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Obras completas de Menéndez... > HISTORIA DE LAS IDEAS... > III : SIGLO XVIII > CAPÍTULO III.—DESARROLLO DE LA PRECEPTIVA LITERARIA DURANTE LA SEGUNDA MITAD DEL SIGLO XVIII Y PRIMEROS AÑOS DEL XIX.—TRIUNFO DE LA ESCUELA CLÁSICA.—TERTULIA DE LA FONDA DE SAN SEBASTIÁN.—GUERRA CONTRA LOS AUTOS SACRAMENTALES Y EL DRAMA CALDERONIANO: CLAV

Datos del fragmento

Texto

[p. 276] TAL fué el desarrollo de la preceptiva literaria durante los reinados de Felipe V y de Fernando VI. Tal era su estado al ascender al trono español Carlos III en 1759. El nuevo reinado señala el apogeo de la cultura francesa, y en él se recogieron todos los frutos, buenos y malos, de cuanto se había sembrado en los dos anteriores. Nuestros gobernantes de aquel período dieron inusitado favor y protección oficial al grupo de los reformadores, consignando en actos públicos y en leyes el triunfo de algunos de los principios críticos por ellos sustentados. Aranda, Roda y Llaguno, el último de los cuales cultivaba con gusto y entendimiento las letras y la historia de las artes, y había comenzado a darse a conocer como hábil traductor de Racine, miraron con extraordinaria simpatía los esfuerzos encaminados a la creación de un teatro clásico, y envalentonaron a los eruditos que con tal propósito trabajaban. Se estableció hacia 1768 en los sitios reales un teatro donde se representaron, muy bien traducidas por don Tomás de Iriarte, tragedias de Voltaire, comedias de Molière, de Destouches, de Gresset, de Chamfort, y de otros muchos autores franceses. El Conde de Aranda mejoró la policía y el aparato teatral de los llamados corrales de la corte, y favoreció la representación de las obras de la nueva escuela, casi siempre rechazadas por los actores, y recibidas con significativa y bien justa indiferencia por el público.

Pero la medida más radical que por entonces se dictó, y la que más al descubierto pone el espíritu dominante en el Gobierno y en los poetas y críticos que a sus órdenes trabajaban en la creación o trasplantación de una literatura académica, o, por mejor [p. 277] decir, administrativa, es la real cédula de II de junio de 1765, que prohibió en todo el reino la representación de los Autos Sacramentales. Para preparar el terreno habían juntado sus esfuerzos en los tres años anteriores dos literatos, protegidos de una manera especial por Aranda, y de quienes casi puede decirse que expresaban el pensamiento oficial en esta cuestión.

Los Autos Sacramentales, que para el público de aquel tiempo eran exclusivamente los de Calderón, puesto que los antiguos no se representaban ni se leían, y posteriores apenas los había, por lo menos tales que compitiesen con los del gran poeta madrileño, habían salido bastante bien librados en las primeras hostilidades contra el teatro español. Ya hemos visto que Luzán los elogia en términos bastantemente expresivos. Y aunque Nasarre, en su famoso prólogo, los había calificado de monstruosa amalgama de lo sagrado y lo profano, la misma destemplanza del ataque y el cúmulo de inepcias con que iba mezclado, le quitó autoridad e impidió que hiciese mella en el ánimo de los aficionados a aquel devoto espectáculo, que venía a serlo entonces todo el pueblo español, sin distinción de clases ni categorías.

Pero en tiempo de Carlos III las ideas galicanas habían andado mucho camino, y así no fué materia de asombro que en 1762 apareciese un ataque en forma contra los Autos Sacramentales, solicitando ahincadamente su prohibición, en nombre de los intereses de la religión y del arte. Era el solicitante don José Clavijo y Fajardo, nacido en las islas Canarias y educado en Francia, donde había tratado a Voltaire y a Buffon, cuya Historia Natural puso en castellano con bastante pureza de lengua. Clavijo había vuelto de Francia con un espíritu enciclopedista harto pronunciado, que más adelante le valió algunos disgustos con la Inquisición. Pero por entonces todo le sonreía. Beaumarchais no había venido todavía desde París a inquietarle, pidiéndole cuentas de la honra de su hermana. En 1762 Clavijo disfrutaba del favor y de la protección de la corte, y especialmente de Aranda y de Grimaldi, y subvencionado por ellos traducía del francés todas las obras cuya difusión se consideraba útil en aquel tiempo de literatura reglamentada: un día los sermones de Massillon, otro la Andrómaca de Racine o El Vanaglorioso de Destouches. Además, estaba al frente de los teatros de Madrid con el título de director, [p. 278] ejercía el cargo de secretario en el gabinete de Historia Natural y componía el Mercurio en la secretaría de Estado. Todos estos empleos reunidos contribuían a dar mucha autoridad a todo lo que salía de su pluma porque parecía emanado de más altas esferas. En 1762 comenzó Clavijo a imprimir, con el título de El Pensador, un periódico, o más bien, una serie de ensayos que salían periódicamente, a imitación del Spectator de Addison en título, forma y objeto. La colección entera consta de siete tomos y de ochenta y seis pensamientos, la mayor parte sobre asuntos de moral y de política. En uno de ellos, además de repetir el dicho de Nasarre que «los López (sic), los Calderones y los Solises habían corrompido nuestra escena», la emprende con los Autos Sacramentales, diciendo, entre otras cosas, lo siguiente: [1]

«Los Autos se pueden considerar en dos respectos, por lo tocante a las bellas letras y por lo que mira a la religión, cuyos misterios representan... Si se consideran por lo tocante a las Bellas Letras, no será pequeño embarazo la clase de poesía a que corresponden, pues atendida su materia y artificio, en ninguna pueden tener lugar. Por su materia están exentos de ser comprendidos en la Poesía Profana. Los Sagrados Misterios de nuestra Religión y las respetables verdades del Evangelio, están infinitamente distantes, y son diametralmente opuestas a toda profanidad... No es esto condenar toda poesía religiosa... Moisés, Job y David nos dejaron los mejores modelos de esta poesía, que destinaron a cantar las maravillas del Altísimo y sus misericordias... Prudencio y Juvenco consagraron casi las primicias de su poesía a celebrar los triunfos de los mártires y cantar las alabanzas del Criador, sin que en ninguna de estas obras se vean autorizadas las alegorías que notamos en los autos, ni personalizados los entes Metaphysicos ni las sustancias abstractas...

No es menos difícil señalar la clase de poesía a que corresponden estas producciones, pues no pudiendo llamarse poema épico ni lírico, tampoco pueden tener el nombre de poema dramático, faltándoles para todo esto los requisitos que han dictado la razón y el buen gusto, y que han enseñado los maestros del Arte... Vienen a ser los Autos unos diálogos alegóricos puestos en metro... [p. 279] que quieren poner al alcance de nuestra comprehensión lo que dejaría de ser soberanamente grande, si nuestra razón humillada fuera capaz de concebirlo... Los Autos, degradando en cierto modo las ceremonias y asuntos más sagrados, parece que quieren elevar el teatro hasta una esfera muy distante de su institución, o rebajar el Santuario, queriendo trasladar a un lugar inmundo la cátedra y el sacerdocio... ¿A qué católico que haga mediano uso de su razón dexará de causar repugnancia ver, desde que entra en un corral de comedias, pintada una Custodia sobre la cortina? ¿Quién que no tenga ideas muy baxas de su religión, podrá sufrir que unas gentes tan profanas representen las personas de la Trinidad Santísima? ¿Que una mujer que algunas veces tendrá pocos créditos de casta, represente a la Purísima Virgen?... El poner delante del pueblo grosero e ignorante estas figuras, lejos de producir en él el respeto y temor reverencial debido a tales misterios, sólo sirve a hacérselos en cierto modo familiares, y a que confundan la figura con el figurado, y la imagen con el prototipo... Otro de los defectos más comunes en los Autos es la mezcla de cosas sagradas y profanas».

De todo esto infería Clavijo y Fajardo, que los Autos eran unas farsas espirituales, que «el soberano debía prohibir como ofensivas y perniciosas al Catolicismo y a la Razón», por lo mucho que ayudaban a continuar el concepto de bárbaros que hemos adquirido entre las naciones.

El sentimiento popular se levantó indignado contra los insultos que le dirigía, so capa de piedad, el afrancesado y volteriano periodista. Salieron contra Clavijo una porción de folletos, que don Leandro Moratín califica a carga cerrada de necios, y que nosotros nos guardaremos muy mucho de calificar de igual modo, a juzgar por el único que conocemos, y cuyo olvidado autor, en esta cuestión (dicho sea con paz de don Leandro) calaba mucho más hondo que su padre y que Clavijo.

El enérgico defensor del teatro nacional a quien aludo, y de quien, como de todos los que siguieron el mismo rumbo, ha hecho caso omiso primero el fanatismo de escuela y luego la pereza de nuestros eruditos, se llamaba don Juan Christóval Romea y Tapia, y publicaba, en oposición a El Pensador y a todos los de su laya, un periódico denominado El Escritor sin título, que no [p. 280] debió de ser tan mal recibido del público castizo, cuando, habiéndose dado a luz en 1763 los once discursos de que consta, todavía fueron reimpresos en 1790, pasadas y olvidadas ya las circunstancias a que se referían, [1] honor que no alcanzaron ni El Pensador ni los Desengaños de Moratín, que el licenciado Romea impugna.

«¿Quién no ve (exclamaba este ignorado predecesor de Bolh de Faber) que los que se juzgan defectos en Calderón, esos disparates, ese ardor con que pintó cosas ideales e inverosímiles, fueron efecto de que éste era el gusto de la nación, más inclinada a sutilezas que a lo patético?... Yo no sé en qué consistirá que nadie ha podido igualar los disparates de Calderón, sobre haberlo intentado tantos: sin duda tiene algo de sublime, dentro de los que se conciben defectos... Si alguno de esos críticos se atreve a componer una comedia tan mal como Calderón, compondré yo diez mejor que Molière». Lanzado este reto (que recuerda el de Lessing cuando se comprometía a reformar todas las piezas de Corneille), proponía como la obra tipo del teatro español La vida es sueño, y repitiendo los argumentos de Zavaleta, exclamaba: «¿Quién ignora que cada nación tiene su genio, sus propiedades, traje, idioma, vicios, virtudes y carácter, y que, por consiguiente, las diversiones son y deben de ser distintas? Si nos diferenciamos en las operaciones humanas, ¿por qué no nos hemos de diferenciar en el modo de aplaudirlas o de vituperarlas, que debe ser el objeto de la comedia?»

Contra Clavijo y Fajardo, prueba con sólida erudición el licenciado Romea «que los Autos son legítima poesía sagrada: que el sistema alegórico en que se basan, tiene altísimos exemplos en la [p. 281] poesía de los Sagrados Libros (Cántico de los Cánticos, etc.), y en los primitivos poetas cristianos, v. gr., en la Psychomaquia de Prudencio. En David, Job, Moisés y Salomón encontramos autorizadas las alegorías y personalizados los entes metafísicos... ¿Todo el cántico de Daniel se reduce a otra cosa que a estimular los montes, los frutos, las aguas, las plantas y otras cosas insensibles a bendecir y exaltar la grandeza del Criador? ¿Jeremías no dice que los caminos de Sión lloran? ¿No es un verdadero drama alegórico el Cantar de los Cantares? ... Los Autos de Calderón son dramas y muy dramas, como lo es el Christus Patiens atribuído a San Gregorio Nazianceno, «que, no sólo trata del sacrificio incruento y tremendo de nuestros altares, sino del mismo sacrificio cruento como efectivamente sucedió en la cruz».

Después de esta brillante defensa del arte alegórico, se hacía cargo El Escritor sin título de la supuesta profanación que sufrían en la escena los Misterios, y por la cual mostraba tan hipócrita escándalo El Pensador. Y exclamaba con verdadera elocuencia su antagonista, que por la índole de su estilo y erudición bien claro demuestra ser teólogo: «No se dedignó Dios tomar forma de siervo, pues ¿cómo será extraño que lo represente el siervo cuya forma tomó? Los signos y figuras en que se ha querido retratar el Divino Ser han sido muchas veces tan humildes como el cordero, tan fuertes como el León, tan duras como la piedra, y tan flexibles como la vara... ¿El hombre más malo no está redimido con la sangre preciosísima de Cristo, y adoptado para su gloria, si consigue la penitencia final? ¿El Dios de las misericordias no tomó nuestra naturaleza y elevó la humanidad sobre lo que cabe en la imaginación? ¿Por qué he de presumir que son samaritanos los que tienen la misma marca que yo? Y aun cuando lo sean, ¿por qué no he de prescindir (siquiera el rato que con la mayor fuerza, estudio y propiedad, están haciendo su papel) de que todos somos indignos?»

El que con tal elevación discurre y escribe, coincidiendo en no pocos ni vulgares conceptos con el magnífico discurso que sobre los Autos compuso en nuestros días el elocuente y cristiano ingenio de González Pedroso, bien merece un calificativo muy distinto del de necio, mal que le pese al discretísimo Inarco Celenio, que en todo lo que escribió de la literatura de su tiempo [p. 282] mostró de sobra obedecer a sus personales manías y preocupaciones de hombre de secta, y, además, en esta ocasión al amor filial ofendido por la dureza con que el Escritor sin título maltrata a don Nicolás Moratín.

Con los esfuerzos de Romea y Tapia juntó los suyos un escritor proletario en todo el rigor de la frase, pero de incansable actividad y celo por el bien público, y de un espíritu patriótico tan sincero, que muchas veces le hizo acertar en su crítica más que los encopetados humanistas de su tiempo. Este escritor, aragonés de nacimiento, era don Francisco Mariano Nipho, el pestilente Nipho que dice Moratín, el famélico Nipho, tantas veces mencionado en las sátiras de aquel tiempo, detestable poeta lírico y dramático, pero hombre bueno, candoroso y excelente, periodista fecundísimo y compilador eterno, escritor de tijera, aunque útil en su clase, y gran vulgarizador de todo género de noticias agrícolas, industriales y mercantiles, literarias, históricas y políticas. Él solo redactó íntegros diez o doce periódicos, entre ellos el Diario curioso erudito y comercial, público y económico, La Estafeta de Londres, el Correo general histórico, literano y económico de la Europa, El Pensador Christiano (Nipho era enemigo jurado de la impiedad y de los enciclopedistas), el Diario Extranjero, El Erudito Investigador, El Novelero de los Estrados y Tertulias y Diario Universal de las Bagatelas, El Correo general de España (protegido por la Real Junta de Comercio), El Bufón de la Corte, y , finalmente, El Caxón de Sastre, que es para nosotros el más importante. En todos ellos y en una infinidad de papeles volantes y libros de poco fuste que publicó desde 1759 hasta 1790 reveló bien a las claras sus rancias aficiones literarias y el desdén con que miraba a los innovadores. Bolh de Faber elogia el espíritu de un folleto de Nipho intitulado La nación española defendida de los insultos del Pensador y sus secuaces. [1]

En el Diario Extranjero, [2] publicado un año antes, había [p. 283] insertado ya juicios encomiásticos de varias comedias de Calderón, a quien llama «admirable poeta, nunca más glorioso que cuando más impugnado, pero no vencido... No hay duda que Calderón tuvo como hombre sus defectos, pero aún no he visto mano que los haya corregido». Nipho inauguró en este Diario la crítica de teatros, que nadie había ejercitado hasta entonces en España, por lo menos de una manera regular y periódica.

Desde 1760 había comenzado a repartir, con el extraño y plebeyo título de Caxón de sastre literato, o percha de maulero erudito, con muchos retales buenos, mejores y medianos, útiles, graciosos y honestos, para evitar las funestas conseqüencias del ocio, una colección curiosísima de piezas inéditas o raras de antiguos escritores españoles, colección que mereció el favor del público de Nipho (que era bastante numeroso), como lo prueba el hecho de haber tenido que hacer en 1781 reimpresión de los seis tomos de que consta. El sentimiento nacional miraba siempre con simpatía a sus defensores, por mala y chabacanamente que le defendiesen. Nipho era bibliófilo y bibliófilo bastante afortunado para haberse hecho con piezas muy raras, que fielmente reprodujo en su libro, y aunque su gusto no era muy de fiar, a veces acertó en la elección, dando, de todas suertes, el primer ensayo que vió el siglo XVIII de una Antología de poetas españoles, mucho más próxima, por el espíritu de libertad que en ella domina, a lo que luego fué la riquísima Floresta de Bolh de Faber, que a las que formaron con alardes de rigorismo clásico Sedano, Estala y sus colaboradores. El famélico y tabernario Nipho había llegado a ser poseedor de libros que el colector del Parnaso Español no da muestras de haber conocido ni por el forro, y así, en el Caxón de sastre abundan los extractos del Cancionero general, los de Castillejo y Gregorio Silvestre, y aun otros muchos más peregrinos, v. gr., los [p. 284] que toma de la Theórica de virtudes de don Francisco de Castilla, o de las Tríacas de Fray Marcelo de Lebrixa, o de los Avisos Sentenciosos de Luis de Aranda. En llamar la atención sobre este género de literatura fué único en su siglo, y de aquí procede sin duda el aprecio con que Bolh habló siempre de él, aprecio que contrasta de un modo singular con los denuestos que tradicionalmente le han propinado nuestros críticos. [1]

Trabada ya la pelea sobre los Autos Sacramentales, entre El Pensador de un lado, y Nipho y el Escritor sin título del otro, vino a deshora a comunicar nuevos bríos a la falange de los preceptistas galoclásicos la presencia de un poeta, cuyo auxilio debía de serles tanto más eficaz cuanto que hasta entonces no habían logrado contar en sus filas más que desmayados y prosaicos versificadores. Este poeta, en quien por caso extraño, aunque no únicos en épocas de transición como aquella, las doctrinas literarias que hacía alarde de profesar aparecían en abierta discordancia con su genialidad poética enteramente española y romántica, era don Nicolás Fernández de Moratín, en quien la posteridad aplaude precisamente aquello por donde viene a asemejarse a los grandes poetas que él execraba sin perjuicio de estudiarlos continuamente. Nadie lee hoy otra cosa de Moratín el padre, ni otra ninguna cosa es posible leer, sino sus gallardísimos romances moriscos y caballerescos, el de Abelcadir y Galiana, el de D. Sancho en Zamora, el paso de arrnas de Micer Jacques Borgoñón con el Duque de Medina-Sidonia, las celebradas quintillas de la Fiesta de Toros, que parecen caídas de la pluma de Lope [2] con menos [p. 285] impetuoso raudal, pero con más limpia corriente; las octavas de las Naves de Cortés, cuya riqueza y desembarazo descriptivo renuevan la memoria del mismo Lope y de Valbuena; y, finalmente, la oda pindárica a un matador de toros, levantado por él a la cuadriga de los triunfadores de Elea. Y, sin embargo, este poeta, nacional más que otro alguno de aquel siglo, y que debe a los restos y desperdicios de la tradición nacional toda su legítima gloria; este inconsciente precursor de los romances históricos y [p. 286] de las leyendas del Duque de Rivas y de Zorrilla, era en teoría el más violento, el más furibundo de cuantos entonces juraban por la autoridad de Boileau; y aun se esforzaba en llevar al teatro sus doctrinas en obras áridas y muertas, que sus contemporáneos no querían oír y que la posteridad ha olvidado de todo punto. En dos sátiras de su juventud leemos estos versos, que Nasarre hubiera adoptado por expresión cabal de su doctrina, a haber sido capaz de hacerlos:

                                 «¿No adviertes cómo audaz se desenfrena
                                 La juventud de España corrompida
                                 De Calderón por la fecunda vena?

                                 ¿
No ves á la virtud siempre oprimida
                                 Por su musa en el cómico teatro,
                                 Y á la maldad premiada y aplaudida?

                                 ¿Y desde el Tajo aurífero hasta el Batro
                                 Está vuestra nación desestimada,
                                 Porque así lo quisieron tres ó cuatro?

                                 ¿No ves el arte cómica ignorada
                                 Y si la acción empieza en Filipinas,
                                 En Lima ó en Getafe es acabada?»
                                                                                  (Sátira I.ª)

                                   . . . . . . . . . . .. . . . . . . . . . . . . . . . . .

                                 «¿Mas qué admira maldad tan manifiesta
                                 Si en España no tienen mayor arte
                                 Que la imaginación más descompuesta?

                                 Arrima los preceptos á una parte
                                 Quien pretende escribir una comedia,
                                 Y en tres jornadas ó actos la reparte.

                                 Finge ser el principio en Nicomedia,
                                 Y acabando el suceso en Barcelona,
                                 En Filipinas ó en Tetuán la media.

                                 Una fábula inventa fanfarrona
                                 En que, agradando al público profano,
                                 La moral instrucción y arte abandona.

                                 Hace al galán soberbio e inhumano,
                                 Espadachín, sofístico, embustero,
                                 Jugador, jurador, falso ó liviano.

                                 No le falta un amigo ó compañero
                                 Que, agregados los dos, á cuchilladas,
                                 Se burlen del alcalde más severo.

                                 Persiguen las doncellas y casadas
                                 Con escándalo horrible, profanando
                                 Las casas más honestas y guardadas.

                                 [p. 287] Pone un tercero y cuarto de otro bando
                                 Opuestos a los dos antecedentes
                                 Con quien se andan continuo acuchillando.
                                 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
                                 Ve allí la libertad apetecida
                                 La más honesta dama y recatada,
                                 Y aplaudirse la infame y libre vida.

                                 La autoridad paterna despreciada,
                                 Y sacar, a pesar de sus parientes,
                                 La dama de la casa más guardada.

                                 Los papeles, los ruegos indecentes
                                 Los criados y amigos, los terceros,
                                 Las viejas alcahuetas impudentes.
                                 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . . .
                                 Allí se aprende el licencioso trato,
                                 La vanidad, soberbia escandalosa,
                                 Y el horrible y fantástico aparato.
                                 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
                                 No aparente verdad representada
                                 Verás, ni una acción sola en una pieza,
                                 Que en un lugar y tiempo sea acabada.

                                 Acaba en Flandes, si en Madrid empieza;
                                 Pásanse años á cientos ó á millares,
                                 Y la una acción con otra se tropieza.

                                 Las antiguas costumbres populares
                                 Se mezclan con las nuestras más modernas,
                                 Más estimadas cuanto más vulgares.

                                 Las que al principio son personas tiernas,
                                 En el medio son jóvenes, crecidos,
                                 Y al fin, por vejez ya, tiemblan las piernas.
                                 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . . .
                                 Un lacayo verás ser muy prudente,
                                 Y si no toma el amo sus consejos,
                                 Arquear las cejas y arrugar la frente.
                                 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
                                 A Terencio y á Plauto no los nombres,
                                 Que hay ignorante aquí que los desprecia,
                                 Por ser su estilo llano: no te asombres.

                                 Es la cultura lo que más se aprecia,
                                 Y las frases que no se comprehenden
                                 Se aplauden más que el vidrio de Venecia» [1]

[p. 288] Fuera de Cervantes, no había tenido hasta entonces la escena española enemigo de más ingenio y donaire. Lo que había dicho en buenos versos, lo repitió en mediana prosa en la disertación que precede a su Petimetra (1762), comedia insulsa, aunque escrita, según reza la portada, con todas las reglas del arte, y quizás por esto mismo. Flumisbo Thermodonciaco (que así se llamaba don Nicolás entre los Arcades de Roma) la emprende en esta disertación con los comediantes que no habían querido admitirle su soporífero poema, prefiriendo los disparates con que estúpidos copleros infestaban las tablas. «Los extranjeros, y algunos naturales (dice Moratín), se burlan de nuestras comedias, y aun ha habido quien afirme que no tenemos una perfecta... Para agradar al pueblo no es preciso abandonar el arte, y si alguna comedia o tragedia escrita sin él agradare, no es por la precisa circunstancia de que estén desarregladas, pues si las tales composiciones tuvieran el arte, serían el doble aplaudidas... Los errores de las comedias españolas son tantos, que en algún modo disculpan a los extranjeros, quienes con ridículas mofas y sátiras se han burlado de nuestros grandes autores, sin que les hayan valido tantos y tan grandes primores como se ven en sus dramas, porque como la obra está mal concertada en todo el cuerpo, no la libra de la crítica alguna parte, por más que no esté dañada». Y luego, invocando la autoridad de Aristóteles y los testimonios de Cervantes, de Cascales, de Luzán y de Montiano, se encarniza con las infracciones de las unidades de tiempo y de lugar, citando como ejemplo singular de ello la trilogía de los Pizarros, de Tirso de Molina; censura la acumulación de lances en las comedias del profundo Calderón, que abusó de la inmensa fantasía con que pródigamente le dotó naturaleza , y apunta la siguiente observación, que no carece de perspicacia crítica, y que es el único fundamento un poco grave que se ha podido alegar en favor de la doctrina de las unidades: «Toda esa redundancia superflua e inverosímil de acción y de enredo, es originada de la libertad que se toman de que dure la acción lo que ellos quieren, pues si la redujeran a los límites del arte, no pudieran en tan poco tiempo desatar tantos enredos, y, si alguno lo conseguía, tropezaba con la inverosimilitud, porque es imposible, o a lo menos muy extraño, que en un día y en un paraje le sucedan a un hombre tantos [p. 289] acasos». El resto de la crítica de Moratín no ofrece novedad alguna sobre el famoso capítulo de Luzán, a quien se atreve a llamar gran poeta, queriendo decir, sin duda, gran maestro de poética. Insiste mucho en la instrucción moral, que es el alma de la comedia; en su fin, que es enseñar deleitando, y en todas las demás vulgaridades que ya hemos visto hasta la saciedad en otros, y que volveremos a ver, lo más rápidamente que podamos, en muchos más. No hay cosa que fructifique tanto como los lugares comunes, máxime si son absurdos. Hacia el fin de su diatriba parece como que siente el ingenioso Flumisbo, en el fondo de su alma de poeta castellano, ciertos remordimientos y como que se propone desagraviar a los grandes maestros a quienes había ultrajado. Así le vemos tributar extremados encomios a «la facilidad natural» y a «la elegancia sonora» de Lope, a «la prodigiosa afluencia de Calderón, por cuya boca hablaron suavidades las Musas», a la «discreción» de Montalbán, de Rojas, de Moreto, de Candamo, de Solís, y decir que estos «insignes hombres» abandonaron el arte, no por ignorancia, sino por capricho y novedad, y que en sus mismas «comedias» desarregladas se encuentran «cosas altísimas», habiendo muchas que quedarían totalmente buenas con poquísimo reparo, algunas con añadirles o quitarles una sola palabra. [1]

Nadie quiso representar La Petimetra, ni en Madrid, ni en Cádiz, donde también lo intentó un apasionado del autor. El cual, atribuyendo su fracaso dramático a la boga y prestigio que conservaba la antigua escena, lanzó contra ella sucesivamente tres folletos con el título de Desengaños al teatro español, con la principal mira ostensible de apoyar a El Pensador en su polémica contra los Autos Sacramentales, hasta conseguir la prohibición de ellos. En el primer Desengaño, que es un ataque general contra el sistema dramático de Calderón, Moratín da por sinónimas las palabras obra buena y obra arreglada al arte. Por este cómodo principio, ¿qué obra de Shakespeare, ni de Tirso, ni de Esquilo podría [p. 290] competir con la Virginia y el Ataulfo de Montiano, o con la insoportable Lucrecia del mismo don Nicolás, donde la acción dura a son de campana el tiempo material de la representación, y se desenvuelve en cuatro palmos de tierra? «El teatro español (añadía, haciendo como todos estos reformadores grande hincapié en el criterio ético) es la escuela de la maldad, el espejo de la lascivia, el retrato de la desenvoltura, la academia del desuello, el ejemplar de la inobediencia, insultos, travesuras y picardías. ¿Quisiera usted que su hijo fuese un rompeesquinas, matasiete, perdonavidas, que galantease una dama a cuchilladas, alborotando la calle y escandalizando el pueblo, foragido de la justicia, sin amistad, sin ley y sin Dios?» Las antiguas costumbres habían pasado, y el teatro que las representaba tenía que resultar forzosamente ininteligible para una generación que sentía y pensaba de tan distinto modo, estimando cátedra de maldad la que en su tiempo había sido cátedra de virtud, de honor y de cortesía. La justicia y la paz pública quizá ganaban en ello: la poesía sólo tenía que perder en el cambio. De todas suertes, estos desaforados ataques nos prueban, más que otra cosa ninguna, que el espíritu que había dado vida a nuestro drama profano estaba muerto, así como la guerra contra los Autos y la prohibición de ellos coincidía por ley fatal, con aquel enfriamiento de Ia fe en estos reinos, de que se queja tan expresivamente el pobre y honrado Nipho, mal poeta cuanto se quiera, pero español a las derechas y cristiano rancio.

Repitiendo las insensatas lucubraciones de Nasarre, lanzaba don Nicolás Moratín sobre la frente de Lope de Vega la nota de primer corrompedor del teatro, juntamente con Cristóbal de Virués, y la nota de segundo corrompedor sobre Calderón, citando de no muy buena fe, por muestra del modo falso y desvariado con que el gran poeta solía expresar las pasiones y desfigurar la naturaleza, aquellos primeros y absurdos versos de La Vida es sueño, añadiendo con sorna: «Yo quisiera saber si una mujer que cae despeñada por un monte con un caballo, en vez de quejarse donde le duele y pedir favor, le dice todas aquellas impropias pedanterías, que las entiende el auditorio como el caballo: si algún apasionado de Calderón se apea por las orejas, llame al suyo hipógrifo violento, y verá cómo se alivia».

Esta crítica es aguda y no infundada; pero Moratín pierde [p. 291] toda razón y todo concierto en los Desengaños segundo y tercero, dedicados casi exclusivamente a fustigar al Escritor sin título, y a negar, por razones de un materialismo pueril, la legitimidad de toda poesía simbólica: «Parece desgracia de la nación que siempre hayamos de estar con los ojos cerrados, porque apenas uno pretende abrirlos, cuando mil obstinados en lo que aprendieron nos vuelven a dexar en tinieblas... La disputa sobre los Autos no se terminará mientras que sus defensores no se desnuden de la manifiesta pasión que los domina... ¿Sabe qué cosa es Poesía, y en qué clases se divide? ¿Sabe cuál es la Dramática o representable? ¿Cuál su artificio? ¿De qué partes consta? ¿Qué circunstancias debe tener? ¿Qué reglas debe observar? ¿Los autores que en nuestra nación y en las extrañas la han tratado desde los más remotos siglos? Si sabe todas estas cosas (que las saben pocos) podremos entendernos. ¿No conoce que va expuesto a decir mil disparates? ¿No ve que no es posible entendernos por su falta de principios?» ¡Cuánta fanfarria y cuánta satisfacción de sí mismo! Don Nicolás interroga al pobre Escritor sin título (el cual da muestras de saber de estas cosas mucho más que él) en el mismo tono, a un tiempo pedantesco y compasivo, con que don Pedro el del Café echa sus reprimendas al mísero autor de El Cerco de Viena: ¿Qué motivos tiene usted para acertar? ¿Qué ha estudiado usted? ¿Quién le ha enseñado el arte? ¿Qué modelos se ha propuesto usted para la imitación?... ¡Qué! ¿No hay más que escribir comedias?»

Este arte tan decantado (y que en manos del hijo de Moratín llegó a producir dos obras perfectas dentro de un cículo estrechísimo) cuando se encontraba en presencia de otro arte de más alto vuelo, no acertaba a juzgarle sino con la pobreza que revelan estas palabras, tomadas del segundo Desengaño al teatro español: «¿Es posible que hable la Primavera? ¿Ha oído usted en su vida una palabra al Apetito? ¿Sabe usted cómo es el metal de voz de la Rosa?... ¿Juzgará nadie posible que se junten a hablar personajes divinos y humanos de muy distintos siglos y diversas naciones, verbigracia, la Trinidad Suprema, el demonio, San Pablo, Adam, San Agustín, Jeremías y otros tales, cometiendo horrorosos e insufribles anacronismos?» Esto y nada más que esto veía Moratín en las representaciones eucarísticas, o sólo esto le dejaban ver sus preocupaciones de hombre de escuela, por más que en secreto [p. 292] protestase contra ello su alma de poeta castizo, recordándole que en otros tiempos había sido devoto espectador de los Autos, hasta que cayó en la cuenta de que le habían engañado unas tías suyas. [1]

El Escritor sin título no se dió por vencido con tan ruines argumentos, y volvió a la carga; pero no ya contra El Pensador, sino contra el Desengañador del teatro. Y puso más claro que la luz del día que «era comunísimo en todos los poetas de alguna nota fingir sentido al que no lo tiene, voces a los brutos y alma a las cosas inanimadas, como lo prueban las fábulas esópicas, y muchos ejemplos de Virgilio, de Lucano, etc». El, que, según Moratín, no sabía lo que era poesía, demostró que Moratín confundía miserablemente la verdad con la verisimilitud poética, usando ambos términos como sinónimos, contra la doctrina expresa de Aristóteles, según la cual puede ser defecto contra el arte la verdad no verisímil. Demostró también que entre los antiguos y mejores maestros del arte había sido recibido el juntar en composiciones alegóricas y fantásticas personas de diversos siglos, divinas y humanas, sin recelo de incurrir en anacronismos. Procediendo Calderón por abstracciones, ¿qué repugnancia tendrá el que (supuesto que se les finge voz y cuerpo a la Gracia y a la Culpa) hable la una y la otra responda? ¿Ni qué cosa más del caso que poner a los ojos del hombre el horror de la Culpa y la hermosura de la Gracia, para que, viéndolas de bulto, destierre de su corazón el mayor de los monstruos por la belleza más bella de todos?»

Pero toda esta resistencia tan firme y tan bien encaminada no sirvió para retardar ni un solo día la muerte inminente de los Autos, que de hecho muertos estaban mucho tiempo antes, puesto que nadie era capaz de escribirlos. El Gobierno de aquella era se había empeñado en civilizarnos a viva fuerza: prohibió los Autos, hizo callar a sus defensores, y obligó a los cómicos, a representar, con insufrible hastío del público, traducciones del francés, o tragedias de escuela sin vida, ni calor, ni energía, como la Hormesinda del mismo Moratín, el Sancho García de Cadalso, y la misma [p. 293] Numancia de Ayala, a la cual salvó de total ruina el interés patriótico de algunos trozos. Entonces nació la famosa tertulia de la fonda de San Sebastián, que por algunos años dió la ley al arte patrio. Nacida como amena reunión de amigos para solazarse tratando de teatros, de toros, de amores y de versos, adquirió muy pronto más grave carácter, viniendo a influir de un modo eficaz en los progresos del gusto. [1] Eran los más asiduos concurrentes Moratín el padre, don Ignacio López de Ayala, catedrático de poética en los Reales Estudios de San Isidro, y autor de la célebre tragedia Numancia Destruída; el coronel don José Cadahalso; el botánico don Casimiro Gómez Ortega, poeta latino de escaso numen; don Juan Bautista Muñoz, historiador del Nuevo Mundo; el infatigable erudito valenciano don Francisco Cerdá y Rico, discípulo y émulo de Mayans en volver a la luz excelentes libros antiguos; el cultísimo artillero don Vicente de los Ríos, insigne por su elogio biográfico de Cervantes y por otros excelentes opúsculos; Guevara Vasconcellos, secretario de la Academia de la Historia, del cual son las notas críticas que exornan la edición de la República Literaria de Saavedra, hecha por Benito Cano en 1788; [2] don Tomás de Iriarte, un don Mariano Pizzi, que pasaba entonces por arabista y sólo se hizo notable por sus falsificaciones, y varios eruditos italianos residentes en Madrid, especialmente Napoli Signorelli, autor de una Historia crítica de los teatros, en aquel tiempo muy estimada; don Juan Bautista Conti, que puso en lengua toscana con singular elegancia y armonía muchos versos de Boscán, Garcilasso, Fray Luis de León y otros poetas clásicos nuestros, [3] y [p. 294] don Ignacio Bernascone, autor del prólogo de la Hormesinda de Moratín. [1] Por la simple enumeración de los tertulianos se puede comprender que predominaba entre ellos más bien la corriente latino-itálica que la del clasicismo francés, excepto en la cuestión dramática. Cuando se habla de los restauradores de nuestra poesía en el siglo pasado, se olvida con mucha frecuencia esta distinción esencialísima. En la lírica nada debieron a Francia, ni puede citarse entre ellos uno sólo que demuestre especial conocimiento o imitación de las obras de Malherbe, de Juan Bautista Rousseau y demás poetas líricos (por lo general muy medianos) que hasta entonces poseía Francia. Admiraban el teatro de la nación vecina, y recibían las ideas de sus libros en prosa, pero en lo demás se conservaban fieles a la tradición clásica de nuestro siglo XVIII, y a ejemplo de los poetas de aquella era, tenían los ojos vueltos a Italia, con cuyos eruditos y artistas solían mantener todavía fraternal correspondencia.

Así no es raro encontrar en nuestra poesía del siglo pasado imitaciones, ya de Filicaja, ya de Metastasio, ya de Rolli, ya de Frugoni, ya de Parini, al paso que, exceptuadas las fábulas de La Fontaine que imitó Samaniego, y una estrofa de Le Franc de Pompignan, que reprodujeron Maury y Quintana, la influencia francesa se ejercía principalmente en la esfera de las ideas, las cuales interpretaban y traducían muchas veces los nuestros en versos de perfectísima estructura castellana. Verdad es que de un pueblo a otro lo que con más dificultad se transmite y lo que peor se comprende son las formas líricas, a no ser que se trate de lenguas y literaturas tan estrechamente afines y similares como la italiana y la nuestra. Por el contrario, la prosodia francesa, tan radicalmente distinta de la nuestra, parece como que opone una impenetrable barrera para que los cantos de sus poetas [p. 295] no atraviesen el Pirineo y ha sido menester todo el genio lírico de Lamartine, de Víctor Hugo y de Alfredo de Musset para vencerla, si bien los españoles, por regla general, tratándose de versos franceses, juzgamos con los ojos y con el entendimiento, pero no con los oídos.

Claro es que la presencia de don Nicolás Moratín, tan español en sus versos y en sus habituales lecturas ya que no en sus ideas, no había de hacer sino dar más fuerza a este influjo italiano que casi se confundía con uno de los veneros de la tradición lírica nacional. Ni se apartaba mucho del mismo sentir su amigo Ayala, que tenía estrechas relaciones de amistad con García de la Huerta, y que, por otra parte, más bien debe ser clasificado entre los humanistas que entre los poetas, puesto que hacía con mucha más facilidad y agrado versos latinos que versos castellanos, descollando en el difícil arte de expresar poéticamente las menudencias prosaicas, ya cantase en hexámetros las termas de Archena, ya la pesca de los atunes en las almadrabas de Conil. Ni mucho menos podía tenerse por sospechosos de desafecto hacia la literatura patria a los dos eruditos valencianos Muñoz y Cerdá, los cuales, al contrario, dedicaban todos sus esfuerzos a enaltecerla, habiéndose convertido el segundo de ellos en editor de la inmensa colección de las obras sueltas de Lope de Vega, que llegó a contar veintiún tomos en 4.º

Dos personajes de la tertulia de San Sebastián merecen, por diversos conceptos, más individual noticia. Era el primero don José de Cadalso, mediano escritor en todas sus obras, excepto en la sátira en prosa que tituló Los eruditos a la violeta, precisamente porque en ella se retrató de cuerpo entero, siendo, como era, hombre de instrucción varia y superficial, aunque de culto y despejado ingenio. Su educación había sido enteramente francesa, y adquirida en Francia misma, pero no apagó nunca en él el ardiente patriotismo de que dan muestra sus Cartas Marruecas, aunque por lo demás sean pálida imitación de las Lettres Persanes de Montesquieu. En sus versos no se trasluce otro estudio que el de poetas indígenas, tales como Villegas y Quevedo, cuyos pasos seguía con poco nervio y con fluidez insípida. En lo poco que escribió de crítica, mostró conocer algo de la literatura inglesa, traduciendo en verso varios pedazos del Paraíso Perdido, así como Luzán [p. 296] había puesto otros en prosa. Y no dejó de defender indirectamente el teatro español, hasta comparar profanamente la relación de Teramenes en la Fedra con las de El Negro más prodigioso, y otras pésimas comedias españolas de decadencia. Y, sin embargo, cuando Cadalso quiso escribir una tragedia (que es, sin disputa, la peor de sus obras), llevó el servilismo de la imitación hasta componerla en endecasílabos pareados, sin que podamos comprender hoy cómo pudo haber oídos españoles que ni un solo día la tolerasen. Pero aún había otra contradicción más notable y digna de estudio en Cadalso. Así como don Nicolás Moratín se empeñaba en pensar como Boileau, mientras sentía y escribía como Lope, así Cadalso, mediano y desmayado versificador clásico, llevaba a su vida la poesía que no ponía en sus versos, y era (como ingeniosamente se ha dicho) el primer romántico en acción, realizando cumplidamente en su persona, no el ideal bucólico y anacreóntico que sus obras anunciaban, sino el ideal apasionado y tumultuoso de los Byron y Esproncedas. Sólo que para la expresión de ese ideal no encuentra en la menguada literatura de su tiempo y en la pobreza de sus medios artísticos otro recurso que la declamación sepulcral y fúnebre, imitada de las Noches de Young. Así y todo, con Cadalso, ya se le mire como tipo novelesco en sus amores, en sus aventuras y en su gloriosa muerte, ya le consideremos como innovador literario en una de sus obras más endebles, penetra en nuestra literatura cierto elemento exótico de poesía melancólica y nocturna, derivado de la Musa del Norte. Los impulsos literarios se inician generalmente con obras oscuras y de poco valor intrínseco; y para mí es seguro que en esa tentativa de Cadalso está en germen toda la detestable literatura de hachones, gusanos y sepultureros que infestó a España allá por los años de 1835, y aun más adelante.

Por sendas muy distintas y apartadas caminaba, no diremos la inspiración, pero sí el ingenio agudo y clarísimo de otro de los más asiduos concurrentes a la tertulia de San Sebastián, don Tomás de Iriarte, sobrino del célebre humanista don Juan, de quien ya queda hecha en su lugar honrosa memoria. Iriarte tenía todas las buenas cualidades literarias, menos las que nacen del calor de la fantasía. Toda su erudición y todo su buen gusto no bastaron para hacerle comprender ni sentir la diferencia entre la [p. 297] poesía y la prosa; pero éste es, así como su primero, su único defecto. En todo lo demás es correcto y discretísimo. Léanse sus obras como quien lee prosa crítica, y nada habrá que tachar en ellas. No tiene ni sentimientos, ni imágenes, ni nada de lo que comúnmente llamamos poesía; pero sí desembarazo de estilo, gracia culta, buen gusto, todas las cualidades que pueden hacer que se lea con gusto un libro, sin entusiasmarse nunca con el. El verdadero cargo que hay que hacer a Iriarte no es por sus obras propias, todas las cuales (incluso el poema de La Música, de que en otra parte trataremos) se salvan y merecen aprecio en virtud de las circunstancias antes dichas, sino por el funesto sistema que autorizó con sus ejemplos y que se atrevió a defender en el prólogo del segundo tomo de sus obras. El prosaísmo estaba en la atmósfera del siglo XVIII, e Iriarte no le trajo ni podía traerle por su propia cuenta. El prosaísmo había nacido dentro del mismo siglo XVII, como natural reacción contra el culteranismo: pocos poetas de la centuria pasada exceden en llaneza de estilo al conde don Bernardino de Rebolledo en su Selva Militar y Política o en sus Selvas Dánicas. No se puede llevar más lejos la falta de color, y el desconocimiento del constitutivo esencial de la poesía. Concretándonos a la época en que floreció Iriarte, el prosaísmo se levantaba de la ruina de un ideal poético no sustituido aún por otro ideal engendrador de poesía. Y de hecho el prosaísmo siguió triunfante hasta que la poesía de Meléndez, de Cienfuegos, de Quintana y de Gallego, recibió fuerzas y bríos al contacto de las ideas buenas y malas de la filosofía francesa precursora de la revolución y estalló con majestad y grandeza enfrente de la revolución misma. Siquiera entonces los poetas tenían algo que cantar y se apasionaban por algo. Pero la insulsa y ceremoniosa vida cortesana en que se criaron Iriarte y otros poetas semejantes no era propia para hacer brotar poesía de ninguna especie, aunque ellos la hubiesen tenido (que no la tenían) escondida en lo más profundo del alma. Iriarte defendió aquella manera de escribir, exacta y clara, pero amanerada y trivial, burlándose en su prólogo de los «que pretenden escribir con fuego, sal y novedad, y que por falta de exactitud dicen muy a menudo lo que no quieren decir, o por falta de claridad creen haber dicho lo que es difícil entender si dicen o no».

[p. 298] ¡El fuego y la novedad eran pecados capitales para Iriarte! Y por huir receloso de aquella poesía de bambolla, de la cual cantó el príncipe de Esquilache

   «Todo es cristales, perlas y diamantes,
Todo es follaje, tajos y reveses»,

no conocía que se alejaba voluntariamente de toda poesía, aun de la misma de los Argensolas, tan encomiados por él, y que escribían de una manera tan pintoresca y tan gráfica. ¡Y se creía Iriarte admirador y discípulo de Horacio, el hombre que ha tenido más poesía de estilo en el mundo, y le tradujo tan fiel como desmayadamente, y sin cesar le leía, y le contaba entre sus íntimos amigos, y exclamaba hablando de él (en un romance bastante flojo, por cierto):

                                                   «Horacio es mi Biblioteca;
                                                   Y encierran tanto sus libros,
                                                   Que cuanto más leo en ellos,
                                                   Menos creo haber leído»!

Iriarte fué inventor de un nuevo género de poesía didáctica: la Fábula Literaria, antes de él no ensayada sistemáticamente en ninguna literatura. Escribió, pues, en una serie de fábulas, más ingeniosas que dramáticas ni pintorescas, pero ingeniosísimas y algunas de ellas magistrales, una cumplida Poética, la más elegante que pudo nacer de una tendencia tan prosaica. No procede Iriarte con el desinterés narrativo que en sus fábulas pone La Fontaine, y que le hace gran poeta en un género inferior. El fabulista canario marcha siempre con los ojos puestos en la máxima o moraleja que pretende inculcar; ni se mezcla en su obra otro elemento poético que el de la Sátira, más festiva siempre que punzante. Los consejos literarios que da no pueden ser más sanos para los principiantes, siquiera no se levanten nunca de la esfera de un buen sentido un tanto vulgar, ni arguyan talento crítico de alto vuelo. «Que nada prueba tanto el demérito de una obra como el aplauso de los necios»; «que sin claridad no hay obra buena»; que sin reglas del arte los aciertos no pueden ser sino casuales»; «que es despreciable la poesía de mucha hojarasca»; «que la variedad es requisito indispensable en las obras del gusto»; «que no es [p. 299] disculpa para los autores el mal gusto del vulgo»; «que nadie debe emprender obras superiores a sus fuerzas»; «que no se ha de gastar en obras frívolas el calor que se necesita para las graves»; «que es un necio y un envidioso el que nota pequeños descuidos en una obra grande»; «que la perfección de una obra consiste en la unión de lo útil y lo agradable»; «que la Naturaleza y el Arte han de ayudarse recíprocamente»; «que la verdad es una, aunque las opiniones sean muchas»; «que toda facultad debe proceder por principios»; «que es igualmente injusta la preocupación excesiva en favor de la literatura antigua, o en favor de la moderna»; «que no se ha de confundir la crítica buena con la mala»; estos y otros tales aforismos doctrinales, que se sacan de las Fábulas Literarias, son de una verdad tan trivial y evidente, que casi entran en la categoría de los llamados de Perogrullo. Pero no estriba en ellos el valor ni el interés de las Fábulas, por más que su autor parezca creerlo, hasta el punto de sacar por su orden las moralidades en el índice, sino en el primor y gracia de la versificación y del lenguaje, y en cierto risueño espíritu de invención y adaptación satírica, que fué la única musa de Iriarte, [1] a la cual debe la envidiable y justa popularidad de muchos de sus versos.

[p. 300] Iriarte fué el inmediato predecesor de Moratín en el cultivo de la comedia clásica, y ésta es su mayor gloria, juntamente con la de las Fábulas. El señorito mimado, La señorita mal criada, El don de gentes son ensayos muy estimables, si se prescinde de [p. 301] su carácter acentuadamente pedagógico y de la frialdad y falta de fuerza cómica inherentes al autor, defectos que no se perdonanan fácilmente en la representación, pero que en la lectura quedan compensados por la amenidad y cultura del diálogo. Los principios de Iriarte sobre la comedia eran tan rígidamente clásicos como los de Moratín. Iriarte los expuso en un papel periódico que comenzó a publicar en 1773, con el título de Los Literatos en Cuaresma: «Los españoles sensatos se corren de que algunos de sus paisanos estén todavía disputando sobre las unidades teatrales... Entre nosotros, todavía no han acabado de admitirse generalmente ni siquiera aquellas reglas que están fundadas en la razón natural y autorizadas con la práctica inconcusa de buenos autores cómicos y trágicos, que florecieron en siglos no bárbaros... Dura aún aquella casta de gente que nunca se ha detenido a discurrir si acaso una comedia será lo mismo que una historia o una novela». Para demostrar lo contrario, finge el plan disparatado de una comedia sin unidades, que abarque toda la vida de un hombre de longevidad portentosa, o de otra que comprenda toda la conquista de Méjico. Reconoce Iriarte que no basta la observancia de las tres unidades para graduar de excelente una pieza, si le faltan otras precisas, como son el artificio en la trama, la verisimilitud en los lances, la naturalidad en los pensamientos, la pureza en el estilo, la variedad en el diálogo, la vehemencia en los afectos, y, más que todo, el interés que nace de la buena elección y disposición del asunto. Pero su gusto dramático es tan tímido, que se asusta y escandaliza de «las sombras, espíritus y fantasmas, como en El Convidado de Piedra o en Hámlet.»

Iriarte, como la mayor parte de los escritores de su tiempo, [p. 302] gastó la vida en ásperas e interminables polémicas, siendo alternativamente agresor y agredido. Comenzó escribiendo un vexamen contra ciertos tercetos de don Nicolás Moratín, de quien luego se hizo amigo. Cuando publicó la traducción del Arte Poética de Horacio, tuvo que defenderse del colector del Parnaso Español, a quien maltrató luego a su sabor en el folleto Donde las dan, las toman. Irritado por la preferencia que la Acaderria Española dió en 1780 a una égloga de Meléndez sobre otra suya, intentó rebelarse contra el fallo, escribiendo un papel de reflexiones, que fué contestado por Forner con un cotejo entre ambas églogas. El mismo Forner persiguió encarnizadamente la reputación de Iriarte, vengando de paso a todas sus víctimas, en dos libelos, verdaderamente inicuos, que tituló Fábula del asno erudito e Historia de los gramáticos chinos, sátiras personalísimas las dos e indignas a toda luz del grande y robusto entendimiento de su autor. Escaso o más bien nulo es el fruto que puede sacar la crítica literaria de todas estas miserias de plazuela, donde no se atravesaba doctrina alguna, y donde la voz de las pasiones amotinadas hacía callar la voz del gusto. De este modo, el espíritu crítico, principal timbre del siglo pasado, se esterilizaba en asuntos pequeños, tratados con prolijidad fastidiosa, y más bien que de palanca para remover las ideas, servía de puñal para destrozar honras y famas, con ese género de golpes en que el asesino pierde tanto como la víctima, y llegan uno y otro deshonrados a la posteridad.

Más verdadero y legítimo servicio prestó Iriarte a nuestras letras, traduciendo floja y desmayadamente, pero comentando con erudición y buen juicio la Epístola de Horacio a los Pisones (1777), [1] Era evidente que las antiguas traducciones de Zapata, de Espinel, de Morell, etc., no servían ya ni correspondían al positivo adelanto y estado floreciente de los estudios de humanidades [p. 303] en España. La de Vicente Espinel tenía algunos rasgos de poeta, pero oscurecidos por una versificación escabrosa y un diluvio de incorrecciones, infidelidades y negligencias. Iriarte cargó muy pesadamente la mano sobre este trabajo y el de sus demás predecesores, exponiéndose a las violentas represalias de Sedano, que había encabezado su Parnaso Español con la traducción de Espinel, poniéndola en las nubes. Sedano no probó, ni podía probar con todos sus esfuerzos, que la versión del poeta rondeño fuese buena, pero dejó fuera de duda que también la de Iriarte distaba mucho de serlo, si no por errores en la inteligencia del sentido, a lo menos por la insoportable prolijidad y desleimiento de las ideas del original (los 476 hexámetros estaban convertidos en 1.065 versos de silva), y por lo duro, prosaico, inarmónico y antihoraciano de los versos. Iriarte, ayudado por don Vicente de los Ríos, se defendió muy bien de los cargos gramaticales, pero no de estos otros, en el diálogo jocoso-serio intitulado Donde las dan, las toman, que salió a luz al año siguiente de la Poética, y en el cual, tomando ya la ofensiva, hizo gravísimos cargos a Sedano por el desorden y pésima crítica con que había elegido las piezas de su Parnaso. Sedano disimuló por entonces su ira, y sólo después de muerto Ríos, la desahogó de una manera bárbara e indigna de un cristiano, en cuatro tomitos, que publicó en Málaga (1785) con el rótulo de Coloquios de la Espina. [1] Tal como es, la traducción que Iriarte hizo de la Epístola a los Pisones, fué la única que disfrutó del favor público durante el siglo XVIII, y a la verdad con justicia, si se la compara con la glosa del presbítero don Juan Infante y Urquidi en octavas reales (1730), con la del gerundense Pedro Bes y Laber en prosa (1768), gramatical y como para principiantes, o con la de Fray Fernando Lozano (maestro de latinidad en el colegio mayor de Santo Tomás de Sevilla) en romance octosílabo (1777), únicas que entonces corrían impresas. Inéditas quedaron muchas más, y algunas de verdadero mérito; v. gr., la de Forner (en verso suelto), que quiso hasta en esto competir con Iriarte, y darle una lección, saliendo muy airoso del intento; la del intendente de Burgos Horcasitas y Porras, en menos [p. 304] sílabas que el original, muy estimable a pesar de tan ridícula y embarazosa traba, y otras muchas que pueden verse enumeradas en nuestro Horacio en España. El verdadero interés del trabajo de Iriarte consiste (ya lo hemos dicho), no en la traducción, sino en las notas, que están a la altura de cuanto entonces se sabía sobre Horacio, y no han perdido su interés aun después de la publicación de otras mejores traducciones y exposiciones castellanas, como las de Burgos, Martínez de la Rosa, Gualberto González y Raimundo Miguel.

Por los mismos días en que Iriarte daba a luz su traducción de la Poética de Horacio, don Casimiro Flórez Canseco, catedrático de griego en los Reales Estudios de San Isidro, hacía familiar a sus discípulos la de Aristóteles, reimprimiendo, muy corregida, la antigua versión de don Alonso Ordóñez das Seijas y Tovar, con el texto griego al frente, impreso con bastante corrección y esmero, y con las notas de los más selectos comentadores, entre ellos Daniel Heinsio y Batteux. Esta publicación, que lleva la fecha de 1778, fué muy útil al progreso de los estudios estéticos, pero quedó oscurecida muy pronto (en 1798) con aparecer otra más exacta y elaborada versión, acompañada asimismo del texto original, muy bien impreso. No padecían entonces las imprentas de España la penuria de griego que hoy las aqueja. Esta nueva traducción, que salió con notable lujo de las prensas de Benito Cano, a expensas de la Biblioteca Real, era obra de don Joseph de Goya y Muniain, empleado de la misma Biblioteca, conocido ya por autor de la mejor y más pura versión de los Comentarios de César que tenemos en nuestra lengua. Azara había pedido desde Roma las variantes de un códice de la obra de Aristóteles que existe entre los manuscritos griegos de la Biblioteca de Madrid. Goya fué el encargado de recogerlas, y habiéndose aficionado al texto, emprendió la tarea de traducirle, le consultó con varios eruditos italianos, y aprobado por ellos, logró que Jove Llanos, ministro entonces de Gracia y Justicia, le tomase bajo su protección, ordenando imprimirle. Realmente es obra de mérito, aunque no debiéramos contentarnos con reimprimirla, sino hacer otra nueva, ahora que el texto de aquellos oscurísimos fragmentos ha recibido tanta luz por las tareas de Bekker, de Egger y de otros muchos helenistas. El texto que Goya siguió es el de la edición [p. 305] de Glasgow de 1745, hoy muy anticuado, aunque bueno para su tiempo. Y no dejó de valerse grandemente, como él mismo confiesa, de las antiguas traducciones castellanas, sobre todo de la de Vicente Mariner, manuscrita en la Real Biblioteca. Las notas están escritas con buen juicio, pero no con mucha novedad, remitiéndose el autor a cada paso a las de Metastasio y a los discursos de Montiano. Defiende que puede haber verdadera poesía en prosa, y califica de bellísima la Celestina. Y aunque de soslayo y tímidamente, no deja de hacer la apología del teatro español, siguiendo en esto la tradición de cuantos entre los nuestros habían interpretado directamente el texto del filósofo. Por eso no quiere admitir de ningún modo que tengan razón los franceses en calificar de defecto de arte todo lo que no es conforme al gusto de su nación, porque los llamados defectos pueden muy bien ser «rasgos bien tirados de imaginaciones más poéticas que las suyas». «Son como los cuervos (añade Goya), que no hacen más que graznar en vano contra las águilas, a cuyos vuelos no alcanzan ni con la vista». Y comparando la brillantez y lozanía de los anatematizados poetas del siglo XVII con la sequedad antipática de los del suyo, no dudaba en declarar que, por hacer únicamente caudal del arte y de las reglas, y proceder siempre con el compás en la mano, se había «apagado el numen, estrujado el ingenio y restañado la vena de los españoles». Hasta en las notas de un árido y severo trabajo filológico encontraba albergue el proscrito patriotismo literario, que algunos suponen de todo punto muerto. Verdad es que el mismo espíritu predominaba en todos nuestros helenistas, como más adelante veremos en los gloriosos ejemplos de Berguizas y de Estala. [1]

De este modo iban vulgarizándose cada vez más en España las obras maestras de la preceptiva clásica, traídas y llevadas a cada paso en las contiendas críticas, que eran el único pábulo de la actividad literaria de entonces. Ya hemos mencionado en otro lugar las versiones de lo Sublime de Longino. Llególes su turno a las Instituciones oratorias de nuestro español Quintiliano, que hasta entonces no había merecido de sus paisanos los [p. 306] honores de una traducción, ni buena ni mala. Hiciéronla al fin, y con no poca diligencia, dos padres de las Escuelas Pías, Ignacio Rodríguez y Pedro Sandier, tomando por texto la edición latina de Rollin, generalmente admitida entonces en los establecimientos de educación de Europa. Los traductores, alimentados con aquella sólida doctrina, tenían razón para clamar contra los «preceptillos de escuela y las retóricas vulgares». Lástima fué que por seguir a Rollin suprimieran, así en el texto que ponen al pie como en la traducción, ciertos pasajes que se les antojaron inútiles, y que quizá lo sean para la enseñanza elemental, pero no para la erudición; v. gr., todo lo que se refiere a ortografía antigua, costumbres del foro y otras materias no menos interesantes, si bien no pertenezcan directamente al estudio de la Retórica. Sin esta tacha, de fácil remedio, no dudaríamos en calificar esta traducción de excelente. [1]

Tanto o más que las obras de los antiguos retóricos se divulgaron las de los franceses. No menos que tres traducciones en verso de la Poética de Boileau conozco, y sin duda habría otras más que quedarían manuscritas. Hizo la primera el escritor valenciano don Juan Bautista Madramany y Carbonell [2] 1787 con escaso nervio y corrección en los versos, pero con notas útiles y con aplicaciones a nuestra literatura. Acometió al mismo tiempo idéntica empresa, con éxito muy superior, pero con la desgracia de no haber visto salir su libro de las prensas, el mejicano Padre Francisco Xavier Alegre, uno de los mayores ornamentos de la emigración jesuítica del tiempo de Carlos III, varón insigne a la par como historiador de la Compañía en Nueva España, como autor de un curso teológico en que la pureza clásica de la latinidad corre parejas con la solidez de la doctrina, y como elegantísimo poeta latino, así en su Alexandreida como en su traducción de la Ilíada, [p. 307] que Hugo Fóscolo apreciaba tanto y a la cual sólo encuentro el defecto de ser demasiado virgiliana. Como versificador castellano, apenas nos ha dejado otra muestra que esta versión de Boileau (en silva), inédita, en poder de nuestro sabio amigo don Aureliano Fernández-Guerra. [1] La versificación del Padre Alegre es generalmente bizarra, y las notas eruditísimas, formando un verdadero curso de teoría literaria, acomodado principalmente a la poesía castellana. Aun en el texto hace el padre Alegre algunas alteraciones importantes, suprimiendo las que son particularidades de la lengua y versificación francesa, o alusiones satíricas a autores de aquel país, enteramente oscuros y desconocidos en el nuestro, y sustituyéndolo todo con ejemplos familiares a lectores españoles. En sus notas habla de nuestros grandes poetas con mucho amor, y toma contra Boileau la defensa indirecta de Lope de Vega, trayendo en su abono las concesiones del Arte nuevo de hacer comedias. [2]

La tercera versión de Boileau y la más conocida, por ser de un poeta célebre y existir de ella multiplicadas ediciones, es la que hizo don Juan Bautista Arriaza para el Seminario de Nobles de Madrid. Los recursos poéticos de Arriaza eran superiores a los de Madramany y Alegre, pero su traducción está lejos de ser una obra maestra. La hizo en versos sueltos, a los cuales tenía aversión, por lo mismo que los manejaba muy medianamente.

Junto con las traducciones contribuían a excitar el movimiento de las ideas críticas, y dar pábulo a las polémicas, las reimpresiones, cada día más frecuentes, de los autores castellanos del siglo XVI, y principalmente de los líricos. La escuela dominante en el siglo pasado los había absuelto de sus anatemas, y sería injusto desconocer cuánto hicieron todos los humanistas de aquella era, desde Luzán hasta Quintana, para volverles el crédito y la notoriedad que habían perdido, no por influjo de los principios clásicos, sino, al revés, por la inundación de los poetas culteranos y conceptistas del siglo XVII y principios del XVIII. La mayor parte de los monumentos de la mejor edad de nuestra lírica, [p. 308] hasta los más dignos de admiración y de estudio incesante, eran rarísimos ya en 1750, al paso que andaban en manos de todos las coplas de Montoro y las de León Marchante, que Moratín llama dulce estudio de los barberos. Semejante depravación no podía continuar, y fueron precisamente sectarios de Luzán los que pusieron la mano para remediarla. Velázquez reimprimió en 1753 las poesías de Francisco de la Torre, cometiendo el yerro de atribuirlas a Quevedo. Desde 1622 no habían renovado las prensas españolas el texto de Garci-Lasso: detalle, por sí solo, harto significativo y lastimoso. Don José Nicolás de Azara le reprodujo en 1765, estableciendo un texto algo ecléctico, formado por la comparación de siete ediciones y de un antiguo manuscrito. Como Azara era hombre de gusto muy fino, y el texto resultaba claro y legible, nadie le puso reparos, y hasta hoy venimos leyendo por él a Garci-Lasso. A la edición de Azara acompañan breves notas, tomadas en general de las del Brocense, y un prólogo bien escrito, en que se lamenta amargamente de la corrupción y abandono de nuestra lengua, y de los despropósitos y pedanterías que se habían introducido en ella. Este Garcilasso de Azara fué reimpreso tres o cuatro veces antes de acabarse el siglo, siempre en tamaño pequeño y con cierto primor tipográfico. Fray Luis de León, no reimpreso tampoco desde 1631, debió a la diligencia de Mayans volver a la luz en Valencia, el año 1761, y es indicio notable del cambio de gusto el haberse reproducido esta edición en 1785 y 1791.

Animado por estas reimpresiones parciales y por otras que aquí se omiten, un don Juan Joseph López de Sedano, hombre de alguna literatura, pero de gusto pedantesco y poco seguro, autor de una soporífera tragedia de Jahel, nunca representada ni representable, acometió la empresa de formar un cuerpo o antología de los más selectos poetas líricos españoles. La empresa era grande y de difícil o más bien imposible realización en el estado que entonces alcanzaban los conocimientos bibliográficos, pero sólo el haberla acometido y continuado por bastante espacio, desenterrando alguna vez verdaderas joyas (como la canción A Itálica, la Epístola Moral, etc.), hará siempre honroso el recuerdo de Sedano. Al comenzar a publicar el Parnaso Español en 1768, aún no sabía a punto fijo lo que iba a incluir en él, y tuvo que confiarse a merced de la fortuna, sin adoptar orden cronológico, [p. 309] ni de materias, ni otro alguno, ni siquiera el de poner juntas las producciones de un mismo autor. Diez años duró la publicación del Parnaso, que llegó a constar de nueve tomos, y, según el giro que llevaba y la buena y patriótica voluntad del excelente editor don Antonio de Sancha, hubiera tenido muchos más, a no atravesarse en mal hora la negra e insulsa polémica entre Sedano, Iriarte y don Vicente de los Ríos, a la cual ya hemos hecho repetidas alusiones. Ríos había sido amigo de Sedano; pero riñó con él, y publicó, como en competencia del Parnaso, las Eróticas de Villegas (en 1774), y así él como Iriarte, este último en despique de las censuras fulminadas por Sedano contra su Arte Poética, tomaron a su cargo desacreditar al laborioso erudito, matando en flor una empresa utilísima, por más que ni el buen gusto ni el discernimiento presidiesen a ella. Aparte del desorden absoluto, que es el pecado capital, pero quizá inevitable, de esta colección, asombra la candidez con que el bueno de Sedano, en las notas críticas que van al fin de cada volumen, se cree obligado a colmar de elogios por igual a todas las piezas que incluye, alabando en el mismo tono una oda de Herrera, una epístola de Bartolomé de Argensola o la primera égloga de Garci-Lasso, que la detestable prosa rimada del Poema de los Inventores de las cosas, o ciertos versos místicos que el Padre Merino, tan ayuno en sentido estético como él, quiso hacer pasar por de Fray Luis de León. El estilo de Sedano es tan pobre como su crítica, y a veces se extrema por lo incorrecto, sin que ningún buen sabor se le pegara de los excelentes libros castellanos que de continuo manejaba.

No falta quien quiera dar a la empresa de Sedano el valor de una reacción nacional contra el clasicismo francés; pero bien examinado el Parnaso, nada hallamos en él que corrobore tales imaginaciones (las cuales tendrían más valor aplicadas a Nipho, por ejemplo); antes lo único que advertimos en Sedano es una preterición absoluta y desdeñosa de los poetas de la Edad Media, total olvido de los Cancioneros y Romanceros, y apego exclusivo a las canciones de factura toscana y a las odas, églogas y sátiras al modo greco-latino, si bien, dentro de estos géneros, su inclinación o su gusto poco depurado no le llevaba hacia los poetas más severos, sino que daba, v. gr., la primacía entre todos los líricos españoles a don Esteban Manuel de Villegas y a don Francisco de Quevedo, [p. 310] antes que a Fray Luis de León o a Garci-Lasso. Pero en esto más bien hemos de ver una simple falta de gusto que una afirmación reflexiva y consciente. En otras singulares opiniones de Sedano, verbigracia, en la preferencia que concede a la sátira sobre todos los géneros de poesía por razón de su utilidad, más bien que paradojas y caprichos individuales, lo que se trasluce es la influencia del sentido doctrinal y prosaico que a toda prisa se iba enseñoreando del arte, desde el momento en que Luzán había admitido que podía ser legítima poesía la exposición en verso de lo útil, siquiera no produjese ningún deleite estético. Por tal doctrina resultaban canonizados el antiguo poema de los Inventores de las cosas, y los infinitos que el siglo XVIII produjo sobre temas como la extracción del ácido carbónico o la serie de los Concilios generales.

