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Obras completas de Menéndez... > LA CIENCIA ESPAÑOLA > I. La Ciencia Española :... > CARTA – PRÓLOGO DE LA PRIMERA EDICIÓN (1876)

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Sr. D. Marcelino Menéndez y Pelayo .

Mi muy querido amigo y paisano: Pasan los años, marchítense las ilusiones, las esperanzas terrenales se disipan, los desengaños aumentan. desfallecen a una cuerpo y espíritu, el círculo de la existencia se va cerrando, pero el amor al suelo natal permanece vivo en mi corazón: ni el tiempo, ni la ausencia, ni los trabajos y dolores le extinguen; antes bien, crece con ellos de día en día, haciéndose cada vez más íntimo, enérgico y profundo. Paréceme estar oyendo de continuo, tristes y dulces al alma como la memoria de las pasadas alegrías , los ecos vagos y soledosos de las distantes campiñas y de las apacibles tonadas, a cuyo arrullo dormí los sueños primeros, cual si me llamasen a terminar esta vida de tribulaciones allá donde empecé a correrla, feliz y descuidado, entre juegos y risas, caricias y flores. Sumido en amargura y desaliento, sin porvenir ya en el mundo, pocas ideas me apenan tanto como la de exhalar el último suspiro fuera del suelo bendito en que reposan las cenizas de mis abuelos y aun alientan mis padres y hermanos muy amados. ¡Cuán a menudo se me vienen a los labios, con indecible emoción y humedecidos los ojos, aquellos tiernos versos de Lista:

«¡Dichoso quien nunca ha visto
Más río que el de su patria,
Y duerme anciano a la sombra
Do pequeñuelo jugaba!»

[p. 8] Poseído yo de tales sentimientos, natural es que me complazca en explayar la imaginación por esas tierras cántabro-asturianas, como para consolarme de su ausencia, recorriendo en espíritu sus amenísimos valles y enriscadas cumbres, evocando sus antiguas glorias, fantaseando mejoras y progresos y deleitándome con el cuadro halagüeño de su futura prosperidad y bienandanza. Así, nadie extrañará que experimente indecible gozo al recibir de esas montañas y marinas, señales de cariño, noticias de hechos que enaltezcan a sus hijos, o testimonios de su saber y cultura tan elocuentes como las notabilísimas epístolas literarias que V. ha tenido la bondad de encabezar con mi humilde nombre, honrándole sobre todo encarecimiento, y poniendo el suyo y el de nuestra común patria a grande altura. Nuevo y muy preciado título de gloria será el libro de V. para nuestra literatura regional, hoy en alto grado rica y floreciente; pues, aparte de otros prosistas y poetas estimabilísimos, posee uno de los primeros filósofos contemporáneos en Fr. Zeferino González, en Campoamor uno de los líricos más egregios, un insuperable novelista y pintor de costumbres en Pereda, un tan soberano artífice y maestro de la palabra como Juan García y anticuarios y eruditos tan hábiles, laboriosos y concienzudos como Caveda. Arias de Miranda. Assas y Ríos y Ríos, dignos sucesores de los Campomanes, Sánchez (D. Tomás Antonio), La Serna Santander, Ceán, Floranes. Martínez Marina, La Canal y Pidal de otras épocas. Justo era que de ella saliese la valiente y animada defensa de los merecimientos del espíritu nacional que V. hace en sus Cartas.

Angústiame sólo el motivo que le indujo a escribirlas, que es ciertamente para afligir al más insensible, ver que, en el último tercio del siglo XIX, cuando tanto ha avanzado en todas direcciones el genio de la investigación histórica, aun esté casi enteramente inexplorada la ciencia ibérica de los pasados tiempos, hasta el punto de que escritores nada vulgares por otros estilos, no teman desconceptuarse negándola o menospreciándola con singular uniformidad e insistencia, y haya sido preciso desenterrar la péñola apologética de Matamoros, Lampillas, Forner y Cavanilles, no contra menguados enciclopedistas transpirenaicos, ni frívolos abates italianos de la anterior centuria, sino contra famosos literatos y filósofos españoles del día presente.

