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Obras completas de Menéndez... > ORÍGENES DE LA NOVELA > I : INFLUENCIA ORIENTAL -... > V.—APARICIÓN DE LOS LIBROS DE CABALLERÍAS INDÍGENAS.—«EL CABALLERO CIFAR».—ORÍGENES DEL «AMADÍS DE GAULA».—LIBROS CATALANES DE CABALLERÍAS: «CURIAL Y GÜELFAS». «TIRANTE EL BLANCO».—CONTINUACIONES DEL «AMADÍS DE GAULA».—CICLO DE LOS PALMERINES.—NOVELAS CAB

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Texto

Aunque la opinión común, expresada ya por Cervantes en el donoso escrutinio de la librería de don Quijote, da por supuesto que fué el Amadís de Gaula el primer libro de caballerías que se escribió en España, [1] afirmación que puede ser verdadera si se refiere a los orígenes remotos de la célebre novela, hay que considerar que la época de la composición del Amadís es muy incierta y que hasta ahora el más antiguo libro de caballerías con fecha conocida es El Caballero Cifar, que pertenece sin disputa a la primera mitad del siglo XIV. En un largo prólogo que falta en la edición sevillana de 1512, [2] pero que se halla en los dos códices [p. 294] de París y Madrid, únicos que se conocen de obra tan rara, [1] comienza el autor hablando del jubileo de 1300 y de la ida a Roma del arcediano Ferrand Martínez, que trasladó a Toledo el cuerpo del cardenal don Gonzalo García Gudiel, fallecido en 4 de julio de 1299. Por tratarse del primer cardenal que recibía sepultura en España, y por las dificultades que hubo que vencer en Roma para lograr la entrega del cadáver, se dió mucha importancia a este suceso, y el autor refiere muy prolijamente cómo salieron a recibirle en Burgos el rey don Fernando IV y su madre doña María, y en Toledo el arzobispo don Gonzalo Díaz Palomeque, sobrino del difunto. Entre otros personajes que va citando como asistentes a la traslación figura uno, el obispo de Calahorra don Fernando González, que murió antes de 1305. Con esto tenemos la fecha aproximada del fúnebre viaje, y también la de El Caballero Cifar, cuyo autor, que bien pudiera ser el mismo Ferrand Martínez, arcediano de Madrid en la iglesia de Toledo, tuvo el raro capricho de anteponer esta relación a la historia de aquel caballero, la cual suponía trasladada de caldeo en latín y de latín en romance. El impresor de Sevilla suprimió el prólogo, sin duda por considerarle impertinente al propósito de la fábula; pero recalca mucho la antigüedad de la obra, que con efecto se manifiesta en el lenguaje, contemporáneo del de don Juan Manuel, aunque mucho más rudo y pobre de artificio: «Puesto que el stilo della sea antigo, empero no en menos deue ser tenida; que avnque tengan el gusto dulce [p. 295] con el estilo de los modernos, no de vna cosa sola gozan los que leen los libros e historias.......................................................................................................................

.......................................Por donde las tales obras son traydas en vilipendio de los grosseros. Assi que si de estilo moderno esta obra carece, aprouechar se han della de las cosas harañosas e agudas que en ella hallarán, y de buenos enxemplos: e supla la buena criança de los discretos... las faltas della e rancioso estilo, considerando que la intención suple la falta de la obra.»

El título verdadero y completo de tan peregrino libro es: Historia del Cavallero de Dios que avia por nombre Cifar, el qual por sus virtuosas obras et hazañosas cosas fue rey de Menton. Pero no sólo se cuentan sus hechos, sino también los de sus hijos Garfin y Roboán, el segundo de los cuales «vino a ser emperador de Tigrida». El título de Caballero de Dios parece que anuncia un libro de caballerías a lo divino, género que abundó tanto en la literatura del siglo XVI, pero no lo es enteramente el Cifar, aunque encierra «muchas e catholicas doctrinas e buenos enxemplos, assi para cavalleros como para las otras personas de cualquier estado». Contiene además elementos de procedencia hagiográfica, y el hecho mismo de hacer a Cifar natural de la India, revela la influencia del Barlaam y Josafat, que veremos confirmada luego en las parábolas. Pero en conjunto, el Cifar no es libro de caballerías espirituales, sino mundanas, si bien recargado en extremo de máximas, sentencias y documentos morales y políticos, que le dan una marcada tendencia pedagógica y le afilían hasta cierto punto en el género que Amador de los Ríos llamaba didáctico simbólico.

La composición de esta novela es extrañísima, y son tantos y tan heterogéneos los materiales que en ella entraron, no fundidos, sino yuxtapuestos, que puede considerarse como un spécimen de todos los géneros de ficción y aun de literatura doctrinal que hasta entonces se habían ensayado en Europa. Tiene, por tanto, capital importancia el estudio de sus fuentes, como acaba de mostrarlo en una excelente y erudita memoria el joven profesor norteamericano Carlos Felipe Wagner. [1]

[p. 296] Para orientarse en el enmarañado laberinto del Cifar, hay que distinguir tres cosas: la acción principal de la novela, la parte didáctica y paremiológica y los cuentos, apólogos y anécdotas que por todo el libro van interpolados.

La fábula principal, que es muy desordenada e incoherente, reproduce, aunque con notables variantes, una de las leyendas piadosas más populares en la Edad Media, la de San Eustaquio o Plácido, narración de origen griego, que, popularizada en Occidente por el Speculum Hisioriale de Vicente de Beauvais, por la Legenda Aurea y por el Gesta Romanorum, fué vertida desde el siglo XIII en todas las lenguas principales de Europa. Ya hemos tenido ocasión de mencionar la traducción castellana publicada por Knust, que probablemente es anterior a El Caballero Cifar. [1]

La historia de Plácido, aunque escrita con intento piadoso, pertenece al género de las novelas de aventuras y reconocimientos, cuyo más antiguo tipo cristiano son las Clementinas. Fácil era, por consiguiente, secularizarla cambiando los nombres de los personajes y algunas peripecias de la fábula, y esto fué lo que hizo el autor del Cifar, convirtiendo al Santo en caballero andante, pero sin borrar las huellas de la obra primitiva, que está recordada expresamente en el capítulo 42. Cuando el caballero Cifar se ve separado de su mujer y de sus hijos, hace una fervorosa oración, rogando a Dios que torne a reunirle con su familia, así como había reunido «a Eustachion e Teospita, su muger, e sus fijos Agapito e Teospito». Expondremos rápidamente la marcha de los acontecimientos.

Aunque el caballero Cifar era muy valeroso y de buen consejo, hubo de incurrir en la indignación del rey de la India por malas artes de los envidiosos, y por cierta mala estrella suya que hacía muy costosos sus servicios militares, pues tenía la rara desventura de no haber caballo ni bestia alguna que no se le muriese o desgraciase al cabo de diez días. Por tal razón, él, la buena dueña Grima, su mujer , y sus dos hijos vivían en gran pobreza y alejamiento de la corte, en la cual prevalecían tanto los malsines, que el rey dejó de llamarle para las guerras, a pesar de su grande esfuerzo y [p. 297] reconocida pericia. Cifar se afligía mucho con esto y su mujer procuraba consolarle. En recompensa de tal solicitud, se decide el caballero a confiarla un secreto que había recibido de su abuelo a la hora de la muerte; es a saber, que descendía de linaje de reyes, el cual había perdido su estado por la maldad de uno de ellos, y no le recobraría hasta que de su propia sangre naciese otro caballero tan bueno y virtuoso como perverso había sido el rey destronado. Parte por confiar en el cumplimiento de esta profecía, parte por la esperanza de que su abatida fortuna podría mejorarse en tierra extraña, determinan ambos cónyuges abandonar su país. Venden cuanto poseían, convierten sus casas en hospital y emprenden su peregrinación sin más compañía que la de sus dos hijos, de corta edad. A los diez días, precisamente cuando acababa de sucumbir, como era de rigor, el palafrén que Cifar montaba, llegan a la ciudad de Galapia, que estaba cercada a la sazón por el ejército del conde Roboán, señor de las Torres de Fesán, el cual, empeñado en hacer casar a un su sobrino con la señora de Galapia, la hacía guerra cruda por no querer consentir ella en tal matrimonio. El caballero Cifar se pone al frente de los sitiados, mata al sobrino del conde, hace levantar el cerco de la ciudad, derrota en batalla campal al ejército enemigo, deja mal ferido «al señor de la hueste» y hace prisionero a un hijo suyo que, como era «mancebo muy apuesto, e muy bien rrasonado e de buen lugar», cae en gracia a la señora de Galapia, y acaba por casarse con ella, trayéndola en dote la herencia de los estados de su padre. En los tratos y ajustes de la paz y de la boda interviene mucho con su prudente consejo el caballero Cifar, a quien todos colman de honores y agasajos, invitándole para que se quede a morar en aquella tierra. Pero él resueltamente se niega a permanecer más de un mes, y aun en tan breve tiempo todas las alegrías se le acibaran con la inevitable muerte de sus caballos dentro del plazo fatal de los diez días. Peores aventuras le aguardaban en la prosecución de su jornada. Una leona le arrebata a su hijo mayor Garfin. El otro se le pierde en la ciudad de Falac. Unos marineros, con quienes había concertado el pasaje al reino de Orbin, roban a su mujer y se van mar adentro, dejándole abandonado en la ribera. En tan amargo trance le consuela una voz del cielo: «Caballero bueno, non desesperes, ca tu verás de aqui adelante que por cuantos pesares e cuytas te [p. 298] vinieron, que te vernan muchos plaseres e muchas alegrias e muchas onrras; ca non tengas que has perdido la mujer e los hijos, ca todo lo cobrarás a toda tu voluntad.» Confortado con estas palabras y encomendándose a Dios, el devoto caballero se aleja de la ciudad, precisamente cuando entraba en ella para buscarle con inútil empeño durante ocho días un burgués de los más ricos y poderosos, que yendo de caza había rescatado al niño robado por la leona, y después había recogido y prohijado también al otro niño perdido en las calles de Falac. Entretanto Grima, invocando el nombre de la Virgen Santísima, se libraba de la brutalidad de los marineros, que, entregados a un diabólico furor, acabaron por matarse unos a otros en fiera contienda sobre su posesión. Entonces la buena dueña «alçó los ojos arriba e vido la vela tendida e yva la nave con un viento el más sabroso que podiese ser, e non yba ninguno en la nave que la guiase, salvo ende vn niño que vido estar encima de la vela muy blanco e muy fermoso, e maravillose como se podia tener atan pequeño niño encima de aquella vela; e este niño era Jhesu Christo que le viniera a guiar la nave por ruego de su madre Santa Maria, ca asy lo avia visto la dueña esa noche en vision. E este niño non se quitaba de la vela de dia nin de noche, fasta que la pusso en el puerto do avia de arribar... E la dueña anduvo por la nave catando todas las cosas que eran en alla, e falló alli cosas muy nobles, e de grand precio e mucho oro e mucha plata e mucho aljofar e muchas piedras preciosas e otras mercaderias de muchas maneras, assy que un reyno muy pequeño se ternie por abondado de tal riquesa, entre las quales falló muchos paños tajados e guarnidos de muchas guisas e muchas tocas de dueñas, segund las maneras de la tierra, e bien le semejó que avie paños e guarnimentos para dosientas dueñas, e maravilló que podrie esto ser, e por tan abuena andança como esta alçó las manos al Nuestro Señor Dios gradesciendole quanta merced la fisiera, e tomó de aquella ropa que estava en la nave, e fizo su estrado muy bueno en que se posase, e vistiose un par de paños los mas onrrados que alli falló a asentose en su estrado e alli rogaba a Dios de noche e de dia que oviese merced della, e le diese buena cima a todo lo que avia començado». Dos meses anduvo sobre la mar, hasta que aportó a la ciudad de Galapia, cuyos reyes la hicieron el más honroso [p. 299] acogimiento, viéndola tan maravillosamente protegida por el auxilio celestial. Allí fundó un monasterio, donde permaneció nueve años, cumplidos los cuales pidió por merced al rey y a la reina que la dejasen tornar a su tierra. El niño Jesús volvió a guiar su nave, y la condujo prósperamente primero a la tierra del rey Ester y luego al reino de Mentón. De este reino era señor entonces el caballero Cifar, después de muchas y muy raras aventuras en que le había acompañado su fiel y sentencioso escudero Ribaldo, figura la más original del libro, en la cual insistiremos después. El rey de Mentón, cercado por el de Ester, había prometido la mano de su hija y la herencia de sus estados a quien hiciese levantar el cerco y le librase de su poderoso enemigo. Cifar lo consigue; parte por la fortaleza de su brazo, parte por las astucias del Ribaldo, mata en sendas lides a dos hijos y a un sobrino del rey de Ester, entra en la ciudad fingiéndose loco, conquista el afecto del rey y de la infanta, se pone al frente de los sitiados y alcanza la más espléndida victoria. Todos le aclaman y comienzan a llamarle «el caballero de Dios», título con que se le designa en todo lo restante de la novela. El rey le otorga la mano de su hija; pero como era «pequeña de días, la ovo él de atender dos años». Antes de cumplirse, muere el rey su suegro, y el caballero de Dios le sucede en el trono; pero acordándose muy a tiempo de su primera mujer y de sus hijos, hace creer a la Infanta que tenía hecho voto de castidad por dos años para expiar un gran pecado que había cometido. Fácil es adivinar cómo la anagnórisis de los dos esposos por tan largo tiempo separados viene a resolver tan difícil situación. Grima llega al reino de Mentón con propósito de fundar un hospital para «fijosdalgo viandantes». Cifar la reconoció en seguida «e demudosele toda la color, pensando que ella dirie cómo ella era su mujer», lo cual no es indicio de gran ternura conyugal en el «Caballero de Dios». A ella le costó más trabajo reconocer a su marido «porque avie mudado la palabra e non fablava el language que solia, e le avie crescido mucho la barva»; pero cuando llegó a convencerse de que le tenía delante «on se osó descubrir, porque el rrey non perdiese la honra en que estava». La buena dueña funda su hospital, protegida por la reina, que desde su primera entrevista en la iglesia la cobra entrañable afecto. «E la buena dueña estava todo lo mas del dia con la rreyna, que non queria [p. 300] oyr misa nin comer fasta que ella viniese; en la noche yvase para su ospital e todo lo mas de la noche estava en oracion en una capilla que alli avie, e rogava a Dios que antes que muriese le dexasse ver alguno de sus hijos, e señaladamente el que perdiera en la cibdad ribera de la mar; ca el otro que le levara la leona, non avie fincia ninguna de lo cobrar, ca bien creye que se lo avrie comido».

La Providencia había dispuesto las cosas de otro modo, y el deseo de Grima iba a verse cumplido muy pronto, pero no sin exponerla a un nuevo y gravísimo peligro. Sus hijos, educados por el buen burgués que los prohijó, aventajaban a todos los de su edad en los ejercicios caballerescos, en el bofordar, en el tiro de la lanza, en la cetrería, en los juegos de tablas y ajedrez; eran de mucho esfuerzo y gran corazón, corteses y mesurados en sus palabras, y ardían en deseos de ser armados caballeros por el rey de Mentón, monarca tan famoso por sus triunfos bélicos como por su santa vida. Se dirigen, pues, a su corte, y son acogidos en el hospital de «fijosdalgo» que dirigía su madre, la cual los reconoce por ciertas palabras y señales, y queda casi amortecida con el gozo de verlos. Cuando torna en sí, comienza a referirse sus aventuras, y la sabrosa plática se alarga tanto que los tres quedan dormidos en la misma cámara hasta la hora de tercia. Así los sorprende el portero que viene de parte de la reina a llamar a Grima para que la acompañe a misa. Lleno de asombro, vuelve a contar a su señora lo que había visto. El rey sorprende a los dormidos, y con gran saña, como hombre fuera de seso, condena a los tres a la hoguera. Pero antes que la bárbara sentencia se cumpla quiere hablar con los dos mancebos, y por las explicaciones que le dan reconoce que son sus hijos. Él, por su parte, no les revela el secreto, pero los arma caballeros y les da tierras y vasallos. Su pobre mujer continúa al cuidado del hospital y no sabemos si alguna vez la hubiera reconocido, a no morirse muy oportunamente la reina pocos días antes de cumplirse el plazo del supuesto voto de castidad por dos años. Con esto se allana todo de la mejor manera posible; el caballero de Dios convoca a sus vasallos y les cuenta sus aventuras: todos aclaman a su mujer por reina y a su hijo mayor por heredero del trono.

Tal es, muy en esqueleto, la materia del primer libro de El [p. 301] Caballero Cifar, descontadas las aventuras personales de Garfín y Roboán y del Ribaldo, que deben ser consideradas aparte. El fondo principal de este relato tiene carácter marcadísimo de novela bizantina, que saltaría a los ojos aunque no conociésemos sus precedentes. Las principales aventuras se reducen a viajes, naufragios, piraterías, pérdidas de niños y reconocimiento de padres, hijos y esposos. Salvo las escenas, harto insignificantes, de los dos sitios de Galapia y de Mentón, poco hay en esta parte del Cifar que anuncie la intemperancia belicosa de los libros de caballerías posteriores. Las empresas atribuídas al héroe no traspasan cierto límite que relativamente puede llamarse razonable. Las descripciones de batallas son muy pálidas, y se ve que el autor, que debía de ser hombre de iglesia, da más importancia a las virtudes pacíficas y a la piadosa aunque algo egoísta resignación del caballero de Dios que a los tajos y mandobles de su espada. Además, la novela es de una castidad perfecta, sólo comparable con la de El Conde Lucanor.

En todos los puntos capitales (peregrinación de un caballero con su mujer e hijos, pérdida y encuentro de la una y de los otros, aventuras paralelas del marido y de la mujer) conviene el Cifar con la leyenda de San Eustaquio; pero no sólo difiere en el desenlace, que en la vida del santo es su martirio y el de su familia, y en la crónica del caballero su mayor ensalzamiento y prosperidad mundana, sino que mezcla, como ha mostrado Wagner, episodios y circunstancias de pura invención o tomados de otras fuentes novelescas. La mala estrella que persigue a los caballos de Cifar puede ser amplificación original del novelista sobre el sencillo dato de haber perdido San Eustaquio todos sus caballos en una pestilencia; pero la milagrosa intervención de la Virgen para libertar a Grima de los marineros parece imitada de la Historia de una Santa Emperatriz que ovo en Roma (Crescencia) o de una cantiga de Alfonso el Sabio. La situación de Cifar, marido de dos mujeres, pertenece a una leyenda muy conocida, cuya más bella expresión es el lai de Eliduc, de María de Francia. [1] La promesa que un rey hace de la mano de su hija al vencedor en la guerra o en un [p. 302] torneo es lugar común que se repite en el Fermoso cuento del Emperador Don Ottas, y que por raro caso se halla también en la versión inglesa del Gesta Romanorum, [1] donde Averroes, emperador de Roma, pregona las justas en que sale vencedor el caballero Plácido (otra variante de San Eustaquio). Son innumerables las versiones del tema de la inocente mujer perseguida y condenada a la hoguera por falsos indicios; pero el cuento que tiene verdadera analogía o más bien identidad con el de Grima y sus hijos, es el 36 de El conde Lucanor «de lo que contesció a un mercadero, cuando falló a su muger e a su fijo durmiendo en uno».

Con la histona de los hijos de Cifar, Garfín y Roboán, que comienza en el capítulo XCVII del primer libro, penetramos en un mundo enteramente distinto, en el mundo encantado, fantástico y lleno de prestigios, en que se mueven los héroes del ciclo bretón. El contraste no puede ser más grande ni menos hábil la fusión de elementos tan discordes como el bizantino y el céltico. Sublévase el conde Nasón contra su señor el rey; van a combatirle los dos príncipes acompañados del Ribaldo, le vencen y llevan preso a la corte, donde es condenado por traidor, quemado y hecho polvos, los cuales son lanzados en un lago muy hondo. «E quando alli los lançaron, todos los que estavan alli oyeron las mayores boses del mundo que davan so el agua; mas non podien entender lo que se desie. E assy como començo a bullir el agua, levantose della un viento muy grande a maravilla; de guisa que todos quantos alli estavan cuydaron peligrar e que los derribarie dentro, e fuyeron todos e vinieronse para el rreal, e contaronlo al rey e a todos los otros que maravillaronse mucho dello. E sy grandes maravillas parescieron alli aquel dia, muchas mas parescen y agora, segund cuentan aquellos que las vieron, e disen que oy dia van muchos a ver aquellas maravillas, ca veen alli cavalleros armados lidiando derredor del lago, e veen cibdades e castillos muy fuertes, combatiendo los unos a los otros, e dando fuego a los castillos e las cibdades. E quando se fasen aquellas visiones e van al lago, fallan que está el agua bulliendo tan fuerte que la non osan catar; e al derredor del lago, bien dos migeros (millas), es todo ceniza. E a las vegadas, parase alli una dueña muy fermosa en medio del lago, [p. 303] e faselo amansar, e llama a los que estan de fuera por los engañar, assi como acontesció a un cavallero que fue a ver estas maravillas, que fue engañado desta guisa.»

Y aquí comienza la peregrina y sabrosa historia de la Dama del Lago, de la cual, por ser la más antigua de su género escrita en nuestra lengua, daremos un extracto:

«Dise el cuento que un cavallero del rreyno de Panfilia oyó desir destas maravillas que parescien en aquel lago e fuelas a ver; e el cavallero era muy syn miedo e muy atrevido, ca non dubdara de provar las maravillas e aventuras del mundo e por esto avie nombre el Cavallero atrevido, e mandó fincar una su tienda cerca de aquel lago e alli se estava de dia e de noche, veyendo aquellas maravillas... Assi que un dia paresció en aquel lago una dueña muy fermosa, e llamó al caballero, e el cavallero se fue para ella...E ella le dixo que el omen del mundo que ella mas querie e mas amava que era a él, por el grand esfuerço que en él avie, e que non sabie en el mundo cavallero tan esforçado como él. E el cavallero, quando estas palabras oyó, semejóle que mostrarie covardia sy nen fisiese lo que ella queria e dixole assi: «Señora, sy esta agua non fuese mucho mas fonda, llegaria a vos. Non está fonda, dixo ella, ca por el suelo ando, e non me da el agua synon hasta el tovillo.» E ella alçó el pie del agua e mostró gelo; e al cavallero semejole que nunca tan blanco ni tan fermoso ni tan bien fecho pie viera como aquel, e cuydando que todo lo al se siguie asy segund aquello que parescie, llegose a la orilla del logo, e ella lo fue tomar por la mano, e dio con él dentro en aquel lago, e fuelo a levar por el agua, fasta que lo abaxó ayuso, e metiolo en una tierra muy estraña. E segund que a él le semejava, era muy fermosa e muy viciosa, e vido alli muy gran gente de cavalleros e de otros muchos omes que andavan por toda aquella tierra muy estraña; pero que no le fablaba ninguno dellos, nin de desia ninguna cosa, por la qual razón él estaba muy maravillado (cap. CX)........................................

»Antes que llegasen a la cibdad, salieron a ellos muchos cavalleros e otra gente a los recibir con muy grandes maravillas e alegrias, e dieronles sendos palafrenes ensellados e enfrenados muy noblemente, en que fuesen; e entraron en la cibdad e fueronse [p. 304] a los palacios do morava aquella dueña, que eran muy grandes e muy fermosos; ca asy le parescieron aquel cavallero tan noblemente obrados, que bien le semejava que en todo el mundo non podrien ser mejores palacios ni más nobles, nin mejormente obrados que aquellos; ca encima de las coberturas de las casas parescie que avie rrubies e esmeraldas e çafires, todos fechos a un talle o tan grandes como la cabeça de un ome, en manera que de noche asy alumbravan todas las cosas, que non avie camara nin logar por apartado que fuese que tan lumbroso non efuese como sy estuviese lleno de candelas. E fueronse a posar el  cavallero e la dueña en un estrado muy alto que les avien fecho de paños de seda e de oro muy nobles; e alli vinieron delante dellos muchos condes e muchos duques... e otra mucha gente, e fueron besar la mano al cavallero por mandamiento de la dueña; e rescibieronlo por señor. E de sy fueron puestas tablas por todo el palacio, e delante dellos fue puesta una mesa la mas noble que omen podie ver, ca los pies della eran todos de esmeraldas e de çafires e de rrubies; e eran tan altos como un cobdo o mas, e toda la tabla era de un rrubi, e tan claro era que non parescia synon una brasa. E en otra mesa apartada avie y muchas copas e muchos vasos de oro, muy noblemente obrados e con muchas piedras preciosas, asy que el menor dellos non lo podrien comprar los mas ricos tres reyes que oviese en aquella comarca; e atanta era la baxilla que alli era, que todos quantos cavalleros comien en aquel palacio, que era muy grande, comien en ella. E los cavalleros que alli comien eran dies rnil; e bien semejó al cavallero que sy él tantos cavalleros toviese en su tierra e tan bien guisados como a él parescien, que non avrie rey, por poderoso que fuese, que lo podiese sofrir, e que prodrie ser señor de todo el mundo. E alli les truxieron manjares de muchas maneras adobados, e trayanlos unas doncellas las mas fermosas del mundo e muy noblemente vestidas... pero que non fablavan nin desien ninguna cosa. E el cavallero se tovo por muy rico e por muy bien andante con tales cavalleros e con tanta rriquesa, que vido ante sy, pero tenia por muy estrana cosa non fablar ninguno, ca tan callando estavan, que non semejava que en todos los palacios ome oviese; e por ende non lo pudo sofrir e dixo: ¿Señora, qué es esto? ¿por qué non fabla esta gente?—Non vos maravilledes, dixo la dueña, [p. 305] ca costumbre es desta tierra, ca quando alguno rresciben por señor, fasta siete semanas non han de fablar, e non tan solamente al señor mas uno a otro; mas deven andar muy omildosos delante de su señor, e serle mandados en todas las cosas del mundo quales les él mandare. E non vos quexedes, ca quanda el plaso llegare, vos veredes qute ellos fablarán mas de quanta vos querredes; pero quando les mandaredes callar, callarán, e quando les mandaredes fabler, fablarán, e asy en todas las otras cosas que quisieredes. E de que ovieron comido, levantaron las mesas muy toste, e alli fueron llegados muy grand gente de juglares; e unos tocavan estrumentos e los otros saltavan; e los otros subian por el rrayo del sol a las finiestras de los palacios que eran muy altos, e descendien por él, asy como sy descendiesen por cuerda, nen se fasien ningun mal. «Sennora, dixo el cavallero, ¿qué es esto que aquellos omes suben tan ligeramente por el rrayo de aquel sol e descienden?» Dixo ella: «Ellos saben todos los encantamentos para faser todas estas cosas e mas. E non seades tan quexoso para saber todas las cosas en una ora, mas ved e called; asy podredes aprender mejor las cosas; ca las cosas que fueron fechas en muy grand tiempo e con muy grand estudio, non se pueden aprender en un dia (cap. CXII).

»De que fue ya anochecido, fueronse todos aquellos cavalleros de alli e todas las donsellas que alli servien, salvo dos; e tomaron por las manes la una al cavallero, e la otra a la señora, e levaronlos a una camera que estava tan clara como si fuese de dia por los rrubies que estaban alli engastonados encima de la camera; e echaronlos en una cama tan noble que en el mundo non podie ser mejor, e ssalieronse luego de la camera, e cerraron las puertas, asy que esa noche fue la dueña en cinta. E otro dia, en la mañana fueron alli las donsellas, e dieronles de bestir, e luego en pos desto agua a las manos en sendos bacines amos a dos de finas esmeraldas e los aguamaniles de sendos rrubies; e de sy vinieronse para el palacio mayor, e asentaronse en rico estrado, e venien delante ellos muchos trasechadores que plantavan arboles en medio del palacio, e luego nacien e florecien e crecien e levaban fruta; del qual fruto cogian las donsellas, e trayan en sendos bacines dello al cavallero e a la dueña. E creye el cavallero que aquella fruta era la mas fermosa e la mas sabrosa del mundo. «¡Valme Nuestro [p. 306] Señor, qué extrañas cosas ay en esta tierra, dixo el cavallero. —Cierto sed, dixo la dueña, que mas extrañas las veredes, ca todos los arboles de aquesta tierra e las yervas nacen e florecen e dan fruto nuevo de cada dia; e las otras reses paren a siete dias. —¿Cómo? dixo el cavallero, señora, puesto que vos soes en cinta, ¿a siete dias avredes fruto?—Verdad es, dixo ella.—Bendita sea la tierra, dixo el cavallero, que tan ayna lieva fruto e tan abondada es de todas las cosas». E asy pasaron su tiempo muy viciosamente, fasta los syete dias que parió la dueña un fijo, e dende a otros syete dias fue tan grande como su padre. «Agora veo, dixo el cavallero, que todas las cosas crecen aqui a desora; mas maravillome por qué lo fase Dios más en esta tierra que en otra». E penso en su coraçon de yr a andar por la cibdat por preguntar a otros qué podrie ser esto, e dixo. «Señora, sy lo por bien tovieredes, cavalgariamos yo e este mi fijo conmigo, e yriamos andar por esta tan noble ciudat por la mirar que tan noble es.—Mucho me place que vayades, dixo la dueña» (cap. CXIII).

En este paseo por la ciudad, el Caballero atrevido no sólo quebranta el juramento que había hecho a la dama del lago de no dirigir la palabra a ninguna dueña, sino que comienza a requerir de amores a una que le parece más hermosa que su señora. Al enterarse ésta de tal perfidia, «fue la mas sañosa cosa e la mas ayrada del mundo contra él; e asentose a un estrado e tenie el un braço sobre el conde Nason, al qual dio por traydor el rey de Menton, e el otro sobre su bisabuelo que fuera dado otrosy por traydor... E quando entraron el cavallero e su hijo por la puerta, en sus palafrenes, vieron estar en el estrado un diablo muy feo e muy espantable, que tenie los braços sobre los condes, e parescia que les sacava los coraçones e los comie. E dio un grito muy fuerte e dixo: «Vete, cavallero loco e atrevido, con tu fijo e sal de la mi tierra, ca yo soy la señora de la traycion». E fue luego fecho un gran terremoto que le semejó que todos los palacios e la cindad se venien a la tierra; e tomó un viento torbellino al cavallero e a su fijo, que bien por alli por do descendio el cavallero por alli los subio muy de rresio, e dio con ellos fuera del lago, cerca de la su tienda. E este terremoto syntieron bien a dos jornadas del lago, de guisa que cayeron muchas torres e muchas casas en las cibdades e en villas e en los castillos» (cap. CXVI).

[p. 307] El maltrecho caballero y su diabólico hijo fueron recogidos por sus escuderos en la tienda que habían plantado cerca del lago, pero los dos palafrenes en que venían montados se sumergieron en las pestilentes aguas de aquel mar muerto: «el uno en semejança de puerco, e el otro en semejança de cobra, dando las mayores bozes del mundo.. Al niño, que ya era mayor que su padre, acordaron de lo bautisar e pusieronle nombre Alberte diablo, e este fue muy buen cavallero de armas, e muy atrevido e muy syn miedo en todas las cosas, ca non avie en el mundo en que dubdase e que non acometiese. E deste linaje hay hoy dia cavalleros en aquel reyno de Panfilia mucho endiablados e muy atrendos en sus fechos» (cap. XCVII).

Alguna reminiscencia de la leyenda de Roberto el diablo puede reconocerse en este final. En cuanto a la tradición de la Dama del Lago pertenece al fondo común de la mitología céltica, y está emparentada con otras creencias supersticiosas que a cada paso se encuentran en el folk-lore de toda Europa, sin excluir el de España (las xanas de Asturias, las moras encantadas, etc.). Las maravillas del sulfúreo lago recuerdan, por otra parte, el cuento del joven sultán de las Islas Negras en Las mil y una noches, donde se habla de una ciudad sumergida, cuyos habitantes se habían convertido en pescados; y una leyenda de Frisia, en que se supone que la ciudad de Staverne padeció el mismo castigo por su soberbia, y que cuando la mar está tranquila, se oye todavía el son de sus campanas tocadas por los peces. Pero el pasaje más curioso, porque en España fué escrito seguramente y a España se refiere, es el del capítulo III del pseudo Turpin, que contiene una especie de geografía de la Península, enumerando las villas y lugares que según el fabuloso cronista conquistó Carlo-Magno. Entre ellas, se cita una llamada Lucerna, situada in valle viridi (Valverde), la cual por mucho tiempo se resistió a las armas del Emperador, hasta que, invocando éste la protección de Dios y del Apóstol Santiago, cayeron los muros por tierra y la ciudad quedó desolada hasta el día de hoy, ocupando su centro una gran laguna de pestíferas aguas, llena de peces negros. [1]

[p. 308] Pero si en los pormenores de esta leyenda puede encontrarse algo que no corresponde peculiarmente al ciclo bretón, el colorido general de la historia del Caballero Atrevido es el de los cuentos de la Tabla Redonda, y no hay duda posible respecto a la historia de Roboam, hijo menor de Cifar, que forma por sí solo el libro tercero de tan voluminosa novela. Sería fatigoso detallar las proezas que lleva a cabo en el reino de Pandulfa, en el condado de Turbia, y finalmente en el imperio de Tigrida, cuyo dominio obtiene con la mano de la emperatriz. Pasaremos por alto sus victorias sobre el rey de Grimalet y el de Bres en defensa de la infanta Seringa; la pasion, mal correspondida al principio, que por él siente esta dama, y las pláticas de honesta tercería en que interviene la discreta viuda Gallarda. Pero no podemos menos de mencionar el extraño episodio del emperador de Tigrida, que no se reía nunca, y a quien le preguntaba la causa de no reirse mandaba cortar la cabeza, si bien con Roboam mostró más clemencia, por el mucho amor que le tenía, contentándose con desterrarle. Baist ha conjeturado que este episodio, que se encuentra también en cuentos populares de varias naciones, puede proceder de un lai francés de Tristan qui onques ne risi, del cual sólo se conserva el título. Todo el fantástico relato de las ínsulas dotadas (es decir, afortunadas) entra de lleno en la materia de Bretaña, y el autor no disimula su origen. La emperatriz Nobleza, señora de aquellas ínsulas, había tenido por madre a «la Señora del Parescer, que fue a salvar e guardar del peligro muy grande a Don Juan, fijo del rrey Orian, segund se cuenta en la su estoria, quando Don Juan dixo a la reyna Ginebra que él avie por señora una dueña mas fermosa que ella, e ovose de parar a la pena que el fuero de nuestra tierra manda, sy no lo provase, segund era costumbre del reino. ¿E quien fue su padre? dixo el Infante.—Señor, Don Juan fue casado con ella, segun podredes saber por el libro de la su estoria, sy quisierdes leer por él... E la doncella lleuaba el libro de la estoria de Don Juan, e començo a leer en él; e la donzella leye muy bien e muy [p. 309] apuestamente e muy ordenadamente de guisa que entendie el infante muy bien todo lo que ella leye, e tomaua en ello muy grande placer e grand solaz; ca çierta mente non ha omen que oye la estoria de Don Juan que non rresciba ende muy grand plazer por las palabras muy buenas que en él dise, e todo omen que quisiere aver solaz e plazer, e aver buenas costunbres, deue leer el libro de la estoria de Don Juan».

¿Cuál sería esta ponderada historia de Don Juan? Aunque este nombre parece corresponder al Ivain de la Tabla Redonda, la aventura que el autor del Cifar le atribuye no pertenece a él, sino a otro paladín bretón, Lanval (héroe de uno de los lais de María de Francia), según observan Baist y Wagner. Hay aquí, por tanto, una confusión, derivada quizá de que el autor citaba de memoria su fuente. Otra mención expresa de las novelas de este ciclo hace el Ribaldo en el capítulo CV del primer libro: «ca non se vido el rrey Artur en mayor priesa con el gato Paus que nos vimos nosotros con aquellos malditos. El combate entre Artur y el monstruoso gato del Lago de Ginebra (cath Palug) está contado en una de las variantes del Merlín. Otro libro que no ha podido identificarse hasta ahora cita nuestro autor, y la cita no parece imaginaria: «De tal natura era aquel cauallo que non comie nin beuie; ca este era el cauallo que ganó Belmonte, fijo del rrey Trequinaldus, a Vedora quando se partio de su padre, segund se cuenta en la estoria de Belmonte: e tenielo esta Emperatriz en su poder e a su mandar por encantamiento» (cap. XXXVI del libro III).

Todo el cuento de las ínsulas dotadas, que es una de las mejores partes del libro, esta tejido con reminiscencias de los poemas de la materia de Bretaña. El beael sin remos en que se aventura Roboam y que le conduce al país encantado donde le brinda con su amor la emperatriz Nobleza, tiene similares en el lai de María de Francia Guigemer, y en una novela que, sin pertenecer estrictamente a este ciclo, puede considerarse afín a él: el Partinuplés de Blois. El diablo que se presenta a Roboam en una cacería disfrazado de mujer «la mas fermosa del mundo», y para derribarle del feliz estado en que le veía le induce a pedir sucesivamente a la emperatriz su alano, su azor y su caballo, dones funestos que ella no podía negarle, pero que habían de traer la separación de los dos amantes, es un trasunto de las maléficas hadas o [p. 310] encantadoras de la leyenda céltica. En las quejas de la abandonada señora parece que hay un eco de las de Dido, pero, más afortunada que la mísera reina de Cartago, no la faltó un parvus Aeneas con quien consolarse. Llamáronle el caballero Afortunado, y sin duda el autor del Cifar pensó en escribir su historia, puesto que nos dice que hay un libro en caldeo, donde se cuentan «lo buenos fechos que fiso, despues que fue de edad, e anduvo en demanda de su padre».

Hemos indicado que la parte didáctica ocupa largo espacio en El caballero Cifar. Todo el libro segundo, en que la narración se interrumpe por completo, está dedicado a los castigos y documentos morales que el rey de Mentón daba a sus hijos Garfín y Roboam. La mayor parte de estos castigos están tomados literalmente de las FIores de Filosofía, como ya demostró Knust, pero el autor parece haber aprovechado también, aunque de un modo menos servil, la Segunda Partida, y es evidente que manejó mucho el libro compuesto por don Sancho el Bravo, para la educación de su hijo.

Según costumbre general en esta clase de catecismos ético políticos, tan del gusto de la Edad Media, la enseñanza está corroborada con una serie de apólogos, cuentos y anécdotas, casi todos de fuente muy conocida. Unas son fábulas esópicas, como la del asno que quiso remedar los juegos y travesuras de un perrillo faldero, y la del lobo y las sanguijuelas; otras proceden de la novelística oriental, como el lindísimo apólogo del cazador y la calandria, más conocido por el de los tres consejos; en que el autor del Cifar parece haber seguido la versión del Barlaam y Josafat, con preferencia a la de la Disciplina Clericalis, aunque probablemente conocía las dos. [1] La alegoría del Agua, del Viento y de la Verdad no tiene fuente literaria señalada hasta ahora, pero ha dejado rastros en el folk-lore peninsular, y también en las Noches de Straparola (XI, 3). El cuento de la prueba de los amigos ha salido del fondo eternamente explotado de Pedro Alfonso, y ya sabemos que se encuentra también en el libro del Rey don Sancho, en El conde Lucanor y en el Espejo de Legos, para no hablar de [p. 311] Las innumerables versiones forasteras. A esta historia sirve de complemento en la Disciplina, y también en el Cifar y en el Libro de los Enxemplos, otra todavía más célebre, la de los dos constantes amigos, que pasó al Decamerón (novela de Tito y Gesipo), aunque notablemente ampliada en los pormenores. El cuento del alquimista es una variante muy curiosa del que traen don Juan Manuel en el Libro de Patronio y R. Lull en el Felix. Hay también algunas leyendas piadosas de las más conocidas, como la del niño salvado del horno. Fácil sería proseguir en el cotejo de otras leyendas, pero es trabajo que ya ha realizado Wagner satisfactoriamente.

El autor del Cifar cuenta bien todos estos ejemplos, con bastante riqueza de detalles, y aunque está a mucha distancia de don Juan Manuel, todavía lo está más de la seca y esquemática manera de la Disciplina Clericalis y del Libro de Los Exemplos. Para mí es evidente que merece el segundo lugar entre los cuentistas del siglo XIV.

Pero su mérito mayor no consiste en esto, ni tampoco en haber incorporado en nuestra literatura gran número de elementos extraños, sino en la creación de un tipo muy original, cuya filosofía práctica, expresada en continuas sentencias, no es la de los libros, sino la proverbial o paremiológica de nuestro pueblo. El Ribaldo, personaje enteramente ajeno a la literatura caballeresca anterior, representa la invasión del realismo español en el género de ficciones que parecía más contrario a su índole, y la importancia de tal creación no es pequeña, si se reflexiona que el Ribaldo es hasta ahora el único antecesor conocido de Sancho Panza. Cervantes, que tan empapado estaba en la literatura caballeresca y tantos libros de ella cita, no menciona El caballero Cifar; acaso le había leído en su juventud y no recordaría ni aun el título, pero no puede negarse que hay parentesco entre el rudo esbozo del antiguo narrador y la soberana concepción del escudero de don Quijote. La semejanza se hace más sensible por el gran número de refranes que el Ribaldo usa a cada momento en la conversación. Hasta sesenta y uno ha recogido y comentado Wagner, sin contar con los proverbios de origen erudito. Quizás no se hallen tantos en ningún texto de aquella centuria, y hay que llegar al Arcipreste de Talavera y a la Celestina para ver abrirse de nuevo esta caudalosa [p. 312] fuente del saber popular y del pintoresco decir. Pero el Ribaldo no sólo parece un embrión de Sancho en su lenguaje sabroso y popular, sino también en algunos rasgos de su carácter. Desde el momento en que, saliendo de la choza del pescador, interviene en la acción de la novela, precede como un rústico malicioso y avisado, socarrón y ladino, cuyo buen sentido contrasta las fantasías de su señor «el caballero Viandante», a quien, en medio de la cariñosa lealtad que le profesa, tiene por «desventurado e de poco recabdo», sin perjuicio de acompañarle en sus empresas y de sacarle de muy apurados trances, sugiriéndole, por ejemplo, la idea de entrar en la ciudad de Mentón con viles vestiduras y ademanes de loco. Él, por su parte, se ve expuesto a peligros no menores, aunque de índole menos heroica. En una ocasión le liberta el caballero Cifar al pie de la horca donde iban a colgarle, confundiéndole con el ladrón de una balsa. No había cometido ciertamente tan feo delito, pero en cosas de menor cuantía pecaba sin gran escrúpulo y salía del paso con cierta candidez humorística. Dígalo el singular capítulo LXII (trasunto acaso de una facecia oriental), en que se refiere cómo entró en una huerta a coger nabos y los metió en el saco:

«Ellos andudieron ese dia atanto fasta que llegaron a una villeta pequeña que estava a media legua del real de la puente; e el cavallero, ante que entrasen en aquella villeta, vido una huerta en un valle muy fermosa; e avia alli un nabar muy grande, e dixo al Ribaldo: «Ay, amigo, qué de buen grado comeria de aquellos nabos, si oviese quien me los sopiese adobar bien!—Sseñor, dixo el Rribaldo, yo vos los adobaré, ca lo sé faser muy bien». E llegó con él a una alvergueria, e dexólo alli, e fuese para aquella huerta con un saco a cuestas; e falló la puerta cerrada, e subio sobre las paredes, e saltó dentro, e començó de arrancar de aquellos, e los mejores metiolos en el saco. E él estando arrancando los nabos, entró el señor de aquella huerta, e quando lo vido, fuese para él e dixole: «Don ladron, malo false, vos yredes agora comigo preso delante de la justicia, e dar vos han la pena que merescedes, por que entraste por las paredes a furtar los nabos.—Ay, sseñor, dixo el Rribaldo, sy Dios vos dé buena ventura que lo non fagades, ca forçadamente entré aqui.—¿E cómo forçadamente? dixo el sseñor de la huerta, ca non veo en ti cosa porque ninguno te [p. 313] deviese faser fuerça, si vuestra rnaldad non vos la fisiese faser.—Sseñor, dixo el Rribaldo, yo pasando por aquel camino, fixo un viento atan fuerte que me fixo levantar por fuerça de tierra, e lançome en esta huerta.—E pues ¿quién arrancó estos nabos? dixo el señor de la huerta.—Sseñor, dixo el Ribaldo, el viento era tan rresio e atan fuerte que me levantaba de tierra, e con miedo del viento que me non lancase en algund mal logar, traveme a las fojas de los nabos e arancavanse.—¿Pues quién metió estos nabos en este saco? dixo el hortelano.—Sseñor, dixo el Rribaldo, deso me fago yo muy maravillado.—Pues que tú te maravillas dixo el señor de la huerta, bien das a entender que non has culpa en aello, e perdonotelo esta vegada.—Ay sseñor, dixo el Rribaldo, ¿e qué perdon ha menester el que está sin culpa? Mejor fariedes de me dexar levar estos nabos por el laserio que llevé en los arrancar; pero que lo fise contra mi voluntad, forçandome el grand viento.—Plaseme, dixo el señor de la huerta, porque tan bien te defiendes con mentiras tan fermosas, e toma los nabos, e vete tu carrera, e guardate de aqui adelante, que non te contesca otra vegada, si non tú lo pagarás». E fuese el Rribaldo con sus nabos muy alegre, porque tan bien escapara; e adobolo muy bien con buena cecina que falló a comprar, e dio a comer al cavallero, e comió él.»

Aunque en esta y en alguna otra aventura el Ribaldo parece precursor de los héroes de la novela picaresca, todavía más que del honrado escudero de don Quijote, difiere del uno y de los otros en que mezcla el valor guerrero con la astucia. Gracias a esto su condición social va elevándose y depurándose: hasta el nombre de Ribaldo pierde en la segunda mitad del libro: «Probó muy bien en armas e fixo muchas cavallerias e buenas, porque el rrey tovo por guisado de lo faser cavallero, e lo fizo e lo heredó e lo casó muy bien; e desianle ya el Cavallero Amigo».

Nos hemos dilatado tanto en el estudio del Caballero Cifar, no sólo por el interés que despiertan su remota antigüedad y lo abigarrado y curioso de su contenido, sino por ser obra casi enteramente ignorada en España, aunque muy estudiada fuera de aquí. Los historiadores de nuestra literatura han prescindido de ella casi por completo. Amador de los Ríos y Ticknor dan indicios de no conocer más que su título, y el mismo Gayangos parece [p. 314] considerarla como una de las imitaciones del Amadís, al cual puede ser anterior, a lo menos como ficción en prosa, y con el cual no tiene el menor punto de analogía. Creemos, por el contrario, que Baist [1] está en lo firme cuando califica el Cifar de la más antigua novela original castellana (die älteste selbständige kastilische fiktion). No es libro de caballerías puro, sino un libro de transición en que se combinan lo caballeresco, lo didáctico y lo hagiográfico. Esta rara combinación daña al efecto artístico, pero agrada al investigador curioso y hace menos fatigosa su lectura que la de otras obras de su género. Hasta la ranciedad y llaneza de su estilo le pone a salvo de la retórica amanerada y enfática que corrompió estos libros desde la cuna. Suponemos que la influencia del Cifar hubo de ser pequeña, puesto que una vez sola fué impreso, pero basta el que pueda contársele entre los precedentes remotos del Quijote para que ofrezca atractivo y novedad su estudio.

Mucho más importa, sin embargo, el Amadís de Gaula, obra capital en los anales de la ficción humana, y una de las que por más tiempo y más hondamente imprimieron su sello, no sólo en el dominio de la fantasía, sino en el de los hábitos sociales. Larga y enojosa disputa que ya debiera estar resuelta en cuanto a la sustancia, si no se hubiesen mezclado apasionamientos y prevenciones nacionales en el ánimo de los contendientes, apartándolos de la serena y justa estimación de los hechos, ha dividido a los eruditos portugueses, castellanos y franceses, que por distintos motivos reclaman para sus respectivas literaturas el honor de tan famosa composición. Otros literatos menos interesados en la querella, especialmente alemanes e ingleses, han terciado en favor de una u otra de las partes litigantes, y aunque el fallo ha quedado en suspense, existe ya entre los jueces imparciales una poderosa corriente de opinión, que acaso se convertirá pronto en sentencia definitiva. Pero entiéndase que esta sentencia no podrá disipar todas las tinieblas que cercan la cuna del Amadís. Sólo el hallazgo de nuevos documentos, y sobre todo el de alguna de las [p. 315] redacciones primitivas de la novela, podrían aclarar el misterioso problema de sus orígenes.

El texto actual de los cuatro libros del «esforzado et virtuoso caballero Arnadis, hijo del rey Perion de Gaula y de la reina Elisena», está en lengua castellana, y su primera edición conocida es la de Zaragoza, por Jorge Coci, 1508, [1] descubierta en estos últimos años, no la de Roma de 1519, por Antonio de Salamanca, que hasta ahora ha venido pasando por tal en las bibliografías. Según se expresa en el encabezamiento del primer libro, «fue corregido y emendado por el honrado e virtuoso caballero Garci Rodriguez [p. 316] de Montalbo (en las ediciones posteriores Garci-Ordóñez), regidor de la noble villa de Medina del Campo, e corrigiole de los antiguos originales, que estaban corruptos e compuestos en antiguo estilo, por falta de los diferentes escriptores; quitando muchas palabras superfluas, e poniendo otras de más polido y elegante estilo, tocantes a la caballeria e actos della; animando los corazones gentiles de mancebos belicosos, que con grandísimo afecto abrazan el arte de la milicia corporal, avivando la inmortal memoria del arte de caballeria no menos honestisimo y glorioso».

A primera vista pudiera creerse que esta declaración alcanza a los cuatro libros, y que la tarea de Montalvo fué meramente la de un corrector o a lo sumo la de un refundidor; pero basta leer con atención el prólogo para comprender que su parte fué mucho mayor, a lo menos respecto del libro cuarto, tan diverso en estilo y carácter de los tres primeros, al cual añadió después el libro quinto, o sean las Sergas de Esplandián, que son enteramente de su cosecha: «Corrigiendo estos tres libros de Amadis, que por falta de los malos escriptores o componedores muy corruptos o viciosos se leian, y trasladando y emendando el libro cuarto con las Sergas de Esplandian, su hijo, que hasta aqui no es memoria de ninguno ser visto; que por gran dicha parescio en una tumba de piedra que debajo de la tierra de una ermita cerca de Constantinopla fue hallado y traido por un hungaro mercader a estas partes de España, en la letra y pergamino tan antiguo, que con mucho trabajo se pudo leer por aquellos que la lengua sabian. Los cuales cinco libros, como quiera que hasta aqui más por patrañas que por coronicas eran tenidos, son, con las tales enmiendas, acompañados de tales ejemplos y doctrinas, que con justa causa se podran comparar a los livianos y febles saleros de corcho, que con tiras de oro y de plata son encarcelados y guarnecidos».

Prescindiendo de la tumba de piedra y del mercader húngaro, que es una de las ficciones habituales en los proemios de este género de libros, cuyos autores pretenden siempre haberlas traducido de lenguas más o menos exóticas y remotas, y también de la manifiesta contradicción que las últimas palabras envuelven, puesto que si no había memoria de hombre que hubiese visto el [p. 317] libro cuarto, ni las Sergas, [1] no era fácil que fuesen calificados de patrañas ni de crónicas; lo que resulta claro es que el regidor de Medina establece una distinción entre los tres primeros libros, conocidos ya, y el cuarto con su secuela de las Sergas, o sea, «el ramo que de los cuatro libros de Amadís de Gaula sale».