Todo conspiraba en favor del prosaísmo, pero en cierto modo le sirvió de antídoto la difusión de la antigua poesía castellana, no sólo en el Parnaso de Sedano, sino en las frecuentes aunque no siempre correctas ediciones de nuestros clásicos del siglo XVI, que con un lujo tipográfico y una limpieza desconocida hasta entonces, salían como en competencia de las prensas de Montfort y Orga en Valencia, de la Imprenta Real y de las de Ibarra, Sancha, Cano y otros en Madrid. Así volvieron a la luz las obras de Cervantes, Quevedo y Lope, y las de muchos poetas menores que habían llegado a hacerse rarísimas; así también los antiguos tratados de retórica y poética, debidos a nuestros humanistas del Renacimiento, Nebrija y Vives, Arias Montano y García Matamoros, Cascales y González de Salas. La renovación inteligente de tantos y tan preciosos restos de nuestra pasada cultura, que hasta en su aspecto exterior halagaban los ojos, por la nitidez de los caracteres con que se estampaban, logró dar carácter decididamente nacional, en todos los géneros menos en el teatro, al movimiento de los espíritus en la época de Carlos III. Fuera del teatro, repito, y fuera de los géneros de índole popular, respecto de los cuales, más bien que prevención, lo que había era desconocimiento; la literatura castellana del mejor tiempo, los líricos, los historiadores, los oradores sagrados y algunos novelistas, eran mucho más conocidos y mucho más estudiados que ahora, aunque quizá se los citase menos. Es una vulgaridad fuera de sentido la que [p. 311] desdeña a los restauradores de nuestra lírica por haber abandonado el gusto nacional, lanzándose en brazos de la imitación francesa. ¿Quién percibirá el más remoto vestigio de ella en los versos de don Nicolás Moratín, de Fray Diego González, de Iglesias y aun en los de la primera época de Meléndez? Fray Diego González e Iglesias ni siquiera sabían francés. El primero calca las formas de la poesía de Fray Luis de León, y aunque le falta la grande alma de su modelo, en las traducciones, donde esta diferencia es menos sensible, llega a confundirse con él, y pudieron imprimirse sin gran desventaja en la Exposición del libro de Job los tercetos de Fray Diego al lado de los de su maestro. Iglesias, no sólo es un eco de la inspiración festiva de Quevedo, sino que en los versos serios plagia sin misericordia al Bachiller La Torre y a Valbuena. Siquiera estos vates salmantinos se atenían a la pura manera del siglo XVI; pero ¿qué decir de otros, como Huerta y Vaca de Guzmán, que hacían verdadero alarde de seguir las corrientes más turbias del siglo XVII? Uno y otro cultivaban con singular predilección la híbrida forma del romance endecasílabo, y la forma conceptuosa de las endechas: uno y otro copiaban a Góngora en algo de lo bueno y en mucho de lo malo, siendo en ambos superior el instinto al discernimiento. Pero, a lo menos, en la robustez algo hueca de la versificación, en el lujo del estilo, y en cierta manera intrépida y extravagante de decir las cosas, no dejan duda de que por sus versos ha pasado un leve soplo de la musa de Córdoba. Vaca de Guzmán, el poeta favorito de la Academia Española, padecía tan poco de escrúpulos académicos, que se atrevió, cual otro Cayrasco de Figueroa, a poner en verso castellano el Flos Sanctorum, si bien por fortuna no pasó de los tres primeros meses. El mismo nos confiesa que cuando empezó a escribir no tenía más biblioteca que Gerardo Lobo. [1]

En la poesía lírica no había verdadera lucha. El campo de batalla era el teatro, y aun allí los triunfos del gusto francés eran [p. 312] pocos y harto fugaces, y se disputaba palmo a palmo el terreno a las obras de la nueva escuela, negándolas hasta el derecho de aparecer en las tablas. La tragedia francesa no llegó a aclimatarse nunca: la comedia, sólo cuando Moratín la presentó muy españolizada. Es error muy grave confundir el verdadero teatro español del siglo pasado con los ensayos de gabinete, los cuales muchas veces se quedaban en el libro impreso, y otras descendían cuando más a las tablas de un teatro privado y aristocrático, donde eran recibidos con más cortesía que aplauso. Ni siquiera la protección oficial, tan poderosa en los gobiernos absolutos, bastaba a dar vida a esta literatura enteramente artificiosa. Fué menester todo el indomable tesón del Conde de Aranda para que el público soportase, aunque de mala gana, la Hormesinda de don Nicolás Moratín y el Sancho García de Cadalso. Las otras tres obras dramáticas de Moratín, padre, corrieron impresas, pero nunca representadas. Las traducciones de Iriarte, de Olavide, [1] de Clavijo y Fajardo se hicieron, no para los teatros populares, sino para el de los Sitios Reales o para domésticos saraos. Jove-Llanos, nunca pudo ver representado su Pelayo o Munuza, sino por los alumnos del Instituto Asturiano. De la Jahel de Sedano, ni aun los mismos críticos del tiempo hablaron sino para destrozarla. [2] Las tragedias, mucho más estimables y poéticas, de los jesuítas valencianos Colomés y Lassala, fueron, por la mayor parte, escritas en italiano y representadas en Italia, pero no en España. Del Mardoqueo, brillante imitación de la Esther, hecha por otro jesuíta de los expulsos, don Juan Clímaco Salazar, no consta que apareciese en [p. 313] ningún teatro. De las muchas tragedias francesas que se tradujeron, por lo general malditamente, sólo consta que se aplaudiese la Zaira de Voltaire, cuando Huerta la españolizó a su manera. Sólo en años muy posteriores, y merced a la fortuna de haber tropezado con intérpretes como Saviñón, don Dionisio Solís y don Juan Nicasio, algunas tragedias de poetas de segundo orden, como Ducis y Legouvé, sostenidas por la poderosa declamación de Isidoro Máiquez, lograron un éxito transitorio, es verdad, pero muy superior al que habían obtenido nunca Corneille ni Racine, en las rarísimas veces que habían puesto el pie sobre las tablas españolas. Molière, entregado a intérpretes como don Manuel de Iparraguirre y don Cándido M. Trigueros, debía de tener una suerte todavía más desastrosa, siendo cosa sabida cuánta mayor dificultad envuelve el trasplantar una obra del género cómico, y qué prodigios de arte es preciso realizar para que parezca indígena. Moratín dió la norma en sus dos admirables arreglos, uno de ellos casi popular en España. Pero La Escuela de los Maridos no apareció hasta 1812, y El Médico a palos hasta 1814, coincidiendo una y otra con las traducciones secas y desabridas, pero muy literarias, del abate Marchena, que no tuvieron en la escena efecto alguno.

¿Y qué decir de las tentativas de comedia clásica anteriores a las de Moratín? ¿Cómo había de recibir el público, sino con fastidio y desvío, aunque un jurado se las impusiese como obras maestras, haciéndolas representar con inusitado aparato, aquella pastoral lánguida e interminable de las Bodas de Camacho de Meléndez, bien versificada, eso sí, pero en la cual demostró su autor que Dios no le había dado una sola condición de poeta dramático, ni mucho menos aquellos Menestrales de Trigueros, pieza insulsa y bárbara, únicamente curiosa por sus pretensiones de drama social y un tanto democrático?

En tal penuria de dramas originales, diéronse algunos a refundir aquellas obras de nuestro antiguo teatro que más fácilmente y con menos alteraciones podían encajar dentro del molde clásico y pasar sin ceño de los humanistas. El autor de esta especie de transacción entre las dos escuelas y verdadero inventor del sistema de las refundiciones, fué don Tomás de Sebastián y Latre, que, con el título de Ensayo sobre el teatro español, publicó en 1773, [p. 314] el Parecido en la Corte de Moreto, [1] y Progne y Filomena de Rojas, refundidas con bien torpe mano y con grandes pretensiones de moralizar las antiguas fábulas, para lo cual tuvo que ingerir muchos versos de su cosecha, que por lo triviales y rastreros contrastan de una manera singular con los de ambos poetas antiguos. A nadie satisfizo la intentona de Sebastián y Latre. El público, que todavía comprendía a Moreto y a Rojas, quería las comedias viejas y no las refundidas, que graduaba de sacrilegios; y los fanáticos del gusto francés clamaban que era proyecto absurdo el de corregir nuestras malísimas comedias. [2] Mejor le avino a don Cándido María Trigueros, el cual, harto de escribir malos dramas y de verse silbado, determinó arrimarse a buen árbol, y entró a saco por el inmenso repertorio de Lope, enteramente olvidado en su tiempo, y tuvo la buena suerte de tropezar con la Estrella de Sevilla, de la cual hizo, con habilidad que es justo reconocer (y en algún caso con notable ventaja), una especie de tragedia clásica que tituló Sancho Ortiz de las Roelas, la cual fué uno de los grandes acontecimientos teatrales de aquella época. [3] Alentado Trigueros con el rumor de los aplausos que hasta entonces no había conocido, prosiguió explotando a Lope y refundió El anzuelo de Fenisa, La moza de cántaro, Los melindres de Belisa y alguna otra comedia. Encontrada la mina, se dieron otros a beneficiarla, y el primero de todos don Vivente Rodríguez de Arellano, que se abrevió a añadir versos propios y no malos a la comedia de Lo cierto por lo dudoso. Al descubrimiento (que bien puede decirse así) del teatro de Lope, sucedió el descubrimiento del teatro de Tirso, debido en gran parte a la iniciativa del ilustre apuntador de Máiquez, don Dionisio Solís, merced al cual volvieron a ocupar en triunfo las tablas Marta la Piadosa, La Villana de Vallecas y otras creaciones del insigne Mercedario, casi la tercera parte de [p. 315] su repertorio, mucho antes de que la crítica hubiera parado mientes en ellas. En cuanto a Calderón, a Moreto y a Rojas, no hubo necesidad de resucitarlos, porque ni un solo día habían dejado de ser representados e impresos, en forma, es verdad, plebeya y abatida, en la forma de comedias sueltas, que pendientes de un cordel se vendían en plazas y mercados. Los literatos podían haber levantado otros altares y otros dioses, pero el pueblo español permaneció fiel a los antiguos.

Por eso aplaudía de todo corazón al único dramaturgo original de aquel siglo, al único que se atrevió a dar en cuadros breves, pero de singular poder y eficacia realista, un trasunto fiel y poético de los únicos elementos nacionales que quedaban en aquella sociedad confusa y abigarrada. Don Ramón de la Cruz no era infractor de las leyes clásicas, ni mucho menos enemigo de ellas, pero procedía como si no existiesen. La índole misma de sus cuadros, la sencillez de su trama, el tener que reducirse forzosamente a pocos minutos de representación y a cuatro palmos de tierra, le llevaban naturalmente y sin esfuerzo a la mayor rigidez en las unidades de lugar y de tiempo. Era poeta esencialmente popular por los asuntos y por la entonación, pero esto no le quitaba de ser fervoroso creyente en las reglas de los preceptistas, y de empeñarse con indudable buena fe en la composición de tragedias, comedias y óperas, de las cuales quizá esperaba la inmortalidad más bien que de sus sainetes. El prólogo de la colección muy incompleta de su teatro, que publicó desde 1786 a 1791 en diez volúmenes, es, bajo este aspecto, un documento crítico de gran precio. Don Ramón de la Cruz se presenta allí, no como un ingenio lego, sino como quien ha escudriñado los rincones de Aristóteles, Horacio, Boileau, el Pinciano, Cascales, Mayans, Pellicer, Luzán, Montiano, Diderot, y no sé cuántos preceptistas más; y emprende, en forma de disertación, atiborrada de notas y testimonios, la defensa de su propio teatro contra los reparos del italiano Signorelli. Si los sainetes son pintura exacta de la vida civil y de las costumbres de los españoles, «¿hicieron más Menandro, Apolodoro, Plauto, Terencio y los demás dramáticos antiguos y modernos?...» «No hay ni hubo más invención en la dramática que copiar lo que se ve, esto es, retratar los hombres, sus palabras, sus acciones y sus costumbres... Los que han paseado el día de San Isidro su pradera, [p. 316] los que han visitado el Rastro por la mañana, la Plaza Mayor de Madrid la víspera de Navidad, el Prado antiguo por la noche, y han velado en las de San Juan y San Pedro..., en una palabra, cuantos han visto mis sainetes, reducidos al corto espacio de veinticinco minutos de representación..., digan si son copias o no de lo que ven sus ojos y de lo que oyen sus oídos; si los planes están arreglados al terreno que pisan, y si los cuadros no representan la historia de nuestro siglo... Yo escribo, y la verdad me dicta»

Sin jactancia podía decir esto don Ramón de la Cruz: sus obras tienen el hechizo imperecedero de la verdad perseguida infatigablemente con ojos de amor, y quien busque la España del siglo XVIII, en sus sainetes ha de encontrarla, y sólo en sus sainetes. Podía con desacierto, no infrecuente en los poetas, preferir de sus obras lo que menos vale; pero nadie puede negar, en vista de las palabras transcritas, que tuvo la conciencia de su fuerza y el presentimiento de su gloria. [1] Pudo incurrir en la debilidad de [p. 317] hacer óperas serias como la Briseida, víctima de lastimoso naufragio, o tragedias clásicas como Sesostris, Aecio, Talestris y Cayo Fabricio, o imitar alternativamente a Molière, a Voltaire, a Metastasio, a Beaumarchais, a Ducis; pero un secreto instinto le movía a parodiarse a sí mismo y a todos los cultivadores de aquellos géneros exóticos, en las arrogantes y magníficas caricaturas del Manolo y de El Muñuelo, que fueron el desquite del ingenio español contra los Luzanes, Nasarres y Montianos, y contra todos los que habían intentado ponerle en un cepo. [1] Don Ramón de la Cruz se burlaba de ellos escribiendo tragedias para reír o sainetes para llorar, no con tres, sino con «tres mil» unidades. El sólo tuvo el privilegio de lanzar figuras vivas a aquel teatro cada vez más poblado de sombras.

Mientras don Ramón de la Cruz defendía el teatro popular con el mejor argumento, con el de las otras, y echaba a su manera los cimientos de una nueva escena española, tan distante de la antigua como del clasicismo importado de ultrapuertos, otro ingenio, muy español también y muy indisciplinado, don Vicente García de la Huerta, en quien hervía alguna parte del estro de Calderón y de Góngora, convocaba a la muchedumbre en el teatro para escuchar los trágicos acentos de la Melpómene española,

                                      «No disfrazada en peregrinos modos,
                                      Pues desdeña extranjeros atavíos;
                                      Vestida, sí, ropajes castellanos,
                                      Severa sencillez, austero estilo,
                                      Altas ideas, nobles pensamientos,
                                      Que inspira el clima donde habéis nacido».

[p. 318] La representación de la Raquel de Huerta, en 1778, fué el grande acontecimiento teatral del reinado de Carlos III. Por primera vez se daba el fenómeno de aparecer una tragedia de formas clásicas, que, no sólo agradaba, sino que excitaba el entusiasmo del público hasta el delirio. En los pocos días que corrieron desde la representación de la tragedia hasta su impresión, se sacaron dos mil copias manuscritas: todo el mundo la sabía de memoria, y la repetía en teatros caseros. La Raquel se hizo popular en el más noble sentido de la palabra. Y consistió en que la Raquel sólo en la apariencia era tragedia clásica, en cuanto su autor se había sometido al dogma de las unidades, a la majestad uniforme del estilo y a emplear una sola clase de versificación; pero en el fondo era una comedia heroica, ni más ni menos que las de Calderón, Diamante o Candamo, con el mismo espíritu de honor y de galantería, con los mismos requiebros y bravezas expresados en versos ampulosos, floridos y bien sonantes, de aquellos que casi nadie sabía hacer entonces sino Huerta, y que por la pompa, la lozanía y el número tan brillantemente contrastaban con las insulsas prosas rimadas de los Montianos y Cadalsos. La Raquel tenía que triunfar, porque era poesía genuinamente poética y genuinamente española. Es la única tragedia del siglo pasado que tiene vida, nervio y noble inspiración. Hasta el romance endecasílabo adoptado por Huerta (y que luego trasladó con profusión y poco gusto a sus versos líricos a los cuales da carácter híbrido y desaliñado), contribuyó a poner el sello nacional a la pieza, siendo, por decirlo así, una ampliación clásica del metro popular favorito de nuestro teatro, dilatado en cuanto al número de sílabas, pero conservando el halago de la asonancia tan favorable a la recitación dramática.

El éxito ruidoso de la Raquel y el de los primeros romances de Huerta, donde hay valientes imitaciones del estilo de Góngora, colocaron desde luego a su autor en primera línea entre los adversarios de la imitación francesa y sostenedores del gusto del siglo anterior, más o menos modificado. Huerta aceptó este papel, al cual su propia índole le llevaba, y le sostuvo con arrogancia y braveza indómita hasta el fin de su vida, luchando casi solo contra todas las corrientes de la literatura de su tiempo; vencido nunca, y vencedor tampoco, acosado por todas partes, pero sin desfallecer [p. 319] ni transigir un momento, sostenido, no por su ciencia, que era ninguna, sino por su poderoso instinto. Desgraciadamente Huerta no tenía más que instinto; era poeta y no crítico; tenía el sentido de la belleza, pero no llegaba a razonarla nunca. Lo admirable en él es la actitud que tomó; es aquel reto lanzado a toda la literatura de su siglo; aquel arrostrar las iras de los doctos y de los discretos, sin más apoyo que su convicción patriótica firmísima. La posteridad debe contemplarle sólo en este ademán batallador, y apreciar únicamente el impulso genial que le guiaba, y la bondad de la causa que sostenía, idéntica en el fondo a la que luego triunfó con el romanticismo. Pero esta admiración se disminuye mucho cuando examinamos los incidentes de la batalla, en la cual, si es verdad que los adversarios de Huerta no mostraron casi nunca más que sinrazón e ignorancia, también lo es que el iracundo vate extremeño hizo cuanto en su mano estuvo para desacreditar y echar a perder su causa, por falta de tino, de gusto, de cultura filosófica, y aun de conocimiento del mismo teatro, cuya defensa había tomado con tanto calor y tanto arrojo. Huerta imprimió en 1785 un Theatro Hespañol en diez y siete volúmenes, [1] para los cuales aprontó los fondos un bizarro caballero, don Joseph Arzicon, cuyo nombre no debe quedar olvidado en la historia de nuestras letras. Era la primera vez que se intentaba formar una colección metódica y selecta de nuestras comedias. Las voluminosas series del siglo XVIII, de las cuales la última llegó a contar cuarenta y ocho volúmenes, eran meras compilaciones de librería, sin propósito alguno literario. Durante el siglo XVII, a los antiguos tomos de a doce comedias, sucedieron las ediciones sueltas de Madrid, Sevilla, Barcelona y Valencia, de miserable y ruín aspecto todas ellas, y de texto mutilado e incorrectísimo. Un don Juan Fernández de Apontes había reimpreso en once [p. 320] volúmenes, desde 1760 a 1763, todo el teatro de don Pedro Calderón de la Barca, con harto desaliño, pero menor que el de las impresiones sueltas.

La colección de Huerta queda juzgada con decir que no se inserta en ella una sola comedia de Lope de Vega, ni de Tirso de Molina, ni de Alarcón, ni de Guillén de Castro, ni de Mira de Mescua, ni de Vélez de Guevara, ni de Montalbán, ni de ningún otro poeta de la época más rica, más original y más brillante de nuestro teatro. Huerta ignoraba todo esto. Su colección se redujo a unas cuantas comedias de figurón de Roxas, don Juan de la Hoz, Moreto, Zamora, Cañizares y Melchor Fernández de León, a algunas comedias de capa y espada de Calderón, con otras de Moreto, Roxas y Solís, a cuatro o cinco tragicomedias o comedias heroicas de estos mismos autores y de Candamo. ¡Esto y una menguada colección de entremeses fué todo lo que Huerta encontró en el teatro más rico del mundo! El que no quiera conocer el teatro español guíese por la colección de Huerta.

Todo es extravagante en ella: la elección de las obras, el estilo de los preámbulos (los cuales arguyen en Huerta una fanfarria y satisfacción de sí mismo que casi tocan con los límites de la insensatez) y, finalmente, hasta la ortografía, donde hay rarezas como la de escribir España constantemente con h, y Sevilla con b. No esperemos jamás de Huerta la solidez de doctrina estética que mostraron don Juan de Iriarte contra Luzán, Erauso y Zavaleta contra Nasarre, Romea y Tapia contra CIavijo y Moratín el padre: no esperemos tampoco las osadas proposiciones que había estampado el Padre Feijóo en el No sé qué y en La Razón del gusto. Huerta siente como ellos, pero no piensa, no raciocina de una manera original y libre, no justifica nunca sus aficiones por un principio general de crítica. Tan pronto concede a sus adversarios lo que no podía ni debía concederles, como se lo niega todo en redondo. Al impugnar a Signorelli, a Voltaire, a Linguet, en lo que escribieron de nuestro teatro; al escarnecer las pretensas imitaciones que de él hizo Beaumarchais; al notar en las tragedias de Corneille no menores anacronismos históricos que en las nuestras (v. gr.: en El Cid poner la escena en Sevilla;) al burlarse de la supina ignorancia del patriarca de Ferney, que suponía comediante a Lope de Vega, Huerta suele tener razón en medio [p. 321] de su intemperancia excesiva; [1] pero ¿quién se la ha de dar cuando maltrata a Cervantes en son de defender al Fénix de los ingenios (cuyas obras empezaba él mismo por desconocer de la manera que hemos visto), llamando al manco sano nada menos que «inicuo, satírico, denigrador, envidioso y enemigo del mérito ajeno... que escribió El Quijote sólo para satisfacer despiques personales», o cuando dice de la Atalia de Racine que bien manifiesta ser escrita para un colegio de niñas, y que es ella la mejor prueba de la imbecilidad (debilidad quería decir Huerta, sino que lo dijo en latín) de ingenio de su autor?» ¿Y cómo es fácil (añade, y esto bastará para muestra del estilo estrambótico del prólogo) que el divino fuego de la poesía acompañe los espíritus de unas gentes criadas en tierras flojas, pantanosas, faltas de azufres, sales y sustancias, y tan poco favorecidas del calor de Phebo... que en no pocas de las provincias de Francia, si acaso se descubren tal cual vez, no tienen bastante fuerza para fomentar ni dar razón a la mayor parte de las plantas? De este principio y causa natural procede aquella mediocridad que se observa en las más de las obras de ingenio de los franceses, quienes seguramente jamás alcanzarán en la poesía y elocuencia más que aquella medianía correcta, propia de ingenios débiles y poco vigorosos, y de aquí nace igualmente el asombro que causa a éstos la generosa sublimidad de las composiciones españolas, en las cuales, si hay defectos, son ciertamente muy fáciles de corregir con las reglas del arte, sabidas por cualquiera que quisiere dar algunos breves momentos a su estudio. ¡Tan arduas, tan abstrusas son las arcanidades de la Poética!» Muchas sandeces han escrito y siguen escribiendo de nosotros los franceses; pero la verdad es que con este discurso de Huerta quedamos vengados para largo rato.

Grande fué el asombro y el escándalo que produjo entre los galo-clásicos la ciega y desatinada arremetida de Huerta, y apenas había salido a la calle el primer volumen del Theatro Hespañol, comenzaron a inundarse las librerías de la villa y corte de folletos y hojas volantes contra la persona y los escritos del [p. 322] colector. [1] Sólo dos o tres de estos folletos merecen hoy algún recuerdo, más por el valor que les presta el nombre de sus autores, que no por el que ellos tengan intrínseco. Rompió el fuego el ilustre fabulista vascongado don Félix María Samaniego, hombre de cultura [p. 323] enteramente francesa, y admirador de Voltaire, hasta en aquellas cosas en que no era muy prudente en España seguirle ni admirarle. El papel de Samaniego contra Huerta se titula Continuación de las Memorias Críticas de Cosme Damián, y lleva por epígrafe aquel célebre pasaje de Cervantes: «porque los extranjeros, que con mucha puntualidad guardan las leyes de la comedia, nos tienen por bárbaros e ignorantes, viendo los absurdos y disparates de las que hacemos». Esta cita condensa todo el espíritu del folleto, en el cual, para no dejar duda alguna sobre la procedencia de la doctrina, copia Samaniego, y glosa a su manera, la crítica de Voltaire contra el Hamlet. Aplicando al teatro español el mismo criterio que su maestro al inglés, cita y emplaza a los Lopes, Calderones y Moretos «ante el tribunal de la razón, para responder del cargo de haber adoptado, promovido, acreditado y hecho casi invencible La forma viciosa de nuestro teatro». Enseña Samaniego «que el orden es la ley primera y primer principio de todas las cosas: que sin él no puede haber belleza ni perfección: que el que se ha querido dar a cada clase de composición dramática está fundado en la continuada y profunda observacicón de la naturaleza y del verdadero origen de los sentimientos o afectos humanos...: que estas leyes son eternas, universales, propias de todos los tiempos y países, de las cuales ninguno tiene, a lo menos hasta ahora, privilegio de dispensarse», y con singular perspicacia y tino crítico muestra el verdadero flaco de la argumentación de Huerta, que consistía en no haber levantado francamente la bandera de la libertad artística, en no haber sostenido, sino de soslayo y por rodeos, «que el genio es superior a las reglas; que éstas son obra de los hombres; que los pretendidos legisladores del teatro no tuvieron privilegio alguno sobre el resto de los humanos para imponerles un yugo contrario a la natural libertad, y que, en fin, los poetas no son miserables vasallos de la triste y severa razón, sino los más brillantes cortesanos de la noble y generosa imaginación, su reina y señora natural». Si Huerta hubiera seguido el camino que en nombre de la lógica y como adversario leal le mostraba Samaniego, y que era en realidad el mismo camino que habían hollado los antiguos apologistas de nuestra escena, se hubieran encontrado frente a frente dos sistemas estéticos, dignos el uno del otro, porque cada uno de ellos contenía un principio [p. 324] igualmente verdadero, un elemento igualmente necesario, el principio de la libertad y el del orden. De este modo, generalizándose y levantándose la cuestión, no habría sido imposible llegar a un acuerdo, puesto que de la justa ponderación de ambos elementos, que se llaman y apoyan mutuamente, nace la verdad estética completa. Samaniego no se hubiera resistido mucho tiempo a aceptarla, puesto que reconoce las bellezas y sublimidades de nuestro teatro, y encuentra en él más viveza de fantasía y expresión de verdad humana que en el teatro francés y aun en el griego.

Pero Huerta, ciego de soberbia y de ignorancia, y exasperado además por la contradicción, aunque fuera tan culta y mesurada como la de Samaniego, se desató contra él y contra todos sus émulos en dicterios, injurias y amenazas, apodándolos insípidos uItramontanos, insulsos transpirenaicos, hispano-celtas, luciérnagas rateras, escarabajos, y otra multitud de groserías y necedades; y en vez de aceptar la elevada polémica con que Samaniego le brindaba, dió con la mayor torpeza la razón a los enemigos de nuestra escena, declarando que él también reprobaba las comedias desarregladas (es decir, los dramas románticos y abiertamente contrarios a la Poética francesa), y que no daría entrada en su Theatro a semejantes absurdos, sino a verdaderas comedias como las de figurón y las de capa y espada, que retratan personajes y escenas de la vida común. Esta es una de las principales razones que explican la pobreza del Theatro Hespañol. Su autor procedía con tanta timidez como hubiera procedido el mismo Nasarre, que también tuvo en mientes una colección análoga.

Y aun no pararon aquí los tropiezos y desbarros de Huerta, como si algún maligno espíritu se hubiese empeñado en hacer estériles su instinto poético y su brío generoso. Sus adversarios habían sacado a plaza el nombre de Cervantes, y Huerta, defensor profeso y jurado del arte nacional, no encuentra cosa mejor que desprestigiar el mayor nombre de ese arte, con la tacha de envidioso, mordaz y malévolo. Semejante profanación e insolencia atizó contra Huerta las iras de una porción de cervantistas, los cuales, sin rastro de misericordia, molieron a palos (metafóricamente, se entiende) al iracundo vate de Zafra. Entre estos impugnadores se distinguió más que ninguno don Juan Pablo Forner, [p. 325] el polemista más incansable del siglo pasado, y uno de los escritores de más varia erudición e inmensa doctrina, de más originalidad de pensamientos y de más franqueza y brío de estilo que en aquel siglo florecieron. Siempre me ha admirado que Forner, tan español en todo, no estuviese en la cuestión del teatro al lado de Huerta. Pero la verdad es que no lo estaba, y que la preocupación de escuela podía en su ánimo tanto o más que en cualquier otro. Años antes, en 1782, cuando aún cursaba las aulas salmantinas le había premiado la Academia Española una sátira contra los vicios introducidos en la poesía castellana. En esta sátira (harto dura y tenebrosa), Forner se encara nada menos que con el autor de La Vida es sueño, y le ensarta la siguiente reprimenda:

                                               «¡Oh vos, gran Calderón!; si mis cansados
                                               Discursos no tomáis acaso a enojo,
                                               Pues son tanto los vuestros venerados,

                                               Responded: si en el arte el grande arrojo
                                               De escribir sin concierto se mantiene,
                                               Ese arte ¿en qué se funda? En el antojo.

                                           Lacónica respuesta, y que conviene
                                               Bien con la autoridad de la persona
                                               Que asegurada ya su opinión tiene.

                                               Mas la naturaleza que pregona
                                               Sus leyes invariables, quejaráse
                                               Si a su verdad la ejecución no abona.
                                                . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
                                               El vulgo ha de tener divertimiento:
                                               Es necio, y neciamente se divierte.
                                               Diviértase en buen hora: es justo intento;

                                               Pero no ayude yo, cuando pervierte
                                               La opinión de mi patria, a pervertilla,
                                                Si excede un tanto a la vulgar mi suerte.

                                               Fuera de que, si es necia la cuadrilla
                                               De la plebe infeliz, del sabio el cargo
                                               Es afear el error que la mancilla.
                                               . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
                                               ¿Por qué, ¡oh gran Calderón!, a la robusta
                                                Locución y al primor del artificio
                                               No unió sus leyes la prudencia justa?

                                               La diestra plebe, como en propio oficio,
                                               A entender lo excelente acostumbrada,
                                               Notara luego y repugnara el vicio.
                                               De este modo fué Grecia amaestrada,

                                               [p. 326] Y fuéralo mi España también de éste,
                                               Si pluguiera a una Musa venerada.

                                               Si a la tuya indiscreta, aunque celeste,
                                               Pluguiera, ¡oh Lope!, que corrió sin freno,
                                               Puesto que un grado a tu opinión le cueste.
                                               . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
                                                Tales, tales perjuicios padeciendo
                                               Está, ¡oh buen Calderón!, por vuestro antojo
                                               La nación que burlásteis escribiendo.
                                               . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
En estos versos, tan ásperos y difíciles, tan faltos de todo color, se ve patente el empeño de responder al Arte Nuevo de hacer comedias, aunque directamente sea Calderón el atacado. Y responde Calderon, o Forner en su nombre, para extremar la diatriba con el ridículo lanzado sobre uno de los peores trozos del intemperante y barroco lirismo calderoniano:

                                               «Cuando yo, ardiente, en mi hipógrifo monto,
                                               Y le hago ir en parejas con el viento
                                               Aunque pez sin escama, vivo y pronto,

                                               ¿Privaré al auditorio del contento
                                               De ver cuál se despeña una doncella,
                                               Por dar a toda la arte cumplimiento?

                                                ¿Y en dónde hay arte como ver aquella
                                               Belleza ir de peñascos en peñascos
                                               Rodando, sin que el golpe le haga mella?

                                               ¿Vestir las lagartijas de damascos
                                               Y que ocupen el monstruo cristalino
                                               De ochenta naves los pintados cascos?
                                                . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
                                               Desengáñese, y crea que el camino
                                               De acertar a agradar, es el que enseña
                                               Enredo no creíble y peregrino.
                                               . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
                                               ¿No hará Moreto que la tropa pía
                                                De los siete, en un punto, pase y duerma
                                               Doscientos años en la gruta fría?» [1] .

En 1784, Forner compuso una comedia La Cautiva española. Don Ignacio López de Ayala, que era entonces censor de teatros, la desaprobó, y Forner se alzó contra su censura en una larga [p. 327] carta, llena (según su costumbre) de violentísimos ataques personales al censor y a su Numancia. La doctrina de esta carta es idéntica a la de los tercetos: «Nuestros poetas dramáticos fueron en su mayor parte genios agudísimos y extraordinarios: no hay duda; pero ¿qué culpa tenemos los que hoy vivimos de que estos genios extraordinarios escribiesen delirios, o por culpa del siglo, o por falta de estudio?... Triunfe, pues, la asquerosa costumbre de repetir en la escena nuestras antiguas impropiedades. ¿Cuáles son las reglas fundamentales? Las unidades, la verosimilitud, el decoro, los caracteres, las costumbres, la dicción... Yo no tengo interés en que se represente mi Cautiva. Al contrario, me avergonzaría de que saliese como mía a una escena donde salen santos bufones, lacayos políticos, caballeros duelistas, reyes bestiales, princesas enamoradas de jardineros, y otras sandeces de igual calibre».

De este modo pensaba Forner sobre el teatro en 1784; de este modo cuando escribió contra Huerta las Reflexiones de Tomé Cecial; poco más o menos lo mismo cuando compuso en 1796 su fría comedia de La Escuela de la amistad o el filósofo enamorado, precedida de una burlesca apología del vulgo con relación a la poesía dramática. [1] Pero cuando puso término a la más excelente y madura de sus obras, las Exequias de la lengua castellana, había aflojado mucho de su rigidez censoria, y miraba con no disimulada simpatía los arrojos de la antigua musa. «No parece sino que la Naturaleza, cansada de desperdiciar ingenio en los poetas del siglo de Lope y Calderón, ha retirado la mano, negándole del todo a los del presente. ¿Dónde está aquella fecundidad de imaginación tan pródiga... a modo de río que sale de madre por abundancia de caudal? ¿Dónde está aquella locución enérgica, que en los versos sonaba divinamente, y era intolerable cuando se quería desatar en prosa, no de otro modo que acaece en todo idioma que posee lenguaje poético?... Os digo de verdad que, conociendo yo muy bien cuánto se extraviaron del buen gusto muchos poetas de los tiempos de Felipe IV y Carlos II, prefiero sus sofismas, metáforas insolentes y vuelos inconsiderados, a la sequedad helada y semibárbara del mayor número de los que poetizan hoy en [p. 328] España, porque, al fin, en los desaciertos de aquellos veo y admiro la riqueza y fecundidad de la lengua que pudo servir de instrumento a frases e imágenes tan extraordinarias, pero en éstos no veo más que penuria, hambre de ingenio y lenguaje bajo y balbuciente.» [1]

Cierto que en lo esencial de la cuestión, Forner no transige nunca, y aun concediendo a nuestros poetas dramáticos fecunda y maravillosa invención, los anatematiza en nombre de los mandatos imperatorios de la moral absoluta, como quien creía de buena fe (y así lo dice) que el fin de la representación teatral es corregir y enseñar, [2] enmendando los vicios del pueblo con el ridículo, y los de las personas altas con la atrocidad de los escarmientos o con la fatalidad inconstante de esto que se llama fortuna. A este rigorismo de carácter ético se juntaba en él, como en casi todos los preceptistas, otra intolerancia que pudiéramos llamar, en sentido estrecho, realista, viniendo a resultar de la mezcla de una y otra el más absurdo concepto del drama, que, según el dictamen de Forner, debía ser «una parábola en acción, un ejemplo natural de la vida humana, un desengaño vivo que mejore la sociedad, pintando con verosimilitud lo que pasa en ella realmente», y de ningún modo «una región imaginaria, donde, sin más objeto que embelesar y hacer reír, se presenten indistintamente personas de todas clases y especies». Sin duda Forner estimaba por cosa muy fácil y de poca monta el embelesar y el hacer reír. Siguiendo este sistema, compuso, con el cándido intento de mejorar la sociedad, su [p. 329] comedia de El filósofo enamorado, que ni hace reír ni embelesa. Pero Forner sentía en el fondo de su alma y comprendía en su grandísimo entendimiento que no bastaban la regularidad ni la intención moral para producir belleza poética, sino que, al contrario, «hacen grandísimo perjuicio a la causa del buen gusto aquellos entendimientos secos, lánguidos y fríos, que no pueden dar de sí más que la observancia de los preceptos, puesto que esa observancia, por sí sola, no forma más que cadáveres, y el pueblo quiere más ver un monstruo vivo que un cadáver pálido y postrado, por más que conserve la regularidad correspondiente a su naturaleza».

¿Qué mayor justificación para Huerta (si hubiese podido alcanzarla) que la que aquí le daba el generoso y sano espíritu del único pensador que tuvo entre sus adversanos? Huerta había creado algo vivo: la Raquel: basta para su gloria, y fué suprema injusticia de sus enemigos el querer escatimársela. Vive y vivirá aquella tragedia, a despecho de los romances y jácaras de Jove-Llanos, de la Huerteida de Moratín, de los desdenes de Meléndez, del Morión de Forner, y de sus infinitos epigramas, por lo general poco chistosos. Hubo quien no le perdonó ni siquiera muerto: tal fué el autor del burlesco soneto:

                                                 «Huerta ya se murió: mucho lo siento»
                                                 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

y también Iriarte, verdadero padre de aquel célebre epitafio, que concede a Huerta el ingenio, negándole el juicio:

                                                 «Deja un puesto vacante en el Parnaso
                                                 Y una jaula vacía en Zaragoza».

La posteridad ha juzgado de muy distinto modo, y, sea cual fuere el temple de las armas que Huerta esgrimió en su polémica, la polémica en sí tiene tal valor, que no hay episodio de la historia literaria del siglo XVIII que mejor nos haga comprender hasta qué punto se iba engrosando y haciendo cada vez más poderosa la vena latente de romanticismo que antes de ahora hemos señalado. Así se sueldan las dos épocas del arte romántico español, sin que haya verdadero paréntesis en la centuria pasada, puesto que la protesta nacional ni un solo día dejó de alzarse, simpática siempre a las muchedumbres.

[p. 330] Sin darse cuenta muy clara del parentesco de sus tendencias con las de Huerta, contribuían al mismo resultado, es decir, a robustecer y mantener vivo el espíritu nacional, ya en el campo de las ciencias especulativas, ya en otros géneros de literatura, los apologistas de la antigua España, entre los cuales figuraba en primera línea el mismo don Juan Pablo Forner, principal émulo de Huerta. Ya en otra ocasión [1] procuramos trazar la semblanza de aquel escritor doctísimo, y aquí se nos permitirá recordar algo de lo que entonces decíamos. Forner, aunque malogrado a la temprana edad de cuarenta y un años, fué varón de inmensa doctrina ( al decir de Quintana, que por sus ideas no debía admirarle mucho), prosista fecundo, vigoroso, contundente y desenfadado, cuyo desgarro nativo y de buena ley atrae y enamora; poeta satírico de grandes alientos, si bien duro y bronco; jurisconsulto reformador; dialéctico implacable; temible controversista, y, finalmente, defensor y restaurador de la antigua cultura española. En él, como en su tío y maestro el médico Piquer, vive el espíritu de la ciencia española, y uno y otro son eclécticos, o (como diría el Padre Feijóo) ciudadanos libres de la república de las letras; pero lo que Piquer hace como dogmático, lo lleva a la arena Forner, hombre de acción y de combate. No dejó ninguna construcción acabada, ningún tratado didáctico, sino controversia, apologías, refutaciones, ensayos, diatribas, como quien pasó la vida sobre las armas, en acecho de literatos chirles y hebenes o de filósofos transpirenaicos. Su índole irascible, su genio batallador, aventurero y proceloso, le arrastraron a malgastar mucho ingenio en estériles escaramuzas, cometiendo verdaderas y sangrientas injusticias, que, si no son indicios de alma torva (porque la suya era en el fondo recta y buena), denuncian aspereza increíble, desahogo brutal, pesimismo desalentado o temperamento bilioso, cosas todas nada a propósito para ganarle general estimación en su tiempo, aunque hoy merezcan perdón o disculpa relativa. Porque es de saber que en las polémicas de Forner, hasta en las más desalmadas y virulentas, hay siempre algo que hace simpático al autor en medio de sus arrojos y temeridades de estudiante, y algo también que sobrevive a aquellas estériles riñas de plazuela [p. 331] con Iriarte, Trigueros, Huerta o Sánchez, y es el macizo saber, el agudo ingenio, el estilo franco y despreocupado del autor, el hirviente tropel de sus ideas, y, sobre todo, su amor entrañable, fervoroso y filial a los hombres y a las cosas de la antigua España, cuyos teólogos y filósofos conocía más minuciosamente que ningún otro escritor de entonces.

Aunque enemigo de todo resto de barbarie y partidario de toda reforma justa, y de la corrección de todo abuso (como lo prueba el admirable libro que dejó inédito sobre la perplejidad de la tortura), Forner fué, como filósofo, el adversario más acérrimo de las ideas del siglo XVIII, que él no se harta de llamar «siglo de ensayos, siglo de diccionarios, siglo de diarios, siglo de impiedad, siglo hablador, siglo charlatán, siglo ostentador», en vez de los pomposos títulos de «siglo de la razón, siglo de las luces y siglo de la filosofía» con que le decoraban sus más entusiastas hijos.

Contra ellos se levanta la protesta de Forner, más enérgica que ninguna; protesta contra la corrupción de la lengua castellana, dándola ya por muerta, y celebrando sus exequias; protesta contra la literatura prosaica y fría, y la corrección académica y enteca de los Iriartes; protesta contra el periodismo y la literatura chapucera, contra los economistas filántropos que a toda hora gritan: «¡Humanidad, beneficencia!»; y protesta, en fin, contra las flores y los frutos de la Enciclopedia. Su mismo aislamiento, su dureza algo brutal, en medio de aquella literatura desmazalada y tibia, le hacen interesante, ora resista, ora provoque. Es un gladiador literario de otros tiempos, extraviado en una sociedad de petimetres y de abates; un lógico de las antiguas aulas, recio de voz, de pulmones y de brazo, intemperante y procaz, propenso a abusar de su fuerza, como quien tiene excesiva confianza en ella, y capaz de defender de sol a sol tesis y conclusiones públicas contra todo el que se le ponga delante. [1]

[p. 332] En Forner se encarnó la reacción más inteligente y más violenta contra el enciclopedismo. «Vivimos en el siglo de los oráculos (escribía): la audaz y vana autoridad de una tropa de sofistas ultramontanos, que han introducido el nuevo y cómodo arte de hablar de todo por su capricho, de tal suerte ha ganado la inclinación del servil rebaño de los escritores comunes, que apenas se ven ya sino infelices remedadores de aquella despótica resolución con que, poco doctos en lo íntimo de las ciencias, hablaron de todas antojadizamente los Rousseau, los Voltaire, los Helvecio... Tal es lo que hoy se llama filosofía: imperios, leyes, estatutos, religiones, ritos, dogmas, doctrinas..., son atropellados inicuamente en las sofísticas declamaciones de una turba, a quien, con descrédito de lo respetable del nombre, se aplica el de filósofos.» Para salvarse de esta anarquía y desbarajuste intelectual, Forner invoca el nombre de Luis Vives, y quiere levantar sobre su sistema crítico, combinado con el experimentalismo baconiano, el [p. 333] edificio de una ciencia española, distinta asimismo de la ciencia escolástica.

Forner brilla mucho más en la crítica histórica y filosófica que en la crítica propiamente literaria. Lista dijo de él con profunda verdad que tenía el entendimiento más apto para comprender las verdades que las bellezas. Aquel hombre, tan independiente en otras cosas, nunca pudo romper el yugo de la retórica, y juzgaba las obras artísticas más por preceptos externos que por una fruición personal y reposada, la cual sólo en muy pequeño grado podemos concederle. Aunque misogalo, carecía del arranque estético de Lessing, y veneraba la autoridad de los franceses en el teatro, después de haberla negado en la filosofía y en todo lo restante. La misma aspereza de sus polémicas, la trivialidad de los motivos de muchas de ellas, la saña con que persigue a escritorzuelos adocenados, que ni en bien ni en mal podían influir en la corriente de las ideas, los rasgos de chocarrería estudiantil o frailuna con que matiza sus folletos, denuncian en él cierta falta de gusto y de tacto, de la cual nunca pudo curarse totalmente. «Deja en paz (le decía Moratín) a los Iriarte, y a Ayala, y a Valladares y a Moncín, y a Huerta y a las tres o cuatro docenas de escritores de quienes te has declarado enemigo, y ocupa el tiempo en tareas que te adquieran estimación y no te susciten persecuciones y desabrimientos».

Esta polémica menuda, acre y enfadosa esterilizó, en gran parte, las singulares dotes de Forner, robando a muchas de sus obrillas críticas todo interés duradero y universal. Pero hay dos que conviene exceptuar cuidadosamente, y poner entre lo más selecto de la cultura española del siglo XVIII; las Exequias de la lengua castellana, y el Discurso sobre el modo de escribir y mejorar la historia de España. En las Exequias, que el autor llamó sátira menipea por ir entremezclada de prosa y versos, siendo, en realidad, una ficción alegórica del género de la República Literaria o de la Derrota de los Pedantes, inferior a ellas en amenidad y gracejo, pero muy superior en alteza y trascendencia de miras, como obra no de un mero humanista, sino de un pensador original y penetrante, Forner recorre con erudición inmensa y crítica franca y resuelta todo el campo de nuestra literatura; estudia su progreso y su decadencia; formula juicios propios y en general [p. 334] acertados sobre nuestros clásicos; los expresa a veces en frases de una exactitud y belleza incomparables; defiende con ardiente amor patrio nuestras grandezas pasadas; juzga severísimamente a los corruptores del gusto en su tiempo, y va derramando de paso copiosa doctrina sobre todos los géneros literarios. Nada se escribió en el siglo XVIII con más plenitud de ideas, con más abundancia de dicción, con más enérgico estilo, con más viveza de fantasía, con sabor más español, que algunos trozos de esta Menipea, a la cual sólo daña su extraordinaria extensión, y el mismo empeño que el autor puso en acumular en ella todos los tesoros de su largo pensar y de su enorme lectura. Esta obra señala el apogeo del entendimiento de Forner. No creo que nadie en la España de entonces fuera capaz de escribir otra igual ni parecida.

Elogios muy semejantes merece el bello Discurso sobre la Historia, tan lleno de jugo y de sustancia en su brevedad elegante. Forner no se limita a caracterizar con cuatro rasgos de valiente pincel a todos nuestros historiadores; no sólo hace sobre la materia de la historia consideraciones que se levantan mucho sobre las de Luis Cabrera y Fray Jerónimo de San José, como lo traía consigo el adelanto de los estudios críticos, nunca más florecientes en España; no sólo apunta, como de pasada, novedades que creemos nacidas en nuestros días, v. gr., la de considerar a Leovigildo como el primer rey visigodo de España, y la de mirar a Bernardo del Carpio como un mito épico creado por reacción contra el tipo de Roldán en la epopeya francesa; sino que, tratado, aunque por incidencia, de la forma de la historia, echa los cimientos de una verdadera teoría estética de ella. Forner, malhumorado con la Academia de la Historia, sin hacerse cargo de su verdadero objeto, que nunca ha sido otro que la investigación y la depuración de los hechos y el acopio de materiales para la historia futura, emprende probar que un cuerpo o sociedad literaria no es a propósito para escribir bien la historia; y forzosamente viene a parar a la cuestión artística y a la unidad de estilo. «Las historias clásicas (dice Forner) las escribieron hombres de aquellos que nacen, no para sujetarse a preceptos, sino para dictar ejemplos en que éstos se funden. Atarse servilmente a las reglas, pertenece sólo a entendimientos medianos y limitados. Los superiores y de primera esfera, procuran sólo no quebrantar las reglas [p. 335] para no caer en delirios; pero las bellezas y excelencias las producen por sí, sin fatigarse en buscar en el arte el precepto o regla que las prescribe... Los modernos preceptistas del arte histórica se han detenido principalmente en las partes y en el estilo, sin acertar, a mi modo de entender, con la forma que corresponde especialmente a toda obra que resulta de un arte instrumental o de imitación... Supieron hallar y prescribir los medios para construir un todo agradable, útil, proporcionado, en una palabra, bello. Pero como en este todo debe residir un alma, un espíritu, un móvil que anime todas sus partes, y que sea como el centro o punto de apoyo que sostenga todo su mecanismo, al señalar este espíritu, móvil, punto, centro (o como quiera llamarse), procedieron con tal incertidumbre y perplejidad, que apenas han sabido decirnos cuál es el fin de la historia; y no por otra razón, sino porque examinaron los historiadores antiguos más como gramáticos que como filósofos. La Poética padecería la misma indeterminación en su fundamento principal, si su formación no hubiera caído en manos de Aristóteles. Antes de enseñar los medios de hacer un poema bello, indagó el centro íntimo adonde debían ir dirigidas todas las partes y bellezas de su composición; y de aquí resultó aquella gran máxima en la poesía, a saber: que todo poema debe constituir, no sólo un todo, sino una unidad completa en lo posible; todo y unidad juntamente, porque hay todos que no forman unidad, sino cúmulo... La mayor parte de las reglas de los preceptistas históricos se dirigen a formar cúmulos y no unidades, siendo así que las historias mismas que les suministraron las reglas eran unidades dispuestas y trabajadas con la misma atención que usan el poeta y el pintor en la composición de sus obras... En la exposición de lo verdadero caben las mismas reglas que en la ficción y expresión de lo verosímil. El encadenamiento y dependencia que tienen los hombres entre sí, hace que las acciones de muchos de ellos vayan de ordinario encaminadas a un solo fin, y he aquí el oficio de la historia: investigar el fin que puso en movimiento las acciones de muchos hombres, y hacerle el alma de su narración, de la misma suerte que lo fué de las acciones, y entonces resultará de la unidad del fin la unidad en la estructura. En resolución, las sociedades civiles son una especie de poemas reales y fábulas verdaderas, ya se consideren en el todo, ya en sus partes, [p. 336] cada una de las cuales puede considerarse como una especie de poema subalterno que depende del principal; y siendo el oficio de la historia retratar estas sociedades, ya en el todo, ya en sus partes, sólo con que el historiador sepa copiar bien, producirá «unidades históricas» que, podrían competir en el artificio con las mejores fábulas de poesía... Un poema consta de fábula, esto es, de una narración verosímil, que no se diferencia de la verdad sino en que no ha existido lo que cuenta. Una historia consta de narración cierta, que no se diferencia de la fábula sino en que realmente existió lo que cuenta... Queremos que el historiador imite al poeta en el modo de expresar con novedad hechos que no puede fingir, y que le imite también en el arte difícil de retratar con propiedad y excelencia los caracteres de las personas: queremos que se iguale al político en la averiguación y explicación de las causas de los hechos que cuenta: queremos que se convierta en filósofo para reflexionar y deducir documentos útiles sobre estos mismos hechos.» Justo Lipsio ha inspirado esta última idea: Pontano algunas de las anteriores; pero las más profundas pertenecen exclusivamente al genio de Forner, superior a todos los tratadistas de historia que hasta entonces habían aparecido. [1]

Mientras estas cosas se escribían en España, una polémica ruidosísima hacía resplandecer en Italia el ingenio y la ciencia de los Jesuítas expulsados vandálicamente por el gobierno de Carlos III. Más de cuatro mil españoles, iniciados todos, cuál más, cuál menos, en las letras humanas y divinas, profesores doctísimos muchos de ellos, algunos verdaderas lumbreras de su siglo, como Andrés, como Eximeno, como Hervás y Panduro, como Masdeu, como Arteaga, habían sido arrojados de su patria en un solo día, sin forma de juicio ni proceso. El efecto que produjo en la república de las letras italianas su llegada, sólo se comprende leyendo algunos escritos de entonces, especialmente la oración pronunciada por el abate Antonio Monti en la apertura de estudios de la Universidad de Bolonia en 1781: «Apenas habría quedado en Italia (exclamaba Monti) vestigio de las buenas [p. 337] letras y de los estudios, ni hubiéramos podido legar a los venideros monumento alguno digno de la inmortalidad, si por un hecho extraordinario, que asombrará a todas las edades, no hubiera venido desterrada a Italia hasta desde el último confín del mundo (alude a América) tanta copia de ingenios y de sabiduría». [1] La historia de los trabajos literarios de los Jesuítas expulsados pediría un libro entero, que tenemos propósito de escribir algún dia, y que otro escribirá, si nosotros no lo hacemos. [2] Aquí sólo nos incumbe tratar, y eso brevemente, de los que con sus escritos dieron nueva luz a la crítica literaria.

Reinaban por entonces entre los escritores italianos singulares preocupaciones acerca de la cultura española. El influjo de las ideas francesas por una parte, y por otra el recuerdo de nuestra larga dominación, que forzosamente había de serles antipática, habían ido engendrando, aun en la mente de los varones más doctos y prudentes, una serie de conceptos falsos e injuriosos, que pedían pronta y eficaz rectificación. No llegaba ciertamente en los eruditos italianos el desconocimiento de nuestras cosas hasta el ridículo extremo de preguntar, como el enciclopedista Mr. Masson: «¿Qué se debe a España? Y en diez, en veinte siglos, ¿qué ha hecho por la civilización de Europa?» Eran todavía harto frecuentes en Italia nuestros libros, y estaban en pie hartos vestigios de nuestra antigua gloria, para que a nadie se le pasase por las mientes formular semejante pregunta. Pero al investigar las causas de la corrupción de las letras latinas en la era de Augusto, y de las letras italianas en el siglo XVII, [p. 338] solían los críticos de aquel país achacar al influjo español la mayor culpa en estos accidentes fatales, asentando muy gratuitamente, pero no sin cierto color de verosimilitud, que, así como la familia de los Sénecas corrompió la pureza del gusto en la era de los Césares, así la dominación española en Milán y en Nápoles coincidió con la depravación de la elocuencia y de la poesía italianas, perdidas y estragadas por el contagio y el remedo de los vicios de los dominadores; de donde inferían que debía de haber en el clima de España y en el temperamento de los españoles alguna influencia maléfica para el buen gusto, en todas edades y civilizaciones. De tales ideas, profesadas con más o menos exageración, no está libre la voluminosa y concienzuda Historia Literaria de Italia, del doctísimo abate Tiraboschi, bibliotecario de Módena, obra cuyo gran precio se conocerá con sólo decir que en su mayor parte no ha envejecido: suerte muy rara en un libro de erudición, y bastante para indicar cuán grande es la riqueza de sus noticias y el buen juicio con que están acrisoladas. Pero el más extremado sustentador de las opiniones antedichas era un escritor mucho más ligero que Tiraboschi, y cuya reputación ha venido tan a menos con el transcurso de los tiempos, que hoy está casi enteramente borrada: el abate Xavier Bettinelli, crítico superficial, de Arcadia o de salón, a quien nadie recuerda como no sea por sus ridículas censuras contra Dante. Este hombre, que tan mal comprendía al mayor poeta de su raza, había publicado en 1773 un artificioso y elegante panegírico con el título de Historia del Renacimiento o restauración de los estudios en Italia después del siglo XII, donde redondamente afirmaba que el gusto del teatro español, pasando a Italia, había arruinado la escena italiana, y que, en lo lírico, Góngora era el responsable de todos los absurdos de Marini y de su escuela.

Quizá las proposiciones de Tiraboschi y Bettinelli no tenían en la mente de sus autores todo el alcance y gravedad que Lampillas, Andrés y Serrano les dieron al impugnarlas, ni era, por otra parte, un crimen capital no gustar o gustar poco de Séneca, de Lucano y de Marcial, que fueron el principal objeto de la disputa, por ser nuestros Jesuítas más dados al estudio de la literatura latina que al de la vulgar. Pero es sabido que el [p. 339] patriotismo se crece y se inflama más con la lejanía de la patria (hasta cuando ésta se ha mostrado áspera y desagradecida), pareciendo entonces graves ofensas al honor de la madre adorada los que en otra ocasión quizá pasaran por leves alfilerazos. Había otra razón para qué a nuestros Jesuítas les causase más amargo dejo la lectura de Tiraboschi y Bettinelli, y era el ser hermanos suyos de hábito, perteneciendo unos y otros a la Compañía de Jesús. Siempre duele más la ofensa de los propios que la de los extraños.

Así debieron de sentirlo y pensarlo los PP. Juan Andrés, Tomás Serrano y Javier Llampillas (vulgarmente Lampillas), valencianos los dos primeros, y catalán el tercero, los cuales casi simultáneamente descendieron a la arena en actitud de recoger el guante lanzado por Tiraboschi y Bettinelli. El padre Serrano, hombre de extraordinaria viveza y gracia, que ya se había dado a conocer en Valencia por varios opúsculos críticos, [1] y especialmente por la singular facilidad y elegancia con que escribía versos latinos, era un fanático de Marcial, a quien había imitado cien veces y comentado de mil modos, pretendiendo sacar de sus versos una Ética, una Geografía y un cuadro de la Roma Antigua. Había escrito además, en Ferrara, con el título de Cuestiones Eridanas, un paralelo entre Marcial y Catulo, para adjudicar al primero el imperio del epigrama. Con tales antecedentes, no podía menos de llevar muy a mal la crítica de Tiraboschi sobre los hispano-latinos, y especialmente sobre su autor favorito. Dirigió, pues, a su amigo Clementino Vannetti dos largas [p. 340] e ingeniosas cartas latinas, que Vannetti dió en seguida a la estampa, [1] a pesar del desenfado con que en ellas se trataba a Tiraboschi, amigo de entrambos. La defensa es principalmente pro Martiale meo (como decía cariñosamente el P. Serrano); pero se extiende también por incidencia a Lucano y a Séneca, de quienes promete tratar con extensión en otro libro que no llegó a ser escrito.

El P. Juan Andrés no tomó por campo de batalla, como el P. Serrano, los juicios de Tiraboschi acerca de los ingenios nacidos en España bajo la dominación romana, sino las pretensas causas de la corrupción del gusto en el siglo XVII. Tal es el argumento de su breve y erudita epístola al Comendador Fr. Cayetano Valenti Gonzaga, [2] escrito que hoy nos parece muy ligero, pero que entonces, por la novedad de la materia, por la pureza de la dicción toscana, no vista hasta entonces en igual grado en ningún extranjero, y por la singular cortesía y moderación con que al vindicar el honor literario de su patria respeta el de Tiraboschi, arrancó al mismo autor impugnado los mayores elogios, admirando en ella «la fuerza sosegada con que rebate las acusaciones hechas a las Letras Españolas, el respeto con que habla de sus adversarios, la sobria erudición con que va recordando las glorias de la literatura de su país». «Ha mostrado (añade) el buen gusto de que está adornado, con no emprender a tontas y a locas la apología de ciertos escritores españoles, que sólo puede defender el que adolezca del mismo mal gusto que ellos... El abate Andrés, era demasiado sabio y prudente para dejarse arrastrar a tales paradojas, y defiende a su nación con armas mucho mejores».

El escritor que tal elogio había merecido del más docto de los italianos de su siglo, continuaba, por vía indirecta (aunque [p. 341] eficacísima mucho más que las apologías y las refutaciones) la vindicación literaria de su patria, en una de las obras más monumentales y de más aliento que produjo el siglo XVIII: en la obra famosísima del Origen, progresos y estado actual de toda la literatura, [1] primera tentativa de una historia literaria general, y muy digna de memoria en tal concepto. Dolíase Andrés de que, habiéndose publicado tantas historias particulares de cada uno de los ramos de la literatura, faltase todavía una completa y metódica de su origen y de sus progresos. Pero es forzoso recordar el sentido que a la palabra literatura daban el abate Andrés y sus contemporáneos. Descaminados por el valor etimológico, y pagando tributo al espíritu enciclopédico de la época, no acertaban a determinar la profunda diferencia que media entre las obras científicas y las puramente literarias. Estando en mantillas la ciencia estética, no concebían clara y distintamente la idea del arte como expresión de la belleza, y la confundían con la idea de la ciencia, cuyo objeto es la investigación de la verdad. Por tal manera ensanchaban considerablemente los límites de la literatura, que abarcaba, no ya sólo las bellas letras, sino las ciencias filosóficas, las exactas, las naturales, con todos sus ramos y aplicaciones. Así habían escrito los Maurinos la Historia literaria de Francia, así la de Italia Tiraboschi, así intentaron escribir la de España los PP. Mohedanos. Por eso no admira encontrar en la obra del abate Andrés volúmenes enteros [p. 342] consagrados a narrar los progresos de las Matemáticas, de la Física, de la Medicina, de la Historia Natural, y de otras mil cosas a cual más lejanas de la acepción que hoy damos a la palabra literatura. Aun reducida a sus propios límites, parecería gigantesca la empresa del abate Andrés: ¡cuánto más debe parecérnoslo considerada en las multiples relaciones que comprendía su proyecto, inasequible a las fuerzas de un hombre sólo ni de una generación entera!

Pero dada la imposibilidad de la empresa, era difícil salir de ella con más garbo que el P. Andrés. No trazó ni podía trazar la historia de la literatura, sino el cuadro general de los progresos del espíritu humano, y esto en escala reducidísima. Procede, pues, de una manera sintética, sin citar ni analizar casi nunca, valiéndose muchas veces, como no podía menos, de historias ya escritas, y de datos de segunda mano, con erudición más extensa y variada que profunda, pero con ideas propias sobre el conjunto, con facilidad de exposición, con singular amenidad de estilo, con el amor más simpático y ardiente a los progresos de la razón y de la ciencia, con el arte tan raro de asimilárselo y comprenderlo todo. Era un espíritu generalizador, de los que de vez en cuando produce la erudición literaria para hacer el inventario de sus riquezas, de una manera atractiva, popular, agradable y al mismo tiempo científica: un vulgarizador en la nás noble acepción de la palabra. Sabía algo, y aun mucho, de todas las cosas, aunque él no hubiera inventado ninguna; comprendía los descubrimientos sin haberlos hecho; exponía con lucidez, con buena fe, con halago; manejaba con desembarazo el tecnicismo de todas las ciencias, sin ahondar propiamente en ninguna; mariposeaba por todos los campos con algo de dilettantismo; lo mismo se complacía en la lectura de una novela o de una tragedia que en la de un tratado de Hidrostática o de Astronomía; pero todo esto con espíritu genuinamente filosófico, puesta la mira en la unidad superior del entendimiento humano. Era todo lo contrario de un especialista; pero era precisamente lo que debía ser para llevar a razonable término su empresa temeraria, que un erudito de profesión no hubiera intentado nunca.

Sería menester un libro tan voluminoso como la misma Historia del abate Andrés, para irle siguiendo paso a paso, [p. 343] rectificando unas veces sus aseveraciones, y notando otras los gérmenes de ideas exactas, adelantadas y nuevas que en sus elegantes páginas encontramos. Fácil sería notar en la parte histórica omisiones, de las cuales apenas es responsable, teorías aventuradas y ya convencidas en parte de falsedad, como el empeño de atribuir a los árabes españoles influencia predominante y casi exclusiva en el desarrollo de la cultura de la Edad Media, y referir a ellos el origen de la rima y el de la poesía provenzal. Fácil sería notar, como en casi todos los críticos del siglo XVIII, juicios absurdos sobre Shakespeare, tibia admiración por Dante, alabanza muy restricta al Teatro Español, entusiasmo sin medida por todos los productos del clasicismo francés, y siempre y en todas las cosas una tendencia declarada a sobreponer la elegancia a la fuerza y el estudiado artificio a la inspiración genial, prefiriendo, v. gr., Virgilio a todos los poetas griegos, o viendo en la Jerusalén del Tasso el prototipo de la poesía épica, y en la tragedia francesa el summum de la perfección dramática. Al fin, el Padre Andrés era un retórico, aunque privilegiado entre los retóricos, y más libre que ninguno de ellos de preocupaciones, por lo mismo que su cultura era más extensa. No sólo era helenista y latinista, no sólo manejaba el italiano como su propia lengua, sino que sabía medianamente el inglés y tenía nociones de alemán, y había leído, ya en su original, ya en traducciones a Shakespeare y a Milton, a Lessing y a Klopstock. Y, sin embargo, este hombre escribía que «el Catón de Adisson es la única obra dramática de que con razón pueda gloriarse la literatura inglesa», y se postraba ante los insípidos idilios de Gessner, y rompía en apóstrofes a los personajes de las novelas de Richardson, mientras que encontraba llena de bajezas y de absurdos la Emilia Galotti.

Fácil sería, repito, prolongar este género de observaciones, sin gran mérito del crítico que las hiciese, ni detrimento alguno de la fama del abate Andrés, puesto que la culpa no era suya, sino de la atmósfera intelectual que respiraba. Preferimos llamar la atención sobre sus méritos, basados, no sólo en haber extendido considerablemente el horizonte intelectual de sus contemporáneos, haciendo entrar por primera vez en la historia literaria a los pueblos del remoto Oriente y a los del Norte de Europa, [p. 344] sino en haberse remontado a las causas de los fenómenos artísticos, mostrándose en esta parte muy superior a Tiraboschi y a los Maurinos, y dando con esto sólo verdadero carácter de ciencia a la historia literaria, que hasta entonces era materia de pura erudición. Puede decirse sin gran hipérbole que Andrés fué a la historia literaria lo que Winckelmnann a la historia del arte plástico, salva siempre (y no es pequeña salvedad) la diferencia de genio entre uno y otro. Así vemos a nuestro Jesuíta dedicarse a buscar, no sin fortuna, la clave de los progresos de la civilización helénica, y hacer entrar, como datos esenciales en su apreciación, el clima, la raza, el régimen de libertad, la tendencia colonizadora, las asambleas públicas, los certámenes y juegos, y, no contento con estas consideraciones algo externas, hacerse cargo del genio estético de aquella raza «única del mundo en la cual la mente humana haya gozado todos sus derechos y haya puesto en ejercicio todas sus facultades»; raza en la cual, por caso nunca repetido, se dieron amistosamente la mano la fantasía y la razón.

El P. Andrés pudo equivocarse en algunos juicios particulares de escritores y de libros, pero el espíritu de su historia es enteramente moderno. Comprendió toda la importancia de la cultura helénica en el mundo clásico; redujo a sus verdaderos límites el valor de la literatura latina, mostrando que no era sino «un pequeño arroyuelo derivado de la griega», arroyuelo que dejó de correr mucho antes que se agotase el poderoso río de donde se derivaba: puso de manifiesto la limitada aptitud de los romanos para el cultivo del arte y de las ciencias especulativas; dió por característica de su civilización la nota jurídica, y por característica de la civilización griega «el genio que la llevaba hacia la belleza», y aquella frescura de impresiones con que el mundo parecía nacer para aquellos hombres cuando por primera vez le contemplaban.

Probada de esta manera la unidad de la literatura antigua, estableció también la unidad de la literatura cristiana, enlazando la de los cinco primeros siglos con la de la Edad Media, a la cual trató duramente, es cierto, para lo que ahora acostumbramos, pero dando muestras de conocerla mejor que ningún otro de sus contemporáneos, excepto los arqueólogos y paleógrafos [p. 345] que por oficio y estudio principal la cultivaban. Y aun esos mismos capítulos sobre los árabes, donde amontonó tantos errores, indican que, si bien no era orientalista, estaba al corriente de todo, absolutamente de todo cuanto hasta entonces había divulgado la erudición de los pocos que lo eran, y cuyas huellas él seguía, tropezando naturalmente donde tropezaron ellos, pero sacando de sus noticias consecuencias antes no sospechadas y de grande importancia para la historia científica de Europa, en la cual es tan profunda e innegable la influencia de los árabes, como nula en la esfera literaria. Ni le llevó su filoarabismo hasta negar la originalidad y el valor de las escuelas cristianas de la Edad Media; y así acertó a poner en claro que la escolástica (con la cual se ensangrienta mucho) estaba ya adulta y formada antes que los filósofos árabes fuesen conocidos; y negar su asenso a fábulas como la del viaje de Gerberto a Córdoba, probando con irrecusables documentos que no pasó de la Cataluña cristiana. Igual sentido histórico manifiesta al discurrir sobre los orígenes de la literatura italiana y reivindicar para la provenzal (apoyado en las indicaciones de Bastero) los derechos de maternidad en cuanto a la poesía lírica; y mucho más cuando niega la desmedida influencia que en bien y en mal se concede a los griegos fugitivos de Constantinopla en el Renacimiento de la antigua cultura clásica, tan floreciente ya en Italia desde los días de Petrarca y de Boccaccio.

Y aunque no sea lícito contar al P. Andrés entre los admiradores del teatro español, que le parecía montruoso, hay que reconocerle el mérito de haber sido el primero en señalar sus semejanzas con el teatro inglés, estableciendo entre ambos un paralelo en toda forma, no falto de exactitud ni de ingenio. Y así advirtió que las leyes de las unidades, por cuya infracción se levantaba tanto clamor contra los poetas españoles, habían sido, no sólo desatendidas, sino despreciadas por los ingleses, considerándolas el mismo Dryden como perjudiciales al interés del drama, siendo, por otra parte, común a ambos teatros el género de la tragi-comedia y la mezcla de lo serio y de lo burlesco, con la diferencia de que el teatro español pone el elemento cómico en los personajes secundarios, mientras que en el teatro inglés unas mismas personas son asunto de la compasión trágica [p. 346] y de los donaires cómicos. Concede a los españoles el haber trazado algunos esbozos de carácter, y se lo niega, con notoria injusticia, a Shakespeare, el mayor artífice de criaturas humanas que ha existido; pero este craso y evidente error no basta para oscurecer la originalidad del paralelo que por primera vez se formulaba entre los teatros románticos de Europa, paralelo repetido después por la crítica de los Schlegel. Igual sagacidad se observa en el modo de considerar a Corneille como un poeta medio español.

Otra de las cosas más dignas de alabanza en la Historia de la literatura universal, es el espíritu de imparcialidad y templanza con que toda ella está escrita, sin que el autor, ni por preocupación de escuela, ni por excesivo celo religioso, salga un punto de la noble y alta manera con que formula siempre sus juicios, ni se crea autorizado para negar a los escritores impíos, que tanto abundaban en su siglo, el galardón debido a los merecimientos de su doctrina y de su estilo. «Considerando yo, dice el padre Andrés. [1] como dos cosas enteramente diversas la religión y las letras, conozco que puede un filósofo ser abandonado de la mano de Dios, según los deseos de su corazón, y tener, no obstante, sutil ingenio y fino discernimiento, y pensar con agudeza y con verdad en materias literarias. Si no se pudieran adquirir tales dotes sin ofensa de la religión, yo preferiría, sin dudar ni por un momento, una piadosa ignorancia al más exquisito saber; pero si es cierto que el ingenio y la erudición pueden andar separados del libertinaje y de la irreligión y juntarse con la piedad, como de hecho vemos que sucede con frecuencia, no entiendo por qué razón no se pueda ni deba desear el fino gusto de Voltaire, la elocuencia de Rousseau o la erudición de Freret, más bien que el mediano talento de la mayor parte de sus adversarios». Gran lección para ciertos apologistas y controversistas medio energúmenos de nuestros días.

No quiere esto decir que el P. Andrés, aun poniendo en las nubes ciertas obras literarias de los enciclopedistas, muy caídas hoy de su antiguo prestigio, admire a bulto todo lo que salió de la pluma de Voltaire o de Rousseau. Al contrario, señala con mucha discreción y tino los puntos flacos de la Henriada y [p. 347] de las tragedias de Voltaire, la endeblez de su estilo poético, la impertinencia de las máquinas alegóricas, aquellos versos que no hablan a la fantasía, sino a la razón, las declamaciones filosóficas transportadas al teatro, la ausencia de caracteres y de verdadera originalidad dramática; en suma, todo lo que nota y censura en la poesía de Voltaire la crítica moderna. Y en el Cándido, en el Micromegas y en los demás cuentos del patriarca de Ferney, mucho más vivos hoy que sus tragedias, encuentra verdadera gracia, pero también el capital defecto de ser más bien composiciones agradables y «chistosas, que verdaderas novelas, porque el demasiado ingenio del escritor, burlándose de sus propios asuntos y personajes, impide que el lector los tome por lo serio».

