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Obras completas de Menéndez... > BIOGRAFÍA CRÍTICA Y... > CAPÍTULO XVIII : «MAESTRO DE UN PUEBLO ENTERO»

Datos del fragmento

Texto

Dios nos concede morir así, aunque no
escribamos el
Ensayo.
Palabras de M. Pelayo refiriéndose a la
santa muerte de Donoso Cortés.

GRATA MIRADA RETROSPECTIVA.—¡BIEN VENGAS MAL, SI VIENES SOLO!— ENTREGADO CON ENCARNIZAMIENTO A LA DURA TAREA.—EL MAGISTERIO ILUMINADO DE D. MARCELINO.—UN INTERVALO DE MEJORÍA Y DE OPTIMISMO.—LLUEVEN HONORES Y CONDECORACIONES.— APRESURAMIENTOS POR DEJAR RECOPILADAS Y AL DÍA SUS OBRAS.—LOS ÚLTIMOS AMOROSOS CANTOS.—LA SANTA MUERTE DEL SABIO.

El abrumador trabajo intelectual, la vida sedentaria y antihigiénica que hacía desde que se encerró en aquellas tristes habitaciones de la Academia de la Historia, el desarreglo en las comidas, siempre fuera de casa; las chinchorrerías diarias propias de los cargos directivos que tenía y los disgustos que por un lado o por otro nunca le faltaron, venían minando su salud.

Ya en 1897 Emilia Gayangos, inteligentísima señora a quien Menéndez Pelayo había conocido desde muy niña, [108] con todo el [p. 304] cariño y veneración que le profesaba, le previene de las amenazas que sobre él se ciernen: «Cuídese usted. No sé cómo su cuerpo puede soportar tanto trabajo y tan gran alma. ¡Pasee y cuídese, por Dios!»

Pero a pesar de éste y tantos otros consejos como se le daban, continuaba su tarea agotadora día tras día, llenando cuartillas y devorando libros en aquella su media celda de la Academia.

Por unos u otros motivos o pretextos desde las vacaciones de Semana Santa y Pascua de Resurrección que había pasado en Lisboa con Valera en el año 1883, casi siempre salía de Madrid en estas cortas vacaciones tomándose algún descanso y distracción en sus trabajos. Si no podía ir más lejos pasaba por lo menos unos días con sus amigos los agustinos del Escorial, o en Ávila o en Toledo. En Barcelona estuvo en el año 1887, y en el 1888 con motivo de los Juegos Florales. Desde el año 1891 hasta 1900 va casi sin interrupción a Sevilla. Sentía especial predilección D. Marcelino por Sevilla. Ille mihi terrarum omnium angulus ridet, dice en alguna ocasión hablando de la capital andaluza. En Sevilla había soñado mucho en su primera juventud; en Sevilla tuvo su último y no correspondido amor y allí estaba la Biblioteca Colombina, casi novia suya también, en que tan buenos ratos había pasado, y la preciosa biblioteca del Marqués de Jerez de los Caballeros, quien le hospedaba en su misma casa y las tertulias literarias de su hermano, el Duque de T'Serclaees, en las que se reunían tan ingeniosos y alegres amigos, y la Academia de Buenas Letras, y la Sociedad de Bibliófilos Andaluces, y la erudición hecha amenidad y personificada en aquel D. Francisco Rodríguez Marín, redivivo Cervantes andaluz.

El grupo de literatos sevillanos amigos esperaba, como se espera con seguridad la llegada de las golondrinas todos los años, que apareciese D. Marcelino en Sevilla. Y él, desde Madrid, al acercarse la primavera, empezaba ya a pensar en remontar el vuelo hacia la tierra de María Santísima.

[p. 305] Cuenta Rodríguez Marín, cómo les asombraba «con la riqueza de su saber, caída al desgaire de sus labios, pero solazándonos al par con aquel gracejo y buen humor con que, no sin tartamudear alguna vez, solía referir infinidad de cosas interesantes, que sin dejar de ser literarias y cultas, eran al mismo tiempo alegres y regocijadoras».

Y de tal modo se daba a la confianza el insigne maestro que hasta le gastaban bromas sus amigos, como cuando el ingeniosísimo Micrófilo compuso un bello soneto que decía haber encontrado anónimo entre unos papeles viejos y que debía ser de algún autor de nuestra Edad de Oro. Pero no le engañaban tan fácilmente en este terreno. Al día siguiente le preguntaba a Rodríguez Marín: «Diga usted, D. Francisco; usted que conoce bien a Micr ófilo, ¿le considera capaz de haber compuesto ese soneto?» Y D. Francisco se sonrió en tal forma que no necesitó D. Marcelino otra contestación.

Fue el año 1900 el último que estuvo por Semana Santa y Feria en Sevilla. En noviembre de este año escribe a Rodríguez Marín: «Llegan a mi oído rumores, que no creo y que enérgicamente he desmentido, de que nuestro amigo el Marqués de Jerez trata de enajenar o ha enajenado ya, su maravillosa colección de libros de literatura española.» Y añade más adelante, con exageración disculpable en un bibliófilo que ha acariciado uno por uno aquellos volúmenes: «Mayor desastre y más irremediable sería éste que los de Cavite y Santiago de Cuba y pido a Dios que no se confirme». Pero desgraciadamente el rumor se confirmó y Rodríguez Marín, en 15 de enero de 1902, le dice: «No iba usted descaminado cuando ha dos años, me hizo cierta pregunta; la biblioteca del Marqués de Jerez, ya, desde esta tarde, no es suya: la ha vendido, toda entera, a Huntington, en 800.000 francos». Y al día siguiente le enviaba este telegrama: «Rectifico: 600.000 francos pagaderos abril. ¿Cabría tanteo Estado?»

Pero el Estado español no se preocupaba entonces de estas minucias y la riquísima biblioteca del marqués emigró a los Estados Unidos, siendo hay uno de los más preciados lotes que constituyen el fondo bibliográfico de la Hispanic Society of America.

[p. 306] Don Marcelino, antes de que se hiciera la venta, dando por seguro que aquellos libros iban a salir fuera de la patria, adquirió buen número de ellos, por lo que se vio durante unos años en gran aprieto económico para ir pagando esta deuda. [109] Trataba de remediar en cuanto sus pocas fuerzas alcanzaban, el abandono e indiferencia del Estado Español.

Sin los libros del marqués, Sevilla había perdido para él uno de sus principales encantos. Ya no vuelve por allí más que unos días, cuando va a leer, el 5 de diciembre de 1904, su hermoso discurso para conmemorar el quincuagésimo aniversario de la definición dogmática del misterio de la Inmaculada. Entonces se hospeda en casa de su amigo Joaquín Hazañas de la Rúa, que era rector de la Universidad.

En 1901 no salió de Madrid en las vacaciones de Semana Santa, pues en 31 de marzo es cuando hace su ingreso en la Academia de Bellas Artes de San Fernando. Al siguiente año tampoco puede tomarse ningún descanso; permanece en Madrid ocupándose de los preparativos para la recepción del Rey en la Biblioteca Nacional y de la fiesta, que el día 24 de mayo se iba a celebrar, con motivo de la mayoría de edad de Don Alfonso XIII y su proclamación.

