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Obras completas de Menéndez... > ESTUDIOS SOBRE EL TEATRO DE... > IV : IX. CRÓNICAS Y... > XXXV.—LA ESTRELLA DE SEVILLA

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Texto

Fatal y extraño destino ha cabido al texto de esta admirable y famosa tragedia, que debe de ser posterior a 1618, puesto que no se halla en ninguna de las dos listas de El Peregrino, a no ser que esté disimulada bajo otro título. Lope no la incluyó en ninguna de las Partes de su Teatro, y sólo ha llegado a nosotros en una rarísima edición del siglo XVII, que aunque hoy figure como suelta, fué seguramente desglosada de algún tomo de comedias varias, como lo prueba la paginación, que comienza en el folio 99 y termina en el 120. De este ejemplar se valió Trigueros para su refundición, y de él proceden también las cuatro únicas ediciones modernas dignas de citarse; es, a saber, las dos de Boston, 1828 y 1840, procuradas por el profesor de lengua española D. Francisco Sales; [1] la de Hartzenbusch (1853), en la Biblioteca de Rivadeneyra, y la de Luis Lemcke, en su Manual de literatura española, que es la mejor crestomatía que tenemos. [2]

Pero basta pasar los ojos por ese texto, para convencerse de que no puede ser el primitivo y genuino de Lope. Ya lo notó con su habitual y discreta parsimonia D. Juan Eugenio Hartzenbusch: «La estrella de Sevilla, esa tragedia célebre, donde se admiran situaciones tan bellas y tan felices rasgos, carece de sentido en varios pasajes, mutilados oprobiosamente; supresiones o añadiduras mal hechas embrollan su desenlace de tal manera, que apenas se entiende la intención del autor.»

[p. 174] La edición, con efecto, es pésima aun entre las de su clase; pero no sólo debe de estar horriblemente mutilada, sobre todo en el tercer acto, sino que contiene evidentes interpolaciones de mano ajena y torpe, que ni siquiera ha intentado disimularse. Para mí, es claro como la luz del día que La estrella de Sevilla que leemos hoy está refundida por Andrés de Claramonte, quien cometió en ella iguales o mayores profanaciones que en la de El rey Don Pedro en Madrid. Todas las escenas en que interviene el gracioso Clarindo (nombre poético de Claramonte), por ejemplo, la del delirio de Sancho Ortiz, tan insulsa, tan fría, tan desatinadamente escrita, tienen que ser de aquel adocenado plagiario, que aun para ellas necesitó ayuda de vecino; por ejemplo, la de Tirso de Molina en su comedia Cómo han de ser los amigos (escena trasplantada luego por otro refundidor, Ramírez de Arellano, a Lo cierto por lo dudoso, del mismo Lope).

Con tales antecedentes, y teniendo en cuenta la forma estragadísima en que ha llegado a nosotros esta comedia, tiene que parecer mucho menos irreverente la nueva refundición, que con otro gusto y otro criterio trabajó a fines del siglo pasado D. Cándido María Trigueros, a quien no todos han hecho en esto la debida justicia. Las refundiciones son malas en sí, pero en algunos casos son un mal inevitable. Trigueros, que poco o nada tenía de poeta, y que, además, estaba dominado, como todos sus contemporáneos, por algunas de las preocupaciones seudoclásicas, era, no obstante, en cuestiones de teatro un aficionado muy inteligente, un hombre de fino tacto, incapaz de producir por sí mismo la belleza dramática, pero muy capaz de comprenderla y de mostrársela a los demás por medio de una adaptación feliz. Hay pocos escritores de quienes pueda decirse a un tiempo tanto bien y tanto mal. Cuanto inventó de propia Minerva, lo mismo en el teatro que en la poesía lírica y didáctica, y en la que en su tiempo se llamaba épica, es inferior a la más vulgar medianía: El Poeta filósofo, La riada, La Ciane, Los Menestrales y otros innumerables frutos de su pedestre vena, son abortos del más desconsolador prosaísmo. Los sólidos conocimientos que tenía en humanidades, el estudio [p. 175] continuo de los mejores modelos latinos y aun griegos, que diariamente imitaba y traducía, nada pudieron contra esta radical impotencia poética suya. Grafómano impenitente y arqueólogo sin conciencia, dejó en las letras la reputación de un poeta ridículo y en los estudios de erudición la de un epigrafista falsario, digno émulo de los Medina Conde y los Román de la Higuera. Y, sin embargo, Trigueros vale más que su fama, a despecho de sus versos, y de sus travesuras y embolismos de anticuario, dignos de ser ásperamente condenados, como lo han sido por Hübner y Berlanga. El talento crítico de Trigueros, sin ser de primer orden, aventajaba mucho, sobre todo en cuestiones de literatura dramática y de arte escénico, a lo que era usual y corriente en su tiempo; propendía a una mayor libertad literaria, amaba la poesía nacional; se recreaba con ella y la entendía bien; profesaba un clasicismo tolerante y sensato, y en algunas cosas no hay duda que fué un precursor. Lope de Vega le debe muy buenos servicios, como se los debe Tirso a D. Dionisio Solís. El Teatro español del siglo XVII no estaba olvidado, ni mucho menos, en la mitad del siglo pasado; al contrario, se le representaba mucho más que hoy, y el público le entendía y saboreaba mejor; pero ese Teatro era el de Calderón, Moreto y sus contemporáneos; no el de Lope y Tirso, que yacían enteramente olvidados, y cuyas ediciones originales eran ya tan raras como lo son hoy, y mucho más desconocidas, porque ni siquiera había eruditos que las estudiasen. Trigueros hizo, pues, un positivo favor a la memoria de Lope desenterrando sucesivamente varias comedias suyas, tales como La moza de cántaro, Los melindres de Belisa, El anzuelo de Fenisa, y refundiéndolas con verdadera inteligencia de las condiciones del Teatro moderno, y con loable respeto al genio del poeta, de quien era sinceramente devoto, aunque no comprendiese toda su grandeza. Trigueros fué el más antiguo de nuestros lopianos (como se dice en Alemania), y lo fué por instinto propio y contra toda la corriente de su tiempo. Con Sancho Ortiz de las Roelas, refundición que tiene muchas cosas originales y nada despreciables, dió y ganó la primera batalla romántica treinta años antes del [p. 176] romanticismo. Ya veremos la hostil acogida que tuvo en los humanistas y en los críticos. Pero el aplauso popular se sobrepuso a todo, y Lope volvió a reinar sobre la escena española tan grande y tan glorioso como el primer día.

Todo estudio acerca de La estrella de Sevilla debe empezar, por consiguiente, con un buen recuerdo al pobre Trigueros, que salvó del olvido, y quizá de la destrucción, una de las obras maestras de Lope; que supo admirarla sin que se lo enseñase nadie, y que la restituyó a la escena, si no con toda la integridad que hoy desearíamos, a lo menos conservando todas las bellezas que podían encajar dentro del molde de la tragedia de su tiempo; llenando, además, algunos vacíos del estragado original con innegable destreza. Así arreglada la comedia, se representó con grandísimo éxito, el miércoles 22 de enero de 1800, en el teatro de la Cruz por la compañía de Luis Navarro, continuando sin intertupción las representaciones hasta fin de mes. Pero parece que Trigueros no pudo disfrutar de los honores del triunfo, por haber fallecido en los primeros días de aquel año o a fines del anterior.

Al frente de Sancho Ortiz de las Roelas (que tal fué el nuevo título dado por el refundidor a la obra) aparece una curiosísima Advertencia, que malamente fué suprimida en las ediciones posteriores, y que es digna de conservarse, no sólo porque en ella Trigueros expone con loable modestia las alteraciones que introdujo, sino por ser el más antiguo juicio acerca de este drama de Lope, y no el menos atinado, como iremos viendo al compararle con otros.

«Cuando Lope de Vega compuso el presente drama con el nombre de comedia y título de La estrella de Sevilla, sabía muy bien que componía una verdadera tragedia, y así lo expresó él mismo, poniéndola fin por boca de Clarindo, con estas palabras:

                                  Y aquí
       Esta tragedia os consagra
       Lope, dando a La estrella
        de Sevilla eterna fama,
       Cuyo prodigioso caso
       Inmortales bronces guardan.

[p. 177] Donde debe notarse que la palabra Tragedia está puesta en todo su rigor, significando un drama que presenta una acción grande y sublime; y no está tomada en la acepción más lata y vulgar, que significa una acción que acaba con desgracia, cuya observación se demuestra advirtiendo su feliz catástrofe, en el drama original. Verdad es que su autor la sobrecargó alguna cosa: comenzó la acción antes de lo necesario, y la dirigió con el mismo desorden que ha sido tan común desde aquellos tiempos; pero no debemos atribuir estos defectos ni a ignorancia suya, ni a falta de talento y aptitud para el coturno. Este inagotable ingenio, que por confesión propia no tuvo reparo en sacrificar su fama al deseo de agradar al vulgo actual que pagaba sus tareas, no puede causarnos maravilla si en esta tragedia se dexó ir hacia el mismo sacrificio; pero si observamos bien su obra, si la analizamos con inteligencia y desinterés, hallaremos en ella las mayores pruebas del verdadero dramático y Trágico. La acción, bien escogida y bien manejada; caracteres sublimes, bien sostenidos; situaciones excelentes y magníficamente patéticas, ya expresadas, ya indicadas; expresión digna, y una versificación como suya, son prendas de que abundan tanto pocos ingenios de ninguna nación; y aunque acaso pudiera notarse un no sé qué de familiaridad en el drama de Lope, de la cual suelen huir aún los menos elevados trágicos modernos, no sé yo si esta acusación se fundará en un verdadero defecto. En las tragedias que nos quedan de los Latinos, y mucho más en las de los Griegos, se hallan más a menudo ejemplos de esta digna familiaridad que de la afectada majestad moderna. Si la tragedia representa las acciones de los hombres grandes, y si los hombres no dexan de ser hombres, por grandes que sean, no puede ser defecto pintar con dignidad esta familiaridad, que es una de las más esenciales consecuencias de la humanidad sociable; ni por esta pintura se podrá decir que una tragedia degenera en comedia, y es por lo mismo esencialmente monstruosa. Sea como fuere, no creo que se pueda dudar que si es lícito imitar el modo de pintar que hizo tan grandes a Corneille y a Racine, también lo es seguir las pinceladas que hicieron inmortales a sus [p. 178] maestros Eurípides y Sófocles. La acción de este drama es una y sencilla, pero llena de aquel no sé qué maravilloso, que entretiene, encanta y embelesa, al mismo tiempo que mueve e instruye. ¿Executará Sancho Ortiz su encargo? ¿Descubrirá al Rey? ¿Cual será su suerte? Ved aquí el problema en que se funda toda la acción: en el acto primero queda establecido el problema; los siguientes contienen los auxilios y obstáculos que, constituyendo la acción continua, atraen, maravillan, entretienen y embelesan al espectador: la última declaración del Rey es la última y verdadera solución de todas las dudas, y en ella estriba la catástrofe. La naturaleza de la presente acción es tal, que el primer exemplo que Aristóteles pone de las acciones que son mejores para excitar la compasión y terror trágico, es presisamente que sea de esta naturaleza. «Pero las perturbaciones (dice) se han de sacar de las cosas que suceden entre amigos, como si matare o procurare matar un hemano a otro.» No puede, pues, quedar duda en que la acción que Lope eligió para este drama, sobre ser una, grande y completa, es también de la mejor calidad y de las más propias para el género trágico. Como yo no he tenido que hacer mutación alguna en la acción ni en su progreso, es manifiesto que la misma unidad de tiempo, lugar e interés que hay en la presente había en la antigua. Un solo día no completo, y un corto distrito que hay entre el Real Alcázar, el castillo de Triana y la casa de Bustos Tavera, son en una y otra el tiempo y lugar de la escena. La única diferencia consiste en que yo he hecho más sensibles estas unidades, y no he dexado ver las distancias, sino entre acto y acto. Esta diferencia, no obstante, me ha obligado a varias mutaciones en la disposición y serie de las escenas; pero las mutaciones más notables han nacido de otro principio. Parecióme que debía omitir todo lo que precede a la verdadera acción del drama; y aunque en la antigua comedia estaba puesto en acción, era más a propósito para narración y para constituir el prólogo oculto. Con esta sola mutación quedó fuera toda una jornada y gran parte de otra, que quizá pueden dar materia para otro drama. Aunque la comedia de Lope era muy larga, reducida a poco más de la mitad, [p. 179] quedaría muy corta, y los actos, que por la disposición del lugar debían ser cinco, quedarían muy breves, y sobre todo muy desiguales: para evitar estos inconvenientes, no sólo ha sido forzoso interpolar gran número de versos nuevos con los de Lope, sino también añadir escenas y desenvolver (digámoslo así) algunas excelentes situaciones que en el original no estaban sino apuntadas. Sin embargo de tantas mutaciones, como todo el fondo de la invención real y la mayor parte de la disposición es de Lope, igualmente que el mayor número de versos, algunos de los cuales se han tocado ligeramente, es preciso que confiesen que es suyo el mérito principal de esta tragedia; y el demérito que pueda quedarla por los defectos de la nueva disposición y versificación, sólo debe atribuirse al corrector. Para mejor aprovechar los versos de Lope, no se han mezclado los géneros de verso que él usa, sino cuando se ha querido evitar la precisión de hacerlo dentro de una misma escena, o huir de interpolar versos endecasílabos. Se han evitado éstos, no obstante que constantemente afectan los modernos escribir en ellos las tragedias; lo primero, porque en toda clase de versos puede haber dignidad en la expresión. Es verdad que los versos de ocho sílabas ayudan menos que los endecasílabos para hacer la expresión pomposa; pero ¿es necesario, por ventura, que la expresión sea pomposa para que sea digna y grandiosa? El verso endecasílabo es, sin duda, el más armonioso y numeroso de nuestro idioma; pero a vueltas de su buen sonido, ¿cuántas superfluidades, cuánto verdadero ripio hay, aun en los más exactos escritores de endecasílabos? Por otra parte: la escogida armonía es una prenda excelente y loable para la versificación de los dramas; pero no es tan esencial en ellos, que sea lo que más se deba atender: estoy por decir más: esa afectada armonía es en algún modo opuesta a la naturalidad de una conversación, y ya se sabe que cualquier drama es una conversación correspondiente a los interlocutores y a la materia que tratan. Quizá por esta razón el verso hexámetro, que es el más armonioso de cuantos usaron los Griegos y Latinos, se halla rarísima vez en sus dramas; y el verso iámbico, que es el que corresponde al nuestro familiar [p. 180] de ocho sílabas, se halla casi solo y combinado de mil modos en el teatro Griego y Latino. Estas razones me hacen creer que no es este género de verso tan ajeno del coturno como piensan algunos: no impide su estructura el buen uso de todas las figuras que constituyen poética la locución; ni es necesario que haya afectación en el verso para que tenga todas las gracias de la mejor elocución, ni es permitido exceptuar la tragedia de estas licencias que hacen poético el estilo...

