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Obras completas de Menéndez... > ANTOLOGÍA DE LOS POETAS... > II : PARTE PRIMERA : LA... > CAPÍTULO X.—FERNÁN PÉREZ DE GUZMÁN.—SU VIDA Y SUS AFICIONES LITERARIAS.—SUS OBRAS.—SU VOCACIÓN HISTÓRICA.—NO LE PERTENECE LA «CRÓNICA DE DON JUAN II».—LAS «GENERACIONES Y SEMBLANZAS».—POESÍAS DE PÉREZ DE GUZMÁN.—LOS «LOORES DE LOS CLAROS VARONES DE ESPAÑA

Datos del fragmento

Texto

Personaje de otra cuenta que D. Enrique de Villena en la historia de las letras españolas es el señor de Batres, Fernán Pérez de Guzmán, el cual reclama la atención de la crítica bajo el triple carácter de historiador, moralista y poeta. Este último aspecto es el que ahora más directamente nos atañe; pero como es imposible separarle de los dos primeros, puesto que su poesía no es más que una forma inferior de su doctrina moral y de su experiencia de la vida, algo hay que decir de su persona y de la dirección general de sus ideas y estudios.

Sobrino del Canciller Ayala y tío del Marqués de Santillana, hereda Fernán Pérez de Guzmán las tradiciones didácticas del siglo XIV, y las transmite íntegras al XV. Moralista, cronista, hombre de guerra, político sagaz y desengañado, amante de la antigüedad y prosista de tendencias clásicas, los principales rasgos de la fisonomía de Ayala reaparecen en la suya. El fondo de su poesía es idéntico también al fondo ético de El Rimado de Palacio; pero como los tiempos eran diversos y los recursos del arte habían cambiado, el espíritu doctrinal de Fernán Pérez, aun prefiriendo la forma de exposición directa a la forma alegórica en que se complacían los dantistas, no intenta la renovación, [p. 52] ya imposible, del metro y los procedimientos del Mester de clerecía, y sigue, aunque con rumbo grave y severo, las corrientes de la literatura de su tiempo, formulando la enseñanza moral en composiciones relativamente breves y bastante líricas, a lo menos en sus formas métricas.

De poeta tenía realmente poco, aunque de su sangre había de nacer uno tan grande como Garcilaso de la Vega. La preocupación austera del moralista, el fin inmediato de sus predicaciones, la monotonía de los lugares comunes en que se explaya, con el candor propio de aquellos tiempos, en que las mayores vulgaridades parecían profundos conceptos, siempre que viniesen cubiertas y protegidas por el manto de Séneca o de Boecio, cortan las alas a su fantasía, que tampoco parece haber sido muy viva ni muy luminosa, y hacen en extremo árida la lectura seguida de sus obras poéticas, de las cuales, no obstante, se pueden entresacar de vez en cuando trozos notables por la energía sentenciosa de la expresión, ya que no por la amenidad y floridez del lenguaje.

Fué, en desquite, uno de los grandes prosistas del siglo XV, y uno de los primeros analistas y observadores de la naturaleza moral, que, mediante esta observación, renovaron la historia, haciéndola pasar del estado de crónica al de estudio psicológico que principalmente ha tenido en los tiempos modernos. La verdadera gloria del señor de Batres en esto consiste, y bien ha podido decirse del pequeño volumen de sus Generaciones y Semblanzas, no menos que de los Claros Varones de su imitador y émulo Hernando del Pulgar, que enseñan a conocer a los hombres más que casi todas nuestras historias juntas. En esos retratos tan breves, de corte tan moderno, compuestos con tanta habilidad y con tan disimulado artificio, sin omitir ni rasgo fisionómico ni cualidad moral relevante en el personaje, pero sin que aparezca demasiado a las claras el propósito de agruparlos para el efecto; en esa prosa tan viril, tan sobria, tan nerviosa, tan rígidamente ceñida al asunto, tan remota de todo vestigio de pedantería y de mala retórica, tan empapada de realidad y de vida, Fernán Pérez es no solamente un clásico, sino poderoso iniciador de un arte nuevo. Merced a él y a Pulgar, conocemos mejor la corte de D. Juan II o de D. Enrique IV, que la de Felipe V o la de Carlos IV, que son de ayer y que casi tocamos con la mano.

[p. 53] La vida de Fernán Pérez de Guzmán le había preparado admirablemente para este oficio de pintar y juzgar a los hombres, llevándole primero al campo de batalla y al Consejo, y encerrándole luego en el filosófico retiro de su señorío de Batres. Conoció, y no de oídas, el tumulto de la acción y la lucha; pero supo esquivarle a tiempo, domar los impulsos de la ambición y aun del justo encono, perfeccionar y ennoblecer su naturaleza moral, y lograr en vida larguísima sosiego de ánimo y desinterés bastante para ser espectador y juez, no indiferente y desdeñoso, sino sereno y aun caritativo, como cumple a quien va a dar testimonio perenne de los actos de una generación entera.

Hijo de Pedro Suárez de Guzmán y de Doña Elvira de Ayala, llamado por su nacimiento a las más altas funciones del Estado, embajador en Aragón en tiempo de D. Enrique III, comenzaba con los mejores auspicios su carrera política, cuando súbitamente vino a entorpecerla su enemistad declarada con el Condestable D. Álvaro de Luna, entre cuyos adversarios hubo de afiliarse muy pronto, descontento con él por su proceder después de la batalla de la Higuera. En aquella jornada, Fernán Pérez de Guzmán había hecho proezas salvando la vida a Pero Meléndez de Valdés, capitán de la mesnada del señor de Hita; pero, lejos de obtener merced alguna por ello, tuvo el disgusto de ver que otro quería apropiarse su gloria, suscitándose en presencia del rey un fuerte altercado, de resultas del cual Fernán Pérez de Guzmán fué preso, y quedó desde entonces en disfavor con don Juan II. Añadiéndose a esto las sospechas que sobre la fidelidad del señor de Batres hacia pesar su cercano parentesco con el arzobispo de Toledo D. Gutierre Gómez, uno de los más arrojados y temibles partidarios de los infantes de Aragón, fué haciéndose cada día mis peligrosa y difícil la posición de Fernán Pérez en aquella corte, donde sólo reinaban, según él, «cobdicia de alcanzar e ganar, engaños, malicias, poca verdad, cautelas, falsos sacramentos e contratos, e otras muchas e diversas astucias e malas artes». Y como a estos desengaños se juntasen la independencia nativa y algo áspera del genio de Fernán Pérez, sus inclinaciones estudiosas, su rectitud moral intachable y la tendencia que desde muy joven había mostrado (como por sus más antiguas poesías aparece) a la meditación filosófica de los casos [p. 54] humanos y al desprecio de las vanidades de la vida, nadie puede admirarse de la resolución que formó, en edad todavía robusta para hombre de aquel siglo (a los cincuenta y seis años), de retirarse a su señorío de Batres, de donde apenas volvió a salir durante el resto de su vida, que se prolongó hasta los ochenta y dos años, según la opinión más probable.

