas Musas;
       Primero, porque enseño cosas grandes
       Y trato de romper los fuertes nudos
       De la superstición agobiadora.
       Y hablo en verso tan dulce, a la manera
       Que cuando intenta el médico a los niños
       Dar el ajenjo ingrato, se prepara
       Untándoles los bordes de la copa
       Con dulce y pura miel...

Marchena saludó con júbilo la sangrienta aurora de la Revolución francesa, y, si hemos de fiarnos de oscuras y vagas tradiciones, quiso romper a viva fuerza los lazos de lo que él llamaba superstición agobiada, y entró, con otros mozalbetes intonsos y con algún extranjero de baja ralea, en una descabellada tentativa de conspiración republicana, la cual tuvo el éxito que puede imaginarse, dispersándose los modernos Brutos y cayendo alguno de ellos en las garras de la policía. Si tal conspiración existió realmente, tuvo que ser muy anterior a la llamada del cerrillo de San Blas, fraguada en 1795 por Picornell, Lax y otros. Marchena no estaba entonces en España, y su nombre para nada figura en [p. 116] el proceso, [1] pero hay indicios para creer que no era extraño a la trama y que por lo menos estaba en correspondencia con sus autores. Así recuerdo haberlo leído en unos apuntes manuscritos del artillero don Juan de Dios Gil de Lara, contemporáneo y amigo de Marchena.

[p. 117] Todo este primer período de su vida está envuelto en densa oscuridad, y lo más seguro es atenerse estrictamente a las pocas indicaciones que en sus escritos dejó consignadas el mismo Marchena. En una carta escrita en Bayona el 29 de diciembre de 1792 y dirigida al ministros de Negocios Extranjeros, Le Brun, dice rotundamente que llevaba «seis años de persecuciones en el país [p. 118] más esclavo de la tierra», y que «hacía ocho meses había buscado asilo en Francia, porque la Inquisición quería perderle». [1] Si Marchena no exagera nada para captarse la gracia del ministro, su propaganda revolucionaria en España, o más bien, según yo creo, sus dimes y diretes con la Inquisición, se remontaban a 1788, lo cual ciertamente era madrugar bastante: Marchena no tenía entonces más que diez y nueve años. En la colección de sus poesías líricas, que ahora por primera vez publicamos, hay suficientes indicios para creer que durante esos seis años de persecuciones y de inquietud no residió constantemente en Andalucía, sino que anduvo errante por varias partes de España, entendiéndose con los pocos y oscuros prosélitos que ya contaban las nuevas doctrinas, especialmente en la Universidad de Salamanca y en el Seminario de Vergara. Las alusiones a las orillas de Tormes, son frecuentes en sus versos:

       Belisa duerme: el céfiro suave
       Agita la violeta blandamente;
       El arroyuelo corre mansamente,
        Y el padre Tormes con su ruido grave
       Teme inquietar su sueño regalado...

                                                                                             (Sueño de Belisa.)

       Un delicioso otero
        Del Tormes rodeado
       Con su sombra suave nos convida...

                                                                                             (El Estío)

 

En Salamanca o en Valladolid conoció a Meléndez, que fué de los poetas españoles de su tiempo aquel a quien admiró más, [p. 119] y a cuya admiración permaneció más constante. Uno de los últimos escritos de Marchena fué, como más adelante veremos, la necrología del que estimaba como maestro. Una de sus más antiguas composiciones poéticas es la oda que le dedicó, cuando en marzo de 1789, fué nombrado Meléndez alcalde del crimen de la audiencia de Zaragoza, inaugurando así su carrera de magistrado y de hombre público, que tantos sinsabores había de reportarle.

       Temis torna a la tierra,
       Y en Celtiberia pone su morada...

exclamaba Marchena, en alas de su juvenil entusiasmo, y ya se figuraba ver al dulce Batilo vibrando la tajante espada contra el opresor poderoso y contra el inicio tirano. Los acontecimientos posteriores demostraron que tal papel era el menos adecuado a la blanda y algo femenina naturaleza de Meléndez.

Que Marchena residiera algún tiempo, o como alumno, o como profesor en el famoso Seminario de Vergara, centro principal del enciclopedismo en las provincias Vascongadas, [1] parece que indirectamente resulta de algunos pasajes de sus obras poéticas; pero [p. 120] sólo registrando, cuidadosamente los papeles que resten de aquel Instituto de enseñanza podrá documentalmente comprobarse. Los versos de nuestro Abate le presentan en relación íntima con varios profesores de aquel centro. Y en primer Lugar con el catedrático de Física Chabaneau, en alabanza del cual compuso aquella notable oda que principia:

       Las humildes mansiones
       Desaparecen del linaje humano...

y en la cual, confesándose discípulo del aventajado físico francés naturalizado en Guipúzcoa, exclama:

       Las leyes de natura
       Sublimes y sencillas, ilustrado
       Con la antorcha febea,
       La diosa ante tus ojos ha mostrado;
       Cómo una misma sea
       La que del monte en la caverna obscura
       Forma el oro, y contiene
       Los mundos que en sus órbitas retiene.

Y en Vergara también debió de contraer amistad, que uno y otro habían de estrechar en París durante la tempestad [p. 121] revolucionaria, con un profesor de aquella escuela patriótica, entonces tan célebre como olvidado hoy, don Vicente María Santibáñez, natural de Valladolid, mediano poeta y exaltado revolucionario, a quien dió entonces pasajera fama una traducción libre de la Heroída de Eloísa a Abelardo, de Pope (o más bien de su imitación francesa de Corlardeau), traducción que corrió anónima y que (como veremos más adelante) ha sido erróneamente atribuída al Abate Marchena; sirviendo hoy esta misma falsa atribución para confirmar la identidad de ideas y propósitos que entre ambos escritores suponían sus contemporáneos.

A Santibáñez dedicó Marchena una sátira literaria en tercetos, que, a juzgar por las alusiones de su contexto, hubo de escribirse hacia el año de 1791, puesto que en ella se habla, como de cosas recientes, de la comedia de Iriarte, La señorita mal criada, no representada hasta el 3 de enero de aquel año, aunque impresa desde 1788; del poema Las majas, de Trigueros, que es de 1789, y del Suplemento, de Forner, al artículo de Trigueros en la Biblioteca del doctor Guarinos, que es de 1790. En esta epístola de Marchena, a vueltas de ataques virulentos, muchas veces desacordados, contra los escritores de mérito más diverso (confundiendo en una misma reprobación a hombres tan distinguidos como Forner e Iriarte, con ínfimos y chabacanos copleros, tales como Casal, Moncín y Laviano), no falta la expresión de los ímpetus revolucionarios en que el autor y su amigo Santibáñez coincidían :

       Los pensamientos nobles son proscritos
       Antes de ver la luz, y sofocados
       De la santa verdad los libres gritos,
       ......................................
       Al esclavo el pensar no le fué dado;
       Natura al que no hinca la rodilla
       Al tirano, este don ha reservado.

Son, poco más o menos, los mismos pensamientos que pocos años después había de expresar Quintana con tan brioso empuje en el soberbio principio de la oda A Juan de Padilla:

       Todo a humillar la humanidad conspira;
       Faltó su fuerza a la sagrada lira,
       Su privilegio al canto,
       Y al genio su poder...

[p. 122] Pero ¡qué distancia entre el verdadero poeta y el adocenado versificador, que, a pesar del fanatismo que siente en el alma, no acierta a expresarle sino con formas torpes, confusas y desgarbadas!

Para propagar sus ideas, fundó Marchena, probablemente en colaboración con Santibáñez, una llamada Sociedad Literaria, con Visos de sociedad secreta y de logia masónica. No hemos podido averiguar en qué punto de España funcionaba. El único documento que nos queda de su existencia, es un discurso en verso suelto, que leyó Marchena en su abertura o inauguración, y comienza:

       ¡Mísera humanidad! Las sombras sigue,
       Y afana por labrarse sus cadenas...

Comienza el poeta por invocar los manes del virtuoso Sócrates, del inflexible Caton,

       Y el que siguió sus huellas dignamente,
       Rousseau, de la edad nuestra eterna gloria,
       Y modelo a los siglos venideros...
       ........................................

y luego, recordando pensamientos y frases de Lucrecio, a quien poco antes había traducido, invitaba a sus amigos a aquel sereno templo de Minerva, desde el cual podía el sabio contemplar tranquilo

       El luchar de los vientos, las tormentas,
       El Euro batallando con el Noto,
       A su soplo agitado el mar insano,
       Y el naufragar amargo de los tristes
       ......................... que en las ondas
       Sañudas con dolor el alma exhalan.

Seguían las acostumbradas declamaciones contra el despotismo y la intolerancia, y proponíase, como principal ocupación de aquellas juntas, el estudio de los derechos del hombre,

       Del hombre mismo fueran tantos siglos...
       ....................................................
       que ignorados
       

sin perjuicio de que con estas serias lucubraciones alternasen estudios más amenos, y, sobre todo, el amable trato con las Musas; [p. 123] con lo cual Marchena logra pretexto para sacrificar de nuevo a sus predilectas víctimas literarias:

       Ni negará Terpsícore sus sales
       Alguna vez, cuando burlar queramos
       Los fríos Irïartes, los Trigueros
       Insulsos y pesados, la insufrible
       Charla de Vaca, y el graznar continuo
       De la caterva estúpida, que infecta
       De dramas nuestro bárbaro teatro.
       Apolo templará su acorde lira
       Cuando de Jovellanos y Batilo,
       Del dulce Moratín y Santivañes
       
Los loores cantemos, por quien alzan
       Su voz las patrias Musas, que yacieran
       En sueño profundísimo sumidas.

A esta misma sociedad, en la cual parece evidente el doble carácter de academia literaria y de centro de conspiración más o menos platónica (probablemente la más antigua de su género que se formó en España), aluden estos otros versos de la epístola A Emilia:

       De la santa amistad y de las ciencias
       Al sagrario acogidos, los profanos
       Asestarán en balde sus saetas
       Contra nosotros. Ora, la balanza
       Y el compás de Neutón en nuestra mano
       Teniendo, aquel cometa seguiremos
       En su alongada elipse. Ora a Saturno
       Y a Júpiter pesando, las distancias
       De Marte a nuestra tierra mediremos,
       O bien por el calor de nuestro globo
       Su edad sabremos. Ora calculando
       El infinito mismo, que no es dado
       Al hombre conocer, numeraremos,
       ....................................................
       O bien hasta el eterno nuestras almas
       Por grados elevando, nuestras manos
       Puras de iniquidad levantaremos
       A la extensión inmensa, do el muy alto
       Habita todo en todo...
       ................................... y en tranquila
       Paz el último día aguardaremos,
       Do el alma nuestra, libre de cadenas,
        [p. 124] De Marco Aurelio y Sócrates al lado,
       En la contemplación del universo
       Gozará de placeres inefables...

La mayor parte de los versos de Marchena contenidos en el manuscrito de la Biblioteca de la Sorbona, de que luego daremos cuenta, son indudablemente anteriores a su salida de España. Abundan, en esta colección, las poesías amorosas; y, contra lo que pudiera esperarse de la vehemente índole y del temperamento inflamable de su autor, son casi todas extremadamente frías: labor de pura imitación, en que el autor sigue por punto general las huellas de Meléndez, sin vislumbre alguna de carácter propio. En la poesía erótica, Marchena resulta amanerado e insulso, y la flaqueza de sus dotes poéticas parece más visible en este género que en ningún otro. Habiendo sido hombre extraordinariamente sensual y libidinoso, según el testimonio de todos los que le conocieron, ni siquiera acertó a expresar nunca con calor estos bajos apetitos suyos. Pero, como materialista teórico y práctico, quemó sucesivamente incienso en las aras de muchas deidades, cuyo recuerdo queda en sus poesías: Belisa y la sabia Emilia, deidades del Tormes la una y la otra: Licoris la del bruñido cabello de azabache y alta frente, cuyas caricias le retenían en las orillas del Betis y le hacían olvidarse hasta

       Que en Francia destruyó la tiranía
       del congreso sagrado

y a la cual invitaba al placer en agradables versos, mezclando reminiscencias de Horacio, de Catulo y de Tibulo:

            Tú escucha del Amor la soberana
       Voz que al deleite agora te convida;
       Que está la edad en su verdor lozana.
            Huye la primavera de la vida
       Cual un ligero soplo, un breve instante,
       Y nunca torna, si una vez es ida.
            Vendrá ¡ay! la vejez corva, y el amante
       Que agora sólo espera en tus amores
       Y que esquivas más dura que diamante,
       Lejos huirá de ti...

[p. 125] Todavía hay que añadir a esta lista, no menos poblada que la de don Juan, los nombres de la bella Francisca, con quien el autor había ido en su niñez a la escuela, y que fué sin duda su pasión más inocente; los de las tres hermanas Magdalena, Catalina y Alcinda, a quienes dirige versos más bien galantes que amorosos; y el de aquella beldad peregrina que desde el hesperio suelo pasó a las Galias y que parece ser la misma a quien en otra elegía llama Minerva Aglae .

Como Marchena, a pesar de su entusiasmo erótico, no tenía ni color de afectos ni viveza de fantasía, pero sí muchas humanidades y familiar trato con los clásicos, parece mucho más aventajado poeta cuando traduce o imita que cuando expresa por cuenta propia sus versátiles enamoramientos. Por eso los mejores trozos de esta primera época suya están en sus traducciones de algunas elegías de Tibulo y de Ovidio, las cuales, a parte de cierta bronquedad y dureza de estilo de que no pudo librarse nunca Marchena ni en verso ni en prosa, y que contrastan con la blanda manera de los poetas a quienes interpretaba, demuestran, por lo demás, un estudio nada vulgar ni somero de la lengua poética castellana, y se recomiendan por un agradable dejo arcaico. Marchena, por una contradicción que en su tiempo no era rara, y que también observamos en Gallardo y en otros, era furibundo revolucionario en todo menos en la literatura y en el lenguaje. Su larga residencia en Francia y el hábito continuo que tuvo de escribir y aun de pensar en francés, pudo contagiar su estilo de bastantes galicismos, especialmente en algunas traducciones que hizo, atropelladas y de pane lucrando, pero luego se verificó en él una reacción violenta hasta llegar a la manera artificiosa y latinizada del famoso discurso preliminar de sus Lecciones de Filosofía Moral y Elocuencia.

La política, que tanta parte ocupó en la vida del Abate Marchena, no la tiene menor en sus versos, y suele aparecer donde menos pudiera esperarse. Hasta en las odas eróticas encuentra modo de ingerir el inevitable ditirambo en loor de la Revolución francesa:

       El pueblo su voz santa
       Alza, que libertad al aire suena...
       [p. 126] ¿quién podrá dignamente
       Cantar los manes de Rousseau, clamando
       Libertad a la gente,
       Del tirano el alcázar derrocando,
       La soberbia humillada,
       Y la santa virtud al trono alzada?

La más antigua de sus poesías exclusivamente políticas parece compuesta poco después de la toma de la Bastilla, a la cual aluden de un modo terminante estos versos:

       Cayeron quebrantados
       De calabozos hórridos y escuros
       Cerrojos y candados;
       Yacen por tierra los tremendos muros
       Terror del ciudadano,
       Horrible balüarte del tirano.

Los versos de esta oda son medianos y declamatorios, como casi todos los versos líricos de su autor, pero tienen curiosidad histórica, por ser, sin disputa, los más antiguos versos de propaganda revolucionaria compuestos en España. Diez años antes de que Quintana pensase en escribir la oda A Juan de Padilla y la oda A la imprenta, exclamaba el Abate Marchena, aunque a la verdad con bronco y desapacible acento:

       Dulce filosofía,
       Tú los monstruos infames alanzaste;
       Tu clara luz fué guía
       Del divino Rousseau: tú amaestraste
       Al ingenio eminente
       Por quien es libre la francesa gente.
            Excita al grande ejemplo
       Tu esfuerzo, Hesperia: rompe los pesados
       Grillos, y que en el Templo
       De Libertad de hoy más muestren colgados
       Del pueblo la vileza
       Y de los reyes la brutal fiereza.

Quien tales versos escribía en 1791, es claro que no podía permanecer mucho tiempo en España. No obstante su juventud y la oscuridad de su persona, sus manejos no podían permanecer enteramente ocultos; y aunque haya notoria exageración en los [p. 127] seis años de persecuciones que él se atribuye, no hay duda que la atención del Santo Oficio hubo de fijarse en él, y que, temeroso de ser encarcelado, buscó refugio en Gibraltar, donde se embarcó para Francia en mayo de 1792. [1] Tenía entonces veinticuatro años.

Un Mr. Reynón, de San Juan de Luz, que le conoció poco después de su llegada, nos da muy curiosas noticias de su persona en ciertas Memorias que dejó inéditas y de las cuales hemos obtenido un extracto por mediación de nuestro amigo el ilustre vascófilo inglés mister Wentworth Webster, residente años hace en Sare. [2]

Reynón dice que Marchena era abogado, le supone equivocadamente hijo de Madrid y hace de él el siguiente retrato: «Su estatura no pasaba de cuatro pies y ocho pulgadas. Tenía el rostro picado de viruelas y las narices larguísimas. Era muy suelto de cuerpo y de lengua. Hablaba y escribía bastante bien el francés. Le vimos por primera vez cuando llegó a San Juan de Luz en 1792, entusiasmado hasta el delirio con la idea de vivir en el país de la libertad y de embriagarse con ella. Lo primero que hizo fué alistarse en el club jacobino de Bayona, adoptando con furor todos los principios de la Montaña. Formó parte de la Sociedad de los Hermanos y Amigos Reunidos, en la cual se admitía la más ínfima canalla y hasta al verdugo mismo, cuyo nombre habían cambiado los Representantes de la Convención en el de Vengador.»

Marchena pronunció, en este club, un discurso que fué impreso aquel mismo año en un cuaderno de 14 páginas en 8.º en casa de Duhart Fauvet, y que sería probablemente su primer escrito en francés. No hemos podido hallarle y sólo conocemos de él la siguiente frase campanuda que cita Reynón: «Pongamos sobre nuestras cabezas el gorro de los hombres libres y a nuestros pies la corona de los reyes.»

[p. 128] Reynón, que era furibundo realista, añade que el discurso de Marchena estaba «lleno de infames pensamientos que sólo el espíritu del demonio podía haber dictado»; pero a juzgar por la muestra, el demonio no se había lucido mucho en su colaboración, y los infames pensamientos más traza tienen de lugares comunes propios de una declamación estudiantil escrita en la jerga revolucionaria de aquel tiempo.

«Marchena (añade Reynón) obtuvo un grande éxito de tribuna entre los descamisados. Pero pareciéndole Bayona corto teatro para su ambición, pasó muy pronto a París, donde escribió en un periódico terrorista y formó parte del club de los Jacobinos.»

El periódico de que Marchena fué colaborador, era nada menos que el famoso Ami du peuple, dirigido y redactado, en su mayor parte, por Marat, oriundo de España, aunque nacido en Suiza y amigo de varios refugiados españoles, especialmente de un cierto Guzmán, que fué condenado a muerte en 1794 como complicado en el proceso de Danton. Quizá por mediación suya entró Marchena en relaciones con el famoso terrorista; pero como en medio de todos sus extravíos conservase siempre nuestro Abate cierto fondo de humanidad y de hidalguía, no tardó en desavenirse con el tremendo y sanguinario personaje a quien ayudaba con su pluma, y comenzó a mirar con ceño las máximas de exterminio que en todos los números de aquel papel se propalaban. No pasaron muchos meses sin que Marchena renegase enteramente del bando Jacobino y de los furiosos fanáticos o hipócritas perversos que le dirigían y se pasase a la fracción de los girondinos, a quienes acompañó en próspera y adversa fortuna, ligándose especialmente con Brissot. Y cuando Marat sucumbió bajo el hierro de Carlota Corday, Marchena, que se hallaba entonces en las cárceles del Terror, saludó a la hermosa tiranicida con un himno vengador, que no puede parangonarse seguramente con la hermosa elegía de Andrés Chénier al mismo asunto, digna de ser grabada en el más puro mármol de la antigüedad, pero que no deja de contener versos enérgicos y expresiones dictadas por una exaltación vehemente y sincera:

       Salve, deidad sagrada;
       Tú del monstruo sagrado libertaste
       La patria; tú vengaste a los humanos;
        [p. 129] Tú a la Francia enseñaste
       Cuál usa el alma libre de la espada,
       Y cuál sabe inmolar a sus tiranos.
       ......................................
            De tu pueblo infelice
       Sé deidad tutelar. ¡Oh! No permitas
       Que a la infame Montaña rinda el cuello.
       Mas ¡ay! que en balde excitas
       Con tu ejemplo el vil pueblo, que maldice
       El brazo que le libra. ¡Ay que tan bello
       Heroísmo es perdido,
       Y pesa más el yugo aborrecido!
            Que en las negras regiones
       Las Furias hieran con azote duro
       Del vil Marat el alma delincuente;
       Que en el Tártaro oscuro
       Sufra pena debida a sus acciones,
       Y del gusano eterno el crudo diente
       Roa el pecho ponsoñoso,
       ¿Será por eso el pueblo más dichoso?
            La libertad perdida
       ¡Ay! mal cobra: en pos de la anarquía
       El despotismo sigue en trono de oro;
       Su carro triunfal guía
       La soberbia opresión; la frente erguida,
       Va la desigualdad, y con desdoro
       El pueblo envilecido
       Tira de su señor el carro, uncido.
             ¡Oh diosa! Los auspicios
       Funestos de la Francia ten lejanos:
       Torne la libertad a nuestro suelo;
       Así, con puras manos,
       Los hombres libres gratos sacrificios
       Te ofrecerán, Carlota; tú del cielo
       Donde asistes, clemente
       Protege siempre a la francesa gente.

Pero no adelantemos el curso de los sucesos. A fines de diciembre de 1792, Marchena, que ya había roto definitivamente con la Montaña, fué recomendado por Brissot al ministro de Relaciones Exteriores, Le Brun; y le dirigió, desde Bayona, la curiosa carta que ya hemos tenido ocasión, de citar, en que, presentándose como «un amigo de la libertad que arde en deseos de verla triunfante en su patria, sometida al más violento despotismo por muchos [p. 130] siglos», le ofrece sus servicios para propagar las ideas de la Revolución en España, «si es que Francia piensa seriamente en declarar la guerra a los Borbones españoles». Y como muestra de su literatura propagandista, le envía varios ejemplares de una alocución a los españoles, la cual había hecho imprimir y circular en la Península, dando motivo con esto a que el Gobierno de Carlos IV mandase secuestrar todos sus bienes.

Esta alocución está en castellano, como era natural; pero el autor se finge francés; «yo no he estado nunca en vuestro país», dice; disimulación que, por lo visto, no impidió que todos reconocieran su estilo y que se procediese contra él jurídicamente. Existen de ella dos textos diversos, uno manuscrito y otro impreso. Contra lo que pudiera creerse, el primero no es el esbozo del segundo, sino una refundición posterior que lleva la fecha de 1793, con notables supresiones y adiciones. Entre lo suprimido está una impertinente digresión literaria, en que Marchena (¡en un manifiesto político!) se desataba contra varios escritores de su tiempo, en especial contra Forner, a quien parece haber profesado particular inquina, bien explicable por ser antípodas el uno del otro en sus principios sociales y filosóficos. El contenido político de ambas proclamas es casi idéntico: en una y otra, las invectivas contra la Inquisición ocupan largo espacio y en una y otra se aboga por la inmediata reunión de Cortes, si bien en la primera predomina más el espíritu histórico, se invocan los manes de Padilla y hasta se solicita, para la obra de regeneración nacional, el concurso del clero, de la nobleza y de las clases privilegiadas. El señor Morel-Fatio hace notar oportunamente que en ambos documentos hay muchas reminiscencias del famoso Avis aux Espagnols, de Condorcet. Para que se forme completa idea del extravagante y declamatorio documento de Marchena, no tenido en cuenta hasta ahora por los que han tratado de nuestra guerra contra la República francesa en 1793, reproducirnos aquí la segunda redacción íntegra y los pasajes más importantes de la primera que fueron suprimidos después. [1]

[p. 131] «AVISO AL PUEBLO ESPAÑOL [1]

El tiempo llegó ya de ofreceros la verdad; en vano vuestro tirano querría sofocarla; el pays de la libertad, el pueblo soverano os ofrece un asilo en Francia en el seno de los defensores de la humanidad representada en los derechos imprescriptibles del hombre, cuyas semillas fecundas producirán un día la felicidad de todas las naciones, derrivando de los sumptuosos tronos la superstición y la tiranía para colocar sobre él la igualdad y la razón; puesto que la naturaleza no destinó el hombre a ser esclavo del hombre; la superstición y la ignorancia solo pudieron esclavizar los hombres; pero, ahora que la razón se manifiesta, guerra a los hipócritas y opresores.

¿Quién creera que una nación como la vuestra, se imagina que los franceses se hacen entre ellos una guerra cruel? ah Españoles! pueblo belicoso y magnánimo, avrid los ojos y aprended á aborrecer los infames impostores que os engañan para esclavizaros; representando os los franceses como enemigos de Dios... siendo así que han jurado a la faz de los cielos fraternidad y tolerancia recíproca; pues aquí el judío socorre al christiano, el protestante socorre el católico; los odios de religión son desconocidos, el hombre de bien es estimado, y el perverso despreciado. Si la religion de Jesus es el sistema de la paz y de la caridad universal, quienes son los verdaderos christianos? Creo son los que socorren a los hombres como buenos hermanos, y no los que los persiguen y matan porque no adoptan sus ideas religiosas. Christo no vino armado para inculcar su religion, predicó sus doctrinas sin forzar los hombres a seguirla; y vuestra Inquisición no cesa de avrir sus cavernas espantosas para llenarlas de aquellos. [2]

[p. 132] Yo no he estado nunca en vuestra nación: el nombre solo de Inquisición me hace erizar los cabellos; pero los viajeros que le han corrido, y vuestros mejores libros que he leído, me han hecho formar una idea cabal de vuestra nación. Decidme si vuestra Inquisición no ha perseguido siempre mortalmente a los hombres de talento desde Bartolomé de Carranza y fray Luís de León hasta Olavide y Bails? La Bastilla tan detestada y con tanta razón entre nosotros tiene algo de comparable con vuestro odioso y abominable tribunal?...

La Bastilla era una prisión de estado, como otras mil de la misma especie, que el despotismo que sólo puede conservarse por medios violentos mantiene en todas partes, pero ni los presos eran deshonrados, ni la opinion pública infamaba las familias, ni la infeliz víctima se veía privada de todo consuelo; sus reclamaciones llegaban a los ministros, y los ministros pueden aplacarse, pero quién aplacó jamás a un inquisidor?

Las otras naciones han adelantado a pasos de gigante en la carrera de las ciencias, y tu, patria de los Sénecas, de los Lucanos, de los Quintilianos, de los Columelas, de los Silios, donde está, ay! tu antigua gloria? El ingenio se preparaba a tomar el vuelo, y el tizón de la inquisición ha quemado sus alas; un padre Gumilla, un Masdeu, un Forner, es lo que oponen los Españoles a nuestro sublime Rousseau, al divino pintor de la naturaleza, nuestro gran Buffon, a nuestro profundo historiador político, el virtuoso Mably, al atrevido Raynal, a nuestro harmonioso Delille y nuestro universal Voltaire.

No es ya tiempo de que la nación sacuda el intolerable yugo de la opresión del pensamiento? no es tiempo de que el gobierno suprima un tribunal de tinieblas que deshonra hasta el despotismo? .. ¿A qué fin hacer de los hombres unos seres autómatas? Tanto vale mandar a hombres máquinas como dar cuerda a reloxes. El sistema actual del gobierno parece ser el de aligerar el peso que cargo sobre los hombros de los Españoles, pero el primer paso de toda mejora es destruir la Inquisición por sus fundamentos. No calumniemos al pueblo; los perversos pueden engañarle, pero quando se le presenta el bien lo abraza con ansia, y besa con entusiasmo la mano de donde le viene. Yo he consultado a muchos Españoles que viajan por mi patria, todos anhelan ver la Inquisición por tierra, pero algunos me han insinuado que hai hombres de mala fe, que fingen creer que la nación engañada podría oponerse a esta medida. Oposición del pueblo en España; donde el monarca es todo-poderoso, donde las luces no obstante todas las precauciones se han difundido harto más de lo que se piensa! Ah! tiemblen más antes los tiranos de que el pueblo oprimido en todos los puntos de contado no estalle con una explosión tan terrible, que destruya todos los hipócritas y todos los opresores...

Igualdad, humanidad, fraternidad, tolerancia, Españoles, este es en cuatro palabras el sistema de los filósofos que algunos perversos os hacen mirar como unos mónstruos...

Un solo medio os queda, Españoles, para destruir el despotismo religioso; este es la convocacion de vuestras Cortes. No perdais un momento, sea Cortes, Cortes el clamor universal....

[p. 133] Españoles, el deficit de vuestro erario aumenta a medida que crecen vuestras imposiciones; vuestro pais que la naturaleza dotó de todo, carece de todo, porque una constitucion tabífica (sic), y un gobierno famélico devoran vuestra más pura substancia. Campos de Villalar, sepultasteis a caso con los generosos Heroes defensores de la libertad la energía, y el patriotismo de la Hesperia?... Manes de Padilla, y tú grande alma de D.ª María Coronel (sic) que lloras en la tumba la cobardía de tus descendientes, inspire a los Españoles aquel valor con que defendiste en las murallas de Toledo las últimas reliquias de la moribunda libertad. Clero, nobleza, clases privilegiadas, qué sois vosotras en un gobierno despótico? Las primeras esclavas del Sultán. El despotismo es el verdadero nivelador: queréis ver la imagen de este gobierno? Tarquino cortando los cogollos de las adormideras.

La ignorancia más crasa de los principios fundamentales de la formación de nuestras Cortes es la que puede hacer temer a la nobleza la destruccion de las distinciones, al clero de sus privilegios abusivos, y a la corona de sus justas prerogativas. En vano los ignorantes o los mal intencionados os asustan con el ejemplo de la Francia: los estados generales de esta nación no tenían reglas fixas ni límites invariables, y vuestras Cortes los tienen, y bien señalados. La Francia necesitaba de una regeneración; la España no necesita mas que de una renovación. Esta verdad solo pueden contestarla los charlatanes de política que no saben que las Cortes de Aragón y de Cataluña eran el mejor modelo de un gobierno justamente contrapesado. Si mis ocupaciones me lo permiten; si el pueblo español clama por las Cortes, yo escribiré, refugiado a un pueblo libre, qué eran estas Cortes.

Los franceses han hecho su Constitución con el fin de ser felices, y no con el de hacer infelices a los demás hombres; por consiguiente no quieren conquistar a nadie, no quieren apoderarse de ninguna propiedad, pero lo que quieren es destruir los tiranos, que no trabajando, aspiran a hacer uso y disponer de las propiedades y del trabajo de los pobres a su fantasía, invirtiendo ese trabajo en sus infames placeres, y en forjar hierros para aprisionar a los hombres, a quienes para engañarlos los llama queridos hijos y vasallos.

Paz, y guerra llevarán consigo los Franceses; Paz a los hombres, y Guerra a los tiranos Reyes.

Si algún daño ocasionasen las tropas, la Francia jura y afianza pagarlo como lo ha hecho en Courtray y Alemania.» [1]

[p. 134] II

Aunque el manifiesto de Marchena pareciese muy propio para convertirse en catecismo de los adeptos españoles de la Revolución francesa, no satisfizo, sin embargo, a todos los emigrados, entre los cuales, por imposible que parezca, los había mucho más violentos que él. Uno de los que le desaprobaron fué Guzmán (amigo de Danton y furibundo terrorista), [1] el cual extendió sus críticas al lenguaje, que encontraba bárbaro, y a las faltas de ortografía, que efectivamente hormiguean en la proclama de Marchena. [2] Le Brun había organizado en la frontera dos comités de propaganda revolucionaria compuestos de españoles, uno en Bayona [p. 135] otro en Perpiñán. Designado Marchena para formar parte de uno de ellos, dirigió al ministro, en 23 de diciembre de 1792, una Memoria, en francés, bastante más sensata que sus alocuciones.

«Nada es más contrario (decía) a los principios del buen juicio que obrar sin un plan determinado. El comité revolucionario establecido en las fronteras de España tiene por objeto preparar y acelerar la revolución. Pero este fin tiene que ser muy vago, mientras no se defina lo que se entiende por revolución, cuál debe ser la que ha de operarse en España, y cuáles son los medios que se han de poner en práctica para hacerla triunfar.

