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Obras completas de Menéndez... > ORÍGENES DE LA NOVELA > II : NOVELAS SENTIMENTAL,... > VI.—NOVELA SENTIMENTAL: SUS ORÍGENES; INFLUENCIA DE BOCCACCIO Y ENEAS SILVIO.—JUAN RODRÍGUEZ DEL PADRÓN («EL SIERVO LIBRE DE AMOR»).—DIEGO DE SAN PEDRO («CÁRCEL DE AMOR». «TRATADO DE ARNALTE Y LUCENDA»).—«CUESTIÓN DE AMOR», DE AUTOR ANÓNIMO.—JUAN DE FLORE

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Texto

Simultáneamente con los libros de caballerías floreció, desde mediados del siglo XV, otro género de novelas, que en parte se deriva de él y conserva muchos de sus rasgos característicos, pero en parte acaso mayor fué inspirado por otros modelos y responde a un concepto de la vida muy diverso. Tal es la novela erótico-sentimental, en que se da mucha más importancia al amor que al esfuerzo, sin que por eso falten en ella lances de armas, bizarrías y gentilezas caballerescas, subordinadas a aquella pasión que es alma y vida de la obra, complaciéndose los autores en seguir su desarrollo ideal y hacer descripción y anatomía de los afectos de sus personajes. Es, pues, una tentativa de novela íntima y no [p. 4] meramente exterior como casi todas las que hasta entonces se habían compuesto, y aunque no produjo, ni podía producir, obras maestras, porque no habían llegado todavía los tiempos del análisis psicológico, dejó algunas curiosas muestras de retórica apasionada y trajo a nuestra prosa un nuevo e importante elemento.

Ya algunas novelas cortas venidas del francés o del provenzal, como Flores y Blancaflor, Paris y Viana, Pierres y Magalona, preparan y anuncian la aparición de este género; pero son todavía novelas de aventuras, aunque sencillas y tiernas, no son novelas propiamente afectivas. Los verdaderos o inmediatos modelos de la novela erótica hay que buscarlos en Italia. Ignorado como lo estuvo siempre de los cristianos el precioso tratado de los amores del cordobés Aben-Hazam, no hay duda que el primer libro subjetivo o íntimo de las literaturas modernas, el primer análisis detallado y profundo de la pasión amorosa es la Vita Nuova del gran Alighieri, donde la autobiografía sentimental del sumo poeta está mezclada con el comentario de algunos de sus sonetos, baladas y canciones. Pero no obstante lo muy admirado e imitado que fué Dante en la literatura española del siglo XV, no parece que este librito suyo fuese tan familiar a nuestros ingenios como la Divina Comedia. No le encuentro citado en parte alguna, aunque el Marqués de Santillana poseyó un códice, y sólo en la novela catalana de Curial y Guelfa (lib. I, p. 64) se encuentra una imitación de la maravigliosa visione del corazón comido, que está en el capítulo III de la Vita Nuova.

En cambio, fué extraordinariamente leída la Fiammetta de Juan Boccaccio, curiosísimo ensayo de psicología femenina, larga elegía de amor puesta en boca de la protagonista, que es, con transparente disfraz, la hija natural del rey Roberto de Nápoles, María de Aquino, de cuyos amores con el poeta de Certaldo queda tanta memoria en otras obras suyas, tales como el Filostrato y la Amorosa Visione. Los defectos que la Fiammetta tiene para el gusto de ahora; su estilo redundante y ampuloso lleno de rodeos y circunloquios; su afectación retórica y ciceroniana, que desde las primeras páginas empalaga; el pedantesco abuso de citas y reminiscencias clásicas, no lo eran para los contemporáneos y [p. 5] parecían otros tantos primores. Nuestros prosistas del siglo XV la tuvieron en gran estima, procuraron imitarla, y no sólo en la Cárcel de Amor y en los libros de Juan de Flores, sino en la parte seria y trágica de la Celestina se ven las huellas de este modelo de tan dudosa belleza. Las pedanterías que dice Melibea al encerrarse en la torre y resuelta ya a despeñarse las lamentaciones de sus padres Pleberio y Alisa, parecen trozos de la Fiammetta. Pero si influyó por sus defectos, influyó también por sus cualidades, que son admirables, especialmente por la penetración psicológica, que Boccaccio tuvo en alto grado, y aplicó antes que ningún moderno al estudio del alma de la mujer, llegando en algunos momentos de expresión apasionada a emular Fiammeta, despechada por el abandono de su amador Pamphilo, las inmortales quejas de la Dido virgiliana y de la Ariadna de Catulo. Los lunares que esta obra tiene, como todas las demás latinas e italianas de Boccaccio (exceptuado sólo, y no totalmente, el Decameron), son propios de la cultura todavía imperfecta del primer Renacimiento, que conservaba muchos restos de barbarie; pero lo que tiene de genio novelístico, de impulso juvenil, de potencia gráfica, de opulenta ejecución y sobre todo, de pintura de afectos y situaciones patéticas, le pertenece a él solo; apareció en sus libros por primera vez y le pone, en el orden de los tiempos, a la cabeza de los novelistas modernos.

Nada más fácil que encontrar citas de la Fiammetta en los autores españoles del siglo XV; basten por todas una castellana de don Iñigo López de Mendoza, y otra catalana del comendador Rocaberti. Sabido es que en la Comedieta de Ponza del Marqués de Santillana, es Boccaccio uno de los interlocutores, y a él se dirige la reina viuda de Aragón, doña Leonor, aludiendo al capítulo III de su novela con estas palabras:


       E como Fiameta con la triste nueva
       Que del peregrino le fue reportada,
       Segunt la tu mano registra e aprueva,
       La mas fiel d'aquellas no poco turbada...

[p. 6] Entre la procesión de célebres enamorados que desfila por los tercetos del poema alegórico de Rocaberti, intitulado Comedia de la gloria de amor, figuran Panfilo y Fiammetta:


       O nobla Fiameta
       Lo teu gran dol a planyer m'a vençut,
       Sobres dolor la pensa m'a costreta.

En ambas lenguas fué traducida la Fiammetta dentro del siglo XV. De la versión catalana [1] existe en el Archivo de la Corona de Aragón un códice procedente del monasteno de San Cucufate del Vallés, escrito con tinta tan corrosiva que le va destruyendo a toda prisa, por lo cual urge su publicación. La traducción castellana, de la cual se conserva un códice en el Escorial, fué impresa tres veces, por lo menos, en 1497, 1523 y 1541, ediciones todas de gran rareza por haberlas prohibido el Santo Oficio. [2]

[p. 7] Notable influencia ejerció en el desarrollo de nuestra novela amatoria otro libro, o más bien fragmento de libro de Boccaccio, es a saber, las trece cuestiones de la cuarta parte del Filocolo, traducidas y publicadas con el impropio título de Laberinto de Amor, que sólo conviene a otra obra del mismo autor llamada más frecuentemente el Corvacho. Cuando por primera vez se imprimió anónima esta traducción en Sevilla (1546), el intérprete declaró de esta manera el origen del libro: «Leyendo por mi pasatiempo el verano pasado un libro en lengua toscana, que se llama Filoculo, que quiere decir tanto como Fatiga de Amor, el cual compuso el famoso Juan Boccacio a instancia de Madama Maria, hija del rey Ruberto de Napoles, entre muchas materias subtiles de Amor que la Historia trata, hallé trece cuestiones que se propusieron delante della en una fiesta, seyendo elegida de todos los que la celebraban Reina para que las determinase. Y paresciendome bien, acordé de traducirlas en nuestro romance castellano...» [1]

Aquel mismo año, y en Toledo, se hizo nueva y más correcta edición de las Trece questiones, suprimido ya el impropio título de Laberinto, y declarando el nombre del traductor, que fué el canónigo don Diego López de Ayala, asistido en pequeña parte por el capitán Diego de Salazar. Todo ello consta en una advertencia de Blasco de Garay al lector: «Entrando cierto día... a visitar y besar las manos al muy Reverendo y Magnifico señor don Diego Lopez de Ayala, vicario y canonigo de la Santa Iglesia de Toledo, y Obrero della, sucedio que como me metiese (segun su costumbre de rescebir sabrosamente a los estudiosos de las letras) en su libreria y encomenzase a comunicar algunas obras raras que habia en ella, topé acaso con un libro de mano que contenia Trece [p. 8] Cuestiones muy graciosas, sacadas y vueltas en nuestro romance de cierta obra toscana llamada El Filoculo... De las cuales haciendo yo la cata por diversas partes, encomenzaronseme a encender las orejas de calor con la pureza de su estilo: tanto que no pude dexar luego de preguntar quién habia sido el autor de tan suave clareza. El cual, dubdoso entre conceder y negar, trahiame suspenso con respuestas que me obligaban a ser adivino. Una cosa se me declaró luego por cierta, los sumarios de las preguntas que iban en metro o copulas (sic) por hablar más castellano, haberlas compuesto Diego de Salazar que primero fue capitán, y al fin Hermitaño, varon en verdad el más suficiente en aquella arte, asi de improviso como de pensado, que jamas tuvo nuestra España... Pero como los tales sumarios en el dicho libro fuesen lo accesorio y de menos importancia (aunque en sí muy buenos), no cesé de querer saber adelante quién habia compuesto tan elegante y polida castellana prosa. Y por la negativa que se me hizo de muchos que yo reputaba haberla compuesto (aunque siempre me parecía exceder la obra a la opinión mia), conosci en fin la afirmativa, que era ser el verdadero interprete de tal libro el dueño en cuyo poder estaba. Del cual, porque no caresciese nuestra lengua moderna de semejantes riquezas, no con poca instancia trabajé que consintiese sacarle a luz, pues tan digno era de ella, puesto que ya a hurtadas se le habia otro antes divulgado. Y como a la sazon no le hallase título, pusole el que a él mejor le parescio, llamándole Laberinto de Amor de Juan Bocacio; como el Laberinto sea libro distinto del Filoculo, aunque todos de un mismo autor. Asimismo sacóle muy vicioso, como cosa de rebato hurtada. Agora, pues, amigo lector, os le damos correctisimo y con la ultima lima de su autor afinado.» [1]

[p. 9] Los dos escritores mencionados en esta advertencia son bastante conocidos: el canónigo Ayala como traductor de la Arcadia de Sannazaro, y el capitán Salazar, como traductor de Apiano y otros historiadores clásicos, y traductor también, o por mejor decir plagiario, del Arte de la Guerra de Maquiavelo, que se apropió con pocos cambios en su diálogo De Re Militari, disimulando el nombre del autor original.

Alfonso de Ulloa, infatigable editor de libros españoles en Venecia, puso las Trece Cuestiones del Filocolo al fin de la Cuestión de Amor, que estudiaré después; y en efecto, el parentesco de ambos libros salta a la visita, aunque la Cuestión española tiene un desarrollo novelesco mucho más amplio y un carácter histórico muy original. Pero el problema de casuística amatoria es del mismo género que los que se debaten en el Filocolo. Ambas obras tienen por teatro la corte de Nápoles, y reflejan las costumbres aristocráticas de sus saraos, que en esta parte continuaban la tradición de las tensones y jocs partits de Provenza y Francia. Tienen mucha importancia en el arte novelesco de Boccaccio estas Cuestiones, porque el episodio en que están introducidas se parece mucho al cuadro general del Decameron [1] y dos de ellas son verdaderas novelas que reaparecen luego en esta colección (la cuarta y la quinta de la décima jornada, es a saber, la del jardín mágico y la de la dama enterrada en vida).

Además de las obras de Boccaccio, creemos que influyó en nuestros novelistas sentimentales, y especialmente en Diego de San Pedro, una singular narración latina de autor italiano, que tanto por su mérito intrínseco como por la calidad de la persona del autor, tuvo en el siglo XV una celebridad extraordinaria. Me refiero a la Historia de duobus amantibus Eurialo et Lucretia, que el egregio humanista de Siena, Eneas Silvio Piccolomini, futuro Papa con el nombre de Pío II, compuso en 1444, cuando no había pasado de las órdenes menores; obra que fué para él (lo mismo que su comedia Chrysis y otros ensayos juveniles suyos) motivo [p. 10] de grave remordimiento cuando llegó a ocupar la cátedra de San Pedro, moviéndole a exclamar con honda compunción Aeneam rejicite, Pium suscipite. La recomendación no fué oída: al contrario, el nombre del autor acrecentó lo picante del libro; la Historia de Eurialo y Lucrecia fué impresa en latín más de veinte veces antes de acabar el siglo XV, y traducida a las principales lenguas vulgares, entre ellas al castellano. [1]

Era Eneas Silvio gran admirador de Boccaccio, a quien se parece algo como geógrafo, historiador y polígrafo. En la novela de Eurialo y Lucrecia le imita manifiestamente, y aunque tiene pasajes tan lúbricos como cualquiera de los relatos más inhonestos del Decameron, predomina el tono sentimental y romántico, [p. 11] lo cual aproxima más esta obrita al tipo de la Fiammetta. El estilo es muy otro: retórico también y lleno de exclamaciones, pero vivo, rápido, animadísimo, como cuadra a los movimientos desordenados y febriles de la pasión; es, en suma, obra maestra de una latinidad refinada y voluptuosa. A los recursos artísticos empleados por Boccaccio agrega Eneas Silvio el empleo de la forma epistolar: parte de la novela está en cartas entre los dos amantes; nuevo y poderoso medio de análisis afectivo, mucho más natural que el de los soliloquios empleado por Boccaccio. Ya veremos que el autor castellano de Arnalte y Lucenda y de Leriano y Laureola fué de los primeros que adoptaron esta feliz innovación. Ojalá hubiese imitado también al futuro Pontífice en el interés profundamente histórico y humano que éste había dado a su narración, fundada en un suceso, realmente acaecido en Siena cuando entró en ella el emperador Segismundo. Un alemán y una italiana son los héroes de este sencillísimo cuento de amores, el cual en todos sus detalles revela aquella fina observación que da tanto precio a muchos pasajes de las epístolas y de las historias de Eneas Silvio, escritor enteramente moderno cuando describe países o costumbres.

Entre los primeros maestros de la psicología erótica que fueron aquí leídos e imitados, creo que debe incluirse también al florentino León Bautista Alberti, uno de aquellos genios universales y enciclopédicos que el Renacimiento produjo, una especie de prefiguración de Leonardo de Vinci. Pequeña cosa parecen en el cuadro de su portentosa actividad estética y científica los dos diálogos Ecantofila y Deifira, el primero de los cuales enseña el ingenioso arte de amar y el segundo exhorta a huir del amor mal comenzado. [1] Pero aquí debe hacerse mención de ellos, porque fueron traducidos al catalán en el siglo XV [2] y porque alguna relación tienen con la Fiammetta, aunque más bien pertenecen [p. 12] a aquel género de platonismo erótico que tiene en el libro del hebreo español Judas Abarbanel su más curioso monumento. Pero de esa philographia o doctrina del amor y la hermosura he discurrido largamente en otra parte, [1] bastando recordar aquí el lazo que une estos conceptos alejandrinos renovados en Florencia con la literatura cortesana del siglo XVI, con la poesía lírica y con las novelas sentimentales y pastoriles que fueron su reflejo.

Pero no adelantemos especies que luego se verán confirmadas. Los libros españoles de que voy a tratar se escribieron durante un período de dos siglos, y no todos obedecen a las mismas influencias, aunque en todos ellos persiste el tipo esencial y orgánico, mezcla de caballeresco y erótico, combinación del Amadís y de la Fiammetta. Por lo demás, estas producciones tienen mucho de original e interesante, y su corto volumen y la variedad de los motivos poéticos que tratan las hacen más amenas y de más fácil digestión que los libros de caballerías.

La más antigua, y una de las más interesantes, es la de Juan Rodríguez del Padrón, último trovador de la escuela gallega, paisano y amigo de Macías, a quien parece que se propuso imitar en los amores, ya que no en la muerte:


       Si te place que mis dias
       Yo fenezca mal logrado
       Tan en breve,
       Plegate que con Macias
       Ser meresca sepultado;
       Y decir debe
       Do la sepultura sea:
       Una tierra los crió,
       Una muerte los levó,
       Una gloria los possea.

Su reputación poética, cifrada hasta ahora en pocos y medianos versos, aunque sencillos y a veces tiernos, habría de subir al más alto punto si realmente fuese autor de los bellísimos [p. 13] romances del Conde Arnaldos, de la Infantina y de Rosa Florida, que un manuscrito del Museo Británico le atribuye; [1] pero aun concediendo (lo que para nosotros no es dudoso) que un poeta cortesano del tiempo de D. Juan II pudiera alcanzar en algún momento feliz esa plenitud de inspiración, las lecciones que el manuscrito de Londres da son de tal modo inferiores a los textos impresos, que si Juan Rodríguez las compuso realmente, no puede ser tenido por autor original de estos romances, sino por refundidor bastante torpe.

Su prosa vale más que sus versos, y su biografía y su leyenda, todavía muy oscuras, interesan más que sus versos y su prosa. La novela que vamos a examinar encierra sin duda una parte de las confesiones del propio poeta. Titúlase este libro, inédito hasta nuestros días, [2] El siervo libre de amor, y está dedicado a Gonzalo de Medina, juez de Mondoñedo. Divídese alegóricamente en tres partes, cuyo sentido declara el autor en el proemio: «El siguiente tratado es departido en tres partes principales, según tres diversos tiempos que en sy contiene, figurados por tres caminos y tres arbores consagrados, que se refieren a tres partes del alma, es a saber, al corazón y al libre albedrio y al entendimiento, e a tres varios pensamientos de aquellos. La primera parte prosigue el tiempo que bien amó y fue amado: figurado por el verde arrayan, plantado en la espaciosa via que dicen de bien amar, por do siguió el corazón en el tiempo que bien amaba. La segunda refiere el tiempo que bien amó y fue desamado: figurado por el arbor del paraiso, plantado en la desciente via que es la [p. 14] desesperacion, por do quisiera seguir el desesperante libre albedrio. La tercera y final trata el tiempo que no amó ni fue amado: figurado por la verde oliva, plantada en la muy agra y angosta senda, que el siervo entendimiento bien quisiera seguir...»

En esta obra, de composición algo confusa y abigarrada, hay que distinguir dos partes: una novela íntima, cuyo protagonista es el autor mismo, y otra novela, entre caballeresca y sentimental, que es la Estoria de los dos amadores Ardanlier e Liesa, en la cual no negamos que pueda haber alguna alusión a sucesos del poeta, pero que en todo lo demás parece un cuento de pura invención, exornado con circunstancias locales y con reminiscencias de algún hecho histórico bastante cercano a los tiempos y patria del autor.

A diferencia de los demás libros de su clase, que se desenvuelven en una atmósfera fantástica, la novela de Juan Rodríguez está llena de recuerdos de su tierra natal, notados con toda precisión topográfica. Las principales escenas pasan en las cercanías de la villa del Padrón, probablemente en la Rocha. Se menciona la puerta de Morgadan que «muestra la via por la ribera verde a la muy clara fuente de la selva, y el nuevo templo de la diosa Vesta, en que reinaba la deesa de amores contraria de aquélla», o sea, la iglesia de Santa María de Iria, edificada sobre las ruinas de la que en tiempo de los romanos fué templo de Vesta. No se contenta el novelista con las grandes hazañas que su héroe consuma en la corte del Emperador, en Hungría, Polonia y Bohemia, sino que le trae para mayores aventuras « a las partes de Iria, riberas del mar Océano, a las faldas de una montaña desesperada, que llamaban los navegantes la alta Crystalina, donde es la vena del albo crystal, señorio del muy alto principe glorioso, excelente y magnifico rey de España». Allí escoge un paraje en la mayor soledad, y haciendo venir «muy sotiles geometricos», les manda romper por maravilloso arte «una esquiva roca, dentro de la cual obraron un secreto palacio rico, fuerte, bien labrado, y a la entrada un verde, fresco jardín, de muy olorosas yervas, lindos, fructiferos arboles, donde solitario vivia», entregado a los deportes de la caza. Este secreto palacio, donde se desata la principal [p. 15] acción de la novela con el trágico fin de los dos leales amadores Ardanlier y Liessa, es «el que hoy dia llaman la Roca del Padron, por sola causa del padron encantado, principal guarda de las dos sepulturas que hoy dia perpetuamente el templo de aquella antigua cibdad, poblada de los caballeros andantes en peligrosa demanda del palacio encantado, ennoblecen; los quales, no pudiendo entrar por el encantamiento que vedaba la entrada, armaban sus tiendas en torno de la esquiva Rocha, donde se encierran las dos ricas tumbas, y se abren por maravilla al primero de Mayo, e a XXIV y XXV de Junio y Julio, a las grandes compañas de los amadores que vienen de todas naciones a la grand perdonanza que en los tales dias los otorga el alto Cupido, en visitacion y memoria de aquellos. E por semblante via fué continuado el sytio de aquellos cavalleros, principes y gentiles omes e fue poblado un gracioso villaje, que vino despues a ser gran cibdad, segund que demuestran los sus hedificios... A la parte siniestra miraba aquella nombrada fuente de los Azores, donde las lindas aves de rapiña, gavilanes, azores, melyones, falcones del generoso Ardanlier, acompañados de aquellas solitarias aves que en son de planto cantan los sensibles lays, despues de vesitadas dos veces al dia las dos memorandas sepulturas, descendian a tomar el agua, segun fazer solian en vida del grand cazador que las tanto amaba: e cebandose en la escura selva, guardaban las aves domesticas del secreto palacio, que despues tornaron esquivas, silvestres, en guisa que de la Naya, y de las arboledas de Miraflores salen hoy dia esparveres, azores gentiles y pelegrynos, falcones que se cevan en todas raleas, salvo en gallinas y gallos monteses, que algunos dizen faysanes, conociendolas venir de aquellas que fueron criadas en el palacio encantado, en cuyas faldas, no tocando al jardin o vergel, pacian los coseres, portantes de Ardanlier, despues de su fallecimiento, e las lindas hacaneas, palafranes de las fallecidas Liesa e Irena y sus dueñas e donzellas; que vinieron despues en tanta esquividad y braveza, que ninguno, por muy esforzado, solo, syn armas, osaba passar a los altos bosques donde andaban. En testimonio de lo qual hoy dia se fallan caballos salvajes de aquella raza en los montes [p. 16] de Teayo, de Miranda y de Bujan, donde es la flor de los monteros, ventores, sabuesos de la pequeña Francia (Galicia), los quales afirman venir de los tres canes que quedaron de Ardanlier.»

Bien se perdonará lo extenso de la cita, si se considera lo raro que es encontrar en toda la literatura caballeresca un paisaje que no sea enteramente quimérico, y tenga algunas circunstancias tomadas del natural. Juan Rodríguez del Padrón es el primero de nuestros escritores en quien, aunque vagamente, comienza a despuntar el sentimiento poético de la naturaleza, y no es ésta la menor singularidad de sus obras.

Pero aun lo es más la nota personal e íntima que hay en ellos. Su novela contiene, en cifra que para los contemporáneos debió de ser clara, la historia de unos desventurados amores suyos. Teatro de estos amores fué la corte de Castilla, que Juan Rodríguez frecuentó, después de haber vivido en la domesticidad del Cardenal don Juan de Cervantes, a quien probablemente acompañó en su viaje al Concilio de Basilea. Corre en muchos libros la especie, no documentada, pero sí muy probable, de que fué paje de don Juan II. Sólo este cargo u otro análogo pudo darle entrada en la corte, puesto que a pesar de su hidalguía y de sus pretensiones heráldicas era persona bastante oscura. Entonces puso los ojos en él una grand señora, de tan alta guisa y de condición y estado tan superiores al suyo, que sólo con términos misteriosos se atreve a dar indicio de quién fuese y de los palacios y altas torres en que moraba. El analista de la Orden de San Francisco, Wadingo, dijo ya que Juan Rodríguez había sido engañado artificiosamente por una dama de palacio (artificiose a regia pedisequa delusus). Mil referencias hay en El siervo libre de amor a esta misteriosa historia, aunque se ve en el autor la firme resolución de no decirlo todo, por pavor y vergüenza. «Esfuerzate en pensar, (dice a su amigo el juez de Mondoñedo), lo que creo pensarás: yo aver sido bien afortunado, aunque agora me ves en contrallo; e por amor alcanzar lo que mayores de mi deseaban... desde la hora que vi la gran señora (de cuyo nombre te dirá la su epístola) quiso enderezar su primera vista contra mí, que en sólo [p. 17] pensar ella me fue mirar, por symple me condenaba, e cuanto más me miraba, mi simpleza más y más confirmaba; si algun pensamiento a creer me lo inducia, yo de mí me corria, y menos sabio me juzgaba... ca de mí ál non sentia, salvo que la grand hermosura e desigualdad de estado la fazia uenir en acatamiento de mí, porque el más digno de los dos contrarios más claro luciese en vista del otro, e por consiguiente la dignidad suya en grand desprecio y menoscabo de mí, que quanto más della me veia acatado, tanto más me tenia por despreciado, e quanto más me tenia por menospreciado, más me daba a la gran soledad, maginando con tristeza...»

