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Obras completas de Menéndez... > ESTUDIOS Y DISCURSOS DE... > VII : ESTUDIOS HISTÓRICOS > EL SIGLO XIII Y SAN FERNANDO

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ARDUO en gran manera, y erizado para mí de inmensas dificultades, es el tema que por benévola designación del ilustre Prelado organizador de este Congreso, emprendo hoy desarrollar ante vosotros. Y nace aquí la dificultad, no de la escasez o penuria de la materia, sino de su extraordinaria abundancia; no de su novedad, sino, al contrario, de ser tan conocida y familiar a todos, con lo cual ni cabe el realce de las noticias peregrinas, como tratándose de épocas más oscuras e inexploradas, ni puede esperarse gran novedad en el juicio, cuando todo está definitivamente juzgado. Ancho campo queda, sin embargo, ya en la investigación y depuración de los pormenores, tarea inacabable por su índole misma; ya en la brillante y animada exposición que hace revivir a nuestros ojos las generaciones pasadas. Pero ni lo primero cabe en los límites reducidísimos de una disertación sintética, ni lo segundo ha sido concedido nunca a mi pobre y estéril fantasía, cada vez más exhausta de formas y colores, y agobiada en este momento por el peso de otros estudios, que llevan mi atención muy lejos del siglo XIII.

Y sin embargo, ¡cuán grata cosa es volver los ojos a él y reposar el ánimo (fatigado de la batalla de ideas en que vivimos, y en que tantos espíritus naufragan) en la contemplación de aquella [p. 48] era maravillosa en que armónicamente se compenetraron todos los elementos de la civilización cristiana de Occidente! No fue perfecta aquella edad, ni la perfección cabe en lo humano, y fácil es, examinándola en los detalles, sorprender en los hombres de aquel siglo flaquezas, imperfecciones y escorias, rastros de barbarie por un lado, resabios de cultura pedantesca, hábitos mal domeñados de ferocidad y rudeza; pero aquella sociedad tuvo, en medio de evidentes descarríos que no conviene disimular, una alta y soberana cualidad: la de ser fiel a su ideal de vida y la de haber puesto este ideal en la esfera más alta del pensamiento y en la más pura realidad de la conciencia. La Edad Media en general, y muy en particular el siglo XIII, que es su cumbre, desde la cual ya se adivina el próximo descenso, estuvo penetrada y saturada de espíritus, y el espíritu, la salvó, y la hizo pasar desde las torpezas de la barbarie hasta las suaves efusiones místicas; desde la desmembración anárquica, hasta el concepto del imperio cristiano; desde el balbuceo infantil de las jergas informes que se repartieron los despojos de la lengua clásica, hasta los resplandores de la inspiración épica de Francia y de Castilla, de la inspiración lírica de Provenza y del maravilloso poema simbólico de Italia, en que pusieron mano cielo y tierra; desde las sutilezas de una dialéctica formal y de un peripatetismo degenerado, hasta las grandes construcciones sintéticas del Ángel de las Escuelas y del mártir de Mallorca; desde los rudos y macizos pilares de la iglesia románica, que parece que busca las entrañas de la tierra, hasta la aérea y sutil ojiva, calada, afiligranada y roseteada, pasmo de los ojos y tipo de toda esbeltez y gentileza.

Aquella edad fué completa, aunque no fuese perfecta; logró encontrar su arte propio, su peculiar filosofía, los organismos sociales adecuados a sus funciones, con la independencia necesaria a cada uno para su cabal desarrollo; pero en íntima relación y trabazón unos con otros. La vida exterior se desarrolló próspera y fecunda, por lo mismo que la vida interior y espiritual era tan intensa. A quien busca el reino de Dios, todo lo demás le será dado por añadidura. No hay medio tan seguro de caminar por la tierra como llevar puestos los ojos en el cielo. Los santos nos dan la clave de los sabios y de los héroes; en la vida oculta del asceta que parece ocupado tan solo en el gran negocio de purificar y [p. 49] embellecer su alma para hacerla templo vivo del espíritu, se esconde a veces la revelación del gran misterio de la historia, oculto a los ojos de la filosofía carnal y parlera; quitad del mundo a los que rezan y habréis quitado a los que piensan, y a los que pelean por causa justa, y a los que saben morir. ¿Ni cual será más adecuada preparación y más viril aprendizaje para las obras de la vida que traer continuamente delante de los ojos el espectáculo de la muerte libertadora y radiante, corona, triunfo y palma del generoso esfuerzo con que el varón justo va labrando y desbastando el mármol de su alma, herido por los reflejos de la gracia? Al incrédulo que diga que tal cuidado es egoísta y superfluo, y que el hábito de vivir en las intimidades de la conciencia torna a los hombres inhábiles y los incapacita para la acción, dejándolos a merced de las alucinaciones místicas, contesta victoriosamente la historia del siglo XIII, presentando a un tiempo en los vecinos tronos de Francia y de Castilla dos tipos de monarcas perfectos, que son a la vez tipos de santidad, levantados por la Iglesia a los altares. Grande administrador y organizador el uno, gran conquistador el otro; infelicísimo el primero en sus empresas bélicas, porque así lo quisieron altos juicios de Dios, cuanto afortunado el segundo en todo aquello en que puso la mano: héroe San Luis de paciencia y resignación en el infortunio, lo cual no es pequeño grado de heroísmo: héroe San Fernando de humildad y mansedumbre en la victoria, lo cual es quizá un grado de heroísmo más raro.