Y en efecto, desde fines del siglo XIV era conocido y aun popular en España un Amadís de Gaula en tres libros. Cítale el llamado Pero Ferrús, cuyo verdadero nombre parece haber side Pero Ferrandes, según recientes investigaciones del señor Rodríguez Marín. Ferrús o Ferrandes, que es uno de los más antiguos poetas del Cancionero de Baena, puesto que compuso versos a la muerte de don Enrique II, acaecida en 1379, [2] escribe en un dezyr al canciller Ayala, ponderando la vida de la sierra:

       Amadys, el muy fermoso,
       Las lluvias y las ventiscas
       Nunca las falló ariscas
       Por leal ser e famoso:
       Sus proezas fallaredes
        En tres libros, e diredes
       Que le de Dios santo poso.
                         (Núm. 305)

El texto es terminante en cuanto al número de los libros, pero hay otra mención del Amadís, probablemente anterior: la del mismo Canciller Ayala en su Rimado de Palacio. Sea cualquiera la opinión que se adopte acerca de la fecha de la composición de este libro (rechazando por supuesto el falso epígrafe de uno de los códices que le supone escrito durante la breve prisión de Ayala después de la batalla de Nájera (1367) y en Inglaterra a donde no llegó a ir nunca), no hay duda que una parte considerable del [p. 318] poema fué compuesta en el castillo de Oviedes, donde por quince meses le tuvieron en duro cautiverio los portugueses después de la batalla de Aljubarrota (1385), y que las 704 estrofas primeras, en que no hay alusión alguna a su prisión, deben ser anteriores, puesto que la última fecha que en ellas se cita es la de 1380. El Rimado empieza, como es sabido, con la confesión de Ayala, que entre sus pecados incluye la lectura de libros profanos:

       Plógome otrossi oyr muchas vegadas
       Libros de deuaneos e mentiras probadas,
        Amadis, Lanzalote e burlas asacadas
       En que perdi mi tiempo a muy males jornadas
                                                         (Copla 162.)

Ayala había nacido en 1332; no sabemos a qué época de su vida se refiere esta parte de la Confesión, pero tales lecturas parecen más propias de la mocedad alegre y frívola que de la edad madura de un tan grave hombre político, historiador y moralista como era el Canciller, aunque pagase no ligero tributo a las flaquezas de la carne, según insinúa su biógrafo Fernán Pérez de Guzmán.
Es digno de repararse que la mención del Amadís en nuestros poetas de los primeros reinados de la casa de Trastamara, va unida casi siempre con la de los héroes más populares del ciclo carolingio y bretón. Pero Ferrandes le cita al lado de Roldán, del rey Artús, de don Galaz, de Lanzarote y de Tristán. Con el mismo Lanzarote le equipara el canciller Ayala. En 1405, escribía Micer Francisco Imperial, celebrando el nacimiento del príncipe don Juan II en la ciudad de Toro:

       Todos los amores que ouieron Archiles
       Paris e Troylos de las sus señores,
       Tristán, Lançarote de las muy gentiles
       Sus enamoradas e muy de valores;
       Él e su muger ayan mayores
       Que los de Paris e los de Vyana,
       E de Amadis e los de Oriana
       
E que los de Blancaflor e Flores.
                                      (Núm. 226.)

Un año después (1406) el monje jerónimo Fr. Migir, capellán del obispo de Segovia don Juan de Tordesillas, en un dezir [p. 319] compuesto con ocasión de la muerte de don Enrique III, decía, enumerando varios personajes históricos y fabulosos:

       ........... Amadís apres,
       Tristán e Galás, Lançarote del Lago,
       E otros aquestos decitme: quál drago
       Tragó todos estos, e d'ellos qué es?
                                      (Núm. 38.)

Citado siempre el Amadís en compañía de las novelas más célebres del ciclo de la Tabla Redonda, no cabe duda que era tan popular como ellas. Su contenido debía de ser sustancialmente el mismo que el de los tres primeros libros actuales; la heroína se llamaba Oriana, y entre los personajes secundarios figuraba Macandón, paje del rey Lisuarte, que a los sesenta años solicitó y logró ser armado caballero, con gran risa y algazara de damas y doncellas. A él aluden estos versos de un dezir de Alfonso Álvarez de Villasandino, dirigido al condestable Ruy López Dávalos :

       E pues non tengo otra rrenta,
       Quise ser con gran rrazon
       El segundo Macandon ,
       
Que despues de los sesenta
       Començo a correr tormenta,
       E fue cavallero armado;
       Mi cuerpo viejo cansado
       Dios sabe sy se contenta.
                                      (Núm. 72.)

El episodio a que se elude está en el libro II, cap. XIV del Amadís que hoy leemos, y al recordar Villasandino tan insignificante pasaje estaba seguro de ser entendido por toda la sociedad cortesana de su tiempo. Toda ella se deleitaba con aquellas escripturas provadas, a que se refiere Fernán Pérez de Guzmán en un decir a la muerte, inserto en el mismo Cancionero de Baena:

       Ginebra e Oriana,
       
E la noble rreyna Iseo,
       Minerva e Adriana,
       Dueña de gentil asseo,
       Segunt que yo estudio é leo,
       En escripturas provadas
       Non pudieron ser libradas
       Deste mal escuro y feo.
                                          (Núm. 572.)

[p. 320] Comprobada de este modo la existencia y celebridad del libro a principios del siglo XV y aun antes, sería inútil allegar textos de poetas más modernos, como el Cartagena del Cancionero General, que llamó Oriana a su dama. Por otra parte, esta cita nada probaría, puesto que hoy está plenamente demostrado que el Cartagena trovador no fué ni pudo ser el celebérrimo Obispo de Burgos don Alonso de Santa María, sino un caballero de su mismo apellido y familia, que floreció en tiempo de la Reina Católica y cantó en elegantes metros sus virtudes. [1]

Aparte de la tradición literaria, [2] el Amadís dejó otros vestigios en la sociedad castellana del siglo XV. En el monumento sepulcral del Maestre de Santiago, don Lorenzo Suárez de Figueroa, muerto en 1409, que estaba antes en la iglesia de su orden y hoy está en la de la Universidad de Sevilla, a los pies de la estatua yacente del caballero se encuentra un perro que en el collar lleva escrito dos veces en letras góticas el nombre de Amadís. [3] Popular debía de ser en tiempo de don Juan II el héroe caballeresco, cuando su nombre se aplicaba hasta a los perros.

No es menos curiosa, sino acaso más, porque prueba que el tema de Amadís había pasado de la literatura al arte pictórica [p. 321] cuando el arte español estaba en la cuna, la noticia que nos proporciona el sabio humanista, pintor y poeta Pablo de Céspedes en el Discurso de la comparación de la antigua y moderna pintura y escultura que en 1604 escribió a instancias de Pedro de Valencia: «Acuérdome haber visto en Nápoles unas sargas ya viejas en la guarda-ropa de un caballero, que las estimaba harto, hechas en España. La manera de pintar era gentilísima de algún buen oficial antes que se inventase la pintura al olio, y todas las figuras (era la historia de Amadís de Gaula) con sus nombres apuestos en español, que también esto se usó cuando después de perdida la pintura comenzaba a levantarse de sueño tan largo.» [1] La fecha más moderna que se asigna a la invención de la pintura al óleo por los flamencos es 1410. Júzguese por este dato de la antigüedad de las sargas.

Pero ese libro tan traído y llevado durante el siglo XV, ¿en qué lengua se leía? ¿En castellano, en portugués, en francés? Los textos no nos autorizan para afirmar nada, y sólo podemos proceder por conjetura razonable.

La tradición portuguesa sobre el origen del Amadís es antigua y tiene en su abono poderosas razones, aunque con ellas se hayan mezclado otras vanas y sofísticas, que tampoco faltan en los abogados de la parte castellana. No hay en los poetas portugueses del siglo XV alusiones al Amadís tan antiguas como en los poetas castellanos, lo cual se explica bien considerando que casi todo el caudal poético de la primera mitad del siglo XV ha desaparecido, quedando una gran laguna entre los cancioneros de la escuela galaica que propiamente terminan en el reinado de Alfonso IV y el Cancionero de Resende compilado en los primeros años del siglo XVI con obras líricas de autores que florecieron los más después de 1450 y aparecen enteramente dominados por la influencia de Castilla. Pero tenemos en cambio un libro en prosa, la [p. 322] Crónica del Conde don Pedro de Meneses, escrita en 1454 por Gomes Eannes de Azurara, donde terminantemente se dice que «el Libro de Amadís fué compuesto a placer de un hombre, que se llamaba Vasco de Lobeira, en tiempo del rey don Fernando, siendo todas, las cosas del dicho libro fingidas por el autor». [1] En vano el doctor Braunfels, que es acaso el más ingenioso y hábil defensor de la originalidad castellana del Amadís, [2] quiere desvirtuar la autoridad de este pasaje, suponiéndole apócrifo e interpolado. Las razones que da no convencen, y el procedimiento crítico es de los más aventurados y peligrosos que pueden emplearse. Lo que importa es graduar el crédito que puede darse a la noticia de Azurara.

Desde luego, causa extrañeza que un libro compuesto por capricho individual en tiempo del Rey de Portugal don Fernando (1367-1383), cuando la literatura portuguesa apenas había producido obras en prosa y no influía en la España central más que [p. 323] por el elemento lírico, se popularizase tan rápidamente que pudiera arrepentirse de su lectura el Canciller Ayala en versos que seguramente son anteriores a 1385. La inverosimilitud sube de punto si se atiende a los únicos datos positivos que tenemos de Vasco de Lobeira. Consta, en efecto, que este hidalgo, natural de Oporto, fué armado caballero por don Juan I el día de la batalla de Aljubarrota, y figura en la lista que trae Duarte Núñez de León en su Crónica. Según el rigor de las costumbres y prácticas caballerescas, la orden de caballería no se daba antes de los veintiún años; pero estas prácticas estaban harto relajadas en las postrimerías del siglo XIV, y más en trances tan solemnes y críticos como el de aquel día, en que el Maestre de Avís debía esforzarse a toda costa en honrar y alentar a todos sus partidarios. Admitiendo, no obstante, que Vasco de Lobeira hubiese cumplido la edad legal o pasase algo de ella, siempre resultaría que aquel escudero o doncel era un mozalbete, comparado con el Canciller Mayor de Castilla, que tenía cincuenta y tres años cuando cayó prisionero en aquella misma jornada. ¿Cómo es posible que la lectura del libro que acababa de componer aquel oscuro joven figurara ya en la lista de los pecados del viejo? Porque suponer que le leyó durante su cautiverio sería forzar demasiado los límites de la paradoja. Durante los quince meses que los portugueses le tuvieron en «jaula de hierro» hasta que pagó su rescate, no debía de estar templado el ánimo de Ayala para lecturas de pasatiempos; más graves pensamientos embargaban su espíritu, pensamientos de sátira social generosa y elevada, ardientes efusiones de devoción a la Virgen, lamentaciones sobre el estado de la Iglesia y los progresos del cisma, la poesía viril y austera que en el Rimado de Palacio se contiene y que es antítesis viva de los devaneos caballerescos. El imitador y traductor de los Morales de Job y de la Consolación de Boecio, estos libros y otros tales debió de tener por compañeros de su prisión, y por único solaz y refugio de su ánimo afligido y conturbado a un tiempo por el desastre nacional, por los recios huracanes que combatían la nave de San Pedro y por el duelo de la muerte de su padre.

Algunos eruditos portugueses no han dejado de advertir la dificultad cronológica de que Ayala pudiera conocer la obra de Lobeira y han procurado eludirla con el peregrino recurso de [p. 324] suponerle muy viejo en 1385, tan viejo que pudo alcanzar la corte de Alfonso IV cuando todavía era infante, es decir, antes de 1325, y componer entonces el Amadís y hacer a instancias del príncipe la enmienda del episodio de Briolanja. ¡Buena edad tendría cuando fué armado caballero: ni el Macandón de la novela esperó tanto! Pero, además, el texto de Azurara es terminante y hay que tomarle como suena. Vasco de Lobeira, si escribió en todo o en parte el Amadís, lo escribió en tiempo del rey don Fernando.

Azurara fué el primero que consignó esta tradición, pero seguramente no la había inventado, porque otros la repiten en el siglo XVI, sin tomarla de su crónica, que estuvo inédita hasta 1792 y sepultada en un solo códice. En 1549, componía el gran historiador Juan de Barros su Libro das antiguidades e cousas notaveis de antre Douro e Minho, que todavía permanece inédito, según creo. Entre los varones ilustres de Oporto hace esta conmemoración de Lobeira: «E d'aqui foi natural Vasco Lobeira, que fez os primeiros 4 libros de Amadis, obra certo mui subtil e graciosa e aprovada de todos os gallantes; mas como estas cousas se secam en nossas maos, os castelhanos lhe mudaran a linguagem, e atribuiram a obra a si». [1]

Azurara no había dicho en qué lengua escribió Lobeira; Juan de Barros da un paso más, y considera el texto castellano como traducción del portugués: «y como estas cosas se secan en nuestras manos, los castellanos le mudaron el lenguaje, y se atribuyeron la obra».

Vienen luego los dos sonetos que con afectación de lenguaje arcaico compuso el célebre poeta quinhentista Antonio Ferreira. [2] El primero puesto en boca del infante don Alfonso, exigiendo la famosa corrección del episodio de Briolanja (que trataremos aparte), empieza con estos versos:

        [p. 325] Bom Vasco de Lobeira, e de gra sen
       De prao que vos avedes bem contado
        O feito d' Amadis o namorado
       Sem quedar ende por contar hi ren...

El segundo soneto es una imitación del Petrarca, que nada tiene que ver con el Amadís, salvo el nombre de Briolanja. Es de suponer que Ferreira, como todos sus contemporáneos, leía el Amadís en castellano. De todos modos, no es él quien afirma la existencia del manuscrito original en el archivo de la casa de Aveiro. Esta problemática noticia la dió su hijo Miguel Leite Ferreira en una nota curiosísima [1] que puso en la edición póstuma de los Poemas Lusitanos de su padre (Lisboa, 1598, por Pedro Graessbeck); nota que, por estar algo escondida debajo de la fe de erratas, se ocultó a la erudición de don Pascual Gayangos, llevándole a negar su existencia. Es, por consiguiente Miguel Leite Ferreira quien afirma, en 1598, que «el original del Amadis (no dice en que lengua, pero es de suponer que en portugués) andaba en la casa de Aveiro».

Nada se sabe del paradero de tal manuscrito. Consta, sí, que entre los libros raros de la biblioteca del conde de Vimeiro, existía en 1686 un Amadis de Gaula em portuguez. Pero este libro invisible había desaparecido ya en 1726, puesto que el conde da Ericeyra, al dar cuenta a la Academia de Historia Portuguesa de los restos de aquella insigne librería, formada en gran parte con los impresos y manuscritos que habían pertenecido al erudito chantre de Coimbra Manuel Severim de Faria, no cita el Amadís más que con referencia al catálogo alfabético, del cual faltaban ya muchos artículos, ni da la menor indicación acerca de él. Después se pierde todo rastro de esta ave fénix de la bibliografía. «El terremoto de 1755 (dice algo candorosamente T. Braga), en que [p. 326] ardieron las más ricas bibliotecas portuguesas, vino a poner un límite a las esperanzas de encontrar el original del Amadís, ignorado desde 1686». [1] ¿Un límite? ¿Por qué? En estos casos no debe desesperarse nunca. Pero la verdad es que toda esta vaga historia de un códice perdido, sin que en tanto tiempo se le ocurriera a nadie leerle ni describirle siquiera, trae a la memoria aquella redondilla de don Antonio Solís:

       Amor es duende importuno
       Que revuelto al mundo tray.
       Todos dicen que le hay,
       Mas no le ha visto ninguno.

Además, cabe en lo posible que ese Amadís portugués fuese una traducción más o menos antigua del castellano. La vaguedad con que se habla de él abre la puerta a cualquier conjetura. El hijo de Ferreira le califica de original, pero no sabemos con qué fundamento; ni siquiera dice haberle visto, sino sólo que «andaba en casa de Aveiro».

Lo único digno de tenerse en cuenta que hemos encontrado hasta ahora, es la antigua y persistente tradición acerca de Vasco de Lobeira, recogida aisladamente por Azurara, Juan de Barros y Antonio Ferreira. Los Poemas de éste, por la estimación en que fueron tenidos , contribuyeron a difundirla, pero ya antes de escribirse, o a lo menos antes de publicarse el nombre de Vasco de Lobeira, había traspasado los límites de Portugal, y había tenido el honor de figurar en los Diálogos de Medallas, [2] del grande Arzobispo de Tarragona Antonio Agustín, el cual no dice, como [p. 327] Teófilo Braga le achaca, que Vasco de Lobeira fué el primer autor del Amadís, sino que los portugueses se jactaban de que había sido el primer autor de este género de fábulas, lo cual es bastante diverso: «quarum fabularum primum fuisse auctorem Vascum Lobeiram Lusitani iactant».

Pero aunque esta tradición fuese la dominante, distaba mucho de ser única. Aun en Portugal se atribuía el libro a otras personas. Según don Luis Zapata, en su Miscelánea, «era fama en aquel reino que el infante don Fernando, segundo duque de Braganza, había compuesto el libro de Amadís. [1] Nació este infante por los años de 1430, y con esto sólo basta para probar lo absurdo de tal especie, aunque Zapata la oyera de labios de la infanta doña Catalina, biznieta de don Fernando. Lope de Vega, al principio de su novela Las Fortunas de Diana, dice que «una dama portuguesa compuso el celebrado Amadís, padre de toda esta máquina» (de libros de caballerías). [2] Obsérvese que el nombre de Portugal va mezclado siempre en este negocio, al paso que nunca fué atribuído el Amadís a autor castellano determinado.

Muy divergente de todos los textos citados hasta ahora es el de Jorge Cardoso en su Agiologio Lusitano (Lisboa, 1652), porque no sólo cambia el nombre a Lobeira, sino que le rebaja a la condición de escribano de Elvas, y dice que tradujo del francés su libro por mandado del infante don Pedro, el famoso viajero de quien dice nuestro vulgo que anduvo las siete partidas del mundo. [3]

[p. 328] Si la tradición portuguesa no tuviera mejores apoyos que estos vagos rumores, no se la podría conceder críticamente gran valor. Pero tiene en su abono razones mucho más fuertes que si no llevan la convicción al ánimo despreocupado, encierran, no obstante, una gran dosis de probabilidad.

Comencemos por el episodio de Briolanja, en que se fijó por primera vez Walter Scott, [1] y que luego ha tenido la rara fortuna de ser alegado, ya en pro del origen portugués, ya del origen castellano del libro. A nuestro entender no prueba ni una cosa ni otra, pero sí otras tres muy importantes: 1.º, que en Portugal era conocido el Amadís de Gaula a principios del siglo XIV, lo cual nos hace adelantar casi una centuria en el proceso histórico de la famosa novela; 2.º, que ya entonces fué refundida en un punto muy esencial, lo cual arguye la existencia de un texto anterior, y 3.º, que los antiguos originales de que se valió Garci Ordóñez de Montalvo eran tres por lo menos, confirmándose así lo que él dice de los diferentes escriptores.

Todo el que haya leído el Amadís recordará el episodio en cuestión. Nuestro cortés e invencible caballero toma sobre sí la empresa de restituir a la «fermosa niña Briolanja», el reino de Sobradisa, del cual había sido despojada por su tío Abiseos, el mismo que había dado muerte a su padre. Briolanja se enamora locamente de él y quiere rendírsele a todo su talante y discreción, como suelen las andariegas y desvalidas princesas de estos libros. «Briolanja a Amadis miraba e pareciale el más fermoso caballero que nunca viera; e por cierto tal era en aquel tiempo, que no pasaba de veinte años, e tenia el rostro manchado de las armas; mas considerando cuán bien empleadas en él aquellas mancillas eran, e cómo con ellas tan limpia e clara la su fama e honra hacía, mucho en su apostura y hermosura acrecentaba y en tal punto aquesta vista se causó, que de aquella muy fermosa doncella, que con tanta aficion le miraba, tan amado fue, que por muy largos e grandes tiempos nunca de su corazon la su membranza apartar pudo; donde por muy gran fuerza de amor constreñida, no lo pudiendo su animo sofrir ni resistir, habiendo cobrado su [p. 329] reino, como adelante se dira, fue por parte della requerido que del y de su persona sin ningun entrevalo señor podia ser; mas esto sabido por Amadis, dio enteramente a conocer que las angustias e dolores, con las muchas lagrimas derramadas por su señora Oriana, no sin gran lealtad las pasaba, aunque el señor infante don Alfonso de Portugal, habiendo piedad desta fermosa doncella, de otra guisa lo mandase poner. En esto hizo lo que su merced fue, mas no aquello que en efecto de sus amores se escribia.

De otra guisa se cuentan estos amores, que con más razon a ello dar fe se debe: que seyendo Briolanja en su reino restituida, folgando en él con Amadis e Agrajes, que llegados estaban, permaneciendo ella en sus amores, fablando aparte en gran secreto con la doncella... demandóle con muchas lagrimas remedio para aquella su tan crecida pasion; y la doncella doliendose de aquella su señora, demandó a Amadis, para cumplimiento de su promesa, que de una torre no saliese hasta haber un hijo o hija en Briolanja... e que Amadis, por no faltar su palabra, en la torre se pusiera, como le fue demandado, donde no queriendo haber juntamiento con Briolanja, perdiendo el comer e dormir, en gran peligro de su vida fue puesto. Lo cual sabido en la corte del rey Lisuarte cómo en tal estrecho estaba, su señora Oriana, porque no perdiese, le envió mandar que hiciese lo que la doncella le demandaba e que Amadis con esta licencia, considerando no poder por otra guisa de alli salir ni ser su palabra verdadera, tomando por su amiga aquella fermosa reina hobo en ella un fijo e una fija de un vientre. Pero ni lo uno ni lo otro no fue asi, sino que Briolanja veyendo cómo Amadis de todo en todo se iba a la muerte en la torre donde estaba, que mandó a la doncella que el don le quitase (es decir, que le levantase el juramento o promesa que la habia hecho, y en virtud del cual le habia encarcelado) so pleito que de alli no se fuese fasta ser tornado don Galaor, queriendo que sus ojos gozasen de aquello que lo no viendo en gran tiniebla y escuridad quedaban que era tener ante sí aquel tan fermoso e famoso caballero. Esto lleva más razon de ser creído, porque esta fermosa reina casada fue con don Galaor, como el cuarto libro lo cuenta» (cap. XL del libro I).

Un poco más adelante, después de referir la descomunal batalla en que Amadís y Agrajes triunfaron de Abiseos y sus dos [p. 330] valientes hijos, y la restauración de Briolanja en el reino de Sobradisa, añade Montalvo: «Todo lo que más desto en este libro primero se dice de los amores de Amadis e desta fermosa reina fue acrecentado, como ya se os dijo; e por eso, como superfluo e vano se dejará de recontar, pues que no hace al caso, antes esto no verdadero comtradiría lo que con más razon esta grande historia adelante os contará» (cap. XLII).

Montalvo, como todos los compiladores de la Edad Media, se mueve con cierta torpeza entre las versiones contrarias, pero su pensamiento se ve bastante claro. Conocía tres variantes del episodio de Briolanja. En la primera, que era de seguro la más antigua, la genuina, la que él prefiere, Amadís se resistía a los halagos y solicitudes de la enamorada y desaforada doncella y conservaba íntegra su fidelidad a la señora Oriana. En la segunda, o sea, en la brutal corrección impuesta por el infante don Alfonso, Amadís sucumbía a la tentación y al fastidio del encierro y tomaba por amiga a Briolanja, en la cual «tuvo un fijo e una fija de un vientre». Había, finalmente, una variante atenuada de la segunda versión, en que la caída y flaqueza de Amadís se disculpaba con un mandamiento expreso de su señora Oriana.

Suponer que la extraña enmienda del infante don Alfonso fué impuesta al primitivo autor de la novela es inadmisible, porque hubiera sido lo mismo que anular la concepción fundamental de la obra. Amadís es el prototipo de los leales amadores: Oriana es la única señora de sus pensamientos; si falta en lo más mínimo a la fe jurada no podrá pasar el arco de los leales amadores que el sabio Apolidón dispuso en la Insula Firme. Sobre el arco había una estatua de cobre en actitud de tocar una trompa, y no lejos una inscripción que decía: «De aqui adelante no pasará ningún hombre ni mujer si hobieren errado a aquellos que primero comenzaron a amar, porque la imagen que vedes tañerá aquella trompa, con son tan espantoso e fumo e llamas de fuego, que los fará ser tollidos, e asi como muertos seran de este sitio lanzados; pero si tal caballero o dueña o doncella aqui vinieren que sean dignos de acabar esta aventura, por la gran lealtad suya, entrarán sin ningun entrevalo, e la imagen hará tan dulce son que muy sabroso será de oir a los que le oyeren».

Esta aventura es tan esencial que sin ella no tendría sentido [p. 331] el Amadís. El que fué capaz de imaginar este dechado de idealismo caballeresco, esta imagen de perfección ideal, ¿iba a destruir groseramente su propia obra por el ridículo capricho de un príncipe? Y dado que se resignase a tal sacrificio, habría tenido que retocar, no solamente el episodio de Briolanja, sino otros muchos capítulos; hacer, en suma, una novela nueva con distinto plan y distintas aventuras, con un Amadís y una Oriana diversos de los que conocemos.

La consecuencia racional que de todo esto se saca es que la orden del infante don Alfonso fué dada a un mero traductor o refundidor, que interpoló toscamente el cuento de los amoríos de Briolanja, sin cuidarse de salvar la contradicción que envuelve con todo lo demás de la fábula.

Ahora conviene averiguar quién fué el infante don Alfonso que por tan rara manera se apiadó de Briolanja, porque esto importa mucho para la cronología de la novela. Sólo dos príncipes de este nombre hallamos en Portugal durante el siglo XIV y principios del XV. El segundo fué un hijo bastardo del Maestre de Avís (don Juan I), pero no sabemos que se le titulase infante, y además, habiendo nacido su padre en 1357, no es verosímil que le engendrase antes de los quince años, que sería bastante madrugar aun para aquellos tiempos. Admitido que naciera en 1372, sólo en los últimos años del siglo, es decir, cuando hay testimonios fehacientes de la popularidad del Amadís en Castilla, pudo enterarse y compadecerse del infortunio de la reina de Sobradisa.

El infante de quien se trata no puede ser otro (y en esto conviene todo el mundo) que don Alfonso IV, hijo primogénito del rey don Dionís, a quien sucedió en el trono en 1325, y que desde el 1297 tuvo casa y corte separada de la de su padre. Entre estas dos fechas hay que colocar la enmienda del episodio de Briolanja, y por consiguiente una versión del Amadís, que acaso estaría en lengua portuguesa, puesto que todavía no era moda en los naturales de aquel reino el escribir en castellano.

¿Pero quién sería este incógnito autor, traductor o refundidor? No puede pensarse en Vasco de Lobeira, ni tampoco en el Pedro Lobeira citado por Cardoso, puesto que el caballero de Aljubarrota vivió a fines del siglo XIV, y el escribano de Elvas debe de ser [p. 332] todavía posterior, puesto que se dice que fué protegido por el infante don Pedro, el cual nació en 1392.

Pero pudo ser, y probablemente fué, otro de su apellido, Juan Lobeira, trovador de la corte del rey don Dionis, y del cual se hallan en el Cancionero Colocci Brancuti (números 230 y 232) dos fragmentos de una canción portuguesa, cuyo estribillo es exactamente el mismo de otra canción inserta en el libro II, cap. XI, del Amadís castellano. La comparación es muy fácil. Empezaremos por transcribir el texto de Juan Lobeira, tal como lo ha restaurado Braga:

           Senhor, santa mi tormenta
       Voss' amor em guisa tal,
       Que tormenta que eu senta
       Outra non m' e ben nen mal,
       Mays la vossa m' e mortal.
        Leonoreta fin rosetta,
       Bella sobre toda fror,
       Fin roseta non me metta
       En tal coita vosso amor.
      
       Das que vejo non desejo
       Outra senhor, se vos non;
       E desejo tan sobejo
       Mataria hum leom,
       Senhor do meu coraçon.
        Leonoreta fin roseta, etc.
           Minha ventura em loucura
       Me metteu de vos amar,
       E loucura que me dura
       Que me non posso en quitar,
       Ay fremosura sem par.
        Leonoreta fin roseta, etc.

La canción castellana no sólo reproduce el estribillo, sino el tipo de la estrofa, aunque escrito de diversa manera, y conserva con leve diferencia los principales pensamientos y expresiones:

            Leonoreta fin roseta,
       Blanca sobre toda flor.
       Fin roseta no me meta
       En tal cuita vuestro amor.
  
           Sin ventura yo en locura
       Me metí;
       El vos amar es locura
        [p. 333] Que me dura,
       Sin me poder apartar,
       ¡Oh fermosura sin par,
       Que me da pena e dulzor,
        Fin roseta no me meta
       En tal cuita vuestro amor!
       
De todas las que yo veo
       No deseo
       Servir otra sino a vos;
       Bien veo que mi deseo
       Es devaneo,
       Do no me puedo partir,
       Pues que no puedo huir
       De ser vuestro servidor,
        No me meta fin roseta
       En tal cuita vuestro amor.

Esta canción o villancico, como la llama Montalvo, no constituye por sí sola un argumento decisivo e irrefutable en pro del origen portugués del Amadís, pero es indicio de mucha fuerza. Los versos son probablemente de fines del siglo XIII, a lo sumo de principios del XIV, ninguna poesía del Cancionero alcanza menos antigüedad. El nombre del autor Juan Lobeira nos pone sobre la pista de las confusas atribuciones que más adelante se hicieron del Amadís a personas del mismo apellido. No puede sospecharse interpolación, tanto porque los versos vienen traídos por la acción de la novela, cuanto por el olvido profundo en que yacía en tiempo de Montalvo la vetusta escuela de los trovadores gallegos y portugueses. La canción, por otra parte, tiene estrecha semejanza y parentesco métrico con los cinco lays de materia bretona que se hallan en el mismo Cancionero Colocci, y que hemos examinado en el capítulo anterior. La consecuencia más obvia que de todo esto parece deducirse, es que en tiempo del rey don Dionis existía ya un Amadís portugués en prosa con algún trozo lírico intercalado, según se acostumbraba en las novelas del ciclo bretón, y aun en obras de otro linaje, como alguna de las versiones de la Crónica Troyana.

Por documentos dignos de toda fe, consta que Juan Lobeira, a quien se califica de miles, es decir, de simple caballero, en oposición a rico-hombre de pendón y caldera, figuró en la corte portuguesa desde 1258 hasta 1285 por lo menos. Su apellido es gallego, [p. 334] de la provincia de Orense, pero no sabemos por qué razón lo llevaba, puesto que él era hijo de Pero Soares de Alvim.

Según toda verosimilitud, este Juan Lobeira fué el refundidor del Amadís a quien el infante don Alfonso impuso la corrección del episodio de Briolanja; pero autor original no creemos que lo fuese, por las razones ya apuntadas y que sería inútil repetir. El Amadís debía de existir antes. ¿En qué lengua? Dios lo sabe. La prosa gallega o portuguesa se había cultivado muy poco, y vivía principalmente de traducciones del castellano, como la Crónica General, las Partidas y la Crónica Troyana. La historiografía portuguesa propiamente dicha no nace hasta el siglo XV con Fernán López, evidente imitador de las crónicas de Ayala. Pero aunque la influencia castellana, como más vecina, fuese la predominante, no puede admitirse respecto de los libros de caballerías, que eran aquí muy poco populares en los siglos XIII y XIV, al paso que en Portugal (y probablemente también en Galicia) arraigó mucho más aquella planta exótica, por las razones que en el capítulo anterior hemos indicado, y principalmente porque faltaba allí el contrapeso de una tradición poética indígena, a la vez que existía en plena eflorescencia una escuela lírica que fué terreno adecuado para la transplantación de los lays bretones. Estos vinieron seguramente de Francia, y con ellos o poco después las novelas en prosa, donde figuran a modo de intermezzos líricos.

En su profundo y penetrante estudio sobre los Lays de Bretaña se inclina Carolina Michaëlis a colocar el primer Tristán peninsular en el reinado de Alfonso III de Portugal y Alfonso X de Castilla, y añade las siguientes eruditísimas conjeturas:

«Como las redacciones francesas del Tristán datan la primera de 1210 a 1220 y la segunda de 1230, no sería de modo alguno imposible que el Boloñés (es decir, Alfonso III, llamado así por haber sido conde de Boulogne) y los que con él anduvieron en Francia (a más tardar de 1238 a 1245) se aficionasen no sólo al género de las pastorelas y canciones de baile, sino también a las últimas novedades en prosa sobre matiére de Bretagne, predilección que, propagándose, debía más tarde o más pronto, creo que en la mocedad de don Dionis, conducir a la nacionalización de los textos franceses.

¿Por quién? ¿En la corte del Rey Sabio? ¿Por el portugués [p. 335] don Gonzalo Eannes do Vinhal, el de los Cantares de Cornoalha, o por el clérigo Ayres Nunes de Santiago, que poetizaba en lengua provenzal y cuyo nombre aparece en el Cancionero de Santa María? ¿En la corte portuguesa, donde la influencia francesa fué superior a la de Provenza? ¿Por don Pedro, el cantador de lays, que había venido de Aragón? ¿Por don Juan de Aboim, el introductor de la pastorela artística? ¿Por Fernán García Sousa, el único rico hombre a quien oímos citar versos franceses? ¿Por don Alfonso Lopes de Bayam, qule da muestras de haber conocido los cantares de gesta de Roland? ¿Por Mem García de Eixo, que también se sirvió de la lengua provenzal? ¿Por Juan Lobeira, hijo y sobrino de privados del Boloñés y supuesto autor del primer Amadís? ¿O por algún oscuro escribano de las cancillerías regias? No lo sé ni nadie lo sabe.» [1]

Imitando la sabia parsimonia de tan docta maestra, sólo podemos afirmar que ya en tiempo de Alfonso el Sabio se imitaban en su corte los sones de los cantares de Cornoalha, como lo prueba el ejemplo de Gonzalo Eannes do Vinhal, portugués de origen y de lengua, pero vasallo del rey de Castilla, como tantos otros trovadores del Cancionero nacidos en diversas partes de la península. De la imitación de los sones, es decir, de la música, se pasó naturalmente a la de los lays, y no debió de retardarse mucho la traducción de las novelas en prosa.

El insigne profesor de Freiburg G. Baist, en su corto pero sustancioso resumen de la primitiva literatura castellana, [2] niega en absoluto a los portugueses prioridad alguna en este género, y aun toda dase de originalidad en el cultivo de la prosa, tanto histórica y didáctica como novelesca. Cuanto poseen en este género es traducción textual y tardía de redacciones castellanas. En el primer tercio del siglo XIV, según conjetura muy verosímil, se tradujo el Tristán; pero esta traducción, de la cual todavía existe un fragmento, estaba en prosa castellana. El traductor, siguiendo la moda lírica de su tiempo, usaría para los trozos líricos la lengua de los trovadores peninsulares, la lengua galaico-portuguesa, y estos son los lays del Cancionero Colocci. Lo mismo haría el autor [p. 336] del Amadís, obra que debió de ser castellana desde su principio, y así se explica la canción de Leonoreta, que también puede ser una interpolación tardía en el texto de Montalvo.

No son débiles estos argumentos, pero en algunos se afirma demasiado o se procede por mera conjetura. La fecha asignada al Tristán del Vaticano es caprichosa; el primero que cita esta novela en Castilla es el Arcipreste de Hita en 1343, y pudo haberla leído en francés. No hay ejemplo de intercalación de poesías portuguesas en textos castellanos en prosa; las que hay en una de las versiones de la Crónica Troyana están en castellano, aunque muy agallegadas, lo cual se explica suficientemente por el influjo de la tradición lírica.

Lo que alguna vez se encuentra son códices bilingües, en que alternan fraternalmente la prosa gallega y la castellana: así es el de la Estoria de Troya, que yo poseo, y así uno de los de la Crónica General. La promiscuidad en que entonces vivían ambas lenguas es un hecho indudable, y no lo es menos la inferioridad de la prosa portuguesa en cantidad y calidad, que es el más sólido apoyo en que Baist funda sus razonamientos.

Sin decidir este punto lingüístico, que en el actual estado de los estudios no puede resolverse por falta de datos, lo único que podemos tener por averiguado es la existencia de un Amadís peninsular a fines del siglo XIII.

Y dejando aquí este curioso pleito entre Portugal y Castilla (no entre España y Portugal, como anacrónicamente dicen algunos, porque no había en los siglos XIV y XV reino de España, sino varios reinos españoles, uno de los cuales era Portugal), entremos en otra cuestión mucho más grave y todavía más oscura que la precedente. ¿El Amadís es original en todo o en parte? ¿Tiene fuentes conocidas en la literatura general de la Edad Media y particularmente en la francesa? Si pudiéramos contestar categóricamente a estas palabras, si conociésemos las fuentes del libro, tendríamos la clave para penetrar en el misterio de su concepción y apreciar su peculiar carácter. Pero a pesar de ensayos prematuros y temerarios, es muy poco lo que puede decirse con certeza.

Lo primero que llama la atención en el Amadís, sea cualquiera la opinión que se tenga sobre el punto de la Península en que apareció, es (como ya advirtió sagazmente Fernando Wolf) la [p. 337] ausencia de toda base nacional y legendaria, de «todo fundamento vivo e histórico que se refleje en la concepción». [1] El Amadís, bajo este respecto, no es ni castellano ni portugués, ni de ninguna otra parte de España: es una creación enteramente artificial, que pudo aparecer en cualquier país y que se desarrolla en un mundo enteramente fantástico. No es obra nacional, es obra humana, y en esto consiste el principal secreto de su popularidad sin ejemplo.

Pero salta a la vista que su autor estaba muy versado en la literatura caballeresca de la materia de Bretaña, y que le eran familiares todas las narraciones que los cantores gaélicos habían enseñado a los troveros anglo-normandos. Todos los nombres de lugares y personas tienen este sello exótico. Perion, rey de Gaula (esto es del país de Gales); Garinter, rey de la pequeña Bretaña, y su hija Elisena; Languines, rey de Escocia; Gandales y Gandalin, Urganda la Desconocida, el clérigo Ugán el Picardo. Lisuarte, [2] rey de la Gran Bretaña y padre de Oriana; don Galaor, hermano de Amadís; el encantador Arcalaus, Agrajes, Grimanesa y otros muchos serán acaso nombres de pura invención, pero inventados a imagen y semejanza de los nombres que suenan en el Lanzarote o en la Demanda del Santo Grial. En otros, la derivación francesa se ve patente; comenzando por el mismo nombre de Amadís (Amadas, como veremos luego), y lo mismo Brian de Mongaste, Bruneo de Bonamar, Androian de Serolís (Charolais), el encantador Arcalaus (¿Arc-á-l'eau?), Briolanja (Brion l'ange), Angriote de Estravaus (Andrieux des Travaux), Guilan (Guillaume), Mabilia (Mabille). La manera de hacer los diminutivos, por ejemplo Leonoreta y Darioleta, revela el mismo origen. La geografía es también inglesa o francesa Norgales (North Wales), Vindilisora (Windsor), Gravisanda (Gravesend), Mostrol (Monteuil sur Mer), etc.

Si de los nombres pasamos a la fábula, la imitación de los poemas del ciclo de Artús («el muy virtuoso rey Artur, que fué el mejor rey de los que en Bretaña reinaron») es patente desde los primeros capítulos, aun sin tener en cuenta las alusiones directas al Tristán, al Lanzarote y al Santo Grial que hay en el libro cuarto, [p. 338] porque nos inclinamos a creer que este libro, de todos modos muy posterior a los tres primeros, es original de Montalvo. Ya Baret, Amador de los Ríos y otros críticos notaron las semejanzas entre el encantador Arcalaus y el Tablante de Ricamonte del Román de Jaufre; entre el episodio de Briolanja y el de la reina Corduiramor del Perceval, poema que también parece imitado en la escena del reconocimiento de Amadís y Galaor.

La influencia del Tristán es acaso la más profunda, aunque el concepto difiera mucho en ambas novelas y se purifique tanto en el Amadís. Pero cuando el autor se resbala, aunque ligeramente, en la parte erótica de su libro, es por la mala influencia de sus modelos. [1]

Aparte de estas imitaciones de pormenor, cuyo número podría ampliarse considerablemente, [2] pero que no tocan al pensamiento generador de la obra ni a su estructura orgánica, ¿tuvo el Amadís algún modelo francés más directo?

Ya en el siglo XVI, Nicolás de Herberay, señor des Essarts, célebre traductor del Amadís por orden del rey Francisco I de Francia, afirmó que había existido un libro en langage picard, del cual todavía quedaba fragmentos y que había sido el original de la novela castellana. [3] Esta pretensión, aunque renovada en el siglo XVII por el erudito obispo Huet y en el XVIII por el Conde de Tressan, que pretendía haber visto el manuscrito en la Biblioteca Vaticana, entre los libros que pertenecieron a la reina Cristina [p. 339] de Suecia, no pasa de ser una afirmación destituída de pruebas, y por consiguiente sin valor crítico.

Puede conjeturarse que los fragmentos vistos por Herberay des Essarts («quelques restes escrits á la main en langage picard») correspondían al poema de Amadas et Idoine. Víctor le Clerc fué el primero que en su célebre Discurso sobre el estado de las letras en Francia durante el siglo XIV (1862) indicó que quizá de este poema francés, que ya en 1365 figuraba en la librería de un canónigo de Langres, y de los fragmentos de otros Amadas inglés, podrían sacarse nuevas luces para ilustrar los orígenes del Amadís peninsular. [1]

Nada más que esto dijo Le Clerc con su habitual sobriedad crítica, pero esto bastó para que Teófilo Braga, con el espíritu aventurero y temerario que suele comprometer y deslucir sus mejores investigaciones, inventase una completa teoría, que con grandes apariencias de rigor científico ocupa gran parte del volumen que dedicó al Amadís de Gaula.

El primer error de esta teoría consiste en aplicar a una composición enteramente subjetiva y aislada de todo ciclo, a una invención arbitraria que pudo nacer en cualquier parte, pero que nació seguramente de la fantasía de un solo individuo, los mismos procedimientos que se aplican a la reconstrucción de las epopeyas primitivas. Este falso concepto estético lleva al erudito portugués a señalar como orígenes del Amadís leyendas que no tienen ninguna conexión con la novela, como no se les haga extraordinaria violencia. Supone gratuitamente que el Amadís de Gaula tuvo: primero, un rudimento hagiográfico; segundo, la forma de cantilena anónima o de lai; tercero, la forma cíclica de gesta o poema de aventuras; cuarto, la forma actual de novela en prosa.

Veamos la poca consistencia de todo este proceso.

Empecemos por el rudimento hagiográfico. Al contar el nacimiento de Amadís dice su historia «La doncella (Darioleta) tomó tinta e pergamino e fizo una carta que decía: «Este es Amadís sin tiempo, fijo de rey». E sin tiempo decía ella, porque creía que luego sería muerto; y este nombre era alli muy preciado, porque assi se llamaba un Santo a quien la doncella lo encomendaba». [p. 340] Según T. Braga, este santo es San Amando; admitamos la identidad, y pasemos a examinar en la leyenda de este santo, publicada por los PP. Bolandistas, los paradigmas que el crítico señala. San Amando huyó de casa de sus padres a los quince años y se escondió en la isla Ogia u Oge, de la Bretaña armoricana; Amadís salió de la corte de sus padres casi a la misma edad, y también se retiró en la Peña Pobre, a hacer vida de ermitaño con el nombre de Beltenebrós. Prescindiendo de que la huida al desierto es un lugar común que ocurre en las vidas de muchos santos, no hay paridad alguna entre las circunstancias y móviles de uno y otro. Amadís sale de su casa para buscar aventuras, y sólo después de haber cumplido muchas, entre ellas la espantable de la Tumba Firme, es cuando se retrajo una temporada en la ermita de la Peña Pobre, medio loco de amores, muy dolido de una carta de su señora Oriana. «La serpiente monstruosa que vió San Amando (continúa Braga) es la Gran Serpiente, en que andaba Urganda la Desconocida.» Y lo mismo puede ser cualquiera otra serpiente, dirá aquí el lector de recto juicio. Todos los argumentos son de la misma fuerza, y los hay extraordinariamente peregrinos. El espantoso monstruo que en la novela se llama el Endriago ¿por qué no ha de ser símbolo de un tal Heridago, presbítero, a quien Carlo Magno hizo donación del monasterio de Rotnasce, fundado por San Amando? ¿Por qué Oriana o Idoine, su prototipo según Braga, no ha de ser una discípula del Santo llamada Aldeguntis ? Con suponer formas populares que expliquen los cambios de letras, nadie puede dudar que estos tres nombres son casi el mismo, aunque a la vista de los profanos no lo parezca. A este tenor va explicando los demás: Lisuarte es Sigeberto, el encantador Arcalaus es Erchenaldum, uno y otro discípulos de San Amando. ¿Pero por qué mágica transformación pudieron convertirse estos piadosos anacoretas, el uno en rey de Bretaña y el otro en un maligno y desaforado encantador? Y esto baste en cuanto al rudimento hagiográfico.

El sistema de las cantilenas primitivas, que está ya casi abandonado aun tratándose de las epopeyas nacionales, lleva a Teófilo Braga a suponer que antes del Amadís prosaico, y aun del Amadís poético, existió un canto anónimo, breve, de carácter popular, y cree encontrarle en la que llama chacona de Oriana, y es ni más [p. 341] ni menos que la famosa canción de Gonzalo Hermínguez Traga-Mouros, inserta por el gran fabulador Fr. Bernardo de Brito en su Crónica del Cister (lib. VII, cap. I). Convienen los más severos críticos en tener por apócrifa tal canción, como otras supuestas reliquias de la más antigua poesía portuguesa (las canciones de Egas Moniz, el fragmento de la pérdida de España, etc.), sin que valga en contra la dudosa alegación del Cancionero del Dr. Gualter Antunes, que nadie, salvo Antonio Ribeiro dos Sanctos, declara haber visto. Los versos de esta canción, que comienza: «Tinhera-vos, non tinhera-vos», son oscurísimos y casi ininteligibles por el afán de remedar torpemente el lenguaje antiguo; pero aun admitiendo todas las correcciones de Ribeiro dos Sanctos y de Braga, nada hay en aquel insignificante fragmento que tenga que ver con el Amadís, salvo el nombre de la dama Ouroana, y para explicarlo no hay que recurrir a la Oriana de la novela, puesto que Ouroana, según los mismos portugueses reconocen, es mera corrupción del nombre de Aurodonna, muy frecuente en los diplomas de la Edad Media, así como la forma Ouroana abunda en los nobiliarios del siglo XIV. Se cita ya una Aurodonna en 1074, [1] antigüedad que nadie concederá al Amadís.

Es cierto que Fr. Bernardo de Brito, ora inventase esta canción, ora se dejase engañar por algún falsario, lo cual de su candidez es más presumible, quiso darla un sentido histórico, suponiendo que aludía al rapto que Gonzalo Hermínguez hizo de una hermosa mora de Alcázar de Sal, llamada Fátima, la cual después de bautizada tomó el nombre de Oriana y se casó con aquel valeroso caballero, el cual al perderla sintió tanto el dolor de la viudez que se hizo monje en Alcobaza. El rapto de la mora recuerda ciertamente el de Oriana, salvada por Amadís de las garras del encantador Arcalaus; pero no alcanzo a ver semejanza alguna entre el viudo que se retira al claustro y la transitoria penitencia que por despecho amoroso cumple Amadís en la Peña Pobre. Como quiera que sea, la chacona no dice una palabra de nada de esto, por mucho que se atormente su letra. Todo ello es pura fantasía de Brito o de cualquier otro cronista fabuloso, sugestionado acaso por la [p. 342] lectura del Amadís, que todavía a principios del siglo XVII conservaba muchos aficionados en la Península.

Con el pomposo nombre de «forma cíclica de gesta» designa el erudito profesor de Lisboa el poema francés de Amadas et Idoine, y las dos versiones fragmentarias, escocesa e irlandesa, del Sir Amadace. Estas citas son mucho más importantes que las anteriores, pero no resuelven la cuestión del Amadís ni por asomos. El Amadas et Idoine es un poema francés del siglo XIII, escrito en versos de nueve sílabas, que llegan al número de 7.936. Existe en un gran códice de la Biblioteca Nacional de París, que contiene gran número de narraciones caballerescas, ya de asunto clásico, como las de Tebas, Troya y Alejandro, ya de la Tabla Redonda, como el Roman de Rou, el de Cliges, el de Erec y Eneida, ya novelas sueltas como las de Guillermo de Inglaterra, Flores y Blanca-Flor y otras análogas. La copia del Amadas fué acabada de escribir en 1288 por Juan de Mados, y ha sido impresa por C. Hippeau en 1863. No se conoce otro manuscrito de este poema y son raras las alusiones a él en la antigua literatura francesa, lo cual indica que no fué grande la celebridad que obtuvo. Es, en efecto, una muy mediana imitación de los poemas del ciclo bretón, con todos los caracteres y señales de la decadencia. Littré, que le estudió por primera vez en el tomo XXII de la Historia Literaria de Francia, no hubo de advertir en él ninguna semejanza con nuestro Amadís, puesto que nada dice. Si no fuera por el nombre del protagonista, quizá a nadie se le hubiese ocurrido la idea de establecer relación entre ambos textos. Uno y otro libro están destinados a hacer la apoteosis de la fidelidad amorosa, pero ¡por cuán distinto camino, Amadas, hijo de un simple senescal, cae enfermo de mal de amores por la hija del duque de Borgoña, Idoine y los físicos más sabios no aciertan a curarle. La doncella se muestra al principio desdeñosa, pero viéndole a las puertas de la muerte, se apiada de él, declara que desde entonces será su dama y le promete eterna felicidad, animándole a buscar prez y gloria con el noble ejercicio de la caballería. Amadas se hace armar caballero, sale a buscar aventuras, y en Francia, en Bretaña, en España, en Lombardía y en otras partes se distingue en guerras y torneos, cobrando fama no sólo de valeroso sino de cortés. Al volver a su patria, después de varios años de ausencia, se encuentra con la triste noticia de que [p. 343] su amada Idoine va a casarse con el conde de Nevers. Estas nuevas trastornan el seso del infortunado Amadas, que después de maltratar al mensajero corre por los bosques como loco, hasta que sus compañeros logran apoderarse de él y llevarle en cadenas al castillo de su padre, de donde consigue escaparse sin haber recobrado el juicio. Entretanto Idoine, deseando impedir aquel odioso matrimonio, consulta a tres hechiceras, que se introducen en el castillo de Nevers y anuncian al Conde que si consuma su matrimonio morirá. El Conde, aunque algo aterrado con tan lúgubre presagio, persiste en su resolución, y el matrimonio se realiza; pero Idoine consigue que la primera noche se abstenga el desposado de llegar a sus brazos, y finge luego una larga enfermedad, que llega a convertirse en real por la pena que le causa no tener noticias de Amadas. Éste, que seguía completamente loco, había ido a parar a Luca, donde servía de diversión a la gente menuda. Así le encontró un fiel servidor de la Condesa, que andaba por el mundo indagando el paradero de su amante. Apenas Idoine se entera de su triste estado, solicita y obtiene permiso de su marido para ir en peregrinación a Roma y pedir a San Pedro su curación. Encuentra en Luca a Amadas, que, dominado por su frenesí, no la reconoce al principio, pero apenas ella pronuncia en voz muy queda el nombre de Idoine, va volviendo en sí aquel infortunado, como si un mágico poder obrase sobre su razón. Esta escena es sin duda la más bella del libro. Juntos ambos amantes emprenden la peregrinación a Roma; allí se agrava la enfermedad de la Condesa, y temiendo que Amadas quiera acompañarla al reino de la muerte, se le ocurre la extraña idea de referirle falsamente que antes de ser amada por él había faltado a la castidad con otro hombre y cometido un pecado de infanticidio, para reparación del cual era preciso que él se quedase en el mundo y mandase hacer muchos sufragios por su alma. Amadas se resigna a ello, y la Condesa muere contenta por haberle salvado de la desesperación. El infeliz amante iba todas las noches a visitar su sepulcro. Una de ellas se encuentra con un caballero desconocido, que con risa y mofa le dice: «La dama cuyo cuerpo guardas fué mía: ella me entregó el anillo que tú la habías dado». Amadas, fuera de sí, desmiente al caballero, le provoca a singular combate, le postra y rinde. Encantado de su valor, el caballero incógnito le da la clave del enigma. Idoine [p. 344] no estaba muerta más que aparentemente; él había intentado robarla en el camino de Roma, y había sustituido en su mano el anillo de Amadas por otro anillo fadado que producía un sueño profundo que se confundía con la muerte. Bastaba deshacer el trueco del anillo para que la dama resucitase. Él había pensado hacer esta resurrección en provecho propio y llevarse a la dama, pero el valor y la fidelidad amorosa de su rival le hacían arrepentirse de su mal pensamiento. Amadas, pues, resucita a Idoine y emprende con ella el viaje a Borgoña. La Condesa vuelve a engañar a su marido con el cuento de que San Pedro se le ha aparecido, anunciándole que morirá de fijo si consuma el matrimonio. El pobre Conde, aburrido ya de tantas dilaciones, logra que los obispos disuelvan su matrimonio, y entonces Idoine, con el consentimiento de su padre y de los barones de Borgoña, se casa con Amadas. [1]

Tal es, en sucinto extracto, este poema, en que nada hay tolerable más que la locura del héroe, manifiestamente imitada del Tristán y del Lanzarote. Todo el que haya leído el Amadís de Gaula, o tenga noticia, por superficial que sea, de su argumento, comprenderá el abismo que hay entre ambos libros. El autor español pudo conocer el poema de Amadas, porque conocía seguramente toda la literatura caballeresca, pero no le imita de propósito, como parece que imita otros libros que ya hemos mencionado y algunos que pueden añadirse: el Frégus y Galiana, donde hay una doncella Arundella, semejante a la doncella de Dinamarca; la Gran Conquista de Ultramar, que atribuye a Godofredo de Bullón una resistencia parecida a la de Amadís respecto de Briolanja; el Partenopeus de Blois, en que el héroe, habiendo caído del favor de su dama, se retira al bosque de las Ardenas, como Beltenebrós a la Peña Pobre; el Meliadus de Leonnoys, en que la pasión súbita y fatídica del protagonista por la reina de Escocia recuerda el principio de los amores de Amadís y Oriana, como ya apuntó Du-Méril. [2]

Las coincidencias que se han notado entre el poema francés y la novela española no son de gran bulto. La más importante es, sin duda, que Amadas, el hijo del senescal, sirve a la mesa a la infanta de Borgoña, así como el Doncel del Mar asiste al [p. 345] servicio de Oriana, hija del rey Lisuarte. Uno y otro piden al rey la merced de ser armados caballeros. Ambos se postran de hinojos ante sus respectivas damas para hacer la confesión de su amor, pero con resultado bien diverso, puesto que Idoine empieza por rechazar y desesperar al suyo, mientras que Oriana le toma desde luego por su caballero. Todo lo demás es diverso hasta lo sumo. El nombre de Amadas parece el mismo que el de Amadís y uno y otro variantes de Amadeo más que de Amando. Pero de Idoine no creo que haya podido salir Oriana, ni aun suponiendo la forma anterior Idana. T. Braga habla de una doña Idana de Castro, que vivía en tiempo de don Juan I; pero para explicar su nombre no hay que acudir a novela alguna, pues aún perseveran en la antigua Lusitania, al Occidente de Coria, las ruinas de Idanha a Velha, ciudad romana y sede episcopal con el nombre de Egitania, llamada antes Igaeditania, como se infiere de una de las inscripciones del soberbio puente de Alcántara. [1]

El Amadas francés pasó a la literatura inglesa en el siglo XIV con el título de Sir Amadace, y de esta versión o imitación se conocen dos textos diferentes: uno de la biblioteca del Colegio de Abogados de Edimburgo, publicado en 1810 por Weber en el tercer volumen de sus Metrical Romances, y el segundo en un manuscrito irlandés de Blackburne, dado a luz por John Robson en 1842. Pero no es de presumir que por este camino se tuviese conocimiento en nuestra Península del poema de Amadas e Idoine, por más que se encuentre citado en la Confessio Amantis, de Gower, que fué el primero y único libro inglés traducido en el siglo XV, primero al portugués por Roberto Payno (Payne), canónigo de Lisboa, y luego al castellano por Juan de Cuenca, vecino de la ciudad de Huete. Las relaciones políticas entre Portugal e Inglaterra fueron bastante estrechas en tiempo de don Juan I y de sus hijos, pero la incomunicación literaria entre ambos pueblos era absoluta. Lo que en uno y otro y en todos los de la Edad Media se encuentra es el fondo común de la literatura caballeresca francesa.

