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Obras completas de Menéndez... > VARIA > II. Varia : [Prólogo a "La... > VII.—INFORMES Y DICTÁMENES > E) INFORMES Y DICTÁMENES EN OTRAS ENTIDADES Y CORPORACIONES

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1) DICTAMEN SOBRE LA ADQUISICIÓN DE LA BIBLIOTECA DEL DUQUE DE OSUNA

La Comisión nombrada por el Congreso para emitir dictamen sobre el proyecto de ley por el cual se autoriza al Gobierno para la adquisición de la Biblioteca de los duques de Osuna y del Infantado, ha estudiado con la debida atención todos los antecedentes del asunto, y cree corresponder fielmente a la confianza de sus compañeros proponiendo la compra inmediata de dicha Biblioteca en los términos que se declaran en los artículos adjuntos.

Pero antes de someter a la aprobación del Congreso este proyecto de ley, juzga necesario la Comisión entrar en algunos pormenores que pongan de manifiesto la importancia singularísima de la rica colección bibliográfica que el Estado trata de adquirir, como verdadera riqueza nacional y testimomio vivo de la sabiduría de nuestros mayores.

La célebre colección, hay generalmente conocida con el nombre [p. 264] de Biblioteca de Osuna, abraza dos series principales de las que en el lenguaje técnico de la bibliografía, se llaman fondos. El más antiguo e importante es, sin duda, el del Infantado, no reunido al de Osuna hasta tiempos muy recientes. Con decir que en este fondo tenemos a la vista los restos de la más selecta y numerosa colección de libros que se formó en Castilla durante el siglo XV, queda fuera de discusión su valor, que pudiéramos llamar único. Recórranse todos los inventarios de libros, así de la Casa Real como de otros Príncipes o magnates poderosísimos de aquella edad; recuérdense, sobre todo, el índice de la Biblioteca del Príncipe de Viana y el de la Reina Católica, y uno y otro quedarán oscurecidos, no ya ante la Biblioteca íntegra del Marques de Santillana, la mejor parte de la cual quizá pereció en el incendio del palacio de Guadalajara a principios del siglo pasado, sino ante las reliquias inestimables de toda esa riqueza intelectual, hoy diligentemente custodiadas en la Biblioteca del Infantado, y de las cuales formó por primera vez catálogo el insigne y llorado historiador de nuestras letras, don José Amador de los Ríos, al fin de su edición de las obras de don Íñigo López de Mendoza [1] .

Los orígenes de esta Biblioteca quizá se remontan mucho más allá de lo que el mismo señor Amador de los Ríos suponía.

El señor de Hita y Buitrago no adquirió todos los libros que ostentan hay sus armas y su divisa. Algunos, y muy preciosos, encontró en su caso, reunidos por la discreta codicia literaria de sus antepasados, entre los cuales descolló aquel don Pedro González de Mendoza, autor de Cantares escénicos, plautinos y terencianos. Aun el mismo almirante don Diego Hurtado, y aquella fierísima hembra montañesa que trajo a su hijo juntamente con inmensos estados y riquezas, herencia de temple de alma nunca domada, fueron cultos y amadores de libros y de toda discreción y gentileza. Cuando andaba aún en sus niñeces, vió y deletreó [p. 265] don Íñigo, en poder de su abuela doña Mencía de Cisneros, un grueso libro de cantares y Dezires en lengua portuguesa, hoy dolorosamente perdido, y que quizá no sería distinto del famoso Cancionero de la Biblioteca Vaticana, comúnmente llamado del Rey Don Diniz. De su propio suegro, el maestre de Santiago, don Lorenzo Suárez de Figueroa, hubo de recibir el Marqués algún libro en herencia, puesto que uno de los más importantes, aunque menos citados y conocidos, que hoy atesora la Biblioteca de que tratamos, no parece que puede tener otro origen. Tal es la insigne traducción del gran libro de teología y filosofía compuesto por Maimónides con el título de More Nebuchim, o Guía de los que dudan, Mostrador o enseñador de los turbados, como reza el título de la versión que al maestro Pedro de Toledo mandó hacer don Lorenzo Suárez, dando singularísimo testimonio de amplitud de miras con hacer pasar a lengua romance esta verdadera suma de la teología y exégesis rabínicas.

Pero no cabe duda que los códices más numerosos y más ricos de esta serie, así por su contenido como por su belleza caligráfica y de iluminaciones, son los que a gran costa y con amor y tesón indecibles hizo traer de Italia, de Francia y de otras partes, el insigne autor de la Comedieta de Ponza y del Diálogo de Bías contra fortuna. Y esto en un tiempo en que los Príncipes de Italia, aun incluyendo los Papas, apenas habían comenzado a formar sus colecciones, o las tenían en un estado muy próximo a la infancia. No sabía bastante Latín el señor de la Casa de la Vega y del Real de Manzanares para entender correctamente, y sin tropiezo, los clásicos; pero era tal su sed por las vivas aguas del arte y de la filosofía antiguos, que ansioso, como él dice, de poseer las materias, ya que no podía alcanzar las formas, adquiría los códices latinos y los hacía interpreter por su hijo, el que fué luego gran Cardenal de España, don Pedro González de Mendoza, o por el doctor Pedro Díaz de Toledo y otros humanistas que tenía el Marqués a su servicio. Este origen reconocen las traducciones castellanas de autores clásicos, tales como Ovidio, Lucano, Séneca, Quinto Curcio, Salustio, que juntamente con otras italianas y catalanas, y con los mismos textos latinos, constituyen una de las series más numerosas de la Biblioteca del Infantado; códices notables, no ya sólo por la pureza de los textos, sino porque [p. 266] escritos muchos de ellos en Italia, ostentan en orlas y letras capitales todos los primores y lozanías del arte del primer Renacimiento.

