Dos manuscritos de esta comedia existen en la Biblioteca Nacional. El que perteneció a la librería de Osuna está falto de la tercera jornada, por más que el frontis (de letra moderna) diga: «Comedia en dos actos de Luis Vélez de Guevara», afirmación tan segura como la de ser autógrafa, según reza también el disparatado rótulo o anteportada. La verdadera portada, de letra del siglo XVII, atribuye también la comedia a Luis Vélez, y estampa la fecha de 1627. Parece copia de teatro, con bastantes atajos. La letra recuerda algo la de D. Antonio de Mendoza.
El segundo manuscrito comprende las tres jornadas: la primera es copia del siglo XVIII; las dos restantes del XVII, con la particularidad de que la tercera jornada es de la misma mano que escribió las dos del anterior manuscrito, que quedará completo cuando se reencuaderne como debió estar.
Al fin dice: «Saquéla en 12 de Abril de 1629 años en casa de Bartolomé Romero y por su mandado.
[p. 402] Puédese representar esta comedia intitulada los nobios de hornachuelos en Valladolid a 15 de Octubre de 1629.—DR. GARCÉS.»
Esta licencia no es original. Tampoco se dice en este manuscrito de quién sea la comedia, porque no tienen valor alguno la afirmación de la portada modernísima, donde han escrito con lápiz «Luis Vélez de Guevara», ni la nota, de letra moderna también, en la portada antigua, que dice «de Medrano». Esta misma atribución se repite en el catálogo de Huerta.
La única edición antigua (suelta, pero rarísima) que conocemos de esta comedia, la da por obra de Lope de Vega; y por suya la tuvieron Durán, Schack y Hartzenbusch, si bien este último se inclinaba a creer que está refundida o por lo menos mutilada. Pero las razones que alega no tienen mucho peso, siendo la princiral la brevedad de los actos segundo y tercero, en contraste con la extensión del primero. Por mi parte, encuentro en ella todos los caracteres del estilo de Lope, y no vacilo en seguir el testimonio del impreso con preferencia al del manuscrito.
Hartzenbusch reimprimió Los Novios en el tomo III de su colección escogida de las obras de nuestro poeta. Hay una traducción francesa muy abreviada (o más bien un extracto) en el libro de Du Perron de Castera, Extraits de plusieurs pièces du Théâtre espagnol, avec des réflexions et la traduction des endroits les plus remarquables. (París, 1738; vol. II, páginas 41-87.)
Fúndase la parte cómica de esta deliciosa fábula en un antiguo refrán, o más bien dicho popular, que Juan de Mal-Lara trae y comenta en su Philosophia vulgar:
«Los novios de Hornachuelos, que él lloró por no llevarla, y ella por no ir con él.»
«Para declarar dos que en casándolos comienzan a desagradarse el uno del otro. Y para buscar éstos no es menester ir a Hornachuelos, que es un lugar de Extremadura, sino irse a los juzgados y audiencias, que allí se hallarán novios desta condición: porque en Hornachuelos vinieron dos a casar hijo y hija, sin que ellos se hubiesen visto, y desposados, en viéndose concibieron grande odio el uno del otro, por ser tan feos y tan mal acondicionados, [p. 403] que no se halló cosa que del uno agradase al otro. Y casados ya, quando el novio la avía de llevar, en lugar del plazer que suele aver en esto, comenzaron a llorar de gana ambos. Preguntado por qué, respondía el novio que no quería ir con ella, respondía ella que no quería ir con él, y así estavan conformes y differentes de un parecer, y muy contrarios de una misma voluntad, y muy apartados sin haber algún medio.» [1]
De este cuentecillo, tan seco y desabrido, sacó la risueña fantasía de nuestro poeta todas las escenas rústicas y villanescas en que intervienen los desposados Berrueco y Marina y el alcalde. Esta especie de entremés, lleno de chistes y buen humor, tiene quizá el defecto de ser un poco largo y de distraer demasiado la atención del grande y trágico asunto de la pieza. Pero se conoce que Lope quiso justificar el título y sacar partido de la popularidad del refrán, que expresamente cita dos veces:
Cuya desconforme
boda,
Nunca de esta
suerte vista,
Si primero deseada,
Después llorada y
reñida,
La hará la memoria
eterna,
Ya que no en
bronces escrita,
Por
Los novios de Hornachuelos,
En el refrán de
Castilla.