Fuera ridículo intento el de trazar aquí su biografía, no sólo porque los límites de esta disertación lo impiden, sino porque los hechos de San Fernando forman parte principalísima de la historia nacional, y han tenido muy aventajados cronistas, comenzando por su propio hijo, que en pocos, pero admirables rasgos, nos dejó el más acabado trasunto de la fisonomía moral de su padre, así en el elogio que precede al Septenario, como en los últimos capítulos de la Crónica General, de la cual, con ligeras variantes, son mera copia todas las crónicas particulares del Santo Rey que andan impresas o manuscritas. Nuevo período inició para este como para los demás estudios históricos, la crítica del siglo XVII; a la cual debemos el docto Memorial del P. Pineda (1627), que sirvió de pieza principal en el proceso de canonización: las Actas [p. 50] del P. Daniel Papebroquio (1684), que con ellas enriqueció la colección de los Bolandos, y la Crónica de don Juan Lucas Cortés, que generalmente se cree perdida; pero que yo, por conjeturas que me parecen razonables, me inclino a creer que es la misma obra que corre impresa con el título de Memorias (1800), y atribuida al  P. Andrés Marcos Burriel. El estilo de la obra y las alusiones históricas de ella claramente están diciendo que no se compuso en el siglo XVIII, sino a fines del XVII, y por autor sevillano como don Juan Lucas Cortés; y lo que debe atubuirse al P. Burriel es solamente la copiosa colección de diplomas y privilegios que acompaña a la crónica, reunidos por él como pruebas y documentos para una nueva historia que no llegó a escribir, y que tampoco se ha escrito después, aunque ofrezca magnífico asunto a la imaginación reconstructiva de un narrador artista que sepa ver y respetar la poesía de la historia, sin mezclarla ni oscurecerla con las invenciones de la propia fantasía.

Cuando ese historiador llegue, él indagará, conforme al método moderno, los antecedentes hereditarios y de educación que concurrieron en la obra de San Fernando, y acatará humillado los altísimos juicios de Dios, que de un matrimonio incestuoso y disuelto por la Iglesia hizo nacer al único rey de España que veneramos en los altares. Y notará cuán grande fué en él el predominio de la sangre materna, de la que había rebosado en las venas del heroico vencido de Alarcos y vencedor de las Navas, y cómo la benéfica influencia de aquella hembra sublime que tuvo por madre, aquella de quien dice el arzobispo don Rodrigo que «ostentó siempre pródigo desprecio de los bienes de este mundo, al paso que mostraba continuas ansias de los eternos», y que «nunca se vieron en ella femeniles melindres, sino magníficos y alentados pensamientos», triunfó desde el primer momento en su ánimo infantil sobre el mal ejemplo de la condición inquieta, voltaria y antojadiza de su padre. Excelente ejemplar doña Berenguela de aquel afortunadísimo cruzamiento de sangre inglesa y española, al cual más adelante debió Castilla la más grande de sus Reinas, acertó, con admirable mezcla de prudencia política y de magnánimo desinterés, a asentar en las sienes de su hijo la corona de Castilla, y a abrirle los caminos para la de León. [p. 51] A semejanza del fabuloso Alcides, que ahogó las sierpes en la cuna, vióse a San Fernando, alzado Rey en las Cortes de Valladolid, reprimir con blanda firmeza la anarquía señorial posesionada de Castilla durante el efímero reinado de Enrique I; reducir a quietud a los de Lara, avezados al desorden de tristes minorías y particiones anteriores; sofocar en su raíz la semilla de la herejía albigense, y levantar bandera contra los sarracenos por aquel sistema de algaras o correrías anuales que de los árabes habían aprendido los nuestros.