A estos códices hacen digno cortejo, así por su belleza como por la importancia que tuvieron en la trasmisión de la cultura italiana a nuestro suelo, los códices de Dante, Petrarca, Bocaccio y Cecco d'Ascoli, estudio predilecto del Marques, que en ellos nutría su espíritu y de ellos tomaba ideas y formas para sus composiciones.

De la literatura española anterior a su tiempo, así catalana como castellana, hubo de poseer el Marqués muchos más libros que los que al presente vemos, a juzgar por su célebre Prohemio al Condestable de Portugal; y aunque sus inclinaciones a la literatura culta y aristocrática no le llevaban a coleccionar aquellos venerandos rastros de nuestra poesía épico-popular que él estigmatiza con los nombres de Romances y cantares de que la gente baja y de servil condición se alegra, reunió en cambio códices tan insignes de poesía erudita, como el Poema de Alexandre, que hoy subsiste, y es uno de los incomparables joyeles de la Biblioteca en venta; y crónicas de extraordinaria rareza, como la De los conquistadores y la De España, debidas una y otra a la poderosa munificencia del Maestre de San Juan, don Juan Fernández de Heredia; compilaciones enormes, donde entre otras cosas se admira la famosa relación de los sucesos de Morea y la primera traducción castellana (o más bien aragonesa por los modismos y particularidades gramaticales que la esmaltan) del viaje de Marco Polo a los confines del Oriente.

Si a esto se agregan los Cancioneros de las propias poesías del Marqués, una colección estupenda de Fueros y Ordenanzas Reales, y algunos manuscritos de novelas tan peregrinas como El Caballero Cifar, y muchas traducciones de libros italianos, catalanes y franceses, algunos tan notables como El árbol de las batallas, de Honorato Bonet, podrá formarse idea aproximada, pero nunca exacta, de la riqueza total.

Más castigada la sección de códices provenzales y catalanes no se ennoblece ya con el famoso Breviari d'Amor de Matfre d'Ermen-Gand, y tiene que ceder la palma a la de códices franceses, no realzada tampoco por aquellas colecciones de Alain [p. 267] Chartier y de otros poetas del siglo XIV, que sin duda tuvo el Marqués, puesto que los cita; pero famosa y digna de respeto, siempre por atesorar uno de los mejores ejemplares conocidos del Romancero de la Rosa, superior en el texto, aún a las ediciones más correctas.

Grata, aunque nada breve, tarea sería para la Comisión esparcirse por este vergel de preciosidades paleográficas y seguir las vicisitudes de esta memorable colección, acrecentada no poco por las aficiones literarias de los sucesores de don Íñigo, y especialmente por aquel primer Duque del Infantado, que labró la joya mudéjar de los palacios de Guadalajara, estampando en ellos la arrogante divisa Dar es señorío, recibir es servidumbre; varón digno ciertamente de memoria, no sólo por sus artísticas larguezas, sino por sus intimidades científicas con el docto Juan de Vergara, a quien dirigió sabia consulta sobre las Ocho cuestiones del Templo.

Queda deplorado ya el incendio del siglo XVIII, que destruyó una parte, quizá muy considerable, de esta riquísima Biblioteca, privándonos hasta de los inventarios antiguos, con lo cual no nos dejó ni siquiera la clave para rastrear lo perdido.

Pero esta merma vino a compensarse, hasta cierto punto, cuando la casa del Infantado, como la de Benavente y otras de la más enaltecida nobleza española, fueron a perderse en el inmenso océano de la casa de Osuna, trayendo a ella, no sólo sus blasones y los títulos de sus propiedades, sino sus archivos y sus bibliotecas y todas sus joyas artísticas y literarias. Así se dió la coincidencia feliz de que bajo el mismo techo se albergasen la colección del Marqués de Santillana, monumento de la civilización española en los brillantes días de Don Juan II, y otra colección tanto o más preciosa, aunque mucho más moderna, cuyo origen ha de referirse, por lo menos, a aquel gran Duque de Osuna, terror de turcos y franceses, virrey de Nápoles y protector de Quevedo.

No atesora esta colección ciertamente aquellos primores de escritura y de iluminación que alegran el ánimo del erudito cuando registra las vitelas del siglo XV. Compónese, por la mayor parte, de cuadernos en papel, de aspecto pobre y desaliñado, borradores afeados con toda suerte de enmiendas, pero borradores a los cuales nadie puede acercarse sin religioso respeto, porque allí se posó la mano de los mayores ingenios que forman la [p. 268] espléndida corona de la España dramática. Son, pues, más de 200 comedias de nuestro siglo XVII, autógrafas muchas de punta a cabo, y otras corregidas por sus autores, cuyos nombres se leen al fin, y son, entre otros, Lope de Vega (de quién hay 20 piezas autógrafas y alguna inédita), Calderón (de quien hay 7, entre ellas El mágico prodigioso, autógrafo todo), Tirso de Molina, Mira de Mescua, Vélez de Guevara, Rojas, Guillén de Castro y otros inmemorables.

