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Obras completas de Menéndez... > ESTUDIOS SOBRE EL TEATRO DE... > V : IX. CRÓNICAS Y LEYENDAS... > LVII.—EL MEJOR MOZO DE ESPAÑA

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Texto

Texto de la Parte XX de Lope (1625), que fué reimpresa tres veces, sin variante alguna (Madrid, 1627 y 1629; Barcelona, 1630). También figura en la colección selecta de Hartzenbusch (tomo III).

La epístola que precede a esta comedia es curiosa, por más de un concepto, para la historia anecdótica del siglo XVII. Lope se la dedicó al mejor mozo que en España había en su tiempo, a excepción, por supuesto, de Felipe IV, «dejando en su veneración la dignidad real, siempre desigual a toda comparación». Este buen mozo no era otro que el famoso alguacil de corte Pedro Vergel, a quien la maldiciente y venenosa pluma del conde de Villamediana hizo blanco continuo de atroces injurias en muchas composiciones satíricas, [1] de las cuales la posteridad sólo recuerda [p. 104] un epigrama que ha bastado para clavar al pobre ministril en la picota de la infamia:


       ¡Qué galán que entró Vergel
       Con cintillo de diamantes!
       Diamantes que fueron antes
       De amantes de su mujer.
       

Fué buena y caritativa acción (suponiéndola desinteresada) la de nuestro gran poeta en vindicar a Vergel de tales afrentas y vituperios, a los cuales manifiestamente alude en algunos párrafos de esta dedicatoria; y en cubrirle con su manto y asociarle a su gloria, escribiendo su humilde nombre al frente de una de sus obras, y haciendo saber a la posteridad las buenas prendas que tuvo y lo bien quisto que fué de todo el mundo: «¿A quién no mueve el ánimo, para estimar a vuesa merced, amarle y conocerle, ver juntas en un sujeto tantas cosas tan dignas de alabanza, que de cualquiera dellas se honraran muchos? La persona, el brío, el buen gusto, el donaire, la gala, la condición, la liberalidad, la honrada lengua, el espíritu levantado a cosas grandes, las destreza en las armas y el valor en la ejecución, con tan notables ejemplos, que habiendo hecho pedazos (con sola la capa y la espada) dos toros ferocísimos en Lisboa, preguntaban algunos fidalgos a los criados de Su Majestad «si vuesa merced era portugués o había deseado serlo». No me atrevo a referir tantas cosas como pudiera en razón de su gallardo ánimo por no despertar la envidia; diré solamente, en prueba de servicios de criado de la casa y corte de Su Majestad, el que hizo al Rey nuestro señor Felipe III en la jornada de Francia (a que yo me hallé presente) cuando en aquella tempestad entre Irún y Fuenterrabía, airado el cielo, soberbio el mar y perdido el camino, estuvo cerca de perder la vida, pues no fué menos que dársela en tanto desamparo conducirle al puerto. Estos y muchos servicios a reyes, príncipes y señores, extranjeros y propios, le han hecho a vuesa merced tan amable y bien recibido entre ellos, que tendría por hombre bajo, de viles costumbres y entendimiento, quien no sintiese de sus méritos [p. 105] y partes lo que aprueban y abonan tan altos príncipes. De la envidia dijo un sabio «que carecía de sueño por no perder un instante el ejercicio de su infame lengua». Vuesa merced con la espada, y yo con la pluma, echémosla de este lugar; que a vuesa merced ayudará el capitán Contreras [1] y a mí el licenciado Juan Pérez de Montalbán, que nació donde vuesa merced y yo nacimos. Reciba, pues, agora, con el gusto que suele defender mis cosas de los malos poetas en los teatros públicos, esta comedia... Haga y diga la envidia lo que quisiere, que se quedará para quien es, y yo satisfecho de que lo sienten conmigo cuantos con desapasionado juicio miran y censuran las virtudes con la balanza de la razón, fieles de los pesos falsos que hace la malicia de los que nacen bárbaros y sin conocimiento de sus defectos. Mejor lo ha hecho vuesa merced, que sólo ha tenido manos para defender amigos, lengua para honrar enemigos, y vara para prender voluntades.»

A esta amena y bien intencionada dedicatoria sigue la comedia, que, aunque literariamente no pasa de mediana ni debe ponerse entre lo escogido del Teatro de su autor, ha encontrado gracia a los ojos de algunos críticos por lo simpático de su asunto, por su fácil desempeño y por no alejarse demasiado de la historia en sus principales circunstancias.