Entre los juicios notables que el libro del P. Andrés contiene sobre la literatura de su tiempo, uno de los más exactos y penetrantes es el de la Nueva Heloisa de Rousseau, que nuestro Jesuíta admiraba mucho, aunque poniéndola por bajo de las novelas domésticas de Richardson, de las cuales era tan fanático apasionado como el mismo Diderot. Copiaremos algunas líneas de este juicio para muestra del talento crítico y del estilo del P. Andrés, y, sobre todo, de la independencia con que escribía:

«La Julia es una novela llena de tantas lumbres de filosofía y animada de tan viva elocuencia, que, no solo merece ocupar un lugar distinguido entre los escritos de este género, sino que debe con razón estimarse por obra original, y ser respetada por los filósofos no menos que por los poetas, y por los lógicos igualmente que por los oradores... No es solamente obra de imaginación y de sentimiento, sino libro lleno de conocimientos útiles e importantes, libro de filosofía. La manera de leer, los prejuicios sobre la desigualdad de las condiciones, el duelo, el suicidio, el adulterio y otras mil cuestiones semejantes, están tratadas con tal sutileza y tal fuerza de raciocinio, que nadie lo hubiera esperado en una novela... No es que yo quiera alabar todas las opiniones del autor sobre estos puntos importantes, ni piense en aprobar su doctrina económica, moral y teológica, que bien conozco las inexcusables locuras en que le ha precipitado su amor a la novedad: no es que yo crea siempre oportunas sus disertaciones, que muchas veces encuentro fuera de lugar, y que [p. 348] vienen a resfriar el afecto, cuya expresión interesa más a los lectores sensibles que las discusiones filosóficas... El estilo está lleno de entusiasmo, que parece en ocasiones elevarse demasiado y exceder los límites de una conveniente sublimidad, dando en enfático y ampuloso, cayendo en metáforas y alusiones harto lejanas, en conceptos rebuscados y torcidos y en pensamientos demasiado sutiles; pero pone el autor desde el principio tal ardor en los afectos, que parece necesario que luego se desahogue en aquel enfático estilo: la llama de la pasión asciende al cerebro y produce el delirio, el cual prorrumpe naturalmente en aquellas exageradas y fantásticas expresiones, y sigue amontonando ideas, imágenes, conceptos y pensamientos, tal como se le presentan, sin poderlos moderar con el juicio: el alma del lector participa de aquel fuego, y gusta él mismo de aquel ardor de sentimientos, de aquella rapidez de ideas, de aquella audacia de expresiones, y se ofende del autor si tal vez desciende a un estilo más llano y adopta un tono más bajo y natural. Yo hubiera preferido que Rousseau no hubiese puesto el punto tan alto, o le hubiese sostenido más dignamente... Un amor tan furioso no sufre las frías cuestiones filosóficas ni las menudas y graciosas descripciones de paisajes, ni otra cosa, en suma, que la expresión de su llama... pocas reflexiones, fuertes y vibrantes, son toda la lógica de la pasión: las razones examinadas de espacio, los argumentos puestos como en balanza, las sutiles y exactas discusiones, más bien muestran el prurito de filosofar que el afecto de las personas que escriben aquellas cartas. Y éste es un defecto de la novela de Rousseau, que disminuye mucho sus buenas cualidades. La ilusión no puede durar largo tiempo, etc., etc.» Prescindiendo del tono demasiado encomiástico, ¿qué otro juicio formaríamos hoy de la novela de Rousseau? Con la misma animación y gracia está escrita toda la obra del abate Andrés, aun aquellas partes que pudieran parecer áridas o abstractas. ¿Se comprende ahora su reputación europea?

Y eso que no hemos agotado, ni mucho menos, todo lo que en el libro denuncia un talento superior: la habilidad y la energía, v. gr., con que saca a salvo la doctrina del progreso literario y científico contra el sistema de la curva assintota que, según Boscowich, recorre eternamente el espíritu humano. El abate [p. 349] Andrés no cree en esta concepción fatalista; tiene en el progreso la misma robusta esperanza que Condorcet y que todos los hombres de su tiempo, y en cuanto al porvenir del arte, le descubre y adivina en el mayor conocimiento del planeta, en las nuevas ideas e imágenes que han de nacer del estudio de la poesía de las razas bárbaras, olvidadas y remotas. «La imaginación de estas gentes (dice), no menos que su razón, debe haber seguido en su cultura vías muy lejanas de las que hasta aquí han trillado los europeos. La naturaleza misma, presentándose a sus ojos bajo un aspecto del todo diverso, debe crear en su fantasía imágenes y bellezas harto diferentes y para nosotros de todo punto extrañas, que quizá podrán traer a nuestras composiciones nuevos e inusitados ornamentos. Si de las inhospitalarias regiones de la Caledonia ha salido a luz en siglos tenebrosos un Ossián, ¿cuánto más hemos de esperar que en la China, en la Arabia y en otras naciones cultas haya habido poetas dignos de leerse y de estudiarse, y que puedan traer nuevas joyas a nuestra poesía?» Debo advertir que Ossián está traído aquí como argumento de autoridad; pues, por lo demás, el P. Andrés (dando una prueba más de su tacto crítico) dudaba muy mucho de su autenticidad, y admiraba todavía menos las monótonas rapsodias que llevan el nombre del bardo caledonio, a quien por entonces ponía en moda en Italia el abate Cesarotti.

En algunas de las afirmaciones anteriores se habrá reconocido como un eco lejano de las elocuentes palabras con que Diderot presagiaba y llamaba con sus votos una nueva literatura, bañada en las vivas aguas de la naturaleza. Y realmente, muchas ideas de aquel paradójico y singular crítico fueron aceptadas y defendidas por el abate Andrés, en especial la comedia seria y la tragedia ciudadana. «No sé (exclama el Jesuíta valenciano) por qué ha de rechazarse una composición teatral que, bajo cualquier nombre que se le dé, logra mover el corazón con apasionados afectos e inspirar provechosas moralidades, y que acaso más cumplidamente que la tragedia heroica y que la comedia chistosa, logra el fin del teatro, deleitar e instruir. El Edipo, la Electra, el Hipólito, la Ifigenia y casi todas las más celebradas tragedias, así antiguas como modernas, conmueven el corazón sin iluminar el entendimiento ni mover la voluntad...»

[p. 350] De igual manera, comprendiendo que la antigua forma épica estaba muerta, todavía creía el P. Andrés en la posibilidad de crear nuevas epopeyas, con países y costumbres no descritos aún, y con nuevos epítetos, nuevas expresiones, nuevas imágenes, alumbradas por la nueva luz de las ciencias y de las artes. Y creía también en la posibilidad de un nuevo poema dramático, de una ópera que fuese al mismo tiempo verdadera tragedia, pero más rápida, más apasionada, más ardiente, más viva, animada por el fuego y el aliento de la música, un espectáculo que había de renovar la tragedia de los griegos, dando a la poesía su propio y natural lenguaje, que es el canto. [1]

No manifiesta tan altas aspiraciones estéticas la erudita y voluminosa apología que el P. Xavier Lampillas (o más bien Llampillas), antiguo profesor de Retórica en Barcelona, y luego de Teología en Ferrara, compuso contra las aserciones de Tiraboschi, Bettinelli, Signorelli y demás escritores italianos que habían tratado con poco miramiento a España. [2] La apología [p. 351] de Lampillas en muchas cosas fué triunfante; en otras hay que concederle y negarle alternativamente la razón, casi en una misma página. Tanto comprometió su causa con imprudentes exageraciones. Probó muy bien contra Tiraboschi que no habían sido los hispano-romanos causa determinante de la corrupción de la literatura latina, puesto que Ovidio era ya un poeta de plenísima decadencia, y puesto que la oratoria había enmudecido con la ruina de la república. Insistió mucho (y esto no lo negaba Tiraboschi ni otro ninguno) en probar que Séneca, Lucano y Marcial eran altísimas figuras literarias, sobre cuyo valor intrínseco podría juzgarse de distintas maneras, según el gusto de cada crítico, pero de quienes nadie podría negar que llenaban una época de las letras romanas, y que escritores iguales a ellos no los tuvo la lengua del Lacio después de la era de Augusto. Gastó inútilmente buena parte de sus conatos apologéticos en sacar a salvo de una manera algo sofística la reputación moral de L. Anneo Séneca, que ni en bien ni en mal importaba mucho para el caso, y que bastaba ser tan litigosa para que un buen abogado la dejase aparte. Reivindicó para España la gloria de Quintiliano y la de San Dámaso: tejió un breve y exacto compendio de nuestra literatura eclesiástica de la Edad Media y de nuestra literatura clásica del Renacimiento, mostrándose en una y otra doctísimo, y haciendo especial hincapié en recordar los timbres de aquellos humanistas, filósofos, teólogos, canonistas y médicos nuestros que fueron luz de las escuelas italianas en el siglo XVI. Pero arrebatado por el furor apologético, y como si de toda intención se hubiera propuesto estropear su causa y dar buena salida a sus adversarios, no dudó en aventurar las proposiciones más gigantescas, temerarias e insostenibles, de las cuales son leve muestra las siguientes: «En España se cultivaron las artes y las ciencias primero que en Roma.—No hubo tiempo en que Roma pudiese llamar bárbara a España, pero ésta pudo, sí, llamar bárbara a Roma por espacio de muchos siglos.—Los españoles tuvieron particular influjo en la primera cultura de la lengua y poesía vulgar italiana (todo se funda en un equívoco y confusión [p. 352] voluntaria entre los provenzales y los catalanes).— La excelencia del clima de España para todo género de estudios es tal, que en él se han hecho cultas y literatas hasta las naciones más bárbaras.—España dió a Italia, en el siglo XVI, los Tulios y Quintilianos que ella no tenía por sí, etc.—En España quizá se usaron los juegos escénicos antes que en Roma.

Con estas desaforadas proposiciones (algunas de las cuales podrían, no obstante, tener razonable sentido si se formulasen en otros términos) y con empeñarse en cerrar los ojos a la acción iniciadora de Italia durante el Renacimiento, disputando a los italianos hasta la gloria de Colón, abrió el Abate Lampillas honda brecha en el mismo edificio que tan afanosamente había levantado, y si se granjeó en España el aplauso de los más violentos, también tuvo la desdicha de que otros en quienes el patriotismo era menos ardiente o la preocupación de la lucha menor, escatimasen al Jesuíta catalán el lauro que de toda justicia se le debe, por las noticias nada vulgares derramadas en su obra, por la copiosa luz que da a nuestra historia científica más bien que a la literaria, por la destreza y la bizarría que mostró en la polémica, saliendo lucidamente hasta de los más difíciles pasos a que su intemperancia le arrastraban: cualidades todas que hacen agradable y útil la lectura de su libro, descartadas, como fácilmente puede descartarlas todo espíritu sensato, sus paradojas y exageraciones. En las controversias literarias, como en las de cualquier otro género, muy rara vez está toda la razón de una parte: la excitación de la pelea y aun las necesidades de la defensa hacen que todo se extreme, por considerarse cada proposición que se concede como un puesto o una trinchera ganada por el enemigo. Huyendo de esto, se cae fatalmente en la intransigencia y en el error consentido y halagado dócilmente por la voluntad. Pero cabe cierta victoria relativa, en cuanto al fondo de las cuestiones, y ésta no hay duda que la obtuvo Lampillas, triturando literalmente a Tiraboschi y a Bettinelli, demostrándoles que de las cosas de España todo lo ignoraban, y que el genio español valía y pesaba harto para que nadie pudiera prescindir de él al trazar la historia de la cultura de Europa. Probado esto, todo lo demás era accesorio, y el error tenía muy pocas consecuencias. En Italia la obra de Lampillas produjo buen [p. 353] efecto en la opinión, y contribuyó a enderezar y rectificar los pareceres dominantes. La misma temeridad de sus proposiciones hizo que fuese muy leído, y a muchos cayó en gracia ver a un español que decía insolencias a los italianos en un italiano tan puro y correcto. Y en cuanto al principal cargo dirigido a España por Tiraboschi y Bettinelli, es decir, el de ser la cuna y escuela constante del mal gusto, no pocos empezaron a convencerse de que, si es verdad que las mismas causas producen iguales efectos, bien pudieron existir simultáneamente la escuela de Góngora y la de Marini, y aun aparecer enlazadas por mutuas simpatías, sin que la una naciese de la otra, ni entrambos tuviesen relación directa con las varias escuelas de afectación y sutileza, que al mismo tiempo o un poco antes florecieron en Inglaterra, Francia y otras partes. Desde entonces, todos estos fenómenos locales comenzaron a estudiarse como diversas manifestaciones de una dolencia común a toda Europa, con lo cual se abrió campo a una crítica más comprensiva y menos apasionada, como es siempre la que nace del estudio sereno de varias literaturas comparadas. Este fué el más positivo fruto de tan ruidosa controversia.

El P. Lampillas tiene además el mérito de haber sido uno de los primeros en combatir de frente la teoría determinista y materialista de los climas, que, aplicada a la legislación de Monesquieu, lo iba siendo ya a las letras por muchos escritores, apoyándose en ella los italianos para suponer difundidos en la atmósfera de España los gérmenes de la sutileza, del énfasis, de la grandiosidad afectada y de los delirios de la imaginación.

En materia de poesía dramática mostró también el Jesuíta mataronés criterio muy independiente, y aun decidida propensión hacia el sistema de la libertad romántica; pues, no solamente defendió que «la comedia española, desde el tiempo de Lope de Vega hasta cerca de la mitad del siglo XVII, forma una nueva época del teatro, superior a todas las antecedentes, desde la restauración de las letras», y que los italianos se habían perdido esta gloria por ser tímidos y supersticiosos imitadores de los antiguos; no sólo puso de manifiesto que la riqueza de invención esparcida por los españoles en tantas fábulas dramáticas sirvió para enriquecer todos los teatros de Europa; no sólo [p. 354] observó con mucho ingenio que debía alcanzar a las comedias de Calderon la indulgencia con que se trata a la ópera italiana, con la cual tienen más semejanzas que con la tragedia francesa; sino que, atacando de frente a los rígidos preceptistas de las tres unidades, manifestó admirarse de que tanta veneración profesasen por la autoridad de Aristóteles en la Poética los mismos que tanto se jactaban de haber sacudido su yugo en Filosofía. «Yo entiendo (añadía) que gran parte de aquellas reglas aristotélicas son más decantadas por los insípidos tratadistas que practicadas por los más célebres dramáticos. No puede negarse ser consejo oportuno el de no sacudir enteramente el yugo impuesto por los antiguos en el tejido de las fábulas; pero, con todo, es digno de alabanza aquel ingenio fecundo que no se deja conducir atado a reglas, acaso demasiado rígidas, y a una servil imitación que cierra el camino de poder esparciarse por los dilatados campos de la imaginación libre... La precisión de hacer deleitable la fábula con la variedad de sucesos... obligó a los poetas españoles a desviarse de aquella rigurosa unidad, que quisiera reducida la acción dentro de los estrechos límites de un día solo, y dentro de las paredes de un solo aposento... Mas si en esto no se conforman del todo los españoles con las leyes aristotélicas, pueden justificarse con el ejemplo de los más famosos griegos... Y, hablemos claro: ¿qué tragedia francesa u ópera italiana hay de las más celebradas, en que se observe rigurosamente la unidad prescrita? ¿A quién puede parecer verosímil que sucedan en pocas horas, y sin salir de un aposento, negocios gravísimos e intrincados, que, según el curso natural de las cosas, no podrían desarrollarse en muchos meses?... ¿Quién no querrá quebrantar todas las leyes del teatro, antes que ser autor sin invención y sin alma?...» Con la misma lógica y el mismo nervio defiende Lampillas la legitimidad de la tragi-comedia o comedia heroica, recordando de paso que los franceses la admitían, testigo el Don Sancho de Aragón de Corneille. Ni le disuena tampoco la mezcla del elemento cómico, puesto que nadie ha dicho que «de los palacios de los príncipes esté desterrada la risa». Ni tampoco le parece el ampuloso lirismo calderoniano más impropio para la expresión de los afectos que el énfasis grave, ceremonioso y discursivo de los personajes de la tragedia francesa. Con esto, y con recordar [p. 355] que todo poeta dramático de raza ha seguido el gusto de su nación y de su siglo, lo mismo que los españoles, sin que ni por un momento haya dudado en la alternativa de ver coronadas por el aplauso popular sus obras, o «habitar con Eurípides en los gabinetes de los sabios», cierra el P. Lampillas su valiente apología de la comedia española, cuyo sentido se da mucho la mano con el de los escritos de Huerta.

Tales opiniones eran corrientes entre los Jesuítas expulsos. Todavía con más decisión que Lampillas las profesaba el P. Antonio Eximeno, que en sus Investigaciones Músicas de Don Lazarillo Vizcardi, dedica todo un capítulo [1] a combatir lo que él llama el espantajo de los unitarios, o sean, las descomulgadas unidades de lugar y tiempo. «Estas reglas (escribe con singular arrojo), lo mismo que la de nuestros viejos contrapuntistas, son hijas de una misma madre, nacidas para cortar las alas al genio, ya en la poesía dramática, ya en la música. La perfección y belleza de una pieza dramática consisten en la natural y perfecta imitación de los intrincados sucesos que la variedad y contrariedad de las pasiones y caracteres de los hombres ocasionan o pueden ocasionar en la vida civil. La invención de tales acontecimientos, nacidos unos de otros, y que natural e insensiblemente conduzcan a un suceso más notable, en el cual los personajes que han obrado hasta entonces llevados cada cual de su pasión, reconozcan la verdad y lo justo, este es el ancho campo en que espaciarse debe el genio dramático, sin mirar a otros límites que los que la varia e inagotable naturaleza le pone. Si a un tal genio, mientras va por este espacioso campo, copiando aquí un carácter, allí otro, e inventando y enlazando sucesos nacidos de los varios humores de los personajes, le sale al encuentro un unitario diciéndole:—Mira que este hecho acaeció tres días después de aquél; mira que el lugar de la primera escena dista una legua del de la cuarta; mira que aquel criado va y vuelve demasiado presto... y otros tales miramientos... ¿qué hará el genio en semejante caso? Si es fuerte y varonil, apartará de sí con enfado al unitario; si es débil y flaco, plegará las alas, apagará el fuego del estro y engendrará un hijo enjuto y macilento... A no haber cerrado [p. 356] los ojos y tapádose los oídos a las reglas de los unitarios, ni Inglaterra hubiera tenido un Shakespeare, ni España un Lope de Vega... Que la acción principal en que se resuelve el drama deba ser una, lo sabe cualquiera, sin que nadie se lo diga; mas con esa acción puedes urdir y enlazar cualesquiera hechos subalternos relativos a la tal acción, acaecidos en cualesquiera tiempos y lugares, con tal que la distancia de lugares y tiempos no tenga parte en los hechos, y tú la puedes suprimir y contar por cero, lo que no podrás hacer con las distancias vulgarmente conocidas y familiares al pueblo, porque el reducirlas a cero chocaría... Por lo demás, no vayas a buscar si lo que haces representar ha podido suceder en veinticuatro horas o en veinticuatro días o años, y si algún pobre crítico te va a argüir con el calendario y el mapa en la mano, vuélvele las espaldas y apela al espectador, el cual, sin pensar en calendanos ni en mapas, sólo quiere que en el espacio de tres o cuatro horas (y ésta es la verdadera unidad de tiempo) le hagas ver una trama de sucesos que le embelesen y sorprendan, y que no le contrasten sus familiares ideas».

Para Eximeno, los verdaderos defectos de nuestro teatro no consistían en la inobservancia de las unidades, sino en el monstruoso injerto de personajes heroicos y pedestres, y , sobre todo, en el «estilo afectado, cadencioso, vacío de natural sentido, y lleno de ideas platónicas y fantásticas», si bien era de opinión que este vicioso estilo no corrompió el teatro español hasta los últimos tiempos de Felipe IV, siendo el principal autor y maestro de él D. Pedro Calderón de la Barca, admirable por otra parte en la invención y en el enredo.

La misma zumba y matraca sobre los calendarios, los mapas y demás puerilidades de la crítica seudo clásica y formalista se observa en un opúsculo de Eximeno que, con título de Apología de Miguel de Cervantes, es realmente impugnación del Análisis de D. Vicente de los Ríos, en sus partes más flojas. Y así, no sólo se burla de la asimilación de las armas de Tetis con el yelmo de Mambrino y del fracaso de la Infanta Antonomasia con el saco de Troya, sino que sostiene que la geografía de Cervantes y la de todo autor de obras de ingenio es en gran parte fantástica, y que el tiempo de la fábula es tan imaginario como la fábula misma. [1] [p. 357] Las razonadas burlas de Eximeno no han emnendado ni corregido a los cervantófilos, ni les han retraído del ridículo empeño de leer y juzgar el Quijote como una crónica. ¿Dependerá esta especie de ilusión de la vigorosa realidad que en el Quijote tienen todas las cosas?

En todas las obras de Eximeno se observa el mismo espíritu de independencia artística. ¿Y cómo había de ser de otra manera, cuando en su tratado Del Origen y reglas de la Música había empezado por condenar la falsa inteligencia del principio de imitación, enseñando que «para formar el estilo no es necesario proponerse la imitación de un autor determinado, puesto que por nuevos y diversos caminos se puede llegar a la suma excelencia en cualquier arte, y un genio creador se forma siempre por sí un estilo enteramente nuevo?»

De esta fuente se derivan sus juicios sobre todas las literaturas de Europa. Era tan enemigo de los versos franceses, como admiador de la prosa, y negaba a aquella lengua aptitud para todo género de poesía épica o lírica. Detestaba el uso de la rima como «reliquia de la extravagancia gótica», y se negaba a concederla el carácter de verdadero ritmo, puesto que no añade al poema ni armonía ni expresión. Dotado de finísimo oído y de un sentimiento profundo de la armonía, se extasiaba con la poesía italiana, y especialmente con la de Metastasio «hijo querido de la naturaleza, el cual reunió las dulzuras de la lira griega y la majestad romana». Pero así y todo, dramáticamente considerados la ópera y el melodrama, tales como existían en su tiempo, le [p. 358] parecían un absurdo intolerable. «Siendo el alma de todo drama la imitacion, ¿a quién imitan los personajes del melodrama? Las tragedias y comedias griegas y latinas se cantaban, pero ignoramos con qué especie de música, la cual, de fijo, sería muy distinta de la moderna, y además el habla de los antiguos era un verdadero canto.» [1]

La crítica literaria de Eximeno, lo mismo que su crítica musical, se recomienda por la franqueza revolucionaria y por el sutil espíritu de observación; pero en otras condiciones de amplitud de miras y profundidad de sentido estético tiene que ceder la palma a la de su hermano de religión, el madrileño P. Arteaga, de cuyas ideas estéticas generales tenemos ya largas noticias, y a quien volveremos a encontrar en la estética particular de otras artes. Su grande obra De las Revoluciones del Teatro musical italiano, impresa por vez primera en 1783, pertenece a la Música tanto como a la Literatura, siendo, como es, una historia completa de la ópera en el país clásico de ella. El drama musical carecía hasta entonces de teoría y de historia: las Poéticas del tiempo no le habían clasificado, y, merced a esto, podía moverse con relativa libertad, y producir más verdadera poesía que la que acertaban a engendrar en toda Europa los descoloridos imitadores de la tragedia francesa. Hasta fines del siglo XVIII, nadie mereció con más justicia, así en su patria como en las extrañas, el nombre de poeta, que Pedro Metastasio. Así lo reconoce hoy la crítica, libre de antiguas y pedantescas preocupaciones. Arteaga lo sintió el primero, y se dedicó a ilustrar la única poesía que quedaba en su [p. 359] tiempo, la que se había refugiado en la garganta de los cantores italianos. Aplicó, pues, su estética general a aquella manera de poesía, hasta entonces tan desamparada, y tenida de algunos por tan frívola, y dió sobre ella el mejor tratado que hasta nuestros días se ha escrito conforme al gusto italiano. De este libro se ha derivado lo mejor que en los críticos modernos leemos sobre el asunto.

Comienza, pues, el P. Arteaga por hacer un análisis del drama musical, considerando las diferencias que le separan de las otras composiciones dramáticas, y las leyes que se derivan de la unión de la poesía con la música y la perspectiva. Ya sabemos, por la exposición de su tratado de la Belleza Ideal, que para él la ópera era el armonioso conjunto de los efectos de todas las artes; el poema único y sublime, al cual debían ofrecer su tributo la música y la poesía, la pintura y la arquitectura, la pantomina y la danza; el último esfuerzo del ingenio humano, y el complemento de las artes imitativas: tendencia un tanto análoga a la que en nuestros días lleva el nombre de Wagner. Entrando en la parte histórica, larga y profundamente discurre nuestro Jesuíta sobre la aptitud de la lengua italiana para la música, sobre el desarrollo de este arte durante la Edad Media, sobre los orígenes del teatro, sobre las vicisitudes del contrapunto, sobre los primeros ensayos del melodrama, sobre la legitimidad del elemento sobrenatural y fantástico en la ópera, sobre la música instrumental, sobre la perspectiva, y, finalmente, sigue paso a paso el desarrollo del drama musical, formulando personales y admirables juicios (que generalmente la posteridad ha adoptado totidem verbis) sobre los poetas que le cultivaron, y especialmente sobre Quinault en Francia, sobre Apostolo Zeno y Metastasio en Italia. Arteaga fué de los primeros en mostrar la profunda diferencia entre el teatro antiguo y los teatros modernos, ora se llamasen clásicos, ora románticos. Y profesando singular adoración a Metastasio, fué también el primero en notar que estaba más cerca del sistema de Calderón que del de los trágicos franceses Guillermo Schlegel lo repite, tributando de paso muy significativo elogio al sabio español Arteaga, autor de una excelente historia de la Ópera.

Así como de Diderot puede decirse que creó en sus Salones la crítica de cuadros, así Lessing en Alemania, y el P. Arteaga [p. 360] en Italia y España, deben ser tenidos por verdaderos fundadores y padres de la crítica de teatros, que hasta entonces nadie había ejercido con tal delicadeza de gusto y tal magisterio. Arteaga no juzgó solamente a Metastasio y a los demás poetas lírico-dramáticos, sino también a Alfieri, y le juzgó con una severidad muy racional, según Guillermo Schlegel, que adopta sus juicios sobre Don Carlos y sobre Mirra. Esta crítica está contenida en dos bellísimas cartas de Arteaga, que hoy mismo pueden pasar por modelo de crítica dramática: dirigida la primera a la ilustre veneciana Isabel Teotochi Albrizzi, y la segunda a monseñor Antonio Gardoqui. A Arteaga no le seduce el teatro de Alfieri: le encuentra seco, duro, monótono y abstracto. Había sostenido graves polémicas en defensa de Metastasio contra Ranieri de Calsabigi, grande amigo del trágico piamontés. En tal disposición de ánimo, emprendió examinar la Mirra, a ruego de su discípula la condesa Albrizzi, a quien había enseñado a sentir las bellezas del arte dramático, según ella dice. Mirra era un verdadero alarde de vencer dificultades, una tragedia paradógica, una apuesta imposible de ganar, y que Alfieri no ganó, ciertamente, aun desplegando mayor talento dramático que en ninguna de sus tragedias. Hacer tolerable y aun interesante en la escena el amor incestuoso de una hija por su padre, era empresa tan temeraria, que sólo al indómito espíritu de Alfieri, avezado a ir siempre contra la corriente, pudo parecerle asequible. El abate Arteaga comprendió de un golpe todas las dificultades que el asunto entrañaba. O Mirra cede a su pasión y la declara, en cuyo caso el drama se convierte en un hórrido y repugnante caso patológico, o hace lo que en Alfieri, mantener oculta su llama criminal durante cinco actos, o dejarla traslucir sólo por fugitivos relámpagos, para estallar con violencia en la catástrofe; con lo cual el drama resulta enigmático. No hay cómo salir de esta situación falsa: o el histerismo atroz, antihumano y antidramático (del cual Alfieri, por su escuela y por su temperamento literario, tenía que apartarse), o una fría y oscura adivinanza, en la cual lo poco que se va descubriendo ofende en vez de interesar. La condesa Albrizzi contestó ingeniosamente que el interés de la tragedia nacía del contraste entre la virtud de Mirra y el fatalismo que la arrastra al crimen; pero ¿cómo ha de resultar tal contraste, si la pasión de Mirra es [p. 361] un secreto para los espectadores en la intención de Alfieri? Y si el secreto se trasluce, y Mirra se presenta ya vencida por su calamitoso destino, o por lo menos incapaz de resistirle, ¿qué interés puede tampoco despertar el conflicto, cuando tan cercana se ve la nefanda resolución de él? Por lo demás, la réplica de la discípula, aun defendiendo una mala causa, es digna del maestro, y es cuanto cabe decir en elogio de aquella docta y encantadora veneciana, tan admirada por Hugo Fóscolo, y a la cual Monti llamó la più colta ed amabile frà le donne, añadiendo que las alabanzas con que honraba sus versos eran para ellos como el beso de Venus, que hacía inmortal cuanto tocaba.

Todavía con mayor dureza que la Mirra juzgó Arteaga el Philippo de Alfieri, no sólo doliéndose de la absurda falsificación de la historia dócilmente aceptada por el poeta, y poniendo en su punto, con criterio muy superior a su época, el verdadero carácter del príncipe D. Carlos, de Felipe II y de Antonio Pérez, sino combatiendo de frente la tendencia política y declamatoria del teatro de Alfieri, y mostrando cuán inferior queda por esta preocupación extraña al arte, no sólo a los trágicos griegos, sino a Corneille y a Racine. Ya se ve que Arteaga, cual otro Schlegel, y adelantándose mucho al común sentir de su tiempo, ponía el teatro griego muy por cima del teatro francés.

No creía el P. Arteaga que la verdad histórica fuese enteramente lo mismo que la verdad dramática: al contrario, aceptaba que pudiese haber una composición dramática excelente en su género donde aquella primera verdad no se observase. Pero encontraba el Philippo igualmente defectuoso bajo el aspecto de la verdad dramática, así por la intrínseca falsedad moral de los caracteres, que son tipos abstractos de maldad o de heroísmo, y no seres desta vida, como por la torpeza en el desarrollo de los afectos tiernos, nada geniales con la índole de Alfieri; por la monotonía dura e inarmónica del estilo, y por la singular pobreza y desnudez de la acción. Lo cual de ningún modo se opone a que nuestro crítico hiciera plena justicia al enérgico estilo de Alfieri, confesando que «por él goza Italia un nuevo género de tragedias, que no son griegas, ni francesas, ni inglesas, sino alfierianas; es decir, sencillas, vigorosas, ricas de rasgos bellísimos, llenas de su asunto, de acción rápida, sí, pero demasiado tirante y demasiado [p. 362] seca y uniforme; no faltas de color, pero sin morbidez alguna y sin la suficiente degradación de tintas; animadas, pero sin reposo; privadas de poesía y de pompa teatral; incomparables en algunos trozos aislados, pero de escaso efecto en su totalidad». «Ha desterrado (añade) de la escena italiana las cantinelas, los confidentes insípidos, los ociosos episodios, la confusión de personajes, los amores muelles y afeminados. Ha enseñado también a conducir con mayor celeridad el argumento, a tejer con más sencillez los planes, a pintar con mayor fiereza y a esculpir más en grande, por las cuales dotes, nacidas en él de un ingenio verdaderamente trágico, se ha hecho benemérito del arte más que ningún otro escultor conocido en Italia hasta ahora, exceptuando siempre a Metastasio, que, en género diverso y con diversas virtudes, no tiene quien le aventaje». Nunca ha sido juzgado Alfieri mejor que en estas cartas, [1] que debieran reimprimirse íntegras, formando colección con otros escritos críticos y filológicos de Arteaga, inéditos o rarísimos, especialmente sus Disertaciones sobre el ritmo (de las cuales se hablará en el capítulo de la Música), su carta a Bodoni sobre el texto de Horacio (1793), su Carta a Ponz sobre Ia filosofía de Píndaro, Virgilio, Horacio y Lucano, [2] su apología [p. 363] del Ruggiero de Metastasio, y, por último, su triunfante réplica a Tiraboschi y al abate Andrés (acordes en esta cuestión), negándoles la influencia de la poesía árabe en la provenzal, y el supuesto origen asiático o africano de la rima; carta que podría firmar sin deshonra cualquier arabista de nuestros días, y que rectificó las absurdas opiniones que ya empezaban a correr en Europa sobre este punto importantísimo de historia literaria. De la misma suerte probó contra el académico de Berlín, Mérian, que los progresos de la Ciencia, y especialmente de la Filosofía, no habían coincidido nunca con la decadencia del arte, antes servían para abrirle nuevos horizontes y ministrarle riqueza de conceptos y de imágenes: en apoyo de lo cual recordó las altas verdades morales y físicas que centellean con esplendor poético y obscuridad misteriosa en las odas triunfales de Píndaro.

Sería tarea larga, y no del todo propia de este lugar, enumerar todos los individuos de la trasplantada colonia jesuítica que dieron muestra de su actividad, si no en el campo de la Estética [p. 364] propiamente dicha (como Eximeno y Arteaga), a lo menos en el de la erudición literaria y arqueológica, que se enlaza de un modo tan estrecho con la teoría del arte, y que tanto sirve para concretarla e ilustrarla y sacarla de la esfera helada de los principios abstractos. Y así, no cabe duda que en cultivar y promover este elemento histórico de la crítica, tan útil cuando recibe luz del elemento filosófico, merecieron justo loor el P. Joaquín Pla, bibliotecario de la Barberina, a quien podemos llamar el segundo provenzalista español, contando por primero al canónigo Bastero, precursores uno y otro de Raynouard; el P. Arévalo, a quien se deben las mejores ediciones y los mejores prolegómenos bibliográficos de los poetas cristianos de los primeros siglos (Juvenco, Prudencio, Sedulio, etc., etc.): el P. Aymerich, que en sus Paradojas Filológicas sobre la vida y muerte de la lengua latina, además de haber hecho una valiente defensa del neologismo partiendo del concepto de que la lengua latina ni es ni ha sido muerta nunca, deslindó admirablemente la lengua rústica de la urbana, y defendió en purísimo latín clásico los derechos de la latinidad eclesiástica; el P. Prats, que dejó manuscrito un largo trabajo sobre la rítmica de los griegos, y que en 1803, cuando acababa de publicarse El Genio del Cristianismo, ensalzaba calurosamente las ventajas de la poesía de los sagrados libros sobre la inspirada por el genio helénico; el P Aponte, singular helenista y traductor de Homero (y maestro de Mezzofanti y de Clotilde Tambroni), el cual tuvo la gloria de resistir desde su cátedra de la Universidad boloñesa la invasión del falso y estrambótico gusto de la poesía ossiánica, difundida por el abate Cesarotti, y volver la atención de los italianos hacia las bellezas sencillas y maravillosas del arte homérico, tan calumniado y profanado en las versiones del mismo Cesarotti. [1] Ni tampoco es justo olvidar a [p. 365] otros exjesuítas que, dados por completo al cultivo de las letras amenas, y sin apartarse en general del gusto dominante en su época, mostraron, no obstante, cierta originalidad relativa, ya en los asuntos, ya en el modo de tratarlos. Así, el P. Bernardo v. gr., el que se titula Gonzalo de Rivera o el juez de su propia [p. 366] García hacía aplaudir en el teatro de Venecia, por los años de 1789 y 1791, verdaderos dramas caballerescos y comedias de capa y espada, escritos además en prosa para colmo de atrevimiento, honra (Gonzallo della Riviera, ossíá il Giudice del proprio honore): así los padres Colomés y Lassala, valencianos como el anterior, no sólo trataban asuntos eminentemente españoles, como el de Inés de Castro, el de Juan Blancas, el de Hormesinda, el de Sancho García, sino que se atrevían a buscar con éxito nuevas fuentes dramáticas, escribiendo verdaderos autos o representaciones devotas de tono muy lírico y carácter muy romántico, como el Agostino de Lassala y su Margherita di Cortona. Así el abate Palazuelos difundía el conocimiento de varias literaturas extranjeras, poniendo simultáneamente en nuestra lengua a Milton, a Pope y a Parini. Así D. Pedro Montengón, que había sido novicio de la Compañía, y la siguió noblemente en su destierro, ensayaba con mejor intención que fortuna diversos géneros de novela, primero la que pudiéramos llamar pedagógica a imitación del Emilio y del Belisario, y después un cierto género de novela histórica, romancesca y sin color local, más próxima por ambas circunstancias a lo que fué después el género del Vizconde d'Arlincourt, [p. 367] que a los admirables cuadros de época y de raza trazados por Walter Scot.

Había, pues, en la colonia española un fermento de emancipación literaria innegable. Aun los varones dados a más graves estudios no tenían reparo alguno en patrocinarla. Por ejemplo, Hervás y Panduro, en uno de los capítulos de su enciclopédica Antropología o Historia de la vida del hombre, condena abiertamente, como frías y de ningún interés para espectadores modernos, las tragedias fundadas en asuntos de la mitología o de la antigüedad clásica, y hace la apología del arte nacional como pudiera el más fervoroso romántico tradicionalista de 1830. «¿Qué importan a la nación española (exclama) el Edipo y el Filoctetes de Sófocles, los héroes de Eurípides y Séneca el trágico; ni qué sensibilidad ha de mostrar por las hazañas o desgracias de gentes que no tienen relación ni conexión con sus intereses, ni con los objetos que tiene presentes? Pero si en lugar de estos personajes desconocidos, forasteros, se sustituyen héroes nacionales que la hicieron o quisieron hacer feliz a costa de las mayores adversidades, luego se mostrará penetrada de afectos íntimos y violentos por el bien que goza o pudo gozar, o por la desgracia que padece. Los griegos... no mendigaban... héroes extranjeros... En cada nación, la Poesía y representaciones teatrales deben ser principalmente de materia que le importe, interese y toque en lo vivo... Es necesario persuadirse que, así como la comedia de costumbres imaginarias, no usadas o desconocidas, es una representación infructuosa y totalmente inútil, así también la tragedia de héroes y sucesos que no interesan, se lee u oye como un romance (novela) fantástico». [1]

El abate Masdeu, mucho más famoso a título de historiador escéptico, figura también, aunque con poco nombre, entre los preceptistas, como autor de dos Poéticas, una italiana y otra castellana, ambas en diálogo, y limitadas las dos a lo más trivial y mecánico de la versificación. Sólo en las primeras lecciones aventura algunas ideas generales, mostrándose amigo de la libertad de la fantasía, dando por materia del arte el vasto mundo de los sueños, y exponiendo con bastante lucidez el principio de [p. 368] la verosimilitud y el de la asociación poética de las ideas, del cual deduce que «una pieza poética, tanto más hermosa es y admirable, cuanto son más lejanas y difíciles la relaciones de sus objetos», doctrina que parece un eco de la Agudeza y arte de ingenio de Baltasar Gracián, poética que tiende a convertir el arte en un mecanismo ideológico. [1] En el Discurso Preliminar de su Historia crítica de España, al hacer el examen filosófico de los defectos que se suelen achacar al ingenio español, aprovechó la ocasión Masdeu para tejer muy ingeniosa defensa del conceptismo, de las sutilezas y de los refinamientos intelectuales, probando que no habían estado inmunes de ellos ni Platón, ni Virgilio, ni el Tasso.

No todas las obras de los Jesuítas hasta aquí citados llegaron a hacerse populares en España. Impresas unas en latín, otras en italiano, las menos en la lengua patria, su influencia se ejerció más bien sobre la general literatura europea que sobre la nuestra. Sin embargo, en castellano escribió Arteaga su tratado de Estética, en castellano están las obras más importantes de Hervás y Panduro (sobre todo su inmortal Catálogo de las lenguas), y en castellano aparecieron traducidas, casi al mismo tiempo que se imprimían los originales, las de Andrés, Lampillas, Masdeu y Eximeno. Colocados nuestros Jesuítas en la situación más ventajosa para aprovecharse del saber de los extraños, cumplieron la noble tarea de traer a su patria los resultados más positivos de la cultura de aquel siglo, siendo eficaces intermediarios entre las dos Penínsulas hespéricas, unidas entonces casi tanto como en el siglo XVI por la comunidad de estudios y de gusto literario. La influencia de la cultura italiana no desaparece durante el [p. 369] siglo XVIII, y es visible en muchos de nuestros poetas; sólo que esa misma cultura era ya un reflejo de la francesa.

En Madrid, todas las cuestiones literarias seguían preocupando los ánimos con el mismo ardor que en los primeros años del reinado de Carlos III. Pero eran generalmente cuestiones menudas, que se dilucidaban en folletos de poco volumen, indignos de la atención de la posteridad, a no ser como documento histórico de las ideas reinantes. Todavía se reflejan éstas de un modo más extenso en los periódicos, que no escaseaban en aquella edad, aunque reducidos sólo a materias literarias. Ninguno de ellos llegó a la reputación ni a la majestad censoria del antiguo Diario de los Literatos, pero hubo algunos bien escritos, y otros de importancia por haber abierto palenque a las principales opiniones que entonces contendían sobre la dirección de las ideas y de los estudios. Muchas veces sus autores se limitaban a traducir colecciones extranjeras de la misma índole; como lo había hecho D. Joseph Vicente de Rustán, que en 1752 comenzó a publicar las Memorias de los Padres de Trévoux para la historia de las Ciencias y Bellas Letras. Del infatigable Nipho, tipo del periodista del reinado de Carlos III, ya sabemos que era un retacista, ora de libros franceses, ora de curiosidades bibliográficas españolas. Otros, sin traducir precisamente, no tenían puesta la mira en otra cosa que en importar con más o menos prudencia o temeridad las ideas fundamentales de la secta enciclopedista: así El Pensador de Clavijo y Faxardo, y con más desenvoltura El Censor, que empezó a salir en 1781, dirigido por los abogados Cañuelo y Pereyra, llegando a contar 161 números, que no se libraron de persecuciones inquisitoriales. El espíritu de estos papeles era abiertamente contrario a las tradiciones españolas, incluyendo en ellas las literarias: así lo mostró la campaña de Clavijo contra los autos de Calderón, la de El Censor contra la Oración Apologética de Forner. De las mismas tendencias participaban El Corresponsal del Censor, El Correo de los Ciegos de Madrid, que se publicaba dos veces por semana desde 1786, y hasta cierto punto El Apologista Universal, que, en són de defender a los malos autores, comenzó a imprimir en 1786 el agustino Fr. Pedro Centeno, sin que pasara más allá del número 16. [1]

[p. 370] Varias tentativas se hicieron para continuar el Diario de los Literatos, con los títulos de Cordón Crítico y de Aduana Crítica o Hebdomadario de los sabios de España. Uno de los que tomaron con más calor este empeño fué el secretario de la Academia de la Historia D. Joseph Miguel de Flores; pero, a pesar de la eficaz protección del gobierno, no pudo la Aduana Crítica prolongar su vida más que un año (el 1763), analizando, con no menos extensión y crítica que el Diario antiguo, hasta veintiséis obras, de las cuales sólo la Lucrecia de Moratín y la Rhetórica Castellana del Dr. Pabón y Guerrero pertenecen a la amena literatura.

Pero la verdadera revista crítica de aquella época, la única que logró robusta vida, dilatada con varias intermitencias y alguna alteración de tamaños y formas, desde 1782 a 1808, [p. 371] ocupando sucesivamente a tres generaciones de escritores, y presentando en sus páginas el más extenso inventario de la literatura de aquel período, y el más exacto reflejo de las ideas que en tan largo tiempo se disputaron entre nosotros la dominación del gusto, es el Memorial Literario, cuya colección abarca nada menos que 53 tomos, y se reparte en tres series absolutamente distintas: la de 1782 a 1790, en que le dirigió y redactó casi en su totalidad el humanista aragonés D. Joaquín Ezquerra, catedrático de Latinidad en los Reales Estudios de San Isidro; la de 1793 a 1798, en la cual (muerto Ezquerra) pareció ser el alma del resucitado Memorial D. Joseph Calderón de la Barca, caballero de la Orden de San Juan, comandante de granaderos e individuo de la Academia Española; la de 1801 a 1808, en que fueron los principales redactores el erudito médico don Andrés Moya Luzuriaga, el poeta D. Cristóbal de Beña y D. José María Carnerero. Las ideas literarias que el Memorial sostuvo en cada uno de estos tres períodos fueron bastante distintas: mientras le dirigió Ezquerra, hizo alarde de un clasicismo intolerante: en manos de D. José Calderón, persona muy versada en literatura inglesa, adquirió un tinte independiente y casi romántico: en el último período se españolizó mucho bajo la influencia de Capmany, que era el verdadero inspirador del periódico, aunque muy rara vez puso en él la pluma.

El Memorial, en su primitiva forma, no sólo se titulaba literario, sino instructivo y curioso, y comprendía infinitas cosas , según el gusto enciclopédico del tiempo: un diario meteorológico; la clínica de los hospitales de Madrid; la reseña de las sesiones y tareas académicas; la noticia de los sermones de los predicadores más en boga; descripciones de fiestas; noticias de agricultura, comercio y artes; bandos de policía urbana, y otra porción de cosas tan útiles como inconexas. Pero la parte trabajada con más esmero y que daba carácter al Memorial, eran el catálogo bibliográfico-crítico de las obras que iban publicándose, y la revista de teatros. Estos dos elementos no faltaron nunca en la confección de aquel periódico, a pesar de las transformaciones que sufrió, pudiendo estimarse, bajo este aspecto, su colección como la más extensa bibliografía del siglo XVIII. [1]

[p. 372] Esparcida por los primeros tomos del Memorial, en muchos artículos, aparece una especie de poética dramática, que razonablemente debemos atribuir a Ezquerra. Su doctrina es rígidamente clásica, del mismo género de clasicismo que la de Luzán. Baste, para probarlo, la definición de la Comedia: «Representación, por medio de interlocutores, de una acción, no grande ilustre y severa, como la Tragedia, sino mediana, baxa o común, y agradable, dirigida a corregir las costumbres, pintándolas con destreza y reprehendiendo los vicios con sal». Don Ramón de la Cruz, en el prólogo de sus sainetes, ponderó mucho esta Poética del Memorial, sin perjuicio de separarse de ella siempre que lo tuvo por conveniente.

Ya puede imaginarse qué aplicaciones harían de su sistema los primitivos redactores del Memorial a las muchas comedias antiguas españolas que todavía se representaban. Es muy curioso comparar estos juicios con los que ha sancionado la crítica moderna. ¿Quién no se sonríe al oir apellidar infame novela llena de maldades y disparates a la grandiosa leyenda romántica de El Tejedor de Segovia? En el Memorial apareció por primera vez el singular calificativo de travieso aplicado al ingenio de Calderón, e hizo tanta fortuna, que muchos le repitieron, entre ellos Sánchez Barbero. Pero aun en esta primera época, dió alguna vez el Memorial singulares pruebas de moderación e imparcialidad, condenando, v. gr., las frías tragedias traducidas del francés, y la ridícula y extranjerizada declamación que solía dárseles. «Debe declamarse a la española, y los afectos trágicos deben imitar la naturaleza, según se acostumbra a expresar entre nosotros.» [1] Ni se mostraron aquellos redactores extraños a los buenos estudios estéticos, puesto que tradujeron y elogiaron grandemente el ensayo del P. André sobre la Belleza, declarándose partidarios de su doctrina, cosa tolerable antes del libro de Arteaga, no impreso, como sabemos, sino en 1789.

Desde este año la crítica del Memorial comienza a entrar en una nueva fase, que pudiéramos llamar semirromántica. En el tomo XVI [2] se imprimió un Discurso contra el uso de la [p. 373] Mitología en las composiciones poéticas, suscrito por J. L. M., iniciales que dudamos mucho que correspondan a las del traductor del Blair, D. José Luis Munárriz. Las ideas que en este notable trozo de crítica se exponen coinciden bastante con las que luego aparecieron en El Genio del Cristianismo. El autor emprende probar en redondo que no es lícito el uso de la mitología en las camposiciones poéticas, y sus argumentos van de rechazo contra la misma poesía clásica, a la cual condena por haber sustituído con un falso ideal la contemplación directa de la naturaleza. «Los poetas clásicos, en vez de pintar derechamente la bella naturaleza, prefirieron las fábulas... Pero la verdad sencilla y abandonada a su nativa belleza excede a cuanto puede fingir el entendimiento más delicado, porque sola ella se conforma con el entendimiento... La poesía no debe expresar sino lo que siente el corazón y lo bello que hay en la Naturaleza; puede elevarse hasta los cielos para admirar la majestuosa carrera de aquellos inmensos y brillantes globos que voltean sus masas enormes en aquellas azuladas bóvedas, sumirse hasta los más profundos senos de la tierra para examinar las secretas riquezas de la insondable naturaleza, y aun escalar el empíreo y el infierno... puede deslumbrar los ojos, la imaginación y aun el entendimiento, hasta animar para este efecto las cosas más inanimadas, expresar y realzar por las más felices alegorías las ideas más triviales, y sensibilizar por los más brillantes y agradables conceptos aquellos seres que se escapan a nuestra penetración por su mucha sutileza... pero debe apartar de sí, debe desechar y aun olvidar los sueños, los delirios, los ciegos engaños de la Mitología... Las pinturas poéticas que han hecho los mismos poetas paganos de los seres de la Naturaleza, no ceden, antes aventajan a las mitológicas».

En su primera época, el Memorial no había reconocido más tipo de belleza dramática que las tragedias de Racine, «maravillosas producciones dignas de servir de modelo en toda edad culta, por lo grandioso del estilo, lo inmenso de la acción, lo puro e interesante de la moral, lo sublime y lo tierno». En sus páginas había aparecido [1] una carta contra la traducción de [p. 374] la Atalía de Llaguno, firmada por un Sr. Garchitorena, que llevaba su entusiasmo galicista hasta el ridículo extremo de pretender que las traducciones debían ser en versos pareados, y seguir en todo y por todo la construcción de la frase francesa. Pero todo esto cambia de aspecto desde 1789. Don Joseph Calderón de la Barca, que dirigía este periódico entonces, se declara partidario de la cultura inglesa, pone en las nubes a los dramáticos de la Restauración, especialmente a Vanbrugh y a Congreve, porque «si es verdad que no son la escuela de las buenas costumbres, son por lo menos la del entendimiento y del buen gusto cómico»; encuentra los caracteres de Wicherley más fuertes que los de Molière, y aunque no se atreve a admirar, sino con muchas restricciones, las farsas monstruosas y gigantescas de Shakespeare, «hombre de ingenio vehemente y fecundo, pero sin la menor chispa de buen gusto», y repite las chanzas de Voltaire sobre la escena de los sepultureros en Hamlet, todavía llama la atención sobre las bellezas de Otelo y otros monstruos brillantes producidos por la imaginación del gran trágico. Y lo que es más digno de notarse, acierta a encerrar en una comparación feliz los caracteres del genio poético de los ingleses, «semejante a un árbol silvestre que brota hacia todas partes con suma fuerza, pero muere en cuanto alguno intenta oprimir su naturaleza, y podarle como los árboles del Retiro o de Versalles». [1]

El que admiraba de esta manera a los ingleses no podía menos de aplicar igual medida a los españoles. Y realmente, la fuerza de la lógica, y hasta la de la sangre que llevaba en las venas, llevó a este Calderón de la Barca a volver por la honra de su pariente y de los demás dramaturgos nacionales atropellados por la crítica francesa, estampando en el mismo Memorial una Carta Apologética de Frey Lope de Vega Carpio y otros poetas cómicos españoles, escrito notabilísimo, donde por primera vez se compara a Lope con Shakespeare, y se leen elogios de nuestro universal poeta, tan expresivos como los siguientes: «El teatro de Lope es un campo inmenso, fértil y ameno como el Elisio, [p. 375] donde la naturaleza pródiga ofrece una fecundidad eterna. Es como los majestuosos edificios góticos comparados con los modernos». Y en otro artículo repetía: «Se puede lisonjear nuestra nación de que ninguna otra ha producido talentos más sublimes y propios para el teatro. Los más célebres dramáticos de las demás naciones son muy inferiores a Calderón y a Lope de Vega por el lado de la imaginación y sensibilidad... [1] Los españoles e ingleses tenían teatro, cuando los franceses carecían de él... En nuestras comedias se encuentran reunidas cuantas gracias y bellezas puede producir la naturaleza. Todo es animado, todo habla, todo existe. Las mismas faltas dexan entrever un ingenio que admira... Si son monstruos las obras de Calderón, serán, por lo menos, bellos monstruos».

En el último tercio de su vida, el Memorial, más que opiniones propias, sostuvo las de Capmany, en quien por este tiempo se había verificado una transformación radical y decisiva. El Capmany de los primeros años de nuestro siglo era un hombre nuevo que muy poco conservaba del primitivo Capmany de 1776 y 1777. Nadie se ha impugnado tan fieramente a sí mismo. Comenzó por ser adorador de la cultura francesa, galicista empedernido y campeón del neologismo, y acabó llevando hasta los límites de la pasión y de la manía el culto de la lengua, siendo el maestro y precursor de los Puigblanch y de los Gallardos. No así en sus primeros tiempos, cuando imprimía los Discursos analíticos sobre la formación y perfección de las lenguas, y sobre la castellana en particular (1776), o la primera edición de la Filosofía de la Elocuencia (1777), que fué más adelante gravísimo remordimiento para su autor, el cual no paró hasta volverla a escribir de nuevo. En ambos libros, Capmany, lejos de hacer alarde alguno de purismo, admira «la noble libertad de algunos traductores en valerse de ciertos rasgos brillantes y expresivos de otra lengua para hermosear la nuestra»; y se queja de la imperfección y esterilidad del castellano para expresar las nuevas ideas y descubrimientos; del sentido vago de las palabras, «que es una de las causas de nuestra ignorancia y de nuestros errores»; de las abstracciones escolásticas que han infestado el [p. 376] lenguaje, etc., etc., felicitándose, por último, de que, llegado el siglo de la razón, restablecidos los derechos de la humanidad, anatomizado el espíritu humano, y disipado el imperio de la fantasía y de las preocupaciones, haya tomado la lengua nuevo lustre y un vuelo sublime en manos de los imitadores de Francia. ¡Cuánto hubiera dado Capmany por borrar tales páginas en su edad madura! Pero a lo menos hizo todo lo que pudo por desacreditarlas, desatándose en invectivas contra la lengua francesa y contra el gusto y estilo de sus escritores, en las notables Observaciones críticas sobre las excelencias de la lengua castellana, que preceden al Teatro histórico-crítico de la elocuencia. La lengua castellana quedó desagraviada y con creces de las invectivas anteriores, sólo que Capmany, yéndose de un extremo a otro, también reprensible, no conoció que la lengua castellana vale bastante por sí para no necesitar del baldón ni del vituperio de ninguna otra.

Quien lea en las Exequias de la lengua castellana de Forner lo que se dice de la Filosofía de la Elocuencia en su primera edición (única que Forner pudo alcanzar), difícilmente llega a persuadirse de que allí se trate de aquel Capmany, a quien estamos acostumbrados a mirar como tipo de la intolerancia castiza. Forner llega a decir de Capmany que «corrompe casi a cada cláusula el idioma en que escribe», y encarándose con él, aunque sin nombrarle, exclama con su ordinaria acrimonia: «Filósolo infernal, nacido, como otros menguados de tu infeliz patria, para convertir su literatura en un monstruo horrible, ¿qué filosofía, qué sensibilidad, qué belleza y qué discusiones son éstas con que te me vienes? ¡Maldito lenguaje, introducido en España para imposibilitar los progresos de su saber!»

Ya conocemos las ideas estéticas de Capmany, y éstas pasaron sin cambio alguno de la primera edición a la segunda. Tampoco se alteró el plan general de la obra, que, así en una como en otra edición, cumple mucho menos de lo que el prólogo y el título prometen, siendo en realidad, no un tratado estético sobre la oratoria, no una verdadera filosofía de la elocuencia, sino una filosofía de la elocución, un tratado sobre el estilo, una retórica, en suma, excelente como tal, algo menos empírica que las comunes, y sembrada de algunos pensamientos verdaderamente [p. 377] filosóficos, pero sin trabazón ni enlace que nos pueda hacer creer que son hijos de una formal dirección científica. En la primera edición se nota cierto espíritu de rebeldía contra el respeto tradicional que se consagra a los oradores antiguos. Todo esto ha desaparecido en la segunda, que, limpia de galicismos, limada y acicalada hasta lo sumo, riquísima en ejemplos de autores españoles, puede considerarse como la más menuda e inteligente disección de la prosa castellana que hasta el presente se haya hecho. De nada de esto hay vestigio ni sombra en la primera. [1]

Colecciones como el Teatro histórico-crítico de la Elocuencia no podían menos de volver su antigua popularidad a las letras castellanas, que comenzaban a ser estudio único y razonado de muchos. Ya había quien intentase trazar la historia de la literatura patria con plan análogo al de los Maurinos, si bien con menos fortuna que ellos, no en haberse quedado mucho más a los principios, sino en no haber encontrado continuadores. Nada menos que diez volúmenes publicaron desde 1776 a 1791 los PP. Mohedanos, pero entretenidos en disquisiciones prolijas sobre la España prehistórica y anterromana, en cuyo laberinto intentaron penetrar los primeros, a la verdad con mucha erudición y no sin crítica, no sólo no alcanzaron a tratar de la edad en que aparecen las lenguas vulgares, sino que en la misma literatura hispano-latina no pudieron dar un paso más allá de Lucano. Fuéles hostil la crítica representada por D. Ignacio López de Ayala, [2] y nadie se hizo cargo de que el mérito de la obra de [p. 378] los Mohedanos consistía precisamente en su prolijidad y en ser completa sobre todos aquellos puntos que abarcaba. Si con igual diligencia y falta de preocupación literaria se hubiese continuado, hoy tendríamos completo el arsenal, con cuyos materiales podría construirse la historia crítica del ingenio español, por tantos empezada y de tantos en vano deseada. Pero el solo anuncio de la obra de los Mohedanos, primer libro que llevaba al frente el rótulo de Historia literaria de España, manifestaba cuán grande iba siendo la curiosidad erudita respecto de nuestros orígenes literarios, a satisfacer la cual acudían en cierta medida otros trabajos de muy sólida erudición, aunque de ningunas pretensiones estéticas, tales como las adiciones de Pérez Bayer a la Bibliotheca Vetus de Nicolás Antonio, la Biblioteca Española de Rodríguez de Castro, y otras muchas bibliografías parciales, ya de provincias, como las de Ximeno y Latassa, ya de un género literario, o de una clase de escritos, como la de traductores de Pellicer.

Hubo un hombre que, animado con estos ensayos y dotado de perspicacia crítica muy superior a su tiempo, quiso remontarse a los orígenes de nuestra poesía, y rehacer por completo los imperfectísimos trabajos de Velázquez y de Sarmiento, tejiendo los anales de los primeros siglos de la lengua, no con noticias al vuelo ni con temerarias conjeturas, sino con la reproducción textual de los mismos momunentos, inéditos hasta entonces, y no sólo inéditos, sino olvidados y desconocidos, ya en librerías particulares, ya en los rincones de oscuras bibliotecas monásticas. Este hombre que echó tan a nivel y plomo los únicos cimientos del edificio de nuestra primitiva literatura, era el bibliotecario D. Tomás Antonio Sánchez, no mero erudito como tantos otros de sus amigos, sino verdadero crítico y filólogo en cuanto lo permitían los tiempos. La dificultad de la empresa y el escaso número de lectores que logró para sus Poetas anteriores al siglo XV, no le consintieron publicar, desde 1779 a 1790, más que cuatro volúmenes, aunque mostró conocer más poemas que los que imprimía. Pero siempre habrá que decir, para su gloria, que él fué en Europa el primer editor de una canción de gesta, cuando todavía el primitivo texto de los innumerables poetas franceses de este género dormía en el polvo de las bibliotecas. Y no sólo [p. 379] fué el primer editor de El Mio Cid, sino que supo reconocer toda la importancia del monumento que publicaba, graduándole de «verdadero poema épico, así por la calidad del metro como por el héroe y demás personajes y hazañas de que en él se trata», y dando muestras de complacerse con su venerable sencillez y rusticidad, cosa no poco digna de alabanzas en un tiempo en que un hombre del mérito de Forner no temía deshonrar su crédito literario llamando a aquella gesta homérica «viejo cartapelón del siglo XIII en loor de las bragas del Cid». [1]

Así como el estudio de los monumentos de la Edad Media engendraba en hombres como Sánchez un concepto de la epopeya harto superior al de las Poéticas, así el estudio directo de la antigüedad griega suscitaba en algunos helenistas ideas críticas muy adelantadas respecto del teatro y de la poesía lírica, y muy superiores a las que de la Poética de Luzán se venían derivando. Dos escritores hay del tiempo de Carlos IV notabilísimos bajo este aspecto: el bibliotecario D. Francisco Patricio de Berguizas, traductor en verso de las Olimpiacas de Píndaro, que publicó juntamente con una edición del texto original en 1798; y el escolapio D. Pedro Estala, que imprimió en 1793 una traducción poética del Edipo Tirano de Sófocles, y en 1794 otra del Pluto de Aristóphanes. No es del caso juzgar ahora el mérito de [p. 380] estas traducciones, que en general se recomiendan más por la fidelidad que por el brío, siendo su mayor precio haber conservado bastante bien el espíritu helénico, y un cierto color de antigüedad venerable. Pero nos importan mucho los discursos que las preceden: el de Berguizas sobre el carácter de Píndaro, o más bien, sobre la poesía lírica en general; los de Estala sobre la tragedia y sobre la comedia antigua y moderna.

Comencemos por advertir que Berguizas no era discípulo ciego de la escuela neoclásica francesa, sino admirador del clasicismo puro, del clasicismo griego, y de aquí la originalidad notable que muestra en su manera de sentir y de juzgar. Al conocimiento del griego unía profundo estudio de la lengua y literatura de los hebreos, lo cual le hacía sobremanera apto para comprender y gustar las bellezas, a la par sublimes y sencillas, de la poesía lírica de los Dorios, inspirada por el sentimiento nacional y religioso, y análogo en la materia, ya que no en la forma, a los cantos de David y de los Profetas. Esta es una de las primeras afirmaciones que encontramos en el Discurso de Berguizas: «Los versados en las composiciones antiguas de los primeros sabios, o en los cantares y poesías de los primitivos orientales, son más a propósito para conocer y discernir las bellezas y dificultades de Píndaro que muchos eruditos de conocimientos reducidos a los circunscritos límites de la literatura moderna». He aquí por qué erraron tanto los que sólo vieron a Píndaro a través de Horacio, pecado común aun en distinguidos helenistas, y por eso han tropezado mucho más los traductores, especialmente franceses, del siglo XVIII, que quisieron encerrar a Píndaro en los estrechos límites de la lírica moderna, acompasada y académica. Advierte Berguizas que aun en los líricos (así extranjeros como españoles) tenidos por pindáricos, no se encuentra reflejo ni sombra de verdadero pindarismo, exceptuando (por lo que toca a los nuestros) al Divino Herrera, y esto (nótese bien el acierto y profundidad del crítico), no en la retumbante oda a D. Juan de Austria, comúnmente tenida por imitación de Píndaro, sino en las dos admirables canciones bíblicas (Voz de dolor y canto de gemido... Cantemos al Señor); porque el acercarse a Píndaro no consiste en imitar servilmente la marcha y disposición de sus odas, sus giros y expresiones, que en un asunto moderno serían ridículos, [p. 381] sino en enlazar como él la naturalidad y la grandeza: arte, diremos con Berguizas, propio de los antiguos, especialmente de los hebreos y de los griegos. Coteja después nuestro traductor, para prueba de la semejanza que él descubre entre ambas poesías, la Pítica 1.ª   de Píndaro y el salmo Coeli enarrant, el primer cántico de Moisés y la Nemea, 2.ª haciendo sobre ellos delicadas observaciones de pormenor, e insistiendo mayormente en el oculto enlace de los pensamientos, y en el decir cortado de los líricos antiguos. No le seguiremos en este análisis, pero sí registraremos la siguiente observación, que es de alta y fecunda crítica: «Cuanto más distantes de los tiempos primitivos están los poetas líricos, tanto menor es la inconexión que aparece en el plan de sus composiciones, tanto menor el fuego, y, por consiguiente, tanto menor también el desorden y confusión vehemente de ideas y afectos, en que naturalmente prorrumpe un ánimo agitado y conmovido». Pruébalo comparando a los hebreos con Píndaro, y a éste con Horacio, y a Horacio con el Petrarca: «Así la lírica del Petrarca es tan metódica, que, en cierto modo, puede llamarse escolástica y puesta en forma silogística: no pueden darse amores más patéticos y al mismo tiempo más metódicos: reina igualmente en ellos una efusión entrañable y una serenidad geométrica: afectos delicados y cláusulas simétricas». Nada de esto hay en Píndaro, cuyo carácter poético describe con verdadera elocuencia Berguizas en estas palabras, síntesis de la doctrina expuesta en la primera parte de su discurso: «Su espíritu enardecido, y su imaginación exaltada con el estro y entusiasmo poético, recorre con vuelo rápido espacios inmensos, pinta los objetos más sublimes, acerca y une las cosas más distantes, párase repentinamente, prorrumpe en nuevos ímpetus y afectos, agítase y conmuévese, comunica su impulso al espectador, ya se eleva, ya gira, ya truena, ya fulmina; en suma, su poesía y su canto es un continuo fuego, una agitación continua, una perenne efervescencia del corazón y de la mente».

Tampoco olvida Berguizas el medio histórico, el tiempo y el espacio (como ahora se dice) en que la poesía de Píndaro se produjo; antes bien, juzga indispensable la consideración de estas circunstancias como elemento esencialísimo para la apreciación final y exacta del lírico tebano: «Para conocer el sistema y [p. 382] carácter de Píndaro, es necesario revestirnos de sus ideas y afectos, y colocarnos en su misma situación... debemos trasladarnos a las costumbres de aquellos remotos tiempos». Y en seguida determina, con breves y precisos rasgos, el carácter sobremanera local de la poesía de Píndaro, causa para nosotros de oscuridad y de extrañeza, defendiendo con este motivo a su poeta de los cargos de dureza y oscuridad.

Pero quizá el mas notable atrevimiento de este discurso sea la defensa de aquellas expresiones helénicas, que juzgaron bajas y prosaicas críticos de limitado alcance y vista corta. Adviértase que Berguizas escribía en un tiempo en que el atildamiento de la expresión y el abuso de la perífrasis habían llegado a tal punto, que un traductor francés de Homero vertía el ὸνος (asno) por animal doméstico a quien injurian nuestros desdenes, y el famosísimo Barthélemy, al trasladar al francés el episodio de Abradato y Pantea, de Xenophonte, sustituía la voz τροϕός (nodriza) por el rebuscadísimo rodeo de mujer que había cuidado de su infancia. Pero nuestro helenista, que no rehuye la expresión sencilla e ingenua, y que veía a los antiguos como realmente debieron de ser, y no como a los abates del siglo XVIII se les antojaba que habían sido, exclama con admirable sentido crítico: «Es fuerte empeño querer trasladar a este poeta (Píndaro) a nuestros tiempos, en vez de trasladarnos nosotros a los suyos... Está muy expuesto a preocupaciones quien se empeña en medirlo y juzgarlo todo por sus ideas propias»; y guiado por tal principio, sostiene que ni en hebreo ni en griego fueron nunca bajas las expresiones, asno fuerte, mi asta o mi cuerno, el ombligo de la tierra, vinoso, ojos de perro, corazón de ciervo, ni debe parecer disonancia el que se compare a una mujer hermosa con una yegua, ni a los griegos en la Ilíada con las moscas alrededor de la leche, ni a Ayax con el asno imperturbable entre la espesa lluvia de palos y golpes. Ni le admira el que la princesa Nausicáa de la Odisea saliese a lavar su propia ropa, ni el que los héroes de la Ilíada obsequiasen a sus huéspedes con un puerco entero, cocido y aderezado por sus propias manos. Y apenas concede que sean verdaderamente reprensibles bajo el aspecto artístico los improperios de Aquiles a Agamenón, ni los que mutuamente se prodigan Demóstenes y Esquines. «Está aún por averiguar si al hombre le [p. 383] mejora o le empeora la excesiva y nimiamente refinada cultura, que con la misma mano que acrecienta el número de sus conveniencias, aumenta el de sus necesidades».

Con la misma discreción defiende las digresiones pindáricas, porque «los grandes líricos no hablan al entendimiento en derechura... La poesía antigua jamás tiene visos o resabios de disertación filosófica, como la moderna: los Horacios y mucho más los Píndaros no miraban los objetos tan a sangre fría y a compás como los Batteux y los Condillac que los analizan». Nunca se han visto cien páginas más aprovechadas que las de este sapientísimo discurso, que es un elocuente manifiesto en pro del sentimiento lírico y de la inspiración primitiva contra el clasicismo lamido y peinado de los franceses y de sus imitadores castellanos. [1] Completan el desarrollo de las ideas críticas de Berguizas una serie de notas, no limitadas a la interpretación gramatical, sino encaminadas a «descubrir y desentrañar la mente y el espíritu de Píndaro, sus pensamientos profundos, sus recónditas sentencias, toda la ordenada serie de sus ideas y expresiones».

Berguizas es uno de los primeros escritores en quienes la crítica interna, histórica y filosófica comienza a sobreponerse a la crítica formalista y externa. Lo que vale y significa esto, sólo se comprende cotejando el discurso de nuestro bibliotecario con el Curso de Literatura de La Harpe, o con cualquier otro de los mejores tratados de literatura que entonces se escribían en Francia. La crítica española fué de las primeras en desagraviar a la gran sombra de Píndaro. Y atendiendo al conjunto de sus ideas, bien puede decirse que Berguizas formulaba en España la teoría del nuevo clasicismo, mientras que Andrés Chénier, casi ignorado de sus contemporáneos como poeta, la llevaba a la práctica en las primeras poesías verdaderamente líricas y verdaderamente griegas que conoció Francia.