(ACTO SEGUNDO)
..................Y
con esto
Da fin el refrán
antiguo
De
Los novios de Hornachuelos.
Pero con el refrán sólo no hubiera podido hacerse más que una farsa. El conflicto dramático esencial tuvo que inventarle Lope, o más bien le adaptó, según creemos, de una grandiosa obra [p. 404] suya que reputamos anterior: El Rey Don Pedro en Madrid y el Infanzón de Illescas. Excusamos repetir aquí el paralelo entre ambas piezas, que largamente hicimos en el prólogo anterior a éste. El Infanzón de Illescas y Los novios de Hornachuelos parecen en sus escenas capitales un mismo drama, con título y personajes diversos. Lope Meléndez, El lobo de Extremadura, hace y dice en Hornachuelos las mismas cosas que Tello García en Illescas; pondera en los mismos términos sus riquezas; perpetra los mismos desafueros; desacata del mismo modo la potestad real, y es humillado y castigado de idéntica manera.
Esta semejanza en los pormenores, no llega a la identidad en el total de la composición. Los novios de Hornachuelos queda manifiestamente inferior a su admirable original, no sólo por faltarle el prestigio de lo sobrenatural y fatídico que envuelve en una atmósfera de terror profundo el argumento de El Rey Don Pedro en Madrid, sino porque la arrogante figura del Monarca cruelmente justiciero, se levanta mucho en la historia y en la fantasía popular sobre la pálida y doliente sombra de Don Enrique III, que fué una esperanza de gran rey, pero que apenas tuvo tiempo para reinar por sí; alma fuerte encerrada en un cuerpo debilísimo que le hizo inhábil para el ejercicio de las armas y le impidió realizar grandes ideas políticas que ningún otro de su dinastía tuvo antes de la Reina Católica; «ca él presumía de sí que era suficiente para regir e gobernar», como dice de él con mal velada censura un grande escritor de su tiempo, que no le era, a la verdad, muy afecto, como no lo fué tampoco a D. Álvaro de Luna ni a nadie de los que intentaron poner el pie sobre el duro cuello de la nobleza castellana. [1] Con triste simpatía contemplamos la semblanza de aquel infeliz Monarca, aun en las páginas del ceñudo cronista, que acierta como siempre, por arte no aprendido, a ponernos delante de los ojos la realidad viva, física y moral a un tiempo, de todos los hombres que conoció [p. 405] y trató, que amó u odió: «Fué de mediana estatura e asaz de buena disposición: fué blanco e rubio, e la nariz un poco alta; pero cuando llegó a los diez e seis años hubo muchas e grandes enfermedades que le enflaquescieron el cuerpo, e le dañaron la complesión, e por consiguiente se le daño e afeó el semblante, no quedando en el primero parecer; e aun le fueron causa de grandes alteraciones en la condición, ca con el trabajo y aflicción de la luenga enfermedad hízose mucho triste y enojoso. Era muy grave de ver, e de muy áspera conversación, ansí que la mayor parte del tiempo estaba solo e malenconioso... Él había gran voluntad de ordenar su hacienda, y crecer sus rentas, e tener el Reyno en justicia; e qualquier hombre que se da mucho a una cosa, necesario es que alcance algo della... E lo que negar no se puede, alcanzó discreción para conocer y elegir buenas personas para el su consejo; lo qual no es pequeña virtud para el Príncipe. E ansí con tales maneras tenía su hacienda bien ordenada, y el Reyno pacífico e sosegado... Nunca ovo guerras ni batallas en que su esfuerzo pudiese parescer, o por la flaqueza que en él era grande, que a quien no le vido sería grave de creer, o porque de su natural condición no era dispuesto a guerras ni batallas.»
Lope reprodujo con pasmosa verdad este tipo de príncipe valetudinario, sostenido únicamente por la energía moral. Le presentó temblando con el frío de la cuartana en el momento mismo en que hace rendir la espada al tirano de Extremadura y le pone el pie sobre la cabeza. La insolencia de D. Lope está pintada con rasgos que poco o nada tienen que envidiar a los del Infanzón. La escena con el faraute del Rey, es de primer orden:
LOPE
Vengáis con bien.