En 1903 va por primera vez a Valencia. Tenía allí Menéndez Pelayo un amigo gran bibliófilo, D. José Enrique Serrano Morales, que poseía una buena biblioteca, y desde hacía años, le estaba invitando a que fuese a visitarle y a conocer la ciudad del Turia. Ya hemos visto que en 1898, precisamente cuando se estaba celebrando su tercera elección de senador por la Universidad de Oviedo, andaba él tranquilamente en Murcia, hospedado por otro gran bibliófilo, el Conde de Roche. El clima benigno de las tierras levantinas le había dejado un grato recuerdo, y animado por esto, y por el alhiguí de unos códices mayansianos y [p. 307] noticias sobre Luis Vives, de que le habla Serrano Morales, se decidió a ser su huésped en aquellas vacaciones de Pascua de Resurrección.

El día 6 de abril de 1903 llegaba a Valencia donde pasó, contentísimo y muy agasajado de todos, doce días. «Aquí hay mucho que ver y admirar en todo orden de cosas —le dice a Enrique—. Para mis aficiones he encontrado abundante caudal en archivos y bibliotecas, comenzando por la de mi huésped Serrano Morales, que es una de las más ricas entre las particulares de España. Los eruditos locales, que abundan aquí y forman grupo, como en Sevilla, me han recibido con el más cordial entusiasmo y me acompañan a todas partes. Hoy vamos a ver las ruinas de Sagunto».

Y la verdad es que aquellos valencianos desbordaron su entusiasmo con el Maestro. Las Provincias y La Voz de Valencia traían páginas enteras relatando el «osequio fino y el floriqueteo pomposo», como decía Enrique, de que D. Marcelino era objeto. El día 17 de abril se organizó una jira por la Albufera, que dejó memoria en los anales de los festejos valencianos. La minuta del banquete que se le ofreció, parece, por lo selecta y copiosa, algo digno de las bodas de Camacho.

La madre, cuando Enrique le leía estas cosas en la prensa, ponía, alarmada, su eterno comentario: «ésa es una comida de insensatos».

Al siguiente año volvió también a pasar las vacaciones de primavera en Valencia, hospedándose otra vez en la casa de Serrano Morales, con quien había hecho una cordialísima amistad. Más obsequios de los valencianos, nuevas exploraciones bibliográficas, proyectos para la fundación de la «Sociedad de Bibliófilos Valencianos», notas, un montón grande de notas para la Bibliografía Hispano-Latina, para escribir una biografía sobre Luis Vives, para tantas otras obras como trae entre manos.

En 1905 ya no puede salir de Madrid. Estaba ocupadísimo preparando, en la Biblioteca Nacional, la exposición cervantina, terminando aquella pieza de Antología que leyó el 8 de mayo en la Universidad de Madrid sobre Cervantes y el Quijote, lo mejor, [p. 308] según le dicen todos, de cuanto se escribió en aquel Centenario de la publicación de la obra inmortal; y embargado por triquiñuelas de juntas, consultas y asesoramientos en la serie de festejos y actos para celebrar o apedrear, como él decía, a Cervantes.

Empiezan los años más tristes para D. Marcelino. El reúma, que le venía molestando, se agrava y presenta manifestaciones intranquilizadoras, con hinchazón en las articulaciones, fuertes dolores y fiebre. En 14 de marzo de este año le cuenta a Serrano Morales que acaba de levantarse de la cama «donde me ha tenido postrado un fuerte ataque reumático en ambos pies y en el brazo derecho». En cuanto pudo moverse un poco se fue a Santander, donde tenía la ilusión de que curaba mejor su reúma que en el clima reseco de Madrid.

Julio Cardenal, el conserje de la Academia, le había atendido cuidadosamente dándole baños de vapor y amasajes en los pies hinchados. Gracias a estas curas de Julio, «criado ejemplar», como él le llama, pudo ir a leer su discurso en la Universidad. Y si ejemplar era el criado no lo fue menos en esta ocasión el señor, que en prueba de reconocimiento tuvo la delicadeza de regalarle el original, que tantos hubieran ambicionado, de aquel hermoso discurso [110] .

A todas estas dolencias físicas unióse la grandísima pena que sufrió con la muerte de su madre, acaecida el l de septiembre de este año. En 1899 (13 de mayo), había fallecido su buen padre. «El golpe fue terrible y por más de dos meses tuve que suspender toda ocupación y correspondencia literaria», decía entonces a su amigo el mallorquín Antonio María Alcover; ahora es un mazazo el que recibe con la muerte de aquella madruca en la que había concentrado su cariño. «La psicología de Menéndez Pelayo, fuera de su colosal inteligencia, era completamente infantil», dice Rodríguez Marín con gran acierto. Como un niño le trató [p. 309] siempre su madre, como un niño se conducía D. Marcelino con ella contándole todas sus cosas. Siempre que salía de casa para volver a aquel Madrid que tan antipático se le estaba haciendo, había escenas de emoción en la despedida de la madre y el hijo. Y la buenísima D.ª Jesusa se asomaba al mirador para verlo marchar desde el jardín de la casa y él en la misma calle, volvía la cabeza y miraba al hotelito con ojos humedecidos, y a voces, que oían todos los vecinos, se alejaba diciendo: ¡Adiós, madre! ¡Adiós, madre!

Al darle en este año de 1905 un adiós para siempre, sufrió el más grande desgarrón de su alma. Ya habían pasado unos meses de esta desgracia acaecida a Menéndez Pelayo, cuando le encontró en Madrid D. Juan Vázquez de Mella —él mismo nos lo cuenta— y le vio tan apenado, tan decaído, que tuvo que invocar sus creencias cristianas para tratar de levantar su espíritu. Fortuna fue en medio de toda su pena que Enrique se hubiese casado dos años antes, en 26 de agosto de 1903, con María Echarte, hermana de su primera mujer. El hogar de Santander seguía amorosamente atendido y en el nuevo matrimonio encontró como una continuación de sus padres. «Queriendo dar una prueba de mi agradecimiento a mi hermano Enrique y a su mujer D.ª María Echarte, por las atenciones y cuidados que me han dispensado siempre, y especialmente desde la muerte de mis padres (que de Dios gocen) —dice en la primera cláusula de su testamento D. Marcelino—, nombro a mi dicho hermano y, si él falleciere antes, a su mujer, herederos de todos mis bienes y derechos».

Motivo también para él de gran dolor fue la pérdida de Valera, ocurrida en aquella primavera. «Era el corazón el que en él hablaba cuando se trataba de usted en aquella salita de la Cuesta de Santo Domingo, que yo frecuenté tanto por oír la palabra viva, briosa, penetrante de aquel amigo, versado en mil cosas», le dice Farinelli a Menéndez Pelayo. Con el corazón en la mano habló también siempre D. Marcelino de su dulce Valera, y si éste, como hemos dicho, fue un peligro para el joven montañés recién llegado a Madrid, lleno de triunfos e ilusiones, D. Marcelino fue poco después para Valera una esperanza, un ejemplo en el que iba modelando, sin darse cuenta, su vivir y haciendo cada vez más [p. 310] ortodoxo su pensar. Valera era un liberal que estaba siempre al lado de los neos, en gran parte por D. Marcelino. No se ha estudiado bien esta evolución lenta, pero siempre avanzando, del autor de Pepita Jiménez. Su último escrito, el discurso sobre el Quijote , no es, usando términos de la época, el de un avanzado, sino el de un retrógado. Valera murió cristianamente y confesándose. Monseñor Montes de Oca, aquel Ipandro Acaico que formó con él y con D. Marcelino la trinca helénica de años atrás, se encontraba entonces en Madrid, desterrado de Méjico por maximilianista, y en aquellos últimos días de la enfermedad visitaba con frecuencia a D. Juan y creo que fue él quien le confesó.