Hay un axioma de eterna verdad en todas circunstancias y en todos tiempos, y es que los hombres consultan más bien la experiencia de lo que se ha hecho que la razón de lo que debería ser. Nunca hubiera llegado Francia al grado de libertad de que ahora goza, y que va a consolidarse por la caída de los tiranos que la rodean, si se hubiese hablado en el primer momento de una Convención Nacional que había de establecer la República sobre las ruinas del trono. Los franceses del 88 creían de buena fe que sus mayores habían sido libres en tanto que se dejó oír la voz de sus Estados Generales, y no suspiraban más que por su restablecimiento. Los filósofos, hombres de Estado que conocían toda la imperfección de estas corporaciones aristocráticas, se guardaban muy bien de entibiar el ardor impaciente del pueblo. Creían, por el contrario, que el remedio de todas las imperfecciones inherentes a la constitución de los Estados Generales estaba en estas mismas asambleas, y solamente en ellas, La experiencia ha demostrado que no se engañaban en esto.

Hombres que no son ni filósofos ni estadistas se han aventurado a decir que el comité revolucionario de España no debía hablar de la convocatoria de Cortes; es decir, en otros términos, que el comité revolucionario no debía hablar de revolución. Y entonces los españoles podrían decir: Los franceses nos traen la libertad, según dicen, pero no nos la presentan con las formas con que nosotros la hemos conocido. ¿Con qué derecho pretenden prescribirnos reglas sobre la manera de ejercer nuestra soberanía? ¿Con qué derecho se atreven a cambiar la manera de expresar la voluntad general, que nosotros habíamos adoptado antes que la nación hubiese decidido [p. 136] sobre sus inconvenientes? No es la libertad lo que nos ofrecen: nos prescriben leyes imperiosas, dándose por nuestros libertadores. No hemos hecho, pues, más que cambiar de esclavitud, porque una nación es siempre esclava cuando obedece a otra voluntad que la suya, ya sea esta voluntad la de un rey, ya la de otro pueblo ¿Y qué habría que responder a este lenguaje? ¿Cómo queréis interesar a los demás pueblos para que rompan sus cadenas si ven que les preparáis otras nuevas?

Aun en los tiempos de más espantoso despotismo no olvida un pueblo las instituciones que le han garantizado en otros siglos una suma mayor o menor de libertad. El pueblo español se acuerda siempre de sus Cortes, y en el año 89 el público recibió con la más violenta indignación una pieza en que se ultrajaba la memoria de D.ª  María Coronel. [1] Pero independientemente de estas razones universales, hay otras peculiares de la nación española, las cuales demuestran evidentemente que el único medio de hacer la revolución en España es la pronta convocatoria de Cortes.

Cuando se habla de Cortes en España hay que distinguir entre las de Castilla, las de Aragón, las de Valencia, las de Cataluña y las de Navarra. La organización de cada uno de estos Cuerpos difería enteramente de la de los otros. El poder y la influencia de los municipios era mucho más considerable, y la autoridad estaba más limitada en Cataluña que en ninguna otra parte. Se puede decir que las Cortes de Castilla no tuvieron nunca régimen muy fijo, y que las que se celebraron durante el reinado de Carlos V, diferían tanto de los Concilios de Toledo, congregados en tiempos de los reyes godos (y que realmente no eran más que asambleas de la nación), como los Estados Generales de 1614 diferían de las Asambleas del Campo de Marte en tiempos de Clodoveo. Así, nada es más fácil que dar a estas Cortes una forma democrática sin desnaturalizarlas ni abolirlas del todo, lo que indispondría a todos los españoles contra reformas en que ellos no hubieran consentido.

No debo parecer sospechoso de tibio amor a la libertad: hartos sacrificios he hecho por esta divinidad para que se crea que yo pueda apostatar de su culto. Pero examinemos fríamente si los españoles son capaces, en el momento actual, de una libertad igual a la que disfrutan los franceses. Ruego que se lean con atención estas rápidas reflexiones, sugeridas únicamente por el interés de mi patria y el de la humanidad.

Hay que convenir en que la religión papista o católica ha echado raíces más profundas en el suelo español que en el francés; y sería temerario atacar de frente las preocupaciones religiosas...

Por otra parte, el estado actual de España es muy diferente del de Francia: no hay que buscar allí un Mirabeau, un Brissot o un Condorcet. Sin duda, hay gentes ilustradas, pero no se encuentra uno de esos grandes genios capaces de abrir los ojos a un pueblo entero, y de regenerar la nación. Como [p. 137] los hombres que piensan no se comunican con el pueblo; como el temor de la Inquisición obliga a los hombres más ilustrados a aparentar que creen en las fábulas más absurdas, todos los que no son verdaderamente filósofos están imbuídos en las preocupaciones más groseras. Un hombre que se respeta a sí mismo no se dedica en España al oficio de autor, porque no se pueden imprimir más que frivolidades o libros ascéticos: por eso no es posible ilustrarse sin adquirir el conocimiento de las lenguas extranjeras. En este país no hay más que dos clases de hombres, unos enteramente ilustrados, otros enteramente supersticiosos.

La manía de los mayorazgos, la indolencia de la nación oprimida por los impuestos más gravosos que se pueden inventar, han ahogado la industria y han concentrado en muy pocas manos casi toda la propiedad territorial. Si empezamos por hablar de igualdad absoluta, antes de haber preparado al pueblo gradualmente para disfrutar de ella, podrá venir la ley agraria, esto es, la rapiña, la anarquía y la disolución social.

Francia ha adoptado una constitución que hace de esta vasta nación una república, una e indivisible. La conformidad en las costumbres, la cultura difundida casi igualmente por toda la superficie del país, la hacen propia para esta institución. Pero España, cuyas diversas provincias tienen usos y costumbres diferentes; España, con la cual debe ser unido Portugal, no puede formar más que una república federal. Para la felicidad de la nación, se puede y se debe dejar subsistir las antiguas Cortes

Francia tiene, sin duda, el derecho de decir al pueblo español: «Tenéis un rey, que es mi enemigo natural; os haré la guerra hasta que le hayáis precipitado del trono.» Pero no tiene derecho para constituir nuestra nación a su modo. España es la que debe darse a sí propia una constitución. Las Cortes subsisten de derecho, mientras el pueblo español no las haya abolido.

Como tengo el mayor interés en que estas reflexiones sean leídas por el ciudadano ministro, no añado ningún desarrollo a estas indicaciones rápidas. Notaré solamente que es indispensable que el comité tenga un punto de reunión o un presidente instruído a fondo en la historia de España, hombre de Estado, y de carácter enérgico, que pueda dar cierta formalidad a las operaciones, y encaminarlas a un solo punto: el triunfo definitivo de la revolución.—J. MARCHENA.»

Esta Memoria, en que, a despecho de los errores propios del fanatismo nivelador y de la abstracta política de aquel tiempo, no deja de campear cierto espíritu tradicional e histórico, no pudo ser grata a la mayor parte de los revolucionarios franceses, que odiaban de muerte el federalismo y no querían oír hablar de Cortes, ni de ninguna otra institución representativa que recordase los tiempos medios. Hubo, pues, una escisión entre los que a todo trance querían, como el dantonista Guzmán y el alcalde de Bayona Basterreche, implantar en España los principios de la república una [p. 138] e indivisible y los que podemos llamar federales, a cuyo frente estaba Marchena con otros españoles amigos suyos.

Era de los principales el ciudadano Hevia, antiguo secretario de la Embajada de España en París, de la cual había desertado para pasarse al campo enemigo, haciendo los más violentos alardes de furor demagógico, por lo mismo que su origen era aristocrático, puesto que pertenecía a la familia de los marqueses del Real Transporte. Cuando llegó la guerra del 93, Hevia redactó una proclama mucho más violenta y desaforada que la de Marchena, descendiendo a innobles insultos contra Carlos IV y María Luisa, y, lo que es peor, contra la desdichada y heroica María Antonieta, cuya cabeza iba a rodar pocos meses después en el patíbulo. [1]   Reconozcamos que Marchena, aun en el mayor arrebato de sus [p. 139] pasiones, jamás se deshonró con estas abominables invectivas, y mostró siempre cierta nobleza de alma que parece incompatible con el medio en que vivía.

Por lo demás, Hevia abundaba en el sentir político de Marchena en lo que toca a la convocatoria de Cortes, como lo prueban ciertas Reflexiones que, apoyando las de su amigo, dirigió al ministro Le Brun. [1]

«Francia (decía) no puede pensar en la anexión de España a la República Francesa. El estado moral y físico de esta nación se opone fuertemente a esta reunión. Un buen tratado de comercio que asegure a Francia todas las ventajas que puede sacar de su situación respecto de España, será el bien más precioso que pueda obtener en esta guerra.

Sostengo que si no se convocan las Cortes, la nación española no tendrá ningún punto de reunión y será desgarrada por la más completa anarquía, o se verá obligada a echarse en brazos de Francia.

Esos señores del Comité de Bayona, que no quieren las Cortes querrán sin duda ser considerados como representantes de la nación española. Pero si la nación no los quiere mirar como tales, ¿qué podrán hacer?...

Sin duda que hay que minar poco a poco la religión cristiana. La teocracia debe desaparecer de la superficie de la tierra, juntamente con la tiranía, a la cual sirve de apoyo. Pero no hemos de creer que en poco tiempo se logrará descuajar esta planta parásita. Díganme de buena fe si creen que un pueblo que tiene la desdicha (!) de ser profundamente adicto a la religión cristiana puede ejercer la plenitud de su soberanía...

Aprovecho esta ocasión para ofrecer al ciudadano ministro el resultado de las conversaciones que yo y el ciudadano Marchena hemos tenido juntos sobre la organización del comité. Es indispensable que haya un punto de reunión; que haya también un presidente dotado de todas las cualidades propias para tal empleo. Los individuos de esta Junta deben ocuparse en el estudio de la historia de España, recordar al pueblo español las épocas en que gozaba de cierta suma de libertad... Hay que poner mucho empeño en hacer aborrecible la casa de Borbón, y sobre todo en disminuir el influjo de la clerigalla en el espíritu del pueblo.»

Otro de los más conspicuos individuos del grupo de Marchena, era el ya citado don Vicente María Santibáñez, que acababa de llegar de España en enero de 1793 , y a quien en los términos más eficaces recomendaba el ciudadano Basterreche al ministro Le Brun, anunciándole de paso la próxima llegada de otro escritor español todavía de más mérito, nada menos que de un émulo de [p. 140] Cervantes, a quien por tales señas nadie descubrirá fácilmente entre los ingenios de entonces.

«Ha llegado aquí (decía el Alcalde de Bayona en 20 de enero) un español recomendable por su talento y carácter se llama Vicente María Santibáñez. viene escapado como por milagro de las persecuciones de la Inquisición y de la Corte. Era profesor de Elocuencia y de Política en una Universidad, pero hace algún tiempo se había establecido en Madrid, donde cultivaba con éxito las bellas letras. Es hombre que ha frecuentado la mejor sociedad, y que conoce a fondo toda la máquina del Gobierno español, y todavía mejor a los individuos que la dirigen. Nos podrá ser extremadamente útil, porque tiene conocimientos, mucho ingenio y se expresa elocuentemente en castellano, y, si es menester, en francés... Tengo motivos para creer que dentro de poco veremos llegar también a uno de los primeros escritores de aquella nación, a un émulo de Cervantes; si es que puede escapar felizmente de las persecuciones que ya han comenzado contra él.»

Las noticias que he podido adquirir de Santibáñez son muy escasas. Debía de ser hombre de imaginación fantástica y exaltada. En sus mocedades cantaba el amor libre, tema de una oda o silva que dirigió en consulta a don Tomás de Iriarte con una carta que parece escrita por un erotómano. Más adelante cambio de rumbo y se dedicó a trabajos de más provecho para su reputación literaria. En la Universidad de Valencia, donde parece haber estudiado y donde desempeñó alguna cátedra, leyó la oración latina inaugural del curso de 1774. (Oratio de eloquentiae laude et praestantia, habita ad Senatum et Academiam Valentinam in studiorum instauratione) En 1780 aparece en las actas de la Real Academia de Nobles Artes de San Carlos de aquella ciudad, leyendo un romance heroico en la distribución de premios generales, y en 1783 leyendo una silva. Son suyos, aunque no llevan su nombre, los prólogos y notas de las espléndidas ediciones de las Crónicas de don Juan II y de los Reyes Católicos, publicadas por el impresor Benito Monfort en 1779 y 1780, verdaderos monumentos tipográficos, en que es lástima que la corrección del texto no corresponda siempre a la belleza y pulcritud de los tipos y de la estampación, que es de lo más perfecto que nunca se vió en España. En 1782, Santibánez estaba ya de profesor en el Seminario de Vergara y publicaba en Vitoria, bajo los auspicios de la Sociedad Vascongada, diversos elogios fúnebres de sus consocios, el de don Ambrosio de Meade, en 1782; el del marqués González Castejón, en 1784; [p. 141] el del conde de Peñaflorida (fundador de la Sociedad y del Seminario), en 1785. Tres años después le hallamos en Valladolid donde publicó, traducida, una de las Novelas Morales de Marmontel, La mala madre, con un prólogo muy curioso, en que se trata de la antigüedad, progresos y utilidad de este género de literatura (1780). [1] Pero mucha más celebridad que esta traducción tuvo otra que no lleva su nombre y que ha sido atribuída con error al Abate Marchena, a pesar de que Quintana [2] señala con precisión su autor verdadero. Es la famosa Heróida de Heloísa a Abelardo, traducida libremente, y no del original inglés de Pope, sino de la paráfrasis o imitación francesa de Colardeau. Santibáñez añadió otra heróida original suya, de Abelardo a Heloísa, imitada de otras francesas de aquel tiempo y también de Ovidio y otros antiguos; y con todo ello formó el tomito de las Cartas de Abelardo y Heloísa, que por la mezcla de sentimentalismo y voluptuosidad que en ellas rebosa y por las declamatorias imprecaciones que contienen contra los votos monásticos y contra el celibato religioso, fueran puestas por la Inquisición en su Índice, sirviendo esto de incentivo, como generalmente acontece, para que fuesen más ávidamente leídas por la juventud de uno y otro sexo, en innumerables copias que corrieron manuscritas. [3] El estilo poético de Santibáñez es desaliñado y muchas veces prosaico, pero algunos pasajes no carecen de pasión, y en conjunto las dos epístolas se dejan leer sin hastío, dentro de su género ficticio y anticuado. En prosa escribía mejor, y no era de los más incorrectos y galicistas de su tiempo, a pesar de su intimidad con las ideas y los libros de Francia. Pero ni en prosa ni en verso pasó nunca de una razonable medianía .

Llegaba a Francia como un arbitrista político, cargado de memorias y proyectos para hacer la felicidad de España. Una de ellas se titula Reflexiones imparciales de un español a su nación [p. 142] sobre el partido que debería tomar en las ocurrencias actuales, y lleva la fecha de marzo de 1793. [1] En ella Santibáñez, apartándose algo de las ideas de Marchena y sus amigos, aboga, no por las antiguas Cortes, sino por un nuevo cuerpo político, una representación nacional a la moderna.

Estalló, en tanto, la guerra en el Pirineo oriental, emprendiendo el general Ricardos su campaña de 1793, la más gloriosa para nuestras armas desde los días, ya lejanos, de Montemar y del marqués de la Mina. Mientras el inmortal caudillo aragonés se aprestaba a recoger los lauros inmarcesibles de Masdeu, de Truillas, y del campamento atrincherado del Boulou, los malos españoles a quienes su impío fanatismo había arrastrado a Francia, se ponían al servicio de la República para iniciar, en las filas de nuestro ejército, la propaganda revolucionaria. Le Brun llamaba a París a Marchena y a Hevia para tratar de la organización definitiva de los comités de Bayona y Perpiñán, y Santibáñez admitía el encargo de poner en castellano la ley de 3 de agosto de 1792, provocando a la deserción a los sargentos, cabos y soldados.

Pero todavía hubo quien fuese más lejos en estos crímenes de lesa nación. En las memorias ya citadas del vasco-francés Reynón, extractadas por el capitán Du Voisin, se leen los más curiosos detalles acerca de otro revolucionario español, que llevó su insano furor hasta el punto de tomar armas contra su patria. Permítase una leve digresión sobre este odioso personaje.

Llamábase don Primo Feliciano Martínez de Ballesteros y había nacido en Logroño por los años de 1745. Su familia era distinguida: su educación esmerada. Sabía bien el latín, y hablaba con mucha soltura el italiano y el francés. Era buen músico y tocaba con talento el piano y el órgano. A la edad de treinta años se estableció en Bayona, donde se ganaba la vida como intérprete y profesor de lenguas. Decíase que había sido novicio de los jesuitas, pero nunca pudo comprobarse. Hombre ingenioso y de ameno trato, ganó en breve tiempo muchos amigos, a quienes divertía con su gracia para contar anécdotas chistosas, y con sus originales y felices ocurrencias, cuyo gusto sabía variar según la calidad de las gentes con quien trataba. Escribiendo, tenía menos donaire: [p. 143] publicó en castellano la famosa Academia Asnal, con caricaturas en madera: una de las más insulsas diatribas que se han escrito contra la Academia Española desde que en tiempos inmediatos a su fundación, don Luis de Salazar y Castro rompió el fuego en la Carta del Maestro de Niños y en la Jornada de los coches de Madrid a Alcalá.

De estas escaramuzas literarias pasó pronto a otras de peor calidad. En la guerra de 1793, no contento con provocar a la deserción a los soldados españoles, intentó formar una legión de miqueletes, que él se proponía mandar con título de coronel. Llegó a reunir unos 200 hombres, que se acuartelaron en el convento llamado de Dames de la Foi, en Bayona. Allí se encargó de educarlos en la doctrina revolucionaria otro español refugiado, el ex oficial de marina Rubín de Celis, [1] hombre instruído pero fanatizado por las ideas humanitarias y filosóficas de la época. Celis daba conferencias a los desertores y les explicaba el catecismo de los derechos del hombre. Pero esta instrucción teórica no bastaba para los designios de Ballesteros, y además, antes que aquella tropa estuviera en disposición de moverse, estalló una sangrienta reyerta entre el Cuerpo 7.º de voluntarios de Burdeos y los miqueletes españoles, la mayor parte de los cuales determinaron volver a pasar la frontera y acogerse a indulto. Ballesteros no se desanimó por eso, y con foragidos y vagabundos de todos los países formó una [p. 144] nueva legión, a la cual dió el nombre de Cazadores de las montañas. Con ellos entró en campaña, y no dieron mala cuenta de sí; pero agotados en breve tiempo los recursos del coronel, tuvo que poner su pequeña tropa a disposición del general La Bourdonnaye, que mandaba el ejército de los Pirineos Occidentales. La Bourdannaye le reconoció el grado de comandante de batallón, y le incorporó a su Estado Mayor en calidad de intérprete de lenguas extranjeras. Pero Ballesteros no conservó mucho tiempo su posición ni su grado, porque es bien sabido que los comisarios de la Convención hacían y deshacían diariamente generales y oficiales. [1]

Quedó, pues, separado del servicio, y sólo mucho después remuneró el Gobierno de la República sus servicios con una módica pensión vitalicia de 800 francos, harto pequeña para quien se jactaba de que el Gobierno español había ofrecido cien mil reales por su cabeza. Aquí termina su papel político. En la venta de bienes nacionales había comprado a bajo precio la abadía de San Bernardo, cerca de Bayona. Allí estableció una fábrica de botellas, que fué devorada por un incendio. Entonces buscó nueva y menos lícita industria, aprovechando sus conocimientos químicos para falsificar el tabaco de España. Enriquecido por la falsificación y el contrabando, alcanzó la avanzadísirna edad de noventa años, y murió en 1830, «muy llorado (dice Reynón) por las muchachas del pueblo, muchas de las cuales conservaban prendas de su amor» [2]

Volvamos a Marchena y a su compañero Hevia, los cuales, por este tiempo, empezaban a caer de la gracia del ministro Le Brun. Había entrado éste al principio en sus planes, como lo prueba su correspondencia con el alcalde de Bayona. En 8 de marzo le escribía:

«Persisto en creer que Bayona es el punto más conveniente para reunir a los patriotas españoles y para trabajar en la regeneración de su país... Conviene que el comité revolucionario empiece a funcionar lo antes posible, [p. 145] pero ajustando su conducta a principios de moderación y prudencia. Es evidente que el lenguaje de los franceses regenerados y republicanos no puede todavía ser el de los españoles. Éstos tienen que irse preparando gradualmente a digerir los alimentos sólidos que les preparamos. Sobre todo, hay que respetar durante algún tiempo ciertas preocupaciones ultramontanas, que a la verdad son incompatibles con la libertad, pero que están demasiado profundamente arraigadas en nuestros vecinos para que puedan ser destruídas de un golpe». [1]

En 26 de marzo, añadía:

«Ya os he hablado de la organización de dos comités, uno en Bayona y otro en Perpiñán, y os he indicado los nombres de muchos de los que deben ser sus miembros. Añado a esta lista dos españoles que están aquí, Marchena y Hevia: partirán dentro de pocos días, y espero que quedaréis satisfechos de su celo y de su talento». [2]

Pero los tiempos eran de recelo y desconfianza.

«El grupo francés (dice Morel-Fatio) quería a todo trance excluir de los comités a Marchena y a Hevia, cuyo conocimiento de las cosas de España, así como la superioridad de su cultura, mortificaban a las medianías y a los ignorantes que tanto en Bayona como en Perpiñán pretendían tomar la dirección de los negocios españoles.»

Acordaron, pues, según era costumbre entonces, denunciarlos como sospechosos de traición e incivismo. El ciudadano Taschereau, antiguo agente secreto en Madrid encargado de espiar al embajador Bourgoing, y otro ciudadano todavía más oscuro, llamado Carles, escriben a Le Brun pintando a Marchena como «un joven aturdido, que no tiene más que las apariencias de un hombre instruído, y que posee, en cambio, toda la presunción de un ignorante».

«Se le ha visto (añaden) variar muchas veces en sus principios revolucionarios, entusiasmarse con los Bernardos ( Feuillants, sociedad compuesta de moderados), declamar como un frenético contra la famosa jornada del 10 de agosto (asalto de las Tullerías, y caída de la monarquía)... Se le ha oído en Bayona decir a gritos: España o la muerte. ¿Es esto patriotismo? Este hombre es sospechoso de todo punto, y muchas cartas que ha escrito a Madrid pueden atestiguarlo. Además, fuera de algunos conocimientos [p. 146] en moral y en político, Marchena no sabe absolutamente nada, porque no ha meditado ni reflexionado sobre nada. El otro colaborador, llamado Hevia, está igualmente vacío que Marchena de buen sentido y de reflexión»  [1] .

Estas denuncias surtieron su efecto en el ánimo del ministro y cuando Marchena y Hevia estaban a punto de salir de París para trasladarse a Bayona, fueron arrestados por los comisarios de la sección de las Cuatro Naciones como extranjeros y sospechosos . Apenas se enteró de ello Brissot, amigo y protector de Marchena, se apresuró a intervenir en su favor, solicitando que inmediatamente fuesen puestos en libertad los dos emigrados españoles. Su carta a Le Brun, es de 4 de mayo y dice así:

«Ciudadano Ministro:

Acabo de saber que Marchena ha sido arrestado, y con él Hevia. Parece increíble que se haya llegado a tales excesos contra hombres a quienes el amor de la libertad ha traído a Francia, y que tantas pruebas han dado de sus sentimientos cívicos. No sé a qué atribuir el cambio de vuestras disposiciones respecto a ellos, y por qué razón, después de haberlos nombrado para el comité revolucionario español, en que podían ser tan útiles, habéis hecho borrar sus nombres sin motivo alguno. Sea como quiera, hoy la desdicha pesa sobre ellos, y al Ministro de Negocios extranjeros es a quien toca sacarlos de tal situación. Podéis y debéis informar a la sección de todo lo que sabéis sobre esos hombres, del empleo a que pensabais destinarles; y puesto que ya no pueden servir a la República francesa por haber cambiado vuestra opinión en este punto, lo menos que podéis hacer es darles un pasaporte para que salgan de Francia. Están proscriptos en España como amigos de la Revolución francesa. ¿Los hemos de proscribir aquí como españoles? Cuando un extranjero no tiene embajador, al Ministro de Negocios extranjeros toca protegerle...

J. P. BRISSOT»

Esta carta no convenció a Le Brun, que sólo se prestó a intervenir en favor de Hevia, sin dignarse nombrar siquiera a su compañero. De todos modos este primer encarcelamiento de Marchena no fué largo, ya porque se le pusiera en libertad, ya porque lograra evadirse. Y entonces la gratitud le unió más estrechamente que nunca con Brissot y los girondinos, cuyas vicisitudes, prisiones y destierros compartió con noble y estoica entereza.

[p. 147] No hay para qué repetir aquí lo que todo el mundo sabe y en cualquiera historia de la Revolución francesa puede leerse. Proscritos los girondinos en 2 de junio de 1793, declarados traidores a la patria en 25 de julio, encarcelados u ocultos algunos de ellos, fueron los restantes a encender la guerra civil en los departamentos del Mediodía, del Centro y del Este. El principal foco de esta insurrección, que era federal en su tendencia, aunque no llevase tal nombre, fué la Normandía, adonde se dirigieron la mayor parte de los representantes fugitivos de París, Buzot, Salle, Barbaroux, Larivière, Gorsas, Louvet, Guadet, Pétion y otros, hasta el número de veinte. Además de estos diputados bullían entre los caudillos de la insurrección el periodista Girey-Dupré, un joven literato llamado Riouffe, y el español Marchena, amigo de Brissot. [1] Constituyóse en Caen una asamblea central de resistencia a la opresión , y el general Félix Wimffen se puso al frente de las fuerzas destinadas a marchar sobre París. Pero fuese por la nulidad del general o de los representantes, o por la discordia de pareceres que entre ellos reinaba, aquella insurrección tuvo un resultado no sólo infeliz, sino ignominioso, y algunos cañonazos disparados en Vernon el 13 de julio bastaron para disiparla y para reducir a la obediencia de la Convención toda la Normandía. Entonces comienza la triste odisea de los girondinos, largamente relatada en las Memorias de Louvet y de Meillan.

Empezaron por buscar asilo en Bretaña, con la esperanza de embarcarse allí para la Gironda, donde contaban con elementos para la lucha, y, después de increíbles penalidades, llegaron a Quimper, donde su amigo Duchâtel había fletado una barca para conducirlos a Burdeos. Pero esta barca se hallaba en mal estado exigió grandes reparaciones, y no pudo partir hasta el 21 de Agosto. En ella iban nueve viajeros: Cussy, Duchâtel, Bois-Guyon, Girey-Dupré, Salle, Meillan, Bergoeing, Riouffe y Marchena.

La navegación fué feliz, y el 24, a prima noche, llegaron a la Gironda, delante del pico de Ambès. Bergoeing y Meillan, únicos que conocían el país, saltaron en tierra para informarse del estado [p. 148] de las cosas, y los demás se quedaron a bordo hasta que sus colegas les diesen aviso de desembarcar. A fines del mes de septiembre llegó otro grupo de girondinos, Guadet, Pétion, Valady, Barbaroux, que venían en una embarcación procedente de Brest.

Terrible fué su desencanto al saber que el movimiento de Burdeos y Marsella había fracasado lo mismo que el de Normandía y Bretaña. Y aquí dejaremos la palabra a un sobrino del girondino Guadet, que cuenta estos sucesos con más pormenores que los que se contienen en las historias generales, como que el autor consigna sus propias tradiciones de familia:

«Al saber tan tristes nuevas, los proscriptos, reunidos en el Pico de Ambès, no pensaron más que en ponerse en salvo. Gaudet dejó a sus amigos en una casa perteneciente a su suegro, y partió él mismo para su pueblo natal, St. Emilion, residencia de su familia y de la mayor parte de los amigos de su infancia. Allí esperaba encontrar protección y asilo para sus colegas, a quienes prometió enviar un emisario.

Pero no faltó en el lugar de Ambès quien conociera a los diputados. El mismo Guadet, con su confianza ordinaria, como dice Louvet, había dado su nombre, y no era difícil adivinar quiénes podían ser los otros. Pensaron, pues, que la prudencia exigía que se mantuviesen cuidadosamente ocultos. Pero fué en vano, porque muy pronto fué conocido el punto en que estaban los refugiados. Supieron que un ciudadano de aquellas cercanías, ardiente revolucionario, había hecho un viaje a Burdeos, y que había vuelto trayendo consigo gente desconocida: que se notaba en la casa conciliábulos y movimiento. La inquietud de los diputados aumentaba, y Guadet no volvía, ni enviaba aviso alguno.

Dispuestos para cualquier suceso, se prepararon para la defensa, hicieron barricadas; y se repartieron las armas de que disponían: catorce pistolas, cinco sables y un fusil. Era de noche. Algunos se acostaron vestidos, otros hicieron centinela, pero nadie se presentó aquel día.

A la noche siguiente llega un enviado de Guadet. Éste no había podido encontrar más que una sola persona que se atreviese a recibir a dos de sus colegas; pero se ocupaba en buscar asilo para los demás.

Con estas nuevas quedaron todos consternados. Entonces exclamó Barbaroux: «¿Quién de nosotros puede pensar en salvarse solamente a sí mismo, sin que le detenga el pensamiento de que mañana acaso no existirán los que va a dejar aquí? Por lo que a mí toca, no abandonaré nunca a los compañeros de mis trabajos y de mi gloria! ¿No hay asilo más que para dos? Pues quedémonos todos, y muramos juntos. ¿Pero Guadet, si conociese nuestra posición, no enviaría a buscar más que dos? ¿No comprendería que lo más urgente es salir de aquí? Hay quien ofrece asilo para dos de nosotros. Pues bien, para cuatro o cinco días, si es menester, no hemos de caber seis en el lugar donde se espera a dos? Partamos todos.»

[p. 149] Mientras así deliberaban, vino alguien a advertir que había mucho ruido en la posada inmediata. Acababan de llegar treinta oficiales, y se veían ya en aquellos contornos muchos destacamentos de la guardia nacional y algunas brigadas de gendarmería. Con esto quedó cortada toda discusión. Partieron en silencio, siguieron a su guía hacia la barca que los esperaba, y en esto les fué propicia la fortuna, porque apenas habían abandonado la casa, cuando fué ya asaltada.

Muy cerca de la villa de St. Emilion estaba la casa del padre de Guadet, separada de todas las habitaciones. Guadet (padre), un hijo suyo y una hermana componían todo el personal de la casa. El padre de Guadet era un viejo de setenta años: su aspecto, sus maneras, su lenguaje anunciaban un hombre habituado a la autoridad: sus hijos tenían por él profundo respeto y sumisión absoluta...

A esta puerta vinieron a llamar, el 27 de septiembre, los fugitivos del Pico de Ambès. Fueron acogidos como hijos, como hermanos: encontraron afecto de parte del viejo, tierno interés de parte de sus hijos. Pero no podía haber seguridad para ellos en casa del representante Guadet: a mitad del día que siguió a su llegada se les vino a decir que el Comandante de la expedición del Pico de Ambès seguía sus huellas, que avanzaba al frente de cincuenta caballos y que venía seguido por un batallón revolucionario. Era domingo. Para colmo de desdichas, un hombre que desde la mañana corría por aquellos alrededores para buscarles un retiro más seguro, volvió por la noche con la triste noticia de que nadie se atrevía a recibirlos. Guadet quedó confundido (dice Louvet): ¡Qué dignos de lástima éramos; pero él todavía más que nosotros !

¿Qué podían hacer ya? Separarse, puesto que, yendo perseguidos tan de cerca, no convenía que marchasen juntos. Los proscriptos se separaron, dándose el último abrazo de despedida.» [1]

Marchena y algún otro tuvieron la temeridad de meterse en la misma ciudad de Burdeos, y fueron, por tanto, de los primeros que cayeron en manos de sus enemigos. Sobre este interesantísimo período de la vida de nuestro autor derraman mucha luz las Memorias de su amigo y compañero de cautividad el marsellés Honorato Riouffe. [2] De ellas resulta que Marchena fué preso en Burdeos el mismo día que Riouffe; es, a saber, el 4 de octubre [p. 150] de 1793, conducido con él a París y encerrado en los calabozos de la Conserjería. Riouffe le llama a secas el español, pero Mr, Thiers nos descubre su nombre al contarnos la fuga de los girondinos por el Mediodía de Francia:

«Barbaroux, Pétion, Salle, Louvet, Meillan, Guadet, Kerbelégan, Gorsas, Girey-Dupré, Marchena, joren español que había venido á buscar la libertad en Francia, Riouffe, joven que por entusiasmo se había unido á los girondinos, formaban estos escuadrón de ilustres fugitivos, perseguidos como traidores a la libertad.» [1]

Después de la prisión, Riouffe es más explícito:

«Me habían encarcelado (dice) juntamente con un español que había venido a Francia a buscar la libertad bajo la garantía de la fe nacional. Perseguido por la inquisición religiosa de su país, había caído en Francia en manos de la inquisición política de los comités revolucionarios. No he conocido un alma más entera ni más enérgicamente enamorada de la libertad, ni más digna de gozar de ella. Fué su destino ser perseguido por la causa de la República, y amarla cada vez más. Contar mis desgracias es contar las suyas. Nuestra persecución tenía las mismas causas; los mismos hierros nos habían encadenado; en las mismas prisiones nos encerraron, y un mismo golpe debía acabar con nuestras vidas...»