Análogos méritos y quizá mayor profundidad de pensamiento arguyen los dos discursos sobre la tragedia y la comedia antigua [p. 384] y moderna que leyó el escolapio madrileño D. Pedro Estala en su cátedra de Historia Literaria de los Reales Estudios de San Isidro, y antepuso después a sus traducciones de Sófocles y de Aristófanes. Hay en estos discursos verdaderas adivinaciones y un modo de crítica enteramente moderno. El autor hace alarde de apartarse de los pesados comentarios que algunos gramáticos hicieron sobre la Poética de Aristóteles, torciendo la autoridad del gran filósofo a sus opiniones absurdas, y cargando el arte dramático de reglas arbitrarias que sólo sirven para impedir los progresos del ingenio. Predecesor del moderno trascendentalismo en oposición a la crítica formal de los preceptistas, emprende examinar el drama griego en su íntimo enlace con la religión e instituciones sociales del pueblo ateniense, y busca las ideas fundamentales encerradas en aquel teatro, que para él son dos: el dogma de la fatalidad y el principio de la libertad democrática. Puede decirse, y con razón, que Estala exageró este último elemento, empeñándose en dar a las tragedias griegas una finalidad directa, moral y política, que las más veces no tienen, y ver en ellas otras tantas lecciones contra la tiranía; pero algo se le ha de perdonar al que pone por primera vez la planta en un camino nunca hollado e inaugura un nuevo modo de juzgar las producciones artísticas. De todos modos, es indudable que Estala va muy fuera de lo justo cuando se empeña en aplicar su teoría al Edipo, y no ver en el mísero rey de Tebas más culpabilidad que el título de tirano que lleva, como si este título envolviese en la mente de Sófocles ninguna calificación deshonrosa.

Pero dejando aparte esta primera tesis del discurso, fundada evidentemente en un error histórico y quizá gramatical, no cabe tampoco disimular que, así como Estala se adelantó a Guillermo Schlegel y a todos los restantes críticos románticos en señalar la importancia estética del principio de la fatalidad, así incurrió como ellos, y aun más que ellos, en una falsa manera de interpretar este dogma, que él confundía con la necesidad ciega, mientras que en Sófocles envuelve tan profundas lecciones de justicia expiatoria, y viene a ser un como esbozo imperfecto de la idea de Providencia.

Salvo estos yerros, entonces inevitables en el estado rudimentario en que se hallaba el estudio de la simbólica y de las [p. 385] ideas religiosas de los antiguos, no hay que escatimar a nuestro escolapio el lauro que de justicia merece, no sólo por haber acertado en lo principal, sino por haber establecido la valla infranqueable, la diferencia, no de especie, sino de substancia, que separa al teatro helénico de todos los demás teatros, y mayormente de aquellos que se dan por imitadores suyos, siendo verdaderos teatros modernos, con méritos y desventajas propias, de todo punto independientes de esa supuesta imitación, la cual nunca podía recaer sino sobre lo más externo y menos esencial del teatro antiguo, sobre el argumento, que tenía un valor muy secundario en un arte donde no se perseguía un interés de novelesca curiosidad ni una vana ilusión escénica, donde los asuntos eran conocidos de todos los espectadores; donde la poesía tenía un carácter tan poderosamente lírico, y donde el coro, ocupando continuamente la escena, era el centro verdadero de la representación, mucho más que los protagonistas.

Todas estas cosas, que hoy son del dominio general de la crítica, pero que entonces no veía ni entendía casi nadie, las vió y comprendió Estala con lucidez maravillosa, y después de probar que la tragedia griega era un acto religioso, una representación completamente ideal, sostenida en alas de la música y extraña a la grosera imitación de las cosas de este mundo terrestre, dedujo que, siendo extraños nosotros a tales ideas y a tales instituciones, era un absurdo querer transplantar la tragedia griega, por más que ella, considerada en sí, dentro del país y de la raza donde nació, fuese uno de los modelos más acabados de perfección que ha producido el espíritu humano en las artes.

En concepto de Estala, «la tragedia antigua y la moderna son dos especies muy distintas se diferencian en sus caracteres más principales». Lejos de él formar proceso, como lo hizo Guillermo Schlegel, a la Fedra de Racine, porque su autor se alejó voluntariamente de las huellas de Eurípides. Estala, superior en esto, como en otras cosas, al crítico germano-francés, reconoce y confiesa de buen grado que las bellezas de Racine son propias suyas, y que precisamente lo que tiene de admirable la Fedra es lo que tiene de drama moderno, el conflicto entre la pasión y el deber. «El amor de Fedra en Eurípides y en Séneca es un castigo de los dioses, una pasión fatal a que no ha podido resistir; [p. 386] en Racine es una pasión humana, que Fedra ha concebido por causas naturales... Hipólito es el protagonista en Eurípides y en Séneca; Fedra lo es en Racine, y esto hace variar todo el plan... ¿Y por qué estos cambios en Racine? La verdadera respuesta es: porque así lo exigía la nueva tragedia... De igual modo, si en vez de la Ifigenia de Racine se representase una traducción fiel de la Ifinegia griega, sería intolerable».

No necesito hacer notar a mis lectores en qué consiste la superioridad de Estala sobre Guillermo Schlegel. El ayo de los niños de Mme. Staël quiere sustituir una idolatría literaria a otra, un convencionalismo amanerado a otro amanerado igualmente. ¿Qué ganaba la crítica moderna con esta vana satisfacción de antipatías nacionales? Pero ganaba mucho con que de una vez para siempre se entendiese que entre la escena griega y la escena moderna mediaban abismos, sin que esto implicase nada en pro ni en contra de la una ni de la otra; que tenían que aplicárseles criterios distintos, subordinados (es verdad) al superior criterio de la belleza; que la tragedia griega era admirable pero no imitable, y que todas las Fedras, Ifigenias, Edipos y Andrómacas modernas ganarían mucho en la estimación de la crítica si se prescindía de sus títulos y se las consideraba como dramas novísimos, inspirados por el genio de los pueblos cristianos.

Pero Estala va más allá: no se detiene en las cuestiones históricas sino que muestra la falsedad radical de los principios de estética dramática y estética general, que en su tiempo dominaban. Ataca con singular encarnizamiento las rastreras interpretaciones del principio de imitación, «que a fuerza de analizar, y de querer reducir las imitaciones a los originales, aniquilan las bellas artes»... «¿Y qué ha resultado de este principio tan absurdo? De él ha nacido aquella voz insensata y quimérica de ilusión: se pretende hallar ilusión en la pintura, ilusión en la escultura, y mil ilusiones en la dramática. ¿Pero cuándo las bellas artes han pretendido, ni pueden prometer esa ilusión?... Un escultor, si quisiese aspirar a causar ilusión, sería muy necio en fatigarse sobre un mármol: escogería la materia más dócil al cincel, y con el colorido y otros adornos, podría hacer pasar por objeto real la imitación. ¿Pero quién sería tan insensato [p. 387] que prefiriese una figura de cera con colorido y ojos de cristal a una estatua de mármol o de bronce?»

Reconocemos aquí, íntegra y sin mezcla, las ideas de Arteaga; no menos que en la importancia concedida a la destreza del artífice y en el sistema de la convención tácita. Pero Estala tiene el mérito de haber aplicado estas ideas al teatro, fundando en ellas su polémica contra las unidades. «Ningún espectador sensato puede padecer ilusión, ni por un momento, en el teatro, sabe que ha ido a ver una representación, no un hecho verdadero; lo material del edificio, los mismos espectadores le están continuamente advirtiendo esta verdad... En suma: son tantas las circunstancias indispensables en el teatro que destruyen la ilusión, que nadie puede padecerla, a no tener su cabeza como la de aquel loco de quien cuenta Horacio que en el teatro vacío creía asistir a representaciones teatrales... No es menos cierto que, aunque fuese posible la ilusión, debía desterrarse del teatro, porque, en tal hipótesis, no sería una diversión, sino un tormento».

Estala sustituye al grosero principio de la ilusión el de la simpatía, y funda en él la teoría de los afectos trágicos, conforme a aquellos versos de Horacio:

                                          «Format enim natura prius nos intus ad omnem
                                          Fortunarum habitum .....................................»

y funda la simpatía en el amor de nosotros mismos que nos reconocemos como seres débiles y necesitados de ajeno auxilio. «Por esta causa nos son tan dulces las lágrimas que derramamos en el teatro... lo cual no sucedería si fuesen efecto de la ilusión, antes nos avergonzaríamos de que el poeta y el actor nos hubiesen engañado en tanto extremo».

De todo lo cual deduce Estala que la imitación es absolutamente distinta de la verdad, y que, por consiguiente, «las bellas artes, ni aspiran, ni deben, ni pueden aspirar a causar ilusión, siendo la tal ilusión una quimera, un parto monstruoso de la más profunda ignorancia de los principios, un absurdo de que no se halla rastro en la antigüedad, y un manantial fecundo de errores».

¿Qué había de pensar Estala de los cánones de lugar y de tiempo? Sin vacilar un momento, los declara ridículos, y va [p. 388] demostrando: 1.º, «que las reglas de la tragedia antigua no se pueden aplicar a la moderna»; 2.º, que la unidad de lugar no se encuentra ni enseñada, ni practicada en la antigüedad; 3.º, que Aristóteles no prescribió la unidad de tiempo como regla invariable y esencial; 4.º, que una u otra, o las dos a la vez, aparecen conculcadas en las Euménides y en el Agamenón de Esquilo, en las Traquinias y en el Ayax de Sófocles, en el Hércules Furioso, en la Ifigenia y en la Andrómaca de Eurípides, en casi todas las comedias de Aristófanes y en algunas de Plauto. [1]

Toda esta polémica se resuelve, como no podía menos, en un elogio relativo de la comedia española, «que dió al teatro moderno su verdadero carácter». «Es preciso confesar que, a no ser por nuestros dramaturgos, quizá estaríamos sufriendo todavía la frialdad y languidez de las pretendidas imitaciones del griego... Las comedias españolas son irregulares como la misma naturaleza, a quien imitan en esto y en la fecundidad: son semejantes a una espesa floresta, donde la naturaleza hace ostentación de sus tesoros: el arte puede formar de ella jardines arreglados, pero sin sus ricas producciones todo artificio sería vano». Y se lamenta de que Corneille no hubiese explotado todavía más a los españoles, y que, torciendo la natural tendencia de su ingenio, se hubiera empeñado en sujetarse a las trabas clásicas de las unidades y de los cinco actos. ¿Qué cara pondría Moratín, que por estos días era amigo del P. Estala (si bien no duró mucho tiempo en tal amistad, por ser Moratín hombre de pocos amigos), al leer en este discurso la negación más absoluta de la regularidad glacial que sostenía el intolerable Don Pedro de El Café?: «Como la doctrina de las unidadas es tan fácil de aprender, no ha quedado pedante que no la sepa de coro, y a esta miseria han dado en llamar reglas del arte... pero el pueblo, a quien no se alucina con sofisterías, se ha empeñado en silbar todas estas arregladísimas comedias o tragedias y en preferir a ellas las irregularidades y defectos de Calderón, de Moreto, de Solís, de Roxas y de otros infinitos ignorantes que tuvieron la desgracia de no saber el gran secreto de las unidades». [p. 389] El discurso sobre la Comedia es más histórico y contiene menos doctrina que el anterior, pero está informado por el mismo espíritu crítico, a cuya luz penetra Estala en la esencia del arte aristofánico, considerándole en su relación política, y legitimando la saludable libertad y atrevimiento de sus censuras personales, como indispensables en un régimen democrático. Por eso cesaron en cuanto el gobierno de Atenas se transformó en oligarquía, siendo ésta, según Estala, la causa verdadera del tránsito a la comedia nueva. ¿Hubo verdadero teatro en Roma? Estala opina que sí, pero no donde generalmente se le busca, es decir, en las imitaciones del griego, sino en las fábulas pretextas (que debían de ser, según él, una especie de comedias heroicas). Recorriendo rápidamente la historia de los diversos teatros, encuentra ocasión de reducir a la nada las presuntuosas aserciones de Nasarre, haciendo contra él la defensa del verdadero teatro español: «Lope de Vega, diga lo que quiera el pedantismo y la preocupación, sacó de las mantillas nuestro teatro, ennobleció la escena, introduxo la pintura de nuestras actuales costumbres... Aquellas comedias deben de tener esas bellezas originales que, a pesar de los defectos, hacen inmortales las obras de ingenio, como sucede con los poemas de Homero; pues todos los días las vemos repetir en el teatro, y aunque nos ofenden sus defectos, nos deleytan incomparablemente más que esas comedias arregladísimas y fastidiosísimas, que apenas nacen, quedan sepultadas en eterno olvido... Yo de mí confieso que la experiencia propia me ha obligado a respetar a los que con ligereza juvenil despreciaba algún día.» [1]

[p. 390] En 1786, el P. Estala, oculto con el nombre de su barbero D. Ramón Fernández, comenzó a publicar una colección de antiguos poetas castellanos, con plan mucho más amplio que el seguido en el Parnaso Español, porque Estala se proponía reproducir íntegras las obras de todos nuestros poetas líricos de primer orden, y hacer al fin una selección de los restantes. Sólo los seis primeros tomos de la colección (en que figuran las Rimas de ambos Argensolas, Herrera y Jáuregui), fueron coleccionados por Estala. En los restantes, que llegaron hasta el número 20, intervinieron muy diversas manos, no todas igualmente doctas. La mayor parte de los autores salieron ya sin prólogo, exceptuando el Romancero, la Conquista de la Bética y los Poetas de la escuela sevillana, que tuvieron la buena dicha de ser ilustrados por Quintana, el cual hizo allí los trabajos preparatorios de su futura colección selecta.

Entre los prólogos de Estala, que son los más extensos, merece singular elogio el de las Rimas de Herrera, como protesta enérgica contra el prosaísmo del siglo XVIII, y reacción violentísima, quizá extremada, en favor del lenguaje poético herreriano, con sus artificios y todo. Puede decirse que en este prólogo bebió entera su doctrina la moderna escuela poética sevillana, que no había empezado a constituirse o por lo menos, a dar muestra de sí cuando Estala escribía. La pompa, la grandilocuencia, la sonoridad y el énfasis del lenguaje podían envolver, y de hecho envolvían graves peligros, que luego se vieron manifiestamente, pero nadie se atreverá a culpar a Estala ni a los de la escuela de Sevilla por haber extremado una reacción que, en el [p. 391] miserable estado de nuestra poesía lírica, había llegado a ser de necesidad absoluta. A este movimiento en favor del estilo poético distinto de la prosa, debe nuestra poesía los magníficos versos de Quintana y de Gallego, y algunos de Lista, de Arjona y de Reinoso. Y a la sólida disciplina de humanistas como Berguizas y Estala, hay que atribuir en buena parte esta restauración de la gran poesía lírica, que parecía muerta y enterrada bajo el peso de las insulsas y glaciales composiciones de los Salas, Olavides, Escoiquiz y Arroyales. En concepto de Estala, «los verdaderos poetas líricos rompen, a manera de un torrente impetuoso, todos los diques que suele oponer un rígido preceptista, y para mostrar los nuevos mundos que van descubriendo en su vuelo rápido, no pueden guardar aquel escrupuloso método que se exige del que escribe a sangre fría: en estos momentos, que aun en los grandes poetas suelen ser raros, de ninguna otra cosa se cuidan menos que del método y riqueza, exactitud en las ideas y en las palabras: en tal situación, Píndaro

                                          «. . . . . . . . . . .Per audaces nova dithyrambos
                                          Verba devolvit, numerisque fertur
                                          Lege solutis . . . . . . . . . . »

El haber emancipado las formas líricas de la servidumbre del espíritu razonador, utilitario y prosaico y el haber sentado las bases de una nueva crítica dramática, idéntica en substancia a la que hoy seguimos, bastan para que el nombre de Estala deba ocupar uno de los primeros lugares en la historia de la crítica española. Mr. Patín, que en sus tan útiles Estudios sobre los trágicos griegos se cree obligado, hasta con prolijidad nimia, a mencionar todo opúsculo francés o alemán relativo a su asunto, ni un recuerdo consagra a los discursos de Estala. Verdad es que ni Estala ni la cultura española pierden nada con esta injusticia, del género de tantas otras a que nos tienen acostumbrados los críticos de ultrapuertos, aun los más doctos y sensatos. Libro castellano es como si no existiera, o como si estuviese escrito en el dialecto de las islas de Otahiti. Resignémonos, y escribamos para nosotros solos, que quizá así conservaremos un resto de originalidad.

Estala, sin pertenecer propiamente a la escuela salmantina, en la cual se educó, ni tampoco al grupo de Moratín, a quien [p. 392] admiraba cordialmente, pero cuyo carácter le era antipático, [1] ejerció sobre el gusto de Moratín y de Forner, que por la noche se reunían en su celda, una verdadera autoridad crítica y censoria, de la cual han quedado vestigios. Forner se sometió dócilmente a las correcciones que hizo su amigo en la comedia de El Filósofo Enamorado antes de representarse; y en cuanto a Moratín, el hecho siguiente, referido por Hermosilla en el Juicio crítico de los principales poetas españoles de la última era, muestra bien que ni siquiera discutía sus correcciones. Cuando escribió La Sombra de Nelson por encargo del Príncipe de la Paz, llevósela a Estala: oyó éste atentamente la lectura, y sólo corrigió dos epítetos: el de sonora dada a la tempestad (reminiscencia virgiliana), y el de hinchados a los cadáveres. Sin replicar, tomó Inarco la pluma, y sustituyó al primero hórrida y al segundo desnudos, tal como hoy lo leemos en el texto impreso. Sólo dos autoridades críticas respetó Moratín en su tiempo: la de Estala y la del P. Arteaga. A Arteaga no le gustó la comedia de El Tutor: Moratín escribió en su diario non placuit, y quemó inmediatamente la comedia, de cuyas cenizas salió probablemente el incomparable Sí de las Niñas.

Con talentos muy inferiores a los de Berguizas y Estala, coadyuvaron por aquellos días a mantener la tradición del clasicismo puro varios helenistas nada poetas, tales como D. Ignacio García Malo, que tuvo el mérito de imprimir antes que otro alguno una traducción castellana de la Ilíada en 1788; los hermanos Canga-Argüelles, que desde 1795 a 1798 publicaron traducidos la mayor parte de los líricos griegos; y finalmente el célebre orientalista D. José Antonio Conde, que por los mismos años imprimió versiones, generalmente infelices, de Anacreonte, de los Bucólicos y del poema de Museo, sin otras muchas (de Calímaco, Tirteo, Hesiodo. etc.) que dejó inéditas.

Otros elementos extraños y aun exóticos venían, de vez en cuando, a enriquecer la poesía castellana. El mismo Conde, y esta vez con más poesía de dicción, iba poniendo en nuestra lengua gran número de versos árabes, con los cuales enriquecía [p. 393] la historia de la dominación de aquella raza en nuestro suelo, obra que le ocupó largos años, y que sólo vió la luz, después de su muerte, en 1820. Estas traducciones suelen ser menos infieles que otras cosas de la historia de Conde (hoy tan generalmente desacreditada), y las hay fáciles y graciosas, y de verdadero espíritu poético. Dejó otras muchas, que no se imprimieron, como tampoco una disertación sobre el influjo de la poesía árabe en la castellana: materia en que él iba tan fuera de camino como el mismo abate Andrés. También puede hacerse alguna mención del Conde de Noroña, que tradujo el discurso de William Jones sobre la poesía de los orientales, y publicó un tomo de Poesías Asiáticas (árabes, persas y turcas), traducidas, no directamente de los originales, sino de otras versiones inglesas. En el breve prólogo que las puso, habla con mucho desdén de las insulsas filosóficas prosas rimadas venidas de allende los Pirineos, y se muestra, por el contrario, muy admirador del fuego e imágenes pintorescas de los poetas orientales que traduce. Uno de ellos es el persa Hafiz, de quien traslada hasta treinta y seis gazelas, con bastante animación y brío, muy superiores a las que mostró nunca Noroña en sus versos originales. [1]

Comenzaba a sentirse también la influencia de la poesía inglesa y alemana, no por cierto en sus producciones más originales y características, pero sí en aquellas que habían obtenido admiradores entre los franceses, y que no chocaban de un modo violento con las ideas y gustos literarios dominantes. Así y todo, alguna novedad y extrañeza traían consigo estos poetas septentrionales, y la imitación de ellos bastó a imprimir cierto carácter de novedad a algunos versos de Meléndez y Cienfuegos. De los poetas clásicos ingleses anteriores al siglo XVIII, sólo Milton era conocido y admirado y aun traducido, aunque generalmente por fragmentos. Sabemos que Luzán había hablado de él con elogio, quizá por vez primera. Velázquez, en los Orígenes de la Poesía castellana, menciona ya una traducción del Paraíso Perdido, en que se ocupaba el granadino D. Alonso Dalda, y añade: «Esta es la única traducción que tenemos del inglés». La especie es [p. 394] curiosa, por haber sido escrita en 1754, y porque da a entender cuán raro era todavía el conocimiento de la lengua inglesa. Pero en tiempo de Carlos III, y sobre todo de Carlos IV, creció mucho la afición a ella. Gran parte de los Jesuítas expulsos dan muestras de conocerla. Arteaga se refiere a una traducción de Milton hecha por D. Antonio Palazuelos, de quien poseo otra del Ensayo sobre el hombre, de Pope (Venecia, 1790), en estilo sumamente escabroso y lleno de neologismos. Más adelante Jove-Llanos vertió el primer canto del Paraíso Perdido, y Hermida y Escoíquiz todo el poema, menos infelizmente el primero que el segundo, pésimo y desmayado versificador, de tan mala memoria en las letras como en la política. Pero los poetas predilectos fueron, aquí como en Francia, los filosóficos descriptivos, sentimentales y didácticos: Pope, Thompson, Young y el suizo alemán Gessner. Las Estaciones del año de Thompson fueron puestas en verso castellano por el presbítero D. Benito García Romero, y se hizo de ellas linda edición en 1801, con dedicatoria al Príncipe de Asturias. Escoíquiz tradujo todas las obras de Young, y el abate Cladera su poema del Juicio Final, y otro anónimo sus Noches, intitulándolas Lamento Nocturno. La Quicaida del Conde de Noroña, el Imperio de la Estupidez de Lista (imitación de la Dunciada), el Mesías de Blanco, y otros muchos poemas que pudiéramos citar, acreditan cuán grande fué el estudio que se hizo de Pope, y la tendencia que había a imitarle y aun a plagiarle. Los Idilios de Gessner, y sus poemas de El Primer Navegante y La Muerte de Abel fueron también muy leídos en descuidadas traducciones anónimas, y hechas por tabla (1796). Pero nada igualó al ruido que hicieron los falsos poemas ossiánicos, de los cuales simultáneamente se emprendieron diversas traducciones, v. gr., la del Fingal y el Temora, hecha por Montengón, no del original, sino de la versión italiana de Cesarotti, la cual resulta más elegante y poética que el texto de Macpherson: la del abogado vallisoletano Ortiz; la del abate Marchena, de la cual sólo restan fragmentos muy notables, y superiores a todo lo que él versificó, y últimamente la del Minona y el Temora, juvenil trabajo de D. Juan Nicasio Gallego, omitido, ignoro por qué motivo, en la colección académica de sus versos, pero incluso en la de Filadelfia. De las traducciones de obras dramáticas se hablará [p. 395] más adelante. Y en materia de novelas, no parece inoportuno consignar la existencia de una traducción directa del Werther de Goethe, en 1803, y de un pésimo remedo que, con el título de Seraphina, publicó en seguida D. José Mor de Fuentes, escritor aragonés, tan docto como estrafalario, dado a cosas nuevas y sabedor de muchos idiomas.

Todas estas tentativas, por raquíticas y desmedradas que parezcan, no podían menos de modificar de alguna suerte el carácter de nuestra literatura de fines del siglo XVIII, haciéndola cada día más europea y cosmopolita, y llevándola por nuevos rumbos, que no eran enteramente los del clasicismo francés, por más que de Francia nos hubiesen llegado también los nuevos modelos. Donde esto se advierte más es en el segundo período de la escuela salmantina. Ya hemos visto que los poetas de la primera generación, como Iglesias y Fr. Diego González, no habían hecho más que seguir las corrientes de la antigua lírica española, hasta con verdadero servilismo y ausencia de genio propio. Meléndez comenzó como ellos, y hay en sus primeros versos notables imitaciones de Fray Luis de León, de Villegas, del Bachiller La Torre y de otros muchos del mejor tiempo. Pero luego cambió de dirección, movido principalmente por las exhortaciones de Jove-Llanos, que le convidaba sin cesar al cultivo de la poesía elevada, y le retraía de los asuntos pastoriles, amatorios y anacreónticos que habían sido las primicias de su numen. Meléndez tomó al pie de la letra el consejo, y aunque nunca abandonó del todo su antigua manera, cultivó al mismo tiempo, con notable flexibilidad de ingenio, otras muy diversas, levantándose alguna vez a las regiones de la poesía más elevada, digan lo que quieran los que, por no haberle estudiado nunca en conjunto, se resisten a ver en él otra cosa que el dulce y algo empalagoso Batilo de los primeros tiempos, y no el estético poeta de la grandiosa oda A las Artes, el poeta social y revolucionario de la Despedida del anciano y de la oda Al fanatismo; el poeta religioso de las suaves y fervientes odas A la presencia de Dios y A la prosperidad aparente de los malos; el que sin temor a las detracciones de los preceptistas elevó el romance a la majestad lírica en el suyo de La Tempestad, que se abrevió a llamar oda, con escándalo del bueno de Hermosilla; el autor de tantas [p. 396] otras cosas buenas y bellas, confundidas en los cuatro tomos de sus obras con el fárrago erótico y bucólico que desgraciadamente es lo único que se cita de ellas, si es que algo se cita.

Hay, sin embargo, en los versos de la segunda manera de Meléndez mucho que hoy nos desagrada: filosofismo hueco y declamatorio a estilo de aquel tiempo, y rapsodias humanitarias, vagas e incoherentes. Su mismo fiel discípulo Quintana lo reconoce y confiesa. Alguna culpa de esto tenían los libros en que Meléndez se inspiraba. Al imprimir en Valladolid (1797) el segundo y tercer tomo de sus Poesías, manifestaba su deseo de «poner nuestras musas al lado de las que inspiraron a Pope, Thompson, Young, Roucher (autor de un poema de Los Meses, hoy entera mente olvidado), St. Lambert, Haller, Cramer y otros célebres modernos». La derivación literaria de Meléndez está bien conocida, y todavía resalta más cuando se leen sus cartas a Jove-Llanos (desde 1776 a 1779). [1] Meléndez se dedicaba por entonces al inglés, «con ahinco y tesón indecible». A cada paso habla del inimitable Dr. Young, con quien pasa los ratos más deliciosos, y todavía admira más a Pope, exclamando: «Cuatro versos del Ensayo sobre el hombre, más enseñan y más alabanzas merecen que todas mis composiciones.» Todo su afán era hacer hablar a las musas españolas «el lenguaje de la razón y de la filosofía». [2]

Lo mismo pensaba el gran Jove-Llanos, varón de entendimiento grave y austero, nacido, como el de Forner, más para la verdad que para la belleza. Jove-Llanos no carecía de sentimiento estético, pero sentía otras artes mejor que el arte literario, y puede añadirse, aunque esto suene a paradoja, que era mejor poeta que crítico. En la poesía reflexiva, en cierto género de sátira, que es función social, oficio de magistrado aún más que creación poética, tiene ardor, elocuencia, y a veces ímpetu casi lírico. Poseía la facultad preciosa de apasionarse contra el [p. 397] escándalo y la injusticia, y ésta es la fuente primera de su inspiración, y la que en dos o tres ocasiones le hizo gran poeta. Pero, en el fondo, su inclinación a la poesía no era grande. «Siempre he mirado la parte lírica de ella como poco digna de un hombre serio, especialmente cuando no tiene más objeto que el amor», dice en la dedicatoria de sus Entretenimientos Juveniles a su hermano. Estimaba la poesía como instrumento de reforma social, como vehículo de altos pensamientos morales y filosóficos, como medio indirecto de educación, más que como arte puro y libre. Creía de buena fe que los grandes asuntos pueden hacer grandes poetas; daba una importancia exagerada a la materia de los cantos, e intimaba gravemente a Fr. Diego González que asociase su musa a la moral filosofía, cantando las virtudes inocentes y los estragos del vicio; a Meléndez que arrojase el caramillo pastoril y aplicase a los labios la trompa épica, celebrando a Sagunto, a Numancia, a Pelayo, a Hernán Cortés y a no sé cuantos héroes más, como si estuviera en manos de nadie torcer su propia naturaleza, y como si el que nació para cantar amores pudiese a voluntad ser émulo de Píndaro o de Homero.

En toda la crítica de Jove-Llanos impera la misma preocupación social y ética. Hacía muy poco aprecio del antiguo teatro español, y en su bella Memoria sobre los espectáculos y diversiones públicas en España, [1] clama por el destierro de casi todos los dramas que ocupaban nuestra escena, y no sólo de los abortos estúpidos de los dramaturgos de su tiempo, sino también de aquellos antiguos, justamente celebrados «por sus bellezas inimitables, por la novedad de su invención, por la belleza de su estilo, la fluidez y naturalidad de su diálogo, el maravilloso artificio de su enredo, la facilidad de su desenlace, el fuego, el interés, el chiste y las sales cómicas que brillan a cada paso en ellos». Todas estas virtudes literarias no bastaban a vencer a Jove-Llanos, aun reconociéndolas. Se lo vedaba la luz de los preceptos, y principalmente la de la sana razón, a cuyas luces encontraba aquellos dramas plagados de vicios y defectos que la moral y la política no pueden tolerar.

A estos dramas quería sustituir otros «capaces de deleitar [p. 398] e instruir... un teatro donde pudieran verse continuos y heroicos ejemplos de reverencia al Sér Supremo y a la religión de nuestros padres, de amor a la patria, al Soberano y a la Constitución; de respeto a las jerarquías, a las leyes y a los depositarios de la autoridad... un teatro que presentara príncipes buenos y magnánimos, magistrados humanos e incorruptibles, ciudadanos llenos de virtud y patriotismo...»; un teatro, en suma, cuyo tipo debían ser Los Menestrales de su amigo Trigueros, obra que Jove-Llanos premió y puso en las nubes, llamándola «pieza de las mejores que se han producido para nuestro teatro, la más acomodada a nuestro genio y costumbres, y la más proporcionada al objeto y a las ideas del día». [1]

Este erróneo concepto de la poesía trascendió a muchas obras de Jove-Llanos. Quería reglamentarla y convertirla en un ramo de administración o de policía; lo esperaba todo de la eficacia de los concursos: con dos premios anuales de a cien doblones, una medalla de oro y la intervención de la Academia Española en la censura del drama, creía haber encontrado el específico para producir buenas tragedias y comedias, y hasta excelentes sainetes y tonadillas. [2]

El buen sentido de Jove-Llanos templa, sin embargo, todas estas exageraciones. Por ejemplo, en la cuestión del teatro español, riñe su gusto individual con sus principios dogmáticos, y en ocasiones vence el primero y le hace confesar que «los dramas de Calderón y Moreto son hoy, a pesar de sus defectos, nuestra delicia, y probablemente lo serán, mientras no desdeñemos la voz halagüeña de las Musas». [3] Pero cuando triunfaban sus preocupaciones de reformista de escuela y su rigidez de hombre de toga, no dudaba en llamar a ese mismo teatro una peste pública, y presentarle como prueba decisiva de la corrupción de nuestro gusto y de la depravación de nuestras ideas, [4] acostándose al parecer de Nasarre, de Velázquez y de El Pensador Matritense, [p. 399] a quienes expresamente cita como grandes autoridades en la materia, y escritores eruditos e imparciales. Para él Lope de Vega es, como para el iracundo Nasarre, el que sembró las semillas de la ruina de nuestra escena, y uno de los corrompedores del buen gusto. [1]

Y, sin embargo, ya hemos dicho que Jove-Llanos fué poeta, y lo fué, no sólo en sus sátiras y en sus epístolas, de cuya excelencia nadie duda, sino en su misma comedia de El Delincuente honrado, primera obra española digna de memoria en aquel género de tragedia ciudadana o de comedia lacrimosa que aclimataron y defendieron en Francia La Chausée y Diderot, y que es, sin disputa alguna, el germen del drama moderno de costumbres. En este ensayo de la mocedad de Jove-Llanos (1774) hay calor de afectos verdaderos y simpáticos, efusión de alma, y hasta interés escénico, a vueltas de mucha declamación filantrópica enteramente ajena al teatro. Sólo teniendo un concepto del arte tan radicalmente falso como el que parece haber tenido Jove-Llanos, se concibe que escribiera un drama para impugnar una pragmática de Carlos III sobre desafíos. Y no es la menor prueba de su grande entendimiento el haber salido lucidamente de tan mal paso.

Una de las instituciones que más honran la memoria de este insigne patricio, es sin duda el Instituto Asturiano, abierto en 1794 «para enseñar las ciencias exactas y naturales, para criar diestros pilotos y hábiles mineros, para sacar del seno de los montes el carbón mineral y para conducirle en nuestras naves a todas las naciones». Pero como las teorías pedagógicas de Jove-Llanos tenían singular carácter armónico, no quiso excluir de aquella institución, que debía ser de naútica y de mineralogía, el cultivo de las artes del espíritu, sino al contrario, enlazarle armoniosamente con el de las ciencias naturales, principal objeto del Instituto. Tal fué el tema de uno de sus discursos inaugurales, elocuente como todos, y lleno de sólidos principios estéticos. Jove-Llanos aspira a una cultura general y armónica «tanto tiempo ha deseada y nunca bien establecida en nuestros imperfectos métodos de educación». «¿Cómo no se ha echado de ver (exclama) [p. 400] que, troncado el árbol de la sabiduría, separada la raíz del tronco, y del tronco sus grandes ramas, y desmembrados y esparcidos todos sus vástagos, se destruía aquel enlace, aquella íntima unión que entre sí tienen todos los conocimientos humanos?». [1] El fin especial de la institución de Jove-Llanos excluía de ella las lenguas muertas y clásicas; ¿pero por eso había de privarse a los futuros pilotos y mineros de toda educación literaria? ¿No cabía una enteramente moderna? Jove-Llanos así lo deseaba, y por eso exclama: «¿Hasta cuándo ha de durar esta veneración, esta ciega idolatría, por decirlo así, que profesamos a la antigüedad?... Lo reconozco, lo confieso de buena fe... no, no hay entre nosotros, no hay todavía en ninguna de las naciones sabias cosa comparable a Homero y Píndaro, ni a Horacio y el Mantuano; nada que iguale a Jenofonte y Tito Livio, ni a Demóstenes y Cicerón. Pero ¿de donde viene esta vergonzosa diferencia? ¿Por qué en las obras de los modernos, con más sabiduría, se halla menos genio que en los antiguos, y por qué brilan más los que supieron menos? La razón es clara: porque los antiguos crearon y nosotros imitamos, porque los antiguos estudiaron en la Naturaleza y nosotros en ellos... Si queremos igualarlos, ¿por qué no estudiaremos como ellos?... Estudiad las lenguas vivas, estudiad, sobre todo, la vuestra: cultivadla, dad más a la elevación y a la meditación que a una infructuosa lectura, y sacudiendo de una vez las cadenas de la imitación, separaos del rebaño de los copiadores, y atreveos a subir a la contemplación de la Naturaleza... ¿Queréis ser grandes poetas? Observad, como Homero, a los hombres en los importantes trances de la vida pública y privada, o estudiad, como Eurípides, el corazón humano en el tumulto y fluctuación de las pasiones, o contemplad, como Teócrito y Virgilio, las deliciosas situaciones de la vida rústica».

Esta apelación a la Naturaleza contra la tiranía de los modelos es el pasaje estético más notable con que tropezamos en los escritos de Jove-Llanos. Quería, a toda costa, educar el gusto, lo que él llama el tacto de la razón, el sentido crítico, en sus alumnos, y los invitaba a los goces intelectuales con frases dulcísimas y [p. 401] de ternura verdaderamente paternal: «No, hijos míos: si algo sobre la tierra merece el nombre de felicidad, es aquella interna satisfacción, aquel íntimo sentimiento moral que resulta del empleo de nuestras facultades en la indagación de la verdad y en la práctica de la virtud».

Como texto para esta enseñanza literaria que Jove-Llanos daba por sí mismo, formó un Curso de humanidades castellanas, que, comenzando por la Gramática general y prosiguiendo por la castellana, termina con unas Lecciones de Retórica y Poética y un breve Tratado de Declamación. Todos estos tratados son tan elementales, que sería injusticia tomarlos como expresión fiel y cabal de la preceptiva de Jove-Llanos. Profesaba éste en filosofía un sensualismo mitigado, una especie de tradicionalismo, del cual no faltan vestigios en su Poética, que, por lo demás, no presenta ninguno de los rasgos de originalidad que admiramos en Arteaga, en Estala o en Berguizas. Es indudable que Jove-Llanos no miraba estas lecciones como un libro destinado a la imprenta, sino como cuadernos de clase para uso de sus discípulos, y así, más que hablar por cuenta propia, lo que hace es compendiar la doctrina de Blair y demas preceptistas entonces en boga. Véase, por ejemplo, su teoría del sublime: «Sublime es todo lo que hace en nosotros la impresión más fuerte, por razón de que siempre envuelve un sentimiento profundo de admiración o respeto, nacido de la grandeza o terribilidad de los objetos por sus circunstancias y caracteres». Le divide en sublime de imagen y sublime de sentimiento, y distingue con bastante claridad lo sublime de espacio, lo sublime de tiempo, lo sublime divino y lo sublime moral. Considera toda sublimidad bajo el aspecto dinámico, y ve en la fuerza y el poder el principal atributo, la calidad fundamental de lo sublime. Todas estas ideas son exactas y atinadas, pero algo superficiales, y penetran poco en el fondo del problema.

La definición que Jove-Llanos da de la poesía ha hecho bastante fortuna entre los tratadistas: «El lenguaje de la pasión y de la imaginación animada, formado por lo general, en números regulares.» Confiesa que hay obras en prosa «que poseen los principales constitutivos de la poesía, que son la invención artificiosa y agradable y el lenguaje apasionado y en cierto modo [p. 402] numeroso», poniendo por ejemplo de ellas el Telémaco de Fenelón. Una de las ideas menos vulgares que encontramos en estas Lecciones, es la de que, en la infancia de la poesía, todos los géneros se confundían en una especie de poema único y complejo, que encerraba los gérmenes de todos los que luego fueron deslindándose. La teoría del poema épico es ya más elevada en Jove-Llanos que en Luzán o en el P. Le Bossu, y la diferencia de los tiempos se advierte hasta en el lenguaje; pero el error fundamental permanece el mismo. Ya no se trata de instruir por medio de epopeyas a los reyes y capitanes de ejército, sino de extender ideas acerca de la perfección humana. El 89 había pasado por aquí. [1]

En el Reglamento para el colegio de Calatrava, Jove-Llanos concede grande atención a los estudios de Humanidades, pero descartados del prolijo e impertinente fárrago de reglas menudas y reducidos a los principios universales de gusto, que deben ser expuestos al mismo tiempo que se lean los modelos. El plan que desarrolla es muy superior a cuanto entonces se conocía en España, y dentro del sistema clásico no puede imaginarse cosa más amplia y bien graduada. Excuso advertir que este reglamento (el mejor plan de estudios del siglo pasado) se quedó en el papel.

Jove-Llanos, que no había estudiado en Salamanca, sino en Alcalá, es contado generalmente entre los poetas de la escuela salmantina, por el gusto dominante en sus composiciones (consideraba a Fray Luis de León como el primero de nuestros líricos), y por el influjo magistral y dogmático que ejerció en el desarrollo del numen de Fr. Diego González y de Meléndez. En la segunda manera de Meléndez están los gérmenes de la poesía de Cienfuegos, de Quintana, de Gallego, de Sánchez Barbero y otros de menos nombre.

Sánchez Barbero, era grande humanista más bien que poeta; ha dejado versos latinos admirables. [2] harto superiores a sus versos castellanos, en general muy descuidados. En su tiempo [p. 403] alcanzó notable fama de preceptista por sus Principios de Retórica y Poética, publicados en 1805. Este libro, como casi todos los libros didácticos, tiene mucho de compilación; pero Sánchez Barbero es un compilador inteligente y de buen gusto, que entre las doctrinas de los tratadistas franceses, escoge las más adelantadas, inclinándose con especial predilección a Marmontel (a quien sigue literalmente en muchos puntos), y no desdeñando los incipientes estudios estéticos, [1] todo lo cual saca su libro de la esfera de las Retóricas vulgares que él tanto afectaba despreciar. Procediendo de una manera ecléctica o más bien sincrética, copia de Arteaga la doctrina de la Belleza, y de la Enciclopedia la definición del gusto, idéntica, por otra parte, a la que daban los estéticos ingleses, tan explotados por Diderot: «Facultad de distinguir pronta y seguramente en todo lo que puede ser bello o feo, los caracteres de belleza o de fealdad, sentir sus diferencias y graduaciones, y apreciarlas con exactitud». Claro es que el gusto así entendido, como una especie de sentido instrumental, no puede ser una cualidad física ni un mero instinto educable. Sánchez Barbero admite reglas universales e invariables de gusto, comunes a todos tiempos y naciones, y siguiendo literalmente a Filangieri, procura derivarlas del principio de la curiosidad, por medio de la siguiente fórmula: «Todos los hombres se deleitan en percibir gran número de cosas, en percibirlas fácilmente y, por decirlo así, de una vez.» De aquí deduce Sánchez Barbero los preceptos relativos a la claridad, sencillez, orden, simetría, unidad, expresión, variedad, contrastes, y el principio no menos importante de la sugestión, esto es, de indicar rápidamente ideas que han de alcanzar su pleno desarrollo en el espíritu del lector o del contemplador. Lo sublime, lo maravilloso, lo nuevo y lo inesperado se explica, en el sistema de Filangieri y Sánchez Barbero, por el placer de la sorpresa. El ruido que hizo este libro al tiempo de su aparición se justifica, no sólo por la sencillez del plan y lo selecto de la doctrina, sino por ser muy superior el concepto de la Retórica y la Poética que tenía Sánchez Barbero al de los preceptistas comunes. Para él, la Retórica no [p. 404] era más que la historia filosófica de las pasiones avivadas por la imaginación. Su mérito está tanto en lo que suprime como en lo que añade. Por él desaparecieron de la enseñanza las Chrías, los Tópicos y demás repertorios de lugares comunes, y se redujo a límites razonables el estudio pueril y nimio de las figuras. Más atención dió a la doctrina del estilo, copiándola enteramente de Marmontel, Condillac y Du Broca. En la Poética sus atrevimientos no son muchos. Defiende con calor el verso suelto, y califica de invención de bárbaros o juego de niños la rima. Acepta con repugnancia la prosa para los géneros familiares de Poesía (la fábula, el cuento, la comedia), pero la excluye enteramente de los más nobles y elevados. En la comedia aconseja preferir los caracteres generales, y no detenerse en lo cómico de opinión, que tiene vida efímera, local y limitada. Acepta y recomienda la tragedia urbana como preferible a cualquiera otra, por encerrar un interés más directo para todas las clases sociales. Admirando, y no poco, a los trágicos franceses, los nota de amaneramiento, de monotonía y de más declamación que acción. Rechaza con buenos argumentos la unidad de lugar, pero acepta sin reparo alguno la de tiempo en toda su rigidez; esto es, circunscrita al tiempo material de la representación. Condena la máquina y lo maravilloso tomados de la mitología, y también lo maravilloso cristiano, como mezcla repugnante de lo humano y lo divino, dejando desnuda la poesía épica de todo género de elementos sobrenaturales, reducida al choque y contraste de las pasiones y a los obstáculos que va venciendo el héroe. No estima la poesía didáctica como verdadera poesía por el fondo, sino por los episodios, por las imágenes y por la dicción; ni admite la poesía descriptiva como género aparte, sino como un ornamento de todas las especies de poesía. El capítulo de la ópera está tomado enteramente de la Enciclopedia. En la parte histórica de nuestra Literatura suele incurrir en graves errores, suponiendo, v. gr., a Góngora empapado en la lectura de los árabes. [1]

[p. 405] Sánchez Barbero, Cienfuegos, Quintana y otros escritores del mismo grupo literario, colaboraron en las adiciones al Blair, traducido por D. José Luis Munárriz, el cual apenas hizo más que poner su nombre en ellas. Dícelo Moratín con su habitual acrimonia contra los salmantinos: «Hallaron para esto un pobre hombre, que, ajeno de todo buen estudio, sin más prendas de literato que las de saber leer y escribir, tradujo del francés en jerigonza bárbara, lo que Blair había compuesto en inglés para los ingleses, y acudió al auxilio de sus amigos, a fin de suplir el gran vacío que resultaba en aquella obra relativamente a nuestra literatura. Esto proporcionó a sus colaboradores ocasión de lucir su crítica y su exquisito gusto, y aquel buen hombre se halló de repente convertido en un delicadísimo Aristarco, que, con una mano de hierro y otra de lana, dispensó a diestro y siniestro los arañazos y las cosquillas. No hay para qué decir... cuánto disparate amontonó en sus miserables adiciones... Con el apoyo de sus fautores logró ver su obra transformada en libro elemental, de orden del Consejo (corporación que de todo entendía), el cual mandó que se aprendiese en las escuelas el buen gusto de Munárriz, como lo dice el Fiscal. En efecto, por tal autor se aprende a juzgar y a componer, siendo el resultado que la estudiosa juventud ha llegado a perder el tino con guía tan pérfida, y que el gusto de las buenas letras ha desaparecido de nosotros, y lleva camino de no volver en mucho tiempo». [1]

En el mismo tono hablan siempre del infeliz traductor los [p. 406] amigos y secuaces de Moratín, especialmente Hermosilla y Tineo. Este último, que a todos excedió en la violencia y que llevaba hasta el fanatismo sus opiniones literarias, llama al Blair castellano «el doctrinal poético de los Andreses» (recuérdese la epístola de Moratín a Andrés); y acusa a Munárriz nada menos que de «querer derribar por los cimientos nuestro acreditado Parnaso, y edificar otro novísimo, según los planes trazados por el maestro y los profesores de la nueva secta.» [1]

El fundamento de estas acusaciones (en las cuales se mezclaban por mucho odios y rencillas personales de que hoy apenas nos damos cuenta) era el espíritu dominante en las adiciones a que dió su nombre Munárriz; espíritu, si no de detracción, a lo menos de menguado afecto hacia la poesía castellana del siglo de oro, y especialmente a lo que en ella procedía de imitación italiana o latina, mostrando, al contrario, singular predilección por la literatura francesa del siglo XVIII, por lo que pudiéramos llamar el filosofismo poético y revolucionario, de que comenzaban a ser intérpretes en España Cienfuegos y Quintana. A ellos, lo mismo que a su maestro Meléndez, se colmaba de elogios en aquel libro, hablándose por el contrario, en términos harto fríos y con visible despego de las hermosas comedias de D. Leandro Moratín, al cual se hacían reparos muy extraños, v. gr., el de inmoralidad, por haber hecho recaer el asunto del Café en una familia desgraciada. Y como al mismo tiempo se ponían en las nubes las irrepresentables tragedias de Cienfuegos y El Duque de Viseo de Quintana; no es de admirar que la cólera de Moratín y de sus amigos estallase en los términos que hemos visto, y que se diesen a rebuscar gazapos en el trabajo de Munárriz, que los tenía en verdad, y de mucha cuenta. Sobre todo les enojó el absurdo de decir que la versificación castellana no debía aprenderse en Garcilaso, Jáuregui, Rioja, Arguijo, Lope y Quevedo, porque no limaron ni castigaron sus poesías, y adolecen de mil desaliños; sino en Meléndez y en sus imitadores. Moratín compuso en venganza la Epístola a Andrés poniendo a la vergüenza todos los neologismos de la escuela salmantina, en un centón [p. 407] de versos y frases, maliciosamente entresacados de Meléndez, Cienfuegos y Quintana. Y en una carta familiar ya citada, decía, mezclando la razón con la injusticia, y el amor a la literatura castiza con la satisfacción de sus ofensas privadas: «Yo, para escribir versos, según el género a que quisiera aplicarlos, estudiaría a Garcilasso, a Herrera, los Argensolas, Luis de León, Francisco de la Torre, Arguijo, Rioja, Lope, Valbuena y otros del siglo XVI y XVII, y en sus obras (separando a un lado lo que es defectuoso) hallaría el régimen, la propiedad, la gracia, la energía, la robustez, la abundancia, el giro poético y la armonía de la versificación. Nada de esto han hecho los jefes del moderno culteranismo; han estudiado de prisa, o, por mejor decir, no han estudiado ni conocido los autores de Grecia y Roma; apenas emancipados de los nominativos, se han dedicado a la literatura francesa exclusivamente, sin cuidarse de cultivar la lengua con que los arrullaron en la cuna. Oyeron decir que en nuestros poetas (tomados en montón) se hallaban defectos considerables de juicio y de gusto, y tomaron el partido de no leerlos y despreciarlos, como si un español pudiese hallar en otra parte el lenguaje de las Musas. Con esta voluntaria privación empezaron a hilar versos y a filosofar en consonantes, supliendo el idioma patrio, que ignoraban, con otro que ni es francés ni castellano, ni esgüízaro, ni perteneciente a nuestro siglo, ni al de Berceo, porque de todo participa».

Estas diatribas tienen hoy interés meramente histórico, y no pueden hacer bajar un punto a Quintana de la primacía que obtiene entre nuestros líricos modernos. Moratín juzga aquí, no como poeta, sino como gramático apasionado. Los afrancesados solían ser muy españoles en la lengua, olvidándose de serlo en cosas más substanciales. Por otra parte, es injusticia enorme acusar de enemigo de nuestros poetas clásicos a Quintana, que dedicó la mayor parte de su juventud a la tarea de coleccionarlos y juzgarlos con verdadero amor y muy delicado sentimiento de sus particulares bellezas. Aun en esas adiciones del Blair, que como obra de muchas manos adolecen de desigualdades y contradicciones, no predomina, ni mucho menos, un criterio sistemáticamente hostil a las letras patrias. Quizá los peor tratados son los poetas líricos; pero en cuanto al teatro, hace Munárriz, [p. 408] o quienquiera que llevase la pluma por él, concesiones que Moratín no hubiera hecho en ningún caso. Después de notar que nuestras aficiones dramáticas tienen más semejanza con las del teatro inglés que con las del teatro francés, disculpa a nuestros escritores cómicos por haber cedido al torrente de la costumbre, y opina como Nasarre, aunque por razones diferentes, que, «desechada la multitud de comedias disformes, tenemos aún bastantes que contraponer a las más escogidas del teatro francés». Aplaude en Lope y sus secuaces la pintura fiel de las costumbres de su tiempo, y no quiere creer, con Luzán, que Calderón las haya idealizado. Los declara superiores en realismo a Plauto y a Terencio, y más verdaderos historiadores que la historia misma. En haber trasladado a otros países y a otros siglos las costumbres de España y de su tiempo, también les halla disculpa, puesto que escribían para su nación. En suma: puede contarse al traductor de Blair (como le contó Bölh de Faber) entre los defensores más o menos vergonzantes de nuestro antiguo teatro, que nunca faltaron del todo en el siglo XVIII, aun dentro de los grupos más clásicos.

Cienfuegos, a quien sólo daña el haber expresado en una lengua bárbara concepciones generalmente elevadas y poéticas, había nacido romántico, y ojalá naciera en tiempos en que le hubiera sido posible serlo completamente y sin escrúpulos ni ambages. De la falsa posición en que le colocaba el conflicto entre su genialidad irresistible y la doctrina que él tenía por verdadera, proceden todas las manchas de sus escritos, donde andan extrañamente mezcladas la sensibilidad verdadera y la ficticia, la declamación y la elocuencia, las imágenes nuevas y los desvaríos, que quieren ser imágenes y son monstruosa confusión de elementos inconexos. Todo se halla en Cienfuegos a medio hacer y como en estado de embrión. El fondo de sus ideas es el de la filosofía humanitaria de su tiempo (que Hermosilla apellidaba panfilismo): el color vago y melancólico delata influencias del falso Ossián y de Young. Pero hay en todo ello un ímpetu de poesía novísima, que pugna por romper el claustro materno y que da en vagos y desordenados movimientos signo indudable de vida. El que lee La Escuela del Sepulcro o La Rosa del desierto se cree trasladado a un mundo distinto, no ya del de Luzán, sino del de Meléndez. Aquel desasosiego, aquel ardor, [p. 409] aquellas cosas a medio decir, porque no han sido pensadas ni sentidas por completo, anuncian la proximidad de las costas de un mundo nuevo, que el poeta barrunta de una manera indecisa. Sucedióle lo que a todos los innovadores que llegan antes de tiempo. La literatura de su siglo le excomulgó por boca de Moratín y de Hermosilla, y los románticos no repararon en él porque estaba demasiado lejos y porque conservaba demasiadas reminiscencias académicas.

Todo lo contrario acaece con Quintana: llegó a tiempo: fué el poeta de las ideas del siglo XVIII, y por eso enmudeció dentro del XIX. Para encontrar en nuestra historia lírico igual o mayor, es menester remontarse al siglo XVI, y no detenerse sino ante Fr. Luis de León. Pocos hombres han mostrado tanto como Quintana igualdad en su vida, en sus ideas, en sus propósitos y en sus discursos. Era un hombre de una pieza, así en lo político como en lo literario. De aquí proceden su imperfección y su grandeza. Tiene todos los errores y también todas las nobles aspiraciones de su siglo. Su larga vida le permitió conocer otras ideas y otros sistemas, pero jamás hicieron mella en su dura naturaleza. Él mismo debía creerse anticuado, y por eso enmudeció como poeta desde 1829, como crítico y como historiador desde 1830. Y acertó en este retraimiento, que le dió en vida toda la consideración que se debe a los muertos gloriosos y a los vestigios imponentes de las construcciones de otra edad.

Quintana se mantuvo siempre fiel, no sólo a su educación filosófica, no sólo a todos sus errores históricos y preocupaciones políticas, de las cuales nunca quiso apartarse ni una tilde, sino a la poética que había aprendido en su infancia, y que no era otra que la poética clásica, tal como se entendía e interpretaba en Francia y en España a fines del siglo XVIII. Pero como en él vivía una grande alma de poeta lírico, tropezó por su camino con el clasicismo verdadero, no ciertamente con el de Horacio, cuya elegante y curiosa sobriedad le falta, sino con cierto género de poesía civil, que por la grandeza de los asuntos y de las ocasiones en que fué engendrada, por dirigirse, no al lector solitario, sino a masas de pueblo congregadas, y, finalmente, por estar ligada a los recuerdos de un período heroico, recuerda más que otra alguna poesía moderna los cantos de Píndaro y de Tirteo. [p. 410] No hay en los versos de Quintana, como hay en los de Cienfuegos, gérmenes de poesía romántica: a lo sumo pueden encontrarse en la fantasía del Panteón del Escorial, que bajo ciertos aspectos es de una belleza extraordinaria. Todo lo demás, o es la expresión poética de la filantropía del siglo XVIII (como las odas A la Imprenta, A la Vacuna, etc., etc.), o es la explosión magnífica del sentimiento nacional, pero con las formas antiguas y consagradas. Como todo lo que lleva sello de originalidad y de grandeza parece levantarse sobre el medio en que nace. Han creído algunos, confundiendo cosas harto distintas, ver en Quintana el primero de los poetas del siglo XIX; nada más lejos de la verdad: Quintana, en lo bueno y en lo malo, es alumno del siglo XVIII, y el mayor poeta de él en España, como en sus respectivas naciones lo fueron Schiller, Alfieri, Roberto Burns y Andrés Chénier. También aquella edad tenía su poesía y sus poetas. En 1797 aparece firmada la oda de Quintana A Padilla, una de sus más audaces composiciones bajo el aspecto político; en 1798 la oda Al Mar; en 1800 la oda A la Imprenta. Todo Quintana estaba ya en estas composiciones.

Hemos dicho que Quintana se educó en la más severa disciplina clásica. Sus más encarnizados adversarios, los Capmany, los Tineos, le acusan de graves pecados contra la pureza del habla, pero no de haber infringido ley alguna de las que entonces formaban el código del buen gusto. El caballo de batalla de la pobre crítica de Tineo y de Hermosilla, era si sus cantos líricos debían llamarse odas o silvas o canciones, negándoles el primer nombre, porque generalmente no estaban en estrofas regulares. Quintana, como previendo esta cuestión pueril, no había querido darles nombre alguno.

En 1791 Quintana presentó a cierto concurso de la Academia Española un ensayo en tercetos sobre las Reglas del drama. [1] La doctrina de este ensayo es la de Boileau en toda su pureza. Acepta el principio de imitación sin explicarle; pasa dócilmente por todo el rigor de las unidades:

                                          [p. 411] «Una acción sola presentada sea
                                          En sólo un sitio fijo y señalado,
                                          En sólo un giro de la luz febea»;

aconseja mezclar el gusto local con el interés universal y permanente; muestra su natural inclinación en preferir la tragedia, y dentro de la tragedia,

                                          «Siempre formas en grande modeladas»;

expresa en magníficos tercetos la admiración que siente por Racine y aun más por Corneille; condena ásperamente los horrores de Crébillon y de Du Belloy; considera la tragedia como lección solemne a pueblos y príncipes:

                                          «Que el trágico puñal con que lastima
                                          El pecho del oyente estremecido,
                                          Verdades grandes y útiles imprima»;

y da a Molière por tipo eterno y único de la comedia:

                                          « . . . . . . . . . ¿A tus pinceles
                                          Quién igualó jamás, pintor divino?»

Verdad es que al fin del ensayo se leen ciertos versos en loor de los antiguos dramáticos españoles, bastantes para probar que Quintana no fué del todo insensible a sus bellezas, aun acusándolos de haber desdeñado el arte:

                                          « Pudo con más estudio y más cuidado
                                          Buscar la sencillez griega y latina;
                                          Y en ella alzarse a superior traslado.

                                          Mas esquivó, cual sujeción mezquina,
                                          La antigua imitación, y adulta y fuerte
                                          Por nueva senda en libertad camina.

                                           Desdeña el arte, y su anhelar convierte
                                          A darse vida y darse movimiento
                                          Que a cada instante la atención despierte.
                                          ....................................................
                                          En vano austera la razón clamaba
                                          Contra aquel turbulento desvarío,
                                          Que arte, decoro y propiedad hollaba.

                                           A fuer de inmenso y caudaloso río,
                                          Que ni diques ni márgenes consiente,
                                          Y en los campos se tiende a su albedrío.

                                          [p. 412] Tal de consejo y reglas impaciente,
                                          Audaz inunda la española escena
                                          El ingenio de Lope omnipotente.
                                          ...................................................
                                          Más enérgico y grave, a más altura
                                          Se eleva Calderón, y el cetro adquiere,
                                           Que aún en sus manos vigorosas dura.
                                          ....................................................

A este criterio están arregladas las dos únicas tragedias de Quintana, notables tan sólo por la robustez y elocuencia de la dicción, y el Pelayo además por su sentido patriótico. El Duque de Viseo, imitación de un drama inglés de Lewis, se funda en una conseja fantástica, pero tratada clásicamente, y esta fué la mayor de las desgracias de aquel poema. El mismo Quintana lo reconocía en 1821: [1] «El sistema más abierto en que trabajan los autores ingleses y alemanes, autoriza las libertades, cubre las inverosimilitudes y agranda las proporciones... Reducir estas composiciones al rigor exacto de las reglas establecidas por los legisladores poéticos del Mediodía, es mutilarlas miserablemente, violentar su carácter y anonadar su efecto».

Quintana se dió a conocer desde muy temprano como crítico. Para estudiarle en tal concepto, no basta el tomo llamado con inexactitud Obras completas, que él mismo formó para la Biblioteca de Rivadeneyra. Sólo dos de los opúsculos de su mocedad figuran en ella, y ambos enteramente refundidos: la Vida de Cervantes, escrita para una edición del Quijote que hizo la Imprenta Real en 1797, y la Introducción histórica a la colección de poesías castellanas, impresa en 1807, y adicionada luego con otro volumen y con importantes notas críticas en 1830. Pero fueron muchos más los estudios juveniles de Quintana, y para conocerle plenamente hay que acudir a los tomos 14, 16 y 18 de la Colección de poetas castellanos de D. Ramón Fernández (Estala), que contiene prólogos de Quintana a la Conquista de la Bética de Juan de la Cueva, a los Romanceros y Cancioneros españoles, a Francisco de Rioja y otros poetas andaluces; y , sobre todo, recorrer despacio la colección de las Variedades de Ciencias, Literatura y Artes, importante revista que comenzaron a [p. 413] publicar Quintana y sus amigos en 1803, y que duró hasta 1805. [1] Todos estos escritos son sensatos, discretos, ingeniosos: arguyen fino discernimiento y verdadero gusto; pero no se trasluce en ninguno de ellos el menor conato de independencia romántica. En Quintana, como en Voltaire, contrasta la timidez de las ideas literanas con la audacia de otro género de ideas. La crítica de Quintana es la flor de la crítica de su tiempo, pero no sale de [p. 414] él, no anuncia nada nuevo. Tiene la ventaja que tiene siempre la crítica de los artistas, es decir, el no ser escolástica, el no proceder secamente y por fórmulas, el entrar en los secretos de composición y de estilo, el reflejar una impresión personal y fresca. Quintana no ahonda mucho en el espíritu de Cervantes, pero en su parte externa nadie ha elogiado mejor «aquel poema divino, a cuya ejecución presidieron las gracias y las musas». Juzgó bien a Corneille, pero sacrificando demasiado a Guillén de Castro, y sin penetrarse de las condiciones en que se desarrolló la leyenda dramática castellana. En la controversia que sostuvo con Blanco sobre el Cristianismo como elemento poético, indudablemente lleva Quintana la peor parte, cegado por la falsa doctrina de Boileau, y más todavía por sus propias preocupaciones antirreligiosas. Es absurdo afirmar, como afirmaba Quintana, que el poeta que trate asuntos religiosos (aunque se llame Milton o Klopstock) ha de mostrarse por necesidad «desnudo de invención, tímido en los planes, y triste y pobre en el ornato». El buen gusto de Quintana aparece ofuscado aquí por su intolerancia de sectario. Blanco, que era en aquella fecha tan poco creyente como él, sentía mejor el valor estético de la emoción religiosa, y su refutación en esta parte es sólida y convincente.

Además, Quintana, en esta su temporada crítica, distaba mucho de haber roto las ligaduras de la Retórica. Daba suma importancia a las distinciones jerárquicas de las varias clases de poesía, y así le vemos disertar laboriosamente sobre la supuesta diferencia entre el idilio y la égloga, sin hacerse cargo de que con dar las respectivas etimologías, acompañadas de un poco de historia literaria, estaba la cuestión resuelta, o más bien, tal cuestión no era posible. Pero la crítica andaba entonces tan lejos de toda desviación de la rutina, que hasta pareció exceso de osadía en Quintana su razonada defensa del verso suelto, que es el más excelente de sus artículos y el más digno de leerse y meditarse.

Otro mérito hay que conceder a Quintana: el de haber sido el primer colector de romances y el primer crítico que llamó la atención sobre este olvidado género de nuestra poesía. Pero no nos engañemos ni hagamos este mérito mayor de lo que es. [p. 415] Quintana no conoció los romances viejos, los primitivos, los genuinamente épicos, los que hoy ponemos sobre nuestra cabeza. El haberlos distinguido de los otros no es gloria de Quintana, ni siquiera de Durán, sino de Jacobo Grimm, coloso de la filología, el cual, en su Silva de romances «viejos» (Viena, 1815), advinó la verdadera clasificación de ellos y la verdadera teoría de nuestro verso épico, desarrollada luego admirablemente por Milá y Fontanals, y entendida de muy pocos. El romancerillo que Quintana formó en 1796 para la colección Fernández, no está compuesto de estas reliquias preciosísimas de antiguas rapsodias épicas, sino de sus imitaciones degeneradas de principios del siglo XVII, composiciones nada populares (aunque algunas se popularizaron luego), y enteramente subjetivas o personales. Quintana en aquella fecha no conocía los rarísimos y venerandos libros en que se custodia nuestra tradición épica, el Cancionero de romances de Amberes, la Silva de Zaragoza. No exijamos de Quintana lo que sólo en nuestros días han podido realizar Wolff y Hoffmann. Quintana no vió más que uno de los últimos romanceros, el General de Madrid (1604), y un solo Cancionero también, el General de Castillo, probablemente en la mutilada edición de Amberes en 1573. Con estos elementos, y no más que éstos, formó su colección, en la cual, por otra parte, el texto está arbitraria y caprichosamente alterado, como Gallardo demostró [1] largamente. El prólogo, aunque ligero, contiene ideas que entonces por primera vez se expresaban y que luego hicieron mucha fortuna, v. gr.: que «los romances son propiamente nuestra poesía lírica» (mejor se diría épica), y que «ellos solos contienen más expresiones bellas y enérgicas, más rasgos delicados e ingeniosos, que todo lo demás de nuestra poesía».

Con todas las lagunas que pueden notarse en su crítica, Quintana no dejaba de ser el humanista más ilustrado de su tiempo. Su colección de poesías selectas castellanas nos parece hoy algo pobre y raquítica; pero dentro de su escuela, ni se hizo ni se podía hacer otra mejor. El Parnaso Español era un fárrago: la [p. 416] colección Fernández una serie de reimpresiones sin plan ni criterio. Quintana tuvo, es cierto, la desventaja de no ser erudito de profesión ni muy curioso de libros antiguos, y sólo a esto puede atribuirse la omisión de ciertos autores y de géneros enteros de nuestra poesía, que de otra suerte no hubiera dejado de incluir, siendo, como era tan delicado su gusto y tanta su aptitud para percibir la belleza. En las tres introducciones que preceden a las tres partes de esta colección, [1] especialmente en las dos últimas, la del siglo XVIII y la de la Musa Épica, escritas en plena madurez de su talento y de su estilo, hay juicios que han quedado y deben quedar como expresión definitiva de la verdad y de la justicia: hay generalmente moderación en las censuras, templanza discreta en los elogios, amor inteligente a los detalles y a la práctica del arte, y cierto calor y efusión estética, que contrastan con la idea que comúnmente se tiene del genio de Quintana. Por muy estoica e indomable que fuera su índole, no podía carecer, como gran poeta, de la facultad de entusiasmarse con las cosas bellas. Esta facultad tan rara y preciosa hace que su crítica, incompleta sin duda y poco original en los principios, se levante a inmensa altura sobre el bajo y rastrero vuelo de los gramáticos de compás y escuadra. Otra de las cualidades que le hacen más recomendable, y que en cierto modo contrasta con el carácter absoluto, rígido e intolerante de las doctrinas que en otros órdenes profesaba Quintana, es la discreción, el tacto, la cordura que pone en todos sus juicios (dejándose cegar muy pocas veces por antipatías personales o prevenciones y resabios de polemista), y, en medio de una ilustrada severidad, el deseo y el cuidado de no ofender ni herir bruscamente las aficiones de nadie. Esta flor de aticismo y de cultura, esta buena educación literaria que constantemente observó Quintana en su crítica, y tanto más cuanto más adelantaba en años, [2] no perjudica de ninguna manera a la firme e ingenua expresión de sus convicciones. Por demás está advertir [p. 417] que no son dogmas ni mucho menos todas las sentencias críticas que formula. Los artistas llevan siempre a la crítica más calor, más elocuencia y más amenidad que los profanos, pero llevan también los inconvenientes de su peculiar complexión literaria, y juzgan mejor aquello que menos se aleja de lo que ellos practican o prefieren en sus obras. Así Quintana comprende y juzga bien a los líricos grandilocuentes como Herrera, y a los poetas nerviosos y fuertes como Quevedo, y hasta cierto punto a los poetas brillantes y pintorescos como Valbuena y Góngora, pero siente muy poco el lirismo suave y reposado de Fr. Luis de León, o la grave melancolía de Jorge Manrique, o la poesía reflexiva de entrambos Argensolas, y admira a todos estos autores con tal tibieza, que contrasta de una manera singular con los elogios que liberalmente prodiga a otros de mucho más baja esfera, especialmente a los del siglo XVIII, con quien su indulgencia llega a parecer parcialidad. Y esto aun tratándose de los géneros clásicos, que son parte pequeña de nuestro tesoro literario, porque en cuanto al teatro, le comprendía tan mal y le sentía tan poco, que llegó a escribir que «de los centenares de comedias de Lope, apenas habrá una que pueda llamarse buena», confundiendo sin duda lo bueno y aun lo sublime que puede darse en todos los géneros y escuelas, y que a cada paso se da, con asombrosa fertilidad, en Lope, con lo regular y acabado, que es una perfección de género distinto, ni mayor ni menor, propia de Virgilio, de Racine y de otros espíritus de muy distinta familia que los nuestros. Los unos concentran la belleza en un punto solo, los otros la derraman pródiga y liberalmente por todo el ancho campo de una producción inmensa. Aplicar a los unos y a los otros igual medida crítica, es faltar a la justicia y confundirlo todo.