¿Cómo queda
El Rey?
REY DE ARMAS
Su indisposición
Ordinaria le
acompaña;
[p. 406] Pero con tanto valor,
Que estando enfermo
en la cama,
No lo está el
gobierno.
—Son
Los castellanos muy
cuerdos.
—Esta carta
me mandó
Que en la mano te
pusiese:
Véla y responde.
—Yo estoy
(Aparte.)
Desta novedad
confuso.
Mostrad, hidalgo,
que yo
La leeré y
responderé
Despacio.
—La
ejecución
De lo que Su Alteza
manda
Pide menos
dilación.
No he de apartarme
de aquí,
Porque así me lo
ordenó
Enrique, sin la
respuesta.
—¡Notable
resolución!
—Obedezco al
Rey así,
Que es mi natural
señor.
—Puntüales me
parecen
Los reyes de armas.
—No honró
Poco Enrique tu
persona,
Cuando por
embajador
Desta carta un rey
te envía
De armas, y como
yo;
Que nosotros no
salimos
A menos ardua
facción,
Meléndez, que a un
desafío
De un rey o un
emperador.
—Desta
suerte, el Rey sin duda
Me desafía.
—Eso no;
Que eres tú muy
desigual
De Enrique, pues
sois los dos,
Él tu rey, tú su
vasallo;
Y los que yo he
dicho son
Solamente sus
iguales.
Enrique te hace
este honor,
[p. 407] Porque tienes en Castilla
Tan grande
nobleza.
—Estoy
Por arrojar, Mendo,
a este
Rey de armas, por
un balcón,
Al foso deste
castillo;
Que viene muy
hablador.
. . . . . . . . . .
. . . . . . . . . . . . . . . .
Hazme, Mendo,
relación
De aquesa carta del
Rey.
MENDO
Así dice.
LOPE
Atento
estoy.
REY DE ARMAS
Ya que tú has
tomado asiento,
Yo le tomo; que es
razón
Que un mensajero
del Rey
Te merezca este
favor.
LOPE
Mendo, ¡por Dios,
que este rey
De armas me ha de
sacar hoy
De paciencia!
MENDO
Esto es debido
A cualquier
embajador.
LOPE
El desembarazo es
Quien más me cansa.
MENDO
Señor,
Trae dentro del
cuerpo al Rey.
[p. 408] LOPE
¿Qué importa donde
yo estoy?
MENDO
Como representa a
Enrique,
Cumple con su
obligación.
LOPE
Traerle, si así ha
de ser,
Mendo, una cama es
mejor;
Que si Enrique
siempre enfermo
Asiste en ella,
mejor
Representación hará
En ella su
embajador...
MENDO
Lee.
«Lope Meléndez...»
LOPE
Prosigue.
MENDO
«De Extremadura...
LOPE
Él me dió
Por apellido la
tierra
Donde soy tan gran
señor.
MENDO
«Luego que os dé mi
rey de armas
Este
pliego...»
LOPE
Aguarda.
¿No
Pone ahí el Rey
primo nuestro?
[p. 409] MENDO
En este primer
renglón,
No escribe otra
cosa más.
LOPE
Olvidósele, ¡por
Dios!
Que a mí no me
escriben menos
Los reyes, desde
que dió
A mi apellido en
Castilla
nombre el heroico
blasón
De sus condes y
jüeces;
Pero perdónoselo
Por enfermo. Mendo,
pasa
Adelante.
REY DE ARMAS
No se vió
Mayor soberbia.
MENDO
«Saldréis,
Sin más otra
prevención
Que vos y cuatro
criados,
Y mi rey de armas
con vos,
Del lugar en que al
presente
Estuviereis: desde
hoy
En treinta días, os
mando,
Sin hacer
innovación,
Que parezcáis ante
mí,
Porque al servicio
de Dios
Y al mío importa.
En Madrid
Y Septiembre 22.
Yo el Rey.»
LOPE
Despacio está, el Rey,
Y no me espanto;
que son
Flemáticas las
cuartanas.
[p. 410] REY DE ARMAS
Por él la palabra
os doy
Que le tiemblan en
Castilla
Más que él os
tiembla.
LOPE
Al humor
Me atengo con todo
eso.
REY DE ARMAS
Yo a su heroico
corazón...
