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Obras completas de Menéndez... > ESTUDIOS SOBRE EL TEATRO DE... > V : IX. CRÓNICAS Y LEYENDAS... > LXXI.—LOS GUANCHES DE TENERIFE Y CONQUISTA DE CANARIAS

Datos del fragmento

Texto

Está citada en la segunda lista de El Peregrino con el título de Conquista de Tenerife , y por consiguiente es anterior a 1609; pero no se publicó hasta 1618, en la Parte décima de Lope, que tuvo dos reimpresiones.

Fúndase el argumento de esta comedia en un rarísimo y estimable poema, parte en verso suelto y parte en octavas reales, [p. 286] compuesto por el bachiller Antonio de Viana, natural de Tenerife, y estudiante de medicina en Sevilla, con el título de Antigüedades de las Islas Afortunadas de la Gran Canaria. Entre los sonetos laudatorios que se leen al frente de este libro, impreso en Sevilla en 1604, hay uno de Lope de Vega que principia:

       Por más que el viento entre las ondas graves
       Montes levante, y con las velas rife,
       Vuela por alta mar, isleño esquife,
       A competencia de las grandes naves...

y termina:

       Islas del Oceano, de corales
       Ceñid su frente, en tanto que de Apolo
       Crece a las verdes hojas inmortales. [1]

Lope, que en todas partes encontraba asuntos de comedia, leyó, o por lo menos hojeó, el poema del vate canario; obra imperfectísima, a la verdad, si se la considera ya como poema épico, ya como historia, pues para lo primero contiene demasiadas circunstancias prosaicas, y para lo segundo demasiadas fábulas; [p. 287] ensayo juvenil, por otras parte, que se resiente de inexperiencia y gusto poco maduro, pero que anunciaba en su autor felicísimas condiciones para la poesía descriptiva. Agradóle sin duda el estilo lozano y exuberante del buen Bachiller, su fantasía pródiga y amena, la candidez idílica de sus cuadros, y, sobre todo, la extrañeza y novedad de las cosas que cuenta y de la naturaleza que describe. Le enamoró el color local del argumento, y con los materiales del poema labró esta comedia, cuyo primer acto es muy lindo, aunque los dos siguientes decaen mucho. Comienza el poema de Viana con un lujoso si bien desaliñado panegírico del clima y producciones de las islas que van a ser teatro de la narración:

           Manaban leche las hermosas fuentes,
       Las peñas miel suave, entapizadas
       Con nativos panales, entre el musgo
       Pajizo, blanda y delicada orchilla.
       Con esperanza cierta, el verde campo
       Al venidero siglo, ya presente,
       Prometía mostrar fecundas cepas
       Y ñudosos sarmientos de las vides,
       Resudando el licor dulce y ardiente
       De racimos melosos, en los pámpanos
       Y rubias cañas destilando el zumo
       De que se cuaja el fino azúcar cándido,
       Sabroso néctar de los sacros dioses...
           Por sus aires volaban varias aves
       De música sonora, y muchedombre
       De aquellos vocingleros pajaruelos
       Que por canarios los celebra el mundo.
       Producen sus espesos y altos montes
       Álamos, cedros, lauros y cipreses,
       Palmas, lignaloes, robles, pinos,
       Lentiscos, barbucanos, palos blancos,
       Viñátigos y tiles, hayas, brezos,
       Acebuches, tabaibas y cardones,
       Granados, escobones, y los dragos,
       Cuya resina o sangre es utilísima. [1]
        [p. 288] Tienen grandes arroyos de aguas claras,
       Con cuyo riego, yerbas olorosas
       Brotan y esparcen matizadas flores,
       El poleo vicioso, el blando heno,
       El fresco trébol, toronjil, asándar,
       El hinojo entallado y el mastranzo;
       Sube la yedra, y el jazmín se enreda,
       Y se entreteje la violeta, y hacen
       Un bello tornasol, con alhelíes,
        En los espesos y frondosos árboles...

Descritas luego muy menudamente las costumbres y supersticiones de los naturales, se hace en el canto II breve conmemoración de la conquista de las islas de Fuerteventura, Lanzarote, Hierro, Gomera y Gran Canaria, para entrar de lleno en la de Tenerife, que es el verdadero asunto del poema. El héroe indígena del poema es Bencomo, Rey de Taoro, de quien hace Viana el retrato siguiente:

       De cuerpo era dispuesto y gentilhombre,
       Robusto, corpulento, cual gigante...
       De altor de siete, y aun se dice
       Tuvo sesenta muelas, sin los dientes.
       Frente arrugada, calva y espaciosa,
       Repartida melena, poca y larga,
       Rostro alegre y feroz, color moreno,
       Los ojos negros, vivos y veloces,
       Pestañas grandes, de las cejas junto,
       Nariz en proporción, ventanas anchas,
       Largo y grueso el bigote retorcido,
       Que descubría en proporción los labios,
       Encubridores del monstruoso número
       De diamantinos dientes; larga, espesa
       La barba cana, de color de nieve,
       Que le llegaba casi a la cintura;
       Brazos nervosos, de lacertos llenos,
       Derechos muslos, gruesas las rodillas,
       Fuertes las piernas, pies pequeños, firmes,
        [p. 289] Temperamento en todo a lo colérico,
       Algo compuesto con humor sanguíneo.
       Era ligero, altivo en pensamientos,
       Justiciero, modesto, grave, sabio,
       Prudente, y, sobre todo, arrogantísimo.
       Un tamarco curioso gamuzado
       De delicadas pieles le vestía,
       A los brazos las huymas como mangas,
       Y guaycas en las piernas como medias.
       Tiene en la diestra mano el regio cetro,
       Hueso mondado del valiente brazo
       Del gran Tineríe, bisabuelo suyo...

Hallábase este disforme bárbaro celebrando un rústico festín con sus capitanes, después de haber hecho revista y alarde de su gente de guerra, cuando comparece de súbito un sacerdote o mágico llamado Guañeme, y lleno de confusión y tristeza da cuenta al Rey de los siniestros agüeros que ha tenido:

           Por el cerúleo mar vendrán nadando
       Pájaros negros de muy blancas alas,
       Truenos, rayos, relámpagos echando,
       Señales propias de tormenta y malas;
       Dellos saldrán a tierra peleando
       Fuertes varones con diversas galas,
       Del otro mundo extraño y belicoso,
       Para quitarte el reino poderoso.
           Conquistarán por armas esta tierra,
       Sin que puedas hacerles resistencia,
       Que el cielo, en su furor, nos hará guerra
       Con brava contagiosa pestilencia;
       Cuanto Nivaria [1] y su distrito encierra,
       Ha de dar a sus reyes la obediencia:
       Esto por mil agüeros es creíble;
       Perdona, y pon remedio en lo posible.

Tales presagios no aterran al reyezuelo, pero le enfurecen, y manda ahorcar de un árbol al agorero. Entretanto, el adelantado D. Alonso Fenández de Lugo, después de haber sometido la isla [p. 290] de la Palma, se aprestaba a la conquista de Tenerife, única isla de las siete del pequeño archipiélago que restaba por dominar. El candoroso poeta pone en renglones desiguales, con la mayor sencillez del mundo, la lista de apellidos de todos los aventureros que concurrieron a la expedición. Era en el mes de abril de 1494.

Aquí se interpola un episodio romántico que Viana trata bastante bien y que Lope no podía desperdiciar. Tenía el formidable Bencomo una hija llamada Dácil o Dácila, doncella de extremada hermosura, a quien adoraban y pretendían todos los príncipes de la isla, si bien ella los desdeñaba, prefiriendo la soledad de los bosques y de las fuentes al bullicio de la corte:

       Es de muy poca edad, gallardo brío,
       Tiene donaire, gracia, gentileza,
       Frente espaciosa, grave, a quien circuye
       Largo cabello, más que el sol dorado;
       Cejas sutiles que, del color mismo,
       Parecen arcos de oro, y corresponden,
       Crecidas las pestañas, a sus visos;
       Los ojos bellos, son como esmeraldas
       Cercadas de cristales transparentes,
       Entreveradas de celosos círculos;
       Cual bello rosicler las dos mejillas,
       Y afilada nariz prporcionada;
       Graciosa boca, cuyos gruesos labios
       Parecen hechos de coral purísimo,
       Donde a su tiempo la templada risa
       Cubre y descubre los ebúrneos dientes,
       Cual ricas perlas o diamantes finos;
       Hermoso rostro de color de nieve,
       Con fuego y sangre misturado a partes,
       Y como el cielo claro, lo estrellaban
       Algunas pecas como flores de oro...
       (Canto IV.)

Esta gentil doncella, lejos de asustarse con el presagio de los pájaros negros , soñaba con que uno de ellos había de traerle a su amante, y con la esperanza de verle llegar se subía de continuo a las más altas peñas, e increpaba al mar con estas voces:

           [p. 291] Un pájaro muy grande, extraño, ajeno,
       Espero que por ti vendrá volando.
       ¡Oh, si volase bien! que por él peno...