Es sin duda que una tragedia muy larga se hace más molesta cuanto más conmueve, que es decir cuanto sea mejor: porque el continuo ejercicio de los órganos interiores, forzosamente ha de cansar si es fuerte y de mucha duración: por esto he procurado que ésta no sea larga y lo procuraré con todas. Un acto de 350 versos es más bien corto que largo, y representado con la pausa, dignidad y detenciones que corresponden, puede durar de quince a diez y ocho minutos; de manera que cinco actos iguales de esta naturaleza, cuya representación exija entre hora y cuarto u hora y media, deberá tener como 1.750 versos endecasílabos. A esta duración se acerca la presente tragedia, pues consta de 2.400 versos de ocho sílabas, con corta diferencia; no me parece que tengo más que advertir sobre esta tragedia.» [1]

Se convendrá en que para un crítico del siglo pasado, nada tienen de vulgares algunas de las ideas de este trozo, especialmente cuando recomienda el empleo de los metros cortos y la noble familiaridad en el diálogo del teatro. Tampoco puede negarse que Trigueros comprendió perfectamente la fuerza del conflicto trágico creado por Lope. Viendo ya a tratar de su refundición, [p. 181] es claro que no se le puede perdonar el haber sacrificado toda la primera jornada y buena parte de la segunda, poniendo en narración, y en narración hecha con su estilo generalmente pobre y lánguido, lo que en Lope es acción vivísima y avasalladora. Pero hay que ponerse en su punto de vista, que era no romper de frente con la convención clásica, que entendía la unidad de acción en su sentido más estrecho. En cuanto a los versos del refundidor, claro está que no son como los de Lope, y aun a veces son rematadamente malos: véanse, sin ir más lejos, estos del principio:


       ¡Oh, si pudiera vencer,
       Don Arias, está pasión
       
Que avasalla mi razón!
        Yo no sé ya qué he de hacer...

Pero otras veces el estilo se anima, y conforme adelanta la fábula, el imitador va cobrando fuerzas, y a veces remeda de un modo nada infeliz la locución de nuestros antiguos dramáticos. Versos hay en Sancho Ortiz aplaudidos siempre y tenidos por de Lope. que en vano se buscarían en La estrella de Sevilla, aunque es posible, dados los hábitos de plagiario que tenía Trigueros, que los transportase de alguna otra comedia antigua. De todos modos, conste que no está en la tragedia de Lope, y sí en la de Trigueros, aquella célebre respuesta:


       Soy
(dijo a mi furor loco)
       Para esposa vuestra, poco,

        Para dama vuestra, mucho.

Aun en los diálogos en que más a la letra sigue a Lope, suele Trigueros intercalar pensamientos suyos, expresados con una facilidad y elegancia, que no los hace indignos de andar en tan alta compañía:


       En la corte, gran señor,
       El soldado se amancilla;
       Se ve mejor y más brilla
       Junto al moro lidiador.
       .............................................

        [p. 182] Vos decís que está culpado,
       
Y porque ése es su destino,
       Y vos me lo habéis mandado,
        Le mataré como honrado,
        Pero no como asesino...

Y a veces llega a dar mayor energía a la expresión. Dice Sancho Ortiz al Rey en el texto de Lope:


       Dándome aquí la palabra,
       Señor, los papeles sobran...

Y Trigueros corrige así:


       Todos los papeles sobran
       Donde está vuestra palabra.

Del monólogo de Sancho Ortiz, que está horriblemente mutilado en la edición original, saca Trigueros todo el partido posible, y añade un rasgo de mucha fuerza dramática, que no es de Lope, pero que lo parece, hasta el punto de haber engañado a todo el mundo:


       ¡La espada sacastes vos,
       Y al Rey quisistes herir!...
       ¿El Rey no puede mentir?
       No, que es imagen de Dios...

Esta inocente superchería de Trigueros, ha sido parte a que muchos achaquen a Lope de Vega un exceso de devoción monárquica, que ciertamente hay, pero no en tanto grado, en su comedia. De todos modos, refundir de esta suerte tiene su mérito, y no está al alcance de cualquiera.

En el segundo acto, que es el capital de la tragedia de Sancho Ortiz (dividida, al modo clásico, en cinco), también hay felices adiciones de Trigueros. No apruebo que amplificase retóricamente el llanto de Estrella sobre el cadáver; pero tuvo un arranque de inspiración, haciendo que ella sea quien primero nombre a Sancho Ortiz, y le invoque como vengador, antes de saber que es el homicida:

        [p. 183] Llamadme, amigos, llamadme
       A Sancho Ortiz: venga aprisa;
       Consuéleme con vengarme.

Preparada de este modo, cobra doble valor la exclamación que Lope puso en labios de Estrella:


       ¡Mi hermano es muerto, y le ha muerto
       Sancho Ortiz!...

Trigueros ha desarrollado algunas situaciones apenas indicadas en el original. Le pertenece por completo la viva y rápida escena del primer interrogatorio de los alcaldes a Sancho Ortiz:


              FARFÁN
       ¿Sabéis quién muerte le diera?

              SANCHO
       Mi mano y mi obligación.

              FARFÁN
       ¿Cuerpo a cuerpo, o a traición?

              SANCHO
       Si otro me lo preguntara,
       ¡Vive Dios, que le matara!
       Cuerpo a cuerpo y con razón.

              FARFÁN
       ¿Con qué razón?

              SANCHO
                 Yo lo sé.

              FARFÁN
       Pues ¿en qué os ofendió?

              SANCHO
                    En nada.

              [p. 184] FARFÁN
       Pero la causa, ¿cuál fué?

              SANCHO
       Una palabra empeñada.

               FARFÁN
       ¿A quién?

              SANCHO
          Jamás la diré.

              FARFÁN
       Si la palabra empeñaste,
       Viniste a ser asesino
.
              SANCHO
       Farfán, en eso lo erraste.

              FARFÁN
       A él te fuiste con destino
       De matarle..

              SANCHO
          Lo acertaste
       . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

              FARFÁN
       ¿Le heriste por defendelte?

              SANCHO
       No, que tiraba a matalle.
       . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

              FARFÁN
       Así gran culpa tenéis,

              SANCHO
       No tengo culpa ninguna.

              FARFÁN
       Pues ¿confesado no habéis?

               SANCHO
       Ese es golpe de fortuna,
       Farfán, que vos no entendéis...

[p. 185] Pero, en general, las escenas añadidas de nueva planta por Trigueros, aunque estén poéticamente imaginadas, flaquean casi siempre por el poco nervio de la expresión. Su enclenque musa no podía andar más que con muletas. Por eso se desgració en sus manos el primer diálogo, que pudo ser muy patético, entre Sancho y Estrella, y el monólogo de Ortiz en la prisión, aunque menos malo es que el grotesco diálogo de Clarindo. Pero cuando se calentaba a la hoguera de Lope, siempre le alcanzaban algunas chispas. Convirtiendo en redondillas el romance con que Estrella entabla ante el Rey su demanda, le mejoró en parte:


          Como hermano me amparó,
       Y fué mi padre en efeto,
       Que honor, virtud y respeto
       Con su ejemplo me inspiró.
       . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
           Un tirano cazador,
       Vibrando el arco cruel
       Disparó el golpe, y dió en él,
       Pero en mí cayó el dolor...

En cambio, el servilismo de su tiempo le obligó a estropear la magnifica escena de los alcaldes, atenuando aquel valiente arranque:


          Lo prometido,
       Con las vidas, con las almas,
       Cumplirá el menor de todos
       Como vos, como arrimada
       La vara tenga; con ella,
       Por las potencias humanas,
       Por la tierra, por el cielo,
       Que ninguno dellos haga
       Cosa mal hecha o mal dicha.
       . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
          Como a vasallos nos manda;
       Mas como alcaldes mayores,
       No pidas injustas causas;
       Que aquello es estar sin ellas
       Y aquesto es estar con varas..

[p. 186] Hemos dicho que el éxito popular de esta refundición fué unánime, pero no carece de curiosa enseñanza saber cómo la recibió la crítica de entonces. El juicio más extenso e importante que hemos visto, es el que insertó en el Mercurio de España, de junio de 1800, [1] su habitual redactor D. Nicasio Álvarez de Cienfuegos, poeta nebuloso y apasionado adepto de la filantropía sentimental del siglo pasado, neologista acérrimo, innovador de talento en muchas cosas y precursor de una de las maneras del romanticismo lírico. Hay en su artículo una mezcla extraña de errores y aciertos; comprende la grandeza trágica de algunas situaciones del drama de Lope, pero juzga los móviles y actos de los personajes con absoluta falta de criterio histórico y conforme a los dictados de la moral abstracta y filosófica.

Empieza por declarar que no conocía la obra original de Lope: «Yo no he visto La Estrella de Sevilla, pero por relación de algunos que la han leído y por las otras comedias de Lope que he visto, creo que lo bueno que hay en esta tragedia es del Sr. Trigueros y no de Lope de Vega, en cuyo tiempo no se conocían ni sabían manejar las pasiones trágicas tan bien como lo están en el segundo acto de ella. Pero sea lo que fuere de esto, lo que hay de cierto es que esta tragedia se representó en esta corte el año pasado y fué muy aplaudida. Unos la subieron a los cielos, igualándola y aun aventajándola a los grandes modelos griegos y franceses; otros la despreciaron eminentemente, y éstos y aquéllos juzgaron con precipitación y con injusticia. La tragedia tiene grandes defectos, vicios capitales; pero tiene también grandes bellezas.»

Precisamente, a causa de no conocer el drama de Lope (que no se titula Sancho Ortiz, sino La Estrella de Sevilla, porque en [p. 187] él es episódica la muerte dada por Sancho a Bustos Tavera, y es capital la honesta resistencia de Estrella a los deseos del Rey, único argumento de toda la primera jornada y parte de la segunda), falla el primer reparo de Cienfuegos: «La acción se reduce a este problema: Roelas, execuntando la comisión de matar a Bustos, ¿se salvará, o será víctima de su obediencia y de su secreto? Roelas es, sin disputa, el héroe de esta acción, y como tal, debe de acto en acto, de escena en escena, inspirar mayor compasión y mayor terror; sus infelicidades deben ir creciendo hasta el desenlace... para que la obra tenga unidad de interés, que es la ley suprema en esta materia. El defecto capital de esta obra es el doble interés que hay en ella. Es Roelas el héroe de la acción, pero Estrella es la heroína de pasión, la más infeliz y la más inocente, la que interesa sobre todos.» Y la que Lope quiso que interesase en primer término, hubiera podido añadir Cienfuegos.

Este dualismo, que es innegable, pero que cabe perfectamente dentro del amplio cuadro romántico ideado por Lope, desentona en la tragedia de Trigueros por su carácter híbrido y sus aspiraciones a la regularidad clásica, que, llevándole a suprimir más de la mitad de la obra antigua, le forzaron a dejar sin explicación muchas cosas y a torturar la concepción primitiva, encajándola en un molde demasiado estrecho.

Por supuesto, Cienfuegos se indigna y declama largamente contra el matador de Bustos Tavera. Roelas no debía haber aceptado el encargo del Rey, sino huir o dejarse matar. «El amor, los celos, la amistad, el deudo, el agradecimiento, la esperanza, la opinión pública, toda, toda la naturaleza, ordenaba a Roelas que tomase cualquiera de estos partidos, y jamás el de la muerte; su acción es contraria a la naturaleza, en inverosímil, es prácticamente imposible, y, por consiguiente, falsa. A los que me digan que es verdadera porque es histórica, les responderé que el teatro no es la historia, ni la verdad real es la verdad poética, y que todas las verdades del mundo, mientras no se hagan verosímiles, serán dramáticamente falsas... Al teatro deben llevarse las acciones, quitándolas lo que tengan de odioso y de mal ejemplo. Roelas es [p. 188] un vil asesino, porque sólo echan mano de tales gentes para executar asesinatos; es un asesino en la opinión pública, porque sino no le dixera don Sancho, cuando le da la comisión, que matase a Bustos dondequiera que le encontrase; es un asesino, porque toma a bulto la comisión de matar, sin saber a quién; es un asesino, porque después que sabe esto, no experimenta casi ningún contraste de pasiones, y al instante resuelve y executa la muerte; es un asesino, porque después de esta hazaña no tiene remordimiento ninguno, y en lugar de arrepentirse dice que volvería otra vez a hacer lo hecho; es un asesino, y asesino consumado, porque se gloría de lo que debiera avergonzarse, y se mira como un héroe, cuando es más baxo, más ruin, más despreciable... [1]

Si interesa por algún respecto, es por la parte que en su desgracia le cabe a Estrella. ¡Ésta sí que interesa altamente; como que es noble, honrada, generosa, amable, inocente; como que [p. 189] padece por la virtud y pierde un hermano que era su amparo; le pierde por la mano de lo que más amaba, pierde con él todas sus esperanzas, lo pierde todo, y lo pierde en el instante en que se imaginaba la más feliz de la tierra! Su inocencia y sus infelicidades cautivan la atención y arrastran los ánimos de los espectadores, [p. 190] que, desentendiéndose de la acción de Roelas, sólo anhelan por saber cuál será la suerte de Estrella... Esta acción, que debía estar subordinada a la principal y ser parte de ella, se hace principal por la mala disposición del plan, y resultan dos héroes, dos acciones, dos intereses, de los cuales el dominante es el de Estrella.»

[p. 191] Califica de admirable el acto segundo, y hace de él un delicado análisis, escena por escena. Y cuando llega a la de la presentación del cadáver de Bustos, el alma impetuosa de Cienfuegos se sobrepone al convencionalismo de escuela y le hace exclamar con valentía, dentro de su enfático estilo:

«Declamen cuanto quieran los insensatos reglistas que, prohibiendo el ensangrentamiento del teatro, quieren prohibir la verdad y la naturaleza; declamen los que, poseídos de una sensibilidad que no tienen, se horrorizan de ver un cadáver en el teatro, y corren a las plazas a ver matar a sus semejantes; declamen los charlatanes que a fuerza de lengua quieren suplir la falta de instrucción y de entendimiento; declamen en hora buena, pero sálganse del teatro, y no profanen con su presencia unas escenas tan sublimes. Las almas tiernas se quedan, quieren quedarse, quieren contemplar el cadáver de Bustos, quieren afligirse, y deshacerse en lágrimas a su vista, y pagar el tributo debido a la [p. 192] humanidad doliente...» Cita las palabras de Estrella cuando manda llamar a Sancho, y la increpa diciéndola que ese amigo a quien llama es su mayor enemigo, es un monstruo. «El que entonces no diga esto en su corazón, el que no aborrezca, el que no odie con toda su alma a Roelas, el que no sienta a par de muerte que le haya amado un instante siquiera la amable Estrella, el que no se vuelva loco de dolor y de rabia, no tiene entrañas, es de bronce, debía prohibirsele el trato y comunicación con hombres.» ¡No llevaba poco lejos el crítico su sensibilidad! Pero tal era el estilo que había puesto de moda el autor de la Nueva Heloísa, y que naturalmente exageraron sus imitadores.

«En los tres actos últimos Estrella interesa siempre, porque como infeliz es un objeto de compasión, y un objeto de admiración y de amor por sus procederes nobles y generosos. Pero esta compasión que inspira proviene de sus infelicidades pasadas y no de las venideras, de aquellas que, estando amenazándola continuamente, aterran a los espectadores; en una palabra: la compasión no nace del terror, y, por consiguiente, el interés en estos actos no es trágico. No puede serlo de ningún modo, porque, tómese la cosa como se quiera, Estrella no puede ser más infeliz de lo que es en el acto segundo: ¿qué infelicidad puede temer que se iguale a la de haber perdido un hermano querido por mano de un amante y un esposo?

