D. Enrique de Villena, Fernán Pérez de Guzmán, y el Marqués de Santillana, nos muestran, aunque en grados y condiciones diversas, el tipo del prócer literato del siglo XV: Juan de Mena, por el contrario, fué puro hombre de letras, y en tal concepto el más antiguo que nuestra historia literaria presenta. No iban tan descaminados los que le llamaron el Ennio español, dando a significar con esto el carácter de estudio e imitación reflexiva que tiene su arte, transplantación, en parte feliz, en parte ruda, de flores latinas e italianas, sin que pierda por eso su nervio patriótico, como no le perdió, a pesar de sus esfuerzos para ser helénica en la forma, la poesía histórica y trágica del favorito de los Scipiones. Bien podemos repetir de Juan de Mena lo que de Ennio escribió Quintiliano: «Venerémosle como a la vieja encina de un bosque sagrado, que infunde majestad y reverencia, aunque no atraiga los ojos con su hermosura.» (Ennium, sicut sacros vetustate lucos adoremus, in quibus grandia et antiqua robora jam non tantam habent speciem quantam religionem). No fué caprichoso favor de la suerte el que en pleno siglo XVI salvo a Juan de Mena [p. 140] del común naufragio de la literatura poética anterior al Renacimiento, y le convirtió en un clásico, e hizo que como tal fuese comentado por los más grandes y severos humanistas, desde el Comendador Hernán Núñez hasta el Brocense. Fué el sentimiento de que en aquellos versos ásperos y desiguales, pero tocados de vez en cuando por la llama sagrada, había encontrado su expresión más noble el genio heroico de la patria castellana en días tan poco propicios a la epopeya como los del muy prepotente D. Juan el Segundo. Su vena épica salvó en parte a Juan de Mena del contagio de una poesía frívola y degenerada, como su inspiración elegíaca había de salvar después a Jorge Manrique.
Con ser tan persistente la fama de Juan de Mena, e innumerables las ediciones de sus obras, es poquísimo lo que sabemos de su persona. Su vida retirada, la modestia de su origen, la ninguna parte que tomó en las agitaciones políticas de su tiempo, como no fuese a título de espectador indignado y de recto y justiciero censor, su continua consagración al estudio y a la producción literaria, en que no fué muy fecundo, pero sí muy encarnizado trabajador, explican esta penuria de datos, aun sin contar con la desidia de los antiguos biógrafos, reducidos para el caso a dos: el Comendador Griego, en la Vida de Juan de Mena que escribió al frente de las Trescientas en la edición de Sevilla de 1499 y desapareció en todas las sucesivas que se hicieron de su Glosa; y un discípulo de Hernán Núñez, Valerio Francisco Romero, en unas estancias de arte mayor que con el título de Epicedio compuso a la muerte del mismo Comendador, y andan impresas al fin de sus Refranes (Salamanca, 1555). La Vita Beata de Juan de Lucena, uno de cuyos interlocutores es Juan de Mena, contiene algunas indicaciones acerca de su persona; pero es fuente a que debe acudirse con cautela, desde que se demostró que no es más que una versión libre del tratado De vitae felicitate de Bartolomé Fazzio, sustituyendo Lucena personajes españoles a los italianos del diálogo, por el mismo cómodo procedimiento que usó luego el capitán Diego de Salazar para apropiarse los diálogos de Maquiavelo sobre el Arte de la Guerra.
Con esto y con las pocas referencias que hay en las Crónicas, y descartando, por supuesto, todas las anécdotas del apócrifo Centón Epistolario, no es hacedero trazar ni aun una mediana [p. 141] biografía del poeta del Labyrintho. Nació en Córdoba en 1411, y no oculta ni desmiente su patria en los grandes elogios que hace de ella, [1] no menos que en su especial predilección por Lucano, y en la audaz tentativa de usar un lenguaje poético, en que visiblemente precede y anuncia a Góngora.
De su familia y de sus estudios no sabemos más que lo que en pésimas coplas nos dice el Epicedio de Valerio Francisco Romero. Vayan aquí, a título de documento, estos disformes coplones:
Fué
Juan de Mena andaluz, natural
De Córdoba, casa de
la poesía,
Flor de saber y
caballería,
De philosophía
natural y moral.
Nieto de un hombre,
señor principal,
Della Regente y su
pública cosa,
Rui Fernández
llamado de Peñalosa,
Señor de Almenara,
de estima y caudal.
Fué
hijo de Pedrarias llamado,
De estado mediano,
de buena nación,
Dichoso por cierto
en generación,
Pues tuvo un tal
hijo, y tan señalado.
De padre y de madre
fué presto privado
Él y una hermana
reciente nacido,
Por donde entre
deudos fué sostenido:
Con qué tratamiento
no me es anunciado.
De
veinte y tres años ya siendo se dió
Al dulce trabajo de
aquel buen saber:
En Córdoba empieza
primero aprender,
De allí a
Salamanca, do está, y se pasó...
Casó
con la hermana de dos ciudadanos,
García de Vaca y
Lope de Vaca:
Hijos no tuvo, que
inútil fué y flaca
Su generación en
partos humanos.
Mas tres engendró,
que ser soberanos
No dudo, en los
siglos que ternán memoria,
[p. 142] Que son tres poemas que hizo de gloria,
Que todos tenemos
hoy entre las manos.
Fué
veinte y quatro principal Senador
En el prelustre
cordobés consistorio,
Do son los Regentes
de ilustre abolorio,
Padres ilustres,
condigno de honor.
Secretario latino
e historiador
De su prepotente D.
Juan el segundo;
Quarenta y cinco
años vivió en este mundo
El digno del tiempo
del viejo Nestor.
Murió
de rabioso dolor de costado
Y fué sepultado en
Tordelaguna
..........................................
Y junto al altar
mayor, por mandado
En la memorable
Diócesis toledana,
Y a costa del
Príncipe de Santillana,
Don Íñigo López por
él tan cantado.
De estos bárbaros metros, tan desprovistos de número y cadencia, se infiere que Juan de Mena, nieto del señor de Almenara Rui Fernández de Peñalosa, e hijo de Pedrarias, regidor o jurado de la ciudad de Córdoba, quedó huérfano en edad muy temprana, y al parecer con poca asistencia de sus parientes y deudos, por lo cual su juventud debió de ser áspera y trabajosa. Lo indica también el hecho de no haber empezado hasta los veintitrés años sus estudios, primero en Salamanca, luego en Córdoba, y finalmente en Roma, quizá a la sombra de algún Mecenas eclesiástico que le deparó la fortuna. Este viaje a Italia fué trascendental para su educación clásica, y hubo de contribuir mucho a la estimación con que fué recibido en la corte de Castilla y al cargo de secretario de cartas latinas que desde su regreso obtuvo, seguramente por su crédito de humanista, puesto que su celebridad poética vino después. Con ella llovieron sobre él otras mercedes, como la veinticuatría de Córdoba, y el cargo de Cronista regio [1] y, sobre todo, la amistad leal y estrechísima de los [p. 143] mayores hombres de su tiempo, especialmente del Marqués de Santillana, que le honró en vida y en muerte. Fué, además, poeta predilecto de D. Juan el segundo y de D. Álvaro de Luna, y no puede decirse que comprara tal protección con interesados elogios, puesto que no hubo voz más robusta ni espíritu más entero para denunciar los males y escándalos del reino. Mientras otros como Santillana se ladeaban tornadizos y complacientes, ya del lado de la anarquía, ya del lado del trono y de la privanza, todos los versos políticos de Juan de Mena prueban su incorruptible lealtad: lo mismo los que compuso en 1445 celebrando el triunfo de Olmedo, que las sentencias de sabor muy popular y refranesco que el 1449 dictó con motivo de la reconciliación o «ayuntamiento quel señor Rey puso en Valladolid, estando el Príncipe su fijo cerca de Peñafiel con algunos cavalleros de sus regnos» números 471 y 472 del cancionero de Baena), o las coplas que dirigió a D. Álvaro de Luna en 1452, dándole el parabién por haber convalecido de la saetada que recibió en el cerco de Palenzuela. Si son realmente de Juan de Mena, como muchos creen, las famosas coplas de La Panadera, que Argote de Molina (grande autoridad en materia genealógica) atribuyó al mariscal Íñigo Ortiz de Stúñiga, probarían que alguna vez el grave autor de las Trescientas puso la sátira más personal y picante al servicio de su justa y patriótica indignación contra los perpetuos revolvedores y enemigos de la quietud del reino.
Juan de Lucena, que aun traduciendo o imitando a Fazzio, no es de presumir que se atraviese a atribuir condiciones enteramente fantásticas a personas que todos sus contemporáneos habían conocido, pinta a Juan de Mena como varón sobremanera dulce en sus palabras y modales, algo pálido y enfermizo por efecto de las vigilias estudiosas, y tan entregado en cuerpo y alma al culto de la poesía, que por ella olvidaba todas las ocupaciones prosaicas de la vida ordinaria. «Muchas veces me juró por su fe (son palabras que pone en boca del Marqués de Santillana) que de tanta delectación componiendo algunas vegadas detenido goza, que, olvidados todos afferes, trascordando el yantar y aun la cena, se piensa estar en gloria.» «Trahes magrescidas las carnes por las grandes vigilias tras el libro (le dice en otra parte el obispo D. Alonso de Cartagena): el rostro pálido, [p. 144] gastado del estudio, mas no roto y recosido de encuentros de lanza.»
Sobre su muerte hay dos versiones: la del rabioso dolor de costado, admitida por Valerio Romero, y la de una caída que dió de su mula, [1] lo cual puede ser cuento tradicional, inspirado por los satíricos y populares versos sobre un macho que compró de un arcipreste. Pero todos convienen en que murió y fué sepultado en Torrelaguna, aunque sobre las circunstancias del enterramiento también se nota cierta oscuridad y contradicción. Por de contado, no queda rastro del «suntuoso sepulcro» que dicen que le levantó el Marqués de Santillana junto al altar mayor de la iglesia de aquella villa, y no es de presumir que fuera tan suntuoso, cuando ya en el siglo XVI se había perdido la memoria y hasta el epitafio, o a lo menos no tenía noticia de él persona tan andariega y de tan infatigable curiosidad como Gonzalo Fernández de Oviedo, que, al renovar en la isla Española los recuerdos de su juventud, decía: «Yo espero en Dios de ir pronto a España, y le tengo (a Juan de Mena) ofrecida una piedra con epitafio, de la cual obligación yo saldré, si la muerte no me excusare el camino.» En la época del viaje de Ponz (1781), todo el recuerdo que se conservaba en la parroquia de Torrelaguna, era una piedra en las gradas del presbiterio, con aquella sabida y pedestre inscripción:
Patria feliz, dicha
buena,
Escondrijo de la
muerte,
Aquí le cupo por
suerte
Al poeta Juan de
Mena.
Algo menos ridículo, aunque tampoco bueno ni digno del sujeto, hubiera sido el epitafio que quería ponerle Gonzalo Fernández de Oviedo:
Dichosa
Tordelaguna,
Que tienes a Johán
de Mena,
Cuya fama tanto
suena
Sin semejante
ninguna.
[p. 145] Él dejó tanta memoria
En el verso
castellano,
Que todos le dan la
mano.
¡Dios le dé a él su
gloria!
Aunque Juan de Mena tuviese el título oficial de cronista, no hay fundamento sólido para atribuirle ninguna parte en la Crónica de D. Juan II. Pero no por eso dejó de cultivar en alguna manera los estudios históricos y genealógicos, si realmente son suyos los apuntamientos que en el Códice K-161 de nuestra Biblioteca Nacional se le atribuyen con el título de Memorias de algunos linajes antiguos e nobles de Castilla que va escribiendo Juan de Mena, coronista de S. A. el muy serenissimo e muy esclarecido príncipe D. Juan el II, Rey de Castilla e de León, por mandado del muy ilustre señor D. Álvaro de Luna, Condestable de Castilla, que Dios mantenga. De este manuscrito, horriblemente mutilado por algún genealogista o rey de armas, apenas si es posible formar juicio, puesto que no le quedan más que 20 hojas de más de 100 que hubo de tener.
