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Obras completas de Menéndez... > ESTUDIOS SOBRE EL TEATRO DE... > IV : IX. CRÓNICAS Y... > XLIX.—LOS NOVIOS DE HORNACHUELOS

Datos del fragmento

Texto

Dos manuscritos de esta comedia existen en la Biblioteca Nacional. El que perteneció a la librería de Osuna está falto de la tercera jornada, por más que el frontis (de letra moderna) diga: «Comedia en dos actos de Luis Vélez de Guevara», afirmación tan segura como la de ser autógrafa, según reza también el disparatado rótulo o anteportada. La verdadera portada, de letra del siglo XVII, atribuye también la comedia a Luis Vélez, y estampa la fecha de 1627. Parece copia de teatro, con bastantes atajos. La letra recuerda algo la de D. Antonio de Mendoza.

El segundo manuscrito comprende las tres jornadas: la primera es copia del siglo XVIII; las dos restantes del XVII, con la particularidad de que la tercera jornada es de la misma mano que escribió las dos del anterior manuscrito, que quedará completo cuando se reencuaderne como debió estar.

Al fin dice: «Saquéla en 12 de Abril de 1629 años en casa de Bartolomé Romero y por su mandado.

[p. 402] Puédese representar esta comedia intitulada los nobios de hornachuelos en Valladolid a 15 de Octubre de 1629.—DR. GARCÉS.»

Esta licencia no es original. Tampoco se dice en este manuscrito de quién sea la comedia, porque no tienen valor alguno la afirmación de la portada modernísima, donde han escrito con lápiz «Luis Vélez de Guevara», ni la nota, de letra moderna también, en la portada antigua, que dice «de Medrano». Esta misma atribución se repite en el catálogo de Huerta.

La única edición antigua (suelta, pero rarísima) que conocemos de esta comedia, la da por obra de Lope de Vega; y por suya la tuvieron Durán, Schack y Hartzenbusch, si bien este último se inclinaba a creer que está refundida o por lo menos mutilada. Pero las razones que alega no tienen mucho peso, siendo la princiral la brevedad de los actos segundo y tercero, en contraste con la extensión del primero. Por mi parte, encuentro en ella todos los caracteres del estilo de Lope, y no vacilo en seguir el testimonio del impreso con preferencia al del manuscrito.

Hartzenbusch reimprimió Los Novios en el tomo III de su colección escogida de las obras de nuestro poeta. Hay una traducción francesa muy abreviada (o más bien un extracto) en el libro de Du Perron de Castera, Extraits de plusieurs pièces du Théâtre espagnol, avec des réflexions et la traduction des endroits les plus remarquables. (París, 1738; vol. II, páginas 41-87.)

Fúndase la parte cómica de esta deliciosa fábula en un antiguo refrán, o más bien dicho popular, que Juan de Mal-Lara trae y comenta en su Philosophia vulgar:

«Los novios de Hornachuelos, que él lloró por no llevarla, y ella por no ir con él.»

«Para declarar dos que en casándolos comienzan a desagradarse el uno del otro. Y para buscar éstos no es menester ir a Hornachuelos, que es un lugar de Extremadura, sino irse a los juzgados y audiencias, que allí se hallarán novios desta condición: porque en Hornachuelos vinieron dos a casar hijo y hija, sin que ellos se hubiesen visto, y desposados, en viéndose concibieron grande odio el uno del otro, por ser tan feos y tan mal acondicionados, [p. 403] que no se halló cosa que del uno agradase al otro. Y casados ya, quando el novio la avía de llevar, en lugar del plazer que suele aver en esto, comenzaron a llorar de gana ambos. Preguntado por qué, respondía el novio que no quería ir con ella, respondía ella que no quería ir con él, y así estavan conformes y differentes de un parecer, y muy contrarios de una misma voluntad, y muy apartados sin haber algún medio.» [1]

De este cuentecillo, tan seco y desabrido, sacó la risueña fantasía de nuestro poeta todas las escenas rústicas y villanescas en que intervienen los desposados Berrueco y Marina y el alcalde. Esta especie de entremés, lleno de chistes y buen humor, tiene quizá el defecto de ser un poco largo y de distraer demasiado la atención del grande y trágico asunto de la pieza. Pero se conoce que Lope quiso justificar el título y sacar partido de la popularidad del refrán, que expresamente cita dos veces:


       Cuya desconforme boda,
       
Nunca de esta suerte vista,
       Si primero deseada,
       Después llorada y reñida,
       La hará la memoria eterna,
       Ya que no en bronces escrita,
       Por Los novios de Hornachuelos,
       En el refrán de Castilla.