[p. 9] Pero bien mirado todo, no tenemos por qué lamentarnos de su conducta. Oportet haereses esse. Si ellos no hubiesen caído en la mala tentación de remedar las añejas ocurrencias del asendereado colaborador de la Enciclopedia, habríale faltado a V. ocasión de enriquecer la literatura española con sus preciosas Cartas, en que tan brillantes muestras da de estar cortado por el patrón de los Nebrijas, Vives y Brocenses. El caudal de doctrina y de noticias (muchas harto nuevas), la madurez y penetración de juicio, la destreza polémica, el orden amplio y desembarazado y la soltura, originalidad y abundancia de estilo que V. ostenta en ellas, hácenlas dignas de ponerse con los dechados del género en nuestra lengua. Maravilloso ciertamente es, en un joven de veinte años, tal conjunto de cualidades, que pocas veces aparecen reunidas. Y el asombro sube de punto al considerar que esas Cartas han sido improvisadas ex abundantia cordis, sin desatender otras tareas literarias, de mucho mayor empeño algunas. Ahí están, para no dejarme por hiperbólico, los Estudios poéticos, donde en breve conocerá el público la maestría envidiable con que V., émulo dichoso de Burgos, Castillo y Ayensa y otros preclaros traductores nuestros, interpreta en verso castellano las inspiraciones de la musa griega, latina, italiana, lemosina. portuguesa, francesa e inglesa; los Estudios clásicos, de que es un fragmento el bello discurso acerca de La novela entre los latinos, por V. leído al recibir la investidura de doctor en filosofía y letras; el Horacio en España, curiosísimo ensayo bibliográfico y crítico sobre los traductores, comentadores e imitadores que entre nosotros ha tenido el gran poeta venusino; el Bosquejo de la historia científica y literaria de los jesuitas españoles desterrados a Italia por Carlos III, del cual han salido a luz, valiéndole a V. no pocos plácemes, diversos e interesantes trozos en La España Católica; los Estudios críticos sobre escritores montañeses , inaugurados con el tomo relativo a Trueba y Cosío, modelo de esta clase de monografías, dignamente ensalzado por el sabio Milá y Fontanals en el Polybiblión; la Biblioteca de traductores españoles , vasto tesoro de erudición biográfica y bibliográfica, en su mayor parte, y con infatigable aplicación y diligencia, ya reunida y ordenada; la Historia de la Estética en España, en que, por decirlo así, saca V. de bajo tierra una de las corrientes más fecundas y copiosas de la ciencia patria; [p. 10] y, finalmente, la de los Heterodoxos españoles, cuyo plan, que ahora se publica anticipadamente y a manera de specimen, manifiesta bastante la magnitud e importancia de la empresa, y el talento y saber con que, de fijo, será desempeñada. Opimos frutos prometía para el porvenir la lucidísima carrera universitaria de V., discípulo fiel de la escuela catalana , educado por los Milá, los Rubió y los Llorens, que supieron cultivar y desarrollar sus nativas disposiciones..., la cosecha lleva trazas de exceder a las más galanas esperanzas. Niéguenle su admiración con afectada superioridad la ruin envidia y la vanidosa pedantería; yo no sé reprimirla, ni quiero disimularla; hallo en abandonarme a ella especial fruición, mezclada de noble y legítimo orgullo. ¿Qué mucho, si me cabe parte en la gloria de V. por conterráneo, por amigo y por identificado con sus ideas, sentimientos y aspiraciones?

Pero volvamos a la materia de sus Cartas , de la cual insensiblemente me he venido apartando. Comprendo cuán en lo vivo herirían a V. en su corazón de español y en su alma de erudito los reiterados menosprecios y negaciones de que es objeto nuestra ciencia, y no extraño, por tanto, el tono cáustico y desenfadado con que a veces habla de sus, en esta parte, desalumbrados autores. ¿Qué buen hijo, y más en el hervor de la juventud, si acaso tiene que vindicar la honra de su madre, pertinaz y sistemáticamente denigrada (no por malicia de la voluntad, sin duda, pero denigrada al cabo), sabe contener su indignación, medir con absoluta serenidad sus expresiones y respetar escrupulosamente al agresor, sobre todo cuando la reputación de éste es lo único que da alguna fuerza y autoridad a sus palabras en la opinión del vulgo circunstante? Paciencia heroica habría menester, y los Job son rarae aves.

Harto más duros e incisivos, y de ordinario sin tantas circunstancias que lo atenuaran, han sido la mayor parte de los polemistas antiguos y modernos. Al cabo V. solamente descarga su vis satírica sobre flaquezas literarias, cuando ellos se entraban por la vida privada de sus contradictores, y hasta de sus defectos físicos hacían chacota, si ya no es que apelasen, para hundirlos, a la difamación y a la calumnia. Recuérdese, si no, cuán feroces y envenenadas solían ser las contiendas literarias del Renacimiento. [p. 11] Dejando aparte a Filelfo, a Poggio, a Lorenzo Valla, a Scalígero, a Scíoppio y a otros, justamente calificados por Nisard de gladiadores de la república de las letras , ¡con qué rudeza atacó Erasmo a sus adversarios en religión y en filología! ¡A qué armas acudió para defenderse! ¡Qué invectivas dispararon contra él Estúñiga, Carvajal y Sepúlveda! Y en todo aquel siglo, ¡qué carácter tan personal y virulento no tuvo casi siempre la controversia entre católicos y protestantes, aunque fuesen hombres doctos y pasasen por juiciosos y moderados los sustentadores! El tratarse recíprocamente de locos, asnos, ebrios, licenciosos, ministros de Satanás, demonios, incendiarios y otros excesos, era cosa común y corriente en las disputas que los humanistas trababan, siquier versasen sobre la mas insignificante cuestión gramatical o la interpretación de algún pasaje de las clásicos. Una rociada de improperios parecía la salsa de aquellas brutales pelamesas literarias. Y aun en tiempos de mayor delicadeza social, en el siglo XVII, ¡qué maligno y punzante no aparece Pascal, bien que con formas templadas, en las famosas Provinciales, donde a la par vulnera no pocas veces los fueros de la verdad y de la justicia!

Mas no necesitamos salir de nuestra propia casa. Recorramos la historia de las guerras de pluma en el siglo pasado y encontraremos repetidos ejemplos de intolerancia y descomedimiento increíbles. El P. Feijoo, por lo común tan prudente y circunspecto, mostrase iracundo y altanero en la Ilustración apologética de su Teatro crítico, proporcionada en verdad al modo descortés con que le impugnaran Mañer, Soto Marne y otros escritores de aquella época. Del P. Isla nadie ignora que en toda polémica, aun de las más graves, sazonaba con sangrientos chistes todos los rasgos de su pluma. ¿Y quién ha igualado a Forner en el uso de la sátira despiadada contra todo linaje de enemigos? Lean los que a V. le tildan de acre y mordaz sus opúsculos críticos, y entonces sabrán lo que es dureza, furia y personalidades . Ni fué sólo Forner quien se desmandase en este punto: lo mismo hacían sus contrarios; Iriarte, Huerta, Sedano, Sánchez, Vargas Ponce, Ayala, no le iban en zaga por lo tocante a aspereza y destemplanza. Y en este mismo siglo, ¿no hemos presenciado las dirísimas fraternas de don Fermín Caballero a Miñano y otros geógrafos del año 29, y más acá, y prescindiendo de lides menos ruidosas, la increíble por lo [p. 12] extremada entre Gallardo, D. Adolfo de Castro y Estébanez Calderón, con motivo de la publicación del Buscapié en 1848? ¿Ha llamado V. caco ni biblio-pirata a ninguno de los herederos de Mr. Masson?