A través de este revesado estilo, bien se deja entender que la iniciativa partió de la señora, avezada sin duda a tales ardimientos, y que Juan Rodríguez, haciendo el papel del Vergonzoso en palacio, incierto y dudoso al principia de que fuese verdad tanta dicha, acabó por dejarse querer, como vulgarmente se dice, y «la prendió por señora, y juró su servidumbre». La muy generosa señora cada día le mostraba más ledo semblante. «E quanto más mis servicios la cautivaban, mas contenta de mí se mostraba, y a todas las señales, mesuras y actos que pasaba en el logar de la fabla, el Amor le mandaba que me respondiesse... E yo era a la sazon quien de placer entendia de los amadores ser más alegre, y bien afortunado amador, y de los menores siervos de amor más bien galardonado servidor.» Cuando en tal punto andaban las cosas, y creía que se le iban a abrir las puertas de aquel encantado paraíso (si es que ya para aquel tiempo no le habían sido franqueadas de par en par, como sin gran malicia puede sospecharse), perdióle al poeta el ser muy suelto de lengua y hacer confianza de un amigo suyo, que al principio no quiso creer palabra de lo que le contaba y luego acabó por darle un mal consejo. «El qual, syn venir en cierta sabiduria, denegóme la creencia, e desque prometida, vino en grandes loores de mí, por saber yo amar y sentir yo ser amado de tan alta señora, amonestandome por la ley de amistad consagrada, no tardar instante ni hora enviarle una de mis epistolas en son de comedia, de oración, petición o suplicación, aclaradora de mi voluntad... Por cuya [p. 18] amonestacion yo me di luego a la contemplación, e sin tardanza al dia siguiente, primero de año, le envié ofrecer por estrenas la presente, en romance vulgar firmada:


       Recebid alegremente,
       Mi señora, por estrenas
       La presente.
       La presente canción mia
       Vos envía,
       En vuestro logar de España,
       A vos y a vuestra compaña
       Alegria.
       E por más ser obediente,
       Mi corazon en cadenas
       Por presente..........»

En respuesta a estas estrenas o aguinaldo recibió un ledo mensaje, por el cual le fué prometido logar a la fabla y merced al servicio. Es tan malo y estragado el único texto que poseemos de la novela, que apenas se puede adivinar cómo acabó la aventura, ni en qué consistió la deslealtad de que acusa al amigo. Lo que resulta claro es que la muy excelente señora llegó a entender que su galán había quebrado el secreto de sus amores, y se indignó mucho contra Juan Rodríguez, arrojándole de su presencia. Entonces él, lleno de temor y de vergüenza, se retrajo al templo de la gran soledat, en compañia de la triste amargura, sacerdotisa de aquélla, y desahogó sus tristezas en la prosa y versos de este libro, haciendo al mismo tiempo tan duras penitencias como Beltenebros en la Peña Pobre o D. Quijote en Sierra Morena. «Enderezando la furia de amor a las cosas mudas, preguntaba a los montaneros, e burlaban de mí; a los fieros salvajes, y no me respondian; a los auseles que dulcemente cantaban, e luego entraban en silencio, e quanto más los aquexaba, más se esquivaban de mí.» Algunas de estas canciones pone en El siervo, entre ellas una escrita en variedad de metros, como lo exigía la locura de amor del poeta y lo romántico de sus afectos.

Así anduvo « errando por las malezas, hasta que se falló ribera del grand mar, en vista de una grand urca de armada, obrada [p. 19] en guisa de la alta Alemaña, cuyas velas... escalas e cuerdas eran escuras de esquivo negror». Allí venía por mestresa una dueña anciana, vestida de negro, acompañada de siete doncellas, en quienes fácilmente se reconoce a las siete virtudes. Una de ellas, la muy avisada Synderesis, recoge al poeta en su esquife, y es de suponer que le devolviera el juicio perdido, porque aquí acaba la novela, en la cual indudablemente falta algo.

Si levantamos el velo alegórico y prescindimos de oscuridades calculadas, que se acrecientan por el mal estado de la copia, apenas se puede dudar de que el fondo de la narración sea rigurosamente autobiográfico. De lo que no es fácil convencerse, a pesar de las protestas del poeta, es de lo platónico de tales amores. El temor de la muerte pavorosa, que amaga al poeta, con el trágico fin de Macías; el misterio en que procura envolver todos los accidentes del drama, y la antigua tradición consignada al fin de la Cadira del honor, que le supone desnaturado del reyno a consecuencia de estos devaneos, son indicios de una pasión ilícita y probablemente adúltera, como solían serlo los amoríos trovadorescos. Así se creía en el siglo XVI, cuando un autor ingenioso, y que seguramente había leído El siervo libre de amor, forjó sobre los amores de Juan Rodríguez una deleitable y sabrosa, aunque algo liviana, novela, del corte de los mejores cuentos italianos, en la cual se supone que la incógnita querida de Juan Rodríguez del Padrón era nada menos que la reina de Castilla doña Juana, mujer de Enrique IV y madre de la Beltraneja. [1] El nombre de esta señora anda tan infamado en nuestras historias, que poco tiene que perder porque se le atribuya una aventura más o menos; pero basta fijarse en los anacronismos y errores del relato, que le quitan todo carácter histórico. Ni Juan Rodríguez era aragonés, [p. 20] como allí se dice, sino gallego; ni sus aventuras pudieron ser en la corte de Enrique IV, puesto que El siervo libre de amor, principal documento que tenemos sobre ellos, no contiene ninguna alusión a fecha posterior a 1439, ni puede sacarse del tiempo en que Gonzalo de Medina era juez de Mondoñedo, es decir, por los años inmediatos a 1430. Y sabido es que el primer matrimonio del príncipe D. Enrique, no con doña Juana de Portugal, sino con Doña Blanca de Navarra, no se efectuó hasta 1440. Verdad es que el autor de la novela anónima no se para en barras, y no contento con hacer a Juan Rodríguez amante de la reina de Castilla, le lleva luego, no al claustro, sino a la corte de Francia, donde «la Reina, que muy moza y hermosa era, comenzó a poner los ojos en él, y aficionándose favorecello, de manera que los amores vinieron a ser entendidos, pasando en ellos cosas notables, de manera que vino a estar preñada... y a él le fue forzoso irse para Inglaterra, donde, antes de llegar a Cales para embarcarse... fue muerto por unos caballeros franceses».

El hecho de inventarse tan absurdos cuentos sobre su persona, prueba que el trovador gallego quedó viviendo como tipo poético en la imaginación popular y en la tradición literaria. Fué el segundo Macías, único superior a él entre los llagados de la flecha de amor, que penaban en el simbólico infierno de Guevara y Garci Sánchez de Badajoz. Su trágica muerte pudo ser inventada también para asimilar más y más su leyenda a la de Macías, el cual, más que su amigo, fué su ídolo poético, el único de sus días a quien creía merescedor de las frondas de Dafne. Pero si no muerte sangrienta, destierro y extrañamiento largo parecen haber sido la pena de los amores de Juan Rodríguez, hasta que en el claustro de Herbón, que contribuyó a edificar con sus bienes patrimoniales, encontró refugio contra las tempestades del mundo y de su alma. Es cierto que no hay datos seguros acerca de la fecha de su profesión, y aun algunos dudan de ella; pero algo vale la constante creencia de la orden franciscana, consignada por el erudito Wadingo [1] y robustecida por la tradición local.

[p. 21] Ya hemos dicho que además de la novela íntima contiene El siervo libre de amor una pequeña narración caballeresca. Esta historia de Ardanlier y Liessa ha sido escrita por quien conocía no sólo las ficciones bretonas, sino el Amadís de Gaula, puesto que la prueba de la roca encantada recuerda la de la ínsula Firme y el arco de los leales amadores; pero con esta derivación literaria se juntan recuerdos de los aventureros españoles que fueron con empresas de armas a la dolce Francia, como don Pero Niño; a Hungría, Polonia y Alemania, como Mosén Diego de Valera. Ardanlier sostiene un paso honroso cerca de Iria, como Suero de Quiñones en la puente de Orbigo; hay también un candado en señal de esclavitud amorosa, salvo que no le lleva el héroe, sino la infanta Irene, que le entrega la llave en señal de servidumbre. Y para que la ficción tenga todavía raíces más hondas en la realidad, la trágica historia de los amores de Ardanlier, hijo de Creos, rey de Mondoya, y de Liesa, hija del señor de Lira, reproduce en sus rasgos principales la catástrofe de doña Inés de Castro, si bien el novelista, buscando un fin todavía más romántico, hace al desesperado príncipe traspasarse con su propia espada después del asesinato de su dama, fieramente ordenado por el rey su padre.

Es, pues, El siervo libre de amor, como otras novelas del siglo XV, una obra de estilo compuesto, en que se confunden de un modo caprichoso elementos muy diversos, alegóricos, históricos, doctrinales y caballerescos, sin que pueda llamarse en rigor libro de caballerías, pue to que en él se da más importancia al amor que al esfuerzo, y es pequeña, por otra parte, la intervención del elemento fantástico y sobrenatural de magia y encantamientos. De las novelas sentimentales que en adelante se escribieron, quizá la que tiene más directo parentesco con ella es la dulce y melancólica Menina e Moça de Bernardim Ribeiro.

Ya hemos indicado cuánto realzan la novela de Juan Rodríguez ciertos accidentes de color local gallego, y hasta puede verse [p. 22] una extraña e irreverente transformación de la sepultura del Apóstol en aquel otro padrón encantado, donde perseveran en dos ricas tumbas «los cuerpos enteros de Ardanlier y Liessa, fallecidos por bien amar, fasta el pavoroso dia que los grandes bramidos de los quatro animales despierten el grand sueño, e sus muy purificadas animas posean perdurable folganza». Aquel recinto era encantado y tenía tres cámaras o alojes de fino oro y azul, para probar sucesivamente a los leales amadores que quisieren arrojarse a aquella temerosa aventura. «Grandes principes africanos, de Asia y Europa, reyes, duques, condes, caballeros, marqueses y gentiles hombres, lindas damas de Levante y Poniente, Meridion y Setentrion, con salvoconducto del gran rey de España venian a la prueba: los caballeros a haber gloria de gentileza, fortaleza y de lealtad; las damas de fe, lealtad, gentileza y gran fermosura... Pero sólo tristeza, peligro y afan, por más que pugnaban, avian por gloria, fasta grand cuento de años quel buen Macias... nacido en las faldas de esa agra montaña, viniendo en conquista del primer aloje, dio franco paso al segundo albergue... y entrando en la carcel, cesó el encanto, y la secreta camara fue conquistada.» [1]

No son novelas, pero corresponden más bien al género recreativo que al didáctico, y tienen algo de alegoría, otros dos libros de Juan Rodríguez del Padrón: el Triunfo de las donas y la Cadira del honor, [2] obras enlazadas entre sí de tal modo que la una puede considerarse como introducción de la otra, pero tratan muy diversa materia: la primera el elogio de las mujeres, la segunda [p. 23] el panegírico de la nobleza hereditaria. En el primero de estos tratados, que, por lo demás, es una refutación en forma escolástica del Corbaccio italiano, se encuentra la graciosa fábula, de gusto ovidiano, de las transformaciones de la ninfa Cardiana en fuente y del gentil Aliso en arbusto, cuyos pies bañaba ella con sus aguas.

Juan Rodríguez, no ajeno a las enseñanzas del humanismo que pudo recibir en la misma Italia cuando servía al Cardenal Cervantes, parece haber frecuentado, además de la lectura de Boccaccio, la de Ovidio. Se le atribuye, y a mi ver con fundamento, una traducción (muy incorrecta y poco exacta, pero de expresión apasionada en ciertos pasajes) de las Heroídas con el extraño título de Bursario, [1] que el traductor explica de este modo: «porque asy como en la bolsa hay muchos pliegues, asy en este tratado hay muchos obscuros vocablos y dubdosas sentencias, y puede ser llamado bursario, porque es tan breve compendio que en la bolsa lo puede hombre llevar; o es dicho bursario porque en la bolsa, conviene a saber, en las células de la memoria, debe ser refirmado con gran diligencia, por ser más copioso tratado que otros». El carácter de estas epístolas eróticas del más ingenioso de los poetas de la decadencia romana, lo alambicado y falso muchas veces de los sentimientos que expresan, recuerdan más bien la moderna novela galante que la elegía antigua, y no juzgo inútil aquí su indicación, porque a mi juicio influyeron en las prosas poéticas de Boccaccio y sus imitadores. El nuestro, añadió a las cartas del vate sulmonense otras más modernas, y de color todavía más novelesco, como la de Madreselva a Mauseol y las de Troylo y Briseyda, cuya sustancia procede de la Crónica Troyana. [2] En todas ellas se ve la misma pluma [p. 24] devaneadora y sentimental que trazó los razonamientos de El siervo libre de amor.

A pesar del olvido en que andando el tiempo hubo de caer esta novela, de la cual queda un solo códice, en su tiempo debió de ser bastante leída, especialmente en Galicia y Portugal. Unos versos de Duarte Brito, insertos en el Cancionero de Resende, prueban que esta popularidad continuaba a principios del siglo XVI, puesto que la enamorada pareja de Ardanlier y Liessa está allí recordada al lado de Pánfilo y Fiameta, y de Grimalte y Gradissa, héroes de una novelita de Juan de Flores.

Pero más importante todavía que esta referencia es una nota de la Sátyra de felice e infelice vida del Condestable de Portugal don Pedro, que resume todo el argumento de la novela del trovador iriense, de cuyo estilo revesado e hiperbólico es manifiesta [p. 25] imitación la Sátyra misma, tanto en la prosa como en los versos. Por lo demás, el libro de Juan Rodríguez, en medio de sus rarezas, tiene valor autobiográfico y un cierto género de inspiración romántica y caballeresca, de que la Sátyra de felice e infelice vida enteramente carece; reduciéndose a una serie de insulsas lamentaciones atestadas de todos los lugares comunes de la poesía erótica de entonces, sin que tal monotonía se interrumpa, antes bien se refuerza, con el obligado cortejo de figuras alegóricas tan pálidas como la Discreción, la Piedad y la Prudencia.

El simpático y desventurado príncipe que con este fruto algo acedo de su ingenio se mezclaba al coro literario del siglo XVI, es una noble y trágica figura histórica, cuya vida corta y azarosa (1429­1466) se desenvolvió casi siempre fuera de Portugal, lo cual explica que no dejase ningún escrito en su nativa lengua. La catástrofe de su padre, el infante Don Pedro, en Alfarrobeira; la persecución de su familia y la confiscación de sus bienes, le obligaron a buscar asilo en Castilla desde 1449 a 1457. Entonces fué cuando dió la última forma a su extraño libro, del cual hizo presente a su hermana la reina de Portugal Doña Isabel, no menos desdichada que él, puesto que murió en edad muy temprana, no sin sospechas de envenenamiento. De la dedicatoria se infiere que había comenzado a escribir en portugués, pero que «traido el texto a la deseada fin, e parte de las glosas en lengua portuguesa acabadas», determinó traducirlo todo «e lo que restaba acabar en este castellano idioma; porque segund antiguamente es dicho, e la experiencia lo demuestra, tadas las cosas nuevas aplazen». Haciendo alarde de su infantil erudición, y para que su obra no pareciese desnuda y sola, llenó las márgenes de copiosas e impertinentísimas glosas, que con muy buen acuerdo ha suprimido en gran parte el editor moderno; [1] porque no contienen [p. 26] más que triviales especies de mitología e historia antigua, salvo algunas de excepcional valor por referirse a personajes españoles, como la interesante y larga nota en que se describen las virtudes de Santa Isabel de Portugal, y el curiosísimo pasaje relativo al enamorado Macías, «grande e virtuoso martir de Cupido», cuya pasión y trágico fin están contados de un modo mucho más romántico que en las versiones ordinarias, si bien el Condestable no le concede más que la segunda silla o cadira en la corte de Cupido, reservándose para sí propio la primera, como prototipo de leales amadores.

Nada menos satírico que esta llamada Sátira, como nada menos dramático que la Comedieta de Ponza. Estos caprichosos títulos corresponden a una preceptiva infantil, en que los géneros literarios tenían distintos nombres que ahora. El Condestable dice que llamó a su obra «Sátira, que quiere decir reprehension con ánimo amigable de corregir; e aun este nombre Sátira viene de satura, que es loor» (sic). Y como en la obra se loa el femíneo linaje, y el autor se reprende a sí mismo, va mezclada de alabanza y de corrección, entendiéndose por vida infeliz la del poeta y por feliz la de su dama. Esto en cuanto al título, pues en cuanto a la materia, este fastidiosísimo libro, que su autor tuvo más de una vez propósito de sacrificar al Dios Vulcano, con lo cual ciertamente no se hubiera perdido mucho, es una especie de novela alegórica del género sentimental, aunque de pobre y trivialísimo argumento.

Expresamente declaró el Condestable que era éste el primer fruto de sus estudios, a la par que la historia de sus primeros amores, entre los catorce y los diez y ocho años. Tal circunstancia desarma mucho la severidad del lector, a la vez que explica la [p. 27] confusa mezcla de imitaciones sagradas [1] y profanas, la fácil erudición traída por los cabellos y el continuo recuerdo de otros libros contemporáneos, como el De las claras y virtuosas mujeres, de don Álvaro de Luna, que explotó mucho para las glosas. Creemos que fué el Condestable el primer portugués que escribió en prosa castellana, y no se puede decir que fuesen infructuosos sus esfuerzos. Siguió la corriente latinista, abusando del hipérbaton, a veces en términos ridículos, [2] que sólo admiten comparación con el hórrido galimatías de don Enrique de Villena; pero otras veces, como por instinto o imitando la Vita Nuova, que seguramente conocía, acertó a dar a la frase un grado notable de viveza y elegancia, mostrando ciertas condiciones pintorescas y algún sentido de la armonía del período. [3] Su manera, en los buenos [p. 28] trozos, parece ya muy próxima al tipo que habían de fijar en Castilla el autor de la Cárcel de Amor y en Portugal el de Menina e Moça. [Cf. Ad. Vol. II.]

No es fácil conjeturar quién fuese la hermosa Princesa (así la nombra) que inspiró al Condestable esta juvenil pasión, puesto que, a despecho de las afectaciones del estilo, creemos que se trata de amores verdaderos. En las ponderaciones de su belleza, discreción y honestidad no pone tasa, llegando a aplicarla aquel mismo encarecimiento poco ortodoxo que Cartagena hizo de nuestra Reina Católica. Salvo la Madre de Dios, «no nascio, desde aquella que fue formada de la costilla... quien a sus pies por meritos de gloriosa virtud asentarse debiese». Y en verso todavía pasa más la raya, según necio estilo de trovadores:


       Oid tan gran culpa vos,
       Cumbre de la gentileza,
       Mi gozo, mi solo Dios,
       Mi placer e mi tristeza
       De mi vida.

Las poesías con que la Sátyra del Condestable acaba son en extremo conceptuosas y alambicadas, pero están escritas con soltura muy digna de notarse en un poeta que no tenía el castellano por lengua nativa.

La fecha de la Sátira de felice e infelice vida, no puede traerse más acá de 1455, puesto que aquel año pasó de esta vida la reina Isabel de Portugal a quien está dedicada. Precisamente este doloroso suceso prestó argumento a otra obra del Condestable mucho más importante y digna de elogio que la Sátira, aunque aquí no haremos más que mencionarla, porque pertenece a los dominios de la filosofía moral, no a los de la ficción amena, y es en fondo y forma una elocuente imitación del tratado De Consolatione [p. 29] de Boecio, intercalando, a imitación suya, la prosa con los metros, a los cuales procuró dar toda la variedad que estaba a su alcance, puesto que además de las octavas de arte mayor usó los versos de siete y de seis sílabas combinados de varias maneras. Tal es la Tragedia de la insigne Reina Doña Isabel, de la cual dió la primera noticia en 1840 Federico Bellermann, [1] sin que los eruditos peninsulares se hiciesen cargo de ella, hasta que en fecha muy reciente, y en ocasión para mí memorable, la publicó íntegra, acompañada de un estudio tan sabio y profundo como todos los suyos, la ilustre romanista doña Carolina Michaëlis de Vasconcellos. [2] Tanto la prosa como los versos de la Tragedia son muy superiores a todo lo que conocíamos del Condestable. Hasta los lugares comunes de la ética consolatoria, que no podían menos de ser el fondo de la composición, están como rejuvenecidos por el sentimiento personal del poeta, que recorre todos los grados del dolor hasta conquistar la resignación sumisa. Es, como ha dicho su editora, un Recuerde el alma dormida, escrito en prosa poética y puesto en boca del viejo Cronos, único personaje alegórico que en la obra interviene.

El género de las prosas poéticas, a estilo de Boccaccio, está representado en la literatura catalana por el fecundo y clásico escritor Mosén Juan Roiz de Corella, tan penetrado de la influencia italiana que sus endecasíabos, aunque sujetos todavía a la cesura obligada de la cuarta sílaba, se mueven con una gentileza muy apartada de la monotonía del tipo provenzal. Su prosa es muy elegante y estudiada, tanto en las obras profanas como en las sagradas, y la aplicó a muy diversos géneros de narraciones, especialmente a las mitológicas, tomando de Ovidio la mayor parte de sus argumentos: «razonamiento de Telamón y Ulises sobre las armas de Aquiles»; «llanto de la reina Hécuba sobre la muerte de Príamo»; «historia de Leandro y Ero»; «lamentaciones [p. 30] de Mirra, Narciso y Tisbe»; «fábulas de Orfeo, Scyla y Nyso, Pasifae y Minos, Progne y Filomena, Biblis y Cauno»; «juicio de Paris»; «carta que Aquiles escribió a Policena en el sitio de Troya», y aun no sé si las he mencionado todas. [1] Ovidio y Boccaccio juntos explican la elaboración de estas piezas. Pero hay entre ellas una microscópica novelita amatoria, en prosa y verso, la Tragedia de Caldesa, [2] que parece referirse a un hecho real de la vida del autor, puesto que a una dama de ese nombre están dedicadas varias composiciones suyas y además la acción se supone en Valencia. El fragmento de la llamada Tragedia, aunque no limpio de afectaciones retóricas, tiene pasión y brío. El poeta sorprende a su amada en flagrante delito de infidelidad, se querella desesperadamente y lanza contra sí mismo atroces maldiciones si vuelve a acordarse de tal amor. Ella, con muchas lágrimas, suspiros y sollozos, pide perdón por su culpa en versos amorosísimos:


       Si us par que y bast | per vostres mans espire,
       O si voleu | cuberta de salici
       Iré pel mon | peregrinant romera.

Muy lentos habían sido, como se ve, los pasos de la ficción sentimental en España durante la mayor parte del siglo XV. Sólo al fin de aquella centuria, y en la corte de los Reyes Católicos, apareció el notable ingenio, que, dando forma definitiva a esta clase de libros, acertó a escribir uno que conquistó inmediatamente el aplauso de sus contemporáneos y corrió triunfante por Europa, leído y admirado donde quiera. Tal suerte cupo a la Cárcel de Amor, obra del bachiller Diego de San Pedro, de cuya persona poco sabemos, salvo que anduvo al servicio del [p. 31] Maestre de Calatrava don Pedro Girón y del Alcaide de los Donceles, [1] y que tuvo en nombre del primero la tenencia de la fortaleza de Peñafiel y otros lugares. [2]

No fué la Cárcel de Amor su primer ensayo novelesco. Un año antes, en 1491, había publicado otra novela del mismo carácter, [p. 32] el Tratado de amores de Arnalte y Lucenda, endereszado a las damas de la reina doña Isabel; en el qual hallarán cartas y razonamientos de amores de mucho primor y gentileza. Este librito es de tan extraordinaria rareza [1] que nunca he podido leerle en castellano, a pesar de existir cuatro ediciones por lo menos, teniendo que valerme [p. 33] para el extracto que voy a dar de las dos traducciones, francesa de Herberay des Essarts e italiana de Bartolomé Maraffi, que varias veces se imprimieron juntas. [1] Fué además traducida dos veces al inglés en prosa y en verso. [2]

La fábula de esta novelita, que Diego de San Pedro fingió haber traducido del griego, [3] es muy semejante a la de la Cácel [p. 34] de Amor, y puede considerarse como su primer esbozo. El autor, extraviado por una selva, [1] llega a un castillo, que desde los cimientos hasta la cumbre estaba pintado de negro. Tropieza con unos hombres de aspecto muy melancólico. El que parecía señor de los otros, lanzaba dolorosos suspiros. Recibe cortésmente al caballero y le conduce a su morada, en que todas las cosas representaban gran dolor. Le agasaja, no obstante, con una delicada cena, y le conduce a la cámara donde había de pasar la noche. Oye durante ella músicas tristes, lamentos y suspiros angustiosos del atribulado señor del castillo. A la mañana vuelve éste para conducirle a la iglesia, donde descollaba un túmulo enlutado, que era el que el castellano tenía reservado para sí. A la hora del desayuno platican de diversas materias, y finalmente, el afligido caballero le refiere su historia. Se llamaba Arnalte, y era natural de Tebas. Enamoróse de Lucenda, viendo el gran duelo que hacía en los funerales de su padre. La enviaba por medio de un servidor cartas y mensajes que se transcriben a la letra. La dama hace pedazos la primera carta. Sabedor Arnalte de que Lucenda va a maitines en la vigilia de Navidad, determina disfrazarse de mujer para poder hablar con ella, y así lo ejecuta. Ella le contesta con una voce tremolante, quitándole toda esperanza. Intercálase una canción que entonó una noche el amador delante de las ventanas de su dama, traducida en un soneto italiano y en tres cuartetas francesas. Nuevas y fastidiosas [p. 35] lamentaciones de Arnalte. El rey le manda concurrir a unas justas que los caballeros de la corte habían ordenado. Son invitadas las damas a la mascarada de la noche y al torneo del día. Descripción de la divisa del caballero. Durante las máscaras Arnalte logra introducir una carta nella tasca della veste de Lucenda, que por estar presente la reina se ve obligada a disimular, pero luego nada responde. Belisa, hermana de Arnalte, viéndole tan afligido, le pregunta la causa de su mal, y él se niega a manifestársela. Confiase al fin a su amigo Gerso, que vivía cerca de Lucenda, pero no consigue verla en ninguna de las varias ocasiones en que va a su casa. Belisa, informada secretamente del motivo de las tristezas de su hermano, comienza a frecuentar asiduamente a Lucenda, de quien era amiga. Razonamiento de Belisa a Lucenda. Réplica de Lucenda negándose a admitir los obsequios amorosos de Arnalte. Nueva embajada de Belisa, que quiere picar a Lucenda, diciéndola que su hermano renuncia a su loco amor y va a ausentarse. Lucenda consiente en escribir por una vez sola a Arnalte, a condición de que desista de su amor. Extremos que hizo Arnalte al recibir de manos de su hermana la carta de Lucenda. Vuelve a escribir, suplicando que le permita verla antes de partir, y no a solas, sino en presencia de Belisa, lo cual consigue después de largas instancias.