Llegan, en efecto, los anunciados pájaros, que eran 15 barcos españoles. El capitán Gonzalo del Castillo sale a reconocer el bosque de la Laguna, encuentra a la infanta Dácil (que es como la princesa Nausicaa de esta pequeña Odisea) , y enamoráse súbitamente de ella, en el mismo punto en que ella ve realizado su sueño:

           Dácil estaba cerca de una fuente
       Que tiene en sí la falda de una sierra,
       Cuyas vertientes claras descendiendo,
       Al lago llevan bullicioso arroyo;
       Y era el espeso bosque tan cerrado,
       Que no se divisaba en él la gente...
       Era el estanque de la fuente grande,
       Largo, espacioso y hecho de artificio,
       Con cantos enterrados en la arena,
       Y con el masapez bien embarrados,
       Dando comodidad una gran peña
       De la parte de arriba, a quien cubrían
       Diversas yerbas y esmaltadas flores,
       Y a quien cercaban de frondosos árboles
       Entretejidas ramas, defendiéndola
       De la violencia de los tiempos varios...
           Gozaba Dácil del alegre sitio,
       Sentada encima de la peña misma,
       En lo más alto de ella, entre las flores,
       Mirándose en las aguas de la fuente,
       En donde hacía una agradable sombra,
       Como en espejo de cristal purísimo.
       Oía el murmurar del claro arroyo,
       Que desde allí tomando su principio,
       Bajaba al hondo y espacioso valle,
       Y de las aves la sonora música...

Acercábase, en tanto, a la fuente el capitán Castillo, encantado con la belleza del paisaje, y pensando que sin duda alguna debieron de ser aquellos los Campos Elíseos de los antiguos:

           [p. 292] Diciendo aquesto, estaba ya muy cerca
       De la agradable fuente; pero Dácil
       Tiene los ojos puestos en su aspecto.
       Túrbase al ver aquel gallardo brío,
       Pulido traje y militar arreo,
       Tan diferente en todo a su costumbre,
       Que con dificultad juzga ser hombre;
       Quiere huir, y teme, y así dice:
           «¡Cielo! ¿Qué será aquesto que aquí veo?
       ¿Qué puedo hacer? ¡Ay triste, si me siente!
       ¡Quiero huir! Pero que es hombre creo.
       ¿Hombre? Sí, mas extraño y diferente:
       Combate mi temor con mi deseo;
       Un extranjero tengo ya presente:
       ¿Veréle bien? Mas temo de miralle:
       ¡Qué lindo, qué galán, qué de buen talle!»
           Y mientras entre sí Dácil forjaba
       Aquestos y otros tales pensamientos,
       Llegó Castillo a la agradable fuente;
       Deléitase con ver el agua clara,
       Descálzase los guantes de gamuza,
       Baña las manos y refresca el rostro,
       Saca el lenzuelo, enjúgase y descansa;
       Contempla el agua pura, y clava en ella
       Al vivo la figura de su sombra,
       Y advierte junto a sí la que la Infanta
       Hace también de encima de la peña.
       A todas partes mira quién la causa,
       Pero no puede verla, que lo impiden
       Las verdes ramas de los frescos árboles,
       Y así, confuso y admirado, dice:
           «Un bulto solo soy, pero dos sombras
        Veo en el agua: aquésta, cierto, es mía,
       Más tú, ¿quién eres, sombra, que me asombras?
       ¿Qué es esto, loca y vana fantasía?
       Entre las flores, como sobre alfombras
       Bordadas de preciosa pedrería,
       Parece está sentada una pastora
           ¡Vista notable! Pero en el contorno
       De aquesta fuente sólo a mí me veo...
       Allí la sombra está y aunque el arreo
        [p. 293] De la zagala es poco y sin adorno,
       Su imagen, aumentando mi deseo,
       Parece clara con la sombra obscura,
       Y peregrina y rara su hermosura.
           Loco debo de estar: ¿qué es esto? ¿Acaso
       Es Narciso a sí mismo aficionado,
       O es ésta aquella fuente del Pegaso,
       Y este lugar de ninfas encantado?
       ¿Es ésta alguna musa del Parnaso,
       Monte por hechicero celebrado,
       O qué es aquesto, cielos soberanos?
       Al fin no es ésta tierra de cristianos.»
       ................................
           Tanta fue de Castillo la porfía,
       Que no pudo cubrírsele la infanta...
           Habíase ya Dácil levantado,
       Viendo que la miraba el caballero,
       Mas él dejó la fuente, y fué siguiéndola
       Con presurosos y turtados pasos.
       Llegóse cerca della; considera
       Su traje extraordinario, y sobre todo
       La rara y no compuesta hermosura,
       Y ella se estaba en él embelesada,
       Vencida y llena de vergüenza honesta:
         Sienten los dos un no sé qué de gloria...
       
Saltos da el corazón dentro en sus pechos.

No son de poeta vulgar algunos de estos versos, ni lo es tampoco la hábil composición de esta especie de égloga guanche , donde la ingenuidad del sentimiento realza la belleza del paisaje:

          Ouiere Castillo hablar, mas dificulta
       Que le pueda entender, ni responderle,
       Cierto de que sus lenguas son contrarias;
       Mas vencido de amor y del deseo,
       Le dice tiernamente estas palabras:
          «Ángel o serafín en forma humana,
       O cifra de la misma hermosura,
       En la belleza y partes soberana,
       Y solamente humana en la figura:
       Si mi humildad vuestra grandeza allana,
        [p. 294] Ved que mi alma en vos se transfigure
       Para gozar de vuestra vista bella;
       No lo extrañéis; transfiguraos en ella.
           Es poderoso amor como la muerte,
       Que si la muerte aparta lo muy junto,
       Él junta lo apartado en unión fuerte,
       Y así con vos me prende en este punto...
       Es propio a la humildad siempre vencerse,
       Y es de suyo agradable la belleza,
       Y es lo que agrada fácil de quererse,
       Y el querer es amor, y amor firmeza.
       No permitáis que vea yo perderse
       Amor que me inspiró vuestra pureza;
       Ángel sois vos, y fuego en que me inflamo;
       Miradme amando, entenderéis que os amo.
           No ignoro que extrañáis mi oscura lengua,
       Pues no me respondéis, mas el conceto
       De la fe de mi amor no queda en mengua,
       Pues entendéis del alma lo secreto:
       Testigos son mis ojos, como lengua
       Del corazón, del amoroso efeto...»
           A todo aquesto Dácil, pensativa,
        Dudando estaba a que determinarse,
       Y en confuso discurso entre sí dice:
           «Parece que me habla aficionado;
       Mas no lo entiendo, en cuanto dice, nada;
       Sin duda debe ser enamorado,
       Pues con tal brevedad de mí se agrada.
       ¿Qué le responderé? Mas si ha hablado
       Sin entenderle yo, desengañada
       Estoy de que tampoco a mi me entienda.
       Mas ¡ay! ¿Si es éste aquel de quien soy prenda?»

Castillo estrecha la mano, en signo de amor, a la asombrada doncella, y sin mucha resistencia logra llevarla en su compañia:

       Al fin camina con turbados pasos...
       Dácil se aflige en verse sola; siente,
       Siente su gran peligro, disimula,
       Quiebra la sarta larga que traía
       Puesta por rico adorno al blanco cuello,
        [p. 295] De caracoles, conchas y juguetes;
       Y deja en las veredas del camino
       Seguido rastro, conocido y cierto,
       Para ser de los suyos socorrida.
       En esto ya llegaba el gran Sigoñe
       A la fuente, buscando cuidadoso
       A Dácil, que siguiendo otra vereda,
       Subió por la otra parte del arroyo.
       No la halla, se admira y reconoce
       El rastro; va siguiendo sus pisadas
       Con tal solicitud, que en breve tiempo
       Alcanza a divisar de allí muy cerca
       Al caballero y a la bella Infanta.
       Túrbase el fuerte y valeroso mozo,
       Detiene el paso, considera y mira
       Lo que puede entender del extranjero;
       Alza la voz con espantosos gritos,
       Óyenle sus soldados, que le siguen,
       Y acuden todos a librar su Infanta.
       Vuelve el noble español atrás los ojos,
       En blanco pone la fulgente espada
       Y ofrécese animoso al gran peligro.
       Dácil le mira atenta, alborotada
       De ver luciendo el refulgente acero,
       Pero del caballero condoliéndose,
       Le hace aprisa señal de que se vaya.
       Él llama a voces su cercana gente...
       Sin Dácil se retira en la espesura,
       Y júntase al momento con los suyos.
        (Canto V.)

Además del episodio amoroso de Dácil (que es lo mejor del poema y de la comedia), encontró Lope en la obra del bachiller Viana otros materiales poéticos, especialmente la piadosa historia del origen, aparición y milagros de la santa imagen de Nuestra Señora de la Candelaria, patrona de la isla de Tenerife y de todo el archipiélago canario (cantos VI y XVI), materia que antes de Viana había tratado fray Alonso de Espinosa, de la Orden de Predicadores, en un librillo de extraordinaria rareza, el primero que [p. 296] se publicó acerca de las islas. [1] Pero en esta parte procedió Lope con excesiva libertad, alterando los pormenores de la leyenda y añadiendo milagros que no se cuentan de aquélla, sino de otras imágenes.

De la parte puramente historial del libro de Viana, es decir, lo relativo a la conquista de Tenerife y a las batallas de guanches y castellanos, Lope de Vega hizo poco caudal, limitándose a recoger algún nombre, como el de Tinguaro. Tengo por seguro que no leyó entero el poema; cosa a la verdad bastante difícil, aun para los canarios mismos, como no sean muy amantes de las antigüedades de su tierra. Y no porque el médico de Tenerife careciera de dotes poéticas, que bien patentes están en los fragmentos que hemos transcrito, los cuales bastan para que nunca pueda confundírsele entre la turbamulta de los fabricantes de epopeyas ultramarinas que brotaron al calor de la triunfante Araucana. Viana es imitador de Ercilla, pero no de los adocenados: su poema vale tanto como el de Pedro de Oña, que tiene más fama que él. Si sus indígenas son convencionales, no menos idealizados están los de su maestro, y de la mezcla de crónica nimia y prosaica con invenciones románticas participan uno y otro. Lo que daña sobremanera al cantor de las Antigüedades de las Islas Afortunadas es su híbrido y desagradable sistema de versificación, que imitó acaso de Gregorio Hernández de Velasco en su traducción de la Eneida . Los endecasílabos sueltos, de que lastimosamente abusa, se confunden muchas veces con la prosa más vil; y hasta cuando parecen buenos, lo son aisladamente, no como parte de un periodo poético. Ignoraba el arte de construirlos, como casi todos los versificadores de su tiempo, exceptuando a Jáuregui y a Francisco de Figueroa. Si hubiera escrito todo el poema en octavas reales, mucho hubieran ganado sus versos con este freno, y algo se [p. 297] hubiera atajado su facilidad desaliñada, que le lleva hasta poner en lista los nombres de los conquistadores.