A pesar de los malos y contraproducentes argumentos con que a veces ha sido defendida la originalidad portuguesa del Amadís, [p. 346] a mis ojos es una hipótesis muy plausible, y hasta ahora la que mejor explica los orígenes de la novela y su nativo carácter, y la que mejor concuerda con los pocos datos históricos que poseemos. Claro es que esta persuasión no se funda en argumentos tales como el que Braga deduce del estado político de Portugal, donde «el feudalismo no fué nunca una constitución orgánica de la sociedad, sino una imitación nobiliaria, un prequijotismo»; porque esto mismo podría decirse de Castilla, país todavía más democrático que Portugal y regido por fueros y costumbres idénticas. Braga lleva su desconocimiento de nuestra historia y cuerpos legales hasta el punto de suponer que son portuguesismos en el Amadís las cortes del rey Lisuarte, los ricos-hombres y los hombres buenos, las doncellas en cabellos que se querellaban de sus forzadores y otras cosas por el estilo. Digo lo mismo de los supuestos portuguesismos de dicción que se han querido encontrar en la prosa de Montalvo. Todo libro portugués o castellano de cualquier tiempo, y mucho más de los siglos XIV y XV, puede ser literalmente trasladado de la una lengua a la otra sin cambiar la mayor parte de las palabras ni alterar la colocación de ellas. Las dos únicas voces que Braga cita como portuguesas, entre la innumerable copia de ellas que dice que hay en el Amadís, se vuelven contra su tesis. Soledad, en el sentido de melancolía que se siente por la ausencia de una persona amada o por el recuerdo del bien perdido, es palabra tan legítimamente castellana como es portuguesa saudade; se ha usado en todos tiempos, da nombre a un género especial de cantares andaluces, y nuestro Diccionario académico consigna esta voz como de uso corriente. Fucia, derivado del latino fiducia, es tan viejo en nuestra lengua como lo prueba el sabido refrán: «En fucia del conde, no mates al hombre». [Cf. Ad. vol. II.]

No por estas fútiles presunciones, sino por motivos algo más hondos, aun sin contar con los indicios históricos y documentales, se siente inclinado el ánimo a buscar en el Oeste o Noroeste de España la cuna de este libro. Domina en él un idealismo sentimental que tiene de gallego o portugués mucho más que de castellano: la acción flota en una especie de atmósfera lírica que en los siglos XIII y XIV sólo existía allí. No todo es vago devaneo y contemplación apasionada en el Amadís, porque la gravedad peninsular imprime su huella en el libro, haciéndole mucho más [p. 347] casto, menos liviano y frívolo que sus modelos franceses; pero hay todavía mucho de enervante y muelle que contrasta con la férrea austeridad de las gestas castellanas. Todo es fantástico, los personajes y la geografía. El elemento épico-histórico no aparece por ninguna parte, lo cual sería muy extraño en un libro escrito originalmente en Castilla, donde la epopeya reinaba como soberana y lo había penetrado todo, desde la historia hasta la literatura didáctica.

Resumiré, para mayor claridad, esta prolija indagación sobre la historia externa del Amadís [1] en las siguientes conclusiones, [p. 348] que doy sólo como provisionales y sujetas a la rectificación que puedan traer los nuevos descubrimientos literarios:

1. ª El Amadís es una imitación libérrima y general de las novelas del ciclo bretón, pero no de ninguna de ellas en particular, y mucho menos de la de Amadas et Idoine, que es de las que menos se parecen, a pesar del nombre del protagonista y de la coincidencia acaso fortuita, de algunos detalles poco importantes. El Tristán y el Lanzarote parecen haber sido sus principales modelos.

2.ª El Amadís existía ya antes de 1325, en que empezó a reinar Alfonso IV, que siendo infante había mandado hacer la corrección del episodio de Briolanja. Esta corrección hace suponer la existencia de otro texto más antiguo, que conjeturalmente puede llevarse hasta la época del rey de Portugal Alfonso III o de nuestro rey de Castilla Alfonso el Sabio, en cuya corte estaban ya de moda los cantares de Cornualla.

3. ª El autor de la recensión del Amadís, hecha en tiempo del rey don Diniz, pudo muy bien ser, y aun es verosímil que fuese, el Juan Lobeira, miles, de quien tenemos poesías compuestas entre 1258 y 1286. Suya es, de todos modos, la canción de Leonoreta, inserta en el Amadís actual, y su apellido explica la atribución de la obra al Vasco y al Pedro de Lobeira, personajes muy posteriores. [1]

[p. 349] 4.ª No tenemos dato alguno para afirmar en qué lengua estaba escrito el primitivo Amadís, pero es probable que hubiese varias versiones en portugués y en castellano, puesto que Montalvo no dice haber traducido, sino corregido, los tres primeros libros, únicos que aquí importan.

5.ª El Amadís era conocido en Castilla desde el tiempo del Canciller Ayala, que probablemente lo había leído en su mocedad. Los poetas del Cancionero de Baena, aun los más antiguos, como Pero Ferrús, le citan con frecuencia. Este Amadís constaba de tres libros.

6.ª La tradición consignada por Azurara respecto de Vasco de Lobeira merece poco crédito, siendo anterior la obra, como sin duda lo es, a la época del rey don Fernando, en que vivía el llamado Vasco.

7.ª Es leyenda vaga e insostenible la del manuscrito portugués de la casa de Aveiro.

8.ª La única forma literaria que poseemos del Amadís es el texto castellano de Garci Ordóñez de Montalvo, del cual no se conoce edición anterior a 1508 y que seguramente no fué terminado hasta después de 1492, puesto que en el prólogo se habla de la conquista de Granada como suceso reciente y que excita el entusiasmo del autor. [1] A los tres libros del Amadís que desde [p. 350] antiguo se conocían añadió Garci Ordóñez de Montalvo el cuarto que es probablemente de su invención.

Este proceso crítico, que no tendría interés tratándose de un libro vulgar, es en alto grado interesante por referirse a una obra tan capital como el Amadís, que es una de las grandes novelas del mundo, una de las que más influyeron en la literatura y en la vida. Y aun puede añadirse que en el orden cronológico es la primera novela moderna, el primer ejemplo de narración larga en prosa, concebida y ejecutada como tal, puesto que las del ciclo bretón son poemas traducidos en prosa, amplificados y degenerados. Son, por consiguiente, una derivación inmediata, una corruptela de los relatos épicos, cuya objetividad y fondo tradicional conservan, y por eso no aparecen aisladas, sino que se agrupan en vastos ciclos, y se entrelazan y sostienen unas a otras, formando todas juntas un mundo poético que no es creación particular de nadie, sino que surgió del contacto de dos razas, la céltica y la francesa. El caso del Amadís es muy distinto. A pesar del número prodigioso de aventuras y de personajes, que forman a veces enmarañado laberinto, es patente la unidad orgánica, no en el sentido cíclico, sino en el de norma y ley interna que rige todos los accidentes de una fábula sabiamente combinada. El Amadís es obra de arte personal, y aun de raro y maduro artificio. Forma, como ha dicho Wolf, «un todo cerrado en sí y por sí mismo»; camina, aunque por largos rodeos, a un fin determinado y previsto, al cual concurren los personajes secundarios y los episodios que pudieran tenerse por indiferentes. Se ve que el autor dispone con toda libertad de la materia que va elaborando, sin sujetarse a ninguna tradición escrita ni oral, creando él propio su leyenda en fondo y forma e infundiendo en ella, no el sentir común, sino [p. 351] su propia y refinada sensibilidad; no el modo de ver impersonal y sencillo propio de la épica, sino su manera individual de contemplar el mundo.

Los poemas de la Tabla Redonda habían sido cantados antes de ser leídos; la forma prosaica es lo que marca el principio de su decadencia y el advenimiento de un nuevo estado social. El Amadís fué escrito de primera intención para la lectura, y cada vez me convenzo más de que sólo ha existido como libro en prosa. Esta prosa no es poética, como la de las crónicas cuando refunden textos épicos, sino muy retórica y pulida, y aunque pueda suponerse que el regidor de Medina del Campo dejó el estilo como nuevo al corregir los antiguos originales y trasladarlos en la elegante lengua clásica que se hablaba en la corte de la Reina Católica (porque aquel tipo de prosa no pertenece en verdad al siglo XIII ni al XIV), la refundición no pudo ser tal que quitase a la obra todo sabor arcaico y la desnaturalizase por completo. Esa sabrosa mezcla de ingenuidad y artificio, de candor primitivo y de afectación galante que hay en el Amadís actual, y no es el menor de sus encantos, debía existir ya, a lo menos en germen, en la obra original. Montalvo, que era un prosista de mucho talento, pudo exagerar la retórica del Amadís conforme al gusto de su tiempo, pero no inventarla por completo. La obra, tal como salió de sus manos, tiene el delicioso carácter de aquellas construcciones en que el ojival florido combinó su propia y graciosa decadencia con las menudísimas labores del arte plateresco. Yo, por mi, no deploro que el Amadís nos haya llegado sólo en esta forma.

A pesar de lo mucho que el Amadís conserva de la literatura caballeresca anterior, puede decirse que con él empieza un nuevo género de caballerías. El ideal de la Tabla Redonda aparece allí refinado, purificado y ennoblecido. Sin el vértigo amoroso de Tristán, sin la adúltera pasión de Lanzarote, sin el equívoco misticismo de los héroes del Santo Graal, Amadís es el tipo del perfecto caballero, el espejo del valor y de la cortesía, el dechado de vasallos leales y de finos y constantes amadores, el escudo y amparo de los débiles y menesterosos, el brazo armado puesto al servicio del orden moral y de la justicia. Sus ligeras flaquezas le declaran humano, pero no empanan el resplandor de sus admirables virtudes. Es piadoso sin mogigatería, enamorado sin [p. 352] melindre, aunque un poco llorón, valiente sin crueldad ni jactancia, comedido y discreto siempre, fiel e inquebrantable en la amistad y en el amor. A las cualidades de los personajes heroicos de gesta junta una ternura de corazón, una delicadeza de sentir, una condición afable y humana, que es rasgo enteramente moderno. Por eso su libro adquirió un valor didáctico y social tan grande: fué el doctrinal del cumplido caballero, la epopeya de la fidelidad amorosa, el código del honor que disciplinó a muchas generaciones; y aun entendido más superficialmente y en lo que tiene de frívolo, fué para todo el siglo XVI el manual del buen tono, el oráculo de la elegante conversación, el repertorio de las buenas maneras y de los discursos galantes. Ni siquiera el Cortesano de Castiglione llegó a arrebatarle esta palma, precisamente porque el Amadís conservaba mucho del espíritu y de las costumbres de la Edad Media, no extinguidas aún en ninguna parte de Europa, mientras que los diálogos italianos estaban escritos para un círculo más culto y refinado, y por lo mismo más estrecho.

No todas eran ventajas, sin embargo, en el nuevo ideal caballeresco que el Amadís proponía a la admiración de las gentes. Por carecer la obra de toda base histórica, apenas entraban en ella los grandes intereses humanos, las grandes y serias realidades de la vida, o sólo aparecían como envueltos en la penumbra de un sueño. El carácter de Amadís es noble y digno de admiración si se le considera en abstracto, pero sus empresas llevan el sello de lo quimérico, su actividad práctica se gasta las más veces inútilmente y deslumbra más que interesa. Sin que lleguemos a decir, con el crítico alemán antes citado, que «la caballería en Amadís es una forma hueca, abortada, sin principio vivo ni fin transcendental», no dudamos en calificarla de forma de decadencia, sobre todo si se la compara con lo que fué la caballería histórica en sus grandes momentos y con la representación grandiosa que de ella hicieron los cantores de gesta franceses y castellanos. Mientras la caballería era una realidad social, no hubo necesidad de idealizarla; por eso son tan realistas, tan candorosos y a veces tan prosaicos sus verdaderos poetas, en quienes lo sublime alterna con lo trivial. Cuando la institución empezó a descomponerse, no fué posible ya esta infantil simplicidad. La caballería se hizo cortesana, y los poetas se trocaron de juglares en trovadores; no [p. 353] cantaron ya para el auditorio de la plaza pública, sino para lisonjear a los príncipes y para entretener el ocio de las damas en los castillos y residencias señoriales. La llama épica se fué extinguiendo; el amor, que en las canciones heroicas no tenía importancia alguna, se convirtió en el principal motivo de las acciones de los héroes; el elemento femenino invadió el arte, y Europa no se cansó de oír durante tres siglos los infortunios amorosos de la reina Ginebra, de la reina Iseo y de otras ilustres adúlteras.

En el Amadís predomina también lo eterno femenino, y Oriana es personaje tanto o más importante que Amadís. La pasión constante y noble de estos amantes no es de absoluta pureza moral [1] ni tal cosa puede esperarse de ningún libro de caballerías, conocida la sociedad que los engendró; pero lo más grave y lo que hizo sospechoso desde luego a los moralistas el Amadís con su innumerable progenie, fué la falsa idealización de la mujer, convertida en ídolo deleznable de un culto sacrílego e imposible, la extravagante esclavitud amorosa, cierta afeminación que está en el ambiente del libro, a pesar de su castidad relativa. Profundamente inmoral es la historia de Tristán e Iseo; pero hay en ella una grandeza de pasión, una fatalidad sublime, que en el Amadís no se encuentra. En Amadís el amor aparece como reglamentado y morigerado de [p. 354] un modo didáctico y algo pendatesco. Es el centro de la vida, el inspirador de toda obra buena; pero a fuerza de querer remontarse a una esfera etérea, no sólo pierde de vista la realidad terrestre, sino que se expone a graves tropiezos y caídas; que también el espíritu tiene su peculiar concupiscencia, como la tiene la carne. [1] Pero en general es buena, es sana la tendencia moral del Amadís, y si en algo se conoce el origen español del autor es principalmente en esta especie de transformación y depuración ética que aplicó a las narraciones asaz livianas de sus predecesores. Aun las escenas más libres, como los amores de Perión de Gaula y Elisena, que dan principio a la obra y son antecedente necesario de ella, no reflejan una fantasía sensual, aunque estén presentadas casi sin velo, según la rústica simplicidad de aquellos tiempos. Y lo mismo puede decirse de la pintura del libertinaje de don Galaor, [2] personaje por otra parte tan bien dibujado como las dos figuras principales, y cuya ligereza e inconstancia, heredada de sus modelos bretones, forma tan ameno contraste con la devoción algo quimérica y empalagosa que el protagonista tributa a la señora Oriana, y que le hace decir a su escudero Gandalín: «Sábete que no tengo seso, ni corazón, ni esfuerzo, que todo es perdido cuando perdí la merced de mi señora; que della e no de mí me venía todo, e así ella lo ha llevado; e sabes que tanto valgo [p. 355] para me combatir cuanto un caballero muerto. (Lib. II, cap. III).

Este concepto del amor tampoco puede confundirse con el idealismo platónico y petrarquista, que es otra quimera mucho más sutil, nacida de doctrinas filosóficas sobre el bien y la hermosura, las cuales no estaban al alcance del que escribió el primer Amadís, aunque algo pudieran influir en la refundición de Montalvo. [1] El amor, tal como en la novela española se decanta, implica no sólo el reconocimiento de la belleza sensible, sino el deseo de poseerla, y ya hemos visto que Amadís y Oriana no descuidan la primera ocasión que tienen para ser el uno del otro. Es, por consiguiente, muy humano su amor; pero lejos de extinguirse con la posesión, crece y se agiganta e invade del todo el corazón enamorado. «E Amadís siempre preguntaba por su señora Oriana, que en ella eran todos sus deseos y cuidados, que aunque la tenía en su poder no le fallecía un solo punto del amor que siempre le hobo, antes agora mejor que nunca le fue sojuzgado su corazon, e con mas acatamiento entendía seguir su voluntad, de lo cual era causa que estos grandes amores que entrambos tovieron no fueron por accidente, como muchos hacen, que más presto que aman y desean aborrecen, mas fueron tan entrañables e sobre pensamiento tan honesto e conforme a buena conciencia, que siempre crecieron, así como lo facen todas las cosas armadas e fundadas sobre la virtud; pero es al contrario lo que todos generalmente seguimos, que nuestros deseos son más al contentamiento e satisfacción de nuestras malas voluntades o apetitos que a lo que la bondad e razon nos obligan.». Estas palabras son ya del  libro cuarto (cap. XLIX), escrito por Montalvo en tono más doctrinal que los anteriores y con notorio progreso en el concepto moral, pero con menos vida poética y menos lozanía de inspiración.

Así como el Amadís crea un nuevo tipo erótico, así también es nuevo, o a lo menos transfigurado, el orden social que en el libro [p. 356] se representa. Los poemas de la Tabla Redonda habían sido esencialmente feudales, sin que el rey Artús fuese más que el primero entre sus pares. Lo habían sido también las gestas carolingias, que tantas veces exaltan y eligen por héroes a los vasallos rebeldes y poderosos. Nada de esto ha pasado al Amadís, escrito en tierra castellana o portuguesa, donde el feudalismo en su puro concepto no arraigó nunca. Es un libro lleno de espíritu monárquico, en que la institución real aparece rodeada de todo poder y majestad, sirviendo de clave al edificio social, y en que los deberes del buen vasallo se inculcan con especial predilección. Amadís es fiel a su rey en próspera y en adversa fortuna, favorecido o desdeñado. Hay evidente antítesis entre este organismo político, representado por el rey Lisuarte y sus sabios consejeros, y la caballería andante, cuya característica es la expansión loca de la fuerza individual. En este punto, como en otros, el Amadís marca la disolución del ideal caballeresco y el advenimiento de un estado nuevo, la monarquía del Renacimiento Ya veremos con qué grandiosa utopía coronó Garcí Ordóñez de Montalvo todo este edificio

No cabe en estas páginas, ni cuadraría a nuestro propósito, un análisis, por somero que fuese, de la enorme materia novelesca contenida en el Amadís de Gaula, obra accesible a todo el mundo en tres reimpresiones modernas, y especialmente en la que don Pascual Gayangos hizo en 1857 para la Biblioteca de Rivadeneyra. Pero no podemos menos de llamar la atención sobre algunos episodios capitales que atestiguan la fuerza creadora y el singular talento narrativo de su autor, a la vez que sirvieron de esquemas para todos los libros de caballerías posteriores.

En el Amadís, como en las grandes novelas de la Tabla Redonda y como en los poemas italianos de Boyardo y del Ariosto, hay una intrincada selva de aventuras que se cruzan unas con otras, se interrumpen y se reanudan conforme al capricho del narrador, manteniendo viva la curiosidad en medio de las más extraordinarias peripecias. Pero nuestro autor no pierde nunca el hilo de su cuento, y todos los innumerables personajes que introduce (más de trescientos) sirven como de triunfal cortejo al héroe, ya sean auxiliares y devotos suyos, como Galaor, Agrajes y Florestán, cuyas proezas, con ser grandes, quedan siempre eclipsadas por las del caballero de la Peña Pobre; ya sean descomedidos [p. 357] jayanes, como el príncipe del Lago Ferviente, o malignos encantadores, como Arcalaus, que ponen a prueba continua el recio temple de su alma y amenazan sumergirle en el abismo de la desdicha; ya hermosas princesas y doncellas que le persiguen con su amor y quieren hacerle quebrantar la fe jurada; ya misteriosos seres que le otorgan sobrenatural protección, como la gran sabidora Urganda la Desconocida. Porque todos ellos, hadas, encantadores, caballeros, damas, gigantes y enanos, monstruos y endriagos, siguen el carro de Amadís, o encadenados a él por la victoria o sometidos al incontrastable poderío de su belleza, que era como la de un ángel, de su ingenuidad verdaderamente heroica y del alto y justiciero espíritu que movía su invencible brazo. Todo concurre, pues, a la glorificación de Amadís, y la unidad del pensamiento es tan evidente en medio de la riquísima variedad del contenido, que no sé cómo ha podido sostenerse que el Amadís era amplificación o desarrollo de varios relatos poéticos que antes existían con independencia. Todo el libro puede decirse que está contenido en germen en el horóscopo de Urganda la Desconocida: «Dígote que aquel que hallaste en la mar, que será flor de los caballeros de su tiempo; éste hará estremecer los fuertes, éste comenzará todas las cosas e acabará a su honra, en que otros fallescieron; éste hará tales cosas que ninguno cuidaría que pudiesen ser comenzadas ni acabadas por cuerpo de hombre; éste hará los soberbios ser de buen talante; éste hará crueza de corazón contra aquellos que se lo merecieren; e aun más te digo, que éste será el caballero del mundo que más lealmente mantendrá amor e amará en tal lugar qual conviene a la su alta proeza; e sabe que viene de reyes de ambas partes. E cree firmemente que todo acaescerá como te lo digo.»

El libro primero es el que presenta carácter más arcaico, y probablemente el que fué menos refundido por Montalvo. En él se contienen la novelesca historia del nacimiento de Amadís, arrojado al río en una arca embetunada, con una espada y un anillo, que había de servir para su reconocimiento (leyenda que inmediatamente aplicó Pedro del Corral al rey don Pelayo en su Crónica Sarracina); la crianza de Amadís en casa del caballero Gandales de Escocia; el delicioso idilio de sus amores infantiles con la princesa Oriana, tratado con extraordinaria sobriedad y [p. 358] delicadeza; la ceremonia de armarse caballero, cuyo valor poético ha resistido aun a la parodia de Cervantes; las primeras empresas de Amadís; el reconocimiento por sus padres Perión y Elisena; el encantamiento de Amadís en el palacio de Arcalaus y la extraña manera como fué desencantado por dos sabias doncellas, discípulas de Urganda la Desconocida; el fiero combate entre los dos hermanos Amadís y Galaor, sin conocerse, inspirado evidentemente por el de Oliveros y Roldán en la isla del Ródano; las cortes que celebra en Londres el rey Lisuarte; la liberación de Amadís por Oriana y su voluntaria entrega amorosa; la reconquista del reino de Sobradisa y la aventura de Briolanja.

Hay en este libro más acción y menos razonamientos y arengas que en los otros. Se han notado reminiscencias, no solamente del ciclo bretón, sino del carolingio, además de la ya citada del Gerardo de Viena, en que parece verse el germen del paralelismo entre Amadís y Galaor, que hacen aquí el papel de Roldán y Oliveros. Las estratagemas y artificios mágicos de Arcalaus recuerdan análogos pasajes de Maugis d'Aigremont y Renaud de Montauban. En las descripciones de combates se repiten los lugares comunes épicos: «De los escudos caian en tierra muchas rajas, e de los arneses muchas piezas, e los yelmos eran abollados e rotos; así que la plaza donde lidiaban era tinta de sangre»...«El Doncel del Mar se firio con Galain, que delante venía, y encontrole tan fuertemente, que a él e al caballo derribó en tierra, e hobo la una pierna quebrada, e quebró la lanza e puso luego mano a su espada, e dejose correr a los otros como leon sañudo, faciendo maravillas en dar golpes a todas partes.» En suma, este primer libro, por donde quiera que se le mire, es el que se conserva más fiel a sus orígenes.

No se disminuye la fertilidad de invención en el segundo, de cuya masa harto compacta se destacan dos episodios de gran valor: la concepción fantástico-simbólica de los encantamientos y palacios de la Ínsula Firme y del arco de los leales amadores, y el retiro y penitencia de Beltenebrós en la Peña Pobre. Aquí el buen sentido de nuestro poeta, que a fuer de español no podía menos de ser algo realista aun en medio del romanticismo más desenfrenado, convierte en un pasajero acceso de melancolía lo que es frenético delirio amoroso en Tristán, Iwain y otros personajes de la Tabla Redonda.

[p. 359] Pero no obstante estas bellezas de pormenor, comienzan a sentirse en el segundo libro síntomas de cansancio. No era posible extender una fábula tan enorme sin caer en monotonía y repetir las situaciones. Como sabemos a priori que el héroe ha de triunfar siempre, vemos con cierta indiferencia sus estupendas victorias sobre «Famongomadán, el jayán del Lago Ferviente», y «Madanfabul su cuñado, el jayán de la Torre Bermeja», y «don Cuadragante, hermano del rey Abies de Irlanda», y «Lindoraque, hijo del gigante de la Montaña defendida», y otros caballeros y gigantes, de nombres igualmente revesados, todos los cuales hacen las mismas cosas y combaten de igual modo. Las cartas de Oriana son de una coquetería afectada, sin asomo de la cándida pasión que mostró al principio. Una peripecia desarrollada con cierto arte de composición, que sorprende en época tan ruda, cambia la situación de Amadís y da feliz remate a esta sección de la obra, presentándole bajo un nuevo aspecto. Dos envidiosos, Gandandel y Brocadán, logran enemistarle con el rey Lisuarte y hacerle caer de su gracia. La actitud del andante caballero y de sus parciales delante del rey recuerda nuestras gestas heroicas, y especialmente la de Bernardo del Carpio, [1] con la capital diferencia de que tanto Amadís como sus clientes, que pasaban de quinientos, no eran [p. 360] v asaltos naturales del rey de la Gran Bretaña, sino auxiliares y paniaguados suyos, por lo cual al retirarse de Londres y embarcarse para la Ínsula Firme, verdadero dominio del héroe, no cumplen un acto de desnaturamiento feudal, sino que recobran su libertad de acción para buscar nuevas aventuras. «E no me puedo despedir de vasallo (dice Amadís) pues que lo nunca fui vuestro, ni de ningun otro, sino de Dios. Mas despídome de aquel gran deseo, que cuando vos plogo teníades de me facer honra y merced, y del gran amor que yo de lo servir e pagar tenía.»

También el libro tercero carece de la variedad de incidentes y rapidez de acción que son timbre característico del primero. Hay quien supone que en este libro comienza ya la invención de Montalvo, fundándose en que la historia del nacimiento de Esplandián parece imaginada para justificar las Sergas que luego escribió el buen regidor de Medina. Esta historia es, a la verdad, muy extravagante, y ofrece síntomas de degeneración. La princesa Oriana, que había incurrido en desgracia de su padre por la súbita partida de Amadís, parió en secreto un niño «que tenía debajo de la teta derecha unas letras tan blancas como la nieve, e so la teta izquierda siete letras tan coloradas como brasas vivas; pero ni las unas ni las otras no supieron leer ni qué decían, porque las blancas eran de latín muy escuro e las coloradas en lenguaje griego muy cerrado». Esplandián fué amamantado por una leona, y criado luego por una hermana del ermitaño Nasciano, que le recogió. El nombre Nasciano está tomado del Santo Grial, lo cual parece signo de antigüedad, pero no tenemos inconveniente en creer que todo el episodio sea una interpolación del refundidor para preparar las aventuras de Esplandián; y hasta puede verse en él una reminiscencia clásica de la historia de Rómulo y Remo, más propia de un escritor del Renacimiento que de un cuentista del siglo XIV. Otras novedades dignas de consideración hay en este libro, ora fuesen imaginadas por el autor primitivo, ora por Montalvo, ganoso de dar más variedad e interés al argumento. El escenario de las hazañas de Amadís se agranda: no se encierran ya en los límites de las Islas Británicas y de la península de Armórica, sino que se dilatan por Alemania y Bohemia, por Italia y Grecia y las islas del Mediterráneo. Amadís triunfa del emperador de Roma, y es recibido triunfalmente en Constantinopla, [p. 361] pero no ya con su nombre propio, sino disfrazándose sucesivamente con los de «Caballero de las Sierpes», «Caballero de la Verde Espada» y «Caballero del Enano»; incógnito que no se rompe hasta que en el choque con la flota de los romanos que conducían para el tálamo de su emperador a la señora Oriana, lanzan los caballeros de la Ínsula Firme su acostumbrado grito de guerra y de victoria: «Gaula, Gaula, que aquí es Amadís».

El pasaje más interesante y romántico del tercer libro, y seguramente el mejor que toda la obra contiene en el orden de lo sobrenatural, maravilloso y fantástico, es la temerosa aventura a que dió cima el caballero de la Verde Espada en la Ínsula del Diablo, venciendo y matando al diabólico Endriago, nacido de incestuoso ayuntamiento del gigante Bandaguido con su hija. La descripción del monstruo, su horrible genealogía y la pintura del combate en que sucumbe son pasajes admirablemente escritos, en que la prosa castellana del siglo XV se ostenta con una fiereza y una potencia gráfica digna de los mejores escritores de la centuria siguiente. Los que no consideran a Garci Ordóñez de Montalvo más que como un retórico afectado pueden pasar la vista por el trozo siguiente:

«Tenía (el Endriago) el cuerpo y el rostro cubierto de pelo, y encima habia conchas sobrepuestas tan fuertes que ninguna arma las podia pasar, e las piernas e los pies eran muy gruesos e recios, y encima de los hombros habia alas tan grandes que fasta los pies le cobrian, e no de peñas (plumas), mas de un cuero negro como la pez, luciente, velloso, tan fuerte que ningun arma las podia empecer, con las cuales se cobria como lo ficiese un hombre con un escudo, y debaxo de ellas le salían los brazos muy fuertes, así como de leon, todos cobiertos con conchas más menudas que las del cuerpo, e las manos habia de hechura de aguila, con cinco dedos, e las uñas tan fuertes e tan grandes que en el mundo no podia ser cosa tan fuerte que entre ellas entrase que luego no fuese desfecha. Dientes tenía dos en cada una de las quixadas, tan fuertes y tan largos que de la boca un codo le salían, e los ojos grandes e redondos muy bermejos como brasas, así que de muy lueñe siendo de noche eran vistos, e todas las gentes huian de él. Saltaba e corría tan ligero, que no habia venado que por pies le podiese escapar; comia y bebia pocas veces, e algunos [p. 362] tiempos ningunas, que no sentía en ello pena ninguna; toda su holganza era matar hombres e las otras animalias vivas, e cuando fallaba leones e osos que algo se le defendían, tornaba muy sañudo y echaba por sus narices un humo tan espantable, que semejaba llamas de fuego, e daba unas voces roncas espantosas de oir, así que todas las cosas vivas huían ante él como la muerte; olia tan mal que no habia cosa que no emponzoñase. Era tan espantoso cuando sacudía las conchas unas contra otras, e facia crujir los dientes e las alas, que no parecía sino que la tierra facia estremecer, tal era esta animalia, Endriago llamado, como os digo (dixo el maestro Elisabat). E aun mas vos digo, que la fuerza grande del pecado del gigante e de su fija causó que en él entrase el enemigo malo, que mucho en su fuerza e crueza acrecienta.» [1]

La lucha de Amadís con este espantable vestiglo, símbolo del infierno y del pecado; la victoria del mismo héroe sobre el emperador de Occidente, símbolo del mayor poder en lo humano; la definitiva liberación y reconquista de Oriana, y el reposo de ambos amantes en la Ínsula Firme, debían de ser la magnífica coronación [p. 363] de la novela primitiva, que ya en tiempo de Pero Ferrús constaba de tres libros.

Pero Garci Ordóñez de Montalvo no creyó que la historia debía terminar aquí, y ora fuese porque él había creado (según toda apariencia) la figura del niño Esplandián, y quería dar razón de su destino, ora por atar varios cabos sueltos que en tan prolija narración quedaban, ora por el propósito didáctico y moralizador que muy a las claras regía su pluma, emprendió componer un libro cuarto, que, de acuerdo con la mayor parte de los críticos, creemos enteramente de su invención. El peculiar carácter de esta continuación lo expresa bien Francisco Delicado, corrector de la impresión de Venecia de 1533, en el epígrafe que la puso:

«En el qual libro cuarto os serán contadas cosas muy sabrosas de leer y entender con un orden muy maravilloso y muy deleitoso a los lectores, que con su dulce estilo los incitará a leerlo y tornarlo a leer. Enseña asimismo a los caballeros el verdadero arte de caballeria; a los mancebos a seguirla; a los ancianos a defenderla. Otrosí aquí encerrado el arte del derecho amor, la lealtad y cortesía que con las damas se ha de usar, las defensas y derechos que a las dueñas los caballeros les deben de razon, las fatigas y trabajos que por las doncellas se han de pasar; assi que cuanto los caballeros y hombres buenos, condes, duques, marqueses, reyes, soldanes y emperadores deben ser obligados a las mugeres, aquí, por enxemplo, el muy sabido componedor de la sobre dicha historia lo enseña, el cual maravillosamente cada cosa en su lugar y tiempo contó. Y destas tales historias no se notan salvo el arte del componer y aplicar las semejantes cosas a las virtudes, que esto es lo que de aqui se ha de sacar; conviene a saber: tomar por enxemplo el modo, la virtud y bondad que de Amadís se cuenta, y de los otros muy valientes caballeros, para por aquel camino seguir; y si lo de los sobredichos no fue verdad, hacer cada uno que lo que él hiciere sea verdadero por dar ocasión a los cronistas que dél puedan escrebir el verdadero efeto, porque digo yo, a mi parecer, que la historia de Amadis puede ser apropiada a todo buen caballero... Porque el arte de la caballeria es muy alto, y el altisimo y soberano Señor la constituyó para que fuese guardada la justicia y la paz entre los hijos de los hombres, [p. 364] y para conservar la verdad, y dar a cada uno lo suyo con derecho. Asi que todos estos frutos sacarás de esta tan alta historia, la qual el Delicado, que fue corretor de la impresión, tanto le parecio divina como humana, por ser con tanta razon ordenada.»

Después de tales encarecimientos, que no dejan de ser singulares en el autor de La Lozana Andaluza, no hay que insistir mucho en los defectos y las cualidades de este libro cuarto, que evidentemente huelga dentro del plan novelesco, pero que constituye un doctrinal de caballeros, el más perfecto y cumplido que puede imaginarse. Por primera vez aparece un personaje español en el libro: don Brián de Monjaste, «hijo de Lidasán, rey de España». Montalvo, que no carecía de imaginación, como lo mostró después, hasta con exceso, en las Sergas de Esplandián, no abusa de ella en el libro cuarto, que es muy inferior bajo este respecto. La mayor parte de las aventuras son fastidiosa repetición de lugares comunes: las descripciones de combates interminables y pesadísimas. La manía oratoria del refundidor, que ya despuntaba en los libros anteriores, se desborda aquí sin traba ni freno en continuos razonamientos, arengas, embajadas y cartas mensajeras, plagadas de sentencias en que se ve el empeño de imitar a los historiadores y moralistas de la antigüedad. La acción es muy pobre, comparada con la vegetación riquísima que hemos contemplado hasta ahora. Puede decirse que se reduce a la guerra que Amadís y sus vasallos de la Ínsula Firme, ayudados por el rey Perión de Gaula, sostiene contra el rey Lisuarte de Bretaña, aliado con el emperador de Roma. Amadís triunfa, como era natural, pero usa con tal moderación de la victoria, que hace detenerse a sus tropas en medio de ella, y se reconcilia con el rey Lisuarte, mediante la intervención del ermitaño Nasciano, que llega muy oportunamente para aclarar el secreto del nacimiento de Esplandián. Y como en la batalla había muerto el emperador romano, a quien Lisuarte, ignorando los amores de su hija, había prometido su mano, no queda obstáculo para que los dos amantes celebren sus bodas y sean declarados herederos del reino de Bretaña. Quizá uno de los motivos que el honrado regidor de Medina tuvo para añadir este epílogo fué el casar a Amadís y Oriana en haz y en paz de la Iglesia, cosa de que el autor primitivo, que vivía en la atmósfera medio pagana de las leyendas célticas, no se habría cuidado para nada. Y tan allá [p. 365] lleva su furor matrimonial, que de una vez, y en una sola misa, casa el ermitaño Nasciano a todos los personajes de la novela que no lo estaban, correspondiéndole a Galaor la mano de la reina Briolanja.

Pero temeroso sin duda de que este final, aunque tan honrado y de buen ejemplo, no pareciese demasiado pedestre y casero para finalizar un libro de caballerías, recurrió al elemento maravilloso, que no emplea en lo restante del libro, e hizo salir de la mar a Urganda la Desconocida, la reina de «la Insula non Fallada», para hacer armar caballero a Esplandián y anunciar en magnífica profecía sus destinos. Las circunstancias de esta aparición son tan peregrinas, que no podemos menos de llamar la atención sobre ellas, porque parecen la adivinación genial de un gran descubrimiento.

«Los reyes se juntaron para dar orden en los casamientos cómo se ficiesen con mucho placer, y se tornasen a sus tierras... Y estando juntos debaxo de unos arboles cabe las fuentes que ya oistes, oyeron grandes voces que las gentes daban de fuera de la huerta, e sonaba gran murmullo, e sabido qué cosa fuese, dixeronles que venía la más espantable cosa e más extraña por la mar de cuantas habian visto. Entonces los reyes demandaron sus caballos, e cabalgaron, e todos los otros caballeros, e fueron al puerto, e las reinas e todas las señoras se subieron a lo más alto de la torre, donde gran parte de la tierra y de la mar se parescia; e vieron venir un humo por el agua más negro e más espantable que nunca vieran. Todos estuvieron quedos fasta saber qué cosa fuese, e dende a poco rato que el fumo se comenzó a esparcir, vieron en medio dél una serpiente mucho mayor que la mayor nao ni fusta del mundo; e traía tan grandes alas que tomaban espacio de una echadura de arco, e la cola enroscada hacia arriba, muy más alta que una gran torre; e la cabeza, e la boca, e los dientes eran tan grandes, e los ojos tan espantables, que no habia persona que lo mirar osase; e de rato en rato echaba por las narices aquel muy negro humo, que fasta el cielo sabia, y desque se cubria todo daba los roncos e silbos tan fuertes e tan espantables, que no parescia sino que la mar se quería fundir. Echaba por la boca las gorgoradas del agua tan recio e tan lejos, que ninguna nave, por grande que fuese, a ella se podria llegar que no fuese [p. 366] anegada. Los reyes e caballeros, como quiera que muy esforzados fuesen, mirabanse unos a otros, e non sabían que decir; que a cosa tan espantable e tan medrosa de ver no fallaban ni pensaban que resistencia alguna podria bastar, pero estuvieron quedos. La gran serpiente, como ya cerca llegase, dio por el agua al traves tres o cuatro vueltas, faciendo sus bravezas, e sacudiendo las alas tan recio, que más de media legua sonaba el crujir de las conchas... Pues estando así todos maravillados de tal cosa cual nunca oyeran ni vieran otra semejante, vieron cómo por el un costado de la serpiente echaron un batel cubierto todo de un paño de oro muy rico e una dueña en él, que a cada parte traía un doncel muy ricamente vestidos, e sofriase con los brazos sobre los hombros dellos, e dos enanos muy feos en extraña manera, con sendos remos, que el batel traían a tierra... En esto llegó el batel a la ribera, e como cerca fue, conoscieron ser la dueña Urganda la Desconocida, que ella tovo por bien de se les mostrar en su propia forma, lo cual pocas veces facia; antes se demostraba en figuras extrañas, cuándo muy vieja demasiado, cuándo muy niña, como en muchas partes desta historia se ha contado» (cap. XLII).

Todo lo que se refiere a la intervención de Urganda en estos últimos capítulos es de extraordinaria y poética belleza; sus vaticinios envuelven la más espléndida glorificación del linaje de Amadís; su voz solemne y venida de lo alto rasga el velo de lo futuro y da unidad a las aventuras cumplidas hasta entonces; paz y reposo a los caballeros que ya han cumplido su misión en el mundo; una nueva generación caballeresca se levanta; Amadís se convierte de paladín andante en monarca justiciero, y quien empuñe la ardiente espada será su hijo Esplandián, cuyo altos hechos han de oscurecer los de su padre. «Vosotros, reyes y caballeros que aquí estáis, tornad a vuestras tierras, dad holganza a vuestros espiritus, descansen vuestros ánimos, dexad el prez de las armas, la fama de las honras a los que comienzan a subir en la muy alta rueda de la movible fortuna; contentaos con lo que della fasta aquí alcanzasteis, pues que más con vosotros que con otros algunos de vuestro tiempo le plogo tener queda e firme la su peligrosa rueda; e tú, Amadís de Gaula, que desde el día que el rey Perion, tu padre, por ruego de tu señora Oriana, te fizo caballero, venciste muchos caballeros e fuertes e bravos [p. 367] gigantes, pasando con gran peligro de tu persona todos los tiempos fasta el día de hoy, haciendo tremer las brutas y espantables animalias, habiendo gran pavor de la braveza de tu fuerte corazon, de aquí adelante da reposo a tus afanados miembros... e tú que fasta aquí solamente te ocupabas en ganar prez de tu sola persona, creyendo con aquello ser pagada la deuda a que obligado eres, agora te converná repartir tus pensamientos e cuidados en tantas e diversas partes, que por muchas veces querrías ser tornado en la vida primera, y que solamente te quedase el tu enano a quien mandar podiesses; toma ya vida nueva, con más cuidado de gobernar que de batallar como fasta aqui feciste; dexa las armas para aquel a quien las grandes vitorias son otorgadas de aquel alto Juez... que los tus grandes fechos de armas por el mundo tan sonados, muertos ante los suyos quedarán; ansí que por muchos que no saben será dicho que el hijo al padre mató, mas yo digo que no de aquella muerte natural a que todos obligados somos, salvo de aquella que, pasando sobre los otros mayores peligros, mayores angustias, gana tanta gloria que la de los pasados se olvide, e si alguna parte les dexa no gloria ni fama se puede decir, mas la sombra della» (cap. LII).

Esta vida nueva, este ideal del perfecto «gobernante» que hace todo derecho, que acalla y pacifica toda contienda, que desarma a sus enemigos con la clemencia, que se levanta como árbitro entre príncipes y pueblos, que ciñe con la corona imperial de Roma las sienes de Arquisil, no por ser el más noble, sino por ser el más honrado y virtuoso, es la nota más original que Garci Ordóñez de Montalvo puso en su continuación y es lo que la presta cierto interés para la historia de las ideas ético-políticas, mostrándole imbuído en el espíritu filantrópico de los pensadores del Renacimiento, que tiene en Erasmo y en Luis Vives su expresión más alta.

Transformado de esta manera el primitivo cuento de Amadís, enriquecido con los despojos de toda la literatura caballeresca anterior y con el fruto de una varia si no muy selecta cultura que en el aliño algo redundante y en la majestad periódica del estilo se manifiesta: novela de amor y de aventuras juntamente, y que recopilaba casi todos los temas poéticos que en los libros de la Tabla Redonda andan esparcidos; obra que por sus raíces arrancaba del [p. 368] fondo más oscuro de la Edad Media, y que por el desarrollo amplio y brillante era muy digna de abrir la época clásica, el Amadís del regidor Montalvo, único que para la posteridad existe, se levanta como una de las columnas de la prosa española en tiempo de los Reyes Católicos y comparte con la Celestina la gloria de haberla fijado en aquel momento supremo.

¿Y qué sabemos del elocuente e incansable narrador que en las llanuras de Castilla la Vieja dió forma definitiva al mejor de los libros caballerescos? Poco más que lo que consta en los principios de su obra y lo que él quiso decirnos por boca de Urganda la Desconocida en el cap. XCVIII de las Sergas de Esplandián, consignando algunos rasgos de su carácter que, salvo lo que dice de su ignorancia, bien desmentida en sus escritos, deben de ser muy aproximados a la verdad. «Yo he sabido (le dice la sabia y profética dueña) que eres un hombre simple, sin letras, sin ciencia, sino solamente de aquella que así como tú los zafios labradores saben, y como quiera que cargo de regir a otros muchos y más buenos tengas, ni a ellos ni a ti lo sabes hacer, ni tampoco lo que a tu casa y hacienda conviene. Pues dime, hombre de mal recaudo,  ¿cuál inspiración te vino, pues que no sería del cielo, que dexando y olvidando las cosas necesarias en que los hombres cuerdos se ocupan, te quisiste entremeter y ocupar en una ociosidad tan excusada, no siendo tu juicio suficiente, enmendando una tan grande escriptura de tan altos emperadores, de tantos reyes y reinas, y dueñas y doncellas, y de tan famosos caballeros?»...

Esta confesión tan ingenua confirma lo que ya por los enormes volúmenes del Amadís y del Esplandián podría sospecharse; es decir, que en el regidor de Medina del Campo la imaginación novelesca era la facultad predominante, y que debió de tener bastante descuidado su oficio municipal y el regimiento de sus convecinos, embebido como estaba siempre en las dulces quimeras que inventaba o hacía suyas por derecho de conquista. De otras palabras de Urganda, que no sabemos si se refieren al Esplandián sólo, sino también al Amadís, parece inferirse que escribía en edad muy madura y no la más propia para fábulas de amores, lo cual puede explicar la frecuencia e intemperancia de sus sentencias y digresiones morales. «¡Oh, loco, cuán vano ha sido tu pensamiento con creer que una cosa tan excelente que en muy gran número [p. 369] de escripturas caber no podria, en tan breves y mal compuestas palabras lo pensaste dexar en memoria, no temiendo en ella ser tan contraria tu edad de semejantes autos como el agua del fuego y la fria nieve de la gran calentura del sol, que en una tan extraña cosa como ésta no pueden nin deben hablar sino aquellos en quien sus entrañas son casi quemadas y encendidas de aquella amorosa flama.»

Sabemos también que era muy aficionado a la caza, ejercicio muy propio de un cronista de caballeros andantes y con el cual debía completarse su noble y poética ociosidad. En el cap. XCIX de las Sergas finge que en una de estas expediciones cinegéticas, cerca del lugar de Castillejo, le aconteció caer en una cueva donde tuvo la visión que allí describe. [1]

La historia póstuma del Amadís es tan curiosa e importante como el libro mismo; pocas obras del ingenio humano han tenido una posteridad tan larga, han influido tanto en literaturas distintas, han contado imitadores tan ilustres y han dado norma y tono al trato social por tanto tiempo. A pesar de su enorme volumen, que hoy retrae a los lectores impacientes, pero que entonces era obstáculo menos grave, porque las obras de imaginación no eran numerosas y se leían muy despacio, procurando cada cual prolongar su placer, los cuatro libros de Amadís tuvieron en el siglo XVI más de veinte ediciones castellanas, que hoy existen o de que se tiene segura noticia, y es de creer que hubiese otras, porque la más antigua no ha sido conocida hasta fecha muy reciente, y sabemos que fué grande la destrucción de estos libros cuando pasaron de moda, y se los miró con desprecio e indiferencia. [2] [p. 370] Añádase a esto la masa enorme de las continuaciones, de que hablaremos después. Los descendientes de Amadís son legión: nadie se hartaba de leer las proezas de sus nietos, biznietos y tataranietos, y para orientarse la crítica en el laberinto de sus parentescos, ha habido que construir árboles genealógicos, como si se tratase de una familia histórica. No faltaban aficionados delirantes, precursores de don Quijote, que la tuviesen por tal, extremándose en esto los portugueses, tan encariñados con este libro que estimaban como suyo. Don Simón de Silveira juraba sobre un Misal que todo lo que se contenía en el Amadís era verdad. En su curioso Arte de Galantería refiere don Francisco de Portugal la siguiente anécdota: «Vino un caballero muy principal para su casa, y halló a su muger, hijas y criadas llorando; sobresaltose y preguntóles muy congoxado si algun hijo o deudo se les havia muerto; respondieron ahogadas en lagrimas que no; replicó más confuso: pues ¿por qué llorais? Dixeronle: Señor, hase muerto Amadís.» [1]

[p. 371] La poesía lírica de metro y sabor popular, y la cortesana y erudita se apoderaron simultáneamente del episodio de la Peña Pobre. Hay tres romances de la primera mitad del siglo XVI referentes a Beltenebrós (números 335, 336 y 337 del Romancero de Durán). En el Cancionero General de Amberes, 1557, se halla un canto en octavas reales sobre el mismo argumento, que acaso tenga relación con el Amadigi italiano de Bernardo Tasso. Entre los poemas que se perdieron de Hernando de Herrera, menciona un Amadís Francisco de Rioja en la carta al Conde Duque de Olivares, que precede a las Rimas del patriarca de la escuela sevillana en la edición de 1619.