Verdad es que en materia de teatros era la crítica de Quintana más atrasada y tímida que en lo restante. Ya hemos visto que desde su juventud admiraba fervorosamente la tragedia francesa, y no sólo en sus obras maestras, sino en otras bien medianas, ante las cuales parece un prodigio la más descuidada comedia de Lope. Así le vemos citar por prototipo de perfección dramática el Tancredo, debilísima obra de la vejez de Voltaire, y que ya en 1830, cuando Quintana escribía esto, ni se [p. 418] leía ni se representaba en Francia. [1] Y aunque él fué uno de los primeros que pronunciaron en España (en 1821) el nombre de escuela romántica, [2] no fué para adoptar ninguno de sus principios, sino para vacilar un poco en la cuestión de las unidades (que tantos españoles del siglo pasado habían impugnado, entre ellos su propio maestro Estala), no llevándole tampoco esta vacilación más allá que a reconocer que «si hay grandes razones en pro, hay grandes ejemplos en contra», a pesar de lo cual el persistía en sentar como principio que «la severidad es necesaria en todo lo que pertenece a la verisimilitud, que no deben concederse al arte más licencias que aquellas de donde pueden resultar grandes bellezas», lo cual viene a ser un principio ecléctico, que deja abierta la puerta para alguna, aunque escasa y restringida libertad. Pero era tan sano y certero el instinto crítico de Quintana, que al investigar las causas de la esterilidad de todos los esfuerzos hechos en la centuria pasada para implantar la llamada tragedia española, no dudó en declarar que semejantes humanistas dramaturgos (entre los cuales él mismo podía contarse como uno de los mejores), para nada habían tenido en cuenta la imaginación, el carácter y los hábitos propios de nuestra nación. «Para que la tragedia pueda llamarse nacional (añade), es preciso que sea popular».

Estas fueron las únicas concesiones que en teoría hizo Quintana a las nuevas ideas: en la práctica ninguna, si se exceptúa el gracioso romance de La Fuente de la Mora Encantada, escrito en 1826. Tampoco les fué sistemáticamente hostil: lo que hizo fué no tomar parte alguna en la contienda. Por eso, habiendo fallecido ayer, nos parece un varón de otras edades, con todo el prestigio monumental que a otros comunica la lejanía. [3]

[p. 419] Enfrente del grupo literario cuyo jefe reconocido era Quintana a principios de nuestro siglo, estaba el grupo de los amigos y admiradores de D. Leandro Fernández de Moratín, el más insigne de nuestros poetas cómicos al modo clásico, y uno de los escritores más correctos y más cercanos a la perfección que hay en nuestra lengua, ni en otra alguna. Niéganle algunos viveza de fantasía, profundidad de intención, calor de afectos y abundancia de estilo. Aun la misma perfección de su prosa, antes estriba en la total carencia de defectos que en cualidad alguna de orden superior, sin que conserve nada de la grande y caudalosa manera de nuestros prosistas del siglo XVI. La sobriedad del estilo de Moratín se parece algo a la sobriedad forzada del que no goza de perfecta salud ni tiene sus potencias íntegras. Hay siempre algo de recortado y de incompleto, que no ha de confundirse con la sobriedad voluntaria, última perfección de los talentos varoniles y señores de su manera.

Pero esto es todo lo malo que puede decirse de Moratín, y aun esto lo hemos exagerado en los términos, para que no se nos tache de apasionados ciegos de aquel ilustre escritor. Porque en realidad, apasionados somos, aunque no de la totalidad de sus obras, ni quizá por las mismas razones que otros. Acaso parezca una paradoja decir que el rumbo que siguió habitualmente Moratín no era el más proporcionado a su ingenio, y que fué hasta cierto punto mártir de la doctrina literaria cuyas [p. 420] cadenas parecía llevar con tanta soltura y desembarazo. Y el primer error de Moratín fué obstinarse en la imitación de Molière, con cuyo talento no tenía el suyo punto alguno de semejanza. Las obras en que quiere imitarle directamente (La Mojigata, por ejemplo), son las más débiles y las más descoloridas de todas, y forzosamente han de parecer de segundo y aun de tercer orden a todo el que no profese por las menudencias gramaticales y la elegante imitación del lenguaje familiar una adoración exagerada. Moratín carece absolutamente de la profundidad lógica más bien que psicológica que Molière pone en sus figuras; de aquella penetrante fuerza cómica que ahonda en las entrañas de la vida, y saca de ella, si no tipos complejos como los de Shakespeare, a lo menos imperecederas generalizaciones, que parecen almas humanas, siquiera muchas veces no lo sean. Moratín no penetra ni ahonda nada, y suele usar de tonos tan apagados, que apenas dejan impresión distinta en los ojos ni en la memoria.

Pero cuando Moratín es Moratín, empieza a descubrirse en él, aunque algo atenuada como de propio intento, una naturaleza de poeta, mucho mayor de lo que al principio se hubiera creído, y entonces nos encontramos con que Moratín alcanza verdadera superioridad en dos géneros muy distintos: la crítica literaria llevada al teatro, pero por otro camino y con distintos fines que la llevó Molière, y un cierto género de comedia urbana, sentimental y grave, donde los elementos cómicos quedan en segundo término. Esta comedia en nada se parece al género declamatorio, ampuloso y fríamente frenético, atestado de moralidades, sentencias, exclamaciones y pantomimas, que había querido implantar en Francia Diderot. Al contrario, la musa de Moratín, suave, tímida, casta, parece que rehuye la expresión demasiado violenta del sentimiento, y guarda, en el mayor tumulto de la pasión, una compostura, una decencia, una flor de aticismo como la que Terencio ponía hasta en sus esclavos y sus rameras. Moratín es de la familia de Terencio: ambos carecen de fuerza cómica y de originalidad, y en ambos la nota característica es una tristeza suave y benévola. No lo negará quien haya meditado despacio el incomparable Sí de las Niñas, tan malamente tildado por algunos de frío y seco, y comparado por [p. 421] Schack con un paisaje de invierno. Yo no veo allí la nieve ni la desolación, sino más bien las tintas puras y suaves con que se engalana el sol al ponerse en tarde de otoño.

Moratín no servía para la pintura de otros vicios y ridiculeces que los literarios. El Barón es pueril y candoroso hasta el último punto: La Mojigata poco menos, y ni por semejas descubre los verdaderos caracteres de la tenebrosa hipocresía. Y tenía que suceder así forzosamente, porque Moratín (según de todos los sucesos de su vida resulta) no conoció jamás el mundo ni hizo esfuerzo por estudiarle, sino que, solitario, huraño y retraído, hombre bueno y generoso en el fondo, pero desconfiado y de difícil acceso, vivió con sus libros y con muy pocos amigos, y no parece haber sentido verdadera indignación contra otra ninguna cosa, sino contra los malos dramaturgos y las perversas comedias. Y así como en El Viejo y la Niña, obra de su juventud y en El sí de las Niñas, obra perfecta de su edad madura, puso lo que en él había de poeta de sentimiento, así en La Comedia Nueva derramó toda su cáustica vena contra los devastadores del teatro, produciendo la más asombrosa sátira literaria que en ninguna lengua conozco, y que quizá no tenga otro defecto que haber querido el autor, para hacer más directa y eficaz la lección de buen gusto que se proponía dar, presentarse bajo la máscara del único personaje realmente antipático de tan regocijada obra. Mucho disfavor se hizo Moratín arrebatado por sus furores de hombre de escuela; él valía más que D. Pedro.

Moratín ha expuesto largamente sus doctrinas dramáticas no sólo por boca del ya citado insufrible pedagogo, sino en forma directa y preceptiva, así en las Advertencias (por lo general bien poco modestas) que figuran en las diversas ediciones al frente de sus comedias, como en las extensas e importantísimas notas que dejó manuscritas a El Viejo y la Niña, y a El Café. Todavía conviene añadir muchos trozos de sus viajes, algunas de sus cartas, muchos apuntes sueltos y juicios de obras dramáticas, y las largas notas que puso a su traducción del Hamlet de Shakespeare. Pero la exposición mas sistemática y completa es la que se halla en el prólogo general de sus Comedias, escrito en París en 1825, y que puede considerarse como su testamento literario. Valiéndonos de todas estas fuentes, procuraremos [p. 422] exponer las doctrinas literarias de Moratín, que son realmente bien poco complicadas. [1]

El concepto que Moratín tenía de la comedia en ese año 25, después de Lessing, después de Schlegel, y cuando ya por todas partes triunfaba la revolución romántica, era el más estrecho que puede imaginarse, mucho más estrecho que la fórmula que el mismo Moratín había practicado. En general, los artistas son los que tardan más en desprenderse de las preocupaciones doctrinales de su juventud. Los críticos que nada han hecho y que no ponen su amor y su orgullo en sus obras propias, pueden ir muy lejos, sin temor y sin escrúpulos. ¿Pero cómo exigir de Moratín que en su vejez renunciara de plano a una escuela dentro de la cual había triunfado, probando con su ejemplo que no eran óbice tales preceptos para la creación de obras verdaderamente bellas? Así es que le vemos citar con muchísimo respeto, no ya sólo a Boileau, sino a Nasarre (!), y definir la comedia poco más o menos como Luzán: «imitación en diálogo (escrita en prosa o verso) de un suceso ocurrido en un lugar y en pocas horas entre personas particulares, por medio del cual y de la oportuna expresión de afectos y caracteres, resultan puestos en ridículo los vicios y errores comunes en la sociedad, y recomendadas, por consiguiente, la verdad y la virtud». Este es un género de comedia; pero ¿por qué no ha de haber otros igualmente legítimos, como la comedia lírica e ideal de Aristóteles, la comedia-novela de Lope de Vega, la comedia caprichosa y fantástica de Shakespeare? A lo menos, agradezcamos a Moratín el haber suprimido de la definición de los antiguos lo de acción alegre y regocijada, porque entonces serían sus propias comedias las primeras que quedasen fuera de tan rígida legislación.

También admite Moratín el intolerable apotegma de que «toda composición cómica debe proponerse un objeto de enseñanza, [p. 423] desempeñado con los atractivos del placer». Profesa el principio de imitación como distinta de la copia «porque el poeta observador de la Naturaleza, escoge en ella lo que únicamente conviene a su propósito, lo distribuye, lo embellece, y de muchas partes verdaderas compone un todo que es mera ficción: verisímil, pero no cierto; semejante al original, pero idéntico nunca». Considera el arte como la facultad de embellecer la Naturaleza: «la Naturaleza presenta los originales; el artífice los elige, los hermosea, los combina...» Establece, sin embargo, una diferencia profunda entre la tragedia y la comedia. La primera es (como hoy diríamos) arte idealista; la segunda arte realista. «La tragedia pinta a los hombres, no como son en realidad, sino como la imaginación supone que pudieron o debieron ser: por eso busca sus originales en naciones y siglos remotos... La comedia pinta a los hombres como son, imita las costumbres nacionales y existentes, los vicios y errores comunes, los incidentes de la vida doméstica». De aquí infiere Moratín que la comedia puede escribirse en prosa, pero la tragedia debe escribirse siempre en verso. Él compuso en prosa sus dos mejores comedias, y leía continuamente la Celestina, el Quijote y el Pícaro Guzmán, para extraer de ellos una prosa dramática, dificilísima de escribir en castellano.

En las unidades es inexorable: una acción sola en un lugar y un día: un solo interés, un solo enredo, un solo desenlace: «si no, la atención se distrae, el objeto principal desaparece, los incidentes se atropellan, las situaciones no se preparan, los caracteres no se desenvuelven, los afectos no se motivan...» «No se cite el ejemplo de grandes poetas que las abandonaron, puesto que, si las hubieran seguido, sus aciertos serían mayores...» «Si tal licencia llegara a establecerse, presto caerían los que la siguieran, en el caos dramático de Shakespeare». [1] «Si la ejecución es dificultosa, ¿quién ha creído hasta ahora que sea fácil escribir una excelente comedia?»

La comedia de Moratín, sujeta ya por tantas trabas, aún lo está por muchas más que el poeta se impone. Los personajes han de pertenecer forzosamente a la clase media de la sociedad, como si ella sola tuviera el privilegio de las situaciones cómicas. [p. 424] Para Moratín es objeto indigno del arte lo que él llama «el populacho soez, sus errores, su miseria, su destemplanza, su insolente abandono». Como se le había puesto en la cabeza que la comedia se escribía para enseñar y corregir, estima que tales gentes son incapaces de enmienda, y las entrega al brazo de las leyes protectoras y represivas.

Otras recomendaciones son muy discretas, verbigracia, preferir los caracteres a la acción; no hacer ridículos todos los personajes, para que no falte la necesaria degradación en las figuras; no fundar el objeto primario de lo cómico en defectos físicos o en ridiculeces de poca monta, ni tampoco en extravagancias parciales y rarísimas. Pero el mejor precepto de todos, el que más honra el discernimiento de Moratín, y el que explica por qué se salva él donde tantos naufragaron, es el de hacer española la comedia, y vestirla de basquiña y mantilla, lo cual dentro de cualquiera Poética puede y debe hacerse y recomendarse.

Se ha presentado a Moratín como enemigo acérrimo del antiguo teatro español. Nada más falso y gratuito: su padre iba mucho más lejos que él en esta parte. Por el contrario, D. Leandro, así en este prólogo como en sus Orígenes y en todas sus obras, manifiesta bien que sentía por los colosos de nuestra escena todo el aprecio compatible con sus teorías estrechas y con su propia índole, nada propensa a la admiración ni al entusiasmo. En ese mismo prólogo, que es su última y más solemne palabra, recomienda a la juventud «la continua lección de nuestros mejores dramáticos antiguos, los cuales, a vueltas de su incorrección y sus defectos, nos ofrecen los únicos excelentes modelos que deben imitarse, cuando la buena crítica sabe elegirlos». En los Orígenes del teatro español, obra de erudición copiosísima para su tiempo, de propias y bien ordenadas investigaciones, que arguyen verdadero celo patriótico y amor sin límites a su asunto, puede haber, aunque nunca en tanto grado como supone Schack, «decisiones arbitrarias inspiradas por el absurdo clasicismo francés»; pero son las menos, y están compensadas con frecuentes aciertos. Nasarre había lanzado sobre Lope la nota de corruptor de un teatro que el tal Nasarre no conocía ni por asomo. Moratín, que había estudiado ese teatro, defiende a Lope de acusación tan injusta, y pondera en magníficos términos «su exquisita [p. 425] sensibilidad, su ardiente imaginación, su natural afluencia, su oído armónico, su cultura y propiedad en el idioma, su erudición y lectura inmensa de autores antiguos y modernos, su conocimiento práctico de los caracteres y costumbres nacionales»; comenzando por declarar que nunca produjo la Naturaleza hombre semejante. «No corrompió el teatro (añade): se allanó a escribir según el gusto de su tiempo». No se puede pedir más a un admirador tan fervoroso de Molière y de Boileau. ¿Y quién no recuerda lo que dice D. Pedro en la Comedia Nueva ( y es casi lo único tolerable que dice): «¡Cuánto más valen Calderón Solís, Rojas, Moreto cuando deliran, que estotros cuando quieren hablar en razón!... Aquellos disparates, aquel desarreglo son hijos del ingenio y no de la estupidez».

Los dramaturgos a quienes en la Comedia Nueva se persigue y flagela no son, de ninguna suerte, los gloriosos dramaturgos del siglo XVII, ni siquiera sus ultimos y débiles imitadores los Cañizares y Zamoras, ni tampoco los poetas populares como don Ramón de la Cruz, sino una turba de vándalos, un enjambre de escritores famélicos y proletarios, que ninguna escuela podía reclamar por suyos y que juntaban en torpe mezcolanza los vicios de todas: el desarreglo novelesco de los antiguos, el prosaísmo ramplón y casero del siglo XVIII, los absurdos del melodrama francés, las ternezas de la comedia lacrimatoria, sin que tampoco siguiesen rumbo fijo en cuanto a los llamados preceptos clásicos, puesto que unas veces los conculcaban y otras (que no eran las menos) hacía gala de observarlos, especialmente el de las unidades, con un estúpido servilísimo, que no hacía ni mejores ni peores sus desatinadas farsas. Tal era la escuela que Moratín no llegó a enterrar, porque escribió muy poco para el teatro, y porque casi nadie le siguió: escuela que en una forma u otra se prolongó hasta muy adentro del reinado de Fernando VII, y no se puede decir definitivamente enterrada con el mismo Comella, que murió en 1814. Tal era el teatro de los Moncines, Valladares, Conchas, Zavalas y Zamoras, y, sobre todo, de aquel infatigable dramaturgo de Vich, que inundó la patria escena de Marías Teresas, Catalinas, Federicos Segundos, Cecilias, Jacobas, negros sensibles y Czares de Moscovia, pudiendo saborear en vida algo que se parecía a la gloria, puesto que sus informes [p. 426] abortos ocuparon las tablas de los teatros de Italia y quizá de otras naciones de Europa, como el mismo Moratín testifica. Todos estos infelices poetastros eran mucho menos españoles que Moratín, como no quiera entenderse por español el ser bárbaro ignorante y desatinado. Los mismos títulos y argumentos de las absurdas y complicadas fábulas que llevaban a la escena, revelan el origen extranjero de ellas. Y, en efecto, las sacaban unas veces de melodramas, otras de novelas, de libros de viajes, de Mercurios y de Gacetas del tiempo, prefiriendo los asuntos del Norte de Europa en que hubiera nombres estrambóticos, por donde venían algunas veces e indirectamente a ser tributarios de la poesía inglesa y alemana. Lo que tales invenciones eran, sólo se comprende leyendo las chistosas notas de Moratín a la Comedia Nueva.

Más difícil parece defender a Moratín de su pecado shakespiriano, la traducción del Hamlet. Y no porque la traducción en sí sea tan mala ni tan infiel, como algunos dicen y como en aquel tiempo sostuvo el abate Cladera, prototipo de D. Hermógenes, sino por la advertencia y las notas que la acompañan, y que a los ojos de un hombre de nuestros días han de parecer forzosamente el colmo de la irreverencia. Los tiempos y las ideas han cambiado tanto, que quizá no agradecemos a Moratín poco ni mucho el habernos dado a conocer íntegro y sin mutilaciones el más grandioso drama de Shakespeare, en 1798, cuando Letourneur le envolvía en sus perífrasis y le recortaba sin conciencia, y cuando Ducis no se atrevía a presentarle en escena sino clásicamente desfigurado y vestido como arlequín con sayo de diversos colores. La traducción de Moratín, imperfecta como es, está muy libre de tales profanaciones, y supera a todas las traducciones francesas que entonces existían. Algunos yerros materiales muy chistosos no bastan para disminuir el mérito general de este trabajo, hecho en buen castellano y con esmero. Respecto de las notas, de que con tanto desdén se habla, mucha disculpa cabe si nos trasladamos por un momento a la época en que se escribieron. Lo que hoy nos parece tan escandaloso, entonces no lo era, y Moratín no habría sido Moratín si hubiese juzgado de otro modo. Recuérdese la carta de Voltaire a la Academia francesa y la parodia que hizo del Hamlet. Moratín no va tan [p. 427] allá, ni traduce el Hamtet para desacreditarle: le traduce de buena fe, para dar una muestra del teatro inglés, que él no aprueba, porque riñe con todas sus convicciones estéticas, pero en el cual reconoce bellezas admirables. La acción del Hamlet le parece «grande, interesante y trágica, capaz de acalorar la fantasía y llenar el ánimo de conmoción y de terror». Advierte en ella «pasiones terribles, dignas del coturno de Sófocles». Aquella grandeza le deslumbra y le ofende a la vez, pero sabe distinguirla y llamarla por su nombre. Hamlet le parece «un todo extraordinario y monstruoso»; pero las grandes, las sublimes bellezas suele percibirlas como nosotros, aunque las siente con menos intensidad, porque su gusto no estaba educado en ellas. Admira «la vehemencia, el fervor, la sublimidad trágica» de las palabras de Hamlet a la sombra de su padre (Angels and ministers of grace defendus), y , sobreponiéndose a toda su antipatía por lo maravilloso y sobrenatural, exclama: «¡Qué pavorosa agitación se apodera del auditorio! ¡Con qué muda inquietud se espera el éxito! Ya se olvidan cuantos desaciertos han precedido: aquí triunfa el talento del poeta: ya ha conmovido con poderoso encanto los ánimos de la multitud, que le sigue atónita». Encuentra en el personaje de Polonio «rasgos cómicos dignos de Molière», lo cual en su boca es el más alto elogio. Y hace más todavía: pone en cotejo el Hamlet con la Electra de Sófocles, y da la preferencia al primero, por ser más profunda la lucha que se establece en el alma de Hamlet entre la ternura filial y el deber de la venganza: Cuanto dice sobre el episodio de Ofelia está lleno de discernimiento crítico y de admiración sincera: «Su vida, sus cantares, su furor, su alegría, sus lágrimas, su silencio, son toques felices de un gran pincel que dió a esta figura toda la expresión imaginable».

Pudiéramos citar otros infinitos rasgos en prueba de que la crítica shakespiriana de Moratín representaba un verdadero adelanto sobre la de Voltaire y sus innumerables discípulos. Es verdad que hay en el Hamlet bellezas que Moratín no ha visto, y otras que torpemente ha convertido en defectos. Moratín juzgaba conforme a una legislación inflexible, y puestos los ojos en un solo tipo de drama. Agradezcámosle lo que hizo, y no afectemos indignación por errores inevitables. ¿Quién no se sonríe al ver calificadas de ociosas e intempestivas las primeras escenas [p. 428] de Hamlet, que, gradualmente y con arte tan profundo, van preparando la terrible entrevista del Príncipe de Dinamarca con el espectro? ¿Haría la aparición el mismo efecto si fuese desde luego al Príncipe y no a los soldados? Moratín, a pesar de su instinto para los efectos escénicos, no comprendió ni el silencioso paseo del muerto, ni el terror de los guardias, ni la enérgica familiaridad de sus expresiones. Ni comprendió tampoco la lúgubre poesía de la escena de los sepultureros, que a él le pareció de ínfima farsa «llena de imágenes horrendas, asquerosas, repugnantes, ridículas», y, en suma, impertinente y soez. No levantemos las manos al cielo: todo temperamento artístico lleva consigo algo de exclusivismo: los poetas no entienden más poética que la que ellos mismos practican: si Moratín hubiera sido capaz de admirar con el criterio ecléctico y desapasionado que nosotros gastamos, todo lo que hay de admirable en Shakespeare, no hubiera hecho El Sí de las Niñas, que, a su manera, es una belleza artística de orden bastante alto.

Pero lo cierto es que ha habido pocos hombres de menos dilatadas aficiones estéticas que Moratín. Su Viaje por Italia, tan picaresco, tan divertido y tan gracioso, es bajo otros aspectos, un documento deplorable. ¡Qué modo de describir los Museos! Parece el inventario de un escribano. Ni una sola vez responde el alma de Moratín a las impresiones de las artes plásticas en aquel suelo clásico de ellas. En presencia del Duomo de Milán, sólo se le ocurre decir que es todo de mármol y que debe de haber costado sumas enormes, lo cual él se inclina a tener por una especie de locura. Cuando dice que se entusiasma con algún cuadro o con alguna estatua, es para repetir frases hechas, en las cuales no se trasluce el menor vestigio de impresión personal. Las puertas del Bautisterio de Florencia le parecen cosa de mérito, y pare usted de contar. Ticiano no le inspira más que unas reflexiones vulgares sobre la belleza electiva y la invención, [1] que pueden [p. 429] aplicarse a cualquier artista del mundo sin que le determinen ni le califiquen.

Aun en la misma literatura, Moratín parece conceder poca atención a todos los géneros distintos de la comedia. Las mismas obras maestras del arte helénico le inspiran observaciones muy triviales y nada entusiastas, a pesar de su decantado clasicismo. En el tercer tomo de sus Obras Póstumas se han impreso algunas notas suyas sobre varias tragedias de Eurípides (Las suplicantes, Ifigenia en Aulide, Ifigenia en Tauris, Reso, Medea, etc.), donde la crítica es tan pobre y encogida, que sin reparo se tiene por inútil el coro y por impertinente todo lo que en los antiguos se refiere a los ritos sepulcrales y al culto de los muertos: se dice que Racine ha mejorado mucho a Eurípides, y que Metastasio sabía hacer mejor que él las exposiciones: se encuentra mal que Aquiles no esté enamorado: se censura a los griegos por no haber observado las unidades, etc., etc. Todo esto se halla muy distante de la alta crítica de Estala, y demuestra cuán grande era la superioridad de éste sobre sus amigos. Eurípides, aún más que Shakespeare, parece haber sido para Moratín y otros clásicos de su especie el libro de los siete sellos.

Considerado como lírico, Moratín es superior a su fama, y nadie puede negarle sin injusticia uno de los primeros lugares entre los más limpios y elegantes imitadores de la musa latina e italiana. Los desaforados elogios de Tineo y Hermosilla le han hecho mucho daño; pero nadie tiene la culpa de la insensatez de sus admiradores. No sólo Hermosilla y su amigo, sino don Andrés Bello, que era crítico de especie superior, encontraba en los poemas sueltos de Moratín «bellezas de un orden muy elevado a que no llegan sus mejores comedias»; y tenía la oda a la Virgen de Lendinara por una de las más perfectas que se han compuesto en lengua castellana. [1] Por otra parte, sería error imaginar que Moratín participaba de todas las preocupaciones de [p. 430] sus dos turiferarios. Tineo y Hermosilla se llevan las manos a la cabeza al ver que califica de odas las silvas y hasta un romancillo satírico. Por otra parte, en las notas de sus Poesías hay singulares rasgos de independencia literaria. Ya desde su juventud, desde el primer escrito que conocemos suyo, las Observaciones sobre el Canto épico de su padre, Moratín se mostraba defensor del elemento cristiano en toda poesía, y especialmente en la épica y lírica. Sus palabras son terminantes, y en este punto insistió siempre. Moratín, aunque parezca increíble, pensaba en este punto lo mismo que Chateaubriand, pero bastantes años antes que él. En 1785 escribía: «¿Quién será el que, haciendo revivir las fábulas del paganismo, se atreva a usarlas en un asunto sacado de la historia moderna? ¡A cuántos errores y contradicciones tiene que exponerse! Sannázaro, Camoens y otros, incurrieron en esta falta. El más ciego partidario de la ficción antigua, leyendo los Lusiadas, hallará en ellos una general confusión de ideas y una mezcla de lo más sagrado de nuestra religión con lo más profano de la gentílica... Tales inconvenientes resultan del uso de las fábulas antiguas en la epopeya: hoy son despreciables para nosotros aquellas ficciones: como no son creídas, no pueden mover el corazón, ni causar los efectos que desean los que las usan... Y si observamos nuestra religión, ¿qué no hallaremos en ella adaptable a la poesía heroica? Un Dios omnipotente que formó el universo con sola su palabra, que todo lo cría, lo alimenta y lo sostiene: un Dios, a cuya voz terrible tiemblan los cielos y los abismos: los ángeles, ministros suyos, o para el favor o para el castigo: los bienaventurados, otros tantos héroes fortísimos... protectores de los hombres que los invocan y reverencian... ¡Cuán abundante materia ofrece todo esto al ingenio de un poeta, que, ayudado de ingenio y gusto, quiera unir en la epopeya lo verisímil a lo maravilloso! Ni a sólo esto se reducen sus facultades: las cosas morales y físicas toman nueva forma; les da cuerpo, voz y acción». Esta doctrina se encuentra amplificada en una brillante nota de las Poesías sueltas, en que Moratín a despecho de sus resabios volterianos, reconoce y exalta las ventajas estéticas del cristianismo, y habla con particular encarecimiento de la devoción a Nuestra Señora como fuente sublime de poesía: «Una mujer, la más perfecta de las criaturas, la más [p. 431] inmediata al trono de Dios, medianera entre Él y la naturaleza humana, Madre amorosa, amparo y esperanza nuestra, ¿qué objeto se hallará más digno de la lira y el canto?»

Moratín no formó propiamente escuela, ni tenía instintos de propagandista. Su misma pulcritud le alejaba del vulgo. Los que más frecuentaron su intimidad, como Estala, Tineo, Hermosilla, eran humanistas y gramáticos más bien que poetas. De Hermosilla, que fué el verdadero preceptista de este grupo, se hablará más adelante. Don Juan Tineo, colegial de Bolonia, sobrino de Jove-Llanos, y fundador con Moratín de la burlesca Academia de los Acalófilos o adoradores de lo feo, [1] era varón de inmensa lectura latina e italiana; pero nada imprimió, fuera de una réplica a las observaciones de Quintana sobre La Mojigata. Años después de su muerte, se insertaron en la obra póstuma de Gómez Hermosilla, Juicio crítico de los principales poetas españoles de la última era, dos fragmentos críticos de Tineo, uno sobre Moratín y otro sobre Meléndez, el primero todo de encomios fastidiosamente repetidos; el segundo de censuras tan encarnizadas y violentas, que a los que, mirando de lejos las cosas, apenas alcanzamos a percibir diferencia substancial o de doctrina en las escuelas literarias españolas de fines del siglo XVIII nos parecen absurdas e inexplicables. Nadie creería, a no verlo escrito por Tineo, que Meléndez fué comparado con Góngora en lo malo, y acusado formalmente de corruptor de la poesía y del lenguaje castizo, y de inventor de otro «exótico, mestizo y bárbaro», suponiéndose, además, en él, y en sus discípulos Quintana y Cienfuegos, un plan oculto y tenebroso, una especie de conjuración contra los antiguos númenes de nuestro Parnaso. Todo cuanto se dijo contra los románticos, todo cuanto se dice ahora contra los naturalistas, lo dijeron Tineo y Hermosilla contra Meléndez, que a muchos parece hoy un poeta amanerado, en quien nadie descubre atrevimiento alguno. ¡Buen desengaño para los que toman muy por lo serio estas parcialidades y banderías críticas, de las cuales al cabo de cuarenta años ya nadie entiende una palabra, porque a los ojos de la historia parecen todos unos, vencedores [p. 432] y vencidos, moros y paladines! Rixatur saepe de lana caprina. Tineo no dejaba de sentir la poesía a su modo, y era apasionadísimo de Fr. Luis de León y de Garci-Lasso, sobre los cuales hizo delicadas observaciones, comparando, v. gr., la Noche serena con la oda de Meléndez A las estrellas. Pero su ídolo fué Moratín, a quien admiraba por su semejanza con los poetas italianos, y, sobre todo, por el mérito de la dificultad vencida, al cual él daba importancia exagerada, y nada compatible con su entusiasmo por Fr. Luis de León, que nunca hizo alarde de vencer tales dificultades, sino todo lo contrario.

Algunos cuentan al traductor del Batteux entre los preceptistas de la escuela moratiniana, pero dudo que con bastante fundamento. El tal traductor nada más tenía de común con los amigos de Moratín que el ser aborrecedor de Meléndez y de los demás salmantinos, excepto Iglesias, cuyas anacreónticas pone sobre las de Meléndez. Por lo demás, sus adiciones son un centón, en que andan revueltas las doctrinas más contradictorias, copiados a la letra los discursos y prólogos de Estala, y a su lado, enteros y verdaderos, los capítulos de la Poética de Luzán relativos al teatro, y el Análisis del Quijote de D. Vicente de los Ríos, sin que se descubra en el buen Arrieta otro propósito que el de abultar farragosamente sus volúmenes. Por otra parte, es imposible que esta traducción, escrita en una lengua todavía mas bárbara y neológica que la que usó Munárriz en su Blair castellano, haya podido ser nunca el código de una escuela celosa como ninguna otra de los fueros de la lengua castellana. Capmany que en esta parte pensaba como los moratinianos, confunde a ambos traductores en la misma reprobación y el mismo anatema, al principio de la segunda edición de su Filosofía de la Elocuencia.

Ya hemos dicho que el triunfo de Moratín sobre los malos dramaturgos estuvo muy lejos de ser tan completo como el que Cervantes obtuvo sobre los libros de caballerías, hasta el punto de no haberse impreso casi ninguno después de la segunda parte del Quixote. Moratín, trabajando con los mil escrúpulos con que trabajaba, no podía abastecer de piezas nuevas el teatro, y además, graves contrariedades y disgustos le alejaron de él muy pronto. Y como, por otra parte, nadie le imitaba ni seguía en [p. 433] el camino de la comedia clásica, continuó entregado el teatro a los Zavalas y Comellas, con cuyos disparatados engendros alternaban las producciones de nuestra antigua escena, ya en su primitiva forma, ya refundidas, y alguna que otra tragedia clásica, formada más bien sobre el patrón de las de Alfieri que sobre el de las de Corneille y de Racine. Entre estos ensayos trágicos, algunos ni representados siquiera, deben contarse los cuatro de Cienfuegos y los dos de Quintana, el Coriolano y el Saúl de Sánchez Barbero, el Numa de Castillo, algunas piezas de Rosa Gálvez, Las Troyanas del Duque de Híjar, la Egilona de Vargas Ponce, la Polizena de Marchena, y pocas más, ni buenas ni malas, a las cuales pueden agregarse algunas valentísimas traducciones como las de Saviñón, D. Dionisio Solís y D. Juan Nicasio Gallego. Comedias originales, apenas hubo ninguna digna de particular memoria: las de Messeguer, Plano, Ramírez de Arellano, Enciso y Castrillón y algún otro (que tradujeron y refundieron mucho más que inventaron), son tan débiles y oscuras, que sus títulos se van de la memoria y de la pluma. En realidad, Moratín no tuvo sucesores hasta la época constitucional del 20 al 23, en que se dieron a conocer como poetas cómicos Martínez de la Rosa y Gorostiza. Sin ellos, habría una verdadera laguna en la historia de la comedia española desde Moratín hasta Bretón.

Moratín, creyendo de buena fe que las medidas oficiales podían reanimar la escena moribunda, había aconsejado al Príncipe de la Paz la formación de una Junta censoria de teatros. Pero esta Junta se constituyó de una manera tan absurda, que a su frente vino a estar, como gobernador del Consejo, el general Cuesta, bizarro aunque desgraciado militar, y todavía más desgraciado y de todo punto incompetente juez en materias de poesía y de buen gusto, a lo cual se añadía su índole terca y dominante. De análogos defectos adolecían la mayor parte de los vocales. Moratín no pudo entenderse con sus compañeros, y se marchó de la Junta renegando de ella, y bastante desengañado respecto de las maravillas de la protección oficial, puesto que años después no quiso aceptar el cargo de director único de teatros con que le brindaron sus protectores. La Junta, después de la dimisión de Moratín, no hizo más que desatinos, [p. 434] empezando por imprimir un formidable catálogo de piezas cuya representación se prohibía (más de seiscientas), figurando entre ellas las creaciones más portentosas de nuestro antiguo teatro, La Vida es sueño, El Príncipe Constante, El Tejedor de Segovia, etcétera, etc. En seguida hizo imprimir un Teatro Nuevo Español (1800-1801) en cinco volúmenes, donde hay alguna que otra pieza original y muchas traducciones, de las que decía Moratín que necesitaban traducción. Es curioso encontrar en esta colección las primeras muestras de la influencia del teatro alemán. Allí figuran, pésimamente vertidos (del francés, por supuesto) Intriga y Amor de Schiller, y un drama de Kotzebue (La Reconciliación). Casi al mismo tiempo, otro drama de Kotzebue, Misantropía y arrepentimiento, muy bien arreglado a nuestra escena por D. Dionisio Solís, alcanzaba verdadera popularidad. De este modo iba insinuándose el romanticismo en la forma de drama sentimental, al mismo tiempo que comenzaba a penetrar en la poesía lírica con Cienfuegos.

Don Dionisio Solís, a quien ya hemos mencionado varias veces, era uno de los literatos más clásicos de entonces, y aun se le acusaba de excesivo latinismo. Apuntador y oráculo de Máiquez, contribuyó a llevarle por el camino de la tragedia, y para que él los declamase puso en sonoros y magníficos versos castellanos el Orestes y la Virginia de Alfieri. Pero aunque amigo de Moratín, no se dejó arrastrar a ciegas por su autoridad, sino que mostrando gusto muy ecléctico y singular afición a nuestro teatro, alternó esas traducciones con obras de índole muy diversa, y resucitó al olvidado Tirso de Molina. Sus ideas literarias propendían a la libertad, mucho más de lo que pudiera creerse. Al frente del Orestes [1] puso un prólogo vigorosamente escrito, donde, después de hacer notables consideraciones sobre el teatro italiano, achaca su esterilidad a la imitación servil de los antiguos. «Intentaron (los italianos y franceses) fixar límites a las artes, como el Criador a las ondas del mar, usque quo et non amplius: nunca quisieron, o no supieron nunca renunciar al [p. 435] mísero trabajo de traducir o de imitar... Aun sus propias Poéticas, al menos las más célebres, no son otra cosa que citas o comentos prolixos de Aristóteles y de Horacio, a quienes concedían la infalibilidad de los oráculos: sin duda porque uno y otro los imitan en su misteriosa oscuridad. De manera que, sustituyendo la autoridad al raciocinio, el fanatismo de la credulidad a la reflexion y al análisis, idólatras de cuanto la antigüedad les ofrecía, sin distinción ni examen; en suma, más eruditos que filósofos, instituían en sus libros la imitación en dogma, en mérito la uniformidad, y un arte, en fin, de quien los más poderosos efectos son fruto de la libertad y entusiasmo del alma, en un oficio mecánico de la memoria. Ellos creían que la bondad de un drama no consistía más que en obedecer con una pueril superstición a los preceptistas del teatro, como creían que las meras fórmulas retóricas constituían un discurso elocuente. Aquellos discursos o poemas, que no tenían una exacta conformidad con estas fórmulas y preceptos, no tenían tampoco derecho, en su dictamen, al aprecio común, y mucho menos a la estimación de ellos, y reducidos a la estrechura de sus reglas, se resistían a confesar y reconocer el mérito de la Farsalia y del Orlando, porque, en fin, ¿cómo clasificar entre los épicos al Ariosto y a Lucano? ¿ Cómo sentir deleite en la lectura de unas obras de que la antigüedad no les ofrecía modelos?... Siendo como es indefinido el número de ideas que puede abrazar nuestra mente, lo son también los modos de combinación de ellas... Señalar límites a la esfera de los aciertos, y presumir que fuera de ella sólo se encuentra el error o la nada, no es otra cosa que renunciar a la perfectibilidad de las artes, cerrar las puertas de la celebridad a los talentos, y condenarlos a una perpetua y afrentosa esterilidad. Las máximas absolutas, a no ser en las ciencias abstractas, son en las demás cosas erróneas y falibles: el preceptista o crítico que identifica los términos de un arte con los de su propia capacidad, y se instituye árbitro de la posibilidad de las cosas, incurre e induce a los demás en un error funesto a la perfección de aquel arte. Aun cuando los preceptos se introdujeron en las artes para utilidad de ellas, no debe ser tanta su inflexibilidad y tiranía, que cuando esta utilidad misma lo ordena, no cedan en su obsequio, y sufran alteración en sus principios. Y en el caso de que dichos principios sean inmutables [p. 436] e inconcusos, los medios de usar en el teatro de ellos para suscitar afectos y deseos, no reconocen límites, porque una multitud de circunstancias distintas entre sí concurren a la elección de dichos medios, y los modifican y alteran con respecto a los usos, a las ideas, al carácter, al clima y a las preocupaciones de los pueblos. En conclusión, el espíritu de imitación y regularidad científica en el arte dramático, nunca produjo ni producirá cosas que la posteridad imite y que arrebaten el alma en la lectura o el teatro». Y aconseja «examinar los fundamentos de la autoridad de que disfrutan los trágicos franceses; estimar lo que en ellos es merecedor de estimación, y censurar lo que es digno de censura, formar idea de lo bueno o malo de las cosas con relación a sus efectos y al fin a que caminan; regular por estos efectos y este fin los medios de que usan los maestros del arte, e inferir de ellos el mérito y autoridad de su doctrina; contrastar, en fin, el torrente de su celebridad, y osar creer en la posibilidad de su reforma... porque la perfección absoluta, bien en las artes, bien en las demás cosas, no es de aquellas que el cielo quiso conceder a la tierra».

Fuera del error crítico que Solís comete poniendo a Alfieri entre los insurrectos y extremando el contraste entre su tragedia y la francesa (que son, al fin, especies del mismo género), nada puede pedirse a esta elocuente profesión de romanticismo, tan enérgica y entonada. Solís, a principios del siglo XIX, venía a sustentar la misma doctrina estética que el P. Feijóo a principios del XVIII. Y ya hemos visto cuántos son los eslabones que enlazan al uno con el otro, porque nada hay casual ni fortuito en la historia de la crítica española. El modesto y olvidado Solís, que es uno de los mejores poetas líricos y dramáticos de su tiempo, merece ser citado también entre los críticos de más arrojo, sin que haya entre sus principios y los de Moratín la comunidad que han soñado algunos críticos. Solís era muy amigo de Moratín, pero casi su adversario en literatura.

El movimiento literario iniciado en Salamanca y Madrid, se comunicó con más o menos intensidad a otras ciudades de la Península, especialmente a Sevilla, donde fructificó más y tomó un color local bastante pronunciado, amalgamándose con las gloriosas tradiciones de aquella ciudad en el siglo XVI, las cuales se intentaba renovar con más o menos fortuna. Entonces [p. 437] nació la célebre Academia de Letras Humanas, sucesora de otras de muy corta vida que en Sevilla y en Osuna habían existido con los títulos de Academia Horaciana y Academia del Sile. Más afortunada la de Letras Humanas, duró desde Mayo de 1793 hasta fines de 1801, años fecundísimos y bien aprovechados para las letras andaluzas. Y aunque la Academia, como cuerpo organizado, murió en el año últimamente dicho, su influencia se extenció mucho más acá, puesto que continuaron enseñando y escribiendo sus individuos conforme a las ideas y prácticas que en aquellas juntas dominaban. Arjona, Reinoso, Blanco y Lista compendian las glorias de la escuela sevillana en ese período: a su lado se agrupan otros poetas de segundo orden, como Roldin, Castro, Núñez-Díaz, Mármol, Hidalgo, y hasta cierto punto el abate Marchena.

La Academia de Letras Humanas [1] tuvo por censor a Forner y por primer secretario a Reinoso. Fué su principal instituto, aparte del cultivo de la poesía lírica, «el examen de los mejores libros escritos sobre las Bellas Letras», es decir, la difusión de una teoría literaria. Sucesivamente fueron leídos y estudiados en común los inmortales tratados de Luis Vives De causis corruptarum artium y De tradendis disciplinis, el Ensayo del P. André sobre la Belleza y un Análisis del gusto por Formey, que entonces corría con aprecio, la Perfecta Poesía de Muratori, el Método de estudios de Rollin, el del abate Fleury, las Lecciones de Blair, y mayormente los Principios de Literatura de Batteux, de quien los académicos sevillanos parecen haber hecho estimación singular.

Aunque los jóvenes estudiantes de teología que constituían el núcleo de la Academia habían procurado granjearse la protección de personas tan estimadas y respetables como el antiguo rector de la Universidad, don José Alvarez Santullano, que hizo oficios de presidente, y el fiscal Forner, no se libraron, sin [p. 438] embargo, de la detracción y el odio de algunos espíritus rezagados y pedantescos, hostiles al buen gusto y al cultivo de las humanidades, y apologistas de los antiguos y degenerados métodos escolásticos. En 1796 se divulgó contra la Academia un libelo infamatorio, con el título de Carta familiar de Don Myas Sobeo a Don Rossuro de Safo. El encubierto autor, que antes había sostenido una polémica con Forner sobre la licitud moral del teatro, parece haber sido el Licenciado don José Alvarez Caballero, preceptor de latinidad; pero la inspiración de la obra se atribuyó al canónigo y ex rector de la Universidad don Antonio de Vargas, latinista ilustre, pero poco literato y poco amigo de novedades. ¿Cuáles son los frutos de esta Academia?, preguntaba su adversario. Y la Academia acordó dar la mejor respuesta imprimiendo en un volumen las poesías selectas que en sus juntas habían leído Reinoso, Blanco y Lista, precedidas de una Apología, que se encargó de escribir el presbítero don Eduardo Adrián Vacquer, socio también de aquella corporación. [1]

«Hay escuelas (decía el apologista) en que se enseña la inteligencia de las Sagradas Escrituras; pero no las hay donde se enseñen la Historia, la Geografía, las Lenguas, cuyo conocimiento es indispensable a un escriturario... Empréndese el estudio de las Ciencias, pero sin el menor conocimiento de las Humanidades... Si el estudio de las Humanidades puede ayudar verdaderamente, y abrir camino para las ciencias, ¿por qué no deberá precederlas?... ¿Quién, hasta ahora, criado perpetuamente entre la austeridad escolástica, ha sido después un buen humanista?... Es más apreciable de lo que vulgarmente se cree la profesión de humanista, y sólo las falsas ideas de los que se tienen por literatos y el mal gusto con que hasta ahora se han enseñado las ciencias pudieran haber hecho menos válido el estudio de las Letras Humanas... ¿Y cuál puede ser la instrucción de unos hombres que ignoran los principios generales del buen gusto, aquéllos que [p. 439] arreglan, ilustran y enriquecen cualquier otro estudio, por docto que sea?»

El servicio inmenso que aquella Academia hizo a la cultura estética del pueblo sevillano, sólo se estima y comprende debidamente leyendo estos pasajes. Una preocupación, entronizada entre teólogos y jurisconsultos, hacía alarde de menospreciar todo cultivo ameno del espíritu; y las mejores disposicionies poéticas, que nunca han faltado en aquella tierra privilegiada de las Musas, se agostaban y decaían míseramente, perdiéndose en lo trivial, en lo conceptuoso, en aquel género de poesía casera que envilece a un tiempo el arte y la condición del poeta.

¡Cuán distinto el espectáculo que presentaba la renovada escuela sevillana! Es cierto que mucha de aquella poesía era artificial; pero con noble y bien encaminado artificio, con elevación y dignidad en los asuntos y en los pensamientos, con jugo de doctrina, con esplendor y lumbre de estilo poético, llevado, es verdad, al extremo, porque ninguna reacción es eficaz sino a condición de extremarse. En la escuela sevillana, como en todo grupo literario, hay que distinguir dos cosas: la ejecución y la teoría. En la ejecución, aunque la moderna escuela sevillana manifestaba altamente el propósito de ser prolongación o renovación de la antigua, inclinándose unos, como Reinoso y Roldán, a la imitación de Herrera, y prefiriendo otros, como Lista, un tono más suave y más próximo al de Rioja (o al de las varias composiciones que entonces se confundían bajo el nombre de Rioja), pero acordes todos en la existencia de un lenguaje poético distinto del de la prosa, y que debía estudiarse en los poetas andaluces de la edad de oro, no por eso hemos de ver en aquel movimiento (como algunos han visto, con notable error) una mera restauración arcaica, que, por otra parte, hubiera sido imposible. El mérito de aquellos poetas está precisamente en lo que tienen de poetas del siglo VXIII, en lo que deben a las ideas de Filosofía y de crítica reinantes en su tiempo. Esto es lo que da relativa originalidad y valor verdadero a algunas composiciones de Lista, de Arjona, de Blanco. Era imposible que espíritus educados con las doctrinas estéticas del P. André, de Batteux, de Marmontel, de Blair; conocedores algunos de ellos de la lengua inglesa e imitadores de sus poetas, especialmente de Pope; admiradores de la [p. 440] poesía filosófica de Meléndez y Cienfuegos, de quienes recibieron el primer impulso, dejasen de presentar en sus aspiraciones y tendencias un carácter muy distinto del que hubiera cuadrado a los contertulios de Pacheco o de Arguijo. Los tiempos eran otros y otra tenía que ser forzosamente la poesía, menos poética en verdad, pero no falta de mérito cuando acertaba a ser sincera.

En cuanto a la crítica, el mismo Alcalá Galiano, a quien ciertamente no se recusará por parcial de la escuela sevillana, reconoce que era «de lo mejor para su época; no exenta ciertamente de preocupaciones..., pero, en general, sana, clásica, según se entendía a la sazón lo clásico, y apoyada en buena y bastante extensa erudición; crítica, en suma, parecida a la de La Harpe o a la de Blair». La definición nos parece exacta, entendiéndose siempre que con ella no se intenta calificar los numerosos e importantísimos trabajos críticos que Lista dió a luz después de 1820, todos los cuales, sin excepción, pertenecen a un nuevo modo o sistema de crítica, cuyo examen queda reservado para otro volumen de esta obra nuestra. De su primera juventud sólo andan impresas dos piezas críticas, leídas unas y otra en la Academia de Letras Humanas, y, cada cual por su estilo, muy notables. Es la primera una imitación, o, por mejor decir, adaptación o refundición enteramente castellanizada del poema de Pope The Dunciad, larga sátira literaria en forma de parodia épica. [1] Este ensayo de Lista (leído el 22 de julio de 1798) tiene versos muy notables y una madurez de estilo que anuncia ya al futuro maestro y legislador del gusto, en el joven andaluz desenvuelto y chancero. En esta llamada traducción, los nombres y alusiones de Pope a autores ridículos ingleses, están sustituídas con otras a autores castellanos no menos perversos y dignos de la férula.

Al año siguiente compuso y leyó Lista [2] un Examen del Bernardo de Balbuena. Lista admiraba tanto como Quintana al brillante y pintoresco obispo de Puerto Rico, a quien pudiéramos llamar el Ariosto castellano. Censura el plan del Bernardo, pero [p. 441] aplaude fervorosamente el estilo, hasta en aquello en que más se separa de la entonación igual y sostenida de Herrera y de su escuela: «acertó Balbuena en no haber sacrificado su abundante y noble facilidad al nimio trabajo de la corrección». Con este discurso comienza a notarse en el espíritu de Lista cierta desviación del rigorismo sevillano que profesaban otros académicos, especialmente Reinoso, el cual todavía, en un escrito de 1830, hablaba con visible despego del desaliño de Garci-Lasso, del desmayo y falta de sonoridad frecuentes en Fr. Luis de León, de la sequedad de los Argensolas, de la incuria y vulgaridad de Lope, y del prosaísmo general de todos los poetas castellanos, [1] dando ocasión con esto a las feroces represalias de Gallardo, el cual envolvió demasiadamente a Herrera en sus odios tan personales como literarios contra el culto Fileno y el docto Anfriso. De estas pobrezas o intolerancias provinciales o regionales, propias de espíritus firmes y estrechos como Reinoso, estuvo bastante libre don Alberto Lista, pero no del todo. Hay grandes poetas españoles que nunca acertó a comprender ni a estimar más que a medias. Acontecíale esto con el que quizá es el primero y mayor de todos, con Lope de Vega, a quien tan pobremente juzgó en sus Lecciones de literatura dramática, y cuyos versos le parecían malos, malísimos por la mayor parte, al mismo tiempo que ponía en las nubes los de Balbuena, que tienen las mismas cualidades y los mismos defectos que los de Lope, pero en grado inferior.

Don Manuel María de Arjona, uno de los poetas más independientes y más inspirados de la Academia sevillana, leyó en ella una especie de Plan para una historia filosófica de la poesía española. [2] En él, partiendo Arjona de la comparación entre la pintura y la poesía, defendía la tesis de que «la historia de la poesía española debe escribirse por escuelas, así como se escribe la de la pintura». Excluía de su plan todos los poetas anteriores a Garci-Lasso, «cuyas obras son como las naves con que se descubrió la América; cuya forma sirve para admirar el valor y pericia de los que se embarcaron en ellas, pero nadie las admitiría por [p. 442] modelos para fabricar otra igual y fiarse de ella al ímpetu del mar y viento». Llegado ya al siglo XVI, distinguía en él, no sin perspicacia crítica, hasta siete escuelas: 1.ª, la italo-hispana (Boscán, Garci-Lasso, etc.); 2.ª, la sevillana (Herrera, Arguijo, Rioja, Jáuregui, etc.); 3.ª, la latino-hispana (Fr. Luis de León); 4.ª, la greco-hispana (el Bachiller La Torre, Villegas); 5.ª, la propiamente española (Balbuena, Lope de Vega, Góngora en su primera manera); 6.ª, la aragonesa (los Argensolas); 7.ª, la culterana o española corrompida (Góngora en su segundo estilo).

Nosotros no tenemos a las escuelas literarias la antipatía que otros críticos, ni vemos reparo en aceptar el principio fundamental de la clasificación de Arjona. Si la poesía es obra humana y racional, como sin duda lo es, ¿quién puede creer que se haya desenvuelto de una manera caprichosa y fortuita, por aislados impulsos individuales, sin tradición ni concierto? ¿Faltará a la poesía lo que nadie niega en las artes plásticas? Lo que importa es que la clasificación esté bien hecha, y que corresponda exactamente a la realidad de las cosas, fundándose, no en razones externas y superficiales de paisanaje, de educación, de convivencia, etc., sino en la comparación profunda de las tendencias y aptitudes estéticas de los diversos ingenios, puestas en relación con el medio intelectual en que se desarrollaron. Muchas veces los poetas no pertenecen a la escuela a que ellos creían pertenecer y a que parecen afiliarlos su patria y su época, sino a otra distinta. Así, v. gr., Francisco de Medrano y don Tomás González Carvajal nacieron en Sevilla, y, sin embargo, uno y otro pertenecen a la escuela salmantina, a la escuela de Fr. Luis de León. Así Cienfuegos se educó en la escuela de Salamanca, y, sin embargo, se le debe contar entre los progenitores del romanticismo.

El que no tenga cuenta con las escuelas literarias, forzosamente convertirá en un caos la historia de la poesía. Pero como algún orden se impone en todo trabajo, tendrá que seguir o el orden cronológico estricto, que es, a las veces, el mayor desorden, o bien agrupar a los poetas por razones enteramente exteriores y anticientíficas. Y no se objete que la poesía es libérrima, porque ahí está la historia para enseñarnos que cuanto más nacional y más popular es un género de poesía, tanto más obedece a un proceso lógico y fatal, tanto más se extiende y perpetúa la reproducción [p. 443] de unos mismos tipos estéticos, tanto más frecuentes son los remedos, y los plagios, y tanto mayor y más visible la unidad de principios y de sistema. ¿Quién ha de dudar que Lope de Vega y los dramáticos que le siguieron forman una escuela? Ni la palabra tiene en sí nada de absurdo, ni envuelve nada de opresivo y tiránico para el libre desarrollo del genio, puesto que, al fin y al cabo, no es mucho mayor la libertad de que disfruta el hombre en el arte que en la filosofía, por ejemplo. ¿Y quién duda que la historia de la filosofía debe escribirse por escuelas? ¿Y es esto negar la independencia del genio filosófico, que sólo merece el nombre de tal cuando ha llegado a formarse un sistema propio sobre los principios de las cosas? Pero lo que hay de individual en la obra científica, como en la artística, no obsta de ninguna manera a lo que hay de exterior, de involuntario, de obligado por las condiciones en que el espíritu se mueve; y ese sistema, que será propio del filósofo si le ha formado o se le ha asimilado por propia labor intelectual, tendrá, no obstante, relaciones y adherencias profundas con todo lo que se ha pensado en el mundo, con todo lo que se pensará después; y atendiendo a estas relaciones, el historiador crítico afilia al independiente filósofo, sean cuales fueren sus protestas, quizá en aquel grupo de pensadores al cual menos se holgaría de pertenecer. Lo mismo o poco menos sucede con las creaciones artísticas, ninguna de las cuales puede aspirar a salvarse de ser analizada y clasificada y puesta donde le corresponda.

El proyecto de Arjona, parto de un entendimiento elevado, merecía, pues, elogio como primera tentativa encaminada a poner orden en el estudio hasta entonces rutinario y empírico de la poesía española. Pero en su ejecución adolecía de graves defectos, no sólo por dejar en desdeñoso olvido a todos nuestros poetas de la Edad Media, y a todos los que en el siglo XVI metrificaron imitando, ya las formas populares, ya las de los últimos poetas del siglo anterior, sino por considerar meramente como italo-hispana la poesía de Garci-Lasso, que debe su mayor belleza a elementos clásicos puros virgilianos y horacianos, y crear una fantástica escuela greco-hispana, en la cual afiliaba, sin saberse por qué, al Bachiller Francisco de la Torre, que es un excelente y purísimo imitador de Garci-Lasso.

[p. 444] Arjona dejó inéditos otros opúsculos críticos, [1] pero asistió poco tiempo a las tareas de la Academia, por haber salido en 1797 para Roma, en compañía del cardenal Despuig y Dameto. Durante su permanencia en aquella sacra ciudad, modificó considerablemente su gusto, que fué desde entonces más italo-latino que sevillano, llegando alguna vez hasta el clasicismo más puro, gemelo del de Moratín.

Reinoso no había adquirido entonces la celebridad que tuvo luego, pero ya ejercía sobre sus compañeros, no de más edad que él, cierta especie de magisterio, fundado, todavía más que en las cualidades de su grande entendimiento, en condiciones singulares de carácter, que se traducían en cierto dogmatismo inflexible. Así es que él fué el encargado de llevar la voz de la escuela, cuando la atacó, en nombre de la pureza y sencillez del sentimiento poético, el egregio traductor de los Salmos, don Tomás José González Carvajal, purísimo escritor en prosa y poeta nada vulgar, no ya sólo en sus traducciones, sino en odas originales, como la del Niño Dios presentado en el templo. González Carvajal, que, aunque nacido en Sevilla, no pertenecía a la escuela sevillana, ni quería relación alguna con ella, estampó en El Regañón, periódico que salía a luz en Madrid por los años de 1804, [2] una Carta al editor del Correo de Sevilla sobre la oda a la Resurrección del Señor, publicada en el mismo Correo, órgano oficial de la nueva escuela, dirigido por el erudito bibliógrafo don Justino Matute y Gaviria. La oda era de don José María Roldán, famoso teólogo, y, en años posteriores, ejemplar cura párroco de San Andrés de Sevilla, y autor de una célebre Exposición del Apocalipsis. Roldán, que tenía poco de poeta, por más que artificialmente construyese versos correctos, había hecho una oda de escuela, [p. 445] en estilo duro, fragoso y desapacible, que intentaba remedar la grandilocuencia de Herrera. González Carvajal, disfrazado con el nombre de D. Eugenio Franco, emprendió la anatomía de ella, mostrando que estaba llena de «palabrones duros y sexquipedales, impropiedades, arcaísmos y licencias sin necesidad y sin número». Y entrando en la discusión de lo que llamaban lenguaje poético los de la escuela sevillana, tampoco le costó mucho probar la sólida tesis de que «el verdadero lenguaje poético se diferencia y aparta del común por la majestad, la novedad y la belleza, no por las extravagancias, las innovaciones arbitrarias y la hinchazón». «Debe ser rico (añade), casto, numeroso y bien sostenido... no como el de esos escritores y poetas noveles, los cuales, con estudios crudos, estragado el paladar en idiomas y versos extranjeros.. se forman un estilo a su modo, que ni es latín, ni castellano, ni francés, y con zurcirle cuatro arcaísmos que le caen como remiendo de grana en paño burdo, ya se creen hombres de pro... Leen tal vez y estudian el Boileau, y el Batteux, y el Blair, y el La Harpe, y hacen bien en ello, si en efecto lo hacen; pero olvidan y no estudian su propia lengua, y, llenas sus cabezas de preceptos, observaciones y teorías sublimes y utilísimas, no saben aplicarlas a ella, porque no saben ni siquiera hablar sino en francés... El que ellos toman por lenguaje poético, no es el verdadero y legítimo, sino otro contrahecho, de temple y ley muy inferior.»

González Carvajal esgrimía contra la escuela sevillana las mismas armas que Tineo contra Meléndez y Quintana, y pronunciaba como él, enfrente de la nueva secta palabrera y pomposa, el nombre de Fr. Luis de León, dechado de sabia ingenuidad y de serenidad celeste. No lo llevaron en calma los de la ya disuelta Academia de Letras Humanas, y encargaron la contestación a Reinoso, que la dió largamente en el mismo Correo de Sevilla, encubierto con el seudónimo de «El Capitán D. Francisco Hidalgo Muñatones, vecino de Vara del Rey». [1] En su carta, más ingeniosa que convincente, Reinoso, gran discutidor y algo sofista, no sólo defiende con autoridad de Herrera que es lícito al poeta [p. 446] «usar de palabras extraordinarias y más significantes que las comunes de la prosa», sino que con un texto de Horacio, entendido más conforme a la letra que según el espíritu, quiere persuadirnos que «la altisonancia es una virtud en la lírica, y que el poeta debe tener una lengua altisonante: os magna sonaturum». Defiende los arcaísmos y los neologismos con el ejemplo de Meléndez, Cienfuegos y Quintana, «y si hay otros, bien pocos serán, que hayan escrito versos con acierto». Llamaba poesía de lenguaje a lo que Carvajal culteranismo; ni era posible que llegaran a entenderse, partiendo de tan distintos principios, y siendo Carvajal versificador tan llano, que casi tocaba con la prosa, y Reinoso el más difícil y estirado de todos los poetas de la escuela.

En aquel mismo año de 1804 publicó su célebre poema La Inocencia Perdida, premiado por la Academia de Letras Humanas el 8 de diciembre de 1799, en competencia con otro de Lista. El poemita era una miniatura del grandioso cuadro de Milton, con las desventajas de venir después, de ser reproducción muy en pequeño, y de haber nacido más bien del estudio que del genio poético. Quintana, al dar cuenta del poema en las Variedades (núm. XVIII), elogió encarecidamente la dicción noble y escogida, el estilo animado y poético, los versos sonoros y armoniosos, la elegancia con que estaban formadas las octavas; pero en cuanto al fondo del asunto, hizo bastantes salvedades, si bien en tono muy cortés, unas de todo punto desacertadas, como las que se refieren a la elección del asunto, otras que demuestran no vulgar perspicacia, como la referente al poco arte con que está presentada en Reinoso la seducción de la serpiente, horrible en él, vistosa y halagadora en Milton. Era necesario ser poeta como Quintana para sentir y expresar tan admirablemente la diferencia; pero el mayor poeta no se libra del yugo doctrinal de su tiempo, y por eso, un poco antes del pasaje transcrito, vemos a Quintana aceptar sin reparos la falsa doctrina de Boileau contra la poesía religiosa: «Un maestro del arte ha dicho que los misterios de la Religión cristiana eran poco susceptibles de ornamentos poéticos. Y Milton le parecía, «más bien que un poeta émulo de Homero, un catedrático que explica lecciones de teología».

Quintana fué impugnado muy hábilmente por uno de los mayores entendimientos que tenía la escuela sevillana, por don [p. 447] José María Blanco, que, cambiando luego de lengua, de religión y de patria, se hizo llamar en Inglaterra, con nombre duplicado, Blanco-White. La Carta de Blanco a los editores de las «Variedades», es uno de los mejores trozos de crítica de la escuela sevillana, y anuncia ya el talento de excelente y vigoroso prosista de que el autor dió muestra en sus escritos de Londres. Comienza por reducir a sus justos límites la autoridad de Boileau, que, según él, no entendió condenar en absoluto los argumentos cristianos, sino sólo «el mal uso de las verdades religiosas en la Poesía Épica, y la indecente mezcla de los misterios con la fábula», de que había hartos ejemplos en los poemas de su siglo. El mismo Boileau desmintió el rigor de la doctrina que se le presta, discutiendo, en una sátira y en una epístola, materias, no ya cristianas, sino exclusivamente teológicas y propias de la Sorbona. Y, sobre todo, continúa Blanco, si Boileau dió el precepto, erró en darle, porque «no hay objeto alguno tan poético que no presente alguna faz árida e intratable para las Musas, así como hay muy pocos, o tal vez ningnuo, que sean enteramente estériles para una imaginación que posea el arte de embellecer...» Acusa a Boileau de jansenista, y de no ver, conforme el espíritu de su secta, más que la parte severa y temerosa del cristianismo, tormentos y penitencia. En los poetas antiguos, lo que menos admira Blanco es lo que deben a la fábula y a la mitología: «si Virgilio no hubiera llenado sus versos de bellezas independientes de la acción de sus Divinidades, su gloria hubiera decaído con la nación para quien escribió; pero Virgilio es infinitamente superior a sí mismo, cuando el encanto de su estilo recae sobre un fondo verdadero para todos los hombres». Y aplicando esta doctrina al argumento de los poemas de Milton y de Reinoso, demostró que no había en el Paraíso Perdido una sola belleza que no naciera de las entrañas del asunto elegido por el poeta. [1]

La reputación de Blanco quedó bien afianzada entre los del grupo hispalense con el hecho de haber osado medir sus armas con Quintana, llevando los honores del torneo, puesto que su [p. 448] adversario no respondió cosa alguna. Aumentó su fama de estético un poema sobre la Belleza, que fué leído con inmenso aplauso en la Academia de Letras Humanas, y que debe haber perecido inédito. Pero algunos rastros de él pueden buscarse en la oda de Blanco sobre los placeres del entusiasmo, algo declamatoria como todos sus primeros versos, pero llena de elegancia, y en algunas pasajes de fuego. Blanco explicó Letras Humanas en la Sociedad Económica de Sevilla antes que Reinoso, pero nada resta de sus lecciones. En Londres cambió radicalmente de ideas literarias, como de todo; y fué entre nuestros emigrados españoles uno de los más eficaces aunque mesurados protectores de la emancipación romántica, en el sentido del romanticismo histórico inglés.

Otros poetas sevillanos, muy inferiores a los citados, mostraron de una manera o de otra conatos por salir de la senda trillada. Así, D. Francisco Núñez Díaz, en quien Lista saludaba con evidente exageración a un Píndaro cristiano, pero que, en suma, tiene la curiosidad y el mérito de haber traducido uno de los primeros, en forma pindárica o herreriana, las ideas de Chateaubriand acerca de las bellezas poéticas del cristianismo puestas en cotejo con las de la gentilidad: asunto de la mejor de sus odas.

Moviéndose con independencia de todos los grupos hasta aquí memorados, pero sin pretensiones de crear escuela aparte ni alientos para ello, florecían a principios de nuestro siglo otros escritores que, apartándose en algunos puntos de la legislación tenida vulgarmente por clásica, representan lo que pudiéramos llamar otras tantas direcciones individuales. Así, prescinciendo de las tentativas arcaicas de Vargas Ponce y otros, las cuales no trascendían más allá de la corteza de la lengua, algún recuerdo debe hacerse del ilustre Arriaza, uno de los pocos improvisadores que no han sido indignos del nombre de poetas. La posteridad no le ha tasado aún en su justo valor, si bien comienza a notarse una reacción en favor de sus versos, tan aplaudidos y populares en su tiempo, y luego tan completamente olvidados. Arriaza, que era el mejor versificador y rimador de su época, hábil, sobre todo, en la construcción de estrofas regulares, cuyo mecanismo había caído en desuso durante el siglo XVIII, [p. 449] se indignaba contra los poetas salmantinos que, como Quintana, llamaban pueril y bárbaro al artificio de la rima, «sin otra razón que la misma dificultad que ofrece a los que quisieran se les abriese el Parnaso por sólo los méritos de humanistas o de filósofos». Con todo el orgullo de ingenio lego y de poeta de sociedad, que hace consistir principalmente el mérito de la poesía en el fácil rodar de los versos y en el primor y aliño de las consonancias, mirando el arte como una especie de mecanismo, manifestaba gran desdén hacia el verso suelto, del cual dice que «lo es más para los ojos que para el oído», y todavía peor voluntad al filosofismo poético, introducido por Cienfuegos y sus amigos. No encuentran gracia a sus ojos «el estilo declamatorio, el tono sentencioso, el empeño de derramar la moral cruda, con exclusión de los mitológicos adornos y de las invenciones alegóricas». «¿Cómo reconoceremos a la amable poesía, tristemente sentada en la cátedra de Demóstenes, y tan lejos de los floridos bosques en que el grande Homero y el ingenioso Ovidio meditaban y creaban aquel universo poético, transmitido hasta nuestros tiempos en brazos de todas las artes hijas de la imaginación?» Este abandono de la mitología y de la ficción alegórica, y juntamente el abuso de las verdades especulativas, eran, según él, los gérmenes de «una nueva secta que sucederá a las dos ya desterradas y conocidas con los nombres de culteranismo y conceptismo, la cual vendremos a llamar filosofismo, tanto más hermana de ellas, cuanto se compone de los mismos elementos, que son hinchazón y obscuridad». Esta censura la extendía, no ya sólo a la escuela salmantina, sino también a la sevillana, doliéndose de que los preceptistas modernos no quisieran reconocer por poetas sino a los que escribían en el lenguaje de Herrera. «Y bajo el relumbrante atavío de tal lenguaje (que si pudo brillar en sus odas, no hizo más que obscurecer sus elegías), ¿adónde irá a parar aquella amable facilidad tan difícil de conseguir, aquella naturalidad y fluidez, primer atractivo de la poesía, y que se tiene por cualidad inseparable de cuanto se llama sublime?. Todavía se encuentran otras afirmaciones críticas, curiosas, en el prólogo que Arriaza puso a sus versos en la primera edición de 1807 y en la última de 1829, suprimiéndole en todas las intermedias. El autor, con cierto desenfado de repentista y de hombre [p. 450] de mundo, llama por jueces naturales de sus obras, no a los rígidos Aristarcos, sino a la juventud de ambos sexos, y formula un principio anárquico, que luego fué muy repetido por los románticos: «el poeta, entregándose a un estro indeliberado, es siempre responsable de sus versos, pero no de sus asuntos». No hay buenos ni malos asuntos, ha repetido Víctor Hugo, sino buenos y malos poetas.

No sólo por sus manifiestas tendencias a la indisciplina puede decirse que rompe Arriaza el yugo doctrinal de su tiempo, a pesar de sus aficiones mitológicas y a pesar de haber traducido la Poética de Boileau. Es, además, precursor de los líricos románticos en una parte, secundaria, es cierto, pero que en poesía no deja de tener importancia, es a saber, en la variedad y riqueza de las formas métricas. Arriaza era un infatigable artífice de versos y de estrofas, sin cuidarse de los asuntos. Por esto sólo era ya una excepción en su tiempo. Cienfuegos y Quintana apenas construían estrofas regulares: versificaban siempre o en endecasílabos sueltos, o en silvas de endecasílabos y eptasílabos, libremente combinados y con gran pobreza de rimas. Casi todas las formas de la antigua poesía castellana, así las indígenas como las derivadas de Italia, estaban abandonadas y proscritas como demasiado artificiosas y contrarias a la seriedad de la concepción poética y al libre arranque de la fantasía. Arriaza en su poesía, falta casi siempre de elevación, de profundidad, de tersura, pero ingeniosa, amena y suave, logró compensar la pobreza de pensamientos con la habilidad técnica. Por él volvieron a su antiguo crédito redondillas, quintillas, décimas, sonetos, todas las combinaciones que le ofrecía nuestra antigua métrica y otras más que él introdujo, tomadas generalmente de la literatura italiana, en que parece más versado que en ninguna otra de las antiguas o modernas. Además, en una composición, bien notable por cierto, y que se levanta mucho sobre su tono ordinario, en la elegía del Dos de Mayo, se atrevió, por primera vez que sepamos, a variar dos veces de metro en una misma poesía, libertad de que luego usaron y abusaron los románticos. Y enteramente romántica es aquella elegía (compuesta en 1810), así por el desorden de las ideas y la expresión violenta, intemperante y desigual de la pasión, como por la completa ausencia de [p. 451] escrúpulos académicos. Alentado Arriaza con el buen éxito de su composición polimétrica, todavía se atrevió a repetir la misma libertad en otras poesías patrióticas de circunstancias.

