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Obras completas de Menéndez... > ESTUDIOS SOBRE EL TEATRO DE... > IV : IX. CRÓNICAS Y... > XXXVI.—LA INOCENTE SANGRE

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Su autor la tituló Tragedia por lo funesto del desenlace, y la publicó en la Parte 19 de sus Comedias (1623) , dedicándola al alcalde de casa y corte D. Sebastián de Carvajal, como descendiente de la ilustre familia de los caballeros despeñados en Martos. Modernamente, esta obra de Lope ha sido reimpresa en el tomo IV de la colección selecta que formó Hartzenbusch para la Biblioteca de Rivadeneyra.

Célebre es en nuestras historias el emplazamiento del Rey Don Fernando IV, y puede decirse que había corrido sin objeción ni reparo hasta que D. Antonio Benavides publicó, doctamente ilustradas, las Memorias de Fernando IV, [1] y en una de las Ilustraciones sometió a severa crítica los fundamentos de esta tradición, rechazándola como fabulosa y acaso forjada a imitación del emplazamiento hecho por los templarios al Papa Clemente V y al Rey de Francia Felipe el Hermoso.

Trátase, sin embargo, de un rumor popular que ya estaba arraigado y crecido cuando se compuso la Crónica de aquel Monarca (a mediados del siglo XIV), a no ser que gratuitamente se quiera suponer que fué añadida esta especie en copias posteriores. Léese, pues, en el capítulo XVIII, que es el último de esta Crónica: [p. 234] (Era 1350, año de Cristo 1312.) «E el rey salió de Jaén, e fuese a Martos, e estando y mandó matar dos cavalleros que andavan en su casa, que vinieran y a riepto que les fasían por la muerte de un cavallero que desían que mataron quando el rey era en Palencia, saliendo de casa del rey una noche, al qual desían Juan Alonso de Benavides. E estos cavalleros, quando los el rey mandó matar, veyendo que los matavan en tuerto, dixeron que emplasavan al rey que paresciese ante Dios con ellos a juisio sobre esta muerte que él las mandava dar con tuerto, de aquel día en que ellos morían a treynta días. E ellos muertos, otro día fuese el rey para la hueste de Alcaudete, e cada día esperava al infante D. Juan, segúnd lo avía puesto con él... E el rey, estando en esta cerca de Alcaudete, tomóle una dolencia muy grande, e affincóle en tal manera, que non pudo y estar e vinóse para Jaén con la dolencia, e no se queriendo guardar, comía carne cada día, e bevía vino... E otro día jueves, siete días de setiembre, víspera de Sancta María, echóse el rey a dormir, e un poco después de medio día falláronle muerto en la cama, en guisa que ninguno lo vieron morir. E este jueves se cumplieron los treynta días del emplazamiento de los cavalleros que mandó matar en Martos.»

La Crónica de Fernando IV, como se ve, nombra a Benavides, pero no a los Carvajales. Tampoco aparecen los nombres de éstos en la Crónica de Alfonso Onceno (cap. III), que repite la misma narración con leves variantes: «Et el Rey salió de Jaén et fuese para Martos; et estando en Martos mandó matar dos caballeros que andaban en su casa, que venieron y a riepto que les facían por muerte de un caballero que decían que mataran, quando el Rey era en Palencia, saliendo de casa del Rey una noche, al qual caballero decían Joan Alfonso de Benavides: et estos caballeros, quando los el Rey mandó matar con tuerto, dixieron que emplazaban al Rey que pareciese con ellos ante Dios a juicio sobre esta muerte que les mandaba dar con tuerto, de aquel día que ellos morían a treinta días: et ellos muertos, otro día fuese el Rey para la hueste de Alcaudete... Et el Rey, estando en esta cerca de Alcaudete, tomóle una dolencia muy grande, et afincóle en [p. 235] tal manera que non pudo y estar; et vínose para Jaén, et con la dolencia non se quiso guardar, et comía cada día carne et bebía vino... Et en ese día jueves, siete días de Setiembre, víspera de Sancta María, echóse el Rey a dormir un poco después de medio día, et falláronlo muerto en la cama, en guisa que ninguno non lo vió morir. [1]