LOPE
«Mensajero sois,
amigo
Non merecéis
culpa, non.»
Esto mismo don
García,
Rey de León,
respondió
A un antepasado mío
En semejante
ocasión...
[1]
Estése Enrique en
Madrid,
Que es hermosa
población,
Y para su
enfermedad
Eligió el cielo
mejor
Que tiene villa en
España;
Que a ser
herbolario yo
O médico, fuera
allá
A curarle la cesión
Prolija de que
adolece;
O a no estar en
Aragón
Y en Navarra sus
hermanas
Casadas, Blanca y
Leonor,
También fuera a
desposarme
Con cualquiera de
las dos;
Porque, según dicen
todos,
Enrique tiene
opinión
De honrado hidalgo
en Castilla,
Y con esto,
guárdeos Dios...
[p. 411] Y no dejen de llevarle
De comer a este
infanzón
A su posada,
Jimeno;
No diga el Rey que
llegó
Criado suyo a mi
casa
Sin sacar algún
honor.
REY DE ARMAS
Yo no vengo a
descansar
Ni a comer, sino a
ser hoy
De las órdenes del
Rey
Tan legal ejecutor,
Que he de volverme
a la corte
Desde aquí.
LOPE
Vaya con vos
El cielo.
REY DE ARMAS
El Rey tomará
La justa
satisfacción
Que piden
desobediencias
Tan grandes.
LOPE
Tomara yo
Que fuera de espada
a espada,
Porque viéramos los
dos
Quién ser por valor
merece
Vasallo o rey.
REY DE ARMAS
Yo me voy,
Por no
ocasionarle más
A tu libre
condición
Desacatos contra el
Rey.
LOPE
Cuando andáis,
atento sois,
Antes que por el
atajo,
Desde aqueste
corredor
Os ponga yo en el
camino
De Madrid...
[p. 412] Aunque sobre las justicias de Don Enrique el Doliente no llegó a formarse una leyenda tan compleja y rica como la de Don Pedro, no faltaron gérmenes o rudimentos de ella, entre los cuales debe mencionarse un célebre cuento, cuya primera redacción conocida se halla en las adiciones que un autor anónimo del tiempo de Enrique IV hizo al Sumario de los Reyes de España por el despensero de la Reina Doña Leonor. [1]
«E acaesció que a cabo de quatro años que este Rey reynó, estando en Burgos casado con la Reyna, acostumbraba de ir a caza de quodornices a la rivera; e un día que con sus cazadores e donceles fué a caza, quando vino, que era hora de vísperas, non falló guisado de comer para él e para la Reyna, que comían continuamente en uno; e mandó llamar al despensero, e díxole que porqué non avía aparejado de comer. El qual le dixo, que non avía que gastar; que de la tasa que le tenían puesta sus caballeros para su cámara e tabla, que todo era gastado; e que aun él tenía empeñadas todas sus prendas; e aunque le libraban maravedís, non le pagaban sus recabdadores. El Rey desto ovo grande enojo, e comenzó a decir: «¿Cómo es esto? el rey de Castilla tiene sesenta cuentos de maravedís de renta en cada un año, e non tiene para su tabla?», e mandóle que le comprase dos espaldas de carnero, y empeñase su balandrán. El qual lo fizo así, e de esto, e de las quodornices que cazó, comió él e la Reyna doña Catalina; e fizo andar sirviendo al dicho Despensero desnudo en jubón en tanto que comió. E en aquel tiempo andaban continuamente con este Rey en su corte el dicho D. Pedro Tenorio, Arzobispo de Toledo, e Don Fadrique, Duque de Benavente, tío deste Rey, hermano bastardo del Rey Don Juan su padre, fijo del Rey Don Enrique, y Don Pedro, Condestable de Castilla, y el Conde Don Enrique Manuel, y Don Gastón, Conde de Medinaceli, y Juan de Velasco, y Don Alonso, Conde de Niebla, y Juan Furtado de Mendoza, el viejo ayo del Rey, y el Almirante Don Diego Furtado, y Diego [p. 413] López de Estúñiga, y Gómez Manrique, Adelantado de León, y Perafán de Rivera, Adelantado de la Frontera, y Don Gonzalo Núñez de Guzmán, Maestre de Calatrava, y Don Lorenzo Xuárez de Figueroa, Maestre de Santiago, y Rui López de Avalos, que después fué Condestable de Castilla, y Juan Furtado de Mendoza, Mayordomo mayor del Rey: e tenían estos Caballeros por costumbre de comer todos en uno un día con uno, e otro con otro, así pasaban su vida. E fué así que aquella noche cenaban todos con el Arzobispo de Toledo Don Pedro Tenorio: y el Rey se fué mucho disfrazado para la sala donde cenaban, e vido cómo cenaban muchos pavones, e capones, e perdices, e otras muchas viandas valiosas: e desque ovieron cenado, comenzaron de fablar cada uno en las rentas que tenía, e