Fuera de estas Memorias, generalmente no tomadas en cuenta por sus biógrafos, sólo dos muestras nos quedan de la prosa de Juan de Mena, que es de lo más enfático y pedantesco de su tiempo: el comentario a su propio poema de la Coronación, y la Iliada en romance, que no es traducción, como vulgarmente se dice, sino compendio muy breve, al cual sirvieron de base las Periochae o argumentos de Ausonio, teniendo a la vista además el epítome del seudo-Píndaro tebano, y quizá la versión íntegra de Pedro Cándido Decimbre. Seis códices, por lo menos, existen de esta Iliada, [1] que además llegó a ser impresa en Valladolid por Arnao Guillén de Brocar en 1519, a solicitud del licenciado Álvaro Rodríguez de Tudela, que la envió al ilustre y muy magnífico señor D. Hernando Enríquez para que leyeran en ella sus hijos, los que habían de ejercitarse «en la disciplina y arte militar». No es indiferente el hecho de haber sido Juan de Mena quien por primera vez trajese a nuestra lengua a Homero, tan mutilado y desfigurado, es cierto, y por caminos tan indirectos y tortuosos. Pero si el haberle traducido o abreviado a su modo, prueba, como [p. 146] tantos otros rasgos de la vida literaria de Juan de Mena, cierta aspiración generosa a la más alta cultura y a la posesión de la más clásica belleza, el estilo y manera en que lo realizó no puede ser más remoto de todo gusto helénico, y a duras penas puede encontrarse en toda la pedantesca literatura del siglo XV, aun incluidos los libros de D. Enrique de Villena, monumento de hinchazón y ampulosidad que iguale a esta versión, y, sobre todo, a su proemio o dedicatoria a D. Juan II. Véanse algunas cláusulas, que cualquiera diría que Cervantes tuvo presentes para su parodia en la enumeración de las manadas de carneros que a D. Quijote le parecieron poderosos ejércitos:
«E aun esta virtuosa ocasión, Rey muy poderoso, trae a la vuestra rreal casa todavía las gentes extranjeras con diversos presentes y dones. Vienen los vagabundos aforros, que con los nopales y casas movedizas se cobijan, desde los fines de la arenosa Libia, dexando a sus espaldas el monte Athlante, a vos presentar leones iracundos. Vienen los de Garamanta y los pobres areyes, concordes en color con los etíopes, por ser vecinos de la adusta y muy caliente zona, a vos ofrecer las tigres odoríferas. Vienen los que moran cerca del bicorne monte Urontio y acechan los quemados spiráculos de las bocas Cirreas, polvorientas de las cenizas de Phitón, pensando saber los secretos de las trípodas y fuellar la desolada Thebas, a vos traer esfinges quistionantes. Traen a vuestra alteza los orientales indios los elefantes mansos, con las argollas de oro, y cargados de linaloes, los quales la cresciente de los quatro ríos por grandes aluviones de allá do mana destirpa y somueve. Traen vos estos mesmos los relumbrantes piropos, los nubíferos acates, los duros diamantes, los claros rrubís y otros diversos linajes de piedras, los quales la circundanza de los solares rrayos en aquella tierra más bruñen y clarifican. Vienen los de Siria, gente amarilla de escodreñar el tibar, que es fino oro en polvo, a vos presentar lo que excavan y trabajan. Traen vos, muy excellente Rey, los fríos setentrionales que beven las aguas del ancho Danubio, y aun el helado Reno, y sienten primero el boreal viento quando se comienza de mover, los blancos armiños y las finas martas, y otras pieles de bestias diversas, las quales la muy discreta sagacidad de la naturaleza, por guardarlas de la grant intemperanza de frigor de [p. 147] aquellas partes, de más espeso y mejor pelo puebla y provee. Vengo yo, vuestro umill siervo y natural, a vuestra clemencia benigna, non de Etiopía con relumbrantes piedras, non de Asiria con oro polvo, non de África con bestias monstruosas y fieras, mas de aquella vuestra caballerosa Córdova. E como quier que de Córdova aquellos dones nin semblantes de aquellos que los mayores y más antiguos padres de aquella a los gloriosos príncipes vuestros antecesores y a los que agora son y aun después serán, bastaron ofrescer y presentar: como sy dixessemos de Séneca el moral, de Lucano su sobrino, de Abenrruys, de Avicenna y otros non pocos... Ca éstos, Rey muy magnífico, presentavan lo que suyo era y de los sus ingenios manava y nascie, bien como fazen los gusanos, que la seda que ofrescen a los que los crían, de las sus entrañas la sacan y atraen. Pero yo a vuestra alteza sirvo agora por el contrario, ca presento lo que mío non es.»
¡Y a tal hombre ha podido suponérsele autor de la prosa del primer acto de La Celestina!
Una sola cosa hay digna de alabanza en este prematuro intento de naturalizar a Homero en Castilla: el respeto, la veneración cuasi religiosa con que habla Juan de Mena de la obra en que se atreve a poner las manos, y cuya grandeza adivina confusamente, con aquel instinto de la gran poesía que tuvo en el fondo de su alma, aunque por culpa de los tiempos no llegara a desarrollarse plenamente. Juan de Mena era digno de haber entendido al que llama monarcha de la universal poesía, y de haber contemplado la Ilíada en su pristina belleza. Por eso en su admiración se mezcla cierto género de simpática tristeza, como de quien se encuentra a las puertas del alcázar de la suprema deidad clásica, más bien presentida y amada que conocida, pero carece de llave para penetrar en él. «Osadía temerosa es (dice) traducir una santa e seráphica obra como la Ilíada de Omero, de griego sacada en latín, y de latín en nuestra materna y castellana lengua... la qual obra pudo apenas toda la gramática y aun elocuencia latina comprehender y en sí rescebir los heroicos cantares del vaticinante poeta Omero. ¿Pues cuánto más fará el rudo y desierto romance? Acaescerá por esta causa a la omérica llíada como a las dulces y sabrosas frutas en la fin del verano, que a la primera agua se dañan y a la segunda se [p. 148] pierden. Y assí esta obra recibirá dos aguaceros. El uno en la traducción latina, y el más dañoso y mayor en la interpretación al romance, que presuroso intento de le dar. E por esta razón, muy prepotente señor, dispuse de no interpretar de veinte y cuatro libros que son en el volumen de la Ilíada, salvo las sumas brevemente: no como Omero palabra por palabra lo canta, ni con aquellas poéticas invenciones y ornación de materias, ca si ansí oviesse de escrivir, muy mayor volumen y compendio se ficiera. E más escribió Omero en las escripturas solas y varias figuras que eran en el escudo de Achilles, que hay en todo aqueste volumen, e dejélo de fazer por no dannar ni ofender del todo su alta obra, trayendo gela en la humilde y baxa lengua del romance, mayormente no habiendo para esto vuestro regio mandato. Y aunque sean a vuestra alteza estas sumas, como las de muestras a los que quisieren en finos paños acertar, ansy, Rey muy excelente, estará en la vuestra real mano y mandamiento, vistas aquellas sumas o muestras, mandar o vedar, toda la otra plenaria o intensa interpretación, traducir o dejar en su estilo primero.»
Un reciente descubrimiento de Vollmöller, prueba que Don Juan II se animó a procurar y mandar hacer esta más cabal o plenaria interpretación de la llíada.
Las obras poéticas de Juan de Mena, todavía no han sido reunidas en un sólo cuerpo. A continuación de sus tres poemas mayores, suelen intercalarse algunas poesías sueltas, pero éstas son muy pequeña parte de las que sin esfuerzo alguno pueden encontrarse en el Cancionero de Baena, en el de Stúñiga, en el que perteneció a Herberay des Essarts, [1] en el que fué de Gallardo, en el de Castillo, y, en suma, en todos los Cancioneros [p. 149] impresos y manuscritos del siglo XV y primeros años del XVI. [1] Si sólo por estos versos ligeros y fugitivos hubiéramos de juzgar al poeta, en nada substancial podríamos diferenciarle del vulgo de los trovadores de su tiempo. En la poesía cortesana y en el discreteo de amores, tiene a veces gracia y gentileza, pero nunca tanta como el Marqués de Santillana, que en esta línea aventajó a todos sus contemporáneos. [2] Véase alguna muestra de lo que [p. 150] su amigo el poeta cordobés llegó a hacer en este género, tan poco apropiado a su índole:
Como
es el norte firmeza
Sobre todas las
estrellas,
Assí vuestra
gentileza
Nos es norte de
belleza
Sobre quantas
nascen bellas.
Solamente
con cantar
Diz que enganna la
serena,
Mas yo no puedo
pensar
Qual manera
d'engañar
A vos no vos venga
buena.
............................
Si
antes oviérades sydo,
Fiziera razón
humana,
Segund el gesto
garrido,
Vos ser madre de
Cupido
Y gozar de la
manzana.
Mas
si Páris conosciera
Que tan fermosa
señora
Por nascer aun
estoviera,
Para vos, si lo
sopiera,
La guardara fasta
agora.
Quanto
más bella se pasa
De las estrellas la
luna,
Tanto vuestra linda
cara
Se nos muestra
perla clara
Sobre las fermosas
una.
Qual
el fénix fizo Dios
En el mundo, sola
un ave,
Así quiso qu'entre
nos
Sola tal fuésedes
vos
De fermosura la
llave.
............................
Mas
teneys otros errores,
O yo soy del todo
loco;
Que de remediar
amores,
Segunt muestran mis
dolores,
Vos sabeys, señora,
poco.
..........................
Ya,
por Dios, este pensar
No vos trayga assí
engañada,
Mas quered
considerar
[p. 151] Qué deleite es dessear,
Quanto más ser
desseada.
............................
Yo
vos suplico y vos ruego
Me libredes desta
pena,
Ca si muero en este
fuego,
No quizá fallaréys
luego
Cada día un Johán
de Mena.
(Núm. 62 del
Cancionero general.)
A deshora aparece en estas composiciones alguna sentencia clásica que da testimonio de los estudios favoritos del poeta, no menos que del carácter ficticio de sus lamentaciones, donde todo es amanerado y falso, el sentimiento y la expresión:
Dad
ya fin a mis gemidos,
Pues
salud a los vencidos
Es non esperar
salud.
[1]
La gracia del metro es lo único que puede hacer tolerables algunas de estas insulsas galanterías rimadas:
Muy
más clara que la luna,
Solo una
En el mundo vos
nacistes,
Tan gentil, que non
ovistes
Nin tovistes
Competidora
ninguna.
Desde niñez en la
cuna
Cobraste fama,
beldad,
Con tanta
graciosidad
Que vos dotó la
fortuna.
Que
assí vos organizó
Y formó
La composición
humana,
Que vos soys la más
lozana
Soberana
Que la natura crió.
¿Quién sin vos no
meresció
De virtudes ser
monarcha?
Quanto bien dixo
Petrarcha,
Por vos lo
prophetizó.
(Núm. 57 del
Cancionero general .)
[p. 152] La hipérbole amorosa frisa a veces, como en D. Álvaro de Luna, con la irreverencia y aun con el sacrilegio. Las coplas que siguen, poco tienen que envidiar a las famosas de Antón de Montoro en loor de la Reina Católica:
Mas
dubdo si el Soberano
Se pusiesse con su
mano,
Con quanto poder
alcanza,
En este siglo
mundano
Fazer vuestra
semejanza.
...........................
Yo
me callo quien dezía,
Aun jurándolo por
Dios,
Que nascer ya non
podría,
Después de Virgen
María,
Ninguna tal como
vos.
En
el coro angelical
Donde vive Sant
Miguel,
Noten por muy
especial
Aqueste reino real,
Porque nascistes en
él.
............................
Y
los ángeles del cielo,
A quien Dios mismo
formó,
Truecan lo blanco
por duelo,
Porque no son en el
suelo
A miraros como yo.
Vivo
poco temeroso,
Pues que hablo la
verdad:
Digo que Dios
glorïoso
Se falla muy
poderoso
En hazer vuestra
beldad.
Y
las hermosas passadas
Que fueron ya desta
vida,
Son contentas y
pagadas
Por que fueron
enterradas
Primero que vos
nascida;
Y, las
que viven agora,
A quien vos hacéys
la guerra,
Si su beldad no
mejora,
A vos tengan por
señora,
E se pongan so la
tierra.
E
los defuntos passados,
Por mucho santos
que fuessen,
En la gloria son
penados,
[p. 153] Descontentos, no pagados,
Por morir sin que
vos viessen:
Y
allá donde son agora,
lista es su mayor
pena,
Creedme, gentil
sehora,
Por no ver sola una
hora
Vuestra gracia y
beldad buena.
(Núm. 60 del
Cancionero general.)
Puymaigre, a quien tanto debe el estudio de la corte poética de D. Juan II, ha notado en esta extraña composición reminiscencias dantescas. En efecto, basta pasar los ojos por aquella hermosa canción, primera de las incluídas y comentadas en la Vita Nuova, que empieza
Donne ch'avete
intelletto d'amore...
y tropezaremos con estos versos, cuyo parentesco con los de nuestro poeta es indudable:
Angelo clama in
divino íntelletto,
E dice: Sire, n'el
mondo si vede
Meraviglia
nell'atto, che procede
Da un'anima, che
fin quassú risplende.
Lo cielo, che non
have altro difetto
Che d'aver lei, al
suo signor la chiede,
E ciascun santo ne
grida mercede...
.....................................
Madonna è disiata
in l'alto cielo....
......................................
Dice di lei Amor:
Cosa mortale
Com'esser può si
adorna e si pura?
Poi la riguarda, e
fra sè stesso giura
Che Dio ne intende
di far cosa nova.
Otros ejemplos podrían citarse, evidenciando que, no sólo el Dante épico, sino también el Dante lírico, dominaban entonces en la poesía castellana, aunque desgraciadamente no se tomase de él lo más profundo y substancial de su arte.
Cultivó Juan de Mena, aun en la poesía erótica, todos los géneros que en la corte andaban en boga, sin desdeñar el infantil ejercicio de las preguntas y respuestas en que alternó con el [p. 154] Marqués de Santillana, proponiéndole a la verdad cuestiones no difíciles, como el enigma de Edipo:
Mostradme quál es
aquel animal
Que luego se mueve
en los cuatro pies,
Después se sostiene
en solos los tres,
Después en los dos
va muy más igual....
(Núm. 686
del Cancionero general.)
Y, ciertamente, que para descifrar tan candoroso acertijo, no era preciso ser tan perfecto amador del dulce saber y caudillo y luz de discretos, como lo era ciertamente el Marqués de Santillana, honrado por Juan de Mena con tales epítetos.
Hizo además sátiras políticas y versos de donaire. La paternidad de las coplas de la Panadera está aun en litigio, pero suyas o no, son un pasquín curiosísimo, lleno de nombres propios, que sirvió de indudable modelo a las coplas del Provincial; si bien en las de la Panadera no se trata de torpezas nefandas, sino de los pocos o muchos bríos que mostró cada uno de los caballeros que combatieron en la jornada de Olmedo, de la cual se hace una picante descripción, que todo tiene menos de épica. La manera asaz familiar y aun plebeya de este donoso rasgo, parece que contradice el estilo dominante en la poesía de Juan de Mena; pero quizá esta misma afectada llaneza tenía por objeto asegurar el éxito popular de la sátira y herir con más derechura en el corazón de los adversarios. Por otra parte, nadie niega la autenticidad de los versos de donaire que Juan de Mena compuso sobre un macho que compró de un archipreste, y en estas coplas, ciertamente fáciles y chistosas, tampoco asoma por ninguna parte la grave fisonomía del autor del Labyrintho, como no sea en la cáustica mordacidad con que convierte aquel caso de burlas en sátira general contra los bigardos faltreros que roban el santo templo y nos dan tan mal ejemplo, y eran aquellos mismos de quienes con libertad dantesca y varonil espíritu exclamaba en su gran poema:
¿Quién asimesmo
deciros podría
De cómo las cosas
sagradas se venden,
Y los viles usos en
que se dispenden
Los diezmos ofertos
de Santa María:
[p. 155] Con buenos colores de la clerecía
Disipan los malos,
los justos sudores
De simples y
pobres, y de labradores,
Cegando la santa
cathólica vía?