«Entonces (prosigue) todas mis penas se trocaron en alegria por haber conseguido tal victoria. De tal modo aquellas benditas nuevas festejaron mi ánimo y mi corazon; de tal modo me acariciaba el amor, que no deseaba ya cosa alguna, aunque en realidad nada tenia. Y cuando llegó la hora que teniamos aplazada para ir al sitio señalado, mi hermana y yo nos dirigimos, al salir el sol, a una iglesia de religiosos, y alli me retiré a una pequeña estancia, donde ella solia confesarse y donde no tardó en aparecer.» En la entrevista obtiene Arnalte hasta el singular favor de besarla la mano, pero a condición de que en adelante no sea tan importuno. «¡Oh Dios (exclama), si alguien me hubiese dado a escoger entre el imperio del mundo y perder el bien que habia conseguido, llamo por testigos a los que perfectamente aman, [p. 36] de que hubiera preciado mucho más mi contentamiento que la monarquía universal!»

Algo fortalecido con aquella muestra de cortesía y piedad, que él tomó por signo de amor, consiente en acompañar a su hermana a un lugar que tenía cerca de la ciudad de Tebas, para distraerse con la caza de cetrería. Pero un día le asaltan tristes agüeros al montar a caballo. «De subito, el tiempo, que era claro y sereno, apareció nebuloso y lleno de tempestad. Un lebrel que yo mucho amaba, empezó a dar saltos entre mis piernas, y temblando sin cesar, lanzaba espantosos aullidos. Pero yo, que entonces me cuidaba poco de presagios y de casos semejantes, por ninguna de estas cosas quise abandonar mi empresa, antes con un halcon en el puño sali a correr el campo. Pero apenas habia comenzado a caminar, me acordé que hacia mucho tiempo no habia visto al caballero Gierso, de quien antes te he hablado, y empecé a considerar que nunca despues que le hube manifestado el afecto que por Lucenda sentia me habia mostrado el buen semblante que antes solia, sino que poco a poca se habia ido alejando de mí, no visitandome ya ni cuidándose de saber nuevas mias. Y como la mayor parte de los hombres son variables en sus amistades, pensé que esta habria sido la causa de su ausencia. Y por otro lado pareciame cosa imposible en él verme padecer cuendo me podia prestar algun alivio. Mientras yo revolvia estos pensamientos, el halcón que llevaba en el puño cayó por tierra muerto, lo que me confirmó en la sospecha que habia empezado a tener de mi compañero Gierso, y me acordé tambien de aquel perro que a la madrugada habia aullado tan dolorosamente; y perdido el gusto con esto, determiné volverme a casa. Pero antes quise subir a una colina desde donde se parecia el castillo de Lucenda, y senti un rumor de musicales instrumentos que resonaban entre las montañas; lo cual me pareció extraño porque la estacion no era conveniente para tales solaces, y me puso más pensativo que antes, entrando en gran sospecha de mi futuro daño. No acertaba a mover los pies de alli, y sólo cuando la noche sobrevino comencé a retirarme a casa de mi hermana, la cual tenia costumbre de salir a esperarme a la puerta, y [p. 37] entonces no vino, acrecentándose con esto los temores y angustias de mi ánimo. Y lo que fue todavía peor: cuando llegué donde ella estaba no me dijo palabra, pero tenia la cara tan triste que era muy de maravillar.»

Al fin, entre sollozos y lágrimas, su hermana le declara que Lucenda se había casado con su falso y pérfido amigo Gierso. Arnalte cae desmayado, y cuando vuelve en sí hace pedazos las cartas de Lucenda, se arranca la barba y los cabellos, y viste a todos sus servidores de duelo. Una criada y confidenta de Lucenda viene a hacerle saber de parte de su señora que se ha casado, no por su voluntad, sino por importunidad de sus parientes. Con esto toda la indignación de Arnalte recae sobre Gierso, a quien envía un cartel de desafío, retándole para delante del rey como traidor y felón. Gierso acepta el reto, pero alegando que uno de los motivos que había tenido para casarse con Lucenda era curar a su amigo de su insensata pasión, haciéndole perder toda esperanza. El rey les concede campo para el desafío, y Arnalte vence y mata a Gierso. Pero Lucenda, justamente ofendida, no quiere que su mano sea galardón del matador, y entra de monja profesa en un convento, rechazando las solicitudes de Belisa en favor de su hermano. Arnalte determina retirarse a la soledad, a pesar de los consuelos de Belisa, edifica el lúgubre castillo y se sepulta en él de por vida.

El interés romántico de esta sencilla y patética historia, que resultará más agradable de seguro en el estilo ingenuamente retórico de Diego de San Pedro, explica el éxito que tuvo, no sólo en España, [1] sino en Italia, en Francia y en Inglaterra. No eran frecuentes todavía narraciones tan tiernas y humanas, conducidas y desenlazadas por medios tan sencillos, y en que una pasión [p. 38] verdadera y finamente observada es el alma de todo. Bajo este aspecto quizá Arnalle y Lucenda aventaja a la Cárcel de Amor, que es más larga, más complicada, más novela en fin, pero que adolece por lo mismo de graves defectos de composición, inevitables acaso en un arte tan primitivo.

Es la Cárcel de Amor libro más célebre hoy que leído, aunque merece serlo, siqúiera por la gentileza de su prosa en los trechos en que no es demasiadamente retórica. Fúndense en esta singular composición elementos de muy varia procedencia, predominando entre ellos el de la novela íntima y psicológica, tipo de la Fiammetta de Boccaccio. Pero a semejanza de Juan Rodríguez del Padrón, ingiere Diego de San Pedro en el cuento de los amores de su protagonista Leriano (que quizá sean, aunque algo velados, los suyos propios), episodios de carácter enteramente caballeresco, guerras y desafíos, y durísimas prisiones en castillos encantados; diserta prolijamente sobre las excelencias del sexo femenino, tema tan vulgar en la literatura cortesana del siglo XV, y lo envuelve todo en una visión alegórica, dando así nuevo testimonio de la influencia dantesca, que trascendía aún a todas las ramas del árbol poético cuando se escribió la Cárcel. En la cual no es menos digno de repararse, y puede atribuirse, según ya apunté, a la influencia del cuento latino de Eneas Silvio, el empleo de la forma epistolar; con tanta frecuencia, que una gran parte de la novela está compuesta en cartas; lo cual, unido a las tintas lúgubres del cuadro y a lo frenético y desgraciado de la pasión del héroe, y aun al suicidio (si bien lento y por hambre) con que la narración acaba, hace pensar involuntariamente en el Werther y en sus imitadores, que fueron legión en las postrimerías del siglo XVIII y en los albores del XIX. Observación es ésta que no se ocultó a la erudición y perspicacia de don Luis Usoz, el cual dice en su prólogo al Cancionero de Burlas: «La Cárcel de Amor es el Werther's Leiden de aquellos tiempos.»

Aunque erróneamente suele incluirse la Cárcel de Amor entre las producciones del reinado de don Juan II, basta leerla para convencerse de que no pudo ser escrita antes de 1465, en que empezó a ser Maestre de Calatrava don Rodrigo Téllez Girón, y [p. 39] además la dedicatoria a Diego Hernández, alcaide de los Donceles, retrasa todavía más la fecha del libro, que no puede ser anterior al tiempo de los Reyes Católicos.

Finge el autor que yendo perdido por unos valles hondos y oscuros de Sierra Morena, ve salir a su encuentro «un caballero, assi feroz de presencia como espantoso de vista, cubierto todo de cabello a manera de salvaje», el cual llevaba en la mano izquierda un escudo de acero muy fuerte y en la derecha «una imagen femenil entallada en una piedra muy clara. El tal caballero, que no era otro que el Deseo», principal oficial en la casa del Amor, llevaba encadenado detrás de sí a un cuitado amador, el cual suplica al caminante que se apiade de él. Hácelo así Diego de San Pedro, no sin algún sobresalto; y vencida una agria sierra llega, al despuntar la mañana, a una fortaleza de extraña arquitectura, que es la durísima cárcel de amor, simbolizada en el título del libro. Traspasada la puerta de hierro, y penetrando en los más recónditos aposentos de la casa, ve allí sentado en silla de fuego a un infeliz cautivo, que era atormentado de muy recias y exquisitas maneras. «Vi que las tres cadenas de las ymagenes que estaban en lo alto de la torre, tenian atado aquel triste, que siempre se quemaba y nunca se acababa de quemar. Noté más, que dos dueñas lastimeras, con rostros llorosos y tristes le servian y adornaban, poniendole en la cabeza una corona de unas puntas de hierro sin ninguna piedad, que le traspasaban todo el cerebro. Vi más, que cuando le truxeron de comer, le pusieron una mesa negra, y tres servidores mucho diligentes, los quales le daban con grave sentimiento de comer... Y ninguna destas cosas pudiera ver segun la escuridad de la torre, si no fuera por un claro resplandor que le salia al preso del corazón, que le esclarescia todo.»

Aquí la imitación del Santo Grial y de la penitencia del rey Amfortas es evidente, aunque transportada de la materia sagrada a la profana. El prisionero, mezclando las discretas razones con las lágrimas, declara llamarse Leriano, hijo de un duque de Macedonia y amante desdichado de Laureola, hija del rey Gaulo. Y tras esto explica el simbolismo de aquel encantado castillo, teminando por pedir al visitante que lleve de su parte un recado [p. 40] a Laureola, diciéndola en qué tormentos le ha visto. Promete el autor cumplirlo, no sin proponer antes algunas dificultades fundadas en ser persona de diferente lengua y nación, y muy distante del alto estado de la señora Laureola. Pero al fin emprende el camino de la ciudad de Suria, donde estaba el rey de Macedonia, y entrando en relaciones de amistad con varios mancebos cortesanos, de los principales de aquella nación, logra llegar a la presencia de la infanta Laureola y darle la embajada de su amante. «Si como eres de España fueras de Macedonia (contesta la doncella), tu razonamiento y tu vida acabaran a un tiempo.» Tal aspereza va amansándose en sucesivas entrevistas, aunque el cambio se manifiesta menos por palabras que por otros indicios y señales que curiosa y sagazmente nota el autor. «Si Leriano se nombraba en su presencia, desatinaba de lo que decia, volviese subito colorada y despues amarilla; tornabase ronca su voz, secabasele la boca.» Establécese, al fin, proceso de cartas entre ambos amantes, siendo el poeta medianero en estos tratos. Así prosigue esta correspondencia llena de tiquismiquis amorosos y sutiles requiebros, entreverados con algunos rasgos de pasión sincera, viniendo a formar todo ello una especie de anatomía del amor, nueva ciertamente en la literatura castellana. Al fin, Leriano determina irse a la corte, donde logra honestos favores de su amada. Pero allí le acechaba la envidia de Persio, hijo del señor de Gaula, quien delata al rey sus amores, de resultas de lo cual Laureola es encerrada en un castillo, y Persio, por mandato del rey, reta a Leriano a campal batalla, enviándole su cartel de desafío, «segun las ordenanzas de Macedonia». Los dos adversarios se baten en campo cerrado: Leriano vence a Persio, le corta la mano derecha y le pone en trance de muerte, que el rey evita arrojando el bastón entre los dos contendientes. Pero las astucias y falsedades de Persio prosiguen después de su vencimiento. Soborna testigos falsos que juren haber visto hablar a Leriano y Laureola «en lugares sospechosos y en tiempos deshonestos». El rey condena a muerte a su hija, por la cual interceden en vano el cardenal de Gaula y la reina. Leriano, resuelto a salvar a su amada penetra en la ciudad de Suria con quinientos hombres de armas, asalta la [p. 41] posada de Persio y le mata. Saca de la torre a la princesa, la deja bajo la custodia de su tío Galio y corre a refugiarse en la fortaleza de Susa, donde se defiende valerosamente contra el ejército del rey, que le pone estrechísimo cerco. Pero muy oportunamente viene a atajar sus propósitos de venganza la confesión de uno de los falsos testigos por cuyo juramento había sido condenada Laureola. De él y de sus compañeros se hace presta justicia, y el rey deja libres a Leriano y a Laureola.

Aquí parece que la novela iba a terminar en boda, pero el autor toma otro rumbo y se decide a darla no feliz, sino trágico remate. Laureola, enojada con Leriano por el peligro en que había puesto su honra y su vida con sus amorosos requerimientos, le intima en una carta que no vuelva a comparecer delante de sus ojos. Con esto el infeliz amante pierde el seso y determina dejarse morir de hambre. «Y desconfiando ya de ningun bien ni esperanza, aquejado de mortales males, no pudiendo sostenerse ni sufrirse, hubo de venir a la cama; donde ni quiso comer ni beber, ni ayudarse de cosa de las que sustentan la vida, llamándose siempre bienaventurado, porque era venido a sazon de hacer servicio a Laureola, quitandola de enojos.» Sus amigos y parientes hacen los mayores esfuerzos para disuadirle de tan desesperada resolución, y uno de ellos, llamado Tefeo, pronuncia una invectiva contra las mujeres, a la cual Leriano, no obstante la debilidad en que se halla, contesta con un formidable y metódico alegato en favor de ellas, dividido en quince causas y veinte razones, por las cuales los hombres son obligados a estimarlas; trozo que recuerda el Triunfo de las donas de Juan Rodríguez del Padrón, más que ninguna otra de las apologías del sexo femenino que en tanta copia se escribieron durante el siglo XV, contestando a las detracciones de los imitadores del Corbacho. En este razonamiento (que fué sin duda la principal causa de la prohibición del libro) se sustenta, entre otros disparates teológicos, que las mujeres «no menos nos dotan de las virtudes teologales que de las cardinales», y que todo el que está puesto en algún pensamiento enamorado cree en Dios con más firmeza «porque pudo hacer aquélla que de tanta excelencia y fermosura les paresce», por donde viene a ser tan [p. 42] devoto católico «que ningun Apostol le hace ventaja». [1] El enamorado Leriano desarrolla esta nueva philographia, que en la mezcla de lo humano y lo divino anuncia ya los diálogos platónicos de la escuela de León Hebreo.

La novela termina con el lento suicidio del desesperado Leriano (que acaba bebiendo en una copa los pedazos de las cartas de su amada), y con el llanto de su madre, que es uno de los trozos más patéticos del libro, y que manifiestamente fué imitado por el autor de la Celestina en el que puso en boca de los padres de Melibea. El efecto trágico de este pasaje de Diego de San Pedro, en que es menos lo declamatorio que lo bien sentido, estriba principalmente en la intervención del elemento fatídico de los agüeros y presagios. «Acaeciame muchas veces, quando más la fuerza [p. 43] del sueño me vencia, recordar con un temblor subito que hasta la mañana me duraba. Otras vezes, quando en mi oratorio me hallaba rezando por tu salud, desfallecido el corazon, me cubria de un sudor frio, en manera que dende a gran pieza tornaba en acuerdo. Hasta los animales me certificaban tu mal. Saliendo un dia de mi camara, vinose un can para mí, y dio tan grandes aullidos, que asi me cortó el cuerpo y la habla, que de aquel lugar no podia moverme. Y con estas cosas daba más credito a mi sospecha que a tus mensajeros; y por satisfacerme, acordé de venir a verte, donde hallo cierta la fe que di a los agüeros.»

Aunque la Cárcel de Amor (escrita por su autor en Peñafiel, según al fin de ella se declara) quedaba en realidad terminada con la muerte y las exequias de Leriano, no faltó quien encontrase el final demasiado triste, y demasiado áspera y empedernida a Laureola, que ningún sentimiento mostraba de la muerte de su amador. Sin duda por esto, un cierto Nicolás Núñez, de quien hay también en el Cancionero General versos no vulgares, añadió una continuación o cumplimiento de pocas hojas, en que mezcla con la prosa algunas canciones y villancicos, y describe la aflicción de Laureola y una aparición en sueños del muerto Leriano, que viene a consolar a su amiga. Pero aunque este suplemento fué incluído en casi todas las ediciones de la Cárcel de Amor, nunca tuvo gran crédito, ni en realidad lo merecía, siendo cosa de todo punto pegadiza e inútil para la acción de la novela.

Tal es, reducida a breve compendio, la segunda narración amorosa de Diego de San Pedro, interesante en sí misma, y de mucha cuenta en la historia del género por la influencia que tuvo en otras ficciones posteriores. Es cierto que la trama está tejida con muy poco arte, y los elementos que entran en la fábula aparecen confusamente hacinados o yuxtapuestos, contrastando los lugares comunes de la poesía caballeresca, tales como la falsa acusación de la princesa (que parece arrancada de la Historia de la Reina Sevilla o de cualquier libro análogo) con las reminiscencias de la novela sentimental italiana. El mérito principal de la Cárcel de Amor se cifra en el estilo, que es casi siempre elegante, sentencioso y expresivo, y en ocasiones apasionado y elocuente. [p. 44] Hay en toda la obra, singularmente en las arengas y en las epístolas, mucha retórica y no de la mejor clase; muchas antítesis, conceptos falsos, hipérboles desaforadas y sutilezas frías; pero en medio de su inexperiencia no se puede negar a Diego de San Pedro el mérito de haber buscado con tenacidad, y encontrado algunas veces, la expresión patética, creando un tipo de prosa novelesca, en que lo declamatorio anda extrañamente mezclado con lo natural y afectuoso. Este tipo persistió aun en los maestros. Hemos visto que el autor de la Tragicomedia de Calixto y Melibea se acordó de la Cárcel de Amor en la escena final de su drama; y aun puede sospecharse que el mismo Cervantes debe al alcaide de Peñafiel algo de lo bueno y de lo malo que en esta retórica de las cuitas amorosas contienen los pulidos y espaciosos razonamientos de algunas de las Novelas Ejemplares o los episodios sentimentales del Quijote (Marcela y Crisóstomo, Luscinda y Cardenio, Dorotea...).

No es maravilla, pues, que la novela de Diego de San Pedro, que tenía además el mérito de ser corta y la novedad de contener una ingeniosa aunque elemental psicología de las pasiones, se convirtiese en el breviario de amor de los cortesanos de su tiempo y fuese reimpresa (sin contar con las dos ediciones incunables de 1492 y 1496 y con la traducción catalana de 1493) más de veinticinco veces en su lengua nativa y más de veinte en las extrañas, siendo vertida al italiano, al francés, al inglés y al alemán, durando esta celebridad hasta fines del siglo XVII, puesto que todavía hay ediciones de Hamburgo de 1660 y 1675. [1] En 1514, la [p. 45] cultísima princesa Isabel de Este hacía revolver todas las librerías de Milán para encontrar una Cárcel de Amor y volver a solazarse con su lectura.

Además de la Cárcel de Amor y del Arnalde y Lucenda, compuso Diego de San Pedro otras varias obras profanas en verso y [p. 46] prosa, que le dieron entre los donceles enamorados grande autoridad y magisterio, aunque fuesen miradas con ceño por las personas graves y timoratas, que muy justamente se escandalizaban de oírle llamar continuamente Dios a su dama y comparar su gracia con la divina, y aplicar profanamente a los lances y vicisitudes de su amor la conmemoración de las puncipales festividades de la Iglesia, llegando una vez, en el colmo de la exaltación, a comparar lo que llamaba su pasión con la del Redentor del mundo. A este período de frenesí erótico, probablemente menos sentido que afectado, pertenece cierto Sermón que compuso en prosa, «porque dijeron unas señoras que le deseaban oir predicar». Este Sermón que se imprimió en un pliego gótico y se halla también al final de algunas ediciones de la Cárcel de Amor, apenas tiene otro interés literario que el haber servido de modelo a otro mucho más discreto y picante que puso Cristóbal de Castillejo en su farsa Constanza, y que como pieza aparte se ha impreso muchas veces, ya en las obras de su autor (aunque en éstas con el nombre de Capítulo y no poco mutilado), ya en ediciones populares en que el autor usó los seudónimos de El Menor de Aunes y de Fray Nidel de la Orden de Tristel. El Sermón en verso de Castillejo enterró completamente al de Diego de San Pedro, que es obra desmayada y sin el menor gracejo, como dice con razón Gallardo. Todo se reduce a parodiar pobre e ineptamente la traza y disposición de los sermones, comenzando por una salutación al Amor, explanando luego el texto In patientia vestra sustinete dolores vestros, y contando, a modo de ejemplo moral, los amores de Píramo y Tisbe. [1]

Tales profanidades y devaneos hubieron de ser grave cargo para la conciencia de su autor, cuando Dios tocó en su alma y le llamó a penitencia. Fruto de esta conversión fué el Desprecio de la fortuna (núm. 263 del Cancionero General), poema sentencioso [p. 47] y de notable mérito, al principio del cual reprueba y detesta sus obras anteriores:


       Mi seso lleno de canas,
       De mi consejo engañado,
       Hast' aquí con obras vanas
       Y en escripturas livianas
       Siempre anduvo desterrado.
       .............................
       
       Aquella Carcel d'Amor
       Que assi me plugo ordenar,
       ¡Qué propia para amador!
       ¡Qué dulce para sabor!
       ¡Qué salsa para pecar!
       
       Y como la obra tal
       No tuvo en leerse calma,
       He sentido, por mi mal,
       Cuán enemiga mortal
       Fué la lengua para el alma.
       
       Y los yerros que ponia
       En un Sermon que escrebi,
       Como fue el amor la guia,
       La ceguedad que tenia
       Me hizo que no los vi.
       
       Y aquellas Cartas de amores
       Escritas de dos en dos,
       ¿Qué serán, decí, señores,
       Sino mis acusadores
       Para delante de Dios?

Pero ni los arrepentimientos del autor, ni los anatemas del Santo Oficio, que puso la Cárcel en sus índices (sin duda por las herejías que contiene el razonamiento en loor de las mujeres), ni los rigores de Luis Vives y otros moralistas que no cesan de denunciarle como libro pernicioso a las costumbres, y uno de los que con mayor cautela deben ser alejados de las manos de toda doncella cristiana, pudieron sobreponerse a la corriente del gusto mundano, y el librillo de la Cárcel de Amor, fácil de ocultar por su exiguo volumen, no sólo continuó siendo leído y andando en el cestillo de labor de dueñas y doncellas, sino que dió vida a una serie de producciones novelescas, que difundieron un idealismo [p. 48] algo distinto del de los libros de caballerías, aunque conserve con él bastantes relaciones.

A esta familia pertenece, aunque con notables caracteres de originalidad la Cuestión de amor, obra anónima, mixta de prosa y verso, cuya primera edición parece ser de 1513 y que, como libro de circunstancias, obtuvo tal boga que fué reimpresa diez o doce veces antes de 1589, ya suelta, ya unida a la Cárcel, que es como más fácilmente suele encontrarse. [1] Ticknor y  Amador de los Ríos hablaron de ella, pero con mucha brevedad, y sin determinar su verdadero carácter, ni entrar en los pormenores de su composición, ni levantar el transparente velo que encubre sus numerosas alusiones históricas, y que en parte ha sido descorrido por el erudito napolitano Benedetto Croce en un estudio reciente. [2]

El título de la Cuestión, aunque largo, debe transcribirse a la letra, porque indica ya la mayor parte de los elementos que entraron en la confección de este peregrino libro: Question de amor de dos enamorados: al uno era muerta su amiga; el otro sirve sin [p. 49] esperanza de galardon. Disputan quál de los dos sufre mayor pena. Entretexense en esta controversia muchas cartas y enamorados razonamientos. Introducense más una caza, un juego de cañas, una egloga, ciertas justas, e muchos caballeros et damas, con diversos et muy ricos atavios, con letras et invenciones. Concluye con la salida del señor Visorrey de Napoles: donde los dos enamorados al presete se hallaron, para socorrer al sancto padre: donde se cuenta el numero de aquel lucido exercito, et la contraria fortuna de Ravena. La mayor parte de la obra es historia verdadera; compuso esta obra un getil hombre que se halló presente a todo ello.