No fueron las campañas de San Fernando del número de aquellas empresas que maduró la fantasía antes que el entendimiento, y que por su grandeza misma hubieron de quedar casi estériles en la cuna; como la de Alfonso el Batallador, aproximándose a Granada, avistando las costas del Mediterraneo y trayéndose en rescate a la mayor parte de los infelices restos de los mozárabes andaluces, ni como la de Alfonso VII, asaltando el nido de los piratas sarracenos de Almería, con auxilio de las repúblicas marítimas de Italia y de la nuestra en Barcelona. Tales triunfos llevaban el carácter de aventuras por su índole misma, por la lejanía del país conquistado, por la escasa fuerza con que se hicieron, por la imposibilidad de establecer puntos intermedios de defensa. Admirables y todo, aún lo eran menos que el esfuerzo de aquel condottiere burgalés que con una banda de mercenarios, que iban ganando su pan a expensas de moros y cristianos, había llegado a clavar su pendón en Valencia más de un siglo antes que la casa de Aragón. Pero aunque tales alardes sirviesen para demostrar la vitalidad de la grey cristiana, a la cual sólo faltaba la unión bajo un cetro poderoso para desarraigar la morisma de todo el territorio peninsular, nunca podían tener aquel éxito definitivo y completo que tuvieron las metódicas entradas del Rey Santo en tierra de Andalucía. Quien vea a Alfonso VIII coronado con los laureles de las Navas, es decir, de la mayor victoria lograda por la Cristiandad después de la de Carlos Martell en Poitiers, detenerse ante los débiles muros de Baeza, y levantar el cerco, apremiado por el hambre, comprenderá todo el valor de aquel durísimo plan estratégico de razzias anuales con que San Fernando, a fuerza de talar campos, quemar olivares, descepar viñas, agostar alamedas y destruir y estragar la tierra de los musulmanes, fué haciendo [p. 52] avanzar su frontera desde 1224 a 1235, poniéndola hoy en Martos y Andújar, mañana en Priego y en Loja, al mismo paso que el Arzobispo don Rodrigo se enseñoreaba para sí y sus sucesores de Quesada y del Adelantamiento de Cazorla. Porque fué sabia providencia del Santo Rey aprovechar para su grande intento no sólo los recursos y fuerzas de la corona, harto exhaustos y mermados por anteriores disturbios, sino todos los elementos de la vida social, entonces tan enérgicos y autónomos, alentando con poderosos estímulos la milicia municipal, y señalando cada año de su reinado desde 1231 a 1234 con la concesión de muchedumbre de fueros y privilegios, entre los cuales, los de Badajoz, Cáceres y Castrojereriz fueron los más notables. Los efectos de tal política se vieron pronto, cuando un golpe de gente arrojada, corriendo la tierra desde Andújar, llegó a introducirse en el arrabal de Córdoba, y allí se sostuvo heroicamente hasta que el Rey, cabalgando inmediatamente de saber la inesperada nueva, acudió en su auxilio con las milicias concejiles y las de las Órdenes militares, y completó la conquista de la ciudad en 29 de junio de 1236. No era ya aquella Córdoba la Córdoba del califato; pero fué de todas suertes hazaña semejante a milagro el lograrse en breves días, y casi sin efusión de sangre, lo que en otro tiempo no había podido conseguir la formidable insurrección de mozárabes y muladíes que acaudilló Omar ben-Hafsún.