Para estas penas lo mismo que para el dolor que le causaban las ingratitudes de los amigos, no conocía D. Marcelino mejor remedio que el trabajo, y en cuanto lograba vencer las angustias primeras se entregaba con verdadero encarnizamiento a sus tareas literarias.

Trabajaba entonces en otra gran empresa, la de la publicación de una Nueva Biblioteca de Autores Españoles, que completase la de D. Manuel Rivadeneyra y remediara también sus defectos en textos y estudios preliminares. En aquel año de 1905 se da a la publicidad, anunciando esta colección de obras clásicas, el interesantísimo y erudito Prospecto editorial, que no lleva firma, pero está redactado por Menéndez Pelayo; y en este mismo año sale también el primer volumen de la Nueva Biblioteca, que contiene el primer tomo de los Orígenes de la Novela, «asunto hermoso pero vastísimo y que no sé cómo encerrar en límites razonables», dice D. Marcelino a Serrano Morales.

Entregado con verdadero frenesí a la ardorosa tarea diaria no se permite ya ni una expansión ni un descanso. Solamente los domingos por la tarde recibe a sus amigos, continuando la buena tradición de las tertulias literarias de señeras figuras desaparecidas. González de Amezúa, uno de los pocos que aún viven [111] de [p. 311] aquel círculo de fieles discípulos que hasta última hora rodearon al Maestro, nos ha descrito aquellos coloquios llenos de sabiduría, en los que iban a aprender muchas cosas aún sobre las mismas materias de su especialidad. Y de sus labios brotaba todo saber sin esfuerzo, con naturalidad, sin ostentación, sin sentar cátedra, a veces hasta disimulando su ciencia y como pidiendo perdón por tener que adoctrinar.

Pero no era solamente aquél como cenáculo de amigos el que dirigía; su figura se había agigantado y era ya el «Maestro de un pueblo entero levantado por él a un nuevo ideal de vida y consciente de su valer». Su verbo iluminado tiene eco entre los más estudiosos, entre los mejores, y él es el oráculo a quien consultan y cuyas directrices siguen los grupos de investigadores que en todas partes ha ido formando: los baleares, los catalanes, los bibliófilos valencianos y los sevillanos, sus paisanos de la Montaña, que le ven con verdadera veneración, y los entusiastas admiradores que tiene entre las órdenes religiosas, que hacen leer sus escritos en los refectorios. No hay hispanista en todo el mundo que no se dirija a él pidiéndole datos y orientación en sus estudios; llenaríamos muchas páginas con sólo los nombres de eruditos de otros países que escriben a Menéndez Pelayo como a maestro indiscutible, en literatura, en historia, en arte. En nota, por no interrumpir este relato, damos de entre los centenares de corresponsales, unos cuantos nombres de los que más suenan en oídos de estudiosos españoles [112] . Los que aún se [p. 312] atreven a hablar de falta de proyección europea en el pensamiento de Menéndez Pelayo, que vean esa lista, o mejor todavía, que lean los miles de cartas de hispanistas a D. Marcelino, que se conservan en su biblioteca de Santander, y si proceden de buena fe, no volverán a hacer tan ligera afirmación.

Rubén Darío, en una de sus crónicas para La Nación, de Buenos Aires, 1899, después de afirmar que Menéndez Pelayo «está reconocido como el cerebro más sólido de la España de este siglo», le compara con Erasmo y Justo Lipsio, y dice que «mantiene activa correspondencia con sabios extranjeros». Y D. Juan Valera, en carta a D. Marcelino de 28 de diciembre de 1904, coincidiendo con estas ideas de Rubén, le dice: «La crítica moderada y juiciosa, así en las cosas de hoy como en las que fueron, andaría muy extraviada en España, si no fuese por usted y por sus discípulos, pues es evidente que usted ha logrado formar escuela y tiene discípulos que le honran. Así ellos como usted hacen a esta nación dos notables favores; el primero, mantenernos o retraernos en lo peculiar, castizo y de buen gusto, y el segundo, reanudar el hilo del pensamiento español, sin que lleguen a romperle el ímpetu y la falta de discernimiento con que penetran entre nosotros cuantas extravagancias, simplezas, teorías e ideas malsanas se inventan o se divulgan en tierra extranjera y en París sobre todo. Este favor que ustedes nos hacen se acrecienta y tiene más valor aún, porque va logrando que el [p. 313] concepto de la cultura española y de su importancia en la civilización del mundo, se reconozca por los extranjeros y que los más ilustrados e inteligentes entre ellos declaren y aplaudan que intelectualmente no estamos, ni merecemos estar jubilados o cesantes».

Muy exacta es la idea que aquí expresa Valera, pero conviene puntualizar sus términos, que pueden quizás engendrar alguna confusión. Menéndez Pelayo no tuvo propiamente discípulos, sino más bien alumnos, de alere, alimentar. El profesor que enseña una disciplina puede sacar en ella buenos discípulos, buenos penalistas, por ejemplo, buenos romanistas, hebraístas, filósofos, paleógrafos, etc.; y creará así una escuela dentro de aquella especialidad que cultiva. Los genios no dejan escuela, lanzan a diestro y siniestro sus ideas universales y fecundas en la cátedra o en el libro, en la conferencia o en el trato familiar y diario. Felices los que conviven con estos hombres iluminados; ellos se nutren más directamente y como a sus mismos pechos con el jugo de su sabiduría y con el ejemplo de su vivir. Pero la semilla derramada por la mano generosa del buen sembrador de ideas, no se pierde, sino que alcanza a nuevas generaciones, y si éstas la acogen con el calor debido y la hacen fructificar, entonces se va formando no una escuela, que siempre indica manera y hasta limitación, sino un pensamiento fuerte y rector, una alma doctrina, una filosofía, un senequismo, un vivismo o un menéndezpelayismo.

El alma de Menéndez Pelayo se va purificando en el dolor físico y en el más hondo dolor moral que le producen las desgracias familiares y las ingratitudes y defecciones de amigos.

En 1906 y 1907 la manifestación reumática se fue agravando hasta el punto de que en este último año tuvo que usar muletas al abandonar el lecho, después de una temporada de agudos dolores e inflamación de articulaciones en los pies y en la mano derecha; «lo que le obligó —esto es lo que él más sentía— a tener que dejar quieta la pluma durante bastantes días». «La mano, aunque deshinchada ya —escribía a Rodríguez Marín—, cumple muy perezosamente su oficio, como notará usted por la escritura de esta carta, mucho más correcta que la mía habitual por lo [p. 314] despacio que voy trazando las letras. Mala vejez se me prepara, si estos médicos modernistas no hacen un milagro».