No vengan a decirnos que ésas eran riñas de plazuela entre literatos y bibliófilos, gente levantisca y revoltosa, como que no conocen los mandamientos del Ideal de la humanidad ni saben poner atento oído al Imperativo categórico ; ni tampoco nos repitan que muy de otra manera se han en sus controversias los publicistas formales, los científicos y filósofos eximios. Nadie negará que a esta categoría pertenece el sabio escocés Hamilton, el cual, no obstante, empeñado en polémica con el doctor Brown, díjole cosas, por lo menos, tan ásperas como V. a sus adversarios, llegando a afirmar de él que rara vez citaba autores antiguos sin mostrar su absoluta incompetencia en las materias sobre que tan intrépidamente discurría . Esto escribió Hamilton en la sesuda y flemática Revista de Edimburgo , por juzgar comprometida en aquella lucha la causa de la filosofía escocesa. No ha ido V. más lejos, a pesar de su sangre meridional y viveza juvenil, en una contienda en que andaban empeñados juntamente el crédito científico de España y el honor y la vida de la filosofía española .

No dejaré de aconsejarle, sin embargo, que en lo sucesivo, llegado el caso de habérselas de nuevo con los empedernidos sectarios de Mr. Masson, imite en lo que pueda al santo Patriarca idumeo, aunque ellos disten mucho de proponérsele por modelo. Así no les dejará V., para encubrir su derrota, el tradicional recurso de exclamar: «¡Esos neos (por lo visto, vuelve a estar de moda la palabrilla, que, para calificar a los admiradores de Vives, no tiene precio) siempre los mismos! ¡Siempre empleando, en lugar de razones, insultos y diatribas! ¿Cómo discutir en serio con tales gentes?» Y privados de esta puerta falsa, ¿por dónde se escaparían?

Porque, a los ojos del buen sentido y de la crítica imparcial, que no se para en la corteza de las cosas, V. ha conseguido sobre ellos señaladísima victoria. Empezaron asentando rotundamente que la vida científica de España estuvo oprimida y paralizada casi por completo durante el período que corre desde los Reyes Católicos hasta la guerra de la Independencia. Sólo considerando [p. 13] cuánto suelen ofuscar aun a las más perspicuas inteligencias los prejuicios sistemáticos, acierto a explicarme cómo mi digno amigo y tocayo el Sr. Azcárate pudo aventurar proposición semejante, máxime teniéndola de antemano refutada nada menos que en la Exposición histórico-crítica de los sistemas filosóficos modernos, escrita por el sabio autor de sus días, ferviente panegirista del movimiento intelectual de España en el siglo XVI. El convencerla de errónea no era por cierto difícil, y V. lo ha hecho cumplidamente, recordando los principales méritos de la filosofía española , enumerando los autores más ilustres que entre nosotros cultivaron las varias ramas del árbol enciclopédico, encomiando cual se merecen sus producciones y enseñanzas y dando alguna idea de los adelantamientos debidos a su meditación y estudio. Su primera carta es un excelente resumen de la inmensa actividad intelectual desplegada por nuestros compatriotas en los tres siglos precedentes, a la vez que una demostración palmaria de la ligereza y falta de verdad con que se pinta al despotismo inquisitorial como la causa única y más eficaz de nuestra decadencia científica y del menor progreso que en algún orden de conocimientos alcanzamos. ¿Qué obstáculos puso el Santo Oficio a Vives para señalar las múltiples fuentes de la corrupción de los estudios, ni al P. Feijoo para fulminar su crítica incansable contra toda casta de errores y preocupaciones? ¿En qué vejó a Valles, Gómez Pereira, Isaac Cardoso y tantos otros por sus hipótesis y teorías físicas y psicológicas, para aquel tiempo tan osadas? ¿Qué persecuciones descargó sobre nuestros políticos y economistas en castigo de los principios y máximas, con frecuencia asaz radicales, que en sus libros expusieron? Si no impidió el florecimiento de las ciencias médicas, por los mismos adversarios reconocido, ¿con qué justicia puede imputársele nuestra relativa pobreza en las exactas, físicas y naturales?

Desalojados así de sus primeras posiciones, todavía no se dieron por vencidos los massonianos . Reconociendo, aunque a regañadientes, que el espíritu científico no estuvo del todo muerto en nuestros abuelos, han pretendido amenguar su importancia con sostener que aquellos sabios no pasaron de voces aisladas sin enlace ni consecuencia con el proceso de la cultura europea , por donde nada valen en la historia general de las vicisitudes del [p. 14] entendimiento humano. Mas como la negación, sobre todo en absoluto, es siempre arriesgada, tropezaron de nuevo con la formidable oposición de V., que en otras dos cartas, amplificando especies ya apuntadas en la primera, puso de resalto a poca costa la inanidad de sus juicios y el ningún fundamento de sus aseveraciones.