Enemigo Arriaza del filosofismo poético, lo fué también de los ineptos traductores e imitadores de la tragedia francesa, y contra ellos lanzó una vez y otra los más punzantes dardos de su sátira. Algunas de sus críticas de entreacto son verdaderos modelos, sobre todo la de la tragedia de Arnault, Blanca o los Venecianos, trasladada a nuestra escena por D. Teodoro de la Calle, que también puso en pésimos versos castellanos el Otelo de Ducis. Algunos rasgos de la sátira van derechos contra el sistema de declamación de Máiquez:

                                          «Talma el modelo fué: ¡oh! que ese Talma
                                          Podrá prestar su gesto y no su alma».

Creemos que Arriaza criticaba más por instinto de buen gusto, que por obedecer a escuela alguna. Pero parece haber mirado con cierta simpatía el teatro antiguo español, y en esa misma sátira deplora que se abandonen las piezas de Lope y de Moreto, para sustituirlas con «francesas cucamonas». De los desvaríos de la secta de Comella hizo plena justicia en una sátira en tercetos, compuesta casi al mismo tiempo que la Comedia Nueva. [1]

Por el mismo tiempo se imprimió en Segovia (1798), un singular Ensayo sobre la mejoría del Teatro: su autor, el poeta aragonés D. Juan Francisco del Plano, fecundísimo y no vulgar ingenio, aunque muy contagiado del prosaísmo de la época. [2]

Plano se queja de que «cada día se vayan añadiendo nuevos eslabones a la cadena de la imaginación que tan suya quiere ser siempre en los poetas»: declara altamente que «las reglas de Aristóteles son hoy inadmisibles, y que las unidades no fueron observadas por los griegos sino quebrantadas en favor de otras bellezas, sin lo cual se harían intratables muchos asuntos»: se muestra fogoso partidario de la tragicomedia «porque trata de pasiones serias [p. 452] acomodadas a sucesos y personajes cercanos al común de los espectadores»: censura los largos razonamientos de la tragedia francesa, fundado en que el drama vive sólo de situaciones: apela de las reglas a la sensibilidad de los oyentes: se rebela contra la censura oficial de los corregidores y contra la censura lega e incompetente de los comediantes, aceptando sólo la de un tribunal de poetas-filósofos: pinta como muy accesible la renovación del teatro nacional, si queremos volver los ojos a las riquezas acumuladas por Lope, Calderón y Moreto, etc., etc. Las ideas literarias de Plano eran tan atrevidas como sus ideas políticas, por las cuales sufrió larga persecución y destierro.

Este buen ingenio se arrojó a presentar en la escena de Valladolid (15 de Febrero de 1797) y de Zaragoza (18 de Enero de 1798) un ensayo de tragedia clásica pura, con coros y música vocal e instrumental, de suerte que remedase en algo los dramas griegos. Pero sus fuerzas eran desproporcionadas a tan difícil y casi imposible empresa, y aunque El Sacrificio de Calliroe llamó la atención y el favor del público por la extrañeza de la música coreada como en la antigüedad (así decían los carteles), y no faltó crítico que afirmase que nunca había visto la escena española un drama semejante a los de Sófocles y Eurípides, la obra cayó muy pronto en olvido, y ni siquiera se imprimió ni llegó a representarse en los teatros de la corte.

Plano había escrito en 1784 una Arte Poética en tercetos, cuya doctrina nada ofrece digno de particular memoria. En el estilo es muy desigual; pero se ve el conato de imitar a los Argensolas. La versificación de Plano es más abundosa que correcta, y no llega nunca a la perfección sostenida de sus modelos. Define la belleza por la reducción de la variedad a la unidad. Las ideas sobre el teatro son idénticas a las que expuso en el Ensayo en prosa:

                                          «Yo seguiré la fiel Naturaleza,
                                          No bajos y ridículos bosquejos
                                          Que hacen cavilación y sutileza.

                                          Me río de preceptos y consejos
                                          En obras donde el numen brillar debe,
                                          Si el ingenio los trajo de muy lejos.

                                          ....................................................

                                      [p. 453] Ni pienses, como muchos neciamente,
                                      Por lo que allá en su origen fué la escena,
                                      Sus leyes formar hoy menudamente.

                                      La antigüedad está de sombras llena;
                                      El tiempo todo lo confunde y muda;
                                      Lo que antes se amó mucho, hoy se condena.
                                      ...................................................................
                                       Lo que hace un siglo se llamó tragedia,
                                      ¿Quién sabe si así el Griego lo llamara?
                                      Y mejor lo diré de la comedia.
                                      ....................................................................
                                      A las cosas del día dar conviene
                                      Preceptos, no a las viejas y olvidadas...
                                      ....................................................................
                                       De aquí las unidades han nacido
                                      Que en opiniones necias y sutiles
                                      La cómica nación han dividido.

                                      No me cuido de máximas pueriles,
                                      Porque quita, tal vez, nimia finura
                                      Su valor a pinceles y buriles». etc., etc.

Las últimas obras críticas en que la escuela del siglo XVIII dió muestras de sí antes de la irrupción romántica, salieron de manos de varios proscritos españoles, que, unos por afrancesados y otros por liberales, tuvieron que abandonar el suelo patrio desde 1814 hasta 1820, o desde 1823 hasta 1834. En algunos miembros de ambas emigraciones se manifestó desde luego la tendencia romántica. Otros permanecieron fieles a la tradición clásica más o menos modificada, contándose, entre ellos, Marchena, Silvela, Pérez del Camino, Burgos, Hermosilla y Martínez de la Rosa, todos los cuales, a excepción del último, se habían manifestado antes tan partidarios de la causa francesa en política como en literatura. Las obras de estos ilustres humanistas cierran, por decirlo así, el largo período que vamos estudiando: son como el testamento de la escuela galoclásica, y por ellas mejor que por otra alguna pueden apreciarse las pérdidas y las ventajas que nuestra crítica había experimentado desde el tiempo de Luzán.

De estos escritores, el que a primera vista parece más original y temerario es el abate Marchena, personaje de novelesca y extrañísima vida, y de carácter tan fuera de lo racional y ordinario como su vida misma. En otro tiempo he escrito largamente [p. 454] sobre él, [1] y en alguna cosa he de repetirme. Las audacias de Marchena no fueron nunca literarias, sino sociales y religiosas. En literatura, su criterio era el de Boileau, y, por inverisímil que parezca, este hombre que en más altas materias llevaba hasta la locura su ansia de novedades, y sólo vivía del escándalo y por el escándalo, en materias de poesía era, como su maestro Voltaire, el más sumiso a los cánones de los preceptistas del siglo de Luis XIV, el más conservador y retrógrado, y el más rabioso enemigo de los modernos estudios y teorías acerca de la belleza del arte: «esa nueva obscurísima escolástica con nombre de Estética, que califica de romántico o novelesco cuanto desatino la cabeza de un orate imaginarse puede». Marchena era el primero que pronunciaba en castellano la palabra Estética, si bien para injuriarla. Él, como todos los volterianos rezagados, era falsamente clásico, a la manera de José María Chénier o de La Harpe, y para él Racine y Molière eran las columnas de Hércules del arte. A Shakespeare le llama lodazal de la más repugnante barbarie; a Byron ni aun se digna nombrarle; de Goethe no conoce o no quiere conocer más que el Werther. La fama de Chateaubriand, como poeta cristiano, le sacaba de quicio, y decía de Los Mártires que «son una ensalada compuesta de mil hierbas, ácidas aquellas, saladas estotras, y que juntas forman el más repugnante y asqueroso almedrote que gustar puede el paladar humano».

Marchena publicó en Burdeos, en 1820, con el título de Lecciones de Filosofía moral y Elocuencia, una colección de trozos selectos de nuestros prosistas y poetas, acompañada de un largo discurso preliminar y un exordio, en que teje a su modo la historia literaria de España, y nos da, en breve y substancioso resumen, sus opiniones críticas e históricas, y hasta morales y religiosas. Ya es de suponer, conocidas su procedencia, con qué criterio juzgaría Marchena nuestra cultura. Todo, o casi todo, le parece en ella excepcional y monstruoso. Restringido arbitrariamente el principio de imitación, entendida con espíritu mezquino la antigüedad (¿qué ha de esperarse de quien dice que Esquilo violó las reglas del drama, es decir, las reglas del abate D'Aubignac?), [p. 455] convertidos en pauta, ejemplar y dechado único los artificiales productos de una civilización refinadísima, flores por la mayor parte de invernadero, sólo el buen gusto y el instinto de lo bello podían salvar al crítico en los pormenores y en la aplicación de las reglas, y de hecho salvan alguna vez a Marchena. Pero es tan inseguro y contradictorio su juicio, son tan caprichosos sus amores y sus odios, y tan podrida está la raíz de su criterio histórico, que los mismos esfuerzos que hace para dar a su crítica carácter trascendental y enlazar la historia literaria con las vicisitudes de la historia externa, sólo sirven para despeñarle. Bien puede decirse que todo autor español le desagrada en el hecho de ser español y católico. No concebía literatura grande y floreciente sin espíritu irreligioso.

Este rabioso fanatismo de sectario, unido a la afectación de arcaísmo y de hipérbaton latino que hay en el Discurso preliminar, contribuyen a hacerle empalagoso e intolerable, e impiden que se perciban y estimen debidamente los luminosos destellos de talento crítico que entre sus infinitas aberraciones y rasgos de mal gusto alguna vez, aunque por breve espacio resplandecen. Tal es su concepto de la poesía «arte de imágenes»: tal el contraste que establece entre el arte inspirado por nuestra religión, «espiritual y abstracta», y el dictado por el paganismo clásico, «sensual, material y palpable». No admite que el arte sea imitación de la Naturaleza, sino selección de «lo más vigoroso y puro de ella», para formar con sus variados rasgos «verdaderos y existentes todos», el «tipo ideal, cuya concepción constituye el perfecto criterio teórico». Respecto de lo cómico, notó que la principal fuente de donaire en el Quijote consistía en «la oposición entre lo que realmente son en sí los objetos que se presentan al héroe, y el modo como él los considera» (la antítesis entre lo ideal y lo real, que ahora dicen). Todo el juicio de la inmortal novela está hecho de mano maestra. Ni son desacertadas algunas de las cosas que dice del teatro, empezando por convenir con esos tudescos (por él tan odiados) defensores del romanticismo o novelería, en que «cada pueblo debe pintar sus propias costumbres, y ornarlas con los arreos que más se adapten a la índole de su idioma, a las inclinaciones, estilos y costumbres de los nacionales».

[p. 456] Pero lo más notable de este discurso, por lo inesperado, es, sin duda, la apología de la excelencia poética del cristianismo, que, según Marchena, debe ser igualmente reconocida por el fiel creyente y por el incrédulo: «no proviene lo escondido de los arcanos de la religión de las densas tinieblas que la escurecen (sic), más si de los inexhaustos raudales de luces que de su centro destellan sin cesar, y que deslumbran y ofuscan los flacos ojos de los mortales: así es invisible el disco del sol mientras que con su luz contemplamos cuanto el mundo encierra». Lo que esta doctrina pudiera tener de antagónico con la impiedad de Marchena, lo salva él mediante una distinción entre la verdad poética y la filosófica. «La verdad poética está satisfecha cuando no desdicen las ideas del poema de las que establece la filosofía o religión en que está fundado». Aún pudieran citarse con elogio otros pedazos del discurso, v. gr., el hermoso paralelo entre Fr. Luis de León y Fr. Luis de Granada, que es el mejor trozo que escribió Marchena, por mucho que le perjudique la forma siempre retórica de la simetría y de la antítesis. Pero cuando al lado de estos rasgos brillantes tropieza uno, ya con afirmaciones gratuitas, ya con juicios radicalmente falsos, ya con ignorancias de detalle, ya con alardes intempestivos de ateísmo y despreocupación, ya con brutales y sañudas injurias contra España (tales como no han salido de la pluma de ningún extranjero), ya con vilísimos rasgos de mala fe; cuando se ve escrito, por ejemplo, que las obras de Santa Teresa y de todos nuestros ascéticos son una «cáfila de desatinos y extravagancias, disparatadas paparruchas, adefesios que excitan la indignación», no es posible dejar de cerrar el libro con enfado, lamentando hasta qué punto el desenfreno y la intolerancia de las malas pasiones puede cegar y corromper el juicio aun en hombres nada vulgares. [1]

El Discurso preliminar de la Biblioteca Selecta de Literatura Española publicada en Burdeos casi al mismo tiempo que la [p. 457] antología de Marchena, y ordenada por D. Pablo Mendíbil y D. Manuel Silvela, es mucho menos original y resuelto, pero más sensato que el estudio del famoso jacobino. Fué autor único de este discurso el Sr. Silvela, amigo y correligionario de Moratín, y fundador de un célebre establecimiento de educación en Burdeos y en París. No se encuentran en este discurso aquellas rarezas de estilo, aquella continua insolencia, aquel tono paradógico que prestan curiosidad y atractivo a ciertos trozos del estudio de Marchena. Pero la erudición segura, ya que no recóndita, la templanza y la rectitud de los juicios, siquiera no parezcan muy nuevos ni penetrantes, son dotes que realzan el discurso de Silvela hasta poder ser estimado como el mejor cuadro de conjunto que hasta entonces se hubiera trazado de nuestras letras. El mismo Bouterweck, aunque en algunos puntos ahonda más que Silvela (y que otros posteriores), demuestra estar muy desigualmente informado, y cae a la continua en crasos errores, que revelan hasta ignorancia de la lengua que se propone ilustrar. Rápido, como es, el trabajo del colector de Burdeos, no sólo tiene el mérito de haber enlazado nuestra literatura con las vicisitudes de la literatura general, en vez de considerarla de un modo aislado e infecundo (en lo cual ciertamente sigue las huellas del P. Andrés y de Bouterweck), sino que, gracias a este mérito, se levanta de vez en cuando a consideraciones de un orden trascendental y a apologías de sabor romántico, que ciertamente admiran en la pluma del huésped y más cariñoso amigo de Moratín. Así es que no sólo osa rebelarse contra la autoridad censoria de Boileau, declarando que no siempre son justas sus decisiones, sino que comprende que no es posible ejercer la crítica de una obra literaria sin tener en cuenta «las causas morales y políticas que la han determinado». A la luz de este sano y racional principio, estudia con simpatía los caracteres del ingenio español que él llama «disposiciones primitivas y determinantes, o efectos de las variedades de nuestra organización, o resultados de las impresiones constantes de los objetos que nos rodean»; disculpa nuestra tendencia a la hipérbole, ocasión de tantos donaires para los críticos franceses, «poseedores de una lengua que acaso es esencialmente antipoética», y, por último patrocina, aunque con excesiva timidez, [p. 458] los derechos de la imaginación en el teatro, contra los partidarios de las tres unidades. Lejos de él «autorizar el desorden, ni, a título de diferencias locales, entronizar la confusión y el delirio»; pero entiende que los verdaderos principios, las verdaderas reglas dramáticas, no se han formulado aún, y que las que pasan por tales no tienen más fundamento que «un espíritu de imitación, las más veces infundada y servil». No hemos de creer que los antiguos «apuraron todos los medios de agradar». «No nos esclavicemos por la imitación, ni juzguemos del desarreglo de los otros por la multiplicidad de las reglas caprichosas de insulsos preceptistas... No quisiéramos que, a fuerza de agarrotar el ingenio y de clamar por la verisimilitud y regularidad, el mundo hermoso e ideal de los poetas fuese sustituído por el mundo melancólico de los filósofos. En el drama, por ejemplo, ¿no pudiera darse mayor ensanche a esas decantadas unidades de lugar y de tiempo? Reflexionemos que no podemos nunca sustraerle a su verdadera naturaleza, que es la de ser una ficción, en la que partimos ya de una infinidad de supuestos bien inverisímiles.» La libertad que Silvela reclama no es gran cosa ciertamente: se reduce a «extender un poco el imperio de la ficción, y dar a los poetas la facultad de variar el lugar de la escena, desde el campo de Marte al Capitolio, y en lugar de veinticuatro horas, el ensanche necesario para que no puedan hacerse ridículamente chocantes ni la duración ni las distancias». Pero por algo se empieza, y no le faltaba razón al inexorable Moratín para calificar tales opiniones de laxas y muy próximas a la herética pravedad, y a su autor (a quien quería entrañablemente) de «casuista, que, a fuerza de epiqueyas, tiraba a viciar con máximas corruptoras la moral dramática». En las frecuentes y chistosas polémicas que sobre el asunto sostenían, él llamaba a Silvela «un Escobar», [1] y Silvela a él «un P. Cóncina». Y como la amistad no era entre ellos obstáculo a la diferencia de opiniones, alguna vez llegaba a argumentarle ad hominem, y querer persuadirle que la nimia austeridad de las reglas había esclavizado su propio ingenio. Gran parte del discurso [p. 459] que precede a las comedias de Moratín está escrito para contestar a Silvela, que, fiel a su conciencia literaria, ni aun así quiso darse por convencido, y empezó a desarrollar sus ideas en una especie de Poética, de la cual dejó manuscritos dos largos capítulos. [1]

No es posible dejar en olvido, por más que su doctrina literaria ninguna novedad ofrezca, al aventajado humanista don Manuel Norberto Pérez del Camino, que en 1829 dió a la estampa en Burdeos una Poética en seis cantos y en octavas reales, escrita (según él dice) siete años antes que la de Martínez de la Rosa, y no indigna de ponerse a su lado, si sólo se atiende al mérito del estilo y de la versificación, que generalmente es robusta y sonora, y a veces magistral y pintoresca. Como preceptista, Camino no ofrece más interés que el de representar el punto extremo a que llegó la escuela galo-clásica en algunos españoles. Era tan afrancesado en literatura como en política. Declara haberse aprovechado de Aristóteles, de Horacio y de Jerónimo Vida; pero su principal oráculo es, sin duda, Boileau, a quien traduce literalmente en muchos puntos, copiando de él y hasta exagerando las diatribas contra el teatro español:

                                      «Héroe en el primer acto tierno infante,
                                      Te sorprende barbado en el segundo,
                                      ...............................................................
                                      Nuestros Padres, más libres que groseros,
                                      O por triste indigencia subyugados,
                                      Dejando del buen gusto los senderos,
                                      Caminos escogieron desusados.
                                       Por lauros, si usurpados, lisonjeros,
                                      Por extraños y propios deslumbrados,
                                      En un monstruo el poema convirtieron,

                                      [p. 460] Que Menandro y Terencio esclarecieron.
                                      ......................................................................
                                      Al fin de la razón la lumbre clara
                                      Las nieblas disipó de estos errores.
                                      La España en los que asombros aclamara,
                                      Sólo vió del teatro corruptores
                                      .....................................................................
                                       Tú no sigas insano a tus abuelos,» etc., etc.

En general, los preceptos estéticos de Pérez del Camino no se levantan un punto sobre el nivel vulgar: sólo los realza la expresión, que suele ser feliz. Asociar el arte al ingenio; crear y pintar, porque en ambas cosas consiste la poesía; formarse, a par del gusto, oído fino; cultivar laboriosamente el instinto de lo bello, desarrollar sus gérmenes por medio de la lectura y de la reflexión, y transformar de esta suerte el instinto en hábito; convertir la memoria en una galería de imágenes; aspirar de sabio a la alta gloria, si se aspira a la fama de poeta: tales son los principales artículos de la fe literaria de Perez del Camino:

                                      «Formado así tu gusto, y con secreta
                                      Grave meditación fortalecido:
                                      Rica de hermosas tintas tu paleta
                                      Y de armónico son rico tu oído;
                                      Lleno tú de alta ciencia, como atleta
                                      Que de potentes jugos se ha nutrido,
                                      Con más seguro pie, con vigor nuevo,
                                       Puedes el monte hollar del sacro Febo.»

Véase en qué terminos procura concordar el principio de lo ideal con el de la imitación de la Naturaleza:

                                      «Y esté siempre a tu espíritu presente
                                      Que la Naturaleza es tu dechado,
                                      Y que debe el poeta en lengua hermosa
                                      Imitar su riqueza portentosa.

                                      Cuantos ofrecen monstruos y primores
                                      El ancho suelo, el claro firmamento,
                                      Astros, fieras, saber, gozos, dolores,
                                       Todo puede imitarlo un suave acento:
                                      Todo un numen feliz en sus ardores,
                                      Cantando al son de armónico instrumento,
                                      En cuadros de artificio deleitable,
                                      Bello lo puede hacer y hacer amable.

                                      [p. 461] Mas esta imitación, al Pindo cara,
                                      Se oculta del copiante a la rudeza:
                                      A par tal vez de la verdad más rara,
                                      Muestra lunares mil Naturaleza.
                                      De la sublime perfección avara,
                                      Si del todo la ostenta en la grandeza,
                                      Parca en los individuos la reparte,
                                       Y aun sólo, al que más da, dale una parte.

                                      Róbala quien la imita este secreto;
                                      Nota las perfecciones esparcidas,
                                      Y las que le presenta cada objeto
                                      Las ofrece en sus cuadros reunidas:
                                      Así el griego escultor tomó discreto
                                      La majestad, las gracias esparcidas,
                                       Que en uno vió brillar y otro semblante,
                                      Y respiró en su mármol el Tonante.

                                      No Aquiles, cual se canta denodado,
                                      Ni a Troya cual se canta fué funesto;
                                      Dominando el poeta lo creado,
                                      Formó, escogiendo, el singular compuesto:
                                      Así cuanto me des sea trazado,
                                      Parto ideal, pero posible; en esto
                                       La belleza poética consiste...»

Todo el resto del poema se resiente de la misma confusión y superficialidad de nociones estéticas. Hasta principios inconcusos como el de la unidad (simplex dumtaxat et unum) le llevan a consecuencias críticas, absurdas y falsas, que Horacio hubiera rechazado de fijo. Así le vemos desatarse en el texto y en las notas contra lord Byron, a quien considera «jefe de la secta literaria llamada romántica, secta absurda, que se distingue sobre todo por la incoherencia de las ideas y por la falta de plan»; y se lisonjea (¡en 1829!) con la idea de poder preservar a la juventud de sus oropeles. Aconseja el estudio de los griegos y de los romanos: advierte que debe huirse de la Edad Media hasta llegar al Petrarca (nada de Dante), y luego estudiar a los italianos y españoles del siglo XVI; pero sobre todo a los franceses de la época de Luis XIV:

                                      «La edad de la barbarie tenebrosa
                                      Huye veloz sin detener tu paso,
                                      Y a la edad te transporta venturosa
                                      Do renace entre escombros el Parnaso.
                                      .............................................................

                                      [p. 462] Del Sena a la ribera vuela luego,
                                      Del gran Luis a la corte celebrada...
                                      .............................................................
                                      Nunca el romano circo, nunca el griego,
                                      A gloria más solemne y admirada
                                      El zueco y el coturno alzados vieron,
                                      Ni más claros intérpretes les dieron».

Como documento histórico, la Poética de Pérez del Camino tiene particular interés. Es el testamento de una escuela que se empeñó en sobrevivirse a sí misma. Y quizá a su propia intolerancia y franqueza debe su mérito poético, el cual es tal, que, a no haberse sometido el autor a las cadenas de la octava, que (diga él lo que quiera) es la versificación más impropia para un poema didáctico , y , a haberse podido mover con más desembarazo, dando a su estilo más igualdad y a sus reglas más precisión y evidencia, competiría, no ya con Martínez de la Rosa, sino con el mismo Boileau, por el vigor dogmático de la sentencia. [1]

La Poética de Camino apenas fué leída ni influyó en España. No así las dos obras de que ahora vamos a tratar, aunque brevemente, por lo mismo que son tan conocidas y estimadas, y que su influencia ha sido enorme en nuestra enseñanza. Me refiero al Arte de hablar de don José Gómez Hermosilla y a la Poética de don Francisco Martínez de la Rosa, base de cuantas retóricas y poéticas se han venido escribiendo para la enseñanza elemental hasta estos últimos tiempos, en que las nuevas teorías estéticas, ya triunfantes en las esferas superiores de la enseñanza y en el común sentir de los críticos, han comenzado a penetrar, aunque tibia, perezosa y confusamente, en el recinto antes cerrado de [p. 463] las cátedras de humanidades, formando a veces monstruosa amalgama con lo peor de la rutina antigua.

El Arte de hablar en prosa y verso (título extravagante que provocó las burlas de Gallardo y otros) es un libro algo pedestre, pero muy bien hecho dentro del criterio empírico y materialista que su autor aplicaba por igual a la literatura, a la filosofía, al derecho público y a cuantas materias trató su pluma. La grande influencia de Hermosilla como preceptista de la fracción más extremada y recalcitrante del neoclasicismo ha sido en parte, útil, y, en parte no menor, dañosa. Es evidente que se inspiraba en el Arte de escribir de Condillac, de quien toma sus minuciosos análisis de pensamientos, expresiones, formas de lenguaje, etcétera. Su estilo tiene las mismas condiciones de precisión, limpieza y sequedad que caracterizan a los ideólogos franceses. Pero Hermosilla supo hacerse propia la doctrina y acomodarla a nuestra lengua mediante una multitud de consejos de utilidad práctica, más gramatical sin duda que literaria, pero indispensable siempre para todo el que, aspirando o sin aspirar a otras bellezas mayores, comprende que la primera condición de todo escrito es que las palabras traduzcan con exactitud el concepto. Los cuatro primeros libros de la obra de Hermosilla son dignos de toda alabanza bajo este respecto: su tratado de las expresiones y el de la composición o coordinación de las cláusulas, quizá no tienen superior en ninguna Retórica castellana. Todo esto es trivial, mecánico enfadoso: convenimos en ello; pero necesario. Es la parte de oficio de que no es posible prescindir en ningún arte, pero a la cual tampoco conviene dar más importancia de la que tiene, ni mucho menos una importancia exclusiva, reduciendo a ella toda la teoría literaria. Sus juicios son de gramático, no de estético: mide los pensamientos y las imágenes con la vara de un mercader de paños: los rasgos más sencillos de estilo figurado le escandalizan y le parecen verdaderas transgresiones contra la ruin lógica y la pobre ideología que él profesaba. Aplica muy formalmente a la crítica de los versos de Lope las teorías de Destutt-Tracy, que había querido castrar el entendimiento humano reduciendo toda Filosofía y todo arte al arte de la Gramática. De aquí los yerros de Hermosilla, su formulismo exclusivo e intransigente, la importancia desmedida que concede a los signos del pensamiento, [p. 464] su apreciación casi mecánica de los productos del ingenio, su calculado desprecio a toda especulación metafísica acerca de la belleza, y el rastrero sensualismo que asoma en su obra las rarísimas veces que intenta penetrar en el campo filosófico. Inconsecuente con su escuela, definía el arte «colección o serie de principios verdaderos, inmutables y fundados en la naturaleza misma del hombre» pero no se tomaba el trabajo de decirnos cómo podía fundarse en la naturaleza humana la inmutabilidad de estos principios, ni cuál era la razón que legitimaba su verdad, puesto que no se trataba de axiomas matemáticos, sino de verdades segundas, de las que pueden y deben ser demostradas. Parece que alguien hizo notar a Hermosilla esta laguna, y en un apéndice trata de llenarla, pero confundiendo miserablemente las reglas técnicas, y hasta las reglas científicas y extrañas al arte (aunque el arte las presuponga), con los principios estéticos propiamente dichos. Nos enseña, por ejemplo, que «las reglas de la Arquitectura están fundadas en las eternas verdades de la Geometría, y las de la Pintura en las de la Óptica y Perspectiva». Como si la Pintura fuera alguna aplicación de la linterna mágica, o la Arquitectura algún tratado de albañilería. Y luego se empeña en persuadirnos que son verdades que forzosamente se deducen «de la naturaleza misma de las potencias intelectuales y morales del hombre» principios como estos, tan menudos y tan discutibles: «que en las tragedias la acción ha de ser extraordinaria», «que en el poema épico los personajes secundarios han de ser generalmente buenos, etc.», etc. De estas y otras reglillas por el estilo, unas triviales y otras caprichosas, se atreve a decir Hermosilla que «están como envueltas en la esencia misma de la racionalidad del hombre», condecorándolas además con el epíteto de «decisiones de la sana razón». La razón de quien no las admita está evidentemente enferma. Y de hecho Hermosilla trata como locos a todos los que se aparten de ellas: lanza atropelladas censuras sobre los más venerandos monumentos del arte nacional: da a Calderón el epíteto de calenturiento: ataca sañudamente la memoria de Lope y de Valbuena en cuantas ocasiones le parecen oportunas, y aun muchas sin venir a cuento; y, finalmente, recopila en ocho famosas razones toda su ira y todo su desprecio contra el metro castellano por excelencia, el romance, que califica de jácara y de [p. 465] poesía tabernaria, así como de canijos y copleros a sus cultivadores. Esta enemiga de Hermosilla tiene explicación harto fácil. Meléndez había hecho muchos y muy buenos romances, no ya sólo amatorios y descriptivos, sino de la especie lírica más elevada, el de la tempestad, por ejemplo. Hermosilla sale de juicio ante la idea para él nefanda de que pueda escribirse una verdadera oda, y hasta una verdadera epopeya, en romances. ¡Quién le hubiera dicho a Hermosilla que ya había en Alemania un Jacobo Grimm que sotenía y probaba que el romance no era otra cosa que el metro épico de diez y seis sílabas, el más amplio de todos los métodos épicos modernos, el que más cerca está del exámetro antiguo! ¡Y cuánto se hubiera asombrado él, que, en són de parodia, traducía en romance el principio de la Ilíada, de ver trozos de la misma Ilíada puestos por Littré en alejandrinos de cantar de gesta! Menos de cuarenta años han bastado para que todo el mundo comprenda lo que hubiera parecido una blasfemia a los antiguos helenistas como Hermosilla, es decir, que los bárbaros poetas franceses y castellanos de la Edad Media son mucho más homéricos que el elegantísimo Virgilio.

Alguien habrá creído, en vista de lo expuesto, que Hermosilla carecía de todo sentido estético. Nada más lejos de la verdad, sin embargo. Hermosilla prescinde de la Estética, por sistema, o por temperamento empírico; no porque le faltasen condiciones para cultivarla: su apéndice sobre el gusto lo prueba con toda evidencia. Ese apéndice no desentonaría en ningún tratado espiritualista. Hermosilla defiende con sumo calor y copia de raciocinios que «hay en las composiciones literarias cosas que son en sí mismas buenas o bellas, independientemente del aprecio que merecen al que las lee» y del juicio que de ellas forma, y niega que «la aptitud para distinguir lo malo de lo bueno, lo feo de lo hermoso en materias literarias, sea una facultad puramente mecánica, debida a la sola sensibilidad». Y, sin embargo, para él la idea de la belleza se reducía a la pura sensación. Pero en esta parte hace manifiesta traición a sus opiniones: la fuerza de la verdad le arrastra, sin que él se dé cuenta de ello, a todo género de concesiones ontológicas, hasta admitir una belleza que «lo sería aunque todo el género humano dijese que no», un modelo ideal, un tipo primordial, tan inmaculado y tan perfecto como el [p. 466] de los platónicos. Una cosa es lo bello y lo deforme real y en sí, y otra muy distinta la impresión que en nosotros hace cuando nuestro órgano intelectual está viciado. Hay en el gusto un placer o un desagrado que puede depender de la organización física (añade Hermosilla); pero «el distinguir en el objeto agradable o desagradable lo que produce estas respectivas impresiones, y el decidir si se deben a las cualidades reales del objeto o a nuestra particular disposición», es obra del entendimiento. El sentir confusamente la belleza pertenece tal vez a la sensibilidad: el conocerla es oficio propio de la razón discursiva. No puede darse doctrina más verdadera, sólida y ancha.

Pero Hermosilla se cuida poco de la consecuencia y trabazón de sus opiniones. Su libro, a pesar de las exageradas pretensiones que afecta, tiene (sobre todo en el segundo tomo) mucho de centón o rapsodia. Las Lecciones de Blair están saqueadas a manos llenas en todo lo relativo a la teoría de los géneros literarios. Cosa verdaderamente digna de ponderación en Hermosilla, que tan sangriento odio profesaba a los secuaces de la escuela salmantina, a los cuales servía de código el libro del profesor escocés traducido por Munárriz. [1]

[p. 467] Las excelentes condiciones didácticas del libro de Hermosilla, su claridad y su método, unidas al apoyo oficial de que él y otros afrancesados disfrutaban en los últimos años de Fernando VII, hicieron que el Arte de hablar se entronizase en la enseñanza con irritante monopolio. El autor era secretario de la Inspección general de Estudios (cargo que casi equivalía al de director de Instrucción pública en nuestros días), y le costó poco lograr una real orden (de 19 de Diciembre de 1825) que declaró su libro texto único y forzoso para las cátedras de Humanidades, sustituyendo al Blair de Munárriz, que hasta entonces había gozado del mismo escandaloso privilegio. Aunque el de Hermosilla duró sólo hasta 1835, suponemos que en estos diez años debió de ser para su autor un río de oro.

Pero si la protección del Rey, muy bien hallado entonces con los fautores del despotismo ilustrado, bastó para enriquecerle, no así para tapar la boca a sus adversarios, que se arrojaron feroces sobre el libro, y aun sobre la persona del autor, a quien su genio atrabiliario hacía aún más odioso que el recuerdo de sus veleidades políticas. Los pocos que quedaban de la escuela salmantina acogieron con una tempestad de folletos y de sátiras el libro de Hermosilla. Movíales a ello la enemistad política, cada vez más encarnizada, entre los afrancesados prepotentes y los liberales, entonces en desgracia, y tan fiera y deslealmente atacados por Hermosilla en su jacobinismo; pero incitaba aún más a los discípulos de Meléndez el desdén y afectado olvido de Hermosilla hacia su maestro; aquel empeño interesado y ciego de poner a Moratín por dechado de toda perfección; las alusiones, poco embozadas, contra Cienfuegos, y el ensañamiento con Valbuena y con los Romances, sólo porque Quintana había ensalzado a uno y a otros en su colección de poesías selectas. Salieron, pues, a luz [p. 468] hasta dos o tres opúsculos anónimos, no mal escritos ni razonados, en que se ponían de manifiesto los errores y contradicciones de Hermosilla. Y mientras un chusco preguntaba en un ovillejo, aludiendo al raro título del Arte de hablar:

                                      «¿Quién da para hablar cartilla?
                                        Hermosilla»,

corría por Madrid el siguiente epigrama, que al ofendido autor hubo de serle doblemente doloroso, por ser parodia de otro de su ídolo Moratín:

                                      «¿Veis a Hermosilla escuálido, estropeado,
                                      Tuerto, deforme, feo por esencia?
                                      Pues lo mejor que tiene es la presencia.

Ni fueron sólo los discípulos de la escuela de Salamanca los conjurados contra la intransigencia de Hermosilla. Con ellos hicieron causa común los eruditos amantes de nuestra antigua literatura y los campeones del naciente romanticismo, comprendiendo los daños que iba a causar la promulgación oficial de aquel código inflexible, en que se desestimaba y proscribía lo más bello y espontáneo del arte nacional. Los traductores del Bouterweck (Cortina y Ugalde) salieron a la defensa de los romances, calificando de rapsodia el Arte de hablar y de autor de centones a Hermosilla. Gallardo apuró el vocabulario de los dicterios con ocasión de lo que él llamaba Arte de hablar disparates, así en el folleto de gladiador que tituló Las letras, letras de cambio, o los mercachifles literarios, como en otros papeles volantes que por aquellos años salieron de su acerada pluma. El sabio y mesurado don Agustín Durán, en su Discurso sobre el influjo de la crítica moderna en la decadencia del teatro español, primer escrito en sentido romántico que vió la luz en nuestro suelo después del silencio de Bohl de Faber y de la desaparición de El Europeo en 1824, se opuso con más alto sentido crítico que el que alcanzaba Gallardo a lo que él llamaba el análisis prosaico propio de almas de pedernal, y redujo fácilmente a polvo las razones de Hermosilla contra los romances, con sólo insertar, acompañado de algunas notas críticas, el bellísimo de Angélica y Medoro. Y cual si todo esto no bastara, años después, el Duque de Rivas, ingenio español [p. 469] de pura raza, creyó conveniente hacerse cargo, en el prólogo de sus bellísimos Romances Históricos, de las doctrinas de Hermosilla sobre el particular, demostrando teórica y prácticamente la sinrazón y falta de gusto con que se llamaba jácaras a tan portentosas creaciones, y canijos a los ignorados y modestos ingenios que tales maravillas produjeron. A estas refutaciones y a las enseñanzas de Lista se debió el que en parte se atajara el mal causado por la crítica estrecha de Hermosilla, que, por otra parte, llegó un poco fuera de tiempo y cuando la batalla romántica estaba ya casi ganada.

Todavía puede esto decirse con más rigor de un libro póstumo de Hermosilla, que no vió la luz hasta 1845, y esto, no en España, sino en París, publicado por don Vicente Salvá, que en su prólogo comienza por desacreditarle. Sólo en América logró algunos lectores. Se titula Juicio Crítico (sic) de los principales poetas españoles de la úItima era, y tiene por objeto único encaramar el nombre de don Leandro Moratín, como poeta lírico, sobre todos los poetas pasados, presentes y futuros, persiguiendo con una ferocidad sin límites, que raya en lo chistoso y en lo increíble, el nombre de Meléndez y el de Cienfuegos. No puede darse crítica más pobre, más ciega, más apasionada, más contradictoria y pueril, como toda crítica que no pasa de los ápices gramaticales ni se digna penetrar un momento en el alma del poeta. Su misma admiración por Moratín no es sensata ni razonada, y se funda en los motivos más pequeños y ridículos, concediendo igual importancia a un epigrama insulso, o a un cumplimiento áulico, que a la magnífica elegía A las Musas, a la epístola A Lasso o a la oda A la Virgen de Lendinara. Yo creo que una gran parte de la prevención que generalmente reina contra Moratín, proviene de haber tenido tan frenéticos y desatentados admiradores.

El Juicio Crítico (pleonasmo intolerable en un helenista como Hermosilla) yace enterrado para siempre bajo el peso de las refutaciones críticas que hicieron en España don Juan Nicasio Gallego, y en América don Andrés Bello. Pero como curiosidad de historia literaria, no es cosa tan baladí, y, además, contiene observaciones gramaticales y métricas que no carecen de utilidad, con tal que los principiantes, al ir a buscarlas en el libro procuren no contagiarse con aquel modo feo y pedantesco de [p. 470] crítica, ni confundir el cuidado de la pureza gramatical con la mala educación y la grosería. [1]

Para nosotros, el verdadero mérito de Hermosilla está en sus trabajos de helenista, en su laboriosa traducción de la Ilíada, ni leída, ni entendida, ni apreciada por los literatos contemporáneos suyos, sin excluir los más ilustres. Hoy bien podemos decir, con el sabio helenista don Juan Valera, uno de los pocos españoles que tienen voto en estas cosas, que la traducción de Hermosilla, tal cual es, excede a la traducción inglesa de Pope y a todas las francesas (excepto la de Leconte de Lisle, posterior al tiempo en que escribía esto el señor Valera), y sólo cede a la alemana de Voss y a la italiana de Monti. Hermosilla adolece de algunos defectos inherentes a todos los humanistas antiguos; se permite, aunque menos que otros, suprimir epítetos de fórmula, y más comúnmente embeberlos en algún largo rodeo; pero en general respeta las principales condiciones del estilo homérico; no teme repetir palabra por palabra los discursos de los heraldos, y se esfuerza por acercarse a la llaneza y naturalidad del lenguaje épico. Pero como su alma no era poética, fácilmente cae en lo desmayado, en lo trivial y en lo prosaico, que de ninguna manera han de confundirse con la divina sencillez del rapsoda heleno. Sus versos suelen carecer de armonía y de número, pero también los hay muy felices y hasta magníficos. En conjunto, y salvas desigualdades inevitables en un trabajo tan largo, el tono, lenguaje y colorido poético son muy superiores a lo que pudiera esperarse de un tan helado preceptista como Hermosilla. Si esta traducción hubiera sido leída cuando apareció en 1831, Hermosilla habría sido, a su manera, uno de los más eficaces removedores de la opinión en materias poéticas, e indirectamente uno de los fautores del romanticismo, a fuerza de volver al clasicismo [p. 471] primitivo y verdadero. Pero los poetas de aquel tiempo, o no leían a Homero, o le leían pésimamente traducido en prosa francesa, lo cual es peor que no leerle de ninguna manera.

Desgraciadamente, Hermosilla, a pesar del mucho griego que sabía y de los aciertos que hay en su traducción, se fué al otro mundo, no sólo creyendo en la existencia personal de Homero (que esto poco importa, y es cuestión opinable), sino creyendo con entera buena fe que Homero había sido un poeta culto y de escuela, ni más ni menos que Virgilio o el Tasso, y de ninguna manera un cantor popular. Hermosilla no dudaba que si Homero cantó alguna vez en público, sería por su gusto o por complacer a los reyes que le protegían, pero de ninguna manera como oficio y para ganarse el sustento. Afirmaba, por de contado, la absoluta unidad de composición en los dos poemas, y no dudaba ni un instante que se hubiesen transmitido a nuestros días tales como los escribió su autor, porque tampoco sospechaba que Homero no hubiese sabido escribir. ¿Cómo no, si había estudiado muy detenidamente las reglas del arte, sin duda en algún manual por el estilo del Arte de hablar, y había tenido por catedrático (sic) a un tal Femio, director de una Academia de Literatura en Esmirna, semejante, sin duda, al colegio de San Mateo en que Hermosilla enseñaba su Gramática general?

Este falso y extravagante concepto de la poesía homérica no ha viciado la traducción de Hermosilla tanto como pudiera creerse, pero hace realmente intolerable la lectura de su Examen de la Ilíada, que ni una sola vez se levanta más allá de la vulgar retórica, y aparece completamente extraño a todas las grandes cuestiones exegéticas, lingüísticas, mitológicas, históricas y estéticas, sobre las cuales, entonces con más calor que nunca, batallaban los filólogos de otras partes alrededor del texto de Homero. Para Hermosilla no existen ni los Prolegómenos de Wolff, que ya tenían más de cuarenta años cuando él escribía, ni mucho menos los trabajos de Lachmann, que tan enormemente influyó, convirtiendo en positivo el método puramente negativo y demoledor de Wolff; ni mucho menos pudo hacerse cargo de la reacción antiwolfiana que ya apuntaba en su tiempo y que ha acabado por arruinar en gran parte las paradojas del gran maestro de los helenistas germanos. No parece sino que en España, desde principios [p. 472] del siglo, nos habíamos incomunicado con el resto del mundo.

Y lo más raro y digno de notar es que esta incomunicación se extendiese a algunos de los más doctos varones que formaron parte de la segunda emigración española de 1823, y que escribían en París o en Londres, en medio del mayor movimiento y efervescencia de las ideas críticas. Pero es lo cierto que éstas apenas habían labrado nada en el espíritu, por lo demás tan ecléctico y tan inclinado a la tolerancia, de don Francisco Martínez de la Rosa, cuando en 1827 hizo salir de las prensas de Didot una Poética castellana en silva y en seis cantos, acompañada de largas anotaciones y apéndices que llenan dos volúmenes y constituyen un verdadero curso de literatura castellana. [1] Martínez de la Rosa no era un clasicista fanático. Figurará por derecho propio en la última parte de nuestra historia como uno de los primeros que en nuestro teatro hicieron triunfar el romanticismo: en la práctica con su Aben-Humeya y su Conjuración de Venecia, en la teoría con su discurso sobre el drama histórico. Ya en otra parte, juzgando largamente a Martínez de la Rosa, le presenté como un poeta de transición, que alcanza en nuestras letras lugar parecido al de Casimiro Delavigne en Francia. Pero cuando escribió la Poética, aún no había sonado para él la hora de la emancipación. No en forma violenta y agresiva como Hermosilla (porque esto no cuadraba con su índole mansa y benévola), sino con templanza, moderación y sensatez, con aquella flor de aticismo y de cultura que le caracterizó siempre, el elegante ingenio granadino profesaba en su código poético principios enteramente iguales a los de Boileau, no sólo en aquello que la Poética de Boileau tiene de eternamente verdadero y de racional, sino en lo mucho que tiene de convencional y de arbitrario. La mesura y la discreción de Martínez de la Rosa, el fino temple de su gusto, que le hace detenerse a tiempo y no exagerar brutalmente ningún principio, como los sectarios vulgares, contribuyen a que este defecto se perciba menos, al paso que la abundancia de selectas citas castellanas esparcidas en las notas dan cierto sabor nacional a una obra cuyos elementos son evidentemente de importación [p. 473] extranjera. Bajo el aspecto de las doctrinas estéticas poco hay que aplaudir en la Poética de Martínez de la Rosa, que en este punto de la filosofía del arte representa, lo mismo que Hermosilla, un retroceso sensible respecto de las altas y comprensivas ideas que hemos visto desarrolladas en un proceso verdaderamente científico por Luzán y por el abate Arteaga. En estos otros libros del tiempo de Fernando VII, todas las nociones generales adolecen de una superficialidad y vaguedad extraordinarias. Nunca habían descendido tanto los estudios filosóficos en España, y era forzoso que todas las ramas del saber se resintiesen de esta decadencia especulativa. Martínez de la Rosa maneja con cierta habilidad diserta y agradable los términos fantasía, ingenio, naturaleza bella, imitación, buen gusto, proporción, unidad, enlace, sencillez, pero como fórmulas vacías de contenido, y sin cuidarse de seguir el desarrollo lógico de tales ideas ni de enlazarlas en forma de sistema. Admite la doctrina del ejemplar ideal, pero no en el sentido de idea pura, sino de prototipo formado por selección entre las partes bellas de los objetos naturales, a la manera que Zeuxis lo ejecutó con las vírgenes de Crotona:

                                      «Desdeñando sacar una vil copia
                                      Con baja esclavitud, libre campea
                                      El ingenio creador, compara, elige,
                                      Forma de mil objetos una idea,
                                      Y ornando a su placer su propia hechura,
                                      Émulo de natura,
                                      La iguala, la corrige, la hermosea.

                                       Así diestro pintor no copia a Silvia,
                                      La hija más bella de su patrio suelo,
                                      Al retratar la hermosa Citerea:
                                      De una y otra beldad forma en su mente
                                      De la alma Diosa el ideal modelo,
                                      Al lienzo le traslada, le da vida,
                                      Y a su ingenio divino,
                                       No a Jove ni a las Gracias debe Venus
                                      Su airoso talle y rostro peregrino».

Reduciendo a compendio las ligeras indicaciones de Martínez de la Rosa, diremos que para él las dos facultades artísticas son la ardiente fantasía y el ingenio creador, las cuales, contemplando el propio, el solo, el único modelo de la bella naturaleza, e [p. 474] imitándolas sin caer en copia servil, sacan a luz los partos prodigiosos de la invención, regulados siempre por el buen gusto. Este buen gusto no se adquiere ni por áridos preceptos ni por sutiles raciocinios, sino que se nutre con la contemplación de bellísimos modelos, especialmente griegos y romanos:

                                      «Parece que a los griegos venturosos
                                      Mostró Naturaleza
                                      Su nativa belleza,
                                      Y ellos sencilla, pura,
                                      Sin arte ni atavíos,
                                      Cual ciegos amadores
                                      Presentaron desnuda su hermosura».

Fiel a su temperamento equilibrista, en literatura como en política, hace consistir la belleza en un medio entre la variedad y la unidad, a la manera que hacía consistir el óptimo gobierno en un medio entre la libertad y el orden. La expresión medio es impropia en ambos casos, puesto que no se trata de términos antitéticos, sino de conceptos inferiores que se armonizan bajo otro superior; pero todavía es más inexacta cuando se aplica a la belleza, que por su esencia misma no es medio, sino fin, ni depende de otra cosa alguna, ni dice relación a ella, sino que tiene en sí su propio y sustantivo valor, pudiendo calificarse la unidad y la variedad de elementos componentes suyos, pero no de extremos entre los cuales se mantenga equilibrada.

A pesar de su alejamiento de las especulaciones metafísicas, Martínez de la Rosa ha tomado algunas ideas del excelente libro de Arteaga. Siguiendo las huellas de aquel sabio jesuíta, nos enseña que «por la palabra hermosear no se entiende otra cosa sino dar a cada objeto la mayor perfección posible en cualquier género que sea, pues un objeto horroroso puede ser tan bello en este sentido como el más agradable. Las espantosas sierpes pintadas por Virgilio saliendo del mar para acometer a Laoconte, son tan bellas en poesía, como el pajarillo de Lesbia celebrado por Catulo (son mucho más bellas, debió decir Martínez de la Rosa, si no le hubiera extraviado su gusto anacreóntico, aniñado y madrigalesco); y, pasando de lo físico a lo moral, el parricida Orestes no es menos bello en la imitación dramática que el inocente Hipólito».

[p. 475] Del mismo Arteaga o de Capmany, que a su vez lo había tomado de los psicólogos escoceses, recibe Martínez de la Rosa la consideración del buen gusto como un sentido interno, por medio del cual apercibimos instantáneamente (y sin que aparezca siempre el juicio) las bellezas o los defectos de una obra artística.

También expuso con bastante lucidez la doctrina del plan y de la unidad de composición, principio común a todas las artes imitadoras, aunque no toma en cuenta las diferencias de cada arte según sus medios de expresión. «Deben todas las partes concurrir en un sólo punto, como todos los radios de un círculo en un centro; pero si se quebranta esta regla, el ánimo se embaraza, afanándose por percibir de una vez las relaciones que unen las diversas partes».

La sección de esta Poética relativa al drama no anuncia de ninguna suerte el autor de las tentativas románticas ya mencionadas. Es más, parece imposible que se haya escrito después del curso de Guillermo Schleguel, o después de la irrebatible y profundísima carta de Manzoni contra las unidades dramáticas. Martínez de la Rosa, no sólo las acepta en todo su rigor, sin hacerse cargo para nada de los argumentos de sus impugnadores, como si las cosas estuviesen en el mismo pie que en tiempo de Boileau o de Corneille, sino que se pierde en un laberinto de discusiones pueriles sobre la mayor o menor extensión que puede darse el plazo fatal de las veinticuatro horas y sobre el modo de distribuir en los entreactos las horas que exceden de la medida; y en cuanto a la unidad de lugar (jamás soñada por los antiguos), toda su tolerancia se reduce a permitir que se mude la escena dentro de un espacio reducido: v. gr.: una plaza, un templo, el «interior de un palacio, y todavía mejor si se encierra toda ella en las varias partes del mismo edificio». La crítica dramática de Martínez de la Rosa en 1827 no iba ni dos dedos más allá que la de Moratín y de La Harpe. Su mayor arrojo consiste en haberse opuesto a la prescripción necia y ridícula de los que prohibían ensangrentar la escena; así como, tratando de la epopeya, tuvo, ni más ni menos que Moratín, el buen gusto de rechazar por igual la máquina mitológica y la máquina alegórica, en asuntos cristianos y modernos, recomendando, por el contrario, los agueros, los presentimientos, las visiones en sueños, las profecías, [p. 476] palabras fatídicas, y otras supersticiones de carácter moderno.

Considerada como poema, esta obra de Martínez de la Rosa, sin tener nada de aquel vigor de expresión que hace que se fijen indeleblemente en la memoria los aforismos de Horacio y algunos de Boileau, es uno de los mejores testimonios de aquel fácil y simpático talento de ejecución y de remedo que caracteriza a Martínez de la Rosa y que le da a veces las apariencias de un ingenio superior, sin serlo realmente. Pero hay tanto desembarazo, tanta fluidez, tanta soltura para asimilarse las bellezas ajenas y hacer que parezcan propias y nativas, que el efecto general resulta muy agradable, y aquellos versos tan ágiles y flexibles se deslizan suavemente en el oído, despertando el recuerdo de otras armonías más poderosas y lejanas.

Lo que ciertamente debe ser alabado sin restricciones son los apéndices históricos de la Poética, especialmente los que versan sobre la tragedia y la comedia española. El autor los calificó modestamente de «noticias sucintas y no muy exactas»; pero nada más completo y exacto se había escrito hasta entonces sobre nuestro teatro, excepción hecha de los Orígenes de Moratín, que todavía no eran del dominio público. Martínez de la Rosa no tenía la erudición de Moratín en aquel punto particular que tanto había profundizado éste; pero no tiene ni menos penetración ni menos acierto en los juicios de lo que alcanzó a leer, v. gr., la Propalladia de Torres Naharro. Y aunque pueden notarse algunos desaciertos parciales, entre los cuales es notable el de no haber sospechado siquiera el sentido simbólico de La vida es sueño, no viendo en Segismundo otra cosa que «un príncipe de Polonia encadenado por su padre como una fiera», contando tal asunto entre los estériles y tal drama entre los peores de Calderón; no bastan estos lunares, ceguedades e injusticias, propios de la escuela que el autor seguía, para escatimarle el galardón que merece por los aciertos, que debió, no a su escuela, sino a su personal instinto, discernimiento y sentido de la belleza.

Martínez de la Rosa tradujo magistralmente, en versos sueltos, la Poética de Horacio, y la ilustró con una breve pero docta exposición. Para esta obra no debemos tener más que alabanzas. De las infinitas traducciones que hay en castellano, como en todas las lenguas cultas, de aquel código inmortal del buen gusto, [p. 477] ninguna es tan elegante y tan poética, aunque haya otras más literales. La de Burgos flaquea por el empeño infeliz que tuvo de hacerla en romance endecasílabo, metro desdichado para traducciones. La de D. Juan Gualberto González es la que más de cerca sigue la letra del original; pero esto mismo la desvía a veces de su espíritu, y la hace áspera e intratable. De otras posteriores a la generación literaria del siglo pasado, no hemos de hablar ahora.

A alguien extrañará que después del nombre de Martínez de la Rosa, y como representante de la misma escuela de elegante clasicismo, no coloquemos el nombre de otro escritor granadino don Javier de Burgos, el más célebre de nuestros intérpretes de Horacio. Pero, en nuestro concepto, Burgos, a pesar de haber traducido a Horacio, o quizá por haberle traducido y entendido tan bien, entró mucho antes que Martínez de la Rosa en los rumbos de la crítica moderna, como lo atestiguan sus estudios sobre nuestros dramáticos, impresos ya en la época constitucional del 20 al 23, sus comedias algo posteriores, y su discurso de entrada en la Academia Española en 1827. Le reservamos, pues, un lugar entre los iniciadores tímidos, pero iniciadores al cabo, de un modo de juzgar las obras artísticas algo distinto del que prevalecía a fines de la última centuria. Algo por el estilo puede decirse de las pocas indicaciones generales esparcidas en el comentario de Clemencín al Quixote. En realidad, La Poética de Martínez de la Rosa es la llave que cierra el período abierto por la Poética de Luzán. [1]

[p. 478] PORTUGAL. El triunfo de la escuela neoclásica en este reino fué mucho menos disputado que en Castilla. Faltaba el único [p. 479] elemento robusto de resistencia que entre nosotros había: el teatro. La tradición popular estaba de todo punto olvidada, y [p. 480] en cambio el culteranismo y el conceptismo habían llegado a tan inauditos desbarros, que para ningún espíritu sano podía ser [p. 481] dudosa la conveniencia de una reacción, viniera de donde viniera, y aunque se presentara con los caracteres de la llaneza más [p. 482] prosaica. Ya dentro del mismo siglo XVII se notan conatos de imitación francesa, entre los cuales es el más memorable la traducción de la Poética de Boileau, hecha por el Conde de Ericeyra, don Francisco X. de Meneses, la cual obtuvo singulares elogios del mismo Boileau, que no entendía una palabra de portugués. Esta traducción está hoy tan olvidada como el frigidísimo poema de la Enriqueida, fruto también de los ocios literarios del Conde, de quien dice Vernei que era hombre erudito, pero falto de método y crítica. Semejantes trabajos, a los cuales no avalora otro mérito que cierta sensatez relativa en medio de aquel desbordamiento de mal gusto, no bastaron para encauzar las letras por ningún razonable sendero. Ni contribuyó a ello tampoco la ostentosa prodigalidad y opulencia del reinado de D. Juan V, perpetuo imitador de Luis XIV en todas sus cosas; siquiera en su época se fundasen varias academias de Historia y de Literatura y se diesen [p. 483] a la estampa voluminosos trabajos de erudición genealógica y arqueológica, de más bulto y aparato tipográfico que provecho. [1] En el teatro no se hizo otra cosa que proteger la ópera italiana, gastando en ello sumas enormes, mientras que la escena nacional yacía entregada a la ínfima farsa, de la cual alguna vez se levantaban voces enérgicas y carcajadas francas y sonoras, como las del infeliz judaizante Antonio José da Silva. Aun en las obras de estos autores cómicos, que tienen algún sello popular, o, digámoslo mejor, plebeyo, se empieza a notar la influencia de las diversiones cortesanas. Las obras dramáticas del judío se llaman óperas, por más que sean verdaderas zarzuelas. En una de ellas se imita el Amphytrion de Molière; en otra, dos comedias de Boursault, cuyo protagonista es Esopo. Otros imitaban rudamente la comedia castellana de enredo, o de capa y espada: así lo hicieron el maestro de escuela Nicolás Luis y los demás abastecedores del Teatro del Barrio Alto de Lisboa. Su repertorio se conoce con el nombre de comedias de cordel, porque solían venderse, pendientes de una cuerda, en los mercados y plazas públicas, juntamente con los romances de ciego. Pero este género tenía que sufrir la terrible competencia de las mismas comedias castellanas, que siguieron representándose en su lengua original durante toda la primera mitad del siglo XVIII, y aun algo más acá. El mismo Nicolás Luis cambió alguna vez de modelos, volviendo la vista al teatro francés e italiano: así es que se le atribuyen traducciones de la Esposa Persiana y otras comedias de Goldoni, y de cuatro o cinco óperas de Metastasio; pero todo procuraba amoldarlo a las antiguas formas del teatro peninsular. La superioridad de éste era una idea asentada en la cabeza de la mayor parte de los [p. 484] espectadores y de los poetas cómicos. Teóphilo Braga cita el prólogo de una comedia (en castellano, por supuesto) de Manuel Pacheco de Sampayo Valladares, intitulada Tenerse muertos por vivos, donde se leen estas palabras: «Está asentado en la vulgar opinión por cosa irrefragable que lo cómico fué uno de los estylos (digo lo moderno) que se hizo muy de lo natural a los castellanos con privación de las demás naciones.» [1]

Pero en otras esferas distintas de las populares, la revolución intelectual en sentido francés iba haciendo muy rápidos progresos. En 1737 el diplomático Alejandro de Guzmán había hecho representar una traducción de El Marido Confundido «(Georges Dandin)» de Molière. En 1737, año memorable entre nosotros por la publicación de la Poética de Luzán, comenzaba sus trabajos el Luzán portugués Francisco José Freyre (entre los Arcades Cándido Lusitano), trasladando algunas piezas del teatro italiano, a las cuales siguió muy pronto la Mérope de Maffei. Alejandro de Lima y otros ponían en portugués, más o menos refundidos, los libretos de Metastasio.

Cándido Lusitano y el arcediano de Évora Luis Antonio de Verney, más conocido por su seudónimo de El Barbadinho, son los dos escritores que mejor personifican las ideas de renovación crítica que protegía Pombal y que dominaron en la Arcadia Lusitana, sociedad o academia que celebró su primera junta en 19 de julio de 1757. Antes de ella, en tiempo de D. Juan V, habían existido otras, la de los Ocultos, la de los Aplicados, todas con denominaciones más o menos extravagantes, conforme al antiguo gusto italiano o español. Pero la Arcadia era asociación muy de otro género, y desde sus primeros pasos se mostró armada con todo el prestigio del dogmatismo oficial más intolerante y absoluto. Herculano lo ha dicho con toda exactitud: «El seiscentismo (o sea el gusto del siglo XVII) acabó a manos de los Arcades, que restablecían el predominio del arte antiguo y volvían los ojos al pensamiento y al estilo de los poetas del tiempo de D. Juan III y de D. Sebastián, al paso que el Marqués de Pombal procuraba restaurar la perdida robustez de la monarquía, con la rigidez de sus principios administrativos y con la acción vigorosa de su [p. 485] gobierno de hierro. La monarquía del Marqués de Pombal era anacrónica en política: la restauración del arte clásica era anacrónica en literatura. Ambas debían necesariamente pasar, y pasar rápidas. Así aconteció. La fórmula política nunca había sido tan absoluta entre nosotros: la fórmula literaria nunca había sido tan mezquinamente romana. Nunca los nombres y ejemplos de Aristóteles, de Horacio, de Virgilio, habían sustituído tan completamente al raciocinio crítico».

Para preparar la reforma de los estudios para exterminar (según frase de Almeida Garret) «a la barbarie, atrincherada en Coimbra como en su última ciudadela de Europa», Luis Antonio de Verney (a quien no sin razón llaman algunos «el Feijóo portugués») había compuesto su famoso libro sobre el verdadero método de estudiar para ser útil a la República y a la Iglesia (1746), colección de cartas que hicieron extraordinario ruido y fueron en seguida traducidas al castellano. [1] Una de las causas de la boga de este libro fué sin duda la guerra que hacía a los métodos y escuelas de los Jesuítas, contra los cuales comenzaba a formarse la nube que estalló poco después; pero, aparte de esta polémica, el libro era estimable, y en algunas cosas muy adelantado para su tiempo. Verney no era profundo en nada; sus libros, así los pedagógicos como los de filosofía, adolecen de superficialidad y de afán indiscreto de novedades; pero era buen humanista y hombre de varia y curiosa lectura. Su larga residencia en Italia había pulido su gusto, y desengañándole de los vicios de la educación en Portugal, infundiéndole, al mismo tiempo, ardentísimo amor a la pura latinidad y a los primores de las letras humanas. Pero le sucedía lo que a muchos, que, por haber residido largo tiempo en un país más culto, viniendo de otro menos ilustrado, desprecian en montón las cosas todas de su tierra, de tal suerte, que el [p. 486] Verdadero método de estudiar puede tomarse por sátira sangrienta y espantosa contra Portugal y los portugueses. Nada le parece bien: ni siquiera Camoens, a quien desenfadadamente maltrata y zahiere, tanto o más que el P. Macedo. Verney hacía profesión de escritor cultísimo y de atildado ciceroniano, hasta el extremo de pasearse muchas veces por las calles de Roma con un libro de Cicerón en las manos. Le dominaba el formalismo retórico, y a esta luz estudió las causas de la decadencia de las letras en Portugal, y expuso la urgente necesidad de su remedio. Hizo violenta y apasionada censura del método de enseñar la lengua latina que lleva el nombre del P. Manuel Alvarez, y en la crítica de los vicios de la oratoria sagrada mostró tanta energía y donaire, que el mismo autor del Fray Gerundio le quedó envidioso. Llamó a la Retórica «perspectiva de la razón y alma del discurso», e insistió mucho en probar que, no sólo al razonamiento oratorio, sino a toda manifestación de los conceptos de la mente, se extendía su poder y dominio. Procuró desembarazarla del enfadoso bagaje de tropos y figuras, y fundarla, por el contrario, en una racional teoría de los afectos o pasiones, y del modo de conmoverlas y excitarlas. Y aun sobre el constitutivo esencial de la poesía desarrolló ideas no descaminadas, sosteniendo que todo en ello había de ser grande, imaginación, concepto y palabras, y que nunca podían ser objeto del arte las verdades abstractas, sino las cosas sensibles y palpables. Pero no nos dejemos engañar por las apariencias: Verney no es consecuente en sus doctrinas sobre la poesía. La hace derivar de dos facultades, ingenio y juicio: «ingenio, para saber inventar y unir ideas que son semejantes y agradables; juicio, para saberlas aplicar adonde debe». Todo se reduce a una especie de intelectualismo, opuesto al de Gracián en las aplicaciones, pero idéntico en la substancia. «Una semejanza de ideas que divierte y eleva», esto es para Verney toda la poesía. La diferencia está en que no admite, como Gracián, los conceptos fundados en semejanza engañosa; antes afirma repetidamente que «el fundamento de todo concepto ingenioso es la verdad». No estaba bien con el continuo movimiento en que los poetas acostumbraban tener a las divinidades gentílicas para toda especie de poemas sagrados y profanos. Sólo toleraba la Mitología en los poemas burlescos, excluyéndola implacablemente de los serios, porque «en nuestra [p. 487] religión nada significan tales nombres». Tenía por impropiedad ridícula que un poeta comenzase invocando a las Musas y a Apolo, o llamando de los infiernos a Plutón para excitar la discordia, o de su gruta a Eolo para alborotar los mares. «Nosotros tenemos en nuestra religión (añadía) cosas que pueden suplir las ideas de los antiguos: tenemos ángeles y santos que nos pueden inspirar el bien, y tenemos diablos para inspirar el mal... Los griegos no se valieron de las divinidades de los hebreos o sirios, sino de las que hallaron establecidas en su país. Pues ¿por qué hemos de valernos nosotros de los griegos, teniendo otras mejores?... Los poetas que tal hacen sacrifican su Catecismo a la Mitología de tos antiguos, o , más bien, no significan cosa alguna, y se hacen risibles por hablar de cosas que no puede haber, lo cual es contrario a la verosimilitud del poema.» Esta es la base principal de sus reparos contra Camoens, formulados con el pedantismo retórico más intolerable, como de dómine que amonesta y castiga a rapaz mal enseñado. Ni aun quiere conceder que tenga nada bueno, sino solamente lo que tomó de los italianos, en quienes Verney fanáticamente idolatraba, hasta el punto de haber perdido todo sentimiento de nacionalidad y de raza. Por otra parte, su sentido estético era casi nulo. Todo lo quería asimilar al artificio oratorio de los antiguos preceptistas, y para él no había mejor poema que el que más se pareciese en su disposición y traza a una arenga de Cicerón. «Cuanto más se examina la buena poesía, tanto más claramente se reconoce la Retórica.» De aquí no pasaba. En la poesía española (incluídos los portugueses) no veía otra cosa que un tejido de sutilezas, conceptos y disparates. Las líricas de Camoens le agradaban por la naturalidad, pero no encontraba a sus sonetos giro artificioso y conclusión epigramática o lapidaria, more itálico. ¡Cuán lejos estaba de la comprensión del profundo carácter elegíaco de aquellos bellísimos sonetos! ¡Pero cómo admirarnos de esto, cuando vemos que Verney restringía el concepto de la poesía lírica hasta darle por forzosa y única materia la alabanza de las acciones de los dioses y de los hombres ilustres! Con tan absurdos principios discurre en todos los demás géneros de poesía. De Camoens dice que erró por haber llamado a su poema Lusiadas y no Vasco de Gama, y por haber enlazado con su asunto toda la historia de Portugal, en vez de limitarse a una navegación... [p. 488] No entiende una palabra de la unidad interna de los Lusiadas, mucho más alta y más épica que la vulgar unidad de acción. Si maltrata a Camoens, en cambio olvida a Cervantes, pero no deja de poner el Telémaco de Fenelón por ejemplar de novela y de epopeya. Define el drama instrucción que se da al pueblo en alguna materia, y, por de contado, se desata en invectivas contra el teatro español: «nunca hallé comedia que se pudiese sufrir...: raras veces imita el español a la Naturaleza: reyna la afectación y las sutilezas en todo...: los graciosos son los hombres más insulsos que he visto, porque su gracia no nace de las entrañas de la materia».

A pesar de los infinitos errores y rasgos de pedantismo que oscurecen la obra de Verney, no puede negársele cierto mérito relativo en su lucha contra el barroquismo literario del siglo anterior, contra lo que él llamaba el sexcentismo. Era la reacción del sentido común, algo prosaica y muy vulgar, pero reacción de todo punto indispensable, si habían de acabar algún día las monstruosidades del Postillón de Apolo, de la Fénix Renascida y de los Cristales del alma. [1] Pombal, cuyo despotismo se extendía a las materias de ciencia y gusto como a las restantes, impuso despóticamente en las escuelas el método de Verney y sus tratados de Lógica y Metafísica, escritos en sentido sensualista mitigado, bastante afín del de Genovesi.

[p. 489] Mientras que el sistema de Verney se entronizaba en las cátedras de filosofía, comenzó a dominar en las de Humanidades el preceptismo de Cándido Lusitano (Francisco José Freyre), presbítero del Oratorio, que, además de haber compuesto una larga Poética original, basada en Boileau, Le Bossu, D'Aubiguac y demás dictadores del gusto francés, tradujo con harta languidez y prosaísmo la de Horacio, y todavía de un modo más infeliz cinco tragedias de Eurípides y cuatro de Séneca, la Athalia de Racine y otra porción de dramas. Cándido Lusitano tenía una de las imaginaciones más heladas y antipoéticas que se han visto jamás en retórico alguno. Extractaba, según su propia confesión, a diversos autores franceses, en los cuales creía descubrir las leyes infalibles de la poesía trágica. No he encontrado en sus numerosos trabajos críticos idea alguna original ni digna de particular memoria. En su Poética abundan las nociones tomadas de Muratori y de Luzán. En las notas de su traducción de Horacio sigue a Dacier. Su erudición estética no se extiende más allá del Ensayo sobre la crítica, de Pope. [1] Francisco José Freyre muestra casi tanta incapacidad como Verney, para juzgar obras de arte y de literatura. Otro tanto puede decirse de Jerónymo Soares Barbosa, catedrático de Elocuencia y Poesía en Coimbra a fines del siglo XVIII, el cual volvió a traducir y explicar metódicamente, todavía con más infelicidad que Cándido Lusitano, el Arte Poética de Horacio, empeñándose en dar orden analítico a sus preceptos. Soares Barbosa sostenía, entre otras cosas, que los Lusiadas no debían llamarse así, sino Vasqueida o Gameida, so pena de contravenir a la unidad de acción, esencial en el poema épico.