El calabozo donde fueron encerrados Riouffe, Marchena y otros girondinos tenía sobre la puerta el número 13. Allí escribían, discutían y se solazaban con farsas de pésimo gusto. Todos ellos eran ateos,  muy crudos, muy verdes, y , por inicua diversión suya, vivía con ellos un pobre benedictino, santo y pacientísimo varón, a quien se complacían en atormentar de mil exquisitas maneras. Cuando le robaban su breviario, cuándo le apagaban la luz, cuándo interrumpían sus devotas oraciones con el estribillo de alguna canción obscena. Todo lo llevaba con resignación el infeliz monje, ofreciendo a Dios aquellas tribulaciones, sin perder nunca la esperanza de convertir a alguno de aquellos desalmados. Ellos, para contestar a sus sermones y argumentos, imaginaron levantar altar contra altar, fundando un nuevo culto con himnos, fiestas y músicas. Al flamante irrisorio dios le llamaron Ibrascha, y Riouffe redactó el símbolo de la nueva secta, muy parecido a lo que fué [p. 151] luego el credo de los theophilántropos. Y es lo más peregrino que el inventor llegó a tomarla por lo serio, y todavía cuando muchos años después redactaba sus Memorias, convertido ya en personaje grave y en funcionario del Imperio, no quiso privar a la posteridad del fruto de aquellas lucubraciones, y las insertó en toda su extensión, diciendo qué «aquella religión (!) valía tanto como cualquiera otra, y que sólo podría parecer pueril a espíritus superficiales.»

Las ceremonias del nuevo culto comenzaron con grande estrépito: entonaban a media noche un coro los adoradores de Ibrascha, y el pobre monje quería superar su voz cantando el De profundis; pero débil y achacoso él, fácilmente se sobreponía a sus cánticos el estruendo de aquella turba desaforada. A ratos quería derribar la puerta del improvisado santuario, y ellos le vociferaban: «¡Sacrílego, espíritu fuerte, incrédulo!»

En medio de esta impía mascarada adoleció gravemente Marchena, tanto que en pocos días llegó a peligro de muerte. Apuraba el benedictino sus esfuerzos para convertirle, pero él a todas sus cristianas exhortaciones respondía con el grito de «¡Viva Ibrascha!»

Y, sin embargo, en la misma cárcel, teatro de estas pesadísimas bromas con la eternidad y con la muerte, leía asiduamente Marchena la Guía de pecadores, de Fr. Luis de Granada. ¿Era todo entusiasmo por la belleza literaria? ¿Era alguna reliquia del espíritu tradicional de la vieja España? Algo habría de todo, y quizá lo aclaren estas palabras del mismo Marchena al librero Faulí, en Valencia, el año 1813:

«¿Ve usted este volumen, que por lo ajado muestra haber sido tan manoseado y leído como los breviarios viejos en que rezan diariamente nuestros clérigos? Pues está así porque hace veinte años que le llevo conmigo, sin que se pase día en que deje de leer en él alguna página. Él me acompañó en los tiempos del Terror en las cárceles de París; él me siguió en mi precipitada fuga con los girondinos; él vino conmigo a las orillas del Rhin, a las montañas de Suiza , a todas partes. Me pasa con este libro una cosa que apenas sé explicarme. Ni lo puedo leer, ni puedo dejar de leerlo. No lo puedo leer, porque convence mi entendimiento y mueve mi voluntad de tal suerte, que, mientras le estoy leyendo, me parece que soy tan cristiano como usted y como las monjas, y como los misioneros que van a morir por la fe católica en la China o en el Japón. No lo puedo dejar de leer, porque no conozco en nuestro idioma libro más admirable..»

[p. 152] El hecho será todo lo extraño que se quiera, pero su explicación ha de buscarse en las eternas contradicciones y en los insondables abismos del alma humana, y no en el pueril recurso de decir que el Abate Marchena gustaba sólo en Fr. Luis de la pureza y armonía de la lengua. No cabe en lo humano encariñarse hasta tal punto con un escritor cuyas ideas totalmente se rechazan. No hay materia sin alma que la informe; ni nadie, a no estar loco, se enamora de palabras vacías, sin parar mientes en su contenido.

Pero tomemos a Marchena y a sus compañeros de prisión. Casi todos fueron subiendo, en el transcurso de pocos meses, al cadalso. Los veintiún diputados girondinos (Vergniaud, Gensonné, Brissot, Lassource, Lacaze, Fanchet, Fonfréde, Ducos...) en 31 de octubre; Mad. Roland, la ninfa Egeria, la gran sacerdotisa de la Gironda, en 9 de noviembre; el ministro Le Brun, en 27 de diciembre; y antes y después otros más oscuros, sin contar con los que perecieron en provincias, como Salle, Guadet y Barbaroux, ejecutados en Burdeos; y los que como Roland, Condorcet y otros muchos apelaron al suicidio por medio del puñal o del veneno.

Marchena fué de los pocos que salieron incólumes de aquel general exterminio, ya por su calidad de extranjero, ya por ser figura de segundo orden en su partido, a pesar de la notoriedad que tenía como periodista y orador de club. Pero lo cierto es que, sintiéndose ofendido por la preterición, había escrito a Robespierre aquellas extraordinarias provocaciones, algo teatrales en verdad, aunque el valor moral del autor las explique y defienda: «Tirano, me has olvidado.», «O mátame, o dame de comer, tirano.» Hay en todos estos apotegmas y frases sentenciosas del tiempo de la Revolución algo de laconismo y de estoicismo de colegio, un infantil empeño de remedar a Leónidas y al rey Agis, a Trasíbulo, a Timoleón y a Tráseas, que echa a perder todo el efecto hasta en las situaciones más solemnes. Yo no llamaré, como Latour y otros, sublimes insolencias a las de Marchena, porque toda afectación, aun la del valor, me parece mala y viciosa. La muerte se afrenta y se sufre honradamente cuando viene; no se provoca con carteles de desafío, ni con botaratadas de estudiante. No murieron así los grandes antiguos, aunque mueran así los antiguos del teatro.

[p. 153] Pero los tiempos eran de retórica, y a Robespierre le encantó la audacia de Marchena. Y aún hubo más: quiso atraérsele y comprar su pluma, a lo cual Marchena se negó con digna altivez, continuando en la Conserjería, siempre bajo el amago de la cuchilla revolucionaria, hasta que vino a restituirle la libertad la caída y muerte de Robespierre, en 9 de Thermidor (27 de julio de 1794).

La fortuna pareció sonreírle entonces. Le dieron un puesto, anuque subalterno, en el Comité de salvación pública, y empezó a redactar, con Poulthier, un nuevo periódico, El Amigo de las Ieyes. Pero los thermidorianos vencedores se dividieron al poco tiempo, y Marchena, cuyo perpetuo destino era afiliarse a toda causa perdida, se declaró furibundo enemigo de Tallien, Legendre y Fréron; escribió contra ellos venenosos folletos; [1] perdió su empleo; se vió otra vez perseguido y obligado a ocultarse; sentó, como en sus mocedades, plaza de conspirador y fué denunciado y proscripto, en 1795, como uno de los agitadores de las secciones del pueblo de París en la jornada de 5 de octubre contra la Convención. [2]

Pasó aquella borrasca; pero no se aquietó el ánimo de Marchena. Al contrario, en 1797 le vemos haciendo crudísima oposición al Directorio, que para deshacerse de él no halló medio mejor [p. 154] que aplicarle la ley de 21 de Floreal contra los extranjeros sospechosos, y arrojarle del territorio de la República. Conducido por gente armada hasta la frontera de Suiza, fué su primer pensamiento refugiarse en la casa de campo que tenía en Coppet su antigua amiga Mad. de Stael, cuyos salones había frecuentado él en París. Pero la futura Corina no quería indisponerse con el Directorio, y además no gustaba de la insufrible mordacidad y del cinismo nada culto de Marchena, a quien Chateaubriand (que le conoció en aquella casa) define en sus Memorias de Ultratumba con dos rasgos indelebles: « Sabio inmundo y aborto lleno de talento.» Lo cierto es que la castellana de Coppet dio hospitalidad a Marchena, pero con escasas muestras de cordialidad, y que a los pocos dias riñeron del todo, vengándose Marchena de Mad. Stael con espantosas murmuraciones.

Decidido a volver a Francia, entabló reclamación ante el Consejo de los Quinientos para que se le reconocieran los derechos de ciudadano francés; y mudándose los tiempos, según la vertiginosa rapidez que entonces llevaban las cosas, logró, no sólo lo que pedía, sino un nombramiento de oficial de Estado Mayor en el ejército del Rhin, que mandaba entonces el general Moreau, célebre por su valor y por sus rigores disciplinarios.

Agregado Marchena a la oficina de contribuciones del ejército en 1801, mostró desde luego aventajadas dotes de administrador militar laborioso e íntegro, porque su entendimiento rápido y flexible le daba recursos y habilidad para todo. Quiso Moreau, en una ocasión, tener la estadística de una región no muy conocida de Alemania, y Marchena aprendió en poco tiempo el alemán, leyó cuanto se había escrito sobre aquella comarca y redactó la estadística que el general pedía, con el mismo aplomo que hubiera podido hacerlo un geógrafo del país.

Pero no bastaban la topografía ni la geodesia para llenar aquel espíritu curioso, ávido de novedades y esencialmente literario: por eso en los cuarteles de invierno del ejército del Rhin volvía sin querer los ojos a aquellos dulces estudios clásicos que habían sido encanto de los alegres días de su juventud en Sevilla. Entonces forjó su breve fragmento de Petronio, fraude ingenioso, y cuya fama dura aún entre muchos que jamás le han visto. Sus biógrafos han tenido muy oscuras e inexactas noticias de él. Unos han supuesto [p. 155] que estaba en verso; otros han referido la sospechosa anécdota de que habiendo compuesto Marchena una canción harto libre en lengua francesa y reprendiéndole por ella su general Moreau, se disculpó con decir que no había hecho más que poner en francés un fragmento inédito del Satyricon de Petronio, cuyo texto latino inventó aquella misma noche y se le presentó al día siguiente, cayendo todos en el lazo.

Todo esto es inexacto, y hasta imposible, porque el fragmento no está en verso, ni ha podido ser nunca materia de una canción, sino que es un trozo narrativo, compuesto ad hoc para llenar una de las lagunas del Satyricon, de tal suerte, que apenas se comprendería si le desligásemos del cuadro de la novela en que entra. Sabido es que esta singular novela de Petronio, auctor purissimae impuritatis, monumento precioso para la historia de las costumbres del primer siglo del Imperio, ha llegado a nosotros en un estado deplorable, llena de vacíos y truncamientos, donde quizás haya desaparecido lo más precioso, aunque haya quedado lo más obsceno. El deseo de completar tan curiosa leyenda ha provocado supercherías y también errores de todo género, entre ellos aquel que con tanta gracia refiere Voltaire en su Diccionario filosófico. Leyó un humanista alemán en un libro de otro italiano no menos sabio. «Habemus hic Petronium integrum, quem saepe meis oculis vidi , non sine admiratione». El alemán no entendió sino ponerse inmediatamente en camino para Bolonia, donde se decía que estaba el Petronio entero. ¡Cuál no sería su asombro cuando le mostraron, en la iglesia mayor el cuerpo íntegro de San Petronio, patrono de aquella religiosa ciudad!

Lo cierto es que la bibliografía de Petronio es una serie de fraudes honestos. Cuando en 1622 apareció en Trau de Dalmacia el insigne fragmento de la Cena de Trimalchión, que era el más extenso de la obra y casi duplicaba su volumen, no faltó un falsario llamado Nodot que, aprovechándose del ruido que había hecho en toda Europa literaria aquel hallazgo, fingiese haber descubierto en Belgrado (Albagraeca), el año 1688, un nuevo ejemplar de Petronio, en que todas las lagunas estaban colmadas. A nadie engañó tan mal hilada invención, porque los supuestos fragmentos de Nodot están en muy mal latín y abundan en groseros galicismos, como lo pusieron de manifiesto Leibnitz, Crammer, Perizonio, [p. 156] Ricardo Bentley y otros cultivadores de la antigüedad. Pero como quiera que los suplementos de Nodot, a falta de otro mérito, tienen el de dar claridad y orden al mutilado relato de Petronio, siguen admitiéndose tradicionalmente en las mejores ediciones

Marchena fué más afortunado, por lo mismo que su fragmento es muy corto, y que puso en él los cinco sentidos, bebiendo los alientos al autor, con aquella pasmosa facilidad que él tenía para remedar estilos ajenos. Toda la malicia discreta y la elegancia un poco relamida de Petronio, atildadísimo cuentista de decadencia, han pasado a este trozo, que debe incorporarse en la descripción de la monstruosa zambra nocturna de que son actores Gitón, Quartilla, Pannychis y Embasicetas. Claro que un trozo de esta especie, en que el autor no ha emulado sólo la pura latinidad de Petronio, sino también su desvergüenza inaudita, no puede trasladarse íntegro en esta colección; con todo eso, y a título de curiosidad filológica, pongo en nota algunas líneas, que no ofrecen peligro, y que bastan para dar idea de la manera del abate andaluz en este notable ensayo. [1]

[p. 157] El éxito de esta facecia fué completísimo. Marchena la publicó con una dedicatoria jocosa al ejército de Rhin [1]   y con seis largas notas de erudición picaresca, que pasan, lo mismo que el texto, los límites de todo razonable desenfado, por lo cual no nos hemos atrevido a incluirlas en la colección de los escritos sueltos de Marchena. Estas notas son mucho más largas que el texto que comentan, al modo que lo vemos en el Chef d'oeuvre d'un inconnu, y en otros pasatiempos semejantes, cuyos autores han querido satirizar la indigesta erudición con que suelen abrumar los comentadores el texto que interpretan.

A pesar del tono de broma de las notas y del preámbulo, la falsificación logró su efecto. Un profesor alemán demostró en la [p. 158] Gaceta Literaria Universal, de Jena, la autenticidad de aquel fragmento: el Gobierno de la Confederación Helvética mandó practicar investigaciones oficiales en busca del códice del Monasterio de S. Gall donde Marchena declaraba haber hecho su descubrimiento. ¡Cuál sería la sorpresa y el desencanto de todos, cuando Marchena declaró en los papeles periódicos ser único autor de aquel bromazo literario! Y cuentan que hubo sabio del Norte que ni aún así quiso desengañarse.

En las notas quiso alardear Marchena de poeta francés, así como en el texto se había mostrado ingenioso poeta latino. Su traducción de la famosa oda o fragmento segundo de Safo, tan mal traducida y tan desfigurada por Boileau, no es ciertamente un modelo de buen gusto, y adolece de la palabrería a que parece que inevitablemente arrastran los alejandrinos franceses; pero tiene frases ardorosas y enérgicas que se acercan al original griego (o a lo menos a la traducción de Catulo) más que la tibia elegancia de Boileau, de Philips o de Luzán:

       A peine je te vois, à peine je t'entends,
       .........................................................
       Immobile, sans voix, accablée de langueur,
       D'un tintement soudain mon oreille est frappée,
       Et d'un nuage obscur ma vue enveloppée:
       Un feu vif et subtil se glisse dans mon coeur.

El tintinnant aures nunca se ha traducido mejor. [1]

Animado Marchena con el buen éxito de sus embustes, quiso repetirlos, pero esta vez con menos fortuna, por aquello de non bis in idem. Escribió, pues, cuarenta hexámetros a nombre de Catulo, y como si fueran un trozo perdido del canto de las Parcas [p. 159] en el bellísimo Epitalamio de Tetis y Peleo, y los publicó en París el año 1806, con un prefacio de burlas, en que zahería poco caritativamente la pasada inocencia de los sesudos filólogos alemanes.

«Si yo hubiera estudiado latinidad (decía) en el mismo colegio que el célebre doctor en Teología Lallemand, editor de un fragmento de Petronio, cuya autenticidad fué demostrada en la Gaceta de Jena, yo probaría, comparando este trozo con todo lo demás que nos queda de Catulo, que no podía menos de ser suyo; pero confieso mi incapacidad, y dejo este cuidado a plumas más doctas que la mía». [1]

Pero esta vez el supuesto papiro herculanense no engañó a nadie, ni quizá Marchena se había propuesto engañar. La insolencia del prefacio era demasiado clara: los versos estaban llenos de alusiones a la Revolución francesa y a los triunfos de Napoleón, y además se le habían escapado al hábil latinista algunos descuidos de prosodia y ciertos arcaísmos afectados, que Eichstaedt, profesor de Jena, notó burlescamente como variantes.

El aliento lírico del supuesto fragmento de Catulo es muy superior al que en todos sus versos castellanos mostró Marchena. ¡Fenómeno singular! Así él como su contemporáneo Sánchez Barbero, con quien no deja de tener algunas analogías, eran mucho más poetas usando la lengua sabia que la lengua propia. Véase una muestra de esta segunda falsificación:

       Virtutem herois non finiet Hellespontus:
       Victor lustrabit mundum, qua maxumus arva
       Aethiopum ditat Nilus, qua frigidus Ister
       Germanum campos ambit, qua Thybridis unda
       Laeta fluentisona gaudet Saturnia tellus.
       Currite, ducentes subtemina, currite, fusi.
       
[p. 160] Hunc durus Scytha, Germarnus Dacusque pavebunt:
       Nam flammae similis, quam ardentia fulmina coelo
       Juppiter iratus contorsit turbine mista,
       Si incidit in paleasque leves, stipulasque sonantes,
       Tunc Eurus rapidus miscens incendia victor
       Saevit, et exultans arva et silvas populatur:
       Hostes haud aliter prosternans alter Achilles,
       Corporum acervis ad mare iter fluviis praecludet.
       Currite, ducentes subtemina, currite, fusi.
       At non saevus erit, cum jam victoria laeta
       Lauro per populos spectandum ducat ovantem,
       Vincere non tantum norit, sed parcere victis...

No por hacer alarde de malos versos, sino para facilitar la inteligencia del fragmento poético de Marchena a los que no puedan leerle en su original, me atrevo a insertar aquí la traducción o paráfrasis que hice veinte años ha, prescindiendo de los versos añadidos por Eichstaedt y limitándome a los de nuestro abate, el cual los enlaza con el elogio profético de Aquiles que hay en el canto de las Parcas:

              Mas ya traerán los siglos un héroe más excelso
       Invicto en las batallas más que ningún mortal:
       Será de estirpe Eácida, que sólo el fuerte Aquiles
       A tal varón pudiera noble prosapia dar:
       Le admirarán los siglos, y en tanto nuestros dedos
       De las humanas gentes los hados urdirán.
       Cruzando los estambres, corred, husos ligeros:
       Del porvenir las telas fatídicos hilad.
            Y no en el Helesponto se encerrará su gloria,
       Antes el orbe todo triunfante correrá:
       Los campos de Germania, que corta el Istro helado,
       Los que el Etiope Nilo fecundizando va,
       La tierra de Saturno, de mieses abundosa,
       Do lame el rojo Tíber de Remo la ciudad.
       Cruzando los estambres, etc.
            De su valor ingente se asombrará el Germano,
       Y el Dacio y el Scita guerrero temblarán;
       Pues como la centella que Jove airado lanza
       Entre fragor de truenos y recia tempestad,
       Si prende en seca paja o en resonante espiga,
       Por campos y montañas extiéndese voraz,
       Así él con muertos cuerpos atajará los ríos
       Cuando soberbios corran a sumergirse al mar.
       Cruzando los estambres, etc.
             [p. 161] Mas cuando la victoria su frente coronare,
       ¡Que brille la clemencia en su gloriosa faz!
       Triunfando y perdonando someta a los vencidos,
       Y su triunfal carroza cien pueblos seguirán.
       Cruzando los estambres, etc.
            Estos serán los juegos en que el invicto Aquiles
       Los años ejercite de su primera edad;
        Y cuando rinda el hierro cansado el enemigo,
       Y al orbe retornare la fugitiva paz,
       El hórrido caudillo, las armas ya depuestas,
       En senectud gloriosa su pueblo regirá,
       Y al pueblo y al monarca los dioses sus mercedes,
       Como en el siglo de oro, sin tasa otorgarán.
       Crusando los estambres, etc.
            Nunca el furor impío su veste desgarrando
       En intestinas lides el pueblo abrasará,
       Ni hermanos contra hermanos, ni padres contra hijos
       En propia sangre el brazo feroces teñirán.
       Cruzando los estambres, etc.
            Desde la sacra era de Deucalión y Pirra
       Ninguna más dichosa que esta futura edad.
       Cruzando los estambres, etc.

Además de estos trabajos, publicó Marchena en Francia muchos opúsculos políticos y religiosos (o más bien irreligiosos) de que he logrado escasa noticia, y también algunas traducciones, todo ello en lengua francesa. Entre los escritos originales figuran un Ensayo de Teología , que fué refutado por el Dr. Heckel en la cuestión de los clérigos juramentados; unas Reflexiones sobre los fugitivos franceses, escritas en 1795, y El Espectador francés, periódico de literatura y costumbres, que empezó a publicar en 1796, en colaboración con Valmalette, y que no pasó del primer tomo, reducido a pocos números. [1] En los Anales de Viajes insertó una descripción de las provincias Vascongadas.

Del inglés tradujo, en 1802, la Ojeada, del Dr. Clarke, sobre la fuerza, opulencia y población de la Gran Bretaña, añadiendo, por apéndice, la importante correspondencia inédita de David Hume y el Dr. Tucker. Del italiano una obra muy extensa e importante, que hizo época en los estudios orientales, el Viaje a la India, [p. 162] del carmelita descalzo Pr. Paulino de San Bartolomé, misionero apostólico en la costa del Malabar y uno de los que revelaron a Europa la existencia y los misterios de la lengua sánscrita y de la religiones del Extremo Oriente. El libro original se había publicado en Roma en 1796, dedicado al Papa Pío VI. La traducción de Marchena, emprendida por encargo del librero Levrault, mereció la honra de ser escrupulosamente revisada en sus dos primeros volúmenes por el sabio Anquetil du Perron; y habiendo fallecido éste, en 1805, su amigo y ejecutor testamentario, el célebre arabista Silvestre de Sacy, se encargó de dirigir la impresión del tercer volumen y del Atlas que sirve de complemento a esta publicación. Las notas de Historia Natural son las mismas que acompañan a la traducción alemana de J. R. Forster, profesor de Mineralogía en Halle (1798) y al fin del tercer volumen se encuentra una Memoria original de Anquetil du Perron sobre la propiedad individual y territorial en la India y en Egipto, leída en varias sesiones al Instituto de Francia. Con todo este aparato de erudición oriental se presentó al público la traducción de la obra del Padre Paulino, que era quizá la principal que hasta entonces se había escrito sobre la India, y puede competir con los mejores viajes del siglo pasado, por ejemplo, con el de Volney a Siria y Egipto. [1]

Como se ve por estos últimos escritos, la actividad de Marchena parecía dirigirse entonces a los libros de viajes y de geografía, alimento muy adecuado para su índole movediza y aventurera. Pero el círculo de sus estudios era tan vasto, que simultáneamente le vemos ocupado en una tarea de historia jurídica, que por cierto nadie esperaría de él, y que prueba su sagaz instinto, hasta en un género de erudición que apenas había saludado. En 1798, hallándose en París con pocos recursos, solicitó del rey de España una pensión para dedicarse a investigaciones útiles a nuestra historia en la Biblioteca Nacional de la República.

[p. 163] «Entre los manuscritos que hay en ella (decía) citare algunas de las leyes de los visigodos, inéditas y absolutamente desconocidas hasta ahora, que se leen en un códice del siglo VII, donde están las obras de San Jerónimo y Gennadio, De viris ilustribus. Estas leyes se hallan esparcidas en quince o vente páginas, desde la 71 hasta la 144; y aunque se han raspado, y sobre el mismo pergamino se han escrito los dos tratados citados, sin embargo, muchas de estas leyes son aún legibles y preciosísimas por su antigüedad, que sube hasta el siglo VI, y por ser las fuentes de nuestra legislación. Muchos de estos códices ilustran igualmente puntos muy esenciales de nuestra historia civil y eclesiástica y de nuestra cronología, especialmente desde Fernando I hasta los Reyes Católicos. Estos materiales son indispensables para saber a fondo nuestra historia. Como el que representa se haya ocupado con tesón en este género de investigaciones y desee continuarlas, haciendo útiles para la nación española sus trabajos literarios, y como para ello le fuera necesario abandonar cualquiera otra ocupación, solicita sobre los gastos extraordinarios de esta Embajada la pensión que fuere del agrado de S. M. concederle.»

El ministro Saavedra pidió informe sobre esta petición de Marchena a nuestro embajador en París don José Nicolás de Azara, persona (como es sabido) de grande ilustración y cultura literaria y artística, pero que, por haber trocado en odio su antigua afición a los principios de la Revolución francesa, no podía mirar con buenos ojos a los que en ella habían tomado tan activa parte. Contestó, pues, al ministro que Marchena era una cabeza destornillada, alegando en prueba de ello que había compuesto y publicado un libro en defensa del Ateísmo, que probablemente sería el Ensayo de Teología, impreso el año anterior.

Con tales informes es claro que no había de prosperar la pretensión de Marchena, y fué lástima; porque en vez de continuar perdiendo el tiempo en tales teologías espinosistas, y en otras aberraciones más o menos perjudiciales para su buen nombre, hubiera arrebatado a Knust la honra de copiar el primero los fragmentos de la ley primitiva de los visigodos, que aquél no leyó hasta 1828; y a Bluhme la de publicarlos con casi medio siglo de antelación, puesto que la edición de éste, única que tenemos hasta ahora, no apareció hasta 1846. [1] El haber fijado su atención en el palimpsesto [p. 164] de París y haber comprendido toda su importancia en 1798, es, sin duda, uno de los rasgos que más evidencian el claro entendimiento de Marchena siempre que su monomanía enciclopedista no le perturbaba el juicio. [1]

Después del proceso y destierro del general Moreau, en 1804, Marchena, que hasta entonces había sido secretario suyo y satélite de su política, se hizo bonapartista y fogoso partidario del Imperio, en el cual veía lógicamente la última etapa de la Revolución, y primera de lo que él llamaba libertad de los pueblos, es decir, el entronizamiento de las ideas de Voltaire, difundidas por la poderosa voz de los cañones del César corso. No entendía de otra libertad, ni de otro patriotismo Marchena, aunque entonces pasase por moderado y estuvieran ya lejanos aquellos días de la Convención, en que osó escribir sobre la puerta de su casa: «Ici l'on enseigne l'athéisme par principes».

III

La verdad es que Marchena no tuvo reparo en admitir el cargo de secretario de Joaquín Mural cuando, en 1808, fué enviado por Napoleón a España. [2] Acción es ésta que pesa terriblemente sobre su memoria y más todavía cuando recordamos que ni siquiera [p. 165] la sangre de Mayo bastó a separarle del infame verdugo del Prado y de la Moncloa. ¡Cuán verdad es que, perdida la fe religiosa, apenas tiene el patriotismo en España raíz ni consistencia, ni apenas cabe en lo humano que quien reniega del agua del bautismo y escarnece todo lo que sus padres adoraron y lo que por tantos siglos fué el genio tutelar de su raza, y educó su espíritu, y formó su grandeza, y se mezcló como grano de sal en todos los portentos de su historia, pueda sentir por su gente amor que no sea retórica hueca y baladí, como es siempre el culto que se dirige al ente de razón que dicen Estado! Después de un siglo de enciclopedia y de filosofía sensualista y utilitaria, sin más norte moral que la conveniencia de cada ciudadano, es lógica la conducta de Marchena, como lógico fué más adelante el Examen de los delitos de infidelidad, de Reinoso, que otros han llamado defensa de la traición a la patria. Uno de los más abominables efectos del positivismo filosófico y de la ideología política, fué entonces amortiguar o apagar del todo en las almas de muchos hombres cultos el desinteresado amor a la patria. Viniera de donde viniera el destructor de la Inquisición y de los frailes, de buen grado le aceptaban los afrancesados y de buen grado le servía Marchena.

Por aquellos días que antecedieron a la jornada de Bailén y a la primera retirada del ejército invasor, solía concurrir a la tertulia de Quintana, en quien por rara y feliz contradicción, digna de tan gran poeta como él era, pudieron vivir juntas el entusiasmo por las ideas del siglo XVIII y el patriotismo ferviente que le hizo abrazar desde los primeros momentos la causa nacional. No todos sus tertulianos le imitaron en esto. En los terribles folletos de Capmany, publicados en Cádiz en 1811, [1]   pueden leerse las semblanzas de algunos afrancesados y franceses con quienes Capmany tropezó en casa del cantor de España Libre, tales como el reformador de [p. 166] la Gimnástica Amorós, el abate Alea, Esménard y Mr. Quillet (famoso incautador de los cuadros de El Escorial). Entre estos personajes figura Marchena.

«Allí vi (dice Capmany) sabios y sabihondos, locos y cuerdos, eruditos y legos, hombres sanos de corazón y otros de alma corrompida... Allí vi al renegado de Dios y de su patria, al prófugo, al apóstata y ateo Marchena, fautor, factor y espía de los enemigos que entraron en Madrid con Murat.»

Ya antes de este tiempo estaba Marchena en relaciones con Quintana y sus amigos de Madrid. Algunas alusiones de los versos del abate nos inducen a creer que en sus mocedades cursó algún tiempo las aulas salmantinas, donde pudo conocer a la mayor parte de ellos. Lo cierto es que desde 1804 fué colaborador de las Variedades de Ciencias, Literatura y Artes, firmando con sus iniciales J. M., [1] y presentándole al público los editores (de los cuales el principal era Quintana) como «un español ausente de su patria, más de doce años había, y que en medio de las vicisitudes de su fortuna no había dejado de cultivar las musas castellanas». Allí se anunció que proyectaba una nueva traducción de los poemas ossiánicos, más perfecta e íntegra que las de Ortiz y Montengón y se pusieron para muestra varios trozos. Se conoce que a Marchena, falsario por vocación, le agradaban todas las supercherías, [p. 167] aun las ajenas, y por eso, traduciendo las rapsodias del supuesto bardo caledonio, anduvo más poeta que en la mayor parte de sus versos originales; de tal suerte, que es de lamentar la pérdida de la versión entera, de la cual sólo quedan estos fragmentos y los dos poemas La Guerra de Caros y La Guerra de Inistona, incluídos en el manuscrito de París. Como la poesía ossiánica de Macpherson, no obstante su notoria falsedad, conserva cierta importancia histórica, como primer albor que fué del romanticismo nebuloso y melancólico, y como una de las primeras tentativas de poesía artificialmente nacional y autónoma, quizás no desagrade a los lectores ver estampado aquí, tal como le interpretó Marchena, el famoso Himno al Sol con que termina el poema de Cárton: trozo lírico curioso por haber servido de modelo al Himno al Sol, de Espronceda

       ¡Oh tú, que luminoso vas rodando
       Por la celeste esfera,
       Como de mis abuelos el bruñido
       Redondo escudo! ¡Oh Sol! ¿De do manando
       En tu inmortal carrera
       Va, di, tu eterno resplandor lucido?
       Radiante en tu belleza
       Majestuoso te muestras, y corridas
       Las estrellas esconden su cabeza
       En las nubes: las ondas de Occidente
       Las luces de la luna oscurecidas
       Sepultan en su seno; reluciente
       Tú en tanto vas midiendo el amplio cielo.
       ¿Y quién podrá seguir tu inmenso vuelo?
       Los robles empinados
       Del monte caen; el alto monte mismo
       Los siglos precipitan al abismo;
       Los mares irritados
       Ya menguan y ya crecen,
       Ora se calman y ora se embravecen.
       La blanca luna en la celeste esfera
       Se pierde; mas tu ¡oh Sol! en tu carrera
       De eterna luz brillante
       Ostentas tu alma faz siempre radiante.
       Cuando el mundo oscurece
       La tormenta horrorosa, y cruje el trueno,
       Tú, rïendo sereno,
       Muestras tu frente hermosa
       En las nubes, y el cielo se esclarece.
        [p. 168] ¡Ay! que tus puros fuegos
       En balde lucen, que los ojos ciegos
       De Ossián no los ven más; ya tus cabellos
       Dorados vaguen bellos
       En las bermejas nubes de Occidente,
        Ya en las puertas se muevan de Orïente.
       Pero también un día tu carrera
       Acaso tendrá fin como la mía,
       Y sepultado en sueño, en tu sombría
       Noche, no escucharás la lisonjera
       Voz de la roja aurora:
       Sol, en tu juventud gózate ahora.
       Escasa es la edad yerta,
       Como la claridad de Luna incierta
       Que brilla entre vapores nebulosos
       Y entre rotos nublados...