Con el extraño nombre de el mejor mozo de España , designa Lope al Rey Católico cuando joven, aplicándole la palabra mozo en doble sentido: el de mancebo hermoso y gallardo, y el de mozo de mulas, disfraz que toma aquel Príncipe para venir encubierto a hacer sus bodas en Castilla.

La más extensa y puntual relación de las novelescas circunstancias que intervinieron en los desposorios de los Reyes Católicos, es la que consignó en el libro XII de sus Décadas latinas (inéditas aún) el cronista Alonso de Palencia, que intervino mucho en todos aquellos viajes y negociaciones. [2] No creo que Lope [p. 106] acudiese a esta fuente, porque los códices de las Décadas son muy raros, y hasta por los historiadores de profesión han sido mucho menos estudiadas de lo que debieran. Pero pudo valerse, y se valió seguramente, de uno de los dos compendios (en sustancia idénticos) que en lengua vulgar corren de una parte de estas Décadas , y son el Memorial de diversas hazañas de mosén Diego de Varela, y la llamada con impropiedad Crónica castellana de Alonso de Palencia , puesto que la versión no es suya, sino de intérprete desconocido y asaz imperito. Es cierto que ninguna de estas dos obras estaba impresa en tiempo de Lope (la atribuída a Palencia no lo está todavía), pero ya hemos podido comprobar en otros casos que a Lope no le arredraban las crónicas inéditas, y que estaba profundamente versado en la historia nacional. Por otra parte, las copias de la llamada Crónica de Palencia abundan más que muchos libros impresos: no hay biblioteca de mediana importancia que no tenga varias; y en tiempo de Lope debían de ser todavía más vulgares, pues hubo furor de transcribir en el siglo XVI este libro, acaso porque su publicación ofreciese entonces algunos inconvenientes. Con Palencia se conforma también Zurita, que además examinó, como de costumbre, los documentos originales, para tejer la relación de estos sucesos, que detalladamente expone en varios capítulos del libro XVIII de sus insignes Anales de Aragón.

El asunto era novelesco de suyo, y quizá lo parece más en las Décadas de Palencia que en la comedia de Lope, a pesar del vivo realismo con que éste trazó las escenas del viaje, acomodándose más a la libertad de la comedia romántica que a la gravedad del drama histórico. Interpuso también algunos incidentes fabulosos, pero que ya corrían con crédito entre el vulgo, como la embajada de los castellanos al duque de Segorbe para proponerle la boda con la Princesa, intento que resulta frustrado por la altanería [p. 107] con que les da a besar su mano, provocando esta sangrienta ironía de D. Gutierre de Cárdenas:


           ¡Qué lindas manos tenéis!
       ¡Qué blandas y bien tratadas,
       A los guantes enseñadas,
       En que siempre las ponéis!
           La paz se os echa de ver
       Que en esta tierra gozáis.
       Parece que os las curáis;
       ¡Cuidado debe de haber!
           Como allá los castellanos
       Andamos siempre en la guerra
       De la conquistada tierra,
       Tenemos ásperas manos.
           La manopla no las hace
       Tan blandas, señor, en fin,
       Como el guante y el jazmín
       Que por estas huertas nace.
           Mil años gocéis las manos,
       Y mirad qué nos mandáis.
       ..............................
           Pensamientos fueron vanos. (Aparte.)
       Él tiene muy lindas manos,
       Pero no para Isabel.
       

Ignoro el fundamento de esta hablilla, nacida probablemente de malquerencia contra la casa de Cardona o de inquina provincial entre valencianos y castellanos. Lo cierto es que entre los numerosos pretendientes a la mano de Doña Isabel, de que habla la historia, no figura el duque de Segorbe. Es histórica, por el contrario, la embajada del cardenal de Arrás, que vino en nombre del Rey Luis XI de Francia a proponer a la Princesa el matrimonio con su hermano Carlos, duque de Berry y de Guiana. Doña Isabel respondió (según dice Palencia y repiten las crónicas castellanas) «que ella había de seguir lo que las leyes destos reinos disponían en gloria y acrecentamiento del ceptro real dellos. Con esta respuesta, el Cardenal, malcontento, se partió a Francia».