Por los mismos rumbos andaba la crítica de los demás intérpretes del preceptismo Horaciano, sin exceptuar al docto académico Pedro José da Fonseca (que merece mucha alabanza como filólogo), ni a Joaquín José da Costa e Sa, que juzgaba y [p. 490] entendía a Horacio con los ojos de Batteux, [1] ni al Padre Tomás de Aquino (cuyas ediciones de Camoens han hecho autoridad por mucho tiempo), el cual en sus notas se dejó guiar principalmente por Cascales y por Metastasio.

Pero ¿qué mucho que no mostraran más arranque e independencia los humanistas, cuando la misma pobreza de ideas se observa en los poetas de la Arcadia, y hasta en el mayor y más lírico de todos ellos, en el Horacio portugués, Pedro Correa Garção, uno de los poetas peninsulares que mejor han penetrado el misterio de las purísimas formas antiguas? Cuando Garção escribía como crítico, no era ya el Garção de la Cantata de Dido y de tantas incomparables odas horacianas, sino un tímido secuaz de Boileau, que, no contento con la rigidez de las Poéticas francesas, quería aún cargar al ingenio de nuevas y caprichosas trabas. En 26 de agosto de 1757 leyó en la Arcadia, a modo de discurso de entrada, una Disertación sobre el carácter de la tragedia pretendiendo probar que era y debía ser regla inalterable de ella el no ensangrentar la escena, por más que estuviera en contra la práctica de los antiguos y de los modernos. Una caprichosa interpretación del Nec pueros coram populo Medea trucidet, le parecía suficiente prueba. En otra disertación sobre la imitación de los antiguos, leída en 7 de noviembre de 1757, sostiene que «los Griegos y Latinos son la única fuente de la cual manan buenas odas, buenas tragedias y buenas epopeyas»... «Guardaba el cielo para nuestra Arcadia (continúa) la gloria de levantar esta bandera». Parecíale de todo punto imposible que se escribiese una buena comedia «sin leer a Aristófanes, Plauto y Terencio», y tenía por [p. 491] pecado nefando la mezcla del zueco y del coturno. Garção saludó en versos hermosos, como suyos, todas las tentativas de reforma del teatro. Así exclamaba, dirigiéndose a los hidalgos que protegían el teatro del Barrio Alto:

                                      «Calçando o humilde socco, ao feio vicio
                                      A mascara rasgada,
                                      Hão de ensinar no cómico exercicio
                                      Como verdade do alto ceo mandada,
                                      De rosas coroada,
                                      Sans maximas dictando ao povo rude,
                                      Espalhe os claros raios da virtude».

La aspiración de Garção era ciertamente noble y elevada. Soñaba con un teatro portugués, invocando los manes de Ferreira, de Sá de Miranda, de Gil Vicente, pero no concebía que tal teatro pudiera surgir de otra parte que de la imitación académica de los antiguos. La espontaneidad del genio nacional se le escapaba:

                                      «Inda o Fado não quer, inda não chega
                                      A epoca feliz e suspirada
                                      De lançar do Theatro alheias Musas,
                                      De restaurar a scena portugueza:
                                      Vos, manes de Ferreira e de Miranda,
                                      E tu, oh Gil Vicente, a quem as Graças
                                      Embalaran no berço, e te gravaram
                                       Na honrada campa o nome de Terencio;
                                      Esperae, esperae, que inda vingados
                                      E soltos vos sereis do esquecimento.
                                 ..................................................................» [1]

No hemos de creer que Garção, excelente y purísimo poeta, profesase la doctrina de la imitación de los antiguos en el mismo sentido vulgar y rutinano en que la enseñaban Cándido Lusitano y otros pedagogos. Quería que se imitase la pureza de los antiguos, pero «sin esclavitud, con gusto libre», [2] «con frase nueva». [p. 492] La belleza del estilo consiste en expresar con energía lo que se piensa:

                                      «A energía
                                      Do discurso e da phrase não consiste
                                      No feitio das voces, mas na força»:

Corydon podía ser árcade, pero ante todo era poeta, y tenía la conciencia de los derechos del genio, y una repugnancia instintiva por las duras pragmáticas de Verney y de Cándido Lusitano:

                                      «Não he moda
                                      Um estro noble; todo está mudado;
                                      Ha pragmática nova, estreitas regras,
                                      Que obliga a jejuarnos...»

Dolíase de que «las rigideces y abstinencias claustrales se hubiesen refugiado en el Parnaso»; le estomagaba la poesía pastoril; sentía que le faltaba aire para extender las alas de su numen lírico, y entonces dolorosamente exclamaba:

                                      «¡Corydon, Corydon! ¿qué negro fado,
                                      Qué frenezí te obriga á ser poeta?
                                      ¿Qué esperas de teus versos?...
                                      ¿Não sabes que das musas portuguezas
                                      Foi sempre un hospital o Capitolio?»

¡Noble y singular ingenio, cuyo Capitolio fué una cárcel en que le sepultó el despotismo del Marqués de Pombal! La poesía de la Arcadia valía mucho más que sus doctrinas críticas: era poesía artificial y sobradamente aliñada, pero de la mejor, dentro de su género académico. En ninguna parte (excepto Italia) se hicieron durante el siglo XVIII odas horacianas más bellas que las de Garção, odas pindáricas tan ingeniosamente falsificadas como las de Antonio Diniz, poesía heroico-burlesca que iguale a la del Hyssopo en amplitud y gracia descriptiva, ni poesía erótica tan rica de sentimiento y de gracia como la Marilia de Thomás Gonzaga.

Lo mismo Garção que Diniz, como educados en la genuina escuela de la antigüedad, procedían sin escrúpulo alguno en la elección de palabras pintorescas y sonoras, resucitando muchas elegancias de la lengua perdidas u olvidadas en boca del pueblo [p. 493] o en los libros viejos. Garção hizo la apología de este sistema en la primera de sus sátiras, inovando la autoridad y el ejemplo de Horacio:

                                      «Pergunta se tamben o Venuzino
                                      Clara estrella polar, o velho Horacio,
                                      Errou na opinião d'esses Cujacios,
                                      Quando chamou sem pejo dentro em Roma,
                                      Ante a face de Augusto, em suas odes,
                                      Garridos espadões á mil eunuchos;
                                      Ao bom Alfio chamou vil usureiro,
                                       A Mevio fedorente, mastin a outro,
                                      Bruxa a Canidia...
                                      .................................................................
                                     ¡Logo pode em latim dicer-se praeco,
                                      Porteiro em portuguez he condemnado!»

Dar carta de ciudadanía a todo linaje de palabras desdeñadas por el clasicismo académico, fué uno de los principios que escribieron en su bandera los primitivos románticos. Otra escuela más reciente, que hace gala de despreciar a los románticos, lleva hasta la exageración y hasta la náusea este mismo principio. Pero ¡Cuánto y cuántos predecesores inconscientes no podríamos encontrarla entre los mismos poetas de Arcadia y de Academia! Nihil novum sub sole.

La mayor parte de los socios de la Arcadia trabajaron sin fruto en la restauración del teatro. De Correa Garção hay dos comedias (o más bien sátiras dialogadas de mucho nervio); de Diniz otra, puros ensayos de gabinete, en verso suelto, ni representados ni representables, aunque de exquisita literatura. Cándido Lusitano traducía sin cesar, y con prosaísmo creciente, obras de todos los teatros clásicos, hasta el número de catorce. El peluquero Domingo dos Reis Quita, en colaboración con su amigo Miguel Tiberio Piedegache, compuso la tragedia Megara, y luego él solo la Inés de Castro, donde hay cierto instinto poético, aunque menos que en sus églogas y en su drama pastoril Lycoris. En una y otra hizo alarde de marchar por «la senda que practicaron los maestros de la escena, los Esquilos, Eurípides y Sófocles, y seguir religiosamente las prescripciones de Aristóteles», y todavía más en su Hermione, donde el corifeo es un personaje independiente, y hay coros divididos en estrofas, antistrofas y épodos. El amigo [p. 494] de Quita, Piedegache, calificaba de «bárbaras, pavorosas y hediondas» las situaciones del teatro inglés. [1]

Pero entre todos los árcades dramaturgos, ninguno tan incansable en sus tentativas y tan lleno de fe en su misión como Manuel de Figueiredo, que publicó hasta trece tomos de comedias; donde no faltan excelentes argumentos, a los cuales sólo daña lo insípido de la ejecución. Garret tenía este teatro por una mina inagotable, y juzgaba que con poco trabajo, con un diálogo más vivo, un estilo más animado, podían sacarse de allí excelentes comedias, porque «allí había oro de Ennio para enriquecer a muchos Virgilios». Manuel de Figuereido había residido siete años en Madrid, y compuso alguna comedia en castellano, pero no parece haber obedecido a las influencias del genuino y antiguo teatro español. En el catálogo de sus producciones hallamos un Edipo, una Andrómaca, una Ifigenia en Aulide, traducciones del Cid y del Cinna de Corneille, del Catón de Addisson, imitaciones de Moliére, etc., etc. Los seis discursos sobre la Comedia que leyó en la Arcadia están ajustados a las doctrinas más clásicas, como de quien afectaba no leer entonces más que a los griegos y a los dos cómicos latinos. Proponíase hacer tragedias sin amor, sin confidentes, sin monólogos, sin apartes, guardando las unidades, conforme a la opinión más austera, sin aprovecharse de ninguna de las libertades «que introdujo la corrupción del gusto o la flaqueza de los poetas». La tragedia que él trataba de restaurar era «la que tuvo cuna en la sabia antigüedad, la que adoptaron, y frecuentan y estiman las naciones cultas». Desgraciadamente, sus fuerzas eran desproporcionadas a tamaña empresa. Su carácter moral valía mucho más que sus escritos. Y además, el absurdo de haber escrito en lo trágico, «como para el teatro de Atenas», si le atrajo la estimación de algunos espíritus cultivados como el doctísimo obispo de Beja Fr. Manuel do Cenáculo, le hizo de todo punto ininteligible para su país y para su tiempo, sin alcanzar tampoco, ni siquiera muy de lejos, la imitación clásica, por la cual tanto se afanaba. Sus comedias tienen a lo menos rasgos de costumbres nacionales, curiosos siempre de estudiarse y recogerse.

[p. 495] La Arcadia Ulyssiponense no podía durar mucho. Su misión fué acabar con el sexcentismo, y murió en medio de su victoria. Nueve años le bastaron para tal campaña: verdad es que todo el espíritu de la época peleaba en su favor. Desaparecieron de un golpe los anagramas y cronogrammas, los ecos y equívocos, los poemas lipogrammáticos, los acrósticos, laberintos de letras, y demás monstruosidades anatematizadas por Verney. Sobre sus ruinas se levantó una escuela regular y correcta, aunque no falta de verdadera poesía en dos o tres ingenios superiores. Pero así éstos como los restantes, pagaron largo tributo a otro género de mal gusto, al mal gusto académico y bucólico, importado principalmente de Italia, desde donde Verney, y antes de él Ignacio Garcés Ferreira, habían comenzado sus tentativas de reforma del gusto. Denuncian claramente esta influencia el mismo nombre de Arcadia, el de Monte Ménalo dado a la sala de sesiones, la divisa del Lirio adoptada por los académicos, y, finalmente, los seudónimos pastoriles, que se creyeron obligados a tomar todos los académicos. Así Diniz se llamó Elpino Nonacriense; Garção, Corydon Erymantheo; Figueiredo, Lycidas Cynthio; Domingo dos Reis Quita, Alcino Micenio; Tomás Gonzaga, Dirceo, y a éste tenor los restantes. La Academia, triunfante ya, y, por tanto, sin objeto, enflaquecida además por intestinas divisiones entre sus socios, y no protegida ya tan eficazmente por el Marqués de Pombal, arrastró en los últimos tiempos una vida muy lánguida, y se extinguió sin ruido en 1784. Sus tradicciones literarias las recogió por una parte la Academia Real de Ciencias, especie de Instituto o Academia universal, fundada en 1779, por el Duque de Lafoes, y que aún hoy continúa sus útiles trabajos; y, por otra parte, la Nueva Arcadia, institución de vida muy efímera, que comenzó en 1790.

Pero antes de hablar de los trabajos de estas Academias, conviene mencionar a otros críticos que fuera de ellas florecieron, y que por uno u otro concepto no carecen de cierta originalidad y valor relativo. Tal es, por ejemplo, el canónigo Francisco Bernardo de Lima, que publicaba en Oporto una Gaceta Literaria, primera manifestación de la crítica de teatros y de la crítica musical, entre los portugueses. Esta Gaceta era protegida por el gobemador de Oporto D. Juan de Almeida y Mello, bajo cuyos [p. 496] auspicios se había establecido en aquella ciudad la ópera italiana. [1] El P. Lima tomó por principal objeto hacer la apología del teatro musical contra sus detractores, mostrando que las óperas de Metastasio «estaban compuestas casi a la manera de los antiguos poetas trágicos y con la más absoluta observancia de las unidades, sin que pudiera negarse que eran poemas de mérito poco inferior a las producciones de Esquilo, Sófocles y Eurípides». Para el canónigo Lima no había espectáculo más exquisito que el de la ópera italiana «cuando une al mismo tiempo las bellezas de la poesía, la gracia y magnificencia de los trajes, la pompa de las decoraciones y los encantos de la música».

Semejantes ideas se dan bastante la mano con las del P. Arteaga, lo cual dice no poco en favor de la intuición estética del crítico portugués, de quien pudieran citarse otros notables rasgos, v. gr., la condenación de la música artificial, que «no consiste más que en una combinación de sonidos difíciles, que pueden agradar al oído, gero nunca penetrar hasta lo íntimo del alma. Mucho sería (añade) emplear la melodía del canto para animar las imágenes de la poesía y embellecer las modulaciones de la voz por los agrados de la harmonía, que es lo que llamamos música expresiva». Ni dejó de percibir con rara perspicacia los vicios de la música italiana, y lo que él llama «ridiculeces sonoras de ciertas cantatas, sonatas y simphonías», mostrándose en todo bastante avanzado para que de sus artículos y de su persona se haga esta breve memoria.

Todo el mundo conoce, a lo menos por fama o de vista, porque leerla seguida es obra de todo punto imposible, la novela, popularísima en otro tiempo en Portugal y en Castilla, del P. Teodoro de Almeida, intitulada: O feliz independente, obra de pretensiones épicas, aunque escrita en prosa, a imitación del Telémaco. Al frente de esta obra tan soporífera como bien intencionada, pero muy curiosa como documento del gusto de una época, se lee una disertación del profesor de retórica Antonio das Neves Pereira (uno de los gramáticos más doctos de entonces), con ideas [p. 497] bastante originales sobre la poesía épica. Para probar que la novela del P. Almeida es un poema escrito en prosa, y legitimar esta nueva forma de epopeya, Antonio das Neves hace, entre otras, las consideraciones siguientes: «El poema épico es una obra dirigida a deleitar e instruir, con todas las bellezas posibles de la poesía. Originariamente fué compuesto en verso el pomea épico; pero ¿en la Ilíada o en la Eneida, si soltamos su lenguaje de las prisiones del metro, no quedarían otra Ilíada y otra Eneida, en las cuales no habrían desaparecido ni el decoro, ni la gravedad, ni la nobleza de los héroes, ni la grandeza de la acción?. Las epopeyas en prosa son un nuevo invento, en que disputa la prosa a la poesía todos sus privilegios: hallazgo debido al ingenio de nuevos artistas, artistas filósofos, que, conociendo los fueros y la libertad del espíritu humano, supieron agrandar el estrecho círculo de las ideas de sus antepasados, creando, ya nuevos objetos, ya nuevas formas de los objetos conocidos. ¿Y qué distinta atención merecen estos génerosos aventureros respecto de la multitud de los serviles imitadores?» Hay en este discurso de Antonio das Neves aforismos estéticos expuestos con lucidez singular, v. gr., la distinción racional entre la verdad y la belleza. «La verdad y la belleza, aunque inseparables entre sí (en esencia), son, con todo, dos aspectos diferentes bajo los cuales contemplamos la Naturaleza: el uno es el objeto de la filosofía, el otro el de la literatura».

A la generosa iniciativa del Duque de Lafoes, uno de los hombres más cultos y distinguidos de su tiempo, se debió no sólo el establecimiento de la Real Academia de ciencias (que absorbió, con mejor dirección, los elementos que restaban de la antigua Academia de la Historia), sino aquel brillante período de actividad académica, del cual son imperecedero testimonio el primero (y hasta la fecha único) tomo del gran Diccionario de Autoridades (en que principalmente trabajó Pedro José da Fonseca), y los ocho riquísimos tomos de Memorias de Litteratura Portugueza, publicados por la Academia en el breve período de 1790 a 1796. La palabra literatura debe tomarse aquí en un sentido lato, pues lo que predomina (y éste es el gran mérito de la colección y lo que la hace hoy y la hará siempre digna de consulta) son las investigaciones de arquelogía, historia jurídica, [p. 498] bibliografía y filología portuguesa, firmadas por tan doctos y graves varones como Juan Pedro Ribeiro, Antonio Ribeiro dos Sanctos, Cayetano de Amaral, y muchos otros. Fiel la Academia a su verdadera misión, no tomó sobre sus hombros la empresa, siempre arriesgada, de dirigir ni encauzar el gusto literario, ni jamás pensó en erigirse en dogmatizante. Aun en las memorias sobre clásicos portugueses, lo que predomina es el criterio gramatical, la consideración de la lengua, lo único en que una Academia puede arrogarse verdadera autoridad y ser respetada.

Sin embargo, esta Academia premió (en Mayo de 1792) y en sus Memorias anda impreso, el trabajo crítico más extenso, más profundo y más delicado, dentro del método analítico, que en Portugal se hizo durante el siglo XVIII. Refiérome al que lleva el expresivo título de Análisis y combinaciones filosóficas sobre la elocución y estilo de Sá de Miranda, Ferreira, Bernardes, Caminha y Camoens: su autor, Francisco Dias Gomes, el cual en esta ocasión probó que sus dotes de crítico y de escudriñador de las bellezas literarias eran muy superiores a las que tuvo el poeta. No brilla este trabajo por la originalidad de las reflexiones y principios fundamentales: el autor confiesa haberse guiado en tan trabajoso argumento por las luces que había adquirido en la lección de Aristóteles, Cicerón, Quintiliano y Longino, y mucho más en la de Locke, Condillac y Du Marsais, y en especial en la del sobre todos sabio comentario que el gran Voltaire hizo sobre las obras de Pedro Corneille, donde se ven las reglas del gusto en su mayor elevación. La originalidad está en la aplicación de estas máximas de gusto a la literatura portuguesa, que hasta entonces estaba virgen de una crítica tan delicada y minuciosa. Dentro de la escuela clásica y del procedimiento analítico, no podía darse cosa mejor, ni es mucho de extrañar que las disecciones anatómicas que Días Gomes hace del estilo de sus autores, guiado siempre por una comprensión clarísima del valor de la expresión, hayan hecho fe y autoridad hasta nuestros días. Es una crítica que no pasa de lo más externo, pero que en esto poco es certera y penetrante. Días Gomes prescinde del valor histórico de los poetas, hasta del fondo de sus pensamientos, pero sus exageraciones pueden ser saludable contrapeso a [p. 499] otras exageraciones mas recientes en sentido contrario. Al cabo, la lengua y el estilo son cosas muy respetables, aunque no sean sino las últimas y más exteriores manifestaciones de la forma artística. Casi todo lo que Días Gomes escribe es sensato, útil y juicioso, tan útil para la lengua portuguesa como los trabajos de Quintana y de Capmany para los poetas y prosistas castellanos. No contienen toda la crítica, pero si una parte de ella, un elemento que debe entrar en la apreciación final y que ellos han estudiado laboriosamente. Puede uno sonreírse de Días Gomes cuando tanto se aplica a deslindar en sus autores si su imitación fué icástica o fantástica; pero nadie puede negar que se levantaba sobre el pedantismo retórico de los malos intérpretes de Longino cuando escribía que «la esencia de lo sublime consiste en el pensamiento, y que la frase es tan sólo su forma o su accidente».

Con criterio muy análogo al de Días Gomes escribieron en las Memorias de la Academia: Antonio Das Neves, sobre la Filología portuguesa por medio del examen y comparación de la lengua y estilo de nuestros más insignes poetas del siglo décimosexto, y sobre el uso prudente de las palabras de aquella edad que luego han caído en desuso; Antonio Ribeiro dos Sanctos, sobre los orígenes de la poesía portuguesa (trabajo muy ligero, y que, en realidad, deja intacta la materia, puesto que no habla de otra cosa que de la poesía en España antes del nacimiento de las lenguas vulgares); Antonio Araujo de Azevedo, conde de Barca, en defensa de Camoens contra las censuras de La Harpe; Antonio Pereira de Figueiredo, proponiendo a Juan de Barros por ejemplar de la más sólida elocuencia lusitana, y Joaquím de Foyos, disertando rápidamente.en una Memoria no acabada sobre los poetas bucólicos portugueses. El merecimiento de estos trabajos es desigual; pero todos pertenecen a la misma escuela, es decir, que no se apartan un punto de la crítica formalista y de las tradiciones del siglo XVIII.. Así, Joaquím de Foyos, renovando los errores de Batteux, concede a la Bucólica la prioridad en el orden de tiempo entre todos los géneros poéticos, y convierte en espontánea creación de los verdaderos pastores y patriarcas ese convencionalismo literario inventado por los poetas siracusanos y alejandrinos de decadencia. Así Antonio das Neves, a quien hemos [p. 500] visto tan audaz en otras cosas, [1] condena la poesía a no ser más que «la facultad de pintar los objetos de la bella Naturaleza», si bien esta bella Naturaleza se extiende para él al mundo moral lo mismo que al mundo físico, e incluye, no sólo la naturaleza simple y pura, sino también la Naturaleza complexa y modificada, de donde infiere que la Agricultura, la Mecánica, la Náutica y otras artes son mina riquísima de donde la Poesía puede sacar los diamantes soterrados de las más bellas imágenes, comparaciones y descripciones que hagan parecer bello y nuevo lo más trivial y ordinario. Ni deja de manifestar su genialidad independiente cuando niega que el punto que alcanzaron los antiguos sea el más alto a que pueda llegarse en el arte, doctrina que va aplicando a los distintos géneros, proponiendo en ellos ciertas novedades. Por ejemplo, en la poesía bucólica no le parece bien que se pinte sólo un estado de felicidad ideal e imaginario, sino que concibe cierto género de idilios realistas, en que se describan las costumbres groseras de las gentes del campo, sus dolores y aflicciones «de manera que entren en el interés general de la humanidad». «Nada es indigno de la poesía (exclama con elocuencia) sino lo que de suyo es vil y desagradable. ¿Y cómo ha de ser desagradable una cierta familiaridad rústica, que hará este género mucho más copioso, más vasto, más fecundo, y mucho más natural sin comparación que el de la galantería campestre? Las imágenes tristes de esos personales, ¿no nos conmoverán? ¿No tendrán su belleza, su patético, su interés moral, si las expresamos vivamente?». [2] Quien de tal manera pensaba en cuanto a la técnica literaria, no podía menos de hacer ostentación del mismo realismo tratándose «del mal entendido plebeyismo de las dicciones». Y, en efecto, se da la mano con Garção, admite, como él, que una lengua literaria debe tener palabras de todas especies, cómicas, burlescas, graves, serias, floridas, majestuosas, conformes a la materia, al lugar, a la ocasión, al estado del ánimo. «Una lengua de palabras todas graves y sesudas, más propia [p. 501] sería para monjes de Cartuja que para el ejercicio cotidiano de la vida particular y el consorcio de la vida civil..... No hay estilo más pintoresco que el de la familiaridad franca, lisa y sincera».

La Nueva Arcadía, inaugurada en 1790 en el palacio del Conde de Pombeiro, no era una corporación oficial y grave como la Academia de Ciencias; pero, por lo mismo, influyó de una manera más eficaz en la dirección de las corrientes poéticas, aunque muy pronto acabaron con ella las divisiones intestinas, promovidas por los dos bandos que recíprocamente capitaneaban Bocage (Elmano Sadino) y el P. José Agustín de Macedo (Elmiro Tagideo).

Nunca perteneció a esta Arcadia, ni tampoco a la primitiva, el famoso lírico horaciano Francisco Manuel do Nascimento, cuyo nombre poético de Filinto Elysio no era nombre de Academia, sino nombre impuesto por su amiga la Marquesa de Alorna (Alcippe) cuando todavía se hallaba en el convento de Chellas. Filinto en 1778 había tenido que salir de Portugal, perseguido por la Inquisición a causa de sus ideas irreligiosas y enciclopedistas.

Filinto ofrece la más singular contradicción entre el espíritu revolucionario de sus ideas y el amor fanático que siempre tuvo a la tradición literaria y a la pureza de la lengua. Durante su larguísimo destierro, la idea fija del purismo gramatical se había enclavado de tal manera en su cerebro, que suplía por toda doctrina y por todo impulso estético. Era una verdadera manía, que se mostraba, no sólo con violentos alardes de arcaísmo un tanto abigarrado y poco espontáneo, sino con sátiras llenas de fuerza y de chiste. Una de las pocas fuentes de la inspiración de Filinto era este culto de la dicción y este odio al galicismo. Su larga epístola a Brito, que puede considerarse como una Arte Poética, no es el código de una escuela lírica, sino de una escuela gramatical. Lo que al poeta le conmueve y le saca fuera de sí es la ruina de la lengua lusitana «pura, enérgica, abastada, libre de francesismos bastardos»; la lengua que se derrama «de los volúmenes caudalosos de Barros, de Brito, de Sousa y de Lucena»; la que se sirve en las mesas opulentas de los clásicos, «molde único de toda escritura elegante y genuina». No aborrece [p. 502] la lengua francesa, ni podía aborrecerla, dadas sus ideas: los libros de aquella nación le parecen contener

                                      «Quanto Minerva poz no peito humano,
                                      As fadigas das artes, das sciencias,
                                      E os enfeites do flórido discurso»;

pero lo que quiere exterminar es el contagio de las palabras, el galicismo, [1] sin advertir que lo uno es consecuencia fatal de lo otro, y que al dominio absoluto de Francia durante todo un siglo en la esfera de las ideas correspondía un dominio no menor en el estilo. Por eso tenía algo de pueril y de insensata la empresa de Filinto y de otros puristas y filólogos, que, pensando como los franceses, y siguiéndolos con servilismo, querían escribir como los portugueses del siglo XVI. Las palabras no son más que cifras y notación de ideas, y es soñar de todo punto pretender que una nación que carece de pensamiento propio, pueda ser independiente tan sólo en el mundo de las palabras. Las palabras siguen ciegamente a las ideas, y cuando se quiere establecer el divorcio entre el pensamiento y su expresión, se viene a parar en una lengua amanerada, hueca y artificiosa, a la cual faltarán siempre las primeras condiciones del estilo: la transparencia y la sinceridad.

Fuera del Diccionario, Filinto se cuidaba poco de las cuestiones literarias, y a pesar de haber vivido en París hasta 1819, y de haber conocido en sus últimos años a Lamartine, que le llamó en una de sus Meditaciones «el divino Manuel», nunca se [p. 503] alejó, en nada substancial, de las ideas que predominaban en el grupo literario de Garção y de Diniz. Siguiéndolos, quiso ser poeta horaciano y pindárico, y aunque su gusto no era tan acendrado y seguro como el de sus maestros, ni llegó casi nunca a la igualdad sostenida de estilo que en aquellos campea (alejándole de ello, más que todo, sus rarezas de lengua), tiene en su mismo abandono más cantidad de poesía propia, y ha sido intérprete, a veces inspirado, de las ideas del siglo XVIII, poco poéticas de suyo, pero que alguna vez, v. gr., en las odas de nuestro Quintana, fueron germen de alta y vividera poesía.

El clasicismo de Filinto era muy de segunda mano. No sabía más que latín y francés. Nunca pudo leer a los griegos en su lengua. De los antiguos poetas, el que mejor conoció y sintió fué, sin duda, Horacio, y todavía mejor en las epístolas que en las odas. Pero su gusto era muy desigual e indeciso: traducía a bulto cuanto le caía en las manos: un día a Lucano y a Silio Itálico; otro día el Mitrídates y la Andrómaca de Racine; tan pronto La Pucelle de Voltaire como Los Mártires de Chateaubriand o el Oberon de Wieland: hoy el Vert-vert de Gresset, mañana las Fábulas de La Fontaine. Todo lo ponía en aquel portugués suyo, algo raro y exótico, pero lleno de verdaderas preciosidades de construcción, derramadas en versos sueltos, de áspera y difícil estructura, unas veces hermosos y otras detestables.

El ecleticismo de menesteroso con que Filinto iba amontonando volumen sobre volumen, hasta llegar los suyos a veintidós en una de las ediciones, [1] hizo que por medio de él fuesen conocidos en Portugal algunos monumentos de la literatura moderna, que eran como débil y lejano preludio de la escuela romántica. Fué idea extrañísima la de poner en verso Los Mártires, pero no había sido menor extrañeza la de Chateaubriand escribiéndolos en aquella prosa altisonante, debajo de la cual están descubriéndose los miembros descoyuntados de la frase poética. Quizá lo hizo por contar poco con los recursos de la lengua francesa para la epopeya. Lo cierto es que Filinto se afanó estérilmente en la tarea de deshacer el error de Chateaubriand, con cuyo ingenio tenía el suyo tan poquísima analogía. De aquí [p. 504] resultó que si la prosa de Chateaubriand no es verdadera prosa, los versos de Filinto tampoco son verdaderos versos. Más afortunado fué con el Oberon de Wieland, que emprendió traducir sin saber palabra de alemán, como él mismo confiesa. No se estima este poema por la fidelidad de la traducción, sino por la opulencia del estilo: hasta los versos son mejores y más armoniosos que los que solía hacer Filinto, como si en esta ocasión se le hubiese pegado algo de la extraordinaria gracia, amenidad y halago del poema original.

Wieland no tiene ciertamente nada de poeta septentrional ni romántico: es un Voltaire con más ingenio poético, pero, en suma, de la misma familia. No obstante, el asunto caballeresco del poema (tratado con blanda ironía, a ejemplo del Ariosto), y ciertos rasgos y toques de que ningún poeta alemán, por clá sico que sea, puede prescindir, y que los alejarán siempre del estilo de los meridionales, daban al Oberon cierta novedad y extrañeza, que en Portugal tenía que agradar forzosamente por el contraste con todo lo que allí se conocía. Tampoco de la tentativa o rapsodia épica de Chateaubriand (admirable en algunos episodios) puede decirse que fuera un libro romántico, sino, antes bien, que mostraba pretensiones, afortunadas o no, de estilo homérico; a pesar de lo cual, el contraste de las dos civilizaciones, y aquella especie de certamen, o juicio de Dios, que el autor establecía entre la poesía cristiana y la gentílica, debían hacer que el libro fuese muy bien recibido por los románticos.

A estas traducciones se limita lo que hay de original en la acción crítica de Filinto, puesto que si algún poeta alemán conoció y tradujo además de Wieland, fué de los que, como Ramler, juraban por el nombre de Horacio. En la locución, sí, fué verdaderamente innovador, no sólo por haber vuelto a poner en circulación y en uso gran número de palabras y modos de decir olvidados (resurrección que, cuando es oportuna, equivale casi a una creación), sino por haberlas inventado él, y no en escaso número, ya tomadas del latín, «rompiendo (como él decía) las minas clásicas», ya formadas de otras portuguesas, o por derivación o por composición. De la misma manera, su arte de tejer los períodos en el verso suelto fué evidentemente el modelo de los de Almeida Garrett en sus poemas Doña Branca y Camoens. Garrett, lejos [p. 505] de negarlo, hacía alarde de ello, y en la primera edición de Doña Branca, donde no juzgó oportuno poner su nombre, estampó en la portada las iniciales del maestro, F. E.

Es verdad que sólo en la parte más externa puede asimilarse la poesía de Garrett a la de Francisco Manuel. El sentimiento que los anima es de todo punto diverso, pero los modos de expresión artística no difieren mucho; y nadie ignora la grande importancia de estos medios en poesía. Y a la manera que la escuela romántica francesa tuvo a gala contar en el número de sus predecesores a dos poetas tan helénicos, cada cual a su manera, como Ronsard y Andrés Chénier, así Garrett reconoció y veneró siempre por maestro del artificio de sus versos al horaciano Filinto, para quien la palabra romanticismo carecía, sin duda, de todo sentido, y que del viejo Portugal no conservaba más que la lengua, lo que él llamaba «el líquido oro fino de la palabra», «el cuño antiguo de la frase». Su credo literario se reducía a muy pocos artículos: casi a una sola frase, que estampó en su Arte Poética: «la elocución es todo». No era tan franco don Leandro Moratín, que, bajo ciertos aspectos, tiene mucha relación con Francisco Manuel.

Así como Filinto, sin ser romántico, antes bien todo lo contrario, preocupó tanto el ánimo de los primeros románticos portugueses; así también en Manuel María Barbosa de Bocage, el más grande de los improvisadores de todo país y tiempo, el único improvisador que se ha levantado hasta el genio, dábase una contradicción palmaria entre el impulso natural y la doctrina recibida. Bocage era lo que en nuestros tiempos llamaríamos un bohemio, es decir, un aventurero literario, desordenado e intemperante, así en la vida como en la producción artística; una organización poética realmente poderosa, pero que, disipada unas veces en la orgía, y atrofiada otras por la dieta de las Arcadias, sólo nos dejó comprender, por chispazos y relámpagos, lo que hubiera podido ser en otra atmósfera más libre y sana. Algunos versos de Bocage, v. gr., la elegía de la Saudade materna, alguna cantata, algún idilio, algún soneto, dejan traslucir vagos presentimientos de poesía moderna, en lo que tiene de más íntimo y melancólico. Nunca supo que hubiese románticos, pero él hasta los asuntos de la antigüedad (verbigracia, Medea, Hero y Leandro, [p. 506] Tritón), los trataba románticamente, es decir, con pasión tumultuosa y ajena de la serenidad del arte antiguo. Por su inspiración lo mismo que por sus defectos, Bocage estaba mucho más cerca del pueblo que todos los poetas arcádicos.

El único que podía disputarle el aura vulgar, precisamente porque él era vulgo en lo más profundo de su alma, era el ex fraile José Agustín de Macedo, controversista cínico y desgreñado, plebeyo en la injuria, brutal en el chiste, farragoso en la erudición, mediano poeta, gran periodista y gran difamador. Este hombre, a quien podrá negarse toda cualidad menos la fuerza, que suple por otras muchas, no fué un crítico innovador, sino un crítico paradógico; cosas que suelen confundir muchos. Nunca dió un paso fuera del recinto de la escuela; pero dentro de ella solía entregarse a todo género de escarceos y de insolencias. Toda la originalidad de su crítica consistía en afirmar que «Dante es tan tenebroso que apenas hace daño, y que apenas hay quien sufra su Divina Comedia en tres actos»; que «no hay poeta de fertilidad más estéril que Lope de Vega; que Bourdaloue es más grande orador que Cicerón, y que el abate Poulle excede incomparablemente a Demóstenes en la vehemencia y en el vuelo sublime»; y, finalmente, que Homero está lleno de bajezas, trivialidades y comparaciones pesadas. Todas estas proposiciones están sacadas de su libro Motim Litterario. [1] Pero todo esto es nada al lado de la guerra que movió al nombre de Luis de Camoens, pretendiendo primero rehacer sus Lusiadas en un poema que tituló Oriente, y escribiendo luego, amén de innumerables folletos, una Censura dos Lusiadas en dos volúmenes, donde apenas le queda al antiguo poeta verso propio; todo resulta imitado de griegos, latinos o italianos. [2] ¿Ni qué otra crítica podía esperarse de un hombre que [p. 507] prefería la Tebaida de Estacio a las epopeyas de Homero y de Virgilio? A Macedo contestaron, con más sobra de injurias que de razones, el helenista Antonio María do Couto, el bizarro poeta Nuño Pato Moniz, discípulo de Bocage, Rocha Loureiro y otros, y con alguna más templanza y gusto el cardenal Saravia. De toda esta polémica camoniana no puede sacarse un adarme de substancia ni de doctrina estética. Ninguno se elevó a la comprensión general de las leyes de la epopeya. Amigos y adversarios de Camoens se movían dentro de un círculo puramente retórico, consumiendo sus fuerzas en una crítica de pormenor digna de nuestro Hermosilla. Los defensores del poema nacional acertaban por sentimiento, aunque solían ser pésimas las razones en que fundaban su [p. 508] admiración. José Agustín, con poco sentido del arte, pero con más ingenio que ellos, acertaba también en muchos reparos menudos, sin que esto quite ni ponga nada al mérito soberano de la única epopeya nacional entre todas las epopeyas literarias.

Entretanto, el teatro portugués seguía entregado al falso gusto clásico, sin más diferencia que haber sustituído a las tragedias vaciadas en los moldes de Corneille y Racine, las que se forjaban a imitación de las de Alfieri, con un tinte liberal y revolucionario más o menos subido. La boga mayor de este género debe colocarse entre los años 1820 y 1823, y la obra maestra de él fué, sin disputa, el Catón, de Almeida Garret, obra que ponemos como piedra miliaria en nuestro camino, no sólo por ser la única tragedia política portuguesa que tiene alguna vida, sino por haber sido la mejor de las primicias juveniles de aquel ingenio, nacido para restaurar en sentido popular y romántico la escena portuguesa. Sus obras pertenecen ya a la historia literaria de nuestros días.

Siguiendo el movimiento de Portugal, se habían creado en el Brasil diversas asociaciones literarias, v. gr., la de los Selectos en 1752, la Sociedad Literaria, la de los Académicos Renascidos, y principalmente la Arcadia Ultramarina (1772) , a la cual perteneció el famoso poeta épico José Basilio da Gama, autor del Uruguay. [1] Así en éste como en Fr. José de Santa Rita Durão, autor del Caramuru, se advierte, en medio del estilo clásico y convencional de la época, una gran novedad en cuanto al fondo de los asuntos y en cuanto al paisaje, que es en ellos legítimamente americano, años antes de que el autor de Los Natchez y de Atala hubiese venido al mundo. Si a esto se agrega la rica vena de lirismo personal, cantable y melódico que abrió Tomás Gonzaga con la Marilia de Dirceu, no se negará que la Literatura brasileña iba delante de la portuguesa europea en el camino de las innovaciones poéticas, y que, tarde o temprano, había de nacer en aquel país una escuela más indígena, más americana que ninguna otra de América.

AMÉRICA. En 1799 empezó a correr de mano en mano en la [p. 509] ciudad de Quito, y luego en otras de América, no sin que algunas copias llegasen a España, un libro que agitó poderosamente la opinión, con el título de Nuevo Luciano o despertador de ingenios. El autor seguía las huellas de Verney (alias el Barbadinho), atacando de frente y sin contemplación ni miramiento alguno el vicioso método de estudios que prevalecía en las colonias americanas, trasunto fiel, aunque todavía más degenerado, del que imperaba en la Península durante la primera mitad del siglo XVIII. Era autor de esta aguda y violenta sátira, dispuesta en forma de diálogos, donde no escaseaban los nombres propios ni los ataques personales, un descendiente de la raza indígena, llamado el Dr. Francisco Eugenio de Santa Cruz y Espejo, médico y cirujano con fama de muy hábil en el ejercicio de su profesión, y con fama todavía mayor y bien merecida de hombre de conocimientos enciclopédicos, de gran variedad de aptitudes, de ingenio despierto y mordaz, y de grande inclinación a las ideas novísimas, así en lo científico como en lo social y en lo religioso. Arrastrado por estas propensiones suyas, hizo en una sátira posterior al Nuevo Luciano amarga censura del régimen colonial, encarnizándose con el mismo ilustre Marqués de la Sonora, a quien hoy ensalzan y ponen en las nubes los americanos que profesan doctrinas análogas a las que el Dr. Espejo difundía. Esta sátira, calificada por el Presidente de Quito de sangrienta y sediciosa, valió al Dr. Espejo un año de cárcel, y luego un largo destierro a Bogotá, donde Espejo se entendió con Nariño y otros criollos de ideas semejantes a las suyas, y contribuyó a preparar el movimiento insurreccional de 1809. Las ideas que hervían en la cabeza del médico ecuatoriano, bien claras se revelan en el famoso, y en algunos pasajes elocuente, discurso que desde Bogotá dirigió al cabildo de Quito y a los fundadores de una especie de sociedad económica denominada Escuela de la Concordia. El autor empieza por decir: «Vivimos en la más grosera ignorancia y en la miseria más deplorable». ¡Como si sus propios escritos, nacidos bajo el régimen colonial y bajo la educación española, no fuesen la prueba más brillante de lo contrario!

La Escuela de la Concordia duró poco, y todavía menos el periódico que ella fundó en enero de 1792 con el título de Primicias de la cultura de Quito . El Dr. Espejo, complicado, con razón o sin ella, [p. 510] en nuevos planes revolucionarios, murió en un calabozo por los años de 1796. Sus obras quedaron inéditas, incluso el Nuevo Luciano, que es la más importante de ellas, y que esperamos ver pronto de molde por diligencia de la Academia Ecuatoriana. [1]

[p. 511] La obra está dividida en nueve conversaciones, siendo interlocutores dos personas reales y verdaderas, el Dr. don Luis de Mera, natural de Ambato, que defiende la causa de la razón y del buen gusto, y el poetastro don Miguel Murillo, en cabeza del cual ha puesto el autor todas las corruptelas literarias. Sucesivamente se discurre sobre la Retórica y la Poesía, sobre el Criterio del Buen Gusto, sobre la Filosofía, sobre la Theología Escolástica, sobre un nuevo y reformado plan de estudios teológicos, sobre la Theología moral jesuítica y sobre la Oratoria christiana. Las conversaciones 3.ª, 4.ª y la 9.ª pertenecen totalmente al asunto de nuestra obra; pero fuera de la acritud de la sátira y de la originalidad que presta a la obra su procedencia americana, poco nuevo encontramos respecto a doctrina. Todo procede de Muratori en sus Reflexiones sobre el gusto, del Padre Bouhours en las Conversaciones de Aristo y Eugenio , y especialmente del Barbandinho, con la misma mala voluntad de este último contra las escuelas de los jesuítas, acrecentada y subida de punto. Del gusto de los de aquella provincia nos da extrañas noticias suponiendo que imitaban y admiraban a Lucano con preferencia a cualquier otro poeta latino, y que no tenían en sus bibliotecas un Longino ni un Quintiliano. De aquí deduce que ignoraban verdaderamente el alma de la Oratoria y de la Poesía, «que consiste en la naturalidad, moderación y hermosura de imágenes vivas y afectos bien expresados», y que, por el contrario, preferían siempre lo brillante a lo sólido, lo metafórico a lo propio, lo hiperbólico a lo natural, siendo sus autores favoritos en el Parnaso castellano Villamediana y Bances Candamo, el portugués Antonio de Fonseca Soares (Fray Antonio das Chagas) y un cierto don Luis Verdejo, autor de un poema gongorino sobre el sacrificio de Ifigenia. La imitación de las acciones humanas es para el Dr. Espejo el constitutivo esencial de la poesía. Lo que asombra verdaderamente e indica cuán escaso era el sentido del arte en este reformador tan audaz, es que, a renglón seguido de tales principios, conceda la palma entre todos los poemas épicos españoles a la Farsalia de Jáuregui (que además de ser mera traducción, aunque parafrástica y valiente, es en el estilo tan oscura, inextricable y culterana como el mismo Polifemo) y a la Lima Fundada del Dr. Peralta Barnuevo, verdadero monstruo de erudición, pero hombre de ningunas dotes [p. 512] poéticas, y además conceptista furibundo, grande amigo de sentencias simétricas y de rebuscadas antítesis.

El Nuevo Luciano, cualquiera que sea su valor intrínseco, es una de las obras más antiguas de crítica compuestas en la América de habla española. En tal concepto, y a título de curiosidad histórica era imposible omitirla.

Notas

[p. 278]. [1] . Vid. el núm. 9 de El Pensador.

[p. 280]. [1] . Debo el conocimiento de este importante periódico a los amistosos oficios del señor don Luis Carmena y Millán, inteligente bibliógrafo y colector de todo género de opúsculos y papeles volantes que puedan servir para la historia del teatro y de los espectáculos populares en España. La edición con que el señor Carmena me ha obsequiado, es la segunda.

—EI Escritor sin título... Traducido del Español al Castellano, por el Licenciado don Vicente Serrallar y Amor.—Madrid, 1790, en la Imprenta de Benito Cano».

El mismo señor Carmena posee el segundo discurso de la edición de 1763, donde está deshecho el anagrama y escrito íntegro el nombre de don Juan Christóval Romea y Tapia. En el número I.º de la misma edición, que también he visto, no aparece más que el seudónimo.

[p. 282]. [1] . Madrid, 1764, 214 páginas.

[p. 282]. [2] . Diario Extranjero. Noticias importantes y gustosas para los verdaderos apasionados de artes y ciencias, etc. Por D. Francisco Mariano Nipho.—Madrid, imp. de Gabriel Ramírez, 1763. Este Diario es en su mayor parte una serie de retazos traducidos del francés, aunque el autor deplora amargamente la influencia moral de los libros y doctrinas de Francia: «Por efecto de muchos libros perniciosos que ha adoptado la Moda, como los de Voltaire, Rousseau, Helvetius, se experimenta mucha frialdad de fe en estos reinos». Los artículos de teatros son originales de Nipho. Desde la página 149 comenzó a insertar una especie de poética dramática, examinando principalmente estas cuestiones: Comparación de los teatros antiguos con los modernos.—Efectos que causa la pasión de amor, demasiado exagerada, y por lo común aplaudida en el teatro. Reflexiones sobre la renovación del teatro.—Las mujeres del teatro.—Principal motivo de la reformación del teatro.—Obstáculos que se pueden hallar para su reforma.— Todo lo que dice es bastante sensato, aunque poco original.

[p. 284]. [1] . Caxón de sastre, etc., etc. Nuevamente corregido y aumentado por D Francisco Mariano Nipho... En Madrid. en la Imprenta de Miguel Escribano. Año de 1781. (El sexto tomo dice 1782). Seis tomos en 8.º Los números del periódico llevaban los extravagantes títulos de cosidos y retales. En el cosido 4.º del tomo IV y en algunos de los siguientes insertó Nipho una especie de tratadillo sobre el Buen Gusto, tomado de Batteux, de un libro italiano y de todas partes.

[p. 284]. [2] . Para que se vea en un ejemplo curioso, y hasta ahora no advertido, de qué manera calcaba don Nicolás Moratín el tono, la dicción y la factura de los versos de Lope, cotéjense las preciosas quintillas, que todos sabemos de memoria, con las siguientes que tomo del canto VIII del olvidado Isidro de Lope:

                                                   «Alcayde de la frontera
                                                  Y su famoso adalid,
                                                  Sangre y reliquias del Cid,
                                                  Un Gracián Ramírez era
                                                  Caballero de Madrid.
                                                     . . . . . . . . . . . . . . . . .
                                                   Este hidalgo, por servilla,
                                                   Llegaba, que es maravilla,
                                                   Mil veces en guerra incierta
                                                   De Visagra hasta la puerta,
                                                   Y del Tajo hasta la orilla.

                                                    No entraba en estas prohezas,
                                                   Aunque eran empresas locas,
                                                   Sin traher, muchas ó pocas,
                                                   Al Alcayde las cabezas,
                                                   Y á Doña Clara las tocas.

                                                    Los moros, que eran jüeces
                                                   De sus hazañas y preces,
                                                   Rayo español le nombraban,
                                                   Hijo del Cid le llamaban,
                                                   Y Santiago algunas veces.

                                                   Todo era apretar los pies
                                                    En viendo por largo trecho
                                                   Relucirá su despecho
                                                   Las bandas en el pavés
                                                   Y la cruz roja en el pecho.

                                                   Era de miembros gentiles,
                                                    De ojos claros y sutiles,
                                                   Bello el rostro, el pelo rizo, etc.
                                                   . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
                                                   Y así, despues de unos días
                                                   Que en alegres correrías
                                                   Honró su brazo y espada,
                                                    Le prendieron en celada,
                                                   Entre Cabañas y Olías, etc., etc».

¡A cuántos han alimentado las migajas de la opulenta mesa del Fénix de los Ingenios!

[p. 287]. [1] . Estas sátiras no están en el tomo de Obras Póstumas de don Nicolás Moratín que imprimió su hijo don Leandro en Barcelona (1821), pero sí en El Poeta , periódico de versos, que publicaba Moratín (padre) en 1764, y también se han reproducido en el segundo tomo de la Biblioteca de Autores Españoles.

 

[p. 289]. [1] . La Petimetra se ha reimpreso en el segundo tomo de Autores Españoles, pero no la disertación preliminar, que es lo único importante para la historia. Nunca podré censurar bastante esta manía de muchos editores de mutilar los principios, preliminares y notas de los libros, que a veces interesan más que el texto. Hasta las portadas deben reproducirse a la letra.

[p. 292]. [1] . He multiplicado las citas de estos discursos, no sólo por su valor histórico, sino por ser ya muy rara la única impresión que hay de ellos en tres cuadernos, que juntos hacen 80 páginas sin lugar ni año (1762). Moratín publicó además otro folleto, intitulado Respuesta al romance liso y llano y defensa del Pensador. Nada de esto ha sido incluído en el tomo de Rivadeneyra.

[p. 293]. [1] . Don Leandro Moratín da muy curiosos pormenores sobre esta tertulia, en la Vida de su padre que precede a la colección de las obras de éste.

[p. 293]. [2] . El autor de ellas se manifiesta bastante afecto a la antigua literatura española: declara a Góngora «uno de nuestros primeros ingenios, no sólo para la sátira, sino también para la lírica, antes de darse a culto»; manifiesta el deseo de que se haga una nueva y selecta edición de sus poesías líricas; pone en las nubes las «innumerables bellezas» de las defectuosas comedias de Lope, la pureza, elegancia y majestad de su estilo, lo lleno, armonioso y corriente de su verisificación. Extiende su admiración a los poetas latino-hispanos, y aun reconociendo la superioridad de la Eneida sobre la Farsalia, quiere persuadirnos de que Lucano dió pruebas de mayor ingenio y más fogosa imaginación que Virgilio.

[p. 293]. [3] . Colección de poesías castellanas, traducidas en verso toscano e ilustradas por el Conde D. Juan Bautista Conti... Madrid, Imprenta Real, 1782 y 83. Se publicaron cuatro tomos; la colección quedó incompleta. El autor tenía preparados dos más.

Sobre Conti debe leerse la bella monografía del profesor V. Cian, Italia e Spagne nel secolo XVIII. Giambuttista Conti e alcune relazioni litterarie fra l'Italia e la Spagne. (Turín, 1896), (Nota de esta edición).

[p. 294]. [1] . Don Joaquín José de Flores, en la Aduana Crítica, hizo muy severa crítica de la Lucrecia de Moratín. A esta crítica trata de responder don Ignacio Bernascone en el prólogo de la Hormesinda, que elogiaron en versos latinos don Juan de Iriarte, el botánico Ortega y don Juan Bautista Conti.

[p. 299]. [1] . Don Félix María de Samaniego (que se empeñó en ser escritor prosaico de la escuela de Iriarte, aunque tenía más viveza de fantasía que él, más numen descriptivo y mayor robustez de verisificación cuando quería, a la vez que era muy inferior a su modelo en gusto y corrección), después de haberle admirado y celebrado en aquellos sabidos y un tanto ramplones versos

                                               «En mis obras, Iriarte,
                                               Yo no quiero más arte,
                                               Que poner a los tuyos por modelo...»

cambió de parecer, después que vió publicada la colección de fábulas de su amigo, y dando rienda suelta a un poco disculpable sentimiento de celos, le mortificó con todo género de epigramas mordaces, llegando a imprimir en Bayona un libro entero de prosas y versos contra él y su familia; libro que los Iriartes se dieron buen cuidado a recoger y destruir (*) [*. El erudito alavés don Julián Apraiz ha descubierto y reimpreso este opúsculo que no es, como parecía inferirse de la noticia de Navarrete, un libelo personal, sino una crítica literaria, aunque mordaz por extremo. Se titula Carta Apologética al señor Masson, y fué escrita con motivo de la publicación de las obras de Iriarte, coleccionadas en 1777. Vid. Obras críticas de D Felipe María de Samaniego. (Bilbao, 1898). (Nota de esta edición)]. Además, puso en prosa un papel de Observaciones sobre las Fábulas Literarias (Vid. Obras inéditas o poco conocidas de D. Félix María de Samaniego, precedidas de una biografía del autor... por D. Eustaquio Fernández de Navarrete... Vitoria, Imprenta de los Hijos de Manteli, 1866, páginas 115 a 133). En este opúsculo, menos violento que solían serlo los escritos polémicos del siglo pasado, no sólo disputa Samaniego la originalidad de la introducción del apólogo a Iriarte (lo cual no admite duda, puesto que el primer tomo de su colección corría impreso desde 1781, y muchas de ellas habían sido leídas en la Sociedad Vascongada en 1776, al paso que las de Iriarte no se imprimieron hasta 1782), sino que hace algunas observaciones literarias de carácter más general, muy sólidas e ingeniosas; v. gr.: la de que nuestra admiración por Homero o por Virgilio se funda en razones muy distintas de las que movían a los antiguos, revelándose el progreso de la crítica en descubrir en las obras inmortales nuevos motivos de alabanza, correspondientes a la transformación de ideas y de costumbres. Esta idea es muy fecunda, y admira encontrarla en un escritor tan ligero.

«El gusto (añade) está sujeto a mil particularidades de tiempo y lugar, las cuales, sin que precisamente muden su naturaleza, alteran y modifican sus formas con tal extremo, que algunas veces lo desfiguran hasta hacer que sea desconocido.» Por lo demás, Samaniego, a título de fabulista, y fabulista para un colegio de niños (ocupación que tanto contrastaba con lo que sabemos de su carácter y con el cinismo de algunos de sus versos), era partidario fervoroso del arte docente, y rechazaba como una herejía literaria la idea patrocinada por Luzán y por Iriarte, de que puede haber obras poéticas destinadas exclusivamente al deleite y al gusto. «El utile dulci comprende a todos los escritores, sin excepción alguna»; y, sin embargo, Samaniego se burla con razón de la idea de poner en fábulas el Arte Poética de Horacio, el De oratore de Cicerón y las Instituciones de Quintiliano, idea semejante, dice, a la de aquel personaje de Moliére que quería poner en madrigales toda la historia romana. «¿A qué título han de venir los osos, los monos y los marranos a enseñarnos a hacer una oda, un poema épico o un discurso oratorio?... El apólogo, por su naturaleza, excluye la forma didáctica y todo lo que tenga visos de una instrucción meditada». ¿Pero no advertía Samaniego, cegado por su rencor, que esta afirmación no iba sólo contra los apólogos de Iriarte, sino contra los suyos propios, y contra todos los del mundo? En efecto: la fábula (donde no está sostenida, como en la India, por la creencia en la transmigración) es un género pueril y prosaico, lo cual no quita que pueda tener trozos verdaderamente poéticos, de carácter descriptivo y aun dramático.

También, al censurar el prosaísmo de dicción en Iriarte, se hiere Samaniego en sus propias carnes. «El poeta debe ennoblecerlo todo... porque también el gusto tiene su velo así como el pudor... A más de que en la poesía hay una cierta correspondencia entre la idea y el movimiento del metro, como la hay en la Música entre el afecto y el sonido». Califica de arrastrado, pesado y flojo el estilo de su rival.

Esta saña de Samaniego contra Iriarte, que se manifestó de mil modos, llevándole, v. gr., a hacer una parodia muy chistosa de los primeros versos del Poema de la Música, y otra del monólogo de Guzmán el Bueno, está explicada, aunque no justificada, por la preterición desdeñosa que Iriarte había hecho de su nombre y de sus fábulas en el prólogo de las suyas, correspondiendo muy mal al consabido elogio, del cual se desquitó hasta la saciedad, del fabulista riojano.

[p. 302]. [1] . Me valgo de la edición menos incompleta de las Obras en verso y prosa de D. Tomás de Iriarte (Madrid, Imprenta Real, 1805), en ocho volúmenes. Las Fábulas Literarias están en el primero; las epístolas y poesías sueltas en el segundo; la Poética de Horacio en el cuarto; las polémicas con Sedano y Forner en el sexto; los Literatos en Quaresma en el séptimo; las reflexiones sobre la égloga de Meléndez en el octavo.

Cuanto puede saberse sobre Iriarte y su época literaria se halla recopilado en el eruditísimo libro de don Emilio Cotarelo, premiado por la Academia Española e impreso en 1897. (Nota de esta edición).

[p. 303]. [1] . No me detengo en los incidentes de esta polémica, largamente relatada en mi libro Horacio en España.

 

[p. 305]. [1] . El Arte Poética de Aristóteles en castellano, por D. Joseth Goya y Muniain . De Orden Superior. En la Imprenta de Benito Cano, año de 1798. 4.º 3 hojas sin foliar + VIII +138 páginas.

[p. 306]. [1] . Instituciones Oratorias del célebre español M. Fabio Quintiliano, traducidas al castellano, y anotadas según la edición de Rollin, adoptada comúnmente por las Universidades y Seminarios de la Europa... Por el P... de las Escuelas Pías. Obra dedicada al Príncipe Nuestro Señor... Madrid, en la Imprenta de la Administración del Real Arbitrio de Beneficencia. Madrid, 1779: dos tomos en 4.º Los traductores firman con sus nombres la dedicatoria.

[p. 306]. [2] . Valencia, por José y Tomás de Orga, 1787. El mismo Madramany dejó inédita una traducción del Lutrin .

[p. 307]. [1] . Hizo de ella una elegante edición el doctísimo bibliógrafo e historiador mexicano don Joaquín García Icazbalceta Opúsculos inéditos latinos y castellanos del P. Francisco Javier Alegre. (México, 1889). (Nota de esta edición).

[p. 307]. [2] . Vid. Cueto, Bosquejo de la poesía castellana del siglo XVIII, cap. XI.

[p. 311]. [1] . Obras de D. Joseph María Vaca de Guzmán ... Madrid, por Joseph Herrera, 1792, tomo II, página 237. Este tomo contiene varias obras críticas de Vaca de Guzmán, de las cuales la más curiosa son sus Advertencias sobre el canto de las Naves de Cortés, de Moratín (don Nicolás), respondiendo a las que puso en la primera edición Moratín, el hijo, dando justa preferencia al canto de su padre.

[p. 312]. [1] . Olavide, personaje más importante en otra historia que en la de las Letras, llevó a sus últimos límites el prosaísmo, así en la teoría como en la práctica. En el prólogo de sus Poemas Christianos (Madrid, 1799) alega como un mérito el haber prescindido de los hermosos colores y de las imágenes atrevidas de la Poesía. Y se le puede creer sin juramento.

[p. 312]. [2] . Sedano confiesa (pág. 44) que «en España no se escriben tales obras para representarse, ni son compatibles con las monstruosidades que tienen tomada la posesión de sus Theatros, en donde se abomina y del todo se ignora lo que es arte y regularidad». Por monstruosas que fuesen las obras que entonces ocupaban las tablas, no serían peores ni más insoportables que la Jahel.

Vid. Jahel, Tragedia sacada de la Sagrada Escritura, por don Juan Joseph López de Sedano (Madrid, en la oficina de Ibarra, 1763). Con un largo prólogo por el estilo de los de Montiano.

[p. 314]. [1] . El libro de Sebastián y Latre se imprimió con cierto lujo, bajo los auspicios del Conde de Floridablanca. Ensayo sobre el teatro español. En Zaragoza: en la Imprenta del Rey N.S., año de 772. 4.º

[p. 314]. [2] . Frase de Sempere y Guarinos en su Ensayo de una biblioteca de los mejores escritores del reinado de Carlos III, tomo V, pág. 126.

[p. 314]. [3] . En el Mercurio de España de junio de 1800 se insertó un curioso Examen de la tragedia Sancho Ortíz de las Roelas, escrito, según creo, por don Nicasio Alvarez de Cienfuegos. La crítica es apocada, pero ingeniosa.

[p. 316]. [1] . Contra don Ramón de la Cruz se escribió, entre otros, el siguiente folleto, que no deja de ser curioso:

«Examen imparcial de la zarzuela intitulada «Las Labradoras de Murcia», e incidentemente de todas las obras del mismo Autor con algunas reflexiones conducentes al restablecimiento del Theatro, por D. Joseph Sánchez, Natural de Filipinas. Con licencia. En Madrid, en la imprenta de Pantaleón Aznar». 1769. 4.º

El encubierto censor cita a Longino en griego, y se las echa de muy clásico, indignándose de las parodias trágicas de don Ramón de la Cruz, y sosteniendo que «las reglas del Arte Dramática no forman ningún código de leyes severas y arbitrarias, sino que son unas observaciones fundadas en el conocimiento del corazón humano y de la impresión que hacen en él los objetos externos, inspiradas por la misma Naturaleza... constantes, invariables, etc., etcétera». Con citas de Eurípides y de Terencio quiere anonadar a don Ramón de la Cruz. Es una crítica digna de don Hermógenes, con prótasis, epítasis y todo. Interés histórico tiene mucho, por las noticias que da de la persona de don Ramón de la Cruz, de quien sabemos tan poco. Le llama «tirano del teatro», y supone que ejercía en él una autoridad censoria, admitiendo o rechazando las piezas que se presentaban. Por cada zarzuela o sainete que escribía le pagaban los cómicos 25 doblones. El autor del folleto, para acabar con este monopolio, propone mil arbitrios, a cual más absurdos, v. gr., hacer a la Academia Española tribunal inapelable en materia de teatros, o bien, fundar una Academia Real de Poesía, que forzosamente ha de ser «un plantel de grandes poetas», etc., etc.

Fué autor de este folleto el botánico don Casimiro Gómez Ortega, según consta por una nota manuscrita, que el canónigo don Juan Antonio Mayans puso al margen de su ejemplar.

[p. 317]. [1] . El prólogo de don Ramón de la Cruz se encuentra reproducido al frente de la Colección de sus sainetes, publicada en 1843 por don Agustín Durán (Madrid, Imp. de Yenes), la cual comprende unos ciento. Al mismo género de parodias que Manolo, El Muñuelo, El Marido Sofocado, etc., pertenece Pancho y Mendrugo de don José Vicente Alonso, relator de la Audiencia de Granada. Estas parodias repetidas (que son más en número que las tragedias representadas), prueban hasta qué punto era impopular la tragedia francesa entre nosotros.

El estudio biográfico y bibliográfico del gran sainetero madrileño ha sido renovado por don Emilio Cotarelo en su libro D. Ramón de la Cruz y sus obras (Madrid, 1899), una de las mejores contribuciones de la erudición moderna a nuestra historia literaria. (Nota de esta edición).

[p. 319]. [1] . Theatro Hespañol. Madrid, Imprenta Real, 1785 a 1736: 17 tomos. La obra puede considerarse dividida en seis partes. Los cuatro primeros volúmenes abarcan las comedias de figurón; del V al XII están las de capa y espada; el XIII y XIV son de comedias heroycas, el XV de entremeses; el XVI es un Catálogo alphabético de las comedias, tragedias, autos, entremeses, etcétera, del Theatro Hespañol; el XVII, que sirve de suplemento, comprende las tragedias del mismo Huerta (Raquel y Agamenón Vengado), que él, con poca modestia, pone en la colección.

[p. 321]. [1] . Dice, por ejemplo: «Calderón no perdía gran cosa con no saber el francés...» Llama a Voltaire «el más superficial e inconsecuente de los hombres», como en desquite de la calificación de demencia bárbara que el otro aplicó a nuestro teatro.

[p. 322]. [1] . Es difícil reunir todos los opúsculos a que dió margen esta ruidosa polémica. Recordamos los siguientes:

Continuación de las Memorias críticas, por Cosme Damián (Núm 402). (Es de don Félix María de Samaniego, y salió como si fuera un número de algún periódico). Está reimpreso en las obras Inéditas o poco conocidas de Samaniego... Publicadas por Navarrete. (Vitoria, 1866).

—Lección crítica a los lectores del papel intitulado Continuación de las Memorias críticas de Cosme Damián, por D. Vicente García de la Huerta. Con licencia, en Madrid, en la Imprenta Real, 1785. Segunda edición, por Pantaleón Aznar, 1786, ambas en 8.º

—Impugnación de las Memorias críticas de Cosme Damián, sin l. ni a. (Anónimo, puede ser del mismo Huerta).

—Tentativa de aprovechamiento crítico en la Lección Crítica de D. Vicente García de la Huerta... Dala a luz, en defensa del inimitable Miguel de Cervantes Saavedra, D. Plácido Guerrero. Madrid, 1785. (Su verdadero autor, don Joaquín Ezquerra, que por entonces dirigía el Memorial Literario). 8.º

—Reflexiones sobre la Lección Crítica que ha publicado D. Vicente García de la Huerta. Las escribía, en vindicación de la buena Memoria de Miguel de Cervantes Saavedra, Tomé Cecial, escudero del bachiller Sansón Carrasco. Las publica D. Juan Pablo Forner, Madrid, 1786, 8.º

—Diálogo céltico transpirenaico e hiperbóreo, entre el Corresponsal del Censor y su maestro de Latinidad... en defensa de la escena española, con apostillas, de D. Vicente García de la Huerta, 8.º (Ignoro el nombre del autor de este diálogo burlesco contra Huerta).

—La escena hespañola defendida en el Prólogo del Theatro hespañol, y en su Lección Crítica. Segunda impresión con apostillas relativas a varios folletos posteriores. Madrid, 1786, H. Santos. 8.º (El autor es Huerta).

—Carta a D. Vicente García de la Huerta, en la que se responde a varias inepcias de sus impugnadores; y se proponen dos dudas al señor colector. P. D. I. D. L. C. (Madrid, 1787). No he visto este folleto, sino citado por Tícknor, e ignoro a quién correspondan las iniciales.

—Carta dirigida al Sr. Apologista Universal por uno de sus clientes natos con un soneto a la muerte del Sr. Huerta, para que le publique con las obras de algunos que esperan su protección, haciendo la correspondiente apología. Madrid, imp. de Joseph Herrera, 1787. 8.º (Este opúsculo, que demusetra en su autor entrañas de bárbaro, se atribuye por algunos a Iriarte. Vid. Barrantes, Aparato bibliográfico de Extremadura, tomo III, pág. 103).

A todo esto hay que agregar las muchas sátiras que quedaron inéditas (los romances de Jove-Llanos, la Fe de erratas de Forner, etc.), y una multitud de artículos impresos en casi todos los periódicos literarios de entonces.

[p. 326]. [1] . Alusión a la comedia de Moreto Los Siete Durmientes o Los Más Dichosos Hermanos.

 

[p. 327]. [1] . Impresa el mismo año en Madrid por F. Villalpando.

[p. 328]. [1] . Exequias de la lengua castellana. (Poetas líricos del siglo XVIII, tomo II, pág. 404).

[p. 328]. [2] . Recojamos otra preciosa confesión de Forner en favor de nuestro teatro: «Ingenios muy grandes, cuales lo fueron casi todos los dramáticos de los dos siglos anteriores, descargándose de todas las rigideces del arte y extraviándose del camino recto de la imitación, alma de la poesía, escribieron dramas que, en medio de su desarreglo, contenían escenas, situaciones y lances excelentes. Su estilo, cuando no querían remontarse, era elegante, puro, halagüeño, suave, rápido, armonioso: muchas veces pintaron admirablemente caracteres y costumbres muy vivas y muy propias: hay comedias suyas que no deben nada a las más célebres de las extranjeras. Pasó la época de estos grandes hombres...» (Exequias, etc., pág. 404). Estas Exequias son, por todos conceptos, la obra maestra de Forner, y una de las más notables del siglo XVIII. ¿Por qué no se imprimen aparte?

[p. 330]. [1] . Heterodoxos Españoles, tomo III, páginas 330 y sigs.

[p. 331]. [1] . Forner sostuvo, por lo menos, las siguientes campañas:

I. Contra Iriarte (El Asno erudito.—Los Gramáticos, historia chinesca.— Cotejo de las dos églogas premiadas por la Real Academia Española).

II. Contra Huerta (Fe de erratas del prólogo del teatro español.—Reflexiones de Tomé Cecial.—El Morión, poema burlesco (del griego moría, locura), y varios romances, sonetos, epigramas, etc.) III. Contra Trigueros ( Carta de D. Antonio Varas al autor de la Riada.— Suplemento al artículo Trigueros en la biblioteca del Dr. Guarinos).

IV. Contra varios poetastros menores, Nipho, Laviano, Valladares, etc.— (Carta de Marcial a D. Fermín Laviano.—Carta del Tonto de la Duquesa de Alba a un amigo suyo de América.—Sátira contra la literatura chapucera del tiempo presente, etc., etc.)

V. Contra don D. Tomás Sánchez (Carta de Bartolo, en respuesta a la Carta de Paracuellos.— Replicó Sánchez en la Defensa de D. Fernando Pérez).

VI. Polémica en defensa de la Oración Apologética (Contestación al discurso 113 de El Censor.—Pasatiempo de D. Juan Pablo Forner (contra El Apologista Universal).—Lista puntual de los errores de que está atiborrada la primera carta de las que el Español de París ha escrito contra la Oración Apologética).