Basta pasar los ojos por este rótulo para comprender que no se trata de una novela puramente sentimental y psicológica a su modo, como lo es la Cárcel de Amor, sino de una tentativa de novela histórica, en el sentido lato de la palabra, o más bien de una novela de clave, de una pintura de la vida cortesana en Nápoles, de una especie de crónica de salones y de galanterías, en que los nombres propios están levemente disfrazados con pseudónimos y anagramas. La segunda parte, es decir, todo lo que se refiere a los preparativos de la batalla de Ravena, es un trozo estrictamente histórico, que puede consultarse con fruto aun después de la publicación de los Diarios de Marino Sanudo. Poseer, para época tan lejana, un libro de esta índole modernísima, y poder con su ayuda reconstruir un medio de vida social tan brillante y pintoresco como el de la Italia española. en los días más espléndidos del Renacimiento, no es pequeña fortuna para el historiador, y apenas se explica que hasta estos últimos años nadie intentara sacarle el jugo ni descifrar sus enigmas.

El primero es el nombre de su autor, esto es, del gentilhombre que se halló presente a todo y escribió la historia, y éste permanece todavía incógnito, aunque puedan hacerse sobre su persona algunas razonables conjeturas. Lo que con toda certeza puede asegurarse es que el libro fué compuesto entre los años de 1508 a 1512, en forma fragmentaria, a medida que se iban sucediendo las fiestas y demás acontecimientos que allí se relatan de un modo bastante descosido, pero con picante sabor de crónica mundana.

La cuestión de casuística amorosa que da título a la novela [p. 50] está imitada de las del Filocolo de Boccaccio, y tiene la curiosidad de contener en germen los dos temas poéticos que admirablemente desarrollan los pastores Salicio y Nemoroso, en la égloga primera de Garcilaso. Esta cuestión se debate, ya por diálogo, ya por cartas (transmitidas por el paje Florisel) entre dos caballeros españoles: Vasquirán, natural de Todomir (¿Toledo?), y Flamiano, de Valdeana (¿Valencia?), residente en la ciudad de Noplesano, que seguramente es Nápoles. Vasquirano ha perdido a su dama Violina, con quien se había refugiado en Sicilia después de haberla sacado de casa de sus padres en la ciudad de Circunda (¿Zaragoza?) y Flamiano es el que sirve sin esperanza de galardón a la doncella napolitana Belisena. Esta acción, sencillísima y trabada con muy poco arte, tiene por desenlace la muerte de Flamiano en la batalla de Rávena, cuyas tristes nuevas recibe Vasquirán, en Sicilia, por medio del paje Florisel, que le trae la última carta de su amigo; carta que, por mayor alarde de fidelidad histórica, está fechada el 17 de abril de 1512 en Ferrara.

El cuadro general de la novela vale poco, como se ve; lo importante, lo curioso y ameno, lo que puede servir de documento al historiador y aun excitar agradablemente la fantasía del artista, son las escenas episódicas, la pintura de los deportes y gentilezas de la culta sociedad de Nápoles, la justa real, el juego de cañas, la cacería, la égloga (que tiene todas las trazas de haber sido representada con las circunstancias que allí se dicen, [1] y que si bien escasa de acción y movimiento, compite en la expresión de afectos y en la limpia y tersa versificación con lo mejor que en los orígenes de nuestra escena puede encontrarse); el inventario menudísimo de los trajes y colores de las damas, de las galas y los arreos militares de los capitanes y gentes de armas que salieron para Ravena con el virrey don Raimundo de Cardona; todo aquel tumulto de fiestas, de armas y de amores que la dura mano de la fatalidad conduce a tan sangriento desenlace.

[p. 51] Bellamente define el señor Croce el peculiar interés y el atractivo estético que produce la lectura de una novela por otra parte tan mal compuesta, zurcida como de retazos, a guisa de centón o de libro de memorias. «Aquella elegante sociedad de caballeros, dada a los amores, a los juegos, a las fiestas, recuerda un fresco famoso del Camposanto de Pisa; aquella alegre compañía que, solazándose en el deleitoso vergel, no siente que se aproxima con su guadaña inexorable la Muerte. En medio de las diversiones llega la noticia de la guerra: el virrey recoge aquellos elegantes caballeros y forma con ellos un ejército que parte, pomposamente adornado, lleno de esperanzas, entre las aplausos de las damas que asisten a la partida. Algunos meses después, aquella sociedad, aquel ejército, yacía en gran parte solo, sanguinoso, perdido entre el fango de los pantanos de Rávena.»

¿Hasta qué punto puede ser utilizada la Cuestión de Amor como fuente histórica? o en otros términos, ¿hasta dónde llega en ella la parte de ficción? El autor dice que «la mayor parte de la obra es historia verdadera », pero en otro lugar advierte que «por mejor guardar el estilo de su invención, y acompañar y dar más gracia a la obra, mezcla a lo que fue algo de lo que no fue » . En cuanto a los personajes, no cabe duda que en su mayor parte son históricos; y el autor mismo nos convida a «especular por los nombres verdaderos, los que en lugar d'aquellos se han fengido o transfigurado».

A nuestro entender, B. Croce ha descubierto la clave. Ante todo, hay que advertir que, según el sistema adoptado por el novelista, la primera letra del nombre fingido corresponde siempre a la inicial del verdadero nombre. Pero como diversos nombres pueden tenér las mismas iniciales, este procedimiento no es tan seguro como otro que constantemente sigue el anónimo narrador, es a saber: la confrontación de los colores en los vestidos de los caballeros y de las damas, puesto que todo caballero lleva los colores de la dama a quien sirve. Y como en la segunda parte de la obra, al tratar de los preparativos de la expedición a Ravena, los gentiles hombres están designados con sus nombres verdaderos, bien puede decirse que la solución del enigma de la Cuestión [p. 52] de Amor está en la Cuestión misma, por más que nadie, que sepamos, hubiera caído en ella hasta que la docta y paciente sagacidad del señor Croce lo ha puesto en claro, no sólo presentando la lista casi completa de los personajes disfrazados en la novela, sino aclarando el argumento principal de la obra, que parece tan histórico como todo lo restante de ella, salvo circunstancias de poca monta puestas para descaminar, o más bien para aguzar, la maligna curiosidad de los contemporáneos. Es cierto que todavía no se ha podido quitar la máscara a Vasquirán, a Flamiano ni a la andante y maltrecha Violina; pero lo que sí resulta más claro que la luz del día es que la Belisena a quien servía el valenciano Flamiano (¿don Jerónimo Fenollet?) con amor caballeresco y platónico, sin esperanza de galardón, era nada menos que la futura reina de Polonia, Bona Sforza, hija de Isabel de Aragón, duquesa de Milán, a quien en la novela se designa con el título ligeramente alterado de duquesa de Meliano, que era muy noble señora viuda y residía con sus dos hijas, ya en Nápoles, ya en Bari. Esta pobre reina Bona, cuyas aventuras, andando el tiempo, dieron bastante pasto a la crónica escandalosa, no parece haber escapado siempre de ellas tan ilesa como de manos del comedido hidalgo Flamiano, ni haberse mostrado con todos sus galanes tan dura, esquiva y desdeñosa como con aquel pobre y transido amador, al cual no sólo llega a decirle que recibe de su pasión mucho enojo, sino que añade con ásperas palabras: «y aunque tú mil vidas, como dices, perdieses, yo dellas no he de hazer ni cuenta ni memoria». A lo cual el impertérrito Flamiano responde: «Señora, si quereys que de quereros me aparte, mandad sacar mis huessos, y raer de alli vuestro nombre, y de mis entrañas quitar vuestra figura».

Los demás personajes de la novela han sido identificados casi todos por Croce con ayuda de los diarios de Passaro. El Conde Davertino es el conde de Avellino; el Prior de Mariana es el prior de Messina; el Duque de Belisa es el duque de Bisceglie; el Conde de Porcia es el conde de Potenza; el Marqués de Persiana es el marqués de Pescara; el Señor Fabricano es Fabricio Colonna; Attineo de Levesin es Antonio de Leyva; el Cardenal de Brujas, [p. 53] el cardenal de Borja; Alarcos de Reyner, el capitán Alarcón; Pomarín, el capitán Pomar; Alvalader de Caronis, Juan de Alvarado; la Duquesa de Francoviso, la duquesa de Francavilla; la Princesa de Saladino, la princesa de Salerno; la Condesa de Traviso, la de Trivento; la Princesa de Salusana, la princesa Sanseverino de Bisignano. Y luego, por el procedimiento de parear los colores, puede cualquier aficionado a saber intrigas ajenas penetrar en las intimidades de aquella sociedad como si hubiese vivivo años en ella.

Esta sociedad bien puede ser calificada de italohispana, y aun de bilingüe. Menos de medio siglo bastó en Nápoles para extinguir los odios engendrados por la conquista aragonesa. «Todos estos caballeros, mancebos y damas, y muchos otros principes y señoras (dice el autor de la Question) se hallaron en tanta suma y manera de contentamiento y fraternidad los unos con los otros, assi los españoles unos con otros como los mismos naturales de la tierra con ellos, que dudo en diversas tierras ni reynos ni largos tiempos passados ni presentes tanta conformidad ni amor en tan esforzados y bien criados caballeros ni tan galanes se hayan hallado». Las fiestas que en la novela se describen, las justas de ocho carreras, la tela de justa real o carrera de la lanza, y sobre todo, el juego de cañas y quebrar las alcancías, son estrictamente españolas, y no lo es menos el tinte general del lenguaje de la galantería en toda la novela, que, con parecer tan frívola, no deja de revelar en algunos rasgos la noble y delicada índole del caballero que la compuso. Es muy significativo en esta parte el discurso de Vasquirán a su amigo al partir para la guerra, enumerando las justas causas que debían moverle a tomar parte en tal empresa: «La una yr en servicio de la Iglesia, como todos is: la otra en el de tu rey, como todos deben: la otra porque vas a usar de aquello para que Dios te hizo, que es el hábito militar, donde los que tales son como tú ganan lo que tú mereces y ganarás: la otra y principal que llevas en tu pensamiento a la señora Belisena, y dexas tu corazon en su poder.»

La Cuestión de Amor encontró gracia ante la crítica de Juan de Valdés, aunque prefería el estilo de la Cárcel: «Del libro de Question de Amor ¿qué os parece?—Muy bien la invención y muy [p. 54] galanos los primores que hay en él, y lo que toca a la question no está mal tratado por la una parte y por la otra. El estilo en quanto toca a la prosa, no es malo, pudiera bien ser mejor; en quanto toca al metro, no me contenta. —«Y de Carcel de Amor » ¿qué me dezis?—El estilo desse me parece mejor...»

Lo es, en efecto, y no hay duda que al anónimo autor de la Cuestión se le pegaron demasiados italianismos. Pero tal como está, su obra resulta interesante, como pintura de una corte que, distando mucho de ser un modelo de austeridad, era por lo menos muy elegante, bizarra, caballeresca y animada. Otro documento tenemos en el Cancionero General de Hernando del Castillo para restaurarla mentalmente, y es una larga poesía con este encabezamiento: Dechado de amor, hecho por Vazquez a petición del Cardenal de Valencia, enderezado a la Reina de Nápoles. [1] Esta poesía se compuso probablemente en 1510. No puede ser posterior a 1511, porque en ella aparecen todavía como vivos el cardenal de Borja, la princesa de Salerno, la condesa de Avellino y la princesa de Bisignano, todos los cuales fallecieron en aquel año. No puede ser anterior a 1509, porque en este año se celebraron en Ischia las bodas de Victoria Colonna, que ya aparece citada como Marquesa de Pescara en este Dechado. El Vázquez que le compuso parece hasta ahora persona ignota; ¿será el mismo Vázquez o Velázquez de Ávila, a quien por diversos indicios atribuyó don Agustín Durán un rarísimo cancionerillo o colección de trovas, existente en el precioso volumen de pliegos sueltos góticos que perteneció a la biblioteca de Campo-Alanje? ¿Será, como B. Croce insinúa, el mismo Vasquirán que interviene en la Cuestión de Amor, y que es quizá el autor de la novela? Lo cierto es que entre el Dechado y ella hay parentesco estrechísimo, y que cada una de estas piezas puede servir de ilustración a la otra.

Rápidamente trataremos de las novelas sentimentales posteriores a la Cuestión de Amor, porque casi todas tienen más interés bibliográfico que literario; se buscan por raras, no por amenas. [p. 55] Rarísima es sobre todo encarecimiento la Repetición de amores de Lucena, famoso tratadista del arte de ajedrez, hijo del protonotario Juan de Lucena, tan conocido por su diálogo de vita beata. Compuso Lucena el mozo su obrilla «en servicio de la linda dama su amiga, estudiando en el preclarísimo estudio de Salamanca»; y bien se conoce que es ensayo poco maduro de escolar, en la profusión de textos que alega de Hipócrates, Platón, Aristóteles, David, Tulio, Séneca y otros autores sagrados y profanos, y en la extraña forma de conclusiones escolásticas que adopta, tomando por tesis de su Repetitio de amoribus unos versos de la famosa sátira del poeta catalán Torrellas contra las mujeres. Con esta cuestión tan debatida en el sigla XV, y con la otra no menos manoseada de armas y letras, intercala el breve y sencillo cuento de sus propios amores, con una carta suya y otra de su dama. No tiene fecha la edición gótica de este libro, pero seguramente es anterior a 1497, porque la Arte breve e introducción muy necesaria para saber jugar al ajedrez, que forma parte integrante del mismo libro, está dedicada al príncipe don Juan, hijo de los Reyes Católicos, que falleció en dicho año, como es sabido. [1]

En el Cancionero General de Hernando del Castillo, pero no en su primera edición valenciana de 1511, sino en la de 1514 y en las posteriores, apareció una corta novela alegórico-sentimental del Comendador Escrivá, con el título de Queja que da a su amiga ante el dios de Amor, por modo de diálogo en prosa y verso. Los versos no carecen de mérito, dentro de su género conceptuoso, y también en la prosa se nota cierto aliño y esfuerzo para buscar el número y armonía que en ella caben. [2] Era Escrivá valenciano, y en este género de prosas poéticas parece haber [p. 56] seguido las huellas de Mosén Ruiz de Corella, cuyos versos alternan con los suyos y con los de Bernardo Fenollar en el pequeño pero curiosísimo cancionero barcelonés que lleva el extraño título de Jardinet d'orats (huertecillo de los locos).

Distinta persona de este comendador Juan Escrivá (que fué Maestre Racional del Rey Católico y su Embajador en 1497 ante la Santa Sede) es Ludorico Scrivá, caballero valenciano, que en 1537 dedicó al Duque de Urbino, Francisco María Feltrio, el Veneris Tribunal, rarísima novela que no tiene en latín más que el título, estando todo lo restante en lengua castellana, con hartas afectaciones y pedanterías de estilo, que hacen de ella una de las peores de su género. [1] Es libro sin interés alguno; todo se reduce a la pomposa descripción de la corte de Venus y a la controversia que ante su tribunal se debate sobre el siguiente tema: «cual sea mayor deleyte al amante, o ver la cosa amada, o sin verla pensar en ella». La discusión es ingeniosa y sutil a veces, pero todo lo estropea el abuso inmoderado del hipérbaton y la amanerada construcción de los períodos.

Mucho más conocido que estos autores, a lo menos por una de sus obras, es Juan de Flores, autor del Breve Tractado de Grimalte [p. 57] y Gradissa y de la Historia de Grisel y Mirabella. Bien se ve que Flores se había propuesto por modelo a Boccaccio. Grimalte y Gradissa es no sólo una imitación, sino una continuación de la Fiammetta, como su mismo encabezamiento declara: «Comiença un breve tractado compuesto por Johan de Flores, el qual por la siguiente obra mudó su nombre en Grimalte. La inuencion del qual es sobre la Fiometa (sic), y porque algunos de los que esto leyeren, por ventura no habrán visto tan famosa scriptura, me parecerá bien declararla en suma». Lo que Juan de Flores añadió se reduce a lo siguiente: Grimalte, enamorado de Gradissa, recibe de ella el encargo de peregrinar por el mundo en busca de la desventurada Fiameta. La encuentra por fin y la acompaña a Florencia, donde moraba su antiguo y ahora desdeñoso amante Pánfilo. Vanamente intenta la infeliz señora, ya por cartas, ya por una entrevista que prepara Grimalte, renovar la pasión dormida en el corazón del mancebo, y al verse con ásperas palabras rechazada y abandonada para siempre, cae en la más furiosa desesperación y muere impenitente. Grimalte la da sepultura, describe largamente su túmulo, y cumplidos estos fúnebres honores, desafía a campal batalla al ingrato Pánfilo, que arrepentido de la fealdad de su conducta y pesaroso de la catástrofe de que ha sido causa, niégase a aceptar el reto, se da por vencido y desaparece de su casa con intento de hacer asperísima penitencia en lugar apartado de todo comercio humano. Grimalte vuelve con estas nuevas a Gradissa, que en vez de concederle su amor se muestra cada vez más esquiva, y le ordena buscar de nuevo a Pánfilo, cuya resolución atribuye a cobardía. Más de veintisiete años empleó en este segundo viaje, hasta que en las partidas de Asia, y en lo más espeso de «una muy desesperada montaña», encontró a Pánfilo haciendo vida salvaje, y en talle y figura que recuerda la aparición de Cardenio en Sierra Morena. Al principio guarda obstinado silencio, que era una de las condiciones de su penitencia, pero Grimalte no sólo consigue hacerle hablar, sino que se le ofrece por compañero en su soledad y espantosa vida. Por las noches son perturbados con infernales visiones en que ven pasar la sombra de la enamorada. Fiameta, condenada a las llamas eternas por [p. 58] su desesperación final. Y aquí termina bruscamente la novela, quedando juntos en aquel horrible desierto el amante ingrato y el desdeñado. No está mal imitada en los razonamientos de esta novela la prosa de Boccaccio: hay calor de pasión en algunos trozos. Los versos que con frecuencia aparecen intercalados valen poco, y no son de Juan de Flores, sino de otro autor igualmente desconocido, cuyo nombre se expresa al final: «La sepultura de Fiometa con las coplas y canciones quantas son en este tractado hizo Alonso de Cordova». Este libro, cuyo original castellano es tan raro que sólo se conoce un ejemplar, [1] fué traducido al frances por Mauricio Sceva, e impreso dos veces en Lyon y París, 1535 y 1536. [2]

Más importancia tiene y más éxito logró la Historia de Grisel y Mirabella con la disputa de Torrellas y Braçayda, la qual compuso Juan de Flores a su amiga; [3] libro que tiene muy curiosa historia literaria, pues no sólo fué leído en las principales lenguas de Europa, sino que dejó algún rastro en las creaciones de muy preclaros ingenios. Una cuestión de amor, a la manera de las del Filocolo, constituye el fondo de este libro; pero está envuelto en una ficción sencíllísima que ofrece por sí misma algún interés, y en la cual interviene un personaje español histórico. [Cf. Ad. Vol. II.]

«En el reyno de Escocia ovo un excelente rey de todas virtudes amigo, e principalmente en ser justiciero... Y este en su postrimera heded ovo una hija que después de sus días sucedia en el reyno y a ésta llamaron Mirabella, y fue de tanta perfecion de gracias acabada, que ninguno tanto loarla pudo que el cabo de su merecer contar pudiesse. Y como ella fuesse heredera de [p. 59] su señorio del padre, no avia ningun emperador ni poderoso principe que en casamiento no la demandasse... Y el rey su padre, por no tener hijos, y por el grande merecimiento que ella tenia, era dél tanto amada que a ninguno de los ya dichos la queria dar, y assimismo en su tierra no avia tan gran señor a quien la diesse, salvo a gran mengua suya. De manera que el grande amor suyo era a ella mucho enemigo, y como ya muchas vezes acaece quando hay dilación en el casamiento de las mujeres ser causa de caer en verguença y yerros, assi a ésta despues acaescio. Pues en aquellos comedios, assi como su hedad crescia, crescian y deblaban las gracias de su beldad en tanto grado que cualquier hombre dispuesto a amar, assi como la mirasse le era forçado de ser preso de su amor, e tan en estremo la amavan que por su causa venian a perder las vidas, tanto que la flor de casa del rey su padre fenecio sus dias en esta tal guerra. De manera que sabido por el rey la hizo meter en un lugar muy secreto que ningun varon verla pudiesse, por ser su vista muy peligrosa.»

Al fin un caballero llamado Grisel logra por ocultos modos penetrar en la torre donde estaba encerrada Mirabella, la cual se rinde a su amor con la indecorosa presteza que era tradicional en las heroínas caballerescas: «E despues que algunos días muy ocultos en grandes plazeres conservaron sus amores, ella no pudo encobrirlo a una grande y antigua sierva suya, porque en su camara más comunicara, y esta camarera suya amava mucho a un maestresala del rey, y como supo el secreto de su señora, no pudo su lealtad tanto sufrir que no lo descubriese al su amante lo que Mirabella y Grisel passavan, y él veyendo tan grande error, doliéndose mucho de la honra de su señor o por ventura de envidia movida, no pudo callarlo que al rey no publicasse la maldad que en su casa Grisel cometia. El qual como oyó tan feo caso, con gran discreción buscó manera cómo ambos los tomassen en uno, y una noche estando Grisel en la cama con Mirabella el rey mandó cercar la casa, y aunque gran rato se defendio, pero a la fin tomados, en estrechas carceles por fuerça fueron puestos, y como el rey fuesse el más justificado principe que a la sazon se fallase en el mundo, aun en aquel caso no quiso usar de rigor ni [p. 60] de enojo acidental, mas como si fuessen sus yguales, con ellos se puso a justicia. E las leyes de su reino mandavan que qualquier que en tal yerro cayesse, el que más causa fuesse al otro de aver amado que padesciesse muerte, y el otro destierro por toda su vida, y como acaesce quando dos personas se aman el uno tener más culpa que el otro en la requesta, por esto las leyes no disponian que las penas fuessen yguales. Y luego por el rey expresamente fue mandado la pesquisa se hiziesse porque la verdad fuesse sabida quál de aquellos dos fuesse más digno de culpa... Pero tan secreto fue el trato de sus amores, que no podian saber quién avia más trabajado en la requesta y seguimiento del otro, salvo quanto la camarera dezia no averlo ella sabido hasta que ya entre ellos concertado estava. Y como por la pesquisa no oviesse lugar en condenar a uno más que a otro, fueron los juezes por mandado del rey donde Mirabella y Grisel estavan, a los quales tomaron juntamente y les demandaron que dixessen quién fue más causa al otro de tal error.»

Como era natural, se establece entre los dos amantes una generosa competencia; quieren sacrificar recíprocamente sus vidas, y se echan a porfía todas las culpas. El enigma continúa insoluble y los letrados y oidores del Consejo Real se recusan por incompetentes. «Entonces dixo el rey que determinasen ellos en su consejo, a lo qual ellos respondieron que como fuessen personas más dadas al estudio de las leyes que de los amores, que no sabían en aquella causa determinar la verdad, pero que se buscasse por todo el mundo una dama y un caballero, los quales más pudiesen saber en amores, y más esperimentados fuessen en tales cosas. E que ella tomasse la voz de las mujeres, y él de los varones, e quien mejor causa y razon mostrasse en defension de su derecho, que aquel venciesse aqueste pleyto comenzado.»

Tratábase, pues, de discutir y averiguar en tesis general, la cual había de tener sangrienta aplicación en aquel caso concreto, quién da mayor ocasión de amor, los hombres a las mujeres o las mujeres a los hombres. Para llevar la voz del sexo femenino en este litigio fué elegida «una dama de las más prudentes del mundo en saber y en desenvoltura y en las otras cosas a graciosidad [p. 61] conformes, la cual por su gran merescer se habia visto en muchas batallas de amor y en casos dignos de gran memoria que le avian acaescido con grandes personas que la amaban y pensaban vencer... y esta señora avia nombre Braçayda».

El nombre de Brasaida parece reminiscencia del de Briseida, heroína de la Crónica Troyana, pero el abogado de los hombres y detractor de las mujeres es un caballero español muy conocido en nuestros cancioneros del siglo XV. «E assi mesmo fue buscado en los reynos de España un cavallero qual para tal pleyto pertenecia: al qual llamavan Torrellas, un especial hombre en el conocimiento de las mujeres y muy osado en los tratos de amor y mucho gracioso, como por sus obras bien se prueba.»