Once años separan la conquista de Córdoba de la de Sevilla. Durante este intervalo se entrega voluntariamente el reino de Murcia, tomando posesión de él el infante don Alonso:  ríndese Jaén, después de un sitio de ocho meses, en que se lidió más contra la inclemencia del tiempo que contra la desesperada resistencia de los sitiados; presta vasallaje el rey de Arjona, fundador de la dinastía de los Naseríes de Granada, avanza la Reconquista por el valle del Guadalquivir, cayendo sucesivamente en poder de los cristianos Montoro, Aguilar, Osuna, Morón, Marchena, y comienzan en las marinas de Cantabria los preparativos de la grande empresa en que Castilla iba a estrenar sus fuerzas navales, embistiendo por mar y tierra la hermosa ciudad que había sido cátedra del grande Isidoro, y donde todavía parece que resonaban los acentos de su imperecedera doctrina, no apagados ni aun por el eco de las conmovedoras elegías del rey Almotamid. [p. 53] Cinco meses duró el cerco, con trances épicos, dignos de que los hubiese eternizado el cantor de Ilión, en vez de caer en las prosaicas manos de un Juan de la Cueva, o de un conde de la Roca. El Aquiles y el Diomedes de tal epopeya fueron Garci-Pérez de Vargas y el Maestre de Santiago don Pelayo Pérez Correa, de quien la tradición supuso que, cual otro Josué, había detenido al sol en su carrera. El triunfo le decidideron las dos naos de Cantabria con que Ramón Bonifaz quebró la puente de barcas y las cadenas de hierro que establecían la comunicación entre la ciudad y el arrabal de Triana. Séame permitido conmemorar el triunfo como hijo de una de las villas marítimas en que aquellas naos se aprestaron: la Torre del Oro, la nave y las cadenas rotas figuran aun en nuestro escudo, y desde entonces miramos los montañeses con amor de segunda patria la tierra molle, lieta e dilettosa, bañada por el gran río que en son de triunfo remontó nuestro primer Almirante. Tierra cuyo elogio compendió en hermosas palabras el sabio hijo de San Fernando, que tanto la amó y que tan fiel la encontró siempre: «Nobleza ovo otrosí muy grande siempre el regno de Sevilla, et non tan solamente los que en él moraban, mas todos los otros que dél oyeron fablar lo tovieron por el más noble del mundo. Así, que muchos dexaron sus tierras donde eran naturales, et vinieron a verla, et morar en ella una gran sazon. Onde, porque España fué en sí la más noble provincia del mundo en toda bondat, Sevilla es la más noble, et fué, que todas las otras del mundo. Grande es otrosí, no tan solamente en el cuerpo de la cibdat, que es mayor que otra que sea en España, más aun en todo el regno, ca la su longueza tien desde la grant mar fasta el río de Guadiana: et la ancheza, en do más estrecha, extiende aquella mar misma fasta las sierras de Ronda... Abondada es otrosí de todas cosas que son para vida et mantenimiento de los omes, más que regno de España toda, ni otro que ome sepa. Et todas las cosas ha de suyo cumplidamente, non tan solamente de pan et de vino... mas aún de carnes también, de bestias bravas, como de criadizas. Otrosí de pescados de muchas maneras de amas mares, et de aguas dulces que ha muchas et buenas. Et de ólio, que han el mayor abondamiento que en logar del mundo, et aun frutas de muchas maneras, et grama et yerba, et montes muchos et buenos, et viñas de todas naturas. Otrosí es [p. 54] viciosa, porque los fructos nacen et crescen mucho ayna. Et el tiempo es templado comunalmente, non seyendo muy frío al tiempo de la friura nin muy caliente ademas a la sazon de la calentura. Poderoso regno es otrosí para quebrantar sus enemigos, no tan solamente los que están cerca de España, mas aun los otros de allén la mar. Ca él ha en poder amas las mares, la mayor que cerca todo el mundo, et la menor a que llaman mediterránea, que va por medio de la tierra. Et ha muchas fortalezas buenas para guerrear et otrosí defenderse quando es mester. Et por todas estas cosas que ha es alabado sobre las otras tierras et gentes del mundo. Asi que todos han sabor de la ver et de fablar de los sus bienes comunalmente más que de otra tierra, ca magüer se pague de su tierra onde es natural et la alabe por razon de la naturaleza, esta por su bondat es tan solamente alabada de todos, ca en ella han lo que han mester para los que y moran, et para abondar las otras tierras, lévenlo por tierra et por mar. Onde por todas estas raçones la dió Dios al Rey Don Fernando...»