No se habrían metido en tan mal paso, si en vez de medir, como sin duda miden, lo pasado por lo presente, parasen mientes en ciertos datos-históricos y reflexionaran sobre ellos. Hoy, es verdad, nuestra ciencia halla eco muy débil fuera de los lindes de la Península. ¿Para qué han de venir los extranjeros a buscar pálidas y desfiguradas reproducciones de su saber y enseñanzas? ¿Tenemos en el día pensamiento propio, digno de ser estudiado? Esto hemos adelantado con el insensato empeño de divorciarnos de la tradición nacional y abrirnos a todo viento de doctrina . Excepto un corto número, casi todos producto de neos y oscurantistas como Balmes, Donoso Cortés, Fr Zeferino González, Caminero..., ¿qué libros modernos de ciencia española han salvado los Pirineos? No sucedía así en el siglo XVI, y aun en el decadente XVII. Entonces se traducían y reimprimían y leían con avidez en toda Europa las producciones de Fr. Antonio de Guevara, paisano nuestro muy ilustre; las de Granada, Quevedo, Saavedra Fajardo, Gracián y otros mil, originalmente escritas en castellano , a tal punto, que una bibliografía de sus versiones sería inmensa y para España gloriosísima. Pues si esas obras, no todas de primer orden, obtenían tanta circulación entre los extranjeros, ¿qué no acontecería con las compuestas en latín , cuando éste era el idioma común de los sabios en el orbe cristiano? ¿Dejarían de infiltrarse y germinar en el espíritu de Europa y contribuir a su educación intelectual las doctrinas, las ideas nuevas, los descubrimientos en ellas contenidos? Por otra parte, multitud de sabios españoles desempeñaban a la sazón cátedras en las principales Universidades italianas, francesas y alemanas; hasta en Polonia y Dinamarca tuvimos profesores. ¿Cabe en lo posible que sus lecciones cayesen como semillas muertas sobre los innumerables alumnos que a oírlas acudían? Si tan pobre y estadiza fuese nuestra ciencia, ¿habrían merecido tal aceptación en todas partes los libros y los doctores que la explicaban? ¿No prueba esto que íbamos, [p. 15] no a la cola, sino a la cabeza? ¿Cuándo se ha visto que los pueblos menos cultos manden en tanta abundancia lecturas y maestros a los más adelantados?

Numerosos hechos, cuya certeza e importancia sería monstruosa temeridad poner en duda, vienen en confirmación de estas inducciones tan obvias como legítimas. Juan Luis Vives sembró los gérmenes del baconismo, del psicologismo escocés y aun del cartesianismo, que tuvo también antecedentes más inmediatos en otros filósofos peninsulares; las doctrinas metafísicas y teológicas de Molina, Vázquez y Suárez, que modificaron el tomismo en puntos capitales, dando origen a empeñadas controversias, extendiéronse con la Companía de Jesús hasta los últimos confines del globo; los teólogos españoles fueron los oráculos del Concilio de Trento y de todas las escuelas del continente, adquiriendo superior concepto, aun entre los protestantes; con las obras de los místicos recibidas dondequiera con extraordinario aplauso, nutrieron su espíritu San Francisco de Sales, Bossuet, Fénelon, etcétera, que no les superan ciertamente en profundidad ni en grandeza; en las de nuestros escritores filosófico-jurídicos. Vitoria, Ayala, Suárez, Domingo de Soto, bebieron Grocio y demás organizadores del Derecho natural y de gentes lo más selecto, puro y sólido de sus teorías; las de Huarte, Pujasol, Venegas y Bonet algo representan en el desarrollo histórico de la Frenología y de la Pedagogía, como en el de la Gramática general y de la Filología comparativa las del Brocense, Arias Montano y Hervás y Panduro; ¿qué más?: hasta las de nuestros físicos y naturalistas, en tan baja estima tenidas, aportaron no despreciables aumentos al acervo común de la ciencia europea. De todo esto ha hablado usted acertadamente. Y ante hechos de tal calibre, ¡hay doctores españoles, y de primera nota, que crean posible escribir la historia del saber humano sin contar para nada con España!

No es de admirar, a vista de semejante fenómeno, que los extranjeros miren con poco aprecio la ciencia española y desconozcan sus servicios. Así, no extraño que Rousselot, en su rnonografía de Los místicos españoles , hable de Raimundo Lulio como de un loco verosímil solo en el país de Don Quijote, y llame simples moralistas a todos nuestros pensadores del siglo XVI, citando entre ellos a algunos que, como Sepúlveda, poco de moral escribieron, [p. 16] y hasta regatee su admiración a los sublimes místicos objeto de su libro, con tener por cierto y averiguado que fueron ellos nuestra única filosofía. Menos extraño aún que Emilio Saisset, que a la cualidad de francés une la de no presumir de hispanista , en su obrita de los Precursores de Descartes , ni siquiera miente los nombres de Vives, Juan de Valdés, Fox, Henao, Bernaldo de Quirós, Arriaga, Vallés, doña Oliva Sabuco, Francisco Sánchez, Gómez Pereira, etc., de cuyos libros sacó o pudo sacar el filósofo de la Turena la duda metódica, el entimema famoso, la doctrina del pensamiento y la extensión considerados como constitutivos esenciales respectivamente del espíritu y de la materia, la de las ideas innatas, la teoría de las pasiones, la localización del alma en la glándula pineal, el mecanismo, el automatismo de las bestias, etc. Ni tampoco me sorprende que otros escritores franceses, que, como, por ejemplo, M. Levèque en la Revue des Deux Mondes , ha ventilado recientemente este último punto—hoy de alguna entidad por lo que se relaciona con la psicología comparativa—, hagan caso omiso de la Antoniana Margarita y de sus impugnadores. ¿Por dónde pretenderíamos que los extraños nos diesen ejemplo de españolismo , cuando no saben (salvo sus intenciones) dárnosle los propios?