              (ACTO SEGUNDO)
       ..................Y con esto
       Da fin el refrán antiguo
       De Los novios de Hornachuelos.

Pero con el refrán sólo no hubiera podido hacerse más que una farsa. El conflicto dramático esencial tuvo que inventarle Lope, o más bien le adaptó, según creemos, de una grandiosa obra [p. 404] suya que reputamos anterior: El Rey Don Pedro en Madrid y el Infanzón de Illescas. Excusamos repetir aquí el paralelo entre ambas piezas, que largamente hicimos en el prólogo anterior a éste. El Infanzón de Illescas y Los novios de Hornachuelos parecen en sus escenas capitales un mismo drama, con título y personajes diversos. Lope Meléndez, El lobo de Extremadura, hace y dice en Hornachuelos las mismas cosas que Tello García en Illescas; pondera en los mismos términos sus riquezas; perpetra los mismos desafueros; desacata del mismo modo la potestad real, y es humillado y castigado de idéntica manera.

Esta semejanza en los pormenores, no llega a la identidad en el total de la composición. Los novios de Hornachuelos queda manifiestamente inferior a su admirable original, no sólo por faltarle el prestigio de lo sobrenatural y fatídico que envuelve en una atmósfera de terror profundo el argumento de El Rey Don Pedro en Madrid, sino porque la arrogante figura del Monarca cruelmente justiciero, se levanta mucho en la historia y en la fantasía popular sobre la pálida y doliente sombra de Don Enrique III, que fué una esperanza de gran rey, pero que apenas tuvo tiempo para reinar por sí; alma fuerte encerrada en un cuerpo debilísimo que le hizo inhábil para el ejercicio de las armas y le impidió realizar grandes ideas políticas que ningún otro de su dinastía tuvo antes de la Reina Católica; «ca él presumía de sí que era suficiente para regir e gobernar», como dice de él con mal velada censura un grande escritor de su tiempo, que no le era, a la verdad, muy afecto, como no lo fué tampoco a D. Álvaro de Luna ni a nadie de los que intentaron poner el pie sobre el duro cuello de la nobleza castellana. [1] Con triste simpatía contemplamos la semblanza de aquel infeliz Monarca, aun en las páginas del ceñudo cronista, que acierta como siempre, por arte no aprendido, a ponernos delante de los ojos la realidad viva, física y moral a un tiempo, de todos los hombres que conoció [p. 405] y trató, que amó u odió: «Fué de mediana estatura e asaz de buena disposición: fué blanco e rubio, e la nariz un poco alta; pero cuando llegó a los diez e seis años hubo muchas e grandes enfermedades que le enflaquescieron el cuerpo, e le dañaron la complesión, e por consiguiente se le daño e afeó el semblante, no quedando en el primero parecer; e aun le fueron causa de grandes alteraciones en la condición, ca con el trabajo y aflicción de la luenga enfermedad hízose mucho triste y enojoso. Era muy grave de ver, e de muy áspera conversación, ansí que la mayor parte del tiempo estaba solo e malenconioso... Él había gran voluntad de ordenar su hacienda, y crecer sus rentas, e tener el Reyno en justicia; e qualquier hombre que se da mucho a una cosa, necesario es que alcance algo della... E lo que negar no se puede, alcanzó discreción para conocer y elegir buenas personas para el su consejo; lo qual no es pequeña virtud para el Príncipe. E ansí con tales maneras tenía su hacienda bien ordenada, y el Reyno pacífico e sosegado... Nunca ovo guerras ni batallas en que su esfuerzo pudiese parescer, o por la flaqueza que en él era grande, que a quien no le vido sería grave de creer, o porque de su natural condición no era dispuesto a guerras ni batallas.»

Lope reprodujo con pasmosa verdad este tipo de príncipe valetudinario, sostenido únicamente por la energía moral. Le presentó temblando con el frío de la cuartana en el momento mismo en que hace rendir la espada al tirano de Extremadura y le pone el pie sobre la cabeza. La insolencia de D. Lope está pintada con rasgos que poco o nada tienen que envidiar a los del Infanzón. La escena con el faraute del Rey, es de primer orden:


              LOPE
       Vengáis con bien. ¿Cómo queda
       El Rey?