[p. 236] Donde por primera vez encuentro la mención del nombre de los Carvajales y el detalle del género de espantoso suplicio que se les impuso, es en un libro de fines del siglo XV, que Lope de Vega tenía muy leído, y del cual sacó muchos argumentos, el Valerio de las Historias escolásticas, del arcipreste de Santibáñez Diego Rodríguez de Almela (lib. VI, tít. III, cap. V). Su narración es como sigue:

«Estando el rey don Fernando IV de Castilla, que tomó a Gibraltar, en Martos, acussaron ante él a dos escuderos, llamados el uno Pedro Carabajal y el otro Juan Alfonso de Carabajal, su hermano, que ambos andaban en su corte, oponiéndoles que una noche, estando el Rey en Palencia, mataron a un caballero llamado Gómez de Benavides, que quería mucho el Rey, dando muchos indicios y presunciones porque parescía que ellos le avían muerto. El rey don Fernando, ussando de rigurossa justicia, fizo prender a ambos hermanos y despeñar de la peña de Martos; antes que los despeñasen dixeron que Dios era testigo y sabía la verdad que no eran culpantes en aquella muerte que les oponían, y que, pues, el Rey los mandaba despeñar y matar a sin razón, que lo emplazaban de aquel día que ellos morían en treinta días que paresciesse con ellos a juicio ante Dios. Los escuderos fueron despeñados y muertos, y el rey don Fernando vino a Jaén. Acaesció que dos días antes que se compliesse el plazo, se sintió un poco enojado, comió carne y bebió vino. Como el día del plazo [p. 237] de los treinta días que los escuderos que mató le emplazaron se compliesse, queriendo partir para Alcaudete, que su hermano el infante don Pedro avía a los Moros tomado, comió temprano y acostósse a dormir en la siesta, que era en verano; acaesció assí que, quando fueron para le despertar, halláronlo muerto en la cama, que ninguno no le vido morir. Mucho se deben atentar los Jueces antes que procedan a executar justicia, mayormente de sangre, hasta saber verdaderamente el fecho porque la justicia se deba executar. Ca como en el Génesis se lee: «Quien sacare sangre sin pecado, Dios lo demandará.» Este Rey no tuvo la manera que convenía a execución de justicia, y, por tanto, acabó como dicho es». [1]

Al testimonio de Almela, puede añadirse el de su contemporáneo mosén Diego de Valera, que en su Crónica abreviada nombra también a los Carvajales con el aditamento de escuderos. A nada conduciría alegar textos de autores más modernos, así porque esta tarea ya la realizó con su minuciosidad y diligencia acostumbradas D. Luis de Salazar y Castro, en el libro de sus Reparos históricos contra Ferreras, [2] cuanto por el poco o ningún valor que pueden tener autoridades tan recientes y que, en sustancia, son copia unas de otras. Sólo hay que advertir que en graves autores del siglo XVI, tales como Jerónimo Zurita y Gonzalo Argote de Molina (el cual, para su libro De la nobleza de Andalucía, pudo apoyarse en tradiciones del Reino de Jaén), se dan nombres propios a los Carvajales, pero con alguna diversidad, llamándolos Zurita Pedro y Alonso, y Argote Juan y Pedro. [3] Tampoco se [p. 238] mostraron todos nimiamente crédulos en cuanto a suponer intervención sobrenatural en la muerte del Rey. Zurita se contenta con decir que «el vulgo atribuyó la muerte a gran misterio y juicio de Dios». Y el P. Mariana, yendo más adelante con su habitual libertad de ánimo, escribe: Entendióse que su poco orden en el comer y beber le acarrearon (al Rey) la muerte; otros decían que era castigo de Dios, porque desde el día que fué citado hasta la hora de su muerte (¡cosa maravillosa y extraña!) se contaban precisamente treinta días. Por esto, entre los reyes de Castilla fué llamado D. Fernando el Emplazado. Acrecentóse la fama y opinión susodicha, concebida en los ánimos del vulgo, por la muerte de dos grandes Príncipes, que por semejante razón fallecieron en los dos años próximos siguientes. Éstos fueron Felipo, Rey de Francia, y el Papa Clemente, ambos citados por los Templarios para delante del divino Tribunal, a tiempo que con fuego y todo género de tormentos los mandaba castigar y perseguían toda aquella religión. Tal era la fama que corría; si verdadera, si falsa, no se sabe, mas es de creer que fuese falsa.»