Estos versos, jugosos y entonados, aunque pobres de rima, son muestra clarísima de que sus largas ausencias y destierros no habían sido parte a que Marchena olvidara la dicción poética española, sin que todavía en aquella fecha necesitara recurrir para abrillantarla o remozarla a los extraños giros, inversiones y latinismos con que en sus últimos años afeó cuanto compuso en prosa y verso.

A los pocos días de haber llegado Marchena a Madrid, donde todavía imperaba, aunque solamente pro formula, el antiguo régimen, se creyó obligado el inquisidor general don Ramón José de Arce (varón, por otra parte, de carácter tolerantísimo y latitudinario, y aun tildado de complicidad con las nuevas ideas) a mandar prender al famoso girondino, cuya estrepitosa notoriedad de ateo había llegado hasta España escandalizando todos los oídos piadosos. Se le prendió, pues, y se mandó recoger sus papeles (algunos de los cuales tengo yo a la vista); pero Murat envió una compañía de granaderos, que le sacó a viva fuerza de las cárceles del Santo Tribunal. Con esta ocasión compuso Marchena ocho versos insulsos, que llamó epigrama, y que han tenido menos suerte que aquella su famosa chanza contra el ministro Urquijo, desdichado traductor de La Muerte de César, de Voltaire:

       Ayer en una fonda disputaban
       De la chusma que dramas escribía
       Cuál entre todos el peor sería:
        [p. 169] Unos «Moncin», «Comella », otros gritaban:
       «El más malo de todos, uno dijo,
       Es Voltaire traducido por Urquijo.»

Otro recuerdo literario tenemos de Marchena, en este año de 1808. Es una tragedia clásica, Polixena, impresa entonces, [1] pero no representada nunca, por los motivos que el autor, muy pagado siempre de cualquier obra suya, indica en el prólogo de sus Lecciones de Filosofía Moral:

«Su autor nunca quiso consentir en que se representara; no atreviéndose a fiar la obra de actores que, exceptuando Máiquez, ni la más leve tintura tienen de declamación trágica. Del mérito de esta tragedia no soy yo juez competente; mis elogios parecerían hijos de mi afecto, y si quisiera tratarla con rigor, me sucedería lo que a Dédalo: bis patriae cecidere manus.»

En el penúltimo número del Memorial Literario o Biblioteca Periódica de Ciencias, Literatura y Artes; en el mismo que contiene los sanguinarios bandos de Murat después del dos de Mayo, publicóse un largo artículo encomiástico de esta tragedia firmado con las iniciales M. de C., que eran las de don Mariano Carnerero, el cual entonces comenzaba su varia y azarosa carrera de periodista y diplomático, protegido del Príncipe de la Paz, afrancesado después de su caída, y, finalmente, camaleón político de todos los colores, desde el liberal más exaltado hasta el realista más intransigente. Carnerero, pues, correligionario político de Marchena a la sazón, y quizá deseoso de entrar en el favor del Gran Duque de Berg por mediación de su secretario, escribió, en 10 de mayo de 1808 (fecha nada oportuna para hablar de otras tragedias que las que se representaban en la calle), un pomposo elogio de la Polixema, que termina con estas curiosas palabras:

«El señor Marchena manifiesta bien los conocimientos inmensos que posee en el arte difícil de la poesía dramática, y al mismo tiempo prueba cuán estudiados tiene los grandes modelos, cuyas huellas sigue con paso valiente. Desearíamos que esta tragedia se representase, tanto por ver el efecto teatral que puede producir, como porque es una de las poquísimas tragedias originales que poseemos dignas de citarse con aplauso. Acaso (nos atrevemos a decirlo sin esboso) es la que más se acerca a las sublimes producciones de [p. 170] los griegos y de Racine. Pero ¿dónde están los actores? Los pocos que algo valían están separados y consumidos con rencillas; pero, muy pronto, un gobierno activo y amante de las artes va a decidir las necias querellas y a ponernos en el sendero de la prosperidad, por el cual, al paso que las naciones se ilustran y fomentan, las artes imitadoras son protegidas, recompensadas e impelidas al punto de perfección que nunca tocan cuando almas frías y destituídas de amor a las luces manejan a su albedrío la suerte de sus semejantes. Entonces los literatos y los artistas ninguna disculpa tendrán si no progresan y corren a rivalizar con los más célebres modelos: entonces es interés nacional demostrar que si los españoles no habían adelantado como era justo, no era por falta de ingenio, y sólo sí por la fatalidad del indolente y viciado gobierno bajo el cual han vivido por espacio de dos siglos.»

No haremos alto en la frescura que suponen estos vaticinios estampados en la misma página [1] en que comienza aquella famosa orden del día:

«Soldados: El populacho de Madrid se ha sublevado, y ha llegado hasta el asesinato... La sangre francesa ha sido derramada; clama por la venganza..»

Pero apartando tan importunos recuerdos, que no dejan en muy buen lugar el patriotismo del crítico ni el del poeta, dudamos mucho que la Polixena, aun representada por Máiquez, que a tantas tragedias débiles dió por algún tiempo apariencias de vida, hubiera podido triunfar en el teatro. El Abate Marchena era humanista muy docto, pero no tenía ninguna condición de autor dramático. Su tragedia es un ensayo de gabinete, que puede leerse con cierto aprecio, el que merecen las cosas sensatas y los productos laboriosos de la erudición y del estudio: hay en ella felices imitaciones de Eurípides, [2] de Virgilio, [3] de Séneca el Trágico, [4] [p. 171] de Racine [1] y de otros clásicos antiguos y modernos: no falta nervio y majestad en la locución: pero todo es allí acompasado y glacial: ni Pirro enamorado de Polixena, ni Polixena fiel a la sombra de Aquiles, llegan a interesarnos: la fábula, simplicísima de suyo, se desenvuelve, no en acción, sino en largos y fatigosos discursos; y para colmo de desgracia, la versificación es, con raras excepciones, intolerablemente dura, premiosa y, por decirlo así, desarticulada. No hablemos de la plaga de asonantes indebidos, porque éste es vicio general de todas las composiciones de Marchena, y en él más disculpable que en otros por el largo tiempo que había pasado en tierras extrañas, perdiendo el hábito de la peculiar armonía de nuestra prosodia. De todos modos, estos versos, faltos de fluidez y llenos de tropezones, robustos a veces por el vigor de la sentencia, pero ingratos casi siempre al oído, y por añadidura mal cortados para el diálogo dramático, hubieran hecho penoso efecto en un público acostumbrado a la sonora magnificencia de los versos del Orestes, del Pelayo, del Oscar, del Polinice y de La Muerte de Abel. La Polixena, además, hasta por lo inoportuno del tiempo en que salió a luz, no fué leída ni por los literatos siquiera, cayendo en el olvido más profundo, que quizá no merece del todo, aunque sea manifiestamente muy inferior a la tragedia italiana de Niccolini sobre el mismo argumento, premiada en 1811 por la Academia de la Crusca. [2]

[p. 172] El intruso rey Bonaparte nombró a Marchena director (o, como entonces se decía, redactor) de la Gaceta y archivero mayor del Ministerio del Interior (hoy de la Gobernación); incluyó su nombre en la lista de individuos que habían de formar parte de una grande Academia o Instituto Nacional que pensaba fundar; [1] le dió la condecoración de Caballero de la Orden española creada por él (que Moratín llamaba burlescamente la cruz del pentágono, .. [p. 173] y los patriotas la orden de la Berengena); y le ayudó con una subvención para que tradujera el teatro de Molière, secundando en esta tarea a Moratín, que acababa de adaptar a la escena española, con habilidad nunca igualada, La escuela de los maridos. Marchena puso en castellano todas las comedias restantes, según afirma en sus Lecciones de Filosofía Moral; pero desgraciadamente se ignora el paradero de esta versión completa, que, a juzgar por las muestras que tenemos de ella, hubiera sido la mejor obra de Marchena y la que sin escándalo de nadie hubiese recomendado su nombre a la posteridad.

Sólo llegaron a representarse e imprimirse dos comedias, El hipócrita (Tartuffe), en 1811, y La escuela de las mujeres, en 1812: ambas recibidas con grande aplauso, especialmente la primera, en los teatros de la Cruz y del Príncipe. [1] Estas traducciones, ya bastantes raras, disfrutan de fama tradicional, sancionada por [p. 174] el juicio de Lista y de Larra, y en gran parte merecida. Marchena puso en ellas todo lo que podía poner un hombre que no había nacido poeta cómico: su mucha y buena literatura, su profundo conocimiento de las lenguas francesa y castellana. En la pureza de la dicción mostró especial esmero, y, quizá por huir del galicismo, cayó alguna vez en giros arcaicos y violentos.

«Sé, a lo menos (pudo decir con orgullo al frente del Tartuffe), que esta versión no está escrita en lengua franca; idioma que hablan tantos en el día y en que allá ellos se entienden .. Declamen cuanto quieran en buen hora contra los que saben el castellano los que no le han estudiado... Nuestros traductores y muchos de nuestros autores no han venido a caer en la cuenta de que como el latín se aprende en los autores latinos, así ni más ni menos el castellano se aprende en los castellanos.»

El punto flaco de estas traducciones ya le indicó Lista con su tino y buen gusto habituales, al dar cuenta de una representación del Tartuffe en las revistas dramáticas que en 1821 escribía en El Censor:

«El señor Marchena, en quien la literatura española acaba de perder uno de sus ornamentos, y la libertad uno de sus más antiguos y constantes defensores, ha traducido con toda verdad el pensamiento de Molière, le ha hecho hablar español, y ha sabido conservar la gracia y el enlace de las ideas; pero sus versos en el género cómico carecen de la fluidez y armonía que hemos notado en las composiciones líricas de aquel sabio literato. Tiene la versificación cómica un giro particular, y con el cual es muy posible que no acierte un poeta muy estimable en otros géneros. La armonía cómica está ya irrevocablemente fijada en nuestra lengua por los versos de El viejo y la niña, La mojigata y algunas escenas de El barón, y todo lo que se separe de las formas que presentan estos modelos no será más que prosa asonantada.» [1]

[p. 175] Con menos fundamento se ha tildado a Marchena (y lo mismo hubiera podido tildarse a Moratín) de haber trasladado el escenario de estas comedias a España, cambiando los nombres de los interlocutores. Devotos habrá de Molière, sobre todo en Francia, a quienes esto parezca profanación intolerable; pero hay que tener en cuenta que estos arreglos se hicieron para la representación, y que si a unos, por saber el original de memoria, puede disonar el oír los conceptos de Molière en boca de don Fidel, don Simplicio, don Liborio Carrasco o doña Isabelita, todavía más ridículo e intolerable sería para un auditorio español el que desfilaran por la escena Mad. Pernelle, Orgon, Damis, Flipote, Sgarnarelle y otros personajes de nombres todavía más revesados y menos eufónicos. Si las comedias de Molière tienen, como nadie niega, un fondo humano, poco importará que este fondo se exprese por boca de Crysale o por boca de don Antonio.

Lo que principalmente falta a Marchena es gracejo y fuerza cómica. Pero el talento del hombre donde quiera se muestra, aun en las cosas que parecen más ajenas de su índole; y por eso, las traducciones de Marchena se levantan entre el vulgo de los arreglos dramáticos del siglo XVIII quantum lenta solent inter viburna cupressi. Creo, sin embargo, que hubiera acertado haciéndolas todas en prosa, en aquella prosa festiva, tan culta y tan familiar a un tiempo, en que tradujo, años andando, los cuentos de Voltaire. Pero fuesen en prosa o en verso, siempre habrá que deplorar la pérdida de estas comedias y también las ilustraciones que Marchena pensó añadirlas y cuyo plan expresa en el prólogo de La escuela de las mujeres:

«Se irán publicando las comedias de Molière, cada una de por sí y a medida que se fueren representando. Como apéndice de esta versión, saldrán adjuntas a algunas de ellas disertaciones acerca de nuestro teatro, en que, sin disimular los gravísimos yerros en que incurrieron nuestros antiguos poetas, haremos notar las hermosuras que a vuelta de ellos en sus producciones se encuentran. Trataremos en otras de la comedia francesa, del teatro cómico en general, etc., de modo que la colección de estos discursos pueda ser reputada por una Poética de la Comedia.»

No sabemos si algo de esto llegó a realizarse. Los papeles de Marchena sufrieron, en su mayor parte, extravío después de su [p. 176] muerte, pero no hemos de perder la esperanza de que algún día parezcan.

Además de las comedias de Molière tradujo y dió a los actores Marchena, dos piezas cómicas francesas de menos cuenta, aunque muy celebradas entonces: El amigo de los hombres y el egoísta (que es el Philinte del convencional Fàbre de l'Eglantine, que quiso presentar en ella una tesis contradictoria de la de El misántropo) y Los dos yernos, del académico Etienne, comedia ingeniosa que había tenido gran éxito en 1810.

A pesar de sus méritos literarios, cada día mayores, Marchena no hizo gran fortuna, ni siquiera con los afrancesados, [1] lo cual ha de atribuirse a su malísima lengua, afilada y cortante como un hacha, y a lo áspero, violento y desigual de su carácter, cuyas rarezas, agriadas por su vida aventurera y miserable, ni aun a sus mejores amigos perdonaban. Acompañó al rey José en su viaje a Andalucía en 1810, y hospedado en Córdoba en casa del penitenciario Arjona, escribió de concierto con él una oda laudatoria del intruso monarca, refundiendo en parte otra que el mismo Arjona había compuesto en 1796 para dar la bienvenida a Carlos IV. La oda no es tan mala como pudiera esperarse de un parto lírico de dos ingenios, y tiene algunos versos felices, por ejemplo, aquellos en que convida a José a gozar las delicias de las márgenes del Betis, en que el cantor de la venganza argiva fingió la mansión de los bienaventurados y donde los fabulosos reyes Argantonio y Gerión tuvieron su pacífico imperio Pero son intolerables las tristes adulaciones a la dominación extranjera, hasta llamar al usurpador «delicias de España»:

       Así el Betis se admira cuando goza
       A tu influjo el descanso lisonjero,
       Al tiempo que de Marte el impío acero
       Aún al rebelde catalán destroza.

Los versos son malos, pero aún es peor y más vergonzosa la idea. ¡Y no temían estos hombres que se levantasen a turbar su sueño las sombras de las inultas víctimas de Tarragona! No hay [p. 177] gloria literaria que alcance a cohonestar tan indignas flaquezas; ni toda el agua del olvido bastará a borrar aquella oda en que Moratín llamó al mariscal Suchet digno trasunto del héroe de Vivar, porque había conquistado a Valencia como él.

Un curioso folleto publicado en 1813 con el título de Descripción físico-moral de los tres satélites del tirano que acompañaban al intruso José la primera vez que entró en Córdoba, [1] los cuales tres satélites eran el superintendente de policía Amorós, el comisario regio Angulo y nuestro Marchena, nos ofrece del último esta curiosa semblanza:

«Marchena, presencia y aspecto de mono, canoso, flaco y enamorado como él mismo; jorobado, cuerpo torcido, nariz aguileña, patituerto, vivaracho de ojos aunque corto de vista, de mal color y peor semblante; secretario del general Desolles, el segundo en la rapiña de Córdoba después de la entrada de Dupont, y con quien vino de Francia, donde se hallaba huído por su mala filosofía y peor condición. [2]

[p. 178] Ha de advertirse, en honor de la verdad y como nuevo testimonio de que Marchena valía, aun moralmente, más que casi todas las gentes con quienes tuvo la desgracia de unirse, que el anónimo autor del folleto se limita a burlarse de su menuda persona, extravagante facha y ridículas pretensiones amorosas, pero no le achaca ninguno de los asesinatos, rapiñas y sacrilegios de que acusa a Amorós y a Angulo.

Siguió Marchena, en 1813, la retirada del ejército francés a Valencia. Allí solía concurrir de tertulia a la librería de don Salvador Faulí, la cual gustaba de convertir en cátedra de sus opiniones antirreligiosas. Los mismos afrancesados solían escandalizarse, a fuer de varones graves y moderados, y le impugnaban, aunque con tibieza, distinguiéndose en esto Moratín y Meléndez. El librero temió por la inocencia de sus hijos, que oían con la boca abierta aquel atajo de doctas blasfemias, y fué a pedir cuentas a Marchena, a quien encontró leyendo la Guía de pecadores. El asombro que tal lectura le produjo, acrecentóse con las palabras del abate, que ya en otro lugar quedan referidas.

Ganada por los ejércitos aliados la batalla de Vitoria, Marchena volvió a emigrar a Francia, estableciéndose primero en Nimes y luego en Montpellier y Burdeos, cada vez más pobre y hambriento y cada vez más arrogante y descomedido. En 28 de septiembre de 1817 escribía Moratín al abate Melón:

«Marchena preso en Nimnes por una de aquellas prontitudes de que adolece; dícese que le juzgará un consejo de guerra, a causa de que insultó y desafió a todo un cuerpo de guardia. Yo no desafío a nadie, y nadie se mete conmigo. (Y en postdata añade): Parece que ya no arcabucean a Marchena, y todo se ha compuesto con una áspera reprimenda, espolvoreada de adjetivos.»

Como recurso de su miseria, a la vez que como medio de propaganda, emprendió Marchena, para editores franceses, la traducción de varios libros de los que por antonomasia se llamaban prohibidos, piedras angulares de la escuela enciclopédica. Vulgarizó, pues, las Cartas Persianas, de Montesquieu; el Emilio y la Nueva Eloísa, de Rousseau; los Cuentos y novelas, de Voltaire (Cándido, Micromegas, Zadig, El Ingenuo, etc.); el Manual de los Inquisidores, del abate Morellet (extracto infiel del Directorium [p. 179] Inquisitorum, de Eymerich); el Compendio del origen de todos los cultos, de Dupuis (libro tan ruidoso entonces como olvidado hoy, en que se explican todas las religiones por la astronomía y el símbolo zodiacal); las Ruinas de Palmira, de Volney; cierto Tratado de la libertad religiosa, de un Mr. Benoist, y alguna obra histórica, como la titulada Europa después del Congreso de Aquisgram, por el abate De Pradt. [1] En un prospecto que repartió en 1819 anunciaba, además, que muy en breve publicaría el Essai [p. 180] sur les moeurs y el Siglo de Luis XIV y quizá hiciera alguna otra versión que no ha llegado a mis manos: porque Marchena inundó literalmente a España de engendros volterianos, y a pesar de todas las trabas puestas a su circulación por el Gobierno absoluto de Fernando VII, estos libros, introducidos de contrabando por la frontera francesa, llevaron por todas partes su maléfica influencia [p. 181] contagiando a gran parte de la juventud, especialmente a los estudiantes, entre quienes corrían con profusión, como sabemos por testimonios dignos de fe, respecto de Alcalá, Salamanca y Sevilla. Por desgracia, algunas de estas versiones estaban escritas con tal primor y arte y en tan pura lengua castellana, que hacían mucho más temible y peligroso el veneno. Otras eran atropelladas [p. 182] y de pane lucrando, hechas por el abate para salir del día, con rapidez de menesteroso y sin intención literaria. De aquí enormes desigualdades de estilo, según el humor del intérprete y según la mayor o menor largueza de los libreros que hacían trabajar a Marchena a destajo.

Apenas puede creerse que salieran de la misma pluma la deplorable versión de las Cartas Persianas, que parece de un principiante; [p. 183] la extravagantísima del Emilio, atestada de arcaísmos, transposiciones desabridas y giros inarmónicos y la fácil y castiza y donosa de Cándido, de Micromegas y de El Ingenuo, que casi compiten en gracia y limpieza de estilo con los cuentos originales. Esta traducción, muy justamente ponderada por don Juan Valera, en cuyo primoroso estilo parece haber ejercido alguna remota influencia, prueba lo que Marchena era capaz de hacer en prosa castellana cuando se ponía a ello con algún cuidado y no caía en la tentación de latinizar a todo trapo, como en el famoso discurso de que hablaré después. El mérito de la traducción de las Novelas puede apreciarse con una sencilla comparación. Moratín, uno de los perfectos modelos, quizá el más perfecto de su tiempo, en la prosa festiva y familiar, tradujo también el Cándido, de Voltaire. [1] La traducción es muy digna de su talento, aunque por justos reparos no figure en la colección de sus obras; y, sin embargo, con todos los respetos debidos a tal maestro de lenguaje, no nos atrevemos a decir que venza en gracejo y blanda ironía a la de Marchena. Y aunque parezca cosa baladí y que está al alcance de cualquier jornalero literario, la traducción de un libro francés en prosa, no debe de ser tan fácil la empresa cuando se trata de castellanizar lo que se traduce, respetando el giro y propiedad de nuestra lengua. Los versos franceses suelen ganar puestos en castellano, pero las buenas traducciones en prosa son tan raras que en todo el fárrago de la literatura del siglo XVIII sólo recordamos, como dignas de especial y entera alabanza, el Gil Blas, del Padre Isla (a quien bien pueden perdonarse algunas infidelidades al texto original y algunos galicismos leves, en gracia del vigor, animación y naturalidad del conjunto), el delicioso Robinsón, de don Tomás de Iriarte y las ya citadas de Moratín y Marchena.

Pero el trabajo más meritorio y más celebrado de nuestro abate por aquellos días, fué la colección de trozos selectos de nuestros clásicos, intitulada Lecciones de Filosofía Moral y Elocuencia. [2] ' [p. 184] La colección en sí parece pobre y mal ordenada, comparándola con otras antologías del mismo tiempo o poco anteriores, como el Teatro crítico de la Elocuencia española, de Capmany, o la de Poesías Selectas, que formó Quintana. Pero lo notable es un discurso preliminar y un exordio, en que Marchena teje a su modo la historia literaria de España, y nos da, en breve y sustancioso resumen, sus opiniones críticas e históricas, y hasta morales y religiosas. Lejos están ya de nosotros los tiempos en que este discurso fué puesto en las nubes, aun por literatos que no participaban de las aberraciones políticas y religiosas de Marchena. Don Juan María Mauri, por ejemplo, en su Espagne Poétique, aun deplorando «el lenguaje afectado, extraño y trivialmente indígena» de Marchena, estima que este trozo crítico es, por otra parte, «el mejor compuesto, el más nutrido de ideas, el más vigoroso qué se haya publicado nunca».

Usando de una expresión vulgarísima, pero muy enérgica, tengo que decir que se cae el alma a los pies cuando, engolosinado uno con tales ponderaciones, acomete la lectura del célebre discurso y quiere apurar los quilates de la ciencia crítica de Marchena. Hoy que el libro ha perdido aquella misteriosa aureola que le prestaban de consuno la prohibición y el correr a sombra de tejado, pasma tanto estruendo por cosa tan mediana. La decantada perfección lingüística de Marchena en este fragmento, que quiso [p. 185] presentar como pieza de examen, estriba en usar monótona y afectadamente del hipérbaton latino con el verbo al fin de la cláusula, venga o no a cuento y aunque desgarre los oídos; en embutir donde quiera las locuciones muy más, cabe, so capa y eso más que, sobre todo esta última, que se le antojaba muy castiza no sé por qué razón; en encrespar toda la oración con vocablos altisonantes revueltos con otros de bajísima y plebeya ralea; en llenar la prosa de fastidiosísimos versos endecasílabos, y en torcer y descoyuntar de mil modos la frase, dándose casi siempre tal maña que escoge, para rematar el período, la combinación más áspera y chillona. Muy loable era el purismo teórico de Marchena, excelente la doctrina que sobre este particular profesaba, [1] y en algunas de sus traducciones no hay duda que predicó con el ejemplo. Pero si sólo le juzgásemos por esta muestra de su prosa original, muy menguado tendríamos que suponer el estudio que había hecho de los clásicos, puesto que no le habían enseñado lo primero que debe aprenderse de ellos: la naturalidad. Estilo más enfático y pedantesco que el del tal discurso apenas le conozco en castellano, digo entre las cosas castellanas que merecen ser leídas.

Porque lo merece sin duda, aunque esté lleno de gravísimos errores de hecho y de derecho y escrito con rencorosa saña de sectario, que transpira desde las primeras líneas. La erudición de Marchena en cosas españolas era cortísima. Hombre de vasta lectura latina y francesa, había saludado muy pocos libros castellanos, aunque éstos los sabía de memoria. Garcilaso, el bachiller La Torre, Cervantes, ambos Luises, Mariana, Hurtado de Mendoza, Herrera y Rioja, Quevedo y Solis, Meléndez y Moratín, constituían para él nuestro tesoro literario. De ellos y pocos más formó su colección: de ellos casi solos trata en el Discurso preliminar.

[p. 186] La poesía de la Edad Media es para él letra muerta, aun después de las publicaciones de Sánchez: de los romances tampoco sabe nada, o lo confunde todo, y ni uno solo de los históricos, cuanto más de los viejos, admite en su colección. Los juicios sobre autores del siglo XVI suelen ser de una petulancia y ligereza intolerables; llama a las obras de Santa Teresa adefesios que excitan la indignación y el desprecio, y no copia una sola línea de ellas. Tampoco del venerable Juan de Ávila, ni de otro alguno de los predicadores españoles, porque son «títeres espirituales». Los ascéticos, con excepción de Pr. Luis de Granada, le parecen mezquinos y risibles; las obras místicas y de devoción, cáfila de desatinos y extravagancias, disparatadas paparruchas. Los Nombres de Cristo, del maestro León, le agradan por el estilo; ¡lástima que el argumento sea de tan poca importancia, como que nada vale! De obras filosóficas no se hable, porque tales ciencias (basta que lo diga Marchena bajo su palabra) nunca se han cultivado ni podídose cultivar en España, donde el abominable tribunal de la Inquisición aherrojó los entendimientos, privándolos de la libertad de pensar. ¿Ni qué luz ha de esperarse de los historiadores, esclavos del estúpido fanatismo, y llenos de milagros y patrañas? Borrémoslos, pues, sin detenernos en más averiguaciones y deslindes.

Por este sistema de exclusión prosigue Marchena hasta quedarse con Cervantes y con media docena de poetas. Tan extremado en la alabanza como antes lo fué en el vituperio, no sólo afirma que nuestros líricos vencen con gran exceso a los demás de Europa, porque resulta, según su cálculo y teorías, que el fanatismo, calentando la imaginación, despierta y aviva el estro poético, sino que se arroja a decir que la canción A las ruinas de Itálica vale más que todas las odas de Píndaro y Horacio juntas: tremenda andaluzada que ni siquiera en un hijo de Utrera, paisano del verdadero autor de la oda, puede tolerarse. Bella es la canción de las Ruinas, y tuvo en su tiempo la novedad de la inspiración arqueológica; pero ¡cuantas composiciones líricas la vencen, aun dentro de nuestro Parnaso! Marchena, amontonando yerro sobre yerro, continúa atribuyendo (como don Luis José Velázquez) los versos del bachiller La Torre a Quevedo: cita, como prueba de la fuerza y originalidad de la dicción poética de éste, una traducción de Horacio, que es del Brocense; y finalmente decreta, [p. 187] sin ningún género de salvedades, el principado de la lírica a los andaluces, poniéndose él mismo en el coro (y nada menos que al lado del divino Herrera), no sin anunciar que ya vendrá día en que la posteridad le alce un monumento, vengándole de sus inicuos opresores.

Y, sin embargo, la crítica de Marchena no es vulgar, ni mucho menos, aunque diste harto de ser la mejor de su tiempo, como han pretendido algunos. Faltan en ella cualidades preciosas que otros tuvieron: el delicado análisis que Capmany, antes y mejor que nadie, aplicó a nuestra prosa; el hondo sentido de la forma poética, la insinuante moderación, el toque sobrio y firme de Quintana; la lucidez y simpática elegancia de Martínez de la Rosa; el buen instinto, generoso y amplio de Lista; el vigor dialéctico que muestra Reinoso, aún sujeto por las trabas de la árida ideología de su tiempo. En cambio, Marchena, hombre de cultura más extensa que profunda, pero cultura notable al cabo y en algunos puntos superior a la de casi todos sus coetáneos, tiene, a falta del juicio, que es la facultad que menos le acompañó en sus obras ni en su vida, una libertad de espíritu aventurera e indisciplinada, que muchas veces le descarría, pero que también le sugiere casuales aciertos, expresados por él con su ingénita bizarría y con aquel original desenfado propio de su temperamento de polemista curtido en las más recias tormentas revolucionarias. De vez en cuando centellean en aquellas extrañas páginas algunas intuiciones felices, algunos rasgos críticos de primer orden: tal es el juicio del Quijote; tal alguna consideración sobre el teatro español, perdida entre mucho desvarío que quiere ser pintura de nuestro estado social en el siglo XVII, tan desconocido para Marchena como podía serlo el XIV; tal la distinción entre la verdad poética y la filosófica; tal lo que dice del platonismo erótico; tal el hermoso paralelo entre Fr. Luis de Granada y Fr. Luis de León considerado como prosista, que es quizá el mejor trozo que escribió Marchena, por más que algo le perjudique la forma retórica de la simetría y la antítesis; tal el buen gusto con que en pocos y chistosos rasgos tilda el castellano de Cienfuegos, en quien le agradaban las ideas y le repugnaba el neologismo. Pero repito que todos estos brillantes destellos lucen en medio de una noche caliginosa, y a cada paso va el lector tropezando, ya con afirmaciones gratuitas, ya [p. 188] con juicios radicalmente falsos, ya con ignorancias de detalle, ya con alardes intempestivos de ateísmo y despreocupación, ya con brutales y sañudas injurias contra España, ya con vilísimos rasgos de mala fe. En literatura, su criterio es el de Boileau; y aunque esto parezca inverosímil, un hombre como Marchena, que en materias religiosas, políticas y sociales llevaba hasta la temeridad su ansia de novedades y sólo vivía del escándalo y por el escándalo, en literatura es, como su maestro Voltaire, acólito sumiso de la iglesia neoclásica; observador fiel de los cánones y prácticas de los preceptistas del siglo de Luis XIV y furibundo enemigo de los modernos estudios y teorías sobre la belleza y el arte, de «esa nueva oscurísima escolástica, con nombre de Estética, que califica de romántico o novelesco cuanto desatino la cabeza de un orate imaginarse pueda». Para Marchena, como para todos los volterianos rezagados, para José María Chénier, para Daunou, para La Harpe antes y después de su conversión, Racine y Molière continuaban siendo las columnas de Hércules del arte. En su crítica y en su estética (si es lícito usar aquí este nombre por él tan aborrecido) no le cuadraba mal a Marchena ese apodo de abate que quizá con intención sarcástica añadían siempre a su apellido sus contemporáneos: porque en esto continuaba siendo un abate del siglo XVIII. A Shakespeare le llama lozadal de la más repugnante barbarie, a Byron ni aun le nombra: de Goethe no conoce o no quiere conocer más que el Werther.

Juzgadas con este criterio nuestras letras, todo en ellas había de parecer excepcional y monstruoso. Restringido arbitrariamente el principio de imitación, que el realismo español había interpretado con tan amplio sentido; entendida con espíritu mezquino la antigüedad misma (¿ni qué otra cosa había de esperarse de quien dice que Esquilo violó las reglas del drama, es decir, las reglas del abate D'Aubignac?); convertidos en pauta y ejemplar único los artificiales productos de una cultura cortesana y refinadísima, flores por la mayor parte de invernadero, sólo el buen gusto y el instinto de lo bello podían salvar al crítico en los pormenores y en la aplicación de sus reglas, y ciertamente salvan más de una vez a Marchena. Pero aun en estos casos es tan inseguro y contradictorio su juicio, parecen tan caprichosos sus amores y sus odios y tan podrida está la raíz de su criterio histórico, que los mismos [p. 189] esfuerzos que hace para dar a su crítica carácter trascendental y entretejer la historia literaria con los hilos de la historia externa, sólo sirven para despeñarle. Bien puede decirse que todo autor español comienza por desagradarle en el mero hecho de ser español y católico, y necesita un gran esfuerzo para sobreponerse a esta prevención. No concibe literatura grande y floreciente sin espíritu irreligioso; y cegado por tal manía, ora se empeña en demostrar que los españoles de la Edad Media eran muy tolerantes y hasta indiferentes en religión, como si no protestaran de lo contrario las hogueras que encendió San Fernando, las matanzas de judíos, los actos de la Inquisición catalana y todos nuestros Cuerpos legales; ora se atreve a poner lengua (caso raro en un español) en la venerada figura de la Reina Católica, a quien llama «implacable en sus venganzas, y sin fe en la conducta pública»; ora coloca al libelista Fr. Pablo Sarpi en puesto más eminente que a todos nuestros historiadores por el solo hecho de haber sido tenido por protestante aunque solapado; ora desprecia como bárbara cáfila de expresiones escolásticas la ciencia de Santo Tomás y de Suárez: ora niega porque sí, y por quitar una gloria más a su patria, la realidad del mapa geodésico del maestro Esquivel, de que dan fe por vista de ojos Ambrosio de Morales y otros testigos irrecusables; ora explica la sabiduría de Luis Vives por haberse educado fuera de la Península (olvidando, sin duda, sus vehementes diatribas contra la Universidad de París); ora califica de patraña un hecho tan judicialmente comprobado como el asesinato del Niño de la Guardia; ora imagina, desbarrando, que los monopantos, de Quevedo, son los jesuítas; ora calumnia feamente a la Inquisición, atribuyéndola el desarrollo del molinosismo, que ella castigó sin paz y sin tregua; ora nos enseña, como profundo descubrimiento filosófico, que los inmundos trágicos de la Epístota Moral, son «nuestros frailes, los más torpes y disolutos de los mortales, encenegados en los más hediondos vicios, escoria del linaje humano».

