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Obras completas de Menéndez... > ESTUDIOS SOBRE EL TEATRO DE... > IV : IX. CRÓNICAS Y... > XLIV.—EL REY DON PEDRO EN MADRID O EL INFANZÓN DE ILLESCAS

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Texto

Impresa con el segundo título de la Parte XXVII (extravagante) de las comedias de Lope de Vega (Barcelona, 1633), que es [p. 326] precisamente la misma en que aparece El médico de su honra. Es uno de los libros más raros de nuestra literatura dramática, y por mi parte no conozco más ejemplar que uno incompleto que posee nuestra Biblioteca Nacional.

Juzgo que es ya hora de reintegrar a Lope de Vega en la posesión de este grandioso drama histórico-fantástico, de la cual quieta y pacíficamente había gozado hasta 1848, en que por mera cavilosidad critica, y no por hallazgo de ningún documento, se puso en tela de juicio lo que para mí es verdad inconcusa. La gran difusión de la Biblioteca de Autores Españoles, donde se incluyó la comedia del Infanzón entre las escogidas de Fr. Gabriel Téllez; el prestigio de un erudito concienzudo, que era al mismo tiempo autor dramático eminente, y, por último, la pereza que sienten la mayor parte de los lectores para entrar por sí mismos en estas cuestiones de autenticidad y orígenes, en que se fían por lo común de la palabra que tienen por más autorizada, han producido una especie de hábito irreflexivo de citar esta comedia con el nombre de Tirso de Molina.

A mi entender, la atribución de este drama al fraile de la Merced, aunque aceptada con rara docilidad por la crítica, no descansa más que en un capricho del sabio y benemérito D. Juan Eugenio Hartzenbusch, que con su autoridad arrastró a otros muchos sin estar él mismo muy convencido de lo que afirmaba. Es más: Hartzenbusch rectificó, andando el tiempo, esta opinión suya, que tampoco había presentado nunca en el tono afirmativo con que otros la han repetido. En las notas que puso al catálogo de las comedias de Lope de Vega formado por Chorley, Hartzenbusch vuelve sobre sus pasos, y llega, aunque tímidamente, a la única conclusión que yo creo aceptable: El Infanzón de Illescas es una comedia de Lope, refundida por Andrés de Claramonte. [1]

[p. 327] Cuatro nombres andan en este litigio: Lope, Tirso, Calderón y Claramonte. El primero que hay que descartar es el de Calderón, con cuyo nombre se publicó en una Quinta Parte apócrifa de sus comedias, que suena impresa en Barcelona (1677, por Antonio La Caballería), torpe falsificación que aquel gran poeta rechazó indignado, en el prólogo del primer tomo de sus Autos, con estas palabras: «Pues no contenta la codicia con haber impreso tantos hurtados escritos míos, como andan sin mi permiso... y tantos como sin ser míos, andan impresos con mi nombre, ha salido ahora un libro intitulado Quinta Parte de Comedias de Calderón, con tantas falsedades como haberse impreso en Madrid y tener puesta su impresión en Barcelona; no tener licencia ni remisión ni del Vicario ni del Consejo, ni aprobación de persona conocida; y finalmente, de diez comedias que contiene, no ser las cuatro mías, ni aun ninguna pudiera decir, según están no cabales, adulteradas y defectuosas, bien como trasladadas a hurto para vendidas y compradas de quien ni pudo comprarlas ni venderlas.»

Que El Rey Don Pedro en Madrid no era una de las diez comedias que Calderón reconoció por suyas, aunque alteradas, en esta [p. 328] Parte Quinta, lo prueba el hecho de no haberla incluído en la lista definitiva de sus obras que envió al duque de Veragua, y el de ponerla resueltamente Vera Tassis en el número de las piezas supuestas que corrían a nombre de aquel ingenio. Por otra parte, así como no siempre es fácil determinar si una obra pertenece a Lope o a Tirso, poetas de un mismo tiempo y de un mismo gusto, y más afines de lo que el vulgo cree, es de todo punto imposible confundir una comedia de Calderón con una de sus predecesores. Calderon, artista grande, pero esencialmente barroco, tiene una manera que trasciende, no sólo al estilo, sino a la total composición y al artificio dramático. Esta manera, después de él, fué imitada por todo el mundo, pero antes de él no existía. El Infanzón de Illescas pertenece a la época libre del Teatro español, no al convencionalismo reflexivo de su vejez.

En Andrés de Claramonte no hay que pensar como autor original. Era un dramaturgo vulgar y adocenado, que, siendo comediante de oficio y viéndose obligado a abastecer la escena con novedades propias o ajenas, se dedicó a la piratería literaria con el candor con que ésta se practicaba en aquel tiempo, y del cual daban ejemplo grandes poetas. ¿Qué fué Moreto, en la mayor parte de sus obras, sino un Claramonte muy en grande? ¿Cuando hizo Claramonte mayor plagio que el de Calderón en Los cabellos de Absalón copiando ad pedem litterae un acto entero de La venganza de Tamar del maestro Tirso? Todavía Claramonte podía alegar disculpas que no alcanzan a esos grandes poetas: su pobreza, su oficio, entonces tan abatido, su ninguna preocupación literaria. Ni se le pueden negar ciertas cualidades, inferiores sin duda, pero muy recomendables: conocimiento de la escena y cierto brío y desgarro popular, que principalmente lucen en su comedia soldadesca de El valiente negro en Flandes. Lo intolerable de Claramonte, y lo que prueba la penuria de su educación literaria, es el estilo. Por raro caso en su tiempo, Claramonte escribe mal, no ya por culteranismo o conceptismo, como muchos otros, sino por incorrección gramatical grosera, que hace enmarañados y oscuros sus conceptos. Este desaseo y torpeza de expresión [p. 329] es, por decirlo así, la marca de fábrica de su Teatro, y sirve de indicio casi infalible para deslindar lo que realmente le pertenece en las obras que llevan su nombre. Así sucede en El Rey Don Pedro en Madrid, título que tiene El Infanzón en un manuscrito de la Bibliotecá de Osuna (hoy de la Nacional), donde está con nombre de Claramonte. Luego hablaré detenidamente de este manuscrito, y procuraré fijar en qué consistieron las interpolaciones de Claramonte (Clarindo), que en lo esencial respetó el texto primitivo.

Pero este texto primitivo ¿de quién era, de Lope o de Tirso? Con nombre de Lope está en la más antigua edición conocida hasta hoy, en una Parte 27 de Barcelona, 1633, de las llamadas extravagantes; con nombre de Lope también en una edición suelta. Se dirá que el testimonio de las partes apócrifas y de las ediciones sueltas ha de recibirse siempre con cautela; pero guardémonos de exagerar la fuerza de este argumento, porque, en resumidas cuentas, ¿en qué se funda la atribución de El burlador de Sevilla a Tirso (de cuyo estilo bien puede decirse que apenas tiene un solo rasgo), sino en el testimonio de esas partes apócrifas y extravagantes de Barcelona y de Valencia? Si El burlador hubiera llegado a nosotros anónimo, todo el mundo, sin vacilar, hubiera dicho que era una comedia de Lope, de las escritas más de prisa; y no faltan críticos extranjeros, eruditísimos por cierto, que así lo estimen.

Por poco que valga la palabra del editor de 1633, ¿valdrá menos, por ventura, que la fe de un manuscrito moderno, único en que se atribuye esta obra a Tirso, según declara Hartzenbusch? Manuscrito moderno, tratándose de Tirso, no puede ser más que una copia del siglo pasado, a lo sumo, y quizá del presente. Yo creo en la existencia de ese manuscrito sobre la honradísima palabra del venerable D. Juan Eugenio Hatzenbusch; pero al ver que el texto de El Infanzón de Illescas que él publicó, en nada sustancial difiere del refundido por Claramonte, me doy a pensar que ese manuscrito moderno no era ni más ni menos que una copia del manuscrito de Osuna, sacada para cualquier curioso, que de propio arbitrio adjudicó la comedia a Tirso de Molina.

[p. 330] Si atendemos a las pruebas extrínsecas, debe prevalecer, por consiguiente, la inmemorial posesión de Lope. Y llegando a razones de otro orden, debo decir que todos los elementos de El Infanzón de Illescas, ya en lo que toca a la idealización del carácter de Don Pedro, ya en los principales incidentes de la fábula, ya en la parte sobrenatural que da tan misterioso carácter a esta obra, se hallan esparcidos en diversos dramas de nuestro poeta, según paso a demostrar mediante una comparación brevísima.

Quien lee sucesivamente El Infanzón de Illescas y Los novios de hornachuelos, comedia indisputada de Lope, cree a ratos leer un mismo drama, con títulos y personajes diversos. La semejanza llega a ser identidad en algunas escenas, y lo sería más de continuo si las escorias del estilo de Claramonte no hubiesen enturbiado el limpio raudal de la poesía de Lope en la primera de estas obras. Lope Meléndez, el lobo de Extremadura, es un trasunto de Tello García de Fuenmayor, Infanzón de Illescas, así como Don Enrique el Doliente lo es del Rey Don Pedro, aunque más humanizado y menos vindicativo, como lo exigía el distinto carácter histórico de ambos monarcas.

