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Obras completas de Menéndez... > ESTUDIOS Y DISCURSOS DE... > I : ESTUDIOS GENERALES -... > ESTUDIOS CERVANTINOS > EL QUIJOTE DE AVELLANEDA

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INTRODUCCIÓN

La edición barcelonesa de 1905, a la cual antecede nuestro estudio que aquí va reimpreso, [2] es la sexta que en lengua castellana se conoce del Quijote apócrifo que lleva el nombre de Alonso Fernández de Avellaneda. Hízose en Tarragona la primera, con el frontis siguiente:

Segundo / Tomo del / Ingenioso Hidalgo / Don Quixote de la Mancha / que contiene su tercera salida. y es la / quinta parte de sus auenturas. / Compuesto por el Licenciado Alonso Fernández de /Auellaneda, natural de la Villa de / Tordesillas. Al Alcalde, Regidores, y hidalgos, de la noble villa de Argamesilla, patria feliz del hidalgo Cauallero Don Quixote / de la Mancha. (Aquí un grabadito que representa al hidalgo manchego lanza en ristre, idéntico [p. 358] al que aparece en la primera parte del Quijote publicada en Valencia, 1605, por Pedro Patricio Mey.) Con Licencia. En Tarragona, en casa de Felipe Roberto, Año 1614.

Es un volumen en octavo, de cuatro hojas preliminares, 282 folios y cinco hojas más sin numerar. Inútil es encarecer su extremada rareza.

No es inverosímil, pero sí muy dudosa, la existencia de una reimpresión de Madrid, 1615, mencionada vagamente por Ebert en su Léxico bibliográfico. Hasta ahora no se conoce ejemplar alguno de ella.

Como este falso Quijote fué mirado con la mayor indiferencia por sus contemporáneos, hasta el punto de no citarle ningún escritor del siglo XVII, que yo recuerde, desde los días de Cervantes y Tamayo de Vargas [1] hasta los de Nicolás Antonio, que cumpliendo su oficio de bibliógrafo tuvo que catalogarle, hay que llegar hasta 1732 para encontrar una nueva edición. Hízola el erudito y extravagante don Blas Antonio Nasarre, movido por los elogios que de la traducción, o más bien arreglo francés de Le Sage, había leído en el Journal des Savanis de 31 de marzo de 1704. He aquí el título de este volumen, que ya comienza a escasear:

Vida y hechos / del Ingenioso Hidalgo / Don Quixote / de la Mancha, / que contiene su quarta salida / y es la quinta parte de sus aventuras. Compuesta por el Licenciado Alonso Fernández / de Avellaneda, natural de la villa de Tordesillas. / Parte II. Tomo III. / Nuevamente añadido, y corregido en esta / Impresión, por el Licenciado Don Isidro Perales y Torres. / Dedicada, etc. / Año 1732. / Con Privilegio. En Madrid, A costa de Juan Oliveras, Mercader de Libros, Heredero de Francisco Lasso... 4.º 16 hs . prls. 275 pp. y cinco sin foliar de Tabla.

Nasarre, con muy buen acuerdo, omitió su nombre en el disparatado Juicio de la obra, que va a guisa de prólogo. No tuvieron tan discreto aviso los aprobantes don Agustín de Montiano y Layando y don Francisco Domingo, presbítero beneficiado de la iglesia parroquial de Aliaga, a quien, no sé por qué, consideran [p. 359] algunos como una segunda máscara de Nasarre. Jamás las aprobaciones de libros, que eran documentos oficiales y autorizados, aparecen suscritos por personas imaginarias; y ha sido menester toda la cavilosidad de los críticos partidarios de la hipótesis de Aliaga y dispuestos a traer por los cabellos cuanto conduzca a su intento, para dudar de la existencia del pobre beneficiado, y atribuir a Nasarre el extraño honor de haberse anticipado a su conjetura, aunque no la publicase por prudencia. [1]

Esta edición que tenemos por segunda es desdichadísima en tipos, en papel y en todo. Se la puso el epígrafe de tomo tercero, para que hiciese juego con las dos partes del Quijote de Cervantes, impresas en la misma forma. Pero el público siguió rechazándola, y sólo en 1805 apareció una nueva y mutilada edición en dos tomitos (Madrid, imprenta de Villalpando), donde, además de otros expurgos menores, arrancó de cuajo la censura los cinco capítulos que contienen las historias del rico desesperado y de los felices amantes, escandalosas sin duda, pero que literariamente consideradas no son de lo peor que el libro contiene, especialmente la segunda. También está algo expurgada, pero mucho menos, la edición barcelonesa de 1884, publicada en la Biblioteca Clásica Española, de los editores D. Cortezo y C.ª

No hay, por consiguiente, más edición moderna digna de fe que la que publicó don Cayetano Rosell en el tomo 1.º de Novelistas Posteriores a Cervantes de la Biblioteca de Rivadeneyra (1851), y aun ésta tiene el inconveniente, como todos los demás textos de la colección en que figura, de haber sustituido la ortografía moderna a la antigua, aun en los casos en que puede representar una diferencia fonética.

Algo más extensa y curiosa es la bibliografía extranjera del Quijote de Avellaneda, gracias a la fortuna que este mediano libro [p. 360] tuvo de caer en manos de un traductor infiel y habilísimo que le mejoró en tercio y quinto. En 1704 se publicó anónima esta traducción francesa, o más bien arreglo, de Le Sage, cuyo nombre por tantos títulos debe figurar en muchos capítulos de la novelística española:

«Nouvelles aventures de l'admirable Don Quichotte de la Manche, composées par le Licencié Alonso Fernández de Avellaneda: Et traduites de l'Espagnol en François, pour la première fois. A Paris. Chez la Veuve de Claude Barbin, au Palais, sur le second Perron de la Saint Chapelle. MDCCIV. Avec Privilege du Roy.» 2 . ts. en 12.º Hubo por lo menos dos reimpresiones de este Quijote apócrifo, uno con la fecha de 1707 (Londres) y otro con la de París, 1716. Posteriormente ha sido reimpreso en colección con las demás obras de Le Sage, [1] pero como hoy es muy poco leído, aun en Francia, me parece curioso apuntar aquí las principales diferencias que ofrece con el de Avellaneda, advirtiendo que las de detalle son innumerables, por haber puesto el refundidor francés especial cuidado en borrar las inmundicias y groserías del original.

Avellaneda.—Quijote.

Cap. I. Este capítulo corresponde al primero y segundo de la traducción libre o rifacimento que hizo Le Sage.

Cap. II. Corresponden al III y IV de Le Sage.

Cap. III. Parte del capítulo IV de Le Sage y todo el V.

Cap. IV. VI de Le Sage.

Cap. V. Le Sage, final del capítulo VI.

Cap. VI. De la batalla con un guarda de un melonar, que Don Quijote pensaba ser Roldán el furioso. De este capítulo proceden el VII, VIII (con muchas cosas añadidas, especialmente la fantasía de la princesa Guenipea, hija del Kan de Tartaria), y IX, de Le Sage.

Cap. VII. Le Sage supone que Mosén Valentín conocía ya el Quijote de Cervantes, lo cual no está en Avellaneda. De aquí toma pie en su capítulo X para intercalar una censura muy impertinente del Quijote de Cervantes. Cap. XI de Le Sage. Aquí añade Le Sage el hallazgo de la maza del arzobispo Turpín.

[p. 361] Cap. VIII. Lib. II de La Sage, cap. I.

Cap. IX. Lib. II, cap. II de Le Sage.

Cap. X. Lib. II, cap. III de Le Sage.

Cap. XI. Lib. II, cap. IV de Le Sage; suprimiendo toda la descripción de los arcos y el juego de sortija. Pero con la aparición de don Quijote vuelve a tomar el hilo.

Cap. XII. Le Sage, Lib. II, cap. V. Lo que el Quijote de Avellaneda atribuye a don Belianís, Le Sage lo refiere al libro de las aventuras del Caballero del Sol. Más adelante Le Sage añade una bufonada de Sancho sobre su hija Sanchica y el parecido que tenía con el cura de su lugar.

Cap. XIII. Le Sage, lib. II, cap. VI y VII.

Cap. XIV. Le Sage, lib. III, cap. I. Suprime la segunda estancia de Don Quijote en casa de Mosén Valentín.

Cap. XV. Le Sage suprime todo el cuento del Rico Desesperado, sustituyéndole con el entierro de la mujer penitente, que vivía en hábito de ermitaño, y que resulta ser la priora doña Luisa del cuento de Los Felices Amantes, así como Fr. Esteban el don Gregorio. (Lib. III, cap. II.) Con esto intercala mejor el segundo cuento y da más viveza dramática a la narración.

Cap. XVII. Le Sage, lib. III, cap. II y III.

[p. 362] Cap. XVIII. Le Sage, lib. III, cap. IV.

Cap. XIX. Le Sage suprime toda la parte milagrosa de la historia, y acaba el cuento de una manera fría e insulsa.

Cap. XXI. Lib. III, cap. V de Le Sage.

Cap. XXII. Lib. III, cap. VI.

Cap. XXIII. Lib. III, cap. VIII. Intercala aquí el encuentro del soldado Bracamonte con su hermano que volvía del Perú. Desde este momento empieza el imitador francés a separarse de su original, insertando un capítulo enteramente nuevo Historia de D. Rafael de Bracamonte (lib. III, cap. IX).

Cap. XXIV. Le Sage, lib. III, cap. X, pero con muchos cambios y muy abreviado, suprimiendo la prisión de Sancho en Sigüenza, y todo lo demás que se refiere hasta el fin del capítulo.

Cap. XXV. Le Sage, lib. III, cap. XI.

Cap. XXVI. Le Sage, libr. III, cap. XII.

Cap. XXVII. Le Sage, lib. III, cap. XIII. En el XIV se aparta del original, e intercala dos largos capítulos sobre el encanta miento y desencantamiento de Sancho. Reanuda la historia en el cap. XVI.

Cap. XXVIII. Le Sage, lib. III, cap. I y II.

Cap. XXIX. Los capítulos II a VI inclusive de Le Sage nada tienen que ver con el texto de Avellaneda. El que corresponde a este capítulo es el VII del autor francés.

Cap. XXXI. Cap. VIII, lib. IV de Le Sage, pero con muchas modificaciones.

Cap. XXXII. Cap. V, lib. V de Le Sage, con notables alteraciones. Intercala otros cinco de su cosecha, y vuelve a tomar el hilo del Quijote de Avellaneda en el lib. VI, cap. I.

Cap. XXXIII. Le Sage, cap. V, lib. V.

Cap. XXXIV. Le Sage, lib. VI, cap. III. que luego prosigue larga y originalmente con la donosa historia de la Infanta Burlerina, y de su desencanto por Don Quijote, imitada del desencanto de Dulcinea.

En estos últimos capítulos hay muchas reminiscencias de la Segunda Parte auténtica, lo cual debe notarse, porque Le Sage dió su libro como traducción, e hizo creer a algunos incautos que Cervantes había plagiado a Avellaneda. Los extravagantes elogios que hizo de éste tampoco parecen muy sinceros, y todo el libro [p. 363] tiene trazas de una especulación de librería en que, por una parte, se explotaba la popularidad del Quijote, y por otra, se procuraba llamar la atención con paradojas contra Cervantes.

Por de pronto, la refundición de Le Sage tuvo éxito. Fué traducida al inglés por el capitán John Stevens, en 1705; al holandés en 1706, al alemán de 1707 y todas estas traducciones obtuvieron los honores de la reimpresión. [1]

Pero como era falsa y efímera la base en que estribaba la rehabilitación póstuma de Avellaneda, no bastó el talento del ameno y discreto refundidor para prolongar la sorpresa del primer momento, ni mucho menos lo han conseguido otros traductores mas modernos que se han ajustado más escrupulosamente a la letra del original, como un anónimo inglés de 1805, [2] y el francés Germond de Lavigne, que en 1853 [3] intentó nueva y temeraria apología de un libro relegado definitivamente por la crítica al mundo de las curiosidades literarias, del cual nunca podrá salir.

Como tal curiosidad, y sin ningún intento apologético, se publica esta nueva edición, que es copia fiel de la primitiva de Tarragona, cuya ortografía conserva, aunque la puntuación va acomodada al uso moderno, según se practica en ediciones de esta clase.

Han querido los editores que al frente de ella figure la carta que en 15 de febrero de 1897 dirigí al benemérito y malogrado cervantista don Leopoldo Rius, proponiendo una nueva conjetura sobre el autor del Quijote de Avellaneda, después de hacerme cargo de las opiniones que hasta entonces se habían formulado sobre el asunto.

Publicado este artículo en la hoja literaria de un periódico (El Imparcial), estaba tan expuesto a perecer como todos los [p. 364] papeles de su índole, y aunque acaso la pérdida no hubiera sido grande (a juzgar por las desaforadas críticas, o más bien censuras, de que ha sido blanco aquel modestísimo ensayo mío), todavía, releyéndole hoy después de tanto tiempo, y como si se tratara de cosa ajena, encuentro en él algo que puede ser útil, y por eso consiento en la reimpresión, añadiéndole algunas notas y rectificaciones. La parte crítica y negativa, que es la principal en mi estudio, ha quedado intacta. No será tan mala cuando tanto se valen de ella los mismos que afectan despreciarla. La parte no afirmativa, sino conjetural, conserva el mismo carácter de hipótesis con que la presenté siempre. Doy poca importancia al nombre de Alfonso Lamberto, que por ser tan desconocido, apenas sacaría al libro de su categoría de anónimo. Alguna de las presunciones que alegué en su favor me parece ahora débil, pero todavía creo que es la hipótesis menos temeraria de cuantas conozco, la única que no tropieza con alguna imposibilidad física o moral. Sin duda por su propia modestia y sencillez ha hecho poca fortuna, pero sea Alfonso Lamberto u otro el autor del falso Quijote, lo que para mí es incuestionable, y creo que ha de serlo para todo lector de buena fe, es que aquella mediana novela fué parto de la fantasía de un autor oscurísimo, de quien acaso no conocemos ninguna otra obra. El misterio que envuelve su nombre no tiene más misterio que la propia insignificancia del sujeto. Sus contemporáneos le miraron con tal desdén, que ni siquiera hubo quien se cuidase de arrancarle la máscara.

A continuación de mi carta me haré cargo, aunque brevemente, de la nueva solución propuesta, con gran estrépito, por Mr. Paul Groussac en su curioso libro Une énigme littéraire, y gracias al inesperado concurso de buenos amigos, mostraré sin trabajo ni mérito propio, que el señor Groussac, a pesar de la intemperancia y descortesía con que trata a todos sus predecesores, nada prueba ni resuelve nada, y deja la cuestión tan oscura como estaba.

[p. 365] II UNA NUEVA CONJETURA

SOBRE EL AUTOR DEL «QUIJOTE» DE AVELLANEDA

Al Sr. D. Leopoldo Rius y Lloséllas.

                                                                                                           En Barcelona.

Mi antiguo y querido amigo: Hace tipo indiqué a usted los fundamentos de mi opinión acerca del encubierto autor del falso Quijote, y usted benévolamente me convidó a que los pusiese por escrito, ofreciéndome hospitalidad para ello en el tomo segundo de su monumental Biografía crítica de las obras de Miguel de Cervantes, cuya terminación esperan con ansia todos los amigos del mayor ingenio literario que España cuenta en sus anales. Hoy cumplo mi palabra, aun a riesgo de defraudar las esperanzas de usted y de los que tengan la paciencia de leer hasta el fin esta carta, que de seguro ha de resultar prolija, y lo que es peor, poco concluyente.

Al llamar nueva a la conjetura que voy a exponer, solo quiero decir que no la he visto en ningún libro ni la he oído a nadie; aun que por lo demás, me parece tan obvia, que de lo que únicamente me admiro es de que no haya sido la primera en que se fijasen todos los críticos que han tratado de esta materia. [1] El descubrimiento, si descubrimiento hay, viene a ser tan baladí como la [p. 366] solución de aquel famoso acertijo que años atrás solía leerse en las cajas de fósforos: «¿dónde está la pastora?».

Perdone usted lo trivial de esta comparación, pero no encuentro otra que más adecuadamente traduzca mi pensamiento. A mi entender, casi todos los que sé han afanado en descubrir el nombre del incógnito Avellaneda, han pecado por exceso de ingeniosidad, prescindiendo de lo que tenían más a mano y dejándose llevar por la creencia anticipada de que el encubierto rival de Cervantes hubo de ser forzosamente persona conspicua en la sociedad o en las letras. Las conclusiones inciertas y contradictorias a que por este método se ha llegado, demuestran su ineficacia, y convidan a ensayar otro nuevo, que quizá conduzca a un resultado más positivo, si bien más modesto. ¿Por qué no había de ser el supuesto Avellaneda un escritor oscuro, el cual, enemistado con Cervantes por motivos que probablemente ignoraremos siempre, y movido además por la esperanza de lucro en vista del éxito prodigioso que había alcanzado la primera parte del Quijote, impresa seis veces en un año, se arrojó a continuarla con tanta osadía como intención dañada, llevando el justo castigo de la una y de la otra en el olvido o desestimación en que muy pronto cayó su obra, y en la oscuridad que continuó envolviendo su persona? [1]

Y no es que este falso Quijote sea obra enteramente adocenada ni indigna de estudio. Sin convenir yo de ningún modo con las tardías y extravagantes reivindicaciones de Le Sage, de Montiano, de Germond de Lavigne y de algún otro traductor, editor o crítico, dictadas unas por el mal gusto y otras por el temerario y poco sincero afán de la paradoja, todavía encuentro en la ingeniosa fábula de Avellaneda condiciones muy estimables, que la dan un buen lugar entre las novelas de segundo orden que en tan gran copia produjo el siglo XVII. No tiene su autor la poderosa fantasía, la fuerza trágica, el inagotable artificio para anudar casos raros y situaciones estupendas, que hacen tan sabrosa la lectura de las románticas y peregrinas historias de don Gonzalo de Céspedes, cuyo temperamento de narrador se parecía un tanto al del viejo [p. 367] Dumas o al de nuestro Fernández y González. No tiene tampoco las dotes de delicada y a veces profunda observación moral, de varia y amena cultura, de urbano gracejo y cortesana filosofía, que tanto resplandecen en los numerosos escritos del simpático y olvidado Salas Barbadillo. Ni con Castillo Solórzano compite en el vigor picaresco de las novelas festivas, ni en la varia invención y caprichosa urdimbre de los cuentos de amores y aventuras. Todos estos novelistas, y otros que aquí se omiten, aventajan ciertamente al seudo-Avellaneda en muchas cualidades naturales y adquiridas, pero no puede decirse que le aventajen en todas; y además suelen adolecer de resabios culteranos y conceptistas, que en él no existen, o son menos visibles. El decir de Avellaneda es terso y fácil; su narración clara y despejada, aunque un poco lenta; hay algunos episodios interesantes y bien imaginados; el chiste es grosero, pero abundantísimo y espontáneo; la fuerza cómica, brutal, pero innegable; el diálogo, aunque atestado de suciedades que levantan el estómago en cada página, es propio y adecuado a los figurones rebelesianos que el novelista pone en escena. [1] Lo que decididamente rebaja tal libro a una categoría inferior, no sólo respecto de la obra de genio que Avellaneda toscamente profanaba, sino respecto de otras muchas de aquel tiempo que no pasan de ingeniosas y amenas, es el bajo y miserable concepto que su autor muestra de la vida, la vulgaridad de su pensamiento, la ausencia de todo ideal y de toda elevación estética, el feo y hediondo naturalismo en que con delectación se revuelca, la atención predominante que concede a los aspectos más torpes, a las funciones más ínfimas y repugnantes del organismo animal. Si no es un escritor pornográfico, porque no lo toleraban ni su [p. 368] tiempo ni el temple de la raza, es un escritor escatológico y de los peor olientes que pueden encontrarse.