cada uno de aquellos caballeros decía lo que le rentaban sus tierras de renta ordinaria, e asimismo de lo que avía de las rentas del Rey. E el Rey, desque esto oyó, fuése para el castillo de Burgos, e acordó de los prender e matar a todos veinte, ca oído cómo así le tomaban sus rentas, y pechos, y derechos, y la vida que tenían, e como él non tenía qué comer: e otro día antes que amanesciese envió a decir al dicho Arzobispo de Toledo, que fuese al castillo; que se quería morir del enojo que avía ávido el día antes quando de cazar viniera (ca ya lo sabían todos) e que daba orden de facer su testamento. El qual dicho Arzobispo, luego que lo oyó, fué al dicho castillo, e non llevó consigo más de un camarero; e como entró en el castillo, cerraron las puertas, que no dexaron entrar con él a ninguno. E tenía el Rey de secreto en el dicho castillo bien seiscientos omes de armas de sus oficiales, que al tiempo que allí entraron non sabían unos de otros. E por esta manera envió a llamar a todos, e fueron venidos e entrados los dichos Caballeros de suso nombrados, solos, sin ninguno de los suyos, e estovieron en la gran sala, que el Rey nunca quiso salir a ellos fasta hora de medio día. E quando salió de la cámara a la gran sala, vino tomando una espada desnuda con su mano derecha, e asentóse en su silla real, e mandó asentar a los Caballeros: e dixo al Arzobispo de Toledo, que de cuántos Reyes se acordaba: y él respondió que se [p. 414] acordaba del Rey Don Pedro, y del Rey Don Enrique, y del Rey Don Juan su padre, y dél, que eran quatro Reyes. E ansí de esta manera preguntó a todos los otros cada uno por sí, que de quántos Reyes se acordaba en Castilla: e dixo él que de más se acordaba, que de cinco Reyes. Y este Rey Don Enrique dixo que cómo podía ser, porque él era mozo de poca edad, e se acordaba de veinte Reyes en Castilla. Y los Caballeros dixeron que cómo podía ser: y el Rey respondió que ellos, e cada uno de ellos eran Reyes de Castilla, y no él, pues que mandaban el Reyno, y se aprovechaban dél, y tomaban las rentas y pechos y derechos dél, perteneciéndole a él como a Rey y señor dellos, y non a ellos: y que agora non avía un solo maravedí para su despensa: e que pues así era, quél mandara a todos cortar las cabezas, e tomarles los bienes. E luego dió una voz, y abrieron la gran sala, y a la puerta y ventanas se mostró la gente que tenía armada. E luego entró Mateo Sánchez su verdugo, y puso en medio de la sala un tajón, y un cuchillo, e una maza, e muchas sogas, con las quales les mandaba atar las manos. Y el dicho Arzobispo, como era Perlado de gran corazón, e sabio (aunque él, e todos los otros, temían que de allí non avían de salir vivos, mirando cómo estaban en tan gran fortaleza, y en poder de Rey mancebo e tan ayrado como se mostraba contra ellos, e que non tenían socorro nin amparo alguno salvo el de Dios), fincó las rodillas en el suelo, e pidió al Rey clemencia e perdón por sí e por los otros: e el Rey les otorgó las vidas con tal condición, que le diesen antes que de allí saliesen todas las fortalezas que en su Reyno tenían suyas del Rey, e cuenta con pago de quanto cada uno le avía tomado de sus rentas. Los quales así lo ficieron, que estovieron allí por espacio de dos meses, que nunca del castillo salieron fasta que todas las fortalezas fueron entregadas por sus cartas a quienes el Rey mandó: e asimismo les alcanzó, e pagaron ciento y cincuenta cuentos de maravedís de lo que avían tomado de sus rentas. E así los asombró en tal manera, que nunca Rey de Castilla se apoderó tanto del Reyno como este Rey Don Enrique, e de los Caballeros, e Escuderos, e de las comunidades dél. E en [p. 415] su tiempo nunca fué echado pecho nin pedido, nin monedas al Reyno. E porque asimismo este Rey Don Enrique se asentaba públicamente en auditorio general tres días cada semana a juzgar los agravios e sinrazones que se facían en sus Reynos, y por su persona los proveía: por estas cosas susodichas, e por otras muchas cosas loadas que fizo en su tiempo, fué muy amado e temido, así de su Reyno e de los suyos, como de los Reyes comarcanos.»