Desde el comienzo de la presente contienda vióse asomar, en medio de las varias negaciones, digámoslo así, concéntricas, que la ocasionaron, y cual núcleo de ellas, una negación capital, en cuyo mantenimiento han revelado mayor empeño los massonianos , así como V., por su parte, lo ha puesto no menor en echarla abajo; la negación de la filosofía española . Arrollados por la erudición y la lógica de V., fueron abandonándolas todas sucecivamente; a ésta de que hablo no renunciaron hasta el postrer momento, encastillándose en ella como en su último y más preciado baluarte. Eran harto débiles sus fundamentos para que pudiesen sostenerse mucho tiempo. No sé con qué derecho exigen los adversarios, como condición sine qua non , para que un pueblo pueda blasonar de tener filosofía propia , y con ella opción a figurar honrosamente en los anales de la ciencia, el que ofrezca una serie de filósofos regimentados en forma de escuela , y que el influjo de ésta haya trascendido al resto del mundo. Paréceme que con poseer cierto número de pensadores ilustres que, reflejando la índole del genio [p. 17] nacional, apareciesen unidos por comunes caracteres externos, bastaría. No tuvo más Italia, y de los chinos no sabemos que sus luces hayan llegado mucho más acá de las fronteras del Celeste Imperio. Con todo, a nadie se le ha ocurrido la peregrina idea de calificar de mitos a las filosofías italiana y china, y menos de privarlas de los honores de la historia. Pero no necesitó V. valerse de esta clase de argumentos, supuesto que podía acometer de frente al enemigo, oponiéndole no una, sino tres creaciones filosóficas españolas, tres escuelas originales de influencia en el pensamiento europeo, a saber: el lulismo, el suarismo y el vivismo, aun sin contar el senequismo , el averroísmo y el maymonismo.

La existencia del lulismo y del suarismo por ningún escritor razonable había sido hasta ahora puesta en tela de juicio; la del vivismo era más disputada; yo me atreví a afirmarla años ha; usted la demuestra con pruebas irrefragables, evidenciando al propio tiempo sus extensas y profundas ramificaciones en la variada trama de las modernas teorías filosóficas. ¡Cuán fuera de camino van los que sólo consideran a Vives como censor de la escolástica, cuando su poderosa crítica alcanzó a todos los sistemas entonces conocidos, y de todos formó proceso, y en todos encontró defectos y perfecciones! No sería absurdo un paralelo entre la obra científica de Vives y la de Santo Tomás de Aquino. Si el Ángel de las Escuelas supo encauzar por las vías católicas las torcidas corrientes filosóficas de su siglo, depurando las doctrinas anteriores y organizándolas en una vasta síntesis, el polígrafo valenciano acrisoló la escolástica decadente, combinó con el oro que de ella extrajo lo más acendrado de otros sistemas, abrió nuevo sendero a la especulación, dando importancia al procedimiento inductivo, reformó el método, señaló reglas para evitar los extravíos intelectuales y cristianizó la filosofía del Renacimiento, milagros todos de su espíritu imparcial y comprensivo, que le hizo, no entrever, sino formular con claridad y precisión incomparables cuantos principios habían de disputarse la arena filosófica en aquella edad y en las siguientes; pero sin extremar ninguno ni sacarlo de su lugar propio y valor respectivo. Por tal razón, tuvo menos discípulos completos que secuaces exagerados de alguna parte de su doctrina, los cuales, dividiéndose la herencia del maestro, corrieron en diversas y aun opuestas direcciones, [p. 18] porque no abundan las inteligencias tan sintéticas y universales como la de nuestro filósofo, siendo, por el contrario, achaque frecuente, aun en pensadores esclarecidos, el contentarse con un solo principio y deducir de él las últimas consecuencias. Así Bacon, exagerando la experiencia proclamada por Vives, paró en el empirismo y engendró a Locke, como Locke a Condillac, y Condillac a Destutt-Tracy y a Cabanis. Así Reid, huyendo del escepticismo de David Hume, se refugió en aquel juicio natural e instintivo de que habla Vives, y a imitación suya el P. Buffier, y no acertando a salir del sentido común ni a desprenderse de las reminiscencias baconianas, estableció un empirismo psicológico, sabio y fecundo, pero estrecho, que a su vez extremó Hamilton, desterrando de la filosofía toda especulación acerca de lo absoluto e incondicionado , por donde vino a convertirse en fautor del positivismo . Así Descartes, tomando de los vivistas españoles su racionalismo , pero sin atenuación ni límites, dejó al descubierto altas verdades, y, conscia o inconsciamente, abrió la puerta a todos los idealismos posteriores. Y he aquí cómo de Vives procede toda la filosofía moderna anterior a Kant, lo mismo en lo bueno que en lo malo, sin que, esto no obstante, se le puedan achacar las erradas consecuencias que infieles alumnos derivaron de principios suyos mal entendidos o trastocados del único lugar en que tenían solidez y fuerza dentro del conjunto de sus especulaciones. La Europa entera es discípula, aunque ingrata, de Vives, y no sin razón le reputaba Forner por igual a los mayores sabios de todos los siglos. España debe estimarle como la más elevada personificación de su genio científico, y ver en su sistema el molde más a propósito, por lo amplio y conciliador, para reducir a unidad armónica las diferentes teorías de nuestros doctores, y de esta manera dar cuerpo visible, si se me permite la expresión, a la filosofía nacional .