Ante tal riqueza quedan en muy segundo término los libros impresos; pero si se repara que éstos son más de 30.000, y que entre ellos hay ejemplares únicos, como el de las Farsas, de Lucas Fernández, y el de las Justas literarias de Sevilla en 1531, 32, 33 y 34; sin contar otros innumerables, que, aunque no alcanzan tal grado de rareza, constituyen, sin embargo, artículos de los más codiciados por los bibliófilos, así en la sección de historia como en la de amena literatura; y si se añade que pasan de ciento los incunables o libros del primer siglo de la imprenta, no parecerá en modo alguno excesivo (dado el actual valor de los libros, y especialmente de los códices), el precio de 900.000 pesetas, propuesto por la actual poseedora

Así lo han reconocido unanimemente varones doctísimos en materia bibliográfica, los cuales formaron las dos Comisiones nombradas para entender en este asunto; la primera en 8 de junio de 1877, la segunda en 15 de abril de 1878, y esto mismo estima ahora la Comisión que suscribe, considerando caso de honra nacional el que tales tesoros puedan, en todo o en parte, salir de España e ir a enriquecer extraños depósitos, como tantos otros venerandos restos de nuestra antigua grandeza. Los pueblos tienen obligaciones estrechísimas con su propia historia, y no pueden ser infieles a ella sin deshonra propia, desde el momento en que se reconocen solidarios con las generaciones que nos precedieron y aceptan su herencia, la cual, más que en los recuerdos de gloriosas hazañas, conquistas y aventuras, se cifra y debe fundarse en los pacíficos triunfos de la ciencia y del arte. Es obra de piedad filial, de piedad casi religiosa, a la cual las naciones no faltan sino cuando por desdicha suya ha huído de ellas todo espíritu de dígnidad y de honra, congregar y enlazar los huesos que sus mayores dejaron esparcidos por el campo de la vida, ya [p. 269] que la historia sólo dicta sus oráculos profetizando sobre los huesos.

Fundada en las razones expuestas, la Comisión tiene la honra de someter a la aprobación del Congreso el siguiente

Proyecto de ley

Artículo 1.º Se autoriza al Ministerio de Fomento para adquirir la Biblioteca de los Duques de Osuna y el Infantado, y se concede con este objeto un suplemento de 900.000 pesetas al crédito del artículo 1.º del capítulo 15 de la sección séptima de las obligaciones de los departamentos ministeriales del presupuesto del año económico de 1884 a 85.

Art. 2.º Los manuscritos de esta Biblioteca pasarán a la Nacional, así como cualquier libro impreso de que esta Biblioteca carezca.

Art. 3.º De los restantes pasarán a las Bibliotecas del Senado y del Congreso todos los relativos a derecho político, historia constitucional y demás materias análogas a su instituto.

Art. 4.º Hecha esta distribución el Ministro de Fomento cuidará de repartir los restantes entre las Bibliotecas públicas, según las necesidades de cada una.

Art. 5.º Inmediatamente que haya sido adquirida la Biblioteca, se formará y publicará oficialmente el inventario de los impresos y de los manuscritos.

Palacio del Congreso 7 de julio de 1884.— Emilio Castelar, presidente.— Víctor Balaguer.—Mariano Catalina.—Joaquín Sánchez de Toca.—El Marqués de Sardoal.—Vicente Ortí y Brull.— Marcelino Menéndez y Peláyo, secretario.

2) DICTAMEN SOBRE VARIOS ESCRITOS DE HERRERA Y ROBLES [1]