«¿No temes al Rey?», pregunta a D. Lope su confidente Mendo, y él responde:


                           Aquí
       No alcanza el poder del Rey:
       Sírveme el gusto de ley;
       No hay otro rey para mí.
       Lope Meléndez no más,
       Es rey en Extremadura...
       . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
       Mi bisabuela decía
       De ordinario, y con verdad,
       Que esta que llaman lealtad
       Nació de la cobardía;
       Que en el principio del mundo,
       El que tuvo más valor,
       De esotros se hizo señor...

[p. 331] Se presenta un rey de armas, de parte del Rey, a Lope Meléndez. La escena es admirable, y tiene desarrollos que no hay en El Infanzón de Illescas, y sobre los cuales insistiré al tratar espe cialmente de Los novios de Hornachuelos. Ahora me limitaré a lo que es más semejante en ambas piezas:


       Respondedle al rey, que Lope
       Meléndez su carta oyó,
       Y que se espanta que ignore
       Su bizarra condición...
       . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
       Sin acordarse que soy
       Ricohombre en la Extremadura,
       De caldera y de pendón;
       Que mi padre, que Dios haya,
       Más vasallos me dejó
       En ella, que tiene almenas
       Burgos, Toledo y León;
       Y que desde este castillo,
       Que mira, en naciendo, el sol,
       No veo cosa de quien sea
       Otro dueño, sino yo;
       Golfos de ganados míos
       Inundan los campos hoy;
       Cuanto se ve nieve, es grana;
       Oro, cuanto flor se vió.
       Mis toros, con el de Europa
       Tienen sola emulación;
       Mis caballos, con los que
       Rige el planeta mayor;
       Que naciendo en mis dehesas,
       Tan partos del viento son,
       Que en su esfera pasan plaza
       Con el neblí más veloz...
       Las diez leguas de la puente
       De Guadiana, al vellón,
       Que sus esmeraldas pace,
       Senda estrecha pareció,
       Si el Rey menester hubiera
       Dineros, pídamelos,
        [p. 332] Porque de marcos de plata
       Tengo lleno un torreón;
       Si soldados, mis vasallos
       Tienen tan grande valor,
       Que faltan mundos que rindan
       Los aceros que les doy;
       Que, para armar cuatro mil
       Hidalgos en Badajoz,
       Tengo una hermosa armería
       De arneses tranzados hoy.
       Yo estoy en Extremadura
       Con gusto, gracias a Dios:
       Estése Enrique en Madrid,
       Que es hermosa población...
       Y no dejen de llevarle
       De comer a este infanzón
       A su posada, Jimeno;
       No diga el Rey que llegó
       Criado suyo a mi casa
       Sin sacar ningún honor...

              REY DE ARMAS
       Yo no vengo a descansar
       Ni a comer, sino a ser hoy
       De las órdenes del Rey
       Tan legal ejecutor,
       Que he de volverme a la corte
       Desde aquí.

              LOPE
           Vaya con vos
       El cielo.

              REY DE ARMAS
           El Rey tomará
        La justa satisfacción
       Que piden desobediencias
       Tan grandes.

              LOPE
           Tomara yo
       Que fuera de espada a espada,
        [p. 333] Porque viéramos los dos
       Quién ser por valor merece
       Vasallo o rey.

              REY DE ARMAS
                    Yo me voy,
       Por no ocasionarle más
       A tu libre condición
       Desacatos contra el Rey.

              LOPE
       Cuerdo andáis, atento sois,
       Antes que por el atajo,
       Desde aquese corredor,
       Os ponga yo en el camino
       De Madrid...

Los mismos bríos, la misma soberbia de su riqueza y alcurnia, la misma ponderación de sus labranzas y rebaños, idéntica arrogancia y vanagloria muestra el D. Tello de El Rey Don Pedro en Madrid; de igual modo desafía la potestad regia:


          Yo, don Fernando, soy Tello García
       De Fuenmayor, yo el Infanzón de Illescas:
       Cuanta campiña veis, se nombra mía,
       Que mías son sus cazas y sus pescas...
           Esta sierra, que en cumbres se dilata,
       Con Guadarrama a competir se atreve,
       Bordando en copos de viviente plata,
       Rica y feliz, sus túnicas de nieve.
       Torrente es si a los llanos se desata,
       En que abismos de lana el campo bebe,
       Dando al viento penachos cristalinos:
       Tantos son mis lucientes vellocinos.
           El Tajo y el Jarama, en vacas bellas
       Ejércitos me dan, del sol decoro...
           Cuando la vista en la aprensión se pierde,
       Océano es de mieses que en guirnalda
       Espera que la aurora al sol recuerde
       Cuando entre sombras le volvió la espalda.
       Cuanto de aquí se ve, diluvio es verde;
       Cuanto de aquí se admira, es esmeralda...
           [p. 334] Cuanto toca a la sangre, mi nobleza
       Se deriva a los Reyes de Castilla;
       Mía es su Majestad, mía es su Alteza,
       Que en mí Pelayo restauró su silla;
       Que antes que él coronara su cabeza,
       Ni embotara en alarbes su cuchilla,
       Atropellando fieros escuadrones,
       Ya era mi casa alcuña de infanzones...
           Fuera desto, por mí y por esta espada,
       Soy la primera casa desta tierra;
       No hay a mi gusto empresa reservada
        En cuanto ve lugar ni casa encierra.
       Mi voz es como el cielo venerada;
       Dueño soy de la paz y de la guerra...
           Mi renta es dos mil doblas alfonsíes,
       Que me pagan el miedo y el decoro;
       No en blancas castellanas ni en ceutíes,
       Que da el comercio al portugués tesoro;
       Oro es en meticales y en cequíes,
       Moneda que en España dejó el Moro...

Puede suceder que la forma poética de este trozo esté refundida, y a ello nos inclinamos. Hay, especialmente en los versos que suprimimos, muchos rasgos gongóricos, que no parecen de Lope, aunque más de una vez incurrió en ellos, sobre todo cuando escribía en octavas de versos endecasílabos y se proponía remontar el tono. Pero lo indudable es que una de estas relaciones está calcada sobre la otra. Y este calco prosigue en toda la composición, y especialmente en el lance capital del abatimiento del ricohombre forzador, tirano e insolente. Presentes están en la memoria de todos aquella asombrosa escena en que el buen Acevedo (en la primitiva comedia que ahora consideramos) o el buen Aguilera, en la conocidísima refundición de Moreto, sufre, refrenando a duras penas su ira, los descomedimientos del Infanzón; y aquella otra en que combate con él cuerpo a cuerpo y le rinde y postra a sus pies, como rey y como caballero. En Los novios de Hornachuelos estas escenas se reducen a una, lo cual les hace perder mucha parte de su fuerza; pero el final es exactamente el mismo:

        [p. 335] Lope Meléndez, yo soy
       Enrique; solos estamos;
       Sacad la espada; que quiero
       Saber de mí a vos, estando
       En vuestra casa, y los dos
       En este cuarto encerrados,
       Quién en Castilla merece,
       Por el valor heredado,
       Ser rey o vasallo lobo
       De Extremadura. Mostraos
       Soberbio agora conmigo
       Y valeroso, pues tanto
       Desgarráis en mis ausencias.
       Venid, que tengo muy sano
       El corazón, aunque enfermo
       El cuerpo, y que está brotando
       Sangre española de aquellos
       Descendientes de Pelayo.

              LOPE
           (De rodillas)
       Señor, no más; vuestra vista,
       Sin conoceros, da espanto.
       Loco he estado, ciego anduve;
       ¡Perdón, señor! Si obligaros
       Con llanto y con rendimientos
       Puedo, como a Dios; cruzados
       Tenéis mis brazos, mi acero
       A vuestros pies y mis labios.

              REY
       Lope Meléndez, ansí
       Se humillan cuellos bizarros
       De vasallos tan soberbios.

Si a esto se agrega que las tropelías amorosas de Lope Meléndez son las mismas que se atribuyen a D. Tello, habrá que convenir en que Los novios de Hornachuelos (prescindiendo de la parte cómica, fundada en el dicho popular que da título a la pieza) [p. 336] es una segunda prueba de El Infanzón de Illescas. Ni Lope ni Tirso calcaban tan servilmente invenciones ajenas, pero solían sin escrúpulo plagiarse a sí propios y apurar una misma combinación dramática en diversas fábulas. Los dos dramas tienen que ser de un mismo poeta; y como la paternidad de Los novios de Hornachuelos nadie se la disputa a Lope, suyo tiene que ser también El Infanzón de Illescas, a lo menos en una parte principalísima. Cierto que la primera de estas comedias, aunque mejor escrita en general (porque ha llegado a nosotros en texto más puro), es por todo extremo inferior a la segunda en grandeza trágica, en prestigio fantástico, en amplitud de acción y, sobre todo, en lo potente de la visión histórica y en la extraña y sombría profundidad del carácter de Don Pedro.