Por lo que hace a Roelas, de cuya suerte se trata en dichos actos, no interesa nada, como hemos probado. Todas las idas y venidas de los alcaldes y de Arias a la prisión, y las continuas declaraciones que le toman, que nada añaden a la primera, son monótonas, pobres; son ripios para llenar actos. [1] Los medios de que se vale D. Sancho para salvar a Roelas, son miserables, y el de procurar corromper indirectamente a los jueces, es ruin, indecentísimo. [p. 193] de mal exemplo; valiera más que usara de su poder absoluto para salvarle, que no que se envileciera con unas raterías indignas de la grandeza y majestad trágica. Y ¿qué diré de aquello de suplicar a Estrella que interceda por Roelas, y de absolverle a consecuencia de esta satisfacción, sin acordarse de la vindicta pública? Es menester confesar que este D. Sancho no dice ni hace cosa en toda la tragedia que no sea una tontería; y cierto, las tragedias no son para tontos. El buen hombre, viéndose cogido por todos lados, de modo que es menester que opte entre decir lo que ha pasado, o dexar que Roelas muera en un suplicio, ¿qué hace para salir de apuros?, coge y se mete a héroe:


       También yo ser quiero, hablando,
       Tan héroe como el que calla:
       Matadme a mí, sevillanos,
       Que yo solo fuí la causa
       De esta muerte; yo mandé
       A Ortiz que a Bustos matara.

¡Vaya, que el tal D. Sancho tenía ideas muy particulares del heroísmo! ¿Conque cumplir una obligación de justicia y de conciencia es heroísmo? ¡Medrados estamos si Dios no nos depara héroes de otra especie! ¡No faltaba sino que mandase ahorcar a Roelas y que luego se calificase también de héroe por haber vencido la repugnancia que le había costado el cometer tan grande atentado! Yo no lo extrañaría, porque esto mismo es lo que hace Roelas con Bustos, y luego nos le quieren hacer tragar por héroe. ¡Qué ideas tan trocadas de los héroes tenían en aquellos tiempos! La prueba es que todos los actores de esta tragedia la concluyen clamando a voz en grito:


       La heroicidad da principio
       Donde la flaqueza acaba. [1]

Es lo mismo que si dixeran que donde se acaba el llano empieza la cima de una montaña, o que uno empieza a ser extremadamente [p. 194] gordo cuando dexa de ser flaco. En estos tiempos se han mudado mucho las cosas, y creemos que donde acaba la flaqueza empieza, no la heroycidad, sino la fortaleza. Ahora gustamos mucho de la verdad, y por esta razón nos disgustan altamente estos dos versos, que contienen una máxima muy falsa. También nos disgusta el que la declamen todos a una voz, porque nos parece imposible que a todos se les ocurra de repente una misma máxima al mismo tiempo y que la expresen con las mismas palabras...

Al autor de esta tragedia le sucedió con los caracteres lo que con la acción: quiso hacer una cosa y le salió otra. Trató de hacer a D. Sancho bueno en el fondo, pero arrebatado, y D. Sancho salió malo esencialmente, y el más helado y flemático de todos los hombres. Crió a Roelas para héroe de magnanimidad, de generosidad, de valor y de ternura, y el maldito del mozo se dió tan buena maña, que vino a ser duro, inhumano, ingrato, ruin, un asesino a pedir de boca. Por lo que hace a los alcaldes mayores de Sevilla, son un alma en dos cuerpos, tan parecidos en todo, que no dice Guzmán palabra ninguna que no pudiera venirle bien a Farfán de Ribera, y al contrario. Estrella es la única que tiene un carácter constante, bien explicado, muy interesante, muy trágico; en suma, Estrella es toda la tragedia... [1]

Si no temiera alargarme demasiado, examinaría cada escena en particular, demostrando que algunas están mal trazadas; otras, que tienen buen plan, están mal desempeñadas, y hay muchas que son enteramente superfluas, como son todos los monólogos, a excepción del primero de Roelas, que no peca de superfluo, sino de mal desempeñado. [2] Que esto deba ser así lo conocerán, sin que yo lo diga, todos los que sepan que los vicios capitales del plan de la acción y de los caracteres influyen necesariamente en las escenas. Tampoco me detendré en el estilo, contentándome [p. 195] con decir que cuando es bueno, tiene una familiaridad noble que me gusta; pero, a veces, decae y dexa de ser trágico... Quisiera también no hallar algunos equivoquillos, y conceptos falsos, y pensamientos obscuros, y algunas otras expresiones insulsas y de malísimo gusto. ¿No es ridículo lo que en la escena quinta del acto segundo dice Roelas?:


       Arias, al Rey mi señor
       Decid que los sevillanos
       Las palabras en las manos
       Saben tener, pues por ellas
       Atropellan las Estrellas
       Y no hacen caso de hermanos.

Qué tiene que ver Estrella con las estrellas, ni las palabras con las manos? Y ¿qué quiere decir el mismo Roelas en estos versos?: [1]


       Cual si soñando estuviera,
       Veo agradables espectros,
       Que ahuyentan las negras sombras
       Del humano sentimiento.

Por lo que hace a la versificación, es en general bastante flúida; pero como está en cuartetas, en quintillas, en décimas y en romance, distrae el oído, le cansa, y da ocasión, por la fuerza del consonante, a muchos ripios y a muchos errores de cantidad.» Todos los ejemplos que cita son de Trigueros, y no de Lope.

«Dice el Sr. Trigueros en su prólogo que «da escogida armonía es una prenda excelente y loable para la versificación de los dramas; pero no es tan esencial en ellos, que sea lo que más se deba atender.» Convengo en ello, y tanto, que creo que puede haber tragedias en prosa; pero estas tragedias, comparadas con las que están en verso, a igualdad de las demas circunstancias, serán inferiores, porque tendrán un mérito menos, y por razón de esta falta [p. 196] producirán menos efecto. Suponiendo que estén versificadas, como la de que se trata, es esencial que estén bien versificadas, y lo que principalmente constituye una buena versificación, es la armonía imitativa.

«Estoy por decir más (continúa el Sr. Trigueros): esta afectada armonía es opuesta en algún modo a la naturalidad de una conversación, y ya se sabe que cualquier drama es una conversación correspondiente a los interlocutores y a la materia que tratan.» Si la armonía es afectada, no será escogida, que es de la que tratamos; y si es escogida, no será afectada. Que ésta sea opuesta a la naturalidad de una conversación común, es muy cierto; pero inferir de aquí que se opone a la conversación poética, es muy mala lógica. El Teatro no es la realidad, ni un drama es una historia, sino un poema; y ¿por ventura se opone a la naturalidad de éste la armonía imitativa? ¡Eh! ¿Por qué confundir lo verdadero con lo verosímil, las obras de la naturaleza con las producciones de las artes de imitación, los sucesos reales con los inventados, la naturaleza común y ordinaria con la naturaleza poética, con la bella naturaleza? En el instante en que las artes de imitación representan de un modo común cosas comunes, que todos los días y a cada paso estamos viendo, en ese instante dexarán de ser mentiras sublines, perderán la verdadera ilusión que producen como tales, y dexando de ocasionar placeres, vendrán a ser insípidas o dolorosas y eternamente insoportables.»

Puede decirse que en este juicio están calcados todos los que de la tragedia Sancho Ortiz de las Roelas hicieron los contemporáneos de Trigueros, y si en algo se apartan de él, es precisamente en lo que tiene de favorable y de atinado. Así, el traductor castellano de las Lecciones de Retórica, de Blair (D. José Luis Munárriz), hace suyo el examen de Cienfuegos, a cuya pandilla literaria pertenecía, y del cual había obtenido colaboración en sus trabajos críticos; pero no quiere tolerar, por razones que llama de decencia, la conducción del cadáver de Bustos al cuarto de su hermana. No hay que decir si el abate Marchena, en aquella especie de manifiesto antirreligioso y antimonárquico, que disfrazó [p. 197] con el nombre de Discurso preliminar a las lecciones de Filosofía moral y Elocuencia (1820), tendría censuras para la parte moral de esta pieza. «En La Estrella de Sevilla, Sancho Ortiz de las Roelas quita la vida a su mejor amigo, que iba a ser su cuñado, sólo porque se lo manda el Rey, y luego se deja condenar a muerte por no querer descubrir que éste le había mandado tan culpada acción. Ni el más leve remordimiento embate el alma de Sancho; siente a par de muerte el habérsela dado a su amigo, al hermano de su amada; se lamenta, sí, mas no se arrepiente. Tan incomprensible conducta procede de la fatal máxima, ya entonces universalmente acreditada, de que es el rey dueño absoluto de la hacienda y vida de sus vasallos, y que honran sus preceptos a aquel a quien da el cargo de que se las quite a otro. Esta opinión, tan diametralmente opuesta a las primeras nociones de moral, parecía tan inconcusa en la nación, que el célebre secretario de Felipe II, Antonio Pérez, hizo asesinar a Escovedo por mandado del monarca, y confiesa en sus cartas este abominable delito como la cosa más natural y menos digna de vituperio.»

Prescindiendo del asesinato de Escovedo, sobre el cual todavía no ha hecho bastante luz la historia, ni puede admitirse sin cautela el sospechoso e interesado testimonio de Antonio Pérez; y prescindiendo también de que fuera general una doctrina servil y absurda que, por el contrario, fué objeto de censuras inquisitoriales cuando algún predicador o teólogo se atrevió a sostenerla, hay que notar que Marchena fué el primer crítico que apuntó la semejanza grande que hay entre el conflicto trágico de La Estrella de Sevilla y el de El Cid; semejanza, por otra parte, tan obvia, que movió al poeta francés Pedro Lebrun a dar a su imitación del Sancho Ortiz el título de El Cid de Andalucía. Pero nuestro abate, sacando las cosas de quicio según su costumbre, cae en el dislate de suponer que Corneille se inspiró en la obra de Lope de Vega y no en Guillén de Castro, su único e indisputable modelo. «La dama de Sancho Ortiz, forzada a demandar justicia al Rey contra el matador de su hermano, a quien adora, y [p. 198] desempeñando esta tremenda obligación, cohechando luego al alcaide de la cárcel que encierra a su amante, y ofreciéndole medios para la fuga, que éste desecha, es visiblemente el modelo que imitó Corneille en su Ximena; y si los franceses sus contemporáneos hubieran sido más versados en nuestra literatura, con más razón le hubieran achacado ser plagiario de Lope de Vega que de Guillén de Castro.»

Sin sacar tal consecuencia, notó también la semejanza Martínez de la Rosa en las notas a su Poética (1827), pero observó, con su discreción habitual, que la índole del argumento de Sancho Ortiz no era tan interesante como la de El Cid. «Sancho Ortiz mata al hermano de su querida sin motivo, sin provocación ni ofensa, sólo por obedecer ciegamente una orden injusta del Rey; el público recuerda a cada instante la verdad con que el mismo Sancho exclama:


       ¡Palabra por mi mal dada
       Y para mi mal cumplida!...; [1]

y, por consiguiente, aunque disculpen en parte su acción las preocupaciones de aquel siglo, la lucha de su corazón no es tan noble ni puede excitar el mismo interés que la de Rodrigo, el cual, si mata al padre de Jimena, es porque éste había antes agraviado al suyo. La diferencia que media entre uno y otro caso es tan grande, que refleja, por decirlo así, hasta sobre las dos queridas: la pasión de Estrella excita menos interés en nosotros, porque la acción de Sancho Ortiz es de tal naturaleza, que debe hallar poca disculpa ante los ojos de su amante; pero el motivo mismo que lucha contra el amor en el alma de Jimena, aboga indirectamente en favor de Rodrigo; si ella debe vengar la muerte de su padre, Rodrigo no debió dejar impune la afrenta del suyo. ¡Qué manantial de bellezas no ha debido nacer de la lucha de tales pasiones, diestramente manejada!»

Poco de original tenían estas observaciones de Martínez de la [p. 199] Rosa. Seis años antes las había formulado, sustancialmente iguales, otro humanista de su propia escuela, aunque de más talento crítico que él. Don Alberto Lista (que por cierto no volvió a hablar de La Estrella de Sevilla, ni en las Lecciones sobre el Teatro español que dió en el Ateneo en 1836, ni en sus posteriores estudios de literatura dramática) había publicado en El Censor [1] un artículo muy curioso, en que, a la vez que se apunta el parentesco entre ambos dramas, se glosan y refuerzan hasta el último punto de exageración los reparos morales y políticos de Cienfuegos y el abate Marchena, traduciéndolos al estilo tribunicio del período constitucional del 20 al 23, cuando Lista, como los demás afrancesados, quería pasar todavía por liberal acérrimo.

«La situación dramática (dice) no puede ser más tierna y dolorosa. Estrella, obligada a perseguir en justicia a su adorado amante; Sancho Ortiz, separado para siempre de Estrella por un asesinato que se creyó obligado a cometer, presentan uno de los cuadros más trágicos e interesantes. Es, en el fondo, la misma situación del Cid, y esto precisamente es lo que disminuye el mérito de la combinación de La Estrella de Sevilla; porque cuando se copia la situación [2] es necesario que los medios sean nuevos y de mucho interés para que la nueva pieza no pierda en la comparación. Ni Otelo puede luchar con Orosmán, ni Montcasín con Tancredo, ni Sancho Ortiz con Rodrigo de Vibar.

El enlace de Sancho Ortiz no puede pasar en una nación civilizada. Toda la sangre sube a la cabeza, y el espectador murmura de indignación, cuando ve al amante de Estrella, fanático por lo que él llama el servicio de su Rey, insultar a su amigo, a su hermano, con el objeto de incitarle a una lid en que muera o mate. No hay escena más odiosa ni más inmoral. Se detesta a Sancho Ortiz, y no vuelve a inspirar interés. Las lágrimas de [p. 200] los espectadores son para la desgraciada Estrella, carácter perfectísimo; pues basta que sea carácter de mujer dibujado por Lope.

Para hacer interesante a Ortiz, sería necesario que su manera de sentir fuese conforme a la razón o a los efectos comunes de los hombres, o, por lo menos, una preocupación propia de la época a que se refiere la acción del drama. Se ve, pues, que la cuestión dramática está ligada con cuestiones históricas, morales y políticas.

Examinemos, en primer lugar, si en tiempo del rey D. Sancho el Bravo había en España la preocupación de que «era lícito asesinar cuando el rey lo mandaba». [1]

Tan lejos estaban los españoles de aquel siglo de pensar de esta manera, que antes bien las ideas y máximas comunes entre los nobles y personas de distinción, se dirigían más bien a exagerar el poder y las prerrogativas de la nobleza que los del rey. El mismo D. Sancho el Bravo tuvo que matar por su mano, casi en el mismo regazo de su esposa, a D. Lope de Haro, señor faccioso y atrevido. Este hecho prueba la barbarie del siglo; mas no prueba que los nobles corrían, como Sancho Ortiz, a degollarse por dar gusto al Rey. Nadie ignora los desórdenes de la menor edad de D. Fernando IV, hijo de Sancho, y de Alonso XI, nieto del mismo; de modo que aquel siglo fué en el que Castilla se vió más expuesta a los desórdenes de la anarquía feudal. Por consiguiente, estaban muy lejos de los ánimos las máximas serviles de la obediencia pasiva...