Hay sobre la muerte de los Carvajales un romance verdaderamente viejo, puesto que ya se le citaba como tradicional en 1526, y aparece impreso en el Cancionero de Romances, sin año, en el de Amberes de 1550, en el tomo I de la Silva de Zaragoza, y en un pliego suelto también del siglo XVI. Este romance, que probablemente sirvió de tipo al famoso del duque de Arjona (si es que no fué imitado de él), no fué utilizado por Lope, que no le conocía o no le recordó a tiempo, y por eso no debe contarse entre las fuentes inmediatas de su comedia, que mucho hubiera ganado con fundarse en él, adquiriendo la virtud épica y popular que la falta; pero debe transcribirse aquí como fundamental documento en el proceso de esta leyenda. Sigo el texto de Wolf en la Primavera (núm. 64), prescindiendo de las variantes:

        [p. 239] Válasme, nuestra Señora,—cual dicen, de la Ribera,
       Donde el buen rey don Fernando—tuvo la su cuarentena.
       Desde el miércoles corvillo—hasta el jueves de la Cena,
       Que el rey no hizo la barba—ni peinó la su cabeza.
       Una silla era su cama,—un canto por cabecera,
       Los cuarenta pobres comen—cada día a la su mesa;
       De lo que a los pobres sobra,—el rey hace la su cena,
       Con vara de oro en su mano,—bien hace servir la mesa.
       Dícenle sus caballeros:—¿Dónde irás tener la fiesta?
       —A Jaén, dice, señores,—con mi señora la reina.
       En Jaén tuvo la Pascua,—y en Martos el cabodaño: [1]
       Pártese para Alcaudete,—ese castillo nombrado;
       El pie tiene en el estribo,—que aun no se había apeado,
       Cuando le daban querella—de dos hombres hijosdalgo,
       Y la querella le daban—dos hombres como villanos:
       Abarcas traen calzadas,—y aguijadas en las manos.
       —«Justicia, justicia, rey,—pues que somos tus vasallos,
       De don Pedro Carvajal—y don Alonso su hermano,
       Que nos corren nuestras tierras—y nos robaban el campo,
       Y nos fuerzan las mujeres—a tuerto y desaguisado;
       Comíannos la cebada—sin después querer pagallo,
       Hacen otras desvergüenzas—que vergüenza era contallo.»
       —Yo haré de ellos justicias:—tornáos a vuestro ganado.
       Manda a pregonar el rey—y por todo su reinado,
       Que cualquier que lo hallase—le daría buen hallazgo.
       Hallólos el almirante—allá en Medina del Campo,
       Comprando muy ricas armas,—jaeces para caballos.
       —Presos, presos, caballeros,—presos, presos, hijosdalgo.
       —No por vos, el almirante,—si de otro no traéis mandado.
       —Estad presos, caballeros,—que del rey traigo recaudo.
       —Plácenos, el almirante,—por cumplir el su mandado.
       Por las sus jornadas ciertas,—en Jaén habían entrado.
       —«Manténgate Dios, el rey,—«Mal vengades, hijosdalgo.»
        Mándales cortar los pies,—mándales cortar las manos,
       Y mándalos despeñar—de aquella peña de Martos.
       Allí hablara el uno de ellos,—el menor y más osado:
       —¿Por qué lo haces, el rey,—por qué haces tal mandado?
       Querellámonos, el rey,—para ante el soberano,
        [p. 240] Que dentro de treinta días—váis con nosotros a plazo;
       Y ponemos por testigos—a San Pedro y a San Pablo.
       Ponemos por escribano—al apóstol Santiago.
       El rey, no mirando en ello,—hizo complir su mandado,
       Por la falsa información—que los villanos le han dado;
       Y muertos los Carvajales,—que lo habían emplazado,
       Antes de los treinta días—él se fallara muy malo:
       Y desque fueron cumplidos,—en el postrer día del plazo
       Fué muerto dentro en Jaén,—do la sentencia hubo dado.