Pero téngase presente que la inspiración no a todas horas es igual, y menos puede serlo en artistas tan geniales, imprevisores y despilfarrados, como Lope, capaces de elevarse a lo sublime y descender a lo trivial, no ya en obras distintas, sino dentro de una misma obra y de una misma escena. Maravillas como El Rey Don Pedro en Madrid no se producen sino en aquellos felices y rápidos momentos en que con el demonio interior del poeta colabora el demonio exterior de la tradición, que ha ido elaborando lentamente una figura. Tal aconteció con la del Rey, llamado por unos Cruel y por otros Justiciero. Una y otra noción eran falsas por lo incompletas: herencia de odios de bandería, de pasiones vulgares y mezquinas. La alta serenidad artística del prodigioso ingenio se levantó sobre ellas y reflejó idealizada la imagen de un Don Pedro siniestro y terrible, pero grande, cruelmente justiciero, personaje fatídico, como los de la tragedia antigua, circundado de sombras y presagios del otro mundo, pero no rendido jamás ni por el peso de su conciencia ni por la visión de la inminente catástrofe, que el poeta, con arte supremo, ha conseguido que no se apartase un punto de la imaginación de los espectadores, aunque no entre en el drama. Esta grande y teatral figura nació de una extraña pero fecunda confusión entre la Crónica de Ayala y la tradición popular. Admirablemente lo ha notado un joven [p. 337] y penetrante crítico, cuyo trabajo llega a mis manos en el momento de escribir estos renglones. [1]

En ninguna de las comedias de Tirso que hoy conocemos aparece Don Pedro ni como protagonista ni como figura secundaria. Carecemos, por consiguiente, de todo recurso para conjeturar cómo la hubiera tratado. No sucede lo mismo respecto de Lope, que en siete diferentes piezas sacó a las tablas a aquel Monarca. Y aunque tres o cuatro de ellas sean comedias de intriga y amor, donde nada o casi nada ha podido quedar de la realidad histórica, todavía en La niña de plata se vislumbra la superstición astrológica compañera del destino de Don Pedro; en El médico de su honra se acentúan más los agüeros con la daga de Don Entique, y en esta misma comedia encontramos ya el Don Pedro rondador, vigilante y justiciero. De las más propiamente históricas, ninguna tan adecuada para nuestro fin como la de Audiencias del Rey Don Pedro, en que este concepto popular aparece enteramente desarrollado, y en que los juicios del mercader y del albañil, del zapatero y del prebendado, denuncian haber salido (aunque esta vez con más energía) de la misma pluma que trazó la escena de los pretendientes en El Infanzón de Illescas. Cierto que ninguna de las obras de Lope presenta reunidos y concertados todos los materiales que entraron en esta construcción definitiva, pero puede asegurarse que no hay uno solo de ellos que no se derive de alguna obra suya. Aun la aparición de la sombra del clérigo de Santo Domingo, sobre la cual luego insistiremos, está, no presentada en escena, pero sí aludida en Los Ramírez de Arellano (acto tercero).

Ni tampoco puede alegarse en favor de Tirso, para adjudicarle esta creación soberbia, que él fuera, entre nuestros dramáticos, el único que sintió y penetró la poesía histórica de la Edad Media. [p. 338] Yo no tengo inconveniente en admitir que La prudencia en la mujer sea el primer dramá histórico de nuestro Teatro; pero en todo lo demás del repertorio auténtico de Tirso, no vuelve a encontrarse jamás la magnífica poesía del siglo XIV que se respira en esta crónica dramática. En Lope, por el contrario, la inspiración histórica fué continua e inagotable, y si por ventura no se mostró con tanta pujanza en una obra aislada, bastó para dar vida a un centenar de ellas, que constituyen el más grandioso monumento épico-dramático levantado a nuestra tradición heroica. ¿Cómo he de admitir yo que no venciese a todos, en este sentido revelador del alma de la Edad Media, el autor de El casamiento en la muerte, de El bastardo Mudarra, de Las famosas asturianas, de Los Tellos de Meneses, de Peribáñez y el comendador de Ocaña, de El mejor alcalde el Rey, de Las almenas de Toro y de Fuente Ovejuna? Lo que Lope había hecho doscientas veces en su vida, porque era en él cosa nativa y brotaba de manantial perenne, lo hizo Tirso una vez sola; y una vez sola también Guillén de Castro en Las mocedades del Cid, y una vez sola Calderón en La Virgen del Sagrario.

Nunca he podido entender estas palabras de Hartzenbusch, que después han sido repetidas y glosadas por otros autores: «El carácter del rey D. Pedro ofrece muchos puntos de semejanza con el de D. Juan Tenorio en El burlador de Sevilla.» No se me alcanza que pueda haber entre ambos personajes más punto de semejanza que la energía de la voluntad, aunque aplicada a muy contrarios fines. En el corazón de Don Pedro arde la noble llama de la justicia; en el de Don Juan sólo imperan los más torpes apetitos. El Don Pedro de El Infanzón de Illescas (creación mucho más compleja y más rica de vida poética que la de Don Juan) es un tirano benéfico, un personaje tremebundo, pero simpático; y el poeta ha querido y ha conseguido que lo fuese siempre, a pesar de todos sus desmanes, violencias y sacrilegios. Don Juan, (tal como le concibió Tirso, o quienquiera que fuese el primer poeta español que le llevó a la escena) es un libertino desalmado, sin más cualidad loable que el valor personal, y así ha querido el [p. 339] autor que apareciese para justificar el tremendo desenlace. Si algún Don Juan hay en El Infanzón, es precisamente el mismo Tello García, en cabeza del cual escarmienta el Rey Don Pedro a los Tenorios de su tiempo.

Si no hay analogía en el carácter, pueda haberla en ciertas situaciones, puesto que uno y otro personaje se encuentran en conflicto con el mundo sobrenatural. Y prosigue diciendo Hartzenbusch: «La sombra del clérigo, figura admirablemente dibujada, tiene grande analogía con el personaje del comendador Ulloa.» No negaré que alguna tenga, pero no mayor que con otras apariciones de muertos que en el Teatro de Lope pueden encontrarse.

Antes de comprobar esto, conviene dar cuenta de los orígenes de esta parte fantástica, que es una de las cosas más admirables de El Infanzón de Illescas. Dice así el canciller Pero López de Ayala, en el año XI, cap. IX de su Crónica del Rey Don Pedro:

«Estando el Rey en aquel logar de Azofra, cerca de Nájara, llegó a él un clérigo de misa, que era natural de Santo Domingo de la Calzada, e díxole que quería fablar con él aparte; e el Rey díxole que le placía de le oír. E el clérigo le dixo así: «Señor, Sancto Domingo de la Calzada me vino en sueños, e me dixo que viniese a vos e que vos dixesse que fuéssedes cierto que, si non vos guardásedes, que el Conde D. Enrique, vuestro hermano, vos avía de matar por sus manos.» E el Rey, desque esto oyó, fué muy espantado, e dixo al clérigo que si avía alguno que le consejera decir esta razón; e el clérigo dixo que non, salvo Sancto Domingo, que ge lo mandara decir. E el Rey mandó llamar a los que y estaban, e mandó al clérigo que dixesse esta razón delante dellos, segúnd que ge lo avía dicho a él aparte; e el clérigo dixo lo segúnd que primero lo avía dicho. E el Rey pensó que lo decía por inducimiento de algunos e mandó luego quemar al clérigo allí do estaba delante sus tiendas.»

Tan espantosa atrocidad no podía menos de arredrar a nuestros poetas, que en el fondo simpatizaban con Don Pedro y no [p. 340] querían dejar empañada su memoria con la imputación de actos tan inicuos y bestiales. Así es que Lope, en Los Ramírez de Arellano (acto tercero), toma el asunto como de soslayo, haciendo que Don Pedro, en vez de mandar quemar al clérigo, se limite a decir con relativa mansedumbre:


       Quitádmele de delante.
       No le vean más mis ojos...

Y ayuda a tranquilizar su ánimo el Príncipe de Gales con estos discretos reparos:


       Nunca han podido espantarme
       Falso agüero o sueño vano...
       Pero ese clérigo habló
       Por solas sus fantasías...

En El Infanzón de Illescas, la predicción del clérigo no es un mero episodio, una anécdota sin consecuencia, sino que tiene sus raíces en lo más hondo de la obra misma. No sólo está tomada de frente, sino transportada del mundo histórico al sobrenatural con pasmosa audacia. Tres veces, y en tres situaciones culminantes del drama, ve el Rey Don Pedro la sombra del clérigo difunto. Es su obligado cortejo, como las Furias son el de Orestes. Creo, lo mismo que Hartzenbusch, que alguna de estas escenas raya en lo admirable, en lo sublime del drama. Sólo el espectro del padre de Hamlet puede producir mayor efecto.

Estas apariciones están, además, reflexivamente graduadas para aumentar el prestigio y el misterio. En la primera, la Sombra no declara de quién es, monta sobre el caballo muerto y emplaza al Rey para Madrid, donde le espera.


              LA SOMBRA
       ¿Eres tú el Rey?

              REY
       Yo soy. Y tú, ¿quién eres?

              [p. 341] LA SOMBRA
       Un hombre; no te alteres.

              REY
       ¡Yo alterarme de un hombre,
       Cuando no hay imposible que me asombre!