No sé si por los médicos modernistas, en los que tan poca fe tenía D. Marcelino, mostrándose siempre rebelde a sus prescripciones, sobre todo si le mandaban descansar, o porque, obligado por su hermano, hizo en este año de 1907 una cura de aguas en Puente Viesgo, o quizá por aquellos polveri antigottosi, preparados por unas monjas benedictinas de Pistoya, en Italia, polvos en los que él tenía gran fe y andaba recetándolos a todos sus amigos dolientes, el caso es que durante los años de 1908 a 1910, el reúma cede y renace su habitual optimismo. «He pasado un verano delicioso —dice a Estelrich en 20 de octubre de 1908—. El reúma parece haber emigrado a otros climas y ya era hora». Y a su hermano Enrique le da cuenta, en la primavera de 1909, de las escapatorias que hace de vez en cuando al gran mundo: «El otro día estuve en una fiesta que dio la Infanta Isabel, lo cual te probará que he recobrado no sólo la salud, sino el humor, a lo menos en parte». Poco después le escribe que ha estado comiendo con la Emperatiz Eugenia en casa de los Duques de Alba, invitado por aquella regia señora. «Es una figura verdaderamente trágica, que recuerda las princesas destronadas de los dramas históricos de Shakespeare».

Terminó felizmente el año 1910 sin nuevos ataques de reúma y con la gran satisfacción para su alma infantil, de haber sido nombrado director de la Academia de la Historia, después de los incidentes que ya quedan narrados en otro capítulo. Por estos años se acumulan sobre él nombramientos honoríficos y condecoraciones: En 6 de junio de 1902, por Real Orden del nuevo Rey, se le concede la Gran Cruz de Alfonso XII, al mismo tiempo que a Pereda, y en febrero de 1903 inician sus paisanos una suscripción popular, en la que no se permite contribuir más que con una peseta por persona, para regalar a ambos las insignias montadas en oro y brillantes. «Cuando estuvo aquí Canalejas a echar su pedrique — le escribe su hermano— fue con gran solemnidad a apuntarse en la suscripción y largó su peseta».

A D. Marcelino le complació mucho el rasgo de sus paisanos «por lo espontáneo y popular, y porque, siendo los montañeses [p. 315] como somos, tienen ahí esas cosas más valor que en ninguna parte por lo mismo que se prodigan menos». Por cierto que cuando la Comisión del Homenaje le pide el título para pagar los derechos y mandar a hacer la condecoración, ya no sabía dónde lo tenía. Claro que agradece mucho a su Santander esta prueba de cariño; pero... «¡Lástima que en vez de esas insignias que no he de poner jamas —dice a Enrique— no me hiciesen algún regalo parecido al de la Biblioteca Griega!» No era por vanidad por lo que aceptaba y hasta le agradaban estos honores, sino porque venían envueltos en esas muestras de afecto sincero de las que su gran corazón estuvo siempre ansioso. Poco antes se le había concedido, con la frialdad oficial del reconocimiento al sabio investigador, la Gran Cruz de Carlos III, libre de gastos, y, despreocupado, dejó pasar el plazo correspondiente sin recoger el título.

En 1 de marzo de 1904 le nombran vicepresidente de la Asamblea de esta misma Orden Civil de Alfonso XII; en 9 de enero de 1905, socio de la Hispanic Society of America, y en 4 de agosto del mismo año, miembro de su Junta Consultiva. El Presidente de la República francesa, Mr. Loubet, que había estado en Madrid aquel año de 1905, le remite las insignias en oro y esmaltes de Comendador de la Legión de Honor.

En 1905 también, se le propuse para el premio Nobel de literatura. La propuesta surgió de la Academia Española, pero se hizo un poco desordenada, imperfecta y retrasadamente. Pereda, ya enfermo, hace aparte la suya en 20 de enero desde Santander, [113] El día anterior había salido otra firmada por ambos Pidales, Reparaz, Hinojosa, Cotarelo, Valera, Eduardo Saavedra, Maura y Mariano Catalina; y el P. Mir envió otra en latín que firmaron también algunos de los académicos antes nombrados. Por hacerse a última hora, por no haber mandado todas las obras del propuesto, y porque, como sospechaba Valera, no era fácil [p. 316] que dos veces seguidas premiasen a literatos españoles [114] no se le otorgó en este año el premio. En años sucesivos ya había ocurrido el incidente con Pidal sobre la Dirección de la Academia Española y ésta se encontraba dividida; sin embargo, nunca faltan propuestas aisladas para que se le conceda a Menéndez Pelayo el premio Nobel.

En 1912 se hizo ya una campaña general de prensa, y de entidades católicas especialmente, pidiendo el premio para D. Marcelino, a quien se puso enfrente, por los elementos avanzados, la candidatura de Galdós. Se imprimieron unas tarjetas con el retrato de Menéndez Pelayo, dirigidas a la Academia de Bellas Letras de Stockolmo en las que se hacían resaltar los méritos del candidato presentado, «gloria de España y de toda la Humanidad y verdadero representante de la legítima alma española». La propaganda arreció en tal forma por uno y otro bando y llegó a ser tan grande el confusionismo sembrado por algunos, que el mismo Osservatore Romano se creyó obligado a dar una nota destinada a algunos católicos españoles, que habían firmado la petición a favor de Galdós. «Ellos, decía el órgano oficioso del Vaticano, refiriéndose a la candidatura de D. Benito, con su adhesión, no intentan seguramente otra cosa que honrar a un literato de renombre y de ningún modo quieren aprobar aquel espíritu sectario que se transparenta en muchas de sus obras. Pero nosotros no podemos menos de deplorar semejante participación, la cual se presta a engendrar equívocos y confusiones deplorabilísimas particularmente en el pueblo».

«Por haber andado mal de salud en esta última temporada —escribe Menéndez Pelayo al agustino P. Tirso López, en 12 de marzo de 1912— he tardado en contestar a su grata de 18 de febrero, en que tan cariñosamente se asocia usted, con los demás Padres de esa Casa, a la manifestación hecha en honra mía con motivo de la petición del premio Nobel. Sea cual fuere [p. 317] el resultado de esta gestión, yo agradeceré siempre profundamente la simpatía que con esta ocasión me han manifestado los católicos españoles».

De no haber ocurrido su muerte, es muy probable que a Menéndez Pelayo se le hubiera concedido entonces el premio Nobel de Literatura. Tampoco a Galdós se le otorgó, ni volvió a darse a ningún español hasta el año 1922, en que se le concedió a D. Jacinto Benavente.

En octubre de 1907 se le hace Socio honorario de la Royal Society of Literature de Londres.

En 26 de mayo de 1908, con el nombramiento firmado por el Rey de Bélgica, recibe la placa de Gran Oficial de la Orden del Rey Leopoldo.

Los nombramientos honoríficos, tanto de entidades oficiales como de Sociedades literarias españolas, sería imposible enumerarlos. De la mayor parte de las ciudades le llegan, como en competencia, comunicaciones, dándole títulos de socio de honor, socio preeminente y presidente honorario.