Este romance, como se ve, es independiente de la Crónica en todo y por todo. No habla de la muerte de Benavides; nombra a los Carvajales Pedro y Alfonso, lo mismo que Zurita; los cargos que se les hacen nos transportan al verdadero siglo XIV, en que los reyes justicieros, cuyo tipo popular fué Don Pedro (aunque lo mismo hubiera podido serlo su heroico padre), solían dar satisfacción, por rapidísimos y eficaces procedimientos, a las quejas de los villanos contra los ricoshombres tiranos y robadores. Este romance no puede ser anterior al siglo XV: lo prueba la mención del título de Almirante, que no tuvo carácter estable ni verdadera importancia política hasta el tiempo de la Casa de Trastamara; y la de la feria de Medina del Campo, cuya prosperidad comercial no empieza sino muy entrado dicho siglo, llegando a su apogeo en la primera mital del siguiente. Pero es cierto que el romance conserva el eco de tradiciones más antiguas y tiene un acento de sincera poesía popular que no engaña a los que están acostumbrados a distinguirla de sus falsificaciones. El mismo cambio de asonante es prueba indirecta de su antigüedad relativa. [1]

No entraremos en la discusión histórica, que casi puede decirse agotada por el docto editor de las Memorias de Fernando IV, y que en cierto modo es estéril, puesto que no hay razón valedera para negar, contra el testimonio de la Crónica, ni la muerte de Juan Alonso de Benavides, ni el suplicio de los Carvajales, ni [p. 241] siquiera el hecho del emplazamiento; y en cuanto a creer o no creer en el cumplimiento de éste, depende de la particular manera que cada uno tenga de entender la acción de lo sobrenatural en la historia, siendo lo más cristiano y prudente decir como Fr. Francisco Brandam, en su Monarquía Lusitana, tratando de este caso mismo: «En la creencia de semejantes emplazamientos no sé que pueda haber firmeza, ni que Dios quiera ligar su poder al desempeño de deprecaciones tan nocivas.»

Aquí lo único que nos atañe es la leyenda, y principalmente la manera cómo hubo de desenvolverla Lope en esta comedia, que no es ciertamente de las mejores suyas, ni podía serlo, dadas las condiciones del argumento, porque el caso de los hermanos Carvajales, si bien muy lastimoso, nada tiene de dramático, reduciéndose a una situación sola, que por lo patibularia puede producir horror, pero no terror trágico. El cumplimiento de la justicia divina tampoco puede mostrarse eficazmente en la escena, a no ser acudiendo, como lo hace Lope, al medio muy primitivo de hacer sonar en los aires una voz sobrenatural que entona el siguiente canto, que produciría más efecto si estuviese mejor preparado:


       Los que en la tierra juzgáis,
       Mirad que los inocentes
       Están a cargo de Dios,
       Que siempre por ellos vuelve.
       No os ciegue pasión ni amor:
       Juzgad jurídicamente;
       Que quien castiga sin culpa,
       A Dios la piedad ofende...