Pero lo más curioso y extravagante es la razón que da para no incluir en su colección mayor número de trozos de Fr. Luis de Granada, a pesar de lo muy persuadido que estaba del soberano mérito de este escritor, que parece haber sido el predilecto suyo entre los nuestros. ¡La razón es que le tenía por inmoral! Y ciertamente que su moral era todo lo más contrario a la extraña moral [p. 190] de Marchena, el cual, en otra parte de este abigarrado discurso, donde todo es intemperante, el pensamiento y la expresión, truena, con frases tan estrambóticas como grande es la aberración de las ideas, contra «la moral ascética, enemiga de los deleites sensuales en que la reproducción del linaje humano se vincula, tras de los cuales corren ambos sexos a porfía». Él profesa la moral de la naturaleza, «la de Trasibulo y Timoleón»; y en cuanto a dogma, no nos dice claro si por aquella fecha era ateo o panteísta, puesto caso que del deísmo de Voltaire había ya pasado y no aceptaba ningún género de Teodicea, dejando en la categoría de los asertos más o menos verosímiles y sujetos al cálculo de probabilidades, «la existencia de una o muchas naturalezas increadas, distintas de la materia y señoras de ella; la multiplicidad de sustancias en el ser humano; la incorruptibilidad de unas cuando se corrompen las otras»

Qui habitat in coelis irridebit eos; y en verdad que parece ironía de la Providencia que la nombradía literaria de aquel desalmado jacobino, que en París abrió cátedras de ateísmo, ande vinculada principalmente (¿quién había de decirlo?) a una oda de asunto religioso, la oda A Cristo crucificado. De esta feliz inspiración quedó el autor tan satisfecho, que con su habitual e inverosímil franqueza, no sólo la pone por modelo en su colección de clásicos, sino que la elogia cándidamente en el preámbulo, y, comparándose con Chateaubriand, cuya fama de poeta cristiano le sacaba de quicio, y de cuyos Mártires decía que «son una ensalada compuesta de mil hierbas, acedas aquéllas, saladas estotras y que juntas forman el más repugnante y asqueroso almodrote que gustar pudo el paladar humano», exclama con estudiantil desgarro: «Entre el poeta de Los. Mártires y la oda A Cristo crucificado, media esta diferencia: que Chateaubriand no sabe lo que cree, y cree lo que no sabe, y el autor de la oda sabe lo que no cree y no cree lo que sabe.»

La inmodestia del autor por una parte, y por otra los excesivos elogios que en todo tiempo han tributado a esta oda los críticos de la escuela literaria a que el autor pertenecía, contribuyen a que la composición de Marchena no haga en todos los lecturas el efecto que por su robusta entonación debiera. El autor la admiró por todos y antes que todos, se decretó por ella una estatua y nada nos dejó que admirar. Así y todo, es pieza notable, algo artificial [p. 191] y pomposa, demasiado herreriana con imitaciones muy directas, desigual en la versificación, desproporcionada en sus miembros, pequeña para tan grandioso plan, que quiere ser nada menos que la exposición de toda la economía del Cristianismo; y, por último, fría y poco fervorosa, como era de temer del autor, aunque muchos con exceso de buena fe hayan creído descubrir en ella verdadero espíritu religioso. Si lo que Marchena se propuso, según parece, fué demostrar que sin fe pueden tratarse magistralmente los temas sagrados, la erró de medio a medio, y su oda es la mejor prueba contra su tesis. Fácil es a un hombre de talento y de muchas humanidades calcar frases de los libros santos y frases de León y de Herrera, y zurcirlas en una oda, que no será ni mejor ni peor que todas las odas de escuela; pero de esto al arranque espontáneo de la inspiración religiosa, ¡cuánto camino! Júzguese, por las primeras estancias de la oda de Marchena, que, si bien compuestas de taracea, tienen ciertamente rotundidad y número, y vienen a ser las mejores de esta composición, en que todo es cabeza, como si el autor, fatigado de tan valiente principio, se hubiese dormido al medio de la jornada:

            Canto al Verbo divino,
       No cuando inmenso, en piélagos de gloria,
       Más allá de mil mundos resplandece,
       Y los celestes coros de continuo
       Dios le aclaman, y el Padre se embebece
       En la perfecta forma no creada,
[1]
       
Ni cuando de victoria
       La sien ceñida, el rayo fulminaba,
       Y de Luzbel la altiva frente hollaba,
       Lanzando al hondo Averno,
       Entre humo pestilente y fuego eterno,
       La hueste contra el Padre conjurada.
            No le canto tremendo
       En nube envuelto horrísono-tonante,
       Del Faraón el pecho endureciendo,
       Sus huestes en las olas sepultando
       Que en los abismos de la mar se hundieron,
       Porque en brazo pujante
       Tú, Señor, los tocaste, y al momento,
        [p. 192] Cual humo que disipa el raudo viento,
       No fueron: la mar vino,
       Y los tragó en inmenso remolino,
       Y Amón y Canaán se estremecieron.

Muy inferiores a ésta son las demás poesías de Marchena, que él, con la misma falta de modestia, va poniendo por dechados en sus géneros respectivos. Todas ellas figuran en la colección manuscrita de París, siendo la más notable una Epístola sobre la libertad política, dirigida al insigne geómetra español don Jose María Lanz, creador, juntamente con don Agustín Betancourt, de la nueva ciencia de la Cinemática. [1]

En general, esta epístola está pésimamente versificada, llena de asonancias ilícitas, de sinéresis violentas y de prosaicos ripios; muestra patente de que el autor sudaba tinta en cada verso, obstinado en ser poeta contra la voluntad de las hijas de la Memoria. Hay, no obstante, algunos tercetos dignos de notarse por lo feliz de la idea o de la imagen, ya que no de la expresión, y porque además nos dan el pensamiento político de su autor acerca de la revolución después de pasados los primeros hervores de ella:

       Tal la revolución francesa ha sido
       Cual tormenta que inunda las campañas,
       Los frutos arrancandos del ejido;
            Empero el despotismo las entrañas
       Deseca de la tierra donde habita,
       Cual el volcán que hierve en las montañas.

Queriendo mostrar el autor que todos los excesos revolucionarios son consecuencia del despotismo y que él nutre y educa la revolución a sus pechos, usa de esta notable comparación:

             [p. 193] Así en Milton los monstruos del abismo
       Devoran con rabioso ávido diente
       De quien les diera el sér el seno mismo.

Tampoco carece de cierta originalidad Marchena, como primer cantor español de la duda y precursor en esto de Núñez de Arce y otros modernos:

              ¡Dulce esperanza, ven a consolarme!
       ¿Quién sabe si es la muerte mejor vida?
       Quien me dió el sér, ¿no puede conservarme
            Más allá de la tumba? ¿Está ceñida
       A este bajo planeta su potencia?
       ¿El inmenso poder hay quien lo mida?
            ¿Qué es el alma? ¿Conozco yo su esencia?
       Yo existo. ¿Dónde iré? ¿De dónde he venido?
       ¿Por qué el crimen repugna a mi conciencia?

Bien dijo Marchena que tal poesía era nueva en castellano pero también ha de confesarse que la nueva cuerda añadida por él a nuestra lira no produce en sus manos más que sonidos discordes, ingratos y confusos.

También pagó tributo Marchena a uno de los afectados, monótonos y fastidiosos géneros que por aquellos días estuvieron en boga: al de las epístolas heroídas, calcadas sobre la famosa de Pope, a la cual no llega ni se acerca ninguna de sus imitaciones. ¿Quién no conoce la famosa Epístola de Eloísa a Abelardo, que Colardeau imitó en francés y que Santibáñez, Maury y algunos otros pusieron en castellano, tomándola, ya del original, ya de la versión, para nocivo solaz de mancebos y doncellas que veían allí canonizados los ímpetus eróticos, reprobadas las austeridades monacales y enaltecido sobre el matrimonio el amor desinteresado y libre? Ciertamente que esta Eloísa nada tiene que ver con la escolástica y apasionadísima amante de Abelardo, ni menos con la ejemplar abadesa del Paracleto, sino que está trocada, por obra y gracia de la elegante musa de Pope, en una miss inglesa, sentimental, bien educada, vaporosa e inaguantable. ¿Dónde encontrar aquellas tan deliciosas pedanterías de la Eloísa antigua, aquellas citas de Macrobio y de las epístolas de Séneca, del Pastoral de San Gregorio y de la regla de San Benito, aquellos juegos de palabras, «oh inclementem clementiam!, oh infortunatam fortunam! [p. 194] mezcladas con palabras de fuego sentidas y no pensadas: «non matrimonii foedera, non dotes aliquas expectavi, non denique meas voluptates aut voluntates, sed tuas, sicut ipse nosti, adimplere studui... Quae regina vel praepotens femina gaudiis meis non invidebit vel thalamis?... Et si uxoris nomen sanctius ac validius videtur, dulcius mihi semper extitit amicae vocabulum, aut (si non indigneris) concubinae vel scorti, ut quo me videlicet pro te amplius humiliarem, ampliorem apud te consequerer gratiam, et sic excellentiae tuae gloriam minus laederem... Quae cum ingemiscere debeam de commissis, suspiro potius de amissis.

Después de leídas tales cartas, parece amanerada, aunque agradable siempre, la heroída de Pope, donde ha desaparecido todo este encanto de franqueza y barbarie, de ardor vehementísimo y sincero. Así y todo, esta ingeniosa falsificación de los sentimientos del siglo XVIII tuvo portentoso éxito y engendró una porción de imitaciones con el nombre de heroídas, dado ya en la antigüedad latina por Ovidio a otras epístolas galantes suyas, no menos infieles al carácter de los tiempos heroicos que lo eran las de sus imitadores al espíritu de la Edad Media.

Pero, ¿cuál de las imitaciones de la heroída de Pope, que hay en castellano, es la de Marchena? El señor marqués de Valmar, doctísimo colector de nuestros poetas del siglo XVIII, se inclina a atribuirle la más popular de todas: la que se imprimió en Salamanca por Francisco de Toxar, en 1796, con título de Cartas de Abelardo y Eloísa, en verso castellano, y fué prohibida por un edicto de la Inquisición de 6 de abril de 1799. El señor Bergnes de las Casas, que imprimió en Barcelona, en 1839, juntamente con el texto latino de las cartas de Abelardo y el inglés de la epístola de Pope, todas las imitaciones castellanas que pudo hallar de unas y otras, atribuye a don Vicente María Santibáñez, catedrático de Humanidades en Vergara, la susodicha famosa traducción, que comienza:

       En este silencioso y triste albergue,
       De la inocencia venerable asilo....,

y da como anónima la respuesta, que parece obra original del traductor de la primera epístola, si bien muy inferior a ella en [p. 195] condiciones literarias, porque ya el original de Pope o de Colardeau no sostenía la flaca vena de su autor:

       ¿Quién pudiera pensar que en tantos años
       De penitente y retirada vida...

El hallazgo del manuscrito de París ha venido a resolver la cuestión, puesto que en él aparecen dos epístolas de Eloísa y Abelardo, enteramente originales, del Abate Marchena, y mucho más libres e impías que las que se imprimieron en Salamanca, y de las cuales una, por lo menos, es de Santibáñez, según el testimonio irrecusable de Quintana, que le había conocido y tratado mucho, como también a Marchena. [1] No es maravilla que tratándose de autores tan análogos en su vida y en sus ideas, y de composiciones sobre el mismo asunto, se hayan confundido las especies. Conste, pues, que las heroídas de Marchena son las que empiezan:

       Sepulturas horribles, tumbas frías...
       ¡Oh vida, oh vanidad, oh error, oh nada!... [2]

Así éstas como la mayor parte de las poesías líricas de Marchena han sido impresas en nuestra colección por vez primera, fielmente [p. 196] copiadas por el docto profesor y querido amigo nuestro Mr. Alfred Morel-Fatio de un códice autógrafo de Marchena, que se conserva hoy en la Biblioteca de la Sorbona y procede de la librería de Mr. Lefebure de Fourcy, antiguo catedrático de la Facultad de Ciencias. [1] De muchas de estas composiciones ya se ha ido haciendo mérito en el curso de esta biografía. Todas ellas parecen compuestas antes de 1808, y sin duda por eso no figura en el manuscrito de París la canción  A Cristo crucificado, que debe de ser posterior.

IV

Cuando la revolución de 1820 abrió a los afrancesados las puertas de España, Marchena fué de los que regresaron, muy esperanzado, sin duda, de ver premiados bajo el nuevo régimen, sus servicios a las ideas liberales, que ciertamente eran más antiguos que los de ningún otro español. Pero nada logró, porque la tacha de traidor a la patria le cerraba todo camino en un tiempo en que las heridas del año 1808 manaban sangre todavía; y los mismos afrancesados, que apenas habían comenzado su laboriosa [p. 197] tarea para irse rehabilitando en la opinión (como al fin lo consiguieron en los últimos años de Fernando VII, llegando a ejercer grande influencia en sus Consejos como autores o fautores de la teoría del despotismo ilustrado), huían de Marchena, clérigo apóstata, cuyo radicalismo político y religioso, todavía raro en España, bastaba para comprometer cualquier partido a que él se afiliase. Bien a su costa lo experimentó en Sevilla, adonde le llevaron, sin duda, los recuerdos de su juventud y el apego al suelo natal. Sevilla era entonces un pueblo eminentemente realista, donde las ideas constitucionales sólo eran profesadas por una minoría exigua, al revés de lo que acontecía en Cádiz, Barcelona y otras ciudades marítimas. Uno de los biógrafos de Marchena, [1] cuyos recuerdos personales se remontan bastante lejos, da sobre este punto curiosas y autorizadas noticias:

«La gente liberal en Sevilla era entonces baladí. La mayoría de lo que se llama pueblo, casi toda la nobleza y los propietarios y labradores pertenecían en ideas al absolutismo, fomentado por el numeroso y alto clero y por los más de los frailes.

El bando liberal se componía de muy pocas personas importantes de la ciudad; comerciantes, tenderos, oficiales retirados, ociosos y vagabundos alguna tropa de la guarnición y de los aficionados a alborotos.

Se decía entonces por fina ironía que todo el pueblo junto en el café del Turco había promovido tal o cual asonada, en cuya frase se pintaba gráficamente cuán reducido número de personas contaba el partido liberal en Sevilla...»

Al principio, Marchena fué bien recibido por los liberales sevillanos e ingresó, a título honorífico, en una Sociedad Patriótica que allí había, no menos tumultuosa que sus análogas de Madrid, aunque menos perniciosa en sus erectos, los cuales tenían más de bufo que de trágico, reduciéndose a sandias peroratas sobre los artículos del código constitucional, y a otras efusiones declamatorias propias de la candidez política de aquellos tiempos. A Marchena, que no sólo había visto revoluciones de verdad, sino que había sido actor en ellas, le parecía todo aquello una absurda mojiganga; y como no se recataba de decirlo a los propios adeptos, con toda la malignidad sarcástica propia de su carácter violento y atribiliario, [p. 198] se atrajo en poco tiempo muchos enemigos, que no le perdonaban aquella continua e implacable burla. Además, entre los patriotas del año 20, aunque la irreligión hubiese comenzado a hacer estragos y estuviese de moda cierto descreimiento, había no pocos hombres sinceramente cristianos y aun devotos; que no pasaban más allá de la libertad política, y para quienes era un escándalo la impiedad que cínicamente afectaba Marchena. A los pocos meses de su llegada había tenido la habilidad de ponerse mal, casi a un mismo tiempo, con los frailes de Sevilla y con el capitán general, que era al mismo tiempo jefe político de la provincia. Las cosas acontecieron de este modo:

Las Cortes de 1820 acababan de dar una ley (que Fernando VII sancionó a la fuerza y bajo el amago de un motín) extinguiendo las Órdenes monacales y reformando las regulares. Para celebrar este Decreto, la Sociedad Patriótica de Sevilla encargó un discurso a Marchena. Este discurso, que gustó en el primer momento (quizá porque la mayor parte del auditorio no le entendió del todo), fué impreso por aclamación general y entonces es cuando se vió la gravedad de las conclusiones racionalistas que la inexperta Sociedad había prohijado. Se trataba, en efecto, de un ardiente alegato en pro de la libertad de cultos, o más bien del naturalismo y del indiferentismo religioso, pero envuelto en cierta fraseología mística, que podía deslumbrar a los incautos. Marchena preguntaba, entre otras cosas:

«¿No pertenecen al Criador, al Conservador del Universo, el hombre y sus obras todas, y la tierra que habita y el cielo que le cobija y cuantos seres animados e inanimados en su inmenso seno la naturaleza encierra? ¿Es la morada de Jehovah el monte de Garizim? ¿Es peculio privativo suyo el templo de Júpiter Capitolino, la mezquita de la Meca o las paredes del Vaticano? ¿No es su dominio el capullo que alberga al insecto imperceptible, como la vasta órbita que describe el más remoto planeta? «La tierra y cuantos en ella moran, el orbe entero y cuanto en él se contiene, son del Señor», dicen los salmos de los hebreos. Un don solo puede tributar el hombre al Altísimo, y ése es el único grato a sus ojos: un pecho amante de la virtud, una razón despojada de los desvaríos de la superstición, una vida conforme a los preceptos del Verbo, esto es, de la razón divina, que estableció el invariable orden de los seres, y por la razón de las necesidades físicas enseñó a los humanos las relaciones que con Dios y con sus semejantes los estrechan... Los tiranos son los verdaderos rebeldes a la Divinidad, los enemigos de la eterna razón [p. 199] increada, los que han formado parcialidades y coligádose contra el Señor y su Cristo, mas que el Cristo ha de quebrantar con cetro de hierro, cual vasos de frágil arcilla». [1]

Un fraile impugnó desde el púlpito el folleto del ciudadano Marchena; y el ciudadano Marchena, dando una muestra de intolerancia no rara entre los que teóricamente blasonan más de librepensadores, denunció al fraile a las iras de la Sociedad Patriótica y aun procuró, aunque inútilmente, que se hiciese pesquisa judicial contra él. Todo ello consta por la carta al general O'Donojú, que citaremos luego:

«Puesto que todas las expresiones de dicho discurso se hubiesen pronunciado delante de un inmenso concurso de sujetos de toda clase, no desaprobando ninguno una sola de ellas y aplaudiéndolas todos; puesto que estuviera ya impreso y patente a la censura de todos, todavía un fraile llamado Salado tuvo la increíble avilantez de predicar un domingo en Omnium Sanctorum (una de las iglesias adonde acude más plebe, y, por consiguiente, más gente pronta a enardecerse por las irritaciones del fanatismo) que el abate Marchena era un hereje que quería trastornar la religión católica.

Tan escandalosa tentativa de asonada no solamente permanece impune mas ni siquiera ha tenido por conveniente V. E. hacer en la materia la más ligera pesquisa, si bien la excitación desde el púlpito contra un ciudadano que se nombra formalmente sea un delito nuevo desde el principio de las conmociones de España; y este primer ejemplo se ha dado impunemente en el pueblo, cuya seguridad ha sido encomendada a V. E. No es esto articular una queja contra V. E. Bien me hago cargo de lo arduo del empeño de encontrar testigos que declarasen sobre un sermón predicado un domingo en una iglesia llena de gente. La delación que de él se hizo en la Sociedad, y que también está consignada en La Espada Sevillana, pareció sin duda a V. E. una denuncia vaga: por eso no ha querido hacer diligencias que probablemente ningún efecto producirían.»

Pronto surgió otra disidencia en el seno de la Sociedad. El ciudadano Mac-Crohón, correligionario y amigo íntimo de Marchena, leyó una noche cierto manifiesto de los oficiales del batallón de Asturias (el que había mandado Riego) en que se hacían graves [p. 200] cargos al general O'Donojú. A muchos de los concurrentes pareció tal manifiesto una insensatez y una violación de los principios más elementales de la disciplina militar; pero Marchena se encaramó en la tribuna para sostener que los oficiales manifestantes estaban dentro de «la verdadera doctrina de los pueblos libres acerca de las quejas de los ciudadanos contra los magistrados y gobernantes», y que no hacían más que cumplir con la «obligación sagrada del ciudadano».

Publicábase a la sazón un periódico titulado La Espada Sevillana , órgano oficioso de la Sociedad, pero todavía más del capitán general, que había confiado la redacción a su médico, llamado Codorniu. En La Espada, pues, salió un comunicado que firmaba El Ocioso: de tono asaz agrio, contra el manifiesto de los oficiales de Asturias y contra los oradores que le habían apoyado en la Sociedad Patriótica. Y aquí prosigue la narración del Abate Marchena, dirigiéndose al mismo general O'Donojú:

«El socio Mac-Crohón, ultrajado en una postdata del artículo comunicado salió a vindicar su honor: seguíle yo, y los aplausos del público nos acompañaron a uno y a otro. Acuérdome que en mi razonamiento dije que ni conocía ni quería conocer a vuestra Excelencia. Lo primero V. E. sabe ser muy cierto: lo segundo sé yo que no lo es menos. Probé que no debían los miembros de la Sociedad seguir suscribiéndose a un periódico que, costeado por ellos, insertaba violentas censuras de papeles leídos con aprobación del Cuerpo, y de socios que, en vez de haber sido llamados al orden, se les había escuchado con satisfacción general...

Al siguiente día se formó, por los que llevaban la voz, un conciliábulo con nombre de sesión secreta; y sin citarme, sin mi noticia, sin hacerme cargo ninguno, sin saber siquiera si pensaba yo en disculparme, fallan mi expulsión de la Sociedad. Tan ajeno estaba yo de esta decisión, que habiendo por acaso sabido que se celebraba sesión secreta en el teatro de San Pablo, fuí a ella, y pedí la palabra para hablar sobre no sé qué asunto que a la sazón se estaba ventilando, cuando un fraile dominico, llamado fray Becerro, digno presidente de la Sociedad Patriótica de Sevilla, encarándose a mí con tan furibundo ademán como si me notificara que por auto del Santo Oficio iba a ser relajado al brazo seglar, con estentórea voz me preguntó si ignoraba yo la decisión que se acababa de tomar por la Sociedad. Respondíle (como era la verdad) que nada sabía de ella. Y alargándome, con toda la insolencia y descortesía frailesca, el registro de las actas, me dió a leer la resolución de mi expulsión. Quise hablar, y me cerró la boca diciendo que la Sociedad no se volvía nunca atrás en sus decisiones.—«Si es así (dije yo entonces) la infamia de ésta recaerá sobre mi o sobre ella. Sobre mí estoy seguro de que no ha de caer. Concluyan ustedes el dilema.» «Sobre [p. 201] nosotros (respondieron unos quince que formaban el conventículo).—No retratan ustedes mal (repuse saliéndome) a los judíos verdugos de Cristo. Saguis eius super nos et super filios nostros.» (¡!).

Marchena, después de compararse nada menos que con el Redentor del mundo, echa al capitán general la culpa de tan escandalosas escenas por haber dirigido a varios socios una circular o exhorto secreto preguntándoles si en efecto el abate había hablado contra la religión católica en alguna de las sesiones públicas o secretas. El niega terminantemente haberse ocupado en tales asuntos; y como el general O'Donojú no estaba en olor de santidad, sino que era antiguo afiliado de las sociedades secretas, triunfa de él con punzante y maligna ironía, diciendo que no es el celo de la casa del Señor lo que le devora.

Todo el resto de la vindicación está escrito en el mismo tono acre e insolente. Marchena contrapone su crédito literario y su vieja historia revolucionaria a la triste reputación militar de O'Donojú, que todavía no era el hombre del convenio con Itúrbide, pero que ya había dado suficientes pruebas de torpeza e ineptitud. Le echa en cara su doblez y falso juego, en 1819, el haber conspirado a medias y haber faltado a su compromiso con los liberales en el momento crítico. Y hablando de sí mismo, añade:

«La persecución se había de cohonestar con las más disparatadas calumnias. Una carta he visto yo, escrita por un amigo de V. E., en que afirmaba que Mac-crohón, Marchena y otros perversos habían pedido la cabeza de Codorniu (perdóneme V. E. si miento a este Juan Rana de la literatura). ¿Qué diablos habíamos de hacer con la cabeza de un Codorniu? Todavía, si hubiera yo proyectado un poema de la Fontaine, pudiera aquella cabeza servir de modelo para el principal héroe; mas para esto era forzoso que se mantuviera encima de sus hombros. Viva el erudito secretario de la Sociedad Patriótica Sevillana quieto y sosegado; esgrima furibundos tajos con su espada de palo: todo el mundo se reirá, con contorsiones, de sus acontecimientos, de sus necias malicias, y en nadie excitará efectos de amor ni de odio: yo se lo aseguro sin temor de que nadie me desmienta...

De Cordoniu, volvamos a V. E. ¿Y es verdad, señor, que lo que más en mi discurso le ha irritado ha sido el haber hablado yo con el alto aprecio que para mi se merecen Riego y sus compañeros? Ello es cierto que es triste cosa no haber tenido parte en la restauración de la libertad de la patria quien en aquella época hubiera podido decidir oportunamente la contienda con sólo declararse. Mas también hemos de atender a que el papel de expectante, si no es el más glorioso, por lo menos es el más seguro, ya que la prudencia persuade a abstenerse de coger laureles que pueden ir envueltos en cipreses...

[p. 202] Permítame V. E. que en pago de los daños que se ha esforzado en causarme le dé un consejo, que, cuando de nada le sirviese, nunca podrá serle nocivo: éste es que cuando quisiere asestar un tiro contra alguno, se funde en pretextos que lleven algún color de verosimilitud.

En consecuencia, Sr. Excmo., ¿quién se ha de persuadir de que soy yo un enemigo de la libertad, cuando tantas persecuciones he sufrido por su causa; un hombre que anda pidiendo cabezas de majaderos; cuando por espacio de diez y seis meses en mi primera juventud me vi encerrado en los calabozos del jacobinismo?

Cuando en España pocos esforzados varones escondían en lo más recóndito de sus pechos el sacrosanto fuego de la libertad; cuando ascendían los viles a condecoraciones y empleos, postrándose ante el valido o sirviendo para infames tercerías con sus comblezas o las de sus hermanos y parientes, entonces, en las mazmorras del execrable Robespierre, al pie del cadalso, alzaba yo un grito de defensa de la humanidad ultrajada por los desenfrenos de la más loca democracia. Mas nunca los excesos del populacho me harán olvidar los imprescriptibles derechos del pueblo: siempre sabré arrostrar la prepotencia de los magnates, lidiando por la libertad de mi patria.» [1]

Esta carta, cuyo final es elocuente y que en todo su contexto es una curiosa muestra de la acerada prosa política del Abate Marchena, fué escrita en Osuna el 6 de diciembre de 1820, y publicada inmediatamente en el Diario de Cádiz. Su éxito fué grande, no sólo entre los liberales exaltados, sino entre los muchos enemigos de toda especie que tenía O'Donojú, y entre los realistas burlones que tanto partido sacaban de estas discordias domésticas de sus adversarios. Para contrarrestar el efecto de las diatribas de Marchena (a quien todos temían, aunque casi nadie le estimase) se publicó una impugnación de su carta por un socio de la Reunión Patriótica de Sevilla. [2] Es papel bastante candoroso y pobremente escrito, pero del cual pueden sacarse algunas especies [p. 203] útiles para la biografía de Marchena, y sobre todo para juzgar del mal predicamento en que entonces le tenían sus paisanos. A ello contribuía mucho su calidad de afrancesado, y este punto flaco es el primero en que el impugnador le hiere:

«Esos son los que clavaron el puñal en el seno de la Madre Patria en la aciaga época de la dominación francesa... Aunque hoy con una falsa hipocresía se ostentan patriotas, su pasada conducta les desmiente... No han adoptado estos monstruos las ideas liberales sino para desacreditarlas y envilecerlas...

El ídolo de la independencia nacional no les devuelve los falsos ósculos con que reconocen al parecer su soberanía, ni tiene por bien expiados sus errores por una débil analogía con el actual sistema... Bien a su costa lo ha experimentado el abate Marchena cuando después de algunos aplausos, hijos del momento y arrancados por sorpresa, se vió confundido y avergonzado por los mismos que antes le celebraban con entusiasmo... No era ya posible a una sociedad que anhelaba por la instrucción y seguridad del pueblo sevillano, poder abrigar por más tiempo un ciudadano de ideas tan heterogéneas y alarmantes, sin arriesgar su existencia misma y autorizar esta dañosa franqueza de hablar en sentidos opuestos a los de la muchedumbre, cuando ésta camina de acuerdo con las disposiciones del Gobierno.»

..................................................................................................................................................

Entrando el anónimo en el examen del que llama envenenado papel, empieza por rechazar el inmodesto paralelo que Marchena hacía entre su persona y la de Juan Jacobo Rousseau, y entre su carta a O'Donojú y la carta del ciudadano de Ginebra al Arzobispo de París con motivo de la prohibición del Emilio.

«¿Que obras pueden igualar a este nuevo autor con aquel célebre filósofo, si ya no es el desenfreno de sus pensamientos e ideas en materias de religión? Sepa el Sr. Marchena que la comparación hubiera sido más propia si se hubiese acordado de Esopo y de sus fábulas, ya que (aun olvidada la semejanza de su persona) a este género pertenecen todos los hechos y particularidades que refiere. ¿Quién ha escrito entre nosotros contra las obras de este autor, cuando no se conocen ni pueden conocerse?...

Él es un extranjero en su propio país, por los muchos años de ausencia y sus relaciones y enlaces íntimos con alguno de los personajes de la revolución francesa, que nada tiene de común con la nuestra, a excepción de los principios generales del derecho de la naturaleza y de las gentes...»

Sobre la entrada de Marchena en la Sociedad Patriótica y su expulsión de ella, da estos pormenores:

[p. 204] «Precipitóse aquella reunión hasta el punto de creer al ciudadano Marchena muy proporcionado para desvanecer en la muchedumbre las ideas góticas de una educación mal dirigida, y hacerla entrar en los senderos luminosos de nuestra felicidad pública y particular. Pero ¡oh! ¡cuánto se engañó en esta elección, nacida de sus buenos deseos! A los primeros pasos descubrió este nuevo socio unas ideas que chocaban directamente con las de la Constitución y del Gobierno.

Pudieran citarse muchos que le oyeron pronunciar con escándalo algunas máximas contrarias diametralmente a la piedad de los pueblos; y alarmó con esta novedad a muchos espíritus incautos, que o no supieron o no pudieron discernir entre los sentimientos extraviados del abate Marchena y los puros y razonables de los verdaderos liberales, amantes de su Religión y de su Patria. El mismo discurso que leyó en la tribuna, relativo a la extinción monacal, en medio de los estériles aplausos que arrancó su veloz y rápida lectura, dió muestras inequívocas del poco aprecio que merecía a su autor la Representación Nacional, cuyas decisiones censuraba imprudentemente, para desacreditarla en el ánimo pacífico y sencillo de estos andaluces... La Sociedad misma lo creyó así, y no pudo menos de atalayar la conducta posterior de este individuo, a quien desgraciadamente había honrado con la confianza de introducirlo en su seno.