Antes de dar esta respuesta evasiva, y para no proceder de [p. 108] ligero, la Princesa (como refiere el mismo cronista, tan enterado de todos estos particulares) «había enviado en Francia un capellan suyo, hombre fiable, llamado Alonso de Coca, para que mirase al duque de Guiana, y con gran solicitud supiese de sus costumbres, y lo mesmo hiciese de D. Fernando, príncipe de Aragón, por que pudiese a la Princesa y a la Reina (viuda, su madre) aconsejar lo que más convenía. Y venido, relató a la Princesa todo lo que conoció destos príncipes, diciendo en cuántas excelencias excedía el Príncipe de Aragón al duque de Guiana; como el Príncipe fuese de gesto y proporción de persona muy hermosa y de gentil aire y muy dispuesto para toda cosa que hacer quisiere, y que el duque de Guiana era flaco y femenino, y tenía las piernas tan delgadas que eran del todo disformes, y los ojos llorosos y declinantes a ceguedad, de manera que antes de poco tiempo había menester más quien le adestrase, que caballo ni armas para usar de caballería. Y allende desto decía las costumbres de los franceses ser muy diferentes de las de los españoles... Lo cual todo la Princesa oyó alegremente, porque en todo favorecía al deseo de su voluntad, que era casarse con el Príncipe de Aragón».

Lope dejó sin utilizar estos y otros detalles no menos peregrinos y característicos, que hubieran dado a su cuadro la entonación de que carece. La escena con el embajador francés es insignificante, y también está ligerísimamente tratado el episodio del maestre de Calatrava, D. Pedro Girón, del cual, con más reposo, hubiera podido sacar tanto partido. También aquí la prosa del cronista vale más que los versos de la comedia. Quizá ese capítulo esté inspirado por una parcialidad rencorosa (que no era Palencia historiador de los que tienen a raya, ni menos de los que disimulan, sus predilecciones y sus odios); quizá hoy resulte en parte invalidado con el reciente hallazgo de importantes documentos, entre ellos el testamento del propio Maestre; [1] pero, ¡qué hermosa materia para la psicología dramática ofrecía aquel arrogante caballero, herido de súbito por el brazo de la muerte, precisamente [p. 109] cuando creía llegar al logro de todos sus sueños de ambición y de gloria, y que muere blasfemando porque Dios no le había concedido cuarenta días más de vida! El cronista ha rodeado esta historia de terrores y prestigios sobrenaturales. En la catástrofe del Maestre ve patente la intervención divina, lograda por las lágrimas y oraciones de la Princesa: «Como la infanta doña Isabel fuese certificada del propósito con que el maestre de Calatrava venía, estuvo un día y una noche sin comer ni dormir, en mui devota contemplación, suplicando a nuestro Señor umildemente que le pluguiese de una de dos cosas, hacer matar a ella o a él, porque este casamiento no hubiese efecto.» [1] Al lado de lo maravilloso cristiano, interviene con gran efecto poético la superstición de los agüeros, una de las más vetustas del paganismo ibérico. «Aquí parece dina cosa escrebirse un caso maravilloso acaecido siete días antes de la muerte del Maestre, el qual fué que como partiese de la villa de Porcuna para continuar su viaje, fué a dormir a un castillo llamado el Barrueco, que es de la cibdad de Jaén, donde casi a hora de vísperas vido venir por el camino quel avía traydo una muy gran muchedumbre de cigüeñas, que era maravilla de las ver, viniendo delante de todas una que las guiaba; y llegando encima del castillo, allí estuvieron un gran rato faciendo tan gran ruido con los picos, que era extraña cosa de ver, e juntándose todas ficieron una redondeza tan grande, que aunque facía sol muy claro, el castillo escureció poco menos que si fuera de noche; de lo qual el Maestre fué mucho turbado, e preguntó a todos qué les parecía de aquello, los quales respondieron que no sabían que decir, salvo que nunca vieron semejante cosa, y el Maestre mandó que mirasen qué camino seguían las cigüeñas, e fallaron que llevaron el derecho camino que otro día el Maestre había de llevar.» [2]