              LA SOMBRA
       Pues sígueme.

              REY
       Camina.

              LA SOMBRA
       ¿A seguirme te atreves?

              REY
                                  Imagina
       Que soy don Pedro, y puedo
       Asegurarte que me tiembla el miedo.
           (Desaparece la sombra.)
       Mas ¿por dónde te has ido,
       Pálidas señas de hombre, horror fingido?
       Valor será buscallo...
        ¡Vive Dios, que se ha puesto en el caballo
       Que estaba muerto, y vuela!

              LA SOMBRA
              (Dentro)
       ¿No me sigues?

              REY
          Ya voy. ¡Llamas anhela!
       No vueles tan ligero,
       Que es temor pensaré.

              LA SOMBRA
                    En Madrid te espero.

[p. 342] La segunda aparición, admirablemente colocada en un final de acto, nos deja todavía bajo la impresión del enigma y sirve para agigantar con sublimes rasgos la indómita fiereza del Rey Don Pedro, capaz de batirse con las sombras y los espíritus infernales sin darse por vencido:


              REY
       Villanos, ¿de quién huís?
       No temáis; tomad la espada.
       Aguardad.

              LA SOMBRA
              Ya estoy aquí,
       Y la tomaré contigo.

              REY
       Pues tómala, que has de huir
       Como los demás.

              LA SOMBRA
              ¿Yo?

              REY
                    Tú,
       Aunque te acompañen mil
       Espíritus infernales.

              LA SOMBRA
       ¿Conócesme a mí?

              REY
             Y tú a mí,
       ¿Me conoces?

              LA SOMBRA
               Sí, por hombre
       Que ha de ser piedra en Madrid.

              [p. 343] REY
       ¿Piedra en Madrid?

              LA SOMBRA
       Sí. Y ¿quién soy yo?

              REY
       Eres una forma vil
       Del infierno.

              LA SOMBRA
       Y ¿no me tiemblas?

              REY
       Antes él me tiembla a mí.
       Toma la espada.

              LA SOMBRA
             Y tú toma
       Esa luz, para advertir
       Los golpes que has de tirarme,
       Por los que has de recibir.

              REY
       Ya la tengo: parte.

              LA SOMBRA
              Parte,
       Y escarmienta en mí tu fin.

              REY
       No hallo cuerpo que ofenderte,
        Aunque veo la forma en ti.

              LA SOMBRA
       Soy de viento al esperár,
       Y de bronce al combatir.

              [p. 344] REY
       Ya lo echo de ver.

              LA SOMBRA
                  Pues huye.

              REY
       ¿Yo huir cobarde, yo huir?
       Si fueras todo el imperio
       De aquel loco serafín,
       Aquí tengo de matarte,
       Aunque no puedas morir.

              LA SOMBRA
       Pues con todo ese valor,
       Has de ser piedra en Madrid.
                               (Apaga la luz.)

              REY
       La luz me has muerto: ¡ah, cobarde!
       Espíritu mujeril
       Eres sin duda. No temas,
       Que otra luz me queda aquí...
              (La Sombra vuelve a apagar la luz.)
        ¡También me la has muerto! Aguarda;
       Que a obscuras iré tras ti.
       ¡Hola criados, criados!
       ¡Don Fortún, don Juan! ¿No oís?
       ¡Criados!... Haré que tiemblen
       Aun los infiernos de mí.
              (Salen caballeros y pajes con luces.)

              DON ALFONSO
       Señor, ¿qué es esto?

              REY
                    No es nada.
       Alzá esa vela, y venid.

[p. 345] ¡Gran poeta fué el que imaginó esto, y negado ha de ser al prestigio de las cosas grandes y sencillas (que no es menester que se digan en inglés para que lo parezcan), el que, sin tener que apelar a la resobada comparación shakesperiana, de la cual ya convendría huir como de tantos otros lugares comunes de la crítica, no reconozca aquí una de las mas imponentes y formidables apoteosis de la energía humana que se han presentado en las tablas! La misma familiaridad con que Don Pedro y la Sombra se tratan, acrece la valentía de tales arrestos y locuras de la voluntad, en que nuestros mayores no tenían que aprender nada de nadie, puesto que ya mucho de esta filosofía activa, recalcitrante y pendenciera contra el destino y contra los dioses, se les alcanzaba a los estoicos españoles del Imperio, Séneca y Lucano.

Tengo por la más grandiosa esta segunda visita de la Sombra; y, realmente, no era fácil superarla. En la tercera, el espectro es algo verboso, habla demasiado claro, y abusa un poco de las tradiciones locales y monásticas; muy gratas, sin duda, al público madrileño, a quien Lope principalmente se dirigía; pero no bastante épicas para lo que la solemnidad del caso reclamaba, ni tampoco bastante históricas, puesto que no fué Don Pedro fundador del monasterio de Santo Domingo el Real de Madrid, ni su recuerdo estaba ligado a él por otro motivo que por conservarse allí un busto suyo de piedra, que hizo colocar, siendo abadesa, su nieta doña Constanza de Castilla. Como esta escena es muy conocida, y Moreto la copió casi a la letra, me limitaré a notar ciertos rasgos, ya por su singular fuerza poética, ya por lo que pueden importar para la demostración que voy haciendo:


              LA SOMBRA
       Oye.

              REY
       Acaba.

              LA SOMBRA
              Estáme atento.
       ¿Conócesme?

              [p. 346] REY
              Como estás
       Tan pálido, horrible y feo,
       No caigo en ti, si ya no eres
       Demonio que persiguiendo
       Me estás.
       . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . ..

              LA SOMBRA
              Yo, Nerón soberbio,
       Soy el clérigo a quien diste
       De puñaladas.

              REY
              ¿Yo?

              LA SOMBRA
                           A tiempo
       Que para decir estaba
        En la misa el Evangelio.

              REY
       ¿Eres clérigo de misa?

              LA SOMBRA
       Diácono fuí. El efecto
       De matarme resultó
       De impedirte un sacrilegio
       En San Clemente, en Sevilla.
       ¿Acuérdaste?

              REY
              Ya me acuerdo.
       . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

              LA SOMBRA
       Día de Santo Domingo
       Me mataste.

              [p. 347] REY
           ¿Qué es tu intento?

              LA SOMBRA
       Advertirte que Dios manda
       Que fundes un monasterio...
       ¿Prométeslo?

              REY
              Sí prometo.
       ¿Quieres otra cosa?

              LA SOMBRA
                            No:
       Queda en paz; labra el convento
       Que en él tienes de vivir
       En alabastros eternos.

              REY
       ¿Eso es ser piedra en Madrid?

              LA SOMBRA
       Ser piedra en Madrid es esto:
       Y advierte que ansí me sacas
       De las penas que padezco.
       Fuego soy.

              REY
              ¿Fuego?

              LA SOMBRA
                    La mano
       Me da.

              REY
              No ardes mucho.

              LA SOMBRA
                           Quiero
       Que lo examines mejor.

               [p. 348] REY
       ¡Que me abraso, que me quemo!

              LA SOMBRA
       Este es el fuego que paso.

              REY
       Terrible es, pues yo lo siento.
       ¡Suelta, suelta!

              LA SOMBRA
              En este ardor
       Teme, Rey el del infierno.

              REY
       Daréte mil puñaladas,
       Si te escondes en el centro...
       ¡Suelta, suelta! ¡Oh fuego horrible!
       Mucho más ardes que fuego.
       ¡Suelta! Mas ya se deshizo.
       ¡Qué prodigio, qué portento!

Indudablemente, los últimos versos de esta escena son el único indicio de alguna entidad que pudo tener Hartzenbusch para atribuir esta comedia a Tirso, contra el testimonio de impresos y manuscritos (pues nada significa para el caso la copia moderna de que nos habla). Es palpable, en efecto, la semejanza de este diálogo con algo de lo que dice la estatua del comendador Ulloa en El burlador de Sevilla:


       ¿Cumplirásme una palabra
       Como caballero?

              DON JUAN
              Honor
       Tengo, y las palabras cumplo,
       Porque caballero soy.

              [p. 349] DON GONZALO
       Dame esa mano; no temas.

              DON JUAN
       Eso dices? ¿Yo temor?
       Si fueras el mismo infierno
       La mano te diera yo.

              DON GONZALO
       Bajo esta palabra y mano,
       Mañana a las diez te estoy
       Para cenar aguardando.
       ¿Irás?

              DON JUAN
           Empresa mayor
       Entendí que me pedías.
       Mañana tu huésped soy.
       ¿Dónde he de ir?

              DON GONZALO
       A mi capilla.

              DON JUAN
       ¿Iré solo?

               DON GONZALO
       No, los dos;
       Y cúmpleme la palabra
       como la he cumplido yo...

              DON JUAN
       Aguarda, iréte alumbrando.

              DON GONZALO
       No alumbres, que en gracia estoy...

[p. 350] También los gritos desesperados de Don Juan en la catástrofe, recuerdan análogas, aunque menos terribles, exclamaciones de Don Pedro:

¡Que me abraso! No me aprietes.
Con la daga he de matarte.
Mas ¡ay, que me canso en vano
De tirar golpes al aire!...
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
¡Que me quemo, que me abraso!