Pero esta misma baja tendencia de su espíritu hace inestimable su obra, en cuanto sirve para graduar, por comparación o más bien por contraposición, los méritos de la de Cervantes. El continuador se apodera de los tipos creados por su inmortal predecesor, pero sólo acierta a ver en ellos lo más superficial, y en esto se encarniza, abultándolo en caricatura grosera. Ni el delicado idealismo del hidalgo manchego, ni el buen sentido de su escudero, salen bien librados de sus pecadoras manos, las cuales parece que tienen el don de ensuciar y mancillar todo lo que tocan. Su Don Quijote es un feroz energúmeno, un loco de atar; su Sancho Panza un glotón asqueroso e insaciable. Lo que en Cervantes, en la aventura de los batanes, fué descuido de un momento, se convierte en regla general para su imitador, cuyo libro todo es batanes, si se me permite este necesario eufemismo.

Tiene, pues, el Quijote de Avellaneda, aparte de sus méritos positivos, si bien secundarios, el de ser una piedra de toque, que sirve al crítico y al intérprete de Cervantes para estimar y aquilatar debidamente lo que sólo al genio es dado crear, y lo que puede dar de sí la ingeniosa y experta medianía, aun aleccionada por tan grande ejemplo y procurando remedarle, como remeda el mono las obras del ser racional. Y sirve, además, para otra enseñanza estética, de carácter todavía más general, es a saber, para mostrar práctica y experimentalmente la diferencia profunda que media entre el grande y humano realismo de un Cervantes o de un Shakespeare (por ejemplo), y el naturalismo de muchos franceses modernos, en cuyas filas se hubiera alistado con gran entusiasmo el falso Avellaneda si hubiese llegado a conocerlos. La Terre de Zola, por ejemplo, y este Quijote apócrifo parecen libros de la misma familia. [1]

[p. 369] No es maravilla, pues, que un escrito que a tan diversas consideraciones se presta, y que, aun siendo peor de lo que es, siempre sería curioso por su bastardo parentesco con la primera novela del mundo, haya llamado en todo tiempo la atención de los cervantistas, preocupados principalmente con el enigma del nombre de su autor, que han procurado resolver por caminos muy diversos.

No me empeñaré en apuntar aquí todas las soluciones de que tengo noticia; empeño doblemente inútil dirigiéndome a usted, que las tiene olvidadas de puro sabidas, y que dará razón de ellas en los respectivos artículos de su bibliografía. Además, muchas no han tenido séquito alguno, y son tan absurdas, que fuera tiempo perdido el que se emplease en refutarlas. [1] Pero creo conveniente [p. 370] empezar descartando algunas que ya por su mayor verosimilitud, ya por la autoridad que les dan el ingenio y la doctrina de los que las han sostenido, pueden servir de embarazo en esta indagación, preocupando el ánimo antes de llegar a ella.

Cervantes, que debía de conocer muy bien a su antagonista, no quiso darnos más indicio de su persona, sino que probablemente era aragonés porque tal vez escribe sin artículos. Sobre estos provincialismos de Avellaneda habría mucho que decir, y desde luego los mismos aragoneses no están de acuerdo. [1] El comentador Pellicer, que era de aquella tierra, cita como aragonesismos de Avellaneda las frases «en salir de la cárcel» por «en saliendo de la cárcel», «a la que volvió la cabeza» por «en volviendo la cabeza»; la voz «mala gana» por «desmayo» y el uso impersonal en ejemplos tales como mire, oiga, perdone. Este último uso nada prueba, por ser común en muchas partes de España y de América, y los otros tampoco prueban mucho, por ser más bien solecismos y descuidos de dicción, que verdaderos provincialismos.

El antiguo y benemérito catedrático de Literatura de la Universidad de Zaragoza, don Jerónimo Borao, en su útil y curioso Diccionario de voces aragonesas (cuya primera edición es de 1859), restringe todavía más el número de formas regionales que pueden encontrarse en el léxico y en la gramática del falso Avellaneda. Como palabras sueltas cita sólo (y con muchas y justificadas dudas respecto de algunas) las siguientes: zorriar, repapo, repostona, buen recado, malvasía y mala gana, en el sentido de desmayo («una mala gana que le había sobrevenido en Zaragoza»).

Algunos barbarismos puestos de intento en boca de Sancho, [p. 371] no pueden ser considerados como provincialismos de ninguna parte. Pero es cierto que el autor, hasta cuando habla por su cuenta, propende a ciertos modos incorrectos, o excesivamente elípticos, de que pueden servir de ejemplo los dos siguientes: «a la que llegó», en vez de «cuando llegó» o «a la hora en que llegó»; «en despertar», esto es, «cuando despertó».

Suele omitir también, pero no con tanta frecuencia que esto pueda considerarse como marca distintiva de su estilo, los artículos y las preposiciones, diciendo, v. gr.: «cerca los muros», «delante el monasterio», «haciendo toda resistencia que podía».

Como se ve, los indicios gramaticales no pueden ser más débiles, y si no hubiera otros para tener por aragonés a Avellaneda, no sería yo ciertamente quien se atreviese a afirmar su patria. La afirmo sólo bajo la fe de Cervantes, que me parece imposible que la ignorase, a pesar de la forma un tanto dubitativa en que se expresa.

Lo que no tiene fundamento sólido es el capricho de Pellicer, Clemencín y otros muchos, empeñados en que el autor del falso Quijote no pudo ser otro que un fraile dominico. Los motivos que se han alegado para tal conjetura no pueden ser más fútiles, y lo que verdaderamente pasma es la docilidad con que casi todos los cervantistas han pasado por ellos. Que el encubierto autor, cita con elogio a Santo Tomás y la Guía de pecadores de Fr. Luis de Granada. que recomienda en varios pasajes la devoción del Santo Rosario: que en el cuento de Los felices amantes (cuyo asunto es el mismo que el de Margarita la tornera), se manifiesta muy enterado de la vida interior de los conventos de monjas, lo cual hace presumir que fué confesor de ellas. Las obras de Santo Tomás constituían en el siglo XVII el fondo de la enseñanza teológica y filosófica, y todo el mundo las citaba continuamente, como hoy mismo las citan y estudian muchos que no son dominicos, ni eclesiásticos siquiera. Las obras ascéticas de Fr. Luis de Granada corrían en manos de todas las gentes piadosas, y hoy mismo, afortunadamente, corren en muchas, de lo mejor y más sano de nuestro pueblo, a despecho de los devotos y devotas traducidos del francés, que no encuentran elegante el hacer sus lecturas espirituales en lengua castellana. Finalmente, lo que Avellaneda dice de los conventos de monjas, nada tiene de misterioso ni de recóndito, [p. 372] nada que no pudiera saber el escritor más lego de aquellos tiempos en que el siglo y el claustro no formaban dos mundos aparte, sino que vivían en relación íntima y de todos los días.

Toda esta cadena de suposiciones gratuitas, admitidas como en autoridad de cosa probada, han servido para adjudicar sucesivamente el Quijote de Avellaneda a cuatro diversos frailes dominicos, que a mi entender estuvieron libres de toda participación en él, lo cual no deja de importar para el decoro literario de su Orden, que poco ganaría con añadir al catálogo de sus glorias el nombre de tan sucio aunque ingenioso escritor. Siquiera el gran novelista Mateo Bandello, que fué dominico y además obispo, compensa ampliamente las licencias de su pluma con la fertilidad prodigiosa de su invención, en cuyo caudal bebieron Lope y Shakespeare, y con el interés y fuerza patética de muchas de sus narraciones. Pero ciertamente que a Avellaneda no le alcanzan tales disculpas.

De estos candidatos, el que mayor número de sufragios y mas respetables ha reunido es Fr. Luis de Aliaga, confesor de Felipe III, e inquisidor general, hombre intrigante y codicioso, de quien en todas las crónicas y relaciones de su tiempo y muy señaladamente en los Grandes anales de quince días, de don Francisco de Quevedo, puede hallarse larga y poco honorífica memoria. Este nombre, echado a volar por Gallardo, según creo; aceptado por don Adolfo de Castro en la primera edición de su Buscapié (1848), y por Rosell al reimprimir el falso Quijote en la colección de Rivadeneyra; y defendido luego con todo el portentoso aparato de su erudición e ingenio por don Aureliano Fernández Guerra, ha sido generalmente aceptado sin discusión, y apenas sé que nadie haya impugnado directamente tal hipótesis, salvo don Francisco María Tubino en un libro que fué muy poco leído, aunque merecía serlo. [1]

[p. 373] Pero yo, salvando todos los respetos debidos a cuantos han esforzado esta opinión, y muy especialmente a la dulce y venerable memoria de don Aureliano, a quien siempre acaté como maestro en este y otros ramos de erudición española, no puedo menos de declarar que todos los argumentos encaminados a establecer la identidad entre Fr. Luis de Aliaga y el autor del Quijote de Avellaneda, nunca me han convencido ni mucho ni poco. Estos argumentos, reduciéndolos a forma descarnada, son los siguientes:

a) «El autor del falso Quijote era aragonés como Fr. Luis de Aliaga.» Concedido.

b) «Era dominico como Aliaga.» Esto no se ha probado hasta ahora, ni es fácil probarlo.

c) «A Aliaga se le daba en su tiempo el mote de Sancho Panza, según parece por unas décimas satíricas del conde de.Villamediana contra los privados de Felipe III.

Sancho Panza, el confesor
Del ya difunto monarca....

Supongamos que esta cita aislada, que puede ser un caprichoso desahogo del poeta satírico, tiene valor general, y que efectivamente en 1621 era cosa comente apodar Sancho Panza al confesor del ya difunto Felipe III. Cuál fuese la razón del mote lo ignoramos: no sería en verdad la semejanza física, puesto que de Aliaga dice Quevedo que era de buena estatura, color turbio y de facciones robustas. Pudo ser más bien la condición moral, puesto que añade nuestro gran satírico que Aliaga en la privanza fué lo que le mandaron, es decir, que había nacido para escudero, del duque de Lerma o de cualquier otro. Pero fuese cual fuese el motivo o el pretexto del apodo, le quita todo valor para el caso la circunstancia de aparecer solamente en una sátira de 1621, es decir, diez y seis años después de haber comenzado a pasearse triunfalmente por el mundo Sancho y su rucio. Todo se reduce, pues, a que Aliaga se le dió, a lo menos por la maligna sátira de Villamediana, un sobrenombre burlesco, derivado del libro más popular entre cuantos libros de imaginación se habían compuesto en España. Ni tampoco Sancho y su asno fueron enteramente inventados por Cervantes: en la tradición popular los encontró, como todo grande artista ha encontrado la materia primera de sus más geniales y profundas creaciones. [p. 374] Véase, en prueba de ello, cierta especie contenida en un libro que todo el mundo cita, pero que pocos han leído entero, a pesar de las sabrosas noticias de costumbres y curiosidades de lengua que, en medio de sus desvaríos etimológicos, contiene. Me refiero al Tesoro de la lengua Española, de don Sebastián de Covarrubias impreso en 1611 (cinco años después de la primera parte del Quijote), pero escrito mucho antes, como de sus preliminares se infiere. En este libro, pues, se lee la siguiente declaración del proverbio «Allá va Sancho con su rocino. Dizen que este era un hombre gracioso, que tenía una aca, y donde quiera que entraba la metía consigo; usamos deste proverbio quando dos amigos andan siempre juntos.»

d) «El embozado autor de la continuación del Quijote tuvo que ser el mismo que con el seudónimo de Don Juan Alonso Laureles, caballero de hábito y peón de costumbres, aragonés liso y castellano revuelto, publicó en Huesca, en 1629, la Venganza de la lengua española, contra el Cuento de Cuentos de Quevedo; y este papel se atribuye tradicionalmente a Fr. Luis de Aliaga.»

Aquí se comete un círculo vicioso, y además un error cronológico. Yo no tengo inconveniente en admitir, por los indicios que luego expondré, que el autor del Quijote de Avellaneda y el de la Venganza sean uno mismo, a pesar de la diferencia de estilo y méritos que hay entre ambos escritos, tan importante el primero como baladí y despreciable el segundo. Pero lo que resueltamente afirmo, es el que el Padre Aliaga no pudo ser autor de la Venganza, porque murió en 1627, y el Cuento de Cuentos no apareció hasta 1669.Además, en la Venganza se citan ya, como impresos, los Sueños del inmortal satírico, que no corrieron de molde hasta 1627. Hay que descargar, por consiguiente, a Aliaga de este segundo pecado literario, que sin razón alguna se le imputa.

¿Y de dónde habrá nacido la extraña idea de suponer tan asiduo cultivo de la literatura amena a un personaje de quien no consta que tuviese siquiera aficiones literarias? Es cierto que Latassa le incluye en su Biblioteca de escritores aragoneses, pero sólo para decir que escribió diferentes cartas sobre asuntos útiles, y algunas alegaciones, memorias y consultas como inquisidor general, nada de lo cual parece que llegó a imprimirse. Con tan amplio criterio (y de esto hay mucho en nuestras bibliografías provinciales), [p. 375] todo el que sabe leer y escribir resulta, por lo menos, autor de cartas, y puede abultar con su nombre estos farragosos índices, que serían mucho más útiles si se les cercenase la mitad de su volumen.

¿Pero el escribir cartas, sermones y alegatos, como por razón de su oficio había de hacerlo Aliaga, tiene nada que ver con la composición de una obra de puro ingenio y fantasía, que no es el pasatiempo de un aficionado, sino el fruto bastante maduro de las vigilias de un hombre de letras? ¿Hemos de suponer, sin ninguna prueba extrínseca, que todo un inquisidor general, [1] confesor regio y poderoso valido del monarca? entretuviera sus ocios, que no debían de ser frecuentes, en componer con todo esmero una larga novela, en que lo de menos es el despique personal contra Cervantes (a quien, fuera del prólogo, sólo se alude en muy contados pasajes del libro), y lo principal es la fábula misma, las aventuras de Don Quijote y Sancho, tejidas con más o menos arte?

Cierto que el caso no es imposible; y de otros más raros habla la historia. El cardenal Richelieu, por ejemplo, se divertía en componer, a lo menos en colaboración, malas tragedias, y hacía que sus colaboradores censurasen las buenas. Pero el fundador de la Academia francesa tenía otras necesidades intelectuales que el vulgarismo Aliaga, y con mejor o peor gusto, comprendía la importancia del arte literario y a su modo procuraba fomentarle. ¿Dónde hay el menor indicio de que Aliaga pensara nunca en tales cosas, ni tuviese ningún género de relación con los grandes ingenios de su tiempo, a quienes acaso no conoció ni aun de vista y a cuyas querellas permaneció seguramente ajeno? Si Cervantes le hubiera ofendido (cosa de todo punto improbable, porque Cervantes no cultivó jamás la sátira política, única que podía herir a Aliaga, como le hirió con la pluma del conde de Villamediana), ¿no tendría a mano el iracundo y poderoso fraile medios más rápidos y eficaces de venganza que el continuar o parodiar con tanta flema la obra de su enemigo, empezando por cubrirse el rostro con triple máscara?

[p. 376] Nada quiero decir de los sendos manojos de aliagas, que los muchachos de Barcelona encajaron a Rocinante y al rucio al entrar en aquella ciudad, según se escribe en la segunda parte auténtica; porque para ver aquí alusión de ningún género se necesita estar ya preocupado por la teoría que combato.

Prescindiré también de la conjetura que hace años apuntó don Adolfo de Castro sobre Fr. Alonso Fernández, elegante historiador de la ciudad de Plasencia. La conformidad de su nombre verdadero con la primera parte del seudónimo de Avellaneda y el haber sido dominico y fervoroso propagador de la devoción del Santo Rosario, sólo los únicos e insubsistentes apoyos de esta sospecha, que indirectamente queda refutada ya.

Dominico era también, y más abonado para achacarle la paternidad de la misteriosa novela, el leonés Fr. Andrés Pérez que, según tradición de su Orden, registrada por Nicolás Antonio, fué el verdadero autor del Libro de entretenimiento de la Pícara Justina, impreso con nombre del Licenciado Francisco López de Ubeda, en 1605, precisamente el mismo año que la primera parte del Quijote, que el autor de la Justina conocía ya impresa o manuscrita, puesto que se refiere a ella en unos versos cortados, los cuales también parecen de imitación cervantesca:

       Soy la reina de Picardí-
       Más que la ruda conoci-
       Más famo- que doña Oli-
        Que Don Quijo- y Lazari-

Si esta rara circunstancia de haber sido el primero en mencionar el Quijote [1] cuando apenas acababa de salir de las prensas o estaba aun en la oficina de Juan de la Cuesta, puede inducir a sospechar que el embozado fraile estaba por entonces en las confidencias literarias de Cervantes, no hay duda que después de la publicación de La Pícara Justina [2] cayó enteramente de su gracia y amistad, puesto que es una de las rarísimas víctimas literarias [p. 377] que sin contemplaciones inmoló Cervantes; uno de los pocos a quienes no alcanzó su inagotable benevolencia en el Viaje del Parnaso, donde el Licenciado Ubeda figura entre los que capitaneaban el escuadrón de los poetas chirles:

          Haldeando venía y trasudando
       El autor de La Pícara Justina,
       Capellán lego del contrario bando.
           Y cual si fuera de una culebrina
       Disparo de sus manos un librazo
       Que fué de nuestro campo la ruina.
       ...............................................