Trátase, en efecto, de Mosén Pere Torrellas o Torroella, mayordomo del príncipe de Viana y uno de los más antiguos poetas catalanes que alternaron el cultivo de su lengua nativa con el de la castellana. Muchas fueron, y por lo general picantes y de burlas, las poesías de Torrellas, pero ninguna le dió tanta notoriedad, haciéndole pasar por un nuevo Boccaccio, infamador sistemático de las mujeres, como sus Coplas de las calidades de las damas, insertas en el Cancionero de Stúñiga, en el General, y en otros varios, impugnadas por diversos trovadores, entre ellos Suero de Rivera y Juan del Enzina, glosadas y recordadas a cada momento por todos los maldicientes del sexo femenino, y sobre las cuales hasta llegó a inventarse la extraña leyenda de que las mujeres, irritadas con los vituperios de Torrellas, le habían dado por sus manos cruelísima muerte. Tal fué, sin duda, el germen de esta segunda parte de la novela de Juan de Flores. Torrellas está representado allí, no como un misogino intratable, sino como un burlador empedernido, como una especie de don Juan Tenorio, que afrenta a las mujeres después de seducirlas. [1]

[p. 62] No entraremos en los detalles del pleito entre Bresayda y Torrellas, cuyos repetidos alegatos son una serie de sutilezas bastante enfadosas. Triunfa el maligno catalán, y la infeliz Mirabella es condenada a la hoguera, a pesar de los llantos y súplicas de su madre. «Y despues que el día fue llegado que Mirabella muriese, ¿quién podría escrevir las cosas de gran magnificencia que para su muerte estaban ordenadas, y todas muy conformes a tristeza segun que el caso lo requeria?... Entre las cosas de piedad que alli fueron juntadas, eran quince mil doncellas vestidas de luto, las quales con llantos diversos y mucha tristeza ayudavan a las tristes lagrimas de la madre y desconsolada reyna... e despues desto trayan un carro, en el qual yva Mirabella con quatro obispos, que el cargo de su ánima tomavan, y luego alli Grisel, que por más crecer y doblar en su pena mandaron que viesse la muerte de Mirabella, y el rey con infinitas gentes cubiertas de luto yva al fin de todos, segun costumbre de aquel reyno, e salieron fuera de la ciudad donde Mirabella avia de morir quemada, porque las leyes de la tierra eran que quien por fuego de amor se vence en fuego muera.»

La despedida de Grisel y Mirabella está escrita con ternura. El desventurado amante se precipita en las llamas para no presenciar el suplicio de su amada, y el clamor popular salva a Mirabella. Pero no pudiendo sobrevivir a la pérdida de su amante, determina poner desesperado fin a sus días, y por una ventana de palacio se arroja «al corral donde el rey tenia sus leones», y es inmediatamente devorada por ellos.

A Torrellas, principal causante de estos desastres, le perdió su vanidad y petulancia, porque «esforçandose en su mucho saber, presumia que él desamando alcanzaria mujeres más que otro sirviendo». Tuvo, pues, la extraña ocurrencia de ponerse a galantear a Brasayda, tan ofendida con él por su derrota, y atraído por ella con el señuelo de una falsa cita, cayó en poder de la reina y de sus damas, que para vengar a la cuitada Mirabella asieron de él, le ataron de pies y manos y le atormentaron con todo género de espantables suplicios, dejando, como se verá, poco que hacer a los catalanistas fervientes que ahora quisieran ejecutar [p. 63] sus iras en el triste de Torrellas, por haber coqueteado un tanto cuanto con la lengua castellana: «E fue luego despojado de sus vestidos, e ataparonle la boca porque quexar no se pudiesse, e desnudo fue a un pilar bien atado, e alli cada una traia nueva invención para le dar tormento; y tales ovo, que con tenazas ardientes et otras con uñas y dientes raviosamente le despedazaron. Estando assi medio muerto, por crecer más pena en su pena, no lo quisieron de una vez matar, porque las crudas e fieras llagasse le resfriassen e otras de nuevo viniessen; e despues que fueron assi cansadas de atormentarle, de gran reparo la reina e sus damas se fueron alli cerca dél porque las viesse, e alli platicando las maldades dél, e trayendo a la memoria sus meliciosas obras... dezian mil maneras de tormentos, cada qual como les agradaba... E assi vino a sofrir tanta pena de las palabras como de las obras, e despues que fueron alzadas las mesas fueron juntas a dar amarga cena a Torrellas... E despues que no dexaron ninguna carne en los huesos, fueron quemados, de su ceniza guardando cada qual una buxeta por reliquias de su enemigo. E algunas ovo que por joyel en el cuello la traian, porque trayendo más a la memoria su venganza, mayor placer oviesen.» Esta escena trágico-grotesca vale bastante más que las coplas satíricas de Torrellas, a las cuales confieso que nunca he podido encontrar gracia, ni menos malignidad, que mereciera tan cruento y espeluznante castigo. Verdad es que en su tiempo se le atribuían todos los libelos antifeministas, de lo que él mismo se queja en su primera carta a Brasayda: «E quando alguno quiere contra las damas maldezir, con malicias del perverso Torrellas se favorece, y aunque diga lo que yo por ventura no dixe, mi fama me haze digno que se atribuyan a mí todas palabras contra mujeres dañosas, y esto porque de los yerros agenos y mios faga agora penitencia.»

Tal es la curiosa, aunque absurda novela de Juan de Flores, cuyo éxito en el siglo XVI fué tan grande como es inexplicable hoy, considerando su flojo y desmazalado estilo. En su patria no tuvo más que cinco ediciones que sepamos, la última en 1533, [1] pero [p. 64] traducida al italiano por Lelio Aletiphilo (que parece ser la misma persona que el Lelio Manfredi, traductor de la Cárcel de Amor y del Tirante), salió remozada de las prensas de Milán en 1521 con el nuevo y flamante título de Historia de Aurelio e Isabella, nombres que al intérprete parecieron más elegantes y sencillos que los de Grisel y Mirabella. Sustituyó además el clásico nombre de Afranio al catalán de Torrellas, y el de Hortensia al de Brasaida. Esta versión fué reimpresa seis veces [1] y sirvió de texto a la francesa de Gil Corrozet [2] y a la inglesa de autor [p. 65] anónimo. [1] Utilizado el libro de Aurelio e Isabela como texto para la enseñanza de idiomas, sufrió en su mismo original castellano una especie de refundición en lenguaje más moderno, adoptando el cambio de nombres introducido por el traductor italiano, y desde 1556 por lo menos hubo ediciones bilingües francoespañolas, y más adelante ediciones políglotas en español, italiano, francés e inglés. [2] Al alemán fué traducido más tardíamente, y del francés, por Christiano Pharemundo, que la imprimió en Nuremberg, en 1630. [3]

Libro tan leído no podía menos de ser imitado. Y lo fué primero nada menos que por el Ariosto, que en el episodio de Ginebra complicó las reminiscencias del Amadís y del Tirante con algunas circunstancias derivadas de la novela de Juan de Flores, fundada, como hemos visto, en l'aspra legge de Scozia. El lugar de la escena, la circunstancia que sólo en Ginebra y en Mirabella, y no en las demás heroínas similares concurre, de ser hijas de un rey de Escocia; la intervención de la camarera que revela el secreto de los amores de su ama, y hasta las reflexiones de Reinaldo contra la injusta y tiránica ley, son indicios evidentes de esta imitación, a los ojos del sagacísimo Rajna. [4]

Lope de Vega, que tantos temas novelescos aprovechó en sus comedias, tomó de la de Aurelio e Isabela el argumento de los dos primeros actos de La ley ejecutada. Antiguos comentadores ingleses de Shakespeare, entre ellos Malone, afirmaron sin fudamento alguno que Shakespeare, en La Tempestad, se había valido de la novela de Juan de Flores; no hay ni la más remota analogía entre ambas obras. Todavía hay quien habla vagamente de una novela [p. 66] española utilizada en esta ocasión por el gran dramaturgo inglés; pero esa novela, si existe, no es seguramente Aurelio e Isabela. En cambio, otro poeta contemporáneo de Shakespeare, Fletcher, tomó del libro de Juan de Flores una parte del argumento de su comedia Women pleased, [1] y lo mismo hizo el francés Scudéry en su drama Le Prince déguisé (1636). [Cf. Ad. Vol. II.]

Ningún dato biográfico tenemos de Juan de Flores, ninguno tampoco de Juan de Segura, a quien pertenecen dos novelitas que imprimió anónimas en Venecia Alfonso de Ulloa en 1553, [2] pero [p. 67] que llevan el nombre de su verdadero autor en las ediciones de Toledo, 1548; Alcalá, 1553, Estella, 1564. El primero de estos ensayos es un epistolario erótico: Processo de cartas de amores que entre dos amantes pasaron. Dícese traducido «del estilo griego», pero ninguna relación tiene con las colecciones de epístolas amatorias de los sofistas Alcifron y Aristeneto. Tampoco procede de las Lettere amorosi del veneciano Alvise Pasqualigo, que no se imprimieron hasta 1569 y cuyo asunto es enteramente distinto. Creemos que Juan de Segura fué el primero entre los modernos que escribió una novela entera en cartas, generalizando el procedimiento que habían empleado ocasionalmente Eneas Silvio, Diego de San Pedro y aun otros autores más antiguos, como el poeta provenzal autor de Frondino y Brissona. Tiene la novela epistolar grandes ventajas para el análisis psicológico, como en el siglo XVIII lo mostró Richardson, y después de él los autores de La Nueva Heloisa, de Weríher y de Jacopo Ortis, por lo cual conviene notar aquí esta tan temprana aparición del género. Por lo demás, la acción en el librito de Juan de Segura es sencillísima, reduciéndose a los contrariados amores del protagonista con una dama a quien sus hermanos encierran en un convento para impedirla contraer el matrimonio que desea. Las cartas están bien escritas, en estilo agradablemente conceptuoso, muy urbano, elegante y pulido, en el tono de la mejor sociedad del siglo XVI.

Acompaña al Proceso otra obrita de Juan de Segura (que también se finge traducida del griego), Quexa y aviso contra Amor, la cual por los nombres de sus personajes podemos titular [p. 68] Lucindaro y Medusina. Es una extraña mezcla de discursos sentimentales, alegorías confusas y gran copia de aventuras fantásticas; en lo cual se distingue de todos los demás libros de su género, asimilándose mucho más a los de caballerías y aun a las novelas orientales. Todo el cuento está fundado en los prestigios de la magia. Un rey de Grecia muy versado en las artes de astrología encierra en un castillo a una hija suya para librarla de cierto horóscopo; pero la gran sabia Acthelasia desbarata sus planes haciendo que Lucindaro, hijo del rey de Etiopía, cuyos oráculos, signos y planetas le predestinaban para tal empresa, se enamore de la infanta por haberla visto en sueños, y penetre en la torre, merced a un anillo encantado que a ratos le hacía invisible. No entraremos a detallar las demás peripecias de tan complicada fábula: amor desdeñado al principio y favorecido después; tormentas y naufragios; un delfín que arrastra al sin ventura amador a los palacios submarinos de su protectora, la cual con sus artes mágicas le restituye a Medusina, cuyo bizarro atavío se describe en una página que es de las mejores del libro; sus desposorios y corto periodo de felicidad en el castillo del Deleite; la muerte de la princesa, contada con sencillez y ternura y acompañada de presagios que contribuyen al efecto trágico, y finalmente, la desesperada resolución de Lucindaro, que, imitando al Leriano de la Cárcel de Amor, se deja morir de hambre, después de haber devorado las cenizas del cuerpo de su amada.

No creo que puedan añadirse muchas novelas de este género a las que ya quedan mencionadas. En la Biblioteca Nacional existe una inédita, «Tratado llamado Notable de amor, [1] compuesto por don Juan de Cardona, a pedimento de la señora doña Potenciana de Moncada, que trata de los amores de un caballero llamado Cristerno y de una señora llamada Diana, y de las guerras que en su tiempo acaecían». Propónese el autor demostrar, mediante una narración que dice ser verdadera, «que en estos tiempos de agora ha tenido lugar el amor en los hombres acerca de las mujeres con tanta pasión y verdad y perseverancia como se cree haber habido en los tiempos pasados». Todos los nombres [p. 69] de los personajes de la novela encubren los de sujetos reales, y el autor nos da la clave al principio, aunque poco adelantamos con ella tratándose de personas desconocidas. La misma sustitución hay en los nombres de lugares: Medina del Campo está encubierto con el nombre de isla de Mitilene, y el riachuelo Zapardiel se transforma nada menos que en el mar Egeo.

Prescindiremos del primoroso Diálogo de amor de Dorida y Dameo, «en que se trata de las causas por donde puede justamente un amante sin ser notado de inconstante, retirarse de su amor» porque esta obra de autor anónimo, que imprimió corregida y enmendada Juan de Enzinas, vecino de Burgos, en 1593, [1] no es novela, sino un tratado de psicología amatoria, que oscila entre la literatura galante y la filosófica, y puede considerarse como una imitación o complemento de los Diálogos de Amor, de León Hebreo, aunque carece de su profundidad metafísica.

Hay que eliminar, finalmente, del catálogo de nuestras novelas eróticas, la Historia de los honestos amores de Peregrino y Ginebra (que ya corría de molde antes de 1527), porque el «Hernando Diaz, residente en la universidad de Salamanca», que dedicó esta obra a don Lorenzo Suárez de Figueroa, conde de Feria, [2] no hizo más que traducir el libro italiano de Il Peregrino, [p. 70] compuesto por Jacopo Caviceo y dedicado por él en 1508 a la duquesa de Ferrara Lucrecia Borja. [1] El Peregrino no es sólo novela de amores, sino también de aventuras y de viajes; abunda en episodios ingeniosos, aunque no siempre honestos, y a pesar de la afectación del estilo, que es archilatinizado, se comprende que en su tiempo gustase. En castellano tuvo seis ediciones, por lo menos, y aunque el Santo Oficio la puso con razón en sus Indices desde el año 1559, creemos que sirvió de modelo a Jerónimo de Contreras para su Selva de aventuras, y que del título por lo menos se acordó Lope de Vega al escribir El peregrino en su patria.

Tanto el libro de Peregrino y Ginebra como el de Lucindaro y Medusina marcan un intento de renovación en el contenido y forma de la novela sentimental, que reducida a sus propios y escasos recursos no podía menos de caer en gran monotonía. Faltaba en ella lo que el vulgo de los lectores de este género de libros busca con preferencia: el interés de la acción exterior, los lances complicados y de difícil solución, que sin llegar a la maquinaria extravagante de los libros de caballerías, pudieran mantener gustosamente entretenida la curiosidad del lector, llevándole por peregrinos rodeos al desenlace. Satisfacían en parte esta necesidad las novelas bizantinas, cuyo carácter procuramos determinar al comienzo de este tratado. La erudición del Renacimiento las había desenterrado, y ya las principales corrían en lengua vulgar amediados del siglo XVI. Heliodoro y Aquiles Tacio suscitaron muy pronto imitaciones, y en España se escribió la más memorable de ellas, los Trabajos de Persiles y Sigismunda, precedida por alguna otra no indigna de recuerdo. Pero antes de tratar de ella, diremos dos palabras sobre los intérpretes castellanos de uno y otro novelista griego.

La más antigua traducción del Teágenes y Clariclea, que sería probablemente la mejor, no ha sido descubierta hasta ahora. Consta que la hizo el docto helenista Francisco de Vergara, [p. 71] catedrático en la Universidad de Alcalá, discípulo de Demetrio el cretense y autor de la primera Gramática griega de autor español que se usó en nuestras aulas. Andrés Scotto y Nicolás Antonio [1] se refieren vagamente a un códice de su versión del Teágenes que se conservaba en la librería del Duque del Infantado, pero no existe ya entre los restos de aquella famosa biblioteca, incorporada después a la de Osuna y últimamente a la Nacional de Madrid.

Francisco de Vergara falleció en 1545, dejando inédito el Teágenes, y fué gran lástima que en vez de su trabajo se imprimiese otra versión ni buena ni directa, sino sacada servilmente de la francesa de Jacobo Amyot por un secreto amigo de su patria (¿acaso un protestante refugiado?) que lo entregó a las prensas de Amberes en 1554. En la portada confiesa lisa y llanamente el origen del libro: Historia Ethiopica, trasladada de frances en vulgar castellano... y corregida segun el Griego; pero de tal corrección dudamos mucho, porque si el traductor era capaz de leer el texto griego, para nada necesitaba recurrir al francés, ni menos emplear el original como supletorio, y además el prólogo mismo en que se habla de correcciones y de cotejo de varios ejemplares está traducido de Amyot, como todo lo restante. [2]

[p. 72] Las traducciones de Amyot, especialmente su Plutarco, hacen época en la historia de la prosa francesa; pero el calco del anónimo de Amberes, en estilo incorrecto y galicano, no podía contribuir mucho a la popularidad del Teágenes en España, así es que en esta forma sólo fué reimpreso una vez, en Salamanca, 1581. [1] Pocos años después cayó en manos de un nuevo traductor, que tampoco sabía griego, pero que tuvo el buen acuerdo de guiarse por la interpretación latina literal del polaco Esteban Warschewiczk, y encontró además un helenista de mérito que le hiciese el cotejo con el original. Tal fué la labor no despreciable del toledano Fernando de Mena, asistido por el P. Andrés Schoto, flamenco de nación y profesor de Lengua Griega en la Universidad de Toledo. En esta forma apareció nuevamente la Historia de los leales amantes Teágenes y Cariclea, en Alcalá de Henares, 1587, y obtuvo hasta cinco reimpresiones, una de ellas la de París, 1615, algo retocada por el famoso intérprete y gramático César Oudín. [2] En esta versión de Mena, pura y castiza aunque algo lánguida, se leía aún el Teágenes a fines del siglo XVIII, como lo comprueba una edición de 1787, sin que prevaleciese contra ella la redundante y culterana paráfrasis que en 1722 había publicado don [p. 73] Fernando Manuel de Castillejo con el título de La Nueva Cariclea. [1] Nada puedo decir de la traducción o imitación en quintillas del médico de Granada don Agustín Collado del Hierro, pues sólo la conozco por una referencia del Fénix de Pellicer [2] y por la noticia de Nicolás Antonio. Pero de la influencia persistente de Heliodoro en nuestra literatura da testimonio no sólo el Persiles, donde la imitación del Teágenes es menor de lo que generalmente se cree y de lo que da a entender el mismo Cervantes, sino la comedia de Calderón Los hijos de la fortuna y otra más antigua del doctor Montalbán, Teágenes y Clariquea.

Afortunado hubiera sido Aquiles Tacio Alejandrino en encontrar por intérprete a don Francisco de Quevedo, si la versión que éste hizo de la Historia de los amores de Leucipe y Clitophonte conforme a la letra griega no hubiese padecido el mismo naufragio que otras obras suyas, quedándonos sólo su memoria en las notas del Anacreonte Castellano del mismo Quevedo. [3] Y habiéndose perdido también, lo cual es menos de sentir, el Poema Jónico [p. 74] o Épica Griega, extraño titulo que dió a su traducción derivada del latín, aunque «enmendada», según dice, «por el original griego» el inagotable grafómano don José Pellicer de Ossau Salas y Tovar, [1] sólo corrió de molde una paráfrasis harto infiel que don Diego de Agreda y Vargas, novelista mediano y poco original, publico en 1617, valiéndose de la traducción toscana de Francesco Angiolo Coccio. [2]

Pero ya en 1552, gran parte de los episodios de esta novela habían venido, a través de otra traducción italiana menos completa, a incorporarse en un libro español por varias razones notable [p. 75] que publicó en Venecia el poeta alcarreño Alonso Núñez de Reinoso con el título de Historia de los amores de Clareo y Florisea y las tristezas y trabajos de la sin ventura Isea, natural de la ciudad de Éfeso. [1] Ya Liebrecht indicó, aunque sin pararse a puntualizarlo, que esta obra era imitación de Leucipe y Clitofonte. Lo es, en efecto, pero sólo de los cuatro últimos libros, únicos que Reinoso conocía, según confiesa en su prólogo: «Habiendo en casa de un librero visto entre algunos libros uno que Razonamiento de amor se llama, me tomó deseo, viendo tan buen nombre, de leer algo en él; y leyendo una carta que al principio estaba, vi que aquel libro habia sido escrito primero en lengua griega y despues en latina, y ultimamente en toscana; y pasando adelante hallé que comenzaba en el quinto libro. El haber sido escrito en tantas lenguas, el faltarle los cuatro primeros libros fue causa que más curiosamente desease entender de qué trataba, y a lo que pude juzgar, me pareció cosa de gran ingenio y de viva y agraciada invención. Por lo cual acordé de, imitando y no romanzando, escribir esta mi obra, que los amores de Clareo y de Florisea y trabajos de la sin ventura Isea llamo; en la cual no uso más que de la invención, y algunas palabras de aquellos razonamentos.»

Alonso Núñez omite el nombre del autor griego a quien verdaderamente imita, porque de seguro la obra era anónima para él. Los Ragionamenti Amorosi, de que él se valía, eran los de Ludovico Dolce, impresos en 1546, y en ellos la novela se da como [p. 76] fragmento de un antiguo escritor griego. [1] Anónima estaba también en la versión latina que siguió Dolce, que es la primera de Aníbal Cruceio milanés, impresa en 1544 y dedicada a don Diego Hurtado de Mendoza. [2] Tal omisión se explica teniendo en cuenta que Cruceio tradujo de un manuscrito griego imperfecto, donde faltaban los cuatro primeros libros, y con ellos el nombre del autor, y sólo diez años después llegó a descubrir la obra entera con la noticia de su legítimo dueño.

Disipada, pues, la oscuridad que hasta ahora envolvía los origenes de Clareo y Florisea, a pesar de la honrada y leal confesión de su autor, conviene estudiar en la novela misma los cambios, adiciones y supresiones que en ella hizo el imitador. Consta Clareo y Florisea de treinta y dos capítulos, pero la imitación de Leucipe y Clitofonte termina en el diez y nueve. Aun en estos primeros capítulos hay algunos enteramente ajenos a la fábula griega, que por lo demás sigue con bastante fidelidad, traduciendo pasajes nada cortos. Pero suele abreviar con buen gusto las interminables descripciones en que se complace el gusto sofístico de Aquiles Tacio, y prescinde casi siempre de sus digresiones geográficas y mitológicas, tan curiosas algunas. Reducida la acción a sus elementos novelescos, todavía hizo en ella algunas alteraciones más o menos felices. Como no conocía los cuatro primeros libros de la novela griega, ni el motivo del viaje de Leucipe y Clitofonte (nombres que cambió por los menos exóticos de Clareo y Florisea), tuvo que inventarle, e imaginó una combinación que luego reprodujo Cervantes en el Persiles. Clareo y Florisea son prometidos esposos; pero el primero, a causa de un voto o promesa, había dado palabra de no casarse con Florisea en un año, «sino tenella como su propia hermana». Con la llegada a Alejandría de ambos amantes comienza la imitación de Aquiles Tacio, conservando [p. 77] algunos nombres del original y cambiando otros. Menelao, por ejemplo, es en el texto griego un amigo fiel de Clitofonte; en el español desempeña el mismo papel que el corsario Cherea de la primitiva novela. Roba a Florisea con engaño, y viéndose perseguido en la mar, finge descabezarla y echar su cuerpo a las olas, inmolando en lugar suyo a una infeliz esclava. Clareo queda solo e inconsolable en Alejandría, donde se enamora de él una dama rica y hermosa, que en nuestro libro se llama Isea y en el de Aquiles Tacio Melita, la cual se creía viuda por tener falsas nuevas de haber naufragado su marido. Clareo resiste por largo tiempo al amoroso asedio de la apasionada Isea, pero vencido por lo precario de su situación y por los consejos e instancias de su amigo Rosiano, acaba por consentir en el matrimonio, si bien poniendo por condición que no se consumará hasta que lleguen a Éfeso, patria de la supuesta viuda. Hacen, en efecto, el viaje, pasando el suplicio de Tántalo la pobre Isea; pero Clareo, siempre fiel a la memoria de Florisea, inventa nuevos pretextos para dilatar la unión conyugal, y entre tanto encuentra a su amada entre las esclavas de su nueva mujer. Para complicar la situación, sobreviene en mal hora Tesiandro (Tersandro en Aquiles Tacio), el marido de Isea, que pasaba por muerto; arma tremendo escándalo en su casa, insulta y golpea furiosamente al que tiene por adúltero, y acaba por hacerle encerrar en una prisión y someterle a un proceso. Un confidente de Tesiandro le habla de su esclava Florisea, ponderándole su hermosura; la ve, queda prendado de ella; intenta vencer brutalmente su resistencia, y no lográndolo, la secuestra en escondido lugar y hace correr voz de que había sido asesinada. Llega la falsa noticia al preso Clareo: cae en la más negra desesperación, y para salir pronto de esta vida y vengarse al mismo tiempo de Isea, a quien tiene por autora o instigadora del crimen, se declara culpable de él y la delata como cómplice. Es sentenciado a muerte, pero le salva la oportuna aparición de Florisea, que ha logrado escapar de su encerramiento y viene a poner en claro la verdad de todo. Los dos amantes vuelven a su patria Bizancio, donde celebran sus bodas, y la infortunada Isea, en cuya boca pone el autor castellano la narración de todos estos trabajos, que en la [p. 78] novela griega cuenta el mismo Clitofonte, vuelve a peregrinar por tierras y mares, pero ya como mera espectadora de muy diversas aventuras.