Amadís pisó muy pronto las tablas del teatro peninsular. Gil Vicente, el más poeta entre los dramaturgos de nuestros orígenes, fué el primero que comprendió que en los libros de caballerías había una brava mina que explotar, y se internó por ella abriendo este sendero, como otros varios, al teatro español definitivo, al teatro de Lope, y aun pudiéramos decir al de Calderón, que todavía trató algunos temas caballerescos como brillantes libretos de ópera. La tragicomedia de Amadís de Gaula, compuesta por Gil Vicente en lengua castellana, es una dramatización de los amores de Oriana, especialmente del episodio de la Peña Pobre, que parece haber sido el predilecto de todos los imitadores. A fines del siglo XVI, Micer Andrés Rey de Artieda compuso otro drama de Amadís de Gaula, pero no queda más que su título, vagamente citado por los bibliógrafos valencianos. El Amadís, además de su éxito popular, [p. 372] fué obra altamente estimada por los más preclaros ingenios españoles de la áurea centuria. Es sabida, aunque no muy comprobada, la anécdota de don Diego de Mendoza, que al ir a su embajada de Roma, no llevaba más libros en su portamanteo que el Amadís y la Celestina. [1] Juan de Valdés, el más agudo crítico del reinado de Carlos V, pone con su habitual severidad algunos reparos al estilo y a la fábula del Amadís; pero no sólo le tiene por el mejor de los libros de su clase, sino que asiente a la común opinión que daba a su autor la primacía «entre los que han escrito cosas de sus cabezas». Por eso mismo y porque el Amadís estaba universalmente considerado como texto de lengua, se dilata en su censura más que en la de ningún otro, y termina con estas palabras: «y vosotros, señores, pensad que aunque he dicho esto de Amadis, tambien digo tiene muchas y muy buenas cosas, y que es muy dino de ser leido de los que quieren aprender la lengua; pero entended que no todo lo que en él halláredes, lo habeis de tener y usar por bueno». [2]

[p. 373] Finalmente, y para no amontonar inútiles citas, baste por todas la de Cervantes, que no sólo le salvó de las llamas en el escrutinio de la librería del ingenioso hidalgo como a único en su arte, aludiendo infinitas veces a él y a su protagonista, que don Quijote llamaba «el norte, el lucero, el sol de los valientes y enamorados caballeros a quienes debemos imitar todos aquellos que debajo de la bandera del amor y de la caballeria militamos», sino que parodió con benévola sonrisa algunas de sus principales escenas, dándoles la inmortalidad que el genio comunica a lo mismo que parece destruir.

Ningún héroe novelesco se ha impuesto a la admiración de las gentes con tanta brillantez y pujanza como se impuso el Amadís a la sociedad del siglo XVI. Hay que llegar a las novelas de Walter Scott para encontrar un éxito semejante, a la vez literario y mundano, para el cual no hubo fronteras en Europa. Una breve excursión por los anales literarios nos convencerá de ello.

Cuando tanto y con tanta razón se encarece la benéfica [p. 374] influencia del gusto italiano en nuestra literatura del siglo XVI, suele olvidarse demasiado la influencia recíproca, que en algunos géneros fué muy notable. Tal acontece con los libros de caballerías. Desde 1546 a 1594 fueron impresos y traducidos en Venecia, no sólo los cuatro libros primitivos del Amadís y el quinto de las Sergas de Esplandián, sino todas las continuaciones españolas, a las cuales se añadieron otras italianas hasta completar la respetable cifra de veintitrés volúmenes, de veinticinco si se añaden, como acostumbran algunos, las dos partes de Don Belianís, que en rigor no pertenecen a este ciclo. Todos estos volúmenes fueron reimpresos varias veces: algunos alcanzaron hasta diez ediciones, y el gusto público no los abandonó hasta muy entrado el siglo XVII. Cuando ya el género estaba enteramente muerto en España, todavía las prensas venecianas reproducían en 1625 la obra de Montalvo, en 1629 el Amadís de Grecia y el D. Silves de la Selva, en 1630 el Lisuarte de Grecia.

Pero mucho antes de leerse en toscano la célebre novela española, la manejaban los italianos en su lengua original, y de ello tenemos prueba gloriosa e irrecusable. El divino Ludovico Ariosto, uno de los mayores poetas que en el mundo han sido, no se desdeñó de entretejer en la riquísima tela del Orlando Furioso algunos retazos del Amadís; debiendo advertirse que estas imitaciones se encuentran ya en los 40 primeros cantos del poema, impresos en Ferrara en 1516, ocho años después de la publicación del texto castellano, si admitimos como primera edición la de Zaragoza de 1508.

Estas imitaciones han sido señaladas y discutidas por el sagacísimo crítico italiano Pío Rajna en su libro sobre «las fuentes del Orlando Furioso», [1] que es uno de los monumentos de la erudición moderna. Entre estos vestigios del Amadís en el Orlando, es evidente y seguro el de la aspra legge di Scozia en la historia de Ginebra (cantos IV y V), imitada por otra parte de un episodio de Tirante el Blanco, como veremos luego. «En aquella sazon era por ley establecido que cualquiera muger, por de estado grande e [p. 375] señorio que fuese, si en adulterio se hallaba, no se podia en ninguna guisa excusar la muerte, y esta tan cruel costumbre e pesima duró hasta la venida del muy virtuoso rey Artur.» (Pág. 4, ed. Gayangos.)

       El Ariosto traduce casi a la letras estas palabras:
       L'aspra legge di Scozia empia e severa,
       Vuol ch' ogni donna e di ciascuna sorte
       Ch' ad uom si giunga e non gli sia mogliera,
       S' accusata ne viene, abbia la morte.
       (IV, 59.)

Para que todo sea complicación de fuentes españolas en este episodio, todavía hay otra del Grisel y Mirabella, de Juan de Flores, de que nos haremos cargo más adelante.

La locura de Orlando precede evidentemente de la de Tristán, pero también a título de analogía menciona Rajna el estado de desesperación a que Amadís queda reducido por la carta de Oriana, que creyéndole infiel le prohibe verla. Amadís no se vuelve loco propiamente, pero el abandono de las armas, los lamentos a la margen de una fuente, son rasgos comunes a estas dos narraciones. Ya don Quijote en Sierra Morena había relacionado ambos pasajes, dudando si imitaría «a Roldán en las locuras desaforadas que hizo o a Amadís en las malencónicas».

La escena del canto 24, en que Zerbino recoge las armas que Orlando en su locura había sembrado por el suelo y hace con ellas un trofeo que suspende de un pino, se parece mucho a lo que hizo don Guilán con el escudo de que Amadís se había despojado para entregarse a vida penitente: «E quando Guilan vio el escudo, hobo gran pesar, e descendiendo de su caballo, dixo que no era para estar asi el escudo del mejor caballero del mundo; el alzólo del suelo llorando de corazon, e posolo en aquel brazo de aquel arbol, e dixonos que lo guardassemos en tanto que él buscaba a aquel cuyo era» (libro II, cap. V). Pero como este pasaje es imitado del Tristá n, no puede decirse con seguridad a cuál de los dos libros recurrió el Ariosto.

Juntos el Tristán y el Amadís, puesto que el poeta italiano aprovecha circunstancias de uno y otro, explican el paso honroso que en un estrecho puente defiende Rodamonte después de la [p. 376] muerte de Isabella (canto 29). Otro paso igual defiende el caballero Gandalod contra don Guilán que se encaminaba a la corte del rey Lisuarte (libro II, capítulo VII). «Y el agua era grande, e había en él una puente de madera tan ancha como pudiese venir un caballero e ir otro.» Finalmente, Rajna compara el papel de Urganda la Desconocida en el Amadís con el de Melisa en el Orlando Furioso, si bien puede explicarse por las relaciones comunes que ambas obras tienen con el ciclo bretón.

Un poeta inferior sin duda al Ariosto, pero que ocupa muy distinguido lugar entre los épicos y líricos italianos de segundo orden, Bernardo Tasso, a quien ha oscurecido en demasía la gloria de su hijo, emprendió en la corte española de Nápoles convertir en poema épico toda la materia novelesca del Amadís, alentándole en tal propósito el príncipe de Salerno Ferrante Sanseverino, el virrey don Pedro de Toledo, el Comendador Mayor de Alcántara, don Luis de Ávila y Zúñiga, y otros grandes señores que eran ornamento de aquella sociedad italo-hispana. El Amadigi del Tasso, comenzado en Sorrento por los años de 1539 y no terminado hasta 1557 en la corte de Urbino, tuvo en expectación durante tan largo plazo al mundo literario, fué leído a trozos por su autor en los círculos más elegantes y sometido por él a la censura de los poetas y humanistas que en toda Italia pasaban por mejores jueces: Giraldi, Varchi, Ruscelli, Bartolomeo Cavalcanti, Muzio, Veniero, Mocenigo, Antonio Gallo y otros muchos. El autor se sometió a las correcciones con una docilidad rara en los de su oficio; volvió su obra al yunque varias veces, y cuando definitivamente la hizo salir de las prensas de Venecia en 1560, [1] tuvo tan buena acogida que algunos críticos de aquel tiempo, como Sperone Speroni, llegaron a darle la palma sobre el Orlando mismo; enorme exageración que la posteridad ha reducido a sus justos límites, si bien reconociendo en Bernardo Tasso condiciones [p. 377] poéticas mucho mayores que en el Trissino, en Luis Alamanni y en otros autores de epopeyas tan celebrados entonces como olvidados hoy. El que al parecer no quedó muy satisfecho del Amadigi fué Felipe II, a quien el Tasso dedicó su poema, por consejo del Duque de Urbino, puesto que ni devolvió al poeta los bienes que se le habían confiscado en el reino de Nápoles cuando siguió en su defección a Sanseverino, ni siquiera se dió por entendido del ejemplar que recibiera por medio de su capitán general en Italia. Era el Rey Prudente más aficionado a otras artes que a la poesía, y no parece que se recreara mucho con la lectura de ficciones caballerescas. Además el Tasso había vacilado largo tiempo en cuanto a la dedicatoria, cambiándola al compás de las circunstancias políticas, puesto que al principio se la dirigía al todavía príncipe don Felipe, después (1547) al rey de Francia Enrique II, y, por último, en 1558 se la restituía a su primitivo dueño. Triste falta de sinceridad y de convicción de que la mayor parte de los poetas italianos del siglo XVI adolecen, y que solía ser pagada con el olvido o con el desdén de los mismos príncipes a quienes adulaban. Bernardo Tasso, que había acompañado al Emperador en la jornada de Túnez, estuvo dos veces en España, en 1537 y 1539, y conocía perfectamente nuestra lengua. Trabajaba sobre el texto original de Montalvo, del cual había empezado por hacer una traducción en prosa para su uso. Al principio pensó imitar la unidad de acción de las epopeyas clásicas, y por este camino llegó a componer hasta diez cantos. Pero muy pronto se convenció, por la frialdad con que los oyeron sus amigos, de que tal regularidad era incompatible con el argumento, acabando de abrirle los ojos el notable escrito de Giraldi sobre las novelas y los poemas romancescos que apareció en 1544. Determinó, pues, afiliarse resueltamente en la escuela del Ariosto, y seguirle en el agradable desorden del relato, así como en el metro, ya que por fortuna suya el príncipe de Salerno y don Luis de Ávila le habían disuadido de escribir su poema en verso suelto, con lo cual sería hay tan ilegible como la Italia Liberata del Trissino.

El Amadigi de Bernardo Tasso es un poema en cien cantos, de unos quinientos a seiscientos versos cada uno. Comprende toda la materia de los cuatro libros del Amadís de Gaula español, terminando como él con la aparición de Urganda la Desconocida. [p. 378] Pero como el poema, aun siendo enorme, lo es mucho menos que la novela original, y además la narración poética no tolera tantos detalles como la prosaica, el poeta bergamasco abrevia muchas cosas y omite otras, aunque también pone de su cosecha algunas. Como si le pareciese todavía poco complicada la historia de los amores de Amadís y Oriana, añade otras dos parejas enamoradas, Alidoro y Mirinda y Floridante y Filidora. De este modo consiguió que su poema tuviese tres acciones, como el del Ariosto (sitio de París, locura y curación de Orlando, amores de Roger y Bradamanta), pero con la desventaja de ser las tres del mismo género y muy poco interesantes las dos que el Tasso inventó. En todo el poema se observa una irregularidad fría y calculada, que quiere simular el libre juego de la fantasía. La versificación es elegante, pero monótona, y lo mismo puede decirse del estilo, que es ampuloso, recargado de símiles y de lugares comunes. Son muchos los cantos que empiezan con una descripción del amanecer y terminan con otra de la noche. Al principio había pensado el Tasso que todos tuviesen este principio y este fin: ¡cien variaciones sobre el mismo tema! En conjunto, y aparte del mérito de algunos detalles y de la brillantez general, pero demasiado uniforme, de la ejecución, este compendio poético del Amadís se lee con mas fatiga que el Amadís en prosa, y hace deplorar que su autor malgastase tanto tiempo y un talento poético nada vulgar en una obra tan inútil, la cual nosotros debemos agradecer, no obstante, como homenaje prestado a la literatura española por un insigne poeta de la edad clásica italiana. [1]

Si tal suerte logro el Amadís en Italia, donde las maravillas de Boyardo y del Ariosto tenían que hacer ruda competencia [p. 379] a cualquier invención forastera, mucho mayor debía ser, y fué en efecto, el triunfo del Amadís entre los franceses que, al trasladarle a su lengua, recobraban en cierta manera un género de invención poética cuyos primeros modelos les pertenecían, aunque ya comenzasen a olvidarlos. Fué menester que Francisco I, cautivo en Pavía, entretuviese los ocios de su prisión de Madrid con la lectura del libro de Garci Ordóñez de Montalvo—en la cual también se había recreado Carlos V—, [1] para que al volver a Francia ordenase a Nicolás Herberay, señor des Essarts, la traducción al francés del Amadís de Gaula, al cual pronto siguieron casi todas las fabulosas crónicas de los descendientes de Amadís, escritas por Feliciano de Silva y otros, y trasladadas a la lengua de nuestros vecinos por el mismo Herberay, por Gil Boileau y otros traductores que más adelante citaremos. La serie primitiva de estos Amadises forma doce libros o partes, publicadas desde 1540 a 1556 en espléndidos volúmenes en folio, con grabados en madera, edición lujosa y propia del público aristocrático al cual se dedicaba. Hubo reimpresiones más modestas, en las cuales, desde el año 1561, comenzaron a añadirse nuevos libros traducidos del español y del italiano, o compuestos por imitadores franceses, [p. 380] hasta que la serie de Amadís quedó completa en 24 volúmenes, llevando los tres últimos la fecha de 1615.

Ya hemos dicho que Herberay procuró defender con malos argumentos el origen francés del Amadís, posición semejante a la que había de tomar nuestro P. Isla cuando tradujo el Gil Blas, restituyéndole, como él decía, a su lengua nativa. Erraban uno y otro en la argumentación, pero acertaban en el fondo, puesto que el Amadís es imitación, no de uno, sino de muchos poemas franceses, y el Gil Blas imitación, no de una, sino de muchas novelas y comedias españolas. Precisamente por lo mucho que la caballería bretona tiene que reclamar en el Amadís, fué tan prodigioso el éxito de esta traducción de Herberay entre los cortesanos franceses y aun en la imaginación popular. Añádese a esto que Herberay era un traductor de notable mérito, aunque no muy escrupuloso y fiel, que aderezó la obra al gusto de los franceses, aligerando la parte moral y didáctica y reforzando la erótica, especialmente en el personaje de don Galaor, ya tan francés de suyo. Trocado así el Amadís en obra más mundana y menos severa, no por eso perdió los caracteres de su estilo primitivo, y por ellos vino a influir notablemente en el desarrollo de la prosa francesa, entonces menos adelantada que la italiana y que la nuestra. Un crítico francés, más olvidado de lo que merece, dice sobre este punto lo siguiente:

«El número del período, y aun la elección de las palabras, deben mucho a Herberay-des-Essarts, que acertó a reproducir en su traducción algo de la armonía pomposa que caracteriza a la lengua española. Se le podría llamar, sin mucha audacia, el Balzac de su tiempo. [1] La lengua francesa, a pesar de los esfuerzos aislados de algunos espíritus eminentes, carecía aun de nobleza. Des-Essarts fué el primero que imitó la marcha grave y periódica de la frase castellana. Intentó algunos cambios no siempre afortunados, pero en él principia el cuidado de la armonía en el estilo, y de una cierta solemnidad en el pensamiento y en la expresión: [p. 381] cualidades mezcladas de defectos, pero muy útiles entonces por ser precisamente las que nos faltaban...

Un estilo más florido y más pomposo que el de Calvino y Felipe de Comines, abundancia en las expresiones, una elegancia a veces demasiado prolija, justifican en parte el inmenso éxito de que la traducción del Amadís gozó por tanto tiempo. Los sabios que comenzaban a reconciliarse con su lengua materna, miraron a d'Herberay como un legislador. Su obra penetró hasta en los conventos, según dice Brantöme. Los predicadores fulminaron contra ella mil anatemas... Aquellos amores, aquellos torneos, aquellos encantamientos hacían olvidar las cosas divinas, como si todos los espíritus estuviesen sujetos a los prestigios de algún encantador. [1]

Los cortesanos, los jóvenes, las mujeres se entregaban sin freno a la lectura del Amadís.» [2]

Y no era leído solamente en la traducción. El estudio de la lengua española estaba tan de moda en Francia, que muchos preferían saborear directamente las bellezas del original. Miguel de Montaigne era de éstos. En el corto número de libros de su [p. 382] biblioteca [1] que han llegado a nuestros días (unos 76, según sus más recientes biógrafos) no figuran más que dos novelas, el Amadís en su texto castellano y una traducción italiana de la Cárcel de Amor, de Diego de San Pedro. Una vez, por lo menos, se acuerda del Amadís en los Ensayos, citando la pomposa descripción de los palacios de Apollidon [2] .

No es inverosímil, sino muy natural, que los Amadises influyesen en las novelas heroico-sentimentales del siglo XVII francés, como el Gran Ciro, la Clelia, la Casandra, que libros de caballerías son aunque se dé en ellos más importancia a las sutilezas de la galantería y a los refinamientos seudopsicológicos que al tropel de las aventuras. La novela española estaba tan presente en la memoria de todos, que el mismo Luis XIV indicó al poeta Quinault este asunto para un libreto de ópera, que puso en música el compositor Lully y fué representado en la Academia Real de Música el 15 de febrero de 1684 con éxito brillantísimo, sosteniéndose en el repertorio hasta mediados del siglo XVIII. Sirve de argumento a esta pieza, escrita con bastante ingenio y melodiosos versos, el doble amor del mágico Arcalaus y de su hermana Arcabona por Oriana y Amadís respectivamente, interviniendo en el desenlace Urganda la Desconocida. Hasta cinco parodias (una de ellas del célebre poeta cómico Regnard con el título de El Nacimiento de Amadís) atestiguan la popularidad que tuvo esta ópera.

Como la traducción de Herberay no podía menos de parecer anticuada y demasiado voluminosa para el gusto del siglo XVIII, fueron varios los que emprendieron la tarea de compendiarla y rejuvenecerla. De estos compendios el más antiguo es el de mademoisselle de Lubert (1750) en cuatro volúmenes, a los cuales añadió en 1751 otros dos que contienen las Sergas de Esplandián. [p. 383] Pero el más célebre es el del Conde de Tressan (1779), que desnaturalizó enteramente la obra, convirtiéndola en una novela galante y de salón, y afeminándola con todos los artificios de una sociedad caduca, frívola e insustancial. Todos los arreglos de la Bibliothéque universelle des Romans adolecen del mismo defecto, y en parte ninguna ha sido tan desconocida y falseada la poesía de la Edad Media como en esa curiosísima compilación de obras de pasatiempo, que tuvo, sin embargo, el mérito de renovar, aunque fuese desfigurándolas, una porción de narraciones antiguas, Las cuales, despertando al principio un interés de curiosidad algo pueríl, acabaron por ser materia de estudio serio.

Con esta misma renovación, poco formal, de los temas poéticos de los siglos medios, se enlaza el extenso poema de Creuzé de Lesser, poeta del primer Imperio, sobre la Caballería, dividido en tres partes, que juntas tienen cincuenta mil versos: Roldán, Los Caballeros de la Tabla Redonda y Amadís de Gaula. Esta última apareció en 1814 y todas yacen hoy en el más profundo olvido, a pesar de la facilidad demasiado fácil de la versificación y de cierta ironía mal imitada de Voltaire. Otro enorme poema de muy distinto carácter, puesto que está lleno de símbolos filosóficos y transcendentales y presenta encarnada en sus personajes una especie de teoría sobre las razas humanas, ha aparecido en 1887 con el título de Amadís, obra póstuma del Conde de Gobineau, diplomático y orientalista bien conocido por sus importantes estudios sobre la historia de Persia y sobre las religiones y las filosofías del Asia central. Conserva este autor los nombres de Amadís, de Oriana, de Briolanja, de Urganda, de Gaudalin, de Galaor, del rey Lisuarte, e imita, sobre todo en el primer libro, algunas de las aventuras, pero toda lo transforma e interpreta conforme a sus meditaciones de filosofía de la historia. Así, por ejemplo, Amadís y Oriana son los tipos de la humanidad superior, de la raza aria. Tal es la última y bien inesperada manifestación francesa de la leyenda de Amadís

Por Francia había pasado en el siglo XVI a las literaturas del Norte. La traducción alemana publicada en Francfort, y la holandesa, de la cual ya se cita edición de 1546, aunque la más completa es la de 1619 a 1624, están hechas sobre la francesa de Herberay y sus continuadores, y contienen (por lo menos la alemana de 1569 [p. 384] a 1595) los mismos veinticuatro libros y por el mismo orden.

El Amadís encontró en Alemania el mismo éxito mundano que en Francia: fué el manual del buen tono, el repertorio de los cumplimientos, como decía Grimmelshausen. Todas las novelas heroicas del siglo XVII llevan su huella, hasta por antítesis, puesto que algunos de sus autores, movidos por respetables escrúpulos morales o por una tendencia didáctica, hacen al Amadís cruda guerra y procuran sustituirle con fábulas más ejemplares. Así Buchholtz, Lohenstein y el mismo Grimmelshausen, autor de la única novela realista de aquel tiempo, el Simplicissimus, curiosa adaptación alemana de nuestros libros picarescos, en la historia de Proximus y Limpida lanza fiero anatema contra Amadís y todos los libros de caballería andantesca, tachándolos de corruptores de las costumbres y de escollo en que naufragaba la castidad a cada momento.

Pasó con el siglo XVII la moda de las novelas caballerescas y sentimentales en Alemania, que juntaban los dobles extravíos del gusto francés y del español. Y cuando a fines del siglo XVIII, la gran literatura alemana, que con razón llamamos clásica, pero que fué al propio tiempo prerromántica, volvió los ojos a las leyendas y temas poéticos de la Edad Media, fué Wieland el nuevo Ariosto risueño y malicioso de la renovada caballería, y su primer ensayo en este género, publicado en 1770, un Nuevo Amadís, seguido muy pronto de otro poema, Gandalín o el amor por el amor. Gandalín es el nombre del escudero de Amadís, y en ambas obras se ve el reflejo del rifacimento poco honesto y serio del Conde de Tressan . Por lo demás, sus argumentos son enteramente diversos, y aunque domina en ambos poemas de Wieland una fantasía harto sensual, anuncian ya el delicioso talento que sobre otro relato caballeresco mal traducido en prosa francesa creó la amenísima fábula de Oberon.

Parecía natural que en Inglaterra, que durante todo el siglo XVI [p. 385] vivió en continuas relaciones, ya amistosas, ya hostiles, con España, y en que tanta influencia ejercieron algunos prosistas nuestros, como Fr. Antonio de Guevara; en Inglaterra, donde pasan la mayor parte de las escenas del Amadís, según recordaban con tanta fruición los caballeros castellanos que acompañaron a Felipe II a Inglaterra en 1554, [1] fuese directo y no mediato el [p. 386] conocimiento de la obra de Garci Ordúñez de Montalvo, y sin embargo, no sucedió así: en Inglaterra, como en todo el Norte, las traducciones francesas sirvieron de intermedio. The Treasurie of Amadis, de Thomas Paynel (1568), está tomado de otro compendio que desde 1559 corría con el título de Trésor de tous les livres d'Amadis de Gaule, [1] en que el compilador había reunido con un fin retórico las epístolas, arengas y carteles de desafío que tanto abundan en este género de novelas. No gustó el epítome de Paynel, pero esto no fué obstáculo para que en 1589 Antonio Munday, traductor de otros libros de caballerías, emprendiese la versión de los cuatro libros de Amadís, conforme al texto de Herberay, si bien no aparecieron completos hasta 1619, a ruegos y expensas de una ilustre dama aficionada a estas lecturas. Tan larga dilación indica que los Amadises iban pasando de moda, y que no estaba lejano el tiempo de su completo abandono. Pero en el siglo XVIII tuvieron una especie de renacimiento erudito. Los ingleses, que se adelantaron a los españoles mismos en el estudio y comentario del Quijote, como lo prueba el excelente trabajo del Dr. Bowle, comprendieron la gran utilidad que estos libros podían prestar para la inteligencia de aquella fábula inmortal y se dieron a buscarlos [p. 387] con ahinco, pagándolos a subido precio. Hubo algo de bibliomanía en esto, pero el elegante compendio del Amadís que en 1803 dió a luz el laureado poeta Roberto Southey, uno de los corifeos de la escuela de los lagos, brotó de un impulso artístico serio y es acaso la mejor traducción del Amadís en ninguna lengua. [1] ¡Qué distancia del impertinente rifacimento del Conde de Tressan a esta hábil refundición, donde está conservado el color poético del original y el noble decoro de su estilo!

En todas estas literaturas, y en otras más peregrinas, penetró el Amadís, que tuvo hasta el honor, quizá no logrado por ninguna otra novela moderna, de pasar a la lengua de los profetas. En hebreo o en rabínico estaba una traducción que Wolfio declara haber visto en la biblioteca de Oppenheimer. [2] [Cf. Ad. vol. II.]

La fortuna internacional del Amadís apenas tiene igual en los fastos de la novela, pero no ha de empezar a contarse desde el hipotético texto portugués, sino desde principios del siglo XVI, cuando la imprenta vulgarizó la que en gran parte, a lo menos, es creación de Montalvo. Durante el siglo XV fué enteramente ignorado fuera de España, y aun aquí apenas tuvo imitadores. En portugués no hay ningún libro de caballerías de esa centuria. En castellano, prescindiendo de la Crónica del rey D. Rodrigo, que por su especial carácter reservamos para las novelas históricas, sólo se citan otros dos que pueden llamarse originales, ambos inéditos y al parecer de poca importancia. Es el primero la Crónica del Infante Adramón, llamado también el Príncipe Venturín y el Caballero de las Damas, y se conserva entre los manuscritos de la Biblioteca Nacional de París. [3] Las aventuras del protagonista tienen por principal teatro el reino de Polonia, a cuyo monarca [p. 388] se da el nombre portugués de D. Dionis, lo cual puede ser indicio de la patria del autor. Termina la acción en Roma, siendo proclamado el príncipe gonfalonier de la Iglesia.

Tampoco ha logrado los honores de la impresión, y probablemente no los merece, otra novela que forma parte de la colección de Salazar (biblioteca de nuestra Academia de la Historia): «el libro del virtuoso y esforzado cavallero Marsindo, hijo de Serpio Lucelio, príncipe de Constantinopla». Tiene trazas de ser fragmento de otra composición más larga, que comprendía las aventuras de Serpio, con las cuales se enlaza al principio, así como anuncia al final las del príncipe Paunicio, hijo de Marsindo, del cual al parecer había historia aparte: «e fizo tan extrañas cosas en armas, que ygualó a la bondad de su padre, y aqui non vos lo contamos como él las passó, porque en la su grande ystoria lo cuenta muy complidamente». Amador de los Ríos [1] da bastante razón de esta novela, cuyo asunto son las proezas que Marsindo (llamado así por haber nacido en el mar) ejecuta en África y en Constantinopla, venciendo todo lo que se le pone por delante. Al parecer hay en este libro imitaciones del Amadís, pero pueden proceder del texto impreso, porque no es muy seguro que el Marsindo ni el Adramón sean anteriores a los primeros años del siglo XVI, a juzgar por la letra de los códices en que han llegada a nosotros, y que quizá serían los únicos que de estas anónimas y oscuras historias se escribiesen.

Mucha más importancia tienen dos libros de caballerías catalanes, que indisputablemente son del siglo XV: famoso el uno en la literatura novelesca, Tirant lo Blanch; casi ignorado el otro, Curial y Guelfa, hasta que recientemente le ha dada a luz en primorosa edición la Real Academia de Buenas Letras de Barcelona, con eruditas y oportunas observaciones de mi fraternal amigo y condiscípulo el profesor don Antonio Rubió y Lluch. [2]

[p. 389] Más que libro de caballerías propiamente dicho, el Curial es una novela erótico sentimental, influída por modelos italianos, y especialmente por la Fiammeta de Boccacio, de cuyas imitaciones españolas se tratará en el capítulo siguiente. La colocamos, sin embargo, en este lugar porque conserva en mayor grado que las otras el espíritu caballeresco, principalmente en el libro segundo, que está lleno de descripciones de combates. Sobre la plena originalidad de esta obra pueden caber algunas dudas. Luis Vives, en un importante pasaje que ya hemos citado, enumera entre los libros de entretenimiento que corrían en Flandes , y cuya lectura reprueba, uno que llama Curias et Floreta. ¿Tendría que ver con el nuestro? Si hubiese sido español, estaría citado por Vives con los demás de nuestra literatura que menciona; es a saber, el Amadís, el Florisando, el Tirante, la Celestina y la Cárcel de Amor. Parece, pues, que se trataba de un texto francés. En el Curial ha notado su diligente editor inscripciones y divisas en lengua francesa, alusiones continuas a los libros de Tristán y Lanzarote, algunos que parecen galicismos, como armurers, mestre dostal, renarts burells y otros, y sobre todo, un gran número de nombres y apellidos (históricos algunos) que son enteramente franceses.

Pero la influencia italiana es la que en el libro predomina, y se manifiesta de mil modos, ya en las frecuentes citas de Dante, de quien manejaba no sólo la Commedia, sine Il Convito y la Vita nuova, ya en el conocimiento que manifiesta de otras obras de aquella literatura, tan familiar entonces a los catalanes, [p. 390] dominadores de Sicilia y de Nápoles y émulos de las repúblicas marítimas en el comercio de Levante. Así recuerda, como cosa que debía estar presente en la memoria de todos sus lectores, la trágica historia de Guiscardo y Guismunda, que es la novela primera de la jornada IV del Decameron. El fondo mismo del Curial, la sencilla historia de amor que le sirve de principal argumento, tiene su origen directo en una colección de cuentos italianos, Il Novellino o las Cento Novelle Antiche (núm. 61, «d'una novelle ch' avenne in Provenza alla corte det Po»). Esta narración, como tantas otras, había pasado de Provenza a Italia, y de Italia volvió a Cataluña, rota ya la hermandad entre provenzales y catalanes, y olvidada la antigua literatura occitánica que había sido común a ambos pueblos. Aun los rasgos que más localizan el cuento y dan testimonio de su origen, la mención del Puig de Nostra Dona, y el primer verso de la canción del trovador Barbassieu, «Atressi cum l'olifans» (que quizá fué el fundamento de toda la leyenda), están tomados del texto italiano. La anécdota es ingeniosa y del género de otras que se leen en las biografías de los trovadores. Una dama, gravemente ofendida por la indiscreción de su caballero, le previene que no volverá a admitirle en su gracia hasta que cien varones, cien caballeros, cien damas y cien doncellas griten todos a una voz perdón, sin saber a quién se lo piden. El ladino caballero, que era de gran saber en el arte de trovar, inventa las palabras y la melodía de una canción alegórica, y va a cantarla en el gran concurso poético del Puis de Nostradame. Apenas había terminado su canción, en que empezaba por compararse con el elefante caído, que no se puede levantar si no se le anima con gritos y voces, todos los circunstantes pidieron perdón por él, y la altanera dama consintió en perdonarle. [1]

El teatro de los amores de Curial y Guelfa es la corte de Monferrato (otro indicio de italianismo), pero se da a entender, aunque no está claro del todo, [2] que el padre del héroe era catalán, [p. 391] y en los episodios de la novela intervienen, llevándose la prez en justas y torneos de Francia e Italia, varios caballeros catalanes y aragoneses de apellidos muy ilustres: Dalmau de Oluge, Pons d'Orcan, Aznar de Atrosillo, Galcerán de Mediona, Pere de Moncada, Ramón Folch de Cardona. El autor ha querido, con justo entusiasmo, que la acción de su novela coincidiese con el momento más glorioso y solemne de la historia de la corona de Aragón, es decir, con el reinado de don Pedro III el Grande, que es su héroe predilecto, a quien llama «lo millor cavallero del mon sens tota falla», aludiendo repetidas veces a su bizarra aventura del palenque de Burdeos y comentando aquel célebre verso que le dedicó Dante en el cap. VII del Purgatorio:

       D'ogni valor porto cinta la corda.

Aun en esta glorificación del gran rey vencedor de los franceses se revela también el asiduo lector de los autores italianos, y no de Dante solo, sino de Boccaccio, que hizo a don Pedro héroe de una de sus más delicadas y gentiles narraciones.

Hay, pues, un elemento histórico e indígena en el Curial, pero el caso no es único en las novelas españolas del siglo XV. Aparte de El Siervo Libre de Amor, de Juan Rodríguez del Padrón, donde hay tantas reminiscencias geográficas e históricas de Galicia, ahí está la Crónica Sarracina de Pedro del Corral, escrita antes de 1450, la cual, más que libro de caballerías, es una verdadera novela histórica, en que se amplifican y desarrollan todas las tradiciones y consejas relativas a la pérdida de España y a los reyes don Rodrigo y don Pelayo.

La impresión que el Curial deja es la de una obra forastera, refundida por un catalán, más bien que concebida originalmente en Cataluña. Acaso fuese en su origen una breve historia de amor, escrita en italiano, que al pasar a nuestra Península se enriqueció no solamente con las alusiones históricas, con los apellidos ya citados y con algunos nombres geográficos como Barcelona, La Rota, Solsona, sino con gran número de aventuras y razonamientos intercalados con poco arte de composición . Todo lo que se refiere a las andanzas de Curial en Grecia y África tiene este carácter, y lo tiene muy especialmente el curiosísimo intermedio clásico del sueño de Curial en el Monte Parnaso, donde Apolo y [p. 392] las Musas le eligen por juez para sentenciar sobre la veracidad de Homero en cuanto a la guerra de Troya. Curial no desprecia al poeta griego, pero como era de suponer da la palma a Dictis y Dares: «Homero ha escrit libre que entre los homens de sciencia man que sia tengut en gran estima: Ditis e Dares scriuiren la veritat e axi ho pronuncie». Toda esta disputa es un pedantesco alarde del autor para mostrarse muy leído en la Crónica de Guido de Columna, a quien alega varias veces, como también la compilación llamada Fiorita, que Armannino, juez de Bolonia, compuso en 1325: una especie de Eneida anovelada al gusto de la Edad Media. Parece haber manejado también las Metamorfosis de Ovidio, que cita al principio del libro tercero.

Milá y Fontanals, primer crítico que se fijó en el Curial, aunque muy de paso, reconoció en él aquella singular mezcla de gótico y renacimiento que se encuentra en muchas obras artísticas y literarias del siglo XV y principios del XVI. [1] Tanto por esta mezcla, que para el gusto ecléctico y curioso de ahora no es desagradable, como por el interés que ofrece cualquier texto de lengua catalana, ya que son relativamente pocos los que han logrado salvarse del naufragio, merece el Curial, a pesar de la afectación y mal gusto de muchos trozos y del poco interés de la narración, la solicitud con que ha sido impreso y las investigaciones que se hagan sobre sus fuentes.

Pero no puede establecerse paridad alguna entre esta composición retórica y amanerada y la muy sabrosa, aunque demasiado larga y demasiado libre, historia valenciana de Tirant lo Blanch, que es uno de los mejores libros de caballerías que se han escrito en el mundo, para mi el primero de todos después del Amadís, aunque en género muy diverso.

El elogio que hace de él Cervantes en el escrutinio de la librería de don Quijote nunca me ha parecido irónico, sino sincero, aunque expresado en forma humorística: «¡Válame Dios, dijo el cura dando una gran voz; que aquí está Tirante el Blanco! Dadmele acá, compadre, que hago cuenta que he hallado en él un tesoro de contento y una mina de pasatiempos. Aquí está don [p. 393] Quirieleison de Montalbán, valeroso caballero, y su hermano Tomás de Montalbán y el caballero Fonseca, [1] con la batalla que el valiente de Tirante [2] hizo con el alano, y las agudezas de la doncella Placerdemivida y con los amores y embustes de la viuda Reposada, y la señora Emperatriz enamorada de Hipólito su escudero. Digovos verdad, señor compadre, que por su estilo es éste el mejor libro del mundo: aquí comen los caballeros y duermen, y mueren en sus camas, y hacen testamento antes de su muerte, con otras cosas de que todos los demás libros deste género carecen. Con todo eso os digo que merecía el que lo compuso, pues no hizo tantas necedades de industria, que le echaran a galeras por todos los días de su vida.»

Cervantes señaló, entre burlas y veras, el carácter realista del Tirante, fijándose en detalles tales como la lucha del héroe con un perro, que es, en efecto, de lo menos caballeresco que puede imaginarse, aunque tiene precedente en la del rey Artús con un monstruoso gato; no olvidó la sensual pintura de los amores de la vieja emperatriz y del escudero Hipólito, ni las intrigas por todo extremo livianas y celestinescas en que intervienen la doncella Placerdemivida y la viuda Reposada: felicísimos nombres uno y otro, que acreditan la inventiva y buen humor de quien los discurrió. No se le pasó por alto el grotesco nombre de don Quirieleisón de Montalbán, digno del repertorio de Rabelais, y tan empapado se muestra en el libro de Martorell, que ni siquiera omite la insignificante mención del caballero Fonseca, a quien se nombra una solo vez en toda la novela.

No puede negarse que el final del pasaje sea oscuro, y [p. 394] que no me satisface ninguna de las explicaciones que de él se han dado. Si hay errata, como se sospecha, podrá consistir en la adición del no, pues suprimiéndole, la frase hace sentido y puede interpretarse de esta suerte: «merecia el autor las galeras porque siendo hombre de buen ingenio le dió mal empleo, poniéndose de industria, es decir, de caso pensado, a escribir necedades». Por necedades entiende Cervantes las extravagancias caballerescas y eróticas del Tirante; que también hay necedad en los discretos. Muy duro parece el castigo de las galeras para tales pecados pero la frase es humorística a todas luces. Y es lo cierto que las lozanías del Tirante pasan a veces de la raya, y explican la chistosa frase de Cervantes, la cual es a un tiempo elogio del ingenioso autor del libro y vituperio de las escenas lúbricas en que solía complacerse. [1]

El «Libre del valeros e strenu caualler Tirant lo Blanch», impreso por primera vez en Valencia, 1490, [2] tiene, a diferencia de otros [p. 395] muchos libros de caballerías, especialmente de los más antiguos, autor, o por mejor decir autores conocidos, puesto que en el mismo consta que las tres primeras partes fueron escritas por el magnífico y virtuoso caballero Mossen Johanot Martorell, y que después de la muerte de éste, fué acabada la cuarta parte, a ruegos de la señora doña Isabel de Loris, por Mossen Marti Johan de Galba, que acaso fuera un notario, a juzgar por la forma curialesca en que redactó los testamentos de Tirante y la princesa Carmesina, a que alude Cervantes.

Sabemos además la fecha en que Martorell comenzó a escribir su libro: 2 de enero de 1460. Esta importante noticia consta al fin de la dedicatoria al infante don Hernando de Portugal, la misma persona a quien hemos mencionado ya como una de las varias a quien se atribuyó sin fundamento el Amadís de Gaula. En su carta dice Martorell que «la historia y actos de Tirante estaban escritos en lengua inglesa, y que el infante le había rogado que los trasladase al portugués, entendiendo que por haber residido Martorell algún tiempo en la isla de Inglaterra había de serle más familiar aquella lengua que a otros. Por lo cual él, obedeciendo a este ruego o más bien mandato del señor a cuyo servicio estaba, se había atrevido a traducir la obra no solamente de lengua inglesa en portuguesa, sino de portuguesa en vulgar valenciana, para que la nación de donde él era natural disfrutase de aquel beneficio». Y finalmente, disculpa los defectos que puedan hallarse, con la oscuridad de la lengua inglesa, cuyos vocablos es difícil entender bien algunas veces.

Generalmente, se ha hecho poco aprecio de estas declaraciones de Martorell, y como ni en inglés ni en portugués se encuentra rastro de tal libro, se ha creído que todo el prólogo era ficción pura, según la costumbre de los autores de libros de caballerías, que procuraban darles autoridad y crédito suponiéndolos traducidos de otras lenguas. Pero obsérvese que los que tal hacían [p. 396] afectaban, por lo común, trasladar sus libros de lenguas sabias o muy remotas y peregrinas, como el griego, el hebreo, el caldeo y el húngaro, más bien que de las vulgares, y no recuerdo que ninguno de ellos quisiese autorizar su obra suponiéndola traída de una lengua tan de casa y tan familiar a los nuestros como era el portugués. Además, ¿qué objeto había de tener esta superchería, si el mismo Martorell es quien se reconoce autor de la versión portuguesa y de la valenciana, y así lo declara en un prólogo dirigido al infante de Portugal, en cuyo servicio estaba y que le había encargado la traducción? Si todo esto es invención, ¿qué podía ganar el libro con ello?

Para mí está fuera de duda que Juan Martorell, valenciano de nacimiento, pero residente en la corte de Portugal por los años de 1460, escribió primero en portugués y luego en su nativa lengua (que tratándose de aquel tiempo debe llamarse sin ambajes catalana) el libro de Tirante el Blanco, y que Micer Juan de Galba tradujo del portugués la cuarta parte, que en tono y estilo no difiere de las demás ni es adición pegadiza, sino desenlace natural y complemento necesario de la fábula, por lo cual hay que desechar el pensamiento de que sea labor suya y no del mismo Martorell. [1]

¿Pero será verdad lo que éste dice de un original inglés? Aquí la cuestión es mucho más problemática. No hay razón para negar el viaje de Martorell a Inglaterra, y leyendo atentamente su libro se notan indicios que nos persuaden que estuvo allí. En Inglaterra empieza la acción: las justas reales de aquel país y sus fiestas caballerescas están descritas con la minuciosidad de un testigo de vista; se cuenta muy a la larga el origen y estatutos de la Orden de la Jarretiera. Y prescindiendo, porque nada probarían, de las frecuentes imitaciones del ciclo bretón, y de la familiaridad que el autor muestra con los personajes más conocidos y vulgarizados de aquel ciclo, como el rey Artús, a quien hace intervenir en una [p. 397] aventura de que hablaré después, se encuentran en el Tirante otras narraciones que parecen tomadas de libros ingleses. La misma leyenda del dragón de Cos, más que aprendida en las playas del Mediterráneo, parece trasladada del libro fantástico de viajes de John de Mandeville. [1] La historia del conde Guillem de Varoychi, con que la obra comienza, es ni más ni menos que el antiguo poema de Guy de Warwycke, escrito al parecer por un trovero anglonormando en el siglo XII y traducido en verso inglés a principios del XIV. En él se narra cómo el conde, recién casado, se separó de su mujer para ir en peregrinación a Tierra Santa; cómo volvió, después de muchas aventuras, para arrojar de Inglaterra a los daneses, y cómo, finalmente, se hizo ermitaño. [2]

Pero al lado de estas reminiscencias, cuyo número es ciertamente muy escaso, hay en el Tirante innumerables cosas que denuncian el origen catalán de su autor y que no han podido ser escritas más que por algún súbdito de la corona de Aragón. Gran parte del primer libro, es decir, el encuentro del joven Tirante con el caballero ermitaño, y las instrucciones que éste le da sobre el oficio y deberes de la caballería, está calcada, puede decirse que servilmente, sobre un tratado de Ramón Lull que conocemos ya, el Libre del orde de Cavaleyria. El tema principal de la novela, las empresas de Tirante en Grecia y Asia, sus triunfos sobre el Gran Turco y el Soldán de Egipto, su entrada triunfal en Constantinopla, sus amores y desposorio con la hija del Emperador griego, su elevación a la dignidad de César y heredero del Imperio, y hasta la muerte que le sorprende en medio de la alegría de sus bodas, si bien traída por causa natural y no por el hierro de la traición, dan al Tirante cierto sello de novela histórica, donde se reconoce, no muy desfigurada (dentro de los límites que separan siempre la verdad de la ficción), la heroica expedición de catalanes y aragoneses a Levante y el trágico destino de Roger de Flor. Ninguno de los personajes de la novela es español; a Tirante se le supone francés, o por mejor decir bretón, pero antes de terminarse el libro primero, abandona por completo las regiones del [p. 398] centro y norte de Europa y se pone al servicio del rey de Sicilia, es decir, de un príncipe de la dinastía catalana. Los intereses políticos que le preocupan son los que en nuestro litoral mediterráneo tenían que ser primordiales: el socorro de Rodas, heroicamente defendida por los caballeros de San Juan, la competencia mercantil con los genoveses, la aspiración al dominio de la vecina costa africana, el peligro de Constantinopla, el creciente poderío de los turcos.

La materia episódica del Tirante puede estar y en efecto está tomada de fuentes muy diversas. Ya hemos mencionado la bellísima fábula de la doncella convertida en serpiente, que no sabemos si es bizantina o bretona de origen, puesto que se la encuentra lo mismo en el poema francés de Guinglain y en el italiano de Carduino que en la tradición oral de las islas del Archipiélago griego. Tal como la cuenta Martorell y Juan de Mandeville, en quien probablemente se inspiró nuestro autor, tiene todos los caracteres de un mito greco-oriental. El dragón de la isla de Cos (Lango) era la hija del sabio Hipócrates, encantada en aquella forma y que no podía recobrar la suya propia hasta que un joven se dejase besar por ella. Espercio, uno de los personajes secundarios del Tirante, es el que lleva a cabo la aventura, haciéndose con ella dueño de la hermosura de la doncella y de los tesoros de la isla. Se ha conjeturado que en la aplicación de esta leyenda al famoso médico griego hay una reminiscencia del papel que representaba la serpiente en el culto de Esculapio.

Otras anécdotas hay en el Tirante, cuyo origen es fácil señalar: por ejemplo, la estratagema de Zopiro, tomada, no de Herodoto, desconocido en la Edad Media, sino de cualquier compilador. Las fabulosas biografías de Virgilio y de Esopo le han prestado los dichos que pone en boca del filósofo a quien la princesa de Sicilia llama a su corte. Y aunque no se me alcanza de dónde pudo tomar el chistoso cuento del príncipe tonto don Felipe de Francia, cuyos desaciertos y necedades va remediando con tanta habilidad Tirante, para hacerle grato a los ojos de su prometida, bien se ve que esta historia de burlas es una intercalación y que antes hubo de existir aislada. El que se fiara de la vieja traducción castellana o de la francesa del Conde de Caylus podría creer que Martorell, además de los libros bretones, conocía el Amadís de [p. 399] Gaula, puesto que en aquellos dos textos se encuentra el nombre de Urganda la Desconocida, aplicado a una hermana del rey Artús. Pero en el texto catalán no hay semejante cosa: la hermana de Artús, que va en demanda suya a Constantinopla y le desencanta por medio de un rubí de mágica virtud, no es Urganda, sino el hada Morgana. La pasión de la Emperatriz por el escudero Hipólito tiene mucha semejanza con la de la Emperatriz Athenais y el joven Párides en un poema francés de la segunda mitad del siglo XII, el Éracles de Gautier de Arras, [1] aunque el trovero francés es mucho más casto que nuestro novelista, que agotó en esta ocasión todos los recursos de su pincel voluptuoso.

Leído el Tirante con la atención que merece, salta a la vista que Juan Martorell conocía muchos libros de pasatiempo, de los cuales se valió para enriquecer y amenizar el suyo, pero que la concepción general le pertenece, tanto o más que al autor del Amadís. Pudo encontrar en Inglaterra uno a varios poemas que le diesen la primera idea del suyo, y quizá el nombre del héroe; acaso al principio se limitó a traducir o arreglar, y por eso el primer libro tiene un carácter más caballeresco, sin mezcla de pormenores vulgares ni escenas deshonestas; es también el único en que intervienen gigantes o a lo menos personajes muy agigantados, como don Kirieleisón de Montalbán y su hermano: el único en que las aventuras de Tirante se parecen algo a las de cualquier otro paladín. Pero en seguida cambió de rumbo, acaso por haberse trasladado desde las brumas de Inglaterra a las risueñas costas de Portugal: la musa del realismo peninsular le dominó por completo, y los ejemplos venidos de Italia, especialmente el de Boccaccio, cuyos libros estaban entonces en su mayor auge, hicieron que este realismo no fuese siempre tan sano y comedido como debiera. De todos modos, el Tirant lo Blanch, escrito en una lengua mucho más próxima a la popular que el Curial y Guelfa, resultó uno de los libros más catalanes que existen, con cierta indefinible nota de gracia y ligereza valenciana que le da un puesto aparte entre los prosistas de aquella literatura, como a Jaime Roig entre los poetas.

[p. 400] No ha faltado algún excelente crítico [1] que considerase el Tirante como una parodia deliberada de los libros de caballerías, que en todo caso sería más parecida a la de Merlín Cocaio o a la de Rabelais, que a la fina ironía del Ariosto o a la grande y humana sátira de Cervantes. No faltan en aquella novela episodios que superficialmente considerados pudieran hacer verosímil esta opinión: desafíos tan ridículos como el de Tirante con el caballero francés Villermes, batiéndose los dos adversarios en paños menores con escudos de papel y guirnaldas de flores en la cabeza; bufonadas en que sacrílegamente se mezcla lo humano con lo divino (por ejemplo, el rezo de la Emperatriz en el capítulo CCXLV): un regocijo sensual bastante grosero y lo más contrario que puede haber al ideal caballeresco. Todo esto es verdad, y no obstante, considerado el Tirante en su integridad, no puede dudarse que fué escrito en serio, y que las empresas guerreras del héroe son las más serias que en ningún libro de esta clase pueden encontrarse. Lo son por su finalidad alta e histórica, y lo son por los medios muy racionales que el héroe emplea para llevar a cabo sus victorias y conquistas. No es un aventurero andante que consume su actividad en delirios y vanas quimeras, como la mayor parte de los paladines de Bretaña y sus imitadores, sino un hábil capitán, un príncipe prudente que pone su espada y su consejo al servicio de la cristiandad amenazada por los turcos. Las artes con que triunfa de ellos no deben nada al sobrenatural auxilio de magas y encantadores; vence, sí, y desbarata con fuerzas pequeñas innumerables ejércitos; pero esta hipérbole ha sido permitida siempre a los narradores épicos, y no podía menos de serlo cuando no se abstenían de ella los más graves historiadores.

No es el Tirante una parodia, sino un libro de caballerías de especie nueva, escrito por un hombre sensato, pero de espíritu burgués y algo prosaico, que no huye sistemáticamente del ideal, pero lo comprende a su manera. No sólo modifica el sentido del heroísmo, y en esto merece alabanza, sino que cambia radicalmente el concepto del amor, y aquí resbala de lleno en la más baja especie de sensualismo. También él ha querido hacer de Tirante y [p. 401] Carmesina una pareja modelo de leales enamorados, pero las situaciones en que los coloca no son más que un pretexto para cuadros lascivos. Mucho más honesta es Oriana, rindiéndose la primera vez que se encuentra a merced de su amador en el bosque, que la refinada princesa de Constantinopla, que se complace en excitar brutalmente sus sentidos en repetidas entrevistas, y no cede del todo hasta la última parte del libro. Hay en todo esto una especie de molinosismo erótico sobremanera repugnante. Nada diremos de la senil pasión de la Emperatriz, que tan caro paga al joven Hipólito su complacencia amorosa, ni de la consumada maestría que en las artes del lenocinio muestran las doncellas Estefanía y Placerdemivida, que más bien que en palacios imperiales parecen educadas en la zahurda de la madre Celestina. Adviértase que Martorell describe todas estas escenas sin correctivo alguno, antes bien con especial fruición, y las corona escandalosamente con el triunfo de Hipólito, elevado nada menos que al trono imperial de Constantinopla por el desaforado capricho de una vieja loca.