Diósela, en efecto, entregando las llaves el rey Axataf, y entrando en triunfo, no el humildísimo monarca, sino la Reina de los Cielos, ya en su efigie de la Virgen de los Reyes, ya en alguna otra de las que continuamente acompañaban al Santo Rey en sus campañas. Repoblada la ciudad a fuero de Toledo, el repartimiento publica la generosa largueza con que el conquistador galardonó a sus compañeros, animándolos con ello sin duda a completar en breve plazo la sumisión del reino entero de Sevilla, cayendo sucesivamente en poder de los nuestros y repoblándose de familias cristianas Jerez, Medina-Sidonia, Alcalá, Vejer, el Puerto de Santa María, Cádiz, Arcos, Lebrija y Niebla, «parte por combatimientos, parte por pleytesías», como la Crónica dice. Fuera del exiguo y tributario reino de Granada, no quedaba a los musulmanes en Andalucía ni un solo palmo de tierra, y eran tan grandes los pensamientos del rey, que cada día le incitaban a la empresa de Africa, y seguramente hubiera atravesado el mar y perseguido a los Benimerines en las mismas vertientes del Atlas si Dios que, para probar la constancia de nuestra raza y depurarla en el crisol del infortunio, la reservaba todavía más de dos siglos de lucha y una nueva y formidable invasión mauritana, no hubiese llamado al cielo el alma de aquel gran soldado de la fe, que [p. 55] en sus documentos gustaba de llamarse con entera verdad «servidor e caballero de Cristo», «alférez del Señor Santiago, cuya seña tenemos». El tránsito de San Fernando oscureció y dejó pequeñas todas las grandezas de su vida. Con la soga de esparto al cuello y la candela encendida en las manos, desnudo de todas las insignias y atributos de la majestad, sintió anticipadamente el sabor de la eternidad y se le hizo sentir a cuantos le rodeaban, bañándolos en lumbre y resplandor de glorias suprasensibles, y pareció que aún en esta vida se le abrían y mostraban patentes las puertas de diamante de la Jerusalén celeste, donde penetró como regio triunfador, a los tonos del Te Deum laudamus, que le había acompañado en sus victorias; cubierto con el polvo de cien combates, ni uno solo contra cristianos.

Al morir dejaba asegurada la Reconquista; ensanchado casi en la mitad el territorio castellano con las tierras más fértiles, ricas y lozanas de España; abierto para Castilla el camino de los dos mares por larguísimas leguas de costa; fundada la potencia naval; inaugurado el comercio con Italia y aun con las postreras partes de Levante; atraídos por primera vez artífices y mercaderes a un reino donde antes sólo resonaba el yunque en que se forjaban los instrumentos del combate; floreciente el estudio de Salamanca fundado por su padre, y el de Valladolid, que inauguró su madre; respetada donde quiera la ciencia de teólogos y juristas; traducido en lengua vulgar el Fuero-Juzgo y echados los cimientos de la unidad jurídica; triunfante el empleo de la lengua popular en los documentos legales; comenzada en el Libro de los doce sabios y en las Flores de Philosophia aquella especie de catequesis moral por castigo e conseio que muy pronto había de completar Alfonso el Sabio; y finalmente, cubierto el suelo de fábricas suntuosas en que se confundían las últimas manifestaciones del arte románico con los alardes y primores del arte ojival, cuyo triunfo era ya definitivo. Entonces fué cuando el Arzobispo don Rodrigo dió comienzo a la gran máquina de su Iglesia metropolitana de Toledo, que le ha hecho aún más inmortal que sus Historias y que su asistencia en las Navas; y entonces, cuando el Tudense exclamaba en un rapto de entusiasmo, muy raro en la habitual sequedad de su prosa de analista: «¡Oh, cuán bienaventurados tiempos en que el muy sabio Obispo don Mauricio edificó su [p. 56] iglesia de Burgos; el canciller del Rey Juan fundó la iglesia de Valladolid y después, siendo Obispo de Osma, edificó aquella catedral; don Nuño, Obispo de Astorga, hizo la torre y claustro y compuso su iglesia; Lorenzo, Obispo de Orense, levantó la torre que hacía falta en su templo, y el piadoso don Martín, Obispo de Zamora, no cesaba de edificar monasterios, iglesias y hospitales. A todo esto ayudaban con larga mano el gran Fernando y su muy sabia madre doña Berenguela con mucha plata y piedras preciosas y ornamentos!»