El crédito histórico de este libro ha tenido desde antiguo recios impugnadores entre los historiógrafos canarios, y, a la verdad, bastaba leerle para comprender que gran parte de él era mero producto de la fantasía poética. Ya D. Juan Núñez de la Peña, que escribía a fines del siglo XVII, dijo con buen sentido, antes de empezar la relación de la conquista de Tenerife: «No trato aquí de los amores que dice el licenciado Viana tuvo el capitán Castillo con la hermosa infanta Dácil, hija del Rey de Taoro, a quien dice halló en el recreo de una cristalina fuente en la Laguna, que de Taoro se había venido a holgar con guardas de sus vasallos; ni de las finezas del príncipe Ruiman, hijo del Rey de Güimar y de la infanta bella Guazimara, ni de las amorosas quejas del príncipe Gueton y de la infanta Rosalva, ni de los desvelos del príncipe y capitan Tinguaro y de la infanta Guajara, ni de las promesas que el Benharo de Naga hacía a este príncipe Tinguaro, ni de los agüeros que hacian los guañames , que, sin agraviar a este autor, más parece comedia que historia verdadera: así, lo dejo a un lado y prosigo mi conquista, sin que el lector se embaraze en leer estas historias, cómicas a mi parecer.» [1]

A pesar de esta sensata advertencia, un siglo después, el más clásico y excelente de los historiadores de Canarias, Viera y Clavijo, olvidado esta vez de la ironía un tanto volteriana que suele mostrar en cosas más graves, repite sin muestras de incredulidad el cuento de los amores de la infanta Dácil y del capitán Castillo, y aun narra una aventura semejante, pero muy anterior, acaecida en la costa de Gran Canaria, donde fueron sorprendidas por los corsarios de Diego de Herrera (que se titulaba rey del archipiélago) tres jóvenes isleñas, una de ellas sobrina del guanarteme o [p. 298] cacique de Gáldar. En confirmación del hecho cita estas dos octavas, de autor desconocido:

           Estándose bañando con sus damas,
       De Guanarteme el Bueno la sobrina,
       Tan bella, que en el mar enciende llamas,
       Tan blanca, que a la nieve más se empina,
       Salieron españoles de entre ramas,
       Y desnuda fué presa en la marina:
       Y aunque pudo librarse, cual Diana,
       Del que la vió bañar en la fontana,
           Partir se vió la nave a Lanzarote,
       Donde con el santísimo rocío
       La bañó en nueva fuente el sacerdote;
       De do salió con tal belleza y brío,
       Que con ella casó monsieur Maciote,
       Que el noble Bethencourt era su tío:
       Y de estos dos, como del jardín flores,
       Proceden los ilustres Bethencores. [1]

Esta narración, como otras de Viera, procede de la Descripción histórica y geográfica de las islas de Canaria , del alférez mayor D. Pedro Agustín del Castillo, que escribía por los años de 1737; escritor crédulo (aunque diligente) y muy picado de la manía genealógica. [2] Dice que las octavas se las enviaron de Lanzarote entre otros papeles antiguos; a juzgar por el estilo, parecen contemporáneas del Dr. Carrasco de Figueroa, y acaso sean suyas; aunque confieso que no he tenido valor para buscarlas entre el fárrago de las quince mil que hay en el Templo militante. Puede [p. 299] creerse que en esta leyenda de familia se inspiró Viana, transportando la aventura a la isla de Tenerife y exornándola poéticamente.

Lope le siguió paso a paso en el primer acto de su drama, pero con libertad e independencia de gran poeta. Copió el vaticinio del agorero, a quien, por evitar el nombre un tanto salvaje y poco eufónico de Guañameñe, dió el nombre demasiado clásico de Sileno:

       Y he hallado en la observancia de los árboles,
       En las ondas del mar, en las estrellas,
       En el salir del sol y en el ponerse,
       En los nocturnos cantos de las aves,
       En las entrañas de las muertas fieras
       Y en otras cosas mil, que a Tenerife
       Vuelven tercera vez con alas blancas
       Aquellos negros pájaros de España
       Que, como ya sabéis, llaman navíos...