[p. 201] Las expresiones fastidiosas e inmorales del lenguaje servil de que abunda la comedia de Sancho Ortiz, no son propias del siglo de Sancho el Bravo, sino del de Felipe III, cuando la nación, domesticada por Fernando V, enfrenada por la Inquisición, llena de cadenas y laureles por Carlos I, y envilecida bajo Felipe II, había perdido con su antigua altivez el sentimiento de su dignidad, y adoptado un lenguaje correspondiente a su nueva fortuna. Entonces se podía decir:


       Vuestra voluntad es ley
       Que no exceptúa a ninguno;
       Y si ha de ceder alguno,
       No ha de ser quien ceda el Rey.
       . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
       Vale tu quietud más
       Que el vasallo que más vale.
       .. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
       ¿El Rey no pudo mentir?
       No; que es imagen de Dios .
       .. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
       No sé si es injusto el Rey:
       El obedecerle es ley...
       .. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
       Pues mandó el Rey matarle,
       Sin duda que daría causa... [1]

Que se fuesen con estas horribles máximas a los castellanos valerosos y turbulentos del tiempo de Alonso el Sabio y de su hijo D. Sancho, a aquellos castellanos que se desnaturalizaban de su patria por el agravio que recibían o creían haber recibido de su rey, y que cuando volvían a ella sabían, como el ilustre [p. 202] Alonso de Guzmán, dar el cuchillo para la muerte de sus hijos por conservar la plaza que se les había confiado. Hombres de este temple no asesinaban para favorecer los amores de un monarca. Estos horrores estaban reservados a Felite II y a Antonio Pérez; y quizá la segunda intención de Lope de Vega, al escribir la comedia de La Estrella de Sevilla, fué censurar la conducta atroz y baja del Tiberio español, que mandó asesinar a Luis (sic) de Escovedo, engañó al despreciable asesino, y le hubiera dejado perecer en un cadalso si no le hubiera valido su diligencia. Muévenos a creer esto ver que la acción de la pieza es inventada; que no hubo semejante hecho, ni en tiempo de Sancho el Bravo, ni de otro rey antiguo de Castilla, y que el único suceso que se le parece fué el de la traición de Antonio Pérez. La historia no justifica, pues, el carácter de Sancho Ortiz.

La moral tampoco. Felizmente, vivimos en un siglo de luces y humanidad, en que ninguna especie de fanatismo puede disculpar el asesinato ni atenuar el horror que excita tan odioso crimen... Todo delincuente debe perecer a manos de la ley, y no a manos del hombre... ¿Por qué, pues, en un siglo ilustrado se presenta a la conmiseración de los espectadores un asesino que, cuando más, sólo debe excitar el terror? ¿Tiene su crimen alguna disculpa en la máxima política que le hizo obrar? No: aquella preocupación no existía en su tiempo, ni ha existido en otro ninguno, sino bajo el despotismo de la dinastía austríaca: entonces se decía en los teatros y se escribía en los libros que «los reyes son dueños de vidas y haciendas», [1] pero no del honor: excepción decorosa para la nación española, que, aun en el estado de la más abyecta esclavitud, puso fuera del alcance del despotismo la más preciosa prenda del hombre social.

Pero en nuestro siglo, en que ya se sabe que el rey no es amo, sino magistrado; no es propietario, sino jefe; bajo un gobierno [p. 203] constitucional que demarca con toda exactitud los deberes y derechos de los súbditos, ¿qué interés puede inspirar Sancho Ortiz? Los versos que se han añadido últimamente en la representación, y que sirven de correctivo al servilismo que mancha toda la pieza, acaban de destruir el efecto teatral que los desgraciados amores de Sancho y Estrella hayan podido inspirar a los espectadores. [1]

Lloremos, pues, la desgraciada situación de Rodrigo de Vibar: su historia, cantada en España desde tiempo inmemorial; las máximas del pundonor, omnipotentes en su siglo, y no abrogadas todavía en el nuestro; la terrible ofensa que recibió su padre; los insultos que él mismo sufre en su diálogo con el Conde Lozano, todo disculpa su desafío, todo contribuye a lastimarnos de su desgraciado amor, y la compasión que excita Jimena se extiende también a su desventurado amante. En su tragedia se pintan costumbres antiguas, ideas y preocupaciones propias de la época a que se refiere, que es la de la barbarie feudal: el contraste entre el amor y el honor es allí perfectamente dramático, porque los medios son proporcionados a las situaciones. [2] Dejemos, pues, a Sancho Ortiz entregado en la prisión a sus reflexiones, que se crea héroe cuando no es más que un asesino, y escuchemos los lamentos del Cid, que sin creerse héroe lo es, y que ha cumplido el más triste de todos los deberes. Sancho Ortiz de las Roelas no puede ya vivir en nuestro Teatro, porque es una pieza contraria a los sentimientos morales de la actual generación.»

A pesar de los anatemas de críticos y moralistas, Sancho Ortiz continuó viviendo, y eso que se esgrimieron contra él todo género [p. 204] de armas, no sólo las de la censura docta, severa y aun elocuente, sino las del gracejo de buena ley. Sea muestra de ello una chistosa carta satírica, firmada en Chiclana, a 14 de julio de 1800, por el canónigo penitenciario de la catedral de Cádiz, D. Cayetano María de Huarte, buen humanista y versificador mediano, conocido principalmente por el poema jocoso de la Dulciada. Esta carta ha estado inédita hasta ahora, aunque su autor la remitió al Memorial Literario y a otros periódicos de su tiempo, sin conseguir que la insertasen. Hoy se publica por primera vez, gracias a la bizarría del ilustre historiador de la poesía castellana en el siglo XVIII, nuestro venerable compañero D. Leopoldo Augusto de Cueto, marqués de Valmar, que la recogió con tantos otros documentos útiles para ilustrar la historia literaria de dicha centuria, y ha tenido la bondad de franqueármelos generosamente. [1] Suprimo sólo las primeras líneas de la carta, que no se refieren a la tragedia de Trigueros, sino a la comedia de Kotzebue, Misantropía y Arrepentimiento, de la cual por entonces se hicieron dos traducciones castellanas:

«Bendito sea mil veces el Sr. Trigueros, aún más que por Los Menestrales y La Riada, por haber mejorado la tragedia de Lope La Estrella de Sevilla, a la que yo, después de ponerle aquel hermosísimo epígrafe, Miserum est tacere cum prodesset loqui, hubiera añadido para los meros romancistas el antiguo refrán Al buen callar llaman Sancho; pues tengo mis ciertas presunciones que se hizo por Sancho Ortiz de las Roelas. Sea de esto lo que fuere, puedo asegurar a Vmd. que al leer la tragedia me acordaba de nuestros predicadores que declaman tanto contra el moral de nuestro teatro. ¡Ah! Si leyeran ellos, decía yo, la tragedia de Sancho Ortiz, corregida por el Sr. Trigueros, otra cosa dirían. Léanla, y léanla con la crítica y reflexión que yo, y no con el ánimo de buscar nodum in scirpo, y verán qué moral tan [p. 205] puro y tan necesario de presentarlo sobre el teatro en nuestros días.

Así es, y dispuesto tan sabiamente, que desde las primeras palabras ya ve vuestra merced toda la enseñanza y todo cuanto ha de suceder. Dice el rey D. Sancho:


          Sé que es vana mi porfía:
       Mientras que Bustos Tabera
       Cele a su hermana, o no muera,
       Estrella no será mía.

Ya ve Vmd. aquí un Rey ostentando todo su poder tal cual Dios se lo da. Y ¿por qué ha de ser tan mentecato D. Bustos que cele a su hermana de un tal modo que se oponga a los favores que el Rey quería hacerle? Bien empleado está el que lo maten, por tonto. Yo apuesto cualquiera cosa que en el día no han de matar a ningún hermano, a ningún padre, ni a ningún marido por esto. [1] De los escarmentados se hacen los avisados; y si alguno fuese tan tonto que no escarmentase con lo que le sucedió a Tabera, que lo pague. ¡Ah! Buen D. Arias, aténgome a su doctrina, que viendo al pobrecito Rey tan afligido, le decía:


          ¡Qué! Señor, romper por todo.
       Antes que todos sois vos,
       Y es cosa dura, ¡por Dios!,
       Que padezcáis de ese modo.
          Vuestra voluntad es ley
       Que no exceptúa a ninguno;
       Y si ha de ceder alguno,
       No ha de ser quien ceda el Rey.

Y así es. ¡Qué cosa más dura que ver padecer al pobrecito Rey por querer disfrutar a Estrella, y que su hermano, sólo porque lo es, se lo impida, sin mirar que es un vasallo y que el Rey no debe ceder ni aun en esto! ¿A Vmd. le parece que yo me burlo? Nada menos. Si cree demasiado lisonjeros los consejos de don [p. 206] Arias, oiga a Sancho Ortiz, hombre de pro, que no sabía adular, y que supo facer la fazaña que el Rey le mandó. Óigalo Vmd. en la escena V del primer acto, y oirá que le dice a Su Alteza que en él


          Una imagen sacra veo
       De Dios, que es su copia el Rey,
       Y después dél, en vos creo,
       Y en servir a vuestra ley,
       Después de su ley, me empleo.

¿Lo ha oído Vmd.? Pues reflexionemos un poco. No sólo es imagen de Dios el Rey, eso ya lo sabíamos, sino que después de Dios debemos creer en el Rey; de modo que en el símbolo, después de decir creo en Jesucristo, debemos decir: y en el Rey. Hombre, ¡qué hallazgo! Una regla más de fe por su orden: Dios, el Rey, la Escritura, la Iglesia. De aquí es que el amigo, que lo tenía bien estudiado, no sólo dijo que después de Dios creía en el Rey, sino que miraba cualquiera palabra suya como ley. Esto lo confirma en la escena VII, donde dice: «Que el Rey no puede mentir, porque es imagen de Dios.» No faltaba más sino que pudiese mentir quien es regla de fe que no puede ni engañarse ni engañar. Hizo muy bien el amigo Roelas en matar a Bustos, y en mi dictamen, pues se lo mandó el Rey, ni agua bendita debió tomar por el asesinato. Bien lo conocía él, y así dijo tantas veces que no había cometido delito.

Ni crea Vmd. que él lo dijese por excusarse o por encubrir quién se lo mandó, sino muy firmemente persuadido a que no había obrado mal, a lo menos en materia grave. El Rey, que conocía muy bien hasta dónde llegaba su autoridad y la razón tan grande que le había asistido, no calificó esta acción, aun antes de descubrirse, como cosa mayor; y así, cuando mandó a Arias a que dijese Ortiz quién le había ordenado que hiciese el asesinato, lo califica de un mero desliz:


       Mas si callar es su intento,
       Hoy mismo de su desliz
        [p. 207] Será público escarmiento:
       ¡Hombre extraño será Ortiz! [1]

Estrella, cuando intenta luego libertar a Sancho, como ya ella había sospechado que el Rey había sido quien mandó matar a su hermano, no califica el asesinato más que de un desliz, y así le dice a Sancho:


       Vete, y sé de hoy más feliz.
       Yo, haciendo lo que debía,
       Estrella soy que te guía,
       Clara antorcha en su desliz. [2]

El mismo Sancho, el mismísimo Sancho, en la propia escena, que es la sexta del tercer acto, no califica de otro modo su atentado. Óigaselo Vmd. decir por su propia boca, que ya se habrá comido la tierra. Óigalo Vmd. en aquella despedida tan tierna y tan propia de la situación en que estaban Estrella y él, capaz de enternecer a un bronce:


              SANCHO
       ¡La ofendí siendo tan bella!


              ESTRELLA
       ¡Tan héroe, y es infeliz!

              SANCHO
       ¡Triste y forzoso desliz!

              ESTRELLA
       Adiós, y olvidad a Estrella.

              SANCHO
       No os acordéis más de Ortiz. [3]

[p. 208] Ya ve Vmd. que lo llama desliz, y desliz forzoso, esto es, preciso, que no pudo dejar de cometerlo. No, señor, no. No ve Vmd. que se lo mandó el Rey, que no puede ni engañarse ni engañar? Y eso que D. Sancho estaba con una pesadumbre, la más grande, por haber muerto a su amigo; y esta pesadumbre se la aumentó hasta lo sumo la cristiana y juiciosa reflexión que hizo y acaba Vmd. de oírle; reflexión por la que da a entender que se agravó el delito o desliz hasta el grado de sacrilegio, que lo reviste de unas circunstancias, en mi juicio, o mutantes speciem, o notabiliter agravantes: su misma pena le hace producir la reflexión que ha hecho, para enseñanza y escarmiento de todos los que maten hermanos: ¡La ofendi siendo tan bella! Ya ve V. que matar al hermano de una mujer hermosa es un delito muchísimo más grave que matar a cien hermanos que tuviesen una mujer fea; y, sin embargo, Sancho, Estrella, el Rey, lo califican de un desliz, esto es, de haber caído en una flaqueza o miseria; y si V. me apura, no haber acabado de caer, o haber caído inadvertidamente o por descuido. Yo, si hubiera tenido la honra de ser el reformador de esta tragedia, me parece que la hubiera intitulado El Desliz de Sancho Ortiz. Algún malicioso dirá que el haber repetido desliz tantas veces, hablando del asesinato, ha sido por buscar consonante a Ortiz y a infeliz, y que si se hubiera llamado Sancho Hernando, habría dicho el Rey a D. Arias:


       Mas si callar es su intento,
       De su pecado nefando
       Será público escarmiento:
       ¡Hombre extraño es Sancho Hernando!

Y ¿lo creeré yo? Buenos son Lope de Vega y el Sr. Trigueros para andarse en busca de ripios: estábamos bien.

¿Conque también tendrá Vmd. por ripio aquella palabra afán de la escena VI del segundo acto, cuando dice Farfán:


       Llevad a Bustos Tabera,

[p. 209] y responde éste:


       Sí, que vuelve ya su hermana,
       Y fuera pena inhumana
       Que renovara su afán? [1]

Vuestra merced la tendrá por ripio, porque le parecerá algo más que afán un accidente causado por la inesperada vista del cadáver de su hermano, que vió Estrella acabado de asesinar, y vertiendo sangre por las heridas; a mí me parece también algo más que afán; pero ¿cómo he de creer que sea ripio, después de haber leído la advertencia o prólogo, en el que se dice se encuentra en esta tragedia «acción escogida y bien manejada, caracteres sublimes bien sostenidos..., expresiones dignas, y una versificación como suya (esto es, de Lope), son prendas en que abundan tanto pocos ingenios de ninguna nación?» Confieso a Vmd. que esta última expresión, «son prendas en que abundan tanto pocos ingenios de ninguna nación», no la entiendo bien ni sé lo que dice, aunque sí comprendo lo que quiere decir; pero todo lo demás de «acción bien escogida y bien manejada, caracteres sublimes bien sostenidos, expresiones dignas y una versificación como suya» lo entiendo, y muy que lo entiendo, y si no, vamos discurriendo por todas ellas.