Entre las poesías sueltas de Juan de Mena, merece citarse también, aunque sólo sea a título de capricho métrico, la peregrina composición que lleva por título Lo claro escuro, y comienza:
El sol clarescía
los montes Acayos...
Lo claro de estas coplas no se ve mucho, pero en cambio lo escuro es tal, que compite con lo más enigmático de las Soledades de Góngora. Son versos sin idea ni sentido, hechos de propósito para entretener el oído con palabras huecas y sonoras, al modo de los estrafalarios vates que ahora llaman en Francia decadentes y delicuescentes. En este raro ejemplar de nihilismo poético, que Juan de Mena repitió en otra composición suya
Ya el hijo muy
claro de Hyperión...
hay además una polimetría sistemática, no libre como la de los románticos. A cada estancia de arte mayor corresponde simétricamente otra de versos cortos, combinación ingeniosa y que parece calculada para algún efecto musical.
Pero todos los versos hasta aquí recordados, ni pesan nada para la gloria poética de Juan de Mena, ni se hubieran salvado del naufragio de la poesía de los Cancioneros, si no los amparase el nombre del autor de las Trescientas. Aun los otros dos poemas de relativa extensión que con ellas han solido imprimirse, no pasan de una muy vulgar medianía. Apenas hay paciencia que baste para leer las cincuenta y una quintillas dobles de La Conación que también se llama pedantescamente Calamicleos, «componiendo el vocablo (dice el autor) de calamitas, nombre latino que significa miseria, y de cleos, que en griego quiere decir gloria». El poeta se finge arrebatado al monte Parnaso, donde ve coronar al Marqués de Santillana entre los mas excelsos vates en gran cadira de honor; pero la mayor parte del poema no habla de esto, que debía de ser su asunto principal, sino «de la miseria [p. 156] de los malos y de la gloria de los buenos, porque un contrario puesto cabe otro, más reluzga», todo por el trillado camino de perderse el poeta en selva bravía, hasta llegar a las riberas del hondo río del infierno, donde ve «los tormentos de los damnados». Del estilo dominante en esta insípida y mal concertada visión, llena de perífrasis rimbombantes y descabelladas alusiones a la historia, a la fábula y a la astronomía, puede juzgarse por las primeras estrofas:
Después
que el pintor del mundo
Paró nuestra vida
ufana,
Mostraron rostro
jocundo
Fondón del polo
segundo
Las tres caras de
Dïana;
E
las cunas claresciera
Donde Júpiter
naciera
Aquel hijo de
Latona,
En un tachón de la
zona
Que ciñe toda la
esfera.
Del
qual en forma de toro
Eran sus puntas y
gonces
Del copïoso tesoro
Crinado de febras
de oro,
Do Febo moraba
entonces...
Como el poeta había remontado tanto el vuelo, se creyó obligado a comentar él mismo los tres sentidos literal, alegórico y anagógico de su obra, que, según él, pertenecía al género cómico y satírico (!), porque empezando, como Dante, con la descripción de las penas del infierno, acababa por el placentero espectáculo del monte Parnaso y de la coronación del Marqués. Nada supera al hastío que la Coronación infunde, como no sean los prólogos, exordios, preámbulos y notas pueriles que el autor acumula sobre cada estrofa, tratando a sus pacientes lectores como un pedagogo a sus infelices discípulos. La versificación corre con soltura, pero el estilo es intolerable, porque en ninguna parte hizo Juan de Mena tanto abuso de latinismos crudos, tales como citra (traído para concertar con la mitra de Anfiarao, a quien de augur convierte en obispo, [1] noverca, luco, inope, caligo, pruina, [p. 157] basis, comus, fulgescer, circuncigir y otros no menos exóticos. Apenas he encontrado en la Coronación más que cinco versos dignos de un poeta:
Los sus bultos
virginales
De aquestas
doncellas nueve,
Se mostraban bien
atales
Como flores de
rosales
Mezcladas con
blanca nieve...
La crítica de nacionales y extranjeros, que ha sido harto indulgente con la Coronación, se ha ensañado, por el contrario, con el poema de los siete pecados mortales (llamado con más propiedad en los códices Debate de la Razón contra la Voluntad), que es algo mejor, o si se quiere, menos malo. Este poema, al cual no hay que buscar remoto origen en la Psycomaquia de Prudencio, cuando tan a mano están ejemplos de tales debates en todas las literaturas de la Edad Media, es seguramente la última producción de su autor, que ni siquiera llegó a terminarla. Los primeros versos parecen un adiós a la poesía profana, y una invocación a la austera musa de la verdad:
Canta
tú, christiana musa,
La más que civil
batalla
Que entre voluntad
se halla
Y razón que nos
acusa.
..........................
Huid
o callad,
serenas,
Que en la mi
edad pasada
Tal dulzura
emponzoñada
Derramastes por mis
venas.
Mis entrañas, que
eran llenas
De perverso
fundamento,
Quiera el divinal
aliento
De malas hacer ya
buenas.
Venid,
lisonjeras canas,
Que tardáis
demasïado:
Del tiempo tan mal
gastado
Tirad presunciones
vanas.
..........................
La vida pasada es
parte
De la muerte
advenidera,
Y es pasado por
esta arte
Lo que por venir se
espera.
[p. 158] ¿Quién no muere antes que muera?
Que la muerte no es
morir,
Mas consiste en el
vivir,
Porque es fin de la
carrera.
............................
Amarillo
hace el oro
Al que sigue su
minero,
Y temblador el
tesoro
Del azogado venero.
Pues si del bien
verdadero
Tenemos alguna
brizna,
Huyamos lo que nos
tizna
Como la fragua al
herrero.
............................
Cese
nuestra fabla falsa
De dulce razón
cubierta,
Que es ansí como la
salsa
Que el apetito
despierta.
............................
Aunque muestre
ingratitud
A las dulces
poesías,
Las sus tales
niñerías
Vayan con la
juventud,
Remedio de tal
salud
Enconada por el
vicio,
Es darnos en
sacrificio
Nos mismos a la
virtud.
............................
Y luego, usando de una comparación de San Basilio el Magno en su célebre homilía sobre la utilidad que se saca de la lectura de los libros de los gentiles, añade:
Usemos de los
poemas
Tomando dellos lo
bueno,
Mas huyan de
nuestro seno
Los sus fabulosos
temas.
Sus ficciones y
problemas
Desechemos como
espinas;
Por haber las cosas
dinas
Rompamos todos sus
nemas.
Primero
siendo cortadas
Las uñas y los
cabellos,
Podían casar entre
ellos
Sus captivas
ahorradas
[p. 159] Los judíos, y limpiadas
Hacerlas
Israëlitas,
Puras, limpias y
benditas,
A la su ley
consagradas.
De
la esclava poesía
Lo superfluo así
tirado,
Lo dañoso
desechado,
Seguiré su
compañía,
A la católica vía
Reduciéndola por
modo,
Que valga más que
su todo
La parte que fago
mía.
Avínole bien a Juan de Mena en haber prescindido por esta vez de aquel repertorio suyo de erudición impertinente, de «las dos cumbres del Parnaso» y «los siete brazos del Nilo», de «la fortaleza de Tideo» y de «la castidad de Lucrecia». Su decir, aunque no muy poético, resulta en esta ocasión grave, sencillo, acomodado a la materia, y libre de las falsas flores de un latinismo extravagante. La descripción de los siete pecados capitales está hecha con pocos, pero enérgicos rasgos, y tampoco carece de vigor y ruda franqueza de estilo la invectiva de la Razón contra la Lujuria:
Tú te bruñes y te
alucias:
Tú haces con los
tus males
Que los limpios
corporales
Tracten manos mucho
sucias.
Muchos
lechos maritales
De agenas pisadas
huellas,
Y siembras grandes
querellas
En deudos muy
principales.
Das
a las gentes ultrajes:
De muerte no las
reservas:
Tú hallas las
tristes yerbas,
Tú los crueles
potajes.
Por
ti los limpios linajes
Son bastardos y no
puros:
De claros haces
escuros
Y de varones
salvajes.
Tú
haces hijos mezquinos
De ajena casa
herederos:
Pones los
adulterinos
En lugar de
verdaderos.
[p. 160] Haces con tus viles fueros
Que, por culpa de
las madres,
Muchos hijos a sus
padres
Saluden por
extranjeros.
La
fuerza tú la destruyes:
Los días tú los
acortas:
Quanto más tú te
deportas,
Tanto más tu vida
huyes.
Los
sentidos disminuyes
Y los ingenios
ofuscas
La beldad que tanto
buscas,
Con tu causa la
destruyes.
¿Qué
diré de tus maldades,
Sino que por ti
perdidos
Son reynos y
destruidos,
Sumidas grandes
ciudades,
Deshechas
comunidades,
El vicio hecho
costumbre,
Y dadas en
servidumbre
Muchas francas
libertades?
Seco, realista, inameno, adusto, pero muy castellano en el fondo, el autor de las Coplas de los pecados mortales parece seguir las pisadas de Fernán Pérez de Guzmán, dando a veces notable entonación y brío al verso corto:
Nin
espero yo asonadas
De muy dorados
paveses,
Ni acicalados
arneses,
Ni tiendas mucho
pintadas;
Capacetes
ni celadas
Con timbres ni mil
empachos,
Ni muy lucientes
penachos
En cabezas
engalladas...
No fué indigno, pues, este poema doctrinal, o más bien, sermón rimado, de que le continuasen, como en certamen, tan buenos ingenios como Gómez Manrique, Pero Guillén de Segovia y fray Jerónimo de Olivares, del Orden de Alcántara, añadiendo las disputas de los tres vicios Gula, Envidia y Pereza, y la sentencia de la Prudencia. [1] .
[p. 161] Pero la verdadera gloria poética de Juan de Mena estriba únicamente en el Labyrintho, poema cuya fecha consta en el inestimable Cancionero que fué de Gallardo, y también en otro códice que yo poseo: «Fenesce este tratado fecho por Juan de Mena et presentado al rey D. Juan el II, nuestro señor, en Tordesillas a veynte e dos días de febrero, año del Señor de mill e quatrocientos e quarenta e quatro años.» Trescientas estancias tenía entonces, y trescientas son las que constituyen el verdadero poema: las veinticuatro añadidas por mandamiento regio, son una composición aparte, aunque del mismo metro, estilo e intención política. [1] Es tradición antigua, consignada por el Comendador Hernán Núñez, que D. Juan II tuvo empeño en que el número de las estancias del poema igualase al de los días del año.
Como quiera que sea de este número simbólico, lo cierto es que para la integridad del Labyrintho nada falta con las trescientas, título que en el uso vulgar ha sustituido al primitivo del poema. Cuatro cosas hay que considerar en este monumento de nuestra poesía del siglo XV: el plan, los episodios, la versificación y el estilo.
El Labyrintho es un poema alegórico, de concepción noble y sencilla, aunque un poco fría y abstracta. Es la desventaja de todos los imitadores de Dante respecto de su modelo. El mundo a que la Divina Comedia nos transporta, es visible a los ojos de la imaginación y de la fe; no está poblado de sombras metafísicas, sino de realidades humanas o sobrenaturales, pero igualmente vivas y concretas; toda una mitología popular, creada antes del poeta, responde de sus más audaces invenciones; una filosofía que en sus últimas conclusiones había llegado a ser popular también, se viste en sus versos de músculos y de sangre; su infierno es trasunto de la tierra, y hasta los fantasmas de las escuelas adquieren no sé qué vigor plástico que los asemeja a colosos cuya frente se esconde en las nubes, pero cuyos pies jamás [p. 162] abandonan el suelo. Tuvo Dante, además de la superioridad del genio, la superioridad del argumento, que es a un tiempo humano y divino, obra en que pusieron mano cielo y tierra. Pero ya en los Triunfos del Petrarca la degeneración del arte alegórico es visible, a pesar de toda la ingeniosa habilidad del poeta. El carro del Amor, los loores de la Castidad, las pompas triunfales de la Fama y del Tiempo, son visiones que dejan frío al lector, que nada representan a la fantasía y en nadie producirán ilusión que pueda equipararse con la de haber conversado con las ánimas de los condenados, ascendido a la montaña del Purgatorio o discurrido por las esferas del Paraíso. De la misma suerte Massinisa y Sofonisba, Antíoco y Stratónica, los amantes celebrados por la mitología y la historia antigua, los filósofos y poetas de Grecia y Roma, y las demás sombras que por las terzine de los Triunfos van pasando, no son personajes que nos interesen ni conmuevan, como Francesca, Casella, Farinata, Ugolino, Sordello y Cacciaguida: hasta la misma Laura, en el Trionfo della Morte, parece un trasunto tibio y apagado de Beatriz.
Juan de Mena que, en cuanto al estilo, no sufre comparación con el arte exquisito del Petrarca, tenía, sin embargo, alma más dantesca que él y que la mayor parte de sus imitadores. Sentía en grado eminente la poesía histórica, en especial la más próxima a su tiempo, y en esta parte se parece a Dante, sin imitarle de propósito en ningún episodio, sino por cierta oculta analogía de naturaleza. Otras partes del genio de Dante le fueron de todo punto negadas, y no hay que aplastarle bajo el peso de una comparación que sería insensata. Aun entre los poetas castellanos de su escuela, hay algunos que reproducen mejor ciertas excelencias del modelo: en la poesía teológica, por ejemplo, el sevillano Juan de Padilla se levanta con inspiración muy verdadera, y si no merece el nombre de Dante español que le dió su apasionado editor de Londres, bien puede decirse (y no es pequeña alabanza para el humilde monje cartujo) que es uno de los raros imitadores del gran poeta florentino, que alguna vez hacen pensar en lo más transcendental e inaccesible de la poesía dantesca.