Pero añadió de su propia Minerva esta valiente réplica del rey Bencomo:

       ¿Voy yo, por dicha, a conquistar a España?
       ¿Tengo pájaros yo que allá me lleven?
       ¿Codicio las mujeres de su tierra,
       Las galas que se visten, y las cosas
       De que se adornan sus dichosos reinos?
       ¿Qué me quieren a mi, que me persiguen?
       ¿Qué tengo yo que de su gusto sea?
       ¿Qué riquezas me ven, qué plata y oro?...

El episodio de Dácil bañándose en la laguna, parece que estaba convidando al pincel suave y amoroso de Lope:

           En esa verde ribera,
       Cuya selva pisa el mar,
           Hay una fresca laguna
       Que vierte una fuente bella:
       Quisiera bañarme en ella,
       Porque no he visto ninguna
           De tanta hermosura y flores
       Por las márgenes y orillas,
        [p. 300] Donde otras mil fuentecillas
       Le pagan censos menores...
           Míranse en su claridad
       Tantos árboles frondosos,
       Que se enloquecen de hermosos,
       Con ver sombra y novedad.
           Tal copia de ánades llueve,
       Y tanto en sus aguas medran,
       Que parece que la empiedran
       De copos de blanca nieve.
           Si el viento incita las olas,
       Forma unas labores tales,
       Que no se labran iguales
       Sino es en tus tocas solas.
           Las copas que en torno están,
       Cuando las sacude el viento,
       ¿Qué cuerdas en instrumento
       Más suave acento dan?
           En los árboles ya secos,
       Dentro del agua hacen nidos
       Mil pájaros, escondidos
       Entre los ramillos huecos:
           Porque entretejen, señor,
        De los que traen en los picos,
       Unos edificios ricos
       De nunca vista labor...
           Alrededor, todo el suelo
       De tantas flores se tiñe,
       Que parece que la ciñe
       El arco del mismo cielo.
           Y porque a cosa tan bella
       No ser muerta le conviene,
       Jurarías que alma tiene
       Cuando el sol se mira en ella...

Con la misma gracia y morbidez está tratada la escena del encuentro entre la princesa guanche y el capitán español; pero hay que confesar que las principales bellezas se encuentran ya en el poema de Viana, si bien lucen menos en sus destartalados endecasílabos que en los fáciles romances y redondillas de Lope.

[p. 301] Aviértese en esta pieza, como en casi todas las históricas y las tradicionales de nuestro poeta, cierto estudio de color local. Se ve que busca como fuente de interés dramático el contraste entre las costumbres bárbaras y las civilizadas, y que se complace en recoger lo más característico que hay en las descripciones de Viana. Así exclama el Rey Bencomo en la jornada segunda:

           Yo soy un rey que el primero
       Salgo a guardar mi ganado;
       Es mi palacio dorado
       La cueva de un risco entero.
           De una vez, Naturaleza
       Mis aposentos labró;
       En ellos no encierro yo
       La codiciada riqueza.
           Sobre pieles de animales
       Duermo hasta que sale el día,
       Desde que la noche fría
       Baña sus negros umbrales.
           Es harina de cebada,
       En un guanigo molida,
       Mi sustento y mi comida,
       Sobre unas brasas tostada.
           Alguna silvestre fruta
       A aquellos árboles debo;
       Agua con las manos bebo
       De aquella riscada gruta,
           Si algún vasallo en el mar
       Halla un caracol o bucio,
       Muy limpio, oloroso y lucio,
       Me le suele presentar.
           Éste, y otros más pequeños,
       Me cuelgo alguna mañana
       Del cuello, en trenzas de lana,
       Cuando hacéis fiestas, isleños.
           Pues si toda mi riqueza
       Es dos limpios caracoles,
       ¿A qué vienen españoles
        A conquistar mi pobreza?
                ......................
            [p. 302] Por dicha, ¿voy a buscar
       A los españoles yo?
       ¿Qué pájaro me llevó
       Por encima de la mar?
           ¿Tengo yo rayos y truenos
       Como ellos? ¿Formo yo acaso
       Fuego, con que un hombre abraso,
       De que todos vienen llenos?
           ¿Traigo yo picos agudos,
       Sino estos dardos tostados,
       Y algunos ramos cortados,
       Ya de sus hojas desnudos?
           El arco y flechas, ¿no son
       Armas hidalgas del mundo?
       ¿En qué fuego oculto fundo
       La muerte, engaño y traición?

Lope, con su serena objetividad, resume en estos versos la filosofía de la conquista, tal como debió presentarse en el cerebro de los conquistados.