Consejo de Instrucción Pública. La Sección 1.ª en sesión de ayer emite el siguiente dictamen: Esta Sección ha examinado los [p. 270] trabajos literarios presentados por don Luis Herrera y Robles, catedrático del Instituto de Cabra, solicitando que sobre ellos recayera informe. Estos trabajos son tres: una colección de Poesías originales castellanas y latinas, impresa en Sevilla en 1879. Una Oda a Nuestra Señora de la Antigua, premiada en público certamen por la Academia Bibliográfico-Mariana de Lérida, y un extenso Discurso sobre Prosodia y Arte métrica griega y latina comparadas». En todos estos estudios resplandecen la sólida cultura literaria del señor Herrera y Robles, la pureza de su gusto clásico y el esmero y nitidez con que entiende y maneja la forma poética. Educado en las tradiciones de la Escuela Sevillana, enaltecida en nuestro siglo de oro por los grandes nombres de Herrera y de Rioja, y continuada en tiempos modernos por la enseñanza y el ejemplo de Lista y de Reinoso, muéstrase por lo común fiel a las prácticas y a los modelos de esta Escuela, sin que el excesivo amor a la pompa y sonoridad de la dicción poética le haga resbalar casi nunca en la afectación o en la oscuridad. La locución en las Poesías del señor Herrera es fácil, abundante y tersa, sin que deje de ostentar en algunos pasajes singular energía y en otros apacible ternura y delicadeza mística, de lo cual es buen ejemplo su Oda titulada El alma en la soledad, superior, en nuestro concepto, a las demás de la Colección, y más semejante por su tono a las inspiraciones de Fray Luis de León que a las de los poetas hispalenses. Pero en otras muchas piezas poéticas de las que el tomo encierra, se advierten también muy estimables condiciones líricas, tanto en la sinceridad de los sentimientos que animan al poeta, como en la manera pulcra y gentil de expresarlos. Nada se halla, por otra parte, en estos versos que desdiga del carácter eclesiástico de su autor, ni de la gravedad que exige el magisterio de la enseñanza, y si muy nobles rasgos de entusiasmo religioso y patriótico, que enaltece y pondera dignamente en el prólogo que va al frente de estas Poesías una autoridad crítica tan estimada como el malogrado e ilustre Profesor de Literatura de la Universidad de Sevilla don José Fernández Espino. Si se tratara de una colección de versos frívolos, para nada habría que tenerlos en cuenta como mérito profesional; pero siendo la Colección de Poesías del señor Herrera obra de humanista más aún que de poeta, y revelando en todas sus páginas el loable propósito [p. 271] de juntar la práctica a la enseñanza de la teoría literaria, entiende la Sección que es mérito para el expediente del señor Herrera y Robles este asiduo cultivo suyo de la poesía castellana y latina. Los versos latinos, que, en número desgraciadamente escaso, aparecen en este tomo, son quizá de una forma más severa, más rápida y más intensamente lírica que sus versos castellanos. La parte de metrificación es tan esmerada como podía esperarse del autor del concienzudo Discurso sobre Prosodia y Arte métrica griega y latina. Siendo de altísima conveniencia, a juicio de la Sección, que los encargados de la enseñanza literaria y aun de toda enseñanza de carácter estético, se ejerciten por sí mismos en el dominio del material artístico, y lleguen a adquirir prácticamente el conocimiento de las dificultades y excelencias de la forma, conocimiento que nunca se llega a obtener con meras generalidades teóricas, no pueden menos de considerarse laudables los trabajos literarios del señor Herrera y Robles, ni puede negarse que entran en el número de las obras dignas de ser censuradas favorablemente por esta Sección, para que, según disposiciones vigentes, sirvan al autor de mérito en su carrera.

Madrid, 7 de marzo de 1890.—El Secretario, Federico Hernández Alejandro.— El Presidente, Arrieta. Es copia. V. Santamaría. Fué ponente y autor de este dictamen el Ilmo. Sr. D . Marcelino Menéndez y Pelayo.

3) EL DICCIONARIO DE ANTIGÜEDADES CRISTIANAS DEL ABATE MARTIGNY [1]

Por orden y comisión de V. S. I. he examinado la traducción que don Rafael Fernández y Ramírez ha hecho del Diccionario de Antigüedades Cristianas del abate Martigny.

Tanto la obra como la traducción me parecen dignas de toda alabanza. No sólo no he encontrado proposición alguna contraria [p. 272] al dogma católico ni a las buenas costumbres, sino que en todo el libro respira la más sincera piedad, unida al más ferviente entusiasmo por las antigüedades de la edad heroica de la Iglesia. La obra del abate Martigny tiene indisputable mérito como resumen de las más modernas investigaciones acerca de los primeros siglos cristianos, especialmente de los que se contienen en las innumerables publicaciones del comendador Juan Bautista Rossi, principal representante hoy de esta rama de la erudición. La forma de diccionario facilita extraordinariamerte el manejo del libro, agrupando en cada artículo las noticias más importantes, que costaría gran trabajo encontrar en los libros, revistas y folletos donde están diseminados. Una traducción de esta obra era de todo punto indispensable para facilitar la enseñanza de la Arqueología cristiana en los Seminarios, donde ya han comenzado a establecerse cátedras con este propósito. El señor Fernández ha llevado a término su difícil tarea con toda exactitud y esmero.

Juzgo, por tanto, que el Diccionario de Antigüedades Cristianas puede correr en manos de todos, no solamente sin peligro, sino con gran provecho de la verdad histórica y de la Arqueología cristiana.

Esto digo, sometiéndome en todo al superior juicio de V. S. I., cuyo anillo pastoral beso.

Madrid, 3 de abril de 1892. —M. Menéndez y Pelayo.— Ilmo. Sr. Obispo de Madrid-Alcalá.

4) INFORME SOBRE EL LIBRO DE DUQUE Y MERINO «CONTANDO CUENTOS Y ASANDO CASTAÑAS» [1]

Al cuarto tema, Cuadro de costumbres montañesas, sólo se ha presentado el artículo que lleva por lema Contando cuentos [p. 273] y asando castañas, y sin discusión opina el Jurado que no sólo es merecedor de premio, sino que debe ser tenido por excelente en su género, así por la amenidad de su narración y difícil facilidad de su diálogo, cuanto por el saber profundamente montañés de su estilo.

5) INFORME SOBRE REFORMAS UNIVERSITARIAS [1]

Los catedráticos que suscriben, aceptando el honroso encargo que se han servido conferirles las Facultades de Filosofía y Letras y de Derecho, someten respetuosamente a la consideración de V. E. algunas observaciones acerca de los reales decretos que recientemente han venido a modificar la organizacian de los estudios universitarios, en virtud de las autorizaciones concedidas por la Ley de Presupuestos de 30 de junio de 1892.