Ya he dicho que no para todos los críticos es artículo de fe que El convidado de piedra pertenezca a Tirso de Molina. Baist [1] y A. Farinelli [2] resueltamente lo niegan. A mí tampoco me parece suyo el estilo, pero todos los textos que poseemos del célebre drama están tan horriblemente estragados y mutilados, que quizá esta prueba no sea muy convincente. En estas materias desconfío un poco de la novedad y mucho de la impresión personal, y prefiero atenerme al uti possidetis; es decir, a las atribuciones de los editores antiguos, cuando no sean manifiestamente absurdas o cuando algún dato más auténtico no las invalide. La crítica meramente estética está expuesta a grandes chascos, y tiene que rendirse muchas veces ante la brutalidad del documento. Por lo mismo que combato lealmente la tesis de Hartzenbusch acerca del Infanzón, no tengo ningún reparo en aceptar, a lo menos por ahora, que Tirso sea el creador del personaje de Don Juan y de la estatua del comendador Ulloa.

Pero en nada perjudica esto a mi argumentación, pues no hay cosa más fácil que entresacar del inmenso repertorio de Lope de Vega toda una galería de espectros y sombras ensangrentadas. Prescindamos de las comedias devotas, donde lo sobrenatural venía implícito en el argumento. Basta con recorrer unas cuantas comedias históricas y legendarias, para encontrar apariciones a [p. 351] cuál más valientes. No se habrá borrado todavía de la memoria de nuestros lectores la que, en La Imperial de Otón, sobrecoge al Rey de Bohemia el día antes de la batalla. Recuérdese también aquella noche de Las paces de los reyes, en que, cabalgando insensatamente Alfonso VI en demanda de la hermosa judía de Toledo, se ve circundado de pronto por terrible oscuridad y nubes de polvo, oye voces misteriosas, mezcladas con los bramidos del Tajo, cree en su alucinación que las hojas mismas de los árboles repiten con trémula voz su nombre,


       Como el último responso
       Que se dice a los difuntos;

y, finalmente, cuando va a penetrar en la torre de Galiana, se le aparece una sombra con rostro negro, túnica negra, espada y daga ceñida. Esta sombra es muda en sus dos apariciones, pero las palabras con que el Rey la desafía, y las que luego dirige a su confidente Garcerán, son del mismo género que las del Rey Don Pedro:


       ¿ Eres sombra o eres hombre?
       Habla y díme: «Yo te sigo»;

        Que hombre soy para escucharte,
        Ya seas muerto, ya seas vivo...

              GARCERÁN
       ¿Es el Rey mi señor?

              REY
                    Sí.
       ¿Eres Garcerán?

              GARCERÁN
              El mismo.
       ¿Qué tienes, que estás temblando?

              REY
       Notables cosas he visto.

              [p. 352] GARCERÁN
       ¿Cómo, señor ?

              REY
              Nubes, sombras,
       Truenos, tempestad, granizo,
       Música en los mismos aires.

              GARCERÁN
       ¡Qué temerarios prodigios!
       Mas ¡qué haces a la puerta?

              REY
        No puedo entrar, que porfío
       Y veo una sombra delante.

              GARCERÁN
       A Dios tienes ofendido.
       Volvamos a la ciudad.

              REY
        Calla, que todo es hechizo.


       
GARCERÁN
        ¿Hechizo?

               REY
        Yo sé de quién.

               GARCERÁN
       Mira que sin duda ha sido
       
Para apartarte de aquí,
       Del mismo cielo artificio. [1]

[p. 353] Escenas muy análogas tenemos en la catástrofe de El duque de Viseo. Cierra la noche medrosa y lúgubre; en la esquina de una callejuela de Lisboa arde una lámpara delante del Crucifijo; acércase a la luz el duque de Viseo y exclama:


          ¡Ay, noche! Nunca te vi
       Tan negra; mas para mí,
       ¿Cuándo tu luz no lo fué?
       ................................................
           Una cruz pienso que está
       En aquella esquina, y creo
       Que tiene lumbre. ¡Deseo,
       Vamos caminando allá!
           No me engañé: ¡ya se ven
       Los rayos trémulos della!
       ¡Lámpara, más clara y bella
       Que el sol, albricias os den
           Con alabanzas ahora

        [p. 354] Mis ya despiertos sentidos,
       Como suelen en sus nidos
       Los pájaros al aurora!
           Leer quiero, ¡oh luz!, con vos
       El papel...; divina Cruz,
       No se ofenda vuestra luz;
       Que esto es servicio de Dios...

(Suena dentro ruido de cadenas y una trompeta ronca, y espántase el Duque.)


                    ¡Qué confuso,
       Qué ronco y triste rumor!
       No acierto a leer. ¿Qué haré?
       Temblando estoy...

Una voz triste canta a lo lejos un romance alusivo a los infortunios de la familia del Duque, con presagios para él de inminente desdicha. Preparada así la situación, se le presenta el duque de Guimaraens, difunto, con manto blanco y la cruz de la Orden de Cristo. Esta vez el muerto habla, aunque muy concisamente:


              GUIMARAENS
       Duque...

              VISEO
       ¡Ay, cielos soberanos!

              GUIMARAENS
       Duque...

              VISEO
       ¿Qué es esto que veo?

              GUIMARAENS
       Duque...

              VISEO
       Todo estoy temblando.

              GUIMARAENS
       Guárdate del Rey.

              [p. 355] VISEO
       ¿Qué dices?

              GUIMARAENS
       Que te guardes.

El dugue de Viseo cae en el suelo despavorido, poniendo la mano en la espada, y su criado Brito le despierta y tranquiliza, aunque por breve espacio, diciéndole que tales visiones son quimeras antojadizas y sombras que hace el pensamiento. Complícase, además, el terror con prestigios astrológicos.

En Don Juan de Castro, extrañísima comedia (que luego fué refundida por tres ingenios con el título de El mejor amigo el muerto), un difunto cuyo cadáver había rescatado el caballero español protagonista de la pieza de poder de sus acreedores, que le tenían embargado según antigua y bárbara costumbre jurídica, se le aparece en diversos trances críticos, y muy especialmente en el acto segundo de la Primera parte, hallándose Don Juan dormido:


              TIBALDO
       Por secretos de Dios, que nadie entiende,
       Vengo desde el lugar donde resido,
       Que un fuego y un deseo el alma enciende
       Del inmortal descanso prometido,
       Para ayudar lo que don Juan pretende,
       Y ser al beneficio agradecido
       Que vivo recebí, pues ayudarme
       Me puso en la carrera de salvarme.
       ¿Duermes, don Juan de Castro?

              DON JUAN
       ¿Quién me llama?

              TIBALDO
       Don Juan, despierta.

              [p. 356] DON JUAN
       Estoy, estoy despierto.

              TIBALDO
       ¿Conósceme?

              DON JUAN
       No sé; tu ardor me inflama.

              TIBALDO
       ¿Ya desconoces a Tibaldo muerto?
       . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
       Conde, espera el favor que Dios te envía.

              DON JUAN
       No habrá temor que mi esperanza estrague.

              TIBALDO
        Si yo te pago así la deuda mía,
       También es justo que tu amor me pague...

Hartzenbusch, que omite todas estas escenas fantásticas, recuerda, en cambio, la de El Marqués de las Navas, procurando sacar algún partido de ella en abono de su opinión. «Compárese El Rey Don Pedro en Madrid— dice con El Marqués de las Navas, comedia de Lope, en que también hay un muerto que se aparece al que le mató, y se reparará al punto que las tintas de Lope son más apacibles, más débiles, de menos efecto.» Lo son, en verdad, pero la inferioridad no consiste en el poeta, sino en el argumento. Una anécdota contemporánea (que también relata Vicente Espinel en El escudero Marcos de Obregón), y cuyo protagonista vivía aún cuando se representó la comedia, no podía tener el prestigio tradicional y poético que siempre ha envuelto en Castilla la figura del Rey Don Pedro. El marqués de las Navas, personaje insignificante, mata por casualidad, en una pendencia nocturna, a un pobre diablo que no tenía bien arregladas las [p. 357] cuentas de su conciencia ni las de su bolsillo. La aparición de este difunto es extraña, original, cuanto se quiera, pero no es trágica ni solemne, porque no podía serlo. Pertenece, con todo, a la misma familia que los portentos anteriores: no hay que dudarlo. La nocturna escena pasa en el convento de San Martín de Madrid, donde se hallaba retraído el Marqués por aquella muerte. Sale Leonardo, con el rostro difunto:


          De aquel lugar que tengo
       Hasta que llegue de mi bien el día,
       En espíritu vengo
       Con voluntad de Dios, no con la mía...
       .............................................................
           Este es el templo santo
       De San Martín, adonde vive preso
       Quien me ha de hacer bien tanto,
       Porque la causa fuí de aquel exceso...
           Llamar al Marqués quiero,
       De quien remedio en mi tormento espero...
           ¡Cómo le oprime el sueño perezoso!
       .............................................................
       Despierta, generoso caballero.