Ciertamente que aquel largo retiro no fué desaprovechado, ni para la mejora del espíritu de Fernán Pérez, que entonces se labró y acrisoló con el trato familiar de los principales moralistas clásicos y de los más egregios doctores de la Iglesia, ni tampoco para las letras patrias, que debieron a este ocio, más voluntario que forzado, una serie de libros en prosa y verso, morales e históricos, traducidos y originales, no todos de igual precio, pero todos dignos de consideración, como inspirados por un mismo nobilísimo pensamiento, que si al principio se encierra en los límites de la moral humana y filosófica, acaba por tomar un tinte ascético, pasando (como el mismo autor dice) «a lo divino e devoto que a todo lo humano trasciende».

En esta ascensión gradual a regiones cada vez más serenas y luminosas, tuvo constantemente Fernán Pérez el apoyo y consejo de aquél a quien llamaba su Séneca, llamándose a sí propio Lucilo; de aquél de cuyos labios manaban, como de fuente perenne,


       «La moral sabiduría,
       Las leyes y los decretos,
       Los naturales secretos
       Del alta philosophía,
       La sacra theología,
       La dulce arte oratoria,
       Toda veríssima historia,
       Toda sutil poesía»;

del que aun después de muerto tuvo la virtud de inspirarle sus mejores versos:


       «La yedra so cuyas ramas
       Yo tanto me delectava;
       El laurel que aquellas flamas
       Ardientes del sol temprava,
        [p. 55] A cuya sombra yo estava;
       La fontana clara y fría
       Donde yo la gran sed mía
       De preguntar saciava..
       ¡Oh severa y cuel muerte!
       ..........................
       En una escura mañana
       Secaste todo el vergel,
       Tornando en amarga hiel
       El dulzor de la fontana

Era, en suma, el obispo de Burgos, D. Alonso de Cartagena, maestro y consultor del señor de Batres, que parece haber sostenido con él larga correspondencia, ascética, filosófica y literaria. A las consultas de Fernán Pérez respondía a veces el docto judío converso en lengua latina, que él modestamente califica de «flaca e rústicamente compuesta»; pero todavía con más frecuencia, «acorriéndole con espada et manto, como suelen ofrescerse los cavalleros de la cavallería armada a sus amigos a quien quieren valer» (comparación que en el obispo bien revela al compilador del Doctrinal de Caballeros), prefería el empleo de la lengua vulgar «que llamamos materna, syn mixtura de eloquentes palabras... porque en lugar de sciencia sirva lo llano con buena e sana intención explicado, et en lugar de eloqüencia, venga a servir la cotidiana et comun manera de fablar e sea benignamente aceptada». En nuestro romance, pues, «en que fablan asy cavalleros como omes de pie, et asy scientificos como los que poco o nada sabemos» está compuesto el más importante de los tratados que Cartagena escribió para instrucción de su amigo, el llamado Oracional de Fernand Peres, que es respuesta a ciertas dudas y cuestiones que le había propuesto sobre la fiel y devota oración.

Pero aunque en este manual piadoso mostrase cierto empeño el sabio y piadoso obispo de Burgos en esquivar «aquel estilo de fablar antiguo, gentil et pagano», prefiriendo «la suave et sana eloquencia de los sanctos doctores», todavía en más de un pasaje triunfaban en él sus arraigadas aficiones senequistas, en las cuales fielmente le seguía su Lucilo, que pasó al castellano una gran parte de las Epístolas del filósofo de Córdoba, aunque no directamente del latín (que nunca parece haber dominado por [p. 56] completo, a lo menos en los textos clásicos), sino de una versión toscana de Ricardo Pedro, ciudadano de Florencia. Y no sólo con versiones propias, más o menos afortunadas, contribuía el señor de Batres a difundir el pensamiento de la antigüedad clásica, sino también promoviendo y patrocinando otras, como la que de las dos Historias de Salustio hizo, a ruego et afincamiento suyo, su primo el arcediano de Toledo, Vasco de Guzmán, que es, sin duda, el más antiguo de los intérpretes castellanos de la Calitinaria y de la Yugurthina, libros que no dejaron de influir en la prosa histórica de Fernán Pérez.

Consecuencia de estas aficiones y estudios en los moralistas e historiadores latinos, fué aquella especie de ramillete de sentencias que con el título de Floresta de los Philósophos compiló Fernán Pérez de Guzmán, extractando gran parte de los libros de Séneca (que por sí sólo se lleva la mitad del volumen), y añadiendo otros apotegmas y máximas provechosas tomadas de Salustio, Quinto Curcio, Cicerón, Boecio, San Bernardo, y del Tesoro de Brunetto Latini.