Si todo esto indica la depravación de la fantasía del autor (la cual contrasta por otra parte con el tono grave y doctrinal de los razonamientos de que su libro está plagado), otras cosas de distinto género prueban en él la obsesión de la vida común, el amor al detalle concreto y preciso, el instinto que le llevaba a copiar la realidad, fuese o no poética. Tirante, saltando por una ventana de la habitación de Carmesina se rompe una pierna; accidente muy natural, pero que ningún otro autor de este género de historias hubiese atribuído a un héroe suyo, ni menos hubiese insistido tanto en los detalles de la curación. La enfermedad de que muere es una prosaica pulmonía, y como ya notó Cervantes, hace en toda regla su testamento. Por lo demás, el final de la historia es tierno y patético. Tirante, cayendo herido por la muerte cuando se ve a las puertas de la dicha mundana y Carmesina expirando de dolor, abrazada al cadáver de su esposo, pertenecen a la esfera ideal del arte y recuerdan el sublime desenlace de los amores de Tristán e Iseo.

El Tirante, aunque tan ingenioso y tan cargado de picantes especias, no parece haber tenido muchos lectores en España. Casi nadie le cita, fuera de Cervantes, cuyo voto vale por todos. [p. 402] En su lengua original tuvo dos ediciones, ambas dentro del siglo XV; en castellano una sola, la de Valladolid de 1511. Las tres se cuentan entre los libros más raros del mundo. De la versión castellana proceden la italiana de Lelio di Manfredi, hecha por los años de 1514 a 1519, aunque no salió de las prensas de Venecia hasta 1538, y el galante rifacimento francés del Conde de Caylus (1737?), que vale un poco más que el compendio del Amadís hecho por el Conde de Tressan. [1]

Pero el original catalán del Tirante había penetrado en Italia antes que estuviese traducido en ninguna lengua. Ya en 1500 lo leía Isabel de Este, marquesa de Mantua, y un año después comenzaba a traducirlo, a instancia suya, Niccolo da Correggio. [2] Extraño libro parece el desvergonzadísimo Tirante para entretener los ocios de una princesa honesta y sabia; pero las costumbres de las cortes italianas lo autorizaban todo, y después de Boccaccio, a quien todo el mundo respetaba como un clásico, no había que escandalizarse de nada. La novela valenciana fué conocida y utilizada también por los dos grandes poetas de la escuela de Ferrara. Mateo Boyardo parece haber tomado de allí la leyenda del dragón de Cos, atribuyéndola al paladín Brandimarte en los cantos 25 y 26 del Orlando Innamorato (refundición del Berni). En cuanto al Ariosto, ya apuntó Dunlop, y ha confirmado Rajna, [3] que el núcleo del episodio de Ariodante y Ginebra (canto V del Orlando Furioso), tan importante en sí mismo, y además por haber sido el germen de una novela de Bandello, de la cual tomó Shakespeare el argumento de su comedia Much ado about nothing, está en los embustes de la viuda Reposada, que ardiendo en liviano amor por Tirante y deseando alejarle de los brazos de la princesa Carmesina, urde contra ésta una monstruosa intriga, haciendo creer al caballero que su dama le era infiel con un negro feísimo, hortelano de palacio, con cuyas vestiduras y máscara hace disfrazar a una de [p. 403] las doncellas de la princesa. La mayor alteración que el Ariosto introdujo en el relato, sin duda por el espíritu de galantería, que rara vez le abandona, consistió en hacer recaer la parte odiosa de la estratagema, no en una mujer, sino en un hombre, Polinesso el rival de Ariodante. Conjetura también Rajna que la industria de que se vale un marinero, en el Tirante, para abrasar la nave capitana de los genoveses, que sitiaban a Rodas como auxiliares de los sarracenos, dió al poeta la idea del artificio de que Orlando se vale para arrastrar a la playa por medio de una gruesa cuerda el monstruoso cetáceo que guardaba a Olimpia (canto XI).

A pesar de haber tenido tales imitadores, Tirante el Blanco quedó sporádico y cayó muy pronto en olvido. Quizá su realismo demasiado prematuro para un libro de caballerías, aunque ya hubiese penetrado en otros géneros, le hizo poco grato a los lectores habituales de esta clase de obras. Acaso también su desenfrenada licencia en las pinturas eróticas fué obstáculo para que siguiera circulando, aunque la Inquisición no le puso nunca en sus índices. Pero antes de la mitad del siglo XVI ya la imprenta española había ido moderando mucho el verdor y lozanía de sus abriles y habían desaparecido del comercio vulgar las Tebaidas, las Serafinas y los Cancioneros de burlas. Aun la misma traducción de las Cien novelas de Boccaccio no se reimprimió después de 1543.

En cambio, el Amadís proseguía su carrera triunfal en España y en Europa, y a su buena sombra comenzaban a medrar una porción de descendientes suyos, que tenían más de bastardos que de legítimos. Así nació el ciclo de Amadís, ciclo enteramente artificial, sin lazo íntimo ni principio orgánico; sarta de continuaciones inútiles y fastidiosas, cada vez más extravagantes en nombres, personajes y acontecimientos, pero con una extravagancia fría y sin arte, que ni siquiera arguye riqueza de invención, puesto que todos estos libros se parecen mortalmente unos a otros. Nacieron de un capricho de la moda, alimentaron una curiosidad frívola, que pedía sin cesar aventuras más imposibles y descomunales, y se convirtieron en una industria y granjería literaria. Fueron acaso los primeros libros que dieron de comer y aun de cenar a sus autores. Su éxito puede compararse con el de las novelas de folletín a mediados del siglo XIX.

La mejor o la menos mala de estas secuelas del Amadís es la [p. 404] primera, compuesta por Garci Ordóñez de Montalvo con el título de las Sergas de Esplandián (del griego ἒργα , hechos). Fingió el regidor de Medina que este libro (el cual en la serie de los Amadises es el quinto) había sido compuesto en lengua griega por el maestro Elisabad, que en esta historia aparece con el triple carácter de clérigo de misa, cirujano y cronista; aquel bellacón del maestro Elisabad, sobre cuyo supuesto amancebamiento con la reina Madasima armaron tan brava pendencia en Sierra Morena Cardenio y Don Quijote. El cura del escrutinio de Cervantes no anduvo muy blando con el Esplandián, puesto que es el primero que condena a las llamas, sin que le valiera al hijo la bondad del padre. Rigor acaso excesivo si se compara no sólo con el hiperbólico elogio que allí mismo se hace del Palmerín de Inglaterra (obra de algún mérito al cabo), sino con la relativa misericordia que se otorga al disparatadísimo Don Belianís de Grecia.

Al cabo el Esplandián salió de la misma cantera que el cuarto libro de Amadís, y no podía menos de conservar algún rastro de tan buen origen. En el estilo no me parece tan inferior, como en el plan, que es desordenado, incoherente y confuso. Hay mucha riqueza de aventuras; pero denotan la imaginación ya cansada de un viejo, que se plagia a sí mismo y continua explotando el fondo poético que acumuló en mejores días. El mayor defecto del Esplandián es venir después del Amadís, y suscitar a cada momento el recuerdo de la obra primitiva. Fué una idea infeliz presentar al hijo como vencedor del padre. Siendo Amadís el tipo del perfecto e invencible caballero no podía tener rivales, cuanto menos vencedores, aun dentro de su propia familia. Todo lo que hemos vista en la primera obra se reproduce en la segunda, siempre con menos brillo. Las apariciones de Urganda la Desconocida en la fusta de la Gran Serpiente se repiten hasta la saciedad, y ninguna hace el efecto que la primera. La mayor parte de las aventuras tienen por teatro Grecia y Asia. Se conoce que Montalvo había leído el Tirante, y hasta cierto punto le imita, huyendo de sus deshonestidades. Los amores del héroe con la princesa Leonorina, hija del Emperador de Constantinopla, no trasponen los límites del recato, y la intervención de la doncella Carmelia en nada participa del carácter rufianesco que tiene la desenvuelta y libidinosa Placerdemivida. Hay algunos episodios ingeniosos, como el del ejército [p. 405] de grifos, que combate por los aires en ayuda de Calafia, reina de las Amazonas; fábula de origen clásico. En resumen, el Esplandián debe ser tenido por una novela mediana, pero no de las peores y más monstruosas en su género, y es sin duda de las mejor escritas. Fué también de las más leídas. La primera edición de que se tiene noticia cierta es la de Sevilla, 1510, dos años des pués de la que pasa por primera del Amadís. Nueve veces, por lo menos, fué reimpresa en aquel siglo, y modernamente la ha reproducido el señor Gayangos, a continuación del Amadís. Con él figura en todas las antiguas traducciones hechas en francés, italiano y alemán, y en el compendio de mademoiselle de Lubert. [1]

Sin duda Montalvo pensaba continuar indefinidamente su historia, puesto que no se decide a matar a Amadís, ni a Galaor, ni a Esplandián, ni a ninguno de sus héroes predilectos, sino que los deja encantados en la Tumba Firme y envueltos en una especie de sueño letárgico, hasta que un caballero de su progenie venga a libertarlos. Al mismo tiempo, anunció cierto «libro muy gracioso y muy alto en toda orden de caballería, que escribió un muy sabio en todos los países del mundo», donde había de tratarse de las proezas de Talanque, Maneli el Mesurado, Garinter y otros caballeros de poco nombre.

Pero Montalvo no llegó a escribir, o por lo menos a imprimir nada de esto, acaso porque se le adelantó un autor andaluz, de quien sólo sabemos que se llamaba Páez de Ribera, publicando en Salamanca el año de 1510 (lo cual prueba que tiene que ser anterior a aquel año la primera edición del Esplandián) un Sexto libro de Amadís de Gaula, «en que se recuentan los grandes e hazañosos fechos del muy valiente e esforçado cauallero Florisando, príncipe de Cantaria, su sobrino, fijo del rey Don Florestan». El nuevo cronista tiraba nada menos que a desacreditar el Esplandián, como libro vano y mentiroso, «reprobando el antiguo e falso decir que por las encantaciones e arte de Urganda fuessen encantados el rey Amadis, e sus hermanos, e su fijo el emperador Esplandian, e sus mujeres». Quizá por esta impertinencia, que venía a introducir confusión en tan verídica historia, el Don [p. 406] Florisando, especie de aventurero introducido de contrabando en la familia de los Amadises, no gustó; sólo fué impreso dos veces, y no alcanzó los honores de ser citado en el Quijote. Al francés no se tradujo, pero sí al toscano, de donde nuestro autor decía haberle tomado. [1]

El que en la colección de Herberay des Essarts hace veces de libro sexto es el que en España llamamos séptimo, o sea el Lisuarte de Grecia (Sevilla, 1514), que además de los hechos de este hijo de Esplandián y nieto de Amadís, contiene también los de su tío Perión de Gaula y sus amores con la infanta Gricileria, hija del emperador de Trapisonda. Este libro se enlaza directamente con el Esplandián, prescindiendo del intruso Don Florisando. Lisuarte es quien realiza el desencanto de Amadís y todos los personajes de su familia, los cuales vuelven a correr nuevas y cada vez más desatinadas aventuras. Pero, en cambio, Lisuarte y Perión quedan encantados al fin del libro, y sin desenlazarse ninguna de las historias pendientes, empieza a fraguarse otra, la del niño Amadís de Grecia, hijo de Lisuarte, a quien roban unos corsarios negros.

No se sabe a ciencia cierta el nombre del autor de esta rapsodia, que tuvo la osadía de dedicarla al insigue arzobispo de Sevilla Fr. Diego de Deza, para «pasar algun tiempo y trabajo de su mucho estudio»; lo cual indica que todavía los varones más respetables no miraban con ceño esta clase de libros, que tanto reprobaron más adelante. Algunos le han atribuído a Feliciano de Silva, pero en 1514 no debía de tener edad para escribir tales historias, pues la más antigua de las que se conocen suyas es de 1532. Las palabras del corrector del libro noveno de Amadís, afirmando que había salido de la misma pluma que el séptimo, deben entenderse no de Feliciano de Silva, que se daba por mero traductor, [p. 407] sino del fabuloso autor griego, que en ambos se suponía ser «el gran sabio de las Mágicas, Alquife», marido de Urganda la Desconocida, que moraba en la ínsula de los Gimios.

Como la manía de proseguir y amplificar sin término cualquier novela era todavía más desenfrenada en Francia y en Italia que en España, Herberay des Essarts no se contentó con traducir este primer Lisuarte, sino que le añadió una continuación con las hazañas de otro hijo de Esplandián, don Flores de Grecia, llamado el Caballero de los Cisnes.

Dejó en cambio sin traducir un segundo Lisuarte castellano, o sea, el octavo libro de Amadís, que trata de las extrañas aventuras y grandes proezas de su hijo Lisuarte y de la muerte del ínclito Amadís (Sevilla, 1526); obra del bachiller en Cánones Juan Díaz, que fingió haberla traducido del griego y toscano, y se la dedicó al Duque de Coimbra, don Jorge, hijo del rey don Juan II de Portugal, para que siempre anden envueltos los portugueses en este laberinto de los libros de caballerías. El segundo Lisuarte, que tuvo una sola edición, ni merecía más por su pesadísimo estilo, es un nuevo intruso en la serie de los Amadises, y realmente no debía llamarse octavo, sino séptimo, puesto que es continuación del Don Florisando. Sospechamos que el bachiller Díaz perdió todo crédito con sus lectores por la mala ocurrencia que tuvo de matar a Amadís de pura vejez, refiriendo prolijamente sus exequias y dándonos hasta el texto del sermón que se predicó en sus honras. A don Galaor y a Agrajes los hizo frailes, y a la viuda Oriana, abadesa en el monasterio de Miraflores.

Tan pacífico y ejemplar desenlace no satisfizo a nadie. Amadís tenía que continuar viviendo y asistir a las proezas de sus nietos hasta la sexta generación por lo menos, y el bachiller Díaz fué reprobado como un historiador falsario. Su libro se tuvo en cuenta para la numeración de los tomos, pero nadie hizo caso de él.

Entonces apareció el gran industrial literario, que por primera vez puso en España y quizá en Europa, taller de novelas, publicando por sí solo tres desaforados Amadises, divididos en varias partes, que el público de aquel tiempo aguardaba y devoraba con tanta avidez, como los innumerables lectores de Alejandro Dumas seguían el hilo de las continuaciones de Los Tres Mosqueteros o de cualquiera otra de sus más famosas novelas.

[p. 408] Era el sujeto a quien nos referimos un caballero de Ciudad Rodrigo, patria fecunda de novelistas de este jaez, pues también parece que se escribieron allí el Palmerín de Oliva y el Primaleón. Llamábase Feliciano de Silva y era antiguo servidor de la casa de Niebla, en cuyas crónicas se hace mención de él por haber salvado la vida a la Duquesa de Medinasidonia, doña Ana de Aragón, en cierto hundimiento de la puente de Triana en que se ahogaron catorce doncellas y dueñas suyas. Hombre de fácil pluma, de mediano ingenio, de fantasía superficial y desordenada, y de mucha aunque mala invención, dióse a imitar las producciones más en boga, siquiera fuesen entre sí tan desemejantes como la Celestina y el Amadís. En el remedo de la primera anduvo más afortunado, quizá porque la índole de su talento le llevaba más a lo picaresco que a lo heroico. Su Segunda comedia de Celestina está a muchas leguas del inaccesible modelo, pero así y todo es la única obra de Silva que hoy puede leerse sin mucha fatiga por los que no hacen profesión de estas erudiciones. Pero entre sus contemporáneos le dieron más reputación y dineros sus libros de caballerías, predilecta lectura de los ociosos. En cambio, le asaetearon con donosas e imperecederas burlas nuestros mayores ingenios. En la Carta del Bachiller de Arcadia, que desde antiguo, y creo que con fundamento, se atribuye a don Diego Hurtado de Mendoza, encárase el maleante censor con el capitán Pedro de Salazar, autor de cierta crónica de la campaña de Carlos V en Alemania, y le consuela irónicamente de no haber tenido tanta fortuna literaria como Feliciano de Silva y Fr. Antonio de Guevara, a quien con mucha injusticia equipara con el otro: «¿Paréceos, amigo que sabria yo hacer, si quisiese, un medio libro de D. Florisel de Niquea, y que sabria ir por aquel estilo de alforjas, que parece el juego de «este es el gato que mató el rato», etc., y que sabría yo decir la razon de la razon que tan sin razon por razon de ser vuestro tengo para alabar vuestro libro»? Mi fe, hermano Salazar, todo está en venture... Veis ahi al Obispo de Mondoñedo que hizo, que no debiera, aquel libro de Menosprecio de corte y alabanza de aldea, que no hay perro que llegue a olerle. Veis ahi a Feliciano de Silva, que en toda su vida salio más lejos que de Ciudad Rodrigo a Valladolid, criado siempre entre Nereydas y Daraydas, metido en la torre del Universo, a donde estuvo encantado, segun [p. 409] dice en su libro, diez y ocho años; con todo eso tuvieron de comer y aun de cenar; y vos que habeis andado, visto, hecho y peleado, servido, escrito y hablado más que todo el ejercito junto que envió la Santidad de nuestro Señor el Papa a esa guerra, no teneis ni aun de almorzar, y es menester que os andeis a inmortalizar a los hombres con vuestros escritos para que os maten la hambre.» [1]

¿Y quién no recuerda que a D. Quijote ningunos libros «le parecian tan bien como los que compuso el famoso Feliciano de Silva, porque la claridad de su prosa y aquellas entrincadas razones suyas le parecian de perlas; y más cuando llegaba a leer aquellos requiebros y cartas de desafios, donde en muchas partes hallaba escrito: «la razon de la sinrazon que a mi razon se hace, de tal manera mi razon enflaquece, que con razon me quejo de la vuestra fermosura»? Y tambien cuando leia: «los altos cielos que de vuestra divinidad divinamente con las estrellas os fortifican, y os hacen merecedora del merecimiento que merece la vuestra grandeza». Con estas razones perdía el pobre caballero el juicio, y desvelábase por entenderlas y desentrañarlas el sentido que no se lo sacara ni lo entendiera el mismo Aristóteles, si resucitara para solo ello. Son además numerosos los pasajes del Quijote en que se parodian aventuras o se recuerdan lances de las obras de Feliciano de Silva, como puede verse en los comentarios de Bowle y Clemencín.

Lo primero que hizo Feliciano de Silva (suponiendo que su trabajo comience en el Amadís de Grecia) fué resucitar a Amadís de Gaula, alevosamente muerto por el bachiller Díaz, y volver a tomar el hilo de la historia en el punto en que la dejó el incógnito autor del primer Lisuarte, manifestando alto desprecio para el segundo: «y fuera mejor aquel octavo (libro) fenesciese en las manos de su autor y fuera abortivo, que no que saliera a luz a ser juzgado e a dañar lo que en esta grande genealogia escripto está; pues dañó asi poniendo confusion en la decendida e continuacion de las hystorias».

Algún escrúpulo me queda en cuanto a la paternidad de El [p. 410] noveno libro de Amadis de Gaula, que es la cronica del muy valiente y esforçado Principe y cauallero de la Ardiente Espada Amadis de Grecia, hijo de Lisuarte de Grecia, emperador de Constantinopla y de Trapisonda, y rey de Rodas, que tracta de los sus grandes hechos en armas y de los sus altos y extraños amores, del cual se cita vagamente una primera edición de 1530. Don Pascual Gayangos, cuya pericia bibliográfica, y más en este género de libros, no hay para qué encarecer, afirmaba que en algún ejemplar visto por él estaba el nombre de Feliciano de Silva. Por mi parte no he podido encontrar otro que el del sabio Alquife, fabuloso autor de tal historia. Tampoco el estilo se parece mucho al de D. Florisel; es mejor y sobre todo más llano, y recuerda algo el del primer Lisuarte, no siendo imposible que ambas obras hayan salido de la misma mano. Pero si cierto Sueño de amor, [1] compuesto por Feliciano de Silva en prosa y puesto en verso por un apasionado suyo (rarísima pieza gótica que vió Gayangos en Inglaterra), coincide con otro Sueño sobre el mismo tema que se encuentra al fin de la primera parte de Amadís de Grecia, la opinión de nuestro doctísimo bibliógrafo podrá adquirir caracteres de evidencia. Hasta entonces precede suspender el juicio y considerar el Amadís de Grecia como anónimo. [Cf. Ad. vol. II.]

La historia de Amadís de Grecia, biznieto del de Gaula e hijo de Lisuarte y Onoloria, llamado también el caballero de la Ardiente Espada, «por haber nacido con una figura de espada bermeja, que le cogia desde la rodilla izquierda hasta ir a darle en derecho del corazon la punta, y en ella se parescian unas letras blancas muy bien talladas», contiene algunos episodios interesantes que prueban cierto grado de imaginación poética, como los amores de la princesa de Tebas, Niquea, con el caballero de la Ardiente Espada, y el encantamiento de esta princesa y de su [p. 411] hermano Anastarax en una cámara de cristal llamada la Gloria de Niquea. Pero lo más curioso que ofrece, bajo el aspecto literario, es la introducción de un nuevo elemento, el pastoril, con anterioridad a todas las novelas de este género publicadas en España, sin excluir Menina e Moça, que no es bucólica más que en parte, y que de todas suertes no se imprimió haste 1544. Tuvo, pues, Feliciano de Silva, o quien quiera que fuese el autor del Amadís de Grecia, la prioridad cronológica, sin que se le puedan señalar otros modelos que la Arcadia de Sannazaro y las églogas que a imitación de ella y de los bucólicos antiguos empezaban a componerse en Italia y en España. [1] Verdad es que la tentativa del cronista caballeresco fué infelicísima. Las cuitas amorosas de los pastores alejandrinos Darinel y Silvia, y la transformación en pastor también del infante don Florisel, hijo de Amadís de Grecia y de Niquea, constituye uno de los más fastidiosos episodios del libro y justifica la indignación de Cervantes.

En 1532, y ya declarando el nombre de Feliciano, apareció en Valladolid La coronica de los muy valientes e esforçados e in vencibles cavalleros don Florisel de Niquea y el fuerte Anaxartes, hijos del muy excelente Principe Amadis de Grecia; emendada del estilo antiguo segun que la escriuio Cirfea, reyna de Argines... traduzida de griego en latin y de latin en romance castellano por el muy noble cauallero Feliciano de Silva. Inútil es advertir que la reina Zirfea pertenece a la misma bibliografía fantástica que el Maestro Elisabad y el mago Alquife. Este libro, que en la serie de los Amadises es el décimo, abre al mismo tiempo una nueva serie, la de las aventuras de D. Florisel y su familia, que se dilataron haste cuatro partes, de las cuales este volumen contiene solo las dos primeras. ¡Qué abundancia tan ridícula y tan estéril! Aquí es donde se encuentra la aventura del Palacio del Universo, a que alude don Diego de Mendoza. Don Florisel vence aquel temeroso encantamiento en que yacían su tercer abuelo el sempiterno Amadís de Gaula y diez príncipes o reyes de su familia. El episodio pastoril continúa, y hay en la segunda parte una [p. 412] disparatada historia de «la segunda Elena» y de las grandes guerras que por ella hubo en torno de Constantinopla, donde se trasluce el empeño de imitar a los autores de las crónicas troyanas.

Se cuenta como libro onceno de Amadís la Parte tercera de la Crónica de D. Florisel de Niquea, que más bien debiera llamarse Don Rogel de Grecia, puesto que de sus espantables hazañas trata principalmente, y también de las de otro caballero llamado Agesilao, hijo de don Falanges de Astra.

Pero todavía con este formidable volumen, impreso en Medina del Campo en 1535, no se agotó la vena de Feliciano de Silva, puesto que, viendo cada vez más celebrados sus disparates, vació el saco de ellos en una Cuarta parte de D. Florisel (Salamanca, 1551), donde principalmente trata de los amores del príncipe don Roger y de la muy hermosa Archisidea. Tanto en este libro como en el anterior prescinde ya de las crónicas de la reina Zirfea y alega otros dos historiadores no menos auténticos. Filastes Campaneo y el sabio Galersis. El tono de este libro, dedicado a la reina de Hungría Doña María, hija de Carlos V, es más grave y sentencioso que en los anteriores, porque, según dice el autor, así lo demandaba su edad; y aun da a entender en el prólogo que quiso aludir a las hazañas del emperador: «quiero en esta soberana imagen de la fortaleza cesarea tractar un poco de su dibujo, con los colores, oscuridades, claros y lexos que yo supiere, para dezir con lo menos algo de lo más».

Coma ya la novela pastoril había aparecido con todos sus caracteres, entre ellos, el de intercalar gran número de poesías en la prosa, Feliciano de Silva dió gran desarrollo al intermedio pastoril tímidamente ensayado en el Amadís de Grecia, y quiso presentarse bajo un nuevo aspecto, el de poeta, tanto en los antiguos metros castellanos como en los italianos, y tan mal en los unos como en los otros, dicho sea de pasada. Estas son las églogas de que tanto se burla Cervantes: «Y quisiera yo (dice don Quijote a Cardenio) que vuestra merced le hubiera enviado, junto con Amadis de Gaula, al bueno de Don Rogel de Grecia; que yo sé que gustara la señora Luscinda mucho de Daraida y Garaya, y de las discreciones del pastor Darinel, y de aquellos admirables versos de sus bucolicas, cantadas y representadas por él con todo donaire, discrecion y desenvoltura.»

[p. 413] Adviértese que Feliciano de Silva estaba muy atento a todas las modas literarias y cambios de gusto, como quien había convertido en oficio el arte de novelar. Era imposible que el público no comenzara a hartarse de un género que, en medio de su aparente complicación, era la monotonía misma. En la segunda mitad del siglo XVI, el cansancio se acentúa hasta el punto de que nadie se atrevió a continuar la fábula de Amadís después del doceno libro, «que trata de los grandes hechos en armas del esforzado caballero Don Silves de la Selva. . . junto con el nascimiento de los príncipes Espheramundi y Amadis de Astra, y assimismo de los dos esforzados principes Fortunian y Astrapolo», obra que salió anónima de las prensas de Sevilla en 1546, pero de la cual se declara autor Pedro de Luján en la segunda parte del Lepolemo. Era Luján hombre de cultura clásica, secuaz de las doctrinas de Erasmo y mucho mejor prosista que Feliciano de Silva, como lo acreditan sus elegantes y sesudos Colloquios Matrimoniales. Pero Don Silves de la Selva, por bien escrito que estuviera, llegaba tarde; no fué reimpreso más que una vez, y ni siquiera el anuncio del nacimiento de Esferamundi y de los otros príncipes fué parte a excitar la curiosidad de nadie, por lo cual sus hechos hubieron de quedarse sin cronista español, aunque no italiano, puesto que Mambrino Rosseo los refirió, muy a la larga, en seis volúmenes o partes, que supuso traducidas de nuestro idioma y publicó en Venecia, desde 1558 a 1565.

A todo esto, Amadís de Gaula debía de tener más de doscientos años, aunque aparentaba muchos menos gracias a una confección que le había propinado la sabia Urganda. Por fin, el continuador italiano se decidió a librarnos de él, haciéndole morir a manos de dos gigantes en una batalla en que perecen también tres emperadores, varios reyes y hasta cincuenta y cinco mil caballeros cristianos: que no se requería menor hecatombe para los funerales de Amadís. Nicolás Antonio consigna también la noticia de un libro de caballerías portugués, Penalva, [1] en que Amadís [p. 414] moría a manos de un caballero de aquella nación, por lo cual decían burlescamente los castellanos que sólo un portugués podía haber acabado con Amadís; pero nadie ha vista el tal Penalva, que parece invención chistosa, nacida de la antigua malquerencia entre ambos pueblos y de las pullas que en sus cuentos vulgares suelen lanzarse el uno al otro.

Sobre esta bastarda progenie de Amadís hay que ester al fallo inapelable del licenciado Pero Pérez, hombre docto, graduado en Sigüenza. «Este que viene (dijo el barbero) es Amadis de Grecia, y aun todos los deste lado, a lo que creo, son del mismo linaje de Amadis. Pues vayan todos al corral (dijo el Cura), que a trueco de quemar a la Reina Pintiquiniestra y al pastor Darinel, y a sus églogas y a las endiabladas y revueltas razones de su autor, quemara con ellos al padre que me engendró, si anduviera en figura de caballero andante.»

Aquel auto de fe imaginario, seguido por ventura de otros más reales, cuando estos infolios cayeron en absoluto desdén y vilipendio, fué causa remota de que andando el tiempo lograsen el único género de perpetuidad que merecían, renaciendo, como el fénix, de sus cenizas, a impulsos de la curiosidad bibliográfica avivada por el cervantismo. Pero en el limbo bibliográfico se quedaron, y no hay fuerza humana que los resucite. ¡Triste y memorable ejemplo de lo efímeras que son las modas literarias, y más si se trata de obras de entretenimiento, destinadas a un pasatiempo fugaz, y no concebidas en las regiones superiores del arte! Porque se ha de tener en cuenta que el éxito de estos libros no fué exclusiva ni principalmente español, sino que la sociedad más culta y privilegiada de Europa se recreó por más de un siglo con las grotescas invenciones de Feliciano y con las bizarrías de Don Silves, que no sólo fueron traducidas y adaptadas al italiano, al francés, al alemán y a otras lenguas, sino que suscitaron nuevas e inacabables continuaciones, todavía peores que sus originales, y llegó a duplicarse la serie de los Amadises; resultando una maraña tan inextricable de personajes y aventuras, que un señor Du Verdier tuvo que emplear siete grandes volúmenes, publicados desde 1626 a 1629, con el título de Le Roman des Romans, en la absurda tarea de recoger todos los cabos sueltos de estas historias y dar a cada una de ellas el debido complemento y desenlace, lo [p. 415] que ejecutó también con El Caballero del Sol y con Don Belianís de Grecia; que a tanto llegaba su furor de continuarlo y acabarlo todo. Obsérvese que esto pasaba en Francia nueve años después años de la muerte de Cervantes, y más de veinte después de publicada la primera parte del Quijote, que si en España consumó la ruina del género, ya muy decaído y postrado entonces, no tuvo por de pronto el mismo benéfico influjo en la novela de otros países, donde las corrientes realistas eran menos enérgicas.

Tales como son, los libros de Feliciano de Silva tuvieron, aun en el teatro y en la poesía lírica, menos ilustre descendencia en España que fuera de ella. Aquí sólo podemos citar alguna comedia mediana cuyo argumento esté tomado de esos libros, como La Gloria de Niquea, del conde de Villamediana, representada en el Palacio de Aranjuez a 8 de abril de 1622 con las novelescas circunstancias que son notorias; o el Don Florisel de Niquea, del doctor Juan Pérez de Montalbán; o el Amadís y Niquea, del poeta malagueño don Francisco de Leyva. En cambio Roberto Southey afirma que hay imitaciones del Amadís de Grecia en la Arcadia de Sidney, en la Reina de Las Hadas (Faery Queene) de Spenser (episodio de la máscara de Cupido) y finalmente en el don Florisel que Shakespeare introduce en su comedia Cuento de Invierno (Winter's Tale). Si todo esto es verdad, y debe serlo, puesto que lo afirma un inglés tan profundamente versado en ambas literaturas, ¡qué honor para el pobre caballero de Ciudad Rodrigo! No he estudiado bastante a Sidney y a Spenser para hacer la comparación; pero siendo el primero traductor e imitador de la Diana y de otros libros españoles, el caso es muy verosímil. En lo tocante al Cuento de Invierno, cuyo argumento principal se deriva, como es notorio, de la novela de Roberto Greene Pandosto o el Triunfo del Tiempo (1588), creo que tiene razón Southey, y que el personaje episódico de don Florisel, hijo de rey y enamorado de una pastora, es el mismo don Florisel del libro nono de Amadís, enamorado de la pastora Silvia.

Simultáneamente con la estirpe de los Amadises floreció en España otra familia caballeresca menos dilatada, que tiene con ella muy próximo parentesco: la de los Palmerines, que sólo ceden en antigüedad a las dos obras de Montalvo, puesto que la primera [p. 416] edición del Palmerín de Oliva es de 1511, [1] posterior sólo en tres años a la que pasa por primera del Amadís de Gaula, y en uno a la más antigua del Esplandián. ¡Bien madrugaba entonces la imitación literaria, aunque tengamos por muy verosímil que ambos libros corrían ya de molde desde el siglo anterior! Porque no hay duda que el Palmerín de Oliva carece de originalidad, y no es más que un calco servil de las principales aventuras de Amadís y de su hijo. El nacimiento secreto de Palmerín de Oliva, que se llamó así por haber sido expuesto entre palmas y olivos cerca de Constantinopla, tiene las mismas circunstancias que el de Amadís y el de Esplandián, salvo que éste fué recogido por un ermitaño y Palmerín por un colmenero. La historia amorosa de Palmerín y Polinarda reproduce punto por punto la de Amadís y Oriana. Si Amadís triunfa del endriago, Palmerín mata a la gran sierpe que guardaba la maravillosa fuente Artifaria. Si Amadís se resiste a los halagos de la reina Briolanja, Palmerín, no menos constante en amores, rechaza a Archidiana, hija del Soldán de Babilonia, y a la infanta Ardemia. Finalmente, Palmerín, lo mismo que Esplandián, llega a ser emperador de Constantinopla. En suma, el primer Palmerín es un calco mal hecho de un excelente original. Si alguna aventura añade, es del género más extravagante, como la lucha de Palmerín con tres leones, a quienes rinde y mata sin la menor dificultad (germen de un episodio de la segunda parte del Quijote). En cambio, le faltan todas las bellezas del Amadís: el estilo es pobre, el sentimiento ninguno. En las descripciones de batallas y desafíos es pesadísimo; en las escenas amorosas lúbrico por extremo, [2] [p. 417] aunque no iguala al Tirante. Este libro no tiene orígenes antiguos ni puede ser muy anterior a la fecha de su impresión. Se compuso seguramente poco después de la guerra de Granada, de la cual parece que conserva algunas reminiscencias. Gayangos hizo notar el gran número de personajes con nombres moros que andan en el libro, y apuntó la sospecha muy fundada de que la batalla en que Palmerín y Trineo hacen prisionero al Soldán de Babilonia (cap. CLXII) sea trasunto anovelado de la prisión del rey Boabdil por el conde de Cabra y el Alcaide de los Donceles. De este modo se confirma lo que dió a entender Francisco Delicado en el prólogo a la edición de Venecia de 1534. [1]

El Palmerín de Oliva, a pesar de su nulidad, gustó tanto, que tuvo inmediatamente un libro segundo (Salamanca, 1516), salido al parecer de la misma fábrica, pero algo mejor escrito. Uno y otro están dedicados a don Luis de Córdoba, hijo del conde de Cabra don Diego, y en ambos (si hemos de creer al cordobés Delicado) se ensalza bajo nombres supuestos a los caballeros de este linaje, y al Gran Capitán entre ellos, aunque por mi parte no he llegado a percibir las alusiones históricas. El Primaleón, fábula más complicada que el Palmerín, tiene en realidad tres [p. 418] protagonistas: Primaleón mismo, su hermano Polendos (hijos uno y otro del de Oliva) y el príncipe de Inglaterra don Duardos, que es realmente el que interesa más por sus amores con la infanta Flérida, hija del emperador de Constantinopla. De este romántico episodio, en que el príncipe se disfraza de hortelano, sacó el gran poeta portugués Gil Vicente su tragicomedia castellana de Don Duardos, escrita en pulidas y gentiles coplas de pie quebrado. Toda la pieza es un delicioso idilio; pero como si al fin de ella hubiese querido Gil Vicente dar una muestra de lo más exquisita de su poesía lírica, hizo cantar al coro un romance incomparable, como apenas se hallará otro compuesto por trovador o poeta de cancionero: tan próximo está a la inspiración popular, y de tal modo la remeda, que casi se confunde con ella. No podemos menos de copiarlo íntegro, porque él basta para justificar y dar por bien empleada la existencia del Primaleón, del cual se deriva:

       En el mes era de Abril,
       De Mayo antes un día,
       Cuando los lirios y rosas
       Muestran más su alegría,
       En la noche más serena
       Que el cielo hacer podía,
       Cuando la hermosa Infanta
       Flérida ya se partía
       En la huerta de su padre
       A los arboles decía:
       -«Quedaos a Dios, mis flores,
       Mi gloria que ser solía,
       Voyme a tierras extranjeras
       Pues ventura allá me guía.
       Si mi padre me buscare,
       Que grande bien me quería,
       Digan que el Amor me lleva,
       Que no fué la culpa mía;
       Tal tema tomó conmigo,
       Que me venció su porfía.
       Triste, no se a donde vo
       Ni nadie me lo decía.»
       Allí hablara don Duardos:
       No lloréis, mi alegría;
       Que en los reinos de Inglaterra
       Más claras aguas había,
        [p. 419] Y más hermosos jardines,
       Y vuestros, señora mía.
       Ternéis trescientas doncellas
       De alta genealogía;
       De plata son los palacios
       Para vuestra señoría,
       De esmeraldas y jacintos,
       De oro fino de Turquía,
       Con letreros esmaltados
        Que cuentan la vida mía;
       Cuentan los vivos dolores
       Que me distes aquel día
       Cuando con Primaleón
       Fuertemente combatía.
       Señora, vos me mataste,
       Que yo a él no lo temía.
       Sus lágrimas consolaba
       Flérida, que aquesto oía.
       Fueronse a las galeras
       Que don Duardos tenía.
       Cincuenta eran por cuenta.
       Todas van en compañía;
       Al son de sus dulces remos
       La princesa se adormía
       En brazos de don Duardos,
       Que bien le pertenecía.
       Sepan cuantos son nacidos
       Aquesta sentencia mía:
       «Que contra muerte y amor
       Nadie no tiene valía». [1]

Sin fundamento alguno, y generalizando malamente lo que sólo es verdad respecto del Palmerín de Inglaterra, se ha supuesto que también el de Oliva y el Primaleón eran de origen portugués. Uno y otro nacieron en Castilla, aunque muy cerca de la raya y uno y otro son de autor femenino, cuyo nombre no ha podido [p. 420] descubrirse hasta ahora. En la primera edición del Palmerín, hecha en Salamanca en 1511, se leen después del colofón unos versos latinos, sumamente bárbaros, de un Juan Augur de Trasmiera, que con su verdadero apellido Agüero (tan frecuente en aquella parte de las montañas de Santander) publicó algunos opúsculos de gran rareza. El tal Augur dice repetidas veces que la obra que recomienda ha sido escrita por una mujer:

       ......... Collige flores
       Quos seruit, quos dat femina corde tibi.
       ............................................
       Hunc lege quo tractat femina multa sua.
       Quanto sol lunam superat, Nebrissaque doctos,
       Tanto ista hispanos femina docta viros
       ............................................

Pero hace la oportuna insinuación de que en la parte militar del libro, que en efecto está recargadísima, fué asistida la autora por un hijo suyo:

       Femina composuit: generosos atque labores
        Filius altisonans scripsit et arma libro.

En varias ediciones del Primaleón, tales como la de Medina del Campo, 1563; la de Lisboa, 1566, se hallan seis coplas de arte mayor en elogio de la obra. La última, cuyo verso final solía cambiarse según el punto de impresión, dice de esta manera:

       En este esmaltado e muy rico dechado
       Van esculpidas muy bellas labores,
       De paz y de guerra y de castos amores,
        Por mano de dueña prudente labrado;
       Es por exemplo de todos notado
       Que lo verosímil veamos en flor;
       Es de Augustobriga aquesta labor,
       Que en Medina se ha agora estampado.

Augustobriga no es Burgos, como creyó Wolf, ni mucho menos ninguna población portuguesa, [1] sino el nombre que en la [p. 421] imperfecta geografía histórica del siglo XVI solía darse a Ciudad Rodrigo, que el P. Flórez y la mayor parte de los modernos reducen a Mirobriga.

Pero es el caso, que en la edición sevillana del Primaleón (1524), y es de presumir que también en la primera de Salamanca, que no hemos visto, se dice que tanto este libro como el Palmerín fueron «trasladados de griego en nuestro lenguaje castellano, corregidos y emendados en la muy noble cibdad de Ciudarrodrigo (sic) por Francisco Vazquez, vecino de la dicha ciudad». Dejando aparte la ficción del origen griego, ¿este Francisco Vázquez sería sólo un corrector o tuvo alguna parte en la composición de ambas novelas? ¿Sería, por venture, aquel hijo altisonante que colaboró con su madre en las escenas belicosas del Palmerín, según indica Juan Agüero? No nos atrevemos a afirmarlo, pero lo que parece fuera de duda es el origen femenino de la obra. Francisco Delicado, corrector de la edición veneciana de 1534, insiste en él varias veces, aunque confiesa que no sabía el nombre de la autora: «Avisandoos que cuanto más adelante va es más sabroso, porque como la que lo compuso era mujer, y filando al torno se pensaba cosas fermosas, que dezia a la postre, fue más enclinada al amor que a las batallas, a las quales da corto fin». Y en la introducción al libro tercero de la obra: «Digo que es sabroso; mas no sé quién lo hizo, porque calló su nombre al principio y al fin... (Y es opinion de personas que fue muger la que lo compuso, fija de un carpintero....» y defendiendo luego el libro de los defectos que se le achacaban: «Mas el defeto está en los impresores y en los mercaderes que han desdorado la obra de la señora Augustobrica con el ansia de ganar».

El autor del Diálogo de la lengua, que juzga con mucha severidad toda la literatura caballeresca, parece indulgente con el Palmerín y el Primaleón, aunque no da los motivos de su juicio, limitándose a decir que por ciertos respetos habían ganado crédito [p. 422] con él. En cambio Cervantes ni siquiera menciona el Primaleón, y manda que la oliva de Palmerín se haga «luego rajas y se queme, que aun no queden della las cenizas». Nadie dirá que la sentencia sea injusta, pero contrasta con tan fiero y ejecutivo rigor el exorbitante panegírico que a renglón seguido hace del Palmerín de Inglaterra: «Esa palma de Inglaterra se guarde y se conserve como a cosa unica, y se haga para ella otra caja como la que halló Alejandro en los despojos de Darío, que la diputó para guardar en ella las obras del poeta Homero. Este libro, señor compadre, tiene autoridad por dos cosas: la una porque él por sí es muy bueno, y la otra porque es fama que le compuso un discreto rey de Portugal. Todas las aventuras del castillo de Miraguarda son bonisimas y de grande artificio; las razones cortesanas y claras, que guardan y miran el decoro del que habla con mucha propiedad y entendimiento.» [Cf. Ad. vol. II.]

A estas palabras debe su fortuna póstuma el Palmerín de Inglaterra, que en su tiempo no la tuvo muy grande, puesta que una sola vez fué impreso en lengua castellana. Aquí también nos encontramos con un problema de historia literaria, pero nos detendrá poco, porque a mi juicio está definitivamente resuelto en favor de los portugueses, y nada tengo que añadir a los argumentos que expusieron en dos curiosas monografías el brasileño Manuel Odorico Mendes, [1] y el agudo, aunque descarriado comentador del Quijote, don Nicolás Díaz de Benjumea. [2] Claro es que si a las pruebas externas y bibliográficas se atendiera únicamente, tendrían razón Salvá y Gayangos, y el Palmerín castellano impreso en Toledo durante los años 1547 y 1548, [3] atribuído primero a [p. 423] Miguel Ferrer y luego a Luis Hurtado, sería el original, y el texto portugués de Francisco de Moraes, del cual no se conoce ejemplar anterior al de Évora de 1567, una mera traducción posterior a la francesa de Jacobo Vincent y a la italiana de Mambriano Roseo, que aparecieron en 1553.

Pero las pruebas intrínsecas que el mismo libro de Toledo, cotejado con el de Évora, suministra, nos llevan forzosamente a la conclusión contraria. Es traducción del portugués y traducción muy desaliñada, en que no han desaparecido los rastros de su origen, hasta el puto de llamarse Tejo al Tajo, forma inverosímil en un toledano. Por ningún concepto puede atribuirse la prosa del Palmerín al elegante escritor Luis Hurtado, que terminó la Comedia Tibalda del comendador Perálvarez de Ayllón, las Cortes de la Muerte de Miguel de Carvajal, y compuso con fecundo estro la Égloga Silviana, el Teatro pastoril, el Hospital de necios, el Espejo de gentileza, el Hospital de galanes enamorados, el Hospital de damas heridas de amor, los Esponsales de amor y sabiduría y otras ingeniosas obrillas; amén del inestimable Memorial de las cosas de Toledo, escrito en 1576 para contestar al célebre interrogatorio de Felipe II. En 1547, el futuro rector de la parroquia de San Vicente, que en su poema de las Trecientas, acabado en 1582, declaró haber cumplido cincuenta años, no podía tener más que diez y ocho, edad muy tierna para producir una obra que revela tanta madurez, cultura mundana y experiencia de la vida, como el Palmerín de Inglaterra. En las octavas acrósticas que van al fin de la dedicatoria de la primera parte, y juntando las letras iniciales, dicen Lvys Hurtado Avtor al lector da salud, dice bien claramente que la obra era ajena, y ni siquiera insinúa que la traducción fuese suya:

       Leyendo esta obra, discreto lector,
       Vi ser espejo de hechos famosos,
        Y viendo aprovecha a los amorosos,
        Se puso la mano en esta labor.
       
Hallé que es muy digno de todo loor
       Un libro tan alto, en todo facundo;
       ......................................

Lo de autor (que se repite en el epígrafe de las octavas) ha de entenderse, para que no resulte contradicción, o en el sentido de [p. 424] autor de la composición poética laudatoria, o en la acepción vaga y general de escritor. No creo que quisiera apropiarse el Palmerín de un modo vergonzante, ni tampoco la Tragedia Policiana, impresa aquel mismo año, y en la misma oficina, con tres octavas del mismo corte, que bien leídas sólo indican que Hurtado fué el corrector de la edición y que pide perdón por las erratas que puedan encontrarse:

       Y si algún error hallases mirando,
        Supla mi falta tu gran discreción,
        Pues yerra la mano y no el corazón,
       Que aqueste lo bueno va siempre buscando.

El que, al parecer, quiso adjudicarse la paternidad del Palmerín, llamándole fruto, trabajo y atrevimiento suyo, fué el mercader de libros Miguel Ferrer, que en un enfático prólogo dirigido a su Mecenas, Galasso Rótulo, después de haber enumerado los grandes capitanes y excelentes artífices «que han sido aficionados a escrebir y en tiempos hurtados de sus trabajos han sacado maravillosas historias recreando sus animos en cosas delicadas, dando a los que despues dellos venimos doctrina y dechado», se pone modestamente en el número: «Todo esto he dicho a vuestra magnificencia para excusarme que siendo hombre que deprendi arte para sustentar la vida, ocupe mi tiempo en escrebir hystorias. »

Si Miguel Ferrer no hubiera tenido otra intervención en el libro que la de pagar los gastos de la edición para especular con ella, habría razón para calificarle de imprudente plagiario, pero todo puede conciliarse suponiéndole traductor. Al cabo, la traducción era fruto, trabajo y atrevimiento suyo, y había empleado su tiempo en escribir con palabras castellanas aquella historia. Las expresiones son vagas de intento, y hay sin duda un conato vergonzante de apropiarse el libro; pero si omitió el nombre del autor original, fué acaso porque no le conocía. El Palmerín portugués que llegó a sus manos, impreso o manuscrito, y que tradujo con la rudeza y desmaño propios de un hombre inculto, estaba anónimo probablemente.

Pero en la misma obra revelaba el autor no solamente su patria portuguesa, sino hasta su historia personal e íntima. «Quien [p. 425] estudia el Palmerín (dice Odorico Mendes) reconoce a cada paso la complacencia con que se extiende en los loores de aquella tierra y la preferencia en que la tiene sobre todas las de España; reconoce que Moraes, tan abundante en las descripciones, se esmeró más en las de Portugal, y no perdió ocasión de exaltar a sus naturales, tal vez con quiebra de los demás españoles.» Miraguarda, una de las principales heroínas del libro, es portuguesa, y la predilección con que el autor la trata a pesar de su carácter soberbio, altivo, áspero y cruel, contrasta con las liviandades que atribuye a una pobre reina Arnalta de Navarra, y a las hijas del duque Calistrano de Aragón. No tienen término los elogios de la belicosa Lusitania, «provincia entonces poblada de muchos y muy esforzados caballeros, donde, por virtud del planeta que la rige, los hubo siempre muy famosos». Hay menudos detalles de topografía local muy significativos. El castillo de Miraguarda existe hoy mismo, con el nombre de castillo de Almourol, donde el autor le puso, cerca de Tancos y de Thomar. La leyenda que en el Palmerín se refiere acerca de este castillo y el de Cárdiga es de seguro un cuento popular.

Pero lo que pone el sello a la demostración son los capítulos CXXXVII a CXLVIII, en que se refiere cierta aventura de cuatro damas francesas apellidadas Mansi, Telensi, Latranja y Torsi, siendo castigada la soberbia y coquetería de esta última por el príncipe Floriano del Desierto, hermano de Palmerín, que emplea un procedimiento análogo al de El desdén con el desdén. Pues bien, la señora Torsi es personaje real, y si no la misma aventura, otras muy semejantes acontecieron con ella al hidalgo portugués Francisco de Moraes, que fué víctima de los desdenes de aquella presuntuosa doncella, por la cual había concebido una vehemente pasión cuando estuvo en París desde 1541 a 1543, como secretario del embajador don Francisco de Noronha, segundo conde de Linhares. Francisco de Moraes, en el discurso que tituló Desculpa de huns amores, [1] hace en forma directa una confesión, que nos [p. 426] da la clave de este episodio del Palmerín. Y como este episodio se halla, no sólo en la edición portuguesa de 1567, en que Moraes descubrió su nombre, sino en el texto castellano de 1547, donde también ocupa once capítulos, no es posible admitir que Ferrer ni nadie escribieran antes que él cosas tan íntimas suyas y que a él solo interesaban. La presencia de este elemento personalísimo en la novela quita toda duda sobre su autor, aunque no lo persuadiese el estilo, que en la versión castellana es muy flojo y en portugués de calidad superior, quizá la major prenda del libro.

Que apareciese la traducción antes que el original es caso raro, pero no único en los anales de la bibliografía; sin salir de estos pleitos castellanos y portugueses, le tenemos también en la Nise lastimosa de Fr. Jerónimo Bermúdez (1577), impresa antes que la Castro de Ferreira (1598). Nadie puede negar la posibilidad de que el manuscrito de Moraes llegase a Toledo, pero todo induce a creer que la edición de 1567 no es la primera del Palmerín portugués. El que reimprimió esta novela en 1786 dice en su prefacio: «En la copiosa librería del convento de San Francisco de esta ciudad (Lisboa) se conserva, aunque muy estragada y falta, una edición de esta obra en carácter entre gótico y redondo, que da algunas muestras de ser impresa fuera del Reino. » Esta edición, que sin fundamento alguno da el prologuista por segunda, ¿no podría ser la primera, hecha en París muy probablemente? No puede decirse con certeza, porque, al parecer, ese ejemplar ha perecido.

Pero el punto principal está fuera de litigio. De la vida de Francisco de Moraes se sabe muy poco, pues hasta se disputan el lugar de su nacimiento Lisboa, Braganza y otros pueblos. Dicen que murió asesinado en 1572 en la puerta del Rocío de la ciudad de Évora.

Pero si hay algo relativamente claro en su biografía, es el tiempo y circunstancias de su viaje a París, que es precisamente la época de la composición del Palmerín de Inglaterra, del cual es único e incontrastable autor, aunque, siguiendo la costumbre de sus colegas en este género de literatura, le supusiese traducido de antiguas crónicas. Dice así en el prólogo, dirigido a la infanta doña María, hija del rey don Manuel: «Yo me hallé en Francia los dias pasados, en servicio de don Francisco de Noronha, embajador [p. 427] del rey nuestro señor y vuestro hermano (don Juan III), donde vi algunas cronicas francesas e inglesas: entre ellas vi que las princesas y damas loaban por extremo la de don Duardos, que en esas partes (es decir en España) anda trasladada en castellano y estimada de muchos. Esto me movio a ver si hallaria otra antigualla que pudiese trasladar, para lo cual converse en Paris con Alberto de Renes, famoso cronista de este tiempo, en cuyo poder hallé algunas memorias de naciones estrañas, y entre ellas la cronica de Palmerin de Inglaterra, hijo de don Duardos, tan gastada por la antigüedad de su nacimiento que con asaz trabajo la pude leer.»