              MARQUÉS
              (Despertando sobresaltado.)
       Con la espada en la mano,
       O sombras, o ladrones, os embisto.
       ¡Afuera, digo, afuera!
       Quienquiera que esté aquí, responda o muera.
       Pedazos le he de hacer a cuchilladas.

              LEONARDO
       Basta, señor Marqués, basta.

              MARQUÉS
       ¿Qué escucho?

              MENDOZA
       ¡Vive Dios, que han hablado!

               [p. 358] MARQUÉS
       ¿Quién eres?

              LEONARDO
       Muerto soy.

              MENDOZA
       Yo lo he quedado.

              MARQUÉS
       Si no son ilusiones del demonio,
       Valor tengo tan cierto,
       Que os volveré a matar después de muerto.

              LEONARDO
       La iglesia derribada
       Para la nueva fábrica que han hecho,
       . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
       Dejó un confesonario,
       No poco a lo que intento necesario.
       Allí podréis oírme:
       Tened ánimo.

              MARQUÉS
       Nunca me ha faltado.

              LEONARDO
       Pues bien; podéis seguirme.
       . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

              MARQUÉS
       ¿Sin luz?

              LEONARDO
       ¿Temor adquieres?

               MARQUÉS
       ¿Cómo temor? Camina a do quisieres.

              LEONARDO
       Pues dame aquesa mano.
       . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

[p. 359] Todo esto, y más que por brevedad omito (puesto que son dos las apariciones del alma en pena), se encuentra en una comedia autógrafa de Lope; y si recuerda mucho las escenas sobrenaturales de El Infanzón de Illescas, no recuerda menos las de El burlador de Sevilla. Pero donde la semejanza llega a ser identidad hasta en las palabras, es en Dineros son calidad, pieza que ha corrido suelta con nombre de D. Jerónimo de Cáncer (poeta mediocre y de ingenio puramente festivo, incapaz de imaginar ni de escribir las grandes cosas que en este drama hay), pero que la crítica unánimemente atribuye a Lope, con cuyo nombre está en las tres más antiguas y autorizadas ediciones; si bien sufrió, como otras varias suyas, la desgracia de ser refundida por Claramonte, que no dejó de poner en la obra su contraseña, introduciéndose en ella con su nombre poético de Clarindo y llenándola de necedades, según costumbre. No entraré a dilucidar, porque ahora no es del caso, el punto importantísimo de las relaciones que este drama tiene con el de Don Juan, no ciertamente en el carácter del protagonista, pero sí en la parte fantástica. Nada diré, por consiguiente, del reto que el arruinado Octavio dirige a la estatua del Rey Federico. Lo único que me importa ahora es la aparición del muerto, y aun de ésta no tanto lo que se parece al Burlador como lo que se parece al Infanzón. Suena primero en las galerías del abandonado castillo un !ay! prolongado y lastimero, y exclama Octavio:


       ¿Quién suspira? ¿Quién se queja?
       ....................................................

              LA VOZ
       ¡Ay!

              OCTAVIO
       ¡Válgame Dios! ¡Qué fiera
       Y espantosa voz!

              LA VOZ
              ¡Octavio!
       ....................................................
       ¡Octavio!

              [p. 360] OCTAVIO
       ¿Quién eres?

              LA VOZ
       Llega
       Y lo sabrás.

              OCTAVIO
       Sin luz, ¿cómo?

              LA VOZ
       Pues yo haré que luz te enciendan.
       ........................................................
       Ya hay luz; ven.

              OCTAVIO
                           El corazón (Aparte.)
       En el pecho me revienta
       Y el cabello se me eriza.

              LA VOZ
       ¿Ya te acobardas? ¿Ya tiemblas?

              OCTAVIO
       ¡Yo temblar! ¡Yo acobardarme!
       ¡Si los infiernos vinieran
       Contigo!

              LA VOZ
       Pues ven.

              OCTAVIO
               Aguarda;
       Ya voy
       (Aparece la estatua del rey Enrique.)

              LA ESTATUA
              No quiero que vengas.
       ........................................................
       ¿Conócesme ?

              [p. 361] OCTAVIO
              Sí, sí, sí.

              ESTATUA
       ¿Quién soy?

              OCTAVIO
              En..., En..., En...

              ESTATUA
                                  No temas
       Si te precias de gallardo.

              OCTAVIO
       ¿Yo temer? Cólera es ésta.

              ESTATUA
       ¿Quién soy?

              OCTAVIO
              Enrique.

              ESTATUA
             Y tu rey.

              OCTAVIO
       Mis desdichas lo confiesan.

               ESTATUA
       Pues confiesas que lo soy,
       Sígueme.

              OCTAVIO
       ¿Dónde me llevas?

              ESTATUA
       Donde el valor ilustremos,
       Donde probemos las fuerzas,
       Porque otra vez a los bultos
       Soberanos no te atrevas;
       Que al rey en mármol le anima
       La deidad que representa.
       ¿Defenderás lo que hiciste?

              [p. 362] OCTAVIO
       ¿No quieres que lo defienda?
       Camina.

              ESTATUA
              Toma esa luz
       Y guía por esa puerta.

              OCTAVIO
       ¿Por esa puerta?

              ESTATUA
                                  Sí; acaba.
       No tiembles, no te suspendas.

              OCTAVIO
       Ya voy.

              ESTATUA
       Camina adelante.

              OCTAVIO
       ¿Voy seguro?

              ESTATUA
       Sí.

              OCTAVIO
                    Pues entra,
        Que ya alumbro.

              ESTATUA
                    Es en mi noche
       Esa luz obscura y muerta.

              OCTAVIO
       Pues alumbraréme a mí.

              ESTATUA
       Mira que no te arrepientas.

              OCTAVIO
       Sígueme; mal me conoces.

              [p. 363] ESTATUA
       Enrique soy.

              OCTAVIO
                    Aunque seas
       Demonio; que no me espantan
       A mi demonios de piedra.
       ....................................................

Llegan de este modo al jardín desolado de la que fué casa de placer de Octavio en los días de su prosperidad, y aquí es donde el duelo con la estatua se asemeja más exactamente al de Don Pedro con la Sombra:


       Basta ya; aquí estamos bien.
       ....................................................

              ESTATUA
       Aquí sacarte he querido,
       Villano, para que entiendas
       Que de ti ofendido estoy.

              OCTAVIO
       Y ¿qué pretendes?

              ESTATUA
              Que mueras.

              OCTAVIO
       Pues saca la espada.

              ESTATUA
                                        Yo
       No la he menester: sin ella
       Aquí te he de hacer pedazos.

              OCTAVIO
       Retírate: ¿qué te acercas?
       ....................................................

              ESTATUA
       ¿Cómo retirarme? Agora
       Verás lo que te aprovechan

        [p. 364] El corazón y la espada,
       Pues no hay golpe que me ofenda.

              OCTAVIO
       ¿Cómo eres viento, si tienes
       De alabastro la presencia?

              ESTATUA
        Viento y alabastro soy,
        Villano, para que entiendas
        Que has de hallar piedra al castigo,
        Y has de hallar viento a la ofensa.

              OCTAVIO
       No te alcanzo.

              ESTATUA
                    Piedra miras,
       Y con el viento peleas.
       La espada no importa aquí.

              OCTAVIO
       Pues ven a los brazos.

              ESTATUA
       Llega

¿Quién no ha de reconocer la identidad, casi literal, de algunos versos de esta escena con otros del segundo acto de El Infanzón:


       —
No hallo cuerpo que ofenderte,
       Aunque la forma veo en ti.
        —Soy de viento al esperar
        Y de bronce al combatir.

Y si esto no bastara para convencer a los más rehacios, no hay sino continuar leyendo hasta el final de la escena:

              OCTAVIO
       Ilusión vana.
       ¿Es de veras?

              ESTATUA
       Tan de veras
       Como las penas que paso
       En la residencia eterna.

              [p. 365] OCTAVIO
       ¿Estás condenado?

               ESTATUA
                           No;
       Que esta restitución hecha,
       Del purgatorio saldré...
        Sácame destos rigores,
        Redímeme de estas penas.

              OCTAVIO
       ¿Tales son?

              ESTATUA
                  Dame esa mano,
       Porque compasión me tengas.

              OCTAVIO
        ¡Ay! ¡Ay! ¡Válgame Dios! ¡Ay!
       Que me abrasas! ¡Suelta, suelta!

               ESTATUA
       Pues ves el rigor que paso,
       No quieras que en él perezca.

Ciertamente, la pluma que escribió esto, es la misma que trazó sin cuidarse siquiera de alterar los rasgos, el último diálogo entre la Sombra y Don Pedro:


       — Y advierte que ansí me sacas
        De las penas que padezco.
       Fuego soy.
                    —Fuego?
                                      —La mano
       Me da.
              —No ardes mucho.
                                        —Quiero.
       Que lo examines mejor.
        —¡Que me abraso! que me quemo!
       —Este es el fuego que paso.
       —Terrible es, pues yo lo siento.