No creemos que esta conseja sea muy anterior al primer libro en que se halla. Todavía en el siglo XV debía de estar muy poco divulgada, puesto que ni siquiera figura en el Valerio de las Historias del arcipreste Diego Rodríguez de Almela, a pesar de lo aficionado que era a este género de anécdotas, y de haber dedicado un capítulo entero [1] a ponderar la magnanimidad y las virtudes del Rey Enrique III, en términos que contrastan notablemente con la acerba sequedad de Fernán Pérez, y prueban que la memoria de aquel buen Rey iba subiendo en la estimación de los castellanos, que veían en él uno de los más dignos precursores de su gran Soberana. El recuerdo de las primeras conquistas de Canarias, de la maravillosa embajada al Tamorlán, y otros hechos que prueban un espíritu de expansión y curiosidad geográfica, [p. 416] hasta entonces no conocido en Castilla; los grandes proyectos que se le atribuían en orden al reino de Granada, y con respecto de la política oriental, y, sobre todo, el orden que puso en las rentas reales, la parsimonia y severa economía con que supo administrarlas, sin perjuicio de la esplendidez, de que a veces hizo oportuno alarde; el contraste, en suma, de aquella administración prudente y honrada, con el despilfarro y anarquía de los dos reinados subsiguientes, hacía grata la memoria del enfermizo Príncipe, aunque no pudieran recordarse grandes hazañas suyas, y expresión simbólica de esto fué la leyenda transcrita, nada heroica, en verdad, sino doméstica y llana, como cuadraba al sujeto.
Por eso, sin duda, hizo tanta fortuna en los libros de historia de los siglos XVI y XVII, aceptándola como verídica el cándido Garibay en su Compendio historial, dilatándola con su habitual nervio y elocuencia el P. Juan de Mariana, sin que la omitiesen, por de contado, Gil González Dávila en la crónica particular que escribió de Enrique III (1638), ni el Dr. Eugenio de Narbona en su elegante biografía del arzobispo de Toledo D. Pedro Tenorio (1624). Pero quien dió a la fábula los últimos toques, amplificándola con el gracioso barroquismo de su retórica y la viciosa abundancia de su dicción, fué el Dr. Cristóbal Lozano, primero en su David perseguido, y luego en su historia anovelada de los Reyes nuevos de Toledo. Y, finalmente, el hecho estuvo pasando por histórico hasta que Ferreras primero y Berganza después, mostraron la inverosimilitud y falta de fundamento del lance, en que nada hay cierto sino la estancia del Rey en Burgos en 1394 y la prisión del duque de Benavente.
No creo que la famosa cena de Burgos fuese tema de ninguna poesía popular. En el Romancero general de 1604 y 1614 hay un romance sobre este asunto (núm. 982 de Durán), pero es de poeta culto, como todos los de aquella colección, y me inclino a creer que sea del mismo Lope de Vega, puesto que los cuatro versos con que principia son idénticos a los de esta relación, puesta en boca del mismo Monarca en la presente comedia de Los novios de Hornachuelos:
[p. 417] El enfermo rey Enrique,
Tercero en los
castellanos,
Hijo del primer don
Juan,
A quien mató su
caballo,
Comenzó, Lope
Meléndez,
A reinar de catorce
años;
Porque entonces los
tutores
Del reino le
habilitaron...
El Rey, bien
entretenido,
Pero mal
aconsejado,
En la caza divertía
Atenciones a los
cargos.
Dormido el gobierno
entonces,
La justicia a los
agravios
De los humildes
servía,
Más que de asombro,
de aplauso...