Todas estas manifestaciones de cariño y simpatía son como mimos que de momento recibe con gran complacencia aquel hombre excepcional tan sabio como bueno:

Alma gigante y corazón de niño.

Pero, aunque el reúma haya cedido, aunque recobre a ratos su buen humor y haga pequeños altos en su laborar incesante para asomarse al gran mundo, tiene el presentimiento de que sus días están contados y son pocos; de que la vejez se le echa encima. En varios de sus discursos viene insinuándolo: «Si sólo a la reputación literaria, que es vanidad de vanidades y aflicción de espíritu, hubiera de atender, no estaría yo aquí molestando vuestra atención con mis palabras. No son triunfos juveniles los que pueden deslumbrar a quien tiene en la cabeza hartas canas; a quien por ventura, o por desgracia, o por ambas cosas a la vez, probó desde muy temprano lo dulce y lo amargo de este mundo». Así decía en 1905, cuando acababa de cumplir cuarenta y nueve años, en aquel hermoso discurso [p. 318] sobre la Inmaculada en Sevilla; y en 30 de agosto de 1910 se expresa con toda claridad escribiendo a Camilo Pitollet, que le pide que intervenga con la Administración de la Revista de Archivos, Bibliotecas y Museos y se ocupe de que le publiquen algunos de sus artículos. «A mis años y con una salud que empeora constantemente, y además, con un trabajo propio abrumador, no voy a despilfarrar el poco tiempo que me queda de vida en unas ocupaciones materiales, que nunca me fueron gratas, ya lo sabe usted, y siendo tan trabajador, me lo perdonará en este particular caso, seguramente».

Veía que se le acercaba la muerte y tenía prisa por dejar su labor, ya que no acabada, pues imposible era, aun con más años por delante, coronar el gigantesco edificio por él soñado, sí al menos recopilada, rectificada en lo que mereciera rectificación y puesta al día; que bien sabía él que no hay «nada que envejezca tan pronto como un libro de historia», y fundamentalmente de historia eran casi todos los suyos.

En 1909, los catalanes, agradecidos por aquel magnífico estudio sobre su literatura, que les había ofrendado con el libro sobre Juan Boscán en el tomo XIII y último de la Antolog ía de Poetas Líricos Castellanos , y por aquélla tan amorosa semblanza de D. Manuel Milá y Fontanals, conciben la idea de rendirle el mejor homenaje que se le podía hacer, el de la publicación de sus Obras Completas en magnífica edición. Pero ya entonces D. Marcelino estaba de acuerdo con la Casa editora de Victoriano Suárez para llevar a cabo esta empresa.

En 26 de octubre de este año le escribe Rubió: «Di cuenta a Miguel Santos Oliver del compromiso que has contraído con el editor Suárez. Supongo que pronto se reunirá la comisión del Homenaje que se te preparaba y que tomará algún acuerdo. Es lástima que no consultaras a Gili antes de entenderte con Suárez, porque la cosa no hubiera pasado tan adelante. Se trataba de promover una suscripción para regalarte, o darte una indemnización regular, a cambio de la cesión del derecho de propiedad de la edición magna».

En 1911 sale en la colección de Obras Completas de Suárez el tomo I de la Historia de los Heterodoxos Españoles. En la [p. 319] primera edición, solamente seis páginas se dedicaban, como Prolegómenos, a hablar de creencias, ritos y supersticiones de los primeros pobladores de España; en esta segunda edición, esas seis páginas se han convertido en un grueso tomo, en el que se hace un resumen extenso y muy documentado de la Prehistoria española y de las creencias y religiones anteriores a la predicación del cristianismo. El esfuerzo inaudito que hubo de hacer para escribir este tomo, fue tal vez una de las causas que agravaron su dolencia. «No dude usted —le escribe Rodríguez Marín en 7 de mayo de 1912— que el quebranto de su salud se ha debido principalmente a la enormidad del trabajo en que le empeñó la redacción del tomo primero de los Heterodoxos».

El asunto no le era simpático. Ya en 1880 le confesaba a D. Cayetano Fernández: «De la ciencia prehistórica sé harto poco. Como siempre la tuve por farándula, apenas he leído nada ni de sus apologistas ni de sus detractores». Y a pesar de esa antipatía y de lo poco que había cultivado esos estudios, cuando llegó el momento se apoderó en tal forma de la materia que iba a tratar, que una de las personas más competentes que entonces había en la Ciencia Prehistórica, D. Manuel Antón, a quien entregaba las pruebas de imprenta para que las corrigiese y pusiera los reparos que creyera oportunos, hace estas manifestaciones, que Bonilla San Martín transcribe a D. Marcelino en carta de 9 de enero de 1911: «El amigo D. Manuel Antón recibe y devuelve las pruebas de los Prolegómenos, a medida que van saliendo, poniendo siempre en ellas un visto. Me ha escrito que no solamente no halla nada defectuoso, sino que es el tratado más completo y científico que habrá de antigüedades prehistóricas españolas; y que él mismo está aprendiendo en él cosas que no sabía. Me recuerda que al P. Zeferino González y Cánovas le enviaron también algo parecido para que lo viese, y se hartó de notar omisiones y faltas de nomenclatura científica; pero que en los Prolegómenos sucede tan al contrario, que está poco menos que espantado. En suma, que está a dos dedos de declararle a usted Anticristo, como a nuestro Fernando Cordobés».

Don Marcelino se encuentra deshecho físicamente, pero su [p. 320] espíritu se mantiene tenso y firme; su inteligencia cada día parece más poderosa y su corazón más fervorosamente iluminado. De su pluma brotan en estos últimos años los escritos más conmovedores, verdaderos tratados De Amicitia, algunos de ellos elaborados con la plena serenidad clásica que ha logrado aquel enamorado de las letras humanas: las semblanzas de Amós de Escalante, «el mejor educado de los hombres. (1906); de Rodríguez Marín, «uno de los más excelentes escritores y de los espíritus más sanos, honrados y generosos que han hecho apacible el camino de la vida. (1907); de Milá y Fontanals, «el varón justo cuyos labios jamás se mancharon con la hipocresía ni con la mentira» (1908); de «su inmortal amigo Pereda (1911), parte grande su alma y amigo de los de su sangre antes que él naciera [115] .

Tratados clásicos De Senectute o De patrio amore parecen otros, como aquel discurso de contestación al Homenaje que le rinde su pueblo en 30 de diciembre de 1906; las Dos palabras sobre el Centenario de Balmes (1910); el discurso de gracias al hacerle entrega de la Medalla acuñada en su honor (1910); todos ellos rezumando amores a España y a la Tierruca, y rebosando dulces melancolías, tristes presentimientos de que se acercaba la hora suprema. Y. finalmente, aquellos otros escritos que son como tratados De vera religione: el del Congreso Eucarístico de Madrid y la Carta sobre las Escuelas Laicas, vibrantes manifestaciones de su fe, en las que quiere, siguiendo l'ardente spiro de San Isidoro, «hermanar en estrecho y fecundísimo abrazo la ciencia sagrada y la profana».