[p. 366] La demostración me parece casi matemática. Todas estas escenas fantásticas han salido de la imaginación de un mismo poeta que agotó hasta la saciedad un mismo efecto dramático, tratándole con más o menos fortuna, según la inspiración del momento y según las condiciones más o menos felices de cada fábula. Suponer otra cosa sería convertir a Lope en plagiario, no una ni dos, sino ocho o diez veces; y francamente, para creer, esto de tan grande ingenio, sería preciso una prueba material y exterior algo más fuerte que la copia moderna de Hartzenbusch, que nadie más que él ha visto, y que es el único documento (digámoslo así) en que se ha fundado la quimérica sospecha que ha querido arrancar esta obra del repertorio de Lope, adjudicándosela a Tirso.

Porque otras razones que se alegan, todavía son de menos monta. Los tres romancillos que hay en el acto segundo de El Rey Don Pedro en Madrid, y que ni siquiera es seguro que pertenezcan a la obra primitiva, se parecen, en efecto, a otros de la comedia de Quien habló pagó (que probablemente no es de Fray Gabriel Téllez, a lo menos en su totalidad); pero todavía se parecen más a otros que hay en Lo cierto por lo dudoso y en otras comedias indubitables de Lope. La tropelía hecha con la graciosa en el tejado, tampoco tiene nada de peculiarmente tirsiano (tolérese por una vez, y en obsequio a la brevedad, este feo neologismo). Pasa Tirso por autor muy libre, y ciertamente lo es para los melindrosos oídos de nuestro tiempo; pero la libertad o licencia de su expresión no supera ni acaso llega a la de muchas obras de Lope, desde El rufián Castrucho hasta la viuda valenciana, y aun de varias piezas juveniles del pulcro moralista D. Juan Ruiz de Alarcón, tales como El desdichado en fingir, El semejante a sí mismo y La cueva de Salamanca. Allá a principios de nuestro siglo, cuando apenas se conocía más Teatro español que el de Calderón y Moreto, y resurgieron de improviso las comedias de Tirso, fué grande la fuerza del contraste, y nada tiene de particular que los críticos de entonces, los Listas y Martínez de la Rosa, tomasen por nota muy característica del fraile mercenario [p. 367] esta mavor liviandad o ligereza cómica, que no lo parece tanto si se coloca al poeta en el tiempo en que floreció y en la escuela a que realmente pertenece.

Añade Hartzenbusch que «toda la parte prodigiosa de la fábula se distingue por aquel carácter de originalidad y osadía que se admira en El Convidado de piedra, en El Condenado por desconfiado, Tanto es lo de más como lo de menos, La República al revés, El mayor desengaño y demás comedias de Téllez, cuyo argumento devoto comprende lances maravillosos.»

Prescindamos de El convidado de piedra (para no incurrir en un círculo vicioso); prescindamos de El condenado por desconfiado, que yo tengo por obra magistral de Tirso, contra la opinión de muchos, pero que nada tiene que hacer en este asunto. He leído con atención las demás comedias que Hartzenbusch cita, y reconociendo en todas ellas la originalidad y osadía propias del excelso numen del maestro Téllez, no he encontrado ni en la bella parábola dramática del pródigo y rico avariento, ni en la leyenda de San Bruno y el canónigo Raimundo Diocres, ni en la tragedia bizantina de Constantino Porfirogeneto, nada que pueda emparentarse con el tema de nuestro Infanzón, como seguramente están emparentadas las comedias de Lope en los lugares que he citado y extractado, acaso con prolijidad nimia. Pero todo este proceso crítico era necesario para mostrar, contra una preocupación ya inveterada, que a Lope, y sólo a Lope, pertenece la parte sobrenatural de El Infanzón, como le pertenece la creación del carácter de Don Pedro y la del tiranuelo feudal, robador y atropellador de mujeres, abatido y domado, al cabo, por la potestad monárquica o por la venganza popular, o por ambas fuerzas a la vez; conflicto que tantas veces, y siempre con maravilloso prestigio poético, aparece en su Teatro, desde el Infanzón gallego Tello de Neira, de El mejor alcalde el Rey, hasta el comendador de Ocaña en Peribáñez y el comendador Fernán-Gómez de Guzmán en Fuente Ovejuna.

Quien compuso tales dramas, de nadie tenía que recibir lecciones en este punto. Ni tampoco en aquella manera tan familiar [p. 368] suya de tratar la poesía ultramundana, no como símbolo, sino como realidad concreta, pues (según notó finamente Grillparzer) «Lope de Vega es un naturalista que nada excluye, y resulta natural hasta en la expresión de lo sobrenatural, hasta en la expresión de lo imposible».

Pero este drama, que es una de las maravillas de nuestro Teatro, no ha llegado a nosotros íntegro y sano, como le escribió Lope. Puso en él sus pecadoras manos el representante Andrés de Claramonte, como las había puesto en La Estrella de Sevilla, en Dineros son calidad, en El médico de su honra, y quizá en otras piezas. Con razón advirtió Hartzerbusch que en esta comedia se nota gran desigualdad de estilo; que hay trozos afectados, oscuros y prolijos, al lado de otros en que la locución es clara, propia, enérgica y breve. Hizo, además, una observación gramatical importante. «Frecuentemente se ve allí empleado el lo como acusativo del pronombre él, no sólo para cosa, sino también para persona; y Lope y Téllez, como madrileños, usan generalmente el le con relación a las personas y aun también a las cosas.» Por el contrario, Andrés de Claramonte, autor murciano, naturalizado en Andalucía, emplea sin escrúpulo el lo en vez del le, como puede notarse en la comedia de El Valiente Negro en Flandes, que es una de las pocas suyas que pueden pasar por originales.

El texto primitivo de la comedia de Lope no está en ninguna parte, pero el que más debe de parecerse a él es el del manuscrito de la Biblioteca del duque de Osuna, existente hoy en la Nacional. Este manuscrito es el que hemos seguido, y es en realidad el que sirvió para la edición de Hartzenbusch; pues aunque dice haberle cotejado con una copia moderna, las pocas y acertadas variantes que en él introduce, más bien que a la presencia de original distinto, deben atribuirse a su buen gusto y consumada pericia teatral.

Pero este manuscrito de la Biblioteca Nacional tiene circunstancias muy singulares, en que no reparó bastante Hartzenbusch, y que luego han sido puestas de realce por nuestro docto compañero [p. 369] D. Emilio Cotarelo en un libro de poco bulto y mucha sustancia acerca de las obras del maestro Téllez. [1] El tal manuscrito está formado de otros dos diferentes, «el más antiguo de los cuales lo constituyen la cubierta de pergamino y las dos últimas hojas con la licencia para la representación, fechada en Zaragoza en 1626; y en el resto, también de la época, se contiene todo lo demás del drama, dándole por padre a Andrés de Claramonte».

En efecto, el manuscrito de Osuna tiene esta nota final:

«Esta comedia, intitulada «El Infanzón de Illescas», se puele representar, reservando a la vista lo que no fuere de su lectura. Zaragoza y Diciembre a 30 de 1626.»

Creo que en esta nota tenemos, si no la verdadera fecha del drama de Lope, un modo aproximado de determinarla. Debe de ser posterior a 1614, puesto que no está citado en la segunda lista de El Peregrino, pero no posterior a 1618, puesto que en dicho año cayó de la privanza el duque de Lerma, a quien en la pieza se dirige una alusión lisonjera. Claramonte hubo de refundirla poco después. Bien sé que comúnmente se afirma que este ingenio de las riberas del Segura murió en 1610; pero tal afirmación no resiste a la crítica cronológica. Es uno de tantos errores como pululan en el librejo del Origen de la comedia y del histrionismo, que D. Casiano Pellicer compaginó con apuntes de su padre, D. Juan Antonio, trabucados y mal entendidos. Que Claramonte no murió en esta fecha, sino muchos años después, aunque no podamos precisar cuándo, se evidencia con sólo recordar que en 1613 publicó en Sevilla la Letanía moral; en 1617 un Fragmento a la Purísima Concepción de María; en 1621 Dos famosas loas a lo divino, y que en 12 de noviembre de 1622 aprobó Vargas Machuca su comedia La Infanta Dorotea (manuscrito que fué de la Colección Durán y hoy es de la Biblioteca Nacional, y que tiene todas las señas de autógrafo); y que de 1631 es el manuscrito (de idéntica procedencia), de la comedia titulada [p. 370] El mejor rey de los reyes; y , finalmente, que en el Ragguaglio, de Fabio Franchi, inserto en las Essequie poetiche, de Lope de Vega, 1636, se habla de él en términos tales que parecen aludir a persona viva.