Pocas veces, en el largo y no muy glorioso proceso de nuestras disposiciones oficiales sobre Instrucción Pública, ha podido presentarse coyuntura más favorable para introducir en la [p. 274] enseñanza superior todas aquellas reformas que forzosamente imponen el progreso de las ideas científicas y el voto unánime de los hombres de ciencia, cada vez más acordes en las cuestiones de método, por grandes que sean las divergencias que en otros puntos los separan. Autorizaba el artículo «30 de dicha Ley para proceder desde luego a la reorganización de todos los servicios públicos y a simplificar los procedimientos administrativos, aunque estuviesen organizados por leyes especiales, y a simplificar las plantillas de todas las dependencias civiles, incluso las de los Cuerpos de escala cerrada, introduciendo una economía que no bajase del 10 % de la totalidad de los créditos concedidos en el presupuesto de 1890-91, que era el último discutido por los Cuerpos Colegisladores y sancionado por S. M.».

Advertíase también, aparte de otras disposiciones, que «para llevar a efecto la reducción del personal consignado en el presupuesto, podría el Gobierno aumentar o disminuir la parte proporcional de las reformas, que corresponde a cada uno de los servicios por efecto de dichas reducciones en todo lo que sea necesario para su mejor organización», aunque se rijan por leyes especiales, concediendo al Gobierno «el plazo de un mes para los servicios que se prestan en la Península e islas adyacentes y de tres para los del extranjero, quedando ampliados los créditos correspondientes en las sumas que se reconozcan y liquiden». Y finalmente decía la Ley en el mismo artículo que «la autorización para reorganizar los servicios caducaría en el expresado plazo de un mes, en cuanto dicha autorización tiene carácter legislativo».

De esta autorización, cuyos límites eran ciertamente amplísimos, hizo uso el Ministerio de Fomento en el real decreto de 26 de julio de 1892, publicado en la Gaceta de 30 de julio del mismo año. En el preámbulo se hablaba de «autorización para reformar las plantillas», y en el artículo 10 se disponía que las nuevas plantillas rigieran desde el 1.º de agosto, cosas a nuestro entender evidentemente contrarias a la letra del párrafo 2.º del artículo 30 de la Ley de Presupuestos que textualmente dice: «de las referidas plantillas se dará cuerta a las Cortes. En los Cuerpos de escala cerrada, hasta que quede reducido el personal al que en las nuevas plantillas se les asigna, se amortizarán dos de cada tres vacantes.»

[p. 275] Es evidente que en el caso actual no se ha cumplido, ni el requisito de someter las nuevas plantillas a la aprobación de las Cortes, ni el de amortizar dos de cada tres vacantes en los términos que la Ley dispone.

Las nuevas plantillas han empezado a regir desde 1.º de agosto, en tiempo de clausura de los Cuerpos Colegisladores, sin cumplirse tampoco el sistema de autorización que la referida Ley establece.

Creemos además, y respetuosamente consignamos, que por efecto de la llamada reforma económica se han infringido el artículo 170 de la Ley de Instrucción Pública que declara que «ningún Profesor podrá ser separado, sino por sentencia judicial o expediente gubernativo»; el 172, a tenor del cual ningún Profesor podrá ser trasladado a otro establecimiento o asignatura sin previa consulta del Consejo de Instrucción Pública»; y finalmente el 173, que determina que «cuando el Gobierno lo estime conveniente para mayor economía o provecho de la Enseñanza, podrá encargar a un Profesor, además de la asignatura de que sea titular, otra mediante la gratificación que para el caso se establezca».

A nuestro entender, y con profunda pena lo decimos, excelentísimo señor, todos estos artículos de la Ley de 1857, a excepción si acaso del primero, puesto que la excedencia no es separación, aunque sus efectos vengan a parecerse mucho, han sido vulnerados en los decretos de julio pasado, puesto que muchos profesores han sido trasladados a establecimientos muy remotos del punto de su residencia, otros a asignatura diversa de la que desempeñaban, y no pocos, encargados, sin gratificación alguna, del peso de dos asignaturas diarias.

Creemos, al propio tiempo, que es manifiesta infracción al decreto-ley de 12 de junio de 1874 y a la reciente ley de organización del Consejo, de 27 de julio de 1890, el no haber oído a dicho Consejo, según en el artículo 9.º del citado Reglamento se dispone, ni «para formación y modificaciones de planes de estudios y programas de enseñanza», ni «para creación y supresión de cátedras», ni «para expedientes de clasificación, ascensos, premios, jubilación y separación de profesores».

Basta, Excmo. Sr., la simple exposición de los hechos, para que el claro entendimiento y recto sentido moral de V. E. reparen [p. 276] en el cúmulo de lesiones contra el decoro profesional y contra el buen servicio de la Enseñanza, que de los últimos decretos resulta. Y sin perjuicio de que los profesores individualmente perjudicados en sus legítimos derechos o molestados y perturbados en el noble cumplimiento de su función, reclamen la reparación donde pueden y deben obtenerla, las Facultades que representamos no pueden omitir el cumplimiento de un deber que estiman ineludible, y protestan, aunque sea en la modesta forma con que debe hablarse a los Superiores, de este que conceptúan nuevo ataque a la inamovilidad profesoral, consignada expresamente en nuestras leyes, pero más de una vez burlada o eludida con pretextos distintos.

