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Obras completas de Menéndez... > ESTUDIOS SOBRE EL TEATRO DE... > IV : IX. CRÓNICAS Y... > XXX.—LA CORONA MERECIDA

Datos del fragmento

Texto

En el archivo de la Casa de Sessa existió el original autógrafo de esta comedia, con fecha de 1603, según el testimonio de un índice manuscrito de D. Agustín Durán. Lope la publicó en [p. 107] la Parte catorce de las suyas (1620), dedicándosela a su amiga de Sevilla doña Ángela Vernegali, a quien en 1603 había dirigido la segunda parte de sus Rimas, confesándose muy obligado a ella por haberle asistido en dos penosas enfermedades.

Hállase reimpresa en el tomo I de la colección selecta de don Juan Eugenio Hartzenbusch.

Contiene esta comedia, según el mismo Lope tiene cuidado de advertir, «la historia de una señora tan celebrada por La corona merecida, que con ella dió honor a España, gloria a su nombre y nombre a sus descendientes». Trátase, en efecto, de doña María Coronel, y no se comprende por qué extraño capricho, en esta comedia, escrita en Sevilla y sobre una tradición sevillana que hoy mismo persevera constante y viva, se entretuvo Lope en cambiar el nombre a la protagonista, llamándola Doña Sol, en llevar la escena a Burgos y en achacar a Alfonso VIII (Príncipe a quien, por otra parte, admiraba tanto, que no sólo le cantó en versos épicos y dramáticos, sino que quiso hasta beatificarle) un desmán tiránico, que la historia ha atribuído siempre al Rey Don Pedro. Baste para el caso la puntual narración de Ortiz de Zúñiga en sus Anales de Sevilla:

«Era 1395, año 1357.

Pasó el Rey a las fronteras de Aragón a los fines del año pasado o principios de éste, siguiéndole los Señores Andaluces, entre ellos Don Juan de la Cerda y Don Alvar Pérez de Guzmán, casados con Doña María y Doña Aldonza Coronel, hijas de Don Alonso Fernández Coronel, ambas extremadamente hermosas, y una y otra sequestradas del apetito lascivo del Rey, a que resistían honestas, como nobles. Sangrienta y reñida era la guerra, militando de la parte de Aragón el Conde Don Henrique, que había venido de Francia, quando Don Alvar Pérez de Guzmán supo que peligraba su honor, tratándose de llevar su esposa el Rey desde Sevilla, donde la había dexado en el convento de Santa Clara; con que seguido de su cuñado Don Juan de la Cerda, que por ventura padecía iguales recelos, se volvió a Andalucía, dando con su venida sin licencia público pretexto al Rey para proceder [p. 108] contra ambos y enviar repetidas órdenes a Sevilla para que no fuesen admitidos, porque estaban fuera de su gracia y faltaban a su servicio; esta repulsa infundió mayor temor en Don Alvar Pérez, que huyó a Portugal; pero el Cerda, más atrevido, se encastilló en Gibraleón, de que era señor, y no sólo para defenderse, sino aun para ofender, convocaba gente, hasta que salió en su contra el Concejo y Pendón de Sevilla, con el Señor de Marchena, Don Juan Ponce de León y el Almirante Micer Egidio Bocanegra, y peleando entre las villas de Veas y Trigueros, fué vencido y traído prisionero a la torre del Oro, según se lee en memorias de aquellos tiempos; esta vez peleó el pendón de Sevilla contra su Alguacil mayor, que era Don Juan de la Cerda...