No se opone, por consiguiente, ninguna dificultad cronológica a la hipótesis, muy verosímil, de que Andrés de Claramonte utilizara en sus correrías dramáticas un manuscrito de El Infanzón, de Lope, con fecha de 1626, procurando conservar las últimas hojas, que le autorizaban para representar el drama, y volviendo a copiar con intercalaciones lo restante. Pero no se ha de creer que fuese intercalación suya todo lo que falta en los textos impresos. La primera aparición de la Sombra es tan necesaria como las otras dos para la integridad del concepto dramático, y Claramonte no hubiera sido capaz de imaginarla. La pesada relación de Elvira en el primer acto, seguramente está retocada por Claramonte. Le pertenecen también todas las escenas del acto segundo en que interviene Clarindo, y, con efecto, no están en las viejas ediciones; pero, en cambio, faltan en ellas rasgos que, sin disputa, tienen que ser de la obra primitiva, como las cabezadas de Don Pedro al Infanzón. En el acto tercero apenas puede maliciarse intervención de Claramonte más que en unos cantarcillos que faltan en el texto impreso:

          Infanzón el de Illescas,
       Pimpollo de oro,
       Pues que mueres sin culpa,
       Llórente todos...

y que efectivamente se parecen algo a otros que Claramonte puso en su comedia Deste agua no beberé:

          ¿Quién es el que viene
       Como el sol de abril?
       Es Gutierre Alfonso,
       Gloria de Alanís...

Ya hemos tenido ocasión de citar esta rapsodia dramática, formada principalmente sobre El médico de su honra, pero en la [p. 371] cual entraron muchas reminiscencias de El Infanzón, mezcladas con otras de los romances relativos a Don Pedro.

La copia manuscrita de El Rey Don Pedro en Madrid, que se titula Comedia famosa de Andrés de Claramonte, y que aparece hecha por un tal Francisco de Henao y Romaní, para Juan Acazio Beral y Bergara, es, con todos sus defectos, el texto más antiguo y autorizado que tenemos de esta obra de Lope. La lección de los impresos es muy inferior, pues si bien es cierto que suprimen lo añadido por Claramonte, también lo es que carecen de bellísimos trozos de la obra primitiva. Mucho hay que desconfiar de tales editores cuando se ve que omitieron la primera aparición de la Sombra, dejando sin sentido la escena siguiente, a la cual pusieron por remate estos ridículos versos, tan indignos de la situación como indignos del talento de Lope:


              REY
       ¿Ha llegado la Reina?

              FORTÚN
       ¿Cómo puede llegar, si en prisión reina?

              REY
       
¡Necio! Sólo en Castilla
       Reina el sol de Padilla;
       Doña María hermosa,
       Mi legítima esposa,
       Viene a ser solamente;
       Y esto no es elección ni es accidente,
       Sino afecto cristiano;
       Que de esposo le di la fe y la mano
       Antes que don Fadrique a Francia fuera;
       Y así es en mí la majestad primera.
       Reina es doña María de Padilla;
       Que Blanca no es moneda de Castilla.

Pero como no hay libro malo que no tenga alguna cosa buena, este pésimo texto nos da entero un romance, del cual en la refundición [p. 372] de Claramonte no quedaron más que los primeros versos, y que importa bastante por lo que toca al concepto de Don Pedro como Rey justiciero, que está más ampliamente desarrollado en la comedia de las Audiencias:


          Pueblo, yo soy vuestro Rey,
       De Pelayo descendiente...
       Yo, pues, desde hoy, imitando
       Los Asirios y Atenienses,
       Que en las puertas de sus casas,
       Huyendo sacros doseles,
       Adonde la Majestad
       Se retira y no se teme,
       En unas sillas, llamadas
        Exedras, oían siempre
       Las quejas de sus vasallos,
       Quiero que en Madrid comience
       Esta ceremonia antigua,
       En ciudades diferentes
        Exedras edificando,
       Donde la justicia reine,
       Y esté la misericordia
       Ceñida de olivos verde...

También la postrera intimación a D. Tello, después de perdonarle, tiene algunos versos más que en el manuscrito:


          Vivo quedas, Infanzón:
       Mi majestad obedece:
       No me irrites soberano,
       Ni me provoques valiente,
       Que el que sabe ansí ser rey,
       Sabe ser don Pedro, y puede
       Rendir soberbias espadas
       Y cortar cuellos rebeldes.

Otro ingenio de más fuste que Claramonte emprendió de nuevo refundir esta comedia a mediados del siglo XVII, y su refundición tuvo tal éxito, que desterró de las tablas la obra antigua, [p. 373] a la verdad muy injustamente. Era D. Agustín Moreto excelente poeta cómico, y en cierto género de comedia el primero de los nuestros; pero no le llevaba su genialidad a las cosas heroicas y fantásticas. Regularizó y simplificó la fábula de Lope, pero quitándola su imponente grandeza, sus efectos de terror profundo. De las tres apariciones de la Sombra, sólo dejó la última, que presentada en este modo, resulta fría y para nada sirve. Por lo demás, copió el plan, el argumento, los caracteres y buena parte de los versos, con variantes tan leves como poner Alcalá en vez de Illescas, ricohombre en vez de Infanzón, el buen Alguilera en vez de el buen Acevedo, y otras tales. En verdad que, entendido de este modo, debe de ser muy descansado el oficio de autor dramático. El valiente justiciero y ricohombre de Alcalá, título que dió Moreto a éste, que no debiera llamarse rifacimento, sino plagio, se publicó por primera vez en 1657 en la Parte novena de la gran colección de comedias escogidas de varios autores, que consta de 48 tomos; y fué reproducida en la Parte segunda de las de Moreto (Valencia, 1676). Como las ediciones de El Infanzón son rarísimas, y las de Moreto abundan tanto, El ricohombre ha estado pasando por original hasta nuestros días, con mengua de la verdad y quebranto de la justicia.

Aun no para aquí la serie de metamorfosis que ha sufrido esta composición dramática. Casi simultáneamente refundieron El ricohombre de Alcalá, en el primer tercio de nuestro siglo, dos competentes humanistas y beneméritos aficionados a nuestra antigua poesía, el cordobés D. Dionisio Solís y el granadino D. José Fernández-Guerra, padre y maestro de los ilustres académicos don Aureliano y D. Luis. La refundición de Solís se representó mucho, la de Fernández-Guerra no sé que llegase a las tablas. Una y otra permanecen inéditas. Poseo un manuscrito de la primera, con fecha de 1827. Más que refundición es una abreviación, aunque presenta distribuída en cinco actos la materia de los tres del original. Omite Solís la única escena fantástica que había dejado Moreto, y suprime también los chistes del gracioso. No he visto la refundición de Fernández-Guerra; pero a juzgar por otras [p. 374] suyas que andan impresas (La dama duende, Cuantas veo, tantas quiero, Ir contra el viento), y por el sistema que expone en los prólogos de ellas, creo que había de ser más radical que la de Solís en el sentido de la regularidad clásica.

Notas

[p. 326]. [1] . Para que nadie pueda escudarse con la autoridad, para mí siempre respetable, de Hartzenbusch, transcribiré sus propias palabras. En el prólogo de las Comedias de Tirso (1848), decía: «El Infanzón de Illescas ha sido atribuído a Lope; el que damos nosotros, ni es de Lope, ni quizá tampoco sea de Téllez; pero es una obra casi desconocida, muy digna de ser estudiada, y no faltan razones... para atribuirsela a Téllez: por eso la incluímos entre las suyas.»

Estas razones constan en el Catálogo que viene después, y pronto las discutiremos; pero en el mismo Catálogo reconoce Hartzenbusch que la comedia «El Rey Don Pedro en Madrid, tal como se lee impresa y manuscrita, ni puede pertenecer exclusivamente a Lope, ni a Téllez, ni a Claramonte». Y más adelante acentúa su indecisión, diciendo: «Sea esta comedia de Lope, sea de Téllez y de Claramonte, o de otro, lo cierto es que era rarísima, y que es una de las creaciones más notables del Teatro español en su época.»

Y como arrepentido de todo lo que antes había conjeturado, escribió en 1860 en el tomo IV de las Comedias de Lope (pág. 550): «Eso dije años ha: hoy no me atrevería, seguramente, a estampar otro tanto. Rasgos hay en El Infanzón que parecen de Tirso; pero me parece ya que son pocos: de Lope no hay mucho. Será tal vez una refundición, hecha por Claramonte sobre la comedia de Lope.»

 

[p. 337]. [1] . El Rey D. Pedro en el Teatro. Estudio de D. J. R. de Lomba y Pedraja, impreso, pero no publicado aún. Formará parte del segundo tomo de Estudios de erudición española, con cuya dedicatoria me honran varios amigos en el vigésimo aniversario de mi profesorado.

[p. 350]. [1] . Grundriss, de Gröber, II, 465.

[p. 350]. [2] . En el Giornale Storico della letteratura italiana, vol. XXVII (Torino, 1896).

[p. 352]. [1] . Compárense rasgos casi idénticos de El Infanzón (acto primero):


              SOMBRA
       Un hombre; no te alteres.

           REY
       ¡Yo alterarme de un hombre,
       Cuando no hay imposible que me asombre!
       ....................................................................
       ¡Todos son miedos vanos,
       Ilusiones de Blanca y mis hermanos!
       ....................................................................

          FORTÚN
       ¡Gran señor!...

          DON JUAN
       Señor, ¿qué es esto?

          DON ALONSO
       ¿Tú a pie?

          FORTÚN
       ¿Tú sin color?

          DON JUAN
       ¿Tú descompuesto?
       ....................................................................

[p. 369]. [1] . Tirso de Molina. Investigaciones bio-bibliográficas (Madrid, 1893), páginas 121-126.