              REY DE ARMAS
       Su indisposición
       Ordinaria le acompaña;
        [p. 406] Pero con tanto valor,
       Que estando enfermo en la cama,
       No lo está el gobierno.
                                            —Son
       Los castellanos muy cuerdos.
       —Esta carta me mandó
       Que en la mano te pusiese:
       Véla y responde.
                                  —Yo estoy (Aparte.)
       Desta novedad confuso.
       Mostrad, hidalgo, que yo
       La leeré y responderé
       Despacio.
                    —La ejecución
       De lo que Su Alteza manda
       Pide menos dilación.
       No he de apartarme de aquí,
        Porque así me lo ordenó
       Enrique, sin la respuesta.
       —¡Notable resolución!
       —Obedezco al Rey así,
       Que es mi natural señor.
       —Puntüales me parecen
       Los reyes de armas.
                                  —No honró
       Poco Enrique tu persona,
       Cuando por embajador
       Desta carta un rey te envía
       De armas, y como yo;
       Que nosotros no salimos
       A menos ardua facción,
       Meléndez, que a un desafío
       De un rey o un emperador.
       —Desta suerte, el Rey sin duda
       Me desafía.
                           —Eso no;
       Que eres tú muy desigual
       De Enrique, pues sois los dos,
       Él tu rey, tú su vasallo;
       Y los que yo he dicho son
       Solamente sus iguales.
       Enrique te hace este honor,
        [p. 407] Porque tienes en Castilla
       
Tan grande nobleza.
                            —Estoy
       Por arrojar, Mendo, a este
       Rey de armas, por un balcón,
       Al foso deste castillo;
       Que viene muy hablador.
       . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
       Hazme, Mendo, relación
       De aquesa carta del Rey.

              MENDO
       Así dice.

              LOPE
           Atento estoy.

              REY DE ARMAS
       Ya que tú has tomado asiento,
       Yo le tomo; que es razón
       Que un mensajero del Rey
       Te merezca este favor.

              LOPE
       Mendo, ¡por Dios, que este rey
       De armas me ha de sacar hoy
       De paciencia!

              MENDO
              Esto es debido
       A cualquier embajador.

              LOPE
       El desembarazo es
       Quien más me cansa.

               MENDO
                                        Señor,
       Trae dentro del cuerpo al Rey.

               [p. 408] LOPE
       ¿Qué importa donde yo estoy?

               MENDO
       Como representa a Enrique,
       Cumple con su obligación.

               LOPE
       Traerle, si así ha de ser,
       Mendo, una cama es mejor;
       Que si Enrique siempre enfermo
       Asiste en ella, mejor
       Representación hará
       En ella su embajador...

               MENDO
                                   Lee.
       «Lope Meléndez...»

               LOPE
                            Prosigue.

               MENDO
       «De Extremadura...

               LOPE
                             Él me dió
       Por apellido la tierra
       Donde soy tan gran señor.

               MENDO
       «Luego que os dé mi rey de armas
       
Este pliego...»

               LOPE
               Aguarda. ¿No
       Pone ahí el Rey primo nuestro?

              [p. 409] MENDO
       En este primer renglón,
       No escribe otra cosa más.

              LOPE
       Olvidósele, ¡por Dios!
       Que a mí no me escriben menos
       Los reyes, desde que dió
       A mi apellido en Castilla
       nombre el heroico blasón
       De sus condes y jüeces;
       Pero perdónoselo
       Por enfermo. Mendo, pasa
       Adelante.

              REY DE ARMAS
              No se vió
       Mayor soberbia.

              MENDO
                                  «Saldréis,
       Sin más otra prevención
       Que vos y cuatro criados,
       Y mi rey de armas con vos,
       Del lugar en que al presente
       Estuviereis: desde hoy
       En treinta días, os mando,
       Sin hacer innovación,
       Que parezcáis ante mí,
       Porque al servicio de Dios
        Y al mío importa. En Madrid
       Y Septiembre 22.
       Yo el Rey.»

              LOPE
              Despacio está, el Rey,
       Y no me espanto; que son
       Flemáticas las cuartanas.