Y como luego se indica el temor de que el contrario dispare otra novela, no ha faltado quien sin más averiguación la identifique con el Quijote de Avellaneda; opinión que, si no parece tan absurda como otras, atendiendo sólo a estos indicios exteriores, resulta de todo punto inadmisible cuando se leen juntas una y otra producción, tan desemejantes entre sí, que nadie, por muy estragado que tenga el paladar crítico, puede, sin evidente dislate, suponer las de la misma mano. El que escribió La Pícara Justina era hombre de poca inventiva, de perverso gusto y de ningún juicio, y en este concepto mereció la sátira de Cervantes, pero poseía un caudal riquísimo de dicción picaresca, y una extraña originalidad de estilo, en la cual cifraba todos sus conatos, esforzándose siempre por decir las cosas del modo más revesado posible, con mucho lujo de colores chillones y de abigarradas y grotescas asociaciones de ideas y de palabras, atento siempre a sorprender más que a deleitar, y más a lucir el ingenio propio que a interesar al lector con el insulso cuento de las aventuras de su heroína. De este modo consiguió hacer un libro estrafalario, oscuro y fastidioso, que pasa por muy libre entre los que no le han leído, aunque quizá no le haya más inofensivo en toda la galería de las novelas picarescas.

En este monumento de mal gusto, todas las cosas están dichas por los más interminables rodeos; y las descripciones, muy curiosas por otra parte, que el libro contiene, de la vida popular en León y comarcas limítrofes, yacen ahogadas bajo tal profusión de garambainas, paranomasias, retruécanos, idiotismos, proloquios familiares, alusiones enmarañadas y pedanterías de todo género, que el libro se convierte en un rompecabezas, y a ratos parece escrito [p. 378] en otra lengua diversa de la castellana, no ciertamente porque el autor la ignorase, sino al revés, porque sabiéndola demasiado (si en esto cabe exceso), pero careciendo de discreción y gusto para emplearla, derrama a espuertas su diccionario, y quiere disimular su indigencia de pensamiento con el tropel y la orgía de las palabras. Era lo que hoy llamaríamos un decadente, pero tuvo la desgracia de nacer antes de tiempo y no formó escuela. Lo más tenebroso de Quevedo y Gracián parece diáfano en comparación con esta interminable charada novelesca, que afortunadamente no paso del primer tomo, pero que según el plan de su autor, debía tener muchos más.

Tal era el estilo que en sus obras de amenidad gastaba el demasiado ingenioso dominico de León. [1] Cotéjese una sola página suya con otra cualquiera del Quijote de Tordesillas, y el pleito quedará fallado sin apelación. No puede haber dos estilos más opuestos. Los defectos de Avellaneda son precisamente defectos contrarios a los de La Pícara Justina. Avellaneda es vulgar muchas veces, flojo y desaliñado otras, pero llano y transparente siempre. Dice lo que quiere decir, con giros de la lengua de todo el mundo, sin afectaciones ni retorceduras de ninguna clase. Sabe contar, sabe inventar chistosos incidentes y peripecias agradables, sabe ligar sus narraciones y graduar el interés de ellas. Es un novelista [p. 379] mediano, pero estimable en su línea. Fr. Andrés Pérez nada sabe de esto: toda su riqueza consiste en palabras: sus cuentos no tienen pizca de gracejo, ni siquiera de aquella especie ínfima y chabacana, que en Avellaneda abunda tanto: sus narraciones lentas y desgarbadas infunden sueño: su continua pretensión de agudeza y brillantez le hace romper el hilo a cada momento; y por último, no hay en todo el libro arte de composición, ni siquiera rastro de él. Tampoco se puede decir que ambos autores se asemejen en sus infracciones a las leyes de la decencia artística y moral. Avellaneda es un escritor continuamente sucio, y algunas veces torpe y libidinoso. Fr. Andrés Pérez, si se prescinde de algunas lozanías de expresión, toleradas entonces en todo género de libros de recreación y pasatiempo, es un escritor honesto y comedido, que habrá fastidiado a mucha gente, pero que de seguro no ha inducido a mal pensamiento a nadie, a pesar del título sospechoso de su libro, y de los encarecimientos y cautelas de su prólogo, Así no nos maravilla que, vencidos los hervores de la juventud, que nunca debieron de inquietarle mucho, pasara sin brusca transición desde la vida de la mesonera de Mansilla, hasta la de San Raymundo de Peñafort, y a la confección de varios tomos de sermones, que no he leído, pero que si están en el raro estilo de su prosa novelesca, serán dignos antecedentes de los del Florilegio sacro.

Todo el mundo conoce por la información que Cervantes hizo en Argel para su rescate, la siniestra figura del doctor Juan Blanco de Paz, «natural de la villa de Montemolín, junto a Llerena, que dicen haber sido frayle profeso de la Orden de Santo Domingo en San Esteban de Salamanca». Este odioso personaje, que quizá no había vestido nunca el hábito de la gloriosa Orden de Predicadores, ni tenía tampoco el carácter de comisario del Santo Oficio que se atribuía, delató al rey Azán el proyecto de fuga de Cervantes, después de haberse hecho dueño de su secreto con mentidas protestas de amistad; y le persiguió y calumnió de otros varios modos. Nada más se sabe de tan abominable sicofanta, que probablemente moriría empalado en Argel o remando en galeras bajo el látigo de algún cómitre, como de sus hazañas podía esperarse. Pero esto ha bastado para que, primero Ceán Bermúdez, aunque muy de pasada, y luego con más ahinco Benjumea, antes [p. 380] de inclinarse en su último libro a Fr. Andrés Pérez, hayan visto en el Quijote tordesillesco una nueva venganza de Blanco de Paz contra Cervantes. ¿Y por dónde sabemos que Blanco de Paz viviera todavía en 1614? ¿Y por dónde podemos inferir que fuera capaz de componer ningún libro malo ni bueno? ¿No tendría Cervantes en toda su vida mas émulos que aquel indigno clerizonte a quien se hace demasiado favor con suponerle capaz de otra cosa que de viles delaciones? El autor del falso Quijote era un literato envidioso, mal criado y atrabiliario, que ofendió sin mesura ni decoro las honradas canas de Cervantes, pero sería grande injusticia confundirle con un malvado de la ralea de Blanco de Paz, que hartaba de bofetones y de coces a los frailes redentores, y vendía a los infieles, por un escudo de oro y una jarra de manteca, las cabezas de sus compañeros de cautiverio. Creamos, por honor de las letras y de la naturaleza humana, que en tal bestial sujeto no podían anidar más que groseros apetitos, y que jamás la luz del arte iluminó su mente depravada y cavernosa. En vano Benjumea, aquejado de una especie de manía persecutoria y sospechando por todas partes mano oculta en la biografía de Cervantes, se empeña en dar a tal personaje, que sólo un momento interviene en ella, proporciones trágicas que nunca tuvo, viendo detrás de él el misterioso poder del Santo Oficio, empeñado en aniquilar la obra liberal de Cervantes, sustituyéndola con otro Quijote «ortodoxo». Tan ridículas cavilaciones, que apenas llega uno a creer que hayan sido expuestas en serio, tienen por única confirmación pueriles anagramas, leyendo, por ejemplo, donde dice Alonso López de Alcobendas «Esto es lo de Blanco de Paz», con lo cual el delator de Argel resulta identificado ipso facto con el maltrecho bachiller de la aventura del cuerpo muerto. Verdad es que en otra parte Blanco de Paz es el caballero de la Blanca Luna, y es finalmente... la propia ciudad de Barcelona, cuyo nombre se descompone en el sistema de Benjumea de este modo: «Blanco era.»

Pero dejando al sutilísimo comentador enterrado bajo el peso de sus anagramas y comentarios filosóficos, donde son tantas las agudezas como los desbarros, conviene fijarnos en aquellos críticos que, abandonando el trillado sendero de dar por cosa probada o probable que el continuador del Quijote era dominico, han sacado a plaza nombres de famosos escritores del siglo [p. 381] XVII, con quienes se supone enemistado a Cervantes por una razón u otra.

El primero de ellos es Bartolomé Leonardo de Argensola, aragonés como Avellaneda, descuidado o tibio amigo de Cervantes, que se queja, en el Viaje del Parnaso, de sus cortos oficios cerca del conde de Lemos, y a quien algunos suponen retratado satíricamente en el capellán de los duques, a quien da tan fiera y elocuente reprensión Don Quijote cuando por primera vez se sienta a su mesa.

Fácil es refutar tan débiles presunciones. Antes y después de 1614, nunca habló Cervantes de los Argensolas sino en términos del más sincero elogio, como podía esperarse de su buen gusto, tratándose de los dos poetas más correctos y clásicos de su tiempo. Hasta por similitud de principios literarios debían de serle gratos, y sin duda por eso, en la primera parte del Quijote, donde el teatro popular de Lope esta atacado de frente, logran desmedida alabanza las débiles tragedias de Lupercio. La queja que hay contra los dos hermanos en el Viaje del Parnaso, aunque amarga en el fondo, es blanda y amistosa en la forma, y no pasa de ser un recordatorio de antiguas promesas no cumplidas:

          Que no sé quien me dice y quien me exhorta,
       Que tienen para mi, a lo que imagino,
       La voluntad, como la vista, corta.
       ..............................................
           Pues si alguna promesa se cumpliera
       De aquellas muchas que al partir me hicieron,
       Vive Dios que no entrara en tu galera.
           Mucho esperé, si mucho prometieron,
       Mas podrá ser que ocupaciones nuevas
       Les obligue a olvidar lo que dijeron.

Cervantes, pues, en 1614 tenía motivos de queja contra los Argensolas por no haberle éstos llevado en su compañía a Nápoles, como le prometieron. Sin duda por la misma razón, rompiendo esta sola vez con la costumbre iniciada en las Novelas Ejemplares de dedicar todos sus libros al conde de Lemos, enderezó el Viaje a un don Rodrigo de Tapia. Pero ni el conde de Lemos le retiró su protección, que no sabemos hasta dónde se extendía, pero que algo había de valer a juzgar por el afectuoso agradecimiento con [p. 382] que siempre habló de ella Cervantes, hasta en su lecho de muerte, cuando ya era inútil la lisonja; ni hemos de creer que los Argensolas, que tanto influían en su ánimo, y que eran los verdaderos dispensadores de sus mercedes literarias, fuesen extraños a esta buena disposición de su señor y Mecenas, reparando así de algún modo su antiguo pecado de negligencia y olvido.

Además, Bartolomé Leonardo, aunque familiar y protegido de los duques de Villahermosa, nunca fué capellán suyo, sino rector, esto es, cura párroco del pueblo de Villahermosa en el reino de Valencia, lo cual es bastante diverso. Y por otra parte, no está probado que los duques de la Segunda Parte sean los de Villahermosa, como creyó Pellicer, ni los de Híjar, como sostuvo don Aureliano; y yo más me inclino a que no son ni unos ni otros, sino más bien una personificación de la aristocracia aragonesa de aquel tiempo, con rasgos tomados de diversos magnates, pero sin aludir a ninguno en particular. En caso de alusión directa, ¿cómo se hubiera atrevido Cervantes, sin nota de insolente y descomedido, a poner, aunque fuese en boca de la maldiciente dueña doña Rodríguez, aquello de las fuentes de la duquesa? Tales libertades no las toma el novelista más que con personajes enteramente imaginarios, y en que nadie ha de ver retratadas al vivo sus flaquezas.

El pasaje relativo al capellán está en la segunda parte, y por consiguiente, se imprimió después del Quijote de Avellaneda; pero no puede aludir a su autor, porque cuando Cervantes llegaba a aquel punto de su narración no tenía aún conocimiento de la segunda parte apócrifa, de la cual solo empieza a hablar en el capítulo 59, donde para huir de las huellas de aquel falso historiador cambia repentinamente el plan de su libro, y decide llevar a su héroe a Barcelona y no a las justas de Zaragoza, como hasta entonces venía anunciando.

Pero la principal razón que yo tengo para no admitir ni por un momento la atribución al Rector de Villahermosa, es el con traste evidente y palmario entre la prosa de Avellaneda, expresiva y abundante, pero desaliñada, y con muy poco sabor de erudición ni de buenas letras, y la prosa de Bartolomé Leonardo de Argensola, cultísima, pulquérrima, quizá en demasía acicalada y pomposa, pero siempre rotunda y noble, como vaciada en moldes clásicos por uno de los ingenios españoles más penetrados del [p. 383] espíritu del Renacimiento y más hábiles para aclimatar en nuestra lengua las bellezas de los antiguos. Confundir una página de la Conquista de las Molucas con otra del Quijote de Avellaneda, sería dar la más insigne prueba de ineptitud y de mal gusto. ¿En qué escrito de Argensola podrán encontrarse los provincialismos, vulgarismos y solecismos que en el libro de Avellaneda se han notado? Aragoneses eran uno y otro, pero ya dijo Lope de Vega, y la posteridad lo ha confirmado, que Argensola vino de Aragón a enseñar la lengua castellana. ¿Cómo el grave moralista había de caer en las torpezas que desdoran el libro de Avellaneda? ¿Cómo el delicado imitador de la culta urbanidad y suave filosofía de las epístolas y sermones horacianos, había de complacerse en los bestiales regodeos por donde corre desenfrenado el villano gusto de Avellaneda?

Más valedores cuenta la opinión de los que quieren hacer a Lope de Vega el triste regalo de este libro, que nada añadiría a su gloria y que rebajaría en gran manera su carácter moral, que ciertamente no fué irreprensible, como tampoco el de Shakespeare, sin que por eso dejen de ser uno y otro los más grandes poetas dramáticos del mundo. La crítica biográfica es ciertamente útil pero debe contenerse dentro de sus racionales límites, y no invadir el terreno de la apreciación estética, la cual no recae sobre las flaquezas del hombre, sino sobre aquella parte superior y más excelsa de su ser que se manifiesta y traduce en sus obras. Pero como quiera que este género de crítica no está al alcance de todo el mundo, y la otra, es decir, la meramente histórica (no menos que la gramatical) puede ser comprensible para el entendimiento más burdo, son pocos los que han penetrado en los secretos del arte de Lope y muchos los que tienen noticia de su pecadora vida y le profesan tirria y mala voluntad por los defectos de su condición engreída y recelosa del mérito ajeno; habiendo llegado en esto al colmo de la intemperancia algunos cervantistas españoles e ingleses, que no parece sino que se han empeñado en convertir la devoción a Cervantes en una secta fanática.

No voy a tratar aquí el punto harto difícil de las relaciones entre Cervantes y Lope, sobre el cual todavía no se ha hecho luz bastante. Creo que estas relaciones nunca fueron muy cordiales, y que siempre hubo entre ellos incompatibilidad de humores, [p. 384] nacida de su diverso temperamento literario, y quizá de disgustos personales, que ahora no es fácil averiguar. Todos los bien intencionados esfuerzos de Navarrete caen ante la realidad de los hechos, que por otra parte, no eran conocidos enteramente en su tiempo. El rey de nuestra prosa y el rey de nuestro teatro, no sólo se miraron de reojo, sino que por un tiempo más o menos largo, estuvieron francamente enemistados.

¿Pero de quién partieron las hostilidades? Parece que de Cervantes, a lo menos las públicas y notorias, las únicas que dejaron huella en los libros. Cervantes era bueno, generoso; llegó al heroísmo en muchos actos y situaciones de su vida; pero era del barro de Adán, y pertenecía además al gremio irritable de los poetas. Como dramaturgo, había sobrevivido a su generación, y se encontraba desterrado de la escena, donde Lope reinaba con absoluto imperio. En los nidos de antaño no había pájaros hogaño, según el mismo Cervantes lastimeramente dice. ¿No parece muy humano que cediera a un movimiento de despecho, no de envidia, que ésta era incompatible con su carácter?

Así fué, en efecto, y ahí está la primera parte del Quijote para atestiguar que la agresión no siempre se detuvo en el razonable limite de la censura literaria. Es cierto que en el diálogo entre el canónigo y el cura sobre el teatro, Cervantes hace, y no creo que por mera precaución retórica, notables salvedades en alabanza de Lope, sin perjuicio de declarar que casi todas sus comedias y las de sus discípulos eran conocidos disparates. Pero en el prólogo y en los versos burlescos que van al frente le zahiere y maltrata sin piedad, con alusiones que para los contemporáneos debían de ser clarísimas, puesto que todavía lo son para nosotros, como ya lo mostró Hartzenbusch, poniendo en cotejo los preliminares del Quijote con El peregrino en su patria, libro que Lope acababa de publicar, en 1604. Y si damos fe a todas las interpretaciones de Hartzenbusch, que en este caso no me parecen muy alambicadas, algo hay en aquellos extraños versos que no tiene conexión con la literatura, y que se dirige sólo a herir a Lope en el punto más flaco y vulnerable de sus costumbres y de su honra.

Por honor de Cervantes no quisiera yo creer en este género de alusiones pérfidas y veladas, pero tampoco es preciso suponerlas, bastando con el prólogo y el razonamiento sobre el teatro para [p. 385] explicar la mortificación de Lope, que leyó el Quijote antes de imprimirse, o a lo menos alcanzó alguna noticia de los ataques que contenía contra su persona, como parece por aquella descompuesta y absurda frase con que desahogó su enfado en carta escrita a persona desconocida (que parece haber sido un médico): «De poetas no digo: buen siglo es éste; muchos están en ciernes para el año que viene, pero ninguno hay tan malo como "Cervantes, ni tan necio que alabe a Don Quijote.... Y luego añade: «Cosa para mi más odiosa que mis librillos a Almendárez y mis comedias a Cervantes.»