Pero estos centones, tan del gusto de la Edad Media, no hubiesen salvado a Fernán Pérez de Guzmán del olvido en que yace toda esta insípida, aunque bien intencionada, literatura de aforismos y sentencias, si una profunda e irresistible vocación histórica no le hubiese hecho pasar de la fría abstracción de los lugares comunes éticos a la contemplación directa y personal de la vida. A ella llevaba, además de una gran perspicacia y una experiencia no leve de los altibajos y vaivenes de la fortuna, un espíritu recto, honrado y libre de preocupaciones, en cuanto puede estarlo el de un contemporáneo. Era, sobre todo, celosísimo de la verdad, e incapaz de falsearla a sabiendas como los cronistas asalariados, que no dejaban de abundar en su tiempo. Sus ideas sobre este punto están bellamente expuestas en el prólogo de las Generaciones y Semblanzas: «Muchas veces acaesce que las corónicas e historias que fablan de los poderosos reyes e notables príncipes e grandes cibdades, son ávidas por sospechosas e inciertas, e les es dada poca fe e autoridad: lo qual, entre otras causas, acaesce e viene por dos. La primera, porque algunos que se entremeten de escrebir e notar las antigüedades, son hombres de poca vergüenza; e más les place relatar cosas extrañas e [p. 57] maravillosas, que verdaderas e ciertas, creyendo que no será ávida por notable la historia que no contare cosas muy grandes y graves de creer; ansí que sean más dignas de maravilla que de fe... Si, por falsar un contrato de pequeña cuantía de moneda, merece el escribano gran pena, ¿cuánto más el coronista que falsifica los notables e memorables hechos, dando fama y renombre a los que no lo merecieron, e tirándola a los que con grandes peligros de sus personas y expensas de sus haciendas, en defensión de su ley e servicio de su rey, e auctoridad de su república e honor de su linaje, hicieron notables hechos? De los quales ovo muchos que más lo hicieron porque su fama e nombre quedase claro e glorioso en las historias, que por la utilidad e provecho que de ello se le podría seguir, aunque grande fuese; y ansí lo hallará quien las historias romanas leyere, que ovo muchos príncipes romanos que de sus grandes e notables hechos no demandaron premio, ni galardón, ni riquezas, salvo el renombre o título de aquella provincia que vencían e conquistaban, ansí como tres Cipiones e dos Metelos, e otros muchos. Pues tales como estos que non querían sino fama, la cual se conserva e guarda en las letras, si estas letras son mentirosas y falsas ¿qué aprovechó a aquellos nobles e valientes hombres todo su trabajo, pues quedaron frustrados e vacíos de su buen deseo, y privados del fin de sus merecimientos, que es la fama?... Pues la buena fama, cuanto al mundo, es verdadero premio e galardón de los que viven y virtuosamente por ella trabajan; si esta fama se escribe corrupta e mentirosa, en vano e por demás trabaxan los magníficos reyes e príncipes en hacer guerras e conquistas, y en ser justicieros e liberales y clementes, que por ventura los hace más nobles e dignos de fama y gloria que las victorias e conquistas; ansimismo los valientes e virtuosos caballeros que todo su estudio es exercitarse en lealtad de sus reyes, en defensión de la patria e buena amistad de sus amigos, e para esto non dubdan los gastos ni temen las muertes; e otrosí los grandes sabios y letrados, que con gran cura e diligencia ordenan e componen libros, ansí para impunar los herejes, como para acrecentar la fe en los cristianos, e para exercitar la justicia, e dan buenas doctrinas morales: todos estos ¿qué fruto reportarían de tantos trabaxos, haciendo tan virtuosos autos y tan útiles a la república, si la fama fuese [p. 58] a ellos negada y atribuida a los negligentes, a los inútiles y viles, según el alvedrío de los tales, no historiadores, mas trufadores?»

Grandes novedades se encerraban en estas palabras, no tanto por lo que toca al concepto mismo de la veracidad de la historia, el cual teóricamente no ha sido impugnado por nadie, aunque tantos historiadores distan de serle fieles; sino por las razones morales en que Fernán Pérez le apoya, y sobre todo por esa noción clásica de la fama y de la gloria (que parece bebida en los preámbulos de Salustio, historiador predilecto de Fernán Pérez) y por la atención enteramente moderna que el señor de Batres concede como sujeto de historia, no ya sólo a los grandes capitanes, esforzados caballeros y reyes prudentes, sino a «los grandes sabios y letrados que con gran cura e diligencia ordenan e componen libros». Era declarar por primera vez el derecho de la historia literaria a formar parte integrante de la historia general, y veremos que por su parte Fernán Pérez de Guzmán fué fiel a este principio, hasta cuando intentó compendiar en verso la historia de España.

Por mucho tiempo se ha venido atribuyendo a Fernán Pérez de Guzmán la definitiva redacción u ordenación de la Crónica de Don Juan II, una de las más copiosas y cabales que tenemos. Pero tal atribución, que descansaba sólo en el dicho del primer editor de la Crónica, Lorenzo Galíndez de Carvajal (1517), es de todo punto insostenible conocido el prólogo de las Generaciones, en que el señor de Batres, ya de edad avanzadísima (era por los años de 1455 ó 56), lejos de manifestar propósito alguno de escribir en forma y manera de crónica los sucesos de su tiempo, declaraba que «aunque quisiesse non sabría, et si sopiesse non estava ansy instruydo nin enformado de los fechos como era necesario a tal acto», y aun insinuaba la sospecha de que el cronista oficial, cuyo trabajo él no conocía, no hubiese dicho la verdad en toda su pureza, «segunt las ambiciones que en este tiempo hay». Quizá eran excesivos los temores de Fernán Pérez, puesto que la Crónica de D. Juan II resultó un libro por todo extremo fidedigno, cuyo testimonio en nada esencial contradice a lo que resulta de los documentos diplomáticos y de las fuentes literarias, tales como las mismas Generaciones, el Seguro de Tordesillas y la Crónica de D. Álvaro de Luna. Pero aunque no se pueda negar al [p. 59] cronista, o más bien a los diversos cronistas que en esta compilación intervinieron (siendo el más antiguo Alvar García de Santa María, que historió los trece primeros años del reinado), no sólo el lauro de la veracidad, sino el de la discresión, orden y buen juicio, todo lector de gusto echará de menos en esta Crónica, obra de tantas manos y tantas veces retocada y refundida hasta llegar al modernizado texto de Galíndez, aquel carácter eminentemente personal, aquella originalidad de pensamiento y de estilo, aquel cuño nuevo de la frase que tanto avalora y realza la prosa histórica de Fernán Pérez de Guzmán. La Crónica de D. Juan II es un libro bien escrito, con claridad y llaneza, y aun con cierta animación narrativa; pero nada hay en él que indique la mano de un escritor genial, como sin disputa lo era el vigoroso autor de las Semblanzas, en aquella manera suya, cruda y rápida, penetrante y severa. Por otra parte, ¡qué diferencia entre el espíritu, no ciertamente mendaz ni adulatorio, pero sí complaciente y oficial que en la Crónica domina, y el inexorable y justiciero espíritu de las Generaciones y Semblanzas! ¡Cuánto dista el don Juan II de la Crónica, tan simpáticamente idealizado, de aquel otro D. Juan II, pusilánime, flaco, voltario, remiso y extrañamente enajenado de la voluntad propia, según con terrible profundidad le diseca y anatomiza Fernán Pérez, acabando por decir de él que ni antes ni después de la muerte del Condestable «hizo auto alguno de virtud y fortaleza en que mostrase ser hombre!»

Hay, pues, que separar del catálogo de las obras de Guzmán la Crónica de D. Juan II, que probablemente no llegó su supuesto autor ni a leer siquiera, y excluir también la muy curiosa recopilación de dichos y hechos memorables que lleva el título de Valerio de las historias escolásticas, y es conocidamente obra de Diego Rodríguez de Almela, familiar y discípulo de D. Alonso de Cartagena.