              [p. 410] REY DE ARMAS
       Por él la palabra os doy
       Que le tiemblan en Castilla
       Más que él os tiembla.

              LOPE
                                  Al humor
       Me atengo con todo eso.

              REY DE ARMAS
       Yo a su heroico corazón...

              LOPE
       «Mensajero sois, amigo
       
Non merecéis culpa, non.»
       Esto mismo don García,
       Rey de León, respondió
       A un antepasado mío
       En semejante ocasión... [1]
       Estése Enrique en Madrid,
       Que es hermosa población,
       Y para su enfermedad
       Eligió el cielo mejor
       Que tiene villa en España;
       Que a ser herbolario yo
       O médico, fuera allá
       A curarle la cesión
       Prolija de que adolece;
       O a no estar en Aragón
       Y en Navarra sus hermanas
       Casadas, Blanca y Leonor,
        También fuera a desposarme
       Con cualquiera de las dos;
       Porque, según dicen todos,
       Enrique tiene opinión
       De honrado hidalgo en Castilla,
       Y con esto, guárdeos Dios...

        [p. 411] Y no dejen de llevarle
       De comer a este infanzón
       A su posada, Jimeno;
       No diga el Rey que llegó
       Criado suyo a mi casa
       Sin sacar algún honor.

              REY DE ARMAS
       Yo no vengo a descansar
       Ni a comer, sino a ser hoy
       De las órdenes del Rey
       Tan legal ejecutor,
       Que he de volverme a la corte
       Desde aquí.

              LOPE
                    Vaya con vos
       El cielo.

              REY DE ARMAS
                    El Rey tomará
       La justa satisfacción
       Que piden desobediencias
       Tan grandes.

              LOPE
                    Tomara yo
       Que fuera de espada a espada,
       Porque viéramos los dos
       Quién ser por valor merece
       Vasallo o rey.

              REY DE ARMAS
                    Yo me voy,
       
Por no ocasionarle más
       A tu libre condición
       Desacatos contra el Rey.

              LOPE
       Cuando andáis, atento sois,
       Antes que por el atajo,
       Desde aqueste corredor
       Os ponga yo en el camino
       De Madrid...

[p. 412] Aunque sobre las justicias de Don Enrique el Doliente no llegó a formarse una leyenda tan compleja y rica como la de Don Pedro, no faltaron gérmenes o rudimentos de ella, entre los cuales debe mencionarse un célebre cuento, cuya primera redacción conocida se halla en las adiciones que un autor anónimo del tiempo de Enrique IV hizo al Sumario de los Reyes de España por el despensero de la Reina Doña Leonor. [1]