Tal fué la vida exterior del más grande de los Reyes de Castilla: de la vida interior, ¿quién podría hablar dignamente sino los ángeles, que fueron testigos de sus espirituales coloquios y de aquellos éxtasis y arrobos que tantas veces precedieron y anunciaron sus victorias? Pero aun en lo meramente humano, fué tal la grandeza de San Fernando, que en aquel siglo, tan fecundo en grandes monarcas, ninguno puede encontrarse que ni en perfección moral, ni en la prudencia política, ni en el éxito constante y progresivo de sus empresas, a un tiempo militares y civilizadoras, pueda disputarle la primacía. No es preciso, para esto, exornarle por indiscreto celo con títulos que no le corresponden; San Fernando no escribió ni preparó las Partidas, ni otro ninguno de los cuerpos legales que llevan el nombre de su hijo; pero mostró el camino de llegar a la unidad de derecho, ya sometiendo a cierto plan la concesión de fueros municipales, ya dilatando y esforzando cuanto pudo la autoridad del Fuero Juzgo, único cuerpo general de leyes que hasta entonces poseía la nación, aunque anticuado ya y deficiente como elaborado y compuesto para un estado social tan diverso. No fundó el Consejo Real de Castilla ni se rodeó de una Academia de doce sabios, como candorosamente creyó el autor de sus Memorias; porque esos doce sabios son una ficción oriental, y el libro castellano que registra sus dichos es traducción de sentencias árabes bien conocidas; pero con ese libro y otros semejantes quiso inculcar suavemente a sus súbditos la noción pura de la moral y del derecho, y prepararlos para una legislación futura, basada en principios abstractos y de razón, para la cual todavía no estaban maduros los tiempos, como luego lo mostró el fracaso de la empresa de su hijo, culpable sólo de haber desatendido el elemento histórico, queriendo lograr de un [p. 57] salto la perfección. El mismo Alfonso el Sabio lo confesaba, haciendo justicia al talento práctico de su padre, con todo el candor propio de su grande alma. «Mas él, como era de buen sesso, et de buen entendimiento, et estaba siempre apercibido en los grandes fechos, metió mientes et entendió que como quier que fuere bien et onrra dél et de los suyos en facer aquello quél conseiaban, que non era en tiempo de lo facer, mostrando muchas razones buenas que non se podía facer en aquella sazón... porque los omes non eran aderezados en sus fechos assí como devian, ante desviaban et dexaban mucho de facer lo que les convinía que ficiessen... et que este aderezamiento non se podía facer sinon por castigo et por consejo que ficiesen él et los otros reyes que después dél viniesen... et que este castigo fuese fecho por escripto para siempre, non tan solamente para los de agora, mas para los que habían de venir, et por ende cató que lo meior et más apuesto que podía seer, era de facer scriptura en que les demostrase aquellas cosas que habían de facer para ser buenos et aver bien, et guardarse de aquellos que los ficiesen malos, porque odiasen el facer mal. Et esta escriptura que la toviesen así como heredamiento de padre, et bien fecho de Sennor, et como conseio de buen amigo, et esto fuese puesto en libro que oyesen a menudo, con que se acostumbrasen para ser bien acostumbrados... raigando en si el bien et tollendo el mal.» Este libro que él proyectaba, era el Septenario, que luego en parte compuso y ordenó su hijo.

Rasgos hay en la vida de San Fernando que resultan durísimos para nuestro sentir moderno: guerras de tala, devastación y exterminio; pena de fuego aplicada de continuo a los herejes: rasgos en que no conviene ni insistir demasiado ni defenderlos con razones sofísticas, ni menos disimularlos con interesada cautela. Pero quien tenga en cuenta la diferencia de los tiempos, las costumbres jurídicas del siglo XIII a las que el Santo Rey se atemperó y no olvide el principio de que la santidad no excluye errores de juicio, aunque implique virtud en grado heroico, no podrá menos de exclamar leyendo la historia de San Fernando: «Admirable es Dios en sus Santos». (Mirabilis Dominus in sanctis eius).

Grande y providencial en todas partes el siglo XIII, presenta en España de un modo tan evidente las huellas de un designio y ley superior, que es imposible dejar de reconocer la acción eficaz [p. 58] de la mano divina que reúne en el espacio de cien años al vencedor de las Navas; al conquistador de Córdoba y de Sevilla; al conquistador de Mallorca, de Valencia y de Murcia; al fundador de la Orden de Predicadores; al grande Arzobispo de Toledo, padre de la historia nacional; al primer poeta español de nombre conocido; al rey legislador, astrónomo y sabio, que descorre y hace patentes los arcanos del Firmamento, mientras que deposita y hace germinar la semilla de la filosofía moral en el corazón de su pueblo; al organizador y sistematizador del Derecho Canónico; al rey de los hebraizantes cristianos y de los controversistas antijudaicos, y, finalmente, al maravilloso, genial e iluminado filósofo que construye como nueva escala de Jacob el arte y método del ascenso y descenso del entendimiento.