Fué rasgo de discreción en Juan de Mena no empeñarse, como Micer Imperial y tantos otros, en una imitación directa, y hasta evitar en lo posible todo encuentro con palabras o historias [p. 163] de las contenidas en la Divina Comedia. Quería hacer obra nueva y con distintos materiales; y además, con el influjo de Dante se mezclaban en su educación otros no menos poderosos y de distinta índole. Tomó, pues, del Paradiso la idea general de los círculos de los siete planetas, poniendo en cada uno a los personajes ilustres que habían estado sometidos a la influencia de cada signo, por este orden: la Luna, Mercurio, Venus, Febo, Mars, Júpiter y Saturno. Pero la alegoría de las ruedas de la Fortuna parece original, y no carece de belleza. Los dragones que tiran el carro de la madre Belona, arrebatan al poeta en su rápido curso y le hacen descender en medio de una desierta llanura
Como a las voces el
águila suelta
La presa que bien
no le hinche la mano...
Allí se levantaba el cristalino palacio de la Fortuna:
Y toda la otra
vecina planura
Estaba cercada de
nítido muro,
Así transparente,
clarífico, puro,
Que mármol de Paro
semeja en albura...
Una nube muy grande y oscura ciega por un momento los ojos del contemplador, pero pronto se resuelve en vapores, y sale de su centro una hermosa doncella.
Era la Providencia, gobernadora y medianera del mundo, principesa y disponedora
De Hyerarquías y
todos estados,
De paces y guerras
y suertes y hados
Sobre señores muy
grande señora.
Guiado por ella, penetra en la gran casa, donde ve toda la máquina mundana; pretexto para una larga y ampulosa digresión geográfica, que la Providencia interrumpe a tiempo, llamando la atención del poeta hacia otro lado:
Volviendo los ojos
a do me mandaba,
Vi más adentro muy
grandes tres ruedas;
Las dos eran
firmes, inmotas y quedas,
Mas la de enmedio
volar no cesaba:
[p. 164] Vi que debaxo de todas estaba
Caída por tierra
gente infinita,
Que había en la
frente cada qual escrita
El nombre y la
suerte por donde pasaba.
La primera rueda inmóvil es la del tiempo pasado, la rueda del movimiento la del tiempo presente, y la tercera, inmóvil también, contiene las formas o simulacros
De gente que al
mundo será venidera;
Por eso cubierta de
tal velo era
Su faz, aunque
formas tuviesen de hombres,
Porque sus vidas
aun ni sus nombres
Saberse por seso
mortal no pudiera.
En cada rueda hay siete círculos:
De orbes setenios
vi toda texida
La su redondez por
orden debida,
Mas no por
industria de mortales manos.
Estos círculos planetarios son los que el autor llama órdenes, y determinan las siete divisiones o cantos de su poema, que finaliza, como había empezado, con las alabanzas de D. Juan II. La luz del sol naciente disipa la fantástica visión:
Sus crines doradas
así levantaba,
Que todas las
selvas con sus arboledas,
Cumbres y montes, y
altas roquedas,
De nueva lumbre los
iluminaba.
...........................................
Mas la imagen de la
Providencia
Fallé de mis ojos
ser evanecida,
Y vi por lo alto su
clara subida.
...........................................
Y yo, deseando con
gran reverencia
Tener abrazados sus
miembros garridos,
Fallé con mis
brazos mis hombros ceñidos,
Y todo lo visto
huyó mi presencia.
Como
los niños y los ignorantes
Veyendo los átomos
ir por la lumbre,
Tienden las manos
por su muchedumbre,
Mas húyenles ellos
sus tactos negantes,
Por modos atales o
por semejantes
La mi guiadora huyó
de mis manos,
[p. 165] Huyeron las ruedas y cuerpos humanos,
Y fueron sus causas
a mí
latitantes.
...........................................
La flaca
barquilla de mis pensamientos,
Veyendo mudanza de
tiempos escuros,
Cansada ya toma los
puertos seguros,
Ca teme mudanza de
los elementos;
Gimen las ondas y
luchan los vientos,
Cansa mi mano con
el gobernalle,
Las nueve Musas me
mandan que calle:
Fin me demandan mis
largos tormentos.
La cultura clásica de Juan de Mena ha dejado muchas huellas en el Labyrintho, y no sólo en forma de pedantescas enumeraciones. Algo mejor que esto supo sacar de sus libros. Parecen reminiscencia de una sublime respuesta de Héctor a Polidamante en el libro XII de la Ilíada, aquellas palabras del Conde de Niebla, después de los presagios de la tempestad, referidos por el piloto:
Y pues una empresa
tan santa llevamos
Cual otra en el
mundo podrá ser alguna,
No los agüeros, los
hechos sigamos...
Más frecuentes y también más felices son las imitaciones de Virgilio. El llanto de la madre de Lorenzo Dávalos, está manifiestamente inspirado por el de la madre de Eurialo en el libro IX de la Eneida. Quintana, cuyo tacto crítico y delicado sentido de la poesía dan singular precio a todas sus observaciones de detalle, nota, con razón, que si Juan de Mena en este episodio queda muy inferior al poeta latino en la parte dramática (sin duda porque tenía menos sensibilidad y ternura de alma), no así en la pintoresca. «Un artista inteligente preferiría sin duda la composición del escritor castellano a la del latino. Una mujer anciana en una muralla, rodeada de soldados, y desolándose al ver la cabeza de su hijo llevada en una pica por los enemigos en el campo, no produciría en un lienzo el efecto que aquel cuerpo sangriento, tendido en las andas, y la venerable matrona saliendo del desmayo que al principio le causa su vista y besando la boca fría de su hijo, como para llamarle a la vida y comunicarle su aliento.» No es pequeña gloria para un poeta del siglo XV el poder suscitar tales comparaciones.
[p. 166] Parte de las señales y pronósticos de la tempestad, que ocupan demasiado espacio en el bello episodio de la muerte del Conde de Niebla, proceden del libro I de las Geórgicas:
Ipse Pater statuit
quid menstrua Luna moneret ..
Continuo, ventis
surgentibus, aut freta ponti
Incipiunt agitata
tumescere, et aridus altis
Montibus audiri
fragor; aut resonantia longe
Littora misceri, et
nemorum increbescere murmur.
.................................................
Quum medio celeres
revolant ex aequore mergi,
Clamoremque ferunt
ad littora; quumque marinae
In sicco ludunt
fulicae; notasque paludes
Deserit...........................................
.............. et e
pastu decedens agmine magno
Corvorum increpuit
densis exercitus alis.
Iam varias pelagi
volucres, et quae Asia circum
Dulcibus in stagnis
rimantur prata Caystri.
.................................................
Tum cornix plena
pluviam vocat improba voce,
Et sola in sicca
secum spatiatur arena.
.................................................
Cuatro versos hay, de lánguida y misteriosa armonía, en que, a mi entender, Juan de Mena triunfa de Virgilio:
Ni baten las alas
ya los alcïones,
Ni tientan jugando
de se rociar,
Los quales amansan
la furia del mar
Con sus cantares y
lánguidos sones...
El mantuano había dicho sencillamente:
Non tepidum ad
solem pennas in littore pandunt
Dilectae Thetidi
alciones.........................
No imita de este modo quien no tiene alma profundamente poética. [1]
[p. 167] Pero, entre todos los antiguos, el predilecto de Juan de Mena, hasta por razones de paisanaje, fué Lucano. Sobre el escaño del autor del Labyrintho, debió de haber siempre un códice de la Farsalia al lado de otro de la Divina Comedia, traídos entrambos de Italia y bellamente historiados. Si Juan de Mena se empeña en la creación de una lengua poética insólita y distinta de la prosa, es principalmente porque la pompa y el énfasis de Lucano le han fascinado, y porque aspira a remedar aquel tipo de dicción. Muchas veces le imita y otras casi le traduce. En esta misma descripción de los presagios de la tormenta, pertenece a Lucano (libro V de la Pharsalia) todo lo que no es de Virgilio:
Multa quidem
probibent nocturno credere ponto;
Nam sol non rutilas
deduxit in aequora nubes
Concordesque tulit
radios........................
Lunaque non gracili
surrexit lucida cornu
Aut orbis medii
puros exesa recessus,
Nec duxit recto
tenuata cacumina cornu,
Ventoromque nota
rubuit.......................
Sed mihi nec motus
nemorum, nec litoris ictus,
Nec placet
incertus, qui provocat aequora, delphin:
Aut siccum quod
mergus amat...................
Quodque caput
spargens undis, velut ocupet imbrem
Instabili gressu
metitur littora cornix.
Aquí Lucano, aunque en muy diverso estilo, imita manifiestamente a Virgilio, y Juan de Mena funde ambas descripciones, usando de un procedimiento que pudiéramos llamar de imitación compuesta. Pero otras veces campea sólo el arte de [p. 168] Lucano, y no son los versos menos valientes ni menos felices de Juan de Mena los que pidió prestados al gran poeta cordobés de la antigua Roma:
Cá he visto, dize,
señor, nuevos yerros
La noche pasada
hazer los planetas,
Con crines tendidas
arder los cometas,
Dar nueva lumbre
las armas y hierros,
Ladrar sin herida
los canes e perros,
Triste presagio
hacer de pelea
Las aves nocturnas
y las funeréas
Por las alturas,
collados y cerros
..........................................
.................
Superique minaces
Prodigiis terras
implerunt, aethera, pontum.
Ignota obscurae
viderunt sidera noctes,
Ardentemque polum flammis, coeloque volantes
Obliquas per inane
faces, crinemque timendi
Sideris, et terris
mutantem regna cometen.
(Libro I.)
Aquella famosa sentencia, tan oportunamente recordada por Cervantes:
¡Oh vida segura la
mansa pobreza,
Dádiva santa
desagradecida:
Rica se llama, no
pobre la vida
Del que se contenta
vivir sin riqueza!...
es trasunto de una exclamación de Lucano (libro V), cuando César va a interrumpir el tranquilo sueño del barquero Amiclas en su pobre choza:
...................... O
vitae tuta facultas
Pauperis,
angustique lares! O munera nondum
Intellecta
Divum...........................
Tienen también su origen en versos de la Farsalia muchas frases aisladas de Juan de Mena: la más que civil batalla (bella per Aematios plus quam civilia campos), la discordia civil donde no gana ninguno corona (Bella geri placuit nullos habitura triumphos).
Pero la imitación más extensa, deliberada e importante es la de un episodio entero, el de los hórridos conjuros de la maga de [p. 169] Tesalia: uno de los cuadros más lúgubres y espeluznantes que en el arte, tan romántico ya, de los españoles del Imperio, y aun en toda la literatura antigua pueden encontrarse. Comienza esta terrorífica escena en el verso 420 del libro VI de la Farsalia:
Sextus erat,
magno proles indigna parente...
Sexto Pompeyo, pues, la víspera de la batalla, va a consultar a una maga tésala llamada Erictho, que anima los cadáveres y les hace responder a las preguntas de los vivos. En una hórrida gruta, consagrada a los funéreos ritos, coloca la hechicera un muerto en lid reciente, inocula nueva sangre en sus venas, hace un formidable hechizo en que entran la espuma del perro rabioso, las vísceras del lince, la médula del ciervo mordido por la serpiente, los ojos del dragón, la serpiente voladora de Arabia, el echino que detiene las naves, la piel de la cerasta de Libia, la víbora que guarda las conchas en el mar Rojo. Y después, con voz más potente que todos los conjuros, voz que tenía algo del ladrido del perro y del aullar del lobo, del silbido de la serpiente y del lamento del buho nocturno, del doliente ruido (planctus) de la ola sacudida en los peñascos, y del fragor del trueno, dirige tremenda plegaria a las Euménides, al Caos, a la Stigia, a Proserpina y al infernal barquero. «No os pido (dice) una alma que esté oculta en el Tártaro y avezada ya a las sombras, sino un muerto reciente, que aún duda y se detiene en los umbrales del Orco.»
....................
Parete precanti:
Non in Tartareo
latitantem poscimus antro,
Adsuetumque diu
tenebris: modo luce fugata
Descendentem anima:
primo pallentis hiatu
Haeret adhuc
Orci..........................
Aparece de súbito una leve sombra: es el alma del difunto, que resiste y no quiere volver a la vida porque
.......
extremum.... mortis munus inique
Eripitur, non posse
mori....................
La hechicera se enoja de la tardanza, azota al cadáver, amenaza a Tesifone, a Megera, a Plutón, con hacer entrar la luz en las regiones infernales. Entonces la sangre del muerto comienza a hervir: lidia por algunos momentos la vida con la muerte; al [p. 170] fin palpitan los miembros, vase levantando el cadáver, abre desmesuradamente los ojos y a la interrogación de la maga contesta prediciendo el desastre de Pompeyo, causa de dolor en el Elíseo para los Decios, Camilos, Curcios y Escipiones; ocasión de alegría en los infiernos para Catilina, Mario, los Cetegos, Druso y aquellos tribunos tan enérgicamente caracterizados por el poeta:
Legibus
inmodicos, ausosque ingentia Gracchos.
Dada la respuesta, el muerto quiere volver al reino de las sombras, y Erictho le quema vivo, condescendiendo a sus deseos: «jam passa mori». De esta especie es lo maravilloso y sobrenatural en que Lucano se complace; la religión misteriosa de augurios y terrores, que en la Farsalia viene a sustituir a la religión clásica, muerta ya en las conciencias de los romanos del Imperio ; y no puede negarse que en buscar esta nueva fuente de emoción y de interés procedió como gran poeta, y que pocas cosas infunden terror tan verdadero como ese tránsito de la muerte a la vida y de la vida a la muerte, descrito con tan sombría expresión y vivísimo colorido.