«E acaesció que a cabo de quatro años que este Rey reynó, estando en Burgos casado con la Reyna, acostumbraba de ir a caza de quodornices a la rivera; e un día que con sus cazadores e donceles fué a caza, quando vino, que era hora de vísperas, non falló guisado de comer para él e para la Reyna, que comían continuamente en uno; e mandó llamar al despensero, e díxole que porqué non avía aparejado de comer. El qual le dixo, que non avía que gastar; que de la tasa que le tenían puesta sus caballeros para su cámara e tabla, que todo era gastado; e que aun él tenía empeñadas todas sus prendas; e aunque le libraban maravedís, non le pagaban sus recabdadores. El Rey desto ovo grande enojo, e comenzó a decir: «¿Cómo es esto? el rey de Castilla tiene sesenta cuentos de maravedís de renta en cada un año, e non tiene para su tabla?», e mandóle que le comprase dos espaldas de carnero, y empeñase su balandrán. El qual lo fizo así, e de esto, e de las quodornices que cazó, comió él e la Reyna doña Catalina; e fizo andar sirviendo al dicho Despensero desnudo en jubón en tanto que comió. E en aquel tiempo andaban continuamente con este Rey en su corte el dicho D. Pedro Tenorio, Arzobispo de Toledo, e Don Fadrique, Duque de Benavente, tío deste Rey, hermano bastardo del Rey Don Juan su padre, fijo del Rey Don Enrique, y Don Pedro, Condestable de Castilla, y el Conde Don Enrique Manuel, y Don Gastón, Conde de Medinaceli, y Juan de Velasco, y Don Alonso, Conde de Niebla, y Juan Furtado de Mendoza, el viejo ayo del Rey, y el Almirante Don Diego Furtado, y Diego [p. 413] López de Estúñiga, y Gómez Manrique, Adelantado de León, y Perafán de Rivera, Adelantado de la Frontera, y Don Gonzalo Núñez de Guzmán, Maestre de Calatrava, y Don Lorenzo Xuárez de Figueroa, Maestre de Santiago, y Rui López de Avalos, que después fué Condestable de Castilla, y Juan Furtado de Mendoza, Mayordomo mayor del Rey: e tenían estos Caballeros por costumbre de comer todos en uno un día con uno, e otro con otro, así pasaban su vida. E fué así que aquella noche cenaban todos con el Arzobispo de Toledo Don Pedro Tenorio: y el Rey se fué mucho disfrazado para la sala donde cenaban, e vido cómo cenaban muchos pavones, e capones, e perdices, e otras muchas viandas valiosas: e desque ovieron cenado, comenzaron de fablar cada uno en las rentas que tenía, e cada uno de aquellos caballeros decía lo que le rentaban sus tierras de renta ordinaria, e asimismo de lo que avía de las rentas del Rey. E el Rey, desque esto oyó, fuése para el castillo de Burgos, e acordó de los prender e matar a todos veinte, ca oído cómo así le tomaban sus rentas, y pechos, y derechos, y la vida que tenían, e como él non tenía qué comer: e otro día antes que amanesciese envió a decir al dicho Arzobispo de Toledo, que fuese al castillo; que se quería morir del enojo que avía ávido el día antes quando de cazar viniera (ca ya lo sabían todos) e que daba orden de facer su testamento. El qual dicho Arzobispo, luego que lo oyó, fué al dicho castillo, e non llevó consigo más de un camarero; e como entró en el castillo, cerraron las puertas, que no dexaron entrar con él a ninguno. E tenía el Rey de secreto en el dicho castillo bien seiscientos omes de armas de sus oficiales, que al tiempo que allí entraron non sabían unos de otros. E por esta manera envió a llamar a todos, e fueron venidos e entrados los dichos Caballeros de suso nombrados, solos, sin ninguno de los suyos, e estovieron en la gran sala, que el Rey nunca quiso salir a ellos fasta hora de medio día. E quando salió de la cámara a la gran sala, vino tomando una espada desnuda con su mano derecha, e asentóse en su silla real, e mandó asentar a los Caballeros: e dixo al Arzobispo de Toledo, que de cuántos Reyes se acordaba: y él respondió que se [p. 414] acordaba del Rey Don Pedro, y del Rey Don Enrique, y del Rey Don Juan su padre, y dél, que eran quatro Reyes. E ansí de esta manera preguntó a todos los otros cada uno por sí, que de quántos Reyes se acordaba en Castilla: e dixo él que de más se acordaba, que de cinco Reyes. Y este Rey Don Enrique dixo que cómo podía ser, porque él era mozo de poca edad, e se acordaba de veinte Reyes en Castilla. Y los Caballeros dixeron que cómo podía ser: y el Rey respondió que ellos, e cada uno de ellos eran Reyes de Castilla, y no él, pues que mandaban el Reyno, y se aprovechaban dél, y tomaban las rentas y pechos y derechos dél, perteneciéndole a él como a Rey y señor dellos, y non a ellos: y que agora non avía un solo maravedí para su despensa: e que pues así era, quél mandara a todos cortar las cabezas, e tomarles los bienes. E luego dió una voz, y abrieron la gran sala, y a la puerta y ventanas se mostró la gente que tenía armada. E luego entró Mateo Sánchez su verdugo, y puso en medio de la sala un tajón, y un cuchillo, e una maza, e muchas sogas, con las quales les mandaba atar las manos. Y el dicho Arzobispo, como era Perlado de gran corazón, e sabio (aunque él, e todos los otros, temían que de allí non avían de salir vivos, mirando cómo estaban en tan gran fortaleza, y en poder de Rey mancebo e tan ayrado como se mostraba contra ellos, e que non tenían socorro nin amparo alguno salvo el de Dios), fincó las rodillas en el suelo, e pidió al Rey clemencia e perdón por sí e por los otros: e el Rey les otorgó las vidas con tal condición, que le diesen antes que de allí saliesen todas las fortalezas que en su Reyno tenían suyas del Rey, e cuenta con pago de quanto cada uno le avía tomado de sus rentas. Los quales así lo ficieron, que estovieron allí por espacio de dos meses, que nunca del castillo salieron fasta que todas las fortalezas fueron entregadas por sus cartas a quienes el Rey mandó: e asimismo les alcanzó, e pagaron ciento y cincuenta cuentos de maravedís de lo que avían tomado de sus rentas. E así los asombró en tal manera, que nunca Rey de Castilla se apoderó tanto del Reyno como este Rey Don Enrique, e de los Caballeros, e Escuderos, e de las comunidades dél. E en [p. 415] su tiempo nunca fué echado pecho nin pedido, nin monedas al Reyno. E porque asimismo este Rey Don Enrique se asentaba públicamente en auditorio general tres días cada semana a juzgar los agravios e sinrazones que se facían en sus Reynos, y por su persona los proveía: por estas cosas susodichas, e por otras muchas cosas loadas que fizo en su tiempo, fué muy amado e temido, así de su Reyno e de los suyos, como de los Reyes comarcanos.»