También la musa popular le inspiró y ayudó, como siempre. No existían en Canarias romances tradicionales de la conquista, excepción hecha del bellísimo fragmento, a modo de endechas, que deplora la muerte de Guillén Peraza, en La Palma. Pero existía un baile indígena, extraordinariamente famoso, hasta el punto de decir Francisco López de Gómara en su Historia general de las Indias (cap. CCXXIV): «Dos cosas andan por el mundo que han ennoblecido a estas islas: los pájaros canarios , tan estimados por su canto, y el canario , baile gentil y artificioso.» El docto arcediano de Fuerteventura, que al parecer alcanzó todavía este baile, puesto que pondera su tono vivo, alegre y lleno de expresión, dice que «es un tañido músico de cuatro compases, que se danza haciendo el son con los pies, con violentos y cortos movimientos. Los naturales de la isla del Hierro practicaban otra especie de contradanza, cuya figura consistía en tomarse las manos y marchar ambas líneas una hacia delante y otra hacia atrás, dando furiosos saltos, todos juntos y paralelos. Acompañaban este baile con un aire de endechas lúgubres y patéticas, en [p. 303] Las que trataban materias de amores y de infortunios, que, aun traducidas a la 1engua española , movían a lágrimas las personas de blando corazón». [1]

Lope de Vega introdujo en la segunda jornada de su comedia una escena musical de baile canario con la siguiente letra:

           ¿Españoles bríos,
       Mirar y matar;
       Volveréis vencidos:
        Fan , falalán.
           
Vino a las Canarias
       Por el rey don Juan,
       Con lucida armada,
       Un gran capitán.
       Puso gente en tierra,
       Salió de la mar,
       Tomó cuatro islas;
       Por el Rey están:
       Lanzarote, el Hierro,
       Y luego se da
       La Fuerte Ventura,
       En el nombre más.
           Españoles bríos,
       Mirar y matar;
       Moriréis vencidos:
        Fan , falalán.
           
Católicos Reyes,
       Que en Castilla estáis:
       Fernando a quien ciñe
       Laurel militar;
       Isabel gloriosa,
       Que agora enviáis
       Con fuertes soldados
       Nuevo general,
       Nuestra Tenerife
       No penséis que está
       Tan desnuda de armas
       Como allá pensáis,
        [p. 304] Los rayos de fuego,
        Plomo y alquitrán
       No espantan los Guanches
       De aqueste lugar
       Los pájaros negros
       Con que el mar pasáis,
       Dejarán las alas
       O aquí morirán.
       No son nuestros Guanches
       Como los demás,
       Pues en las batallas
       Os hacen temblar.
       Dos victorias tienen
       Que ganado os han;
       De sangre teñisteis
       El blanco arenal.
           Españoles bríos,
       Mirar y matar:
       Volveréis vencidos:
        Fan , falalán.

En lo restante de la comedia hay cosas buenas y malas, discretas y pueriles; mezcla común en obras de este género. El deseo de acentuar el contraste entre las costumbres bárbaras y las europeas, lleva al poeta a cierta afectación de candor y simplicidad que muchas veces empalaga. Los amoríos de las guanches, que toman al pie de la letra las expresiones metafóricas y creen que los españoles andan repartiendo almas a las mujeres, son pura ñoñez, más bien que rústica inocencia. El devoto episodio de la invención de la Virgen de la Candelaria está presentado con muy poco arte y con una familiaridad que degenera en irreverente. Por esta comedia y otras tales pudo decir Cervantes (Quixote, parte primera, cap. XLVIII): «¡Qué de milagros fingen en ellas, qué de cosas apócrifas y mal entendidas, atribuyendo a un santo los milagros de otro! Y aun en las humanas se atreven a hacer milagros, sin más respeto ni consideración que parecerles que allí estará bien el tal milagro y apariencia, como ellos llaman.» Pareció a Lope muy cómodo para desenlace de su comedia atribuir a la [p. 305] Virgen de la Candelaria de Tenerife el célebre milagro que se cuenta del Cristo de la Vega de Toledo y de otras imágenes, y que ha dado argumento a la mejor leyenda de Zorrilla, A buen juez , mejor testigo. El capitán Castillo niega a Dácil la palabra de esposo que la había dado, y ella invoca como testigo a la peña, que, entreabriéndose milagrosamente, deja ver en su centro la imagen rodeada de candelas.

       —Peña, ¿no eres tú testigo?
       ¿No me la dió?
       —Piensas que hablan
       Las peñas?
       —Cuando Dios quiere.
       —¡Oh, qué maravilla extraña!

La frase cuando Dios quiere es admirable y compite con el sublime haremos lo que sepamos de Zorrilla pero puesta donde está, no hace efecto ninguno por lo rápido y mal preparado de la escena, que pasa como un incidente fugaz. [1]