La fantasía de Juan de Mena, ardiente y algo tétrica como la de Lucano, se enamoró de este episodio y le trasplantó audazmente a la historia de su tiempo. ¿Había en esto verdadero anacronismo? En el detalle sí, pero de ningún modo en el fondo. Nunca la lepra de las artes supersticiosas y vedadas cundió en Castilla tanto como en los siglos XIV y XV, que fueron de gran relajación y anarquía moral. A cada momento se repetían los ordenamientos legales contra los que usan de agüeros de aves e de estornudos, e de palabras que llaman «proverbios», e de suertes e de hechizos, y catan en agua o en cristal, o en espada o en espejo, o en otra cosa luzia, e fazen hechizos de metal e de otra cosa cualquier de adevinanza de cabeza de hombre muerto o de bestia o de palma de niño o de mujer virgen, o de encantamientos, o de cercos, o de desligamientos de casados, o cortan la rosa del monte... e otras cosas de estas semejantes, por haber salud e por haber las cosas temporales que cobdician. [1] Fernán Pérez de Guzmán, en su [p. 171] Confesión Rimada, condena como superstición corriente la de los que procuran
Favor del diablo
por
invocaciones
E quien de
adevinos toma avisaciones
Por saber qué tal
sea su ventura.
..........................................
Aquel a Dios ama
que del
escantar
Non cura de
viejas, nin sus necias artes
............................................
Aquel a Dios ama
que de las
cartillas
Que ponen al
cuello por las calenturas
Non cura, nin usa
de las palabrillas
De los
monifrates, nin de las locuras
De aquel mal
christiano que con grandes curas
En el huesso blanco del espalda cata.
Por este camino se había llegado a los últimos límites de la abominación sacrílega. Oigamos a Fray Lope Barrientos en su curioso Tractado de las especies de adivinanza: «Non sea osado ningún sacerdote de celebrar missa de difuntos por los vivos que mal quieren, porque mueran en breve, nin fugan cama en medio de la yglesia e oficios de muertos porque los tales mueran ayna.»
Hay más: la misma consulta poetizada por Juan de Mena, es rigurosamente histórica, según el grave testimonio del Comendador Griego, que en su infancia se lo había oído contar a un viejo de Llerena. Los próceres de Castilla, enemigos de D. Álvaro de Luna, acudieron a una hechicera que moraba en Valladolid para saber, mediante sus artes, el destino que aguardaba al privado; y, al mismo tiempo, los partidarios del Condestable acudieron con idéntica consulta a un fraile de la Mejorada, cerca de Olmedo, el cual tenía reputación de gran nigromante. Combinando, pues, lo real y lo fantástico, lo original y lo imitado, las supersticiones de su tiempo con las supersticiones del mundo pagano, compuso Juan de Mena este cuadro de sombría entonación, donde resultó profeta sin quererlo: que no en vano la antigüedad llamó vates a sus poetas. Cuando el Labyrintho fué terminado y presentado a D. Juan II, no sólo vivía D. Álvaro, sino que estaba todavía en la cumbre de la prosperidad, y todavía podía decirse de él con el poeta:
[p. 172] Éste cabalga sobre la fortuna
Y doma su cuello
con ásperas riendas..
Pero no sé qué fatídica sombra, visible a los ojos de Juan de Mena, volaba ya sobre la cabeza del que muy pronto iba a ser Maestre de Santiago Derrocado y roto en pedazos por orden del Infante D. Enrique el busto o efigie de D. Álvaro, que éste había mandado colocar en el suntuoso sepulcro que para sí labró en Toledo, daba este hecho a espíritus soñadores y melancólicos un vago presentimiento de mayores desastres. ¿Tendría, por ventura, cumplimiento aquella horrenda catástrofe que profetizó la bruja encantadera de Valladolid
Por vanas palabras
de hembra mostrada,
En cercos y suertes
de arte vedada?
Es de suponer que la tal bruja no tuviese tan a la mano, como Juan de Mena da a entender traduciendo a Lucano, pulmón de lince, ni el ñudo mas fuerte de la hyena, ni membranas de cerasta lybica, ni muchísimo menos ceniza del ave fénix, ni
Huesos de alas de
dragos que vuelan,
ni la piedra con que fornece su nido el águila, ni una parte del echino,
El qual, aunque
sea muy pequeño pez,
Detiene las
fustas que van su camino...
Pero aunque su laboratorio no estuviese provisto de tan singular farmacopea para resucitar muertos, bien pudo tener, aunque con trabajo, otros ingredientes algo más caseros, v. gr.:
Medula de ciervo
que tanto envejece,
Y ojos de lobo
después que encanece...
y tampoco le faltarían, gracias a los buenos oficios de alguno de aquellos prestes sacrílegos que celebraban misa de difuntos por los vivos,
Piezas de ara que
por gran alteza
Son dedicadas al
culto divino...
[p. 173] Lo cierto es que, con sus diabólicas artes y nefandas baratijas, la pitonisa de Valladolid conglutinó su mixtura en aguas que hierven de suyo
Por venas sulfúreas
haciendo pasada...
........................................
Así que cualquiera
cuerpo ya muerto
Ungido con ella
pudiera despierto
Dar a los vivos
respuesta hadada.
El trozo de la evocación es de los más briosos que en toda la obra de Juan de Mena pueden encontrarse:
Y
busca la Maga ya hasta que halla
Un cuerpo tan malo,
que por aventura
Le fuera negado
aver sepultura,
Por aver muerto en
no justa batalla;
Y cuando de noche
la gente más calla,
Pónelo ésta en
medio de un cerco,
Y desque allí
dentro, conjura al Huerco,
Y todas las furias
ultrices que halla.
Ya
comenzaba la invocación
Con triste murmurio
su dísono canto,
Fingiendo las voces
con aquel espanto
Que meten las
fieras con su triste son,
Oras silvando bien
como dragón,
O como tigre
faciendo stridores,
Oras formando
ahullidos mayores
Que forman los
canes que sin dueño son.
..........................................
Tornándose
contra el cuerpo mezquino,
Desque su forma
vido ser inmota,
Con viva culebra lo
hiere y azota
Porque el espíritu
traiga malino;
El qual quizá teme
de entrar, aunque vino,
En las entrañas
heladas sin vida,
O si es el ánima
que dél fué partida,
Quizá se detarda
más en el camino.
..........................................
Los
miembros ya tiemblan del cuerpo muy fríos,
Medrosos de oír el
canto segundo:
Ya forma las voces
el pecho iracundo,
Temiendo la Maga y
sus poderíos,
La qual se le llega
con sones impíos,
Y hace preguntas
por modo callado,
Al cuerpo ya vivo
después de finado...
..........................................
[p. 174] Con una manera de voces extrañas
El cuerpo comienza
palabras atales...
Y lo que el cadáver profetiza es que el Condestable
Será retraído del
sublime trono,
Y, al fin de todo,
del todo deshecho...
Nunca el romanticismo de tumba y hachero produjo fantasía más negra y horripilante. ¡Qué hallazgo para un poeta de 1835! Hasta el metro, largo y monótono, pero al mismo tiempo agitado como por interna calentura, tiene no sé qué movimiento y traza de conjuro, que va bien con el prestigio lúgubre de la escena.
La parte histórica del Labyrintho ha merecido unánimes elogios de la crítica. Es, en efecto, la parte más robusta del libro, la que le da carácter de poema nacional. La llama del sentimiento patriótico, que ardía viva, intensa, devoradora en el grande espíritu del poeta cordobés, es la que mueve su lengua y la hace prorrumpir en magníficas explosiones de júbilo o de duelo. Y este sentimiento no era primitivo e inconsciente como el de los genuinos poetas épicos que cantan a la patria sin saberlo, y la crean al mismo tiempo que la cantan, sino reflexivo, razonado, clásico, en una palabra, y enlazado con cierto género de filosofía política, que rara vez se encuentra antes del Renacimiento. Fué Juan de Mena de los primeros que tuvieron la visión de la España una, entera, gloriosa, tal como salió del crisol romano, tal como nuestro imperio del siglo XVI volvió a integrarla:
Vi las provincias
de España poniente,
La de Tarraco y la
Celtiberia,
.......................................
Mostróse Vandalia
la bien paresciente,
Y toda la tierra de
la Lusitania,
La brava Galicia
con la Tingitania,
Donde se cría
feroce la gente.
Puso sus sueños, sueños de poeta al fin, en el débil y pusilánime D. Juan II; pero aun en esto ¿qué hacía sino adelantarse con fatídica voz al curso de los tiempos, esperando del padre lo que había de realizar la hija?
[p. 175] Pues si los dichos de grandes profetas
Y los que
demuestran las veras señales,
Y las entrañas de
los animales,
todo misterio sotil
de planetas,
Y vaticinios de
artes secretas
Nos profetizan el
triunfo de vos,
Faced verdaderas
¡señor rey! por Dios,
Las profecías que
no son perfetas.
Faced
verdadera a la providencia
De mi guiadora en
este camino,
La cual vos
ministra por modo divino
Fuerza, coraje,
valor y prudencia;
Porque la vuestra
real excelencia
Haya de moros
pujante victoria,
Y de los vuestros
así dulce gloria,
Que todos os hagan,
señor, reverencia.
Con este ideal de patria y de gloria siempre delante de los ojos, la generosa musa de Juan de Mena crea un D. Juan II poético y fantástico, y se complace en circundarle con todo género de pompas triunfales y aparato de majestad y de gloria:
El nuestro rey
magno bienaventurado
......................................
Digno de reyno
mayor que Castilla
......................................
Velloso león a sus
pies por estrado
......................................
Ebúrneo cettro
mandaba su diestra,
Y rica corona a la
mano siniestra,
Más prefulgente que
el cielo estrellado.
Tal
lo fallaron los embaxadores
En la su villa de
fuego cercada,
[1]
Cuando le vino la
grande embajada
De bárbaros reyes y
grandes señores...
Y cuando un relámpago de gloria, la invasión de la vega de Granada y el triunfo de la Higuera, atraviesa las tinieblas de aquel reinado y hace reverdecer las marchitas esperanzas de próxima y total extirpación de la morisma, el canto de Juan de [p. 176] Mena se levanta sobre el clamor de los vencedores, con sones tan robustos y potentes como no volveremos a oírlos en todo el siglo XV:
Con dos quarentenas
y más de millares
Le vimos de gentes
armadas a punto,
Sin otro más pueblo
inerme allí junto,
Entrar por la vega
talando olivares,
Tomando castillos,
ganando lugares,
Haciendo con miedo
de tanta mesnada
Con toda su tierra
temblar a Granada,
Temblar las arenas,
fondón de los mares.
......................................
¡Oh virtuosa,
magnífica guerra;
En ti las querellas
volverse debrían,
En ti do los
nuestros muriendo vivían,
Por gloria en los
cielos y fama en la tierra;
En ti do la lanza
cruel nunca yerra,
Ni teme la sangre
verter de parientes:
Revoca concordes a
ti nuestras gentes,
De tanta discordia
y tanta desferra!
¡Grande y magnífica poesía, en verdad, que surge toda de una pieza, armada con el hierro del combate, recién salido de las fraguas de los Milaneses!
¿Habría leído verdaderamente el Labyrintho, o sería capaz de entenderle Ticknor, que no acertó a ver en él otra cosa que «una galería confusa de retratos mitológicos e históricos, generalmente de poco mérito, colocados, como en el Paraíso de Dante, por el orden de los siete planetas»?
También se ha tildado a Juan de Mena de adulador y de poeta cortesano. El sentido de sus alabanzas a D. Juan II (cuando no son de pura fórmula) no puede ser otro que el que va indicado; y Quintana, que entendía algo de independencia y entereza de carácter, le alaba precisamente por lo noble y recto de sus pensamientos, por lo justo y honesto de sus miras. Espíritu más enamorado de la libertad clásica, no le hubo en el siglo XV. No se le caen de la pluma los Codros, Decios, Manlios, Torcuatos y Fabricios. No sólo absuelve el suicidio de Catón, como el autor del Purgatorio, sino que hace la apoteosis del segundo Bruto, a quien por tiranicida e ingrato había relegado Dante al fondo del Infierno:
[p. 177] Dos vengadores de la servidumbre
Muy animosos
estaban los Brutos,
De sangre tirana
sus gestos
polutos,
No
permitiendo mudar su costumbre:
Están los Catones
encima la cumbre,
El buen Uticense
con el Censorino,
Los quales se
dieron martirio tan dino
Por no ver la cuita
de tal muchedumbre.
Y aunque en esto pueda haber algo de retórica, no la hay ciertamente en otras cosas: en pedir justicia igual para grandes y pequeños; en comparar las leyes con las telas de araña, que sólo prenden a los flacos y viles animales; ni menos en los anatemas impresos con hierro candente sobre la piel de los grandes que vencen en vicio a los brutos salvajes, y de los clérigos simoníacos, con ocasión de los cuales llega a decir que, si hubiese en Castilla un terremoto, no pasaría lo que en Cesárea, en que todo el pueblo fué destruído y sólo la iglesia permaneció inmota y el prelado y la clerecía en salvo, sino que, al revés, la villa quedaría salva y se hundiría la clerecía con todo su templo.