Comparado este relato con el de Aquiles Tacio, se observan algunas modificaciones muy felices. Reinoso ha ennoblecido el carácter de Clareo; le ha hecho menos pasivo, menos quejumbroso, menos apocado y cobarde que en la novela original, donde todo el mundo aporrea impunemente al triste Clitofonte, sobre todo el brutal marido de Isea. Ha presentado con más tino y delicadeza la pasión de la viuda, que llega a interesar en algunos momentos por lo patético y bien sentido de sus quejas. Otro rasgo notable de depuración moral y estética a un tiempo se debe al imitador español. Tanto Clareo como Isea quedan libres de toda mancha y sospecha de adulterio, ni involuntario siquiera, si vale la expresión. Por el contrario, Aquiles Tacio hace que Melita, aun después de la vuelta de su marido, insista en su furiosa pasión y logre triunfar por una vez sola de la resistencia de Clitofonte; con lo cual destruye todo el pensamiento de su obra, fundada en la mutua fidelidad de Leucipe y su amante. Esta distracción del novelista griego tiene consecuencias análogas a las que trajo en el Amadís la famosa enmienda de Briolanja. Leucipe, que había guardado incólume su castidad, puede arrostrar impávida la prueba de la gruta de la siringa, que sonaba melodiosamente cuando entraba una virgen (aventura tan parecida a la del arco de los leales amadores); pero Melita no puede salir airosa de la prueba del agua Stygia, sino merced a una restricción mental que dista poco de un falso juramento. Alonso Núñez suprimió estas pruebas, en lo cual no hizo bien, porque son interesantes y poéticas, y abrevió además secamente el final, suprimiendo todas las escenas del templo de Diana y la oportuna llegada de Sostrato, padre de Leucipe, que tanto contribuye al desenlace. Pero en general la novela bizantina no salió empeorada de sus manos, y aunque la prosa de Aquiles Tacio es más trabajada, su elegancia sofística agrada menos que la candorosa y apacible sencillez del estilo de Reinoso. La imitación clásica no se limita en éste a un solo modelo. Él mismo dice en su segunda dedicatoria que quiso [p. 79] remedar también a Ovidio en los libros de Tristibus, a Séneca, en las tragedias y a otros autores latinos. Con efecto, son visibles estas imitaciones, especialmente las de Séneca el Trágico. Gran parte del capitulo IX, que contiene las quejas y lamentaciones de Isea desdeñada por Clareo, está tejida con palabras y conceptos que pronuncia Fedra en el Hipólito, y la confidente Ibrina representa el mismo papel que la Nutrix en la tragedia del poeta cordobés. Hay una bajada al infierno llena de reminiscencias del libro sexto de la Eneida, y un lindo elogio de la vida pastoril taraceado del « O fortunatos nimium» de las Geórgicas y del « Beatus ille» de Horacio. [1] Trozo es éste que no me parece muy inferior al celebrado discurso de don Quijote sobre la edad de oro, con el cual tiene mucha analogía de factura. Y es cierto que Cervantes había leído con mucha atención el libro de los Amores de Clareo, del cual hay algunas reminiscencias en el Persiles. [2]

[p. 80] Aunque la fábula general, en la primera parte del libro de Reinoso, sea la de Aquiles Tacio, hay varios episodios que parecen originales del poeta de Guadalajara, y nada tienen que ver con la antigüedad griega y latina. Tales son las maravillas de la Ínsula Deleitosa y la historia de la infanta Narcisiana, la cual era tan hermosa y tenía tanta fuerza en el mirar, que con su vista mataba; por lo cual sus padres la habían confinado en aquella isla donde ningún hombre verla pudiese, y aun allí, «tenía delante de su rostro una forma de velo o antifaces, porque ansi pudiera ver, y siendo por ventura vista no matar». Otra novela hay (cap. X) cuya acción pasa en Valencia, y que pertenece al género trágico de Mateo Bandello, recordando algo su principio y su fin la de Diego de Centellas, que tiene el número 42 en la colección del ingenioso dominico lombardo. La descripción de la ínsula de la Vida y de los huertos, ejercicios y recreaciones de sus moradores (capítulos XI y XII) es una curiosa pintura de la vida cortesana en Italia, enteramente anacrónica con el resto del libro. No lo es menos el reto y batalla campal de Clareo y el corsario Menelao. Y aunque Reinoso insiste mucho en que su obra no se confunda con «las vanidades de que tratan los libros de caballerias», y aguza su ingenio para explicar alegóricamente todas las acciones de sus personajes, es lo cierto que en cuanto abandona las pisadas de Aquiles Tacio, y aparece en escena el andante paladín Felesindos, su libro se convierte en uno más de caballerías, tan absurdo y desconcertado como cualquier otro, aunque mejor escrito que la mayor parte de ellos. No nos perderemos en el laberinto de esta última parte, que ningún interés ofrece, siendo conocidas tantas muestras de su género. Lo más curioso e inesperado es el final, que contiene una sátira nada benévola contra los conventos de [p. 81] monjas. [1] Viéndose rechazada Isea de uno de ellos por su pobreza y oscuro linaje, determina recogerse en la ínsula Pastoril, donde escribe sus memorias, de las cuales promete una segunda parte.

Pocas noticias quedan del autor de este ingenioso libro, fuera de las que él mismo da en las poesías líricas que acompañan a su novela. Era natural de Guadalajara, como queda dicho, y parece haber pasado algunos años de su juventud en Ciudad Rodrigo, donde frecuentó el trato y amistad de Feliciano de Silva, a quien admiraba demasiado, pero cuyo estilo no imitó por fortuna suya. En una de las composiciones que escribió en Italia deplora en términos muy sentidos la ausencia de su amigo:


       Y si con estos enojos
        Soledad [2] de España siento,
       Luego revientan los ojos
        [p. 82] Con las lágrimas, despojos
       Del cansado pensamiento.
       ..............................
       
       Que estoy en Ciudad Rodrigo
       Muchas veces finjo acá,
       Y conmigo mismo digo:
       «Este camino que sigo
       A los Alamos irá.»
       Y digo: «contento, ufano
       Y alegre podré llegar
       A casa de Feliciano,
       A donde continuo gano
       Por tal ingenio tratar»...

De otros amigos y amigas suyas de aquella ciudad y de Guadalajara trata en los versos que siguen, acordándose especialmente de doña Ana de Carvajal, de una doña Juana Ramírez y de su propia hermana doña Isabel de Reinoso. En una de sus dedicatorias habla de «cierta comedia» que había dirigido al duque del Infantado, y que había sido corregida y enmendada por el señor de Fresno de Torote, don Juan Hurtado de Mendoza, buen caballero, buen regidor y procurador a Cortes, pero poeta infeliz, autor de El buen placer trobado en trece discantes de cuarta rima castellana (1550); libro que, como tantos otros, tiene su mayor mérito en la rareza. Reinoso se muestra agradecido a sus buenos oficios, no menos que a los del caballero italiano Juan Micas, a quien dedicó la historia de Clareo. Su vida parece haber sido aventurera y azarosa. De una epístola suya a Feliciano se infiere que comenzó la carrera de Leyes, probablemente en la Universidad de Salamanca, lo cual puede explicar sus estancias en la vecina Ciudad Rodrigo. Como tantos otros españoles pasó a Italia, pero su viaje debió de tener más de forzado que de voluntario, a juzgar por los versos en que habla de su destierro, que no parece metafórico:


       Ha consentido mi hado
       Y mi suerte me condena
       A que viva desterrado
       Y que muera sepultado
       Sin placer en tierra ajena;
        [p. 83] A donde todo me daña,
       Donde mi muerte se ve,
       Pues morando en tierra extraña,
       Con la memoria d' España
       Como viva yo no sé.

En Italia obtuvo fama de poeta, y uno de sus encomiadores fué el mismo Ludovico Dolce, de cuyos Ragionamenti tomó la idea de su novela, que el mismo Dolce celebró en un soneto inserto en los preliminares del libro. Los endecasílabos de Reinoso valen poco, y él mismo confiesa que muchas veces no tienen la acentuación debida, sino la que cuadraría al verso de doce sílabas o de arte mayor. En las coplas castellanas es fácil, tierno y afectuoso, pero su prosa es infinitamente mejor y más limada que sus versos. La Historia de Clareo y Florisea fué traducida inmediatamente al francés [1] y tiene el mérito de ser, si no nos equivocamos, la más antigua imitación de las novelas griegas publicada en Europa, puesto que la del seudo Atenágoras, que pasa por la más antigua, no apareció hasta 1599.

Más independiente de los modelos bizantinos, y más enlazada con la vida actual, se presenta la Selva de aventuras que el cronista Jerónimo de Contreras publicó antes de 1565, puesto que la edición de Barcelona de dicho año no parece ser la primera. Hay, por lo menos, seis posteriores a esa fecha [2] y una traducción [p. 84] francesa de Gabriel Chapuys (1580), que fué reimpresa varias veces. [1] Todo esto prueba que la Selva se leyó bastante, y hoy mismo es de fácil y no desapacible lectura. El argumento es sencillo y bien combinado, en medio de la extremada pero no confusa variedad de episodios.

Un caballero sevillano llamado Luzmán, enamorado de la doncella Arbolea, a quien había conocido desde la infancia, la pretende en matrimonio; pero ella, resuelta a abrazar la vida monástica, le quita toda esperanza con muy corteses razones: «Nunca yo pudiera creer, Luzman, que aquel verdadero amor trabado y encendido desde nuestra juventud, pudiera ser por ti en ningun tiempo manchado, ni derribado de la cumbre donde yo por más contentamiento tuyo y mio le habia puesto. Pesame que de casto y puro amor le has vuelto comun deseo y apetito sensual, siendo primero contemplación y recreación del ánima... No dejo de conocer que lo que pides, y como hombre deseas, que es bueno; mas si hay otro mejor, no se debe de dejar lo más por lo menos. Quiero decir que yo te he amado por pensamiento, [p. 85] que en mí no se efectuase otro amor más que aquel que sola nuestra amistad pedia; porque yo siempre estuve determinada de nunca me casar, y asi he dado mi limpieza a Dios y toda mi voluntad, poniendo aqui el verdadero amor, que jamas cansa ni tiene fin.»

El desconsolado amante busca alivio en la ausencia, y parte para Italia en hábito de peregrino. La narración de este viaje y de las extrañas cosas que en él vió Luzmán es el principal asunto de los siete libros cortos en que la Selva se divide. Siguiendo el holgado modo de novelar que ya vimos indicado en el Libro Félix, de Raimundo Lulio y que adoptaron los autores de novelas picarescas, cada uno de los personajes que el protagonista va encontrando le refiere su historia y le pide o le da consejo. Entre estas historias hay algunas muy interesantes y románticas, como la del caballero aragonés Erediano (¿Heredia?) y Porcia, sobrina del duque de Ferrara dos amantes que hicieron vida solitaria y murieron en el desierto; la del penado Salucio, que parece prototipo de Cardenio; la del marqués Octavio de Mantua. Hay tipos ingeniosamente trazados, como el pobre Oristes, el rico y avaro Argestes, el espléndido y hospitalario Virtelio: episodios de novela pastoril, disputas de casuística amorosa, tres églogas representables, una de las cuales, la de Ardenio y Floreo, el pastor amoroso y el desamorado, recuerda la disputa de Lenio y Tirsi en la Galatea de Cervantes; una representación escénica del Amor Humano y el Amor Divino, y otra que se supone hecha en la plaza de San Marcos de Venecia, y gran cantidad de versos líricos de todas medidas, escritos con elegancia y rica vena. En el curso de su peregrinación, el héroe visita la cueva y oráculo de la Sibila Cumea (la sabia Cuma), y encuentra reinando en Nápoles al magnánimo Alfonso V de Aragón. Volviendo a España, cae en poder de unos corsarios que le llevan cautivo a Argel (lugar común de tantas novelas y comedias posteriores); logra rescatarse, y al llegar a Sevilla encuentra que su amada Arbolea había tomado el velo. Hay rasgos muy delicados en la última entrevista de los dos amantes.

«Y luego esa tarde se fue Luzman al monasterio donde estaba [p. 86] su señora, y preguntó por ella: a Arbolea le fué dicho cómo un pelegrino la buscaba; ella, no sabiendo quién fuese, se paró a una reja, y aunque vio a Luzman, no le conocio; mas él, cuando vido a ella, conocióla muy bien; y sin poder detener las lagrimas, comenzo a llorar con gran angustia. Arbolea, muy maravillada, no pudiendo pensar qué fuese la causa porque aquel pobre así llorase ante ella, le preguntó diciendo: «¿Qué sientes, hermano mio, o qué has menester desta casa? ¿Adónde me conoces, que has llamado a mí más que a otras destas religiosas?» Luzman, esforzando su corazon, y volviendo más sobre sí, respondio a Arbolea, diciendo: «No me maravillo yo, señora Arbolea, que al presente tú no me conozcas, viendome tan mudado del que solia ser con los grandes trabajos que por tu causa he pasado: ves aqui, señora, el tu Luzman, a quien despreciaste y tuviste en poco sus servicios, no conociendo ni queriendo conocer el verdadero amor que te tuvo, a cuya causa ha llegado al punto de la muerte, la cual más cortés que piadosa ha usado con él de piedad; y esto ha sido porque volviese a tu presencia; pues agora venga la muerte, que contenta partirá esta afligida ánima, guardando el cuerpo en su propia naturaleza»; y diciendo esto, calló vertiendo muchas lagrimas.

Arbolea, que entendió las palabras de Luzman y le conocio, que hasta entonces no habia podido conocerlo, porque vio sus barbas muy largas, sus cabellas muy cumplidos y ropas muy pobres, aquel que era la gentileza y hermosura que en su tiempo habia en aquella ciudad, lleno de gracias, vistiendose tan costosamente que ningun caballero le igualaba; pues, vuelta en sí, aunque con gran turbación, alegrose en ver aquel a quien tanto habia amado, que por muerto tenia, y respondiole diciendo asi: «No puedo negar ni encubrir, mi verdadero hermano y señor, la gran tristeza que siento en verte de la manera que te veo; mas por otra parte, muy alegre doy gracias a Dios que con mis ojos te tornase a ver, porque cierto muchas veces he llorado tu muerte, creyendo que ya muerto eras; y pues eres discreto y de tan principal sangre, yo te ruego me perdones, si de mí alguna saña tienes, y te conformes con la voluntad de aquel por quien todas las cosas [p. 87] son ordenadas; que yo te juro por la fe que a Dios debo, que no fue más en mi mano, ni pude dejar el camino que tomé, que ya sabes que no se menea la hoja en el arbol sin Dios, cuanto más el hombre con quien él tanta cuenta tiene. Yo te ruego, desechada tu tristeza, alegres a tus padres y tomes mujer, pues por tu valor la hallarás como la quisieres, y de mí haz cuenta que fui tu hermana, como lo soy y sere mientras viviere.» Decia estas palabras la hermosa Arbolea con piadosas lagrimas, a las cuales respondio Luzman: «Al tiempo que tú, señora, me despediste cuando más confiado estaba, entonces desterré todo el contentamiento, y propuse en mí de no parecer más ante tus ojos, y nunca ante ellos volviera, sino que entendi que estabas casada, lo cual jamás pude creer, mas por certificarme, quise venir ante tu presencia; y pues ya no tienen remedio mis lagrimas ni mis suspiros, ni mis vanos deseos, quierome conformar con tu voluntad, pues nunca della me aparté; y en lo que me mandas que yo me case, no me tengas por tal que aquel verdadero amor que te tuve y tengo pueda yo ponerlo en otra parte; tuyo he sido y tuyo soy, y así quiero seguir lo que tú escogiste, casandome con la contemplacion de mi cuidado, que no plega a Dios que otra ninguna sea señora de mi corazon sino tú que lo fuiste desde mi juventud.»

Para cumplir su propósito, Luzmán se despide de sus padres, construye una ermita cerca del monasterio de Arbolea y hace allí vida penitente el resto de sus días. Bello y romántico final, que recuerda la balada de Schiller El caballero de Togenburgo o la imitación que de ella hizo nuestro Piferrer en su Ermitaño de Monserrat.

La originalidad de la Selva de aventuras parece incontestable. De las novelas anteriores, sólo la de Peregrino y Ginebra tiene alguna remota analogía de plan, pero hay mucha distancia del espíritu liviano de aquella narración a la intachable pureza moral de ésta. Todo en ella respira gravedad y decoro, y a la verdad, no se explica que el Santo Oficio, tan indulgente o indiferente con este género de literatura, hiciese la rara excepción de llevar Luzmán y Arbolea al Indice expurgatorio.

[p. 88] Poco sabemos de la vida de Jerónimo de Contreras, que se titula capitán en el frontispicio de alguno de sus libros. Consta por declaración propia que en 1560 obtuvo de Felipe II la merced de un entretenimiento en el reino de Nápoles, y que todavía permanecía allí diez años después cuando puso término a su Vergel de varios triunfos, que luego se imprimió con el título de Dechado de varios subjectos (1572), especie de alegoría moral en forma de sueño, entremezclada con elogios en prosa y verso de reyes y varones ilustres españoles antiguos y modernos. [1] «Contreras es escritor fácil, rico y castizo (dice Gallardo hablando de esta obrita); sus versos parece que se le caían de la pluma, especialmente el que llamamos por excelencia verso castellano, las redondillas.» A pesar de su título de cronista, no conocemos obras históricas de él y no son flojos, aunque sin duda voluntarios, los anacronismos en que incurre en su novela, bien que en su tiempo nadie reparaba en esto.

Así como el Clareo y Florisea es el germen del Persiles, así la Selva de aventuras, con sus cuadros de viajes, con sus intermedios dramáticos y líricos, nos parece el antecedente más inmediato de El Peregrino en su patria, de Lope de Vega, y de otras misceláneas novelescas semejantes a ésta.

Notas

[p. 6]. [1] . En el libro ya citado del Dr. Sanvisenti, I primi influssi di Dante, del Petrarca e del Bocaccio sulla Letteratura spagnola (pág. 395 y ss.), se da noticia detallada de este códice, insertando el índice de los capítulos.

[p. 6]. [2] . La Fiameta de Juan Vocacio (frontis grabado, al reverso del cual está la tabla de los nueve capítulos o partes de la obra). Al fin: « Fue impresso e la muy noble e leal cibdad de Salamanca en el mes de enero del año de mil y quatrocientos y noventa y siete años. » Fol. gót. a dos columnas.

—Libro llamado Fiameta por q trata d' los amores d'una notable dueña napolitana llamada Fiameta, el ql libro copuso el famoso Juan Vocacio, poeta florentino... (Colofón): « Fenesce el libro de Fiameta... impresso en la muy noble y leal ciudad d' Sevilla por Jacobo Croberger aleman: acabose en diez y ocho dias de agosto. Año d'l señor de mil y quinientos y veynte y tres años. » Fol. gót. a dos columnas.

—Libro llamado Fiameta... Va compuesto por sotil y elegante estilo. Da a entender muy particularizadamente los efectos que hace el amor en los animos ocupados de pasiones enamoradas. Lo qual es de gran prouecho por el auiso que en ello se da en tal caso. 1541.

(Colofón)... « Fue impresso en la muy noble y leal ciudad de Lisboa por Luys Rodriguez, librero del Rey noo. señor, Acabose a XII dias de Diciembre. Año de M.d.XL. y uno. 4.° let. gót.

No creo que esta traducción anónima sea la misma que, según dice Pons de Icart en sus Grandezas de Tarragona (fol. 262 vto.), hizo Pedro Rocha, natural de aquella ciudad. Más verosímil es que le pertenezca la versión catalana.

[p. 7]. [1] . Laberinto de amor: que hizo e toscano el famoso Jua bocacio: agora nueuamete traduzido en nuestra lengua castellana. Año de M.D.XLVI.

(Colofón): « Fue impresso este tratado e la muy noble y muy leal ciudad de Seuilla: en Casa de Andres de Burgos, impressor de libros. Acabose a tres dias del mes de Agosto. Año del nascimiento de nuestro Saluador Jesu Cristo de mil y quinientos y quarenta y seys. 4.°

[p. 8]. [1] . Trece questiones muy graciosas sacadas del Philoculo del famoso Juan Bocacio, traducidas de legua Toscana en nuestro Romance Castellano con mucha elegancia y primor. 1546.

(Colofón): « Impresso en la imperial ciudad de Toledo en casa de Juan de Ayala. Año M.D.XLVI. » En 4.°

Edición descrita por Gallardo (n.° 2.724 del Ensayo). Hay otra de Toledo y del mismo impresor, 1549, de la cual existe un ejemplar en la Biblioteca de Palacio.

[p. 9]. [1] . Véase en el volumen XXXI de la Romania el interesante estudio de Rajna, L'episodio delle questioni d'amore nel « Filocolo » del Boccaccio.

 

[p. 10]. [1] . Historia muy verdadera de dos amates Eurialo Franco y Lucrecia Senesa que acaecio enl año de mil y quatrocientos y treynta y qtro años en presencia del emperador Sigismundo hecha por Eneas Silvio despues papa Pio segundo. Item otro su tratado muy prouechoso de remedios contra el amor. Item otro de la vida y hazañas del dicho Eneas. Item ciertas sentencias y prouerbios d' mucha excelencia d'l dicho eneas.

Salvá describe esta edición, al parecer de fines del siglo XV, en 4.° let. gót. sin foliatura. El volumen estaba incompleto, comprendiendo sólo la historia de Eurialo y Lucrecia. Puede ser el mismo libro que en el Registrum de don Fernando Colón está anotado con el siguiente colofón: « Fue impressa la presente historia en Salamanca a xviii dias del mes de octubre de mil y quatrocientos y noventa y seys. » Advierte don Fernando que contenía los otros tres tratados.

Hay otras impresiones de Sevilla por Jacobo Cromberger, 1512, 1524 y 1530

Tengo presente el original latino en una edición de 1485, cuyo final dice: « Aeneae Silvii Picholeminei Senensis poetae laureati: postea Pii papae Secundi nucupati: hystoria de duobus amantibus feliciter finit: Sub anno dni. M.CCCC.LXXXV. die XV. mesis Julii. Sedente Innocentio Octauo pontifice maximo: anno eius primo.

Forma parte también de la colección de las obras de Eneas Silvio formada por Hoper (Basilea, 1571), fols. 623-644.

Conviene advertir que la llamada traducción italiana de Alejandro Braccio, impresa en 1489 y muchas veces después, es una paráfrasis sumamente amplificada, o más bien una composición nueva, en que se cambia hasta el desenlace de la novela, trocándole de trágico y lastimero en alegre y festivo. Vid. Epistole di due amanti composte dal fausto et eccellente Papa Pio tradutte in vulgare con elegantissimo modo. In Venetia par Mathio Pagan, 1554. 8.° [Cf. Ad. Vol. II.]

[p. 11]. [1] . Ambos trataditos están reimpresos en un tomo de la Biblioteca rara del editor Daelle (Mescolanze d'amore, Milán, 1863).

[p. 11]. [2] . Cita de pasada esta versión el prologuista de Curial y Guelfa, página X.

[p. 12]. [1] . Historia de las Ideas Estéticas en España , t. III, segunda edición. [Vol. II. Cap. VI, Ed. Nac.]

[p. 13]. [1] . Vid. Lieder des Juan Rodriguez del Padron... von Dr. Hugo A. Rennert... Halle, 1893 (extracto del tomo XVII del Zeitschrift für Romanische Philologie).

[p. 13]. [2] . Es lástima que libro tan peregrino haya llegado a nuestros días en una sola e incorrectísima copia, la contenida en el códice Q-224 de la Biblioteca Nacional. En algunas partes apenas hace sentido, y parece que faltan palabras. De ella proceden las dos ediciones que se han hecho de esta novela, la primera por don Manuel Murguía en su no terminado Diccionario de escritores gallegos (Vigo, 1862) y la segunda por don Antonio Paz y Melia, en su excelente colección de las Obras de Juan Rodríguez de la Cámara (o del Padrón), impresa en 1884 por la Sociedad de Bibliófilos Españoles.

[p. 19]. [1] . Esta entretenida narración, que se halla en un códice de la Biblioteca Nacional y que a juzgar por su principio debió de formar parte de una colección de biografías o cuentos de trovadores, en que también se hablaba de Garci Sánchez de Badajoz, fue publicada por don Pedro José Pidal en la Revista de Madrid (noviembre de 1839), reproducida en las notas del Cancionero de Baena y últimamente en los apéndices de las Obras de Juan Rodríguez del Padrón.

 

[p. 20]. [1] . Minorum subiit institutum in patria, ubi, concessis facultatibus coenobio construendo, vitam duxit religiosissimam. Floruit sub annum 1450 (Scriptores Ordinis Minorum, en el artículo Fray Juan de Herbón).

 

[p. 22]. [1] . El P. Fidel Fita, S. J., discurre docta e ingeniosamente sobre la topografía y alusiones históricas de la novela de Juan Rodríguez del Padrón en el capítulo VIII del libro que en colaboración con don Aureliano Fernández Guerra publicó en 1880, con el título de Recuerdos de un viaje a Santiago de Galicia.

[p. 22]. [2] . Del Triunfo de las donas no se conocen más que dos códices: uno de la biblioteca del Duque de Frías y otro de la Nacional. Las copias de la Cadira abundan más; hay una en el Museo Británico, otra en la Academia de la Historia y otra entre los manuscritos de la Casa de Osuna, agregados hoy a la Nacional. Teniendo presentes la mayor parte de estos textos y notando las variantes, ha publicado ambas obras el señor Paz y Melia, sin olvidarse de añadir la traducción francesa del Triunfo, hecha en 1460 por un portugués llamado Fernando de Lucena, en la corte de Felipe el Bueno, Duque de Borgoña. Se conservan dos manuscritos de esta versión (uno de ellos muy lujoso) en la Biblioteca de Bruselas, y Brunet cita una edición de 1530.

[p. 23]. [1] . Publicada por el señor Paz y Melia en los apéndices de su colección.