En toda su apología, pero más, si cabe, en esta última parte de ella, hace V. ver prácticamente que no son incompatibles la cualidad de crítico profundo y la de consumado bibliófilo, desplegando, al par que un gran conocimiento de los pormenores históricos, recto juicio y perspicacia suma para examinarlos y discernirlos, clasificarlos y componerlos según su respectiva importancia y mutuas conexiones. La notable participación que en el [p. 19] crecimiento y desarrollo de la cultura científica europea, sobre todo de la filosófica, tuvo España, resulta patente y puesta en su debido punto, aunque con la brevedad propia de una polémica. De esta demostración brota otra no menos palmaria, y es que la historia de la ciencia, y especialmente de la filosofía moderna, tal como anda escrita, dejando a nuestra patria en casi completo olvido, carece de integridad y de verdad , puesto que no abraza toda la materia que le corresponde abrazar ni refleja con exactitud el enlace real de las causas y de los efectos, y que, por tanto, debe rehacerse radicalmente, dando cabida en ella a la exposición de las ideas de los sabios españoles, y partiendo de Vives, centro de la vida intelectual de Europa en la era del Renacimiento y progenitor de las principales doctrinas que florecieron antes de la kantiana. Abundantes y preciosos materiales para esta obra ha reunido V. en sus Cartas , dirigiendo la atención de los estudiosos hacia puntos poco conocidos, sacando de la oscuridad libros y autores dignos de remembranza y loa, rectificando noticias y juicios equivocados que corrían como indudables, señalando relaciones de que nadie se percataba entre unos y otros pensadores y sistemas y determinando la existencia y entronques de ciertas escuelas hasta ahora confundidas en la masa común e inclasificada de nuestro caudal filosófico. Por ello merece V. bien de la ciencia , ya en cuanto acrecienta desde luego considerablemente sus dominios, ya también en cuanto le abre camino para nuevas y fecundas conquistas.

No es menor el servicio que V. presta a la patria volviendo por sus timbres científicos, de cierto más altos y estimables que las conquistas y hazañas sin cuento registradas en nuestros anales. Desmoronóse el poderío fundado en la fuerza militar y en las artes de la política; no perecerán nunca el genio de nuestros sabios ni la levantada inspiración de nuestros poetas. Los segundos son universalmente conocidos y celebrados. Pero de los primeros, ¿quién se acuerda? ¿Quién los lee ni estudia? Tarea en sumo grado loable es la de renovar su memoria y procurar que vuelvan a adquirir popularidad y fama; que al par de los nombres de Fr. Luis de León, Ercilla, Cervantes, Lope, Calderón, Tirso y Quevedo, suenen de nuevo con aplauso, entre propios y extraños como sonaban en mejores tiempos, los de Lulio, Vives, Fox, Vallés, [p. 20] Gómez Pereira, Vázquez, Molina, Suárez, Domingo de Soto, Angel Manrique, Isaac Cardoso, Caramuel y tantos otros, y que, convirtiendo la vista a sus enseñanzas y tomándolas por base de sus ulteriores disquisiciones, recobre España su pristina persornalidad e influencia en el mundo científico.

¡Triste de la nación que deja caer en el olvido las ideas y concepciones de sus mayores! Esclava alternativamente de doctrinas exóticas entre sí opuestas, vagará sin rumbo fijo por los mares del pensamiento, y, como V. con mucho acierto indica, cuando acabe de perder los restos de la ciencia castiza, perderá, a la corta o a la larga, los caracteres distintivos de su lengua, y los de su arte, y los de sus costumbres, y luego... estará amenazada de perder también hasta su integridad territorial y su independencia, que, mejor que con lanzas y cañones, se defienden con la unidad de creencias, sentimientos y gloriosos recuerdos, alma y vida de los pueblos. Y ¡cuán cerca de tan desdichada suerte nos hallamos en España! La demolición comenzada en el siglo XVIII, se ha proseguido con ardor creciente en el XIX, amontonando ruinas sin medida ni término. Por el campo de nuestra filosofía han penetrado sucesivamente el cartesianismo , el sensualismo de Locke y Condillac, el materialismo de Cabanis y Destutt-Tracy, el sentimentalismo de Laromiguière, el eclecticismo de Cousin y Jouffroy, el psicologismo de Reid y Dugald-Stewart, el tradicionalismo de Bonald y el P. Ventura de Ráulica, el kantismo , el hegelianismo , el krausismo , y ahora andan en moda el neo-kantismo y el positivismo , estrechamente aliados. La ciencia española ha ido, entre tanto, desapareciendo del comercio intelectual. Precedentes insignes tenían en ella algunas de las referidas escuelas, pero, con una sola excepción, los dedicados a propagarlas aquende el Pirineo, de todo se han cuidado menos de empalmar sus doctrinas con las antiguas, españolizándolas en lo posible, para que así corriesen rodeadas de mayor autoridad y prestigio. Lejos de eso, hasta la forma de exposición ha solido ser anárquica, mestiza, desapacible y de todo punto ajena a la naturaleza del habla castellana.

No ignoro (¿cómo había de ignorarlo?) que la ciencia es una y que la verdad no tiene patria; mas nadie negará tampoco que la verdad y la ciencia adoptan formas y caracteres distintos en cada [p. 21] tiempo y país, según el genio e historia de las razas, a cuyas peculiares condiciones se atenta con la manía de introducir lo extranjero sin asimilarlo a lo propio. Infríngese una ley fundamental de la vida, así espiritual como física, cuando a la asimilación se sustituye la superposición , nunca duradera ni fructuosa. De muy diverso modo proceden los misioneros católicos en las regiones donde reina el paganismo. Van a difundir la verdad, la verdad absoluta, superior a las opiniones y juicios varios de los hombres; no por eso prescinden de las creencias anteriores de las gentes a quienes intentan evangelizar; las examinan a fondo, las cotejan con los dogmas de la Iglesia, y siempre que de éstos no difieren o pueden, mediante plausibles interpretaciones, armonizarse con ellos, las traen y utilizan en su apoyo. ¿Qué hizo San Pablo cuando empezó su discurso en el Areópago diciendo a los atenienses que al entrar en la ciudad había visto la estatua del Dios ignoto , y que cabalmente de ese mismo Dios iba a predicarles?