Lo que realmente pertenece al señor de Batres, es otra compilación histórica, en parte traducida, en parte original, que con el título de Mar de Historias se imprimió en Valladolid en 1512. Tres partes la componen: la primera trata «de los emperadores, e de sus vidas, e de los príncipes gentiles e católicos»; la segunda, «de los sanctos e sabios e de sus vidas e de los libros que ficieron»; la tercera, finalmente, son «las semblanzas y obras de los excelentes reyes de España D. Enrique III e D. Juan el II, y [p. 60] de los venerables prelados e notables caballeros que en los tiempos destos nobles reyes fueron». Esta tercera parte, única original del libro, es la que con el título de Generaciones y Semblanzas desglosó el doctor Galíndez, para añadirla a su edición de la Crónica de D. Juan II, habiendo corrido desde entonces como libro independiente. Lo es en rigor, y mucho ha ganado con campear solo, en vez de yacer perdido en el fárrago del Mar de Historias, entre las hazañas de Alejandro Magno, Sila, César, Octaviano, Carlomagno, Godofredo de Bullón, y las fabulosas aventuras del Rey Artús y los caballeros del Santo Grial, sobre las cuales manifiesta, sin embargo, nuestro autor, alguna sospecha: «cuanto quier que esta historia sea delectable de leer e dulce, empero por muchas cosas extrañas que en ella se cuentan, asaz dévele ser dada poca fe». La fuente principal de estas dos primeras partes del Mar de Historias parece haber sido el Mare Historiarum, de Giovanni de Colonna, o más bien alguna compilación francesa derivada de él. Lo único que pertenece a Guzmán es el estilo, que es, sin duda, de lo mejor del siglo XV, muy animado, caudaloso y brillante, sobre todo en las descripciones y en los retratos. El de Carlomagno, que cita y elogia muy encarecidamente Amador, es mera transcripción del de Eginhardo, [1] y de seguro no tomado directamente de la Vita Karoli Magni, sino de la misma compilación latina o francesa que sirvió de fondo a todo el Mar de Historias, excepto su última parte.

Esta no sólo es original, como dicho queda, sino que fué la primera galería biográfica que las literaturas modernas pudieron oponer a los grandes modelos que en esta línea nos dejó la clásica antigüedad. Y sin embargo, no hay imitación directa, ni de Plutarco ni de Suetonio, ni de otro alguno; más bien recuerda Fernán Pérez en algunos rasgos la manera seca y rígida de Salustio, a quien tenía muy estudiado, así como en otros adivina la amarga profundidad de Tácito, a quien no podía conocer. Pero no necesitaba modelos ni inspiración ajena quien trabajaba sobre la carne viva y hundía el escalpelo hasta el fondo del alma de sus contemporáneos, con una especie de poder adivinatorio sólo concedido a los grandes moralistas y a los grandes historiadores. [p. 61] Todo lo que su estilo tocó, conserva para nosotros la llama de la vida. Nadie le enseñó la teoría de las relaciones entre lo físico y lo moral, pero su instinto las adivinó, y en sus cuadros vive el hombre entero, con sus dolencias y flaquezas, con su austeridad o con sus vicios. Así van desfilando a nuestros ojos D. Enrique el Doliente, dañada la complexión y afeado el semblante de muchas y graves enfermedades: «muy grave de ver e de muy áspera conversación, ansí que la mayor parte del tiempo estaba solo e malenconioso»; su hermano el infante de Antequera, muy fermoso de gesto, sosegado e benigno, casto et honesto, muy católico y devoto cristiano: la habla vagarosa e floxa, e aun en todos sus autos era tardío e vagaroso: tanto paciente e sofrido, que parecía que no avía en él turbación de saña ni de ira»; el buen Condestable Ruiz López Dávalos, «venido de pequeño estado: hombre de buen cuerpo e de buen gesto, muy alegre e gracioso e de amigable conversación: muy esforzado y de gran trabaxo en las guerras: asaz cuerdo e discreto: la razón breve e corta, pero buena e atentada: muy sufrido e sin sospecha, mas, como en el mundo no hay hombre sin tacha, no fué franco, y aplacíale mucho oir astrólogos»; el Maestre de Calatrava D. Gonzalo Núñez de Guzmán, «mucho disoluto acerca de mujeres, hombre de muy grandes fuerzas, corto de razones, muy alegre e de gran compañía con los suyos»; el Conde de Niebla D. Juan Alonso de Guzmán, «mucho acogedor de los buenos, no entremetido en las cortes ni en los palacios de los reyes: tanto llano e igual a todos, que amenguaba su estado en ello: mucho amado de la gente común: en Sevilla y en su tierra, después del Señorío real, no conocían a otro sino a él»; el Maestre de Santiago D. Lorenzo Suárez de Figueroa, «muy callado, de pocas palabras, pero de buen seso e buen entendimiento, e de gran regimiento e regla en su casa e hacienda: de su esfuerzo nunca oí, salvo que en las guerras era diligente e de buena ordenanza, lo qual no podía ser esfuerzo»; el Gran Canciller Ayala, cuya semblanza conocemos ya; el sabio y menguado D. Enrique de Villena, «pequeño de cuerpo e grueso, el rostro blanco e colorado: comió mucho y era muy inclinado al amor de las mujeres: algunos, burlándose de él, decían que sabía mucho del cielo e poco de la tierra: ajeno y remoto a los negocios del mundo, y al regimiento de su casa e hacienda tanto inhábile [p. 62] e inepto, que era gran maravilla», pero «de tan sotil e alto ingenio, que ligeramente aprendía cualquier ciencia o arte a que se daba: ansí que bien parescía que lo había a natura»; la reina Doña Catalina de Lancaster, inglesa grande de cuerpo, blanca y colorada, nada sobria y finalmente paralítica; el arzobispo de Toledo D. Sancho de Rojas, que «amó mucho a sus parientes»; el Adelantado mayor de Castilla Gómez Manrique, hombre de grandes narices, cetrino y calvo, que había sido moro y contaba portentosas historias del tiempo en que anduvo perdido en Granada; el engreído advenedizo Fernán Alonso de Robles, favorito de la Reina Doña Catalina, «hombre de escuro e baxo linaje, de mediana altura, espeso de cuerpo, el color del gesto cetrino, el viso turbado e corto, asaz bien razonado y de gran ingenio, pero inclinado a aspereza e malicia más que a nobleza ni dulzura de condición: muy osado e presuntuoso a mandar, que es propio vicio de los hombres baxos, cuando alcanzan estado, que no se saben tener dentro de límites e términos».