No creemos que esta conseja sea muy anterior al primer libro en que se halla. Todavía en el siglo XV debía de estar muy poco divulgada, puesto que ni siquiera figura en el Valerio de las Historias del arcipreste Diego Rodríguez de Almela, a pesar de lo aficionado que era a este género de anécdotas, y de haber dedicado un capítulo entero [1] a ponderar la magnanimidad y las virtudes del Rey Enrique III, en términos que contrastan notablemente con la acerba sequedad de Fernán Pérez, y prueban que la memoria de aquel buen Rey iba subiendo en la estimación de los castellanos, que veían en él uno de los más dignos precursores de su gran Soberana. El recuerdo de las primeras conquistas de Canarias, de la maravillosa embajada al Tamorlán, y otros hechos que prueban un espíritu de expansión y curiosidad geográfica, [p. 416] hasta entonces no conocido en Castilla; los grandes proyectos que se le atribuían en orden al reino de Granada, y con respecto de la política oriental, y, sobre todo, el orden que puso en las rentas reales, la parsimonia y severa economía con que supo administrarlas, sin perjuicio de la esplendidez, de que a veces hizo oportuno alarde; el contraste, en suma, de aquella administración prudente y honrada, con el despilfarro y anarquía de los dos reinados subsiguientes, hacía grata la memoria del enfermizo Príncipe, aunque no pudieran recordarse grandes hazañas suyas, y expresión simbólica de esto fué la leyenda transcrita, nada heroica, en verdad, sino doméstica y llana, como cuadraba al sujeto.

Por eso, sin duda, hizo tanta fortuna en los libros de historia de los siglos XVI y XVII, aceptándola como verídica el cándido Garibay en su Compendio historial, dilatándola con su habitual nervio y elocuencia el P. Juan de Mariana, sin que la omitiesen, por de contado, Gil González Dávila en la crónica particular que escribió de Enrique III (1638), ni el Dr. Eugenio de Narbona en su elegante biografía del arzobispo de Toledo D. Pedro Tenorio (1624). Pero quien dió a la fábula los últimos toques, amplificándola con el gracioso barroquismo de su retórica y la viciosa abundancia de su dicción, fué el Dr. Cristóbal Lozano, primero en su David perseguido, y luego en su historia anovelada de los Reyes nuevos de Toledo. Y, finalmente, el hecho estuvo pasando por histórico hasta que Ferreras primero y Berganza después, mostraron la inverosimilitud y falta de fundamento del lance, en que nada hay cierto sino la estancia del Rey en Burgos en 1394 y la prisión del duque de Benavente.

No creo que la famosa cena de Burgos fuese tema de ninguna poesía popular. En el Romancero general de 1604 y 1614 hay un romance sobre este asunto (núm. 982 de Durán), pero es de poeta culto, como todos los de aquella colección, y me inclino a creer que sea del mismo Lope de Vega, puesto que los cuatro versos con que principia son idénticos a los de esta relación, puesta en boca del mismo Monarca en la presente comedia de Los novios de Hornachuelos:

        [p. 417] El enfermo rey Enrique,
       Tercero en los castellanos,
       Hijo del primer don Juan,
       A quien mató su caballo,
       Comenzó, Lope Meléndez,
       A reinar de catorce años;
       Porque entonces los tutores
       Del reino le habilitaron...
       El Rey, bien entretenido,
       Pero mal aconsejado,
       En la caza divertía
       Atenciones a los cargos.
       Dormido el gobierno entonces,
       La justicia a los agravios
       De los humildes servía,
       Más que de asombro, de aplauso...
       Volvió a Burgos una noche
       De los montes, más cansado
       Que gustoso: cenar quiso,
       Y ninguna cosa hallando,
       Al despensero llamó,
       Y preguntóle enojado
       Qué era la ocasión. Él dijo:
       «Señor, no ha entrado en Palacio
       Hoy un real, y en la corte
       Estáis de crédito falto,
       Y no hay nadie que les fíe
       A vos ni a vuestros criados.»
       Quitóse entonces el Rey
       Un balandrán que de paño
       Traía, y al despensero
       Se le dió para empeñarlo.
       Una espalda de carnero
       Le trujo... ¡En qué humilde estado
       Se vió el Rey! Comióla, al fin,
        Porque en semejantes casos
       Hacer valor del defecto
       Siempre es de pechos bizarros.
       Díjole, estando a la mesa,
       El despensero: «Entretanto
       Que vos, señor, cenáis esto,
       Con más costoso aparato

        [p. 418] Los grandes de vuestro reino
       Están alegres cenando
       De otra suerte, en cas del Duque
       De Benavente, tiranos
       Siendo de las rentas vuestras
       Y del reino, que os dejaron
       Sólo para vos, Enrique,
       Vuestros ascendientes claros.»
       Tomó el Rey capa y espada
       Para salir deste engaño,
       Y en el banquete se halló
       Valeroso y recatado,
       Y escuchó tras de un cancel,
       Con arrogantes desgarros,
       Todo lo que cada cual
       Refería que usurpado
       Al patrimonio del Rey
       Gozaba con el descanso
       Que pocos años de Enrique
       Aseguraban a tantos.
       Publicó Enrique a otro día
       Que estaba enfermo, y tan malo
       En la cama de repente
       De su accidente ordinario,
       Que hacer testamento le era
       Forzoso, para dejarlos
       El gobierno de Castilla
       En los hombros. No faltaron
       En el palacio de Burgos
       Apenas uno de cuantos
       En cas del Duque la gula
       Tuvo juntos, esperando
       Que orden para entrar les diesen;
       Cuando de un arnés armado,
       Luciente espejo del sol,
        Con un estoque en la mano,
       Entró por la cuadra Enrique,
       Dando asombros como rayos.
       Temblando y suspensos todos,
       Con las rodillas besaron
       La tierra, y sentóse el Rey
       En su silla de respaldo,

        [p. 419] Y al condestable Rui López,
       Vuelto con semblante airado,
       Le preguntó: «¿Cuántos reyes
       Hay en Castilla?» Él, mirando
       Con temeroso respeto
       Dos basiliscos humanos
       En el Rey por ojos, dijo:
       «Señor, yo soy entre tantos
       El más viejo, y en Castilla
       Con vos, señor soberano,
       Desde Enrique, vuestro abuelo,
       Con vuestro padre gallardo,
       Tres reyes he conocido.»
       «Pues yo tengo menos años,
       Replicó Enrique, y conozco
       Aquí más de veinticuatro.»
       Entonces, cuatro verdugos
       Con cuatro espadas entraron,
       Y el Rey dijo: «Hacedme rey
       En Castilla, derribando
       Estas rebeldes cabezas
       De estos monstruos castellanos,
       Que atrevidos ponen montes
       Sobre montes, escalando
       El cielo de mi grandeza,
       El sol, de quien soy retrato,
       Y sobre todos fulminen
       Rayos de acero esos brazos.»
       Lágrimas y rendimientos
       Airado a Enrique aplacaron;
       Que a los reyes, como a Dios,
       También les obliga el llanto.
       Con esto restituyeron
       Cuanto en Castilla, en agravio
       Del Rey, los grandes tenían;
        Y dos meses encerrados
       En el castillo los tuvo,
       Y desde entonces vasallo
       No le ha perdido el respeto,
       Sino sois vos, que tirano
       De Extremadura, pensáis,
       Lope Menéndez, que estando

        [p. 420] En cama Enrique, no tiene
       Valor para castigaros;
       Respondiendo a cartas suyas
       Con tan grande desacato,
       Que le obligáis que en persona
       El castigo venga a daros
       Que merecéis, porque sirva
       De temor a los contrarios,
       De ejemplo a todos los reyes,
       De escarmiento a los vasallos.