Se observó con mucho sentimiento que el ciudadano Marchena se había convertido en un triste objeto de murmuración pública, trascendental entonces al mismo cuerpo que le prestó tan fácil acogida. Los predicadores de la moral evangélica, entre ellos Fray Bartolomé Salado, del orden de San Francisco, tuvieron la imprudencia de citarle nominalmente en el púlpito por un enemigo tan encarnizado de la Religión como del sistema constitucional. Si bien fué muy reparable esta franqueza, la Sociedad no podía ni debía impedirla... Un ciudadano que haya merecido siempre alguna opinión de regularidad y acierto en su conducta, puede acaso aventurar alguna proposición que esté en oposición verdadera o aparente con las ideas comunes, y encontrará acaso docilidad en los ánimos para oír y examinar sus pruebas con detención y escrupulosidad. Pero cuando esta libertad se nota en un hombre nuevo (por decirlo así) entre nosotros, y alimentado en reinos extraños con una licencia nada compatible con nuestras costumbres actuales, toda tentativa es un insulto, y todo extravío de pensamiento arrastra en pos de sí la indignación del pueblo...

Este raro suceso acabó de fijar la atención de la Sociedad sobre este individuo, y se vió obligado dolorosamente a expulsarle de su gremio y exigirle el diploma...

¿Por qué aspiraba el ciudadano Marchena a que el Gobierno Político de Sevilla desvaneciese en el pueblo la opinión que le habían acarreado sus imprudencias en los cafés y tertulias, en los teatros y corrillos de todas clases y condiciones? ¿Por qué no usó, como podía, de la libertad de la imprenta para apologizar sus sentimientos, o mas bien para presentarlos en un sentido católico y constitucional, único medio de obtener hoy los sufragios de los liberales prudentes y aun de la muchedumbre? ¿Por qué no hizo una [p. 205] denuncia formal contra el predicador que le injuriaba y en los juzgados señalados por la ley? ¿Quién le ha sugerido que la gobernación política estaba autorizada para proceder de oficio sobre agravios particulares?

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Con estos preliminares no debió parecer importuno la exclusión de este socio, que no observaba las leyes del Estado, ni las del reglamento interior de la Sociedad, y aspiraba a ser nada menos que un dictador absoluto contra todo el sistema establecido para la unión y conformidad de los socios... Fué tal su frenesí de hacer vagar al pueblo por espacios imaginarios y quiméricos, que la Reunión Patriótica tuvo que optar entre o perder para siempre su crédito, o ahuyentar de su seno a un individuo que hacía peligrar su existencia.»

El folleto termina con vindicar de los ataques y vituperios de Marchena al general O'Donojú y al ciudadano Codorniu, «Protomédico del ejército constitucional»; y con echar en cara al Abate sus cuarenta años de expatriación voluntaria o forzada, «bañándose en las delicias voluptuosas de París».

Esta pequeña escaramuza fué quizá el último acto de la agitada vida política de Marchena, que, impopular ya entre los liberales andaluces, pues a los anatemas de la Sociedad Patriótica de Sevilla se habían unido las de Lebrija, Écija y otros puntos; [1] denunciado en públicos documentos como sedicioso anarquista por haber dicho en una especie de meeting celebrado en el teatro que la patria estaba en peligro y que se requerían enérgicas medidas de salvación, incluso la convocatoria de Cortes extraordinarias, es decir, de una Convención análoga a la de Francia, determinó alejarse de un medio tan inhospitalario para sus ideas y trasladar su residencia a la corte, como lo verificó a fines de 1820, después de haber pasado una corta temporada en Osuna, al lado de su amigo el médico y diputado a Cortes don Antonio García, padre de nuestro docto maestro de hebreo don Antonio María García Blanco, a quien en sus conversaciones familiares oímos más de una vez hacer mérito de la impresión que en su fantasía de niño había hecho la singular persona del Abate Marchena. En las Memorias que dejó impresas, pero no publicadas ni aun terminadas, dice del Abate:

[p. 206] «Era tan pequeño, que sentado en una silla de la sala de mi casa no le alcanzaban los pies al suelo: fué a casa a despedirse para Madrid, porque siempre fué amigo y de la tertulia de mi padre, con don Manuel de Arjona, Penitenciario de Córdoba, y su hermano don José, Asistente de Sevilla después, y privado del rey Fernando VII.»

Luego cuenta que en su casa tuvieron disputa, el año ocho, Marchena y el Padre Manuel Gil, de los clérigos menores, y que el segundo no acertó a contestar al primero a pesar de toda su facundia. Pero no puede menos de haber error en la fecha, puesto que Marchena no volvió a Andalucia hasta 1810, y entonces por primera vez pudo conocerle García Blanco, que tenía a la sazón nueve años, lo cual explica la vaguedad y confusión de este primer recuerdo suyo consignado por él en 1887. [1]

Pocos meses de vida restaban a Marchena. No sabemos que publicase ya ningún escrito, a no ser que sea suya, como lo parece por las iniciales y por el estilo, una traducción de la Vida de Teseo, según el texto griego de Plutarco, cuyas Vidas paralelas se había propuesto traducir (según conjeturamos) en competencia con la versión, que entonces empezaba a salir, de don Antonio Ranz Romanillos. La de Marchena (si realmente es suya, como creemos) no pasó de esta primera biografía.

Sus días estaban contados, y, apenas llegó a Madrid hubo de adolecer gravemente. Sólo así se explica que nunca subiese a la tribuna de la Fontana de Oro, donde se discutían entonces con tanto o más calor que en Sevilla los actos del general O'Donojú, a quien atacaron reciamente varios oradores, entre ellos Alcalá Galiano, don Manuel Núñez, don José Pesino y don Juan Mac-Crohon Henestrosa, grande amigo de Marchena, a quien acogió en su casa y que en ella murió.

Mac-Crohon es precisamente quien nos ha trasmitido los únicos pormenores que tenemos acerca de la enfermedad y muerte del Abate Marchena. El pasaje es tan curioso y tan raro, por no [p. 207] decir desconocido, el folleto en que se halla, [1] que no se llevará a mal que le traslademos íntegro. Contestando Mac-Crohon a los ataques de un anónimo de Sevilla (G. A. F.), que quizá sea el mismo que escribió la impugnación antes citada, dice, refiriéndose a su amigo:

«Esta persona, a quien con no menos criminalidad que ignorancia trata de disfamar el folletista, es el digno don José Marchena, el cual, aunque yace en el sepulcro, vive en la memoria de todos los sabios de Europa, entre los cuales hay quien trabaja con los objetos de dar a conocer a su Patria lo que en su muerte ha perdido, y de que la posteridad le conserve el lugar que no le conservó la Sociedad Patriótica de Sevilla.

Su singular talento, sus extraordinarios y profundos conocimientos, su mérito literario, su carácter noble y sostenido, lo sólido de sus principios, la rigidez de su conducta y su sublime amor a la libertad, formaban un conjunto admirable que le conciliaba el respeto y veneración de cuantos llegaban a conocerle. Su muerte ha sido generalmente sentida en la corte, y en el discurso de su enfermedad recibió repetidas pruebas del aprecio que no podía menos de tributarse a una persona tan digna. Mi casa no cesó de ser concurrida de personas del mayor carácter y representación, que venían de continua a saber el estado de su salud: de las cuales la mayor parte no tenían con él otro conocimiento que la noticia de su crédito.

He querido desahogar mi corazón haciendo este tan breve cuanto justo elogio de un amigo que ha exhalado sus últimos suspiros entre mis brazos, y voy a dar a su disfamador la contestación que él me dejó encargada pusiese de su parte en este discurso, que ya estaba empezado antes que falleciese.

Pocos instantes antes del que fué su postrero me llamó, y a presencia del general Quiroga, del marqués de Almenara, de don Manuel Cambronero y don Ramón de Ceruti, me dijo: «Diga usted al folletista que ha pretendido infamarme, que si quiere vivir feliz aun en medio de las mayores desgracias, y descender a la tumba con la serenidad que yo desciendo, que aprenda a ser hombre de bien.»

Esta lección moral producida en el crítico período de la muerte, que tan aplaudida fué de los que la escucharon, como admirada de todos aquellos en quienes se ha divulgado la noticia, da la idea más exacta de la rectitud de principios de Marchena y del temple superior de su alma. Su nombre ocupará un lugar distinguido, tanto en la historia política como en la literaria; y los tiros que contra él dirigió la malicia, sorprendiendo la sencillez, si bien [p. 208] surtieron el efecto de herir su amor propio en el hecho que se cita, nunca podrán eclipsar la gloria de su mérito, fundada en bases sólidas e indestructibles.»

Este folleto está fechado en 26 de febrero de 1821. Muy poco anterior debió de ser la muerte de Marchena, que, como acabamos de ver, no falleció en el abandono y en la indigencia, según generalmente se creía, sino bajo el techo hospitalario de un fraternal amigo, y rodeado de personas muy distinguidas en aquel tiempo. Lo que no hemos podido averiguar a ciencia cierta, es si murió dentro o fuera del gremio de la Iglesia. No faltan biógrafos que den por averiguada su conversión: yo ni la afirmo ni la niego, pero la encuentro verosímil. Consta por una nota autógrafa del diligentísimo don Bartolomé J. Gallardo que los funerales del Abate Marchena se celebraron en la parroquia de Santa Cruz, costeados por Mac-Crohon, y asistiendo a ellos el referido Gallardo, que apuntó la noticia como lo apuntaba todo. El hecho de haberse dado sepultura eclesiástica a un heterodoxo público y escandaloso como Marchena y haberse celebrado oficios por su alma, parece una prueba indirecta de que se reconcilió con la Iglesia en sus últimos momentos. Por otra parte, la impenitencia final es rarísima entre los españoles, y en tiempo de Marchena lo era mucho más.

Nada sé tampoco de los discursos que se dice que algunos afrancesados pronunciaron en su entierro.

Quizá en los periódicos de aquel tiempo, que no me es fácil repasar ahora, podrá encontrarse algún vestigio de ellos. Ya por entonces comenzaba a introducirse en España esta pagana y escandalosa costumbre de los discursos funerales, que por entonces arraigó poco, pero que más adelante sirvió para profanar los entierros de Larra, de Espronceda, de Quintana sin contar otros más recientes y en su línea no menos famosos. Por fortuna, ahora está otra vez olvidada, y nadie piensa en restablecerla, lo cual prueba la formalidad intrínseca de nuestro carácter nacional, que no admite bromas con la muerte. Oraciones y sufragios, que no pedantescas exhibiciones de la vanidad de los vivos, es lo que reclaman los difuntos, a quienes poco puede aprovechar semejante garrulería si se cumple en ellos la terrible sentencia: Landantur ubi non sunt, cruciantur ubi sunt.

[p. 209] Marchena legó, al morir, sus papeles y libros a su amigo Mac-Crohon. Si como creemos, existen descendientes de este caballero, no debemos perder la esperanza de que algún día aparezca, en todo o en parte, esta herencia literaria, que pudo ser muy valiosa si en ella se incluían, por ejemplo, la traducción completa de Moliere y la historia del teatro español que Marchena tenía proyectada en 1819, según indica en el prólogo de sus Lecciones. [1] Por las vicisitudes de su errante vida, otros escritos suyos hubieron de quedar dispersos por varias partes de España y Francia. Aún no hace muchos años que el manuscrito de su biografía de Meléndez Valdés se conservaba en poder de Mr. Pierquin, médico de Montpellier y rector de la Academia de Grenoble.

Hoy se ignora el paradero de este escrito, que probablemente hubiera sido curioso, porque Marchena trató muy íntimamente a Meléndez antes y después de su emigración, y con su genial franqueza consignaría acaso pormenores que Quintana omitió en la biografía de su maestro.

Tal fué Marchena, a quien acaso, nadie ha definido mejor que Chateaubriand, llamándole «sabio inmundo y aborto lleno de talento». Propagandista de impiedad, con celo de misionero y de apóstol, corruptor de una gran parte de la juventud española por medio siglo largo, sectario intransigente y fanático, estético tímido y crítico arrojado, medianísimo poeta, aunque alguna vez llegase a simular la inspiración a fuerza de terquedad y de artificio, acerado polemista político, prosador desigual, aunque jugoso y de bríos, hombre de negaciones absolutas, en las cuales adoraba tanto como otros en las afirmaciones, enamoradísimo de sí propio, henchido de vanagloria y de soberbia, que le daban sus muchas letras, las varias lenguas muertas y vivas que manejaba como maestro, [p. 210] la prodigiosa variedad de conocimientos con que había nutrido su espíritu, y la facilidad con que alternativamente remedaba a los autores más diversos: a Benito Espinosa, al divino Herrera, a Catulo o a Petronio. [1] El viento de la incredulidad, lo descabellado de su vida, la intemperancia de su carácter, en quien todo fué violento y extremoso, inutilizaron en él admirables cualidades nativas; y hoy sólo nos queda de tanta brillantez, que pasó como fuego fatuo (¡semejante ¡ay! a tantas otras brillanteces meridionales!) algunas traducciones, algunos versos, unas cuantas páginas de prosa más original que bella, el recuerdo de la novela de su vida, y el recuerdo mucho más triste de su influencia diabólica y de su talento estragado por la impiedad y el desenfreno.

Para completar el retrato de tal personaje que en lo bueno y en lo malo rebasó tanto el nivel ordinario, añadiremos que, según relación de sus contemporáneos, era pequeñísimo de estatura, muy moreno y aun casi bronceado de tez y horriblemente fea, en términos que más que persona humana parecía un sátiro de las selvas. [2] Cínico hasta un punto increíble en palabras y en acciones, vivía como Diógenes y hablaba como Antístenes. Durante una temporada llevó en su compañía un jabalí que había domesticado y que hacía dormir a los pies de su cama; y cuando, por descuido de una criada, el animal se rompió las patas, Marchena, muy condolido, le compuso una elegía en dísticos latinos, convidó a sus amigos a un banquete, les dió a comer la carne del jabalí y a los postres les leyó el epicedio. [3] A pesar de su fealdad y de su ateísmo, de [p. 211] su mala lengua y de su pobreza, se creía amado de todas las mujeres, lo cual le expuso a lances ridículos y a veces sangrientos. [1]

Todas estas y otras extravagancias que aquí se omiten prueban que Marchena fué toda su vida un estudiantón perdulario y medio loco, con mucha ciencia y mucha gracia, pero sin seriedad ni reposo en nada. Y con todo, había en su alma cualidades nobles y generosas. Su valor rayaba en temeridad, y le tuvo de todos géneros, no sólo audaz y pendenciero, sino, lo que vale más, estoico y sereno. En sus amistades fué constante y fervoroso hasta el sacrificio, como lo mostró compartiendo la suerte de los girondinos con quienes sólo le ligaba su agradecimiento a Brissot. En materias de dinero era incorruptible y cumplía al pie de la letra con la austeridad republicana, que tantos otros traían solamente en los labios. Cuando, en tiempo del Directorio, se enriquecían a río revuelto todos los que iban con algún oficio o comisión a las provincias conquistadas, Marchena, recaudador de contribuciones en el territorio ocupado por el ejército del Rhin, volvió a París tan pobre como había salido, lo cual, sin ser gran hazaña, pareció increíble a mucha gente: tal andaba entonces la moralidad administrativa.

Cuantos trataron a Marchena, fuesen favorables o adversos a sus ideas, desde Brissot hasta el Conde de Beugnot, desde Chateaubriand y Mad. de Stael hasta Moratín, Maury, Miñano y Lista, vieron en aquel buscarruidos intelectual algo que no era vulgar y que le hacía parecer de la raza de los grandes emprendedores y de los grandes polígrafos. En el siglo XVII quizá hubiera emulado las glorias de Quevedo, con quien le comparó Maury, y con quien no deja de ofrecer remotas analogías por la variedad de sus estudios, en que predominaba la cultura clásica, por su vena sarcástica, [p. 212] por los caprichos de su humor excéntrico, por lo vagabundo de su espíritu, por la fiereza y altanería de su condición, y hasta por los revueltos casos de su vida. Pero no conviene llevar más adelante el paralelo, porque sería favorecer demasiado a Marchena. Quevedo pudo desarrollar completamente su genialidad en un medio adecuado a ella, y hasta las trabas que encontró le sirvieron para saltar con más fuerza. Por el contrario Marchena, nacido y educado en el siglo XVIII, sin fe, sin patria, y hasta sin lengua, no pudo dejar más nombre que el siempre turbio y contestable que se adquiere con falsificaciones literarias o en el estruendo de las saturnales políticas.

[p. 213] APÉNDICE

A LA BIOGRAFÍA DEL ABATE MARCHENA

Cuando estaba próxima a terminarse la impresión de este volumen, mi querido amigo don Manuel Gómez Imaz, incansable colector de libros y papeles relativos a la guerra de la Independencia, cuya bibliografía crítica y razonada nos dará muy en breve con regocijo de todos los buenos españoles, me ha comunicado noticia de un opúsculo anónimo que seguramente es del abate Marchena. Las razones en que tal atribución se apoya van a continuación discretamente expuestas por el señor Gómez Imaz y también se reproduce, a título de documento interesante, el folleto impreso a nombre de un oficial retirado, que al parecer salió de una imprenta clandestina establecida por Murat en su palacio.

En el conocido folleto «El Dos de Mayo de 1808: Manifestación de los acontecimientos del Parque de Artillería de Madrid en dicho día. Escrita por el Coronel de Caballería D. Rafael de Arango, etc.— Madrid, 1837.—Imp. de la Compañía Tipográfica»; que contiene la más auténtica relación de aquella gloriosa defensa, dice su autor en la página 6:

«Habían transcurrido muchos días del mes de abril, en los cuales, con más o menos accidentes, la lealtad española fué como aquilatándose, y más indignándose a medida que intentaban minarla con pérfidas maniobras los agentes de Napoleón; así apareció el muy borrascoso día 1.º de mayo, que fué el preludio del dos eterno.

Al amanecer de esa víspera los franceses habían repartido un folleto impreso en la casa misma de Murat, con el título de un oficial retirado en Toledo, que trataba de persuadir a los españoles la [p. 214] conveniencia nacional de cambiar la rancia dinastía de los ya gastados Borbones, por la nueva de los Napoleones muy enérgicos.

Este paso, dado para preparar la opinión del pueblo a que recibiera con menos convulsiones la salida de las Personas Reales, fraguada para el día siguiente, les produjo un efecto del todo contrario; pues la caída del rayo en un almacén de pólvora no causara inflamación más rápida que la que encendió en los pechos españoles la sacrílega proposición del cambio de dinastía.»

El intendente de ejército don José de Arango, hermano del autor del anterior folleto, que vivía en Madrid cuando tuvieron lugar los sucesos aquellos, escribió a raíz de ellos, prestándoles el interés del que fué testigo presencial, un opúsculo curiosísimo con las iniciales J. de A., no atreviéndose a ponerle su hombre; el folleto, del que se hicieron numerosas ediciones, titúlase:

«Manifiesto imparcial y exacto de lo más importante ocurrido en Aranjuez, Madrid y Bayona desde 17 de marzo hasta el 15 de mayo de 1808; sobre la caída del Príncipe de la Paz y sobre el fin de la amistad y alianza de los Franceses con los Españoles, escrito en Madrid y cedido su producto a beneficio de los pobres de la Casa de Misericordia de Cádiz. —Con licencia.— Impreso en dicha Casa.— Año de 1808» ; en 4.º, de 43 páginas; en la 35 comienzan las interesantes notas, y en la que lleva el núm. 20 se dice lo siguiente:

«Entre los repetidos anuncios que tuvo nuestro Gobierno para despertar, se distingue la tentativa que hizo Murat para imprimir una proclama a nombre de Carlos IV. El impresor, a quien se dirigieron tres agentes napoleacos (sic), los denunció al Supremo Consejo de Castilla, quien los hizo aprehender; pero inmediatamente reclamados por Murat, fueron entregados. Entonces llevó este Príncipe I. y R. una imprenta a su casa; y de ella salió, entre otros folletos sediciosos, el parte del oficial retirado de Toledo, con cuyo ropage quiso disfrazarse el despreciable Marchena, harto retirado de la causa del honor.»

Con el testimonio de los dos hermanos Arango, no queda duda de que el papel que tanto impresionó al pueblo madrileño la víspera del 2 de mayo está escrito por Marchena e impreso en la morada del Gran Duque de Berg.

[p. 215] «CARTA DE UN OFICIAL RETIRADO A UNO DE SUS

ANTIGUOS COMPAÑEROS

Toledo y abril 23 de 1808
       

Estimado amigo: acabo de recibir la de Vmd. en que me anuncia la próxima reunión de toda la Real Familia en Francia con el Emperador Napoleón; cuya noticia ha sido para mi el primer consuelo que he tenido desde el mes de octubre último. Vmd. lo creerá fácilmente como que ha servido tantos años al Rey, y mantenido en toda su pureza los sentimientos de un fiel vasallo. Estos mismos sentimientos los he hallado en la pintura de las escenas deplorables de que ha sido Vmd. testigo en estos últimos tiempos. Ciertamente existían ya antes sobrados motivos de aflicción para todo español amante de las glorias de su patria, pues veíamos dolorosamente que uno de los mejores Reyes no acertase a tomar medios más convenientes para la prosperidad de España; veíamos con profundo sentimiento a nuestra nación imposibilitada para elevarse al grado de esplendor de que es merecedora, y el descuido en volverla a colocar en el lugar que por tantos títulos la corresponde entre todas las potencias de Europa. Lo que afligía sobre todo a los españoles era que su Soberano, no fiándose de sus propias luces, había depositado una gran parte de su autoridad en agenas manos. Respetaban en este error los escrúpulos de un Príncipe virtuoso; pero reconocían en esto mismo las conseqüencias de una educación mal cuidada que frustra muchas veces las esperanzas que los pueblos se complacen en concebir de los Príncipes destinados a gobernarlos. Estos leales españoles, en el número de los quales tenemos derecho de colocarnos Vmd. y yo, no podían disimularse que ellos mismos o sus descendientes tendrían que gemir, baxo otro reynado, de las conseqüencias de una educación mal dirigida a los altos destinos de un Príncipe hereditario, y concluían de esto mismo, con harto dolor suyo, que su país estaba lejos de recuperar su antiguo lustre. Su lealtad se resignaba a no ver un tiempo más feliz para su patria; pero ¿podían ellos creer que estuviese [p. 216] ésta en vísperas de verse amenazada de la más violenta tormenta?

En todos los tiempos de mi vida, y sobre todo desde que me he retirado, he estado demasiado alejado del torbellino de los grandes negocios, para aspirar a lisonjearme de poseer aquella especie de sagacidad que se exercita en preveer los sucesos; pero me atrevo a afirmar que todos los españoles, exceptuando los motores de las ocurrencias principiadas en el mes de octubre próximo pasado, quedaron atónitos con aquella tragedia llena de terror que se anunció entonces, y cuya acción estuvo suspendida algún tiempo para volver a empezar con más estrépito en el mes de marzo último, sin que sea posible preveer el desenlaze, antes de las circunstancias que la carta de Vmd. me indica, y que reanima mis esperanzas.

Bien necesitaba yo, estimado amigo encontrar algún alivio en medio de las dolorosas aflicciones que me oprimían. ¿Qué hemos visto después de los sucesos del Escorial? Todo quanto puede descarriar la opinión, atemorizar la fidelidad y preparar la decadencia del trono. ¿Cómo podría la opinión no precipitarse en los escollos más peligrosos, quando se halla solicitada en dirección contraria por las personas augustas que deben reunirse para dirigirla! ¡Cómo podría la fidelidad conservar su energía, quando sus principios se perturban, quando se procura sujetar los antiguos juramentos y obligaciones a nuevos juramentos y nuevas obligaciones! ¡Cómo podría tener el trono alguna solidez, quando la opinión vacila, y quando la fidelidad está reducida a la incertidumbre! ¿Hay súbdito leal que no tiemble en quanto al cumplimiento de sus deberes, y que no se crea casi arrastrado a una rebelión involuntaria en el momento en que ve que los Príncipes de una misma familia, olvidándose de la comunidad de intereses y de la buena armonía que debería unirlos, se vituperan recíprocamente, y se humillan hasta el extremo de tomar el inconcebible medio de apelar al pueblo y de reducirse a solicitar su sufragio, en lugar de conservar sus respetos, y a buscar su favor, en vez de dictarle leyes? Nunca olvidaré el temor que me sorprehendió y las congeturas siniestras que vinieron a atropellar mi imaginación el día que resonó en toda España la acusación de un buen padre contra su hijo, del Rey contra el Príncipe hereditario. Mis temores no se tranquilizaron [p. 217] con la sumisión y la ingenuidad de la carta en que este Príncipe, que parece haber nacido con las mismas disposiciones de docilidad que su padre, imploraba la indulgencia de sus augustos padres. No era, sin embargo, menos evidente que la autoridad había recibido un golpe grande, que se habían tramado intrigas criminales alrededor del Monarca y del Príncipe de Asturias; que la ambición había osado reducir al Soberano y a su heredero presuntivo a no ser otra cosa más que meros instrumentos para sus proyectos; y que se había usado de entrambos para dar principio a una revolución. ¡Cómo no estremecerse con la idea de una revolución, al acordarse de la última, tan funesta para la familia de nuestros amos! Semejantes memorias abren fácil camino para ver en lo futuro una serie de hechos revolucionarios. Quando se verificó la explosión del Escorial no dixe a Vmd. ni en qué día ni de qué modo había de suceder fixamente esta u la otra escena, pero Vmd. se acordará quizá, y si conserva Vmd. mis cartas lo podrá ver en ellas, de que le decía que era imposible que ningún español, afecto a la casa Real, se considerase ya en el término de sus temores y de su aflicción. Nada me sorprehendió menos que la noticia de los acontecimientos de que fué teatro Aranjuez. En semejante caso la ocasión o el pretexto que se toma no influye sino en la muchedumbre; qualquiera observador un poco reflexivo habrá reconocido, como yo, en este paso aquel movimiento de reacción que no tarda jamás en seguirse a la primera escena revolucionaria. Dado el primer paso en esta carrera, en la qual ni el arrepentimiento mismo podría retroceder, todo es peligroso, hasta las pasiones más generosas. No dudo yo que ellas hayan animado a los valerosos militares, cuya energía ha sido exaltada para intimidar al Monarca: yo he observado el verdadero acento de estas pasiones, y todo el fuego de los sentimientos más nobles en la carta que mi sobrino el buen Antonio, a quien Vmd. conoce, me dirigió a toda priesa desde Aranjuez. Se felicitaba, como todos sus compañeros, de haber contribuído a una crisis saludable, verificada por medio de las aclamaciones de viva el Rey. Si por una parte es interesante para el corazón esta buena fe, conduce por otra a tristes reflexiones sobre la facilidad que tienen los revoltosos de todos los países para hacer que las mejores disposiciones de los pueblos concurran a los resultados más desastrados para el trono y para la patria. [p. 218] ¿Quál es la revolución que en una monarquía no haya empezado por los gritos de viva el Rey, y por amenazas dirigidas únicamente contra los depositarios de la autoridad? Convendré sin dificultad en que en el caso presente el modo de atacar debía tener todo el favor de la opinión, pues que se trataba de un privado que no supo jamás justificar su elevación, haciendo un uso digno de la inmensa autoridad que se le había dexado tomar; yo caracterizaría con colores más fuertes sus errores y sus delitos, si no tuviera derecho, amigo mío, para hablar a Vmd. en el particular con moderación, puesto que siempre he hecho a Vmd. confidente del menosprecio que él me inspiraba en el dilatado tiempo de su prosperidad. Pero el que se creyese, ni aun el que se viese mal depositada la confianza del Monarca ¿era motivo suficiente para que los que deben obedecer hiciesen entender su voluntad a aquel que debe gobernar? Un Rey está destronado en el punto en que es violado entre sus manos el exercicio de la autoridad monárquica. ¿Qué importan las aclamaciones que se le dan mientras sufre aquella ignominia? y aun añadiré ¿qué importa el más o menos tiempo, la mayor o menor osadía que se emplea en nombrarle un sucesor? No hay cosa menos nueva que los exemplos de Reyes cediendo su corona en medio de los gritos viva el Rey. En tales casos no se ha de llorar solamente por el que desciende del solio, sino principalmente por el que sube a él baxo tan funestos auspicios; el derecho incontestable y sagrado que tenía por nacimiento, se le quite obligándole a reynar con el título precario de una especie de elección tumultuaria. Que esto se vea en Constantinopla o en Argel, donde no se conoce el beneficio de la civilización y, donde la religión christiana no ha podido hacer que penetre aquel influxo, por medio del qual se la ve siempre inspirar o consolidar las instituciones útiles a los pueblos; pero que se intente el que se adopte esta doctrina de anarquía y de desolación la nación magnánima que habita la España, esto es lo que yo no puedo imaginar sin llenarme de indignación. En la monarquía regularmente constituída quando la sabia naturaleza designa al que debe ir a reposar en la tumba, y al que debe consagrarse a la felicidad pública, la esperanza nacional se dilata cada vez que un nuevo vástago nace alrededor del trono. Por el contrario habría que temblar en el nacimiento de un nuevo Príncipe, si los caprichos [p. 219] de una monarquía electiva se hiciesen habituales en una nación que no tuviese ya ningún principio de derecho público; sucedería primeramente que le mandarían al hijo arrebatar la corona de la frente paternal; pero hecho este paso, sería mucho más fácil aún persuadir a un Príncipe menor que sería más digno el lugar ocupado por su hermano. La naturaleza y la moral padecerían menos en esta suposición, que en la primera: salvadas todas estas barreras, ¿qué principio podría impedir el andar errando a la ventura en lo vago de la barbarie? Todos los pueblos civilizados que forman hoy la gran familia europea comenzaron por esta monarquía imperfecta, que en lugar de un orden natural de herencia, no conocía todavía otro derecho que el de elegir entre los miembros de una misma familia. Aun entonces se aguardaba a que la muerte hubiese dado la señal para la nueva elección. Hoy, retrocediendo aún más allá de la imperfección de los primeros siglos, se querría que la época de la sucesión al trono dependiese del descontento público; pero ¿por qué señal y en qué lugar reconocerle? ¿Se reunirán todas las provincias para abandonar este derecho terrible, este derecho de soberanía a la capital? Entre los vasallos del Rey, ¿quál sería la clase que particularmente le poseyese? Si los habitantes de la Metrópoli del Reyno están autorizados para la insurrección, porque un primer Ministro, porque un privado les desagrada, ¿los militares que vierten su sangre por la patria, no tendrán igualmente derecho para levantar el grito y agitar sus armas quando se les dé un general que no haya obtenido su consentimiento? Si las ciudades se arrogan la facultad de comenzar reynados nuevos, ¿los campos no querrán también proclamar nuevos Monarcas? Nosotros estábamos, amigo, muy distantes de todas estas qüestiones sutiles y alarmantes, quando queriendo, en el Rosellón o en Cataluña, animar a nuestros soldados para alcanzar nuevos triunfos, o sostener su valor en medio de una larga serie de desgracias, esforzábamos este grito de viva el Rey, que resonaba tan profundamente en todos los corazones españoles. El hubiera sido ineficaz si los guerreros hubiesen de haber aguardado las cartas de Madrid para reconocer al Soberano que acaban de elegir, si en aquel tiempo se hubiera tratado del sistema de abdicación o de destitución, del qual se acaba de hacer la primera experiencia.

[p. 220] Depositando en el seno de la amistad mis sentimientos sin ningún disimulo, confieso a Vmd. que no concibo la posibilidad de que un Rey abdique su corona. Si no estuviera colocado sobre el trono sino por su conveniencia propia, entiendo bien que algún día podría variar de gusto; pero siguiendo una doctrina más severa, para mí un Monarca no es más que un individuo elevado sobre los demás hombres, y sin otro interés que el de hacerlos felices; y en este caso no comprehendo con qué derecho se sustraería a la carga que está anexa a tan brillante destino.

Sin embargo, esta opinión es demasiado absoluta para que yo la siga sin desconfianza. Debo convenir en que puede darse tal combinación de circunstancias que sea necesario un nuevo reynado para el sosiego y la prosperidad de una nación; pero ¿quién habrá de juzgarlo? ¿El pueblo? El exemplar y los sacrificios de nuestros vecinos nos han preservado de semejante error en esta parte. Las luces no están menos difundidas entre ellos que entre nosotros, y, sin embargo, su exemplo nos convence de que el pueblo nunca es bastante ilustrado para tratar de los negocios públicos, sino perjudicándose a sí mismo. ¿Habremos de atenernos a la iniciativa de algunos revoltosos de un rango más o menos elevado? Pero si el establecimiento de la democracia en país de una vasta extensión es el exceso del delirio, la oligarquía es el colmo de la opresión. Pues ¿a quien recurriremos para fundar la monarquía en toda su pureza?