Volvió a Burgos una
noche
De los montes, más
cansado
Que gustoso: cenar
quiso,
Y ninguna cosa
hallando,
Al despensero
llamó,
Y preguntóle
enojado
Qué era la ocasión.
Él dijo:
«Señor, no ha
entrado en Palacio
Hoy un real, y en
la corte
Estáis de crédito
falto,
Y no hay nadie que
les fíe
A vos ni a vuestros
criados.»
Quitóse entonces el
Rey
Un balandrán que de
paño
Traía, y al
despensero
Se le dió para
empeñarlo.
Una espalda de
carnero
Le trujo... ¡En qué
humilde estado
Se vió el Rey!
Comióla, al fin,
Porque en
semejantes casos
Hacer valor del
defecto
Siempre es de
pechos bizarros.
Díjole, estando a
la mesa,
El despensero:
«Entretanto
Que vos, señor,
cenáis esto,
Con más costoso
aparato
[p. 418] Los grandes de vuestro reino
Están alegres
cenando
De otra suerte, en
cas del Duque
De Benavente,
tiranos
Siendo de las
rentas vuestras
Y del reino, que os
dejaron
Sólo para vos,
Enrique,
Vuestros
ascendientes claros.»
Tomó el Rey capa y
espada
Para salir deste
engaño,
Y en el banquete se
halló
Valeroso y
recatado,
Y escuchó tras de
un cancel,
Con arrogantes
desgarros,
Todo lo que cada
cual
Refería que
usurpado
Al patrimonio del
Rey
Gozaba con el
descanso
Que pocos años de
Enrique
Aseguraban a
tantos.
Publicó Enrique a
otro día
Que estaba enfermo,
y tan malo
En la cama de
repente
De su accidente
ordinario,
Que hacer
testamento le era
Forzoso, para
dejarlos
El gobierno de
Castilla
En los hombros. No
faltaron
En el palacio de
Burgos
Apenas uno de
cuantos
En cas del Duque la
gula
Tuvo juntos,
esperando
Que orden para
entrar les diesen;
Cuando de un arnés
armado,
Luciente espejo del
sol,
Con un estoque en
la mano,
Entró por la cuadra
Enrique,
Dando asombros como
rayos.
Temblando y
suspensos todos,
Con las rodillas
besaron
La tierra, y
sentóse el Rey
En su silla de
respaldo,
[p. 419] Y al condestable Rui López,
Vuelto con
semblante airado,
Le preguntó:
«¿Cuántos reyes
Hay en Castilla?»
Él, mirando
Con temeroso
respeto
Dos basiliscos
humanos
En el Rey por ojos,
dijo:
«Señor, yo soy
entre tantos
El más viejo, y en
Castilla
Con vos, señor
soberano,
Desde Enrique,
vuestro abuelo,
Con vuestro padre
gallardo,
Tres reyes he
conocido.»
«Pues yo tengo
menos años,
Replicó Enrique, y
conozco
Aquí más de
veinticuatro.»
Entonces, cuatro
verdugos
Con cuatro espadas
entraron,
Y el Rey dijo:
«Hacedme rey
En Castilla,
derribando
Estas rebeldes
cabezas
De estos monstruos
castellanos,
Que atrevidos ponen
montes
Sobre montes,
escalando
El cielo de mi
grandeza,
El sol, de quien
soy retrato,
Y sobre todos
fulminen
Rayos de acero esos
brazos.»
Lágrimas y
rendimientos
Airado a Enrique
aplacaron;
Que a los reyes,
como a Dios,
También les obliga
el llanto.
Con esto
restituyeron
Cuanto en Castilla,
en agravio
Del Rey, los
grandes tenían;
Y dos meses
encerrados
En el castillo los
tuvo,
Y desde entonces
vasallo
No le ha perdido el
respeto,
Sino sois vos, que
tirano
De Extremadura,
pensáis,
Lope Menéndez, que
estando
[p. 420] En cama Enrique, no tiene
Valor para
castigaros;
Respondiendo a
cartas suyas
Con tan grande
desacato,
Que le obligáis que
en persona
El castigo venga a
daros
Que merecéis,
porque sirva
De temor a los
contrarios,
De ejemplo a todos
los reyes,
De escarmiento a
los vasallos.