De todos los poemas eruditos compuestos en Europa antes de Os Lusiadas, quizá no hay ninguno más histórico ni más profundamente nacional que éste de las Trescientas. El poema de Dante, en fuerza de su misma grandeza, todavía es más humano y sobrehumano que italiano y florentino, con serlo muchísimo. Pertenece a toda la cristiandad, y marca el punto culminante de la civilización de la Edad Media. Lo que contiene de histórico, de personal, de político, queda en segundo término. En Juan de Mena, por el contrario, esto es lo principal, casi lo único: la alegoría apenas tiene valor por sí sola. El Labyrintho no se lee más que por los episodios. Dadas las condiciones de la escuela de su tiempo, que prefería el símbolo ingenioso a la narración directa, no tuvo Juan de Mena, como había de tener Camoens (singular en esto entre los épicos del Renacimiento), y como en la antigüedad había tenido Virgilio, el arte de agrupar en torno de una acción capital, histórica o fabulosa (viaje de los portugueses a la India, orígenes troyanos de Roma), lo más selecto de las memorias patrias, los lances más heroicos, las más poéticas y conmovedoras leyendas, valiéndose ya de largos relatos, ya de [p. 178] visiones de lo futuro en los Campos Elíseos, ya de entalladuras en el escudo de Eneas, ya de vaticinios de los dioses inmortales. Pero, a su modo, algo de esto intentó hacer, aunque fuese con el tosco artificio de sus tres ruedas; y así le vemos, por ejemplo, poner en metro la genealogía de los reyes de Castilla, como Camoens había de poner la de los de Portugal; y entretejer hábilmente recuerdos de los Pelayos, Alfonsos y Fernandos, trofeos de las Navas, del Salado, de Algeciras y de todos los triunfos de la Reconquista:
Escultas las Navas
están de Tolosa,
Triunfo de grande
misterio divino,
Con la morisma que
de África vino
Pidiendo por armas
la muerte sañosa:
Están por memoria
también glorïosa
Pintadas en uno las
dos Algeciras;
Están por cuchillo
domadas las iras
De Albohazén, que
fué mayor cosa.
Pero los episodios más detallados; los que se adornan con circunstancias más dramáticas, son siempre de sucesos y personajes próximos a su tiempo, o enteramente contemporáneos, y por eso tienen mucha más vida que si hubiesen sido arrancados de las frías páginas de una crónica. Juan de Mena no puede luchar, ni con la historia escrita, ni con la tradición épica, que conocía, sin embargo, y que probablemente estimaba, a pesar de su condición de poeta erudito. Gracias a él sabemos que ya en su tiempo se cantaba, probablemente en romances, el suplicio de los Carvajales y el emplazamiento de D. Fernando IV,
Según dicen
rústicos deste cantando.
(Estancia 287.)
Pero él por su parte va a cantar lo no cantado, va a levantar nuevas figuras que, aun surgiendo en edad tardía, algo conservan del prestigio épico, gracias al toque franco y vigoroso del poeta. Entre estas figuras las hay de todo género: un trovador como Macías, en cuya boca pone Juan de Mena versos mucho mejores que los que él hizo en su vida: un hombre de ciencia [p. 179] como D. Enrique de Villena: [1] una mártir de la castidad como doña María Coronel,
La muy casta dueña
de manos crueles,
Digna corona de los
Coroneles,
Que quiso con fuego
vencer sus fogueras...
Pero la mayor parte de las sombras que pueblan el Elíseo de Juan de Mena, son de mártires militares que sucumbieron, ya en la virtuosa y magnífica guerra contra moros, ya víctimas inculpables de la furia de las discordias civiles, tantas veces abominadas por el poeta. Descuella entre todas estas muertes heroicas, como majestuosa encina entre árboles menores, la del Conde de Niebla D. Enrique de Guzmán, delante de Gibraltar, en agosto de 1436, cuando con el sacrificio de su vida quiso comprar la salvación de sus compañeros de armas, y fué arrastrado por la marea creciente. Este episodio, el más largo y el más bello de las Trescientas, encabeza dignamente la clásica colección de Quintana que reconoce en él «estilo animado, vivo y poético, según lo permitía la infancia del arte, y un número y fuerza en los versos, no conocidos antes». El Conde de Puymaigre, que ha puesto [p. 180] este trozo en verso francés con tanta fidelidad como elegancia, critica con razón ciertas pesadeces, especialmente en el razonamiento del piloto, y algunos rasgos enfáticos de la escuela de Lucano; pero añade que «hay octavas llenas de movimiento, versos de grande estilo, comparaciones que no hubiera desdeñado Dante, y sincera inspiración patriótica en el conjunto».
El brillo de este gran fragmento, que basta para dar cabal idea de las cualidades y de los defectos de Juan de Mena, puede perjudicar y ha perjudicado sin duda a otros análogos de su poema. Pudiéramos decir, usando de la magnífica comparación, de cuño dantesco, con que el episodio comienza:
Y los que le cercan
por el derredor,
Maguer fuessen
todos magníficos hombres,
Los títulos todos
de sus claros nombres
El nombre los cubre
de aquel su señor...
......................................
Arlanza, Pisuerga y
aun Carrïón
Gozan el nombre de
ríos, empero
Después de juntados
llamámosles Duero:
Hacemos de muchos
una relación...
Fácilmente hubiera caído en la monotonía Juan de Mena dedicando tanto espacio a cada uno de los héroes a quienes conmemora como sublimados al trono Mavorcio. Hizo, pues, muy rápidas las apariciones de las demás sombras ensangrentadas que vagan por su necrópolis; ganando con esta sobriedad un grado notable de energía. Así van pasando: el mancebillo Lorenzo Dávalos, de dos deshonestas feridas llagado, conducido en andas ante su triste madre; el ánima fresca del santo clavero D. Hernando de Padilla; el conde bendito Don Juan de Mayorga, de mano feroce, potente, famosa, partido el rostro por un hacha de armas; el adelantado Rodrigo de Perea, de gesto sañudo,
Que preso y herido demuestra que pudo
Antes matarlo pesar que dolor;
Pedro de Narváez, el hijo del Alcaide de Antequera, mancebo de sangre ferviente,
Que muestra su
cuerpo sin forma ninguna,
Par en el ánimo, no
en la fortuna,
Con las virtudes
del padre valiente;
[p. 181] el caballero andante Juan de Merlo, que, después de haber sostenido innumerables pasos de armas, venciendo en lid campal al alemán Enrique Ramestien y al francés M. de Charny, vino a morir oscuramente en Castilla a manos de un vil peón; y, finalmente, el delantado Diego de Ribera, aquel por quien canta el romance: Alora la bien cercada, tú que estás a par del río. A esta canción alude sin duda Juan de Mena:
Aquel que tú ves
con la saetada
Que nunca más hace
mudanza del gesto,
Mas por virtud del
morir tan honesto
Dexa su sangre tan
bien derramada,
Sobre
la villa no poco cantada,
El Adelantado
Diego de Ribera,
Es el que hizo la
nuestra frontera
Tender las sus
faldas más contra Granada.
......................................
Tú adelantaste
virtud con estado,
Tomando la muerte
por la santa ley;
Tú adelantaste los
reynos al Rey,
Seyéndole siervo,
leal y criado;
Tú adelantaste tu
fama afinado,
En justa batalla
muriendo como hombre:
Pues quien de tal
guisa adelanta su nombre,
Ved si merece ser
Adelantado!
Tal es el plan y contenido de las Trescientas: tal su espíritu: tales sus condiciones intrínsecas. Las de lengua y versificación merecerían por sí solas estudio aparte. Todos convienen en que Juan de Mena fué el primer poeta español que tuvo formal y deliberado propósito de crear una lengua poética distinta de la prosa, aunque sobre el mérito y consecuencias de esta innovación anden muy discordes las opiniones, como lo están sobre las tentativas análogas de Herrera y Góngora.
Es cierto, sin embargo, que la obra de Juan de Mena, en esta parte, ni fué exclusivamente personal suya, ni puede calificarse de arbitraria, en cuyo caso hubiera sido una pedantería sin consecuencias. El latinismo de dicción y de construcción tenía fatalmente que dominar en los versos, puesto que ya había transformado el tipo de la prosa, que es más rebelde siempre a tales violencias. A una sintaxis como la que usaban Villena y el mismo [p. 182] Juan de Mena, tenía que corresponder una poesía igualmente latinizada y artificiosa; y lo que hay que decir en esta parte, es que el autor del Labyrintho, aun usando el lenguaje de las musas, que parecía convidarle a mayores desmanes, no llegó a los extremos de hinchazón a que llegaron los prosistas, y en verso manifestó casi siempre más juicio y cordura que en prosa, salvo en la Coronación, donde extremó su sistema, y que es sin duda de lo peor que puede leerse.
La necesidad del lenguaje culto y remontado en una poesía esencialmente erudita como era la de los imitadores de Dante, debió de sentirse en el momento mismo en que tal poesía apareció en Andalucía y en Castilla. Ya en Micer Francisco Imperial y en otros poetas del Cancionero de Baena se observa esta tendencia, aunque no sistemática, a la posesión de un dialecto literario aristocrático e insólito, y desde luego el italianismo se desborda. Juan de Mena, pues, como todos los innovadores, encontró los gérmenes de su innovación en la atmósfera, y vino a dar forma a la vaga aspiración de todos, aunque siguiese al mismo tiempo las tendencias de su propio ingenio, amante de la pompa, sonoridad y boato de la expresión, como de todo lo extraordinario y magnífico. Y aquí conviene citar otra vez a Quintana. porque nadie ha apreciado esto con más tino, aun sin la luz que hoy nos da el estudio comparativo de los demás poetas del siglo XV, especialmente del Marqués de Santillana, en quien el italianismo es mayor que en Juan de Mena, aunque sea más sobrio el latinismo. «La lengua en sus manos es una esclava que tiene que obedecerle y seguir de grado o por fuerza el impulso que le da el poeta. Ninguno ha manifestado en esta parte mayor osadía ni pretensiones más altas: él suprime sílabas, modifica la frase a su arbitrio, alarga o acorta las palabras, y cuando en su lengua no halla las voces o los modos de decir que necesita, acude a buscarlos en el latín, en el francés, en el italiano, en donde puede. Aun no acabado de formar el idioma, prestaba ocasión y oportunidad para estas licencias, que se hubieran convertido en privilegios de la lengua poética, si hubieran sido mayores los talentos de aquel escritor y más permanente su crédito. Los poetas de la edad siguiente, puliendo la rudeza de la dicción, haciendo una innovación en los metros y en los asuntos de sus composiciones, no [p. 183] conocieron la noble libertad y las adquisiciones que en favor de la lengua habían hecho sus predecesores. Si en esto los hubieran seguido, el lenguaje castellano, y sobre todo el lenguaje poético, tan numeroso, tan vario, tan majestuoso y elegante, no envidiaría flexibilidad y riqueza a otro ninguno.»
Al hablar de los poetas de la edad siguiente, claro es que alude Quintana a Garcilaso y sus discípulos, no a Herrera y los suyos, ni mucho menos a Góngora, de cuyas innovaciones formales, no todas descabelladas, se ha incorporado en el caudal de nuestra lengua poética, y aun prosaica y familiar, una parte mucho más considerable de lo que generalmente se cree. Aun de los mismos neologismos de Juan de Mena, ¡cuántos son hoy de uso corriente sin la menor nota de pedantería; v. gr.: diáfano, nítido, confluir, ofuscar, inopia! ¡Y cuántos otros han tenido y tienen uso frecuente en cierto género de poesía y en ciertas escuelas literarias, por ejemplo, los compuestos latinos belígero, armígero, penatífero, nubífero, evieterno, clarífico, los adjetivos corusco, crinado, superno, túrbido! Y es lástima que otras no hayan prevalecido contra necias burlas, porque son nobles, pintorescas, expresivas y de buen abolengo: así los verbos subverter, fruir, trucidar, insuflar y prestigiar; los participios esculto por esculpido y sciente por sabio; el verbal ultriz, los sustantivos flagelo y exilio, los adjetivos tábido y funéreo, y otros muchos que, hojeando el Labyrintho, a cada paso se encuentran. Claro es que, acumulados, resultan insoportables, y Lope de Vega hizo bien en reírse de este verso:
El amor es
ficto, vaniloco, pigro...
Si todo el poema de las Trescientas estuviese escrito en tal estilo, sería muy detestable poema; pero ya hemos visto que no es así, y que abundan en él trozos de expresión severa y castiza. Lo más digno de censura, aunque no sea tan frecuente ni con mucho como el latinismo de palabras, es la imitación torpe y desgarbada del hipérbaton latino; v. gr.:
Las maritales
tragando cenizas...
A la moderna
volviéndome rueda,
Fondón. del
Cyllénico cerco segundo...
[p. 184] De todos estos atrevimientos y bizarrías, unas veces felices y otras malogrados, resulta el peculiar estilo de Juan de Mena, que es imposible confundir con el de ningún otro poeta de su tiempo, no porque tal estilo sea una excepción en el siglo XV, sino porque presenta en su mayor grado de intensidad los caracteres de aquella revolución lingüística, prematura a la verdad, pero no infecunda. La impresión general que tales metros dejan en el oído, no es agradable ni puede serlo: se siente en cada verso la lucha, el esfuerzo, la contradicción interna del poeta, que habla de una manera y quiere escribir de otra, la resistencia del material, el sudor y la fatiga del obrero, el descontento de la victoria conseguida a medias y de la aspiración incompletamente satisfecha. Por raro caso salen buenos todos los versos de una estancia: renglones triviales de prosa rimada, sin número ni cadencia, alternan con rimbombancias enigmáticas y antítesis anbiciosas. De vez en cuando una comparación grandiosa, una frase viva y rápida, un verso de los que no se olvidan, cruje como un latigazo y anuncia de nuevo la presencia del poeta, dándonos aliento para proseguir en su compañía el fatigoso viaje. Porque fatigoso es: no hay duda en ello; y el que lea meramente por recreo, hará bien en atenerse a los trozos selectos que hemos ido indicando, y huir, sobre todo, de la glosa del Comendador Hernán Núñez, que disipa en verdad todas las nieblas del original, pero ¡a cuánta costa de nuestra paciencia!