Hace seis meses que yo me lo decía a mí mismo, y se lo repito a Vmd. ahora con las lágrimas en los ojos; la misma familia Real ha vendido la causa de la soberanía. He visto a las mismas personas, a quienes estaba yo acostumbrado a respetar, hacer alternativamente el papel de acusador y de acusado, confundirse o absolverse los unos a los otros con reprehensiones y con confesiones igualmente decisivas. Ninguno de los dos Príncipes había conservado o adquirido el derecho de decir: aquí reside esencialmente el poder monárquico; allí comienzan o acaban los deberes de los vasallos

Estaba yo abismado, amigo mío, en estas dolorosas reflexiones, quando llegó la carta de Vmd. a asegurarme de que la Providencia no nos había abandonado. Veo que la misma qüestión, que no podía ser resuelta ni por el pueblo, al qual se le pierde quando se le oculta; ni por algunos revoltosos a quienes la sed de dominar [p. 221] hace que posterguen demasiado el interés nacional; ni por la familia Real reducida, por sus divisiones y querellas, a una especie de decadencia en sus derechos; veo, repito, que la misma qüestión va a decidirse por un gran Arbitro a quien parece ha reservado el cielo para nuestra salvación.

Este real Arbitro que lleva, y que ha dado y devuelto tantas coronas, exerce en Europa una influencia bastante irresistible para que no pueda temer la España volver a ver en disputa lo que una vez fuere por él determinado. Nos ofrece al mismo tiempo la garantía de un interés común con el nuestro; le importa que este reyno no experimente ninguna desmembración, y que conserve todas sus colonias. Se trata de volver a constituir una monarquía: él ha sabido reproducirla vigorosa y floreciente en un país en que parecía estar destruída por sus más profundas raíces, se trata de convertir en utilidad de los pueblos una crisis memorable; ninguno entre los conquistadores, los soberanos y los legisladores, se ha mostrado más hábil en conciliar la solidez de la autoridad y la felicidad pública. Jamás el genio de Napoleón se habrá ocupado en una obra más bella que la creación de la gloria española. Superior a todas las preocupaciones, no puede dexar este gran Príncipe de distinguir todos los gérmenes de grandeza que encierra la más noble de las naciones. El resto de la Europa se complace en oponernos memorias sacadas de nuestros propios anales, Napoleón experimentará que, lejos de estar en una degeneración irrevocable, nos hallamos en disposición de igualar, y aun de superar, a nuestros padres.

Si Vmd. notare, amigo mío, algún movimiento de entutiasmo en mis palabras, a lo menos no lo atribuirá a motivos de ambición, pues sabe que el hábito de vivir solo, una edad avanzada, y las conseqüencias dolorosas de muchas heridas me tienen separado de todas las agitaciones de la vida, de todos los cálculos del interés personal; pero ni la soledad, ni los años, ni la perspectiva de un fin próximo, han podido extinguir en mi corazón el amor de la patria. Bendito sea el cielo, porque dispone que raye en mis últimos días la esperanza de mejor destino para esta nación, cuyos antiguos errores en punto de administración, no han podido agotar sus recursos, y que, sobre todo, ha sabido conservar el más precioso de todos los tesoros, qual es aquel gran carácter, al qual sólo faltan ocasiones para excitar todavía la admiración del mundo.»

Notas

[p. 107]. [1] . Nota del Colector.— Se publicó como Estudio Crítico Biográfico, que servía de Introducción a las Obras Literarias de D. José Marchena, Sevilla 1892; pero se inserta al frente del tomo II, que lleva fecha de 1896.

[p. 108]. [1] . Recientemente dada a luz por la Real Academia de la Historia en el Memorial Histórico Español, 1893 a 1895, tomos XXIX a XXXIV. Las noticias relativas a Marchena están en el XXX, páginas 195-201.

[p. 108]. [2] . San Sebastián, 1840-41.

[p. 109]. [1] . En su Miscelánea Religiosa, Política y Literaria (Madrid, Aguado, año 1870), páginas 308-322.

[p. 109]. [2] . En Le Correspondant (25 de febrero de 1867).

[p. 109]. [3] . En la Biblioteca de Autores Españoles, de Rivadeneyra.

[p. 109]. [4] . Vid  Revue Historique, septiembre y octubre de 1890. Artículo de Mr. Alfred Morel-Fatio intitulado Don José Marchena et la propagande révolutionnaire en Espagne en 1792 et 1793 .

Posteriormente, el señor Morel-Fatio, que tanto me honra con su antigua y generosa amistad, me ha enviado copia de todas las poesías autógrafas de Marchena existentes hoy en la biblioteca de la Sorbona; y también otros importantes papeles del Archivo de Negocios Extranjeros, que iré utilizando en el curso de este trabajo.

Véanse también los números de enero y febrero de 1889 de La España Moderna, en que don Adolfo de Castro y don Antonio Cánovas del Castillo, dieron a conocer nuevos documentos sobre Marchena.

[p. 109]. [5] . «Según informes que he recibido últimamente de un primo suyo, anciano octogenario y respetable, que lo trató muy de cerca, no quiso aprender más que Gramática latina en sus primeros años, habiéndose resistido obstinadamente a comenzar la Filosofía, y sobre todo a dedicarse a los estudios eclesiásticos, como lo deseaba su familia.»

Así el señor Bono y Serrano en la bibliografía ya citada. Y lo confirma el mismo Marchena en la carta que citaremos inmediatamente, donde dice que la Teología era «ciencia muy distante de sus estudios»; si bien poco después parece que se contradice, afirmando que «el estudio raciocinado de la Escritura y la Historia eclesiástica le había enseñado a discurrir».

«No es cierto que se ordenara de diácono (prosigue el señor Bono Serrano), como dijeron muchos años después en son de crítica y de burla algunos periódicos de Madrid, Además de que no hay de esto la menor noticia en su pueblo natal, donde viven todavía algunos viejos que lo conocieron personalmente a[a. esto se escribía hacia 1866], mi apreciable amigo el señor don Fernando de Olmedo y López, canónigo de la catedral de Sevilla, ha examinado detenidamente por encargo mío, los libros de órdenes de aquel arzobispado, y de sus diligencias resulta que jamás pasó aquél de grados menores.»

(Bono Serrano, Miscelánea, 311.)

No creo que Marchena hiciese todos sus estudios en Sevilla. Luego veremos que en sus versos alude con frecuencia a Salamanca, y consta que estudió hebreo en Madrid, según esta noticia de la Gaceta de 10 de agosto de 1784 citada por el señor Morel-Fatio:

«Don Carlos González Álvarez y D. Joseph Marchena, alumnos de los Reales Estudios de esta corte, sustentaron examen público de la lengua hebrea y versión del texto original de la Sagrada Biblia, el primero el día 17 del mes anterior, y el segundo el 6 del corriente, presididos por su catedrático don Tomás Fermín de Arteta.»

[p. 111]. [1] . El original autógrafo de este escrito de Marchena (17 páginas en 4.º) existe hoy en la rica biblioteca que fué de don Antonio Cánovas del Castillo. Lleva una nota autógrafa del conocido jurisconsulto don Joaquín María Sotelo, durísima para Marchena. «Para memoria eterna (dice) de la poca instrucción de su autor, y para prueba de la injusticia con que celebran algunos su talento y erudición, conservo en mi poder esta carta.» Ha sido impreso tan curioso documento en La España Moderna, de febrero de 1889.

[p. 111]. [2] . Otra hizo en prosa, pocos años antes que Marchena, el aventajado latinista y bibliófilo, don Santiago Sáiz, rey de armas, tío del historiador de Madrid Álvarez Baena. El manuscrito inédito existe en la Biblioteca Nacional, y de él dió cuenta, no hace mucho tiempo, a la Academia Española el señor don Antonio Mª. Fabié. Fragmentos bastante extensos de una traducción en verso se leen en los Ensayos Poéticos del ilustre marino y astrónomo don Gabriel Císcar (Gibraltar, 1825), y la invocación del poema fué traducida por don Alberto Lista. (Poesías, ediciones de 1822 y 1837.) Don Javier de Burgos había hecho una versión de todo el poema, pero se perdió con otros manuscritos suyos en Granada el año 1814. Recientemente ha dado a luz una nueva versión en prosa don M. Rodríguez Navas.

[p. 115]. [1] . El Ms.de mi biblioteca (único que conozco) me fué regalado por mi difunto amigo don Damián Menendez Rayón, que lo había encontrado casualmente en un puesto de libros. Con intento de remediar algunos de los innumerables lunares de estilo y versificación que le afean, he hecho en él algunas correcciones al imprimirle.

[p. 116]. [1] . Además de Juan Picornell y José Lax, sólo se hace mérito especial de Sebastián Andrés, Manuel Cortés, Bernardo Garasa, Joaquín Villalba y Juan Pons Izquierdo. Su plan era destronar a Carlos IV, proclamar la República española y convocar una especie de Convención Nacional con el título de Junta Suprema Legislativa y Ejecutiva. Así lo exponen en dos papeles titulados Manifiesto e Instrucción. El Picornell, cabeza de la conspiración, era un mallorquín, maestro de escuela, autor de varios libros pedagógicos, y padre de un niño que fué famoso en su tiempo como portento de precocidad. Lax era aragonés y profesor de humanidades; Andrés, opositor a la cátedra de Matemáticas de San Isidro; Cortés, ayudante del colegio de Pajes; Pons Izquierdo, maestro de francés y traductor del libro de los Derechos y deberes del ciudadano; Garasa, abogado y escritor; Villalba, cirujano militar y agregado entonces al colegio de San Carlos. Todos, como se ve, ejercían profesiones liberales, y la mayor parte pertenecían al profesorado oficial o libre. Villalba era un erudito notable en cosas de su profesión, como lo prueban su Epidemiología o tratado histérico de todas las epidemias habidas en España desde los tiempos más remotos; y los muchos materiales que dejó preparados para la historia de la Medicina española, y que utilizaron luego Morejón y Chinchilla. Parece imposible que pudiera entrar en un proyecto tan desatinado, y sólo se explica tal complicidad por la especie de sugestión que la Revolución francesa ejercía entonces en el ánimo de muchos de nuestros hombres de letras. Su intervención, sin embargo, debió de ser muy secundaria, puesto que sólo se le condena a cuatro años de destierro de la corte y sitios reales. Picornell, Lax, Andrés, Cortés y Garasa, fueron condenados a muerte; pero el Rey, en 25 de julio de 1796, conmutó la pena en destierro a diversos presidios de América (Panamá, Puerto-Cabello y Portobelo). Todos ellos, y muy especialmente Picornell, hicieron causa común con los revolucionarios americanos, y tramaron la primera conspiración de Caracas, la llamada de Gual y España, que costó la vida a este último y a cinco de sus compañeros. Picornell logró evadirse de las cárceles de la Guayra en 4 de junio de 1797, refugiándose primero en la isla de la Trinidad, y luego en la de Santo Domingo, desde donde continuó atizando el fuego de la sedición en el continente americano con varias proclamas y otros escritos, entre ellos el ya citado de los Derechos del hombre, que suena impreso en Madrid «en la imprenta de la Verdad», y al cual acompañan dos canciones carmañolas. Posteriormente pasó a Nueva York, y allí se embarcó para Nantes, perdiéndose desde entonces toda noticia de su paradero. El Embajador de España reclamó su extradición en 1807, pero Picornell no pudo ser habido. El padre Estala (en una de sus cartas inéditas a Forner)  le califica de mentecato, y realmente todos sus actos le presentan como un furibundo fanático. Sería conveniente para la historia la publicación íntegra o en extracto de su causa, que se halla en Archivo de Alcalá de Henares. Véase, entretanto, el Memorial Histórico Español, tomo XXX, páginas 155-157, y la Revista de España, tomo CXXXII, páginas, 588-595.

El Príncipe de la Paz, en sus Memorias (redactadas, según es fama, por el Abate Sicilia), habla vagamente de otras conspiraciones anteriores, pero todas ellas se fraguaron mucho tiempo después de estar Marchena en Francia.

«Desde el principio de la guerra de 1793 (dice Godoy), hubo siempre en España un partido, corto en número y recatado, mas no del todo sin influjo, que vió con pena la coalición contra Francia... Los más de este partido se encontraban en la clase media y en la gente letrada más especialmente, jóvenes abogados, profesores de ciencias, pretendientes y estudiantes, mas sin faltarles apoyo de personas notables entre las clases elevadas, de las cuales, unos por vanidad, otros por estudios y lecturas que habían hecho y otros por impresiones recibidas de los hombres de letras con quienes trataron en sus viajes por Europa, abrazaron de buen ánimo las ideas nuevas... En junio de 1795, una correspondencia interceptada hizo ver patentemente que los franceses trabajaban con ahínco en formarse prosélitos en muchos puntos importantes, y ofreció rastro para descubrir algunas juntas que se ocupaban de planes democráticos, divididas solamente por entonces en acordar si serían muchas o una sola república iberiana lo que convendría a España... Una de aquellas juntas, y por cierto la más viva, se tenía en un convento, y los principales clubistas eran frailes. El contagio ganaba (sic): al solo amago que los franceses hicieron sobre el Ebro, una sociedad secreta que se tenía en Burgos preparaba ya sus diputados para darles el abrazo fraternal. En los teatros de la corte hubo jóvenes de clases distinguidas que se atrevieron a mostrarse con el gorro frigio: hubo más, hubo damas de la primera nobleza que ostentaron los tres colores.»

(Memorias, Madrid, 1836, páginas 184 y 332 del tomo I.)

Estas noticias, como escritas de memoria muchos años después de los sucesos, carecen de la precisión debida, y además es evidente que el Príncipe de la Paz exagera la importancia de aquellos planes y alardes descabellados para dar a entender que su política salvó a España de un volcán revolucionario. Algo, sin embargo, de lo que indica está confirmado por los datos que iremos viendo.

[p. 118]. [1] . «Il y a longtemps, ministre du peuple français, que j'ai consacré mes faibles forces à leur anéantissement (de la tiranía): il y a longtemps que je combats ces monstres; six ans de persécutions et de inquietude dans le pais le plus esclave de la terre n'ont en rien affaibli la vigueur d'un charactère indomptable Enfin il y a huit mois que je me vu forcé de quitter le peuple du despotisme religieux et civil: L'inquisition allait m'emprisonner, je cherchais un asile dans le France libre, et j'y vécu tranquille, consacrant tous mes travaux a la cause de l'humanité, qui est celle de la liberté, jusqu`au moment ou il plut au gouvernement espagnol de faire séquestrer le produit de mes biens.» (Documento del Archivo del Ministerio des affaires étrangères, publicado por Morel-Fatio en la Revue Historique.)

 

[p. 119]. [1] .  En una reciente publicación que ha venido a dar nueva y copiosa luz sobre los oscuros sucesos acaecidos en las Provincias Vascongadas durante la guerra de 1793 a 1795 (La separación de Guipúzcoa y la paz de Basilea, Madrid, 1895), su respetable autor, el señor don Fermín de Lasala, duque de Mandas, procura atenuar, pero más bien confirma, esta opinión generalmente admitida. Él mismo habla, como de cosa notoria, del enciclopedismo del conde de Peñaflorida, del marqués de Narros y de otros nobles guipuzcoanos, de los que más parte tuvieron en la formación de aquel centro de enseñanza, por otra parte tan ilustre y benemérito de la cultura patria. Refiere el hecho de haber llegado a quince en Guipúzcoa los suscriptores a la Enciclopedia, a pesar de la relativa pobreza del país y de lo carísimo de la obra. Quizá no habría otros tantos en lo restante de España. Menciona varios volterianos de San Sebastián y Azcoitia, entre ellos uno muy excéntrico llamado Eguía y Corral, que en treinta años seguidos que vivió en París apenas salió de las galerias del Palais-Royal, donde, según él, se encontraban todas las cosas necesarias y agradables para la vida intelectual y material, pero no lo que para nada hace falta, esto es, botica e iglesia.

Yo añadiré que en el Diario inédito de Jovellanos consta que, encontrando resistencia para conseguir en favor de su Instituto de Gijón licencia para tener libros prohibidos, le contestó el Inquisidor general que «esos libros habían pervertido en Vergara a maestros y discípulos». Uno de estos maestros era Santibáñez, cuyas andanzas en compañía de Marchena referiré después. Quince años había estado en el Seminario de Vergara el montañés don Manuel Josef Narganes de Posada (de San Vicente de la Barquera), que luego pasó de catedrático de Ideología y Literatura Española al colegio francés de Sorèze, donde en 1807 escribió tres Cartas sobre los vicios de la instrucción pública en España, y proyecto de un plan para su reforma (Madrid, Imprenta Real, 1809), producción curiosa por más de un título, y en la cual, a vueltas de algunas observaciones sensatas, se patrocinan sin ambages las más radicales conclusiones del sensualismo del siglo pasado, atacándose fieramente toda noción metafísica y aun la posibilidad de ella. Narganes se hizo afrancesado y fué Venerable de una de las primeras logias establecidas en Madrid por los invasores. Las ideas de don Valentín Foronda (alavés muy distinguido y digno de buena memoria en su país natal por otras razones) bien claras están en su exposición de la Lógica de Condillac (1794, y aun en sus cartas y discursos sobre asuntos políticos y económicos.

Que éste fuera el espíritu de algunos socios y profesores, y no el dominante en la Sociedad y el Instituto que fundó, puede creerse sin esfuerzo; pero que la difusión de la nueva doctrina en Vergara haya de reducirse a los nombres aislados de Peñaflorida y Samaniego, tampoco puede admitirse en vista de tantos indicios que corroboran la tradición en esta parte.

[p. 127]. [1] . Mr. Latour, en el artículo ya citado de Le Correspondant, consigna como tradición oída en Sevilla que fué don Alberto Lista quien advirtió a su condiscípulo Marchena el peligro que le amenazaba, para que tuviera tiempo de ponerse en salvo.

[p. 127]. [2] . Reynón murió en Bayona en 1842. Los extractos de sus Memorias están tomados de un libro de misceláneas que perteneció al capitán Duvoisin, traductor de la Biblia al vascuence (dialecto laburtano) bajo los auspicios del príncipe L. L. Bonaparte.

[p. 130]. [1] . Archivo del Ministerio de Relaciones Extranjeras, España, vol. 635 pieza 128. Debemos comunicación de estos papeles a nuestro amigo Morel-Fatio.

[p. 131]. [1] . Va reproducido con la ortografía del original, corrigiendo sólo las erratas evidentes. El lenguaje es incorrectísimo e indigno de Marchena: pero quizás escribió así de propósito, para hacer pasar esta proclama por obra de un francés.

[p. 131]. [2] . En la segunda proclama, este pasaje, aunque conforme en lo sustancial, esta redactado de diverso modo: «¿Quiénes son los verdaderos cristianos? Nosotros, que socorremos a todos los hombres, que los miramos como nuestros hermanos, o vosotros, que perseguís, que prendéis, que matáis a todos los que no adoptan vuestras ideas?

Vosotros os llamáis cristianos: ¿por qué no seguís las máximas de vuestro legislador? Jesús no vino armado de poder a inculcar su religión con la fuerza de la espada; predicó su doctrina sin forzar a los hombres a seguirla. Defensores de la causa del cielo: ¿Quién os ha encargado de sus venganzas? ¿El Omnipotente necesita valerse de vuestra flaca mano para extirpar sus enemigos? ¿No pudiera fulminar el rayo contra los que le ofenden, y aniquilarlos de un soplo?»

[p. 133]. [1] . Impreso, s. l. n. d. de 2 ff. in 4.º (E. 8. p. 634, pièce núm. 164.)

[p. 134]. [1] . A este Guzmán dirigió Marat, poco antes de morir atravesado por el puñal de Carlota Corday, la siguiente carta:

«Esos bárbaros, amigo mio, no me han querido dejar el consuelo de morir en vuestros brazos, pero llevo conmigo a la tumba la consoladora idea de que eternamente quedará grabada mi imagen en vuestro corazón. Este pequeño obsequio, por lúgubre que sea, os hará recordar el mejor de vuestros amigos: llevadle en memoria mía. Vuestro hasta el último suspiro.—MARAT»

Estas líneas, escritas por la mano temblorosa del moribundo terrorista, fueron enviadas a Guzmán, que las conservó consigo hasta la muerte en una especie de relicario de tafetán negro.

El facsímile de esta carta, está en el libro de Dulaure Esquisses historiques sur les principaux événements de la Révolution ( París, 1823), tomo II, capítulo X, pag. 455,

Luis Blanc, en su Historia de la Revolución Francesa (tomo IX, 1857, página 85), dice que el documento presenta signos evidentes de autenticidad, pero que no parece creíble que Marat, moribundo y traspasado de parte a parte, tuviera fuerzas para coger la pluma. Opina, pues, que esta carta debió de ser escrita la víspera o dos días antes, pero su contexto parece que lo contradice.

[p. 134]. [2] Citoyen Ministre!

Le hasard m'a mis aujourd, hui entre les mains une brochure qui sort de Vos Bureaux, qui a pour titre Aviso a los Españoles; je croirais donner une preuve d'incivisme, si je passais sous silence mes observations sur une brochure destinee sans doutte a éclairer les Espagnols.

1º On peut dire avec vérite qu'elle n'est pas du tout écrite en espagnol; les contresens, les fautes d'ortographe et les barbarismes sont en si grand nombre qu'on est reduit aprés l'avoir lue, a se demander á soi-méme ce qu'on a voulu dire; quant au peuple, il est des faits qu'il n'y entendra rien, les gens instruits, s'ils ont la patience de la lire, n'auront pas lé courage de la soutenir.

2º Je crois que l'auteur ne connait pas parfaitement bien 1' espagnol: s'il l'avait connu, il aurait cherché à parler au peuple la langage qu'il entend...

GUZMÁN.

Paris, le 4 mars 1'an 2 de la Republique.

  Rue neuve des Mathurins núm. 36.

(Esp. 635 , piece 194.) (Comunicación del señor Morel-Fatio.)

[p. 136]. [1] . Querrá decir D.ª'  María Pacheco. Este mismo error histórico se encuentra en la alocución. Probablemente aludirá a la tragedia de don Ignacio García Malo.

[p. 138]. [1] . Creemos oportuno reproducir, como muy característicos de la época, los principales párrafos de este bárbaro y grosero documento:

«A LA NACIÓN ESPAÑOLA

Españoles:

Amaneció por fin el suspirado día de la libertad de nuestra patria...

Los Franceses habían contraído una deuda inmensa con vosotros... os habían impuesto a los principios del siglo el intolerable yugo de la dominación de la casa de Borbón...

Los Francos también eran esclavos; también una corte corrompida, sentina de vicios y maldades infestaba con sus ponzoñosas influencias las costumbres de la nación entera; también una Antonia de Austria semejante a tu Mesalina de Borbón exprímia la sangre del pueblo para saciar a otros Godoyes no menos avarientos, ni menos indignos que ese vil privado que tu consientes ignominiosamente al frente de la nación, y que debieras juntamente con su manceba haber ya arrastrado al patíbulo...

Quanto se han aumentado las contribuciones baxo los reynados de esta funesta familia, pues en solo seis años que manejó Lerena el erario se doblaron casi los impuestos! Yo vi los funerales de ese Ministro. Yo vi su cadáver expuesto, yo vi atropellarse el pueblo por maldecir al que miraban como causador de la miseria universal....

¿Quien os ha dicho que los franceses querían destruir vuestra antigua religión? ¡Ah! ¡como los tiranos se valen de los medios mas engañosos para seduciros! Españoles, la religión de Jesús predica la igualdad, y vosotros sois esclavos...

¡Oh! quan fácil cosa fuera demostrar que la religión de vuestros abominables Inquisidores es el mas horrible anti-Christianismo; que la conducta de los franceses no es otra que la moral apostólica... —J. HEVIA. »—(Esp.635, pièce 310.)

[p. 139]. [1] .  Aff. Étr. Espagne, vol. 634, pieza 165 (comunicación de Morel-Fatio).

[p. 141]. [1] . Vid. Sempere y Guarinos, Ensayo de una biblioteca española de los mejores escritores del reinado de Carlos III, tomo V, pág. 150.

[p. 141]. [2] . Introducción a la poesía del siglo XVIII, cap. IV: «Don Vicente María Santitáñez, traductor de la Heroída de Pope, con cuyo estilo y carácter tenía el suyo tan poca analogía y semejanza.»

[p. 141]. [3] . La primera edición es de Salamanca, 1796, por Francisco de Toxar. El edicto que las prohibe tiene la fecha de abril de 1799.

[p. 142]. [1] . Vid. Morel- Fatio, Revue Historique, en el artículo ya citado.

[p. 143]. [1] . No sé si será el mismo don Manuel Rubín de Celis que en 1775 publicó traducida la obra de Saverien Historia de los progresos del entendimiento humano en las ciencias exactas y en las artes que dependen de ellas (Madrid, en la imprenta de Sancha).

Este Rubín de Celis era asturiano, natural de Lastres. Publicó ya con su nombre y apellido más usuales, ya con los semiseudónimos de D. Santos Celis y D. Santos Manuel Pariente y Noriega, varios librejos, en prosa y verso, de diversas materias, todos de poco fuste, y en los cuales se acreditó de incansable grafómano. El más conocido es un suplemento a los eruditos a la violeta, que suele acompañar a las ediciones de aquella graciosa sátira del coronel Cadalso. Los restantes son: Égloga pastoril: lamentos a la muerte de María Ladvenant, primera dama del teatro. (Madrid, 1765.)— Discursos políticos sobre los proverbios castellanos (1767).— Paralelo entre la juventud y la vejez (1768).— Carta histórico-médica sobre la inoculación de las viruelas (año 1773).— Oración fúnebre de Carlos Manuel, rey de Cerdeña (traducida del francés: 1774). — Tratado del cáñamo, escrito en francés por Mr. Marcandier (traducido y adicionado: 1774).

[p. 144]. [1] . Probablemente en este tiempo le dedicó Marchena un poema titulado La Patria a Ballesteros, del cual sólo quedan tres octavas insertas en las Lecciones de Filosofía Moral y elocuencia. Constituyen un apóstrofe a la Libertad.

[p. 144]. [2] . Páginas 223 y 233 de las Memorias manuscritas ya citadas, de que nos envió extracto nuestro amigo Mr. Wenthworth Webster.

[p. 145]. [1] . Aff. Etr. Esp., 635, pieza 219.

[p. 145]. [2] . Idem, 635, pieza 291

[p. 146]. [1] . La carta de Taschereau es de 28 de marzo de 1793; la de Carles, de 9 de abril.

[p. 147]. [1] . J. Gaudet, Les Girondins, leur vie privée, leur vie publique, leur proscription et leur mort. (París, 1889, pág. 357.)

Vid. también el excelente libro de Edmond Biré, La Légende des Girondins (París, 1896), aunque no nombra a Marchena.

[p. 149]. [1] . J. Guadet, obra citada, págs. 376-380.

[p. 149]. [2] . Le llamo marsellés porque de Marsella eran sus padres, aunque él naciese casualmente en Roma. El título de su libro, muy utilizado por todos los historiadores de la época del Terror, es Mémories d'un détenu, paur servir làhistoire de la tyrannie de Robespierre. Se publicaron, por primera vez, en la Collection des Mémoires relatifs à la Révolution Française, de Berville y Barrière, que comprenden más de sesenta volúmenes. Latour extracta del libro de Riouffe los párrafos relativos a Marchena.

[p. 150]. [1] . Historia de la Revolución francesa, cap. XXIV.

[p. 153]. [1] . «Una multitud de hombres que tenían fama en la literatura o que habían figurado en las antiguas asambleas, se presentaron en las tribunas de las secciones. Suard, Morellet, Lacretelle junior, Fiévée, Vaublanc, Pastoret, Dupont de Nemours, Quatremere de Quincy, Delalot, el fogoso converso La Harpe, el general Miranda, escapado de las prisiones en que había sido encerrado a consecuencia de su conducta en Nerwinde, el español Marchena, que había logrado salvarse de la proscripción de sus amigos los girondinos, el jefe de la agencia realista Lemaître, se distinguieron en folletos y discursos vehementes: todos los enemigos de la Convención se desataron contra ella.»

Así Mr.Thiers, en su Histoire de la Révolution Française, tomo VIII capítulo I, al referir la coalición de realistas y republicanos esaltados contrá la Convención, con motivo de la promulgación de la Constitución llamada del año III y de los decretos de 5 y 13 de Fructidor. Sabido es que este conflicto terrible fué resuelto por Bonaparte y Barras en la jornada de 13 de Vendimiario con la derrota de las secciones insurrectas

[p. 153]. [2] . De todo esto hay datos en la Biographie Universalle de Michaud, y en la ya citada nota de don Sebastián Miñano a su traducción de la Historia de la Revolución francesa de Thiers

[p. 156]. [1] . Fragmentum Petronii, ex bibliothecae S. Galli antiquissimo ms. exerptum, nunc primum in lucem editum, gallice vertit ac notis perpetuis illustravit Lallemandus, Sacrae Thealogiae doctor. (Toda esta portada es burlesca, como se ve: la edición se hizo en Basilea en 1802; es hoy rarísima, y apenas hay biblioteca pública que la posea.) Ha sido reimpresa el año 1865 en Bruselas, con la falsa data de Soleure, precedida de una introducción biográfica, escrita por el bibliófilo Jacob (Paul Lacroix). La tirada fué cortísima, y sólo para aficionados (112 ejemplares numerados, y 20 más en papel superior). Es un cuadernito de VIII páginas preliminares y 53 de texto.

El fragmento, sin las notas, puede leerse en uno de los apéndices del Catulo de Noël (año XI, 1803, pág. 344), y traducido al francés, figura también en el Petronio de la colección Nisard, donde es lástima que falte el texto latino. Véase alguna muestra de él:

«Haec dum fiunt, ingenti sono fores repente perstrepunt, omnibusque quid tam inopinus sonitus esset mirantibus, militem, ex excubiis nocturnis unum, districto gladio, adolescentulorumque turba stipatum conspicimus. Trucibus ille oculis ac Thrasonico gestu omnia circumspiciebat: tandem Quartillam intuens: Quid est (inquit) mulier impudentissima? Falsis me pollicitationibus ludis, nocteque promissa fraudas? At non impune feres, tuque amatorque iste tuus me esse hominem intelligetis... Tum vero anus illa ipsa, quae dudum me domicilium quaerentem luserat, velut e coelo demissa, miserae Pannychidi auxilio fuit. Magnis illa clamoribus domum intrat, vicum pererrare praedones  autumat; frustra cives Quiritium fidem implorare, nec vigilum excubias, aut somno sopitas, aut comessationibus intentas praesto esse. Hic miles graviter commotus, praecipitanter se ex Quartillae domo abduxit, eam insecuti comites, pannichida impendente periculo, nos omnes metu, liberarunt...»

Siento no poder copiar lo más característico del relato. Noël (que, como queda dicho, le copia entero y le elogia mucho) llama a Marchena español notable por la prodigiosa variedad de sus conocimientos.

 

[p. 157]. [1] . En esta dedicatoria daba cuenta de su hallazgo en los términos siguientes:

«Las conquistas de los franceses han contribuído mucho, durante estas últimas guerras, al progreso de las ciencias y de las letras. El Egipto nos ha revelado monumentos de sus primeros habitantes que la ignorancia y la superstición de los coptos y de los musulmanes ocultaban a las naciones ilustradas. Las bibliotecas de los conventos de los diferentes países conquistados han sido exploradas por los sabios y han visto la luz manuscritos preciosos.

No es la menos interesante de estas adquisiciones el fragmento de Petronio, que ofrecemos al público, sacándole de un antiguo manuscrito, que la bravura invencible de los soldados conquistadores de S. Gall nos ha permitido examinar. Hemos hecho este importante descubrimiento leyendo un pergamino que contiene la obra de San Gennadio sobre los deberes de los presbíteros. Este códice, por la forma de sus caracteres, nos parece datar del siglo XI. Un examen más atento nos ha hecho ver que la obra del Santo estaba escrita en hojas que contenían ya otra escritura, que se había intentado borrar. Se sabe que en estos siglos de ignorancia era frecuente escribir los libros eclesiásticos sobre códices que contenían las obras de los autores de la más pura latinidad. A fuerza de trabajo hemos llegado a descifrar el trozo que damos al público, y cuya autenticidad nadie puede poner en duda... El estilo del latín tiene tan impreso el sello original de Petronio, que es imposible creer apócrifo este fragmento.»

[p. 158]. [1] . A propósito de la segunda oda de Safo (de que hay en castellano seis o siete traducciones, entre ellas una mía), recordaré que nuestro ilustre comentador de Catulo, Aquiles Estazo (Stalius) completó la versión latina del poeta veronés con la siguiente estrofa, no digna ciertamente de caer en olvido:

       Sudor it late gelidus trementi
       Artubus totis, violamque vincit
       Insidens pallor, moriens nec auras
       Ducere possum.

 

[p. 159]. [1] . Catulli fragmentum. Paris, 1806 . Firminus Didot. (No hay más portada que ésta.) Le reimprimió Federico Schoell en su Répertoire de littérature ancienne (París,1808,  págs. 184-188), con las correcciones de Eichstaedt, publicadas en un programa de la Universidad de Jena el 7 de agosto de 1807, con ocasión del nombramiento de nuevo Rector.