Este discurso del Certamen del Congreso Eucarístico de Madrid, que tuvo lugar el 26 de junio de 1911, es el último acto [p. 321] público —digno es de notarse el hecho— en que interviene Menéndez Pelayo. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para poder leer con el brío y la entonación con que él solía, aquel su último canto, dedicado a Jesucristo en el más augusto de los Sacramentos.

La vida en la Corte se le hacía ya insoportable. Hasta los mismos académicos de la Historia, que con unanimidad y entusiasmo le habían hecho su director, comenzaron poco después a darle disgustos. El que más a pechos había tomado fue la derrota que sufrió la candidatura de D. Ramón Menéndez Pidal, como miembro de número, en contra de la del general Polavieja. Trabajaba la elección con más entusiasmo que si fuera propia, a tal punto que escribe al Conde de la Viñaza en 24 de febrero, suplicándole que venga a votar desde San Petersburgo, nada menos, en cuya Embajada se encontraba. El 31 de marzo había sido la elección, en la que Polavieja obtuvo dieciséis votes y D. Ramón Menéndez Pidal solamente once. La prensa, mal informada, mejor dicho, confundiendo lamentablemente las cosas, daba la noticia de que D. Marcelino había sido derrotado por el general Polavieja en unas elecciones para el cargo de director de la Academia de la Historia, y con este motivo se iniciaba ya una campaña de prensa, como cuando la elección de D. Alejandro Pidal para la dirección de la Real Academia Española. Claro que quedó cortada en cuanto al siguiente día se aclaró el error.

Pero en el fondo algo había de verdad, o al menos así lo supone D. Marcelino, que en la misma carta, antes mencionada, al Conde de la Viñaza, le dice: «Y, en efecto, el fin único de esta conjura... es meter en la Academia al general Polavieja para echarme de la Dirección y hacer inútiles los buenos deseos que siempre he tenido de traer a este Cuerpo elementos verdaderamente científicos». Este su buen deseo era secundado por muy pocos, pues la mayoría se iba siempre con el poderoso, con el hombre influyente a cuya sombra podían acogerse. A fines de 1912 terminaba el mandato de Menéndez Pelayo y habría que hacer nueva elección. Quizá si hubiese vivido en esa fecha, le hubieran dado otra gran desazón los académicos de la [p. 322] Historia. Desde luego podemos afirmar que de ser reelegido no hubiera sido con la unanimidad que lo fue en 1910.

El día 2 de julio llegaba a Santander con la salud algo quebrantada; pero con las ilusiones de siempre de que los aires de la tierra le confortarían. Esta vez no ocurrió así; al poco tiempo de llegar tuvo que quedarse en cama por las molestas manifestaciones que sentía en el vientre. La dolencia se diagnosticó de hidropesía y le dieron algunos pinchazos para extraerle el líquido. A pesar de todo trabajaba cada día más febrilmente en la publicación de sus Obras Completas y en los Orígenes de la Novela: los otros trabajos los tenía en suspenso por el momento.

El 22 de octubre de 1911 regresó, de muy mala gana por cierto, a Madrid; estaba pensando en pedir la jubilación y venirse definitivamente a Santander para pasar aquí los últimos años, dedicado a sus investigaciones eruditas, para las cuales tanto precioso material había reunido en su biblioteca.

«En los últimos años le encontraba con frecuencia —escribe el Dr. Gómez Ocaña— en la calle del León o de las Huertas o en el primer tramo de la del Príncipe, los mismos pasos que, casi tres siglos antes, daba Cervantes, enfermo, desde su casa a la del librero Juan de Villarroel, en la plaza del Ángel. Estaba envejecido, retardado de nutrición, torpe de movimientos y con los vasos de la cara, veteándola de rojo y de morado, con síntomas circulatorios. Le recuerdo, abrigado con su capa los ocho meses del año, y últimamente apoyado en un bastón».

También por su cargo de director de la Biblioteca Nacional, si no disgustos, como por las Academias, sí le venían desazones e impaciencias, pues acababa de jubilarse Paz y Melia, que era su brazo derecho, y ahora todas las chinchorrerías y preocupaciones lloverían directamente sobre él.

Estas contrariedades agravaban evidentemente su dolencia, que ya había sido calificada de ascitis o cirrosis hepática. En la corta temporada que a fines de este año pasó en Madrid, apenas salía de sus habitaciones de la Academia. A mediodía, si no hacía mucho frío, comía en Lhardy cosas blandas, pues no le quedaba ni un diente en la boca y no podía usar la [p. 323] dentadura postiza que, en aquel verano, le habían hecho en Santander: «huevos en distintas formas, pescado o el sustancioso consommé de la casa y unos pastelitos de carne muy sabrosos y de fácil deglución», decía a Enrique que era su principal alimento. Se encerraba en casa y ya no salía; Julio le traía una frugalísima cena y un vaso de leche.

El 10 de diciembre de 1911 regresaba a Santander. Otros años, cuando marchaba por esta época a su tierra, acudían a la estación para despedirle buen numero de discípulos y amigos; en este año, en que no iba a volver más, solamente se presentaron cuatro amigos en la estación del Norte, según cuenta Bonilla. Todos veían, y algunos triste es decirlo, lo veían sin pena, que el gigantesco árbol se derrumbaba: unos se disponían a hacer leña y otros huían, porque ya de nada les iba a servir su sombra.

A pesar de los cuidados de su hermano, visiblemente fue empeorando. Su sano optimismo, y el estar ya en su tierra, y las ansias de trabajar, que nunca le faltaron, le hacían engañarse a veces y no dar tanta importancia a su dolencia; pero todos los que le rodeaban veían que no podía resistir más. Su gran amigo y discípulo, D. José Ramón Lomba y Pedraja, escribe a Antonio Rubió en 2 de marzo de 1912: «Yo no comprendo que pueda ser leve una causa de desnutrición, demacración y avejentamiento tan rápidos y tan extremos. ¿Usted no le ha visto desde hace un año? En tal caso no tiene usted idea de su aspecto. Es la pavesa de Marcelino. Necesitaría descanso, y esa medicina ¡cualquiera se la hace tomar a Marcelino! Trabaja más desaforadamente que nunca. Ayer le vi yo. Estaba en la cama, de donde no había salido en unos días y tenía delante, en dos mesas, grandes montones de libros y papeles» [116]

[p. 324] Y así, en este incesante laborar es como le sorprende la muerte. Él, con la cabeza siempre despejada y absorto en sus trabajos, ni la sentía venir ni se rendía a los dolores. Hubo que prevenirle, y entonces, convencido de la inevitable llegada, la aceptó con la conciencia tranquila de haber sido siempre fiel a su vocación, de haber cumplido el destino que Dios le había confiado, los designios de su Providencia. Sólo hubo una lamentación: «Qué lástima tener que morir cuando me faltaban [p. 325] tantas cosas que leer», frase que se repite como un eco de dolor en todos los idiomas del mundo culto [117] .

El domingo, 19 de mayo, le dio por la mañana un colapso, del que tardó en volver en sí. Hacía pocos días que se había confesado y comulgado en cumplimiento Pascual; pero al llegar estos últimos instantes él mismo pidió que viniera a reconciliarle, no cualquier sacerdote, sino el que había sido confesor de su madre: un sencillo coadjutor de la parroquia de San Francisco, que lleno de confusión, al verse llamado por el sabio que expiraba, fue a cumplir su santa misión.