La prisión de Don Juan de la Cerda, y voz de que no saldría de ella con vida, obligó a su mujer Doña María Coronel a partir a implorar su perdón; halló al Rey en Tarazona, que cierto de que quando ella volviese con el perdón lo hallaría muerto, como había enviado a mandar que se executase con Rui Pérez de Castro, su Ballestero, se lo concedió. Volvió la heroyca matrona alegre con el engañoso despacho, pero halló muerto ya a su marido, y confiscada su hacienda y casa, con que afligida, pobre y desamparada, se retiró a una ermita y casa, fundación de sus pasados, en la parroquia de Omnium Sanctorum, intitulada de San Blas, y en que habían doxado una insigne reliquia del Santo Mártir, donde retirada vivió algún tiempo, hasta que se entró monja y profesó en el convento de Santa Clara, de que la veremos salir el año 1374 para fundar el de Santa Inés. De su casta resistencia al amor lascivo del Rey se refieren notables sucesos, de que ni el tiempo, ni si fueron antes o después de su viudez, se señalan. Que perseguida de la afición real, que temió violenta, se retiró al convento de Santa Clara de esta ciudad, y que aun en él no segura, porque fué mandada entrar a sacar por fuerza, se encerró en un hueco o concavidad de su huerta, haciendo que lo desmintiesen con tierra, que, diferenciándose de la demás por la falta de yerbas, la dexaba en peligro de ser descubierta, a que asistió la piedad divina, permitiendo que naciesen improvisadamente tan iguales a lo restante, [p. 109] que bastaron a burlar la diligencia más perspicaz de los que entraban a buscarla. Libre esta vez con tal maravilla, se halló otra en mayor aprieto, en que lució más su valerosa pudicicia, que viendo no poderse evadir de ser llevada al Rey, abrasó con aceyte hirviendo mucha parte de su cuerpo, para que las llagas le hiciesen horrible y acreditasen de leprosa, con que escapó su castidad a costa de prolijo y penoso martirio, que le dió que padecer todo el resto de su vida; acción heroyca, cuya tradición la atestiguan manchas en el cutis de su cuerpo, que se conserva incorrupto, no indigno del epíteto de santo. Considere estas acciones quien a las de este Rey buscare críticas disculpas, que tan ciegamente corría tras de sus desenfrenados apetitos.» [1]

Tal es la versión que puede considerarse como histórica, y que todavía atestiguan a los ojos de la piedad las manchas que se observan en el cuerpo incorrupto de esta heroína de la castidad, el cual anualmente se expone, el día 2 de diciembre, en el monasterio de Santa Inés, que ella fundó. Pero ya desde antiguo, o por mala inteligencia del vulgo, o por confusión con alguna otra señora del mismo nombre, corrió una variante harto grosera, a la cual parece que aluden aquellos versos de las Trescientas, de Juan de Mena (copla 79):


       La muy casta dueña de manos crueles,
       Digna corona de los Coroneles,
       Que quiso con fuego vencer sus hogueras...

según la interpretación que en su glosa les da el comendador Hernán Núñez. [2]

[p. 110] Lope siguió la tradición primitiva, aunque modificándola caprichosamente, según queda dicho, en lo tocante al nombre de la dama, al lugar de la escena y al reinado en que coloca la acción. Conservó, no obstante, lo más poético y esencial de la leyenda, concentrándola vigorosamente en estos versos, puestos en boca de doña María Coronel:


       Yo, por librar mi marido,
       Al Rey llamé, y con un hacha,
       Desnuda sobre la cama,
       Gasté la media en mi cuerpo,
       Cubriéndome de mil llagas,
       Cuya sangre sale ahora
       Por los pechos y las mangas.
       Entró el Rey; mostréle el cuerpo,
       Diciéndole pue yo estaba
       Enferma de mal de fuego,
       Mostrando el pecho mil ansias.
       Huyó el Rey, como si viera
       De noche alguna fantasma,
       Jurando de aborrecerme
       Con la vida y con el alma.....

Conservó también el apellido de la heroica mártir del honor conyugal, dándole la interpretación corriente entre los genealogistas:

 

        [p. 111] Y porque el famoso hecho
       En memoria eterna viva
       De tu resistencia honrada
       Y de mi corona rica,
       Tú y cuantos de ti desciendan,
       Dejen de su casa antigua
       El apellido, pues hoy
       Tu virtud los apellida;
       Y por aquesta corona
       Se llamen desde este día
        Coroneles para siempre.