Para dar cuerpo a esta fábula, introdujo Lope algunos acontecimientos del reinado de Don Fernando IV, formando una especie de crónica dramática, que puede considerarse como la segunda parte de La prudencia en la mujer, del maestro Tirso, aunque ésta fué escrita, o por lo menos impresa, bastantes años después, en 1634. Además, la misma perfección del soberano drama de Tirso es prueba indirecta de composición más tardía y reflexiva [p. 242] puesto que en él se desarrolla el gran carácter de doña María de Molina, que en Lope está sólo en germen, si bien ya con sus capitales rasgos históricos; y se ahonda el motivo dramático de la rivalidad de Carvajales y Benavides, que en nuestro poeta puede decirse que no existe, puesto que Benavides sucumbe en un tumulto, víctima de mano desconocida, y el que perpetra la ruina de los Carvajales con su acusación calumniosa es un cierto D. Ramiro, que en competencia con uno de los hermanos galanteaba a una dama, la cual tampoco tenía ningún género de parentesco con el muerto. En La prudencia en la mujer, por el contrario, doña Teresa es hermana del Benavides, y precisamente la oposición de éste a su enlace con un vástago de una familia enemistada de antiguo con la suya, es lo que en el plan de Tirso debía traer la catástrofe reservada para una segunda comedia, que anuncia al fin en términos expresos, pero que probablemente no llegó a escribir, o, por lo menos, no publicó.


       De los dos Caravajales
       Con la segunda comedia,
        Tirso, senado, os convida,
       Si ha sido a vuestro gusto ésta.

Tirso, por consiguiente, pensó tratar a su manera el asunto de Don Fernando el Emplazado, y la combinación que había imaginado era mucho más ingeniosa y hábil que la de Lope; siendo, por consiguiente, inverosímil que Lope, si conocía La prudencia en la mujer, donde ya están echados los cimientos de la comedia de Los Carvajales, volviese a tomar el mismo asunto para echarle a perder. Esta razón intrínseca viene a fortalecer el argumento sacado de la comparación de las fechas, que por sí sólo no sería decisivo, y a confirmar que Lope tuvo aquí, como en la mayor parte de los casos, el mérito de la prioridad, aunque no siempre tuviese el de la madurez y del total acierto.

Ya he dicho que esta comedia es muy endeble. Sus defectos son de los más obvios y de aquellos en que hay que dar la razón a los críticos del siglo pasado, que en los detalles solían acertar [p. 243] cuando prescindían de la monserga de las tres unidades y otras recetas ridículas. Oigamos a Montiano y Luyando juzgando La inocente sangre en el primero de sus famosos Discursos sobre las tragedias españolas (pág. 53): «El asistir el Rey en la Universidad de Salamanca a ver laurear un poeta y oír un vexamen ridículo, es totalnente extraño en la materia. La glosa del lacayo Morata, leída a D.ª Ana de Guzmán en su más grave aflicción y tristeza, es despreciable desatino en tal coyuntura. Y el condenar a este bufón a ser despeñado con los dos hermanos Carvajales, una torpe extravagancia, tan fuera de sazón como interrumpir con gracejos y frialdades la lástima común, y llegarle el indulto del Rey acabada de executar la otra injustísima sentencia.»

Lo que no vió Montiano, es lo que nunca deja de haber en cualquier comedia de Lope, por imperfecta que sea: el movimiento y la vida, el interés de la acción que crescit eundo, la franqueza del diálogo y la noble ejecución poética de algunos trozos, por ejemplo, el romance puesto en boca de la Reina Doña María, que anuncia dignamente otro muy hermoso del maestro Tirso.