Al caer la tarde de aquel día, lluvioso y tristón, las campanas de la iglesia vecina comenzaron a doblar lúgubremente: había fallecido D. Marcelino Menéndez Pelayo (D. 24). La noticia enlutó pronto la ciudad corriendo por todas partes. Al llegar al teatro, en el que Arbós dirigía un concierto de la Filarmónica [118] , visiblemente emocionado, lo suspendió, y distribuyendo nuevos papeles, puso final a la velada interpretando la orquesta la marcha fúnebre del Ocaso de los Dioses, que el público asistente escuchó puesto en pie.

Sólo para coger el Crucifijo dejó el libro y la pluma el autor de la Historia de los Heterodoxos. Sus últimas horas fueron totalmente para Dios, pues él, lector asiduo del Kempis [119] , bien sabía que vanidad de vanidades y aflicción de espíritu, [p. 326] es toda ciencia humana comparada con el piélago sin límites de la divina ciencia que él iba pronto a gustar.

«Dios nos conceda morir así, aunque no escribamos el Ensayo», dijo Menéndez Pelayo en los Heterodoxos refiriéndose a la muerte santa de Donoso Cortés. El Señor atendió su ruego y le concedió escribir muchos tratados que valen más que el Ensayo y exhalar el último suspiro en medio del rezo entrecortado y devoto de un Padrenuestro [120] .

Su cadáver fue amortajado con el hábito de la Orden del Carmen, únicos frailes que había entonces en Santander; pero sus deseos fueron ir vestido a la tumba con el sayal y el cordón del Poverello de Asís, del que siempre fue gran devoto.

En medio de un acongojado silencio de multitudes, acompañada por el clero entonando salmodias, por las autoridades locales, por las altas representaciones que habían llegado de Madrid, por amigos entrañables y por familiares, caminaba la carroza fúnebre por el centro de la Alameda de Oviedo al [p. 327] cementerio de la ciudad. Dentro de aquel ataúd iban los restos del último de nuestros grandes humanistas. Parecía —Dios quiera que no lo haya sido— como la última escena de El fin de una raza, que nos pintó el otro ilustre santanderino, D. José María de Pereda.

Notes

[p. 303]. [108] . Emilia Gayangos, esposa de D. Juan Facundo Riaño, e hija de D. Pascual Gayangos, «señora de gran entendimiento y de gran bondad, en quien compiten y luchan en alteza los esplendores del alma, las hidalguías del corazón y las más sobresalientes dotes de inteligencia», decía de ella Víctor Balaguer en su libro Añoranzas, pág. 219.

Se tenía por discípula de D. Marcelino, gran amigo de su padre y de su esposo, y no solía perder ninguna de sus conferencias, ni dejaba de leer todas sus obras. La correspondencia de Emilia Gayangos con Menéndez Pelayo es muy interesante y tiene a veces juicios muy atinados.

[p. 306]. [109] . En 1901 aquel tío Antinógenes, que tenía en Cuba D. Marcelino, envía a Enrique tres grandes cajas de tabaco habano; una para Pereda otra para Enrique y otra para Marcelino, con quinientos vegueros cada una y el retrato del agasajado en los anillos de los puros. Don Marcelino, aunque no es fumador, reclama sus habanos, pues «con los quinientos míos —dice a su hermano Enrique— podría hacer un buen obsequio a mi amigo el Marqués de Jerez, a quien tantas atenciones debo.»

[p. 308]. [110] . Sobre este discurso, dice Rodríguez Marín: «Téngolo y lo tuve siempre por la mejor pieza crítica que hay en España sobre tal tema; tanto, que, al preparar la edición monumental del Quijote, costeado por el Gobierno en el tricentenario de la muerte de Cervantes, no hallé otra introducción que más la honrase.»

El diario alemán, Der Zeitgeist, dio, íntegramente traducido, el texto de este discurso.

[p. 310]. [111] . D. Agustín González Amezúa vivía en efecto al imprimirse en 1956 la primera edición de este libro. El culto y veneración por el Maestro lo conservó durante toda una vida; y no hacía visita alguna a su Biblioteca de Santander, sin que entrara en el despacho de D. Marcelino y rezara allí una oración.

Descanse en paz aquel ejemplar discípulo de Menéndez Pelayo.

[p. 311]. [112] . He aquí los nombres de algunos de los más conocidos escritores de diferentes países:

FRANCIA.— Morel-Fatio, Pitollet, Henry-Pierre Cazac, Marius Ferotin, Foulché-Delbosc, Charles Graux, Ildefonso Guepin, Ernest Martinenche, Ernest Merimée, Auguste Pécoul, Comte de Puymaigre, Leo Rouanet, Albert Savine, Boris de Tannenberg, Maria Letizia Bonaparte.

ITALIA.— L. Ambruzzi, Vittorio Cian, Benedetto Croce, Arturo Farinelli, Vito Fornari, M. A. Garrone, Angelo de Gubernatis, Cesare de Lollis, Eugenio Mele, Mencarini, Ernesto Monaci, Francesco d'Ovidio, Erasmo Pércopo, Pio Rajna, Antonio Restori, D. Sanvisenti, Mario Schiff, Emilio Teza.

PORTUGAL.— Viconte d'Asseca Salvador, Theophilo Braga, Cervaens y Rodrígues, Ernesto Adolfo Freitas, Francisco Gomes de Amorin, Mendes dos Remedios, Carolina Michaëlis de Vasconcellos, Joaquin Oliveira Martins, José Silva Mendes, Sousa Viterbo, Joaquin de Vasconcellos.

ALEMANIA.— Eduard Boehmer, Julius Brauns, Johannes Fastenrath, Finke, Konrad Haebler, Emilio Hübner, Adolf Schaeffer, Hugo Schuchardt, Eugenio Stern, Karl Vollmöller.

INGLATERRA.— Edward Dodgson, Jaime Fitzmaurice-Kelly, Gabriela Cunninghame Graham, Martin Hume, G. Macpherson, Wentworth Webster, Leonardo Williams.

ESTADOS UNIDOS.— H. Alicia Bushee, The Catholic Encyclopedia, Frank Wadleigh Chandler, Philip H. Churchman, John D. FitzGerald, Archer W. Huntington, Henry C. Lea, Charles F. Lummis, Merden C. Carroll, José de Perott, Karl Pietsch, Hugo A. Rennert, Rodolfo Schevill, John Garret Unterhill.

Tuvo también Menéndez Pelayo corresponsales literarios en las siguientes naciones:

Austria, Bélgica, Bohemia, Dinamarca, Finlandia, Holanda, Hungría, Polonia, Rusia, Suecia, Suiza, Indostán, Filipinas y en las 20 repúblicas hispano-americanas.

[p. 315]. [113] . Esta propuesta de Pereda a la Academia sueca de Stockolmo, puede leerse en Boletín de la Biblioteca de Menéndez Pelayo, año 1933, página 416, artículo de Pablo Beltrán de Heredia, titulado: Algunos documentos inéditos de la amistad íntima entre Pereda y Menéndez Pelayo.