Con cuatro, por lo menos, las obras dramáticas posteriores a ésta de Lope, que reproducen las tradiciones relativas a Don Enrique el Doliente. Dos de estas piezas perterecen al teatro antiguo y otras dos a la época romántica. En la Parte nona de comedias escogidas de los mejores ingenios de España (1657) , ocupa el ultimo lugar una comedia de seis ingenios, harto infeliz, por cierto, como podía esperarse de tan exagerada división del trabajo. En el libro impreso no constan los nombres de estos ingenios: dice Barrera, no sé con qué datos, que fueron Zabaleta, Rosete, D. Sebastián de Villaviciosa, Martínez de Meneses, Cáncer y Moreto. En el final pide perdón un autor solo, que puede ser el del último retazo, y que se declara Toledano, lo cual no conviene a ninguno de los seis, pero puede, en sentido lato, aplicarse a Moreto, que si no nació en Toledo, pasó allí gran parte de su vida, y allí murió:


       Y vuesastedes perdonen
       Rudezas de un Toledano,
       Tosca planta de aquel monte.

Comedia distinta de ésta, y un poco menos mala, es El Rey Don Enrique el tercero, llamado el Enfermo, que se encuentra en ediciones sueltas, ya con el nombre de un ingenio, ya con el de D. José de Cañizares, a quien tengo por su verdadero autor. En la primera jornada se presenta, no en relato, sino en acción, el episodio de la cena de Burgos. Los actos segundo y tercero desarrollan, aunque con torpeza, una intriga análoga a la de El mejor alcalde el Rey. En 1847 aparecieron simultáneamente El gabán [p. 421] del Rey, drama histórico en cuatro actos, de D. Gregorio Romero Larrañaga, y Don Enrique el Doliente, cuadro dramático en un acto, de D. Ceferino Suárez Bravo.

Ninguna de estas producciones tiene relación directa con Los novios de Hornachuelos, y todas quedan a buena distancia de ésta, que bien puede contarse entre las obras más selectas de Lope. Sus mayores bellezas se hallan en los diálogos entre el Rey y el Infanzón, pero toda la comedia está admirablemente escrita; debiendo mencionarse como cuadrito de género, franca y magistralmente ejecutado, el romance de la segunda jornada, en que se describe la ridícula boda de Marina y Berrueco, con su grotesco acompañamiento.

Notas

[p. 403]. [1] . La Philosophia vulgar de Joan de Mal-Lara, vezino de Sevilla... Primera parte, que contiene mil refranes glosados. En la calle de la Sierpe. En casa de Hernando Díaz. Año 1568. Folio 103, vuelto.

[p. 404]. [1] . Capítulo II de las Generaciones y semblanzas, de Fernán Pérez de Guzmán.

[p. 410]. [1] . Suprimo un trozo bellísimo que ya he citado al hablar de El Infanzón de Illescas.

[p. 412]. [1] . Publicado por D. Eugenio de Llaguno y Amirola en la colección de Crónicas del editor Sancha, 1781.

[p. 415]. [1] . Es el VII, tít. I del lib. III del Valerio (pág. 83, edición de 1793): «Y como fuesse muy cathólico y noble en condiciones, cobdiciando facer, y faciendo justicia a todos, assí a grandes como a pequeños; de manera que era muy amado de los Perlados y Estado Ecclesiástico, y de los ricos hombres y caballeros, fijos dalgo, y de todos los plebeos. E non solamente era de los suyos amado, más aún de los estraños que oían su gloriossa fama. Ca sin echar pedido, ni monedas, ni otros pechos foreros en sus Reynos, eran pagados los Caballeros fijos dalgo, y los otros que tenían dél tierra, allende de los grandes gastos que facía, y reparo de Castilla y fortalezas, en especial los de la frontera. Ca él fizo el alcázar de Murcia, y la cassa y cerca de Miraflores sin otros edificios. E allende desto era muy magnífico en rescebir los Embajadores que a él venían, y otros grandes Señores de otros Reynos, a los quales daba muy grandes dádivas. E allende desto allegó muy grandes thesoros, con voluntad, si Dios le diesse salud y vida, de facer guerra a Moros y conquistar el reino de Granada... Muy grande fué la pérdida suya en morir de tan poca edad.»