El romanticismo renovó la leyenda de los Carvajales, como casi todas las de nuestra antigua historia. Probablemente fué el montañés Trueba y Cosío (1830) el primero que volvió a tratarla en prosa inglesa, según su costumbre. [1] Más adelante, D. Manuel Bretón de los Herreros compuso un drama en cinco actos, Don Fernando el Emplazado, que se estrenó en el teatro del Príncipe el día 30 de noviembre de 1837, pocos meses después de haber obtenido triunfo muy justo Doña María de Molina, obra notable del futuro marqués de Molíns, en que la alusión política del momento se combinó hábilmente con la poesía arqueológica. Bretón tuvo menos fortuna, lo cual no quiere decir que la mereciese menos, sino que se empeñó en un género que no era el suyo. Aquel grande ingenio había recibido de la Naturaleza todas las dotes [p. 244] del poeta cómico, y no de un solo género de comedia, como vulgarmente se cree, puesto que recorrió toda la amplia escala que va desde Dios los cría y ellos se juntan, hasta La escuela del matrimonio, y aun sobresalió en cierto género de comedia elevada y poética que confina con el drama romántico, y de la que son bellos dechados Muérete y verás, La batelera de Pasages y ¿Quién es ella? Pero sus esfuerzos de más ambiciosa dramaturgia, tales como Elena, Mérope y Vellido Dolfos, fueron otras tantas caídas trágicas, y poco menos puede decirse de Don Fernando el Emplazado, aunque no naufragase en las tablas. Aprovechó la combinacion de Tirso, suponiendo enamorado a uno de los Carvajales de la hermana de Benavides, y procuró acercarse a la historia en algunos rasgos; pero realmente la falseó, recargándola de odiosos colores. El joven Rey, de quien poco bueno ni malo puede decirse, porque apenas tuvo tiempo para hacer cosa alguna, resulta un tirano brutal y sanguinario; el Infante Don Juan, que ciertamente no tenía mucho crédito que perder, todavía aparece en el drama más abominable que en la historia. Las situaciones son terroríficas y espeluznantes: el Rey, por un refinamiento de crueldad, asiste al suplicio; no se nos perdona ninguno de los detalles de su enfermedad y agonía, y aun en ella viene a atormentarle un tercer hermano Carvajal, en hábito de fraile, que cumple en él una venganza poco menos espantosa que la del monje del Císter en la novela de Alejandro Herculano. Lo que hay que aplaudir en este drama es la versificación, que es siempre buena, y en algunas escenas robusta y magnífica, digna, en suma, del egregio traductor de María Stuard y de Los hijos de Eduardo. [1]

Notas

[p. 233]. [1] . Memorias de D. Fernando IV de Castilla. Tomo I. Contiene la Crónica de dicho Rey, copiada de un códice existente en la Biblioteca Nacional, anotada y ampliamente ilustrada por D. Antonio Benanides, individuo de número de la Real Academia de la Historia, por cuyo acuerdo se publica. (Madrid, 1860.) Páginas 686-696.

[p. 235]. [1] . Una variante muy singular y muy antigua de la leyenda del emplazamiento, en que para nada se nombra a los Carvajales, trae la Crónica catalana que lleva el nombre de Don Pedro IV el Ceremonioso, aunque realmente no la escribiese él, sino Bernal Descoll por su mandado. En esta Crónica, pues, se atribuye al Rey Fernando el dicho blasfemo que más tarde, y con grande injusticia, se achacó a Alfonso el Sabio, de que el mundo hubiera salido algo mejor si él hubiese asistido a su creación, y se añade que, en castigo de tal impiedad, le anunció en sueños una voz de lo alto que moriría dentro de veinte días, y que en la cuarta generación acabaría su línea real.