Con cuatro, por lo menos, las obras dramáticas posteriores a ésta de Lope, que reproducen las tradiciones relativas a Don Enrique el Doliente. Dos de estas piezas perterecen al teatro antiguo y otras dos a la época romántica. En la Parte nona de comedias escogidas de los mejores ingenios de España (1657) , ocupa el ultimo lugar una comedia de seis ingenios, harto infeliz, por cierto, como podía esperarse de tan exagerada división del trabajo. En el libro impreso no constan los nombres de estos ingenios: dice Barrera, no sé con qué datos, que fueron Zabaleta, Rosete, D. Sebastián de Villaviciosa, Martínez de Meneses, Cáncer y Moreto. En el final pide perdón un autor solo, que puede ser el del último retazo, y que se declara Toledano, lo cual no conviene a ninguno de los seis, pero puede, en sentido lato, aplicarse a Moreto, que si no nació en Toledo, pasó allí gran parte de su vida, y allí murió:
Y vuesastedes
perdonen
Rudezas de
un Toledano,
Tosca planta de
aquel monte.
Comedia distinta de ésta, y un poco menos mala, es El Rey Don Enrique el tercero, llamado el Enfermo, que se encuentra en ediciones sueltas, ya con el nombre de un ingenio, ya con el de D. José de Cañizares, a quien tengo por su verdadero autor. En la primera jornada se presenta, no en relato, sino en acción, el episodio de la cena de Burgos. Los actos segundo y tercero desarrollan, aunque con torpeza, una intriga análoga a la de El mejor alcalde el Rey. En 1847 aparecieron simultáneamente El gabán [p. 421] del Rey, drama histórico en cuatro actos, de D. Gregorio Romero Larrañaga, y Don Enrique el Doliente, cuadro dramático en un acto, de D. Ceferino Suárez Bravo.
Ninguna de estas producciones tiene relación directa con Los novios de Hornachuelos, y todas quedan a buena distancia de ésta, que bien puede contarse entre las obras más selectas de Lope. Sus mayores bellezas se hallan en los diálogos entre el Rey y el Infanzón, pero toda la comedia está admirablemente escrita; debiendo mencionarse como cuadrito de género, franca y magistralmente ejecutado, el romance de la segunda jornada, en que se describe la ridícula boda de Marina y Berrueco, con su grotesco acompañamiento.
[p. 403]. [1] . La Philosophia vulgar de Joan de Mal-Lara, vezino de Sevilla... Primera parte, que contiene mil refranes glosados. En la calle de la Sierpe. En casa de Hernando Díaz. Año 1568. Folio 103, vuelto.
[p. 404]. [1] . Capítulo II de las Generaciones y semblanzas, de Fernán Pérez de Guzmán.
[p. 410]. [1] . Suprimo un trozo bellísimo que ya he citado al hablar de El Infanzón de Illescas.
[p. 412]. [1] . Publicado por D. Eugenio de Llaguno y Amirola en la colección de Crónicas del editor Sancha, 1781.
[p. 415]. [1] . Es el VII, tít. I del lib. III del Valerio (pág. 83, edición de 1793): «Y como fuesse muy cathólico y noble en condiciones, cobdiciando facer, y faciendo justicia a todos, assí a grandes como a pequeños; de manera que era muy amado de los Perlados y Estado Ecclesiástico, y de los ricos hombres y caballeros, fijos dalgo, y de todos los plebeos. E non solamente era de los suyos amado, más aún de los estraños que oían su gloriossa fama. Ca sin echar pedido, ni monedas, ni otros pechos foreros en sus Reynos, eran pagados los Caballeros fijos dalgo, y los otros que tenían dél tierra, allende de los grandes gastos que facía, y reparo de Castilla y fortalezas, en especial los de la frontera. Ca él fizo el alcázar de Murcia, y la cassa y cerca de Miraflores sin otros edificios. E allende desto era muy magnífico en rescebir los Embajadores que a él venían, y otros grandes Señores de otros Reynos, a los quales daba muy grandes dádivas. E allende desto allegó muy grandes thesoros, con voluntad, si Dios le diesse salud y vida, de facer guerra a Moros y conquistar el reino de Granada... Muy grande fué la pérdida suya en morir de tan poca edad.»