Desmintiendo una vez más el vulgar proverbio que afirma la inferioridad de las segundas partes, escribió Moraes un libro que deja a larga distancia al Palmerín de Oliva, al Primaleón y a todos los de la misma familia: libro que para los portugueses es un texto de lengua de los mejores que tienen en prosa, aunque no deja de fatigarles a ellos mismos la cadencia algo monótona y acompasada de los períodos y la afectación retórica, que poco o nada se disimula, especialmente en las descripciones. De todos modos, sería gran temeridad decir como Clemencín, que «allá se van ambos Palmerines». El de Inglaterra tiene estilo, y de calidad no vulgar; el de Oliva, si no tan detestable como Cervantes da a entender, es por lo menos adocenado y pedestre, sin ningún género de estudio ni artificio de dicción. Y si el estilo no es la única prenda en una novela, nadie puede negar que sea parte muy principal, y que sirve de piedra de toque para distinguir las obras verdaderamente literarias de las que no lo son. Dentro de su elegancia un poco amanerada, Francisco de Moraes tiene trozos que pueden servir de modelo: en vano se buscarían en el Palmerín de Oliva descripciones tan pulidas y galanas como la del jardín de la Insula Encubierta; cuadros de tan brillante color como el incendio de la flota musulmana y los combates que se riñeron en el cerco de Constantinopla; invenciones fantásticas tan felices como el desencanto de Leonarda por el caballero del Dragón, o la aventura de la copa mágica donde estaban congeladas las lágrimas de Brandisia, esperando que viniese a liquidarlas la mano del caballero que más fiel y profundamente amase a su dama.

Pero si de los episodios interesantes, aunque no todos nuevos; [p. 428] de los rasgos de ingenio, que no son escasos; de las páginas bien escritas, que son muchas, se pasa a la fábula misma, es imposible para un lector moderno suscribir el juicio encomiástico de Cervantes, cuya crítica, como genial e intuitiva que era, no podía menos de tener los caprichos propios de la crítica de los grandes artistas. Ni acierto a comprender cómo el brasileño Odorico Mendes, humanista de fino gusto y hábil intérprete de Virgilio, pudo hacer tan desaforada apoteosis del Palmerín de Inglaterra, que a sus ojos era un poema épico en prosa como el Telémaco y los Mártires, atreviéndose a comparar a Moraes nada menos que con el divino Ariosto. Ni en el plan, ni en los caracteres, ni en los afectos, ni en la máquina sobrenatural, ni en la mayor parte de los lances y aventuras tiene el segundo Palmerín cosa alguna que no se encuentre hasta la saciedad en todos los libros de su clase. Si alguna originalidad se le concede, sólo puede consistir en los recuerdos personales y en cierto espíritu cáustico y desengañado respecto de las mujeres, nacido quizá de los desvíos y burlas de la señora Torsi. La relativa perfección y tendencia clásica del estilo no trascienden a la composición, que es tan floja y descosida como en cualquier obra de Feliciano de Silva. El interés se divide entre una porción de caballeros, a cual más incoloros. En el protagonista se repite el eterno tipo de Amadís, como el de su hermano Galaor en Floriano del Desierto, enamoradizo perpetuo e inconstante; como el de Florisel, disfrazado de pastor en Florimán. El encantador Arcalaus tiene nueva encarnación en Dramusiando, aunque por fin se convierte y hace cristiano. Urganda la Desconocida reaparece con todos sus prestigios. Florendos, el caballero de las Armas Negras, resiste a los halagos de la reina Arnalta por amor de Miraguarda, como Amadís a los de la reina Briolanja por amor de Oriana. En suma, el Palmerín de Inglaterra yacería confundido entre el fárrago de libros de su género si no le salvase el estilo y no le hubiese hecho famoso la recomendación de Cervantes. Así y todo, cuesta verdadero esfuerzo terminar la lectura de los tres gruesos volúmenes de que consta en la edición portuguesa mas estimada. [1]

[p. 429] Como este segundo Palmerín se enlaza directamente con el Primaleón por medio del personaje de don Duardos, no he hecho mérito de las peregrinas historias de Don Polindo (1526) y del caballero Platir (1533) , que algunos cuentan como libro tercero y cuarto de esta serie, aunque en rigor son novelas independientes. En lengua portuguesa continuaron el Palmerín de Inglaterra con poca fortuna Diego Fernandes, que escribió la tercera y cuarta parte (1587), y Baltasar Gonzales Lobato, a quien se deben la quinta y sexta (1604). En estos libros fastidiosísimos puede enterarse quien tenga valor para ello de las empresas de un segundo don Duardos, hijo de Palmerín, y de don Clarisel de Bretaña, su nieto.

Estas últimas partes portuguesas apenas circularon fuera de la Península, pero todas las demás crónicas de esta familia fueron puestas en italiano por el infatigable Mambrino Roseo (1544-1553), añadiendo todavía la historia del caballero Flotir, hijo de Platir, que dice traducida del castellano, pero que hasta ahora no se conoce en nuestra lengua. Al francés tradujo Juan Maugín, en 1546, el Palmerín de Oliva; [1] Francisco Vernassol y Gabriel Chapuis, el Primaleón (1550-1597), y Jacobo Vincent, en 1533, el Palmerín de Inglaterra. Sobre las traducciones francesas e italianas se hizo la inglesa que lleva el nombre de Antonio Munday, [2] aunque, según Southey, sólo en parte le pertenece (1581-1588-1589); siendo de notar que el traductor inglés alteró el orden de la serie, poniendo primero el Palmerín de Inglaterra. Si bien las novelas de este ciclo han sido menos leídas en todo tiempo que los [p. 430] Amadises, todavía prestaron inspiración a algunas obras literarias. El fecundísimo poeta veneciano Ludovico Dolce, siguiendo el ejemplo de Bernardo Tasso en su Amadigi, versificó enteros el Palmerín de Oliva y el Primaleón en dos poemas en octavas reales, el primero de treinta y dos cantos y el segundo de treinta y nueve, que trabajó con celeridad increíble en el corto plazo de dos años (1561-62) y yacen hoy en el olvido más profundo. [1] Finalmente, el erudito poeta inglés Roberto Southey, que con tanto arte y buen gusto había compendiado el Amadís de Gaula , llevó a cabo la misma tarea con la obra de Moraes, tomando por base el texto portugués, cuya originalidad adivinó y defendió antes que nadie. [2]

No se agotó en los Amadises y Palmerines la fecundidad estéril de los forjadores de narraciones caballerescas. Más de cien cuerpos de libros grandes de este género tenía don Quijote, aunque en el escrutinio de su librería no se citan nominalmente más que quince, condenándose los demás en masa al brazo seglar del ama y de la sobrina. Seguramente no eran todos los que existían, y en el curso mismo de la inmortal novela están citados o aludidos algunos más, con los cuales debe contar el que aspire a reunir (empeño casi temerario) lo que suele llamarse la biblioteca de don Quijote. Pero los hay más peregrinos e inaccesibles todavía entre los omitidos por Cervantes, si bien la mayor parte de ellos no merecen salir de los limbos más oscuros de la bibliografía, a cuyo dominio pertenecen más que al de la historia literaria. Nada podré decir, puesto que nunca he tenido ocasión de leerlas, de las rarísimas historias del caballero Arderique (1517); de Don Clarián de Landanis (1518), que acaso tenga algún interés para la [p. 431] historia de las leyendas nacionales, puesto que una de las aventuras del héroe es (según se encarece en la portada) «la muy espantosa entrada en la gruta de Hercules (¿la de Toledo?), que fue un hecho maravilloso que parece exceder a todas las fuerzas humanas»; de sus continuaciones Floramante de Colonia y Lidamán de Ganayl (1528); de Don Floriseo, llamado por otro nombre el Caballero del Desierto, «el qual por su gran esfuerzo y mucho saber alcanzó a ser rey de Bohemia» (1517), obra del bachiller Fernando Bernal, que no debe de ser de los peores, a juzgar por el romance juglaresco que sobre él compuso Andrés Ortiz (núrn. 287 de Durán); de Don Reymundo de Grecia (1524), que es del mismo autor de Don Floriseo y no menos inaccesible que él; de Don Valerián de Hungría, obra del notario valenciano Dionisio Clemente (1540); que, según se dice, contiene alusiones a los hechos de don Rodrigo de Mendoza, marqués del Zenete, durante la guerra de las Germanías; de Don Florando de Inglaterra y sus amores con la princesa Roselinda (1545). Con algún más fundamento podría hablar del Don Florambel de Lucea, puesto que poseo un ejemplar algo incompleto de sus tres primeras partes (Sevilla, 1548), pero confieso que todavía no he tenido valor para enfrascarme en su lectura. [1] [Cf. Ad. vol. II.]

Dos grandes y famosos historiadores, uno de las Indias Orientales y otro de las Occidentales, honran con sus nombres la bibliografía caballeresca, y prueban que no siempre eran ingenios baladíes los que en estas composiciones se ejercitaban. Gonzalo Fernández de Oviedo, que con el tiempo había de tronar contra la vana lección de los Amadises, [2] había dado principio a su carrera [p. 432] literaria publicando El libro del muy esforçado et invencible caballero de la Fortuna propiamente llamado «Don Claribalte» (1519), y Juan de Barros, antes de convertirse en el Tito Livio de las hazañas lusitanas en Oriente, imprimía en su lengua nativa la Cronica do emperador Clarimundo (1522), fabuloso antepasado de los Reyes de Portugal, la cual suponía haber traducido del húngaro. Pero contra lo que pudiera esperarse del nombre del autor, y aun del propósito declarado en el título, son muy raras en este libro las alusiones históricas y geográficas. [1]

[p. 433] Más notable es bajo este aspecto el «Don Florindo, hijo del buen Duque Floriseo de la Extraña Aventura, que con grandes trabajos ganó el castillo encantado de las Siete Venturas, en el qual se contienen differenciados riebtos de carteles y desafios, juyzios de batallas, experiencias de guerras, fuerzas de amores, dichos de reyes, assi en prosa como en metro, y escaramuzas de juego e otras cosas de mucha utilidad para el bien de los lectores y plazer de los oyentes» (1530), obra del aragonés Fernando Basurto, de la cual hizo Gayangos un análisis extenso y suficiente. Hay en ella episodios de las campañas de Italia, minuciosas descripciones de fiestas, torneos y pasos de armas, saraos y diversiones populares; reminiscencias de la Crónica General, como la noticia de los castillos levantados por los fabulosos reyes Ispan y Pirrus, y lo que es más de notar, aventuras enteramente realistas, del género de Tirante el Blanco. El personaje mismo de don Florindo dista mucho de realizar con pureza el ideal caballeresco, y sobre todo se deja arrastrar y vencer constantemente por la pasión del juego. Es, en suma, un héroe degenerado, un aventurero bastante vulgar y más bien un espadachín que un caballero andante.

Mención particular y muy honrosa debe hacerse de la extensa novela que otro aragonés mucho más célebre, el capitán Jerónimo de Urrea, infeliz traductor del Orlando Furioso, pero autor del precioso Diálogo de la honra militar, [1] compuso con el título de [p. 434] Don Clarisel de las Flores, obra todavía inédita en su mayor parte, [1] pero ya estudiada con toda minuciosidad y conciencia por el difunto catedrático de la Universidad de Zaragoza don Jerónimo Borao en una apreciable memoria. [2] Si se atiende a los méritos del estilo puro, abundante y lozano, y a veces muy expresivo y pintoresco, a la prodigiosa riqueza y variedad de incidentes y aventuras, y al interés y amenidad de algunas de ellas, Don Clarisel es uno de los mejores libros de caballerías y de los que pueden leerse con menos trabajo: vale bastante más que el ponderado Palmerín de Inglaterra, y si no puede hombrearse con el Amadís y el Tirante, porque le falta la originalidad creadora de aquéllos y es fruto tardío de una moda literaria que comenzaba a decaer, debe ser citado inmediatamente después de ellos, a pesar de la falta de consistencia de los caracteres y del embrollo desmesurado de la fábula, que llega a convertirse en un laberinto. Pero si se considera aisladamente cada relato de los que en esta maraña se cruzan, hay muchos que agradan y entretienen. Como podía esperarse de un traductor del Ariosto, se inspira Urrea en su poema tanto o más que en los libros de caballerías indígenas, aunque también reproduce las principales situaciones del Amadís. El episodio de Astrafélix, por ejemplo, corresponde al de Briolanja, si bien la infidelidad de don Clarisel (llamado entonces el Caballero del Rayo), a su amada Felisalva, resulta involuntaria por haber sido maleficiado el caballero con una hierba mágica que le propinó, a instancias de la apasionada princesa, la anciana Sofronisa. Las reminiscencias del Orlando son tan continuas que imprimen carácter al [p. 435] libro [1] y explican la liviandad de algunos trozos. A veces se inspira también en la comedia latina o italiana: la estratagema de que se vale Belamir para engañar a Lirope, transformándose por arte de nigromancia en la figura de su esposo el duque de Silesia, es la misma en que está fundado el Amphitrion de Plauto, con todas sus imitaciones, haciendo aquí el mayordomo Rustán el papel de Sosia.

Además de estos elementos, o nuevos o pocos usados en esta clase de libros, Urrea introdujo, en mayor escala que sus predecesores (exceptuando a Feliciano de Silva), la forma poética que en el Amadís se inicia tímidamente con dos canciones. Todos los versos intercalados en Don Clarisel son de arte menor, versos de Cancionero, en los cuales era Urrea tan aventajado como torpe en los endecasílabos. De Juan del Enzina parecen, por ejemplo, estas coplas pastoriles:

       ¿Qué haces aquí en el prado,
       Ciego Amor?
       Anda, vete a lo poblado,
       A dar dolor.
        [p. 436] Deja libres nuestras flores,
       Y claras las fuentes frías;
       Tus fuerzas y tus porfias
       Muestra a los grandes señores.
       Deja los simples pastores,
       Ciego amor;
       Que es vileza a los cuitados
       Dar dolor.

El lindo romance que canta en Nápoles la artificiosa Faustina para atraer a Belamir al estanque, donde le deja burlado, está ya en la manera lírica que prevaleció a principios del siglo XVII, aunque todavía no impera sola la asonancia:

       Decidme, oh vos, blancos cisnes,
       Los que gozáis de las aguas,
       ¿Cómo podréis defenderos
       De las amorosas llamas?
       Plegue al amor que vos junte
       En sombras de verdes ramas,
       Donde gocéis para siempre
       Una vida dulce y blanda,
       Sin temer que se os enturbien
       Esas vuestras alas mansas.
       Salid, oh cisnes, de entre ellas
       Que las veréis alteradas,
       Y de un gran fuego amoroso
       Encendidas y abrasadas.
       Dejad que se apague en ellas
       Ansia tan desordenada.

Después del Don Clarisel de las Flores apenas se encuentra ningún libro de caballerías que traspase la raya de lo vulgar y adocenado. El apogeo de esta literatura corresponde a la primera mitad del siglo XVI, es decir, al reinado del emperador Carlos V. Todavía dentro de el hay que mencionar el Lepolemo o Caballero de la Cruz (1521), del cual dijo donosamente Cervantes: «Por nombre tan santo como este libro tiene, se podia perdonar su ignorancia; mas tambien se suele decir tras la cruz está el diablo: vaya al fuego.» No es de los mas disparatados de su clase, y las aventuras tienen cierta sensatez relativa, pero es sin duda de los más insulsos. Su autor, que se llamaba al parecer Alfonso de [p. 437] Salazar, [1] le supuso traducido de original arábigo compuesto por el cronista Xarton, lo cual acaso dió a Cervantes la idea de su Cide Hamete Benengelí. El sevillano Pedro de Luxán, a quien ya conocemos como autor de Don Silves de la Selva, añadió al Lepolemo una segunda parte, en que se trata de los hechos de su hijo Leandro el Bel «según lo compuso el sabio rey Artidoro en lengua griega». Aunque ambos libros están regularmente escritos, se perdieron muy pronto entre el fárrago de libros caballerescos.

Sólo por ser labor femenina puede hacerse mérito del Don Cristalián de España, que publicó en 1545 doña Beatriz Bernal, dama de Valladolid, parienta acaso del bachiller Fernando Bernal, autor del Don Floriseo. [2] Sólo por la circunstancia de ester mencionados en el Quijote hay todavía quien recuerde el Don Cirongilio de Tracia, de Bernardo Vargas (1545); el Felixmarte de Hircania, de Melchor Ortega, vecino de Úbeda (1556); el Don Olivante de Laura, de Antonio de Torquemada (1564), que Cervantes llamó tonel, aunque es de moderado volumen para libro en folio; el Don Belianís de Grecia, «sacado de lengua griega, en la cual la escribio el sabio Friston por un hijo del virtuoso varon Toribio Fernandez» (1547), con el cual mostró el cura benignidad inusitada, condenándole sólo a reclusión temporal y recetándole «un poco de ruibarbo para purgar la demasiada colera suya», por la [p. 438] cual eran sin cuenta las heridas que daba y recibía: hasta ciento y una, todas graves, contó Clemencín sólo en los dos primeros libros. Pero a todos éstos vence en lo prolijo, absurdo y fastidioso el Espejo de príncipes y caballeros, que para no confundirle con el Espejo de caballerías, citado en otra parte (compilación del ciclo carolingio), suele designarse con el nombre de El Caballero del Febo o Alphebo, aunque no solamente trata de él, sino de su padre el emperador Trebacio, de su hermano Rosicler, de su hijo Claridiano, de don Poliphebo de Trinacria y de otros muchos paladines y hasta belicosas damas, viniendo a formar todo ello una vasta enciclopedia de necedades, que llegó a constar de cinco partes y más de dos mil páginas a dos columnas en folio; labor estúpida a que sucesivamente se consagraron (desde 1562 hasta 1589 y aun más adelante) varios ingenios oscuros, tales como el riojano Diego Ordóñez de Calahorra, el aragonés Pedro de la Sierra y el complutense Marcos Martínez. [1] [Cf. Ad. vol. II.]

Estas obras monstruosas y pedantescas [2] marcan el principio de la agonía del género, cuyo último estertor parece haber sido la Historia famosa del príncipe don Policisne de Beocia, hijo y único heredero de los reyes de Beocia Minandro y Grumedela; por don Juan de Silva y Toledo, señor de Cañada-hermosa; impreso en Valladolid, 1602, en vísperas, como se ve, de la aparición del Quijote; después del cual no se encuentra ningún libro de caballerías original, ni reimpresiones apenas de los antiguos. Toda esta enorme biblioteca desapareció en un día, como si el mágico Fristón hubiese renovado con ella el encantamiento de la del ingenioso hidalgo.

Aunque escritos en verso, deben incluirse entre los libros de caballerías, más bien que entre las imitaciones de los poemas italianos, el Celidón de Iberia, de Gonzalo Gómez de Luque (1583); [p. 439] el Florando de Castilla, lauro de Caballeros, del médico Jerónimo Huerta (1588), y la Genealogía de la Toledana Discreta, cuya primera parte, en treinta y cuatro cantos, publicó, en 1604, Eugenio Martínez, no atreviéndose sin duda a imprimir la segunda por justo temor a la sátira de Cervantes, que acaso influyó también en que quedasen inéditas otras tentativas del mismo género, como el Pironiso y el Canto de los amores de Felis y Grisaida. [1] De estos poemas, el más interesante es sin duda el del licenciado Huerta, que andando el tiempo llegó a ser hombre insigne en su profesión y docto intérprete y comentador de Plinio. Si no hay error en la fecha de su nacimiento, y realmente imprimió el Florando a los quince años, [2] la obra es maravillosa para tal edad, aunque poco original y muy sembrada de imitaciones literales de Ovidio, Ariosto, Garcilaso, Ercilla y otros poetas antiguos y modernos. Tiene el Florando la curiosidad de estar escrito, no todo en octavas reales, aunque éstas predominan, sino en variedad de metros, sin excluir los cortos; género de polimetría que no recordamos haber visto en ningún otro poema con pretensiones de épico hasta llegar a los románticos del siglo XIX. Tiene también la de contener (en el canto noveno) una de las más antiguas versiones conocidas del tema de los Amantes de Teruel (trasplantación aragonesa de un [p. 440] cuento de Boccaccio). Finalmente, es digno de notarse, y puede no ser casual, la coincidencia que presentan las palabras de don Quijote vencido en Barcelona por el caballero de la Blanca Luna, con las que pronuncia Ricardo rendido por Florando en el último canto del poema:

       Viéndose ya vencido, dice: Acaba,
       Caballero feroz, de darme muerte;
       Que este es el fin honroso que esperaba
       De un brazo como el tuyo, bravo y fuerte.
       Vencido soy, más lo que sustentaba
       No me harás negar de alguna suerte;
       Bien puedes de la vida ya privarme,
       Pues tengo de morir, y no mudarme.

Por estas particularidades, así como por la fluidez de la versificación, que en algunos trozos llega a la elegancia, y por las proporciones no exageradas del poema, resulta de lectura bastante apacible el Florando de Castilla y merece la reimpresión que de él se hizo en nuestros días.

Eran antiguos y muy justificados los clamores de los moralistas contra los libros de caballerías, que ellos miraban como un perpetuo incentivo de la ociosidad y una plaga de las costumbres. El mayor filósofo de aquella centuria, Luis Vives, los acriminó con verdadera saña, no sólo en el pasaje ya citado De institutione christianae feminae, [1] tan interesante por contener una especie [p. 441] de catálogo de los que entonces corrían con más crédito, sino en su magistral obra pedagógica De causis corruptarum artium. [1]

El reformador de los estudios teológicos Melchor Cano, tan análogo a Vives en su tendencia crítica, tan diverso en el carácter, refiere haber conocido a un sacerdote que tenía por verdaderas las historias de Amadís y don Clarián, alegando la misma razón que el ventero de don Quijote; es a saber: que cómo podían decir mentira unos libros impresos con aprobación de los superiores y con privilegio real. [2] Cano los despreciaba demasiado para considerarlos muy peligrosos: teníalos por meras vaciedades, escritas por hombres ignorantes y mal ocupados; le alarmaban mucho más (y lo dice claramente) los libros de devoción escritos en lengua [p. 442] vulgar, cuando trataban hondas materias teológicas o místicas. [1]

Pero es claro que los ascéticos, escritores de índole mucho más popular, no podían afectar la misma desdeñosa tolerancia que, precisamente por animadversión a ellos, mostraba el clásico expositor de los lugares teológicos, encastillado en el alcázar de su ciencia escolástica y de su arte ciceroniana. «En nuestros tiempos (decía el maestro Alonso de Venegas), con detrimento de las doncellas recogidas se escriven los libros desaforados de cavallerias, que no sirven sino de ser unos sermonarios del diablo, con que en los rincones caza las animos de las doncellas...» «Vemos que veda el padre a la hija que no le venga y le vaya la vieja con sus mensajes, y por otra parte es tan mal recatado que no le veda que leyendo Amadises y Esplandianes, con todos los de su bando, le esté predicando el diablo a sus solas; que alli aprende las celadas de las ponzoñas secretas, demas del habito que hace en pensamientos de sensualidad; que assi la hacen saltar de su quietud como el fuego a la polvora.» [2]

[p. 443] Envolviendo en la misma condenación los libros caballerescos, las novelas pastoriles y hasta las poesías líricas de asunto profano, por honestas que fuesen (lo cual era llevar la intransigencia ética hasta el último término posible), lanzaba contra todos ellos ardorosa invectiva el elocuente y pintoresco autor de la Conversión de la Magdalena Fr. Pedro Malón de Chaide: «¿Qué otra cosa son los libros de amores y las Dianas y Boscanes y Garcilasos, y los monstruosos libros y silvas de fabulosos cuentos y mentiras de los Amadises, Floriseles y Don Belianis, y una flota de semejantes portentos como hay escritos, puestos en manos de pocos años, sino cuchillo en poder del hombre furioso?... otros leen aquellos prodigios y fabulosos sueños y quimeras sin pies ni cabeza, de que estan llenos los libros de caballerias, que asi los llaman, a los que si la honestidad del termino lo sufriera, con trastocar pocas letras se llamaran mejor de bellaquerias que de caballerias. Y si a los que estudian y aprenden a ser cristianos en estos catecismos les preguntais que por qué los leen y cuál es el fruto que sacan de su licion, responderos han que alli aprenden osadia y valor para las armas, crianza y cortesia para con las damas, fidelidad y verdad en sus tratos, y magnanimidad y nobleza de ánimo en perdonar a sus enemigos; de suerte que os persuadiran que Don Florisel es el libro de los Macabeos, y Don [p. 444] Belianis los Morales de San Gregorio, y Amadis los Oficios de San Ambrosio, y Lisuarte los libros de Clemencia de Seneca... Como si en la Sagrada Escritura y en los libros que los santos dotores han escrito faltaran puras verdades, sin ir a mendigar mentiras; y como si no tuvieramos abundancia de ejemplos famosos en todo linaje de virtud que quisiesemos, sin andar a fingir monstruos increibles y prodigiosos. ¿Y qué efeto ha de hacer en un mediano entendimiento un disparate compuesto a la chimenea en invierno por el juicio del otro que lo soñó?» [1] .

Aun escritores que no tenían cargo especial de almas, o no enderezaban sus trabajos a la edificación popular, humanistas, historiadores, moralistas mundanos o simples eruditos, fulminan las mismas censuras, y abogan de continuo, sobre todo, en los prólogos de sus obras, por la absoluta proscripción de los libros de caballerías. Así Fr. Antonio de Guevara, tan poco escrupuloso en materia de fábulas históricas, y que a su modo también cultivaba la novela, decía en el argumento de su Aviso de Privados: «Vemos que ya no se ocupan los hombres sino en leer libros que es afrenta nombrarlos, como son Amadis de Gaula, Tristan de leonis, Primuleon, Carcel de amor y Celestina, a los quales y a otros muchos con ellos se debria mandar por justicia que no se imprimiesen ni menos se vendiesen, porque su doctrina incita la sensualidad a pecar, y relaxa el espiritu a bien vivir.» [2] Indignábase el magnífico caballero Pero Mexía, elegante vulgarizador de las historias clásicas, de ver aplicado el nombre de crónicas a «las trufas e mentiras de Amadis y de Lisuarte y Clarianes, y otros portentos que con tanta razon debrian ser desterrados de España, como cosa contagiosa y dañosa a la republica, pues tan mal hacen gastar el tiempo a los autores y lectores de ellos. Y lo que es peor, que dan muy malos exemplos e muy peligrosos para las [p. 445] costumbres. A lo menos son un dechado de deshonestidades, crueldades y mentiras, y segun se leen con tanta atención, de creer es que saldran grandes maestros de ellas... Abuso es muy grande y dañoso, de que entre otros inconvenientes se sigue grande ignominia y afrenta a las cronicas e historias verdaderas, permitir que anden cosas tan nefandas a la par con ellos.» [1] Otro escritor sevillano, contemporáneo de Mexía, Alonso de Fuentes, cuya Summa de philosophia natural (1547) encierra tantas curiosidades, no sólo traza la semblanza de un doliente, precursor de don Quijote, que se sabía de memoria todo el Palmerín de Oliva «y no se hallaba sin él, aunque lo sabía de cabeza», sino que conmina a los gobernadores y prebostes de las ciudades para que persigan libros semejantes, por «el mal exemplo que dellos resulta. Porque, dad aca, en el más cendrado libro destos, ¿qué se trata, dexando aparte ser todo fabulas y mentiras, sino que uno llevó la mujer de aquel y se enamoró de la hija del otro; cómo la recuestaba y escrevia, y otros avisos para los que estan acaso descuidados? Y no yerro en lo que digo, que me admiro que se tenga cuidado en prohibir meter en este reino las sábanas de Bretaña a causa que se hallaban enfermas por su respecto muchas personas de muchas enfermedades contagiosas, de las cuales las dichas sábanas venían inficionadas), y no se provea en suplicar que se prohiban libros que dan de sí tan mal exemplo y tanto daño dellos depende». [2] Nada menos que «partos de ingenios estupidos», «hez de libros», «inmundicias recogidas para perder el tiempo y estragar las costumbres de los hombres», llamaba nuestro gran hebraizante Arias Montano a los libros de caballerías en su elegante Retórica, compuesta en versos latinos, llegando a incluir al mismo Orlando en la caterva de los Amadises y Esplandianes:

       .......... Nam quae per nostra frequenter
       Regna libri eduntur, veteres referentia scripta,
        [p. 446] Errantesque equites, Orlandum, Splandina graecum,
       Palmerinumque duces et coetera, monstra vocamus
       Et stupidi ingenii partum, faecemque librorum,
       Collectas sordes in labem temporis; et quae
       Nil melius tractent, hominum quam perdere mores
       Temporis hic ordo nullus, non ulla locorum
       Servatur ratio, nec si quid forte legendo
       Vel credi possit, vel delectare, nisi ipsa
       Te turpis vitii species et foeda voluptas
       Delectat, moresque truces, et vulnera nullis
       Hostibus inflicta, at stolide conficta leguntur. [1]

A pesar de tan insistente clamoreo, entre cuyas voces sonaban las de los hombres más grandes de España en el siglo XVI, Vives, Cano, Arias Montano, Fr. Luis de Granada, la Inquisición mostró con los libros de caballerías una indulgencia verdaderamente inexplicable, no sólo por los pasajes lascivos que casi todos ellos contienen, sino por las irreverencias y profanaciones de que no están exentos algunos, como el Tirante. Pero es lo cierto que, por tolerancia con el gusto público o por desdén hacia la literatura amena, en los reinos de Castilla y Aragón corrieron libremente todos esos libros: ni uno solo se encuentra prohibido en el índice del Cardenal Quiroga (1583), que es el más completo de los del siglo XVI. [2] Algo más severa se mostró con ellos la legislación civil, aunque no en el grado y forma que lo solicitaban los Procuradores de las Cortes de Valladolid de 1555, en su petición 107: «Otrosi decimos que está muy notorio el daño que en estos Reinos ha hecho y hace a hombres mozos y doncellas e a otros generos de gentes leer libros de mentiras y vanidades, como son Amadis y todos los libros que despues dél se han fingido de su calidad y letura y coplas y farsas de amores y otras vanidades: porque como los mancebos y doncellas por su ociosidad principalmente se ocupan en aquello desvanecense y aficionanse en cierta manera a los casos que leen en aquellos libros haber acontecido, [p. 447] ansi de amores como de armas y otras vanidades; y aficionados, cuando se ofrece algun caso semejante, danse a el más a rienda suelta que si no lo oviesen leido... Y para remedio de lo susodicho, suplicamos a V. M. mande que ningun libro destos ni otros semejantes se lea ni imprima so graves penas; y los que agora hay los mande recoger y quemar, y que de aqui adelante ninguno pueda imprimir libro ninguno, ni coplas ni farsas, sin que primero sean vistos y examinados por los de vuestro Real Consejo de Justicia; porque en hacer esto ansi V. M. hará gran servicio a Dios, quitando las gentes destas lecciones de libros de vanidades, e reduciendolas a leer libros religiosos y que edifiquen las ánimas y reformen los cuerpos, y a estos Reinos gran bien y merced.»

Esta petición no fué atendida, y su misma generalidad y violencia se oponía a que prosperase, porque siempre fué temerario contradecir de frente el gusto popular. Lo que el Santo Oficio, con todo su poder y autoridad sobre las conciencias, no había intentado siquiera, menos había de acometerlo la potestad secular, cuyo influjo en estas materias era bien escaso. Los libros de caballerías siguieron vendiéndose libremente en la Península; no se publicó jamás la Pragmática anunciada por la Princesa Gobernadora doña Juana, contestando, en 1558, a las peticiones de las Cortes; y sólo en los dominios de América continuaron siendo de contrabando estos libros, a tenor de una real cédula de 4 de de 1531, confirmada por otras posteriores que prohiben pasar a Indias «libros de romances, de historias vanas o de profanidad, como son de Amadis e otros desta calidad, porque este es mal ejercicio para los indios, e cosa en que no es bien que se ocupen ni lean».

En vista de la indiferencia de los poderes públicos, discurrieron algunos varones piadosos, pero de mejor intención, que literatura, buscar antídoto al veneno caballeresco en un nuevo género de ficciones que en todo lo exterior las remedasen, pero que fuesen, en el fondo, obras morales y ascéticas, revestidas con los dudosos encantos de la alegoría; procedimiento frío y mecánico, al cual no debe el arte ningún triunfo y que nunca puede ser confundido con el símbolo vivo, último esfuerzo de la imaginación creadora. Así nació el extravagante género de los libros de caballerías a lo [p. 448] divino, como a lo divino se parodiaron también los versos de Boscán y Garcilaso y la Diana de Montemayor.

La alegoría caballeresca con fin moral tiene antecedentes en dos obras francesas traducidas a nuestra lengua, la una en el siglo XV y la otra en el XVI: el Pélerinage de la vie humaine, de Guillermo de Guileville, que fué puesta en castellano por Fr. Vicente Mazuelo e impresa en Tolosa de Francia en 1490, [1] y el mucho más célebre Chevalier Délibéré, de Olivier de la Marche, libro de larga y curiosa historia en España, pues no sólo alcanzó dos traductores en verso, Hernando de Acuña y el capitán Urrea, sino que antes había entretenido los ocios del Emperador Carlos V, que le tradujo en prosa, movido sin duda, de los elogios de la Casa de Borgoña que el poema de la Marche contiene. Esta versión cesárea es la que Acuña recibió encargo de poner en antiguas coplas castellanas y publicar con su nombre, [2] y ora fuese porque se trasluciera su egregio origen, ora por la fluidez y gracia de las quintillas de Acuña, El Caballero Determinado tuvo tanto éxito que fué reimpreso hasta siete veces durante aquel siglo, y dejó en la sombra la traducción de Urrea, [3] hecha en tercetos tan infelices como las octavas de su Orlando.

[p. 449] Pero el Pelegrinaje de la vida humana, cuyo autor se propuso imitar a lo divino el Roman de la Rose, es más bien un viaje alegórico-fantástico que un libro de caballerías, y el poemita de Olivier de la Marche, salvo en lo que tiene de histórico y panegírico, apenas traspasa los límites de una sencilla y poco ingeniosa personificación de vicios y virtudes.

No se contuvo en tan modestos límites el valenciano Jerónimo de San Pedro (o más bien Sempere), autor de las dos partes de la Caballería celestial de la Rosa Fragante (1554). «Advirtiendo (dice en su prólogo) que los que tienen acostumbrado el apetito a las lecciones ya dichas (de los libros fabulosos y profanos) no vernian deseosos al banquete destas, aviendo de passar de un extremo a otro, propuse les dar de comer la perdiz desta historia, alboroçada con el artificio de las que les solian caer en gusto, porque mas engolosinandose en ellas pierdan el sabor de las fingidas, y aborreciendolas se ceven desta que no lo es... Donde hallarán trazada, no una Tabla Redonda, mas muchas; no una solo aventura, mas venturas diversas; y esto no por industria de Merlin ni de Vrganda la Desconocida, mas por la Divina Sabiduria del Verbo Hijo de Dios... Hallarán también, no un solo Amadis de Gaula, mas muchos amadores de la verdad no creada; no un solo Tirante el Blanco, mas muchos tirantes al blanco de la gloria; no una Oriana ni una Carmesina, pero muchas santas y celebradas matronas, de las quales se podra colegir exenplar y virtuosa erudicion. Veran assi mesmo la viveza del anciano Alegorin, el sabio, y la sagacidad de Moraliza, la discreta doncella, los quales daran de sí dulce y provechosa platica, mostrando en muchos pasos desta Celestial Caballeria encumbrados misterios y altas maravillas, y no las de un fingido cauallero de la Cruz, mas de un precioso Christo que verdaderamente lo fue.»

Este singular programa no basta para dar completa idea de tan absurdo libro, que en su primera parte, intitulada del Pie de la Rosa Fragante, y en ciento doce capítulos, llamados maravillas, recopila, en forma andantesca, gran parte de la materia del [p. 450] Antiguo Testamento, y en la segunda, o sea, en las Hojas de la Rosa Fragante, alegoriza por el mismo procedimiento los Evangelios, convirtiendo a Cristo en el caballero del León, a los doce Apóstoles en los doce paladines de la Tabla Redonda, y a Lucifer en el caballero de la Serpiente. Todo ello es una continua parodia de los libros caballerescos, cuyas principales aventuras imita; pero lo que resulta escandalosamente parodiado por la cándida irreverencia del autor es la Sagrada Escritura; por lo cual no es maravilla que la Inquisición pusiese inmediatamente el libro en sus índices, y nunca llegara a imprimirse la tercera parte, que el autor promete con el título de La Flor de la Rosa Fragante. [1] El rígido puritano Ticknor, que eludió, sin duda por escrúpulo de conciencia, el estudio de nuestros grandes ascéticos y místicos, hasta el punto de dedicar sólo una menguada página a Fr. Luis de Granada y otra a Santa Teresa (¡y a esto se llama «Historia de la Literatura española!»), se extiende con morosa fruición en el análisis de la Caballería celestial, pretendiendo, a lo que se ve, hacer cómplice a la Iglesia católica de las necedades de un escritor tan oscuro como Jerónimo de San Pedro. Tres cosas olvidó el crítico americano: primera, que el Santo Oficio se había adelantado a su censura prohibiendo La Rosa Fragante desde que apareció; segunda, que el libro es ridículo por la falta de talento y gusto de su autor, pero que la poesía simbólica, nacida del maridaje entre el misticismo y la caballería, no puede condenarse en sí misma, puesto que en manos de un gran poeta como Wolfram de Eschembach puede producir una maravilla como el Parsifal; y tercera, que sin salir de la cristiandad protestante y de la misma secta a que Ticknor pertenecía, puede encontrarse uno de los tipos más curiosos de novela alegórica a lo divino en el Pilgrim's Progress de Bunyan, tan popular y tan digno de serlo. La obra del calderero anabaptista, con su gigante Desesperación, su Prudencia Mundana, su demonio Apollyon, símbolo del Papismo, está mas inspirada, sin duda, que la historia del maestro Anagogino, del anciano Alegorín, de la doncella Moraliza y del caballo de la Penitencia, pero las [p. 451] alegorías son igualmente absurdas y en manos de un incrédulo pueden prestarse a la misma rechifla.

Aleccionados sin duda por la prohibición de la Rosa Fragante, no picaron tan alto los que después cultivaron este género, absteniéndose de profanar el texto sagrado y limitándose a modestas fábulas didácticas, que más tenían de morales que de propiamente teológicas. En este orden es muy apreciable por méritos de estilo y lenguaje, no menos que por su sana y copiosa doctrina, El Caballero del Sol, o sea la Peregrinacion de la vida del hombre puesto en batalla... en defensa de la Razon, que trata por gentil artificio y extrañas figuras de vicios y virtudes, envolviendo con la arte militar la philosophia moral, y declara los trabajos que el hombre sufre en la vida y la continua batalla que tiene con los vicios, y finalmente enseña los dos caminos de la vida y de la perdicion, y cómo se ha de vivir para bien acabar y morir; libro impreso en Medina del Campo en 1552, cuyo autor fué Pedro Hernández de Villaumbrales, uno de los buenos prosistas ascéticos del siglo XVI y de los más injustamente olvidados. No es la mejor de sus obras El Caballero del Sol, pero no se puede negar que están vencidas con ameno ingenio las dificultades inherentes al gusto alegórico, y que esta ética cristiana es un furioso ensayo de novela filosófica, enteramente libre de las monstruosidades que afean el libro de Jerónimo de San Pedro. Tuvo éxito el de Villaumbrales, siendo inmediatamente traducido al italiano por Pietro Lauro (1557) y al alemán por Mateo Hofsteteer (1611). [1] A su imitación se compusieron otros que no llegaron a igualarle, como la Caballeria christiana, de Fr. Jaime de Alcalá (1570); El Caballero de la Clara Estrella o Batalla y triunfo del hombre contra los vicios, poema en octavas reales de un tal Andrés de la Losa (1580); la Historia y milicia cristiana del caballero Peregrino, conquistador del cielo, metaphora y symbolo de cualquier sancto, que peleando contra los vicios ganó la victoria, obra pesadísima de Fr. Alonso de Soria, [p. 452] impresa en Cuenca en 1601. Algunos incluyen también en esta sección El Caballero Asisio, de Fr. Gabriel de Mata (1587), pero este prolijo poema no contiene más que la vida de San Francisco y algunos santos de su orden, sin que lo caballeresco pase del título y del extravagante frontispicio de la edición de Bilbao, que representa al Santo a caballo y armado de todas armas, ostentando en la cimera del yelmo la cruz con los clavos y la corona de espinas, en el escudo las cinco llagas y en el pendón de la lanza una imagen de la Fe con la cruz y el cáliz. Lo que pertenece enteramente al género alegórico caballeresco a lo divino es otro poema rarísimo del mismo Fr. Gabriel de Mata, titulado Cantos Morales (1594). [1]

Como se ve, no es grande el número de ejemplares de este género, y si se añade que casi ninguno obtuvo los honores de la reimpresión, se comprenderá la poca importancia que tuvieron estos piadosos caprichos, sin duda porque la mayor parte de los lectores del siglo XVI opinaban con Cervantes y con el sentido común que los libros de pasatiempo «no tienen para qué predicar a ninguno, mezclando lo humano con lo divino, que es un genero de mezcla de quien no se ha de vestir ningun cristiano entendimiento».

En cambio, fué enorme, increíble aunque transitoria, la fortuna de los libros de caballerías profanos, y no es el menor enigma de nuestra historia literaria esta rápida y asombrosa popularidad, seguida de un abandono y descrédito tan completos, los cuales no pueden atribuirse exclusivamente al triunfo de Cervantes, puesto que a principios del siglo XVII ya estos libros iban pasando de moda y apenas se componía ninguno nuevo. Suponen la mayor parte de los que tratan de estas cosas que la literatura caballeresca alcanzó tal prestigio entre nosotros porque estaba en armonía con el temple y carácter de la nación y con el estado de la sociedad, por ser España la tierra privilegiada de la caballería. Ticknor llega a clasificar estos libros entre las producciones más genuinas de nuestra literatura popular, al lado de los romances, las crónicas y el teatro. Pero en todo esto hay evidente error, o si se quiere [p. 453] una verdad incompleta. La caballería heroica y tradicional de España, tal como en los cantares de gesta, en las crónicas, en los romances y aun en los mismos cuentos de don Juan Manuel se manifiesta, nada tiene que ver con el género de imaginación que produjo las ficciones andantescas. La primera tiene un carácter sólido, positivo y hasta prosaico a veces; está adherida a la historia, y aun se confunde con ella; se mueve dentro de la realidad y no gasta sus fuerzas en quiméricos empeños, sino en el rescate de la tierra natal y en lances de honra o de venganza. La imaginación procede en estos relatos con extrema sobriedad, y aun si se quiere con sequedad y pobreza, bien compensadas con otras excelsas cualidades, que hacen de nuestra poesía heroica una escuela de viril sensatez y reposada energía. Sus motivos son puramente épicos; para nada toma en cuenta la pasión del amor, principal impulso del caballero andante. Jamás pierde de vista la tierra, o por mejor decir, una pequeñísima porción de ella, el suelo natal, único que el poeta conocía. Para nada emplea lo maravilloso profano, y apenas lo sobrenatural cristiano. Compárese todo esto con la desenfrenada invención de los libros de caballerías; con su falta de contenido histórico; con su perpetua infracción de todas las leyes de la realidad; con su geografía fantástica; con sus batallas imposibles; con sus desvaríos amatorios, que oscilan entre el misticismo más descarriado y la más baja sensualidad; con su disparatado concepto del mundo y de los fines de la vida; con su población inmensa de gigantes, enanos, encantadores, hadas, serpientes, endriagos y monstruos de todo género, habitadores de ínsulas y palacios encantados; con sus despojos y reliquias de todas las mitologías y supersticiones del Norte y del Oriente, y se verá cuán imposible es que una literatura haya salido de la otra, que la caballería moderna pueda estimarse como prolongación de la antigua. Hay un abismo profundo, insondable, entre las gestas y las crónicas, hasta cuando son más fabulosas, y el libro de caballerías más sencillo que pueda encontrarse, el mismo Cifar o el mismo Tirante.

Ni la vida histórica de España en la Edad Media ni la primitiva literatura, ya épica, ya didáctica, que ella sacó de sus entrañas y fué expresión de esta vida, fiera y grave como ella, legaron elemento ninguno al género de ficción que aquí estudiamos. Queda [p. 454] ampliamente demostrado en el capítulo anterior que los grandes ciclos nacieron fuera de España, y sólo llegaron aquí después de haber hecho su triunfal carrera por toda Europa; y que al principio fueron tan poco imitados, que en más de dos centurias, desde fines del siglo XIII a principios del XVI, apenas produjeron seis o siete libros originales, juntando las tres literaturas hispánicas y abriendo la mano en cuanto a alguno que no es caballeresco más que en parte.

¿Cómo al alborear el siglo XVI, o al finalizar el XV, se trocó en vehemente afición el antiguo desvío de nuestros mayores hacia esta clase de libros, y se solazaron tanto con ellos durante cien años para olvidarlos luego completa y definitivamente?

Las causas de este hecho son muy complejas, unas de índole social, otras puramente literarias. Entre las primeras hay que contar la transformación de ideas, costumbres, usos, modales y prácticas caballerescas y cortesanas que cierta parte de la sociedad española experimentó durante el siglo XV, y aun pudiéramos decir desde fines del XIV: en Castilla, desde el advenimiento de la casa de Trastamara; en Portugal, desde la batalla de Aljubarrota, o mejor aún desde las primeras relaciones con la casa de Lancáster. Los proscritos castellanos que habían acompañado en Francia a don Enrique el Bastardo; los aventureros franceses e ingleses que hollaron ferozmente nuestro suelo, siguiendo las banderas de Duguesclín y del Príncipe Negro; los caballeros portugueses de la corte del Maestre de Avis, que en torno de su reina inglesa gustaban de imitar las bizarrías de la Tabla Redonda, trasladaron a la Península, de un modo artificial y brusco sin duda, pero con todo el irresistible poderío de la moda, el ideal de vida caballeresca, galante y fastuosa de las cortes francesas y anglonormandas. Basta leer las crónicas del siglo XV para comprender que todo se imitó: trajes, muebles y armaduras, empresas, motes, saraos, banquetes, torneos y pasos de armas. Y la imitación no se limitó a lo exterior, sino que trascendió a la vida, inoculando en ella la ridícula esclavitud amorosa y el espíritu fanfarrón y pendenciero; una mezcla de frivolidad y barbarie, de la cual el paso honroso de Suero de Quiñones en la Puente de Órbigo, es el ejemplar más célebre, aunque no sea el único. Claro es que estas costumbres exóticas no trascendían al pueblo; pero el contagio de la locura [p. 455] caballeresca, avivada por el favor y presunción de las damas, se extendía entre los donceles cortesanos hasta el punto de sacarlos de su tierra y hacerles correr las más extraordinarias aventuras por toda Europa. Sabido es lo que a propósito de esto dice Hernando del Pulgar en sus Claros Varones de Castilla: «Yo por cierto no vi en mis tiempos ni lei que en los pasados viniesen tantos caballeros de otros reinos e tierras extrañas a estos vuestros reinos de Castilla e de Leon, por facer armas a todo trance, como vi que fueron caballeros de Castilla a las buscar por otras partes de la cristiandad. Conosci al Conde don Gonzalo de Guzman e a Juan de Merlo; conosci a Juan de Torres e a Juan de Polanco, Alfaran de Vivero e a Mosen Pero Vazquez de Sayavedra, a Guetierre Quijada e a Mosen Diego de Valera, y oi decir de otros castellanos que con ánimo de caballeros fueron por los reinos extraños a facer armas con cualquier caballero que quisiese facerlas con ellos e por ellas ganaron honra para sí e fama de valientes y esforzados caballeros para los fijosdalgo de Castilla.» [1]

Los que tales cosas hacían tenían que ser lectores asiduos de libros de caballerías, y agotada ya la fruición de las novelas de la Tabla Redonda y de sus primeras imitaciones españolas, era natural que apeteciesen alimento nuevo, y que escritores más o menos ingeniosos acudiesen a proporcionárselo, sobre toda, después que la imprenta hizo fácil la divulgación de cualquier género de libros y comenzaron los de pasatiempo a reportar alguna ganancia a sus autores. Y como las costumbres cortesanas durante la primera mitad del siglo XV fueron en toda Europa una especie de prolongación de la Edad Media, mezclada de extraño y pintoresco modo con el Renacimiento italiano, no es maravilla que los príncipes y grandes señores, los atildados palaciegos, los mancebos que se preciaban de galanes y pulidos, las damas encopetadas y redichas que les hacían arder en la fragua de sus amores, se mantuviesen fieles a esta literatura, aunque por otro lado platonizasen y petrarquizasen de lo lindo.

Creció, pues, con viciosa fecundidad la planta de estos libros, que en España se compusieron en mayor número que en ninguna parte, por ser entonces portentosa la actividad del genio nacional [p. 456] en todas sus manifestaciones, aun las que parecen más contrarias a su índole. Y como España comenzaba a imponer a Europa su triunfante literatura, el público que esos libros tuvieron no se componía exclusiva ni principalmente de españoles, como suelen creer los que ignoran la historia, sino que casi todos, aun los más detestables, pasaron al francés y al italiano, y muchos también al inglés, al alemán y al holandés, y fueron imitados de mil maneras hasta por ingenios de primer orden, y todavía hacían rechinar las prensas cuando en España nadie se acordaba de ellos, a pesar del espíritu aventurero y quijotesco que tan gratuitamente se nos atribuye.

Porque el influjo y propagación de los libros de caballerías no fué un fenómeno español, sino europeo. Eran los últimos destellos del sol de la Edad Media próximo a ponerse. Pero su duración debía ser breve, como lo es la del crepúsculo. A pesar de apariencias engañosas no representaban más que lo externo de la vida social; no respondían al espíritu colectivo, sino al de una clase, y aun éste lo expresaban imperfectamente. El Renacimiento había abierto nuevos rumbos a la actividad humana; se había completado el planeta con el hallazgo de nuevos mares y de nuevas tierras; la belleza antigua, inmortal y serena, había resurgido de su largo sueño, disipando las nieblas de la barbarie; la ciencia experimental comenzaba a levantar una punta de su velo; la conciencia religiosa era teatro de hondas perturbaciones, y media Europa lidiaba contra la otra media. Con tales objetos para ocupar la mente humana, con tan excelsos motivos históricos como el siglo XVI presentaba ¿cómo no habían de parecer pequeñas en su campo de acción, pueriles en sus medios, desatinadas en sus fines, las empresas de los caballeros andantes? Lo que había de alto y perenne en aquel ideal necesitaba regeneración y transformación; lo que había de transitorio se caía a pedazos, y por sí mismo tenía que sucumbir, aunque no viniesen a acelerar su caída ni la blanda y risueña ironía del Ariosto, ni la parodia ingeniosa y descocada de Teófilo Folengo, ni la cínica y grosera caricatura de Rabelais, ni la suprema y trascendental síntesis humorística de Cervantes.

Duraban todavía en el siglo XVI las costumbres y prácticas caballerescas, pero duraban como formas convencionales y vacías de contenido. Los grandes monarcas del Renacimiento, los [p. 457] sagaces y expertos políticos adoctrinados con el breviario de Maquiavelo no podían tomar por lo serio la mascarada caballeresca. Francisco I y Carlos V, apasionados lectores del Amadís de Gaula uno y otro, podían desafiarse a singular batalla, pero tan anacrónico desafío no pasaba de los protocolos y de las intimaciones de los heraldos ni tenía otro resultado que dar ocupación a la pluma de curiales y apologistas. En España los duelos públicos y en palenque cerrado habían caído en desuso mucho antes de la prohibición del Concilio Tridentino; el famoso de Valladolid en 1522, entre don Pedro Torrellas y don Jerónimo de Ansa, fué verdaderamente el postrer duelo de España. Continuaron las justas y torneos, y aun hubo cofradías especiales para celebrarlos, como la de San Jorge en Zaragoza, pero aun en este género de caballería recreativa y ceremoniosa se observa notable decadencia en la segunda mitad del siglo, siendo preferidos los juegos indígenas de cañas, toros y jineta, que dominaron en el siglo XVII. Fuera de España, los antiguos ejercicios caballerescos eran tenidos en más estimación y ejercitados más de continuo. Recuérdese, por ejemplo, el torneo en que sucumbió el rey Enrique II de Francia (1559). ¿Y quién no recuerda en el minucioso y ameno relato del Felicísimo viaje de nuestro príncipe don Felipe a los estados de Flandes, que escribió en 1552 Juan Cristóbal Calvete de Estrella, la descripción de los torneos de Bins, en que tomó parte el mismo príncipe, y de las fiestas en que fueron reproducidas como en cuadros vivos varias aventuras de un libro de caballerías que pudo ser el de Amadís de Grecia, si no me engaño?