Esto escribía Lope en 14 de agosto de 1604, puntualmente un año antes de salir el libro que tan mal parado iba a dejar su crédito de profeta. Esa frase, aunque confiada al secreto de una carta familiar, no descubierta hasta nuestros días, y probablemente dictada por un irreflexivo movimiento de mal humor, pesa y debe pesar sobre la memoria de Lope; así como, después de la rehabilitación solemne del teatro español, que con todos sus defectos es el más nacional y el más rico del mundo, pesa y debe pesar sobre la memoria de Cervantes aquello de los conocidos disparates aplicado en montón a la grandiosa labor dramática de su adversario.

A mi ver, estos dos soberanos ingenios no llegaron a entenderse nunca, o más bien no quisieron entenderse, ni ver que la obra del uno era en cierto modo complemento de la del otro, y que la posteridad había de reconciliarlos en una misma gloria.

Pero fuera de esa carta de índole privada, y fuera de un insolente soneto que tampoco corrió más que manuscrito, y que por su desvergonzado estilo más parece de Góngora que de Lope, no consta que el Fénix de los Ingenios tomase contra Cervantes ningún otro género de represalias, a pesar del modo ambiguo con que éste volvió a aludirle en la segunda parte del Quijote, ponderando su ocupación continua y virtuosa, y esto precisamente en 1615, año que pudiéramos llamar climatérico en la vida de Lope, puesto que en él comenzó la última, la más criminal, y también la más trágica y desventurada de sus pasiones. Harto sabía su vecino Cervantes, como sabía todo Madrid, cuál era entonces la ocupación continua, aunque nada virtuosa, de Lope.

Convengamos en que tales saetazos eran muy suficientes para [p. 386] sacar de quicio aun a persona de condición más pacífica y menos soberbia que Lope. Y, sin embargo, parece haber conservado algún trato con Cervantes, que en 1612 era compañero suyo en la Academia del conde de Saldaña, y que cierta noche, para que leyera una canción, le prestó sus anteojos que parecían huevos estrellados mal hechos. En sus obras impresas, nunca Lope dejó de elogiarle, a veces con tibieza, que hoy nos desagrada, como cuando dice que «no le faltó gracia y estilo en sus novelas»; pero otras con alta estimación, como en la comedia de El premio del bien hablar, donde junta el nombre de Cervantes con el de Cicerón, considerando sin duda al primero como el gran maestro de la prosa castellana, al modo que lo es Marco Tulio de la latina: juicio, como se ve, bien conforme con el que los siglos han formulado acerca de la superior excelencia del estilo de Cervantes entre todos los autores de nuestra lengua. Y el elogio es tanto más de notar, cuanto que viene intercalado, sin necesidad, en el diálogo de una comedia, y no puede confundirse con los vulgares cumplimientos y loores del Laurel de Apolo y otros poemas análogos.

Sabida la enemistad más o menos profunda y duradera entre Cervantes y Lope, no es maravilla que algunos hayan atribuido al segundo la composición del falso Quijote, y que otros, sin llegar a tanto, le achaquen cierto género de complicidad en la publicación de este libro, fundándose especialmente en los elogios que de su persona hace el encubierto autor en el prólogo y en otras partes de la novela, y en lo mucho que muestra dolerse de los ataques de Cervantes contra él.

Que Lope sea autor del Quijote de Avellaneda, es cosa de todo punto inadmisible. El estilo tan característico de esta novela nada tiene que ver con ninguna de las varias maneras que como prosista tuvo Lope. No se parece ni a la prosa poética y latinizada de La Arcadia y de El peregrino en su patria, ni a la gallarda y elegante prosa histórica del Triunfo de la fe en los reinos del Japón, ni a la sabrosa, natural, expresiva y agraciada dicción de muchas escenas de la Dorotea, que a ratos se atreve a competir con la misma Celestina; ni, finalmente, al truhanesco gracejo de las cartas familiares, que si honran poco al hombre, valen mucho por la ingeniosidad y el chiste. Pero aun en esta correspondencia secreta, donde el gran poeta rompe desgraciadamente todo freno, nada [p. 387] hay que se parezca a la torpe grosería de Avellaneda. En sus peores cartas, Lope es lascivo y a veces cínico; pero lo es de otro modo y con otro donaire y otro señorío que Avellaneda. Y cuando escribe para el público, hasta cuando traza cuadros de malas costumbres, que no podían faltar en su inmenso teatro, si había de ser, como es, trasunto completo de la comedia humana, procede con cierta parsimonia y buen gusto que jamás conoció Avellaneda. Así, en la Dorotea misma, en El Anzuelo de Fenisa, en El Rufian Castrucho, en El Arenal de Sevilla. Nunca en sus más libres desenfados se confunde la noble musa de Lope y de Tirso con el brutal realismo de Avellaneda, que es propio y peculiar suyo entre todos los autores de aquel siglo.

Si Lope no escribió el Quijote de Avellaneda, ¿pudo inspirarle, a lo menos? La posibilidad no se niega, pero el hecho es inverosímil. En 1605, año de la publicación del Quijote, empieza la correspondencia autógrafa de Lope con el duque de Sessa, y continúa hasta 1633, dos antes de la muerte de Lope y muchos después de la de Cervantes. Pues bien: en esta enorme y reservada correspondencia, donde Lope procede sin ningún género de disimulo y hace las más tristes confesiones; en esta correspondencia, donde, por otra parte, abundan tanto las noticias literarias, políticas y de todo género, no hay una sola palabra que se refiera al Quijote de Tordesillas ni a su autor. Esforzando el argumento negativo, podría dudarse hasta de que Lope hubiera visto el libro impreso en Tarragona, que los contemporáneos, como es sabido, miraron con la mayor indiferencia, hasta el punto de no haber sido reimpreso ni una sola vez en aquel siglo, al revés de lo que sucedía con cualquier mediano libro de entretenimiento. Esta misma indiferencia del público contradice más y más la hipótesis que impugnamos. ¿Cómo era posible que un libro de Lope, o inspirado y patrocinado por él, no excitase por lo menos la curiosidad, teniendo, además, como tenía, las cualidades literarias que es imposible negar al Quijote de Avellaneda?

Que Avellaneda era admirador de las estupendas e innumerables comedias de Lope de Vega, bien a la vista está desde las primeras líneas de su prólogo. Pero ¿qué español (fuera de algún pedante como Torres Rámila) dejaba de admirar entonces el prodigioso ingenio de Lope; desde el venerable Padre Mariana, que, [p. 388] a pesar de su antigua aversión a los juegos escénicos, interrumpía en 1618 la estudiosa quietud de su retiro de Toledo para lanzar en verso griego una diatriba, poco menos iracunda que las de Arquíloco, contra el audaz pedagogo de Alcalá, a quien juzgaba digno nada menos que del patíbulo por haber hincado su canino diente en las obras del gran poeta nacional; basta aquellos fanáticos a quienes la Inquisición tuvo que amonestar en sus índices porque repetían a coro el Creo en Lope de Vega todopoderoso, poeta de los cielos y de la tierra? La voz del oscuro Avellaneda no era más que una de tantas como se alzaban en esta apoteosis de un poeta que, a haber nacido en las edades heroicas, hubiera tenido templos y sacerdotes como Homero.

No creo necesario detenerme a impugnar la paradoja que por mero juego de ingenio, si no me equivoco, sostuvo en 1874 don Adolfo de Castro, atribuyendo el apócrifo Quijote al insigne poeta dramático don Juan Ruiz de Alarcón.

Nuestro amigo el señor Castro [1] hizo alarde una vez más del prodigioso conocimiento que tiene de la literatura española del siglo XVII, pero no convenció, ni podía convencer a nadie, ni quizá él mismo estaba convencido de lo que sustentaba. No puede haber antítesis más completa que la del soez y desvergonzado Avellaneda, y el delicadísimo poeta terenciano, el suave y profundo moralista, el intérprete más humano del ideal caballeresco, el más reflexivo y correcto de los ingenios de su tiempo, el que menos concesiones hizo ni al vulgo ni al torrente de la improvisación. El sentido de belleza moral que se difunde como escondido aroma por todas las venas del teatro alarconiano; el alto y generoso concepto de la vida que en él resplandece; el sello de distinción aristocrática que sin esfuerzo le realza; la continua pulcritud de pensamiento y de expresión que sólo en alguna comedia de su juventud puede echarse de menos, son dotes y condiciones tales que hacen ética y estéticamente imposible que Alarcón pudiera escribir ni una sola página de las que llevan el nombre del licenciado tordesillesco. Y como la vida de Alarcón estuvo en perfecto acuerdo con la doctrina de sus escritos, tampoco se le puede achacar la vileza de haber injuriado, sin motivo ni provocación, a Cervantes, [p. 389] de quien no consta que fuese ni amigo ni enemigo y a quien sólo pudo alcanzar en sus últimos años, puesto que Alarcón volvió de Méjico en 1611. Y aunque generalmente se supone que ya habían tenido relaciones literarias en Sevilla, en 1606, todo el crédito de esta aseveración estriba en que sea de Cervantes la carta descriptiva del festejo de San Juan de Alfarache, lo cual podrá parecer más o menos verosímil, pero dista mucho de ser artículo de fe, puesto que sólo se funda en coincidencias de estilo, que cada cual ve y entiende a su modo. [1]

La mayor prueba de lo inseguro de este método y de las con secuencias quiméricas a que arrastra, nos la da el mismo señor Castro, cuando a su modo quiere probar, con erudición y agudeza, que el estilo de Avellaneda y el de Alarcón se parecen como dos gotas de agua. Para ello acumula muchos ejemplos y comparaciones, después de las cuales, todo el que conozca a ambos autores, queda tan persuadido como antes de que no se parecen en nada. Porque no basta la coincidencia en pensamientos comunes; no basta el empleo frecuente de unas mismas locuciones, que en último resultado pertenecen al caudal de la lengua del siglo XVII y no al particular de ningún autor; se necesita la presencia de algo más hondo y personal, que pudiéramos llamar el alma del estilo, la raíz del peculiar modo que cada autor tiene de engastar el concepto en el signo literario.

Tales argumentos, por lo mismo que prueban demasiado, nada prueban. Vuélvase la oración por pasiva, y quien tenga el ingenio y la vasta lectura del señor Castro, podrá demostrar por el mismo método que Avellaneda es Tirso de Molina, o Mateo Alemán, o Vicente Espinel, o Quevedo, o Góngora, o Montalbán, o cualquiera de los que escribían con aplauso en las postrimerías del siglo XVI y principios del siguiente. A veces imagino que, al formular su tesis el docto gaditano, no se propuso otra cosa que probar, por reducción al absurdo, la ineficacia del método que hasta ahora se ha seguido en esta indagación.

Hora es ya de que en este y en otros puntos de más entidad [p. 390] vaya abandonando la crítica cervantina el terreno movedizo y fantástico en que por demasiado tiempo se ha extraviado. Yo no tengo autoridad ni ciencia para dar consejos a nadie, pero me duele que en medio de la riqueza de lucubraciones estériles que abruman esta rama de nuestra bibliografía, no tengamos todavía, de mano española, un libro definitivo sobre Cervantes. Comentarios simbólicos, exegéticos y trascendentales no faltan, ni tampoco disquisiciones encaminadas a probar su pericia en todo género de ciencias, artes y oficios, desde la teología hasta el arte de cocina. Lo que yo echo de menos es un libro en que con discreción y buen gusto se hable del único oficio y arte que verdaderamente tuvo Cervantes, del arte y oficio de novelista y de gran poeta en prosa. Las indicaciones de don Juan Valera, que es, a mi juicio, el español que mejor ha hablado del Quijote, aunque en pocas páginas, son lo que más se acerca a este ideal de crítica que yo concibo, y pueden ser germen de un libro que su mismo autor podría escribir mejor que nadie, si quisiera.

Perdone usted esta disgresión, y volvamos a Don Quijote el Malo. Para terminar esta enfadosa epístola, sólo me resta presentar los títulos de mi candidato, a quien de intento he reservado para el último lugar, como lo requiere la pequeñez del sujeto y la poca autoridad del que se atreve a presentarle. El que yo quiero favorecer con la ganga del falso Quijote (en lo cual ciertamente no sé si le hago un favor o un disfavor póstumo) lleva el oscurísimo nombre de Alfonso Lamberto. Su estado civil me es desconocido: sólo puedo decir de él que era aragonés y poeta. Los indicios que tengo para adjudicarle la paternidad de la disputada novela, pueden exponerse en pocas palabras, y no proceden de fuente muy recóndita.

El bibliotecario Pellicer, en su biografía de Cervantes, muy anticuada ya, pero útil y curiosa siempre, aun después de la publicación de la de Navarrete y de tantas otras posteriores, da noticia de un códice de la biblioteca de los condes (hoy duques) de Fernán Núñez, marcado así: Tractatus Varii, 382 . En este códice, que debe de ser un tomo de papeles varios, se contienen las sentencias o vejámenes que se intimaron los poetas que concurrieron a dos certámenes celebrados en Zaragoza por los años de 1614, sobre la interpretación de dos enigmas que habían corrido manuscritos [p. 391] en aquella ciudad. Entre los poetas concurrentes al primer certamen figuraban Martín Escuer, Alfonso Lamberto, Pablo Visieda, Josef Pilares, el Maestro Potranca, Juan Navarro, Miguel Soriano, Muniesa, Gerónimo Hernández, el incógnito Xarava, etc. En el segundo certamen escribieron Jayme Portolés, Pedro Huerta, Alfonso Lamberto, Lozano y otros.

A cada uno de los poetas, según costumbre de esta clase de justas, les da el fiscal un vejamen, censurando sus poesías, y les aplica su condigno castigo por no haber acertado a descifrar los enigmas. A uno de los poetas del primer certamen, se le dice esto:

       A Sancho Panza, estudiante,
       Oficial, o paseante,
       Cosa justa a su talento,
       Le dará el verdugo ciento,
       Caballero en Rocinante.

«Este poeta (dice Pellicer) a quien se le llama Sancho Panza, y cuyo nombre se calla, parece que es el fingido Alonso Fernández de Avellaneda.»

Entre las sentencias o vejámenes contra los poetas que escribieron para el certamen segundo, se lee esto:

       Al blanco do la ganancia
       Dice con poca elegancia
       Que la ignorancia se encubre
        Sancho Panza, y él descubre
       La fuerza de su ignorancia;
       Y pues afirma de veras
       Sus inventadas quimeras,
       En galeras tome puerto;
       Que tras azotes cierto
       Se sigue, siempre galeras.

Pellicer continúa sospechando que aquí también se satiriza a Avellaneda. Los versos son confusos y malos de todas veras, pero parece que aluden a un capítulo del falso Quijote, en 8.º, en que el ingenioso hidalgo, al entrar en Zaragoza, se empeña en librar a un criminal a quien iban azotando por las calles, y se ve de resultas en la cárcel pública, condenado a la misma pena de azotes y vergüenza, de que afortunadamente le salva su amigo don [p. 392] Alvaro Tarfe. El fiscal del certamen, por consiguiente, entendía referirse al Quijote de Avellaneda y no al de Cervantes; y tal alusión, en Zaragoza y en el mismo año de la publicación del libro da, mucho peso a la inducción de Pellicer, y mueve a sospechar que el poeta aragonés designado con el nombre de Sancho Panza, sea efectivamente el temerario rival de Cervantes.

¿Pero cuál de los poetas de estos certámenes puede ser? Aquí está la mayor dificultad, dice Pellicer. No tanta si nos atenemos a los datos que él mismo trae. Sólo un poeta de los citados por él concurrió a los dos certámenes, y este poeta es Alfonso Lamberto. Él es, por tanto, el Sancho Panza del uno y del otro vejamen. Sólo puede quedar el escrúpulo de que quizá entre los poetas cuyos nombres (no sé por qué) omite Pellicer, en vez de presentar la lista completa, haya algún otro repetido; duda de que no podríamos salir sino en presencia del códice mismo. Pero, entretanto, queda sólo Alfonso Lamberto, cuya causa se fortifica, como veremos, por otros indicios. [1]

[p. 393] Los partidarios de Aliaga no han desconocido estas noticias; pero empeñados en sacar adelante su hipótesis, no han vacilado en suponer, arbitrariamente y sin la menor sombra de verosimilitud, [p. 394] que Alfonso Lamberto era un seudónimo con que en aquella ocasión quiso encubrirse el confesor de Felipe III. Con este cómodo sistema todo se allana, y es fácil negar la existencia de cualquiera [p. 395] persona de quien no se tengan datos biográficos. Yo, del mismo Alfonso Lamberto no los tengo, pero si de otro poeta aragonés, contemporáneo y probablemente deudo suyo. [1] Llamóse don Martín Lamberto Iñiguez y está honoríficamente mencionado por el cronista don Juan Francisco Andrés en su Aganipe de los cisnes aragoneses celebrados en el clarín de la fama, al hablar de los poetas de Jaca y sus montañas.

       Martín Lamberto Iñiguez, gallardo
       Girasol [2] del gravísimo Leonardo,
       Amante de su rayos eloquentes.
       Del Ebro las corrientes
       Fueron feliz aplauso y maravilla:
       Sus claros ascendientes
       Tuvieron sus solares
       En los de Jaca sus antiguos Lares;
       Después a Zaragoza trasladados,
       Gozan de los supremos Magistrados,
       Y sus versos süaves numerosos,
       Por agradables, tersos, amorosos,
       Al ciego Dios Cupido
       Le pudieron tener adormecido:
        [p. 396] Que de sus versos graves los arpones
       Penetran los humanos corazones:
       Y aun al inexorable Radamanto
       Pudiera enternecer su dulce canto.

De estos versos, tan malos como casi todos los de la Aganipe, cuyo interés es meramente histórico, se deduce que Martín Lamberto, aunque oriundo de Jaca, había nacido en Zaragoza y que fué amigo de Bartolomé Leonardo de Argensola.