La monotonía del metro de arte mayor, el fiero taratántara que hubiera dicho Tomé de Burguillos, contribuye a que el poema parezca más largo de lo que realmente es. No sé yo si el mismo alejandrino del mester de clerecía, con el martilleo de sus cuatro consonantes, resulta más tolerable en una narración larga: su ritmo lento y pausado invita a veces al sueño, pero no hiere el oído con tan continuo y desaforado estrépito como el ritmo demasiado fijo y fuertemente acentuado del dodecasílabo, que es en realidad un verso compuesto de 6 + 6, con acento obligatorio en la quinta sílaba de cada hemistiquio. El movimiento lírico y marcadamente trocaico de este verso, parece que contradice a la gravedad y al sosiego de un extenso poema doctrinal e histórico. Pero es cierto, aunque parezca singular, que las Trescientas se cantaban: lo atestigua nuestra gran tratadista musical Francisco [p. 185] de Salinas, [1] que da la notación del primer verso, después de haberle transcrito métricamente como compuesto de cuatro anfibraquios, y añade que de aquel modo se lo oyó cantar en su patria, Burgos, siendo muy mozo, al noble caballero Gonzalo Franco. Y quizá, como ha advertido agudamente Morel-Fatio, [2] a estas exigencias de la música se deben las extrañas libertades métricas de Juan de Mena, los numerosos versos acentuados en cuarta sílaba, v. gr.:
Dar nueva lumbre
las armas y hierros...
Triste presagio
hacer de peleas...
Dame licencia,
mudable fortuna..
Mira la grande
constancia del Norte...
disonancias que reaparecen de un modo casi constante en cada estrofa. Estos dodecasílabos mutilados no son en rigor sino endecasílabos anapésticos (vulgarmente llamados de gaita gallega), y Milá conjetura, que para hacerlos pasar por versos de arte mayor, se pronunciaban con cierta lentitud los primeros hemistiquios pentasílabos. Lo que nos persuade que algo de intencionado hubo en el poeta, y que con la interpolación de estos versos, a los cuales tenía acostumbrado el oído con la lectura de Micer Francisco Imperial y otros italianistas imitadores de Dante (quienes los emplean con tal frecuencia, que muchas veces se puede dudar si quieren escribir en verso de once o de doce sílabas), pretendió buscar más varia armonía en sus octavas, es la abundancia misma de los tales anapésticos, que no puede haber nacido de pereza o descuido en un versificador tan laborioso, tan ejercitado y a veces tan feliz. No le faltaba, pues, alguna razón a Cristóbal de Castillejo para decir en su famosa sátira contra los petrarquistas:
Juan de Mena, como
oyó
La nueva trova
pulida,
Contentamiento
mostró,
Caso que se sonrió
[p. 186] Como de cosa sabida.
Y dijo: «según la
prueba,
Once sílabas por
pie,
No hay causa por
qué
Se tenga por cosa
nueva,
Pues yo también las
usé»
Ningún poeta del siglo XV ha sido impreso y comentado tantas veces como Juan de Mena. No pretendemos apurar el catálogo de las ediciones de las Trescientas, unidas por lo general a la Coronación, y a las Coplas de los siete pecados mortales. En Gallardo, en Brunet y en Salvá podrá encontrarse noticia de las principales. [1] Para estudio bastan seis en rigor: la primera y [p. 187] rarísima de 1496, por Juan Thomás Favario de Lunelo, sin glosa: la de 1499, también sevillana, que contiene, no sólo la glosa del Comendador, sino un tratado suyo, que luego se suprimió, De la vida del autor y de la intención que le movió a escrevir, y del título de ta obra: la de Granada de 1505, «emendada por el mismo Comendador quitando el latín que no era necesario y añadiendo algunos dichos de poetas en el comento muy provechosos para entender las coplas»; la de Zaragoza, de Jorge Coci, de 1509, en que por primera vez aparecieron las 24 coplas añadidas a las Trescientas, con la glosa de un anónimo; la de Sevilla, de Cromberger de 1517, más rica que las anteriores en poesías sueltas; la de Salamanca, 1582, con notas del Brocense. Ya queda indicado que ninguna de ellas puede estimarse completa, y hay que añadir que en todas el texto está más o menos alterado o modernizado, por lo cual la base de una edición crítica deben ser los antiguos códices, y especialmente el Cancionero que fué de Gallardo.
A esta universal difusión de sus obras correspondió la veneración de su nombre, la cual de mil modos se manifiesta, ya en las continuaciones y adiciones de otros poetas, ya en las glosas y comentos de los humanistas, ya en el respeto con que su nombre es pronunciado en las artes de trovar. En la de Juan del Enzina apenas se alegan más ejemplos que los suyos. Para Antonio de Nebrija es el poeta por antonomasia: «por el poeta entendemos Virgilio e Juan de Mena» (Gramática castellana, lib. IV, capítulo VII). Castillejo invoca su autoridad contra los petrarquistas; y sólo entonces, en el fervor de la lucha entre los partidarios de la imitación italiana y los de la medida vieja, caen de rechazo algunos golpes sobre Juan de Mena, ídolo de los amigos del arte mayor; y, entre burlas y veras, algunos de los innovadores poéticos llegan a tratarle con cierta irreverencia. Así D. Diego de Mendoza, en la segunda carta del Bachiller de Arcadia, todavía [p. 188] más salada que la primera, dice de él que «hizo trescientas coplas cada una mas dura que cuesco de dátil: las cuales, si no fuera por la bondad del Comendador Griego, que trabajó noches y días en declarárnoslas, no hubiera hombre que las pudiera meter el diente ni llegar a ellas con un tiro de ballesta.» Con igual desenfado, el poeta tudelano Jerónimo de Arbolanches decía en la epístola a su maestro en artes D. Melchor Enrico, que precede a su extraño poema de Las Habidas (1566):
No sé yo hacer,
como hizo Joan de Mena,
Coplas que se han
de leer a descansadas,
El cual, como tenía
preñada vena,
Trescientas dellas
nos dejó preñadas...
chiste (si lo es) que hizo suyo el portugués Miguel Sánchez de Lima en su Poética (1587).
Pero, al paso que los poetas de profesión aparentaban desdeñarle, los más grandes humanistas le habían tomado bajo su protección, enamorados de las frecuentes imitaciones que hace de los poetas clásicos, y del saber, muy notable para su siglo, que muestra en historia, mitología y filosofía moral y política; porque, como dijo muy atinadamente Quintana: «El Laberinto, lejos de ser una colección de coplas frívolas e insignificantes, donde a lo más que hay que atender es al artificio del estilo y de los versos, debe ser mirado como la producción de un hombre docto en toda la extensión que aquel tiempo permitía, y como el de depósito de todo lo que se sabía entonces.» Este carácter de enciclopedia poética, en que el autor se propuso emular a Dante y a los autores de La Cerba, del Quadrireggio y del Dittamondo, convidaba a que los comentadores hiciesen gala de su doctrina explanando y declarando los conceptos, a veces bastante turbios y enmarañados, y las recónditas alusiones del poeta. Y quien primero se arrojó a ello fue aquel gran varón, patriarca de los estudios helénicos en España, y uno de los iniciadores de la filología verbal, la cual, por senderos harto más ásperos que los del florido humanismo italiano, había de llegar a una más íntegra posesión de la letra de los antiguos textos, hasta dejarlos depurados, como hoy los vemos, y restituidos aun en sus ápices. No hacía poco honor a Juan de Mena el insigne gramático, que [p. 189] suspendía por algún tiempo la recensión de Séneca, de Plinio y de Pomponio Mela, para emboscarse en su Labyrintho. Pero Hernán Núñez, como casi todos los humanistas, vivía más en Grecia o en Roma que en su casa propia, y nunca sus trabajos en lengua vulgar compitieron con sus sabias disquisiciones en la latina. Ni el comentar a Juan de Mena, ni el recoger los refranes castellanos lo hizo más que como pasatiempo, y con su glosa no pretendía dirigirse a los sabios, sino a los rudos e ignorantes, como lo prueba el haber suprimido en la segunda edición todos los latines que había puesto en la primera. Esta glosa, prolija, difusa, atestada de fárrago incongruente, merece disculpa si se la considera como un libro popular, como un manual de mitología, de geografía antigua y de otras varias artes y disciplinas, cuyos rudimentos quería ir insinuando en la mente de los lectores del poema. Agradézcasele su buen deseo, y las interesantes noticias históricas que de paso nos dió, aunque no tantas como a nuestra curiosidad importaría.
Más de medio siglo había pasado, cuando otro humanista de la escuela salmantina, si no más docto que Hernán Núñez, mucho más original, de más espíritu crítico, de más independencia filosófica y de mejor gusto, el Broncense, en suma, padre y fundador de la Gramática General, tomó a Juan de Mena en las manos, y pareciéndole que no era tan malo como algunos piensan, determinó que anduviese en marca pequeña como el Garcilaso que antes había comentado, para que se pudiesen encuadernar juntos. «Ya le tengo acabado (escribía a su amigo el corrector de libros Juan Vázquez del Mármol, en 9 de septiembre de 1579), haciendo breves declaraciones a las coplas que lo requieren, y las otras van como se estaban. También hice la Coronación, habiendo lástima de cuán prolijo y pesado comento le hizo el autor.» En 20 de mayo de 1580 añadía: «Sólo en una cosa no podré venir en la opinión de aquel señor amigo de v. md.: en poner toda la glosa de Juan de Mena (a la Coronación), porque allende de ser muy prolija, tiene malísimo romance y no pocas boberías (que ansí se han de llamar): más valdría que nunca pareciesen en el mundo, porque parece imposible que tan buenas coplas fuesen hechas por tan avieso entendimiento. Mucho vuelvo por su honra en que no hobiese mención de que él se había comentado. Acá he habido después la primer impresión del Comendador, [p. 190] donde está la vida del poeta, no sé (como v. md. dice), qué pudo ser la causa porque en estas nuevas falte: yo determino de ponerla como allí está, si a v. md. ansí le parece.» [1]
No apareció tal vida al frente del Juan de Mena del Brocense, pero sí un prólogo suyo muy notable, en que expresa su franca admiración por el poeta: «Si, como dice Horacio, aquellos ingenios deben ser preferidos que mezclaron dulzura con utilidad, no sé yo en nuestra lengua (y aun por ventura en las otras) quién con razón se pueda anteponer a nuestro Juan de Mena. Porque la materia que trata es una filosofía moral y un dechado de la vida humana, ilustrada con diversos ejemplos de historias antiguas y modernas, donde se halla doctrina, saber y elegancia. Dicen algunos que es poeta muy pesado y lleno de antiguallas; y dicen esto con tanta gravedad, que, si no les creemos, parece que les hacemos injuria, y no advierten que una poesía heroica como esta, para su gravedad, tiene necesidad de usar de palabras y sentencias graves y antiguas para levantar el estilo. Y, al fin, los que hallan este poeta por pesado, son unos ingenios que ponen todo su estudio en hacer un soneto o canción de amores, que para entenderlos es menester primero preguntar a ellos si lo entendieron. Es muy bien que este poeta sea tenido en mucha estima, aunque no fuera tan bueno como es, por ser el primero que sepamos que haya ilustrado la lengua castellana. [2]
Aunque en Roma salió Virgilio y Horacio y otros de aquel siglo, nunca Ennio y Lucrecio, y los muy antiguos, dexaron de ser tenidos en gran veneración. Ansí que no hay razón de desechar a Juan de Mena, porque en nuestra edad hayan salido otros de estilo muy diferente. Antes este poeta ha de ser tenido en mucho, porque le pueden leer todas las edades y calidades de personas, por ser casto, limpio y provechoso, donde las costumbres no recibirán mal resabio, lo qual no se puede asegurar de los otros [p. 191] poetas, a lo menos de algunos. Yo espero que leyéndose este poeta con más claridad y menos pesadumbre que antes, será mi trabajo bien recibido, principalmente de aquellos que están hartos de leer cosas lascivas y amorosas.»
Las notas del Maestro Sánchez, pocas, pero sencillas y oportunas, bastan para la inteligencia del texto de Juan de Mena, pero llegaron un poco tarde. El gusto iba por otros rumbos, el culteranismo estaba a las puertas, y si en todo el siglo XVII sólo dos veces tuvo Garcilaso quien pusiese en el molde sus versos, no es maravilla que en el largo espacio de dos siglos no encontrara nuevo editor Juan de Mena.
Pero siempre le fueron fieles los amigos de la erudición nacional, los curiosos investigadores de las cosas de la Edad Media, que formaban gremio aparte de los humanistas y de los poetas, aunque más relación tuviesen con los primeros que con los segundos. Su opinión era la que Argote de Molina había expuesto en el Discurso sobre la poesía castellana, que acompaña a su edición de El Conde Lucanor (1575) : «Llaman versos mayores a este género de poesía, que fué muy usada en la memoria de nuestros padres, por lo mucho que en aquellos tiempos agradaron las obras de Juan de Mena, las quales, aunque ahora tengan tan poca reputación cerca de hombres doctos, pero quien considerase la poca noticia que en España avía de todo género de letras, y que nuestro andaluz abrió el camino y alentó a los no cultivados ingenios de aquella edad con sus buenos trabajos, hallará que, con muy justa causa, España ha dado el nombre y autoridad a sus obras que han tenido, y es razón que siempre tengan, acerca de los ingenios bien agradecidos. Este género de poesía, aunque ha declinado en España después que está tan rescebida la que llamamos italiana; pero no hay duda sino que tiene mucha gracia y buen orden, y es capaz de cualquier cosa que en él se tractare, y es antiguo y propio castellano, y no sé por qué meresció ser tan olvidado, siendo de número tan suave y fácil.»
Y si algo faltara a la consagración de la gloria de Juan de Mena como nuestro poeta nacional del siglo XV, vendrían a poner el sello Miguel de Cervantes, que le llama aquel gran poeta cordobés, [1] [p. 192] y el P. Mariana que, ingiriendo, según tenía por costumbre, oportunos recuerdos literarios [1] en el tejido nervioso y viril de su Historia, no quiso omitir el hecho, en sí pequeño, de la refriega en que murió el jovencillo Lorenzo Dávalos, sólo para tener ocasión de añadir que «cantó aquel desastre en versos llorosos y elegantes el poeta cordobés Juan de Mena, persona en este tiempo de mucha erudición, y muy famoso por las poesías y rimas que compuso en lengua vulgar: el metro es grosero como de aquella era, el ingenio elegante, apacible y acomodado a las orejas y gusto de aquella edad: su sepulcro se ve hoy en Tordelaguna...: su memoria dura y durará en España». (Libro XXI, cap. XVI.)