[p. 23]. [2] . En una de estas epístolas apócrifas, la de Troylo a Briseyda, se lee el siguiente pasaje, en verdad muy poético, y que a su discreto editor le ha traído a la memoria una divina escena de Julieta y Romeo:

«Miembrate agora de la postrimera noche que tú e yo manimos en uno, e entravan los rayos de la claridat de la luna por la finiestra de la nuestra camara, y quexavaste tú, pensando que era la mañana, y decias con falsa lengua, como en manera de querella: «¡Oh fuegos de la claridat del radiante divino, los quales, haziendo vuestro ordenado curso, vos mostrades y venides en pos de la conturbal hora de las tinieblas! Muevan vos agora a piedad los grandes gemidos y dolorosos suspiros de la mezquina Breçayda, y cesat de mostrar tan ayna la fuerza del vuestro gran poder, dando logar a Bresayda que repose algund tant con Troylos su leal amigo.» E dezias tú, Bresayda: «¡Oh quánto me ternia por bienaventurada si agora yo supiese la arte magica, que es la alta sciencia de los magicos, por la qual han poder de hacer del dia noche y de la noche dia por sus sabias palabras y maravillosos sacrificios!... ¿E por qué no es a mí posible de tirar la fuerza al dia?» E yo, movido a piedat por las quexas que tú mostrabas, levantéme y salli de la camara, y vi que era la hora de la media noche, quando el mayor sueño tenia amansadas todas las criaturas, y vi el ayre acallantado, y vi ruciadas las fojas de los arboles de la huerta del alcazar del rey mi padre, llamado Ilion, y quedas, que no se movian, de guisa que cosa alguna no obraban de su virtut. E torné a ti y dixete: «Breçayda, no te quexes, que no es el dia como tú piensas.» E fueste tú muy alegre con las nuevas que te yo dixe...»

Como Shakespeare conoció las Historias de Troya en la versión de Guillermo Caxton, y tomó de allí el argumento de Troilos and Cressida, puede explicarse fácilmente la analogía de ambos pasajes.

[p. 25]. [1] . Don Antonio Paz y Melia, en el tomo de Opúsculos literarios de los siglos XIV a XVI, dado a luz por la Sociedad de Bibliófilos Españoles en 1892 . Esta edición va ajustada al único códice de la Sátira que se conoce, y es el de la Biblioteca Nacional de Madrid, copiado en Cataluña dos años después de la muerte del Condestable, según consta en la suscripción final: « Fou acabad lo present libre a X de May any 1468 de ma den Cristofol Bosch librater. »

La dedicatoria tiene este encabezamiento: «Siguese la epistola a la muy famosa, muy excellente Princesa, muy devota, muy virtuosa e perfecta señora doña Isabel, por la deifica mano Reyna de Portugal, gran señora en las Libianas partes, embiada por el su en obediencia menor hermano e en desseo perpetuo mayor servidor.»

[p. 27]. [1] . Para encarecer su desesperación amatoria se vale de palabras del Libro de Job: «¡Maldito sea el día en que primero amé, la noche que velando sin recelar la temedera muerte, puse el firme sello a mi infinito querer e iuré mi servidumbre ser fasta el fin de mis dias! No se recuerde Dios dél e quede enfuscado e escuro syn toda lumbre. Sea lleno de muerte e de mal andanza. Aquella noche tenebrosa, turbiones, relámpagos, lluvias con terrible tempestad acompañen. Aquel día no sea contado en los dias del año; no se nombre en los meses. Sea aquella noche sola e de toda maldicion digna... ¿Para qué fue a hombre tan infortunado luz dada, sino escuridad e tinieblas? ¿Para qué al que vive en toda pena e tormento vida le fue dada, sino que fuera como que no fuera, del vientre salido, metido en la tumba?»

[p. 27]. [2] . Véase, por ejemplo, la jerigonza con que acaba el libro:

«Fenescida (la Sátira) quando Delfico declinaba del cerco meridiano a la cauda del dragón llegado, e la muy esclarecida Virgen Latona en aquel mismo punto sin ladeza al encuentro venida, la serenidad del su fermoso hermano sufuscaba; la volante aguila con el tornado pico rasgaba las propias carnes e la corneja muy alto gridaba fuera del usado son; gotas de pluvia sangrientas moiaban las verdes yerbas; Euro e Zefiro, entrados en las concavidades de nuestra madre, queriendo sortir, sin fallar salida, la fazian temblar; e yo, sin ventura, padesciente, la desnuda e bicortante espada en la mi diestra miraba, titubando con dudoso pensamiento e demudada cara si era mejor prestamente morir o esperar la dubdosa respuesta me dar consuelo.»

[p. 27]. [3] . Trozo agradable, por ejemplo, es el siguiente:

«Assi caminava, semblando a aquellos que pasando los Alpes, el terrible frio de la nieve e agudo viento dan fin a sus dolorosas vidas; que assi pegados en las sillas, helados del frio, siguen su viaje fasta que de aquéllas, no con querer o desquerer suyo, son apartados e dados a la fria tierra. Tal parecia como los navegantes por la mar de las Serenas, que, oindo el dulce e melodioso canto de aquellas, desamparado todo el gobierno de sus naos, embriagados e adormescidos, alli fallan la su postrimería...»

El retrato de la dama tiene también algunos toques graciosos, mezclados con otros de muy mal gusto.

[p. 29]. [1] . Die alten Liederbücher der Portugiesen oder Beiträge zur Geschichte der portugiesischen Poesie vom dreizehnten bis zum Anfang des sechzehnten Jahrhunderts, Berlin: bei Ferdinand Dümmter. 1840. Págs. 29-31.

[p. 29]. [2] . Homenaje a Menéndez y Pelayo en el año vigésimo de su profesorado. Estudios de erudición española... Madrid, 1899, págs. 637-732.

[p. 30]. [1] . Varias de ellas existen en un códice de la biblioteca de la Universidad de Valencia, procedente de la Mayansiana, y cuyo índice publicó ya Ximeno (Escritores del Reyno de Valencia, I, 63). Otras en el Jardinets d' Orats de la Biblioteca Universitaria de Barcelona, publicado sólo en parte, y muy incorrectamente, por Pelayo Briz.

[p. 30]. [2] . Jardinet d' Orats, manuscrit del segle XV (fragment) publicat por Francesch Pelay Briz (Barcelona, 1869), págs. 117-120.

[p. 31]. [1] . Pudiera sospecharse que fué de origen judío, si es que a él se refieren estas anécdotas que trae don Luis Zapata en su Miscelánea (pág. 395):

« Al que trobó la Pasion dijeron y no sin causa, que lo había dicho tan bien como testigo de vista. Este prometio a otro de su jaez que haria cierta cosa, y añadio que la daba su fe y palabra de ello. Tardabase en cumplir la promesa, y dijo el otro: «Señor, hacedlo, pues me disteis vuestra fe de hacello.» «Señor (dijo aquél), yo no puedo agora, y si os di mi fe, fué para remendar la vuestra.» Estaba alli otro hombre honrado, y por ponerlos en paz dijo: «Bien está, señores, que como sois ambos de un paño, no se parecerá el remiendo.»

«Dicen que entre los mismos confesos envio a tratar el uno con el otro de darle su hija en casamiento, y él le respondió: «Señor compadre, en merced os tengo la oferta, mas de judio harto tenemos aca, aunque no tan ruin como lo vuestro.»

Entre las Pasiones trovadas ninguna fué tan popular entre los devotos como la de Diego de San Pedro, de la cual todavía se hicieron ediciones en el siglo XVIII. La última que conozco es del año 1720.

[p. 31]. [2] . Así resulta de las siguientes noticias, que debo a la buena amistad de los doctos investigadores don Francisco Rodríguez Marín y don Manuel Serrano y Sanz.

Por haber quedado sin efecto la donación que Enrique IV había hecho al Maestre de Calatrava don Pedro Girón de la ciudad de Alcaraz, y la merced que también le otorgó de la villa de Fregenal de la Sierra, se hizo donación al referido Maestre, en 7 de octubre de 1459, de la villa de Gumiel de Izán, Briones y los lugares de Langayo, San Mamés y Pinel de Abajo, en tierra de Peñafiel. En 1.° de noviembre del mismo año, el dicho Maestre confirió poder en Segovia, ante el escribano Fernando Yáñez de Badajoz, al Bachiller Diego de San Pedro para tomar la posesión de aquella villa, sus aldeas, jurisdicción y rentas, y así lo verificó éste, según consta por copia de tal posesión (Gumiel de Izán, 21 del mismo mes).

(Archivo de la Casa Osuna, bolsa 10, legajo, 1.°, núms. 5 y 6.)

A virtud de otro poder del Maestre (Peñafiel, 24 de noviembre de 1459), otorgado ante el mencionado escribano Yáñez de Badajoz. Diego de San Pedro, en 23 y 24 del dicho mes, tomó posesión de la villa y lugar de Pinel de Abajo y de los lugares de Langayo y San Mamés.

Empieza así el poder del Maestre: «Don Pedro Giron, por la gracia de Dios, Maestre de la caballería de la orden de Calatrava, etc., etc.

Damos nuestro poder cumplido con general administración, segun y como mejor podemos y devemos, a vos el Bachiller DIEGO DE SAN PEDRO, para que por nos e en nuestro nombre e para nos mesmos, podades tomar e tomedes la posesión vel cuasi de los dichos lugares, etc., etc.,=que podades facer e fagades todos e qualesquier acttos de posesión, asi en quitar qualesquier oficios de Alcaidia, e rregimiento e alguacilazgo e escrivanias e otros cualesquier oficios de los dichos lugares.»

Se autoriza además a Diego de San Pedro para presentar a los pueblos cartas reales de la donación hecha a don Pedro Girón de los mismos por los reyes.

Sigue al poder la toma de posesión, en la que los vasallos besaron las manos al San Pedro como si fuera el Señor.

(Archivo de la Casa de Osuna, bolsa 9.ª, letra Y, legajo 1.°, núms. 14. 15 y 16.)

El mismo Maestre don Pedro Girón, en su testamento, otorgado en Villarrubia a 28 de abril de 1466, ante el escribano Gil Gómez de Porras, legó al bachiller Diego de San Pedro, teniente de Peñafiel, veinte mill maravedís.

(Archivo de la misma Casa, bolsa 19, núm. 1.)

Este testamento ha sido publicado íntegramente por don F. R. de Uhagón en los apéndices a su discurso de entrada en la Academia de la Historia.

Opina el señor Rodríguez Marín, que la dedicatoria del Desprecio de la Fortuna, en que San Pedro dice: «Veintinueve años sirviendo comunico con V. S.», se refiere a don Juan Téllez Girón, segundo Conde de Ureña, nacido con su hermano gemelo don Rodrigo, el Maestre, en 1456, y Conde desde 1469, año en que murió su hermano mayor don Alfonso, primero de aquel título. Don Juan murió a 21 de mayo de 1528. Por la frase copiada parece darse a entender la edad de aquel prócer. Siendo así, el Desprecio de la Fortuna resultaría escrito, o a lo menos dedicado, en 1485.

[p. 32]. [1] . Cítanse de él las dos siguientes ediciones castellanas:

Tractado de amores de Arnalte e Lucenda.

(Al fin): «Acabase este tractado llamado San Pedro a las damas de la reyna nuestra señora. Fue empresa en la muy noble y muy leal çibdad de Burgos por Fadrique Aleman, en el año del naçimiento de nuestro Salvador ihsu christo, de mill y CCCC y noventa e un años, a XXV dias de noviembre.» 4.° gót. Sin foliatura ni reclamos (Descrito por don Pascual Gayangos).

—Tractado de Arnalte y Lucenda por elegante y muy gentil estilo hecho por Diego de Sanct Pedro y enderesçado a las damas de la reina doña Isabel. En el qual hallarán cartas y razonamientos de amores de mucho primor y gentileza, segun que por el veran. Impresso en B. por A. D. M. Año de 1522. (Al fin). «Aqui se acaba el libro de Arnalte y Lucenda... fue agora postreramente impresso... en Burgos, por Alonso de Melgar.» 4.° gót. de 28 hojas. (Descrito por Brunet.) Hay un ejemplar en la Biblioteca Nacional de París.

Quadrio cita una edición de Sevilla, 1525, y don Ignacio de Asso (De libris quibasdam rarioribus), otra de Burgos, 1527.

[p. 33]. [1] . Petit Traité de Arnalte et Lucenda. Piccolo trattato d'Artsalte et di Lucenda intitolato L'Amante mal trattato dalla sua amorosa, nouamente per Bartholomeu Maraffi Fiorentino in lingua Thoscana tradotto. A Lyon. A l'Escu de Milan. Par la vefue Gabriel Cotier, 1578. 8.° pequeño, 251 páginas (Biblioteca Nacional).

La traducción de Nicolás Herberay, Señor des Essarts, que aquí se reproduce, había sido impresa en París, 1539, con el título de L'amant mal tracté de sa mye, y reimpreso en Tolosa, 1546. Con su título verdadero y la indicación expresa del nombre del traductor, acompañado de su divisa, apareció en 1548.

—Petit traité de Arnalte et Lucenda autrefois traduit de langue espagnole en la françoyse, et intitulé l' amant maltraité de sa mye; par le seigneur des Essars Nicolats de Herberay, acuerdo olvido. Paris, Estienne Groulleau, año 1548. 16.°

Brunet enumera otras ediciones de París, 1561; Lyon, 1550; Gante, 1556. Omite la de Lyon, 1578, pero trae otra de la misma ciudad, 1583, que incluye también la traducción italiana de Maraffi.

[p. 33]. [2] . The pratie and wittie historie of Arnalte and Lucenda, wit certain rules and dialogues set foorth for the learner of th' Italian tong. Londres, 1575.

El traductor es Claudio Holyband, que se valió de la versión de Bartolomé Maraffi. La suya fué reimpresa en 1591 y 1597. La traducción en verso es de Leonardo Lawrence (Londres, 1639), según Brunet.

[p. 33]. [3] . «Avertisca vostra prudenza, nobili lettori, che l' Authore della presente lamentevole storia, fù un nobilissimo Greco che per alcune faccende caualcando, ismarrito arrivó in un solitario luogo, doue un valorosissimo carvalier Thebano Arnalte nominato, fatto edificare un palagio scuro et malinconico, con molti suoi servidori (come romito) in continovi sospiri, lamenti et pianti, havitava. Da cui humanissimamente ricevuto et acarezzato, fù di tutta la miserabile et pietosa disgrazia sua pienamente informato: et assai pregato che per honore dalle graziose, pietose, et virtuose Donne: et per utile degl' incauti et troppo arditi giovani, egli la scrivesse, et la facesse venire in chiara luce, et notitia d' il Mondo. Il che prontamente senza alcuna dimora da lui in lingua greca, senza il suo propio nome fù fatto. Fù poi tradotta in spagnuolo, et per l'egregio Messer Niccolo Herberai Franzese, poscia in Francese: et al presente (come cosa degnissima d' essere in ogni lingua letta) da Bart. Marraffi, Fiorentino, in Thoscana lingua ridotto. Ascoltate hora attentamente esso Autore: che senza dubio vi fara intenerire i cuori et lagrimare.»

[p. 34]. [1] . La imitación dantesca parece visible en este principio:

«Sendomi io questa state passata, messo à far un viaggio (pui per la necesità d' altrui, che di mia propia volontà) per il quale mi bisognava grandemente da questo paese allontanare, poi ch' ebbi molto camminato, per caso, in un gran deserto mi trovai, non manco di genti solitario, che ad a travesarlo difficile. Et perche questo luogo m' era incognito, pensando io d' andare pe'l mio dritto cammino, ismarrito mi ritrouai...»

[p. 37]. [1] . De su popularidad da testimonio Fr. Antonio de Guevara en el primer prólogo de su Relox de Principes (Valladolid, 1529): «Compassion es de ver los dias y las noches que consumen muchos en leer libros vanos: es a saber, a Amadis, a Primaleon, a Durarte (?), a Lucenda, a Calixto, con la doctrina de los quales ossaré dezir que no passan tiempo, sino que pierden el tiempo; porque allí no deprenden cómo se han de apartar de los vicios, sino qué primores ternán para ser más viciosos» (Fol. VII.)

[p. 42]. [1] . «La octava razon es porque nos hazen contemplativos, que tanto nos damos a la contemplación de la hermosura y gracias de quien amamos, y tanto pensamos en nuestras passiones, que quando queremos contemplar la de Dios, tan tiernos y quebrantados tenemos los corazones, que sus llagas y tormentos parece que recebimos en nosotros mismos, por donde se conoce que también por aquí nos ayudan para alcanzar la perdurable holganza.»

Otras razones son más profanas y también más sensatas; por ejemplo, las siguientes, que pongo como muestra del buen estilo de Diego de San Pedro, y curioso specimen de la galantería cortesana de la época:

«Por ellas nos desvelamos en el vestir, por ellas estudiamos en el traer, por ellas nos ataviamos... Por las mujeres se inventan los galanes entretalles, las discretas bordaduras, las nuevas invenciones. De grandes bienes por cierto son causa. Porque nos conciertan la musica y nos hacen gozar de las dulcedumbres della. ¿Por quién se asonan las dulces canciones, por quién se cantan los lindos romances, por quién se acuerdan las voces, por quién se adelgazan y sutilezan todas las cosas que en el canto consisten?... Ellas crecen las fuerzas a los braceros, y la maña a los luchadores, y la ligereza a los que voltean y corren y saltan y hazen otras cosas semejantes... Los trobadores ponen por ellas tanto estudio en lo que troban, que lo bien dicho hazen parecer mejor. Y en tanta manera se adelgazan, que propiamente lo que sienten en el corazon, ponen por nuevo y galan estilo en la cancion o invencion o copla que quieren hazer... Por ellas se ordenaron las reales justas y los pomposos torneos y alegres fiestas. Por ellas aprovechan las gracias y se acaban y comienzan todas las cosas de gentileza.»

De esta prosa a la de Boscán, en su traducción de El Cortesano de Castiglione, no hay ya más que un paso.

[p. 44]. [1] . La edición más antigua de la Cárcel de Amor es la de Sevilla, 1492, que existe en la Biblioteca Nacional, y es la que hemos seguido en esta colección:

—El seguiente tractado fue fecho a pedimeto del senor don Diego herrnades: alcayde de los donzeles y de otros caualleros cortesanos; llamase Carcel de amor. Compuso lo San Pedro. (Al fin): Acabose esta obra intitulada Carcel de amor. En la muy noble e muy leal cibdad de Sevilla a tres dias de março. Año de 1492 por quatro alemanes compañeros.

4.° let. gót. sin foliación, signaturas A-F, todas de 8 hojas, menos la última que tiene 10.

Entre las posteriores, citaremos especialmente la de Burgos por Fadrique Alemán de Basilea, 1496; la de Logroño, por Arnao Guillén de Brocar, que parece ser la primera en que se incluyó la continuación de Nicolás Núñez; la de Sevilla, 1509; la de Burgos, por Alonso de Melgar, 1522; la de Zaragoza, por Jorge Coci, 1523 (si es que realmente no fué impresa en Venecia con falso pie de imprenta, como Salvá sospecha); la de Sevilla, por Cromberger, 1525; la veneciana de 1531, por Micer Juan Bautista Pedrezano, junto al puente de Rialto, corregida probablemente por Francisco Delicado; la de Medina del Campo, 1547, por Pedro de Castro, que es quizá preferible a todas las anteriores, por contener, además de la Cárcel, las obras en verso de Diego de San Pedro y su Sermón de amores; la de Venecia, 1553, corregida por Alfonso de Ulloa, y que contiene los mismos aditamentos que la de Medina; las varias de Amberes, por Martín Nucio (1556, 1576, 1598..., unidas siempre a la Cuestión de Amor, que son las que con más facilidad se encuentran; las de París, 1567, 1581, 1594, 1616, y Lyón, 1583, en español y francés. La traducción es de Gil Corrozet. De la italiana de Lelio Monfredi se citan impresiones de 1515, 1518, 1525, 1530, 1533, 1537, 1546..., y por ella se hizo una traducción francesa anterior a la de Corrozet, (París, 1526; Lyón, 1528; París, 1533).

La traducción catalana, que es rarísima, fué hecha por Bernardino de Vallmanya, y se acabó de imprimir diez y seis meses después que el original: Obra intitulada lo Carcer d'Amor. Composta y hordenada por Diego de Sant Pedro... traduit de lengua castellana en estil de valenciana prosa por Bernardí Vallmanya, secretari del spectable conte d'Oliva. (Colofón): Fon acabat lo present libre en Barchelona por Johan Rosembach. Any MCCCCXCIII (1493).

4.° let. gót. El único ejemplar conocido pertenece al Museo Británico. Tiene diez y seis curiosísimas estampas en madera, que luego se reprodujeron en la edición de Burgos, 1496, y son hasta ahora los primeros grabados españoles que se conocen. Véase el interesante y erudito artículo que sobre esta materia ha publicado don S. Sampere y Miguel, en el núm. 4 de la Revista de Bibliographia Catalana (1902).

La traducción inglesa de Lord Berners, The Castel of Love (de la cual también existe ejemplar único en el Museo Británico), fué impresa en letra gótica sin año, pero se cree que es de 1540.

En alemán se imprimió tres veces, traducida por Hans L. Khueffstein (Leipzig, 1630; Hamburgo, 1660, 1675).

Para la biblioteca de la Cárcel deben consultarse (además de Brunet, Gayangos y Salvá) el mencionado artículo del señor Sampere y el libro de Schneider, Spaniens Anteil an der Deutschen Litteratur (p. 245 y ss.). [Cf. Ad. Vol. II.]

[p. 46]. [1] . El Sermón de Diego de San Pedro está en un pliego suelto de la preciosa colección de Campo-Alanje (hoy en la Biblioteca Nacional), y también en las ediciones de la Cárcel de Amor, de Medina del Campo, 1547; Venecia, 1553, y acaso en alguna otra. Le hemos reproducido en la presente. [Vid. Avertencia.]

[p. 48]. [1] . La más antigua edición que conozco de la Question de amor es la de Valencia, por Diego de Gumiel: Acabose a dos de Julio año de mil e quinientos y treze. En la Biblioteca Imperial de Viena existe una edición sin fecha, que parece de las más antiguas. Hay otras de Salamanca, 1519 y 1539; Venecia, 1533, con esta nota final: «Hizo lo estampar miser Iuan Batista Pedrezano, mercader de libros: por importunacion de muy muchos señores a quien la obra y estillo y legua Romance castellana muy mucho place. Correta de las letras que trastrocadas estavanse» (el corrector de éste, como de otros muchos libros españoles salidos de aquella imprenta, fué Francisco Delicado, autor de La Lozana Anduluza); Zamora, por Pedro de Tovans, 1539; Medina del Campo, 1545; Venecia, por Gabriel Giolito, 1554 (añadidas al fin las Treze questiones del Philocolo de Juan Boccaccio, de que hablé antes; el corrector de la edición fué Alonso de Ulloa, que añadió una introducción en italiano sobre el modo de pronunciar la lengua castellana); Amberes, 1556, 1576, 1598; Salamanca, 1580, etc. En estas últimas impresiones va unida siempre a la Cárcel, pero con paginación distinta. Hay una traducción francesa con el título de Le débat de deux gentilzhommes espagnolz sur le faict damour (París, 1541, por Juan Longis).

[p. 48]. [2] . Di un antico romanzo spagnuolo relativo alla storia di Napoli, La Question de Amor (en el Archivo Storico per le Provincie Napolitane, y luego en tirada aparte).

[p. 50]. [1] . Era ya frecuente en Italia la representación de piezas españolas. Consta que en 6 de enero de 1513 fué recitada en Roma una égloga de Juan del Encina, probablemente la de Plácida y Vitoriano.

[p. 54]. [1] . Vid. B. Croce, La corte delle Tristi Regine a Napoli (en el Archivio storico per le Province Napolitane, 1894).

[p. 55]. [1] . Vid. Gallardo, Ensayo, tomo III, columnas 546-550.

[p. 55]. [2] . Véase, por ejemplo, este pasaje bastante agradable, a pesar de ciertas afectaciones retóricas: «Esperaba con estremo deseo la venida del dichoso nuncio, cuando el Amor mandó en una cerrada nube con melodiosos cantares llevarme; y al tiempo que suelen los rayos de Febo, relumbrando, esclarecer el día, yo me hallé en un campo tan florido, que mis sentidos, ya muertos, al olor de tan excellentes olores resucitaba: cerrado el derredor de verdes e altas montañas, encima de las quales tan dulces sones se oían, que olvidando a mí, la causa de mi venida olvidaba; mas despues de cobrado mi juicio por lo poco que mi alma en alegrias descansaba, maravillado de cómo tan subitamente en tan plácido e oculto lugar me hallase, volvi los ojos a todas partes de la floresta, en medio de la qual vi un pequeño monte de floridos naranjos, e de dentro tan suave armonia fazian, que las aves que volaban, al dulzor de tan concertadas voces en el aire se paraban; circuido al derredor todo de un muy claro e caudal rio, a la orilla del qual llegado, vi un pequeño barco que un viejo barquero regia.»

Esta composición alegórica está ya en el Cancionero de Toledo de 1527.