En el raro y muy apreciable volumen de las Poesías de Martín Miguel Navarro, canónigo de Tarazona, amigo también y discípulo de los Argensolas, [1] se lee una elegante y filosófica epístola del canónigo, respondiendo a una carta de Martín Lamberto Iñiguez, Señor de Fabla y Espín en la valle de Serrablo en las montañas de Jaca, en que le reprobaba su vida solitaria.

En las Rimas de los hermanos Argensolas, cuya primera edición (ya póstuma) es de 1634, se lee un soneto de Lamberto Iñiguez, al cual contesta el rector de Villahermosa con los mismos con sonantes:

       Retor, a la esperanza infiel no aspira
       Con fugitivas horas tu Lamberto...

Finalmente, Latassa, en su Biblioteca nueva de escritores aragoneses, nos informa que D. Martín Lamberto estuvo casado con doña Marquesa Girón de Rebolledo, de quien dejó noble descendencia.

De este Martín Lamberto, poeta y amigo de los Argensolas, imagino que fué próximo pariente el Alfonso Lamberto que buscamos. A los eruditos aragoneses toca averiguarlo y rastrear noticias de su vida, que quizá puedan servir para la resolución del problema en que estamos empeñados. [2]

[p. 397] ¿Y no dejaría el incógnito autor del Quijote alguna indicación de su persona en el texto de su mismo libro, según suelen hacer los que, escribiendo obras anónimas y clandestinas, no quieren, sin embargo, por vanagloria literaria, renunciar totalmente a la esperanza de que algún lector avisado les levante la máscara cuando no haya peligro en ello? Tal pensaba yo, cuando de pronto hirieron mi vista las primeras palabras del primer capítulo del falso Quijote, las cuales, a la letra, dicen así: El sabio Alisolán, historiador, no. Soy poco aficionado a los anagramas, y estoy escarmentado de ellos por el ejemplo de Benjumea; pero éste, para casualidad, me parece mucho. [1] En esas cinco palabras van embebidas las catorce letras del nombre y apellido de Alonso Lamberto, sin más diferencia que el haber cambiado la m en n, cambio que [p. 398] nada significa tratándose de dos letras que delante de la b suenan del mismo modo. Puede usted comprobarlo prácticamente numerando las letras.

E  l   s a b i o A l i s o la n his  t   o   r    iador no
11 7  8 10 6 1 2  5 3    4     13 14 12            9

Lo que mis confianza me da de haber acertado, son los muchos ejemplos de este género de escritura criptográfica que pueden encontrarse, desde el famoso acróstico de las Partidas, hasta el revesado procedimiento de que se valió el autor de la Tragicomedia de Lisandro y Roselia:

       «Si el nombre glorioso quisierdes saber
       Del que esto compuso, tomad el trabajo,
       Cual suele tomar el escarabajo
       Cuando su casa quiere proveer...»

Pero ya preveo una objeción, y quiero contestar a ella. El autor del falso Quijote dice terminantemente, queriendo disculpar con ello su mala acción, que Cervantes le había ofendido a él y a Lope de Vega. [1] ¿En qué o cómo pudo ofender Cervantes a Alfonso Lamberto, personaje desconocido y que para nada suena en la biografía del príncipe de nuestros ingenios?

¿Pero, por ventura, esta biografía no está aún llena de oscuridades? ¿Qué período de ella conocernos con alguna puntualidad, salvo el período heroico de su cautiverio en Argel y el triste período de su estancia en Valladolid?. [2] Las tradiciones de la Mancha, de Esquivias y de otras partes son tradiciones a posteriori, de las que forjan los semidoctos y no el pueblo, anacrónicas y [p. 399] contradictorias, y no pueden alegarse en ninguna biografía seria. Hay, sobre todo, un intervalo no menos que de veinte años (los que median entre la Galatea y la primera parte del Quijote), en que casi se perdería toda huella de Cervantes a no ser por los documentos relativos a sus comisiones y apremios ¿Qué más?: hasta su estado económico y social continúa siendo un enigma, que cada vez se va complicando más con el hallazgo de nuevos documentos. Su hija, que pasaba por monja, resulta ahora casada dos veces, y se disputa si era natural o legítima. Y no hay poca distancia del Cervantes famélico, tan traído y llevado por la musa romántica, al Cervantes que ahora nos descubren los protocolos notariales, dotando a esa hija con el usufructo de una casa de su propiedad en la red de San Luis, y con una cantidad en dinero equivalente a cerca de dos mil duros de nuestra moneda.

Durante su vida errante y aventurera (en el mejor sentido de la palabra) Cervantes hubo de conocer a toda casta de gentes, y es indudable que recorrió la mayor parte de España. No consta su residencia en Aragón en tiempo alguno, pero estaba muy enterado de las cosas de aquel reino, como puede verse en la segunda parte del Quijote; y debía de tener algunas relaciones literarias en Zaragoza, como lo prueba el hecho de haber obtenido, en 1597, el primer premio por una glosa en quintillas en un certamen celebrado por los dominicos de aquella ciudad en honor de San Jacinto. Acaso comenzaría entonces la rivalidad de Alfonso Lamberto, si es que concurrió al mismo certamen y no fué premiado. Pero no doy mucho valor a esta conjetura, porque en la Relación de aquellas fiestas, publicada por el cronista Gerónimo Martel, no encuentro su nombre.

A tal distancia, ¿quién podría descubrir en el Quijote las alusiones a Alfonso Lamberto? Si tenía realmente el mote de Sancho Panza, y no se le pusieron los zaragozanos después de impreso su libro, la ofensa pudo consistir en esta aplicación, y éste será uno de los sinónimos (sic) voluntarios, es decir, apodos, de que él se queja en su prólogo. Pero yo sospecho que Alfonso Lamberto está designado en la primera parte del Quijote con otro seudónimo.

Sabe usted perfectamente que los versos que anteceden a la primera parte del Quijote no están enlazados de modo alguno con el tema del libro, sino que más bien le contradicen, puesto que ni [p. 400] Don Quijote alcanzó a fuerza de brazos a Dulcinea del Toboso, ni Sancho Panza tomó las de Villadiego para retirarse del servicio de su señor, ni en fin casi nada de lo que se dió en los versos concuerda con lo que luego pasa en la novela.

Estos versos, además de ser una parodia de los elogios enfáticos que solían ponerse al frente de los libros, tienen escondido algún misterio, que para los contemporáneos no lo sería ciertamente. Las alusiones a Lope de Vega se traslucen todavía, pero debe de haber otras. El soneto de Solisdán me da mucho que pensar. Este personaje no figura en ningún libro de caballerías conocido hasta ahora, y por tanto debe de ser burlesca invención de Cervantes. Su nombre, quitándole una i, es anagrama perfecto de D. Alonso. ¿Será, por ventura, el sabio historiador Alisolán y el Alfonso Lamberto de Zaragoza? En este caso no se le puede confundir con Sancho Panza, puesto que habla de él en el soneto:

          Y si la vuesa linda Dulcinea
       Desaguisado contra vos comete,
       Ni a vuesas cuitas muestra buen talante,
           En tal desmán vueso conhorte sea,
       Que Sancho Panza fue mal alcahuete,
       Necio él, dura ella, y vos no amante.

¿Qué quiere decir todo esto? En la primera parte del Quijote ni Dulcinea comete desaguisado, ni Sancho Panza es alcahuete bueno ni malo. Evidentemente se alude aquí a otras cosas y personas. ¿Quiénes pueden ser éstas? ¿Quién el don Quijote apaleado vegadas mil por follones cautivos y raheces?. [1]

No presumo de averiguarlo, a lo menos por ahora. Sólo sé que el gran Mecenas de Lope, don Luis Fernández de Córdoba, duque de Sessa, fué varias veces acuchillado por más de una Dulcinea quebradiza; y sé también que el gran pacta le sirvió demasiado [p. 401] en sus pecaminosos empeños. Si a ellos alude el soneto, habrá que suponer que el D. Alonso o Solisdán estaba en las intimidades del duque y de Lope de Vega, cosa difícil de admitir, porque en ninguno de los billetes de Belardo a Lucilo [1] suena tal nombre.

Pero todo esto es ya demasiado conjetural, y no nos puede llevar a ninguna parte mientras no sepamos, con precisión, qué casta de pájaro era el Alfonso Lamberto. Yo sólo puedo añadir a lo dicho que no veo inconveniente en atribuirle también la Venganza de la lengua española, tenida generalmente por de la misma pluma que el Quijote de Avellaneda. El seudónimo de D. Juan Alonso Laureles recuerda algo su nombre verdadero; y el punto de la impresión, Huesca, parece adecuado para un autor oriundo del Alto Aragón, como Lamberto lo era.

Esto es, amigo Rius, cuanto se me ocurre sobre la presente cuestión, que a muchos graves y cejijuntos varones, dados a estudios pedagógicos y sociológicos, parecerá sin duda cosa de poco momento, pero que por lo menos importa tanto como la tan debatida de las Cartas de Junius, o la del autor de las Epistolae obscurorum [p. 402] virorum, en que no tuvo a menos terciar un filósofo tan notable como William Hamilton. Nada de lo que se refiere al Quijote puede ser indiferente para ningún español, y pocas cosas se refieren a él tan de cerca como la tentativa audaz del que intentó suplantar a Cervantes y arrebatarle su gloria.

No me lisonjeo de haber acertado con la solución del enigma. Digo sólo que mi hipótesis me parece más verosímil que las anteriores, pero no tengo esperanza de que prevalezca. Para muchos lectores sería más convincente este artículo, si por conclusión de él sacase yo que el continuador del Quijote había sido el arzobispo de Toledo, o el Preste Juan de las Indias, o cualquiera otro sujeto retumbante y de muchas campanillas. El encontrarse, en vez de esto, con un tal Alfonso Lamberto, ignorado poetastro, cuya fama no traspasó probablemente las tapias de la parroquia de San Pablo o de San Gil, tiene algo de desencanto. Pero otros mayores suele dar la historia, y todos ellos están bien compensados con el inefable deleite que produce la averiguación de la verdad, cualquiera que ella sea; y aun el mismo trabajo de buscarla.

Tampoco juraré que mi solución sea enteramente nueva. Pellicer, Fernández-Guerra, La Barrera, Tubino y otros muchos, han pasado al lado de ella; pero distraídos con otros intentos, la han dejado donde estaba o han procurado tergiversarla, no por mala fe, que en ninguno de ellos cabía, sino por espíritu, de sistema. No sé que nadie la haya sostenido de propósito. Sólo usted, que sabe y recuerda casi todo lo que en el mundo se ha escrito sobre Cervantes y sus obras y sus imitadores y sus críticos, puede decirlo con pleno conocimiento de causa.

Por otra parte, yo no aspiro a la novedad, sino al acierto; y francamente, en una cuestión de hecho, me agradaría más haber acertado que ser original y extravagante, aunque alguien me llama se ingenioso.

Y aquí, poniendo punto a esta tan prolija epístola, me repito siempre suyo antiguo y leal amigo y cofrade en cervantismo,

M. M. Y P.

       [p. 403] III
       P O S D A T A

Repetidas veces he aludido, en las notas puestas a esta reimpresión de mi articulo de 1897, al libro publicado en 1903 por Mr. Paul Groussac, literato francés, naturalizado en la República Argentina y director de la Biblioteca Nacional de Buenos Aires, [1] persona de mucha cultura e ingenio, y elegante escritor en francés y en castellano. Ofendido este señor con algunos eruditos españoles por motivos que ignoro aunque sospecho, ha convertido lo que debió ser tranquila discusión literaria en una continua y feroz diatriba contra todas las cosas pasadas y presentes de nuestra patria. Avellaneda y su Quijote son un mero pretexto para desfogar este odio, que no se sacia durante más de trescientas páginas, pues aunque hay en el tomo otros estudios menores sobre diversas materias, casi todos conspiran al mismo fin y se reducen a lo mismo: casi todos han sido dictados por la musa de la hispanofobia, tan grata a los criollos entre quienes el señor Groussac vive, pero todavía más grata a los españoles afrancesados y miso-hispanos, que abundan en la novísima generación literaria mucho más de lo que el señor Groussac puede imaginarse. [2]

Yo no he de imitar la petulancia y armonía con que escribe el señor Groussac, que, contagiado sin duda por la llaneza democrática del Nuevo Mundo, parece haber olvidado del todo la tradicional cortesía francesa. Ningún género de malquerencia siento contra [p. 404] su persona, ni siquiera me doy por ofendido de su libro. ¿Qué vale lo que dice de mí, ni de los demás contemporáneos (que, al cabo, es un vejamen literario, aunque destemplado en la forma) al lado de las atroces insinuaciones, cuando no descubiertas injurias, que a cada momento lanza sobre el carácter moral de Miguel de Cervantes, sin perjuicio de zaherir también la estrechez de su pobre cerebro, tratándole con cierta desdeñosa compasión como a un idiota de genio, que en un solo momento de su vida, acertó por casualidad, a la manera del burro flautista, sin duda para dar ocasión a que el señor Groussac hiciera su panegírico en términos muy semejantes a los que usaba Tomé Cecial hablando de la hija de Sancho Panza? Todo por amor, por poco amor a España; por que ha de saber el piadoso lector que el señor Groussac nos ama profunda, cariñosa y entrañablemente, y ha escrito su libro tan sólo para corregirnos (quien bien te quiere te hará llorar) para defender los fueros de la verdad, [1] para darnos un ejemplo de «abnegación modesta», para limpiarnos del «sarcoma de presunción y rutina. que nos tiene consumidos (páginas 190-191). Como lección ejemplar, como ensayo y prueba de esta crítica novísima, que viene a hacer tabla rasa de cuanto se ha escrito sobre la historia literaria de España (pág. IX) sustituyendo los hechos a las divagaciones, y asentando sobre bases críticas sólidas esa historia que ningún español es capaz de emprender «a causa del medio de miseria psicológica en que vive», escoge el señor Groussac como campo de experimento la cuestión (¡muy trascendental por cierto!) del Quijote de Avellaneda, y nos ofrece, con la mayor modestia, una [p. 405] solución que no tropieza con ninguno de los datos históricos y literarios contra los cuales todas las demás se pulverizan (pág. 189). El autor recela que su libro no será del agrado de todos, y provocará algunas respuestas, pero esto nada le importa; porque las tales respuestas carecerán de esprit philosophique y aun de todo género de sprit (pág. 190), cosa inevitable en España, donde desde el académico más soplado hasta el más ínfimo foliculario, todo el mundo tiene «la misma ligereza y la misma pesadez, la misma incapacidad de reflexionar, de comprobar, de entender y de aprender. (página 3). Y perdone usted por la cortedad de los denuestos.

Por mi parte, puede estar tranquilo el señor Groussac. Las ligeras observaciones que siguen no tendrán ningún género de esprit, ni siquiera el esprit de commis voyageur que campea en las amenas páginas de Une énigme litteraire, como cumple a un libro francés de exportación, escrito para las repúblicas del Plata. Ni siquiera me tomaré la fácil ventaja de poner al señor Groussac en contradicción consigo mismo, probándole que su monomanía contra España es muy reciente, y que todavía hace siete años pensaba y sentía de un modo diametralmente opuesto, como puede ver el curioso en el discurso que pronunció en 2 de mayo de 1898 en una función celebrada «bajo el patrocinio del Club Español de Buenos Aires». [1] Este discurso, que tiene trozos elocuentísimos, nos indemniza, hasta cierto punto, de las atrocidades que luego ha escrito y seguirá escribiendo el señor Groussac, pero ¿quién ha de hacer caudal de las simpatías ni de los odios de quien así procede? Yo mismo (mentira parece) he sido elogiado por el señor Groussac en letras de molde que tengo guardadas, porque de cartas particulares no hay para qué hablar.

Pero dando de mano a todas estas pequeñeces, algo nos cumple decir de la nueva hipótesis del señor Groussac sobre el autor del falso Quijote, y aunque con solas dos palabras quedaría arruinada, estas dos palabras las reservaré para el final, porque las cosas han de tratarse con método. El candidato del señor Groussac, es el abogado valenciano Juan Martí, a quien por tradición constante que tiene apoyo en palabras del mismo Mateo Alemán, [p. 406] se atribuye la segunda parte del Guzmán de Alfarache. Hay quien todavía duda de esta atribución (por ejemplo, el señor Foulché-Delbosc, cuyo testimonio no ha de ser sospechoso para el señor Groussac) pero aquí la damos por admitida, no sólo porque en sí misma parece bien fundada, sino porque el señor Groussac la acepta sin el menor escrúpulo, y en ella funda toda su argumentación.

A primera vista, tal conjetura parece una broma, del género de las de don Adolfo de Castro. Pocos libros habrá tan diversos de estilo e intención como el falso Guzmán y el Quijote apócrifo. Juan Martí, o quienquiera que fuese el fingido Luján de Sayavedra, está a mucha menor distancia de Mateo Alemán que el fingido Avellaneda lo está de Cervantes. No tiene Martí la profundidad psicológica de su modelo ni la nerviosa originalidad de su estilo, pero observa bien, cuenta bien, en lenguaje no siempre correcto, pero con una elegancia mesurada y discreta, que nada tiene que ver con la brutalidad y grosería de Avellaneda, aunque en desquite, quizá sea más pintoresca la dicción de éste. Las digresiones, en que el autor se complace, son demasiado largas (no más largas que las de Alemán), pero están bien escritas: la doctrina, aunque vulgar, es sana, y hace respetable y simpático al novelista por sus buenos y honrados propósitos: impresión que nadie sacará de la lectura del Quijote de Avellaneda.

A estos dos autores de tan diverso temple quiere identificar el señor Groussac, como si no bastase la simple lectura de sus libros para adquirir la convicción moral de que son distintos. Además, Juan Martí era jurisconsulto y de ello hace alarde en su novela, hasta el punto de intercalar un formidable alegato en defensa de la hidalguía de los naturales y oriundos de Vizcaya. Nada hay en el Quijote de Avellaneda que revele conocimientos jurídicos en su autor. Martí era valenciano: Cervantes da a entender que Avellaneda era aragonés, pero como el señor Groussac niega a Cervantes hasta el sentido común, sin perjuicio de proclamarle genio (genio de pobre cerebro, por supuesto: los genios de gran cerebro sólo se encuentran en Francia), fácilmente sale del paso suponiendo que Cervantes disparató en esto como en otras muchas cosas, confundiendo a un valenciano con un aragonés, confusión en que no sé yo que el español más inculto haya caído hasta ahora. [p. 407] Confundir a un valenciano con un mallorquín o con un catalán, pase, porque al fin unos y otros hablan la misma lengua con variantes de dialecto, pero ¡confundirlos con los aragoneses que han hablado siempre en castellano, o si se quiere, en dialecto aragonés! Por lo visto, el señor Groussac, a pesar de todo su saber filológico, histórico y trascendental, todavía no se ha enterado bien de la diferencia que hay entre las dos expresiones reino de Aragón y corona de Aragón, y cree que pueden usarse promiscuamente la una por la otra.