La tradición es elemento y auxiliar capitalísimo del progreso en todo. La falta de ella, la solución de continuidad entre lo viejo y lo nuevo, explica por qué en la España moderna aparecen y mueren tan pronto los sistemas filosóficos sin llegar jamás a aclimatarse, y la facilidad con que sus adeptos pasan de unos a otros, como si en ninguno encontrasen estabilidad y reposo. ¿A qué debe, en cambio, Alemania el vuelo y preponderancia de sus escuelas sino a haber permanecido fiel en lo que va de siglo al espíritu nativo de su ciencia, con tener ésta tantos deslumbramiemtos y trampantojos , corno creación de los que Hamilton llama visionarios filosóficos ,


Gens ratione ferox et mentem, pasta chimeris?

¿A qué debió su prosperidad e importancia la escuela escocesa, sino a su rigurosa consecuencia y disciplina, sólo por el doctor Brown quebrantada, y a su conformidad con el sentido práctico de la gente británica? ¿Por qué ha prevalecido en Francia el moderno eclecticismo, sino por sus conexiones con la doctrina cartesiana, y por invocarla constantemente en favor suyo? ¿Por qué, en fin, rayó a tanta altura la filosofía italiana en los días de Galluppi, Gioberti, Rosmini, Mamiani y Sanseverino, sino por el colorido nacional que éstos le dieron, presentándose como intérpretes [p. 22] y vivificadores de la antigua sabiduría de su patria? ¡Qué diferencia entre el auge y esplendor que entonces tuvo y la pobreza a que ha venido desde que, abandonada aquella senda, la Península transalpina se ha dejado invadir y dominar de las escuelas alemanas y francesas más funestas, favorecidas por el espíritu revolucionario y anticatólico! ¿Qué es al presente ni qué supone Italia en el terreno de la especulación filosófica?

Salta a la vista, pues, que importa en extremo a los pueblos no renegar de su abolengo doctrinal ni limitarse a repetir más o menos servilmente lo que otros pueblos discurren y escriben. Insistere vestigiis , debe ser su divisa; acoger la verdad, sí, venga de donde viniere, pero ingiriéndola en el cuerpo de las que los siglos les legaron, y no aceptándola como prestada siempre que puedan ostentarla como de cosecha propia. Sólo de esta suerte lograrán en la línea científica vida robusta e independiente, consideración y respeto. Impórtale a España muy especialmente seguir esa pauta, ya que, por fortuna, su filosofía de antaño—donde, a lo menos en germen, se contiene casi todo cuanto de razonable y sólido encierran los libros de los modernos pensadores, y aun más que en ellos respecto a no pocas cuestiones—le ofrece, a la vez que seguros métodos, inagotable mina de excelentes materiales para las más variadas, atrevidas y grandiosas construcciones. Restaurarla, ilustrarla, ampliarla, embellecerla, siguiendo los designios de Vives, sea por tanto, de hoy más, su principal empeño, si quiere de influída convertirse en influyente en los futuros desarrollos de la razón humana, A este fin han de contribuir sobremanera las eruditas epístolas de V. y los atinadísimos proyectos que en ellas diseña. Muy conducente sería asimismo, en mi sentir, la composición de una obra metódica, extensa y minuciosa acerca de la Filosofía española comparada con la antigua y la moderna , por el estilo de la relativa a la cristiana, que tan justo renombre ha dado al napolitano Sanseverino.

Al par que como diligente obrero de la ciencia y como hijo amante de la patria, ha cumplido V. como buen católico, vindicando la verdad histórica en punto al estado intelectual de España en las edades pretéritas, pues con esto pulveriza ipso facto uno de los argumentos que más a su sabor emplean frecuentemente [p. 23] los multicolores devotos del Gran Pan contra la Iglesia de Jesucristo, cual es el suponer efecto de su acción y predominio la que llaman decadencia de las naciones dóciles al magisterio de la cátedra San Pedro. En la guerra que se hace a nuestra antigua cultura científica entran por mucho, entre otras causas, la escasez de conocimientos bibliográficos, la poca afición a leer libros viejos y en latín, la preocupación y el espíritu de secta y de sistema; pero el móvil principal—V. lo ha dicho sin rodeos—es el odio al catolicismo, el insaciable afán de desacreditarle. La adhesión inquebrantable a éste ha sido en todos tiempos una de las notas características del pueblo español; de ella nacieron la mayor parte de las proezas y maravillas obradas por nuestros padres. La heterodoxia intentó en repetidas ocasiones borrarla; siempre en vano. Nunca doctrinas impías ni heréticas echaron raíces en la Península Ibérica; fueron, a lo sumo, accidentes transitorios. V. lo patentiza admirablemente en su Historia de los Heterodoxos españoles . ¿Qué son, en el glorioso y dilatado curso de nuestra civilización, más que aberraciones de un día el gnosticismo de Prisciliano y el adopcionismo de Félix y Elipando? ¿Qué significan los olvidados desvaríos de Hostigesis, Arnaldo de Vilanova. Gonzalo de Cuenca y Pedro de Osma? Ni el protestantismo en el siglo XVI, ni el enciclopedismo a fines del XVIII y principios del actual, consiguieron torcer la índole unitaria de nuestra raza. Y en cuanto a los que, fuera de estos grupos, extravagaron de la ortodoxia, sabido es que, no obstante ser a veces hombres de talento privilegiado y mucha doctrina, ni hicieron prosélitos ni dejaron rastros en pos de sí, apareciendo en la historia patria como fugaces meteoros, como fenómenos aislados, sin antecedentes ni consecuencias. Hoy nos embiste el error nuevamente y con formidable aparato, valiéndose de todo linaje de armas, y para abrirse paso con mayor facilidad, pone singular empeño en hacernos ver que todas las dolencias históricas de España provienen de su catolicismo. Una de ellas, acaso la más grave, es, a sus ojos, nuestra pretendida nulidad científica desde el Renacimiento hasta la edad que denominan novísima, y por eso se la atribuye a las trabas e imposiciones dogmáticas, prevalido de la ignorancia que en orden a nuestra pasada actividad intelectual reina generalmente entre doctos e indoctos. Señalado obsequio hace V., pues, a la religión, trabajando [p. 24] por destruir esta ignorancia y dejar, como deja, fuera de duda, que no hubo semejante anulación del pensamiento ibérico, y que, por tanto, carecen de base cuantas deducciones en ella se fundan.