[p. 56]. [1] . Sólo dos ejemplares, además del que poseo, he alcanzado a ver de este rarísimo libro, que lleva en el frontispicio grabado, en que aparecen varias figuras desnudas, el solo título de Veneris Tribunal y el nombre del autor, y en la última hoja dice: Impressa en la nobilissima Ciudad de Napoles: a los doze dias del mes de April: del año de nuestra redempcion de M.D. XXXVII por Ancho Pincio Veneciano publico impressor. 8.° Gót. 4 hs. prls. 67 folios y una blanca.

Del Veneris Tribunal acaba de hacer una exacta reproducción el opulento bibliófilo norteamericano Mr. Archer Hungtinton, a quien debe España eterno agradecimiento por las preciosas ediciones en facsímile que va haciendo de muchas de nuestras joyas literarias.

[p. 58]. [1] . El que perteneció a don Serafín Estébanez Calderón, y se halla hoy en la Biblioteca Nacional. 4.° let. gót., sin año, lugar ni foliatura. Signaturas a-g, todas de ocho hojas. En 1883 se hizo una corta reimpresión fotolitográfica de este tratadillo, con un breve y no muy exacto prefacio que lleva las iniciales de don Pascual Gayangos.

[p. 58]. [2] . La depleurable fin de flamete, elegante invention de Johan de flores espaignol traduicte en langue françoyse. 1535. On les vend a Lyon, chez Françoys Juste. Reimpreso en Paris por Denis Ianot, 1536.

[p. 58]. [3] . Nos valemos de la reproducción fotolitográfica que don José Sancho Rayón hizo de la edición de Sevilla, por Juan Cromberger, 1529.

[p. 61]. [1] . Además de sus famosas coplas, llamadas por el Cancionero general «de maldecir de mujeres», hay en el mismo Cancionero otras tres composiciones de Torrellas (números 173, 175 y 856 de la edición de los Bibliófilos Españoles ) .

Sobre Torrellas véase nuestra Antología de Poetas Líricos Castellanos, tomo V, pp. 285-287.

[p. 63]. [1] . Tractado compuesto por Johan de flores a su amiga. (Colofón): Acaba el tractado compuesto por Johan de flores: donde se contiene el triste fin d' los amores de Grisel y Mirabella, la qual fue a muerte condemnada: por iusta sentencia disputada entre Torrellas y Breçayda: sobre quien da mayor occasio de los amores: los hombres a las mujeres o las mujeres a los hombres: y fue determinado que las mujeres son mayor causa. Donde se siguio: que con su indignacio y malicia por sus manos diero cruel muerte al triste de Torrellas. Deo Gracias. 4.° let. gót. sin foliatura, signaturas a-d. Edición sin año ni lugar, pero que positivamente es del siglo XV, según Salvá y Gayangos.

—Sevilla, por Jacobo de Cromberger, alemán, 1524.

—Toledo, 1526.

—Sevilla, por Cromberger. 1529.

—Sevilla, por Cromberger, 1533.

[p. 64]. [1] . Historia in lingua castigliana composta et da M. Lelio Aletiphilo in parlare italico tradutta... Después de la dedicatoria se encuentra este segundo título: Historia de Isabella et Aurelio, composta da Giovanni de Fiori... tradutta in lingua vulgare italica per M. Lelio Aletiphilo. (Al fin): Stapeto (sic) in Milano in casa di Gianotto da Castiglio: alle spese di Andrea Caluo: del M.D.XXI con gratia et privilegio del Papa: et del nro. Re christianiss. 4.° sign. A-K, letra redonda (Brunet).

Esta traducción fué reimpresa en Venecia, 1526, 1529, 1533, 1543, 1548, y últimamente en las Delizie degli erudti bibliofili italiani: Terza publicazione (Florencia, 1864).

[p. 64]. [2] . Le juguement damour auquel est racomptee 1'hystoire de Isabel fille du roy Descoce, translatee de Espaignol en Francoys (de Jean de Flores), M.D.XXX.

A pesar de lo que se afirma en la portada, la traducción debe de proceder del italiano, como lo prueba el cambio de nombre de la heroína. Fué reimpresa en Lyón, 1532. Hay otra edición sin año ni lugar, que parece ser de 1533.

Ignoro si esta versión, citada por Brunet y que no he visto, es la misma de Corrozet, impresa en 1547 con este título: Histoire d'Aurelio et d'Isabelle, fille du roi d'Escose, en laquelle est disputé qui baille plus d'occasion d'aimer, I'homme à la femme ou la femme a l'homme; mise d'italien en François par Gilles Corrozet. París, 1547, 1555; Lyón, 1555, 1574; París, 1581; Ruán, 1582; todas o casi todas en italiano y en francés,

[p. 65]. [1] . History of Aurelio and of Isabell. En la edición cuatrilingue de Amberes, 1556. Reimpresa sin el texto español en Londres, 1586.

[p. 65]. [2] . Historia de Aurelio y Isabela hija del Rey de Escocia mejor corregida que antes, puesta en Español y Frances para los que quisieren deprender una lengua de otra. En Anuers chez Jehan Withaye à l'enseigne du Faucon, 1556. La edición de Bruselas, 1596, es también en castellano y francés. La de Bruselas, por Juan Montmart y Juan Reyne, 1608, en cuatro lenguas: francés, italiano, español e inglés.

[p. 65]. [3] . Vid. Schneider, pp. 249-256.

[p. 65]. [4] . Le Font dell' Orlando Furioso, pág. 156.

[p. 66]. [1] . Vid. E. Köppel: Quellen-Studien zu den Dramen Ben Jonsons, John Marstons und Beaumont and Fletcher (en los Münchener Beiträge zur romanischen und englischen Philologie, 1895).

[p. 66]. [2] . Proceso de cartas de amores que entre dos amantes passaron y una quexa y aviso contra Amor, traducido del estilo griego en nuestro pulido castellano por Juan de Segura, Toledo, 1548.

—Epistolario o processo de cartas de amores: con una carta para un amigo suyo: y una quexa y auiso contra amor. Traducido del estilo griego en nuestro polido castellano: por Joan de Segura. Asse añadido en esta impression una egloga en q por subtil estilo el poeta castellano Luis Hurtado tracta del gualardon y premio de amor. M.D.LIII. (Al fin): Impresso en Alcala de Henares por Juan de Mey Flandro a costa de Jua Thomas, librero.

—Processo de cartas de amores... Assi mesmo hay en este libro otras excellentissimas cartas que allende de su dulce y pulido estilo, estan escriptas en refranes traydos a proposito. Y al cabo se hallara un Dialogo muy sabroso que habla de las mujeres. Todos con diligentia nuevamente corregido. Imprimiose en Venetia, en casa de Gabriel Giolito de Ferrariis, y sus hermanos. M. D. LIII. 8.° let. itálica. Suele encuadernarse con la Cárcel y la Cuestión de Amor. Las Cartas en refranes son las de Blasco de Garay; el Diálogo de las mujeres, el de Cristóbal de Castillejo, íntegro y sin expurgar, lo cual da mucho valor a este tomito.

—Processo de Cartas de Amores... Traducido de estilo griego en nuestro polido castellano; por Iuan de Segura, dirigido al mag. señor Galeazo Rotulo Osorio. Unas cartas y coplas para requerir nuevos amores al cabo.

(Colofón): Fue impresso en la muy noble y muy leal ciudad de Estella, en casa de Arian (sic) de Anuers. Acabose a xxi dias del mes de Enero, año de M.D.LXIIII.

Sin duda, por no haber visto más edición que la de Venecia, donde está anónimo este epistolario, le han atribuído Ticknor y otros a Diego de San Pedro, fuandándose en un pasaje de sus versos sobre el Desprecio de la Fortuna, en que se arrepiente de aquellas cartas de amores, escritas de dos en dos, lo cual bien puede aplicarse al Arnalte y Lucenda, donde hay varias cartas, lo mismo que en la Cárcel de Amor.

No hago mención, en este tratado, de las cartas de Blasco de Garay,

 porque no contienen acción novelesca, y porque escritas como están en refranes, son más que otra cosa un ejercicio de lengua y su estudio incumbe a la paremiología. Sólo las dos primeras cartas, de las cuales la segunda no está en refranes, sino en sentencias, pertenecen a Blasco de Garay. En la primera «finge cómo sabiendo una sennora que un su servidor se queria confessar, le escrive por muchos refranes para tornalle a su amor». En la segunda, persistiendo el galán en su buen propósito de confesarse, amonesta a su señora que se dé al servicio de Dios. Las otras dos cartas son anónimas: Garay dice que las hubo de Juan Vázquez de Ayora, y que limó y corrigió el estilo hasta dejarlo como nuevo. Hay muchas ediciones antiguas y modernas de estos ingeniosos juguetes, que ya estaban impresos antes de 1544

[p. 68]. [1] . Vid. Gallardo, Ensayo, t. II, cols 220-221.

[p. 69]. [1] . Dialogo de Amor intitulado Dorida. En que se trata de las causas por donde puede justamente un amante (sin ser notado de inconstante) retirarse de su amor. Nuevamente sacado a luz, corregido y emendado por Iuan de Enzinas, vezino de Burgos. Con privilegio. En Burgos en la imprimeria de Philippe de Iunta y Iuan Bautista Varesio. 1593. 8.°

[p. 69]. [2] . En el catálogo de don Fernando Colón se cita ya una edición de la Historia de Peregrino en español por Fernando Díaz, sin lugar ni año, pero anterior sin duda a la siguiente:

—Libro de los honestos amores de Peregrino y Ginebra... (Al fin): Fenesce la hystoria de los amores... La qual es obra tan sutil como discreta y de alto estilo. Es muy apacible a todo genero de lectores. Porque es como un jardin en que ay mucha diuersidad de fructales. Donde cada uno coge del fructo que más agrada a su gusto. Fue impressa en la insigne y leal ciudad de Seuilla por Jacobo Cromberger, aleman. Año de mil y quinientos y XXVII a XXVII de enero. Fol. let. gót. (Biblioteca Imperial de Viena).

Se citan otras dos ediciones de Sevilla y Salamanca, 1548, y dos sin lugar ni año.

La obra original italiana ha sido impresa en Parma, 1508.

[p. 70]. [1] . Vid. un estudio sobre esta novela en el libro de Adolfo Albertazzi Romanzieri e Romanzi del Cinquecento e del Seicento (Bolonia, 1891), páginas 7-33.

[p. 71]. [1] . Heolidori denique Aethiopicam historiam lepidissimam in gratiam civium, quod male conversa vulgo legeretur, sua lingua de Graecis loquentem fecit, eamque apud Carracam, quae hodie Guadalfaiara, in Bibliotheca ducis Infantatus, cui dedicauerat, latera audio.

(Hispanae Bibliotheca sev de Academiis ac Bibliothecis... Francoforti, apud Claudium Marnium et haeredes Ioan. Aubrii. M. DC.VIII. Obra del P. Andrés Scotto, cuyas iniciales están al fin de la dedicatoria A.-S. Peregrinus (Pág. 555). N. Antonio copia esta noticia sin añadir nada.

¿Cuál sería la mala traducción de Heliodoro anterior a la de Vergara a que se refiere Andrés Scotto? No puede ser la del anónimo de Amberes, que no apareció hasta 1554, nueve años después de la muerte de Vergara, a no ser que supongamos una edición anterior.

[p. 71]. [2] . Historia Ethiopica. Trasladada de frances en vulgar castellano, por un secreto amigo de su patria y corregida segun el griego por el mismo, dirigida al ilustrissimo señor, el señor Don Alonso Enriquez, Abad de la villa de Valladolid. En Anvers, en casa de Martin Nucio. M.D.LIIII. Con Priuilegio Imperial. 8.° Es libro bastante raro, que se ocultó a la diligencia de don N. Antonio.

[p. 72]. [1] . De esta edición de Salamanca, en casa de Pedro Lasso, 1581, sólo he visto un ejemplar falto de los primeros folios en la Biblioteca Nacional, entre los libros que fueron de don Agustín Durán.

[p. 72]. [2] . La historia de los leales amantes Teagenes y Chariclea. Trasladada agora de nueuo de Latín en Romance por Fernado de Mena, vezino de Toledo Dirigida a don Antonio Polo Cortes, señor de la villa de Escariche: y Patron del monasterio de la purissima Concepcion de Nuestra Señora de dicha villa. Con privilegio. Impressa en Alcala de Henares, en casa de Iuan Graciam. Año 1587.

—Barcelona, Geronymo Margarit, 1614.

—Madrid, Alonso Martin, 1615, añadida la vida del autor y una tabla de sentencias y cosas notables.

—París, 1616, en la imprenta de Pedro Le Mur. Vista y corregido por César Oudín.

—Madrid, por Andrés de Sotos, 1787, en dos volúmenes.

De todas estas ediciones y de sus preliminares se da más extensa noticia en un erudito artículo publicado por don J. L. Estelrich en la Revista Contemporánea (15 de julio de 1900).

[p. 73]. [1] . La Nueva Cariclea, o Nueva Traduccion de la novela de Theagenes y Cariclea, que con titulo de Historia de Etiopia escrivio el antiguo Heliodoro. Sacóla a luz Don Fernando Manuel de Castillejo. Año 1722. En Madrid: por Manuel Roman. 4.°.

[p. 73]. [2] . «Imita también a Claudiano en la traducción docta de Heliodoro don Agustin Collado, comparando a Cariclea al fénix.»

(El Fenix y su historia natural, escrita en 22 ejercitaciones, diatribes o capitulos... por Don Josef Pellicer de Salas y Tobar... Madrid, 1603, fol. 107.)

[p. 73]. [3] . De esta versión, que desgraciadamente ha perecido como tantas otras cosas de su autor inmortal, nos da razón el mismo Quevedo en los comentarios de su Anacreon Castellano.

Oda V: Sólo es de advertir que el ingenioso Achiles Stacio, en los Amores de Clitophonte y Leucippe, lib. II, al principio, dice esto mismo de la rosa con las mismas palabras en boca de Leucippe, que canta sus alabanzas. Pongo, por haberle traducido, las palabras castellanas:

«Luego cantó otra cosa menos áspera, como fueron las alabanzas de la rosa, de esta manera: Si Júpiter hubiera de dar rey a las flores, a ninguna hallara digna de este imperio sino a la rosa, porque es honra del campo, hermosura de las plantas, ojo de las flores, vergüenza de los prados y la más hermosa de todas ellas. Espira amor, es incentivo de Venus, adórnase con olorosas hojas, deleita con ellas, pues de tiernas se ríen con Zéphiro temblando. Esto era en suma lo que cantaba.» Hasta aquí Achiles Stacio Alexandrino. Tiénese por cierto que es himno de Sapho acomodado aquí.

Oda XLIII:

Confirma esto Achiles Stacio Alexandrino en su Clytophon y Leucippe, libro I: «En el bosque de las aves, unas eran domésticas y regaladas con mantenimiento humano, y así se sustentaban con él; otras libres jugaban en las copas de los árboles, y parte insignes por su propio canto, como las cigarras y las golondrinas.» Y más adelante dice: «Las cigarras cantaban los retretes del Aurora, y las golondrinas las mesas de Tereo.» Aquí también las llama insignes por su voz, y el decir que canta los aposentos del Aurora, no es más de decir que canta a la mañana, que puede ser en agradecimiento del sustento que le da en su rocío.

(Anacreon Castellano con Paraphrasis y Comentarios por Don Francisco Gomez de Quevedo... Madrid, 1794, en la Imprenta de Sancha, páginas 112-113 y 147.)

[p. 74]. [1] . En el catálogo de los Libros de D. Joseph Pellicer, que se perdieron llevados de su Estudio, figura con el número 2 el siguiente artículo:

—Historia o Epica Griega de Leucippe i Clitophonte, Poema Ionico.

«Escriviola Achiles Tacio Alexandrino, que despues fue Obispo, como escribe Suydas. Traduxola en Latin Anibal Crucio Milanés, y en Castellano Don Joseph Pellicer, Emendada por el Original Griego. Teniala ya con licencia para imprimirla el año 1628, que permanece original en poder suyo, haviendola aprobado Don Lorenço Vander Hammen y Leon, a catorce de Marzo de 1628, donde dize: Está paraphraseado con valentia por ser Don Joseph de los que mejor saben la Lengua Materna, y en las que veneran los Estudiosos exercitadisimo. Hurtaronla i jamas parecio.»

(Bibliotheca formada de los libros i obras públicas de Don Joseph Pellicer de Ossau y Tovar... En Valencia por Geronimo Vilagrasa, 1671. Página 152.)

[p. 74]. [2] . Los amores de Leucipe y Clitofonte. En Madrid por Iuan de la Cuesta. Año M.DC.XVII (1617), 8.°

La traducción de Coccio, que sirvió de texto a la de Agreda y Vargas, puede verse en la Collezione degli erotici greci tradotti in volgare (Florencia, año 1833). La primera edición es de Venecia, 1550.

[p. 75]. [1] . Historia de los amores de Clareo y Florisea, y de los Trabajos de Isea, con otras obras en verso, parte al estilo español y parte al italiano, agora nuevamente sacada a luz... En Venecia por Gabriel Giolito de Ferraris y sus hermanos, 1552.

La novela de Reinoso figura en el tomo de Novelistas anteriores a Cervantes de la Biblioteca de Rivadeneyra.

Por no haber entendido la portada, dice Brunet, disparatadamente, que «el estilo de esta novela es una mezcla de español e italiano». Cita una traducción francesa tan rara como la obra primitiva:

La pluisante histoire des amours de Florisée et de Clareo, et aussi de la peu fortunée Isea, trad. du castillan en françois par Jacq. Vincent. París, Kerver, 1554, 8.°

[p. 76]. [1] . Amorosi Ragionamenti. Dialogo nel quale si racconta un compassionevole amore di due amanti, tradotto per M. Ludovico Dolce, dal fragmento d' uno antico Scrittor Greco... In Vinezia appreso Gabriel Giolito de Ferrari. MDXLVI.

[p. 76]. [2] . Narrationis amatoriae fragmentum e graeco in latinum conversum, Annibale Cruceio interprete. Lugduni, apud S. Gryphium, 1544, 8.°

[p. 79]. [1] . «La cual vida, como yo viese y considerase cuán buena y verdadera era, con razón comencé a decir: «¡Oh bienaventurados y venturosos pastores, a los cuales cupo por suerte tan venturosa y sosegada vida; y cómo no una vez, pero ciento os podeis llamar dichosos y bienaventurados, pues tan dulce y sosegadamente en estos valles vivis, ajenos y apartados de todas las cosas que tan gran pesar y trabajo a todos los que las buscan dan! ¡Oh cuán dulces y más sabrosas os son aqui a vosotros las claras y naturales aguas de lo que son los artificiales y escogidos vinos a los principes y grandes señores! ¡Oh cuán de mejor sabor es aqui la fresca y blanca leche de lo que por las ciudades son los pavos, perdices y faisanes! ¡Oh y cuán más suave olor es este que destas flores nace, que no aquel que el ambar de Oriente, ni almizquer de Levante causar suele! ¡Oh y cuán más dulce y alegremente canta aqui un pajaro de su natural, que no aquel que con grande trabajo en las cortes y grandes ciudades es enseñado! ¡Oh cuán mayor contento recebis aqui vosotros, metidos en la pastoril cabaña, de lo que reciben aquellos cuyas moradas están fabricadas sobre altas columnas, cubiertas todas de oro y entretalladas de blanco marfil y de diversas historias todas acompañadas! ¡Oh y cuán más contenta vive aquí una serrana o pastora vestida descuidadamente con paños de gruesa lana o de lino hilados con sus propias manos, y con sus cabellos revueltos, y su blanco pie descalzo, y el grosero huso en la mano, cantando por estos campos, de lo que vive la honesta y recogida doncella, a la cual sobran los paños de seda y las joyas de oro, las piedras y perlas que no tienen precio, pero falta el contento, que de todo es lo mejor y más principal y de mayor estima.»

[p. 79]. [2] . Persiles y Segismunda fingen ser hermanos en cumplimiento de un voto, y en esta ficción está basada la novela. Clareo promete no casarse con Florisea, sino «tenella como su propia hermana» durante el término de un año. Las pretensiones del príncipe Arnaldo respecto de la fingida Auritsela (en el capítulo segundo del Persiles) están presentadas del mismo modo que las del corsario Menelao respecto de Leucipe en el capítulo sexto del Clareo. Sin gran trabajo podrían notarse otras semejanzas o coincidencias.

[p. 81]. [1] . «Y entrando, hallé a la abadesa muy bien adrezada y cercada de muchas monjas, muy bien vestidas, que todas estaban labrando con sus almohadillas de raso y sus guantes cortados; y esto con tanta reputacion que las damas en los saraos no tienen más. Yo, viéndola asi, hice mi cortesia, y en pocas palabras dije mi intencion, y la abadesa me respondio que yo fuese bien venida; pero que cuanto a entrar en aquella casa, que era menester traer mil ducados de dote y ser de don y de buen linaje; porque todas aquellas señoras lo eran: que una se llamaba doña Elvira de Guzman, y otra doña Juana de Mompalau, y otra doña Teresa de Ayala, y otra doña María Manrique, y otra doña Marina Imperial, y otra doña Ambrosia de Chaves, y otra doña Isabel de Silva, y otra doña Antonia del Aguila, y otra doña Ana de Carvajal, linaje de mucho precio y valor. Y diciendo esto la abadesa, respondio una monja, y dijo: «Otras habra de tanto», y sobre esto repitio otra y otra; y vinieron cuasi a darse unas a otras de chapinazos; y yo viendo aquella quistion, y que no tenia dineros para entrar alli, ni menos se podia saber quién era, acordé de dejar a las monjas en sus quistiones y de partirme.»

La sátira parece escrita contra un determinado convento, y los nombres de las monjas pueden ser reales. De una doña Ana Carvajal habla el mismo Reinoso en sus versos como de amiga suya:


       Y despues con gloria igual,
       Con temor que llevo, digo:
        Ana de Caravajal,
       
Mi enemiga capital
       Veré que riñe conmigo.

[p. 81]. [2] . Uno de los muchos pasajes en que Soledad está usada en el mismo sentido que la decantada Saudade portuguesa.

[p. 83]. [1] . De esta traducción de Jacques Vincent hemos hablado ya.

En O Panorama, periódico literario de Lisboa, 1837, tomo I, pag. 164, se dió noticia de una Historia de Isea, novela caballeresca portuguesa, impresa en el siglo XV (?), que según se dice existió en la biblioteca del vizconde de Balsemao en Oporto, y se perdió en el sitio de aquella ciudad por los partidarios de Don Miguel. Si esta novela ha existido realmente, y era de la fecha que se supone, tenía que ser independiente de Clareo y Florisea, cuya fuente principal fué un libro italiano no impreso hasta 1546. Pero acaso haya equivocación en la noticia y se trate sólo de un ejemplar de la obra de Reinoso.

[p. 83]. [2] . Selva de Aventuras, compuesta por Hieronimo de Contreras, coronista de S. M. Va repartida en siete libros, los cuales tratan de unos extremados amores que un caballero de Sevilla, llamado Luzman, tuvo con una hermosa doncella llamada Arbolea, y las grandes cosas que le sucedieron en diez años que anduvo pelegrinando por el mundo, y el fin que tuvieron sus amores. En Barcelona, en casa de Claudes Bornat, al Aguila Fuerte. 1565. Con privilegio por diez años. 8.°

—Sevilla, por Alonso Escribano, 1572.

—Sevilla, por Alonso Escribano, 1578.

—León de Francia, 1580.

—Alcalá de Henares, 1588. Con notables adiciones y cambiando el desenlace. Contiene nueve libros.

—Bruselas, por Juan Mommarte, 1591.

A pesar de lo que dice Salvá, es indudable que hay ejemplares de esta edición con la fecha de 1592; el mío es uno de ellos. Tampoco es imposible, ni siquiera raro en aquellos tiempos, que un mismo impresor hiciese en el espacio de dos años dos tiradas de un libro de entretenimiento y de poco volumen.

—Murcia, por Diego de la Torre, 1603. « Va repartida en nueve libros y añadida por el autor. »

—Cuenca, por Salvador Viader, 1615.

[p. 84]. [1] . Etranges aventures contenant l'histoire d'un chevalier de Seville dit Luzman a l'endroit d'une belle demoiselle appelée Arbolea, trad. de l'espagnol por Gabr. Chapuys. Lyón, Rigaud, 1580.

Reimpreso con el título de Histoire des amours extrèmes d'un chevalier... (París, 1587) y con el de Aventures Amoureuses... (París, 1598).

[p. 88]. [1] . Dechado de varios subjectos, compuesto por el Capitan Hieronimo de Contreras, Cronista de S. M... En Zaragoza, en casa de la viuda de Bartolome de Najera, año de 1572. 8.°

El primitivo original de este libro, con el título de Vergel de varios triunfos, existe en la Biblioteca del Escorial, y es sin duda el mismo que el autor presentó a Felipe II (vid. Gallardo, Ensayo, tomo II, número 1.886). En el prólogo dice: «Acordandome que en el año de sesenta, en Toledo, despidien dome de V. M. para ir a gozar del entretenimiento que en el reino de Nápoles me hizo merced, dije que haría alguna cosa en la cual mostrase una pequeña parte del valor de España... y asi he cumplido mi palabra componiendo este tratado.» Le acabó a 30 de agosto de 1570.