Lo mismo que Saint-Simon, con quien algún crítico francés le ha comparado, Fernán Pérez de Guzmán tenía en alto grado la soberbia patricia y el orgullo de raza, y, siempre que hiere esta fibra, resulta elocuente: «No pequeña confusión para Castilla (escribe tratando del mismo Robles) que los grandes, prelados e caballeros, cuyos antecesores a magníficos e nobles Reyes pusieron freno, empachando sus desordenadas voluntades con buena e justa osadía por utilidad e provecho del reyno e por guarda de sus libertades, que a un hombre de tan baxa condición como éste así se sometiesen. Y aun por mayor reprehensión e increpación dellos digo que no sólo a este simple hombre, mas a una liviana e pobre mujer, ansí como Leonor López, e a un pequeño e raez hombre, Hernán López de Saldaña, ansí se sometían e inclinaban, que otro tiempo a un señor de Lara o de Vizcaya non lo hacían ansí los pasados. Por causa de brevedad no se expresan aquí muchas maneras e palabras desdeñosas, e aun injuriosas, que los susodichos dijeron a muchos grandes e buenos: lo qual es cierta prueba e claro argumento de poca virtud e mucha cobdicia del presente tiempo; que con los intereses e ganancias que por intercesión dellos avían, no pudiendo templar la cobdicia, consentían mandar e regir a tales que poco por linajes e menos por virtud [p. 63] lo merecían... Ca, en conclusión, a Castilla posee hoy e la enseñorea el interesse, lanzando della la virtud e humanidad.»

Este pasaje es muy adecuado para mostrarnos el verdadero fondo del alma de Fernán Pérez de Guzmán y reducir a su justo valor ciertos pomposos aforismos sobre la igualdad nativa de los hombres, que en sus poesías morales suelen encontrarse, y que no son más que reminiscencias de sus lecturas clásicas, y no verdadera expresión de su sentir propio ni del estado social de Castilla en su tiempo. Lo que predomina en las Generaciones y Semblanzas es un pesimismo muy hondo, pero no acerbo, iracundo y vengativo como el de Saint-Simon, sino templado por cierta especie de resignación filosófica, que hace a Fernán Pérez poner su ideal de felicidad negativa en la quieta y oscura vida, pacífica y sosegada muerte de un Diego Hernández de Quiñones, caballero leonés, que nunca hizo cosa notable, pero tampoco sintió nunca adversidad de la fortuna, «porque según la vida de los hombres es llena de trabaxos e tribulaciones, no hay alguno, especialmente el que mucho vive, que no vea muchas cosas adversas e contrarias».

Tenía Fernán Pérez sus animadversiones, como todo hombre de partido, y nunca perdonó a D. Álvaro de Luna, ni la prisión en que le había puesto, ni la oscuridad en que le dejó vegetar. Se le puede acusar de no haber comprendido la alteza de la misión política del Condestable, a quien miraba por el prisma de su vanidad aristocrática, ofendida y humillada de que fuese árbitro del Reino «un caballero sin parientes y con tan pobre comienzo... donde tantos e tan poderosos caballeros avía». Aun en su muerte encontraba qué reparar, tachándola de más esforzada que devota: «Ca los autos que aquel día hizo e las palabras que dixo, más pertenescían a fama que a devoción». Pero ni aun este odio reconcentrado que sentía contra D. Álvaro, ni tampoco el profundo menosprecio en que tenía la flaca y apocada condición del rey, basta a anublar su clarísimo juicio ni a torcer su inexorable justicia en los magníficos retratos que hace del Monarca y del Condestable, recargando, es cierto, las sombras, pero poniendo también de bulto las simpáticas cualidades del primero y las espléndidas del segundo, que resulta varón verdaderamente grande hasta bajo la pluma de su enemigo.

[p. 64] Las numerosas poesías de Fernán Pérez de Guzmán todavía no han sido reunidas en colección, aunque Amador de los Ríos tuvo el propósito de hacerlo. Las más antiguas se remontan al reinado de D. Enrique III, y están en el Cancionero de Baena; pero no deben de ser ni con mucho todas las que en su mocedad compuso. «Fernán Pérez de Guzmán, mi tío, doto en toda buena dotrina (dice el Marqués de Santillana), ha compuesto muchas cosas metrificadas, e entre las otras aquel epitafio de la sepoltura de mi Señor el Almirante D. Diego Furtado, que comiença

       Ombre que vienes aquí de presente.

Fizo muchos otros decires e cantigas de amores.»

De esta primera época, en que notoriamente seguía Fernán Pérez la tradición de los trovadores gallegos, pueden servir de tipo los versos muy suaves y graciosamente amanerados de

       El gentil niño Narciso
       En una fuente gayado...

o el diálogo del poeta con un papagayo. Era entonces señora de sus pensamientos una doña Leonor de los Paños, de quien con bizarría y desenfado juvenil cantaba:

           Sepa el rey e sepan cuantos
       Nobles son en su compaña,
       Que de cuantas en España
       Se tocan e cubren mantos,
       Yo amo la más garrida,
       Por cuya salud e vida
       Ruego a las santas y santos.
           La reyna e todas ellas
       Por cibdades e por villas,
       Sepan et ayan cosquillas,
       Pues de dueñas y donsellas
       My señora muy loada
       Ansí es aventajada,
       Como el sol de las stellas,
           Encerradas et abiertas
       ...........................
       Religiosas cuantas son,
       Sepan et sean bien ciertas
       Que mi señora dormiendo,
        [p. 65] Mas vale, yo ansí lo entiendo,
       Que todas ellas despiertas

Hay también en el Cancionero de Baena «reqüestas» de Fernán Pérez a Villasandino y a Imperial, manifestando la admiración que sentía por ambos maestros, especialmente por el discípulo del buen florentín, de cuyos cantos dice «que relumbraban más que centellas».

Pero aun en medio de estos devaneos amorosos y poéticos deportes, comenzaba a mostrarse la tendencia grave y meditabunda del moralista, la cual iba a triunfar de todo punto en las obras de su edad madura. Muy mozo era, cuando ya filosofaba con melancólicos acentos sobre la instabilidad de las grandezas humanas, tomando ocasión de la caída del buen Condestable Ruy López Dávalos, de la privanza del Cardenal D. Pedro de Frías, o de la muerte del poderoso Almirante de Castilla D. Diego Hurtado de Mendoza, deudo cercano suyo y padre del Marqués de Santillana. Si en la parte métrica de esta composición, en que abundan los endecasílabos acentuados al modo sáfico, y aun en el artificio de visión alegórica, en que el mismo Almirante se levanta del féretro para amonestar a los vivos y declararles los misterios de la muerte, se ve de bulto la influencia dantesca traída a Sevilla por Micer Francisco Imperial, el fondo de la composición, grave, sombrío, y aun ascético, revela al lector asiduo del Libro de Job, a quien debe sus más grandiosos pensamientos: «Fuissem quasi non essem, de utero translatus ad tumulum:


       Non fué nascer, mas fué transladar
       Del vientre al sepulcro..»