Notas


[p. 286]. [1] . Antigüedades de las Islas Afortunadas de la Gran Canaria. Conquista de Tenerife y aparescimiento de la Imagen de la Candelaria. En verso suelto y octava rima. Por el Bachiller Antonio de Viana , natural de la Isla de Tenerife. Dirigido al Capitán Don Ivan Guerra de Ayala , Señor del Maiorazgo del Valle de Guerra. En Senilla por Bartolome Gomes. Año 1604.
8.º, 333 hojas.
Esta primera edición es uno de los libros más raros de nuestra literatura poética. Ha sido reimpreso en 1883 por la Sociedad Literaria de Stuttgart:
Der Kampf von Teneriffa. Dichtung und Geschichte von Antonio de Viana , herausgegeben von Franz von Loher... Tubingen , 1883. (Es el tomo CLXV de la Bibliothek des Litterarischen Vereins in Stuttgart.) Sé que existen otras dos reimpresiones, hechas en Santa Cruz de Tenerife en 1854 y 1882, pero no las he visto. Al parecer, se hicieron no por el libro, sino por copias manuscritas de él, lo cual acredita su gran rareza.
Algunas noticias biográficas de Antonio de Viana pueden verse en las Biografías de Canarios célebres , por D. Agustín Millares. Segunda edición. (Las Palmas de Gran Canaria, 1879, tomo II, páginas 197-222.)


[p. 287]. [1] . Para inteligencia de toda esta botánica, véase el Diccionario de Historia Natural de las Islas Canarias , por D. José de Viera y Clavijo
Impresión promovida por la Real Sociedad Económica de Amigos del País de las Palnas de Gran Canaria.
Las Palmas, 1866-1869, Dos tomos.


[p. 289]. [1] . Nombre de Tenerife.

[p. 296]. [1] . Del Origen y Milagros de Nuestra Señora de la Candelaria , que apareció en la isla de Tenerife , con la descripción de esta isla , compuesto por el P. Fr. Alonso de Espinosa , de la Orden de Predicadores. Sevilla , por Juan León , 1594, 8.º Reimpreso en Santa Cruz de Tenerife, 1848, formando parte de la curiosísima Biblioteca isleña.

 

[p. 297]. [1] . Conquista y antigüedades de las islas de la Gran Canaria y su descripción , con muchas advertencias de los privilegios , conquistadores , pobladores y otras particularidades , en la muy poderosa isla de Tenerife... , compuesto por el licenciado D. Juan Nuñez de la Peña. Madrid, 1676. Reimpreso en Santa Cruz de Tenerife, 1847 (Biblioteca isleña). Página 110.

[p. 298]. [1] . Noticias de la Historia general de las Islas Canarias... , por D. José de Viera y Clavijo... Nueva edición corregida y aumentada... Santa Cruz de Tenerife. Imprenta Isleña de D. Juan N. Romero , 1859. Tomo II, páginas 57, 184 y 215. (La primera edición de este notable libro es de Madrid, por Blas Román, 1772-1783.)

[p. 298]. [2] . Descripoión histórica y geográfica de las Islas de Canaria , que dedica y consagra al Príncipe Ntro. Sr. D. Fernando de Borbón , D. Pedro Agustín del Castillo Ruiz de Vergara , sexto Alférez Mayor hereditario de Canarias y decano perpetuo de su cabildo y regimiento. Sta. Cruz de Tenerife. Impr. Isleña , 1848. Páginas 74-45 .

[p. 303]. [1] . Viera y Clavijo, Noticias de la Historia general de las Islas Canarias , tomo I, páginas 145-146.

[p. 305]. [1] . Además de Grillparzer (VIII, 340), ha estudiado esta comedia el crítico italiano Pedro Monti, en su Discorso sulla vita e sulle opere di Lupo Felice de Vega Carpio (Milán, 1855), inserto en el tercer volumen de su Teatro scelto di Pietro Calderon de la Barca , con opere teatrali di altri illustri poeti castigliani... Daremos alguna muestra de su juicio:

«La acción de esta comedia es simple, una, maravillosa. Lo maravilloso de la acción nace principalmente de la novedad y grandeza de las cosas que describe, y también del uso de la máquina, que en tiempo del poeta no era absurda ni inverosímil. El ameno episodio del baño de Dácil y su amorosa aventura, sirve para hacer conocer mejor las costumbres de los salvajes. Las escenas se suceden una a otra de improviso, sin que el arte prepare el tránsito de las unas a las otras, y aparecen como otros tantos grupos distintos entre sí. Pero esto, poco o nada perjudica al efecto teatral, pues los acontecimientos tienen suficiente unidad, pudiendo considerarse las escenas como una serie de pinturas sobre lienzos distintos, unas a continuación de otras, pero refiriéndose todas a un mismo asunto. Los capitanes españoles que intervienen en esta obra no son notables más que por aquel arrojo caballeresco que los hizo conquistadores de medio mundo; por lo demás, tienen un carácter uniforme.

Los bárbaros no están mejor descritos. Sólo el carácter de Bencomo tiene realce entre los demás. Se muestra fuerte y virtuoso, y la sencillez de su vida recuerda los primeros tiempos del género humano, y forma apacible contraste con la avidez y soberbia de los conquistadores españoles. Si cede al fin, no es a la fuerza de los enemigos, sino a una potencia sobrehumana, que le derriba y postra. Pero sería de desear que en esta su caída mostrase mayor grandeza. El poeta, por adular a sus reyes, degradó el carácter de aquel héroe sublime...»