Pero aunque todo esto tenga interés para la historia de las costumbres, en la historia de las ideas importa poco. La supervivencia del mundo caballeresco era de todo punto ficticia. Nadie obraba conforme a sus vetustos cánones: ni príncipes, ni pueblos. La historia actual se desbordaba de tal modo, y era tan grande y espléndida, que forzosamente cualquiera fábula tenía que perder mucho en el cotejo. Lejos de creer yo que tan disparatadas ficciones sirviesen de estímulo a los españoles del siglo XVI para arrojarse a inauditas empresas, creo, por el contrario, que debían de parecer muy pobre cosa a los que de continuo oían o leían las prodigiosas y verdaderas hazañas de los portugueses en la India y de los castellanos en todo el continente de América y en las [p. 458] campañas de Flandes, Alemania e Italia. La poesía de la realidad y de la acción, la gran poesía geográfica de los descubrimientos y de las conquistas, consignada en páginas inmortales por los primeros narradores de uno y otro pueblo, tenia que triunfar antes de mucho de la falsa y grosera imaginación que combinaba torpemente los datos de esta ruda novelística.

Y si tal distancia había entre el mundo novelesco y el de la historia, ¡cuán inmensa no debía de ser la que le separase del mundo espiritual y místico en que florecen las esperanzas inmortales! Por inconcebible que parezca, se ha querido establecer analogía, si no de pensamiento, de procedimientos, entre la literatura caballeresca y nuestra riquísima literatura ascética, dando por supuesto que la una representaba nuestro espíritu aventurero en lo profano y la otra en lo sagrado. Hechos mal entendidos, sacados de quicio y monstruosamente exagerados, han servido para apoyar tan absurda hipótesis. Grima da, por ejemplo, ver al erudito y laborioso Ticknor comparar, con el criterio protestante más adocenado, los milagros de la Iglesia Católica con las patrañas de los libros de caballerías, y suponer que la fe implícita que se prestaba a los unos preparaba el ánimo para la credulidad con que se acogían los otros. Los libros de caballerías se leían por pasatiempo, como leemos Las mil y una noches, como se han leído todas las novelas del mundo, sin que nadie creyese una palabra de lo que en ellos se contenía, salvo algún loco como Don Quijote o sus prototipos el clérigo que conoció Melchor Cano y el caballero andaluz de que habló Alonso de Fuentes. [1] Toda Europa los leía con la misma fruición, y todo, absolutamente todo el material romántico de estas ficciones procede de Francia y de Inglaterra. Las oscuras supersticiones en que se funda la parte fantástica de [p. 459] los libros de caballerías son indígenas de ambas Bretañas; aquí no tenían sentido, ni eran más que una imitación literaria para solaz de gente desocupada. Ni España ni la Iglesia tienen que responder de tales aberraciones, que eran del gusto, no de la creencia. ¿Ni qué significa que el futuro San Ignacio de Loyola fuese, como todos los caballeros jóvenes de su tiempo, «muy curioso y amigo de leer libros profanos de caballerías», y que en la convalecencia de su herida los pidiera para distraerse? ¿Por ventura aprendería en Amadís de Gaula el secreto de la organización de la Compañía, que es a los ojos de sus más encarnizados enemigos un dechado de prudencia humana o (como ellos quieren) de astucia rnaquiavélica, y para cualquier espíritu imparcial un portento de sabia disciplina y de genio práctico; lo más contrario, en suma, que puede haber a todo género de ilusiones y fantasías aun en el campo teológico? ¿Qué significa tampoco que Santa Teresa leyera en su niñez libros de caballerías, siguiendo el ejemplo de su madre, [1] y aun que llegara a componer uno en colaboración con su hermano, según refiere su biógrafo el Padre Ribera? [2] Curiosa es la noticia, pero ¿quién va a creer sin notoria simpleza, que de tales fuentes brotase la inspiración mística de la Santa, ni siquiera su regalado y candoroso estilo, el más personal que hubo en el mundo? Del que no sepa distinguir entre las Moradas y Don Florisel de Niquea, bien puede creerse que carece de todo paladar crítico.

[p. 460] Aparte de las razones de índole social que explican el apogeo y menoscabo de la novela caballeresca, hay otras puramente literarias que conviene dilucidar. Pues ¿a quién no maravilla que en la época más clásica de España, en el siglo espléndido del Renacimiento, que con razón llamamos de oro, cuando florecían nuestros más grandes pensadores y humanistas; cuando nuestras escuelas estaban al nivel de las más cultas de Europa y en algunos puntos las sobrepujaban; cuando la poesía lírica y la prosa didáctica, la elocuencia mística, la novela de costumbres y hasta el teatro, robusto desde su infancia, comenzaban a florecer con tanto brío; cuando el palacio de nuestros reyes y hasta las pequeñas cortes de algunos magnates eran asilo de las buenas letras, fuese entretenimiento común de grandes y pequeños, de doctos e indoctos, la lección de unos libros que, exceptuados cuatro o cinco que merecen alto elogio, son todos como los describió Cervantes; «en el estilo duros, en las hazañas increibles, en los amores lascivos, en las cortesias mal mirados, largos en las batallas, necios en las razones, disparatados en los viajes y, finalmente, dignos de ser desterrados de la republica cristiana como gente inutil»? «No he visto ningun libro de caballerías (dice el canónigo de Toledo en el mismo pasaje) que haga un cuerpo de fábula entero con todos sus miembros, de manera que el medio corresponda al principio y el fin al principio y al medio, sino que los componen con tantos miembros, que más parece que llevan intención a formar una quimera o un monstruo que a hacer una figura proporcionada... y puesto que el principal intento de semejantes libros sea el deleitar, no sé yo cómo puedan conseguirlo yendo llenos de tantos y tan desaforados disparates... Pues ¿qué hermosura puede haber... en un libro o fábula donde un mozo de diez y seis años da una cuchillada a un gigante como una torre, y le divide en dos mitades como si fuera de alfeñique? Y ¿qué cuando nos quieren pintar una batalla después de haber dicho que hay de la parte de los enemigos un millón de combatientes? Como sea contra ellos el señor del libro, forzosamente, mal que nos pese, habremos de entender que el tal caballero alcanzó la vitoria por solo el valor de su fuerte brazo. Pues ¿qué diremos de la facilidad con que una Reina o Emperatriz heredera se conduce en los brazos de un andante y no conocido [p. 461] caballero? ¿Qué ingenio, si no es del todo bárbaro e inculto, podrá contentarse leyendo que una gran torre llena de caballeros va por la mar adelante como nave con próspero suceso, y hay anochece en Lombardía y mañana amanece en tierras del Preste Juan de las Indias o en otras que ni las describió Tolomeo ni las vió Marco Polo?»

¿Cómo es posible que tan bárbaro y grosero modo de novelar coexistiese en una civilización tan adelantada? Y no era el ínfimo vulgo quien devoraba tales libros, que, por lo abultados y costosos, debían ser inasequibles para él; no eran tan sólo los hidalgos de aldea, como Don Quijote: era toda la corte, del Emperador abajo, sin excluir a los hombres que parecían menos dispuestos a recibir el contagio. El místico reformista conquense Juan de Valdés, uno de los espíritus más finos y delicados, y uno de los más admirables prosistas de la literatura española; Valdés, helenista y latinista, amigo y corresponsal de Erasmo, catequista de augustas damas, maestro de Julia Gonzaga y de Victoria Colonna, después de decir en su Diálogo de la lengua que los libros de caballerías, quitados el Amadís y algún otro, «a más de ser mentirosisimos, son tan mal compuestos, asi por dezir las mentiras muy desvergonzadas como por tener el estilo desbaratado, que no hay buen estomago que los pueda leer», confiesa a renglón seguido que él los había leídos todos. «Diez años, los mejores de mi vida, que gasté en Palacios y Cortes, no me empleé en ejercicio más virtuoso que en leer estas mentiras, en las cuales tomaba tanto sabor, que me comia las manos tras ellas. Y mirad qué cosa es tener el gusto estragado, que si tomaba un libro de los romanzados de latin, que son de historiadores verdaderos, o a lo menos que son tenidos por tales, no podia acabar conmigo de leerlos». [1]

La explicación de este fenómeno parece muy llana. Tiene la novela dos aspectos: uno literario y otro que no lo es. Puede y debe ser obra de arte puro, pero en muchos casos no es más que obra de puro pasatiempo, cuyo valor estético puede ser ínfimo. Así como de la historia dijeron los antiguos que agradaba escrita de cualquier modo, así la novela cumple uno de sus fines, sin duda el menos elevado, cuando excita y satisface el instinto [p. 462] de curiosidad, aunque sea pueril; cuando prodiga los recursos de la invención, aunque sea mala y vulgar; cuando nos entretiene con una maraña de aventuras y casos prodigiosos, aunque estén mal pergeñados. Todo hombre tiene horas de niño, y desgraciado del que no las tenga. La perspectiva de un mundo ideal seduce siempre, y es tal la fuerza de su prestigio, que apenas se concibe al género humano sin alguna especie de novelas o cuentos, orales o escritos. A falta de los buenos se leen los malos, y este fué el caso de los libros de caballerías en el siglo XVI y la razón principal de su éxito.

Apenas había otra forma de ficción fuera de los cuentos cortos italianos de Boccaccio y sus imitadores . Las novelas sentimentales y pastoriles eran muy pocas, y tenían todavía menos interés novelesco que los libros de caballerías, siquiera los aventajasen mucho en galas poéticas y de lenguaje. Todavía escaseaban más las tentativas de novela histórica, género que, por otra parte, se confundió con el de caballerías en un principio. De la novela picaresca o de costumbres apenas hubo en toda aquella centuria más que dos ejemplares, aunque excelentes y magistrales. La primitiva Celestina (que en rigor no es novela, sino drama) era leída y admirada aun por las gentes más graves, que se lo perdonaban todo en gracia de su perfección de estilo y de su enérgica representación de la vida; pero sus continuaciones e imitaciones, más deshonestas que ingeniosas, no podían ser del gusto de todo el mundo, por muy grande que supongamos, y grande era en efecto, la relajación de las costumbres y la licencia de la prensa. Quedaron, pues, los Amadís y Palmerines por únicos señores del campo. Y como la misma, y aun mayor penuria de novelas originales se padecía en toda Europa, ellos fueron los que dominaron enteramente esta provincia de las letras por más de cien años.

Por haber satisfecho conforme al gusto de un tiempo dado necesidades eternas de la mente humana, aun de la más inculta, triunfó de tan portentosa manera este género literario y han triunfado después otros análogos. Las novelas seudohistóricas, por ejemplo, de Alejandro Dumas y de nuestro Fernández y González, son, por cierto, más interesantes y amenas que los Floriseles, Belianises y Esplandianes; pero libros de caballerías son también, [p. 463] adobados a la moderna; novelas interminables de aventuras belicosas y amatorias, sin más fin que el de recrear la imaginación. Todos las encuentran divertidas, pero nadie las concede un valor artístico muy alto. Y sin embargo, Dumas el viejo tuvo en su tiempo, y probablemente tendrá ahora mismo, más lectores en su tierra que el coloso Balzac, e infinitamente más que Mérimée, cuyo estilo es la perfección misma. La novela-arte es para muy pocos; la novela-entretenuniento está al alcance de todo el mundo, y es un goce lícito y humano, aunque de orden muy inferior.

La verdadera razón del hechizo con que prendían la imaginación estas ficciones la declara perfectamente Fr. Luis de Granada en su Introducción al Símbolo de la Fe: «Agora querria preguntar a los que leen libros de caballerias fingidas y mentirosas ¿qué les mueve a esto? Responderme han que entre todas las obras humanas que se pueden ver con ojos corporales, las más admirables son el esfuerzo y fortaleza. Porque como la muerte sea (segun Aristoteles dice) la ultima de las cosas terribles y la cosa más aborrecida de todos los animales, ver un hombre despreciador y vencedor deste temor tan natural causa grande admiracion en los que esto ven. De aqui nace el concurso de gentes para ver justas y toros y desafios y cosas semejantes, por la admiracion que estas cosas traen consigo, la cual admiracion (como el mismo filosofo dice) anda siempre acompañada con deleite y suavidad. Y de aqui tambien nace que los blasones e insignias de las armas de los linajes comunmente se toman de las obras señaladas de fortaleza y no de alguna otra virtud. Pues esta admiracion es tan comun a todos y tan grande, que viene a tener lugar, no sólo en las cosas verdaderas, sino también en las fabulosas y mentirosas, y de aqui nace el gusto que muchos tienen de leer estos libros de caballerias fingidas... acompañadas con muchas deshonestidades con que muchas mujeres locas se envanecen, pareciendoles que no menos merecian ellas ser servidas que aquellas por quien se hicieron tan grandes proezas y notables hechos en armas». [1]

Por haber hablado, pues de armas y de amores, materia siempre grata a mancebos enamorados y a gentiles damas, cautivaron [p. 464] a su público estos libros, sin que fuesen obstáculo su horrible pesadez, sus repeticiones continuas, la tosquedad de su estructura, la grosera inverosimilitud de los lances y todos los enormes defectos que hacen hoy intolerable su lectura. Pero es claro que esta ilusión no podía mantenerse mucho tiempo; la vaciedad de fondo y forma que había en toda esta literatura no podía ocultarse a los ojos de ningún lector sensato, en cuanto pasase el placer de la sorpresa. La generación del tiempo de Felipe II, más grave y severa que los contemporáneos del Emperador, comenzaba a hastiarse de tanta patraña insustancial y mostraba otras predilecciones literarias, que acaso pecaban de austeridad excesiva. La historia, la literatura ascética, la poesía lírica, dedicada muchas veces a asuntos elevados y religiosos, absorbían a nuestros mayores ingenios. Con su abandono se precipitó la decadencia del género caballeresco, al cual sólo se dedicaban ya rapsodistas oscuros y mercenarios.

Nunca faltaron, sin embargo, a estos libros aficionados y aun apologistas muy ilustres. Pero si bien se mira, todos ellos hablan, no de los libros de caballerías tales como son, sino de lo que podían o debían ser, y en este puro concepto del género, es claro que tienen razón. Así Lope de Vega, acaso por llevar la contra a Cervantes, habla de ellos con cierta estimación en la dedicatoria que hizo de su comedia El Desconfiado al maestro Alonso Sánchez, catedrático de hebreo en Alcalá: «Riense muchos de los libros de caballerias, señor maestro, y tienen razon si los consideran por la exterior superficie; pues por la misma serian algunos de la antigüedad tan vanos e infructuosos como el Asno de Oro de Apuleyo, el Metamorfoseos de Ovidio y los Apologos del moral filosofo; pero penetrando los corazones de aquella corteza, se hallan todas las partes de la filosofia, es a saber: natural, racional y moral. La mas comun accion de los caballeros andantes, como Amadis, El Febo, Esplandian y otros, es defender cualquiera dama por obligacion de caballerias, necesitada de favor, en bosque, selva, montaña o encantamiento.» [1]

Pero quien hizo, a mi juicio, más hábil defensa de estos libros [p. 465] fué el ingenioso portugués Francisco Rodríguez Lobo en el primero de los diálogos, que tituló Corte em Aldeia e Noites de inverno. Uno de los interlocutores del diálogo sostiene la superioridad de las historias fabulosas sobre las verdaderas, aplicando la doctrina de Aristóteles sobre la ventaja que la poesía lleva a la historia. «En el libro fingido cuentanse las cosas como era bien que fuesen y no como sucedieron, y asi son más perfectas; describese el caballero como era bien que los hubiese, las damas cuán castas, los reyes cuán justos, los amores cuán verdaderos, los extremos cuán grandes, las leyes, las cortesías, el trato tan conforme con la razon. Y assi no leereis libro en el cual no se destruyan soberbios, favorezcan humildes, amparen flacos, sirvan doncellas, se cumplan las palabras, guarden juramentos y satisfagan buenas obras. Vereis que las damas andan por los caminos sin que haya quien las ofenda, seguras en su virtud propia y en la cortesia de los caballeros andantes. En cuanto al retrato y ejemplo de la vida, mejor se coge de lo que un buen entendimiento trazó y siguio con mucho tiempo de estudio, que en el succeso que a veces se alcanzó por mano de la ventura, sin que la diligencia ni ingenio pusiesen algo de su caudal.» [1]

Evidentemente, aquí se habla del libro de caballerías posible, no del actual, como no nos remontemos al Amadís, único y solo a quien cuadran en parte estos elogios. No difiere mucho de este ideal novelístico el plan de un poema épico en prosa que expuso Cervantes por boca del canónigo, mostrando con tan hermosas razones que estos libros daban largo y espacioso campo para que un buen entendimiento pudiese mostrarse en ellos. Este ideal se vió realizado cuando el espíritu de la poesía caballeresca, nunca enteramente muerto en Europa, se combinó con la adivinación arqueológica, con la nostalgia de las cosas pasadas y con la observación realista de las costumbres tradicionales próximas a perecer, y engendró la novela histórica de Walter Scott, que es la más noble y artística descendencia de los libros de caballerías.

Pero Walter Scott y todos los novelistas modernos no son más [p. 466] que epigonos respecto de aquel patriarca del género, que tiene entre sus innumerables excelencias la de haber reintegrado el elemento épico que en las novelas caballerescas yacía soterrado bajo la espesa capa de la amplificación bárbara y desaliñada. La obra de Cervantes, como he dicho en otra parte, no fué de antítesis, ni de seca y prosaica negación, sino de purificación y complemento. No vino a matar un ideal, sino a transfigurarle y enaltecerle. Cuanto había de poético, noble y humano en la caballería, se incorporó en la obra nueva con más alto sentido. Lo que había de quimérico, inmoral y falso, no precisamente en el ideal caballeresco, sino en las degeneraciones de él, se disipó como por encanto ante la clásica serenidad y la benévola ironía del más sano y equilibrado de los ingenios del Renacimiento. Fué, de este modo, el Quijote el último de los libros de caballerías, el definitivo y perfecto, el que concentró en un foco luminoso la materia poética difusa, a la vez que elevando los casos de la vida familiar a la dignidad de la epopeya, dió el primero y no superado modelo de la novela realista moderna.

Notas

[p. 293]. [1] . Propiamente lo que dice Cervantes es que fué el primero que se imprimió, y esto todavía parece más dudoso, porque del Amadís no se conoce edición anterior a 1508. Los dos libros de caballerías más antiguos que hasta ahora conocen los bibliógrafos, son el Tirant lo Blanch, de Valencia (año 1490), y el Baladro del sabio Merlín, de Burgos (1498).

[p. 293]. [2] . Crónica del muy esforçado y esclarecido cavallero Cifar nuevamente impresa. En la qual se cuentan sus famosos fechos de cauallería. Por los quales e por sus muchas e buenas virtudes vino a ser rey del reyno de Menton. Assi mesmo en esta hystoria se contiene muchas e catholicas doctrinas e buenos enxemplos: assi para caualleros como para las otras personas de cualquier estado. Y esso mesmo se cuentan los señalados fechos en caualleria de Garfin, e Roboan hijos dd cauallero Cifar. En especial se cuenta la historia de Roboan, el qual fue tal cauallero que vino a ser emperador del imperio de Tigrida (Al fin). «Fue impressa esta presente historia en Seuilla por Jacobo Cromberger, aleman. E acabose a IX dias del mes de Junio año de mill. d. e xii años. Fol., 100 hojas a dos columnas, letra de Tortis. Valiéndose del ejemplar probablemente único que de esta novela posee la Biblioteca Nacional de París, la reimprimió Enrique Michelant, en Tubinga, 1872 (tomo 112 de la Bibliothek des Litterarischen Vereins de Stuttgart). Pero esta reimpresión salió incorrectísima, en tal grado que parece que el editor ignoraba la lengua castellana y ni siquiera sabía disolver las abreviaturas. A cada paso se tropieza con formas tan monstruosas como muchon por mucho, fechon por fecho y otros desatinos semejantes. Esperamos que el señor Wagner publique pronto una edición crítica y esmerada de tan importante texto.

[p. 294]. [1] . Véase la descripción del primero en el Catalogue des Manuscrits espagnols de la Bibliothèque Nationale de Paris de A. Morel-Fatio (n.º 615). El de nuestra Biblioteca Nacional procede de la de Osuna. Sobre la relación entre los tres textos, véase a Wagner en la memoria que citaré inmediatamente.

[p. 295]. [1] . The Sources of el Cauallero Cifar (Revue Hispanique, tomo X, 1903).

[p. 296]. [1] . A las obras allí citadas sobre este argumento, debe añadirse un curioso poema del siglo XVIII: «EI Eustaquio o la Religión Laureada. Poema Épico por el P. Fr. Antonio Montiel, Lector jubilado en su provincia de Menores Observantes de Granada. Málaga, 1796. 2 tomos.

[p. 301]. [1] . En su precioso estudio sobre la leyenda del marido de dos mujeres no menciona Gastón París (La Poésie du Moyen Age, 2.ª  ser., 1885, pp. 109 y siguientes) la versión del Cifar.

[p. 302]. [1] . Vid. Knust, Dos obras didácticas y dos leyendas, p. 109.

[p. 307]. [1] . Omnes praefatas urbes, quasdam scilicet sine pugna, quasdam vero cum magno bello et maxima arte, Karolus tunc acquisivit, praeter praefatam Lucernam, urbem munitam, quae est in valle viridi, quam capere usque ad ultimum nequivit. Novissime vero venit ad eam et obsedit eum, et sedit circa eam quatuor mensium spatio, et facta prece Deo et Sancto Jacobo ceciderunt muri eius, et est deserta usque in hodiernum diem.

(Véase el comentario geográfico que sobre este pasaje hace Dozy en la tercera edición de sus Recherches, II, 384-385).

[p. 310]. [1] . Sobre las diferencias entre ambas versiones, vide G. París , Le Lai de l'Oiselet (Légendes du Moyen-Age, p. 225).

[p. 314]. [1] . En su reseña de la literatura española, publicada en la colección de Gröber (Grundiss der romanischen Philologie, II, pp. 416 y 439, Stsasburgo, 1898), Baist es el primer crítico que ha hecho plena justicia al Cifar, aunque algo había dicho el Conde de Puymaigre en La Cour Litéraire de Don Juan II (París, 1873, tomo I, p. 81).

[p. 315]. [1] . Los quatro libros del virtuoso cauallero Amadis de Gaula: Complidos. Colofón: «Acabanse los quatro libros... Fueron emprimios en la muy noble y muy Ieal ciudad de Çaragoça: por George Coci, Aleman... mil y quinientos y ocho años.» Fol. gót.

El ejemplar que pasa por único de esta edición, desconocida hasta que en 1872 fué descubierta en Ferrara y adquirida por el barón Seillière en 10.000 francos, fué anunciado por el librero de Londres Quaritch, en su Catálogo de febrero de 1895, en 200 libras esterlinas. Ignoro quién sea su poseedor actual.

La edición de Salamanca, de 1510, es hipotética. No así la de Sevilla, año 1511, citada en el Registrum de don Fernando Colón.

Para las restantes, véase el catálogo de Gayangos, tal como lo reimprimió adicionado en el tomo I del Ensayo de Gallardo.

La más estimada por la corrección del texto es la de Venecia:

Los quatro libros de Amadis de Gaula nueuamete impressos e hystoriados. 1533.

(Al fin.) «Acabanse aquí los quatro libros del esforçado e muy virtuoso cauallero Amadis de Gaula, fijo del rey Perion y de la reyna Elisena en los quales se fallan muy por estenso las grades aventuras y terribles batallas que en sus tiepos por el se acabaron e vencieron, e por otros muchos caualleros assi de su linaje como amigos suyos. El qual fue impresso en la muy ínclita y singular ciudad de Venecia por maestro Juan Antonio de Sabia, impressor de libros a las espensas de M. Jua Batista Pedrezano e copano, mercadante de libros. Está al pie del puete de Rialto, e tiene por enseña una torre. Acabose en el año de MDXXXIII, a dias siete del mes de Setiembre... Fue reuisto, corrigiedolo de las letras que trocadas de los impressores era por el Vicario del ualle de Cabeçuela Fracisco Delicado, natural de la peña de Martos.»

Las últimas ediciones antiguas del Amadís que citan los bibliógrafos son la de Sevilla, 1586, y la de Burgos, 1587. Modernamente ha sido reimpreso tres veces (Madrid, 1838; Barcelona, 1847-1848, en el Tesoro de Autores ilustres, de Oliveres; Madrid, 1857, en la colección de Rivadeneyra siguiendo el texto de la edición veneciana). [Cf. Ad. Vol, II.]

[p. 317]. [1] . Los que niegan a Montalvo la paternidad del libro cuarto, entienden que esta declaración se refiere sólo al Esplandián; pero la gramática no lo tolera, puesto que visto concierta con libro y no con Sergas.
[p. 317]. [2] . Basta leer estos versos (Cancionero de Baena, edición de Leipzig, tomo II, p. 320) para convencerse de que se refieren a Enrique II y no a Enrique III, como han supuesto algunos; Enrique II es el que guerreó treinta años continuos, el que murió de cincuenta y cinco años, el que estuvo casado con la reina doña Juana, el que dejó a su hijo casado con una infanta de Aragón. Nada de esto cuadra a Don Enrique el Doliente.

[p. 320]. [1] . En la novela catalana de Curial y Guelfa, que pertenece probablemente a la segunda mitad del siglo XV, se cita (pág. 498) a Amadís y Oriana entre los famosos amadores, juntamente con Píramo y Tisbe, Flores y Blanca Flor, Tristán e Isolda, Lanzarote y Ginebra, Frondino y Brissona, Fedra e Hipólito, Aquiles y Pirro, Troilo y Briseyda, Paris y Viana.

Los primeros trovadores portugueses que citan el Amadís son Nuño Pereira y Francisco de Silveira, que en 1482 sostuvieron con otros poetas en los palacios de Santarem el certamen de Cuidar y suspirar, con que empieza el Cancionero de Resende (tomo I de la edición de Stuttgart, páginas 7-14):

       Se o disesse Oryana
       
E Iseu allegar posso...
       Alegays-me vos Iseu
       E Oriana com ella,
       E falays no cuidar seu,
       Como que nunca ly eu
       Sospirar Tristán por ella...

[p. 320]. [2] . En la Crónica del rey Don Rodrigo, que Pedro del Corral compuso por los años de 1443, hay evidentes imitaciones del Amadís.

[p. 320]. [3] . Amador de los Ríos, Sevilla Pintoresca, 1844, p. 236.

[p. 321]. [1] . Diccionario histórico de los profesores de las Bellas Artes en España, por don Juan Agustín Cean Bermúdez, Madrid, 1800, t. V, p. 299.

El mismo Cean Bermúdez, en su Carta sobre la pintura de la escuela sevillana (Cádiz, 1806, p. 19), da esta definición de la palabra sargas: «Llamaban sargas a unos lienzos crudos, en los que, sin aparejo alguno, usaban de colores bien molidos con agua, y que después de secos mezclaban con agua cola o con agua de engrudo, sirviéndoles de blanco el yeso muerto.»

[p. 322]. [1] . «Estas cousas diz o Commentador, que primeiramente esta Istoria ajuntou eoscreveo, vao assy escriptas pela mais cha maneira... jaa sea que muitos auctores cubiçosos de alargar suas obras, forneciam seus livros recontando tempos, que os Principes passavam em convites, e assy de festas e jogos, e tempos alegres, de que se nem seguia outra cousa se nom a deleitança d'elles mesmos, assi como som os primeiros feitos de Ingraterra, que se chamava Gram Bratanha, e assi o Liuro d'Amadis, como que somente este fosse feito a prazer de um homem, que se chamava Vasco de Lobeira, em tempo d' el Rei Dom Fernando, sendo todas las cousas do dito livro fingidas do autor» (Cap. LXIII).

(Collecçao de libros ineditos de historia portugueza... publicados de orden da Academia Real das Sciencias de Lisboa, por José Corrêa da Serra, t. II, Lisboa, 1792, p. 422.)

[p. 322]. [2] . Kritischer Versuch über den Roman Amadis van Gallien, von Dr. Ludwig Braunfels, Leipzig, 1876. Sobre esta obra publicó un elegante artículo don Juan Valera en La Academia (1877), el cual fué reproducido en sus Disertaciones y juicios literarios (Madrid, 1878), pp. 319-347.

Entre los trabajos anteriores al de Braunfels merece especial consideración la tesis doctoral de Eugenio Baret: De l'Amadis de Gaule et de son influence sur les moeurs et la littérature au XVIe et au XVIIe siècle, d'après la version espagnole de Garcia Ordonez de Montalvo, avec une notice bibliographique, la seule complète, de la suite des «Amadis». (París, 1853. Cf. la recensión de Teodoro Müller en los Götting. gelehert. Anzeigen, 1854). [Cf. Ad. vol. II.]

Wof cita con grande elogio las observaciones bibliográficas de Adalberto de Keller en su esmerada edición del primer libro del Amadis alemán (Stuttgart, 1857, 8.º). No la conozco.

[p. 324]. [1] . Ms. A-6-2 de la Biblioteca Pública de Lisboa, citado por Teófilo Braga, Amadis de Gaula, página 203.

[p. 324]. [2] . El diplomático brasileño F. A. Varnhagen, en su insustancial ensayo Da litteratura dos livros de cavallarias, estudo breve e consciencioso (Viena, 1872), todavía tuvo valor para atribuir al infante Don Alfonso y a Vasco de Lobeira estos sonetos, enmendando la plana al hijo de Ferreira y mostrando desconocer de todo punto la historia de las formas métricas en el Parnaso peninsular (p. 62).

[p. 325]. [1] . «Os dous sonetos que vao ao fol. 24 fez meu pay na linguagem que se costumava neste Reyno en tempo del Rey Don Denis, que he a mesma em que foi composta a hístoria de Amadis de Gaula por Vasco de Lobeira, natural da cidade do Porto, cujo original anda na casa de Aveiro. Divulgaraose em nome do Inffante Don Affonso, filho primogenito del Rey Don Dinis, por qua mal este princepe recebera (como se ve da mesma historia) ser a fermosa Briolanja em seus amores maltratada» (Poemas Lusitanos, hoja 4.ª sin numerar).

[p. 326]. [1] . Historia das Novellas Portuguesas de Cavalleria, por Theophilo Braga. Formaçao do Amadis de Gaula. Porto, 1873, p. 227. Hay del mismo autor otros tres escritos sobre el origen portugués del Amadís, coleccionados en sus Questoes da litteratura e arte portugueza (Lisboa, sin año, pp. 98-122). En el segundo replica a la impugnación de Braunfels; en el tercero estudia la canción de Leonoreta, sobre la cual le llamó la atención Ernesto Monaci.

[p. 326]. [2] . La traducción latina de los Diálogos de Medallas es de Andrés Scotto. En el original castellano dice Antonio Agustín: «A los quales doy yo en esto tanto crédito como a Amadis de Gaula, el qual dizen los portugueses que lo compiló Vasco Lobera.» Y replica el otro interlocutor: «Esse es otro secreto que pocos lo saben» (Antonii Augustini Archiepiscopi Tarraconensis, Opera Omnia, Luca, 1774, t. VIII, pp. 23-24).

[p. 327]. [1] . «Y Don Hernando, segundo duque de Berganza (nieto del rey Don Alonso de Portugal, de donde aquella Real Casa salió, y rebisabuelo del gran Príncipe, duque Don Teodosio II, que hoy es), también como los demás fué escritor, que escribió a Amadis de Gaula, como lo supe yo de aquella Real Casa y de su Alteza la señora doña Catalina su biznieta; y bien creo yo que tan alta y generosa composición había de ser de buena casta, que hombre rudo no pudo hacerla; y así me alegré de lo saber, como fabulosamente el mismo Doncel del Mar de se hallar hijo del Rey» (Memorial Histórico Español, t. XI, Madrid, 1859, p. 141).

[p. 327]. [2] . Acaso Lope recordaba confusamente que el Palmerín de Oliva y el Primaleón habían sido escritos por una dama, aunque no era portuguesa, sino de Ciudad-Rodrigo.

[p. 327]. [3] . «E por seu mandado trasladou de frances em a nossa lingua Pero Lobeiro (sic), Tabaliao d'Elvas, o livro de Amadis que (a parecer de varoes doctos) he o melhor que saiu a luz de fabulosas historias». (A giolog. Lusit., tomo I, p. 410, Lisboa, 1652). Apud T, Braga, Amadís de Gaula, 189.

[p. 328]. [1] . En un artículo de la Quarterly Review citado por Baret, De l'Amadis, página 35, y por Gayangos en su Discurso preliminar sobre los libros de Caballerías (p. XXIV).

[p. 335]. [1] . Lais de Bretanha, p. 27.

[p. 335]. [2] . Grundriss, de Gröber, II b, pp. 416-438-441.

[p. 337]. [1] . Studien zur Geschichte der Spanischen und Portugiesischen Nationallitteratur, Berlín, 1859, p. 174 y ss. En la traducción castellana de Unamuno, t. I, p. 197 y ss.

[p. 337]. [2] . Baret quiere derivar este nombre del bretón Lych-warch.

 

[p. 338]. [1] . Aun en esta parte no le abandona la graciosa castidad de su estilo. Pero es evidente que aquel célebre pasaje del lib. I, cap. XXXV: «Assi que se puede bien decir que en aquella verde yerba, encima de aquel manto, más por gracia y comedimiento de Oriana que por la desenvoltura ni osadía de Amadís, fue fecha dueña la más fermosa doncella del mundo», procede en línea recta de estas palabras del Tristán: «Fit sa volonté de la bella Iseult et lui tulut le dous nom de pucelle.»

[p. 338]. [2] . Más adelante tendremos ocasión de apuntar otras. Convendría un estudio minucioso del Amadís en comparación con las novelas bretonas, especialmente con el Lanzarote, y un índice de personajes y lugares que facilitara el cotejo.

[p. 338]. [3] . «Il est tant certain, qu'il fut (el Amadís) premier dans nostre langue françoise, estant Amadís Gaulois et non espagnol; et qu'ainsi soit, j'en ai trouvé encore quelques restes de un vieil livre escrit à la main en langage picard, sur lequel j'estime que les espagnols ont fait leur traduction.»

 

[p. 339]. [1] . Tomo XXIV de la Histoire Littéraire de la France, p. 540.

[p. 341]. [1] . « Aurodonna et filii quartam partem ecclesiae de Sozello Monasterio S. Joanni de Perdorada donant.» (Monumenta Portugalliae historica. Diplomata et chartae, p. 315.)

[p. 344]. [1] . Histoire Littéraire de la France, t. XXII, pp, 758-765.

[p. 344]. [2] . Introducción al poema de Flores y Blanca-Flor, p. CCIV.

[p. 345]. [1] . Flórez , España Sagrada, t XIV, 1758, p. 136.

[p. 347]. [1] . Por parecerme demasiado absurdas no he hecho mención de algunas opiniones acerca del origen del Amadís. Así el abate Quadrio (Della Storia e Ragione d'ogni Poesia, IV, 520 ) menciona la de Luis Lollino, Obispo de Belluno, el cual sostenía «che fosse quest opera d'un incantatore di Mauritania, che sotto falso nome di christiano, essendo mahometano, e pieno di vanità magiche, lo componesse in lingua antica di Spagna».

El P. Sarmiento, en una disertación todavía inédita, que cita Gayangos «unas veces quiere que Lobeira sea gallego y no portugués (en esto no andaba del todo descaminado, puesto que de la provincia de Orense procedía), otras que el Amadís sea la narración verídica de las amorosas aventuras de un caballero natural de la Coruña, llamado Juan Fernández de Andeiro (el que mató a puñaladas al Maestre de Avis en la corte del Rey Don Fernando); cuándo se le atribuye a Vasco Pérez de Camoens, poeta del siglo XIV; cuándo al Canciller Ayala, y aun al Obispo de Burgos, D. Alonso de Cartagena». Esta última opinión apuntó don Bartalomé Gallardo varias veces, persuadido de que el Cartagena del Cancionero General, era el Obispo de Burgos y Oriana su dama. Para eludir el texto del Canciller Ayala, se empeñaba, con fútiles razones, en leer Tristán, donde los dos códices del Rimado dicen uniformemente Amadís.

Pero entre todas las conjeturas no puede negarse la palma del desatino a la de cierto abate Jacquin en unos Entretiens sur les romans, citados por Pellicer (Discurso preliminar, en su edición del Quijote, 1797, p. 44), donde se atribuye el Amadís a ¡Santa Teresa de Jesús! (nacida en 1515). Sin duda el abate francés había oído campanas y no sabía dónde, pues consta, por testimonio del P. Francisco de Ribera, biógrafo de la Santa (ampliando lo que ella misma dice en su Vida), que «se dio a estos libros con gran gusto, y gastaba en ellos mucho tiempo, y como su ingenio era tan excelente, ansí bebió aquel lenguaje y estilo, que dentro de pocos meses ella y su hermano Rodrigo Cepeda compusieron un libro de caballerías con sus aventuras y ficciones, y salió tal, que había harto que decir después dél» (Lib. I, cap. V). No hay especie tan disparatada que no haya nacido de algo y no tenga algunas sombras y dejos de verdad.

No han faltado interpretaciones alegóricas del Amadís, para que aun en esta desgracia fuese parecido al Quijote. Un erudito de Oporto, don José Gomes Monteiro, citado por T. Braga (Amadís de Gaula, p. 256), veía en el famoso libro una especie de poema simbólico de las Cruzadas. Amadís, Galaor y el Endriago eran Ricardo Corazón de León, Saladino y Santo Tomás de Cantobery.

El mismo Braga, que al principio patrocinaba estas fantasías, echó a volar, en 1869, otra todavía más estupenda, de la cual afortunadamente ha prescindido después. En una nota a los Cantos populares do Archipelago Açoriano (p . 405), dice, al parecer en serio: «La novela de Amadís de Gaula es la historia de la persecución de los Albigenses o del partido democrático del siglo XII.»


[p. 348]. [1] . La mención de la artillería en el Amadís («en señal de alegría fueron tirados muchos tiros de lombardas»), no prueba, como creyó Clemencín, que la obra sea posterior a 1342, en que, con ocasión del cerco de Algeciras, hablan por primera vez nuestras crónicas de «pellas de fierro lanzadas con los truenos», porque este detalle pudo añadirle Garci Ordóñez de Montalvo en su refundición.

[p. 349]. [1] . El Amadís y el Esplandián, como obras de larga composición, debieron de ocupar a Montalvo muchos años, según conjeturó Clemencín (Quijote, I, 107). Este pasaje del capítulo LII del libro IV no cuadra al tiempo de los Reyes Católicos, pero se ajusta maravillosamente al de Enrique IV:

«Pero ¡mal pecado! los tiempos de agora mucho al contrario son de los pasados, según el poco amor e menos verdad que en las gentes contra sus Reyes se halla; y esto debe causar la costelacion del mundo ser mas envejecida , que perdida la mayor parte de la virtud, no puede llevar el fruto que debia, así como la cansada tierra, que ni el mucho labrar ni la escogida simiente pueden defender los cardos y las espinas con las otras yerbas de poco provecho que en ella nacen. Pues roguemos a aquel Señor poderoso que ponga en ello remedio; e si a nosotros como indinos oir no le place, que oya aquellos que aun dentro en las fraguas sin dellas haber salido se fallan, que los faga nacer con tanto encendimiento de caridad e amor, como en aquestos pasados habia; e a los Reyes que, apartadas sus iras e sus pasiones, con justa mano e piadosa los traten y sostengan.»

Ni en el Amadís ni en las Sergas se menciona acontecimiento ninguno posterior a la conquista de Granada y a la expulsión de los judíos, que está expresamente recordada en la exclamación con que finaliza el cap. CII del Esplandián: «No retiniendo sus tesoros, echaron del otro cabo de las mares aquellos infieles que tantos años el reino de Granada tomado y usurpado contra toda ley y justicia tuvieron; y no contentos con esto, limpiaron de aquella sucia lepra, de aquella malvada herejía que en sus reinos sembrada por muchos años estaba.»

No es inverosímil, por consiguiente, que ambas novelas fuesen impresas dentro del siglo XV, aunque hasta ahora no hayan sido descubiertas tales ediciones.

[p. 353]. [1] . No se ha de perder de vista, sin embargo, que el Amadís se escribió dos siglos antes de que el Concilio de Trento declarase nulos los matrimonios clandestinos. De este género es el de Amadís y Oriana, en que faltan los testigos, pero no la forma esencial del sacramento, que es el mutuo consenso por palabras de presente. El autor prefirió sin duda el matrimonio secreto por ser más novelesco, pero procede con toda la corrección canónica que su tiempo permitía, haciendo que el santo ermitaño Nasciano imponga a Oriana una penitencia por el pecado de clandestinidad, aunque reconociendo la validez del matrimonio. «Mas ella le dijo llorando cómo al tiempo que Amadís la quitara de Arcalaus el encantador, donde primero la conoció, tenía dél palabra como de marido se podía e debía alcanzar. Desto fue el ermitaño muy ledo, e fue causa de mucho bien para muchas gentes... Entonces la absolvió, e le dio penitencia cual convenia» (lib III, cap. IX). Y en el libro IV, cap. XXXII, vuelve a confirmarlo el mismo ermitaño hablando con el rey Lisuarte: «Cuando esto fue oído por el Rey, mucho fue maravillado e dijo: ¡Oh padre Nasciano! ¿es verdad que mi hija es casada con Amadís?—Por cierto, verdad es (dijo él) que él es marido de vuestra fija, y el doncel Esplandian es vuestro nieto.» Si esta doctrina no hubiese sido enteramente ortodoxa, la Inquisición no la hubiese dejado pasar, tratándose de materia tan delicada.

[p. 354]. [1] . Dice el cínico Brantôme en su libro, demasiado conocido, Les dames galantes, que «quisiera tener tantos centenares de escudos en la bolsa como mujeres, así seglares como religiosas, había pervertido la lectura del Amadis». Aunque Brantôme no sea autoridad muy abonada en estas materias, su testimonio es curioso, porque concuerda con el de nuestros moralistas del siglo XVI. Y, en efecto, la experiencia enseña que los libros más peligrosos para la gente moza e inexperta, suelen ser los que no lo parecen. La licencia brutal tiene atractivo para muy pocos; el idealismo que pudiéramos llamar sensual, con su aparente paradoja, es mayor escollo para las almas delicadas.

[p. 354]. [2] . Por lo general, Montalvo pasa como sobre ascuas por esta clase de escenas, y da a entender que los detalles le repugnaban; por ejemplo, en el capítulo XII del primer libro: «Galaor holgó con la doncella aquella noche a su placer, e sin que más aquí os sea recontado, porque en los autos semejantes, que a virtud de honestad no son conformes, con razon debe hombre por ellos ligeramente pasar, teniendolos en aquel pequeño grado que merecen ser tenidos.» ¿Podrá indicar esta salvedad que suprimió algo del texto primitivo?

[p. 355]. [1] . Esta tesis sostuvo el malogrado profesor don Francisco de Paula Canalejas en su tratadito sobre Los Poemas Caballerescos y los libros de caballerías (Madrid, 1878), p. 196 y ss.

Sobre la psicología del amor en el Amadís formularon algunas ingeniosas observaciones St. Marc Girardín en el tomo III de su Cours de Littérature Dramatique, cap. XXXIX, y un crítico belga menos conocido de lo que merece, León de Monge, en el segundo tomo de sus Etudes Morales et Littéraires. Epopées et romans chevaleresques (Bruselas, 1889), pp. 256-275.

[p. 359]. [1] . Dice don Cuadragante, en nombre de los parciales de Amadís, al rey Lisuarte: «Qué mal os acordáis de cuando vos sacó de las manos de Madanfabul, de donde otro ninguno os sacar pudiera, y del vencimiento que os hizo haber en la batalla del rey Cildadan, y de cuanta sangre él y sus hermanos e parientes allí perdieron, e cómo quitó a mí de vuestro estorbo... y que todo esto se olvidase de vuestra memoria, habiendo mal galardón; pues si estos que digo contra vos en aquella batalla fuéramos, e no fuera Amadís de vuestra parte, mirad lo que dende vos pudiera venir» (Lib. II, capítulo XX).

Me parece indudable que el autor del Amadís se inspiró aquí en las palabras que a Bernardo atribuye la primera Crónica General, recordando él mismos sus servicios en ocasión idéntica, es decir, cuando va a dejar el servicio del rey Alfonso el Casto: «Et dixol Bernaldo: Sennor, por quantos servicios vos yo fis, me devedes dar mio padre, ca bien sabedes vos de cómo yo vos acorri con el mio cavallo en Venavente, guando vos mataron el vuestro, e la batalla que ovistes con el moro Ores... Otrossi guando fuistes desa ves lidiar con el moro Alchaman que yasie sobre Zamora, bien sabedes lo que yo fiz por vuestro amor», etc.

Es la única derivación de la epopeya castellana que he creído notar en el Amadís.

 

[p. 362]. [1] Paréceme evidente que el autor del Amadís se inspiró para este retrato en la descripción que hace la Gran Conquista de Ultramar (libro II, capítulo CCXLII) de la sierpe que mató Baldovín, hermano de Godofredo de Bullón. «Habia una muy gran sierpe... en aquella tierra del monte Tigris en una peña muy alta. E esta era una bestia fiera, muy grande e muy espantosa ademas, que estaba en una cueva. E tenia en el cuerpo treinta pies de largo e en la cola, que habia muy gorda, doce palmos, con que daba tan grande herida que no habia cosa viva que alcanzase que no la matase de un golpe; las uñas... de cuatro palmos, e cortaban como navajas, e eran tan agudas como alesnas... El su cuerpo era como concha, e tan duro que ninguna arma no gelo podria falsar... E avia cabellos luengos cuanto un palmo, e duros... la cabeza grande e ancha... e las orejas mayores que una adarga... E daba tan grandes voces que se podrian oir grandes dos leguas; e traia en la frente una piedra que relumbraba tanto, que podría hombre ver de noche la su claridad a dos leguas e media; e no pasaba ninguno por aquel camino que della pudiese escapar a vida. E habia destruido esa tierra yerma aderredor tres jornadas.»

Si tuviéramos seguridad de que la historia del Endriago estaba ya en el Amadís primitivo, y no fué una de las interpolaciones de Montalvo, tendríamos una fecha importante para circunscribir la época de la composición del libro, puesto que sabemos con certeza que la Gran Conquista de Ultramar se tradujo entre 1284 y 1295, principio y fin del reinado de Don Sancho IV.

[p. 369]. [1] . «Pues que asi fue que saliendo un día a caza, como acostumbrado lo tengo, a la parte que del Castillejo se llama, que por ser la tierra tan pedregosa y recia de andar, en ella más que en ninguna otra parte de caza se halla; y allí llegado, hallé una lechuza, y aunque viento hacia, a ella mi falcón lancé», etc.

[p. 369]. [2] . Para todo lo relativo a la bibliografía de los libros de caballerías en lengua castellana y portuguesa, es trabajo casi único el de Gayangos (adicionado por él mismo en el primer tomo del Ensayo de Gallardo); pero ya necesita ser refundido por completo, como sin duda lo hará el señor Bonilla en esta misma colección. Salvá, en su Catálogo, describe los que poseía, que no eran muchos, pero entre los cuales, había algunos de singular rareza. Para las traducciones extranjeras, deben consultarse los Manuales de Brunet y Graesse, y para las italianas en especial las bibliografías de novelas y poemas caballerescos de Ferrario y Melzi.


[p. 370]. [1] . Arte de Galantería. Escreuiola D. Francisco de Portogal. Offrecida a las Damas de Palacio por D. Lucas de Portogal, Comendador de la villa de Fronteira, y Maestresala del Principe nuestro Señor. En Lisboa, en la Emprenta de Ivan de la Costa. M. DC. LXX (1670). Pág. 96.

De otros extremos de algunos apasionados, especialmente portugueses, por los libros de caballerías hace curiosa mención Francisco Rodríguez Lobo, en el primero de los diálogos de su Corte na Aldêa: «Un curioso en Italia (segun un autor de credito cuenta), estando con su muger a el fuego leyendo al Ariosto, lloraron la muerte de Zerbino con tanto sentimiento, que acudio la vecindad a saber la causa. Y en lo que toca a exemplo, un capitán valeroso hubo en Portogal, que no le tuvo mejor el Imperio Romano, que con la imitación de un cavallero fingido fue el mayor de sus tiempos imitando las virtudes que dél se escribieron (alude, sin duda, al Condestable Nuño Álvarez Pereira, que había tomado por prototipo a Galaaz, el de la Demanda del Santo Grial). Muchas doncellas guardaron extremos de firmeza y fidelidad, por haver leido de otras semejantes en los livros de cavallerias. En la milicia de la India, teniendo un Capitan Portugues cercada una ciudad de enemigos, ciertos soldados camaradas, qua albergavan juntos, traían entre las armas un libro de cavallerias con que passaran el tiempo: uno dellos, que sabia menos que los demas, de aquella lectura, tenia todo lo que oía leer por verdadero (que hay algunos inocentes que les parece que no puede aver mentiras impressas). Los otros, ayudando a su simplera, le decían que assi era; llegó la ocasión del assalto, en que el buen soldado, invidioso y animado de lo que oia leer, se encendio en desseo de mostrar su valor y hacer una cavalleria de que quedasse memoria, y assi se metio entre los enemigos con tanta furia, y los comenso a herir tan reciamente con la espada, que en poco espacio se empeñó de tal suerte, que con mucho trabajo y peligro de los compañeros, y de otros muchos soldados, le ampararon la vida, recogiendolo con mucha honra y no pocas heridas; y reprehendiendole los amigos aquella temeridad, respondió: Ea, dexadme, que no hice la mitad de lo que cada noche leeis de cualquier caballero de vuestro libro Y él dalli adelante fue muy valeroso.»

Corte en Aldea y Noches de Invierno, de Francisco Rodríguez Lobo. De Portugues en Castellano por Iuan Bautista de Morales. En Valencia, en la oficina de Salvador Fauli. Año M. DCC. XCVIII. Páginas 18-20. La primera edición portuguesa de esta obra es de 1619; la primera castellana, de Montilla, 1622.

[p. 372]. [1] . «Quando fue a Roma por Embaxador, lleuaua solamente, yendo por la posta, en un portamanteo, Amadis de Gaula y Celestina, de quien dixo alguno que la hallaua mas sustancia que a las Epistolas de San Pablo. Estando un dia a la comida del Cardenal D. Henrique, que era inquisidor general, le preguntó (sic) IIulano: ¿affirmaos vos en aquello que haueis dicho?, y él le respondio: Señor, hay muchos dias que no me afirmo en nada., que hay muchos que ni a la ley de Dios perdonan por parecer discretos». (Arte de Galantería de D. Francisco de Portugal, p. 49).

Muchas veces he visto citado este texto, pero suprimiendo siempre los últimos renglones, sin los cuales la Inquisición no hubiera dejado pasar el irreverente disparate de las Epístolas de San Pablo, puestas en cotejo con la Celestina. De todos modos, quien lo dijo no fué don Diego, sino un caballero anónimo, portugués por las señas.