VII. Contra Vargas Ponce (La corneja sin plumas).

VIII. Contra varios teólogos andaluces, en defensa del establecimiento de un teatro en Sevilla (Respuesta a la carta de Juan Perote.—Carta dirigida a un vecino de Cádiz sobre otra de un literato de Sevilla.—Respuesta a los desengaños útiles y avisos importantes del literato de Ecija.—Prólogo al público sevillano, etc., etc., etc.)

IX. Contra varios periodistas (Diálogo entre El Censor y El Apologista Universal.—Demostraciones palmarias de que El Censor, El Corresponsal, etc., son inútiles y perjudiciales, etc.)

Muchos de estos folletos están publicados con los varios seudónimos de Pablo Segarra, Bartolo, Varas, Paulo Ipnocausto, Bachiller Regañadientes, Silvio Liberio, Tomé Cecial y otros nombres de batalla.

[p. 336]. [1] . Vid. Obras de D. Juan Pablo Forner, fiscal que fué del extinguido Consejo de Castilla, recogidas y ordenadas por D. Luis Villanueva. Madrid, año 1844. 8.º Págs. 1 a 143.

[p. 337]. [1] . Ut nisi fato illo, quod omnis aetas mirabitur, tanta ingeniorum et doctrinarum omnium vis usque ab orbe ultimo in Italiam extorris advecta esset, vix ullum hodie apud nos banarum artium studiorumque extaret vesti gium, vix ullum immortalitate dignum testimonium. (Ant. Montii oratio habita in Archigymnasio Bononiensi, quo die studia solemniter sunt instaurata anno 1781. Bononiae, 1781.)

[p. 337]. [2] . Le ha escrito ya, aunque no por completo, pero sí con grandísima erudición y recto juicio, el ilustre profesor italiano Vittorio Cian (L'Immigrazione dei Gesuiti Spagnuoli Letterati in Italia, en las Memorias de la Academia Real de Ciencias de Turín, 1895.) Véanse también los articulos que con ocasión de este libro publicó en La Civiltá Cattolica el P. Alejandro Galleroni, S. J., y han sido traducidos al castellano con algunos apéndices por el P. Antonio Madariaga, de la misma Compañía. (Salamanca, 1897). (Nota de esta edición.)

[p. 339]. [1] . Especialmente un diálogo que quedó inédito, refutando las opiniones de Vernei (el Barbadiño) acerca de la Retórica y la Poética. De otros trabajos del P. Serrano se da noticia en la biografía que escribió de él el P. Miguel García, y precede a la colección póstuma de los versos de Serrano:

—Thomae Serrani Valentini Carminum Libri IV. Opus posthumum. Accedit de ejusdem Serrani vita et litteris Michaelis Garciae Commentarius. Fulginiae (Foligno), 1788, de Typhographía Joannis Tomassini. 4.º

Entre los manuscritos de Serrano embargados al salir de España, lo que él sentía más haber perdido era una España Poética en forma de diálogo (castellano), donde, a imitación del Bruto de Marco Tulio, iba haciendo la historia y la crítica de nuestros poetas. ¿Existirá en alguna parte el manuscrito de esta obra, en la cual el autor había consignado noticias muy recónditas, sacadas de la Biblioteca de Mayans?

[p. 340]. [1] . Thomae Serrani Valentini super judicio Hieronymi Tiraboschii de M. Valerio Martiale, L. Annaeo Seneca, M. Annaeo Lucano et aliis argenteae aetatis Hispanis, ad Clementinum Vannettium, Epistolae Duae. Excudebat Josephus Rinaldus. Ferraria, anno 1716, 225 pp. 8.º

[p. 340]. [2] . Lettera dell'Abate D. Giovanai Andres. Al sig. Comendatore Fra Gaetano Valenti Gonzaga, Cavaliere dell' Inclita Religione di Malta, sopra una pretesa cagione del corrompimento del gusto Italiano nel secolo XVII. In Cremona, 1776. 8.º Appresso Lorenzo Manini e C.ª 8.º 61 pp. Fué traducida al castellano por D. F. J. Borrull. (Madrid, Sancha, 1780).

[p. 341]. [1] . Dell'Origine, Progressi e Stato attuale d'ogni letteratura, dell'Abate D. Giovanai Andres, Socio della R. Academia di Scienze e Belle Lettere di Mantova. Parma, Dalla Stamperia Reale, 1782 a 1798. Siete volúmenes en 4.º grande. Edición espléndida como todas las de Bodoni. En años sucesivos la reprodujeron las prensas de Venecia, Prato, Pisa y Nápoles. En 1808 se comenzó en Roma una reimpresión con adiciones, que llegó a su término en 1816. Consta de ocho tomos, dividido uno de ellos en dos volúmenes.

Conforme iban publicándose en Parma los volúmenes de la primera edición, salía de Madrid una traducción castellana (bastante descuidada), hecha por D. Carlos Andrés, hermano del autor.

—Origen, progresos y estado actual de toda la literatura... Madrid, por D. Antonio de Sancha, 1784-1806. 4.º pequeño. Diez volúmenes. (Quedó sin traducir la parte relativa a los estudios eclesiásticos).

En 1796 se imprimió una traducción alemana, y en 1805 otra francesa, si bien ésta no pasó del primer tomo.

[p. 346]. [1] . Tomo I, páginas 453 y 454 de la edición de Parma.

[p. 350]. [1] . El P. Andrés dejó otras obras que tienen más o menos relación con nuestros estudios, por ejemplo, Cartas sobre la música de los árabes (insertas por Juan Bautista Toderini en su Tratado de Literatura Turca, Venecia, 1787); Disertación sobre el episodio de Dido en la «Eneida» (Cesena, 1786, 8.º, traducida al castellano por don Carlos Andrés: Madrid, 1788, por Sancha), y gran número de cartas y opúsculos bibliográficos. Fué bibliotecario de Nápoles, y murió en Roma, en 1817.

[p. 350]. [2] . Saggio storico-apologetico della Letteratura Spagnuola contro le pregiudicate oponioni d'alcuni moderni Escrittori Italiani. Genova, 1778 a 1781. Seis tomos 8.º

A este ensayo replicaron Bettinelli con una carta, publicada en el Diario de Módena (tomo XIX), y Tiraboschi con otra, impresa también en Módena en 1778. Lampillas imprimió estas cartas juntamente con sus réplicas, formando el séptimo volumen de su ensayo:

—Lettere dei Sign. Abati Tiraboschi, e Bettinelli, con le risposte del Sign, Abate Lampillas intorno al Saggio Storico-Apologetico della Letteratura Spagnuola del medesimo, da servire di continuazione del medesimo Saggio. Roma, 1781. Por Luigi Perego Salvioni, in Sapienza.

Las obras de Lampillas fueron traducidas al castellano por una dama aragonesa, D.ª Josefa Amar y Borbón.

—Ensayo histórico-apologético de la Literatura española contra las opiniones preocupadas de algunos escritores modernos italianos. Traducido del italiano por doña Josefa Amar y Borbón. Segunda edición, corregida, enmendada e ilustrada con notas por la misma traductora. (El volumen VII contiene Respuesta a los cargos recopilados por el Abate Tiraboschi, etc., etc. Va añadido un índice alfabético de autores y materias, formado por la traductora.) Madrid, P. Marín, 1789. Siete tomos 8.º, como los del original.

[p. 355]. [1] . Es el I de la cuarta parte (tomo II).

[p. 356]. [1] . Apología de Miguel Cervantes sobre los yerros que se le han notado en el Quixote. Dedicada por D. Antonio Eximeno al Excmo. Sr. Príncipe de la Paz. Madrid, imp. de la Administración del Real Arbitrio, 1806.

Eximeno sostenía que el «tiempo imaginario de una fábula consiste en la sucesión de ideas que presenta la misma fábula, y es un error el quererle determinar y medir con la medida del tiempo verdadero, sino que debe medirse por la sucesión de los objetos de que se compone la acción de la fábula. De aquí es que se pueden introducir en una fábula hechos y personajes tomados de la historia verdadera, los cuales en ésta disten entre sí años y aun siglos, y en la fábula aparezcan contemporáneos, con tal que su verdadera disidencia cronológica no esté embebida en los mismos hechos, y no sea vulgarmente conocida y familiar al común de los lectores».

Ticknor no comprendió el verdadero objeto de este libro ni la profunda ironía que hay en muchos pasajes de él, e incluyó a Eximeno entre los autores de absurdos cálculos cronológicos sobre el Quijote.

 

[p. 358]. [1] . Pudieran citarse otros muchos rasgos críticos de Eximeno, v. gr., su juicio sobre el teatro español, condensado en estas palabras Del Origen y reglas de la Música (tomo II, lib. III, cap II, párrafo 5.º): «Hasta que los españoles enseñaron a poner en escena caracteres y costumbres de nuestros tiempos, no se sabía más que ofrecer imitaciones de rufianes y demás caracteres y costumbres de Plauto y Terencio, con fábulas sumamente frías y sin arte. Los criticastros españoles, ecos de la malignidad o ignorancia de los extranjeros, ponderan fastidiosamente el desarreglo de Las comedias de Lope y de sus imitadores; pero aunque es cierto que estos dramáticos cuidaron más de agradar al pueblo con sus invenciones que de arreglar éstas a las leyes de lo verosímil, no se les puede negar la gloria de haber sido los primeros maestros de Europa en la reforma del teatro».

Sobre la aptitud de nuestra lengua para la música tiene singulares observaciones, así en el libro Del Origen como en Don Lazarillo Vizcardi,

 

[p. 362]. [1] . La edición que de ellas poseo (120 págs., 8.º) no tiene nota de año ni de lugar, pero llevando en la primera página la marca del tomo VI, parece inferirse que han formado parte de las Memorias de alguna academia italiana o de alguna publicación periódica.

Contiene:

—Lettera del'abate Stefano Arteaga alla Contessa Isabella Teotochi Albrizzi intorno la «Mirra».

—Risposta de la Contessa Albrizzi all'Abate Arteaga.

—Lettera del'abate Stefano Arteaga a Monsignore Antonio Gardoqui intorno il «Philippo».

[p. 362]. [2] . Carta de D. Esteban de Arteaga a D. Antonio Ponz, Secretario de S. M. y de la Real Academia de San Fernando, etc., sobre la filosofía de Píndaro, Virgilio, Horacio y Lucano, que sirve de respuesta a un artículo de cierto Diarista Holandés, publicado en Febrero de 1788, Madrid, 1789, en la imprenta de la viuda de Ibarra. (70 págs. 8.º)

Este escrito va dirigido contra cuatro disertaciones de M. Merián, de la Academia de Ciencias de Berlín, publicadas en las Memorias de aquella corporación (años 1774, 1775, 1776).

—Dell'ifluenza degli Arabi sull'origine della Poesia Moderna in Europa. Dissertazione di Stefano Arteaga. In Roma, nella Stamperia Pagliarini, 1791 Con licenza delli Superiori.— 8.º VI + 118 pp. La enseñanza literaria de este opúsculo se compendia en las palabras siguientes (pág. 24): «La diferencia entre el genio y el espíritu poético de los sarracenos y de los trovadores es total y completa. Ninguna alusión en éstos, ningún vestigio, ningún indicio, siquiera mínimo, de las cosas pertenecientes a aquéllos, ni de las cosas religiosas, ni de las históricas, ni de las domésticas, ni de las costumbres, usos, ritos o cualquiera otra cosa del mismo género; ni de las producciones naturales de su país, ni de su cultura, ni de sus expediciones militares, ni de sus califas, reyes o caudillos, ni de su imperio. En una palabra: los provenzales parecen tan enterados de las cosas arábigas, como de las de Otahiti o de la Tierra de Van-Diemen, descubierta en nuestros días».

El tono de esta disertación es durísimo con Tiraboschi, mucho más que con Andrés, aunque también le acusa de haber hablado de cosas que no entendía. Son dignas de notarse las reflexiones de Arteaga sobre un texto famoso de Alvaro Cordobés.

A continuación de un discurso italiano del Dr. Mateo Borsa, secretario de la Academia de Mantua, sobre el gusto actual de la literatura en Italia (Venecia, por Carlos Palese, 1785, idem por Antonio Zatta, 1786), hay seis notas del P. Arteaga que son verdaderas disertaciones, más extensas e importantes que el texto que comenta. La 1.ª versa sobre el neologismo y sus causas. La 2.ª sobre el influjo de la filosofía en los escritos de los Poetas Griegos y Latinos. La 3.ª sobre los abusos de la elocuencia sagrada en Italia. La 4.ª sobre el instinto, refutando una opinión de Condillac. La 5.ª sobre la parodia y lo ridículo. La 6.ª  sobre las causas del mal gusto en literatura.

[p. 364]. [1] . De todos estos escritores se hallará noticia en nuestras bibliografías provinciales (Fuster, Latassa, Torres Amat, Bover, etc., etc.), y en la general de la Compañía de Jesús por los PP. Backer. El padre Pla dejó manuscrita (en la Biblioteca Barberina) una obra extensa sobre los orígenes de la Poesía italiana. Había sido catedrático de lengua caldea en la Universidad de Bolonia, y Tiraboschi le llamó el más docto y profundo polígloto de su tiempo en Italia. Dejó versos hebreos, árabes, griegos, etc., y son suyas todas las traducciones italianas de versos provenzales que figuran en la obra de Juan María Barbieri Dell'origine della poesia rimada, publicada por el mismo Tiraboschi en 1790.

La obra del P. Aymerich, a la cual se alude en el texto, se rotula:

—Q. Moderati Censorini de vita et morte Latinae Linguae Paradoxa Philologica, criticis nonnullis disertationibus exposita, asserta et probaba. Praemittuntur et interseruntur colloquia inter eruditum civem Ferrariensem et Hispanos aliquot de rebus ad humaniores praesertim litteras spectantibus cum adjunctis unicuique disertationi adnotationibus Ferrariae, 1780, 8.º

La carta del P. Buenaventura Prats sobre la poesía de los sagrados libros, puede leerse en el Diccionario de escritores catalanes de Torres Amat (pág. 409). Dejó inéditas Conjecturae de poesi et musica veterum.—Rhytmica antiqua Graecorum illustrata.—Plutarchus de musica, con otros autores griegos sobre la misma materia, traducidos e ilustrados.

Acerca del P. Aponte, léase el elogio que le consagró Mezzofanti. (Discorso in lode del P. Emmanuele Aponte... dall'Abate Giuseppe Mezzofanti. Bologna, 1820.)

También merece recuerdo entre los críticos helenistas el P. Antonio Vila, que se hacía llamar Chrisopetropolitano, por ser natural de Sampedor. Escribió, además de otros opúsculos apreciables, Dialogus de graecorum scriptorum lectione. (Ferrara, 1786, 8.º) —Dialogus alter de utilitate ex graecorum scriptorum lectione percepta. (Ferrara, 1787: ambos diálogos están en latín y en griego.)

—Oratio de optimo scribendi genere ex veterum graeci latinique nominis scriptorum imitatione comparando.—De sacro christianae gentis oratore ad heroicam Graecorum patrum eloquentiam instituendo. (Ferrara, 1786) .—Oratio de inexhaustis ciceronianae orationis divitiis (1765) . Son muy notables las consideraciones del P. Vila sobre los oradores atenienses.

Del P. Lassala quedó manuscrito un diálogo en verso con el título de La tragedia española vindicada.

El P. Colomés imprimió Osservazioni sopra l'«Achille in Sciro», di Metastasio. (Niza, imprenta de la Sociedad Tipográfica, 1785, 8.º) —Osservazioni sul «Demofonte», di Metastasio (íd., íd.).— Lettera ad un amíco intorno il giudizio dato nelle «Efemeridi romane» del dramma intitulato «Scipione in Cartagine» (Bolonia, 1784). Dejó manuscrita una obra voluminosa sobre las Bellas Artes, y una disertación sobre la Poesía en la Historia. Algo de esto debe de conservarse todavía en Valencia.

El P. Antonio Pinazo (valenciano, como los dos anteriores) publicó una disertación sull'influenza delle lettere è delle scienze nelle stato civile è politico delle nazioni (Verona, 1792), contradiciendo la famosa paradoja de Rousseau. No llegó a imprimirse su Ensayo sobre la poesía didáctica, género que había cultivado mucho, escribiendo un poema sobre El Rayo, y otro sobre Los Cielos. También quedó inédita otra disertación suya sobre el influjo de la moda en las letras.

El abate Garcés, conocido principalmente por su útil aunque casuístico libro Del vigor y elegancia de la lengua castellana, dejó manuscrita una Introducción filosófica a la elocuencia mediante el buen uso de las ideas, obra de pensamiento análogo a la de Capmany.

El originalísimo P. Vicente Requeno, aragonés, de quien trataremos largamente en el capítulo de las artes plásticas y en el de la música, dejó entre sus obras inéditas un Arte de la elocuencia filosóficamente examinada (dos tomos, 4.º), un Examen de las obras preceptivas de Demetrio Falereo, de Cicerón y Quintiliano, y dos disertaciones sobre los asuntos siguientes: I . In constituendis partibus Artis dicendi singulis et quidem principalioribus, non semper unam fuisse Rhetorum opinandi rationem. II . Quo pacto scripserit Aristoteles de arte dicendi in libris ad Theodectem.

Este catálogo de Jesuítas, preceptistas y críticos, o que en sus obras derramaron alguna luz sobre el arte de la palabra, podría aumentarse no poco ¡Toda la enorme literatura de los expulsos fué producida en menos de treinta años! No presenta fenómeno igual la historia literaria.

[p. 367]. [1] . Lib. IV, cap. VI, tomo II de la edición castellana, pág. 420.

[p. 368]. [1] . Arte Poética fácil. Diálogos familiares en que se enseña la poesía a cualquiera de mediano talento, de cualquier sexo y edad. Valencia, 1801, por Burguete. (Dedicado a la reina María Luisa. Son nueve diálogos.)

—Arte Poética, etc., etc. Obra de D. Juan Francisco de Masdeu, académico de Roma, Bolonia, Barcelona, Sevilla, etc., etc. Nueva edición, corregida con esmero y puesta en un todo conforme a la nueva ortografía, por D. J. M. P. y C. Gerona: por Antonio Oliva, 1826, 8.º

—Arte Poetica Italiana de facile intelligenza: dialoghi familiari. Parma, 1803, 8.º

El P. Masdeu tradujo al italiano muchos versos de veintidós poetas españoles del siglo XVI, secundando las tareas de Conti.

[p. 369]. [1] . El Apologista Universal, Obra periódica, que manifestará, no sólo la instrucción, exactitud y bellezas de las obras de los autores citados que se dexan zurrar de los semi-críticos modernos, sino también el interes y utilidad de algunas costumbres y establecimientos de moda. Tomo I (único publicado): Madrid, en la Imprenta Real, 1786. Este periódico se hizo notable por sus acerbas polémicas con D. Juan Pablo Forner.

Pueden citarse además, como periódicos literarios de esta época, aunque de menos importancia, El Hablador juicioso y crítico imparcial o Noticias Literarias, por el abate Juan Langlet; El amigo y corresponsal del Pensador, por D. Antonio Mauricio Garrido; El Belianís Literario. Discurso andante (dividido en varios papeles periódicos), en defensa de algunos puntos de nuestra bella Literatura, contra todos los críticos partidarios del Buen Gusto y la reformación: su autor D. Patricio Bueno de Castilla. Parte Primera. Tomo I (único publicado, en siete números): Madrid, por D. Joaquín Ibarra, 1765, 4.º (Título irónico, como se ve: redactaba este papel Sedano, el colector del Parnaso español.) Todavía puede añadirse el Correo Literario de la Europa, en el que se da noticia de los libros nuevos, de las invenciones y adelantamientos hechos en Francia y otros reinos extranjeros... (1781), redactado por el Duque de Almodóvar, y otros de que se hallará noticia en Sempere y Guarinos. Posteriores a la época que su Biblioteca abraza, aparecieron otros, aparte de los que estudiamos en el texto, v. gr.: El Diario de las Musas, en el cual se publicaron muchos versos y artículos de Forner (1790); La Espigadera, de la cual salieron diez y siete números (que forman dos tomos) en 1790, El Regañón general, y El Anti-Regañón en 1803, etc. Todos estos papeles tenían, en general, corta vida y escasos lectores. Los que al canzaron más fueron El Correo de los Ciegos (1786 a 1791), el Espíritu de los mejores Diarios (1787-1793): 17 tomos 4.º Escribieron en él D. Valentín Foronda, D. V. Santibáñez y algún otro, pero la mayor parte del periódico se compone de extractos y traducciones del Francés, así como el Correo Literario de la Europa, que duró seis años (1781 a 87).

[p. 371]. [1] . El primer número del Memorial corresponde al mes de Enero de 1784. El periódico era mensual.

[p. 372]. [1] . Tomo VIII (1786), pág. 245. Teatros.

[p. 372]. [2] . Pág. 205.

[p. 373]. [1] . Tomo XIII, año 1788.

[p. 374]. [1] . Tomo XV de la Continuación del Memorial Literario («Reflexiones sobre el teatro inglés»). Este Calderón era montañés de nacimiento, y dedica a la Sociedad Cantábrica de Santander algunos de sus escritos. Publicó una Historia de el sitio de Malta y varias traducciones del inglés.

[p. 375]. [1] . Continuación, tomo XXI, pág. 458.

[p. 377]. [1] . Filosofía de la Eloquencia. Por D. Antonio de Capmany, de la Real Academia de la Historia y de la de Buenas Letras de Sevilla. Madrid, por D. Antonio de Sancha, 1777, 8.º

—Filosofía de la Elocuencia. Nueva edición, conforme a la de Londres, impresa en 1812, adicionada y corregida con esmero por D. J. M. P. y C. Gerona, por Antonio Oliva, impresor de S. M. 1826. 8.º

Capmany ha sido magistralmente juzgado en dos artículos del señor Milá y Fontanals (Diario de Barcelona, 1854), y en una memoria de Guillermo Forteza, premiada por la Academia de Buenas Letras de Barcelona (Obras Críticas y Literarias de Guillermo Forteza, tomo I. Palma de Mallorca, 1882).

[p. 377]. [2] . Carta crítica del Bachiller Gil Porras Machuca a los RR. PP. Mohedanos sobre la Historia Literaria.—En Madrid, en la Imprenta Real de la Gazeta, 1781, 4.º

[p. 379]. [1] . Vid. pág. 66 de la Carta de Bartolo, el sobrino de Don Fernando Pérez, tercianario de Paracuellos, al editor de la Carta de su tío. Publícala el Licenciado Paulo Ipnocausto. Con licencia. Madrid, en la Imprenta Real, año 1790.

Este opúsculo es contestación a otro de Sánchez, muy notable, que se rotula Carta de Paracuellos, escrita por D. Fernando Pérez a un sobrino que se hallaba en peligro de ser autor de un libro. Publícala con notas un Bachiller en Artes, Madrid. 1789, por la Vda. de Ibarra. Es una sátira general y muy graciosa de los vicios de la literatura de su tiempo. Forner se dió por sentido de algunas alusiones contra los apologistas, y embistió contra Sánchez, que además tenía a sus ojos el pecado capital de ser amigo de los Iriartes. Sánchez no se dió por muerto, y replicó con una Defensa de D. Fernando Pérez... impugnado por el Licenciado Paulo Ipnocausto. Escribíala un amigo de D. Fernando. Madrid, 1790. 8.º

Don Tomás Antonio Sánchez era montañés, natural de Ruiseñada (junto a Comillas), según él mismo dice en su Indice de voces anticuadas. Los extranjeros, por no entender la antigua expresión geográfica Montañés de Burgos, suelen llamarle burgalés.

 

[p. 383]. [1] . Píndaro en Griego y Castellano. Tomo I (único publicado). Obras Poéticas de Píndaro en metro castellano, con el texto Griego y notas críticas, por D. Francisco Patricio de Berguizas, Presbítero, Bibliotecario de S. M. Madrid, en la Imp. Real, 1798. 8.º. 104 páginas ocupa el Discurso Preliminar.

 

[p. 388]. [1] . En esta parte Estala puso a contribución el Extracto de la Poética de Aristóteles, escrito por Metastasio.

[p. 389]. [1] . Edipo Tirano. Tragedia de Sófocles, traducida del Griego en verso castellano con un discurso preliminar sobre la tragedia antigua y moderna, por D. Pedro Estala, presbítero. Madrid, en la imprenta de Sancha, año de 1793. 8.º El Discurso ocupa 50 páginas.

—El Pluto, comedia de Aristófanes, traducida del Griego en verso castellano, con un discurso preliminar sobre la comedia antigua y moderna... En Madrid, en la imprenta de Sancha, 1794. El Discurso preliminar llena 46 páginas.

En la Continuación del Memorial Literario, tomo XI, página 109, se insertaron unas Reflexiones críticas sobre la tragedia de Edipo Rey, escrita por Sófocles, y sobre el discurso preliminar con que la publicó su traductor el S. D. P. E., por F. N. de R. (iniciales, según creo, del escolapio P. Navarrete, puesto que dice «Estala y yo somos de una ropa»).

El encubierto censor acierta en sostener que el nombre de Tirano no se aplica a Edipo en són de menosprecio, y que no fué de ninguna manera el objeto de aquella tragedia inculcar el odio al gobierno monárquico. Pero muestra la más absoluta ignorancia en cuanto al carácter lírico de la tragedia griega, queriendo juzgarlo todo por principios de verosimilitud material, y por el tipo de la tragedia francesa.

¡Cuán superior es el criterio de Estala! En las notas de su traducción (Vid. pág. 57) se lamenta de que los trágicos modernos hayan corrompido la sencillez griega, sustituyéndola un lenguaje hinchado, por haber perdido en todo el gusto de las gracias naturales.

[p. 392]. [1] . En una de sus cartas a Forner, llega a decir que odia a Moratín. Sin embargo, vivió con él en Valencia, y casi le mantuvo en 1813.

[p. 393]. [1] . Las Poesías Asiáticas no se imprimieron hasta 1833; pero estaban traducidas mucho antes, y el traductor pertenece a la escuela del siglo XVIII. Falleció en 1815.

[p. 396]. [1] . Estas cartas han sido impresas en el tomo II de Poetas líricos del siglo XVIII, páginas 73 a 88.

[p. 396]. [2] . Hay mucha variedad de tonos en Meléndez. Los dos romances de Doña Elvira, por ejemplo, constituyen una verdadera leyenda romántica, que no parecería mal entre las del Duque de Rivas. En algunas elegías, v. gr., la de La Partida, se inicia un género de poesía erótica enteramente moderna y no falta de pasión ni de arrebato.

[p. 397]. [1] . Pág. 495 y siguientes del tomo I de la edición Rivadeneyra.

[p. 398]. [1] . Tomo II (edición Rivadeneyra de las Obras de Jove-Llanos; página 163).

[p. 398]. [2] . Tomo I, pág. 497.

[p. 398]. [3] . Tomo I (edición Rivadeneyra de las Obras de Jove-Llanos: página 490).

[p. 398]. [4] . Ib., pág. 491.

[p. 399]. [1] . Ib., pág. 3.

[p. 400]. [1] . Tomo I (edición Rivadeneyra de las Obras de Jove-Llanos; página 331)

[p. 402]. [1] . El Dr. D. Francisco Jarrín, catedrático de Retórica en el Instituto de Gijón, ha adicionado y comentado las Lecciones de Retórica y Poética de Jove-Llanos, de modo que puedan servir de texto. (Gijón, imprenta de Torre, 1879).

[p. 402]. [2] . Hemos formado de ellos una colección, que algún día verá la luz pública.

[p. 403]. [1] . Distinguió muy bien, siguiendo a Lessing y a Arteaga, la imitación progresiva de la poesía, y la imitación estable de la pintura.

[p. 404]. [1] . Las excelentes condiciones didácticas de la Retórica de Sánchez Barbero la han mantenido mucho tiempo en las aulas. Hay ediciones bastante modernas; v. gr.:

—Principios de Retórica y Poética por D. Francisco Sánchez, entre los Arcades, Floralbo Corintio, 2.ª edición. Madrid, imp. de Norberto Llorenci, 1834.

—Barcelona, 1848, imp. de Tauló.

—Principios... ilustrados con notas y seguidos de un tratado de arte métrica, por D. Alfredo Adolfo Camus, profesor de dicha asignatura en la Universidad de Madrid. Madrid, 1845, imprenta de Rivadeneyra y Compañía.

—Curso elemental de Retórica y Poética. Retórica, de Hugo Blair. Poética, de Sánchez. Textos aprobados por el Consejo de Instrucción pública, ordenados, corregidos y adicionados con un tratado de versificación castellana y latina, por D. Alfredo A. Camus, profesor de la Universidad de Madrid, e individuo de la Academia Greco-Latina. Madrid, 1847, imp. de la Publicidad.

—Id. Madrid, 1854, imp. de Peña.

[p. 405]. [1] . Obras Póstumas de Moratín, tomo III, pág. 13 (carta a don Mariano y D. Pedro Nougués). Vid. en el mismo tomo, págs. 357 a 362, donde el mismo Moratín ha recopilado los principales defectos de Munárriz.

[p. 406]. [1] . Vid. Juicio crítico de los principales poetas españoles de la nueva era, por D. José Gómez Hermosilla. París, 1855, imp. de Garnier, pág. 133.

[p. 410]. [1] . Impreso por primera vez en la edición de las Poesías de Quintana, hecha en la imprenta Nacional en 1821 (tomo II).

[p. 412]. [1] . En la advertencia que va delante de estas tragedias.

[p. 413]. [1] . Variedades de Ciencias, Literatura y Artes. Obra periódica: Madrid, en la oficina de D. Benito García y compañía, año de 1803 a 1805: 6 tomos, 8.º Fueron los principales redactores, además de Quintana. D. Juan Alvarez Guerra, D. Josef Folch, el abate don Josef Miguel Alea, el médico D. Eugenio de la Peña, D. Josef Rebollo, D. Tomás García Suelto, el geógrafo D. Isidoro Antillón, el naturalista Lagasca y otros, que firmaban generalmente con iniciales. En muchos números hay versos de Tapia, G. Suelto, González Carvajal, Gallego, Marchena y otros. El periódico salía dos veces al mes.

Creo conveniente insertar la lista de los principales artículos de crítica que allí aparecieron.

De Quintana. Sobre La Muerte de Abel, tragedia de Legouvé, traducida por Saviñón.—El Cid de Corneille, traducido por G. Suelto.—Sobre la elegía de Sánchez Barbero a la muerte de la Duquesa de Alba.—Obras del coronel Cadalso.—La Mojigata de Moratín.—Polémica con D. Juan Tineo sobre la misma comedia.—Del Idilio y de la égloga.—Sobre las Fábulas de Iriarte.—Sobre la Inocencia Perdida, poema de Reinoso.—El Reconciliador, comedia de Demoustier, traducida por Enciso Castrillón.—Principios de Elocuencia del cardenal Maury.—Sobre la Rima y el verso suelto. —Polémica con Blanco (White) sobre la Inocencia Perdida de Reinoso.—Obras de D.ª María Rosa Gálvez.—Sobre las Lecciones de Retórica de Hugo Blair.—Sobre el tratado de los Tropos de Dumarsais.

Del abate Alea. Comparación de las voces: genio, ingenio, talento. (Define genio «el don de crear o executar de un modo nuevo y original»; ingenio «la facultad de concebir con exactitud, y combinar con delicadeza y sutilmente»; talento «la disposición, la aptitud particular y habitual de concebir con facilidad, orden y claridad». La creación o invención es el atributo del genio, no así del ingenio, ni menos del talento, que tampoco tiene la sutileza del ingenio. Las distinciones del abate Alea han sido generalmente aceptadas después, aunque no falta todavía quien tache con poca razón de galicismo la voz genio, empobreciendo así la lengua, y haciendo que, bajo una misma voz, se confundan Shakespeare y Cañizares, Píndaro y Meléndez. El que quiera evitar este absurdo, no tiene más remedio que emplear la voz genio, sin pararse en escrúpulos pedantescos, a no ser que se resigne a dar un rodeo, y decir ingenio superior o algo por el estilo. Pero siempre es mejor y más racional emplear una sola palabra que dos. La Academia ha dado la razón al abate Alea.

[p. 415]. [1] . Vid. Reparos Críticos al Romancero y Cancionero publicado por D. Manuel Josef Quintana en la colección de D. Ramón Fernández. (Núm. 6.º de El Criticón, que se imprimió póstumo en 1859. Gallardo había hecho este trabajo en la cárcel de Sevilla en 1824.)

[p. 416]. [1] . Poesías de los siglos XVI y XVII (tres tomos).—Poesías del siglo XVIII (un tomo).— Musa Épica (dos tomos). (1830 a 1833.)

[p. 416]. [2] . El discurso preliminar a la Musa Épica es lo mejor que en prosa escribió Quintana: todo es allí excelente, así los pensamientos como la dicción, mucho más correcta y castiza que en sus escritos anteriores.

[p. 418]. [1] . Obras de Quintana (ed. Rivadeneyra), pág. 125.

[p. 418]. [2] . Idem, notas a Las Reglas del Drama (pág. 81).

[p. 418]. [3] . De otros ingenios educados, como Quintana, en la escuela salmantina, nada decimos, porque sus escritos y su influencia pertenecen más bien a la historia de nuestras letras en el siglo XIX. Don Juan Nicasio Gallego muy rara vez ejerció la crítica que se escribe, pero toda su vida mostró singular predilección por la crítica que se habla, por la crítica de consejo. No tuvo mejor maestro la juventud literaria de su tiempo, y aun de los románticos fué respetado, porque no era intolerante sino en cuanto a las reglas eternas del buen gusto. En el delicado análisis de las formas de estilo y lenguaje aventajó al mismo Quintana. Era el tipo más acabado del gusto académico. Léanse su diálogo en defensa de Meléndez contra Hermosilla, y su análisis de Esvero y Almedora, poema de Maury (Poetas Iíricos de siglo XVIII, tomo III, pp. 154 a 164, y 426 a 441). En el prólogo a las Poesías de la Avellaneda pareció transigir, aunque de mala gana, con algunos de los procedimientos de la escuela moderna, más bien que con su espíritu. Era antirromántico, pero sin saña ni encono, y acertaba siempre con los puntos flacos de las obras de los innovadores. Véase su ingenioso juicio sobre Notre-Dame de París (Poetas Líricos del siglo XVIII, tomo I, introd., página 227).

Al mismo grupo literario que Quintana y Gallego, aunque con talento muy inferior, perteneció el bibliotecario D. Eugenio de Tapia, escritor de larga vida, que figuró con no vulgar gracejo entre los adversarios del romanticismo, componiendo varias sátiras y un poema burlesco a modo de parodia.

[p. 422]. [1] . Tratándose de un autor tan conocido y famoso, apenas es menester decir que para las Obras completas nos valemos de la edición de la Academia de la Historia, 1830, y de la de Rivadeneyra, consultando además las Obras póstumas, publicadas oficialmente en tres volúmenes el año 1867 (Madrid, Imp. de Rivadeneyra). Los originales que Silvela heredó de Moratín, y que sirvieron para esta edición, se hallan ahora en la Biblioteca Nacional. Todavía quedan inéditas algunas cartas y gran parte del Diario.

 

[p. 423]. [1] . ¡Vaya una desgracia!

[p. 428]. [1] . «Aquella forma total no ha existido jamás sino en la fantasía del pintor: la Naturaleza le ofreció separados los objetos, como hace siempre: él supo formarse de muchas partes hermosas un todo perfecto, y éste es el gran secreto de los buenos artífices: esto es lo que se llama invención: de aquí resulta aquella belleza que, sin dejar de ser natural, jamás se encuentra tal en los objetos que la Naturaleza nos ofrece». (Obras póstumas, tomo I, página 334.) Parece imposible que esta rapsodia de estética casera se haya escrito a propósito de Ticiano cuya manera vigorosa y ardiente es de las que más penetran por los ojos.

[p. 429]. [1] . Obras completas de D. Andrés Bello. Volumen VII. Opúsculos literarios y críticos. Tomo II. Santiago de Chile, por Pedro G. Ramírez, 1884 , página 276.

[p. 431]. [1] . Tenía esta Academia por principal instituto leer y analizar las producciones más disparatadas de todos géneros.

[p. 434]. [1] . Orestes, tragedia en cinco actos, representada por la primera vez en el coliseo del Príncipe, día 30 de Mayo de 1807. Madrid, imp. que fué de García, año de 1815.

[p. 437]. [1] . Paso rápidamente por las vicisitudes de esta Academia, sobre la cual pueden encontrarse reunidos todos los datos apetecibles en un estudio de D. Alberto Lista De la moderna escuela sevillana de Literaura (Revista de Madrid, 1838), en otro de Alcalá Galiano (D. Antonio), publicado en la Crónica de Ambos Mundos, y en la extensa biografía de Reinoso escrita por D. Antonio Martín Villa al frente de las Obras de Reinoso, impresas por la Sociedad de Bibliófilos andaluces (Sevilla, 1872).

[p. 438]. [1] . Poesías de una Academia de Letras Humanas de Sevilla. Antecede una Vindicación de aquella Junta, escrita por su individuo D. Eduardo Adrián Vacquer, Presbítero, contra los insultos de un impreso con el título de Carta Familiar de Don Myas Sobeo a Don Rosauro de Safo. En Sevilla, por la viuda de Vázquez y Compañía, 1797, 4.º

[p. 440]. [1] . El Imperio de la Estupidez (impreso por primera vez en el tomo III de Poetas Líricos del siglo XVIII).

[p. 440]. [2] . El 15 de Septiembre de 1799. Publicado en la Revista de Ciencias, Literatura y Artes de Sevilla, tomo III, pág. 133 y siguientes.

[p. 441]. [1] . Artículo Sevilla en el Diccionario Geográfico de Miñano, tomo VIII, página 256. Este artículo es conocidamente de Reinoso.

[p. 441]. [2] . Impreso en el Correo de Sevilla, 1806.

[p. 444]. [1] . Tales son: Discurso sobre el mérito particular de Demóstenes.—Idem sobre el mérito de Virgilio y del Tasso como poetas éticos.—Idem sobre la corrección del teatro.—Idem sobre la oda de fray Luis de León a la Ascensión.—Idem sobre el libro IV de Luis Vives «De causis corruptarum artium».—Idem sobre la necesidad de establecer Academias en España, como único medio de adelantar la literatura española.—Sobre los progresos de la oratoria sagrada en España, etc.

[p. 444]. [2] . Números 60 y 61. Se reprodujo en el número 95 del Correo de Sevilla (sábado 25 de Agosto de 1804).

[p. 445]. [1] . Correo Literario y Económico de Sevilla, tomo IV, que comprehende los meses de Octubre, Noviembre y Diciembre del año 1804, y el de Enero de 1805. Con facultad Real. En la Imprenta de la Viuda de Hidalgo y Sobrino. La carta de Reinoso comienza en la página 9.

[p. 447]. [1] . Esta polémica puede verse íntegra, así en las Variedades (Año segundo, tomo primero) (pp. 164 a 184 y 241 a 252), como en el Correo Literario y Económico de Sevilla, tomo IV (pp. 177 a 183, 201 a 204, 209 a 212, 217 a 222).

[p. 451]. [1] . De lo que Arriaza escribió sobre las artes plásticas, algo se dirá en otro capítulo.

[p. 451]. [2] . Sus Poesías selectas han sido publicadas en un tomo de la Biblioteca de Escritores Aragoneses (Zaragoza, 1880), con un largo estudio preliminar de D. Jerónimo Borao.

[p. 454]. [1] . Vid. Heterodoxos españoles, tomo III.

[p. 456]. [1] . Lecciones de Filosofía moral y Elocuencia, o colección de los trozos los más selectos de poesía, elocuencia, historia, religión y filosofía moral y política de los mejores autores castellanos, puestos en orden por D. Josef Marchena. Burgos, imp. de Pedro Beaume, 1820.—Dos tomos en 4.º—Los preliminares ocupan 147 páginas.

[p. 458]. [1] . Nombre del famoso casuísta Jesuíta, tantas veces y tan inicuamente calumniado en las Provinciales de Pascal.

[p. 459]. [1] . Vid. Obras Póstumas de D. Manuel Silvela. Las publica, con la vida del Autor, su hijo D. Francisco Agustín Silvela. Madrid, 1845, imprenta de Mellado, dos tomos 4.º, especialmente la página 189 del primer tomo y la 57 del segundo.

El discurso sobre la literatura española, que llena la mayor parte del primer volumen, había aparecido al frente de la antología intitulada:

—Biblioteca Selecta de literaturas española, o modelos de elocuencia y poesía, tomados de los escritores más celebres desde el siglo XIV hasta nuestros días. Burdeos, La Walle, 1819, 4 tomos en 8.º; colección bastante copiosa y formada en general con buen gusto, a lo cual se añade una corrección harto rara en libros españoles impresos en Francia.

[p. 462]. [1] . Poética y Sátiras de Don Manuel Norverto (sic) Pérez del Camino. Burdeos, casa de Carlos Lawalle sobrino, 1829, 8.º La Poética ocupa las 120 páginas primeras. Trata el primer canto de la preparación del poeta y dotes fundamentales de toda composición (imitación poética: plan ordenado: unidad: variedad: intención moral); el segundo de la locución poética (imágenes: estilo: versificación). En los restantes se aplican estas reglas a todo género de composiciones poéticas.

Esta Poética ha sido reimpresa por el Sr. Alonso Martínez, sobrino del autor, al fin de su traducción de Las Geórgicas de Virgilio (Santander, imprenta de F. M. Martínez, 1876).

[p. 466]. [1] . Arte de hablar en prosa y verso por D. José Gómez Hermosilla, Secretario de la Inspección General de Instrucción pública. Segunda edición. Madrid, en la Imprenta Nacional, 1839, 2 tomos, 4.º

La primera edición es de 1825. Hubo otras muchas posteriores, entre ellas dos de Salvá (París) con notas críticas, que corrigen o moderan algunas de las expresiones de Hermosilla en detrimento de la fama de nuestros poetas antiguos.

Sobre los incidentes de la primera edición del Arte de hablar debe leerse una carta curiosísima de Hermosilla a Moratín, inserta en el tomo II, de las Obras póstumas de éste. Los enemigos del iracundo preceptista suscitaron contra él una tormenta palaciega, solicitando que el libro se prohibiese so pretexto de moralidad. El lance fué ruidoso, e intervinieron en él altos personajes, tales como el Nuncio de Su Santidad y el confesor de la reina Amalia, a quien el libro va dedicado.

Poseo un manuscrito de Hermosilla intitulado Compendio de bellas letras, copiado en Montpellier, en 1818, por su discípulo el químico catalán Roura. Este manuscrito puede considerarse como el primer bosquejo del Arte de hablar. La doctrina es, en substancia, la misma, y la exposición tampoco varía en cosa notable. Es, sin embargo, curioso ir advirtiendo la creciente rigidez de la crítica de Hermosilla, desde el Curso de Bellas Letras hasta el Arte de hablar y el Juicio crítico. En nuestro manuscrito nunca menciona a Meléndez más que para elogiarle, y califica a Valbuena de buen poeta.

Entre los folletos que se publicaron contra Hermosilla, merece atención el siguiente:

—Carta crítica, en que se dice algo, de lo mucho que se pudiera decir, acerca del juicio establecido en cierta obra moderna sobre los célebres poetas españoles Lope de Vega y Valbuena, y otro algo en orden a la utilidad de aquella obra. Madrid, Imprenta de D. M. de Burgos, 1826. 8.º

[p. 470]. [1] . «Juicio crítico de los principales poetas españoles de la última era. Obra póstuma de D. José Gómez Hermosilla. París, librería de Garnier hermanos, sucesores de D. V. Salvá, 1855. (Saint-Cleud, imprenta de la viuda de Bélin.) Es reimpresión en un sólo tomo de los dos de la edición de 1845. Del artículo de D. Juan Nicasio Gallego ya se ha hablado. Las observaciones de Bello deben leerse en sus Opúsculos (tomo II, página 265 y siguientes), y en un interesante capítulo de su biografía, escrita por Amunátegui (páginas 501 a 526).

[p. 472]. [1] . Ocupa los dos primeros tomos de las Obras Literarias de Martínez de la Rosa., impresas en cinco volúmenes desde 1827 a 1830. Hay varias reimpresiones posteriores, y es libro conocidísimo.

[p. 477]. [1] . Es tan copioso el número de libros y opúsculos de crítica literaria impresos en España durante la época que abarcan estos dos capítulos, que tenemos, no sólo el temor, sino la certeza de haber omitido algunos dignos de estudio y de mención. Sin salir de nuestra propia biblioteca, bastante copiosa en este género de literatura, se nos ofrecen todavía los siguientes, de que no hemos hecho mérito por no haber encontrado ocasión oportuna:

—Dolencias de la crítica, que para precaución de la estudiosa juventud expone a la docta madura edad, y dirige al muy ilustre Sr. D. Fr. Benito Jerónimo Feyjóo, etc., el P. Antonio Codorníu, de la Compañía de Jesús Honorario de la Academia del «Buen Gusto» de Zaragoza. Con licencia. Gerona, por Antonio Oliva. Año 1760, 8.º

Este libro es un tratado de crítica general y no de crítica literaria : bastante análogo, por otra parte, al Criterio de Balmes. El padre Codorníu, en quien hay que reconocer no vulgar vocación de moralista y observador de costumbres, como lo manifiesta su libro de Ética, traza aquí una especie de higiene intelectual, recorriendo uno a uno los vicios y errores que extravían el recto juicio, y son, por este orden: inapetencia, antojo, y golosina, capricho, inconstancia, thema, adhesión a una secta, displicencia, rusticidad, mordacidad, indocilidad, temeridad, extrañeza ridícula, solapada envidia. Es libro ingenioso, lleno de ideas y de agudezas, y muy digno de ser reimpreso.

—Parnassidos sive Philemonis somnii De recentiorum vatum epicorum praestantia libri IV. Editi a D. Josepho de Pueyo et Pueyo, Marchionum de Campo-Franco Filio Primogenito. Palmae Balearium, apud Ignatium Serra. 1773. Folio. (Reimpreso muy incorrectamente en el Diccionario de Escritores Baleares de Bover.)

El Sueño de Philemón, obra de un prócer mallorquín, amigo de Mayans y de D'Alembert, es un poema latino de verdadero mérito, aunque de elegancia un poco lánguida y difusa. Prueba en su autor conocimiento de literaturas extranjeras que no eran vulgares en su tiempo. Trata de calificar el mérito de los modernos poetas épicos, con manifiesta predilección hacia Milton. Pone en boca de Boileau (Despravius) una confesión y retractación de los errores de su Poética:

                                 «Credideram Tassi virtutem laude minorem,
                                 Deceptusque fui...........................
                                 Carmina credideram porró languescere Divum
                                 Absque ministeriis, quae est usurpata vetustas;
                                 Arteque confisus cecini: modo dicta retracto,
                                 Ex quo exaudivi Miltonis nobile carmen.
                                 Hic nova conatus, primus monstravit iterque,
                                 Ut decet, ac facit quae nemo fecerat ante,
                                 Quaeque videbantur mortali haud posse licere».

—Teatro Español Burlesco, o Quixote de los Teatros, por el Maestro Crispín Caramillo, cum Notis variorum. Madrid, imprenta de Villalpando, 1802. El editor declara en una nota preliminar que la presente es obra póstuma de D. Cándido María Trigueros. Parece imposible que sea suya; no escribió cosa mejor en su vida. Es una crítica sabrosa y picante de los defectos de nuestro antiguo teatro, que Trigueros quería refundir, pero no destruir.

—Instituciones Poéticas, con un Discurso preliminar en defensa de la Poesía y un compendio de la Historia Poética o Mitología, para inteligencia de los Poetas. Por Don Santos Díez González, Catedrático de Poética de los Estudios Reales de Madrid. Para uso de los mismos estudios reales. Madrid, 1793, en la of icina de don Benito Cano. 8.º No he hecho mención de este libro en el texto, porque, en realidad, no es original, sino un arreglo bien hecho de las Instituciones Poéticas del Padre Juvencio (Jouvancy), a quien va siguiendo capítulo por capítulo, ilustrándole con varias doctrinas tomadas de otras partes. El Discurso en defensa de la Poesía es traducción de uno del Abate Massieu, inserto en el tomo II de las Memorias de la Academia de Inscripciones y Bellas Letras de París. Los otros autores que con más frecuencia sigue son Batteux y el P. Juan Andrés. Dedica un tratado entero a la Tragedia Urbana, que define: «Imitación dramática en verso, de una sola acción, entera, verosímil, urbana y particular, la cual, excitando en el ánimo la lástima de los males ajenos, y estrechándolo entre el temor y la esperanza de un éxito feliz, lo recrea con la viva pintura de la variedad de peligros a que está expuesta la vida humana, instruyéndolo juntamente con alguna verdad importante». Cuanto dice de la Opera está copiado literalmente de las Revoluciones del Teatro Musical de Arteaga, a quien decora con el pomposo título de «el Aristóteles del melodrama».

—Conversaciones de Lauriso Tragiense, Pastor Arcade, sobre los vicios y defectos del teatro moderno, y el modo de corregirlos y enmendarlos. Traducidas de la Iengua italiana, por Don Santos Díez González y D. Manuel de Valbuena, catedráticos de Poética de los Reales Estudios de esta Corte. Madrid, en la imprenta Real, 1798. 4.º

No conozco el verdadero nombre del autor italiano a quien responde el disfraz arcádico de Lauriso Tragiense. Su libro es muy erudito y muy ameno, pero inspirado por un criterio ético intransigente. Los traductores le han enriquecido con notas de varia erudición, relativas a nuestro teatro.

—Reflexiones sobre el buen gusto en las ciencias y en las artes. Traducción libre del italiano. Con un discurso sobre el gusto actual de los españoles en la literatura. Por D. Juan Sempere y Guarinos. Madrid, A. de Sancha, año 1782. 8.º

El autor original es Luis Antonio Muratori.

—Poema de la Poesía. En tres cantos. Por D. Félix Enciso. Madrid, imprenta de José López, 1799. 8.º Dedicado al Príncipe de la Paz.

Esta Poética es una detestable y prosaica imitación del Poema de la Música de Iriarte.

—Poética de D. José Mor de Fuentes, en doce cantos. Debió de perderse manuscrita, y es lástima, porque sería tan original y divertida como todas las producciones de aquel docto y estrambótico autor aragonés. Él mismo da noticia de ella en su autobiografía (Bosquejillo de la vida y escritos de D. José Mor de Fuentes, delineado por él mismo. Barcelona, 1836): «Se me proporcionó leer la Poética de Martínez de la Rosa, recién impresa en París. Parecióme el poema vulgar en la doctrina y friísimo en la ejecución. Con este motivo concluí en cuatro o cinco semanas otra Poética en doce cantos. En ella los preceptos van siempre material y formalmente acompañados del ejemplo».

—La Elocuencia, Poema didáctico en seis cantos, por D. José Viera y Clavijo, Arcediano de Fuerteventura en la Iglesia Catedral de Canarias. En la imprenta de las Palmas; a cargo de don Juan Ortega, 1841.

Este raro poema estaba escrito desde 1787, según resulta de su prólogo. Es refundición o traducción libre de otro del Abate La Serre, publicado en 1778. Viera y Clavijo (uno de los mejores prosistas del siglo XVIII, como lo testifica su Historia de las Canarias) cultivaba las Musas contra toda la voluntad de estas sagradas doncellas; tenía, sobre todo, la manía de los poemas didácticos. Baste decir que compuso hasta siete u ocho, entre ellos los Meses (imitación de Roucher y de los Fastos de Ovidio), las Bodas de las Plantas (que es el sistema sexual de Linneo), los Aires fijos (en que canta la extracción del gas hidrógeno, y los primeros ensayos aerostáticos), etc., etc. Para él toda materia científica era materia poética.

—Ensayo sobre la Crítica, de Alejandro Pope, traducido al castellano con anotaciones del original inglés por G. A... Canaria, imp. de las Palmas, a cargo de D. M. Collina, 1840. 8.º, XIV-140 pp.

Versión en endecasílabos asonantados flojos en general e insonoros. El traductor fué D. Graciliano Afonso, Doctoral de Canarias, infatigable versificador y humanista, que puso en castellano con poco numen todas las obras de Virgilio, la Poética de Horacio, las odas de Anacreonte, el poemita Hero y Leandro de Museo, el Rizo Robado de Pope, el ditirambo de Dryden, y no sé cuántas poesías más. Su afición a los versos era tan grande como infortunada, sólo comparable con la de su paisano Viera y Clavijo.

El Ensayo sobre la crítica va acompañado de notas útiles, unas originales, y otras estractadas de los comentadores ingleses de Pope.

—«Arte de Escribir, por el P. M. Fr. José de Jesús Muñoz Capilla, de la Orden de San Agustín.» (Esta obra, escrita antes de 1830, ha permanecido inédita hasta 1883 y 84, en que la Revista Agustiniana de Valladolid la ha sacado del olvido, con oportunas notas del P. Conrado Muiños Sáenz, el cual nos informa de que el Arte de Escribir formaba parte, en el pensamiento de su autor, de una especie de enciclopedia o tratado universal pedagógico que el P. Muñoz se había propuesto formar, y para el cual dejó muchos apuntes y algunas partes terminadas).

El P. Muñoz aplicaba el nombre de Arte de Hablar a la Gramática, y el de Arte de Escribir a la Retórica, que no trató de un modo empírico, sino procurando darle base filosófica, mediante una doctrina del enlace y asociación de las ideas, único principio metafísico que sobrenada aún en los pensadores sensualistas, como lo era, aunque mitigado, el P. Muñoz. De ese principio deduce paralelamente las leyes de la Lógica y las de la Retórica, las del pensar y las del hablar y escribir. Su tratado es, por consiguiente, más metódico que el de Capmany, y más filosófico que el de Hermosilla, y dudamos mucho que dentro de la escuela ideológica y analítica pudiera hacerse otro mejor, si bien, por el pecado capital de la misma escuela, aparece extraño a casi todas las cuestiones propiamente estéticas, sobre las cuales da mucha más luz otro libro del P. Muñoz, que ya en su lugar citamos, La Florida.

Mirado bajo otro aspecto, el Arte de Hablar es una retórica excelente, llena de buenos y útiles consejos de detalle, si bien propende (aunque en menor escala que Hermosilla y otros preceptistas de entonces) a confundir el orden estrictamente lógico con la armonía estética, superior, aunque no contraria, al razonamiento desnudo, más viva, más misteriosa y más difícil de ser aprisionada en la red de hierro de la Dialéctica.

El P. Muñoz censura el tecnicismo de los antiguos retóricos y hace más que censurarle: le suprime; pero fuera de esto no se advierte en él espíritu innovador de ningún género, y si califica de arbitrarias las reglas del gusto, no es por espíritu romántico, sino por una consecuencia lógica de sus principios sensualistas, que le mueven, como a todos los estéticos de su escuela, a dar un carácter relativo a las leyes de lo bello. * [* Llega a decir que «el arte está sujeto a todas las variaciones de los usos y de las costumbres... que, modificándose de continuo nuestros hábitos, con ellos varía también nuestro gusto, y se truecan enteramente las ideas que teníamos de lo bello, y, finalmente, que el arte es como una moda que se sigue a otra, y presto es reemplazada por otra nueva». Esto no obstante, afirma con evidente contradicción que caben reglas en lo bello, deducidas de la observación y análisis de las obras magistrales ya creadas. Como se ve, todo este edificio está en el aire; pues, ¿con arreglo a qué principio declaramos magistrales dichas obras? El P. Muñoz indica que esta piedra de toque es la bella naturaleza, pero tampoco nos da reglas para distinguir la naturaleza bella de la fea. Todo empirismo estético peca necesariamente por su base, y lleva o a dudar de la belleza misma, o a refugiarse en el principio de autoridad y en el estudio de los modelos, como hacen el P. Muñoz y Hermosilla, aunque el primero menos que el segundo]. Por lo demás, admira fervorosamente a Meléndez y a Moratín y no se da por enterado de ninguna de las transformaciones que el gusto había sufrido en Europa, y que ya habían comenzado a insinuarse en España, mucho antes de que el P. Muñoz escribiera su libro, que es en todo y por todo un libro del siglo pasado, aunque de los buenos dentro de aquella centuria. Por eso le colocamos en este lugar, aunque quizá sea posterior a la misma fecha que le hemos asignado. Hasta el título de Arte de Escribir recuerda un libro análogo de Condillac. Sólo una vez, como de pasada, muestra el P. Muñoz más libres aspiraciones que sus maestros, conceptuando «dignos de elogio a los inventores de nuevas especies de poesía, que se acomoden a nuestro actual modo de pensar... y a las costumbres y a las opiniones de la nación para la cual se escribe». Doctrina que no admira en boca de quien tenía por cierto que el arte «es una mera convención variable de un pueblo a otro». Así se ve brotar de un sistema puramente empírico una fórmula de tolerancia, o más bien de escepticismo literario.

Realzan el libro del P. Muñoz lo selecto de los ejemplos, la limpieza y suavidad del estilo, y cierta mesura, discreción y buen gusto, característicos de todas las obras de aquel docto y benemérito religioso.

Suya es también una Disertación sobre el influjo de la imaginación y del juicio en la poesía, publicada por la misma Revista Agustiniana en 1882. Este discurso es un ensayo juvenil, compuesto por el autor a los veinticuatro años de su edad, en 1795. Su doctrina puede compendiarse en estas palabras: «El poeta debe respirar en todas sus obras aquella belleza ideal que es obra de la imaginación activa regulada por el juicio».

A este discurso, leído, según parece, en una Academia particular de Córdoba, puso algunos reparos un amigo del autor, llamado D. Rafael Linares. El P. Muñoz había expuesto con bastante crudeza sensualista la teoría de los climas y de su influjo en las obras del ingenio. Este fué el punto principal de la disputa, que llevó al P. Muñoz a explicar razonablemente su doctrina, concediendo que la influencia climatológica no era única ni irresistible ni uniforme, sino que se combinaba muy variamente con otros impulsos externos e interiores.

El P. Muñoz ejerció en Córdoba muy saludable influencia moral y literaria, y dejó, aun fuera de su Orden, aventajados discípulos que conservan con veneración su memoria.

[p. 483]. [1] . Esto se entiende en cuanto al gusto literario; pues, por lo demás al reinado de D. Juan V pertenecen algunos de los más insignes trabajos de erudición de que Portugal puede gloriarse; v. gr.: la Bibliotheca Lusitana de Barbosa Machado, el Diccionario de Bluteau, etc., etc. Pero el contagio de la época se ve patente, así en los nombres de las Academias: Problemática de Setúbal, Scalabitana Pastoril, Aventureros de Santarem, Abandonados, Conformes Lisbonenses, Escogidos, Aplicados, etc. etc., como en los títulos de los libros: Vocabulario portuguez, áulico, anatómico, architectónico, béllico, botánico, brasílico, cómico, etc., etc. Estos y otros cincuenta adjetivos, todos o casi todos esdrújulos, lleva en la portada el Bluteau, puestos por orden alfabético, desde áulico hasta zoológico.

 

[p. 484]. [1] . Historia de Theatro Portuguez, tomo III (siglo XVIII), página 225.

[p. 485]. [1] . Verdadero método de estudiar para ser útil a la República y a la Iglesia, proporcionado al estado y necesidad de Portugal, expuesto en varias cartas en idioma portugués, por el Rdo. P. Barbadiño, de la Congregación de Italia, al Rdo. P. Doctor en la Universidad de Coimbra. Traducido al castellano por D. Joseph Maymó y Ribes, doctor en Sagrada Teología y Leyes, abogado de los Reales Consejos y del Colegio de esta Corte, Madrid, por Joaquín Ibarra, 1760. 4.º Tres tomos.

Véanse especialmente las cartas 5.ª, 6.ª y 7.ª

[p. 488]. [1] . Sería inútil y enojoso dar cuenta de todos los folletos que en Portugal y en Castilla se publicaron contra el plan de estudios del Barbadiño. Los Jesuítas no se dejaron adormecer por el incienso de la dedicatoria con que Verney trató de desagraviarlos, y salieron a la defensa de sus combatidos métodos, distinguiéndose en esta polémica el P. Isla, que la introdujo, sin venir a cuento, en dos o tres capítulos de su Fray Gerundio; el P. Codorníu, que escribió un Desagravio de los autores y facultades que ofende el Barbadiño, y el P. Tomás Serrano, a quien la intolerancia antijesuítica impidió vulgarizar por la estampa una Carta Crítica sobre los desaciertos de Verney en materia de poesía, gramática y humanidades. En Portugal escribieron contra él Fr. Asensio de la Piedad (seudónimo) y otros.

Ideas bastante parecidas a las de Verney sobre Camoens había mostrado Ignacio Garcés Ferreira (entre los Arcades Gilmedo) en el Aparato preliminar a su edición de los Lusiadas (1731-1732), uno de los primeros trabajos con que comenzó a manifestarse en Portugal el criterio de la nueva escuela. Garcés Ferreira había vivido mucho tiempo en Italia.

[p. 489]. [1] . Arte Poetica das regras da verdadeira poesia em geral, e todas as suas especies príncipaes tratadas em juizo critico... Lisboa, 1748.

—Arte Poetica de Q. Horacio Flacco, traduzida e illustrada em portuguez, por Cándido Lusitano. Lisboa, na officina patriarchal de Francisco Luis Ameno, 1758.

[p. 490]. [1] . De todas estas versiones de Horacio y otras más oscuras hemos hecho más detenido estudio en nuestro libro de Horacio en España (tomo I, páginas 247 y siguientes). La de Pedro José da Fonseca se imprimió en 1790, con una serie de notas escogidas de los antiguos y modernos intérpretes y un comentario crítico sobre los poéticos, lecciones varias e inteligencia de lugares dificultosos. Las dos del P. Aquino, que tuvo, como Cascales, la humorada de descoyuntar el texto latino para metodizarle, se imprimieron en 1793 y 96. La de Costa é Sá es de 1794. A todas estas hay que agregar las de Rita Clara Freire de Andrade (o más bien Bartolomé Cordovil de Sequeyra y Mello, 1781), Miguel do Couto Guerreiro, (1772), Joan Rossado de Villalobos y Vasconcellos (inédita), Bento José de Sousa Farinha: todas ellas infelices y prosaicas.

[p. 491]. [1] . Vide la comedia (en verso suelto) intitulada Theatro Novo, y las disertaciones de Garção en sus Obras poéticas. (Lisboa, na officina typographica, 1778.) Allí se lee otra disertación «sobre el carácter de la Tragedia, y utilidades que resultan de su perfecta composición».

[p. 491]. [2] . Véase la sátira segunda sobre a imitação dos antigos:

                                      «Não posso, amavel conde, sujeitarme
                                      A que as cagas se imiten os antigos....»

                                      ..............................................................

[p. 494]. [1] . Sobre todo esto pueden verse curiosísimos pormenores en la Historia del teatro portugués, de Theóphilo Braga, tomo III (Porto, 1871).

[p. 496]. [1] . La Gaceta del P. Lima llevaba por segundo título: Noticia exacta dos principaes escriptos modernos conforme a analyse que d'elles fazem os, melhores criticos e diaristas da Europa. Uno de los artículos tiene por objeto responder a las diatribas de Verney contra Camoens.

[p. 500]. [1] . Si es que es el mismo autor del prólogo al libro del P. Almeida, cosa que no sabemos de fijo.

[p. 500]. [2] . Memorias de Litteratura Portugueza. Tomo III (1793), páginas 14 y sig . Sobre a Filologia Portugueza, etc., etc.

[p. 502]. [1] .                «Se por força do fado, ou por penuria
                                      Forçados somos á espremer dos livros
                                      Franceses o alimento das sciencias.
                                      .............................................................
                                      No gymnasio francez, tomemos o uso
                                      Dos antigos athletas, que ao sahirem
                                      Do pugilato ou férvida carreira,
                                      A poeira dos fatos sacudiam,
                                      E banhando-se em líquidas correntes
                                      Do Illiso (que alli perto, com sereno
                                      Passeio alegra as margens studiosas)
                                      Os corpos asseiavan diligentes».
                                                                                              (Arte Poética.)

 

[p. 503]. [1] . La Rollandiana, de 1836 a 1840.

[p. 506]. [1] . Lisboa, 1811.

[p. 506]. [2] . Censura dos Lusiadas, por José Agostinho de Macedo. Lisboa, na Impressão Regia, anno 1820, dos tomos, 8.º

El primitivo poseedor de mi ejemplar estampó en él esta nota, testimonio fiel de la hostilidad que había en su tiempo contra Macedo: «Esta obra he un complexo de paradoxos, incoherencias, contradicções e argucias pueris, e depõe evidentemente contra o desmedido orgulho do seu author».

Se refieren, además, a esta polémica los siguientes escritos de Macedo:

—Reflexões criticas sobre o episodio de Adamastor no canto 5.º dos «Lusiadas», em forma de carta (Lisboa, 1811). —Gama, poema narrativo (Lisboa, 1811). Vid. los preliminares.

—O Exame Examinado, ou resposta a João Bernardo da Rocha, e Pato Moniz. Lisboa, 1812.

—O Oriente, poema de... (Lisboa, imprenta Regia, 1820).

—Carta de Manuel Mendes Fogaça em resposta á que lhe dirigiu Antonio María Couto... Lisboa, 1812.

—Resposta aos dois do «Investigador portuguez»... Lisboa, 1812.

—A Analyse analysada. Lisboa, 1815. (Contra Antonio María do Couto.)

—O Couto. Lisboa, 1815. (Idem, ídem.)

Entre los infinitos contradictores de José Agustín, merecen recuerdo los siguientes, cuyos nombres tomamos de la excelente Bibliographia Camoniana, de Theóphilo Braga:

Couto (Antonio María).— Breve analyse do poema «Oriente» (Lisboa, 1815).

—Manifesto crítico-apologético em que se defende o insigne vate Camões da mordacidade do discurso preliminar do poema «Oriente» e se demostran os infinitos erros do mesmo poema. Lisboa, 1815.

—Analyse do façanhudo poema «Oriente»... Lisboa, 1815.

A estos folletos contestaron, no sólo Macedo, sino un cierto Joaquín José Pedro López, redactor de la Gaceta de Lisboa. «Carta ao Sr. Antonio María do Couto, na qual se da breve, seria e terminante resposta ao manifesto em que pertende mostrar os erros do poema «Oriente» e defender os dos «Lusiadas». Lisboa, na Impressão regia, 1815.

Pero estos esfuerzos aislados nada pudieron contra la general animadversión, que se manifiesta en las obras siguientes:

Pato Moniz (Nuño Alvarez Pereira). Exame analytico e paralello do poema «Oriente»... com a «Lusiada» de Camões. Lisboa, 1815.

Rocha Loureiro (Juan Bernardo).— Exame critico do novo poema «Gama» ... Lisboa, 1812.

Fray Francisco de San Luis (Cardenal Patriarca de Lisboa).— Apología de Camões, contra as Reflexões criticas do Padre José Agostinho de Macedo, sobre o episodio de Adamastor no Canto V dos «Lusiadas». Santiago, 1815.

[p. 508]. [1] . Vid. Wolf (Fernando José), Le Brésil Littéraire. Histoire de la litterature brésilienne... Berlin, Asher, 1863.

[p. 510]. [1] . Vid. el Ensayo sobre la historia de la literatura ecuatoriana (Quito imp. del Gobierno, 1860), pp. 82-86, y 125-146, obra de mi erudito amigo D. Pablo Herrera, a quien debo muy curiosos datos de aquella región.

Contra el Nuevo Luciano se escribió un opúsculo, del cual me comunica las siguientes noticias otro amigo mío americano, el eminente humanista D. Miguel Antonio Caro, de Santa Fe de Bogotá:

«Marco Porcio Catón, ó Memorias para la impugnación del Nuevo Luciano de Quito». Escribiólas Moisés Blancardo, y las dedica al Ilmo. Sr. Doctor Blas Sobrino y Minayo, dignísimo obispo de Quito, del Consejo de S. M.—En Lima, año de 1780. MS. de 90 folios en 8.º

«Apuntes macarrónicos, más bien que Memorias, debía haberse intitulado esta obrilla, escrita en culto y dispuesta en veinte capítulos cortos. El autor del Nuevo Luciano, hombre de claro y sagaz talento, pero imbuído en el espíritu revolucionario que soplaba en Francia, atacó en conjunto y por su base el sistema tradicional de educación, y en especial los métodos jesuíticos. Naturalmente, el Nuevo Luciano alborotó los ánimos quiteños, dividiéndolos en parcialidades. Blancardo respira la saña de que estaban poseídos los que se consideraban ofendidos y afrentados por el autor del Nuevo Luciano. En esta impugnación, gongórica al par que virulenta, hallamos algunos, aunque pocos, datos curiosos respecto de la obra y autor impugnados. El Nuevo Luciano circuló primero anónimo, y en la segunda publicación (no impresión) de aquella obra ms., el autor tomó los nombres fingidos de «Dr. D. Javier de Cía, Apéstegui y Perochena», no habiendo (añade su impugnador) «en la República Literaria ni en el distrito político de Quito, ningún hombre honrado que así se nombre». (cap. III). El Nuevo Luciano andaba en manos de todos: «¿Y acaso no se oyó también (dice Blancardo) que se había remitido a Lima para que, añadido, volviera impreso? ¿Y acaso no hay quien diga que anda publicado por medio de la prensa y que se le había visto en los estudios de algunos amigos de la novedad?»

No parece haberse confirmado la noticia de tal publicación que el anónimo impuguador creía realizada. Consta, sí, por una carta de Espejo, que éste remitió o pensó remitir su obra a Madrid para que se imprimiese bajo los auspicios del Conde de Campomanes.

Hacia el fin de su impuguación anuncia Blancardo una segunda parte, que, según creemos, no llegó a escribirse. El Dr. Espejo respondió a la primera en su opúsculo «La ciencia blancardina o contestación a las Memorias de Moisés Blancardo».

Debo al Sr. Caro copia esmeradísima de la conversación tercera del Luciano sobre la Retórica y la Poesía.