Con tan extraño criterio examina el señor Groussac la lengua del Quijote de Avellaneda, dando por valencianismos y catalanismos los que otros comentadores habían dado por aragonesismos. Esta parte del trabajo del señor Groussac ha sido pulverizada por el más eminente de los actuales hispanistas franceses, Alfredo Morel-Fatio, en las columnas del Bulletin Hispanique. [1] Este profundo filólogo, que aunque no es español, ha tenido la honra de ser tratado por el señor Groussac con la misma intemperancia y descortesía que si lo fuese, ha tomado de estas malévolas alusiones la más noble venganza, escribiendo un hermoso estudio comparativo entre la lengua del falso Guzmán y la del falso Quijote. En él queda demostrado que Juan Martí tiene algunos resabios de su nativa lengua valenciana o catalana, aun que no lo son la mayor parte de los que citó Aribau, a quien sigue fielmente el señor Groussac. Así, por ejemplo, el toledano Covarrubias autoriza la acepción de botica por tienda. El de privativo tiene ejemplos en castellano antiguo, como ya advirtió Federico Díez.

Si los valencianismos auténticos de Martí son pocos, los catalanismos y aun los aragonesismos atribuidos a Avellaneda son, en gran parte, imaginarios. Morel-Fatio lo prueba, repasando todos los que citan como tales Pellicer, Borao y Groussac. Es muy dudoso que la construcción de en con infinitivo («en salir de la cárcel» por «al salir») sea un rasgo dialectal: de todos modos es excepción en el mismo Avellaneda, que sólo en dos casos deja de emplear la locución corriente. De la lista de Pellicer sólo queda en pie mala gana por indisposición, no por congoja, o desmayo, como dice el [p. 408] comentador aragonés. [1] De la lista de Groussac, el catalanismo partera en lugar de parida, del cual hasta ahora no se ha citado ejemplo alguno en los dialectos castellanos.

Comparando la sintaxis de Avellaneda y de Martí, encuentra el señor Groussac ciertas analogías, que por probar demasiado no prueban nada, puesto que no sólo pueden notarse en estos autores, sino en otros muchos de diversas regiones de España. Tal sucede con la ya mencionada construcción de en con infinitivo, que en Martí abunda más que en Avellaneda: tal con la frecuente omisión de la preposición de después de cerca o delante. En cuanto a la omisión de los artículos, el mismo señor Groussac confiesa que esta negligencia no tiene más de aragonesa que de castellana o andaluza. Y, en efecto, sabemos por Mateo Alemán y otros autores, que fué moda cortesana durante algún tiempo. [2]

No seguiremos al señor Morel-Fatio en todos los ingeniosos desarrollos de su estudio gramatical, que bastaría por sí solo para dejar maltrecha la tesis del señor Groussac. Tiene Avellaneda modos de decir tan personales y característicos como el empleo frecuente de la locución elíptica «a la que» y el abuso de la preposición tras y de la conjunción tras que, los cuales jamás se encuentran en Martí. Tiene éste, en cambio, sus amaneramientos propios como el paralelismo de las conjunciones aunque y pero o empero, que son ajenos [p. 409] del estilo de Avellaneda. Evidentemente ambos autores son tan distintos por su lenguaje como por el fondo de sus obras.

Los demás argumentos del señor Groussac son todavía más endebles, a pesar de lo cual cree haber llegado a una casi certidumbre, y él, tan duro con todas las hipótesis ajenas, escribe como síntesis de su larga tarea, el increíble párrafo siguiente, lleno de suposiciones arbitrarias (pág. 187):

«Si no se admite que Martí y el seudo Avellaneda sean la misma persona, hay que admitir necesariamente los hechos siguientes. Existieron en España durante los años 1600 a 1613 [1] dos escritores nacidos en Valencia, [2] poco más o menos al mismo tiempo (!). Los dos habían estudiado en Alcalá (!), viajado por los mismos países, (!) llevado la misma vida de aventuras, [3] para establecerse después en su ciudad natal o en Tarragona (!): tenían gustos idénticos (!), igual predilección por la orden de los dominicos, [4] y pertenecían uno y otro a la cofradía del Rosario que no contaba más que ciento cincuenta miembros por provincia: habían conocido los dos y admiraban personalmente a Lope de Vega, [5] habían ejercido las mismas profesiones (!), escribían en el mismo estilo, con los mismos giros valencianos y los mismos vocablos exóticos, etc., etc.»

Como el señor Groussac es, ante todo, un espíritu científico «habituado a no rendirse más que a la evidencia experimental», [p. 410] porque ha visto que «las inducciones más especiosas se derrumban ante el contacto de los hechos», no deja de sentir algún recelo ante «este conjunto de pruebas parciales, que no tienen carácter de certidumbre». Pero muy pronto recobra sus bríos afirmativos, porque «el escepticismo exagerado es también una forma del error». y puede haber «otras certidumbres que las que nacen de la experiencia directa o de la demostración geométrica», y en último caso el señor Groussac queda a salvo «presentando la alternativa lógica que resulta de los hechos establecidos» (págs. 186-187).

Por desgracia del señor Groussac, todo este fárrago de lógica barata está de más en la ocasión presente, y parece imposible que un ingenio tan perspicaz como el suyo no lo haya advertido. Juan Martí no es un ente de razón, un personaje fantástico: fué un abogado valenciano que existió en cierto tiempo, y que algún rastro dejaría de su paso por el mundo. ¿Cómo es posible que, a pesar de su desdén hacia los papeles inéditos (pág. 32), un erudito tan caracterizado como el señor Groussac, puesto con toda premeditación y alevosía a escribir un libelo, no contra éste o el otro escritor español, sino contra «la capacidad mental de los españoles en frente de un problema de crítica y de historia claramente definido» (pág. 8), no haya pensado ni un solo momento en recurrir a los riquísimos y bien organizados archivos de Valencia, donde con pequeño esfuerzo hubiera podido averiguar algunas cosas muy interesantes para su tesis, que ciertamente no podía encontrar en la Biblioteca de Buenos Aires, y evitarse un mal paso que no parece bien en quien se erige en dómine de todo el mundo?

Porque la verdad es, y llegamos a lo más doloroso del caso, que entre las conjeturas sobre el Quijote de Avellaneda las hay moralmente absurdas, como la de Fr. Luis de Aliaga, pero no hay ninguna físicamente imposible más que la del señor Groussac. Él es el único que ha tenido la ocurrencia de levantar un muerto para endosarle este póstumo regalo.

Resulta, en efecto, por los documentos del Archivo Municipal y del Archivo de la Catedral de Valencia, descubiertos por don Francisco Martí Grajales y dados a luz por mi cariñoso y docto amigo don José Enrique Serrano y Morales en la Revista de Archivos, que Micer Juan José Martí, natural de Orihuela, graduado de Bachiller en Sagrados Cánones en 3 de julio de 1591, y de Licenciado [p. 411] y Doctor en 13 de octubre de 1598, desempeñó el cargo de Examinador de aquella facultad desde 27 de octubre de aquel mismo año, hasta los últimos días de diciembre de 1604, en que falleció. Consta su entierro en la Catedral el 22 de aquel mes, y al siguiente, 23 , proveyeron los Jurados de Valencia, a cuyo cargo estaba ya la Universidad, su plaza de Examinador. Que este Micer Juan José Martí sea el mismo jurisconsulto Juan Martí, a quien se atribuye la continuación de Guzmán de Alfarache, no puede dudarse, tanto por no haber entonces otro legista del mismo nombre y apellido, cuanto por haber firmado con sus dos nombres de pila (Micer Juan José Martí) las composiciones que presentó en la Academia de los Nocturnos, donde ingresó en 16 de febrero de 1594 con el nombre académico de Atrevimiento, como puede ver el curioso en. el Cancionero de dicha Academia que publicó don Pedro Salvá, y que acaba de reimprimir con aumentos el señor Martí Grajales. [1]

En resumen, el supuesto continuador y émulo de Cervantes, no pudo ni siquiera leer impresa la primera parte del Quijote. ¡Gran lástima para él, y, sobre todo, para el señor Groussac, que ha gastado tanta prosa en balde, justificando el proverbio que le recuerda Morel-Fatio: mucho ruido y pocas nueces. Por esta vez no se ha lucido mucho el señor Groussac en el manejo de «aquel instrumento delicado y poderoso con que un Renán o un Taine han penetrado el alma de las razas a través de la obra de arte, y des cubierto los principios activos de toda civilización». El tal instrumento, aplicado por él al cadáver de Juan Martí, no difiere mucho de la ridicule lardoire, o del asador de cocina que usamos para estos menesteres los pobres críticos españoles (pág. 31).

Pero basta de fáciles ironías, que aun siendo en este caso legítimas represalias, parecerían duras y pesadas tratándose de un hombre de positivo mérito literario, a quien su mal humor o su temperamento irascible, lleva por senderos extraviados. El que ha escrito las bellas páginas de la relación de viajes que se titula [p. 412] Del Plata al Niágara no necesita, para su gloria, de este otro libro agrio y malévolo dictado por un propósito de difamación y escándalo y que ha encontrado providencial castigo, no en el fallo de tal o cual crítico (puesto que, en siendo españoles, a todos los desprecia por igual el señor Groussac), sino en la fuerza brutal e irresistible de los documentos. La aventura es curiosa y tiene algo de ejemplar. Yo, en mi candoroso providencialismo, del cual se reirá seguramente el señor Groussac, creo que las malas acciones nunca dejan de tener cierta pena aun en este bajo mundo. Y mala acción es, sin duda, un libro de este género, aunque no diré que de las más graves.

Y ahora, para que este desaliñado apéndice tenga algo bueno, reproduzco íntegra, con la venia de su autor, la carta en que el señor Serrano Morales dió a conocer los documentos relativos a Juan Martí, que son importantes, no sólo por lo que toca a este pleito, sino por la luz que dan sobre un autor de mérito en nuestra literatura, cuya biografía no ha sido publicada aun.

M. MENÉNDEZ Y PELAYO.

A Mr. Alfred Morel-Fatio.

                                                                                      París.

Mi querido y excelente amigo: Aludido nominal y lisonjeramente por usted en su eruditísimo artículo acerca de Le «Don Quichotte» d'Avellaneda, publicado en el número del Bulletin Hispanique, correspondiente a octubre-diciembre de 1903, y excitado mi deseo de poner en claro lo que realmente hubiera de cierto en las hipótesis consignadas por Mr. Paul Groussac, bibliotecario de la Nacional de Buenos Aires, en su curioso libro intitulado Une enigme littéraire..., impreso en París en el mismo año, en la cual obra pretende haber llegado a la casi certidumbre de que el desconocido licenciado Alonso Fernández de Avellaneda, autor de la Segunda parte del Quijote, publicada en Tarragona el año 1614, no fué otro que el valenciano Juan Martí, que con el seudónimo [p. 413] de Mateo Luxán de Sayavedra, escribió otra segunda parte del pícaro Guzmán de Alfarache, practiqué por entonces, con forzada premura por escasez de tiempo y sobra de quehaceres, algunas investigaciones en los archivos de esta ciudad, que desgraciadamente no me dieron el resultado apetecido. Pero no dejando por esto el asunto de la mano, y poniendo a contribución la diligencia y saber de mis buenos amigos, he conseguido, al fin, sin el menor trabajo de mi parte, topar con los documentos que voy a transcribir, y que bastan, a mi juicio, para demostrar de modo evidente cuánto distaban de la verdad las presunciones de monsieur Groussac y cuán atinadas eran, en cambio, las observaciones y dudas con que la crítica sagaz y desapasionada de usted las refutaba en forma tan docta como discreta y cortés.

No he de añadir yo una sola palabra a las interesantes disquisiciones que constituyen un admirable alarde del concienzudo estudio que usted ha hecho del lenguaje y estilo de Martí y de Avellaneda; las pruebas que hoy puedo aportar al debate son de género muy distinto, pero no menos convincentes. Dije antes que las había obtenido sin ninguna molestia de mi parte, y ahora debo añadir que me las ha facilitado mi querido amigo don Francisco Martí Grajales, infatigable explorador de nuestros archivos y laureado biógrafo de crecido número de escritores valencianos, aunque muchos de estos trabajos permanecen, por desgracia, inéditos todavía. Uno de los que en este caso se hallan y del cual yo no tenía ni siquiera noticia, es un estudio biográfico de El Dr. Juan José Martí (Mateo Luxán de Sayavedra), que obtuvo el premio ofrecido por la Diputación provincial de Alicante en los juegos florales celebrados por Lo Rat-Penat de Valencia en el pasado año 1903; y de entre los varios documentos con que el autor ilustra y avalora su meritísima obra, me ha permitido entresacar los siguientes, que le agradezco muy de veras, y que son los que principalmente interesan a nuestro objeto.

Es el primero el acta del bachillerato en Derecho Canónico de Juan José Martí, fechada en 3 de julio de 1591; y tanto por ella como por la de la licenciatura y doctorado que sigue, consta que era natural de Orihuela, aunque no se expresa la fecha de su nacimiento; pero como no parece muy aventurado suponer que contase de diez y ocho a veinte años al recibir el primero de dichos [p. 414] grados, bien podemos deducir que vino al mundo hacia 1570 aproximadamente. También podrá usted observar que su segundo nombre de pila fué José, circunstancia que ignorábamos hasta ahora; y para que usted conozca el texto íntegro de dichas actas a continuación las copio literalmente:

       DICTO DIE
        (Miércoles, 3 de julio de 1591.)

BACHILLERAT DE JO. JOSEPH MARTÍ EN DRET CANONICH

Universis et singulis presentes literas sive presens publicum privilegii instrumentum visuris et audituris. Nos Jacobus ferrusius sacre theologie doctor et pro Illmo. et Rvmo. dño.don Joanne de Ribera Dei et apostolice sedis gratia Patriarcha Antiocheno, etcetera, fiat ut in aliis hucusque. Ipse vero mag, vir Joannes Josephus Marti Oriolensis quem morum probitas scientia vitaeque honestas ac fama laudabilis multipliciter approbant et extollunt ut ex iis que vidimus et multorum fidedigno sermona percepimus nobis constitit. Premisso debito examine in nostra et multorum Reverendorum et prestantium virorum presentia in loco solito eiusdem schole Valentine presenti et subscripto die et hora consueta tacto per admodum magnificum dominum Jacobum Margarit juris utriusque doctorem. eximium suum in dicto examine patrem atque patronum nec non per admodum magnificos dominos Stephanum Viues, Nicholaum Ferrer, Galcerandum Pereç, Michaelem Sanchiz, Jacobum Perez de Hystella, Dionysium Scholano, Michaelem Hieronymum Navarro, Don Michaelem Sans de la Llosa, Martinum Andres, Petrum Genesium Casanoua et Bartholoemum Tomas, juris utriusque doctores granissimos et in facultate juris canonici in hac academia una cun dicto patre seu patrono examinatores dignissimos sua promeruerit sufficientia ut eum ad gradum vaccalaureatus facultatis predicti juris canonici promouere debeamos ut infra. Idcirco eius meritis exigentibus nos dictus Jacobus ferrusius procancellarius auctoritate predicta que fungimur in hac parte de conciliis [p. 415] et unanimi voce dictorum Dominorum examinatorum ad quos harum rerum deliberatio pertinet in presentia perquam magnifici et reverendissimi domini Gasparis Joannis bosch sacre theologie doctoris et prepositi huius academia protectoris ornatissimi plurimorumque Reuerendissimorum et prestantissimorum virorum. Datis prius nobis qui ad hoc Reuerendissimi ordinarii speciali munere fungimur, etc., fiat ut in aliis mutatis mutandis, die tertio mensis Julii anno a Christo nato MD nonagesimo primo. Presentibus ibi pro testibus magnificis Antonio Stadella et didaco cereso studentibus valentie habitatoribus et pluribus aliis.

(Archivo municipal de Valencia.— Libros del Studi. Año 1591; volumen 39 moderno.)

       DICTO DIE
        (13 de octubre de 1598).