«E aço fo per ordinació de Deu, car segons que havem oyt recomptar a persones dignes de fe, en Castella hac un rey appellat Ferrando qui fó rey vituperós, e mal nodrit y desestruch y parlá moltes vegades reprenént y dient que si ell fos com Deu creá lo mon, en fos cregut, Deu no haguera creades ne fetes moltes coses que feu y creá, y quen haguera creades y fetes moltes que no haguera fetes. E aço tenia éll en son enteniment en parlava sovént, perque, nostre senyor Deu, veent la sua mala y folla opinió, tramesli una veu en la nit, la qual dix aytals paraules: —Per tal com tú has represa la saviesa de Deu, dací a XX dies morrás y en la quarta generació finirá ton regne. E semblants paraules tremés Deu a dir en aquella mateixa nit y hora a un home sant del orde dels frares preycadors que era en lo monestir de Burgos, lo cual frare preycador les denunciá al germá del dit rey de Castella que ladonchs era en Burgos. Y haut acort entre élls, anaren al dit rey per dirli ço quel dit frare havía oyt de part de Deu. Y axi com Deu ho havía manat e dit, lo dit rey finá sos dies y en la quarta generació ques seguí finá lo seu regne; car lo dit rey En Pére, mentre regná, no féu sino mal ...» Y sigue una invectiva contra el Rey Don Pedro de Castilla, capital enemigo del de Aragón.

Crónica del Rey de Aragón D. Pedro IV el Ceremonioso o del Punyalet, escrita en lemosín (sic) por el mismo monarca, traducida al castellano y anotada por Antonio de Bofarull. Barcelona, imprenta de Alberto Frexas, 1850. Páginas 323-324.

No carece de curiosidad saber que también el Rey Don Pedro IV, que mandó escribir esta historia, murió emplazado (según cuentan graves analistas) por el arzobispo de Tarragona, a consecuencia del pleito que ambos traían sobre los vasallos del campo de aquella ciudad. Don Pedro quiso llevar su pretensión por fuerza de armas, y el arzobispo D. Pedro Clasquert, que andaba inferior en éstas, se vengó apelando para el Tribunal de Dios dentro de sesenta días, en el último de los cuales recibió el Rey un bofetón del brazo de Santa Tecla, que le sirvió para prepararse a la muerte. Se ve que los emplazamientos eran un lugar común de la crítica popular. tratándose de soberanos del siglo XIV, máxime de los que, como el Rey Ceremonioso, habían hollado toda ley divina y humana, viendo coronados por la más insolente fortuna hasta los atropellos contra su propia sangre.

[p. 237]. [1] . Valerio de las Historias... (edición de 1793), páginas 230-231.

[p. 237]. [2] . Reparos históricos sobre los doce primeros años del tomo VII de la Historia de España del Dr. D. Juan de Ferreras... Alcalá. Año de 1723. Páginas 386-390.

[p. 237]. [3] . Quiere concordar ambas versiones la siguiente inscripción, que a fines del siglo XVI fué colocada en una de las iglesias de Martos:

«Año de 1310, por mandado de el rey D. Fernando IV de Castilla el Emplazado, fueron despeñados de esta peña Pedro y Juan Alonso de Caravajal, hermanos comendadores de Calatrava, y los sepultaron en este entierro.

  D. Luis de Godoy y el licenciado Quintanilla, caballeros del hábito, visitadores generales de este partido, mandaron renovarles esta memoria año de 1595 años.»

 

[p. 239]. [1] . Aquí, por excepción, prefiero la variante del pliego suelto a la del Cancionero, de Amberes generalmente aceptada por Wolf.

[p. 240]. [1] . Prescindo de un prosaico romance de Lorenzo de Sepúlveda (número 961 de Durán), que es, como casi todos los suyos, mera transcripción del texto de las Crónicas.

[p. 243]. [1] . The Brothers Carbajal. (Es la quinta de las leyendas incluídas en el segundo tomo de The Romance of History. Spain. London, 1830.

[p. 244]. [1] . El asunto de los Carvajales ha pasado también al drama lírico. Recordamos una ópera española en tres actos, Don Fernando el Emplazado, letra de D. José de Cárdenas, música del maestro Zubiaurre, cantada en el teatro Real en 5 de abril de 1874.