Todo lo demás es de pura invención, y repite con harta desventaja (salvo en la expresión, que es pura, correcta y nerviosa en todo el drama) situaciones que Lope, antes o después, presentó superiormente en otras comedias suyas, tales como La estrella de Sevilla y las varias relativas al Rey Don Pedro. Resulta insoportable (y tanto más, cuanto que está duplicado) el odioso carácter del cortesano, tercero en las intrigas amorosas de su señor, y cuya filosofía práctica se condensa en aforismos como éstos:


          Mirad si importa agradar
       A los reyes en su gusto.
       —Fuera de que hacello es justo,
       Es camino de medrar.
       ...........................................................
          Sabe Dios lo que me pesa
       De ayudarte en este engaño;
       Pero considero el daño
       De no salir con tu empresa;
       Que eres mi Rey en efeto.
       ...........................................................
          Sabe Dios que estoy corrido
       De aconsejarte tan mal;
       Mas veo a mi Rey mortal,
       Enfermo, loco y perdido,
       Y procuro su salud

Tanta vileza repugna, aun tenidas en cuenta las convenciones teatrales (más que sociales) que en esta parte eran corrientes en el [p. 112] siglo XVII; repugna no menos la brutal lubricidad del Rey, que al ver por primera vez a doña Sol, a quien cree pobre labradora, manifiesta su propósito de gozarla y dejarla, y que, cuando la encuentra casada, anuncia sin ambages el propósito de imitar con su marido la conducta de David con Urías. A esta bárbara psicología o fisiología de la pasión amorosa, o dígase mejor del apetito carnal, corresponden lo tosco y lo primitivo de los resortes escénicos, entre los cuales no podía faltar el de las cartas falsificadas del Rey moro, que eran uno de los grandes recursos de los dramaturgos de aquel tiempo cuando se trataba de urdir traiciones y marañas contra un personaje inocente.

Si se añaden a estos sustanciales defectos los pueriles juegos de vocablos sobre el sol (que quizá fueron el único motivo que tuvo el poeta para cambiar el nombre de la heroína), quedará completa la enumeración de los reparos que pueden hacerse a esta pieza, que para mí, a pesar del dictamen de Hartzenbusch, no es de las mejores de Lope. El poeta volvió las espaldas a la tradición, y la tradición se vengó de él no otorgándole sus dones en el grado y medida que acostumbraba. Tiene, no obstante, esta comedia innegables aciertos. Su estructura es sencilla y regular. El carácter de la protagonista está presentado con mucha dignidad y nobleza, que contrasta con lo bajo y ruin de todo lo que la rodea. En lo episódico, son deliciosas las escenas villanescas del primer acto:


       No son las fiestas honradas
       De la menor aldegüela,
       Si no hay grana y lentejuela,
       Arroz y danza de espadas...

El mismo Lope de Vega, con nombre de Belardo, interviene en la fábula, según su costumbre, y convertido en alcalde de un lugarejo de Castilla, endilga a la Reina Doña Leonor de Inglaterra una salutación o perorata graciosísima.

Las situaciones trágicas y culminantes están afeadas por el abuso de una mala y pueril retórica. ¿A quién no empalaga la [p. 113] retahíla de nombres mitológicos y de historia antigua que acumulan el Rey y su confidente en el pedantesco diálogo con que se abre el acto tercero? Ni ¿cómo sufrir que después de las sencillas y enérgicas palabras de doña Sol:


       Estoy llagada de fuego,
       Que ha que tengo casi un año,
       Por cuyo peligro y daño
       A mi marido no llego;
       Que aunque bizarra y vestida
       Me veis, y tan adornada,
       Soy manzana colorada
       En el corazón podrida.
       Mire estos brazos Su Alteza,
       Llenos de sangre y de llagas...

prorrumpa el Rey en aquella desaforada serie de comparaciones, Sol eclipsado, falsa cadena dorada, roja adelfa y venenosa, espada sucia y mohosa con la guarnición dorada, etc., etc.? Grima da ver caer en tales aberraciones de gusto, a quien en dos palabras había expresado antes toda la grandeza trágica de la acción de doña Sol:


              ESCUDERO
       ¿Dónde vas, señora, ansí?