Para detener en los puertos del Muradal la nueva oleada de las hordas fanáticas, que desde las vertientes del Atlas, amagaban sumergir la civilización cristiana, después de haber borrado hasta el rastro de la brillante aunque efímera cultura arábigoespañola, suscitó la Providencia a Alfonso VIII; para seguir triunfalmente hasta el corazón de Andalucía el camino trazado por él, y abrir a la Reconquista amplio cauce por el valle del Guadalquivir y hasta el confín marítimo de la feliz Tartéside, puso la espada de sus justicias en la mano de San Fernando; para emancipar los vergeles levantinos, y dar a Aragón las llaves del Mediterráneo, desde Mallorca hasta Sicilia, levantó como dos titanes a don Jaime el Conquistador y a su heroico hijo don Pedro III; para reducir a unidad el caos de la legislación y educar en la filosofía práctica el espíritu de su raza, para casar los aforismos de la sabiduría oriental con la razón escrita de la ley romana, para medir los cielos con el compás de Hiparco e inaugurar en las escuelas de Occidente la era de la observación y del cálculo, abrió los tesoros de su ciencia y los derramó con largueza sobre la frente de Alfonso el Sabio, como en otro tiempo sobre la del hijo de David y Betsabé; para salvar la Fe cristiana del contagio del Talmud y de la Kábala, para atacar en la raíz el sistema avicebronista de la emanación y el panteísmo averroísta del entendimiento uno, armó con el hierro de la Fe (pugio fidei) el brazo de Ramón Martí, autor del primer vocabulario arábigo que vió Europa, y puso el verbo de la Cruzada científica en los labios de Raimundo Lulio, [p. 59] haciéndole sellar la pureza de la doctrina con la santidad del martirio; para fundar la Orden que había de difundir por todos los confines del orbe la palabra evangélica y triunfar dogmáticamente en las escuelas, dando su definitiva forma al pensamiento escolástico, hizo nacer a Santo Domingo de Guzmán, martillo de los Albigenses; para escribir la suma jurídica de la Edad Media y comunicar al laberinto de las Decretales aquel sistema y disciplina metódica que las permitió contrabalancear el exclusivismo del renaciente Derecho Romano, y abrir campo a nuevas instituciones y a nuevas ramas del árbol de la ley, hizo nacer a San Raimundo de Peñafort. Y para acompañar y festejar todo este prodigioso movimiento de los espíritus, soltaron casi a un tiempo los andadores de la infancia las lenguas vulgares de la Península, y al paso que en Galicia y en Portugal florecía una gentil primavera lírica, émula más que tributaria de la de Provenza, la lengua castellana pasaba desde la heroica rudeza de las gestas épicas hasta el candoroso artificio del Mester de clerecía , y ensayaba por primera vez con Berceo la piadosa leyenda y la regalada expresión de los afectos místicos, y por primera vez intentaba con los autores del Apollonio y del Alexandre reanudar la cadena de oro de la tradición clásica, de un modo tosco sin duda e imperfecto, pero que anunciaba alientos capaces de mayores empresas, cuando la perfección del instrumento correspondiese a la grandeza de los propósitos.

Casi al mismo tiempo nacía en Castilla y en Cataluña la prosa histórica y didáctica, adulta y robusta desde sus principios, sin deber nada a provenzales ni a franceses, apta ya para expresarlo todo, desde la astronomía hasta la metafísica; prosa grave y familiar a un tiempo, llena de noble majestad y de candorosa sencillez, adecuada más que otra ninguna para el tono paternal de los amonestamientos, castigos y doctrinas con que el príncipe corrige a su pueblo y el sabio corrige al príncipe, como en los libros orientales: prosa que es la expresión misma del sentido común, acaudalada por la experiencia propia y ajena, enriquecida con los tesoros de Levante y de Poniente, heredera de la gravedad estoica y del sutil pensar de nuestro Séneca, por cuyos labios la conciencia española formuló por primera vez su imperativo categórico: heredera de la ciencia enciclopédica del grande Isidoro, y finalmente [p. 60] adornada y embellecida con todas aquellas peregrinas sentencias, apólogos y proverbios que desde su nativa y remotísima cuna de la India venían pasando por los bazares de Damasco y de Córdoba como perlas desgranadas de un collar persa o sirio. Por España entraron cuantas cosas de Oriente eran adaptables al curso de la civilización europea; y si es cierto que el movimiento de aproximación se había iniciado inmediatamente después de la conquista de Toledo, y había alcanzado su punto culminante a mediados del siglo XII bajo los auspicios y generosa protección del emperador Alfonso VII y de su canciller el Arzobispo de Toledo don Raimundo, difundiéndose por Europa, merced a la incesante labor de nuestros traductores, el tesoro de la ciencia de Avicena y de Algazel, de Avempace y Avicebrón, de Averroes y Alpetragio, todavía hay que conceder al siglo XIII, y al Rey Sabio, y a Raimundo Lulio, que en la relación intelectual le personifican mejor que nadie, el mérito de haber convertido en pan de las muchedumbres lo que hasta entonces sólo era regalo de los muy doctos, haciendo hablar al castellano el lenguaje de las ciencias positivas y al catalan el lenguaje de la filosofía pura, mucho antes que otra ninguna de las lenguas modernas estuviese preparada para tal empleo.