Eichstaedt dice de Marchena: «Josephus Marchena, natione Hispanus, inter Franco-Gallos bellica virtute non minus quam scientia clarus, caeterum, ut Catullino quodam praeconio omnia complectamur, homo venustus, dicax et urbanus.»

 

[p. 161]. [1] . Essai sur la théologie, París , 1797.— Heckel à Marchena sur les prêtes assermentes. —Quelques reflexions sur les fugitifs français, 1795.— Le Spectateur Français. Año V. 1796. 12º

[p. 162]. [1] . Coup d'oeil sur la force, l'opulence et la population de la Grande Bretagne, par le docteur Clarke. (París, 1802, 8.º)

—Voyage aux Indes Orientales, par le P. Paulin de S. Barthélemy, missionnaire, traduit de l'italien par M***, avec les observations de MM. Anquetil du Perron, J. R. Forster et Sylvestre de Sacy. Paris, chez Tourneisin fils, libraire, 1808. Tres tomos en 4.º y uno de Atlas en tamaño algo mayor.

[p. 163]. [1] . Dic westgothische Antiqua oder das Gesetzbuch Reccareds des Ersten. Halle, 1847. Posteriormente, el profesor de Bolonia Augusto Gaudenzi ha descubierto en "Inglaterra nuevos capítulos de esta u otra semejante compilación primitiva de Derecho visigótico.

[p. 164]. [1] . Consta la curiosa noticia que acabamos de consignar en el tomo II de la Historia de Carlos IV del abate Muriel, recientemente dada a luz por la Academia de la Historia (Memorial Histórico Español, tomo XXX, páginas 199 y 200).

[p. 164]. [2] . Don Adolfo de Castro, en el artículo que con el título de Un girondino español publicó en el primer número de La España Moderna (1889), apunta los siguientes rumores, que no he visto consignados en ninguna otra parte:

«En aquel tiempo se decía que la protesta de Carlos IV, con motivo de la renuncia que el tumulto de Aranjuez le obligó a hacer en su hijo, se publicó anónima por Marchena en una imprenta habilitada dentro del palacio donde vivía Murat, para que no pudiesen ser sorprendidos ni secuestrados los ejemplares de orden del Consejo de Castilla. Más aún: los patriotas de aquel tiempo atribuían un escrito firmado por un coronel en defensa de Carlos IV y de María Luisa contra Fernando VII, a la artificiosa y desenvuelta pluma del abate Marchena.»

Ignoro la procedencia y el valor que puedan tener estas noticias, que en sí mismas no son inverosímiles.

[p. 165]. [1] . Cartas primera y segunda de un buen patriota que reside disimulado en Sevilla, escritas a un antiguo amigo suyo domiciliado hoy en Cádiz (Cádiz, en la Imprenta Real, 1811). — Manifiesto en respuesta al folleto titulado «Contestación de D. Manuel José Quintana a varios rumores y críticas...»

 

[p. 166]. [1] . Un año antes que esta Revista, había comenzado a publicarse otra no menos importante y famosa en la historia literaria de aquel tiempo, el Correo Literario y Económico de Sevilla (1803-1808), órgano de la escuela poética sevillana, dirigido por el erudito don Justino Matute. También en él colaboró Marchena, remitiendo algunas de sus poesías, cuyos originales se hallan en el ms. de París. En el tomo I del Correo (pág. 21), está la oda que principia:

       Belisa duerme: el céfiro süave..

(con las iniciales D. J. M.).

En el tomo VII, pág. 117, la elegía que principia:

       Del airado Mavorte la crueza...

(con las caprichosas iniciales R. V.).

En el tomo XII, pág. 5, la epístola A Emilia, con estas iniciales: P. D. J.M.

En el tomo XIII, pág. 199, la traducción de la elegía de Tibulo Quisquis adest, faveat , firmada D. J. M.

[p. 169]. [1] . Polixema, tragedia en tres actos por D. J. M. Madrid: en la imprenta de Sancha. Año 1808. 8.º 50 páginas.

[p. 170]. [1] . 330 del Memorial.

[p. 170]. [2] . En su Hécuba.

[p. 170]. [3] . En el episodio de la muerte de Polytes (lib. II de la Eneida):

       Ecce autem elapsus Pyrrhi de caede Polytes
       Unus natorum Priami, per tela, per hostes,
       Porticibus longis fugit, el sacra atria lustrat
       ..................................................................

La imitación de Marchena está en la escena segunda del acto segundo en boca de Polixena dirigiéndose a Terpandra.

[p. 170]. [4] . En Las Troyanas.

 

[p. 171]. [1] . Principalmente en la Andrómaca, de donde está tomado el carácter de Pirro, que Marchena procuró depurar de algunos rasgos de falsa galantería. Por ejemplo: había dicho Racine:

       Animé d'un regard, je puis tout entreprenden,
       Votre Ilion encor peut sortir de sa condre:
       ...............................................................

Marchena suprime lo de la tierna mirada, y prosigue así:

       Mi mano que rompió las fuertes puertas
       De durísimo bronce, que guardaban
       De Príamo el palacio, sabrá un día
       Alzar del Ilión el sacro alcázar...

El sueño de Polixena está visiblemente imitado del de Atalía.

[p. 171]. [2] . En francés hay, por lo menos, seis Polixenas, todas poco estimadas: la de Billord (1607), la de Lafosse (1696), la de Légouvé (1784), la de Aignan (1804), la de Vauzelles (1832), además de varias óperas. Creemos que Marchena sólo conoció o tuvo presente la tragedia de Légouvé, pero su principal modelo fué la Andrómaca, como ya hemos dicho.

[p. 172]. [1] . El señor Danvila, que posee la lista original de los individuos que habían de formar parte de esta institución non nata, la ha dado a conocer en el último de los apéndices de su voluminosa y útil compilación sobre El Poder Civil en España. (Madrid, 1887, tomo, VI, pág. 688.) En este proyecto, que es muy curioso, figuran una porción de nombres verdaderamente ilustres en diversos ramos del saber humano, debiendo advertirse que se incluyen entre ellos algunos, como Martínez Marina, que no fueron afrancesados jamas, pero que por una u otra razón continuaron viviendo en Madrid durante la ocupación francesa, sin aceptar cargo alguno de los invasores. De todos modos la lista fué formada con mucha inteligencia, como lo prueban las calificaciones que acompañan a cada nombre. Aparecen en ella (aparte de otros menos conocidos) los matemáticos Pedrayes, Varas, Monasterio y Lanz (no Sanz, como está impreso); el físico Gutiérrez; el mecánico Sureda; los astrónomos Gutiérrez y Jiménez; los mineralogistas Hergen y Donato García; los botánicos Boutelou, Ruiz y Pavón, Zea, Rojas Clemente, Mociño; el agrónomo y veterinario don Agustín Pascual; los médicos Luzuriaga, García Suelto, Rives y don Eugenio de la Peña; el ideólogo Narganes de Posada; los jurisconsultos Cambronero, Arnao y Sotelo; los economistas Sixto Espinosa y don Fernando de la Serna; los eruditos e historiadores Marina, Llorente, Vargas Ponce y Navarrete; los arabistas Conde y Bacas Merino; los helenistas Canseco, Hermosilla, Tomás y García, y don Benito Pardo de Figueroa (advirtiéndose acerca de este último que se hallaba en Rusia, donde, en efecto, publicó en 1810 su traducción de once odas de Horacio en verso griego); el hebraizante Orchell; los humanistas Tineo, Melón, Cabrera, Estala y un don Carlos Pignatelli, a quien se califica de «literato muy instruído, que trabajaba en una traducción de Lucrecio celebrada por los conocedores»; los poetas Moratín y Meléndez; los arquitectos Villanueva y Pérez: el escultor Agreda; los pintores Goya y Maella; los grabadores Carmona y Sepúlveda.

El nombre de Marchena, a quien se califica secamente de escritor, aparece colocado entre la Sección de Economía Política y la de historia, aunque ciertamente la índole de sus estudios no parecía llamarle a ninguna de las dos. Este proyecto es curioso porque demuestra la copia y variedad de elementos científicos con que, a pesar de todas sus desgracias, contaba España en los primeros años de este siglo.

[p. 173]. [1] . El hipócrita. Comedia de Molière en cinco actos, en verso. Traducida al castellano por D. J. Marchena. Madrid, 1811. En la imprenta de Albán y Decalsse, impresores del exército francés en España, calle de Carretas, núm. 31. 8.º, 142 páginas. Con una advertencia y una dedicatoria al Ministro de lo Interior Marqués de Almenara, en elogio del cual consigna la curiosa especie de que «a su munífica liberalidad debió el abate Casti algún desahogo en los postreros años de su vida.».

—La escuela de las mujeres. Comedia en cinco actos, en verso, de Molière, traducida por D. Josef Marchena. De orden superior. Madrid, en la Imprenta Real. Año de 1812. 8.º, 141 páginas.

Con dedicatoria al rey Josef en que se advierte que la traducción se daba a luz a expensas de la imprenta Real por orden de V. M.

El Tartuffe, sin advertencia ni dedicatoria, fué reimpreso hace años en la colección del Teatro Selecto Nacional y Extranjero, publicada en Barcelona por el editor Manero, y dirigida en parte por don Cayetano Vidal y Valenciano

No es exacto que Marchena tradujese El avaro, de Molière. Ninguna de las versiones castellanas que andan impresas es suya. Hay dos del siglo pasado, a cual peores, una de don Manuel de Iparraguirre y otra de don Dámaso de Isusquiza, que también estropeó La escuda de las mujeres con el título de El celoso y la tonta. Por el contrario, la traducción de El avaro, publicada en Segovia en 1820 por el capitán de artillería don Juan de Dios Gil de Lara, está hecha con esmero y es apreciable, aunque todavía dista mucho de las de Marchena y de los dos arreglos de Moratín.

Al éxito del Tartuffe, en 1811, hubo de contribuir, aún más que el soberano mérito de esta comedia, el espíritu anticlerical que reinaba entre los afrancesados, y que acaso quería ver en la pieza mucho más de lo que Molière había puesto. Prohibióse la representación en 1814, pero fué aplaudida de nuevo en la época constitucional de 1820 a 1823, sufriendo segunda prohibición en 1824. En el siglo pasado también fué puesto en el Indice el arreglo o imitación que hizo don Cándido Mª. Trigueros, con el título de El gazmoño o Juan de Buen-alma, aunque había procurado suavizar algunas frases y situaciones del original. Por el contrario, en Portugal, el marqués de Pombal, en odio a los jesuítas, había hecho representar, en 1768, esta comedia, traducida por el capitán Manuel de Sousa.

[p. 174]. [1] . El Censor, periódico político y literario. Madrid, 1821: en la imprenta de El Censor, por don León Amarita. Página 113.

[p. 176]. [1] . Así lo afirma uno de ellos, don José de Lira, en carta al señor de Cueto, escrita desde París en 1859, (Poetas líricos del siglo XVIII, pág. 621.)

[p. 177]. [1] . La portada prosigue de esta manera:

Con la descripción asimismo de la conducta rapiñadora de los generales franceses y su gran Napoleón, nuestro pérfido regenerador, con el solo fin de que todo español marche veloz a la guerra contra ese vil inhumano francés. (Al final): Córdoba. —Año de 1813.— Imprenta Real, 1813. 4.º Papel de cuatro páginas, del cual debo comunicación a mi querido amigo don Manuel Gómez Imaz, docto e incansable colector de documentos relativos a la guerra de la Independencia.

[p. 177]. [2] . Después de esta descripción en prosa comienzan unos que quieren ser versos, del tenor siguiente:

       Son Amorós, Angulo y Marchena
       Tres personas distintas y ninguna buena.
       ¿Fiarás de Amorós, Marchena y Angulo?
       De ninguno.
       .............................................................
       ¿Y qué diremos del buen Marchena?
       Que ni tiene la cruz de la berengena (*). [*Se la dieron después, en 1812]
       
¿No es sabio de bella opinión?
       Sí, preguntádselo a su amigo francmasón.
       Además, siendo como es un bicho
       Pequeño, bizco, feo y contrahecho,
       Pretende con alta arrogancia
       Ser de la revolución de Francia
       Autor, y dice con satisfacción
       Ser jefe de nuestra revolución.

[p. 179]. [1] . Como todas estas traducciones fueron impresas y reimpresas varias veces clandestinamente, no siempre es fácil apurar las fechas. De las Cartas Persianas conozco dos ediciones (Nimes, 1818, y Tolosa, 1821), aunque hay ejemplares con la falsa data de Cádiz, en la librería de Ortal (dos tomos).

—Emilio o de la Educación. Burdeos, 1817, tres tomos en 12.º Madrid, imprenta de Albán y C.ª, 1821: dos tomos en 8.º Reimpreso hacia 1850 en el folletín de Las Novedades, pero suprimidos los nombres de Rousseau y Marchena para evitar el escándalo.

—Julia o la nueva Eloysa. Cartas de dos amantes habitantes de una ciudad chica a la falda de los Alpes, traducidas por J. Marchena. Con láminas finas. Tolosa, Bellegarrigue, 1821; cuantro volúmenes en 12.º francés. Reimpresos en Versalles, Imprenta Francesa y Española, 1823; Barcelona, 1836, imprenta de M. Sauri (otros ejemplares dicen imprenta de J. Tauló): siempre en 8.º Hay otra edición en 4.º, también de Barcelona, 1837, imprenta de Oliveres. No debe confundirse la versión de Marchena con otra que hizo Mor de Fuentes, llena de extravagancias de lenguaje. (Barcelona, imprenta de A. Bergnes, 1836-1837.)

Novelas de Voltaire. Burdeos, 1819; Sevilla, 1836 (una y otra en tres tomos en 12.º). Hay otras ediciones, entre ellas una reciente de la Biblioteca Perojo (dos tomos en 4.º con un breve prólogo de don Juan Valera).

Compendio del origen de todos los cultos. Barcelona, 1820 (parece impresión extranjera); Burdeos, 1821.

Las Ruinas, o Meditación sobre las Revoluciones de los Imperios. Por C. F. Volney. Va añadida la Ley Natural Nueva, traducción en castellano de la última edición del original francés. Por Don Josef Marchena. Segunda edición , adornada con cuatro láminas. Burdeos, imprenta de D. Pedro Beaume, año 1822. 8.º

Hay otra edición de París, 1842 (librería de Panckouke). Las Ruinas habían sido ya traducidas al castellano, e impresas clandestinamente en 1797, dando ocasión a un ruidoso proceso, de que habla demasiado rápidamente Quintana en la biografía de Meléndez.

Manual de Inquisidores, para uso de las Inquisiciones de España y Portugal, o compendio de la obra titulada Directorio de Inquisidores, de Nicolás Eymerico. Traducida del francés en idioma castellano por J. Marchena; con adiciones del traductor acerca de la Inquisición de España. Montpeller. F. Aviñón,  1819: XII-159 páginas. (Hay ejemplares con portada de Burdeos.) Esta y la que sigue son las más raras entre las traducciones de Marchena, porque no creo que se reimprimieran nunca.

De la Libertad Religiosa. Traducido del francés del señor A. V. Benoit; por D. Josef  Marchena. Impreso en Barcelona. (Puede que así fuese, pero los tipos parecen extranjeros.) Al fin se lee esta curiosa Nota del traductor, la cual prueba que el libro no había sido impreso antes de 1820:

«En la obra del señor Benoit que presentamos al público español se contienen los verdaderos principios de una sana legislación en materia religiosa. Pero habiendo la Constitución española privilegiado un culto religioso, nos proponemos dar a luz otra producción original nuestra con el título de «La Tolerancia Religiosa». En ella expondremos los medios que creemos más acertados para allanar el camino que ha de conducir a la libertad de cultos, sin excitar disturbios en la plebe, y especialmente para templar, en cuanto fuere dable, los males que acarrea necesariamente al Estado un culto que se ha declarado nacional. Este libro será utilísimo a nuestra nación, porque no sólo determinaremos en él las relaciones que contrae un Estado con un culto cualquiera que ha declarado privilegiado la ley, mas también concretaremos nuestras ideas a la religión católica, que es la que la nación española declare nacional, y cuyas relaciones actuates con el Estado tanto importa por consiguiente fijar con exactitud.»

En todas estas traducciones puso Marchena su nombre, y creemos que fueron las únicas que hizo de libros de este género; aunque con ningún fundamento le han atribuído otras, por ejemplo, la rarísima de El Contrato Social (Londres, 1799), una de la Pucelle de Voltaire (en prosa) que suena impresa en Cádiz, 1820, y otra (en verso suelto) de la Guerra de los Dioses, sacrílego, monstruoso y brutal poema de Parny, que se ha impreso en Castellano dos veces por lo menos, y cuyo traductor, que a juzgar por el estilo no era lerdo, se ocultó con el seudónimo de Ludovico Garamanta. Algunos la atribuyen al periodista Ramajo, uno de los redactores de El Conciso, de Cádiz, en la primera época constitucional.

A la primera edición de las Cartas Persianas, hecha en Nimes, imprenta de P. Durand-Belle, 1818, acompaña una curiosa Advertencia del traductor, que, por no haber sido reproducida en las ediciones posteriores, creo conveniente intercalar aquí:

«Ridícula cosa fuera detenernos a recomendar el mérito de las Cartas Persianas; que ni necesita de nuestros encomios el nombre de Montesquieu, ni hay en Europa sujeto medianamente instruído que no haya aprendido a venerarle. Las cartas que damos a luz en idioma castellano son un entretenimiento de su esclarecido autor; pero como los juegos de Hércules, siempre en ellos se columbraba el vencedor de la Hidra y el domador del Cerbero.

Fué nuestra primera idea quitar aquellas que aluden a sucesos del tiempo, y estilos que ya han variado; pero en breve reconocimos que perdería de su valor la obra, que en mucha parte se puede mirar como una recopilación de excelentes observaciones, que más que la historia de su siglo son su parecido y vivísimo retrato.

Añadir notas explicativas, a primera vista parecía el medio más adecuado de aclarar pasajes que no pueden menos de hacerse obscuros para quien no esté versado en la historia de los postreros años de Luis XIV y de la regencia de Felipe de Orleans. Mas ¿qué hubieran enseñado estas ilustraciones acerca del sistema de Law, por ejemplo, a quien no sabe cuáles fueron los nunca imaginables sueños de este irlandés y los desbarros de la nación entera que, como en una honda sima, sepultó, digámoslo así, sus caudales todos en el más disparatado juego que puede fraguarse la demencia humana, extraña lotería en la cual todas las boletas perdían y ninguna ganaba? El fragmento del mitólogo antiguo, varias escenas del café, la excelente carta de Usbeck, que termina los raciocinios de este interlocutor, aluden a este período tan lamentable por sus resultas como risible por los fenómenos que le acompañaron, de la historia de Francia. Las cartas relativas a las disputas entre jansenistas y molinistas, entre antagonistas y partidarios de la bula Unigénitus, no metieron menos bulla, y no sería menos prolija una circunstanciada explicación de ellas.

Permítaseme notar aquí que en España nunca las disputas de religión y política en los postreros siglos han tenido la acrimonia que en Francia. No pende esto de más moderación o más armonía en los ánimos; mucho menos de una indiferencia, especialmente en cuanto a las primeras, que tan mal se avendría con la universal superstición de nuestro país. Otra es la causa, y muy más deplorable. El despotismo de la Inquisición no sufre reñidas contiendas en asuntos religiosos, que aun en las más indiferentes materias le parecen arriesgadas, porque en breve excitarían los ánimos al examen de cuestiones más altas, en que cifra este tribunal su horrenda prepotencia. Su sangrienta crueldad nunca se ha parado en imponer castigos, y su crasa y supina ignorancia dejaba chico campo a diferencias de opinión entre sus miembros, que siempre en las cuestiones teológicas seguían el dictamen más absurdo, como en las morales los principios más laxos. La ignorancia de los inquisidores es cosa tan antiguamente conocida en España, que casi desde su institución el dicho «estudia para inquisidor» se ha aplicado a los más zotes de cuantos cursan las públicas aulas: y es sabido que en los colegios mayores (con tanto acierto nuevamente, junto con inquisidores y jesuítas, restablecidos) aquellos colegiales que por su completísima estolidez hubieran deshonrado la toga o la mitra eran provistos de inquisidores. Perdóneme el lector esta digresión procedida de mi entrañable cariño a este tribunal, puesto que la reflexión que la ha ocasionado sea tan obvia.

Sólo diremos dos palabras de esta versión. Distinta es en todo de la del Emilio, distinta de la de las novelas de Voltaire, distinta de la de El hipócrita. Consiste esto en que no es traducir ceñirse a poner en una lengua los pensamientos o los afectos de un autor que los ha expresado en otra. Débense convertir también en la lengua en que se vierte el estilo, las figuras; débesele dar el colorido y el claro oscuro del autor original. Una buena versión es la solución de este problema: ¿cómo hubieran versificado Racine, Pope, Virgilio, Teócrito, Homero en castellano? ¿Cómo hubieran escrito Wieland, Adisson, Montesquieu, Voltaire, Buffón, Cicerón, Tácito, Tucídides, Demóstenes en nuestro romance? La respuesta práctica a esta cuestión ha de ser la versión de aquel de los autores que al público se diere; la solución teórica requiere un tomo entero; aquí lo único que diremos es que el profundo conocimiento de ambos idiomas, cosa tan indispensable, es todavía una mínima parte de tantas como no son menos indispensables. Añadiremos que ninguno es buen traductor sin ser excelente autor, y que todavía es dable ser escritor consumado y menos que mediano intérprete. Verdad es que solamente los dechados perfectos son los que se deben traducir: ¿pero qué es del caso trasladar a otro idioma composiciones de una insulsa medianía, y peor aún escritos disparatados? Lidie un escritor consumado con Corneille, con Moliére, con Tucídides, con Homero mismo cuerpo a cuerpo; traiga a su patria sus hermosuras todas; no le arredre ni la valentía lírica de Horacio, ni sus satíricos donaires, ni la gracia y la concisa exactitud de sus epístolas; atrévase a emular la acabada perfección de la versificación de Racine, y hasta la de Virgilio, si fuere menester; y yo le fío que sus versiones, puliendo y acrisolando su idioma, serán composiciones clásicas, como lo son en Inglaterra la Iliada de Pope, en Italia el Osián de Cesarotti, el Lucrecio de Marchetti, el Tácito de Davanzati y el Homero de Voss en Alemania.

A 14 de enero de 1819.—J. MARCHENA.».

[p. 183]. [1] . Cándido o el Optimismo, traducido por Moratín. Cádiz: imprenta de Santiponce, 1838, 12.º (Creemos falsa la portada: los tipos son los de la imprenta de Cabrerizo, en Valencia, y el tamaño el mismo de la colección de novelas que él publicaba).

[p. 183]. [2] . Lecciones de Filosofía Moral y Elocuencia, o colección de los trozos más selectos de Poesía, Elocuencia, Historia, Religión y Filosofía Moral y Política de los mejores autores castellanos, puestas en orden por D. Josef Marchena... Burdeos, imprenta de don Pedro Beaume, 1820.—Dos tomos en 4.º (el primero con 147-460 páginas, y el segundo con 656).

El título, y hasta cierto punto el plan de esta compilación, parecen tomados de las Leçons de Littérature et de Morale, de Noël y Laplace, que corrían entonces con mucho aprecio para la easeñanza de la lengua francesa en sus clásicos.

La compilación de Marchena salió, como en competencia de otra más vasta y mejor ordenada que un año antes habían comenzado a publicar, también en Burdeos, otros dos emigrados españoles: Biblioteca selecta de Literatura Española, o modelos de elocuencia y poesía, tomados de los escritores más cédebres desde el siglo XIV hasta nuestros días, y que pueden servir de lecciones prácticas a los que se dedican al conocimiento y estudio de esta lengua, por P Mendíbil y M. Silvela. Burdeos, en la imprenta de Lawalle, 1819. Cuatro tomos en 4.º El Discurso preliminar es sensato, y erudito para aquel tiempo; pero si carece de las extravagancias del abate Marchena, tampoco tiene sus genialidades felices ni sus atrevimientos ingeniosos.

[p. 185]. [1] . «De todos los modernos idiomas (dice en este mismo discurso), es el nuestro el que menos con el francés se aviene... Dejo aparte que es risible empeño el de enriquecer tan abundante idioma como el nuestro con otro que lo es mucho menos, como el francés; y me ciño a apuntar el precepto tan sabido, desde Horacio acá, que los idiomas para remediar sus necesidades han de acudir a su primitiva fuente; y siendo la del nuestro el latín, mezclado con el árabe, de la lengua latina, de la griega... y de la arábiga hemos de derivar los idiotismos y locuciones que necesitaremos, adaptándolos a la índole del castellano.»

[p. 191]. [1] . ¡Admirablemente dicho! Si toda la canción estuviese escrita como este sublime rasgo, sería de un gran poeta.

[p. 192]. [1] . La obra de estos dos ingenieros españoles, titulada Essai sur le composition des machines, cuya segunda edición es de 1819 (ignoro la fecha de la primera), obtuvo los elogios de Monge y sirvió de texto por muchos años en la Escuela Politécnica de París.

La amistad de Marchena con Lanz hubo de fundarse, no solamente en la comunidad de ideas políticas, sino también en la afición de Marchena a los estudios matemáticos. Aludiendo a esto en su Discurso, dice de sí mismo que «había hecho como el enano de Saturno en el Micromegas, de Voltaire, muchos cálculos largos y muchos versos cortos».

[p. 195]. [1] . «Don Vicente María Santibañez, traductor de la heroída de Pope, con cuyo estilo y carácter tenía el suyo tan poca analogía y semejanza.» (Introducción a la Poesía castellana del siglo XVIII, art. IV.)

[p. 195]. [2] . Faltan en la curiosa edición de las Cartas de Abelardo y Eloísa (dos tomos en 4.º), Barcelona, 1839, imprenta de A. Bergnes; que además de las cartas latinas y los estudios de Guizot, Cousin, etc., sobre Abelardo, contiene los textos originales de la heroída de Pope, y de la de Colardeau, las dos de Santibáñez, la de Maury en octavas (muy fría pero audazmente versificada como suya: ensayo de su juventud, impreso en Málaga en 1792, prohibido por la Inquisición en 1796), y tres heroídas más de Beauchamps, Dorat y Mercier, puestas en versos castellanos nada vulgares, por un poeta cuyas iniciales son J. V.

Como prueba de la aceptación que tenía este falso género a principios del siglo, puede citarse la Colección de varias heroídas traducidas libremente de los mejores autores franceses, por D. M. A. de C... (¿don Mariano de Carnerero?). Madrid, en la imprenta de Repullés, 1810. Dos tomos en 12.º A imitación de estas heroídas francesas compuso algunas el P. Arolas, las cuales pueden leerse en la colección de sus versos juveniles. (Valencia, 1842.)

El final de la oda de Quintana   A la Hermosura, es una reminiscencia de la heroída de Pope.

[p. 196]. [1] . Este códice tiene la signatura I-IV-48, y una nota en el reverso de la cubierta indica la procedencia: «Ex libris Lefebure de Fourcy in Parisiensi Scientiarum facultate olim professoris a filiis datum MDCCCLXIX.» El señor Morel-Fatio describe el códice en estos términos:

«Tiene el códice 69 hojas escritas, y además muchas blancas; el texto acaba en la hoja 69 con el título de los Diálogos filosóficos en verso, que no se insertaron. Es indudablemente autógrafo, porque la letra de las correcciones es la misma que la del texto, y estas correcciones se ve luego que son del autor mismo y no de un copista. Al principio del códice se cortaron unas 20 hojas; pero como en la primera de las guardas hay el título de Oeuvres de Marchena, y en la segunda Poesías (de mano de Marchena), es probable que dichas hojas se cortaran antes de que escribiese nada nuestro autor en el libro. En todo caso, por el título Poesías de la segunda hoja hay motivo de suponer que si falta algo, lo que falta será prosa y no versos.»

[p. 197]. [1] . Don Adolfo de Castro, en el artículo ya citado de La España Moderna.

[p. 199]. [1] . Discurso sobre la ley relativa a extinción de monacales y reforma de regulares, pronunciado el día 6 de noviembre del presente año en la Sociedad Patriótica Constitucional de esta ciudad por el ciudadano D. Josef Marchena, Socio íntimo de la misma, e impreso por aclamación general. Sevilla, 1820. Folleto de 16 páginas.

[p. 202]. [1] . Copia de la carta dirigida al Excmo. Sr. D. Juan O'Donojú, Capitán General de la provincia de Sevilla, Jefe Político de la misma, Teniente General de los Reales Ejércitos, Edecán de S. M., gran cruz de las órdenes de Carlos III y San Hermenegildo, etc., etc., por el ciudadano Josef Marchena.

Este curioso documento, no citado por los biógrafos anteriores, ha sido reproducido íntegramente por don Adolfo de Castro (núm. 1º. de La España Moderna).

[p. 202]. [2] . Impugnación de la carta del abate Marchena a Excmo. Sr. Capitán General y Jefe Político de esta Provincia, D. Juan O'Donojú (inserta en el Diario de Cádiz). Por un socio de la Reunión Patriótica de esta ciudad. Sevilla, impreso por la Viuda de Vázquez y Compª. Año de 1821. Folleto de 11 páginas.

[p. 205]. [1] . Diario gaditano de la libertad e independencia nacional, del viernes, 5 de enero de 1821 (citado por D. A. de Castro).

[p. 206]. [1] . Resumen de un siglo... Personas, cosas y sucesos que han pasado y yo he visto en el siglo XIX. Por A. M. B... Osuna, 1887, imprenta de M. Ledesma Vidal, pág. 58.

[p. 207]. [1] .  Le debemos, como tantos otros papeles curiosos, a nuestro amigo Gómez Imaz. El folleto se titula:

Refutación de D. Juan Mac-Crohon Henestrosa a la impugnación de varios discursos pronunciados en la Tertulia de la Fontana de Oro de la Corte, escrita en Sevilla por S. A. F. Madrid, en la imprenta de Alvares, 1821. 4.º 39 hojas.

[p. 209]. [1] . «No es nuestro ánimo escribir aquí la historia de nuestro teatro: acaso, si gozamos más larga vida, desempeñaremos esta tarea en una obra que tenemos meditada: el plan de este discurso no nos permite más que algunas reflexiones hijas del estudio, de nuestros poetas dramáticos, y que son los últimos resultados de nuestras meditaciones en esta materia. Consideren nuestros lectores lo que vamos a decir como aquellas proposiciones de óptica, de mecánica o astronomía donde da un autor las resultas de sus arduos y prolijos cálculos sin corroborarlas con las demostraciones en que las funda, y que suponen la resolución de dificultosas ecuaciones diferenciales y el uso más expedito del cálculo integral.»

[p. 210]. [1] . Il fut versé dans toutes les connaissances de notre époque, cultiva la littérature et la poésie, mania en maître plusieurs langues vivantes et anciennes; et tour à tour, continuait Spinosa, Sainte Thérèse de Jèsus ou ce Pétrone qu'il cite. (Maury, Espagne Poétique, París, 1826, tomo I, pág. 363.)

[p. 210]. [2] . Haut de trois pieds huit pouce, basané et afreux de figure (dice el autor de la noticia de Marchena en la Biographie Moderne, ou galérie historique de Michaud, París, 1816).

Ce petit homme, haut de quatre pieds el demi, laid, difforme et grotesque, a la figure de satyre, aux cheveux crépus, au teint de bistre, au soriré libidineux... (dice el bibliófilo Jacob [Paul Lacroix] en la noticia adjunta a la reimpreción del Fragmentum Petronii).

«Físicamente era chico, casi contrahecho y feo» (Carta de don Jose de Lira al señor Cueto.)

[p. 210]. [3] . Carla de don José de Lira, y noticias de don Serafín Estébañez Calderón, comunicadas al señor de Cueto

[p. 211]. [1] . Marchena était bien capable d´en rémontrer à petrone et de lui apprendre des mystères d´impureté inconnus même aux anciens (¡que atrocidad!)... Aimait prodigieusement les femmes, et se vantait se savoir s´en faire aimer... Il affichait d`ailleurs, avec un abandon qu`il voulait rendre gracieux la plux ébouriffante inmortalité: on ne devait donc pas s´attendre à lui voir publier des «Leçons de philosophie morale» Il avait composé des ouvrages d`un tout autre style, mais il ne les publia pas, et il se contentait de les lire, «inter pocula». à ses amis qui admiraient son génie sotadique. (Noticia unida al Fragmentum Petronii. Algo más dice el autor; pero no nos parece bien transcribirlo ni aun en francés)