 

[p. 316]. [114] . En año 1904, D. José Echegaray había compartido el premio Nobel con el poeta provenzal Federico Mistral. Aunque medio premio, era la primera vez que se concedía a un español, Don Marcelino, nada envidioso, vio con gusto que se le otorgara a Echegaray, y se indigna con los que le están hacienda guerra «para amargarle la satisfacción del premio Nobel».

[p. 320]. [115] . En un artículo que con el titulo de Laverde publicó Vázquez Mella en la Hoja Literaria de El Correo Español, de 27 de enero de 1892, se preguntaba: «¿Cómo el ilustre montañés no dedica siquiera un artículo al que fue su maestro, amigo y entusiasta admirador? No lo sé; pero creo que Menéndez Pelayo dedicará uno de sus estudios biográficos a Laverde, cumpliendo un deber de justicia.»

Tuvo, en efecto, Menéndez Pelayo el propósito de dedicar un estudio a Laverde como prólogo a una edición de sus Poesías. Por dos veces, y no fue culpa suya, fracasó esa proyectada edición, y a D. Marcelino le llegó la hora de la muerte sin haber encontrado ocasión para trazar una de las semblanzas que hubiera hecho con más gusto y entusiasmo.

[p. 323]. [116] . El Dr. Carlos Rodríguez Cabello, como médico que fue de cabecera del gran Polígrafo español, describe así su enfermedad y muerte en el número de noviembre-diciembre de 1956 de Actualidad Profesional, revista médica de Santander.

«Tuve el alto honor, y también la gran pesadumbre, de asistir al ilustre polígrafo, honra de la Montaña y de las letras españolas, en su última enfermedad.

Por el mes de enero de 1912, año de su fallecimiento, fue solicitado el Dr. Quintana, Marqués de Robrero, cirujano eminente, por D. Enrique Menéndez Pelayo, para visitar a su hermano D. Marcelino, que, aquejado de una dolencia que databa de varios meses, no había regresado aquel invierno a Madrid.

Acompañé al Dr. Quintana como médico internista, terminados a la sazón mis estudios de ampliación de medicina interna en los hospitales de París, que simultaneaba con la especialidad de obstetricia, a la que posteriormente he dedicado exclusivamente mis actividades profesionales.

Don Marcelino venía padeciendo hacía algún tiempo frecuentes dolores de tipo gotoso, indudablemente relacionados con trastornos de su metabolismo y con la insuficiencia hepática que inició su última enfermedad.

Ésta comenzó con los síntomas vagos y oscuros con que se inician las cirrosis hepáticas: alteraciones digestivas banales, disminución del apetito, flatulencia, meteorismo, etc., que hacen difícil el diagnóstico en los primeros meses, sobre todo si se trata de un enfermo como D. Marcelino, indiferente en absoluto a las pequeñas alteraciones de la materia y atento sólo a la vida espiritual.

Cuando nosotros le vimos, el diagnóstico era ya claro: se trataba de una cirrosis atrófica de Laennec, con abundante ascitis.

Sobre el origen o etiología de esta afección se han hecho, con respecto a D. Marcelino, en alguna publicación no médica, afirmaciones a nuestro juicio inexactas...

Nosotros no creemos que la cirrosis de D. Marcelino tuviera un origen alcohólico. Como dijimos en una carta escrita al periódico A B C, con fecha 19 de mayo de 1955... nuestras discretas indagaciones en ese sentido, buscando una etiología alcohólica, cerca de su hermano D. Enrique, que como médico también, no nos lo hubiera ocultado, fueron francamente negativas en el sentido del abuso de las bebidas alcohólicas. Por otra parte, nosotros le visitamos diariamente hasta su muerte, sin que jamás pudiéramos observar en él esa irascibilidad, o por lo menos inquietud o mal humor, que se observa en los alcohólicos privados del alcohol, como en los toxicómanos privados de sus drogas.

Era por el contrario, y contra lo que afirman algunos, la corrección y la amabilidad personificadas. Lo que más nos llenaba de admiración a lo largo de nuestras cotidianas visitas era su asombrosa resignación cristiana, su indiferencia estoica ante la enfermedad y el sufrimiento físico, que le hacía continuar leyendo y redactando notas marginales en sus lecturas, que sólo suspendía en los intervalos que duraba nuestra visita, en los cuales conversaba largamente con nosotros con extraordinaria amenidad y exquisita cortesía, pasando por alto con benévola indulgencia nuestra supina ignorancia en cuestiones de crítica literaria a cuyo, para mi resbaladizo terreno, llevaba yo, muchas veces por entretenerle, la conversación.

Dicen que no hay hombre grande para su ayuda de cámara; nosotros podemos asegurar que si D. Marcelino era grande por su prestigio intelectual, lo fue también en la enfermedad y en la muerte que vio venir y aceptó con acendrado catolicismo y asombrosa resignación cristiana...»

[p. 325]. [117] Véase el artículo La muerte de Menéndez Pelayo en la Prensa extranjera, publicado en Menéndez-Pelayismo, núm. 1, pág. 195 y sig.

[p. 325]. [118] . El maestro Arbós era muy amigo de Menéndez Pelayo, a quien había tratado en aquellas reuniones de primavera de la Granja presididas por la figura españolísima de la Infanta Isabel.

[p. 325]. [119] . El Kempis que usaba D. Marcelino, está hoy en poder de D. Luis de Escalante y de la Colina, presidente de la Sociedad de Menéndez Pelayo.

[p. 326]. [120] . Una de las láminas de esta Biografía reproduce la sencilla habitación en la que en paz con Dios y con los hombres expiró Menéndez Pelayo. Casi es una celda monacal en la que tres puertas y una ventana apenas dejaban sitio para colocar el mobiliario más indispensable. Dentro del doselete de arcos para montar un mosquitero en la cama, pues la ventana daba al jardín y en el verano le gustaba tenerla abierta, se ve un cuadro de la Inmaculada. D. Marcelino fue siempre muy devoto de la Virgen, cuya imagen en una medallita llevaba colgada al cuello, como lo atestigua Rubió y Lluch en un artículo de El Tiempo al que ya hemos aludido en otra parte. Tampoco en su dormitorio de Madrid faltaba un cuadro de la Madre de Dios; era una Piedad, buena tabla de la escuela holandesa, que hoy se conserva en su Biblioteca de Santander.

Ante la imagen de la Inmaculada rezaba devotamente todas las noches arrodillado y apoyándose en el borde de la cama; al entrar en ésta tomaba agua bendita de la pila que se ve también en ese lienzo de pared; la llave de la luz del curioso aparato de contrapeso, más propio de despacho que de dormitorio, le quedaba a mano para apagar cuando ya le rendía el sueño. La colocación de tan diversos objetos en la misma pared a que está adosada la cama parecen cosas absurdas, pero como se ve, muy explicables, dado el fervor religioso y la laboriosidad constante de D. Marcelino.

En el pequeño trozo del testero que una doble puerta que daba a la galería, y un gran armario ropero dejaban libre, se ve el Crucifijo que sus padres besaron al morir y él besó también en tan solemne momento; y la Bendición Papal de León XIII para la hora de la muerte.

En esta celda de anacoreta, todo nos habla de sincera religiosidad, de ansias de saber, de virtuoso amor al trabajo.