No es, Excmo. Sr., un mezquino interés de clase, ni una vanidad pueril de gremio o colegio, la que nos obliga a exponer nuestras quejas en términos tan amargos. Es algo muy superior a esto, y aun superior a la profunda pena con que vemos separarse de nuestro Claustro a dignísimos Profesores y hermanos nuestros, representantes de muy opuestas doctrinas, pero igualmente dignos de respeto por su celosa y desinteresada consagración al culto de la verdad, en aquel modo y límite en que es asequible a las facultades de cada ser humano.

Es, sobre todo, una especie de piedad filial que nos hace mirar como propias las ofensas a la madre común, y ver en la Universidad algo más que una oficina administrativa; un ser vivo que nos nutrió con el generoso jugo de su doctrina y que prosigue educándonos, así por la cooperación y estímulo del trabajo de todos, como por los hábitos de mutua caridad y tolerancia que entre nosotros establece. Y es claro, Excmo. Sr., que este ideal de vida familiar encaminada a la indagación científica, sólo puede lograrse con garantias de independencia semejantes a las que disfrutan todas las grandes instituciones científicas de otros paises, y a las que disfrutó también España cuando era grande; garantias sin las cuales apenas acertamos a comprender trabajo de ciencia que pueda ser fructífero. No pretendemos, Excmo. Sr, ni volver al antiguo régimen universitario, que pereció más bien por consunción que por destrucción violenta, ni conquistar en un día una legislación autonómica que no está en nuestras costumbres, siquiera lo estuviese en otros días y pueda volver a [p. 277] estarlo cuando la cultura nacional se levante de la postración en que hoy yace. Pero sí queremos aproximarnos a este ideal por todos los caminos posibles, y reivindicar para el cuerpo universitario toda aquella libertad de acción, que dentro de su peculiar esfera le corresponde, toda aquella majestad y decoro que nuestra misma ley fundamental le otorga, al concederle amplísima representación en el Senado nacional. ¿Pero de qué nos sirve, Excmo. Sr., tener once representantes oficiales en la Alta Cámara, cuando pende del arbitrio de la administración, anular o torcer la vocación de cualquier profesor, separándole de la cátedra para la cual por oposición o por concurso demostró tener singulares disposiciones, y anularle o reducirle a la baja condición de vulgar y pedestre repetidor de alguna doctrina, y cuando la misma Administración puede, al amparo de cualquier disposición de carácter transitorio, penetrar en lo más íntimo y sustancial de las leyes de Instrucción Pública, suprimiendo o abreviando a su talante facultades y enseñanzas?

Si el Cuerpo Universitario no es digno de ser consultado para reformas de enseñanzas ¿quién será, Excmo. Sr., la Corporación o la entidad que represente las aspiraciones de la cultura nacional en tales asuntos? ¿Ni qué prestigio social puede quedar a un cuerpo vejado y mortificado cada día con tales agresiones y vilipendios?

Pocas veces, Excmo. Sr., lo repetimos con entera sinceridad, se ha presentado ocasión tan oportuna para la reforma de la Enseñanza Superior como la que ofrecía la pasada ley de presupuestos. No era preciso hacer una nueva ley de Instrucción Pública, para la cual, en otros órdenes y grados de enseñanza, se ofrecen dificultades que por largo tiempo quizás han de ser insuperables. Bastaba que las plantillas refomadas que hubiesen de ser sometidas a la aprobación de las Cortes, hubiesen sido redactadas de tal suerte que no lesionasen ningún derecho adquirido y que al propio tiempo fuesen realizando insensiblemente, aquellas reformas parciales que por inmediatas y urgentes deben anteceder a la reforma total.

En España, Excmo. Sr., no hay quizás exceso de Universidades, pero hay exceso de unas Facultades y penuria de otras, y un número reducidísimo de centros de pura enseñanza científica, y [p. 278] éstos mal organizados sin duda y de un modo deficiente. La nueva Reforma, al paso que ha destruído, sin duda por incompletas, casi todas las Facultades de Ciencias que existían en España, no ha venido a robustecer de ningún modo las dos únicas que deja subsistir, reduciéndonos con ello a un presupuesto ciertamente bochornoso si se compara con lo que en viajes y expediciones científicas, en fomento de museos y jardines botánicos, empleaban los Gobiernos de Carlos III y de Carlos IV.

Amarga es la verdad, Excmo. Sr., y para nosotros más amarga que para nadie. El exceso de la gestión oficial que al legislar únicamente por supresión y economía, bien claro demuestra su ineficacia para promover la general cultura, tiene, no obstante, fuerza sobrada para hacer estériles las más valientes energías individuales. Las Universidades españolas son las únicas del Universo que, ni en poco ni en mucho, intervienen en la elección de su personal; las únicas que no pueden preparar candidatos idóneos para el profesorado, ni asociarlos a las tareas del profesor titular, ni tantear y probar seriamente sus aptitudes, ni recompensar sus esfuerzos; las únicas en que no existe lazo alguno de solidaridad entre el discípulo y el maestro.