Esta elegía es muy desigual y muy llena de lugares comunes, pero tiene rasgos de grande energía, verbigracia, cuando el Almirante exclama «Una braza de tierra me sea bastante», o cuando pone el sayal de San Francisco sobre la púrpura de los Césares romanos y sobre las grandezas de Alejandro.

Quien a los veintiséis años escribía y pensaba de esta suerte, trazado tenía el rumbo que su inspiración había de seguir cuando los desengaños le llevasen al retiro y la continua meditación moral acendrase su alma. Con una sola excepción, todas las poesías de Fernán Pérez posteriores al Cancionero de Baena son de [p. 66] materia moral o religiosa. El Marqués de Santillana no alcanzó a conocerlas todas. «Poco ha escribió (dice) Proverbios de grandes sentencias, e otra obra assaz útil e bien compuesta de las Quatro Virtudes cardinales». Los Proverbios, publicados aunque muy imperfectamente por Ochoa en sus Rimas Inéditas del siglo XV, están mucho más correctos en el gran Cancionero que fué de Gallardo, y se componen de 102 coplas redondillas, bastante prosaicas, que contienen sentencias tomadas en su mayor parte de Séneca y de los libros sapienciales. Algo más poético, aunque no mucho, es el tratado de la Coronación de las Quatro Virtudes, composición alegórica «en lengua materna y llana, no muy ornada de flores y metáforas de Tulio, sino rústica y aldeana», que el señor de Batres dedicó a su sobrino el Marqués de Santillana cuya superioridad de buen grado reconocía, contentándose modestamente con que su obra «pasara entre la hermosura de sus clavellinas, como nacen espinas entre lirios y verduras».

Si los versos morales de Fernán Pérez no son enteramente un seto de espinas, como dijo Clarus, hay que confesar que no abundan en ellos las flores, aunque el fruto sea ciertamente útil y sano. Hay excepciones, sin embargo, y por tal tengo algunas estrofas de la bella composición que en el Cancionero de Gallardo lleva por título Que las virtudes son buenas de invocar e malas de platicar. Es uno de los rarísimos casos en que el entusiasmo que el alma estoica de Fernán Pérez sentía por el triunfo de la fortaleza moral, llega a traducirse en forma verdaderamente lírica:

           Las virtudes son graciosas
       Y muy dulces de nombrar,
       Pero son de platicar
       Ásperas y trabajosas:
       No quieren camas de rosas
       Con muy suaves olores,
       Nin mesas llenas de flores
       Con vïandas muy preciosas.
           Verdes prados nin verjeles,
       Nin cantos de ruyseñores,
       Nin sombra de los laureles,
       Nin canciones de amores,
       Nin acordes, nin tenores,
        [p. 67] Nin contras, nin fabordón,
       Menos la dissolución
       De motes de trufadores.
           No bastan ricos brocados,
       Nin ropas de fina seda,
       Nin gran suma de moneda,
       Nin joyeles muy presciados,
       No palacios arreados,
       Nin baxillas esmaltadas,
       Nin loar enamoradas
       En versos metrificados.
       ...........................
           El varón muy esforzado
       Que la fortuna combate
       Hoy un jaque, cras un mate
       Como piedras a tablado,
       Firme aunque denodado,
       Turbado mas no vencido,
       Meneado y sacudido,
       Pero nunca derribado. [1]
            En el fuego resplandece
       El oro puro y cendrado,
       El grano limpio parece
       Del trigo cuando es trillado:
       El sueño que es quebrantado
       Por fuerza de la trompeta,
       No por flauta ni meseta,
       Aquél debe ser loado.
           Virtud y delectación
       Nunca entran so un mismo techo;
       Poca participación
       Han honestad y provecho;
       Temperancia y ambición
       Nunca posan en un lecho;
       La voluntad y razón
       Non caben en poco trecho.
           El brazo que el golpe erró
       Y después ardió en la flama,
       Dexando loable fama,
       La su cibdad descercó;
       La sangre que derramó
       La mano muy delicada,
       Fizo a Roma libertada
       Y la castidad honró...

[p. 68] Pero rara vez vuelve a encontrarse un trozo poético de tanto color y tanto brío como éste, ni en el tratado de ocio vicioso e virtuoso, ni en la Confesión Rimada que Fernán Pérez compuso siguiendo las huellas de su tío el Canciller Ayala, ni en el extenso libro de las Diversas virtudes e loores divinos que dirigió a Alvar García de Santa María; todo lo cual, sin grave cargo de conciencia, puede contarse entre la más trivial y fastidiosa poesía de los tiempos medios, tan fértiles en este insulso género didáctico, que nunca, según creemos, ha enseñado ni moralizado a nadie. La principal curiosidad del libro de las Diversas virtudes, llamado también de vicios y virtudes (que sirve de principal fondo a la compilación formada por los editores del siglo XVI con el título de «Las Setecientas»), consiste en ser una especie de muestrario de los diversos metros usados en tiempo de Pérez de Guzmán, sin excluir los endecasílabos, ya sáficos, ya anapésticos, rarísima vez yámbicos, circunstancia que también se nota en Micer Francisco Imperial y en el Marqués de Santillana.

Al Tratado de vicios y virtudes (cuyo título excusa la enumeración de los lugares comunes sobre que versa) acompañan ciertos «himnos e oraciones por suave metrificatura, e otras composiciones pertenescientes a consideración del culto divino». Bajo esta genérica indicación, dada por D. Alonso de Cartagena en el prólogo del Oracional se comprenden las Cient Triadas y los Himnos a loor de Nuestra Señora. Si consideramos formando un cuerpo todas las principales poesías de Fernán Pérez, tal como en el siglo XVI se imprimieron, no puede ser más evidente la semejanza que en su conjunto ofrecen con el Rimado de Palacio. Confesión hay en Ayala y confesión en el señor de Batres; el libro de vicios y virtudes responde a la parte didáctica del Rimado, y los himnos a la Virgen acaban de completar este paralelismo en la parte lírica, que, sin ser de primer orden, es sin disputa bastante más agradable, suelta y fácil que los largos sermones que la preceden. Véase alguna muestra:

               Alma mía,
                Noche y día,
       Loa a la Virgen María;
                Esta adora,
                Esta honora,
       Desta su favor implora.

        [p. 69] Esta llama,
                A ésta ama,
       Que sobre todos derrama
                Beneficios
                Sin servicios,
       Et nos libra de los vicios.
                Esta rosa
                Gloriosa
       E clara piedra preciosa:
                Esta estrella
                Es aquella
       La qual virgen e donsella
                Concibió,
                Parió e crió
       Al gran rey que nos salvó.
                Concebida,
                Non tañida
       De culpa, mas exemida.
                Del malvado
                Et gran pecado
       Quel mundo ha contaminado
                 Con su viso,
                Gozo et riso,
       Da a todos parayso...