[p. 372]. [2] . Todo el pasaje es muy interesante, como muestra de la crítica del siglo XVI, pero por abreviar omito las observaciones gramaticales, en las cuales se trasluce que el estilo del Amadís parecía ya arcaico en tiempo del Emperador, lo cual prueba el rápido cambio de la lengua. Del argumento dice lo siguiente:

«Cuanto a las cosas, siendo esto asi, que los que escriben mentiras las deben escribir de suerte que se alleguen, cuanto fuere posible, a la verdad, de tal manera que puedan vender sus mentiras por verdades, nuestro autor de Amadis, una vez por descuido y otras no sé por qué, dize cosas tan a la clara mentirosas, que de ninguna manera las podeis tener por verdaderas. Ignorancia es muy grande dezir, como dize al principio del libro, que aquella historia que quiere escribir, acontezió no muchos años despues de la pasion de nuestro Redentor, siendo asi que algunas de las provincias de que él en su libro haze menzion i hace cristianas se convirtieron a la fe muchos años después de la Pasion. Descuido creo que sea el no guardar el decoro en los amores de Perion con Elisena: porque no acordandose que a ella haze hija de Rei, estando en casa de su Padre, le da tanta libertad i la haze tan deshonesta, que con la primera plática, la primera noche, se la trae a la cama. Descuidase tambien en que, no acordandose que aquella cosa que cuenta era muy secreta, y pasaba en casa del padre de la Dama, haze que el rey Perion arroje en tierra el espada y el escudo, luego que conoce a su señora, no mirando que al ruido que harian, de razon se habian de despertar los que dormian zerca y venir a ver qué cosa era. También es descuido dezir que el Rey miraba la hermosura del cuerpo de Elisena con la lumbre de tres antorchas que estaban ardiendo en la camara, no acordandose que habia dicho que no habia otra claridad en la camara sino la que la de la luna entraba por entre la puerta; y no mirando que no hay mujer, por deshonesta que sea, que la primera vez que se vee con un hombre, por mucho que lo quiera, se deje ver de aquella manera. De la mesma manera se descuida, haziendo que el Rey no eche menos el espada hasta la partida, habiendosela hurtado diez dias antes; porque no se acordó que lo haze con caballero andante, al cual es tan aneja la espada como al escribano la pluma. Pues siendo esto asi, ¿n'os paresze que sin levantarle falso testimonio se puede dezir que peca en las cosas?».

(Diálogo de la Lengua, ed. de Usoz, Madrid, 1860, pp. 185-187.)

[p. 374]. [1] . Le fonti dell' Orlando Furioso. Ricerche e Studi di Pio Rajna. Seconda edizione correcta e acresciuta. Florencia, 1900, pp. 155, 465, y en otros varios lugares que es fácil hallar por el índice.

[p. 376]. [1] . Amadigi del signor Bernardo Tasso. A l'invictissimo e cattolico Re Filippo. Con privilegio. In Vinegia, apresso Gabriel Giolito de Ferrari, 1560, 4.º Fué reimpreso en Venecia, 1581 y 1583, y en Bérgamo, 1755, cuatro volémenes en dozavo, con la vida del autor y otras ilustraciones del abate Pierantonio Serassi.

Hay un larguísimo análisis del Amadís del Tasso en el tomo V de la Histoire Littéraire de l'Italie, de Ginguené (París, 1824), pp. 62-115, que habla con exagerado encomio de este poema.

[p. 378]. [1] . Torquato Tasso parece haber heredado la afición de su padre al Amadís, puesto que en la Apología de su Jerusalém Libertada, que escribió contestando a los reparos de la Academia de la Crusca, hace de él este magnífico elogio: «Sappiate dunque che essendo mio Padre nella Corte di Spagna, per servizio del Principe di Salerno, suo padrone, fu persuaso da i principali di quella Corte a ridurre in poema l'istoria favolosa dell' Amadigi, la quale, per giudizio di molti, e mio particolarmente, e la più bella che si legga fra quelle di questo genere, e forse la più giovevole; perchè nell' affetto, nel costume si lascia addietro tutte l'altre, e nella varietà degli accidenti non cede ad alcuna che da poi o prima sia stata scritta». ( Opere di Torquato Tasso, tomo IV, Florencia, 1724, p. 178, col. 2.ª). [Cf. Ad. vol. II.]

[p. 379]. [1] . En una de sus cartas burlescas, fechada en octubre de 1513, dice el famoso bufón don Francesillo de Zúñiga: «El Emperador está mejor de su cuartana, y fue por una purga que yo le ordené, que es la cosa más probada y averiguada que para los cuartanarios se puede dar, y fue que le mandé que cuando le viniese el frío, que Ie leyese el Amadís el duque de Arcos, porque tiene gentil lengua, y le contase cuentos el marqués de Aguilar» (Curiosidades bibliográficas, en la colección Rivadeneyra, p. 57, col. 2.ª).

Sobre lectura de libros de caballerías ante el Emperador, refiere esta curiosa anécdota don Luis Zapata en su Miscelánea (Memorial Histórico Español, tomo XI, pág. 116): «Doña María Manuel era dama de la Emperatriz nuestra señora, y leyendo ante la Emperatriz una siesta un libro de caballerias al Emperador, dijo: «Capítulo de cómo D. Cristobal Osorio, hijo del Marques de Villanueva, casaría con doña María Manuel, dama de la Emperatriz y reina de España, si el Emperador para despues de los dias de su padre le hiciese merced de la encomienda de Estepa.» El Emperador dijo: «Torna a leer ese capítulo, Doña María.» Ella tornó a lo mismo, de la misma manera, y la Emperatriz añadio diciendo: «Señor, muy buen capitulo y muy justo es aquello.» El Emperador dijo: «Leed más adelante, que no sabeis bien leer, que dice: sea mucho enhorabuena.» Entonces ella besó las manos al Emperador y a la Emperatriz por la merced.»

[p. 380]. [1] . Alúdese aquí, por supuesto, al antiguo moralista francés Juan Luis Guez de Balzac (nacido en 1594), autor del Sócrates cristiano y de otros libros tan famosos en su tiempo como poco leídos hoy, pero que tienen importancia en la historia de la prosa clásica del siglo XVII.

[p. 381]. [1] . Es notable en este punto el texto del P. Possevino (Biblioteca selecta , 1603, pp. 397-398), citado en varias monografías sobre el Amadís:

«Inde igitur quo non intrarunt Lancelotus a Lacu, Perseforestus, Tristanus, Giro Cortesius, Amadisius, Primaleo, Boccaciique Decamero et Ariosti poema? Ne hic enumerem aliorum ignobiliorum Poetarum carmina male texta et caro vendita. Et plerisque igitur istis omnibus ut suavius venena influerent, dedit de spiritu suo Diabolus, eloquentia, et inventione fabularum ditans ingenia quae tam miserae supellectilis officinae fuerunt. In uno Amadisio ista intueamur... Venerat hic liber aliena lingua in Gallias...Sparserat enim eo in libro, quisquis ejus fuit auctor, amores foedos, inauditos congressus equestres, magicas artes. Sic his mentes illis corpora pertraxit in nassam, in qua innumerae propemodum animae perierunt alternum. Nam sic ablegata sunt studia sacrarum rerum, divinaeque historiae oblivioni sunt traditae atque horum loco Pantagrueles et ramenta quaeque Tartari successerunt... Quin etiam visum est peccatum leve, atque adeo festivum sapere si quis Magiam Urgandae et Arcelai, Meliae, magni Apollidonis passim recenseret; ut interim desideria sensim irreperent eadem experiendi, Magosque accersendi qui novas ipsi humanarum mentium litarent primitias, et homines ad ipsam imaginem Dei factos revocarent ab uno unius Dei syncerissimo cultu.»

[p. 381]. [2] . Philarète Chasles, Etudes sur le seizième siècle en France (París, 1876}, páginas 113-114.

[p. 382]. [1] . Bonnefon, Montaigne et ses amis (París, 1808), tomo I, p. 248, y el estudio del mismo autor sobre la biblioteca de Montaigne en la Revue d'Histoire bitéraire de la France, 1895, pp. 313-371.

[p. 382]. [2] . «Je ne sçais s'il en advient aux autres comme à moy, mais quand j'oys nos architectes s'enfler de ces gros mots de pilastre, architrave, corniches , d'ouvrage corinthien et dorique et semblables de leur jargon, que mon imagination se saisisse incontinent du palais d'Apollidon et par effet je treuve que ce son les chestives pièces de la port de ma cuisine» (Essais, libro I, cap. L). 1. Sobre la bibliografía alemana de nuestros libros de caballerías, puede consultarse el libro del Dr. Adam Schneider, Spaniens Anteil an der Deutschen Litteratur des 16 und 17 Jahrhunderts (Strasburgo, 1898), páginas 165-205, y sobre la influencia, literaria las eruditas y penetrantes observaciones de Arturo Farinelli en su obra, desgraciadamente no terminada, Spanien und die Spanische Litteratur im Lichte der deutschen Kritik und Poesie (Berlín, 1892), parte 1.ª, páginas 23-25.

[p. 385]. [1] . Hablando de los jardines del palacio de Winchester, dice Andrés Muñoz, autor de la más extensa de las relaciones de aquel viaje: «S. M. cerró la puerta, y él con todos estos señores anduvieron un buen rato por las praderias del jardin, que son muy hermosas, pasando por buenos puentes, de arroyos y fuentes, que cierto parescia que se hallaban en algo de lo que habian leido en los libros de caballerias, segun se les representó aquella hermosura de fuentes, y maravillosos arroyos vertientes, y diversidad de olorosas flores y arboles, y otras lindezas de verdura» (pág. 70).

Poco después los caballeros españoles no se encontraban tan a gusto en Inglaterra, según el mismo puntual cronista: «La vida que alli pasan los españoles no es muy aventajada, ni se hallan tan bien como se hallaran en Castilla; a esto algunos dicen que querrian más estar en los rastrojos del reino de Toledo que en las florestas de Amadis» (pág. 78).

En otro pasaje hace Muñoz muy curiosa confusión de nuestro ciclo con el de la Tabla Redonda y con las fabulosas historias del Roman de Brut: «En esta tierra fueron las fabulas del Rey Lisuarte de la Mesa Redonda, y las adivinanzas y pronosticos de Merlin, que nacio en esta tierra. Esta fue poblada de gigantes, cuando la destruccion de Troya, a la cual vino un capitan nombrado Bruto, con cierta gente desde Troya, y descendio en ella, donde vencio a los gigantes y los echó della; y del nombre deste Bruto se llamó Bretaña... De aqui fue el rey Artur, rey que fue de Inglaterra, famoso principe, y de los que la fama hace insignes, el cual florescio cerca de los años de Cristo de quinientos... Hallóse matar él mesmo con su mano cuatrocientos y cuarenta hombres de los enemigos en una sola batalla, y asi se leen dél notables cosas. Este gran principe instituyó en la ciudad de Canturbia (Canterbury) la Tabla Redonda para los caballeros que fuesen conquistadores de los infieles, Finalmente, herido de sus enemigos, murio, y fue traido a su isla a ser sepultado» (pág. 81),

En otra relación de autor anónimo y testigo presencial: «Fuimos a ver la Tabla Redonda qu' está en el castillo deste lugar (Windsor), que fue del rey Artus, que dicen que está alli encantado, y los doce Pares que comian con él estan escritos sus nombres alrededor segun se asentaban» (pág. 97).

En carta asimismo anónima, escrita desde Richmond (Rigamonte) a 17 de agosto de 1554:

«El que inventó y compuso los libros de Amadis y otros libros de caballerias desta manera, fingiendo aquellos floridos campos, casas de placer y encantamiento, antes que los describiese debio sin dubda de ver primero los usos y tan extrañas costumbres que en este reino se costumbran. Porque ¿quién nunca jamas vio en otro reino andar las mugeres cabalgando y solas en sus caballos y palafrenes, y aun a las veces correrlos diestramente y tan seguras como un hombre muy exercitado en ello? Y ansi podra vuestra merced muy bien creer que más hay que ver en Inglaterra que en esos libros de caballerias hay escripto, porque las casas de placer que estan en los campos, las riberas, montes, florestas y deleitosos pradales, fuertes y muy hermosos castillos, y a cada paso tan frescas fuentes (de todo lo cual es muy abundante este reino), es cosa por cierto muy de ver y principalmente en verano muy deleitosa» (pág. 113).

(Viaje de Felipe II a Inglaterra, por Andrés Muñoz, impreso en Zaragoza en 1554, y Relaciones varias relativas al mismo suceso, Madrid, 1877. Es un tomo de la colección de los Bibliófilos Españoles, y fué doctamente ilustrado por don Pascual de Gayangos.)

Juan de Barahona, que también escribió una relación de dicho viaje dada a luz en la colección de Documentos Inéditos para la Historia de España (tomo I, p. 564 y ss.), al nombrar la isla de Wight, añade que «por otro nombre la llama Amadís la Insula Firme».

 

[p. 386]. [1] . Sobre todo lo relativo a las traducciones inglesas de libros españoles durante el siglo XVI, debe consultarse principalmente la docta tesis del joven norteamericano J. Garret Underhill, Spanish Literature in the England of the Tudors (Nueva York, 1899).

[p. 387]. [1] . Amadis of Gaul, by Vasco Lobeira, from the spanish version of Garci Ordoñez de Montalvo, by Robert Southey. Londres, 1803, cuatro volúmenes en dozavo.

Del mismo año hay un poema inglés sobre Amadís, que no conozco:

Amadís de Gaul, a poem in thrre books; freely translated from the first part of the french version of N. de Herberay, sieur des Essars; with  notes, by Will. Stewart Rose (Londres, 1803).

[p. 387]. [2] . Rodríguez de Castro, Biblioteca Rabínico Española, t. I, p. 639.

[p. 387]. [3] . Ochoa, Catálogo de los mss. españoles de las Bibliotecas de París (1844), página 537.—Morel-Fatio, Catalogue des manuscrits espagnols de la Bibliothèque Nacional (1892), pág. 616.

[p. 388]. [1] . Historia de la literatura española, t. VII, pp. 382-385.

[p. 388]. [2] . Curial y Guelfa; Novela catalana del quinzen segle, publicada a despeses y per encarrech de la «Real Academia de Buenas Letras» per Antoni Rubió y Lluch, soci numerari de dita corporació. Barcelona, 1901.

Además de estos libros en prosa, se escribieron en catalán algunas narraciones en versos cortos pareados de nueve y de seis sílabas (novas rimadas), que por su forma especial corresponden a la historia de la poesía lírica. A este género pertenece la Faula de Guillem de Torrella, publicada en parte por Milá (Obras, tomo III, págs. 364-378), composición agradable y llena de reminiscencias del ciclo de la Tabla Redonda, interviniendo en ella el propio rey Artus y el hada Morgana. Parece ser de la segunda mitad del siglo XIV. En cuanto al Blandín de Cornouailles, tanto Pablo Meyer como Milá y Fontanals, opinan que su autor fué un catalán que quiso escribir en provenzal. También es más provenzal que catalana, y al parecer traducida del francés a fines del siglo XIV o principios del XV, la Storia del amat Frondino et de Brisssona, on se contenen quatre libres d'amors ab alguns cansons en frances, publicada por Meyer en la Romanía (1891, tomo XX, págs. 599 y ss.). Es una novelita sentimental mezclada de prosa y verso, y tiene de curioso el empleo de la forma epistolar. Frondino y Brissona están citados en el Curial (pág. 498) como famosos amantes, al lado de Amadís y Oriana.

[p. 390]. [1] . Vide Milá y Fontanals, De los Trovadores en España, 2.ª ed., páginas 109-110.

[p. 390]. [2] .  El libro comienza de esta suerte: «Fonch ja ha lonch temps, segons jo he llegit, en Cathalunya, un gentil hom...», etc. Según se ponga coma antes o después de Cataluña, resultará que el padre de Curial era catalán o que el autor había leído la historia en Cataluña.

[p. 392]. [1] . Obras completas del Dr. D. Manuel Milá y Fontanals. Tomo III. Estudios sobre historia, lengua y literatura de Cataluña (pp. 485-492).

[p. 393]. [1] . Es singular, y prueba la portentosa memoria de Cervantes (que no siempre ha de ser la memoria cualidad de los tontos), el que se acordase de este insignificante personaje, que sólo una vez está mencionado en el enorme libro del Tirante (cap. CXXXII): «Toda la gent se arma e pujaren a cavall per partir. Primerament ixque la bandera del Emperador portada por un cavaller qui era nomenat Fonsequa, sobre un gran e maravellos cavall tot blanch.»

[p. 393]. [2] . Detriante dice la primera edición del Quijote y repitieron todas las sucesivas hasta la de Bowle, que escribió, como es debido, de Tirante. Pero el primero que propuso la enmienda fué el académico francés Fréret, autor del curioso prólogo que lleva la traducción francesa de aquel libro de caballerías hecha por el Conde de Caylus.

[p. 394]. [1] . Es un extremo forzada la interpretación que da a este personaje don Juan Calderón en su curioso y a veces atinado libro, Cervantes vindicado en ciento y quince pasajes del texto del Ingenioso Hidalgo... que no han entendido, o que han entendido mal, algunos de sus comentadores o críticos (Madrid, año 1854), pp. 19-27. Supone que la expresión con todo eso no tiene fuerza adversativa; que el verbo merecía está usado como neutro, y que la frase «que le echaran a galeras» es una oración incidente determinativa del sustantivo necedades, por lo cual debe omitirse la coma después de industria. Con todos estos desesperados recursos viene a resultar la siguiente frialdad indigna de Cervantes: «por todas estas razones os digo que el tal autor tenía mérito (merecía), puesto que de industria (esto es, sabiendo lo que traía entre manos) no hizo tantas necedades como otros dignos de ir a galeras por toda su vida». Para atormentar así los textos, vale más confesar lisa y llanamente que no se entienden.

[p. 394]. [2] . Es libro rarísimo, del cual existe un ejemplar en la biblioteca de la Universidad de Valencia y otro en el Museo Británico. Don José Salamanca poseyó otro procedente del colegio de la Sapiencia de Roma. Pero todavía es más rara la segunda edición de Barcelona, 1497, que puede verse descrita detalladamente en el tomo primero del Ensayo de Gallardo (núm. 1218) con presencia del ejemplar que, procedente de la Biblioteca de Oporto, estuvo algún tiempo en poder del mismo Salamanca y no sabemos dónde se encuentra hoy. No menos peregrina es la traducción castellana impresa en Valencia, 1511, por Diego Gumiel, de la cual he visto un solo ejemplar, que perteneció al Marqués de Casa-Mena y posee actualmente el bibliófilo barcelonés don Isidoro Bonsoms. Otro ejemplar, falto de hojas, se vendió en Londres, en 1854, en la subasta de la librería de Lord Stuart de Rothsay, antiguo ministro de Inglaterra en Lisboa.

El texto original del Tirante, conforme a la edición príncipe de Valencia, fué reimpreso con mucha corrección y elegancia por don Mariano Aguiló en cuatro tomos de su Biblioteca catalana, que, como casi todos los de la misma serie, carecen todavía de portadas y preliminares.

[p. 396]. [1] . Si algo puso de su cosecha Juan de Galba, sería en lo que toca a las hazañas de Tirante en Túnez y Tremecen, episodio ciertamente muy largo y no indispensable para la acción. Pero los últimos capítulos, que comprenden la vuelta de Tirante a Constantinopla, su casamiento y su muerte no es verosímil que nadie sino Martorell los escribiera, porque son esenciales en el plan y propósito del libro.

[p. 397]. [1] . Vide Dunlop-Liebrecht, Geschichte der Prosadichtung, p. 175, y G. París , Histoire Littèraire de la France, t. XXX, pp 191-192.

[p. 397]. [2] . Véase el extenso análisis que de este poema hizo Littré en el tomo XXII de la Histoire Littèraire de la France, pp. 841-851.

[p. 399]. [1] . Extensamente analizado en el tomo XXII de la Histoire Littéraire de la France, pp 796-806.

[p. 400]. [1] . J. M. Warren, A History of the Novel previous to the seveteenth century (Nueva York, 1895), pág. 175.

[p. 402]. [1] . Histoire du vaillant chevalier Tiran le Blanc, traduite de l'espagnol. A Londres. Dos tomos en 8.º sin año, que al parecer fueron impresos hacia 1737, y no en Londres, sino en París. Por lo licencioso del libro se le puso este pie de imprenta falso. Fué reimpreso en París, 1775; tres tomitos en 12.º

[p. 402]. [2] . Vide Giornale Storico della letteratura italiana, t. XXII, pp. 70-73.

[p. 402]. [3] . Le fonti dell' Orlando Furioso, 2.ª  ed., pp. 149-53. En Dunlop-Liebrecht, p. 172.

[p. 405]. [1] . Les hauts faits d'Esplandian. Suite d'Amadis des Gaules. A Amsterdam, chez Jean-François Jolly, 1751. 2 ts. en 8.º

[p. 406]. [1] . Como sólo trazo un bosquejo general de la novela, y no intento escribir una monografía del género caballeresco, empresa reservada (como dicho queda) a mejor pluma, no entraré en el análisis de ninguno de los libros secundarios de los diversos ciclos. De los argumentos de varios de ellos se da sucinta pero interesante noticia en la History of fiction de Dunlop, y en el discurso preliminar de Gayangos. Hay también compendios de algunos de ellos en la curiosa y enorme enciclopedia novelística que lleva el título de Bibliothèque universelle des romans, publicada en 112 volúmenes desde 1775 a 1789. Hubo una tentativa de continuación desde 1798 a 1805.

[p. 409]. [1] . Sales Españolas o Agudezas del ingenio nacional, recogidas por A. Paz y Melia. Primera Serie. Madrid, 1890, pág. 80.

[p. 410]. [1] . Sueño de Feliciano de Silva. En el qual le fueron Representadas las excelencias del amor; agora nuevamente puesto de prosa en metro castellano por un su cierto servidor que porque tan notable ficion fuesse mas manifiesta a todos quiso tomar este pequeño trabajo. Con otro Romance en que la muerte de Hector brevemente es contada; segun los mas verdaderos hystoriadores de Troya affirman; hecho por el mesmo autor. Año M. D. XLIIII (1544).

Pliego suelto en 4.º, de ocho hojas a dos columnas (Núm. 4.498 de Gallardo).

[p. 411]. [1] . También en su Segunda comedia de Celestina, cuya primera edición es de 1534, intercaló Feliciano de Silva un episodio pastoril, como veremos más adelante.

[p. 413]. [1] . Anonymus, lusitanus, scripsit fabulam ex his unam, quibus otiosi homines superioribus saeculis valde gaudebant lectis, nempe: «Penalva» nuncupatam, in quo occisus magnus ille fabulosorum heroum Amadisius refertur heros: unde Castellani per iocum usurpare solebant, Lusitani tantum gladio tantum virum occumbere potuisse: quo Lusitanorum philautiae palpum obtruderent (Bibliotheca Hisp. Nova, tomo II, pág. 404).

[p. 416]. [1] . Existe en la Biblioteca Imperial de Viena y Wolf lo describe minuciosamente en sus Studien (pp. 185-186).

[p. 416]. [2] . Lo mismo puede decirse del Primaleón, que tiene capítulos indecentísimos, en que las doncellas quedan fechas dueñas con la mayor facilidad del mundo. Nada de esto escandalizaba al maleante clérigo Francisco Delicado, y, en efecto, era un idilio en comparación de su Lozana Andaluza, uno de los libros más obscenos que se han escrito en lengua castellana. «Todo él (dice hablando del Primaleon) es un doctrinal de andantes caballeros, donde estos podran deprender, leyendo, a mantener justicia y verdad, e mas la mesurada vida que han de tener con las dueñas y doncellas, la cortesia y crianza con las damas, asi mesmo los atavios que han de usar asi de armas como de caballos, la gentil conversacion y el moderamiento de la ira, la observancia y religion de las armas.»

Fué Delicado, a pesar de su tendencia groseramente realista, muy afecto a los libros de caballerías, que defiende con mucho brío en sus curiosos prólogos: «Algunos, fingiendo ser sabidos, menosprecian estas coronicas diziendo ser fablillas. Fablilla es ser el hombre ynorante, y no conoscer qué cosa sean los buenos amaestramientos de los caballeros que fueron mesurados, y leales mantenedores de derechos, y tenedores de fe; y, si como dizen que no fueron tales hombres que asi hayan obrado, seanlo ellos y deprendan a ser hazañosos en estos dechados, porque el caballero y el Rey y el Emperador no han juez: su juez es su palabra.»'

[p. 417]. [1] . «Porque estas cosas que cuentan los componedores en la lengua española, si bien dizen que son fechos de estrangeros, dizenlo por dar más autoridad a la obra, llamandola Greciana por semejança de sus antiguos hechos. Mas componen los estraños acaecimientos de algunos caualleros de los Reynos de Spaña, como de aquellos que han fecho cosas estremadas, como lo fue el rey don Enrique e su fijo don Iuan el primero deste nombre, Rey de Castilla, que se asemejan a los fechos de Palmerin con el rey de Granada; y otro Primaleon como lo fue el Conde de Cabra, señor de Vaena, don Diego Fernandez de Cordoua; y a don Duardos fue semejante otro su pariente don Gonçalo Fernandez de Cordoua; y assi tomando de cada uno sus hazañas fizo esta Philosophia para los caualleros que seguirla quisieren, y fue tan marauillosamente fingida esta ystoria llena de doctrina pora (sic por para ) los caualleros e amadores de dueñas.»

[p. 419]. [1] . También el famoso predicador Fr. Hortensio Félix Paravicino, a quien llamaron el Góngora del púlpito, lo cual no sé si ha de entenderse como alabanza o como censura, pues confieso que no he leído sus sermones, aunque sí sus insípidas poesías, sacó del Primaleón el argumento de una comedia fantástica, a modo de libreto de ópera, con el título de La Gridonia o cielo de amor vengado, «invención real», como él la llama, por haber sido escrita en breve plazo por orden expresa de Felipe IV. Hállase en el tomo de sus Obras posthumas, divinas y humanas, donde se disimuló su nombre con el de don Félix de Arteaga (1641).

[p. 420]. [1] . La identificación que algunos eruditos del siglo XVI hicieron entre la Lusitania antigua y el Portugal moderno, confundiendo el todo con la parte, es tan absurda, que puede hacer pasar por portugués a cualquier vecino de Mérida, de Salamanca o de Ávila. Hubo en Lusitania una población llamada Augustobriga, pero estaba, según el itinerario de Antonino, en el camino de Mérida a Zaragoza, y generalmente se la reduce a Villar del Pedroso, en los montes de Toledo. Otra había en el país de los Arevacos, al Oriente de Numancia, y era mansión en la vía romana de Astorga a César augusta.

[p. 422]. [1] . Opusculo acerca do Palmeirin de Inglaterra e do seu autor no qual se prova haver sido a referida obra composta originalmente em portuguez. Por Manuel Odorico Mendes, da Cidade de S. Luiz do Märanhao. Lisboa, año 1860.

[p. 422]. [2] . Discurso sobre el Palmerín de Inglaterra y su verdadero autor, presentado a la Real Academia de Ciencias de Lisboa, por Nicolás Díaz de Benjumea, académico correspondiente extranjero. Lisboa, imprenta de la Real Academia de Ciencias, 1860.

Antes había publicado Benjumea otros trabajos sobre la misma materia, que están refundidos en éste.

[p. 422]. [3] . Este Palmerín de Inglaterra castellano es de la mayor rareza. No se conocen de él más ejemplares que el del Museo Británico y el que perteneció a Salvá (núm. 1.646 de su Catálogo ), cuyo actual paradero ignoro.

[p. 425]. [1] . Desculpa de huns amores, que tinha em Pariz com hua dama Francesa da Rainha Dona Leonor, per nome Torsi, sendo Portugues pella qual fez a historia das Damas Francesas no seu Palmeirim.» (Al fin del tomo III de la edición portuguesa del Palmerín de Inglaterra, hecha en 1786, donde están reimpresos sus Diálogos, cuya primera edición (póstuma) es de Évora, 1624.)

[p. 428]. [1] . Cronica de Palmeirin de Inglaterra, primeira e segunda parte, a que se ajuntao as mais obras do mesmo autor. Lisboa, 1786, tres tomos en 8.º prolongado.

[p. 429]. [1] . Propiamente Juan Maugín no fué el autor, sino el corrector de esta versión, según declara la portada.

Le premier livre de Palmerin d'Olive, fils du roi Florendos de Macedone et de la belle Griane, fille de Remicius, empereur de Constantinople, histoire plarsante de singulière recreation; traduite iadis par un auteur incertain de Castillan en françoys, lourd et inusité, sans art ou disposition quelconque maintenant reueue et mise en son entier selon nostre vulgaire par Iean Maugin. Paris, de l'imprimerie de Ieanne de Marnef, vefue de Denis Ianot, 1546. Fol.

[p. 429]. [2] . Así lo afirma el señor Garrett Underhill, que ha hecho estudio especial de este fecundo traductor (Spanish Literature in the England of the Tudors, pág. 294 y ss.). Al parecer, el Palmerín de Inglaterra va adicionado con la tercera parte de Diego Fernandes, traducida del italiano por Mambrino Roseo. El Primaleón tiene también una secuela de origen italiano, Darineo de Grecia.

[p. 430]. [1] . Il Palmerino di M. Lodovico Dolce. In Venetia appresso Gio. Battista Sessa, M. D. LXI. 4.º (reimpreso en 1597).

Primaleone figliuolo di Palmerino di messer Lodovico Dolce. In Venetia, appresso Gio. Battista et Marchio Sessa fratelli. M. D. LXII. 4.º Existen ejemplares de esta misma edición con el título y el año cambiados.

L'Imprese et Torniamenti con gli illustri fatti d'arme di Primaleone figliuolo del invitto imperator Palmerino, et di molti altri famosissimi cavalieri del suo tempo. Ridotto in ottava rima da M. Lodovico Dolce di nuovo con diligentia ristampato. In Vinegia M. D. XCVII, appresso Giov. Bat. e Bernar. Sessa.

[p. 430]. [2] . Palmerin of England, translated from the portuguese of Fr. de Moraes, by Rob. Southey. Londres, 1807. Cuatro vols. en 12.º

[p. 431]. [1] . Tanto las cinco partes del Florambel de Lucea como el Don Valerián de Hungría pasaron inmediatamente al italiano, las primeras por obra del infatigable traductor Mambrino Roseo (1559-60), el segundo por diligencia de Pietro Lauro (1558). El lugar de impresión fué, como de costumbre, Venecia, que era el gran centro editorial para esta clase de libros.

[p. 431]. [2] . Son varios los pasajes de las Quincuagenas en que se consigna esta reprobación:

«Non relates cosas que inçiten a pecado; e tales son esas de los caualleros de la tabla rredonda, y otras que andan por este mundo, de Amadis, e otros tractados vanos e fabulosos, llenos de mentiras, e fundados en amores, e luxuria, e fanfarronerías, en que vno mata e vençe a muchos: e se cuentan tantos e tan grandes disparates, como le vienen al vano çelebro del que los compone, en que haze desbariar e cogitar a los neçios que en leellos se detienen, e mueven a esos e a las mugeres flacas de sienes a caer en errores lividinosos, e incurrir en pecados que no cometieran si esas liçiones no oyeran.» (Pág. 233.)

       Sancto consejo seria
       que dexassen de leer
       y tambien de se vender
       esos libros de Amadis.

«Razon muy grande es, sancto y provechoso, de mucha vtilidad y nesçessario seria dexar de leer esos libros de Amadis; y que essos ni otros semejantes no se vendiesen, ni los oviese, porque es una de las cosas con que el diablo enbauca, e enbelesa y entretiene los neçios y los aparta de las leçiones honestas y de buen exemplo... Sçiençia, o mal saber, es la de esos libros viçiosos, reprouada por los sabios varones e honestos; e alabada por los vanos e aderentes a la poçilga de Venus... Ya el libro de Amadis ha crescido tanto y en tanta manera, que es un linaje el que dél en libros vanos ha proçedido, que es más copiosa casta que la de los de Rojas, como suelen dezir que porque son muchos acostumbran dezir «mas son que los de Rojas.» Y Amadis es tan acresçentado que tiene hijos y nietos, e tanta moltitud de fabulosa estirpe, que paresce que las mentiras e fabulas griegas se van passando a España, y asi van cresçiendo como espuma, e quanta más cresçieren menos valor tienen tales fiçiones; aunque no para los libreros e impresores, porque antes les compran esos disparates, e se los pagan, que no los libros autenticos e provechosos de leçiones fructuosas e sanctas.» (Págs. 481-486).

( Las Quinquagenas de la nobleza de España por el capitán Gonzalo Fernandez de Oviedo y Valdés, alcayde de la fortaleza de Santo Domingo, publicadas por la Real Academia de la Historia. . Madrid, 1880. Tomo I y único hasta ahora.)

[p. 432]. [1] . También Juan de Barros se arrepintió, andando el tiempo, de este pecado de su juventud, y como grave historiador condenó los libros de caballerías, según puede verse en estas líneas que traduzco de su Espelho de Casados (ed. de Tito Noronha, introd., p. IV): «Cuando los mancebos comienzan a tener entendimiento del mundo, gastan el tiempo en libros innecesarios y poco provechosos para sí ni para otros, como la fabulosa historia de Amadis, las patrañas del Santo Grial, las simplezas insulsas del Palmerín, Primaleon y Florisando y otros a este tenor, los cuales habían de ser totalmente exterminados porque de ninguna cosa sirven, habiendo tantos otros de que se puede sacar partido, asi como de San Agustin y de San Jeronimo y de Seneca, y para pasar el tiempo en mayores hazañas que las de Esplandian, lean a Livio, Valerio, Curcio, Suetonio, Eutropio y otros muchos historiadores, donde se hallarán mayores hazañas provechosas para los que desean saber, y ademas avisos y muy necesarias doctrinas.» Hay edición asequible y moderna del Clarimundo (Lisboa, 1790, cuatro tomeo en 8.º).

[p. 433]. [1] . Compuso además un poema inédito (y digno de estarlo), El Victorioso Carlos V, cuyo argumento es la guerra del Emperador contra los protestantes alemanes. Tradujo, como a su tiempo veremos, la Arcadia de Sannazaro y el Caballero determinado de Olivier de la Marche. Se ha perdido una novela original suya, al parecer del género pastoril, La famosa Epila.

 

[p. 434]. [1] . Primera parte del libro del invencible caballero Don Clarisel de las Flores y de Austrasia, escrito por D. Jerónimo de Urrea, caballero aragonés. Sevilla, 1879. (Publicado por la Sociedad de Bibliófilos Andaluces.) No comprende este tomo más que los XXV primeros capítulos de los XCII de la primera parte de Don Florisel, contenida en el códice del señor don Francisco Caballero Infante, que sirvió para la publicación. Las partes segunda y tercera, que ocupan sendos volúmenes en folio, de la misma letra que el primero, se conservan en la biblioteca de la Universidad de Zaragoza, y de ellos da cabal idea la Memoria del señor Borao.

[p. 434]. [2] . Noticia de D. Jerónimo Jiménez de Urrea, y de su novela caballeresca inédita Don Clarisel de las Flores, por D. Jerónimo Borao... Zaragoza, imprenta de C. Ariño, 1866.

[p. 435]. [1] . Casi todas estas imitaciones del Orlando están hábilmente agrupadas por el señor Borao (pág. 124 de su Memoria): «Aqueña Cristilena tan ingrata con Orfelín después de haber sabido tan por sí propia su amor, y aquella Aquilina, tan infamemente desleal con su esposo Silván, recuerdan a Lidoa, princesa de ese reino, que mata a desaires al gran guerrero Alcestes después de haberle obligado a trabajos como los de Hércules; aquella Coronea, reina de los palacios de Plutón; aquella Verecundia, señora de los Valles del Deleite, y aquella Recisunda, reina goda que mantenía costumbres intolerables contra los hombres, recuerdan a la Orontea del canto XX y a la Marfisa de los cantos XIX y XXXVIII; aquella celada resplandeciente de que se apoderó valientemente Clarisel recuerda el escudo deslumbrador con que Ruger venció a la orca que iba a devorar a Angélica; aquellas rosas blanca y roja del sabio Altineo, que denotaban con sus cambios de color la lealtad o deslealtad de la mujer ausente, recuerdan el vaso de Melisa que, bebido sin derramarse el líquido, anunciaba fidelidad; aquella flecha de Paris y aquella yerba de Astrafelis, que hacían olvidar el antiguo amor e inclinaban a otro nuevo, recuerdan la fuente helada en que bebió Reinaldo, de que resultó desdeñar a Angélica; aquel fruto olvidador de Escocia recuerda la otra fuente en que el desdén, en forma de caballero, hizo beber al mismo Reinaldo.»

[p. 437]. [1] . Así parece que constaba en la primera edición, sólo conocida hasta ahora por la anotación del Registrum de don Fernando Colón: «Cronica de Lepolemo llamado el Cavallero de la Cruz, hijo del emperador de Alemania, compuesta en arabigo por Xarton y trasladada en castellano por Alonso de Salazar. Valencia, 1521, a 10 de abril.»

En Valencia terminó otra impresión del mismo libro Juan Jofré, a 2 de septiembre de 1525, y en ella se advierte que fue mejorado y de nuevo reconocido por el bachiller Molina, que será probablemente el traductor bien conocido de los Triunfos de Apiano, de las Epístolas de San Jerónimo y de otras varias obras.

[p. 437]. [2] . Obtuvo, más bien que mereció, los honores de una traducción italiana, que apuntaré porque no la registran nuestras bibliografías:

«Istoria di Don Cristaliano di Spagna, e dell'Infante Lucescanio, suo fratello, figliuoli dell'Imperatore di Trabisonda, tradotta dallo Spagnuolo nelle lingua Italiana, novamente ristampata e con somma diligenza corretta. Venezia, apresso Lucio Spineda: 1609.» Dos tomos en 8.º Es segunda edición como se ve. También el original castellano tuvo dos (Valladolid, 1545; Alcalá de Henares, 1586).

[p. 438]. [1] . En el Romancero Historiado de Lucas Rodríguez (Alcalá de Henares, año 1585), hay trece romances largos y desmayados sobre las aventuras del Caballero del Febo (n.º 338-350). El Castillo de Lindabridis, comedia de don Pedro Calderón, funda también su argumento en un episodio del Espejo de príncipes.

[p. 438]. [2] . Fácil sería adicionar con más títulos esta lista, pero todos o casi todos constan en el catálogo de Gayangos. Mencionaremos sólo el Don Philesbian de Candaria, de autor desconocido (1543), por ser casi el único libro de caballerías que se cita en el Quijote de Avellaneda.

[p. 439]. [1] . El Satreyano de Martin Caro del Rincon, pagador de artilleria de la Real Magestad, el qual trata de los valerosos hechos en armas y dulces y agradables amores de Pironiso, principe de Satreia y de otros caualleros y damas de su tiempo. Dirigido al ilustrisimo señor don Juan Manrique de Lara, señor de la villa de San Leonardo y su tierra (son 49 cantos en octava rima). Existe manuscrito en la Biblioteca Natconal, donde se halla también, procedente de la de Segovia, el Canto de los amores de Felixis y Grisaida, que es un poema en 19 libros, de autor anónimo.

[p. 439]. [2] . En la última octava da a entender que ya era médico, y parece imposible que a tal edad lo fuese:

       Mas porque mis cuidados y fatiga,
       Y el acudir forzoso a mi ejercicio,
       Que es conservar las vidas,
más me obliga,
       Dejo a los más ociosos este oficio...

Debe de haber equivocación en la fecha de su nacimiento, que Morejón y otros fijan en 1573.

El Florando de Castilla fué reimpreso por don Adolfo de Castro en el tomo de Curiosidades bibliográficas de la colección Rivadeneyra.

[p. 440]. [1] . Completaré la cita con el final de este pasaje, que en la página CLI [Ed. Nac. Vol. I pág. 239] omití por tener aquí lugar más propio:

«Eruditio non est expectanda ab hominibus (los autores de libros de caballerías) , qui ne umbram quidem eruditionis viderant; iam quum narrant, ¿quae potest esse delectatio in rebus, quas tam aperte et stulte confingunt? hic occidit solus viginti, ille triginta; alius sexcentis vulneribus confussus, ac pro mortuo iam derelictus, surgit protinus, et postridie sanitati viribusque redditus, singulari certamine duos Gigantes prosternit; tum procedit onustus auro, argento, serico, gemmis, quantum, nec oneraria navis posset portare. ¿Quae insania est, iis duci aut teneri? Deinde argutum nihil est, praeter quaedam verba ex penitissimis Veneris scriniis deprompta, quae in tempore dicuntur ad permovendam, concutiendamque quam ames, si forte sit paullo constatior: si propter haec leguntur, satius erit libros de arte lenonia (sit honos auribus) scribi; nam in aliis rebus; ¿argutae quae possunt proficisci ab scriptore omnis bonae artis experte? Nec ullum audivi affirmantem illos sibi libros placeret, nisi qui nullos attigisset bonos; et ipse interdum legi, nec ullum reperi vel bonae mentis, vel melioris ingenii, vestigium (tomo IV de la ed. de Valencia, p. 87).

Se ve que además del peligro moral, lo que preocupaba a Vives y a la mayor parte de los sabios de su tiempo contra los libros de caballerías, era la ignorancia de sus autores, ingenios legos la mayor parte y ayunos de cultura clásica.

[p. 441]. [1] . Hablando de la aridez de las crónicas y compilaciones historiales de su tiempo, dice que muchos se retraían de leerlas por lo pesado de su estilo, y se daban a la vana lección de los libros fabulosos de caballerías:

«Idcirco nec eos, nisi homo curiosus legit, et cognoscendi temporum cupidus; qui vero relegant, non inveniunt, ut satius ducant libros Iegere aperte mendaces, et meris nugis refertos, propter aliquod stili lenocinium, ut «Amadisum» et «Florisandum» hispanos, «Loncilotum» et «Mensam Rotundam» gallicam, «Rolandum» italicum; qui libri ab hominibus sunt otiosis conflicti, pleni eo mendaciorum genere, quod nec ad sciendum quidquam conferat; nec ad bene, vel sentiendum de rebus, vel vivendum, tantum ad inanem quamdam, et praesentem titillationem voluptatis; quos legunt tamen homines corruptis ingeniis ab otio atque indulgentia quadam sui, non aliter quam delicati quidam stomachi, et quibus plurimum est indultum, saccareis modo et melleis quibusdam condituris sustentantur, cibum omnem solidum respuentes» (De Causis corruptarom artium, lib. II, cap. VI, p. 109 del tomo VI de la edición de Valencia).

[p. 441]. [2] . Nam et aetas nostra sacerdotem vidit, cui persuasissimum esset, nihil omnino esse falsum, quod semel typis fuisset excusum. Non enim, ut aiebat, tantum facinus Reipublicae administros commissuros, ut non solum divulgari mendacia sinerent, sed suo etiam communirent privilegio, quo illa totius mentes mortalium pervagarentur. Quo sane argumento permotus animum induxit credere, ab Amadiso et Clariano res eas vere gestas, quae in illorum libris commentiis referuntur (De locis Theologicis, libro XI, cap. VI).

[p. 442]. [1] . «Nec de fabulis istis potissimum excrucior, quas modo dixi, quamvis ineruditis, et nihil omnino conferentibus, non dico ad bene, beateque vivendum, sed ne ad recte quidem de rebus humanis sentiendum. Quid enim conferant, merae ac vanae nugae ab hominibus otiosis fictae, a corruptis ingeniis versatae? Sed acerbissimus est dolor, et vix omnino consolabilis, quod dum quidam (utinam tam prudenter, quam ferventer) incommodum hoc rejicere, ac devitare cupiunt non pro fabulis veras et graves historias edunt, id quod esset plebi utilissimum; sed libros mysteriorum ecclesiae plenos, a quibus ascendi profani erant: id quod est, mea quidem sententia, pestilentissimum, eo vero magis, quo vulgus eos libellos securius legit, quia probatos non videt modo a civili magistratu, verum etiam ab iis, qui doctrinae censores sunt in Christi Republica definiti. (Ib.).

La primera edición de la obra de Locis es de Salamanca, 1563. Sigo el texto de la de Padua, 1734, página 333.

Quien haya leído la Censura de Melchor Cano sobre el Catecismo de Carranza comprenderá que su alusión va contra los libros místicos en romance, y particularmente contra los de Fr. Luis de Granada.

[p. 442]. [2] . Prólogo al Apólogo de la Ociosidad y del Trabajo del protonotario Luis Mexia, en las Obras de Francisco Cervantes de Salazar, Madrid, Sancha, año 1772, p. IX. (La primera edición es de Alcalá de Henares, 1546.) Análogos conceptos expresa Venegas en la prefación que escribió para la moral y muy graciosa historia del Momo, obra de León Bautista Alberti, florentino, traducida al castellano por Agustín de Almazán (1553).

A Venegas siguió casi literalmente su discípulo Francisco Cervantes de Salazar en una de sus adiciones a la versión que hizo de la Introducción y camino para la sabiduría, de Luis Vives: «Tras el sabroso hablar de los libros de caballerias bebemos mil vicios como sabrosa ponzoña: porque de alli viene el aborrecer los libros sanctos y contemplativos, y el desear verse en actos feos, cuales son los que aquellos libros tratan... Guarda el padre a su hija, como dicen, tras siete paredes, para que quitada la ocasión de hablar con los hombres sea más buena; y dexandola un Amadis en las manos, donde deprende mil maldades y desea peores cosas que quiza en toda la vida, aunque tratara con los hombres, pudiera saber, ni desear; y vase tras el gusto de aquello, que no querria hacer otra cosa; ocupando el tiempo que habia de gastar en ser laboriosa y sierva de Dios, no se acuerda de rezar ni de otra virtud, deseando ser otra Oriana como alli y verse servida de otro Amadis. Tras este deseo viene luego procurarlo; de lo cual estuviera bien descuidada si no tuviera donde lo deprendiera. En lo mesmo corren también lanzas parejas los mozos, los cuales con los avisos de tan malos libros, encendidos con el deseo natural, no tratan sino cómo deshonrarán la doncella y afrentarán la casada. De todo esto son causa estos libros, los cuales plega a Dios, por el bien de nuestras almas, vieden los que para ello tienen poder» (P. 24 de la ed. de Sancha, ya citada).

[p. 444]. [1] . Libro de la Conversion de la Magdalena, en que se ponen los tres estados que tuvo de Pecadora, y de Penitente, y de Gracia... Compuesto por el Maestro Fray Pedro Malon de Chaide, de la orden de S. Agustin... En Lisboa, impresso por Pedro Crasberck. Año 1601. Página 2 vta. y ss. La primera edición de este clásico libro parece ser la de Barcelona, 1588.

[p. 444]. [2] . Libro llamado auiso de— priuados y doctrina de cortesanos... Compuesto por el ilustre señor don Antonio de Guevara—obispo de Modoñedo, predicador y chronista y del cosejo de su magestad... M. D. XXXIX (Valladolid, por Juan de Villaquiran). Hoja 7 sin foliar.

[p. 445]. [1] . Historia Imperial y Cesarea... compuesta por el Magnifico Cauallero Pedro Mexia, vezino de la Ciudad de Seuilla... Año 1655... En Madrid, por Melchor Sanchez. Página 205. La primera edición es de Sevilla, 1545.

[p. 445]. [2] . Summa de philosophia natural, en la qual assi mismo se tracta de Astrologia y Astronomia, y otras sciecias. En estilo nuca vista, nueuamete sacada. Por el magnifico cauallero Alonso de Fuentes... 1547 (Sevilla, por Juan de León). Fols. CXV y CXVI.

[p. 446]. [1] . Rhetoricum libri IIII. Benedicti Ariae Montani... Antuerpiae, ex officina Christophori Plantini. M. D. LXIX. Página 64.

[p. 446]. [2] . El Caballero Celestial, de que hablaré en seguida, es una alegoría mística, y se prohibió por razones teológicas. El Peregrino y Ginebra, traducido del italiano por Hernando Díaz, no es libro de caballerías, sino una novela erótica.

[p. 448]. [1] . Colofón: Fenesce el quarto libro y ultimo del pelegrinaje humano trasladado de françes en castellano por el rreuerendo padre presentado fray vinçente de maçuelo a ynstancia del honorable señor maestre henrrico aleman que con grand diligencia lo hizo imprimir en la villa de tholosa en el año del señor de mill e quatraçientos e LXXXX. Fol. gót.

[p. 448]. [2] . El cavallero determinado traducido de lengua Francesa en Castellano por don Hernando dc Acuña y dirigido al Emperador don Carlos Quinto Maximo. Anvers, por Juan Steelsio, 1553, 4.º, con grabados en madera, que se repiten en todas las posteriores de Barcelona, Salamanca y Madrid. La plantiniana de 1591 tiene grabados en cobre.

Sobre la colaboración de Carlos V en este trabajo, véanse las Lettres sur la vie interieure de l'empereur Charles Quint, par Guillaume Van Male, gentil homme de sa chambre, publiéss pour la première fois par le baron de Reiffenberg (Bruselas, 1843, publicado por la Sociedad de Bibliófilos Belgas). En la ep. VI, escrita en enero de 1551, dice Van Male: «Caesar maturat editionem libri, cui titulus erat Gallicus «Le Chevalier deliberé». Hunc per otium a seipso traductum tradidit Ferdinando Acunae, Saxonis custodi, ut ab eo aptarentur ad numeros rithmi hispanici; quae res cecidit felicissime. Caesari sine dubio, debetur primaria traductionis industria, cum non solum linguam sed et carmen et vocum significantiam mire expressit.

[p. 448]. [3] . Discurso de la vida humana y aventvras del Cauallero determinado, traducido del Francés, por don Ieronymo de Vrrea. Anvers, en casa de Martin Nucio, M. D LV. 8.º

[p. 450]. [1] . Las partes primera y segunda fueron impresas en folio por Juan Mey en Valencia, 1554, y reimpresas en octavo por Martín Nucio en Amberes el mismo año.

[p. 451]. [1] . Il Cavalier del Sole, che con l'arte militare dipinge la peregrinazione della vita umana... tradotto di Spagnuolo in Italiano per messer Pietro Lauro. In Vinegia, per Gioanbattista et Marchio Sessa, 1557. Tuvo tres reimpresiones: en 1584, 1590 y 1620.

Sobre la traducción alemana ( Der Edele Sonnenritter), impresa en Giesen, 1611, vid. Schneider en su citado libro Spaniens Anteil, p. 205.

[p. 452]. [1] . Para la bibliografía de todos estos libros puede verse el Catálogo de Gayangos y las notas que puso en su traducción castellana del Ticknor.

[p. 455]. [1] . Título XVII de los Claros Varones de Castilla.

 

[p. 458]. [1] . No hay inconveniente en admitir que el germen de la creación de Don Quijote haya sido la locura de un sujeto real. De uno muy semejante nos da cuenta don Luis Zapata (Miscelánea, pág. 91): «Mas en nadie estas cosas maravillaron en nuestros tiempos tanto como en un caballero muy manso, muy cuerdo y muy honrado. Sale furioso de la corte sin ninguna causa, y comienza a hacer las locuras de Orlando; arroja por ahí sus vestidos, queda en cueros, mató un asno a cuchilladas, y andaba con un bastón tras los labradores a palos, y no pudiendo escudriñar de él la cause, decían que de una tía suya lo había heredado, y así es cierto que hay dolencias y condiciones hereditarias.»

[p. 459]. [1] . «Era aficionada (mi madre) a libros de caballerías, y no tan mal tomaba este pensamiento como yo le tomé para mi; porque no perdía su labor, sino desenvolviemonos para leer en ellos; y por ventura lo hacia para no pensar en grandes trabajos que tenia, y ocupar sus hijos, que no anduviesen en otras cosas perdidos Desto le pesaba tanto a mi padre, que se habia de tener aviso a que no lo viese. Yo comence a quedarme en costumbre de leerlos, y aquella pequeña falta que en ella vi, me comenzo a enfriar los descos, y comenzar a faltar en lo demas; y pareciame no era malo, con gastar muchas horas del dia y de la noche en tan vano ejercicio, aunque ascondida de mi padre. Era tan en extremo lo que en esto me embebia, que si no tenia libro nuevo no me parece tenia contento» ( Vida, cap. II).

[p. 459]. [2] . «Diose, pues, a estos libros con gran gusto, y gastaba en ellos mucho tiempo, y como su ingenio era tan excelente, ansi bebio aquel lenguaje y estilo, que dentro de pocos meses ella y su hermano Rodrigo Cepeda compusieron un libro de caballerias con sus aventuras y ficciones, y salió tal que hubo que decir dél» ( Vida de Sta. Teresa, libro I, cap. V).

[p. 461]. [1] . Diálogo de la lengua (ed. de Usoz), pág. 180.

[p. 463]. [1] . Obras de Fr. Luis de Granada, ed. Rivadeneyra, tomo I, pág. 327.

[p. 464]. [1] . Trezena parte de las Comedias de Lope de Vega... 1620. El Desconfiado es la quinta de las comedias incluidas en este tomo.

[p. 465]. [1] . Corte en aldea y noches de invierno (Traducción de Juan Bautista de Morales), Valencia, 1793, pág. 17.