No rechazamos de ningún modo el vigente sistema de oposiciones que, dada nuestra condición actual, nos parece preferible mil veces, por sus condiciones de publicidad, al mero arbitrio de la Administración; pero deseamos que a uno de los dos turnos de concurso suceda uno de libre elección y designación por la Facultad respectiva a favor de quien por sus servicios en la enseñanza o por sus trabajos universalmente estimados de los hombres doctos, haya mostrado aptitudes especialísimas para el desempeño de tal cargo. Así lo practican las grandes instituciones docentes de los paises extranjeros, y así debiera practicarlo la nuestra. De este modo, al paso que quedaría abierto a la genialidad individual el camino de la oposición, quedaría reservado a la colectividad universitaria el medio de conservar sus tradiciones y de irlas cada día depurando y enriqueciendo con los frutos de novísimas enseñanzas, rectificadas y probadas cada día por profesores jóvenes en el crisol de la práctica.

No concebimos, Excmo. Sr., más medio de formar aspirantes al profesorado, dignos de ser profesores algún día, que el de dejar [p. 279] a todo catedrático plena libertad para nombrar un sustituto personal y gratuito, conforme a su sentido, doctrina y particular confianza, suprimiendo enteramente las actuales categorias de auxiliares y supernumerarios, cuya existencia es de todo punto incompatible con el buen régimen de la enseñanza, comprometido a cada paso por la dura ley que a tales sujetos se impone de desempeñar, alternativa o simultáneamente, las enseñanzas más heterogéneas, sea cual fuere su propia vocación, que vendrá al cabo a ser ninguna entre tal laberinto de especies y tareas contradictorias. La supresión de ambas clases, sin perjuicio de los derechos que por ley puedan tener adquiridos, hubiera sido una más positiva economía para el presupuesto que todas las que últimamente se han realizado, y habría sido al mismo tiempo un gran progreso para la emancipación y dignidad de la ensenanza. Hállase ésta comprometida también, Excmo. Sr., por el método pueril y anticuado de exámenes de prueba de curso que sólo en nuestras Universidades subsiste, por triste y vergonzosa excepción entre todas las de Europa. Concíbese tal sistema en los grados inferiores de la enseñanza, en que los pocos años y natural distracción del alumno pueden exigir el freno o estímulo continuo de este género de pruebas aleatorias; pero raya en lo increíble someter a semejante especie de comedia pedagógica a hombres llegados al pleno uso de la racionalidad, sean maestros o discípulos, y de los cuales por lo menos ha de suponerse que se congregan sin más finalidad que la cultura de su espíritu, ya abstracta y desinteresadamente, ya con relación a tal o cual particular función social. Indignos serían de desempeñarla, y más indignos todavía de tomar puesto entre los cultivadores de la ciencia pura, los que, al pisar el recinto de las aulas, no llevasen más propósito que el ínfimo y grosero de lograr, como por sorpresa y juego de azar, un título que les sirviese a los ojos de la Sociedad, para disfrazar su ineptitud y su bajo e inmoral concepto de la vida.

Al profesor individualmente, y colectivamente a toda la Facultad, incumbe el derecho de exigir del alumno todas las condiciones y pruebas que se crean necesarias para legitimar su vocación y los progresos que en la ciencia haga. Sólo a los profesores y a las Facultades debe tocar también la responsabilidad de no haber atajado a tiempo las vocaciones falsas, o de haber torcido [p. 280] la dirección al talento que comenzaba a desarrollarse. Dos exámenes sólo conceptuamos indispensables para que sea público, solemne y eficaz este juicio de las Facultades: uno de ingreso, dividido en varios días y en varios ejercicios, unos orales y otros escritos, en que el candidato dé muestras de poseer todos aquellos conocimientos preliminares que la Facultad determine, del mismo modo que lo practican las escuelas especiales; y otro examen de grado de doctor, en el cual la tesis, que nunca ha de ser admitida si no tiene el carácter de investigación propia y no aporta algo nuevo al caudal de la literatura científica, ha de ser examinada y discutida en varios días también, probándose de mil modos la capacidad del alumno y el caudal de educación que ha granjeado en cada una de las asignaturas de la facultad, y el modo y forma cómo acierta a componer y armonizar en un más general sentido las nociones de todas ellas. Por lo tocante al actual grado de Licenciado, la Comisión estima que si en las Facultades de Derecho, Medicina y Farmacia puede quizá conservarse, por tener estas Facultades dos grados, uno que atañe a la práctica de la profesión, y otro a su enseñanza, no puede, por ningún concepto, sostenerse en las Facultades de Ciencias y Letras, en que los estudios del doctorado son necesario complemento de los de la licenciatura, a no ser que nos resignemos al inexplicable absurdo de tener catedráticos de Teoría Literaria o sea de Retórica y Poética que no hayan cursado la Estética, profesores de Filología clásica, por elemental que sea, que no tengan nociones de sánscrito, y profesores de Psicología, Lógica y Ética que ignoren, a lo menos oficialmente, el desarrollo histórico de la Filosofía.