              DOÑA SOL
       Dios lo sabe, y yo lo sé.

Al final del primer acto se notará una coincidencia con versos, muy sabidos, de Cervantes en la novela de El curioso impertinente:

Dice Lope:


       Mas si es de una mujer bella
       Vidrio el honor que trabaja,
       ¿Quién pone el honor en caja
       Si después se quiebra en ella?

[p. 114] y Cervantes:

       Es de vidrio la mujer,
       Pero no se ha de probar
       Si se puede o no quebrar,
       Porque todo podría ser...;

y añade que estos versos los había oído en una comedia moderna. La corona merecida es de 1603, y, por consiguiente, anterior a la publicación de la primera parte del Quijote; pero dudo mucho que sea la comedia a que Cervantes alude, no sólo porque las dos redondillas que añade no tienen correspondencia en la comedia de Lope, sino por la situación dramática que el novelista indica: «Aconsejaba un prudente viejo a otro, padre de una doncella, que la recogiese, guardase y encerrase.»

Más de una vez ha sido renovado en nuestros tiempos el tema poético de la castidad de doña María Coronel, ya en leyendas románticas, ya en obras teatrales; pero creemos que el lauro de la prioridad, y también el del acierto, corresponde al docto y venerable académico D. Leopoldo Augusto de Cueto (hoy marqués de Valmar), que en 1844 dió a la estampa un drama en cuatro actos y en diferentes metros, representado con éxito, primero en Sevilla y luego en Madrid, con el título de Doña María Coronel, o no hay fuerza contra el honor. Muy posterior a este drama es otra Doña María Coronel, escrita en colaboración por los señores D. Luis de Retes y D. Francisco P. Echevarría. No teniendo estas obras relación directa ni indirecta con la forma enteramente caprichosa que Lope dió a la leyenda, no nos incumbe aquí su examen.

Notas

[p. 109]. [1] . Anales eclesiásticos y seculares de la ciudad de Sevilla... Madrid, Imprenta Real, 1795. Tomo II, páginas 145-147, 200-201. (La primera edición es de 1677.)

[p. 109]. [2] . «La historia o caso de esta señora no se cuenta de vna manera Vnos dizen que don Alonso Hernández Coronel fué un gran señor, criado y servidor del rey don Alonso, que ganó el Algezira, y que éste houo por hija esta señora doña María Coronel; la qual casó con don Juan de la Cerda, nieto del infante don Hernando de la Cerda, heredero de Castilla, hijo primogénito del rey don Alonso el Sabio, y estando su marido absente, vínole tan grande tentación de la carne, que por no quebrantar la castidad y fe deuida al matrimonio, eligió, antes, de morir: e metióse vn tizón ardiendo por su miembro natural, del qual murió; cosa por cierto hazañosa y digna de perpetua memoria, aunque la circunstancia del caso parezca algo oscurecerla. La opinión de otros es que esta señora doña María Coronel fué muger de don Alonso de Guzmán, caballero muy notable y principal, el qual fué en tiempo del rey don Sancho el, quarto; e dize que estando él cercado en la villa de Tarifa de los moros, la dicha doña María Coronel, su muger, estava en Sevilla; y como le viniesse la dicha tentación, por no hazer cosa que no deuiesse, se mató de la manera que conté; destas dos opiniones siga el lector la que más verisímile le pareciere.» (Copilación de todas las obras del famosísimo poeta Juan de Mena... Sevilla, 1528; fol. 28.)