LICENCIATURA Y DOCTORAT EN DRET CANONICH DE JOAN JOSEPH MARTI

Nos D. Franciscus de Rocafull, juris cesarei doctor etc., fiat ut in aliis hucusque. Ipse vero Joannes Josephus Marti oriolensis juris canonici Baccalaureus quem morum probitas scientia vitaeque honestas ac fama laudabilis multipliciter approbant et extollunt ut ex iis que vidimus et multorum fidedigno sermone percepimus nobis constitit cupiens in facultate predicta juris canonici ad licenciature et doctoratus gradum promouere huncque honorem arduo precedenti examine adipisci humili a nobis supplicatione poposcerit ut ad privatum examen properaret subeundum puncta sibi assignari et si id iis justum foret ad predictum licenciature et doctoratus gradum se admittere dignaremur. Nos propendentes supplicationem huius modi justam et equitati consonam esse eundem Joannem Josephum Marti ad dictum priuatum subeundum examen admissimus pridieque huius diei quo examinis periculum aditurus erat duo in facultate predicta ei puncta constituta et assignata fuerunt per doctores Ludouicum Tolosa et Bartholemeum Thomas juris canonici doctores. Alterum in .c. gaudemus [p. 416] in domino de conuersione conjugatorum. Alterum vero in .c. qui perfectionem per quem ei diesque illi presens et infrascriptus prefinitus est et hora quarta post meridiem qua de eisdem punctis lectionem haberet eaque probatam doctorum eiusdem facultatis sententiam interpretatur quod quidem ipse Joannes Josephus Marti assidentibus sibi doctoribus Nicholao Ferrer et Jacobo Margarit suis in examine patribus atque patronis in loco huius universitatis egregie quidem prestitit ubi una nobiscum interfuerunt doctores Stephanus Viues, Joannes Baptista Guardiola, Vincentius Joannes de Aguirre, Marcus Antonius Cisternes, Don Philipus Tallada, Joannes Perez Dystella, Ludouicus Tolosa, Vincentius Paulus Pellicer, Michael Hieronimus Nauarro, Crhistophorus Monterde; Petrus Genesius Casanoua et Bartholomeus Thomas, juris canonici doctores et ejusdem facultatis in hac Academia una cum dictis patribus atque patronis examinatores dignissimi, predictus itaque Joannes Josephus Marti, coram nobis arduo et riguroso examine probatus explicata nimirum de punctis sibi sonstitutis lectione ea doctissime intepretando et declarando et ad subtilissima examinatorum argurnenta optime acute que respondendo insignis sue eruditionis preclarum specimen nouis dedit quod ipsum cum predicti examinatores mature perpendissent communicato inter se consilio sententias suas dixerunt judicaruntque et nobis in animas suas omnes omnino conformes asseruerunt dictum Joannem Josephum Marti dignum quidem esse atque promeritumque ad licenciature et doctoratus gradum in dicta juris canonici facultate promoueamus tanquam benemeritum et valde condignum et nemine discrepante. Nos igitur don Franciscus de Rocafull procancellarius prefatus considerantes ex amara literarum radice dulces ac gloriosos fructus colligi debere auctoritate nobis concessa et qua fungimur in hac parte de consilio et unanimi voto dictorum examinatorum ad quos harum rerum deliberatio pertinet in presentia Antonij Joannis Andreu sacre teologie doctoris et hujus academie valentine protectoris ornatissimi plurimorumque prestantium virorum datis prius nobis etct., fiat ut in aliis mutatis mutandis hucusque eundem Joannem Josephum Marti, declarauimus et judicauimus licenciature et doctoratus laurea in dicta juris canonici facultate insigniri et decorari debere eumque ad dictum Licenciature et Doctoratus gradum promouemus [p. 417] et in eadem facultate juris canonici, Licenciatum et Doctorem facimus atque creamus tamquam Benemeritum el valde condignum et nemine discrepante dantes ei et concedentes facultatem ettc ., fiat ut in aliis mutatis mutandis hucusque, quod fuit Actum in dicta generali valentina studiurum academia die decimo tercio mensis octobris anno a Christo nato MD nonagesimo octauo presentibus f.º ibi pro testibus Francisco Balaguer ciue et viziedo scriptore etct.

(Arch. municipal de Valencia.— Libros de Studi general.— Año 1298, volumen número 45 moderno.)

Dos semanas después de haberse doctorado Martí en Derecho Canónico, los jurados de Valencia, como patronos de la Universidad, le nombraron examinador de leyes y cánones, sustituto de Esteban Vives, que disfrutaba dicho cargo, estableciendo las condiciones que expresa el siguiente documento:

       DICTO DIE
        (27 octubre de 1598.)

MR. VIUES Á MR. JOAN JOSEPH MARTI

Los señors Jurats Baltasar de Sempere ciutada substitut de R. Mr. Frances García, Mr. Jaume Margarit, micer Nicholau Ferrer, aduocats, Joan Batiste Caldero, ciutada substitut de sindich y Frances Hierony eximeno scriua de la sala ajuntats en la sala daurada presehint conuocacio feta pera la present hora de voluntat consentiment y en presecia de micer Pere Miquel, doctor en cascun dret, procurador de miser Steue Vieus, doctor del real consell hu dels examinadors en leys y canones del Studi general de dita ciutat consta de dita procura ab acte rebut per Luys Navarro Peralta, notari a xvj del mes de Octubre propassat elegeixen y nomenen en conjunt del dit miser Estheue Viues, en lo dit carrech de examinador en leys y canones a miser Joan Joseph Marti, doctor en cascun dret ab vn sols emoluments a dit carrech de examinador [p. 418] en dites facultats pertanyentes en axi que morint o renunciant qualseuol de aquells reste solide lo dit carrech de examinador en lo que sobreuiura o renunciat no haura ac los mateixos emoluments al dit carrech de examinador pertanyents e com fos present lo dit micer Marti dix que acceptaua la dicta conjuntio e jura a nostre senyor deu etc., en ma y poder dels dits senyors jurats de hauersebe y lealment en lo exercisi de lo carrech de examinador en dites facultats del dit studi general de la present ciutat.

Testimonis foren presents a las dites cosas frances castell verguer y benet Molins Blanquer, habitants de Valencia.

(Arch. Municipal.—Manual de Concells.— MDLXXXXVIIJ-MDLXXXXIIIJ, número 125 moderno, letra A.)

Pero es indudable que Martí no sobrevivió más de seis años a este nombramiento, puesto que con fecha 22 de diciembre de 1604 se encuentra en el Archivo de la Catedral de Valencia la partida de sepelio, que dice así:

       DICTO DIE
        (22 Diciembre de 1604.)

«Dimecres a 22 sotarrarem en Sant Salvador a misser Marti ab 29 p.res  (preberes) acomana Mr. Beltran.»

(Arch. de la Catedral de Valencia.— Libro de Soterrats, 1604 en 1605, núm. 1.439.)

Y por si pudiera caber alguna duda acerca de si Martí a quien se refiere y cuyo nombre propio no se cita, fuese distinto del Juan José que desempeñaba el cargo de examinador de leyes, en las Manuals de Consells se halla otro documento, fechado el día siguiente, en el cual consta la elección de Micer Gaspar Tárrega para cubrir la vacante que por muerte de Martí se había producido en el repetido cargo. Dice lo siguiente:

        [p. 419] DICTO DIE
        (23 Diciembre de 1604.)

ELECTIO DE MR. TARREGA EN EXAMINADOR

Tots los Sr. jurats Re. M. Hierony Valleriola, Mr. Juan Batiste Olginat, Mr. Guillem Ramon de Mora y Almenar, generos, Miguel Joan Casanoua, ciutata sindich y Frances Hierony Eximeno notari escriua de la sala de la ciutat de Valencia ajustats en la sala daurada precehint conuocacio feta pera la present hora pera negocis del Studi general de dita ciutat Attes que per mort de Mr........... Martí, doctor en cascun dret qui era Examinador de leys en lo dit studi general vaca dita examinatura perço donen aquella a Mr. Gaspar Tarrega, doctor en cascun dret Absent como si fos present ab los emoluments pertenencies y prerogatiuas a dit offici de examinador pertanyents. Ts. foren presents a les dites coses Joseph Visent Matheu, notari, y Jaume Molins calseter, habitants de Valecia.

(Arch. Municipal.—Manual de Consells... del any 1604 en 1605 . Vol. 131 moderno, letra A.)

Por extraña casualidad, tampoco en esta provisión se expresa el nombre del difunto; pero como por aquella fecha no había en Valencia otro examinador en leyes apellidado Martí, claro es que no pudo ser más que Juan Jose el fallecido en diciembre de 1604. Y siendo esto de toda evidencia, paréceme que huelga todo otro razonamiento para demostrar:

1.º Que no fué Martí quien con el seudónimo de Alonso Fernández de Avellaneda escribió la segunda parte del Quijote.

2.º Que ni siquiera pudo leer impresa la primera parte de aquella obra, publicada en el año siguiente a su muerte.

Y con esto termino esta extensa carta, en la cual he procurado, ya que no resolver un problema literario, que quedará tan oscuro y difícil como antes, evitar al menos que se embrolle más que lo [p. 420] estaba, confundiendo con el incógnito Avellaneda al conocido escritor que, en su continuación del Guzmán de Alfarache , se llamó Mateo Luxán, en la Academia de los Nocturnos, Atrevimiento, y en la Universidad de Valencia Dr. Juan José Martí.

No sé hasta qué punto habré conseguido mi propósito; de todos modos, sirva lo dicho para probar a usted mi verdadero deseo de complacerle y el buen afecto que de antiguo le profesa su devotísimo amigo.

       J. E. SERRANO Y MORALES.

Valencia, 25 de mayo de 1904.

Notas

[p. 357]. [1] . Nota del Colector.— Introducción al libro que el autor detalla en la nota que sigue.

[p. 357]. [2] . El Ingenioso Hidalgo Don Quixote de la Mancha. Compuesto por el Licenciado Alonso de Avellaneda, natural de Tordesillas. Nueva edición cotejada con la original, publicada en Tarragona en 1614, anotada y precedida de una introducción por don Marcelino Menéndez y Pelayo, de la Academia Española. Barcelona, Toledano, López y C.ª, 1905, 8.º

[p. 358]. [1] . En su obra inédita Junta de libros, la maior que España ha visto en su lengua hasta el año 1624 (manuscrito de la Biblioteca Nacional). Tamayo no da a entender que Avellaneda fuera seudónimo: le cataloga como autor real que «sacó con desigual gracia de la primera, la segunda parte del Quixote».

 

[p. 359]. [1] . Antes de Nasarre, otro autor todavía más estrafalario, pero mucho más ingenioso, el Dr. don Diego de Torres Villarroel, se había fijado en el Quijote de Avellaneda que sólo conocía por la traducción de Le Sage y por los elogios del «Diario de los sabios». de París. En su libro El Ermitaño y Torres, aventura curiosa en que se trata de la piedra filosofal, se lamenta de la incuria de los españoles que habían dejado perder casi todos los ejemplares del Avellaneda tan estimado por los franceses (Obras de D. Diego de Torres, tomo 6.º, edición de Madrid, 1795, pág. 32).

[p. 360]. [1] . Tomos IX y X de la edición publicada por el librero Ledoux, en 1828. 1. Nada hay que advertir respecto del cuento de Los Felices Amantes, que es una de las más celebres leyendas de milagros de la Virgen; la misma que Zorrilla trató en Margarita la Tornera. Las vicisitudes de este piadoso cuento en España han sido estudiadas recientemente por un joven erudito, don Armando Cotarelo y Valledar (Una Cantiga del Rey Sabio, Madrid, año 1904.). Avellaneda la tomó, según él mismo declara, del «milagro veinticinco de los noventa y nueve que de la Virgen Sacratísima recogió en su tomo de sermones el grave autor y maestro, que por humildad quiso llamarse el Discípulo, es decir, el dominico Juan Herolt. Por cierto que esta versión difiere profundamente de la que siguió Lope de Vega en su preciosa comedia La Buena Guarda o La Encomienda bien guardada; lo cual es un indicio más para no atribuirle el Quijote de Avellaneda.

El cuento feroz y repugnante de El Rico Desesperado procede, si no me equivoco, de la novela 24.ª (parte 2.ª) de las de Mateo Bandello, aunque en los pormenores y sobre todo en el final, hay gran divergencia. Bandello, a su vez, la había tomado de la novela 23.ª de la Reina de Navarra, a quien cita. El episodio de don Jaime e Ismenia en El Español Gerardo de Céspedes tiene analogía con el de Avellaneda, acaso por la comunidad de origen italiano.

[p. 363]. [1] . No me detengo en ellas, porque están descritas en la monumental Bibliografía de Ríus manual indispensable de todo cervantista.

[p. 363]. [2] . The Life and Exploits of the ingenious Gentleman Don Quixote de la Mancha... With ilustrations and corrections by the Licenciate D. Isidoro Perales y Torres. And now first translated from the Spanish. Swaffham, 1805, 8.º

[p. 363]. [3] . Le Don Quichotte d' Fernández de Avellaneda, traduit de l'espagnol et annoté par A. Germond de Lavigne. París, Didier, 1853. Del prólogo, lleno de paradojas y desatinos, hay edición aparte con este título: Les deux Don Quichotte, étude critique sur 1'oeuvre de Fernández Avellaneda... Paris, Didier, año 1852.

[p. 365]. [1] . Principalmente ha de decirse esto de don Cayetano Alberto de la Barrera, que estuvo a punto de dar la misma solución que yo, aunque se apartó de ella cegado por la falsa luz de la atribución a Aliaga, que era la dominante en su tiempo.

[p. 366]. [1] . Con mucho estrépito y tropel de desvergüenzas, esto es en el fondo lo mismo que viene a decir el señor Groussac, grande enemigo de las que llama tesis megalómanas (vid. pp. 161 y 167). ¿Y entonces por qué tanto encono contra los que antes de él han pensado lo mismo?

[p. 367]. [1] . En ninguna parte he dicho que todo Rabelais esté en las obscenidades, como el señor Groussac me achaca (pág. 100). Rabelais es un torrente que arrastra partículas de oro entre muchísimo fango. Sus ideas pedagógicas son dignas del gran siglo en que escribió. Pero su grosera y sistemática inmundicia ¿quién la niega? Sólo bajo este aspecto se le compara con Avellaneda, si realmente envuelve comparación, y no un mero calificativo, el pasaje acriminado. No se trata aquí de la fuerza satírica de Rabelais, ni de la trascendencia de su obra, en que la parte carnal del Renacimiento se expresó con inusitado brío. De esta orgía de los sentidos y de la imaginación no hay rastro en Avellaneda, pero la brutalidad en las representaciones asquerosas es característica de ambos autores.

[p. 368]. [1] . Crítica de seminario llama a esta apreciación de Zola el señor Groussac. Sin duda se habría educado en algún seminario el crítico francés que en 1887 tuvo el valor de escribir, a propósito de La Terre precisamente, un artículo del cual puede dar ligera muestra el siguiente párrafo, no tan conocido en España como debiera:

«La obra de Zola es mala, y el es uno de aquellos desdichados de quien se puede decir que valdría más que no hubiesen nacido. No le negare su detestable gloria. Nadie antes de él había levantado un tan enorme montón de inmundicias. Ese es su monumento, y nadie puede negar su grandeza. Ningún hombre había hecho tan grande esfuerzo para envilecer la humanidad, para insultar a todas las imágenes de la belleza y del amor, para negar todo lo que es bueno y todo lo que está bien. Ningún hombre había desconocido hasta este punto el ideal de los hombres. Hay en nosotros, en los pequeños como en los grandes, en los humildes como en los soberbios, un instinto de la belleza, un deseo de todo lo que orna y decora el mundo, de todo lo que forma el encanto de la vida, M. Zola no lo sabe. El deseo y el pudor se mezclan a veces con deliciosos matices en las almas. M. Zola no lo sabe, Hay en la tierra formas magníficas y nobles pensamientos, almas puras y corazones heroicos. M. Zola no lo sabe. El dolor es sagrado. La santidad de las lágrimas está en el fondo de todas las religiones. M. Zola no lo sabe. Ignora que las gracias son decentes, que la ironía filosófica es indulgente y dulce y que las cosas humanas no inspiran más que dos sentimientos a las almas bien nacidas: la admiración o la compasión. M. Zola es digno de una compasión profunda.».

¿Quién escribió esta pagina de sacristía, que puede buscar el curioso en un libro muy conocido que se titula La Vie Littéraire (tomo I, pág. 236)? ¿Era por ventura católico, cristiano o espiritualista siquiera? No: era un anarquista intelectual, el escritor más elegante, más refinado y más perverso que actualmente tiene la literatura francesa: Anatole France, en suma. Si luego ha caído en la vulgaridad de elogiar a Zola, no ha sido por motivos literarios (puesto que no sé que haya retractado nunca su juicio), sino por lo que los franceses llaman el affaire. Pero júzguese como se quiera de la actitud de Zola en un célebre proceso, nada tiene esto que ver con el concepto estético de sus novelas, que a persona de tan buen gusto como A. France no pueden menos de seguir pareciéndole un montón de basura, como antes.

[p. 369]. [1] . El señor Groussac, que tanto alarde hace de sus escrúpulos de exactitud, aprendidos, según da a entender, en las novelas de Merimée (pág. 275), no es muy exacto que digamos, cuando me atribuye gratuitamente el honor de haber impugnado bastante bien la candidatura de Gaspar Scioppio. Muchas gracias; pero la verdad es que para nada hablé de semejante sujeto en mi carta. La conjetura de Rawdon Brown sobre el humanista alemán y el duque de Saboya y los pollinos de Sancho, me ha parecido siempre tan desatinada, que ni siquiera quise hacer mérito de ella. Ni Scioppio escribió una sola línea en castellano, ni llegó a Madrid hasta marzo de 1614, un mes antes de ser aprobado para su impresión el Quijote tarraconense, ni la obra de Cervantes es una sátira contra el duque de Lerma, como Rawdon Brown pretendía.

[p. 370]. [1] . Como este punto del lenguaje ha sido tratado magistralmente por el señor Morel-Fatio, al dar buena cuenta del libro del señor Groussac, reservo para más adelante el extractar sus razones.

[p. 372]. [1] . Cervantes y el Quijote. Estudios críticos. Madrid, 1872. Este libro contiene la mejor impugnación que hasta ahora se ha hecho de la hipótesis de Aliaga. Ni yo, ni el señor Groussac (me nombro antes porque así lo exige el orden cronológico) hemos añadido nada de particular a esta demostración irrefutable, a pesar del énfasis con que el escritor francés anuncia que su análisis va a derramar mucha luz sobre los extravíos de la critica española contemporánea. Tubino, a quien paso a paso sigue, era tan español como los demás eruditos (la mayor parte ya difuntos) a quienes el señor Groussac insulta sin ton ni son.

[p. 375]. [1] . No lo fué hasta 1618, y tuvo que renunciar el cargo en 1621 pero desde 1608 ocupaba el regio confesionario y un puesto en el Consejo de la Suprema Inquisición. Había sido propuesto nada menos que para el Arzobispado de Toledo, pero le renunció en obsequio al Cardenal Infante don Fernando.

[p. 376]. [1] . Antes lo había hecho Lope de Vega, pero en carta familiar, y no descubierta hasta nuestros días.

[p. 376]. [2] . Y no el Pícaro Justino como dice el señor Groussac (pág. 100), confundiendo, además, el libro con su autor, puesto que le llama personaje sin importancia.

[p. 378]. [1] . Dos documentos hallados y publicados en 1895 por don Cristóbal Pérez Pastor en su libro La Imprenta en Medina del Campo (pág. 478, volumen 2.º) prueban, la existencia real del licenciado Francisco López de Ubeda, médico, natural y vecino de la ciudad de Toledo. Uno de estos documentos es la capitulación de dote con su mujer doña Jerónima de Loaísa, en 2 de febrero de 1590. (Véanse las observaciones de R Foulché-Delbosc, Revue Hispanique, 1893.)