«Acción bien escogida y bien manejada.» Y ¿le parece a V. que pudo escoger entre todas las acciones, no digo ya del rey D. Sancho el Bravo, sino de todos nuestro reyes, acción más digna que la de matar a Bustos, magüer que fuese un vasallo honrado, porque no consentía que el Rey folgase con su hermana?

¿No es ésta una acción propia del que es imagen de Dios? ¿Una acción que manifiesta hasta dónde llega el poder de los soberanos? ¿No le da honor al carácter de D. Sancho?

«Acción bien escogida y bien manejada.» Si Vmd. lo toma por lo material de la acción, ¿pudo manejarla mejor Sancho Ortiz? Dígalo el muerto. ¿Pudo Roelas haber demostrado mejor que [p. 210] creía en su Rey después de Dios, que dejándose bajo la mano, muerto al golpe, como se dice ahora, a Tabera? ¿Puede darse en un vasallo acción más digna que servir a las pasiones de su Rey, cerrar los ojos si se le ocurre alguna duda o escrúpulo, y decir como buen católico: El Rey no puede mentir; no, que es imagen de Dios?

«Caracteres sublimes bien sostenidos.» Ahí no es nada. Mire Vmd. si los hay en la tragedia: un Rey que sabe dónde le aprieta el zapato de su carácter; sabe que ha de sostener sus pasiones, y caiga el que cayere. Quiere prostituir a una doncella honrada. Ha de sostener el carácter sublime de irse de noche disfrazado a la casa de ella; ha de sobornar a una esclava; ha de tirar la espada contra un hermano que quiere defender su honor. Si éste le pide licencia para casarla, se la ha de conceder, porque no puede negársela; pero ha de tener el carácter sublime de decir: Hasta aquí pudo llegar; su muerte al fin resolví.

Para esto ha de elegir el noble y sublime medio de buscar un asesino, y el aun más noble y más sublime de decirle que lo mate a traición; lo ha de engañar, encubriéndole el todo de la verdad, y diciéndole que aquel hombre lo quiso matar a él. Ya que quiere castigarlo por esto, no ha de andarse con formalidades judiciales, acusaciones, procesos, jueces, sentencias; eso, mi abuela haría lo mismo. El carácter sublime y bien sostenido de un rey no ha de sujetarse a las leyes, sino ha de ser praeter legem et contra legem. Si a ese asesino lo pilla la justicia, hay medios propios de un carácter sublime para defenderlo y librarlo: primero, ligarlo de antemano con el siglo para que no diga quién le mandó hacer el asesinato; segundo, empeñar toda la autoridad real para que los jueces falten a su deber y no le impongan la pena de la ley. Si ellos son tan mentecatos, tan sin carácter sublime, que se empeñan en imponer al reo la pena que merece, hay el medio dignísimo de enfadarse contra ellos y tratarlos con la mayor aspereza y severidad. Yo no sé cómo no le ocurrió al señor Trigueros el medio más fácil de quitarles el empleo y desterrarlos. Por último, cuando ya no quede recurso, cuando vayan a apretarle el pescuezo al [p. 211] asesino, entonces decir la verdad. Esto sí que se llama carácter sublime y bien sostenido: sostenido hasta que no quedó arbitrio. Bien lo conocieron luego los jueces, pues al oír decir al Rey que él había mandado a Sancho Ortiz que matase a Bustos, exclamaron:


       .......................................... Así
       Sevilla se desagravia;
       Que pues mandó el Rey matarlo,
       Sin duda daría causa.

¡Y cómo si la dió! ¿Qué hombre de buen juicio se niega a los favores de su rey como se negó Bustos? Yo le aseguro que si él hubiera nacido en Marruecos, habría ido a ofrecer al Rey a su misma hermana Estrella.

De aquí es, vea Vmd. si yo soy ingenuo, que el carácter de don Bustos Tabera no me parece sublime, sino un carácter brusco, poco sociable y demasiado quijotesco. Es innegable que en el día hay más ilustración, mejores ideas, más filosofía que en aquellos tiempos; pues Vmd. no encontrará, aunque lo pague a peso de plata, un hermano tan grosero y poco complaciente como Bustos. ¿Qué digo hermano? No hallará Vmd. un padre, una madre, un marido que haga lo que este feroz Tabera. Pues, hombre de Dios, ¿no es una locura que vengan a presentarnos al teatro un ejemplar tan contrario a las ideas y costumbres en que vivimos? ¡Qué consecuencias tan funestas se pueden seguir! Ahora nadie riñe, no digo con los reyes, que no hacen esas travesuras, pero ni con mucho menos que el rey, por defender a su hermana, a su hija ni a su mujer. Con este ejemplo, ¿qué sabemos si querrán algunos hacer del D. Bustos y sucederán mil desgracias?

El carácter de D. Arias, si he de decir verdad, no me parecía sublime al principio, sino bajo y de un vil adulador; pero luego que reflexioné un poco, conocí que era sublime y bien sostenido. Arias, como hombre cristiano y de juicio y buen vasallo, hace ver que es cosa muy dura que un rey esté padeciendo de [p. 212] aquel modo, porque Bustos no le consiente que prostituya a su hermana Estrella; hace ver que la voluntad del Rey de prostituirla, es una ley que a nadie exceptúa, ni a Estrella, ni a todas las estrellas del firmamento; y así, Bustos es el que debe ceder de su majadería y su capricho, y entregar a su hermana. Bien mirado, ya ve Vmd. que le sobra razón. ¡Bueno fuera que lo que hace un rey moro en su reino no lo pueda hacer un rey cristiano en el suyo!

¿Y mi buen Sancho Ortiz de las Roelas? Éste sí que es carácter sublime, sublimísimo, y más que sublimísimo, el más digno de un héroe y de un héroe cristiano. La lástima es que, aun presentado en el teatro para ejemplo, temo que sean muy pocos los que le imiten. ¡Qué obediencia tan ciega a su rey! Ya se ve, como que creía en él después de Dios, y sabía que el Rey no podía ni engañarse ni engañarlo. Así hubiérale mandado matar cuñados, hermanos, padres, mujer e hijos, él los hubiera matado a todos con la misma serenidad que quien mata conejos. Pues que vayan luego a sacarle que diga quién le mandó matar a Bustos; primero sacarán un judío de la Inquisición. ¡Qué heroicidad! ¡Qué carácter tan sublime! ¡Haberse comido el papel que le dió el Rey para su resguardo, y que podía salvarlo! ¡Y no habérselo comido poco a poco, para que le costara menos trabajo, sino todo de una vez  Y en verdad que en todo el día no quiso tomar otro alimento. Nuestra desgracia ha sido que el Rey al fin descubrió la verdad; que si no, hubiera tenido la Iglesia de España un mártir del sigilo real, antes que la Iglesia de Praga un mártir del sigilo de la confesión; pues mi buen Sancho se hubiera dejado ahorcar mil veces antes que descubrir al Rey.

En punto a la versificación, que es como de Lope de Vega, confieso que algunas escenas no me gustaron, porque están en aquel verso de romance asonantado, tan extremadamente flúido y natural, que parece prosa. Esto se me figura compota de versos; aquélla, almíbar clara y líquida como el agua, que apenas sabe a dulce; y así como éste lo quiero yo muy subido de punto y muy espeso, los versos los quiero muy atestados de consonantes; [p. 213] con sus retruecanillos, que dan una cierta armonía a la dicción y hieren los oídos bien organizados de un modo el más grato. Entre otros ejemplos que puedo citar de esta hermosísima tragedia, me contentaré con proponer dos escenas, que dudo las haya mejores ni tan buenas entre cuantas piezas componen nuestro Teatro. La una es cuando Sancho Ortiz sale del alcázar ya con la orden de matar a un hombre, pero aun no sabe quién es, y dice:


       Camino a buscar a Busto...
       Mas sabré quién es el muerto;
       Que servir al Rey es justo
       Aun primero que a mi gusto. [1]

No nos paremos en que dice: «Mas veré quién es el muerto», en lugar de: «Veré a quién he de matar», pues esta es una figura retórica, en que toma el pretérito por el futuro, porque, de lo contrario, sería decir: «Mas veré quién es el muerto a quien debo matar», y parémonos sólo en el deleite y armonía que causan aquellos tres consonantes, Busto, gusto, y justo . Pues aun hay otra escena más mejor, como dicen los muchachos. Lee Sancho el papel que le dió el Rey, y ve que es a Bustos a quien debe matar, y luchando entre el amor grande que tiene a Tabera y el precepto del Rey, dice:


       Viva Busto... ¿Busto, injusto
       Contra su Rey, por mi gusto
       Ha de vivir? Busto muera:
       ¡A qué batalla tan fiera
       Me entrega tu nombre, Busto!

Prescindiendo que no comprendo qué quiera decir que el nombre Busto es el que entrega a Sancho a una batalla tan fiera, a no ser que hable de la dura lucha de no encontrar más consonante qué justo, injusto y Busto, aseguro a V. que más quisiera ser autor de esta escena, que de las poesías de Meléndez Valdés y de las de Fray Diego González. Yo no encuentro con qué comparar [p. 214] esta escena, sino con la última estrofa del himno del oficio de San Frutos, patrono de Segovia:


       Gloria tibi, Domine,
       Fæcunde fructus virginis

        Qui ligni vitæ fructibus
        Beatum Fructum reficis;

y aun me parece que está mejor la escena; y si no, que lo diga cualquiera.

¡Bendito sea el Sr. Trigueros, que nos ha proporcionado ver en nuestro Teatro una tragedia tan excelente! ¡Qué modelo se presenta a los reyes, para que sepan que en negándose un vasallo, aunque sea el mayor infanzón, a que prostituya a su hermana, ha de mandar que lo asesinen! ¡Qué ejemplo a los vasallos, para que entiendan que la voluntad del rey, sea la que fuere, es ley que no exceptúa a ninguno; que han de entregar a sus hermanas cuando se las pidan, y si no, estocada y a ellos! ¡Qué ejemplo a los que el rey mande hacer un asesinato, aunque sea a traición, para que lo ejecuten, y para que, si les da un papel de resguardo, se lo coman todo entero, y en aquel día no prueben otro alimento! ¡Qué tragedia, qué caracteres tan sublimes, qué moral tan pura!

Yo me entusiasmé tanto con la lectura de esta tragedia, que me tentó Patillas de ver si podía hacer otra sobre asunto muy parecido, pero que le excediera en algo; ¡qué vanidad! Me ocurrió un asunto, el más semejante en lo principal de los amores, pero que excede en mucho en las circunstancias al argumento de la tragedia de D. Sancho. Tal es el de los amores de D. Juan V de Portugal con una monja; asunto más público y mucho más inmediato a nuestros tiempos que el de los amores de D. Sancho el Bravo; ya ve Vmd. cuánto es la acción de mi tragedia más grande y más heroica. Me propuse formar el plan, arreglado en un todo al del Sr. Trigueros, uniformarme con él enteramente, copiar sus escenas, y mas que me llamen plagiario. Me pareció poner un D. Nuño de Almeyda que aconsejase al rey D. Juan, como D. Arias a D. Sancho; un cura y vicario de monjas que celase a éstas, [p. 215] como Bustos a su hermana, al que llamé Valera por si me convenía para el consonante. Introduje un sacristán de monjas, al que despide el vicario porque averigua se vale de él el Rey para entrar en el convento; y no me acomodó que el vicario lo matara, como Bustos a la esclava que introducía al rey D. Sancho, por el grande inconveniente de que me hallaría con el cura irregular desde la primer escena, y me haría falta luego. Finjo un donado demandante del convento, hermano de sor Clara, querida del Rey, porque vi no podía ser su novio, como Sancho Ortiz de Estrella; y de este donado se habrá de valer después el Rey para que le dé una buena paliza al vicario, pues no tuve por conveniente ensangrentar la escena. Ya ve V. que un huevo no es más parecido a otro huevo que mi comedia a la del Sr. Trigueros; pero huevo más grande éste; quiero decir, un asunto de la misma, mismísima idea, pero más heroica, cuanto va de una seglar, que era Estrella, a una monja, que era sor Clara.

Formado el plan, empecé a trabajar tal cual escena por vía de ensayo, y la primera dice así:


              REY D. JUAN
       ¡Qué en vano mi amor porfía!
       Mientras que el cura Valera
       Cele a su hermana o no muera,
       Sor Clara no será mía.

              NUÑO DE ALMEYDA
       Señor, me parece mal
       Que un vicario, sin razón,
       De un Rey, y de Portugal,
       Contradiga la pasión.
       A vuestro amor lo primero
       Debéis dar contentamiento:
       Entraos en el convento,
       Muera ese vicario fiero;
       Y de esa pasión fogosa,
       Que cual ley debe mirarse,
       Sor Clara no ha de excusarse
       So color de religiosa.

[p. 216] Ya ve V. que esto no va malo. Luego en la escena II se presenta el cura Valera al rey D. Juan, y le dice que ha determinado esté siempre cerrada la portería de las monjas. Conoce el Rey la intención del cura, que era para estorbarle que entrase en el convento, y así que se retira Valera, dice enfurecido a Nuño de Almeyda:


       Su castigo he decretado:
       Haced, Nuño, que al instante
       Traigan aquí aquel donado
       De las monjas demandante.

Viene el donado, y el Rey le dice que conviene a su servicio que le dé una buena paliza a un sujeto, cuyo nombre le pondrá en un papel cerrado, y que le dará otro que le sirva de resguardo. Le ofrece el donado que dará los palos aunque sea al lucero del alba. Sale del Palacio, le dan en la puerta un papel de la abadesa en que le ordena vaya al instante a dar un recado de la comunidad, que parece era, a saber, si estaba mejor de un constipado la priora de otro convento. Quiere enterarse de lo que le manda su prelada, e imitando en todo a Sancho Ortiz, dice:


       ..................... Pero antes
       Veré a quién he apaleado;
       Que pues al Rey lo ofrecí,
       Aunque los palos no di,
       Supongo que los he dado.

Así, imitando la expresión «Más sabré quién es el muerto», salvo la objeción de que aun no se había hecho lo que el verso supone ejecutado ya. Lee el papel del Rey, que dice:


       Al que habéis de apalear
       Es al vicario Valera.

Llénase de horror y sentimiento mi buen donado, al ver que va a hacer un vicaricidio; conoce que esta inhumana resolución del Rey era efecto del desordenado amor a sor Clara, y exclama:

        [p. 217] Triste Clara, Clara cara:
       ¡Así a su Rey se ultrajara!
       ¡Viva Valera!... No, ¡muera!
       ¡A qué batalla tan fiera
       Me entrega tu cara, Clara!