Hay una composición excepcional entre las de Fernán Pérez, que de intento hemos reservado para el final de este juicio, no sólo porque su asunto la separa de todo lo restante de sus obras en verso, sino porque indisputablemente las vence a todas con exceso notable. Casi íntegra va en esta colección, y fácil será a cualquiera tomar conocimiento de ella. Me refiero al compendio de historia de España, en cuatrocientas nueve octavas de arte menor, que lleva por título Loores de los claros varones de España. En ninguna parte (exceptuando, si acaso, la bella elegía a la muerte del obispo de Burgos) mostró el de Guzmán un entusiasmo poético tan sostenido. Su ferviente patriotismo, su talento de historiador, le salvaron en esta ocasión, levantándole mucho sobre el nivel de las prosas rimadas que ordinariamente escribía. El metro es embarazoso y monótono, ni bastante lírico, ni bastante adecuado a la narración: hay pocas octavillas que a Guzmán le hayan resultado enteramente buenas; pero no hay página en que no se encuentre un verso feliz, una sentencia grave, un relámpago de poesía histórica:

        [p. 70] España nunca da oro
       Con que los suyos se riendan:
       Fierro et fuego es el tesoro
       Que da con que se defiendan...

dice hablando de Numancia, y reprende de paso a Lucano, por que, siendo español, olvidó celebrar el heroísmo de sus conterráneos:


       ¡Abaje la rueda Roma
       Que faze como pavón
       Por la gran gloria que toma
       De la muerte de Catón;
       Mire aquel grande montón
       De los fuertes numantinos
       E feroces saguntinos,
       Fechos ceniza e carbón!

No era Fernán Pérez de Guzmán un espíritu poético: ya hemos tenido ocasión de advertirlo. Lo que él dijo de su patria, se le puede aplicar a él con más justicia: non daba flores, mas fructo útil e sano. El arte puro le importaba poco, y aun mostraba cierto género de desdén respecto de los poros artistas. Encontraba que Virgilio, al magnificar a Eneas, había hecho «proceso inútil e vano»,


       La poca e pobre sustancia
       Con verbosidad ornando.

Deploraba que Ovidio, en sus Metamórfosis,


       Vaya sus trufas contando,
       Ornando materias viles,
       Con invenciones sutiles
       Su bajo estilo elevando.

Y resumía todos sus cargos contra lo que él tenía por vano y frívolo ejercicio de la mente, en estos versos que parecen la expresión del vulgar, aunque honrado sentido de la plebe castellana en todos tiempos:


       Aquestas obras baldías
       Parescen al que soñando
       Fallara oro, et, despertando,
       Siente sus manos vacías;
        [p. 71] Asaz emplea sus días
       En oficio infructuoso
       Quien sólo en fablar fermoso
       Muestra sus filosofías...

La poesía única que en los metros de Fernán Pérez cabía, era, por una parte, su propia emoción ante los grandes hechos históricos, y, por otra su enérgico sentimiento de la grandeza moral, no encerrado aquí en vaga abstraccón, sino animado y robustecido al contacto de la materia histórica. Así le vemos interrumpir el seco registro cronológico para entonar un himno casi religioso en honor de la empresa del libertador Pelayo:


       Señor, tú fieres e sanas,
       Tú adoleces e tú curas,
       Tú das las claras mañanas
       Después de noches escuras;
       Tú en el gran fuego apuras
       Los metales más preciados,
       E purgas nuestros pecados
       Con tribulaciones duras...

No menos brío y entusiasmo tiene el elogio de Alfonso el Católico:


       ¡Quántas gentes revocadas
       Del captiverio salidas!
       ¡Quántas batallas vencidas!
       ¡Quántas cibdades ganadas!
       ¡Las iglesias profanadas
       A la fe restituídas;
       Las Escripturas perdidas
       Con diligencia falladas!
       Su fin bienaventurada
       E muerte ante Dios preciosa,
       De su vida gloriosa
       Es señal cierta e probada.
       Quando su alma llevada
       Fué de la presente vida,
       La siguiente prosa oída
       En el aire fué cantada...

Aun bajo el aspecto meramente histórico, tiene curiosidad este poema. Sus fuentes principales fueron sin duda el Arzobispo D. Rodrigo (a quien varias veces se cita) y la Crónica general, [p. 72] pero contiene pormenores que no figuran en ninguno de entrambos textos, y que demuestran la mucha lectura de Fernán Pérez, y el nuevo rumbo que llevaban los estudios. Hay muchos rasgos de erudición clásica y patrística. El autor desea para las glorias de España «un tan alto pregonero:


       Como fué de Grecia Homero
       En la famosa Ilíada»...

Cita a Plutarco, a San Jerónimo, a San Agustín, a Orosio y la Historia Tripartita. Se dilata en los elogios de los emperadores españoles Trajano y Teodosio, y en los de nuestros clásicos hispano-latinos Séneca, Lucano y Quintiliano, dando no menor importancia al cultivo del espíritu que a la fortaleza bélica. La historia de Wamba aparece exornada con el cuento de las abejas, que no está en la General, pero que luego encontramos en el Valerio de las Historias. En cambio, Fernán Pérez pasa como sobre ascuas por el reinado de D. Rodrigo, y no dice palabra de la Cava, y eso que su leyenda había ya alcanzado en aquel tiempo el monstruoso desarrollo con que la vemos en la Crónica Sarracina, de Pedro del Corral, que nuestro Guzmán, en el prólogo de las Generaciones y Semblanzas, llamó trufa o mentira paladina, y a su autor vano e mentiroso hombre. Los hechos enaltecidos por la antigua epopeya nacional, no son por lo común los que prefiere el señor de Batres, cuya dirección es esencialmente erudita. El espíritu crítico se insinúa en él con dudas sobre Roncesvalles:


       Si non mienten las estorias,
       Si no nos han engañado
       Nuestras antiguas memorias..

En cambio, la leyenda de los Jueces de Castilla, se presenta con un carácter muy acentuado de democracia clásica:


           Aflitos e molestados
       De los reyes de León,
       ..........................
       Como toros mal domados
       Sacudieron de sí el yugo;
       Tanto libertad les plugo,
        [p. 73] Que, unidos e concordados,
        Non de los más poderosos
       
E más altos eligieron,
       Mas de los más virtuosos
       
Dos Príncipes escogieron,
       Los quales constituyeron
       Por Cónsules soberanos,
       Así como los Romanos
           Contra Tarquino ficieron.
       Del uno destos Prefectos,
       Cónsules o Dictadores,
       
Al tal principado electos,
        De la patria defensores,
       
Así como entre las flores
       La rosa nunca se esconde,
       Don Ferrán González, conde,
       Floresció entre los mejores.