También la falsa filosofía del siglo último llamó ese argumento en pro de sus dañados propósitos; también hubo entonces quien, a nombre de ella, preguntase enfáticamente: ¿qué se debe a España?; y entonces, como ahora, salieron a la palestra valentísimos defensores de la cultura nacional. Quizá en algún punto anduvieron escasos; quizá en otros comprometieron demasiado su generosa causa. No ha de dudarse, sin embargo, que en la mayor parte de ellos obtuvieron sobre sus adversarios completísimo triunfo. Con todo, aquellas memorables apologías no han impedido a Mr. Masson resucitar en el año de gracia de 1876, ni hecho innecesarios los denodados esfuerzos de V. para repeler sus tenaces acometidas y hundirle de nuevo en el sepulcro; y témome que, semejante a los vampiros, aun vuelva a levantar, cuando menos se piense, la cabeza. Para evitarlo, es indispensable emprender con energía y constancia la ilustración bibliográfica e histórico-crítica del saber de nuestros antepasados en sus diversas ramas, particularmente en la filosófica, llevando a cabo el magnífico programa por V. expuesto, que ha sido siempre el sueño dorado de mi vida. De vano, utópico e irrealizable sé que han de calificarle a boca llena los hombres de voluntad débil y tibio patriotismo; los españoles netos, los verdaderos amantes de las luces, los católicos fervorosos y de elevadas miras, no dejarán de tener fe en su éxito, y con fe contribuir a él, moviendo montañas, si preciso fuere; que la fe a tanto alcanza.

En ningún caso desmayemos: la obra es grande, es santa; requiere el concurso de todas las voluntades no marchitas, de todos los entendimientos no pervertidos por el error, de todos los corazones que no han apostatado de la religión ni de la patria. Con su directa colaboración los doctos, con sus simpatías y aplauso los no letrados, coadyuven todos a esta empresa regeneradora, todavía posible, porque, a dicha, aun alienta el genuino espíritu de España, la cual no está reducida a las dos docenas de doctores más o menos flamantes que se arrogan el derecho de representarla en el estadio de la inteligencia. Pero acudamos pronto; [p. 25] el mal se ha hecho crónico, y cuanto más dilatemos la curación, más difícil será extirparle. A los católicos exhorto muy principalmente. No en los campos de batalla, ni en las de ordinario estériles luchas políticas, sino en el ancho palenque donde V. bizarramente lidia, deben concentrar sus facultades y recursos. No cabe dar más útil aplicación a los talentos y vigilias del apologista ortodoxo; pocas materias, de seguro, la reclaman tanto. Vengan, pues, los sabios todos del orbe cristiano a defender y sacar del olvido la ciencia española. Defendiéndola, defenderán el catolicismo; sacándola del olvido, franquearán un arsenal riquísimo a los paladines de la Iglesia. Multiplíquense los diccionarios bibliográficos, las monografías, las publicaciones de todas especies acerca de nuestro pasado científico; acábese de descorrer el velo que lo cubre; no quede en él rincón alguno adonde no lleguen las luces de la erudición y de la recta crítica; désele a conocer, en una palabra, plena, clara y detalladamente, y entonces Mr. Masson, que sólo a favor de la oscuridad revive, habrá muerto para siempre.

Levantada tengo años ha esa bandera, y, ¡loado sea Dios!, no todo ha sido desdén hacia ella. Poco a poco va creciendo el número de los que creen en la ciencia española y desean que su historia se escriba y que su savia torne a vigorizar el espíritu nacional. Usted solo vale por un ejército. Flaco siempre de entendimiento, y ahora, amén de esto, enfermo y dolorido, nada me es dado hacer ya para unir a la predicación el ejemplo: estas líneas, salvo un milagro, pueden considerarse como mi testamento literario. ¿Qué importa? Non omnis moriar. Queda en pie V., joven alentado, corazón sano, cabeza potentísima, para continuar la tradicción de mis ideas y proyectos, y si, como ardientemente le pido, el cielo se digna otorgarle vida larga, salud y sosiego, conducirlos todos a felice término y remate. Lo que en mí fué humilde brote, será en V. árbol corpulento y lozano, cargado de sabrosísimo fruto.

¡Cuánto me regocija y consuela, en medio de mis angustias y melancolías, el pensar que es V., como yo, hijo de

«...la gran Montaña en quien guardada
La fe, la sangre y la lealtad estuvo,
Que pura y no manchada,
Más limpia que su nieve la mantuvo»,

[p. 26] y que, tal vez, a esa comarca está reservada la gloria de dar, como dió los primeros, el último y más avanzado paso en el camino de la restauración científico-patriótica que anhelamos! ¡Cuán dulcemente me lisonjea el poder finalizar la presente carta, y con ella mi carrera de escritor, apropiándome esta afectuosa estrofa de la oda de Cadahalso a Meléndez Valdés:

«Y yo, siendo testigo
De tu fortuna, que tendré por mía,
Diré: «Yo fuí su amigo,
Y por tal me tenía,
¡Y en dulcísimos versos lo decía!»

Reciba V. el más cordial abrazo de

GUMERSINDO LAVERDE.

Lugo, 30 de septiembre de 1876.

Notas