Más, Excmo. Sr., que fundar enseñanzas nuevas, para las cuales quizá no hay recursos, importa emancipar de la excesiva tutela oficial las que hoy existen; devolver al Cuerpo Universitario una prudente y racional autonomía, escuchar su voz cuando de enseñanza se trate, pues es proverbio bien confirmado por la experiencia que hasta el insipiente suele saber en las cosas de su casa más que el sabio, y dejar que, lenta y orgánicamente, vaya desenvolviéndose en nuestros Centros de enseñanza, una cultura propia que remedie la anarquía intelectual en que hoy vivimos. Por tardío que sea el fruto, nunca dejará de ser más nutritivo y sabroso que el que nos ha proporcionado desde 1845 la atropellada [p. 281] importación del régimen centralista francés, que en Francia misma comienza a ser desterrado de la enseñanza, y que los más doctos pedagogos de la nación vecina empiezan a considerar como raíz y fuente de gran parte de los desastres y flaquezas de la educación nacional.

Excmo. Sr.: Si esta Comisión ha traspasado un tanto los límites que parecía prescribirle el forzoso encargo de sus compañeros, sírvale de disculpa el ser tan raras las ocasiones en que la Universidad puede hacer oír su voz sobre materias de enseñanza, y el haber visto una y otra vez tan desatendidas y olvidadas sus reclamaciones.

Madrid, etc.

Notas

[p. 263]. [1] . Nota del Colector.— En 7 de julio de 1884, siendo diputado por Palma de Mallorca, dió don Marcelino este Dictamen del que, aunque firmado en unión de otros diputados, le pertenece íntegramente la redacción. Se publicó en el Boletín de la Biblioteca de Menéndez Pelayo, n.º 4 (octubre-diciembre) de 1926. En las líneas que como prólogo le puso Miguel Artigas, dice textualmente: «Quien lea este dictamen no dudará, ni por la forma ni por el contenido qué miembro de la Comisión pudo redactarle; pero además, por si cupiere alguna duda, se conserva en la Biblioteca el original manuscrito que fué a las cajas, corregido por mano de Menéndez Pelayo.»

[p. 264]. [1] . Nota de M. Artigas. —(En 1905 publicó Mario Schiff, en la Bibliothèque de l'École des hautes études, su libro La Bibliothèque du Marquis du Santillane, con esta dedicatoria impresa: A M. Alfred Morel-Fatio qui m'a fait connaître l'Espagne et à D. Marcelino Menéndez y Pelayo qui me l'a fait aimer je dedie ce livre. Florence, mars 1905. El ejemplar de don Marcelino lleva esta dedicatoria: «A M. Menéndez y Pelayo que j'aime et que j 'admire profondément. M. S. Florence. Janvier, 1906»)

[p. 269]. [1] . Nota del Colector.— Fué dado por Menéndez Pelayo este Dictamen en el Consejo de Instrucción Pública en 7 de marzo de 1890. Se publicó en «Hoja de méritos y servicios del Dr. don Luis Herrera y Robles, Pbro.»

[p. 271]. [1] . Nota del Colector.— Por encargo del Sr. Obispo de Madrid-Alcalá dió este Informe Menéndez Pelayo al presenter a la censura eclesiástica la traducción del Diccionario de Antigüedades Cristianas don Rafael Fernández y Ramírez.

[p. 272]. [1] . Nota del Colector.— En el libro titulado: Contando cuentos y asando castañas (Costumbres campurrianas de antaño), por D. Duque y Merino. Madrid, Imprenta de la «Revista de Navegación y Comercio», 1897. En el prólogo se dice: «El Jurado calificador emitió por unanimidad el siguiente dictamen redactado por el Sr. D. Marcelino Menéndez y Pelayo.»

Es uno de los trabajos presentados en el certamen convocado en 1892 por la Real Sociedad Económica Cantábrica.

[p. 273]. [1] . Nota del Colector.— Según se deduce claramente de una carta de Salmerón a Menéndez Pelayo en 25 de junio de 1887, ya en este año se había acordado por la Facultad de Letras de la Universidad de Madrid que don Marcelino, don Nicolás Salmerón y don Francisco Sánchez de Castro redactaran un Informe sobre Reformas Universitarias, informe que fué escrito íntegramente por Menéndez Pelayo y aprobado por sus compañeros; pero que debió perderse en el archivo universitario, pues no hemos podido tener de él más noticias que las que se dan en la correspondencia de Salmerón a que antes hemos aludido.

Cinco años después, en 1842. vuelve la Facultad de Letras a encomendar a los señores Salmerón y Menéndez Pelayo—Sánchez de Castro había ya fallecido—un nuevo informe sobre reformas universitarias, basado en las dotaciones que para estos fines concedía la Ley de Presupuestos de 30 de junio de este año de 1892. Probablemente este Informe, que es el que reproducimos, sería, con ligeras modificaciones el mismo del año 1887. En lo que no cabe duda es en que la redacción de este documento es íntegra de Menéndez Pelayo, pues el original autógrafo se conserva en su Biblioteca de Santander.

Se publicó por Bonilla y San Martín en el Boletín de la Biblioteca de Menéndez Pelayo, número, Marzo-Abril de 1919.

Véase también lo que dice respecto a esto Pérez Embid en sus Textos sobre España, pág.384.