No menos temprana en su nacer ni menos admirable en su nativa perfección, la historia que don Lucas de Tuy y el Arzobispo don Rodrigo habían ido levantando desde las áridas formas del Cronicón hasta su antigua majestad de maestra de la vida humana, recogía bajo la pluma del Rey Sabio y de sus colaboradores todo el caudal de la tradición épica y de la erudición escolástica, y daba a los pueblos de la Europa moderna el primer ejemplo de una historia nacional y de una historia universal en su propia lengua, al paso que en las memorias de don Jaime ofrecía el primer modelo de relación autobiográfica, en que el singular hechizo del cronista héroe queda al nivel de la grandeza de sus increíbles hazañas.

No fué el siglo XIII el más grande de nuestra historia, porque luego tuvimos otro de todo punto incomparable, en que el pensamiento y la acción de nuestra raza se desbordaron sobre el mundo entero; pero fué de todas suertes la España del siglo XIII memorable ensayo y providencial preparación de la España del siglo XVI. [p. 61] Si en un nombre quisiéramos cifrar la grandeza de un período tan capital en la historia de los tiempos medios como fué el siglo XIII, difícilmente hallaríamos alguno tan adecuado para el intento como el del Santo Rey, que ganó para Cristo esta gloriosa ciudad, y que sigue guardándola y defendiéndola como numen doméstico y sombra tutelar. Entre los grandes hombres del siglo XIII español, que brevemente quedan enumerados, casi todos le representan bajo aspectos parciales, descollando entre ellos el de la actividad intelectual. Cuál es teólogo, cuál jurista, cuál filósofo, cuál historiador o poeta. Con el Salomón castellano se sentó en el solio la sabiduría, en la más plena extensión del vocablo, y desde el solio descendió hasta el pensar común ennobleciéndole y transfigurándole con cierto género de filosofía regia; pero el predominio del intelectualismo fué en Alfonso el Sabio tan absorbente y tiránico, que determinó en su espíritu un desequilibrio grande entre lo posible y lo actual, haciendo en él sueño y quimera literaria lo que había de ser magnífica realidad en Carlos V: el imperio en España y por España, cabeza y corazón de la Cristiandad. De los dos grandes Reyes aragoneses no cabe duda que bajo el aspecto del heroísmo bélico no ceden el paso a nadie, y que con ser heroicas la conquista de Sevilla y la de Córdoba, todavía hablan a la imaginación con más prestigio épico los trances de Mallorca y de Valencia, o de la expedición a Sicilia, o de la heroica resistencia del Coll de Penissars. Pero así en el Rey Conqueridor, como en su hijo, el heroísmo no anduvo exento de sombras y flaquezas mundanas, ya de intemperancia, ya de rebeldía, propias de la áspera e indómita condición de los hombres de la Edad Media, por lo cual no se reveló en ellos plenamente el ideal del príncipe cristiano, aunque la grandeza humana brillase en su frente con desusados resplandores. La unión de la santidad y de la fuerza, el triunfo total del espíritu sobre los afectos domeñados, la perfección moral convertida en norma de república y buen gobierno, la vida de gracia rigiendo la vida política, sólo en vuestro Santo Rey puede encontrarse.

Notes

[p. 47]. [1] . Nota del colector - Discurso de Menéndez Pelayo en el Tercer Congreso Católico Nacional, celebrado en Sevilla en Octubre de 1892.

Se colecciona por primera vez en Estudios de Crítica Literaria.