El concepto de España se agranda en Fernán Pérez sobre de la General; y los reconquistadores del Pirineo, los reyes de Navarra, los «vascongados medio mudos, pero hardidos y fuertes», aparecen mezclados con los reyes de Asturias y León y los condes de Castilla. Sancho Abarca, sobre todo, obtiene un espléndido elogio, que parece indirecta censura a la molicie de la corte de D. Juan II:


           Los Príncipes delicados,
       Blandos e delicïosos,
       E de ungüentos olorosos
       Ungidos e rocïados,
       E de rosas coronados,
       E de púrpura vestidos,
       Non de virtudes guarnidos,
       Nin de bondades honrados,
           Miren al Rey montañés
       De cueros crudos calzado,
       E de frío espeluznado,
       Sin polido saldo arnés,
       Llenos de hielo los pies;
       Pero descercó a Pamplona,
       Porque digno es de corona
       De laurel e de ciprés.
           Aquel infeliz e vil
       Rodrigo inafortunado,
       En un lecho de marfil,
        [p. 74] E de perlas coronado,
       Perdió el grande principado
       De España, et Sancho Abarca,
       Que por cendrado se marca,
       Triunfó muy mal arropado.

Sería muy prolijo referir todo lo notable que contiene este olvidado poema. Bella y solemne es la escena de la muerte de D. Fernando el Magno, tomada de la Crónica del Monje de Silos. El breve capítulo que se dedica al Cid, conserva muy poco sabor épico, pero encierra dos cosas notables: la cita de una Estoria compuesta por Gil Díaz, escribano del Campeador, y la nueva patria que se asigna al héroe:


       Este varón tan notable
       En Río de Ovierna nasció...

La partición de los reinos por Fernando I, inspira al poeta una amonestación política, que hoy mismo no parece indigna de ser considerada y meditada por los regionalistas:


           Son pequeños los estados
       Del flaco et menudo imperio;
       Reyecillos son llamados,
       Que es gran gorja et vituperio:
           Pueden poco conquistar,
       En breve son conquistados;
       Nunca pueden sojuzgar,
       E siempre son sojuzgados.
           ¿Quién falló grandes venados
       En pequeño monte o breña?
       En agua baxa et pequeña,
       Non mueven grandes pescados.

En la lozana descripción de Sevilla, en el cuadro de la muerte de San Fernando, y en otros innumerables trozos, se ve patente la influencia de la Crónica general. Puede creerse también que el libro De Praeconiis Hispaniae de Fr. Juan Gil de Zamora, sugirió a Fernán Pérez (que más de una vez cita al erudito franciscano, maestro de D. Sancho IV) la idea y la tendencia apologética del suyo, donde predomina el generoso intento de celebrar juntas todas las glorias españolas. Así, al lado de San [p. 75] Fernando, aparece D. Jaime el Conquistador; en pos de los reyes, vienen personas del eclesiástico bando, como el Antipapa Luna y el Cardenal Albornoz, y, finalmente, poetas y hombres de letras, mezclados sin distinción de tiempos: Valerio y Liciniano, Iuvenco, Prudencio, Osio, Pedro Alfonso, Diego de Campos, el Arzobispo D. Rodrigo. Al tratar de Albornoz y del Papa Luna, el autor, abandonando el hilo de la narración, adopta una forma casi dantesca, evoca las sombras de ambos personajes, y les dirige la palabra y es contestado por ellos. Para él es cosa indubitada que Benedicto XIII, a quien, siendo niño, había conocido en Aviñón, fué verdadero Papa. Este pasaje, escrito con singular efusión, es de los más bellos del poema, y un testimonio más de la grandeza indomable del carácter de D. Pedro de Luna y del entusiasmo de los partidarios que en Aragón y en Castilla conservó hasta el fin, aun después de abandonado por los Cardenales y por los Reyes.

En resumen, el poema de los Claros Varones, malamente desdeñado por nuestros colectores, y confundido por muchos eruditos con el libro en prosa de las Generaciones, no sólo es de interesante y apacible lectura por razón de su contenido, sino que prueba ventajosamente lo que Fernán Pérez de Guzmán hubiera sido capaz de hacer, abandonando las empalagosas y pedestres moralidades en que tanto se complacía, y dedicándose al cultivo de la poesía histórica, única para la cual parece haber nacido. [1]

[p. 76]

Notas

[p. 60]. [1] . Puymaigre fué el primero que hizo esta observación.

[p. 67]. [1] . Recuerda el Justum et tenacem propositi virum.... impavidum ferient ruinae, de Horacio.

[p. 75]. [1] . Las poesías del señor Batres andan dispersas en casi todos los Cancioneros manuscritos e impresos del siglo XV, especialmente en los de Baena, Ixar, Gallardo, en tres de la Biblioteca Nacional de París (que sirvieron a Ochoa para publicar sus Rimas inéditas del siglo XV), en el de Ramón de Llavia (donde se imprimió por primera vez el tratado de Vicios y virtudes), y, finalmente, en el General de Castillo, que contiene muy pocas. Hay, además, Cancioneros especiales de Fernán Pérez, entre los cuales merece la preferencia el de la Biblioteca de los Duques de Gor, en Granada, escrito por un Antón de Ferrara, criado del Conde de Alba, «e acavóse de escrevir primero día de Marzo del Señor de mill e quatrocientos e cinquenta e dos años». No contiene más que la Confesión Rimada, los Vicios y Virtudes y los Claros Varones, pero es muy buen texto.

En Lisboa, 1512, y en Sevilla, 1516, por Jacobo Cromberger (bella y rarísima edición que posee nuestro amigo el Marqués de Jerez de los Caballeros), apareció un libro, reimpreso luego varias veces, que lleva por título.

  Las Sietecientas del docto et muy noble cavallero Fernán Pérez de Guzmán; las quales son bien scientíficas y de grandes et diversas materias et muy provechosas; por las quales qualquier hombre puede tomar regla et doctrina y exemplo de bien vivir.

Estas Setecientas se compaginaron reuniendo el libro de diversas virtudes, la Confesión Rimada, los himnos y alguna otra cosa, hasta completar el número de 700 estrofas, con que se quiso remedar las Trescientas de Juan de Mena. Los Proverbios y los Claros Varones fueron impresos por primera vez en las Rimas inéditas de Ochoa (París, 1844), pero así estas piezas, como las restantes, exigen escrupulosa revisión.