No creo que por este hallazgo pueda rechazarse de plano la antigua tradición consignada por Nicolás Antonio. La Pícara Justina deja en el ánimo de todo el que la lee la impresión de que el autor era leonés, no precisamente por el lenguaje, sino por el conocimiento profundo que manifiesta de las costumbres de aquella tierra. Pudo muy bien el toledano Francisco López de Úbeda adquirir este conocimiento mediante larga residencia en León y su montaña, pero tampoco sería único el caso de haberse publicado la obra de un autor con nombre de otra persona real. Nadie duda, por ejemplo, de que el P. Isla sea verdadero autor del Fr. Gerundio de Campazas, aunque por buenos respetos le imprimió con el nombre de su amigo don Francisco Lobón de Salazar, cura de Villagarcía de Campos.

[p. 388]. [1] . Vivía aún, cuando se escribió esta carta.

[p. 389]. [1] . Por mi parte estoy convencido de que la Carta a Don Diego de Asturias no puede ser de Cervantes, que no estaba en Sevilla en 1606, y encuentro plausible la conjetura del señor Groussac, que la atribuye al Dr. Juan de Salinas.

[p. 392]. [1] . De intento he dejado subsistir estos párrafos, por lo mismo que en ellos tengo algo que enmendar, y sobre todo algo que añadir a las especies que basta ahora han corrido de molde acerca de los certámenes de Zaragoza. Cuantos han escrito de este asunto se han guiado únicamente por las noticias de Pellicer, que exigen rectificación en algunos puntos.

Poco más de un año después de la publicación de mi carta sobre el Quijote de Avellaneda, mi difunto amigo y querido compañero don Pedro Roca, a cuyo cargo estaba el archivo de la casa ducal de Fernán Núñez, logró, después de largas pesquisas, dar con el tomo de varios que vió Pellicer y que se había ocultado a los eruditos posteriores.

Los certámenes son dos, pero llevan un título común, que dice así:

Sentencia del zertamen / sobre la exposición de dos / enigmas dada en la ynsigne / Universidad de / Çaragoça en 26 de Mar- / ço del año 1613.

Concurrieron al primer certamen los siguientes poetas:

Martín Escuer.—Gacol.— Alfonso Lamberto.— Bernardo.—Pablo Visieda.—San Alexo o Monserrate (sic).— Martín Guzmán.—El Maestro Potranca.—El Licenciado Cazmarra.—El Licenciado Langaruto.—Tiburcio Machaco.—Don Fulano.—Josefe Pilares.—Francisco Blitiri.—Diego Tordillo.— Martín Gaspar.—Montero.—Juan Navarro.—Bernardo Daniel.—Miguel Soriano.—Lumbreras.—Gerónimo Hernández.—Francisco Alcondoque.— Muniesa.— Sancho Panza.— El incógnito Xaraba.—Dionisio Viñán.—Pedro de Espes.—Pablo Romero.

Al segundo, los siguientes (marco con un asterisco los que están repetidos): Jayme Portolés.— Diego Amigó.—El venturoso perdido.—*Alfonso Lamberto.— *Muniesa.—Lozano.—Periquito de Utreras.—*Juan Navarro.— *Sancho Panza.— Pedro de Güerta.—Navarro.—Vicencio Carrasco.—Tomás Alegre.

Infiérese de estas listas que los poetas repetidos en ambos certámenes son cuatro, y no solamente Alfonso Lamberto, como resultaba de las noticias de Pellicer. Y además Alfonso Lamberto y Sancho Panza aparecen en ellas como dos poetas distintos, a no ser que el segundo sea seudónimo del primero, lo cual no se puede admitir sin pruebas.

He aquí los versos que se refieren a Alfonso Lamberlo y a Sancho Panza en el primer certamen:

          El buen Alfonso Lamberto
       Devoción ha descubierto;
       Pues dice que es San Francisco
       Y los frayles de su aprisco,
       Y que esto tiene por cierto.
           Si desea como garza
       Llevar honrado Bohemio
       Por su devoto prohemio,
       Que lo coronen de zarza,
       Que yo no le sé otro premio.
       ..............................
       A Sancho Panza estudiante...
                         (Es la copiada por Pellicer.)

       SEGUNDO VEXAMEN

           Alfonso Lamberto es cierto
       Que humildad ha descubierto
       Y tanto quiso humillarse
       Que viene al fin a explicarse
       Por las razones de un muerto.
           Espere que este servicio
       En el día del juîcio
       Dios se lo quiera pagar,
       Mas pues enseña a callar,
       Aprenda bien ese oficio.
       ...............................
       Al blanco de la ganancia.
                         (Es la citada por Pellicer.)

Conocido ya el texto íntegro de los certámenes, cae por su base la deleznable conjetura de Pellicer. Sancho Panza es el seudónimo con que concurrió a aquella justa literaria un poeta al parecer distinto de todos los demás que allí están expresamente designados. Tampoco debe darse especial importancia (como ya advirtió Tubino, citado por el señor Groussac) a las frases de azotes y galeras, que se parecen a otras muchas usadas en esta clase de vejámenes. A Navarro, por ejemplo, se le hace la siguiente intimación en el segundo de los certámenes de Zaragoza:

       A Navarro sin rencillas
       Paséenle las costillas,
       Y pues así se alboroza
       Pasee por Zaragoza
       Con coroza y campanillas...

Por lo mismo que el señor Groussac no ha podido tener noticia de estos documentos, que tanto le hubieran servido en su refutación, me complazco en darles publicidad, sin suprimir ni una línea de lo que escribí antes, inducido a error por Pellicer.

Y ya que de certámenes se trata, no creo que huelgue la noticia que de otras fiestas de Zaragoza, en que claramente se alude al falso Quijote, publicó Barrera en sus Nuevas investigaciones sobre la vida de Cervantes (Obras completas... ed. de Rivadeneyra, tomo I, págs. CXIX-CXX.)

En las fiestas que a la beatificación de Santa Teresa celebró la imperial ciudad de Zaragoza, por octubre de 1614 y cuya relación o Retrato (que así se titula) escribió y publicó Luis Diez de Aux (Zaragoza, 1615), salió, entre otras, una mascarada de estudiantes, que el expresado relator de los festejos describe en estos términos:

«Venía Don Quijote de la Mancha con un traje gracioso, arrogante y pícaro, puntualmente de la manera que en su libro se pinta. Esta figura y otra de Sancho Panza, su criado, que le acompañaba, causaron grande regocijo y entretenimiento, porque, a más de que su traje era en extremo gracioso, lo era también la invención que llevaban; fingiendo ser cazadores de demonios, que traían allí enjaulados, y como triunfando de ellos... y éstos se representaban en dos fieras máscaras atadas cuyas cabezas estaban encerradas en sendos jaulas. Sancho Panza salió con un justillo de pieles de carneros recién muertos, el pelo hacía dentro.»Añade que este traje causó extraordinaria risa, «como también la causaron los papelillos que con algunos motes daba a las damas, y una información (abono de su justicia) que en razón del premio nos presentaron en unos versos del tenor siguiente:

       La verdadera y segunda parte del Ingenioso
                Don Quixote de la Mancha,
Compuesta por el licenciado Aquesteles, natural de cómo
     se dice, véndese en donde y a dó, Año de 1614.

Inserta seguidamente los versos a que se refiere; entre ellas el informe de Don Quijote en siete redondillas, que empiezan:

       Soy el fuerte don Quixo-
       Más que el bravo Paladi-
       Llevado por su roci-
       Y traído por el tro-

«Llevó unos preciosos guantes, y aunque fueren los mejores del mundo, los merecía.»

En indudable que en este epígrafe se alude al Don Quijote de Avellaneda, que por aquellos días estaba ya a punto de salir a luz. Esta muy lejos de ser crítica la alusión, y pudiera sospecharse si el autor de los versos sería tal vez el mismo supuesto Avellaneda (el licenciado Aquesteles: él es aqueste).

 

[p. 395]. [1] . Seguramente, decía en la primera edición de este artículo: ¿Qué sabe él? me pregunta muy destemplado el señor Groussac. Tiene razón en su reparo. Nada sé ni de esto ni de otras muchas cosas, pero nadie negará que la observación podía estar hecha con más cortesía. Con cambiar un adverbio queda complacido mi urbano contradictor.

[p. 395]. [2] . Girador dice la edición de Zaragoza, 1890, y dirá, probablemente, la de Amsterdam de 1781, pero debe de ser errata de copia.

[p. 396]. [1] .Publicado en Amsterdam por don Ignacio de Asso en 1781.

[p. 396]. [2] . En sus curiosísimos Anales de la literatura española (Madrid, 1904), acaba de publicar don Adolfo Bonilla San Martín el soneto siguiente, que lleva las iniciales de A. L. en el códice 3.890 de la Biblioteca Nacional:

       No me pidas, Inés, lo que no tengo;
       
Que me enfadas en ello, por tu vida;
       Pídeme tú que dé alguna herida,
       Y ocuparé mi brazo lambertengo.
       De Roldán el francés, del indio Rengo
       No serás con más ynpetu servida,
       Mas visto que me pides la comida,
       ¡Por el agua de Dios que me deriengo!
       Duquesa de Borbón y de Zerdania,
       Aposentarte en rica galería
       Quisiera, y darte; mis deseos son buenos.
       Pero en mi escritorcillo el de Alemania,
       Tengo el mismo dinero que en Turquía:
       Verdad es que en las Indias tengo menos.

El lambertengo del verso cuarto puede hacer sospechar que las iniciales A. L. corresponden a Alfonso Lamberto. Como mera sospecha lo apunto.

[p. 397]. [1] . Con chistes de mediano gusto se burla el señor Groussac de este anagrama, dándome de paso una lección elemental sobre los «casos de indeterminación» y sobre las reglas del anagrama, lección bien escusada porque la aprendí hace muchos años en la Metamétrica del Obispo Caramuel, y en otros tratadistas españoles. Pero es indudable que además de los anagramas perfectos, existen los llamados imperfectos , y que algunos autores los han usado para ocultar sus nombres. Imperfectísimo es, por ejemplo, el de Siralvo, que empleó Luis Gálvez Montalvo en su Pastor de Filida. En él van envueltas las letras del nombre Luis y el final del apellido Montalvo. A este mismo género de anagramas que me atrevería a llamar de doble empleo o de doble fondo, si no temiera excitar la risa del señor Groussac, pudiera pertenecer el del sabio Alisolán, que contiene todas las letras del nombre Alonso y las tres primeras de Lamberto. De este modo, y con solas dos palabras, se obtiene un seudónimo de formación muy análoga al de Siralvo. Análogo es también el de Salicio usado por Garcilaso. Y así solían formarse en el siglo XVI los nombres poéticos, no por anagrama perfecto.

[p. 398]. [1] Apunta el señor Groussac una ingeniosa corrección en el pasaje de Avellaneda: «si bien en los medios diferenciamos, pues él tomó por tales el ofender a y particularmente a quien tan justamente celebran las naciones más extranjeras». En vez de a mí y particularmente, propone que se lea «y muy particularmente». Pero este género de enmiendas, a lo Hartzenbusch, son enteramente arbitrarias y el mismo señor Groussac previene, en cuanto a la presente, que por seductora (?) que parezca, no la adopta (pág. 164).

[p. 398]. [2] . Esto que era verdad cuando se publicó por primera vez esta carta no lo es hoy más que en parte, después del inestimable hallazgo de los Documentos Cervantinos (series primera y segunda) que el señor Pérez Pastor ha recogido e ilustrado doctamente.

[p. 400]. [1] . El señor Groussac con la buena fe y caritativa intención que dominan en todo su estudio, quiere deducir de estas palabras mías, que acepto el sentido esotérico del Quijote (pág. 147). Nadie ha impugnado tanto como yo este desvarío extravagante: nadie ha sido tan maltratado como yo por los cervantistas simbólicos y tropológicos. Pero una cosa es el texto de la novela, en que no veo misterio alguno, y otra los versos preliminares, que confieso no entender más que a medias, y que seguramente alguna alusión contendrán, puesto que Cervantes no escribía a tontas y a locas.

[p. 401]. [1] . Es muy posible, y aun probable, que yo me haya equivocado en la interpretación del nombre Solisdán. Pero todavía me parece más quimérica la que, no con el modesto carácter de hipótesis, sino como solución que triunfalmente me envía desde Buenos Aires, expone el señor Groussac. Según él, Solisdán es anagrama de Lasindo, escudero de Bruneo de Bonamar en el Amadís de Gaula. Si algo de lo que en el soneto se dice tuviera relación aunque fuese indirecta y remota, con el tal escudero, podría tomarse en serio la ocurrencia o como él dice muy satisfecho la petite trouvalle del señor Groussac (pág. 149). Entretanto tenemos derecho para decir que es un capricho sin fundamento alguno. ¿Quién sabe si el día menos pensado, cualquier lector paciente de libros de caballerías, que se embosque, por ejemplo, en la farragosa enciclopedia de El Caballero del Febo, o en cualquier otro mamotreto por el estilo, dará de manos a boca con el auténtico Solisdán, sin anagrama de ninguna especie; y entonces pasará el señor Groussac a formar parte de la honrada cofradía de los badauds, y acabarán de apurarse los quilates de su calibre invectivo? A mí ni Lasindo ni D. Alonso me importan un ardite, pero lo que me sorprende y maravilla es que «en el siglo de Goethe y del espíritu europeo». (donosa expresión del señor Groussac) haya un hombre culto que sobre tan pueriles temas escriba doscientas páginas de improperios contra personas a quienes no conoce ni aun de vista y que sólo han podido ofenderle con el ligero descuido de no contestar a una carta o de no acusar a tiempo recibo de algún libro. ¡Qué triste vanidad es la literatura entendida de este modo!

[p. 403]. [1] . Une énigme litteraire.—Le Don Quichotte d'Avellaneda... París, A. Picard, 1903.

[p. 403]. [2] . Como muestra curiosa de esta tendencia de nuestros intelectuales, puede verse en la revista La Lectura un artículo de la señora doña Emilia Pardo sazón de Quiroga, entusiasmándose algo prematuramente con el libro y las ideas del señor Groussac y exponiéndolas a su modo.

[p. 404]. [1] . Va picando en historia la manía que tienen algunos hispanistas franceses (no esceptúo los más ilustres) de usar a cada momento subrayadas palabras de nuestra lengua que nada tienen de particular, y que pueden traducirse en francés por otras equivalentes. Los fueros de la verdad son ni más ni menos que Ies droits de la verité. Si esta frase no es ridícula en francés, ¿por qué ha de serlo en castellano? En algunos de los que así proceden puede haber infantil alarde de conocer a fondo nuestra lengua, pero en la mayor parte es pura rechifla (persiflage) que a los españoles de corazón nos ofende y mortifica. España, aunque sea un árbol caído del cual todos hacen leña, tiene tanto derecho como cualquier otro pueblo a que no se tomen en chunga su lengua, su historia y sus costumbres. Ese francés humorístico trufado con palabras castellanas me hace el mismo efecto que los chistes de los gallegos y andaluces de sainete.

[p. 405]. [1] . España y los Estados Unidos.—Conferencias de los sectores D. R. Sáenz Peña, Paul Groussac y Dr. José Tarnassi. Buenos Aires, 1898.

[p. 407]. [1] . Octubre y noviembre de 1903.

[p. 408]. [1] . En el acto 5.º, escena 2.ª de la Dorotea, dice Lope de Vega: «En el dialecto de Aragón y Valencia se toma gana por disposición en la salud: y así dicen estar de buena o mala gana, por estar bien o mal dispuesto.»

Como los valencianos son bilingües, creo que «el dialecto de Valencia» no debe entenderse aquí del catalán, sino del castellano tal como lo hablan los valencianos.

[p. 408]. [2] . La supresión de los artículos no es modismo aragonés, sino costumbre introducida por algunos escritores de fin de siglo XVI, y que otros señalan como defecto. Así Gálvez Montano en «El Pastor de Fílida» (parte sexta página 302 de la edición de Marans) donde hace competir a los dos poetas, Silvano y Batto:

       Descubriréte a la primera treta
        tu lengua sin artículos, defeto
       digno de castigar por nueva seta...

y Mateo Alemán en su Ortografía Castellana (1602): «Y porque dije «Castilla la vieja», y agora de pocos años a esta parte dicen los papelistas cortesanos «Castilla vieja»: no sé qué fundamento hayan tenido para ello, salvo si quieren imitar a los Latinos y no lo entienden.»

[p. 409]. [1] . Luego veremos lo que ha de pensarse de esta fecha.

[p. 409]. [2] . Martí había nacido en Orihuela. Sabe Dios de dónde sería Avellaneda.

[p. 409]. [3] . De Avellaneda, ¿qué aventuras podrán contarse, cuando ni siquiera hemos podido todavía averiguar su nombre? En cuanto a Juan Martí las pocas noticias que tenemos de él indican que fué persona muy sosegada y respetable, aunque el señor Groussac, aplicándole todo lo que Mateo Alemán dice del pícaro Sayavedra, se empeña en presentarle como un tunante parásito y famélico.

[p. 409]. [4] . Martí nunca habló de ella, y una sola vez de la devoción del Rosario, tan familiar a todos los buenos católicos. El predicador que transitoriamente catequizó a Guzmán y le hizo mudar de vida, no era dominico, como supone Groussac, sino agustino, como ha notado muy bien Morel-Fatio.

[p. 409]. [5] . Esta admiración se limita en Martí a una mención de la comedia El Dómine Lucas, y a un elogio vulgar del verso de Lope, puesto, por cierto, en boca de un poeta ridículo. Con este criterio todos los innumerables autores que en prosa y en verso hablaron de Lope, pueden ser otros tantos presuntos Avellanedas.

[p. 411]. [1] . Cancionero de la Academia de los Nocturnos de Valencia, extractado de sus actas originales por D. Pedro Salvá, y reimpreso con adiciones y actas por Francisco Martí Grajales. Valencia, imprenta de Vives, 1905. Pág. 14. En la 156 puede leerse una Alabanza de la Academia, en esdrújulos, compuesta por Micer Juan José Martí.