Ya V. ve que en esta escena (no es vanidad) he excedido a Lope, o al Sr. Trigueros, quienquiera que fué el autor de la que imito. Ya V. ve que a la imitación añado el agudo equívoco de cara por semblante o rostro, y cara por amada, y porque le cuesta mucho. Pocas imitaciones salen tan felizmente como ésta. Sigo con mi ensayo: estando el donado en esta consternación, se encuentra con el vicario, que le reconviene porque no ha ido a la diligencia que le mandó la abadesa; el donado responde que porque no ha querido; le amenaza el vicario que lo echará del convento, y ¡zas!, el donado alza el garrote que llevaba, apalea al vicario y lo deja medio muerto. Como esto era en medio de la calle, la gente que lo vió prende al donado; recogen al herido y lo llevan a la portería del convento; sale la abadesa, y hasta treinta y cinco monjas, que no son más que comparsa; todas habrán de gritar a la par, que será un gusto ver esta escena, como la hagan bien las actrices y no me la echen a perder. Desmáyase nuestra madre abadesa; la retiran a su celda, y como yo me propuse imitar en un todo a mi modelo, sentí no haber puesto a alguno de los personajes el nombre de Guzmán, Farfán, Tristán o Tamorlán, que me hubiera hecho mucho al caso para consonante de afán, que tenía que decir; pero salí muy bien del apuro diciendo, con alusión al vicario, que estaba privado de sentido:


       Retiradlo a ese desván;
       Ya ha vuelto en sí la prelada,
       Y fuera pena extremada
       Que renovara su afán.

En fin, el Arzobispo declara por excomulgado al donado, por el capítulo Si quis suadente diabolo, y lo prende; reclámalo el juez secular; ríñese una competencia de jurisdicción; se decide [p. 218] por el seglar; quiere éste sentenciar al donado a pena capital; lo llama el Rey, y dice que bastará vaya el donado a un convento de frailes de demandante. Los jueces insisten en que ha de morir. Lo sentencian a que sufra la pena de horca. Pregúntanle si alguno le ha mandado que diera de palos al vicario. Él había quemado el papel que le dió el Rey, porque sabía que el comer papel le haría mucho daño, y creyó que era lo mismo quemarlo, y como no se lo comió, fué preciso que tomase otro alimento. Llámalos el Rey; manda al donado que descubra a los cómplices; él dice que no los hay, y que un papel que podía libertarlo lo ha empleado en hacer cigarrillos. Ya yo iba a terminar mi tragedia, haciendo que el rey D. Juan exclamase como D. Sancho:


       Todos menos yo son héroes
       En esta dichosa patria;

pero me pareció que debía omitirlo, porque ruin es quien por ruin se tiene, y esto contradice el carácter sublime y bien sostenido que había yo pintado en el Rey. Por fin confiesa éste que él mandó dar los palos, y así que lo oye el Arzobispo, dice:


       .................................. Así
       La Iglesia se desagravia
       Y los cánones sagrados:
       Palos del Rey decretados,
       Sin duda fueron con causa.

En lo que me parece he sido más feliz, es en la aplicación de la última sentencia, «la heroicidad da principio donde la flaqueza acaba», pues el rey D. Juan de Portugal, después de este suceso, se entregó todo a la virtud, labró el famosísimo convento de Mafra, e hizo otras mil acciones de piedad heroica propias de un Rey. Esto es lo que parece se anuncia en aquella sentencia. Usted dirá que en ella confieso, sin decirlo claramente: hasta aquí nada ha habido de heroicidad, nada digno; todo ha sido miseria y flaqueza; lo que Vmds. no han visto, ni yo he presenciado; lo que sucedió después es lo heroico, y lo que, si yo hago de ello otro drama, [p. 219] verán Vmds... Ahora conténtense con saber que concluída esta flaquera, único asunto de mi drama, dará principio la heroicidad. Vuestra merced dirá esto, y es verdad; pero ni el Sr. Trigueros ni yo tenemos la culpa que ello pasase así; pero no me negará que en la tragedia de D. Sancho, y aun en la mía, hay acción bien escogida y bien manejada, caracteres sublimes bien sostenidos, expresiones dignas y una versificación como de Lope de Vega. Avíseme V. si le parece bien esto, y compondré la otra pieza a que debo dar principio en la conclusión de ésta.

Chiclana, Julio 14 de 1800.—De V. afmo. amigo, N. N.»

De propósito hemos trasladado íntegro (venciendo el fastidio que tan prosaica vulgaridad nos causa) todo el proceso, más bien ético que estético, que la antigua crítica, llamada clásica, instruyó contra Sancho Ortiz, no sólo porque forma parte integrante de la historia de la comedia de Lope, sino por la útil enseñanza que siempre nace de ver juzgadas las ideas y los sentimientos de una generación por otra totalmente diversa de ella en su orientación moral. Aunque, a decir verdad, no era el público espectador quien había cambiado, sino los maestros y dictadores del gusto; y aun así, las bellezas puramente dramáticas de la obra son tales, que el mismo Cienfuegos, que a su modo era poeta, no dejó de sentirlas y de encarecerlas en su campanudo estilo. Mucho había perdido La Estrella de Sevilla al pasar por las manos de Trigueros, aunque nada tuviesen de inhábiles en esta ocasión; pero algo habían ganado en concentración y efecto ciertas situaciones; y, de todos modos, era de tal valía lo que quedaba, que bastó, no sólo para sostener triunfante el refundido texto en las tablas del Teatro español, sino para que penetrase en las literaturas extrañas, sirviendo de original a las más antiguas imitaciones alemanas y francesas. De la tragedia de Trigueros, reimpresa en Inglaterra hacia 1820, [1] proceden la traducción alemana (Der Stern von Sevilla) que Malsburg dedicó a Goethe en 1824, y en parte Le Cid d'Andalousie, [p. 220] tragedia de Pedro Lebrun, representada en 1.º de marzo de 1825. [1] La censura política del tiempo de la Restauración, más severa, por lo visto, que la nuestra, había puesto obstáculos a la representación de esta obra, porque en ella hacía mal papel [p. 221] un rey, y «ya era hora de dejar a los reyes tranquilos», según expresión del entonces ministro Chateaubriand, que, sin embargo, contribuyó mucho a allanar las dificultades y a que se diese el pase a la obra del novel poeta. La primera representación fué [p. 222] tempestuosa, y en cierto modo preludió a la de Hernani. El Cid de Andulucía no era todavía una pieza romántica, en cuanto a la forma, pero en el asunto y en el modo de tratarle no podía menos de acercarse mucho al romanticismo, dando testimonio de [p. 223] su origen español. Lebrun era un innovador a medias; poeta de talento, pero tímido, un poeta de transición, semejante a Casimiro Delavigue. Así como éste hacía colaborar en su dramaturgia a Shakespeare, a Walter Scott y a Byron, aunque a pequeñas dosis, así aquél hizo incursiones en el campo de Schiller, adaptando clásicamente la Maria Stuart; en el de la poesía homérica (Ulises) [p. 224] y en el del Teatro español con este Cid de Andalucía, visto, como queda dicho, no en Lope, sino en Trigueros, aunque también tuvo presente un análisis de que voy a hablar ahora.

[p. 225] El mérito de haber desenterrado la obra original, dando por primera vez de ella un fiel y copioso extracto, con traducción en verso inglés de los principales pasajes, pertenece a lord Holland, [p. 226] grande amigo de Jove-Llanos y Quintana y benemérito iniciador en su país de los estudios relativos a Lope y a nuestra literatura dramática. Del libro de lord Holland, publicado en 1817, [1] tomó el poeta alemán Zedlitz el argumento de su drama Der Stern von Sevilla, representado con éxito en 1829. [2]

Después de lord Holland, que más bien extracta que juzga, el primer crítico que basó sus observaciones en el texto de la pieza original y no en la refundición, fué Luis de Vieil-Castel, cuyos estudios sobre el Teatro español se remontan a 1840, aunque fueron coleccionados muy tardíamente, en 1882. [3] Adoptó Vieil-Castel la extraña ocurrencia de Lista, que en el caso de Sancho Ortiz veía una alusión al de Antonio Pérez; pero en todo lo demás su análisis es excelente, y uno de los mejores que se han hecho de esta obra de Lope, calificada por él de la más bella y fuerte de las comedias heroicas del grande ingenio. Si en este punto no podemos ser hoy tan resueltos y decididos como en aquellos tiempos, en que sólo se conocía o se tenía en cuenta una mínima parte de la inmensa labor dramática de nuestro autor, no podemos menos de aplaudir el caluroso y razonado entusiasmo del académico francés por bellezas que siempre serán de primer orden, prescindiendo de comparaciones y categorías difíciles de establecer aún para los más expertos y más versados en la lección de tan inmenso poeta. Las magníficas escenas del primer acto, sacrificadas, quizá de mala gana, por Trigueros, en quien el buen instinto [p. 227] luchaba con la timidez o con la preocupación doctrinal; la entrada nocturna del Rey en casa de Estrella; el diálogo con Bustos Tavera, fueron dignamente estimados por Vieil-Castel, no menos que la singular belleza moral del desenlace, que indudablemente es superior al de El Cid, de Corneille. Las siguientes conclusiones resumen el espíritu general de tan notable estudio:

«La concepción de La Estrella de Sevilla es profundamente trágica; el interés, sostenido y progresivo; las situaciones dramáticas con ser tan abundantes, están casi todas diestramente encadenadas las unas a las otras, con un arte que suele faltar en otras muchas obras de Lope. No es esto negar que también aquí dejen de sentirse los efectos de aquella negligencia y rapidez de ejecución, que no dejaban al poeta tiempo para madurar y perfeccionar sus planes. La marcha de esta pieza adolece con frecuencia de inverosimilitudes, de inconveniencias y hasta de contradicciones, que con un poco más de cuidado hubiese sido fácil evitar. Lo más endeble es el carácter del Rey; entraba ciertamente en el pensamiento general del drama el conservarle alguna dignidad, aun en medio de sus extravíos, y, sin embargo, por falta de algunos artificios de composición, que el más mediano dramaturgo un poco dotado del hábito del teatro hubiese podido sugerir a Lope, le presenta casi desde el principio hasta el fin con rasgos odiosos y despreciables. Tal como es, sin embargo, este papel ofrece grandes bellezas: las irresoluciones de Sancho el Bravo, los remordimientos que experimenta por haber hecho matar a un inocente, la vergüenza, los peligros que teme, y que inútilmente se esfuerza por conjurar, dan a este carácter una verdad eminentemente moral, propia para impresionar vivamente el espíritu. En los otros personajes nada hay que tachar. Pertenecen al heroísmo corneliano, a ese bello ideal, cuya noble sencillez parece a primera vista tan fácil de expresar, y que, sin embargo, sólo los espírituz poderosos aciertan a reproducir. Reina en el papel de Ortiz, en los de Tavera y su hermana, una elevación generosa, y al mismo tiempo una sensibilidad, que cautivan la imaginación. El diálogo es vivo, apasionado, y se encuentran muy pocas huellas de aquel gusto [p. 228] afectado y declamatorio, tan común en la escena castellana. Salvo un pasaje, [1] está igualmente exento de las grotescas bufonadas que desfiguran muchas veces las situaciones más patéticas de los dramas españoles.

Por grande que sea la admiración que experimentamos leyendo La Estrella de Sevilla, hay, sin duda, en el asunto algo que repugna. No podemos acostumbrarnos a estas ideas de venganza y de sangre. Un Rey que ordena el homicidio, un súbdito que le ejecuta sin saber siquiera el motivo, y únicamente porque el Rey le ha ordenado, están muy fuera de nuestras ideas sobre el honor; y si Lope llega a interesarnos con tal acción, nos sentimos tentados a ver en tal éxuto la audacia feliz de un talento superior, que, haciendo alarde de todos sus recursos, consigue producir en nosotros una ilusión momentánea mediante combinaciones contrarias a la naturaleza y desprovistas de toda realidad. Reflexionando bien, sin embargo, comprenderemos que el interés que en nosotros se despierta no es ficticio, que depende en gran parte de la verdad de esos sentimientos, tan extraños en apariencia; verdad relativa, sin duda, verdad de tiempo y lugar, pero que se revela por la fuerza de los colores que Lope ha empleado; y comprenderemos, por fin, que la manera de pensar de sus personajes no le hubiese dictado tan enérgicas, tan felices inspiraciones, si no hubiese participado de ellas en mayor o menor grado, como participaban todos sus contemporáneos.

En aquellos tiempos, en efecto, la efusión de sangre no excitaba tanto horror como ahora, la venganza era un deber, la voluntad del rey se consideraba poco menos que la de Dios: absoluta, irresistible, imponía ciega obediencia, y tenía, en cierto modo, la facultad de cambiar el bien en mal, y el mal en bien, por lo mismo que despojaba a los súbditos del derecho de usar de su libre albedrío para apreciar la moralidad de las órdenes emanadas del Trono... Fácil es comprender que a fines del siglo XIII [p. 229] el homicidio repugnaba todavía menos que en tiempos de Felipe II; para convencerse de ello, basta leer las crónicas de aquella época. Pero por otra parte ese sentimiento de adoración por la autoridad real que Lope nos pinta con tanta fuerza, estaba lejos de existir cuando Sancho el Bravo destronaba a su padre y disputaba la corona a sus sobrinos. Sólo con la Casa de Austria se introdujo en España el despotismo. Prestando tales ideas a sus personajes, Lope faltó, por consiguiente, a lo que se ha convenido en llamar verdad histórica y color local. Esta falta, dado que lo sea, a cada momento se encuentra en los dramas españoles, y aun parece que sus autores apenas se cuidaban de evitarla. Querían pintar las costumbres nacionales, pero no ponían empeño en darles escrupulosamente el matiz propio de las opiniones y costumbres de los diferentes siglos. Parecían comprender que un trabajo tan minucioso sólo sirve para extinguir la inspiración, y que, por otro lado, con formas vivas, con los detalles extensos que toleran y exigen las composiciones dramáticas, las únicas ideas que se pueden reproducir con éxito son aquellas que en cierto modo envuelven y penetran al autor lo mismo que al espectador, y le inspiran aversión o entusiasmo... Estos cuadros son exactos, pero lo son en un sentido que vamos a explicar. Estas costumbres han existido, pero no en el tiempo en que los poetas colocan la acción de sus dramas, sino en aquel en que los escribían. Si ellos mismos no hubiesen vivido en esa atmósfera moral, no hubieran acertado a reproducirla con la fuerza, la sencillez y el carácter de realidad profunda que nos subyugan. Les hubiera acontecido lo que a ciertos dramaturgos modernos cuando, creyendo seguir las huellas de los grandes maestros, se esfuerzan, llenos como están de las ideas del siglo XIX, en representarnos las ideas y los hábitos de la Edad Media...»

Posteriormente a Vieil-Castel, la crítica francesa ha formulado idénticas alabanzas por boca de A. de Latour, que en su Viaje a Andalucía (1855) analiza discretamente la pieza [1] y traduce las [p. 230] principales escenas, encareciendo sobremanera el mérito de la primera jornada, que mira como modelo de exposiciones, en la cual ya está contenido el drama entero, que no tiene más que escaparse de la mano poderosa del poeta; la fiereza del diálogo entre el Rey y Bustos Tavera cuando le encuentra embozado en su casa; y el vigor patético de la expresión en todos los pasajes donde es sincera y humana. «Nunca, en mi sentir (añade), abrió Lope de Vega una perspectiva más profunda en el corazón de la vieja España.»