Parece imposible que Lope dejara perder estos poderosos elementos de terror trágico que tenía tan a su alcance y que tanto [p. 110] se acomodaban a la índole popular y legendaria de su poesía. La escena de la muerte del Maestre es rematadamente insulsa, como otras varias de esta comedia, respecto de la cual siento no poder participar del entusiasmo de Schack, que encuentra en ella «vigorosa poesía» y «cuadros bellísimos de la historia de España». Lo que falta precisamente en este poema dramático es vigor y elevación histórica. Un asunto tan grande como la unión de los dos reinos en la cabeza de sus príncipes más gloriosos, está tratado como un cuento de viejas. No sólo carece este drama de unidad orgánica, de motivos serios, de interés concéntrico (para no hablar de los caracteres, que no están ni siquiera esbozados), sino que la acción está desmigajada, por decirlo así, en una serie de escenas mezquinas y pobres de vida poética. ¡Cuánto más efecto producen las Décadas (que aquí son Memorias) de Alonso de Palencia, cuando nos hace seguir paso a paso el viaje del Príncipe, con todos aquellos interesantes detalles de la barjuleta o balsa del dinero que se dejó olvidada Ramón de Espés en un mesón, y recobró con increíble presteza Juan de Aragón; de la llegada nocturna de Don Fernando al Burgo de Osma y encuentro con el conde de Treviño, entre el fulgor de las hachas y el alegre clamor de las trompetas; el juego de cañas de Valladolid y la caída del joven Troylos Carrillo, hijo del Arzobispo de Toledo; de la primera y misteriosa visita de los desposados en las casas de Juan de Vivero, entrando el novio por el postigo que daba al campo! Todas estas y otras circunstancias no menos pintorescas, que por sí solas hablan a la imaginación y adquieren nuevo realce tratándose de monarcas tan preclaros, se echan de menos en la comedia de Lope, y desgraciadamente, lo que puso de su propia invención no basta para suplir lo que a manos llenas le ofrecía la historia.

Notas

[p. 103]. [1] . En su interesante libro sobre El Conde de Villamediana (Madrid, 1886), apéndice segundo, páginas 239-243, ha reunido nuestro académico electo D. Emilio Cotarelo todas estas sátiras, tan ingeniosas como desvergonzadas, y que tienen por único tema la paciencia y mansedumbre conyugal de Vergel.

No fué Villamediana el único de sus detractores. En el curiosísimo proceso formado en 1609 a Alonso Jerónimo de Salas Barbadillo por haber escrito unos versos que trataban de cuernos , leemos lo siguiente:

«Preguntado si es verdad que entre los dichos quadernos y papeles tenía este confesante unos versos o sátira contra Pedro Berxel , Pero de Sierra y Gerónimo Ortiz, alguaciles desta corte, en que hablaba de los susodichos y sus mujeres mal, diga y declare quándo lo hizo, dixo que este confesante tenía entre los demás papeles el que se le ha preguntado, en el qual decía de los dichos alguaciles la causa de su salida desta corte que avía sido por ser pacientes , y que los avía hecho para si y no los avía publicado a nadie, y luego yncontinente el dicho señor alcalde mandó a mí el presente scribano le mostrase al dicho Alonso de Salas los versos que le fueron hallados... el qual abiéndolos visto reconozió ser la canción que hizo a los dichos alguaciles...»

(Documento de Simancas, publicado por D. F. R. de Uhagón en el prólogo de Dos novelas de Salas Barbadillo , reimpresas por la Sociedad de Bibliófilos españoles (Madrid, 1894), pág. XXVIII).

[p. 105]. [1] . ¿Quién sería este capitán Contreras? ¿Tendría algún lance con Villamediana? Averígüenlo los curiosos.

[p. 105]. [2] . Véase sobre este punto la Ilustración 2. ª  de las que D. Diego Clemencín añadió a su Elogio de la Reina Católica (Memorias de la Academia de la Historia , tomo VI, 1821, páginas 62-106). El Elogio (dicho sea de paso) no debe considerarse más que como el prólogo de las sabias Ilustraciones o disertaciones, que son las que dan verdadero valor a este libro, uno de los mejores de historia que se han publicado en España.

[p. 108]. [1] . Publicado por D. F. R. de Uhagón en los apéndices a su discurso de recepción en la Academia de la Historia (1898).

[p. 109]. [1] . Crónica castellana llamada de Palencia, año XI.

[p. 109]. [2]Memorial de diversas hazañas , en el tomo III de Crónicas de la colección Rivadeneyra, pág. 40.