Y acertó en su vaticinio el P. Mariana, puesto que si el Labyrintho en su integridad no es leído más que por los eruditos, algunos versos de él viven en boca de todo el mundo, y el nombre de su autor, considerado como jefe de escuela, ha sobrenadado en medio del naufragio de casi toda la literatura del siglo XV, y hasta los indoctos saben o presumen que ese nombre marca una era de la poesía castellana: la era de transición entre la Edad Media y el Renacimiento. Y si la importancia histórica de un autor ha de estimarse, no sólo atendiendo a sus obras propias, sino a todas las que nacieron de su iniciativa y de su influjo, y siguieron su estilo y manera, ningún otro ingenio de la corte de D. Juan II, ni el mismo Marqués de Santillana, que fué por otra parte mucho más vario, ameno y fecundo que Juan de Mena, puede presentar una legión tal de discípulos buenos y malos que sin interrupción continúan su obra hasta las primeras décadas del siglo XVI, y ni siquiera rinden las armas ante la invasión petrarquesca. La monarquía literaria de Juan de Mena se extiende a Portugal, donde la acata el infante D. Pedro en las Coplas del contempto del mundo: se hace sentir hasta en Cataluña, con la adopción del dodecasílabo castellano. [2] En Castilla, el arte mayor es la forma obligada de toda composición larga de carácter panegírico, narrativo o didáctico, y se aplica por igual a lo profano [p. 193] y a lo sagrado. En ella escriben, en tiempo de los Reyes Católicos, Juan del Encina su Tribagia o vía sacra de Iherusalén; el cartujano Juan de Padilla, su Labyrintho del Marqués de Cádiz, Los doce triunfos de los doce Apóstoles, y El retablo de la vida de Cristo; otro fraile anónimo el Libro de la Celestial Jerarquía e Infernal Laberinto; Diego Guillén de Ávila su Panegírico de la Reina Católica; Alonso Hernández la Historia Parthenopea; Hernán Vázquez de Tapia su obra sobre las fiestas y recibimientos hechos en Santander a Doña Margarita de Flandes y sobre la muerte del Príncipe D. Juan, y aun el médico Villalobos su Tractado de las pestíferas bubas. Se empleó este metro hasta para traducir los tercetos de la Divina Comedia, como lo hicieron Pedro Fernández de Velasco y Hernando Díaz; hasta para traducir los hexámetros de la Eneida, como lo hizo Francisco de las Natas; hasta para exponer la filosofía natural de Aristóteles, como Fr. Antonio Canales. Poetas del siglo XVI, nada despreciables, aunque un tanto rezagados, permanecen fieles al mismo sistema: así D. Francisco de Castilla en la Práctica de las virtudes de los buenos reyes de España, y Fr. Marcelo de Lebrixa en las tres Triacas, de ánima, de amores y de tristes.
Tan prolongada dominación algo significa en las esferas del arte, y el poeta que fué digno de ejercerla, tuvo, sin duda, cualidades eminentes; y nunca, a pesar de su notoria desigualdad y falta de gusto, podrán ser sus poemas materia indiferente en la historia de nuestras letras, porque los defiende la llama viva de la inspiración nacional, a la cual nada encontramos comparable en las demás literaturas de aquel siglo. Acentos de patria, de gloría y de justicia, como los que en aquel poema resuenan, no se oyeron en toda la centuria XV: ni en la poesía francesa, que, olvidada de sus orígenes épicos, se pierde en insulseces alegóricas, salvo cuando desciende con la fresca musa de Villon a la taberna y al mercado; ni en la poesía italiana, que hace alarde de escribir en latín, y que, cuando emplea la lengua vulgar, repite monótonamente los temas petrarquescos, hasta que ya muy a los fines de aquel siglo, Policiano, Pulci y Lorenzo de Médicis inician la poesía del segundo Renacimiento.
[p. 141].
[1] .
¡Oh flor de saber y
caballería,
Córdoba madre, tu
hijo perdona,
Si en los cantares
que agora pregona
No divulgare tu
sabiduría;
De sabios valientes
loarte podría
Que fueron espejo
muy maravilloso;
Por ser de ti
misma, seré sospechoso:
Dirán que los pinto
mejor que debría!
[p. 142]. [1] . «Non paresce por cierto en este passo ser cosa ajena de nuestra historia, deberse aquí poner unas breves coplas que un grande, e por cierto muy famoso poeta, llamado Juan de Mena, natural de Córdoba, el qual era coronista del Rey, e tenia cargo de escrebir la historia de los regnos de Castilla, fizo en estos días al nuestro Maestre..» (Crónica de D. Álvaro de Luna, título 95).
[p. 144]. [1] . Es la que apadrina Gonzalo Fernández de Oviedo en las Quincuagenas (parte II, est. 13): «De su muerte hay diversas opiniones, e los más concluyen que una mula le arrastró, e cayó della de tal manera, que murió en la villa de Torrelaguna.»
[p. 145]. [1] . Cinco en la Biblioteca Nacional y uno en la mía particular.
[p. 148]. [1] . En este Cancionero, del cual publicó la parte inédita don Pascual de Gayangos en el tomo I del Ensayo de Gallardo, hay una docena de poesías con el nombre de Juan de Mena; pero como a continuación de una de ellas se añaden otras veintitrés sin nombre de autor ni más encabezamiento que Otra, pudiera creerse que también le pertenecen. A esto hay que objetar, sin embargo, que una de ellas está como de Francisco Bocanegra en el Cancionero que fué de Gallardo, y otra es conocidamente de Juan Rodríguez del Padrón, cuyo estilo cree descubrir en muchas de las restantes el diligente editor de sus obras, don. A. Paz y Melia.
[p. 149]. [1] . En el Cancionero de Stúñiga, está atribuido a Juan de Mena el Triumphete de Amor, del Marqués de Santillana, con esta disparatada variante. Había dicho el Marqués, muy a su intento:
Vi
lo que persona humana
Tengo que jamás non
vió,
Nin Petrarca, que
escribió
De triumphal gloria
mundana;
y el copista del Cancionero de Stúñiga sustituyó estos dos versos:
Nin Valerio, que
escribió
La grand Historia
Romana.
[p. 149]. [2] . La más graciosa y elegante de las poesías ligeras de Juan de Mena, es quizá la siguiente, que se halla en algunas ediciones antiguas de Las Trescientas , y lleva por título Canción que hizo Juan de Mena estando mal:
Donde
yago en esta cama,
La mayor pena de
mí,
Es pensar cuando
partí
De entre brazos de
mi dama.
A
vueltas del mal que siento
De mi partida, par
Dios,
Tantas veces me
arrepiento,
Quantas me miembro
de vos;
Tanto
que me hazen fama
Que de aquella
adolescí,
Los que saben que
partí
De entre brazos de
mi dama.
Aunque
padezco y me callo
Por esso mis
tristes quexas,
No menos cerca los
fallo
Que vuestros bienes
de lexos.
Si
la fin es que me llama.
¡Oh, qué muerte que
perdí
En vivir quando
partí
De entre brazos de
mi dama!
[p. 151]. [1] . Una salus victis, nullam sperare salutem.
[p. 156]. [1] . E vimos arder la mitra
Del obispo
Anfiarao...
[p. 160]. [1] . La continuación de Olivares es la que ha solido imprimirse en las ediciones de Juan de Mena: las de Gómez Manrique y Pero Guillén de Segovia, están en sus respectivos Cancioneros, inédito el segundo.
[p. 161]. [1] . Bastarían a probar su autenticidad, estos dos versos que, por el nervio de la sentencia, son dignos de Lucano:
Hoy los derechos
están en la lanza
Y toda la culpa
sobre los vencidos...
[p. 166]. [1] . Hay imitaciones incidentales de otros poetas latinos. Por ejemplo, esta curiosa estancia sobre los hechizos de amor:
Respuso riendo la
mi compañera:
«Ni causan amores,
ni guardan su tregua
Las telas del hijo
que pare la yegua,
Ni menos agujas
hincadas en cera,
Ni hilos de
arambre, ni el agua primera
De Mayo bebida con
vaso de yedra,
Ni fuerza de
yerbas, ni virtud de piedra,
Ni vanas palabras
del encantadera...»
procede evidentemente de Ovidio, libro II del Arte Amatoria:
Fallitur Haemonias
si quis decurrit ad artes;
Datque quod à
teneri fronte revellit equi:
Non facient ut
vivat amor Medeides herbae,
Mixtaque cum
magicis naenia Marsa sonis.
Las definiciones de las virtudes están tomadas de la Ética aristotélica, y conservan su forma escolástica.
[p. 170]. [1] . Pragmática del Infante de Antequera y de la Reina Doña Catalina, gobernadores del Reino, dada en Córdoba en 9 de abril de 1410. (Documentos inéditos para la historia de España, tomo XIX, pág. 781.)
[p. 179]. [1] . Es notable y significativo que, al elogio de don Enrique de Villena y enérgica lamentación por la quema de sus libros, siga una condenación explícita de las ciencias ocultas:
Fondón destos
cercos vi derribados
Los que escudriñan
las dañadas artes,
..............................................
Magos, sortílegos
muchos dañados........
Los
matemáticos,* astrólogos que malamente
Tientan objetos a
nos devedados.
......................................
A vos, poderoso
gran Rey, pertenece
Hacer destruir los
falsos saberes,
Por donde los
hombres y malas mujeres
Ensayan un daba
mayor que parece:
Una gran gente de
la que perece,
Muere secreto por
arte malvada...
Parece, en efecto, que eran frecuentes los envenenamientos so color de hechisos, y el poeta execra a las nuevas Medeas y Publicias,
Que matan la gente
con poca vïanda.
Astrólogos.
[p. 185]. [1] . De Musica, pág. 329: Ad hunc enin modum illud cantantem audivi, dum essem adolescens Burgis, Gonsalum Francum nobilem virum, non minus cantus quam status et generis claritate pollentem.
[p. 185]. [2] . L'Art Majeur et 1' Hendécasyllabe... (Romania, tomo XXIII, 1894.)
[p. 186]. [1] . De La Coronación suelta, con su glosa, hay una rarísima edición gótica del siglo XV, sin lugar ni fecha. No habiéndola visto, ignoro si sus circunstancias materiales permitirán referirla a la misma oficina sevillana de «Joanes Pegnizer de Nuremberga y Magno y Thomas, compañeros alemanes» que en 1499 estamparon por primera vez el Labyrintho con la glosa del Comendador Hernán Núñez de Toledo. Es también de la mayor rareza la edición suelta de las Coplas de los siete pecados mortales (Salamanca, 1500).
El número total de ediciones catalogadas hasta ahora por los bibliógrafos pasa de 24, con los diversos títulos de Las Trescientas, Copilación de todas las obras del famosísimo poeta Juan de Mena. Todas las obras de Juan de Mena, etc. Algunas de ellas tienen figuras en madera. Además de las citadas en el texto, recuerdo las de Sevilla, 1512, 1528 y 1534; Valladolid, 1536 y 1540; Toledo, 1547 (todas góticas), y las cómodas y bastante frecuentes de Amberes, 1552, por Martín Nucio y Juan Steelsio; Alcalá, 1566, por Juan de Villanueva y Pedro de Robles; Amberes, 1582. Todas las anteriores al Brocense tienen la glosa del Comendador; pero no las posteriores, que son muy pocas y reproducen las breves notas del Maestro Sánchez: así la de Ginebra, 1766 (en el tomo IV de las Obras del Brocense) ; la de Madrid, 1804, por Repullés, y la de 1840, por Aguado: esta última en tamaño grande y bastante lujosa. Lo mismo las tres ediciones zaragozanas de Coci (1506, 1509 y 1515), que la de Alcalá de 1566, contienen muchas y largas composiciones de otros autores, y pueden considerarse como Cancioneros de Juan de Mena y otros. Además de la continuación de los siete pecados, por Gómez Manrique, se leen allí: las coplas de Fr. Juan de Ciudad Rodrigo, de la orden de la Merced, «De los diez mandamientos, de los siete pecados mortales, de las siete obras de misericordia espirituales, de las siete obras de misericordia temporales», la «Justa de la Razón contra la Sensualidad», hecha por Fr. Íñigo de Mendoza, el Desprecio de la Fortuna, de Diego de San Pedro, y unas Coplas ordenadas por Fernán Pérez de Guzmán por contemplación de los emperadores, reyes y príncipes y grandes señores que la muerte cruel llevó deste mundo, y cómo nin uno es relevado de ella. Todas las ediciones posteriores a 1499, a excepción de la del Brocense con sus derivadas, que da sólo el texto de Juan de Mena, reproducen, en vez de la continuación de Gómez Manrique, la de Fr. Jerónimo de Olivares, caballero de la orden de Alcántara, que en su prólogo manifiesta no haber quedado satisfecho del trabajo del primer continuador ni del de Pero Guillén de Segovia, y añade que en la obra de Juan de Mena «emendó el estilo del consonar, que en quince partes estaba errado» .
[p. 190]. [1] . Epistolario Español de la Biblioteca de Rivadeneyra, tomo II, páginas 32 y 33.
[p. 190]. [2] . Como no podemos suponer al Brocense tan ayuno de noticias que no conociera poeta castellano anterior a Juan de Mena, claro es que esto se refiere a la particular ilustración o nuevo estilo poético que trajo Juan de Mena a nuestra lengua. La comparación que luego hace con Ennio y Lucrecio, confirma esto mis y más.
[p. 191]. [1] . Segunda parte del Quixote, cap. XLIV.
[p. 192]. [1] . Por ejemplo, los que tributa a Ausias March y a Jorge Manrique, y lo que dice de los romances viejos que « se solían cantar a la vihuela, de sonada apacible y agradable. »
[p. 192]. [2] . Una de las primeras muestras que pueden citarse, es la composición de Oleza , «Ab manto de plors el cel se cubría».