Además de estas traducciones parciales, a las cuales puede añadirse el estudio de Ernesto Lafond (1857), existe en francés una completa y bastante apreciable, de Eugenio Baret (segunda edición, Didier, 1874), y otra polaca de Julián Adolfo Swiecicki (1882.) [1] El texto castellano que actualmente se representa, y siempre con el favor del público, no es ya la tragedia de Trigueros, sino una nueva refundición que hizo D. Juan Eugenio Hartzenbusch, conservando del drama primitivo todo lo que sin violencia podía adaptarse a la escena moderna. [2]

Nada hemos dicho de los elementos tradicionales que puede haber en esta pieza, porque nada puede decirse con seguridad. Salvo el nombre del Rey Don Sancho y su estancia en Sevilla en 1284, nada pertenece a la historia documentada.

[p. 231] Lista, que era sevillano, pero que no se picaba de erudito ni aun en las cosas de su tierra, dice que el hecho es inventado, y bien pudiera serlo, puesto que no se ha encontrado rastro de él en los anales y crónicas de aquella insigne ciudad. Pero el drama tiene tal sabor de realidad, que no parece de los que totalmente se inventan; y, por otro lado, una tradición constante señala en la calle llamada antes de la Inquisición Vieja, y ahora de Bustos Tavera, la casa del hermano de Estrella. Se dirá que esta tradición ha podido ser inventada a posteriori, naciendo de la misma boga y popularidad de la comedia. No negaremos la posibilidad del hecho, pero si se trata de la comedia de Lope de Vega, lejos de haber sido popular nunca, parece que estuvo enteramente ignorada hasta que la exhumó Trigueros. A lo menos no se la encuentra citada en ninguna parte y sus ejemplares son rarísimos. En cuanto a la refundición, es cierto que fué muy leída y representada, y que a los sevillanos debió de ser doblemente grata por su asunto y por los elogios que en ella se hacen de su ciudad y del carácter de sus moradores; pero es demasiado moderna para que de ella pudiera nacer una tradición local tan concreta y precisa. Pesándolo bien todo, nos inclinamos a creer que la tradición es positivamente antigua y que Lope la recogió en Sevilla, pero que esa tradición no contenía más que el germen de su drama. Porque, en efecto, lo único de que la tradición relativa a la casa da testimonio, es que allí vivió Bustos Tavera, que el Rey se enamoró de Estrella, que penetró una noche en su aposento, que fué honestamente rechazado, y que Bustos ahorcó a la esclava que había querido ser tercera en su deshonor. Lope añadiría el personaje de Sancho Ortiz y todo lo que nace de él; es decir, el verdadero conflicto trágico. De este modo se salva también el anacronismo de ideas que se ha notado en la pieza; anacronismo que sería inexplicable si todo el fondo de ella fuese tradicional. Lope era muy capaz de haber retratado con su propio y adecuado colorido las costumbres del siglo XIII, como lo hizo con las de otras épocas más remotas; pero en el caso presente lo que añadió tiene el sello del siglo XVII, tanto en la exageración de la lealtad [p. 232] monárquica, como en la sutil casuística del honor. Sería insigne candidez discutir en forma estos móviles dramáticos, como hacían nuestros críticos de principios de siglo, de los cuales ya hemos presentado algunas muestras. Claro es que tales ideas y sentimientos pertenecen, no a la moral absoluta y eterna, sino a la moral relativa y de convención, que es la que casi siempre ha imperado en el teatro. Bástales con tener el grado de verdad necesario para justificar las situaciones que de ellos nacen, dentro del libre juego de la fantasía.

El Teatro español no fué inmoral, porque nunca fué dogmatizante, pero fué muchas veces a-moral, es decir, que procedió como si la rígida moral no existiera. Quizá las condiciones mismas del drama, a lo menos tal como históricamente se ha desarrollado, implican esto en parte. El drama es obra de pasión; y técnicamente, los motivos más puros y elevados no siempre son los más dramáticos, así como el tipo del héroe trágico sólo por excepción puede ser un santo. Pero en esa misma moral del teatro, tantas veces desquiciada por los extravíos de la pasión o por las preocupaciones mundanas, hay que reconocer casi siempre la huella de sentimientos nobles, sin los cuales ella misma no tendría razón de ser, ni menos virtud suficiente para informar una obra duradera. Así, en el caso de Sancho Ortiz, lo que determina su cruenta acción es, por una parte, la fidelidad del vasallo a su rey y señor, a quien considera como personificación de la justicia, y por otra, la fidelidad a la palabra empeñada; sentimientos loables uno y otro, aunque puedan estar viciados y torcidos en su aplicación. Por consiguiente, la falsedad intrínseca no es tanta como superficialmente parece; y además de eso, el arte del poeta y su instintiva psicología han conseguido templar o disimular lo que en la acción podía haber de violento y de repugnante, ya con la enérgica pintura de los remordimientos del Rey, ya con la inmaculada figura de Estrella, ya con los heroicos arrestos de Bustos, que, sin faltar al decoro debido a la Majestad, hace sentir a Don Sancho toda la fealdad de su acción; ya con la apoteosis de la inflexible justicia en las varas de los alcaldes de Sevilla; ya con el patético [p. 233] y sublime desenlace, en que el imperio de la ley moral queda triunfante, no sólo de toda sugestión de orden inferior, sino del amor mismo, más poderoso que la muerte. La emoción que el drama produce es, por tanto, sana, y nos transporta a la esfera más ideal, mostrándonos verdaderos ejemplos de grandeza de alma, sin declamación y sin énfasis.

Notas

[p. 173]. [1] . Selección de obras maestras dramáticas por Calderón, Lope de Vega y Moreto. Con notas, índice y reglas esenciales. Boston, Munroe y Francis, 1828, 12.º (Contiene, además de La estrella de Sevilla, El Príncipe Constante y El desdén con el desdén.) Sales hizo su edición por una copia que Ticknor había obtenido en Madrid.

Selección, etc... Segunda edición americana. Boston, J. Munroe y Compañía, 1840. (Con algunas enmiendas propuestas por D. Agustín Durán.)

[p. 173]. [2] . Handbuch der Spanischen Literatur... Leipzig, Friedrick Fleischer, 1856 . Tomo III, páginas 191 a 232.

[p. 180]. [1] . Sancho Ortiz de las Roelas. Tragedia arreglada por D. Cándido María Trigueros. Madrid, en la imprenta de Sancha. Año de 1804, 8.º

Aunque esta edición no se dice segunda, hay otra anterior, de 1800, en casa de Quiroga, 8.º, que se diferencia de la presente en tener una lámina bastante tosca. Anuncióse su venta en el Diario de Madrid de 25 de febrero de 1800.

En las varias reimpresiones de teatro o de cordel que luego se hicieron del Sancho Ortiz, se suprimió constantemente el prólogo.

[p. 186]. [1] . Mercurio de España. Tomo II. Madrid. En la Imprenta Real, junio de 1800. Páginas 157 (numerada por error 571) a 191, inclusive. Examen de la tragedia titulada «Sancho Ortiz de las Roelas», arreglada por D. Cándido María Trigueros, la qual se vende en Madrid en casa de Castillo. El artículo no está firmado, pero consta que es de Cienfuegos por testimonio de D. Antonio Alcalá Galiano en sus Recuerdos de un anciano.

 

[p. 188]. [1] . Estos reparos son una sarta de dislates, y pueden contestarse con el texto mismo de la comedia de Lope. La opinión pública (para usar de la ridícula frase de Cienfuegos), lejos de tener a Sancho Ortiz por un asesino de profesión, le tenía por un héroe; la llamaba el Cid andaluz , y decía de él por boca de Don Arias:


       Pues yo darte un hombre quiero,
       Valeroso y gran soldado,
       Como insigne caballero,
       De quien el Moro ha temblado...
       De Gibraltar, donde ha sido
       Muchas veces capitán
       Victorioso, y no vencido,
       Y hoy en Sevilla le dan,
       Por gallardo y atrevido,
       El lugar primero; que es
       De militares escuelas
       El sol .........................................

Es enteramente falso que tome a bulto la comisión de matar sin saber a quién. Es cierto que desconoce la persona, pero sabe, nada menos que de boca del Rey (imagen de Dios para él), que esa persona ha cometido crimen de lesa majestad. Y si entonces acepta la comisión de matarle, no es a traición, sino cuerpo a cuerpo; no como asesino, sino como servidor leal. Todo ello está magistralmente explicado en el diálogo de Lope:


               REY
       A mí me importa matar
       
En secreto a un hombre, y quiero
       Este caso confiar
       Sólo de vos; que os prefiero
       A todos los del lugar

              SANCHO
       ¿ Está culpado?

               REY
        Si está.

               SANCHO
       Pues ¿Cómo muerte en secreto
        A un culpado se le da?
       Poner su muerte en efeto
       Públicamente podrá
       Vuestra justicia, sin dalle
       Muerte en secreto; que así
       Vos os culpáis en culpalle,
       Pues dais a entender que aquí
       Sin culpa mandáis matalle.
       Si ese hombre os ha ofendido
       En leve culpa, señor,
       Que le perdonéis os pido.

               REY
       Para su procurador,
       
Sancho Ortiz, no habéis venido,
       Sino para dalle muerte
        Y pues se la mando dar
       Escondiendo el brazo fuerte,
       Debe a mi honor importar.
        ¿Merece el que ha cometido
       «Crimen læsæ», muerte?

              SANCHO
       En fuego.

              REY
       ¿Y si «crimen læsæ», ha sido
       El déste?

              SANCHO
                 Que muera luego,
       A voces, señor, os pido;
       Y si es así, la daré,
       Señor, a mi mismo hermano,
       Y en nada repararé.
       . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

              REY
       Hallándole descuidado
       Puedes matarle.

              SANCHO
              ¡Señor!
       ¡Siendo Roela y soldado,
       Me quieres hacer traidor!
       ¡Yo muerte en caso pensado!
       Cuerpo a cuerpo he de matalle,
       Donde Sevilla lo vea,
       En la plaza o en la calle;
       Que al que mata y no pelea,
       Nadie puede disculpalle;
       Y gana más el que muere
       A traición, que el que le mata;
        Y el vivo, con cuantos trata,
       Su alevosía refiere.

Tampoco es cierto que consume su acción sin fiera lucha de pasiones, y que después de ella no sienta atroces remordimientos, llamándose a sí mismo «Caín sevillano». La consuma porque le liga su palabra, y porque cree de buena fe que Bustos es reo de lesa majestad y que merece la muerte:


       Mas soy caballero,
       Y no he de hacer lo que quiero,
       Sino lo que debo hacer...
       . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
       Que tanto en los hombres labra
       Una cumplida palabra
       Y un acrisolado honor...

Es muy natural que un hombre del siglo XVIII, como Cienfuegos, no participase de estos sentimientos de Sancho Ortiz; pero en este personaje trágico son tan propios y verosímiles, como inoportunos y anacrónicos serían los de su crítico.

[p. 192]. [1] . Esta repetición de declaraciones, realmente superflua, pertenece a Trigueros; pero no todo lo que puso de su cosecha en este proceso jurídico es despreciable, ni mucho menos. Léase la escena que hemos transcrito anteriormente.

[p. 193]. [1] . Estos versos son de Trigueros, y bien lo denuncian ellos mismos.

[p. 194]. [1] . Por eso Lope de Vega dió a su tragedia el título de La Estrella de Sevilla, y Trigueros hizo mal en cambiarle.

[p. 194]. [2] . Casi todos los monólogos son de Trigueros.

[p. 195]. [1] . Son de Trigueros.

[p. 198]. [1] . Estos dos notables versos son de los añadidos por Trigueros.

[p. 199]. [1] . Tomo XII, núm. 67, 10 de noviembre de 1821, páginas 30-38.

[p. 199]. [2] . Faltaba probar que hay tal copia, lo cual es imposible, por ignorarse de todo punto la fecha en que fué escrita y representada La Estrella de Sevilla.

 

[p. 200]. [1] . Ni en aquel tiempo, ni en otro alguno, ha existido tan bárbara preocupación. Lo que hubiera debido indagar Lista, es si las ideas y las costumbres de la Edad Media toleraban y autorizaban las ejecuciones sumarias, y sin forma de juicio, de los reos de lesa majestad, culpables de traición y alevosía. Y de esto hay innumerables ejemplos en las crónicas de los siglos XIII y XIV, aun sin acudir a los reyes tildados de crueles, como Don Pedro. Su heroico padre, Alfonso XI, debió su renombre de justiciero a suplicios tales como el de D. Juan el Tuerto y el de don Alvar Núñez Osorio, perpetrados con verdadera alevosía que no hay en el caso de Sancho Ortiz. Y, sin embargo, nadie en su tiempo los llamó asesinatos.

 

[p. 201]. [1] . La mayor parte de estos versos son de Trigueros; pero es cierto que hay otros de análogo sentido en la comedia de Lope. Debe advertirse, sin embargo, que los más graves están puestos en boca del vil cortesano D. Arias, a quien el autor por ningún concepto ha querido hacer simpático, y que habla dentro de su carácter. Y los otros están pronunciados en situaciones tales, que templan o modifican mucho el aparente valor que pueden tener como máximas aisladas.

[p. 202]. [1] . Lo decían y escribían los poetas, que no tienen obligación de ser muy precisos en su lenguaje. No lo decían ni escribían (como no fuese por excepción) los teólogos, los moralistas, ni los autores de libros de política.

[p. 203]. [1] . ¡Qué curioso sería conocer estos versos patrióticos añadidos en 1821! Pero no hemos podido encontrar rastro de ellos. La frase subrayada no tiene precio.

[p. 203]. [2] . La verdad es todo lo contrario. Precisamente lo que falta en el Cid trágico (y todavía más en el de Corneille que en el de Guillén de Castro) son las costumbres e ideas de la verdadera Edad Media. Sancho Ortiz es mucho menos anacrónico. Pero dramáticamente no hay duda que vale más el Cid, excepto en el desenlace.

[p. 204]. [1] . Copió el Sr. Cueto esta carta de un voluminoso códice autógrafo de prosas y versos del canónigo Huarte, que perteneció al difunto erudito gaditano D. Adolfo de Castro.

[p. 205]. [1] . Escribíase esto en los tiempos de Godoy y de Carlos IV, por lo cual tiene más malicia el chiste.

[p. 207]. [1] . La ridícula frase desliz pertenece a Trigueros, lo mismo que toda la redondilla.

[p. 207]. [2] . También aquí el desliz es un ripio de Trigueros. Lope había escrito:


       Estrella soy que te guía,
       De tu vida precursora.

[p. 207]. [3] . Todo esto es de la cosecha de Trigueros.

[p. 209]. [1] . De Trigueros.

[p. 213]. [1] . Estos malos versos pertenecen a Trigueros.

[p. 219]. [1] . Sancho Ortiz de las Roelas o La Estrella de Sevilla, tragedia cou anotaciones. Hackney J. Smallfield.

[p. 220]. [1] . Esta tragedia, que cayó muy pronto en olvido, fué impresa muy tardíamente, y sólo en la colección de las obras de su autor (1853-1863, chez Perrotin).

En esta edición aparece la tragedia tal como la escribió Lebrun a principios de 1823, y no tal como se representó, mutilada por la censura, en 1.º de marzo de 1825. El autor se queja amargamente de esta arbitrariedad, que le contrarió en el momento más decisivo de su carrera literaria. Véase alguna muestra de los versos suprimidos, que tanto escandalizaron a los realistas franceses de la época de la Restauración:


       Se garder un
serment, même trop témeraire,
       Est un devoir sacré pour un homme ordinaire,

        Ce devoir dans un prince est la première loi,
        Jamais ne doit faillir la parole du roi.

« Los censores de 1823—dice Lebrun—tuvieron la increíble audacia de tachar este pasaje. Les pareció imprudente que ante el pueblo se dijese que un rey debe ser fiel a su palabra.

Sancho Ortiz de las Roelas, en un arranque caballeresco, se arrojaba a los pies de su amada exclamando:


       Que ne puis-je, à Rodrigue empruntat ses exploits,
       Vous gagner des cités, des royaumes, des rois,

        Des rois¡ et devant vous jetant leurs diadèmes,
        A vos pieds avec moi les voir tomber eux-mêmes.

Este deseo, aunque bien poco peligroso para la seguridad del Estado, pareció en 1823 contrario al respeto debido a la Monarquía. Los censores no permitieron a Sancho Ortiz humillar a los reyes hasta el punto de traerlos vencidos a los pies de su dama.

Así me suprimieron más de trescientos versos, que por lo general eran los que tenían algún vigor y alguna significación... Desapareció la parte más fuerte, y por decirlo así, la más viril de la obra, todo lo que era el cuerpo y el nervio de ella. La gran escena del primer acto, que es la base de todo el drama, la exposición, en fin, quedó totalmente suprimida, lo mismo que todos los pasajes de la misma índole que se encuentran en la obra. De este modo la pieza pudo conservar acaso lo que tenía de interés tierno y novelesco, pero perdió casi del todo su carácter grave y serio, y sólo espíritus muy ejercitados hubieran podido comprender lo que el autor había querido decir; porque el nudo de la pieza no había sido menos maltratado que la exposición...

Sólo a costa de sacrificios, que no podían menos de comprometer todo éxito, pude arrancar El Cid de Andalucía de manos de los censores, después de una lucha de más de un año, y eso merced a una intervención poderosa, la de Mr. de Chateaubriand, que era entonces Ministro de Negocios extranjeros...»

El drama fué puesto en escena por Talma y mademoiselle Mars, que entonces por primera vez aparecieron juntos en las tablas. El éxito fué bastante favorable; pero el autor tuvo ciertos disgustos con los cómicos, y retiró su pieza después de la cuarta representación, absteniéndose de imprimirla durante muchos años. «El público de 1825—dice Lebrun—sentía vagamente la necesidad de algo nuevo, pero al mismo tiempo era desconfiado y receloso respecto de todas las novedades: había que contar con sus escrúpulos, con sus incertidumbres y aun con sus preocupaciones. La expresión más sencilla le hacía fruncir el entrecejo: apenas pedía tolerar las expresiones familiares, y difícilmente le agradaba nada que no estuviese en estilo noble... No siempre era lícito desarrollar una situación en toda su naturalidad, un carácter en toda su verdad... Después de una tentativa afortunada (Maria Stuart), quise adelantar un paso más en el camino en que otros han venido después a imprimir huellas más profundas. La mayor innovación de mi tragedia consistía en el estilo, que yo había procurado en esta ocasión que descendiese al tono más sencillo y familiar que puede soportar el drama serio...: en una palabra, mi propósito había sido hacer entrar la comedia noble en el dominio trágico...

Vencido por tantas dificultades, enervado por tantas luchas, después de algunos nuevos esfuerzos sin vigor y sin voluntad, caí en tal desaliento y tal disgusto, que me alejé para siempre de los cómicos y del teatro, llevándome el manuscrito de mi tragedia y jurando no escribir otra: juramento que no me fué difícil cumplir por haber fallecido apoco tiempo Talma, que era mi actor, mi consejero y mi amigo... Muerto él, el arte no tenía, a lo menos para mí, apoyo ni intérprete. Renuncié, pues, completamente a la escena... Ni siquiera hice imprimir El Cid de Andalucía... Se ha dicho que esta obra era prematura. Quizá hoy se diga que llega demasiado tarde...

El principal cargo que se me hizo, como si hubiera cometido un acto temerario y casi un crimen de lesa majestad dramática, consistía en la elección del asunto. Se me acusó de haber faltado al respeto al gran Corneille, de haber concebido la loca idea de luchar con tan grande hombre y de rehacer El Cid. Tal intención hubiera sido tan insolente como absurda, y aun el excusarse de ella puede parecer una irreverencia.

Si el argumento de El Cid de Andalucía fuese de pura invención, si los personajes no hubiesen sido tan conocidos en España como en Francia lo son hoy los de El Cid, se me hubiera podido decir: «¿Por qué habéis inventado una acción que desde luego suscita el recuerdo de la de Corneille?»

Pero si la tradición presenta un asunto con circunstancias análogas a las de El Cid, ¿por qué se me ha de prohibir el tratarle?

Leyendo la obra que lord Holland ha publicado en Inglaterra sobre Lope de Vega y Guillén de Castro, tuve la primera noticia de este argumento, que me ofrecía el desarrollo de una idea de gran moralidad, al mismo tiempo que efectos profundamente patéticos. La impresión que me hizo fué tan profunda, que inmediatamente puse mano a la obra, sin pensar siquiera en las relaciones que este tema dramático podía tener con el que había tratado Corneille. Experimenté, sin embargo, alguna duda, no por recelo de que se me achacase el haber querido rehacer una obra maestra, sino por el temor, mucho más razonable y natural, de tocar muy de cerca las situaciones de El Cid, haciendo visible mi pequeñez por la doble ventaja del genio y de la prioridad que me llevaba Corneille.

Considerado en masa y de lejos el argumento de El Cid de Andalucía, no cabe duda que tiene semejanza con la tragedia de Corneille. La escena de ambas obras pasa en Sevilla (a). [a. En El Cid pasa sólo por un insoportable anacronismo de Corneille. En España saben hasta los niños de la doctrina que Sevilla estuvo en poder de los moros hasta que la reconquistó San Fernando.] En una y otra hay un matrimonio interrumpido por un duelo, y una joven obligada por el punto de honor a pedir la muerte del hombre que ama. Pero aquí se puede repetir aquella observación del abate Saint-Réal: «Lo que las cosas tienen de diferente, cambia lo que tienen de semejante.» Pues prescindiendo del fin de mi tragedia, de sus caracteres, de la mayor parte de las situaciones, que son tan diferentes del objeto, de los caracteres y de las situaciones de Corneille, basta la intervención de mi obra de un rey joven y enamorado, que ata y desata toda la acción, para que el argumento de El Cid de Andalucía resulte verdaderamente nuevo.

Quizá no anduve acertado al titular esta obra El Cid de Andalucía, sobrenombre que los sevillanos de su tiempo daban a Sancho Ortiz. La semejanza del nombre hacía pensar inmediatamente en la que podía haber en el asunto. Quizá, hubiera sido mejor apartar de la mente del espectador esta idea, usando de un título menos significativo. Pero me pareció más franco, y por tanto más hábil, adelantarme a la crítica y colocarme desde luego bajo la invocación y los auspicios de El Cid de Corneille...

Existen en España dos piezas sobre este asunto, tomado de las antiguas crónicas castellanas (a). [a. Nada dicen de él las tales crónicas] Una muy antigua, muy rara y casi desconocida de los españoles mismos, atribuída a Lope de Vega; otra más moderna y que todavía se representa alguna vez en los teatros de Madrid bajo el nombre de don Cándido María Trigueros, pero que no es en realidad más que la antigua pieza acomodada al gusto moderno. Las escenas, los pasajes, los versos que tienen más valor en esta obra, están textualmente transportados de la otra...; de suerte que se puede decir que esta segunda pieza es también de Lope de Vega. Hasta suele imprimirse con su nombre, y con el título de Sancho Ortiz de las Roelas o La Estrella de Sevilla.

Al tratar por primera vez este asunto, parece que Lope de Vega quiso dejar intacta la flor de él para los poetas que viniesen después. Parece que no atendió ni al interés político ni al interés moral que pueden encontrarse en él. No era ésta la tendencia de su tiempo; pero lo que puede sorprender es que un tema que abría una fuente tan copiosa de emoción, no haya hablado más que a su ingenio, sin conmover ni por un momento su alma, y sin inspirarle nunca una palabra empapada en lágrimas (a). [ a. No hay ciertamente en la obra de Lope de Vega el sentimentalismo que echa de menos Lebrun, y que no es propio del poeta, ni de su tiempo, ni de su raza; pero hay mucho de sensibilidad verdadera en todo lo que hace y dice doña Estrella.]   Me atrevería a decir que no vió en él más que una intriga interesante. Y todavía este interés se detiene en el segundo acto de su pieza, pues todo lo demás es poco digno de atención (b). [b. Todo lo demás son los tres actos, ciertamente muy difusos, y, por tanto, lánguidos, en que Trigueros dilató las escenas del proceso de Sancho Ortiz. En Lope todo ello ocupa un acto solo, que tiene, por cierto, bellezas de primer orden, lo mismo que los anteriores, aunque quizá de un género que Lebrun no podía comprender bien. La sola escena de los alcaldes de Sevilla con el Rey, vale más que muchas tragedias clásicas; pero es preciso sentir la castiza poesía del Municipio español para hacerse cargo de todo lo que significa.] No es más que un esbozo, pero en el cual se encuentran muchas intenciones profundamente dramáticas, de las cuales me he aprovechado. La segunda parte del segundo acto (c) [c. Se refiere a la muerte de Bustos y a la conducción del cadáver a casa de su hermana.]   me ha parecido muy notable, y la he copiado casi entera. Por lo demás, no hay caracteres, a excepción del del hermano, que está bien indicado (d). [ d. Si el carácter del hermano está bien indicado, también lo están los de Sancho Ortiz y Estrella, y con mucho más vigor, por cierto.] Hay más brillo en los pensamientos que verdad en los sentimientos; más movimiento en la acción, que vida en los personajes; poco gusto, poco estilo (e), [e. Prescindiendo de la especie de ingratitud que envuelve el decir tales cosas de un autor cuya obra se desvalija, no sé qué competencia en materia de estilo castellano podía tener Lebrun, que probablemente no leyó La Estrella de Sevilla más que en el análisis de lord Holland. Ya he dicho que el texto de esta obra de Lope ha llegado a nosotros en una edición infeliz, mutilada y estragadísima. Por otra parte, no hay inconveniente en confesar que está mejor pensada que escrita, al revés de lo que sucede con otras muchas de Lope. Pero tal como está, tiene relámpagos de sublime poesía, que para nuestro gusto valen más que las campanudas tiradas de alejandrinos que se llaman estilo en las tragedias francesas.] ni profundidad ni emoción.»

Prosigue Lebrun repitiendo los gastados lugares comunes acerca de Lope: «Era un hombre dotado de mucho ingenio; se le debe admirar como un prodigio de invención, de facilidad, de ingenio, de abundancia; pero su genio era más bien de improvisador que de poeta... Poeta muy inferior a Shakespeare, con el cual marchaba paralelamente en el siglo XVII, y a quien se parece por la forma, sin parecérsele en nada por el fondo, que toca al corazón humano. Todo esto sea dicho sin disminuir en un ápice la admiración a que tiene derecho este sorprendente genio; sin menoscabar en nada las obligaciones que le debe esta tragedia mía, cuyas más dramáticas situaciones le pertenecen; sin desconocer, en fin, la prodigiosa influencia que ha ejercido en todos los teatros del Continente, en Inglaterra misma, y acaso sobre Shakespeare (a), [a. Nada hay menos probado ni menos probable que esta influencia de Lope sobre Shakespeare.] porque Lope de Vega, aunque fuese de la misma edad que este gran poeta, había ya inundado el teatro con sus comedias cuando Shakespeare daba su primera obra, y las relaciones de los Países Bajos y de la Gran Bretaña habían debido de difundir en Inglaterra el estudio del español. Shakespeare ha podido, pues, conocer a Lope, cuya fama era tan popular y tan extensa que había penetrado hasta en Asia y se le representaba en el serrallo de Constantinopla. Es incontestable, por lo menos, que su influencia entre nosotros ha sido muy grande. Nuestro Teatro fué español por largo tiempo. Esta influencia pudo habernos sido más saludable y ayudarnos a fundar en Francia un Teatro nacional como el suyo; porque Lope de Vega es enteramente moderno, enteramente histórico, y está totalmente impregnado de las costumbres, de la religión, de las creencias, del espíritu de su tiempo y de su país, y en esto es en lo que debía haber sido imitado, y no en las complicaciones y en los embrollos de sus intrigas; en esto es en lo que podría servir aún de modelo a los poetas de nuestros días, y no en las formas de su drama, que, careciendo de proporción y medida, no pueden convenir al nuestro..., porque hay un gusto francés diferente del de los demás países, un gusto de orden, de regla, de límites, de leyes, aun en medio de la mayor libertad.»

Los personajes de El Cid de Andulucía son el Rey Don Sancho IV, Sancho Ortiz de las Roelas, Bustos Tavera, Doña Estrella, D. Juan de Lara, favorito del Rey; D. Elías de Mendoza, camarero mayor; D. Pérez de Guzmán (¡sic!), caballero de la comitiva del Rey; Doña Berengumla, amiga y prima de Estrella; Inés, criada suya; Zoraida, esclava mora; Dávila, halconero de la casa de Roelas; Enrique, criado de D. Bustos; alcaldes, regidores, damas y nobles de Sevilla, etc.

Los actos primero, tercero y quinto pasan en el alcázar de Sevilla; el segundo y el cuarto en casa de Bustos y Doña Estrella.

Debo a mi docto amigo A. Morel-Fatio noticia y extractos de esta pieza, no conocida en España.

[p. 226]. [1] . Some account of the lives and writings of Lope Felix de Vega Carpio and Guillen de Castro, dos volúmenes. London, printed by Thomas Davidson, Whitefriars, 1817. (Tomo I, páginas 155 a 200.)

[p. 226]. [2] . Reimpreso en el segundo tomo de las obras dramáticas de su autor, edición de Cotta (Stuttgart, 1860).

[p. 226]. [3] . Essai sur le Théatre espagnol, I, 43-74.

[p. 228]. [1] . Ya he indicado antes que este pasaje parece ser una intercalación de Andrés de Claramonte.

[p. 229]. [1] . No hay más descuido que el de convertir a Lope de Vega en canónigo. La erudición biográfica no era el fuerte de este simpático vulgarizador de las cosas españolas.

[p. 230]. [1] . Es muy singular que Grillparzer no dé muestras de conocer La Estrella de Sevilla. A lo menos, nada dejó escrito sobre ella. Inútil parece advertir que, más o menos extensamente, la examinan todas los historiadores de nuestro Teatro (Schack, Klein, Schaëffer...) y todos nuestros autores de Manuales de Literatura, desde Gil y Zárate en adelante.

[p. 230]. [2] . Con el título de La Estrella de Madrid, compuso una zarzuela don Adelardo López de Ayala. Además del título, que ya recuerda la obra de Lope, hay en ella una dama enamorada del matador de su hermano, y un Rey que persigue de amores a la dama, el cual Rey no es aquí Don Sancho el Bravo, sino Felipe IV, Monarca predilecto de los autores de zarzuelas. En los lances no hay semejanza ninguna, y aunque ésta y otras producciones de Ayala pueden considerarse como felices ensayos de imitación del Teatro antiguo, lo son de la manera de Calderón, más bien que de la de Lope.