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Obras completas de Menéndez... > ESTUDIOS SOBRE EL TEATRO DE... > IV : IX. CRÓNICAS Y... > XXIX.—LAS PACES DE LOS REYES Y JUDÍA DE TOLEDO

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Impresa en la séptima parte de las comedias de Lope (1617) y en el tomo III de la colección selecta de Hartzenbusch.

Esta crónica dramática abarca una gran parte del reinado de Alfonso VIII, aunque los dos últimos actos se contraen más especialmente al trágico episodio de los amores y muerte de la hermosa judía Raquel. En el primero, que pudiéramos titular Las niñeces de Alfonso VIII, se presentan en forma dramática su entrada furtiva en Toledo, su aparición en la torre de San Román y la toma del castillo de Zorita por la estratagema del truhán Dominguillo, idéntica a la que del persa Zopiro cuentan las historias clásicas.

La fuente única de Lope para esta comedia ha sido la Crónica General, en los trozos que a continuación transcribo, porque sirven de perpetuo comentario histórico al texto del poeta, que la sigue paso a paso, a veces con las mismas palabras:

«Quando este Rey niño don Alfonso, fijo del Rey don Sancho el desseado de Castiella e nieto del Emperador de España, era en esto, porque el Rey don Ferrando Alfonso de León, su tío, fazíe mucho daño e mucha discordia entre los Castellanos, señaladamente entre los Condes de Lara e los de Castro, sobre la tenencia de este Rey niño..., començaron a venir nuevas de muchas partes de su reyno, que si al niño Rey don Alfonso, su señor natural e su Rey, ellos viesen o y allegase, que le acogeríen et les prazeríe mucho con él, e que lo agradesceríen mucho a Dios. E muchos otrosí estavan rebeldes fasta los quinze años que su padre mandara, e muchos avíen miedo del Rey don Ferrando de León, su tío, de quien eran mucho despagados. Pero que los Condes e los otros que lo aconsejavan al Rey, conoscieron que era tiempo e bien de salir, e los de Auila con ellos otrosí, e acordaron de dar guardas al Rey, que se andouiesse con ellos fasta que fuesse bien criado e cobrado en su facienda, e escogieron ciento e cinquenta caualleros [p. 80] para esto, que estoviessen con él fasta que fuesse criado e bien obrado, con que andouiesse por el su reyno. E éstos mouieron con él e con los otros que acompañarle quisieron, el Conde don Malrique, que con los otros omes buenos, comenzaron de andar por el reyno con su Rey e señor, cobrando algunos logares que se dauan al Rey luego que y llegaua, reconosciendo su verdad... E assí andando desta guisa por el reyno, non muy ascondidamente.... ovo el Conde don Malrique en su poridad nueuas de Toledo, que si se contra allá fuessen acostando con el Rey, que guisaríen como metiessen el Rey en la villa, e que gela daríen sin ninguna contienda, e lo apoderaríen en ella. E el Conde queríe gran mal a don Ferrán Ruyz de Castro que la teníe, e plogol mucho con estas nueuas, e fuéronsse acostando contra Toledo; e cavalleros de allí, de Toledo, que en esta preytesía andauan e querían entregar la villa al Rey, e señaladamente vno que llamauan por nombre Esteuan Illán, natural de la cibdad; éste, quando sopo cómo se yvan el Rey e el Conde contra allá acercando, salió para allá el Rey lo más encobiertamente que pudo e fabró con el Conde, e fízoles acercar a Maqueda e apercibió aquellos que él se atrevió a meter en su poridad, e bastecieron la torre de San Román; como quier que el Conde don Ferrán Ruyz la villa e el Alcácar teníe, en lo cual él otrosí fazíe derecho e verdad en lo defender fasta el tiempo de los quinze años que le fuera mandado que lo entregasse a este Rey don Alfonso, e ante non, mas por razón que era villa tributada por el Rey don Ferrando de León, su tío, que llevaba ende las rentas della..., por salir de este apremiamiento, pugnauan los caualleros ya dichos en cobrar su Rey e su natural lo más cedo...

E estando en esta discordia todos, vnos con los otros, los vnos con Ferrán Ruyz e los otros con la otra parte, todos manteníen verdad. E este Esteuan Illán, de quien fabramos, con consejo e con ayuda de los que en la poridad eran, como buen fidalgo castellano, salió de Toledo, e fuese para el Rey, e traxéronlo ascondido..., e metiéronlo en la villa de Toledo tan encobiertamente, que ome del mundo non lo sopo, si non los de la poridad, non lo entendiendo; [p. 81] e metiéronlo en la torre de San Román, que teníen bastecida; e pusieron el su pendón encima de la torre, llamando a grandes vozes real por su señor el Rey don Alfonso que y era. E el roydo fué muy grande por toda la villa, e rebato en todas partes, veniendo todos armados contra la torre, los vnos por combatirla, e los otros por defenderla, e ovieron de rebolverse de mala guisa: pero a la cima vieron e sopieron cómo su señor el Rey era, e fuéronse cada uno a su mesón, e quisieron asossegar. E don Ferrán Ruyz de Castro, que estaua en el Alcázar, de que vió el pleyto mal parado, sabiendo muy bien cómo lo desamaua muy mortalmente el Conde don Malrique, e que non le podíe aprouechar defensión, nin era ya tiempo..., e non osó más assosegar nin atender, e salióse luego de la otra parte de la villa por las espaldas del Alcázar, que es contra la puerta, e acogióse a más andar, e fuese meter en Huete.» [1]

Las frases subrayadas reaparecen casi textualmente en los versos de Lope, el cual prescinde del largo capítulo de la crónica, relativo a la batalla de Huete, en que sucumbió D. Manrique de Lara, vencido por Fernán Ruiz de Castro. Nuestro poeta se limita a anunciar sobriamente la lid aplazada entre ambos caudillos:


          Yo te buscaré.
                                  —Ya sabes
       Que te aguardaré, Manrique...;

y en relación puesta al principio de la jornada segunda en boca de Garcerán Manrique, hijo del muerto, consigna el resultado de la batalla. En cambio dedica la mayor parte de las escenas del primer acto al cerco de Zorita, sin cercenar cosa alguna de la extensa narración de la Crónica General:

«El Rey, andando assí apoderándose..., salvo de algunos logares que teníe su tío el Rey don Fernando de León, llegól mandado cómo Lope de Arenas se era alzado en Zorita, que la teníe por [p. 82] Gotier Fernández de Castro, cuyo vassallo era..., por non le entregar el castiello fasta que oviesse el Rey los quize años compridos. E quando el Rey estas nueuas oyó, pesól mucho: e el Conde don Nuño [1] pugnó mucho de lo meter en el pesar, e fué muy sañudo, e fizo llamar los Condes, e los ricos omes, e los cavalleros, e las otras gentes de la tierra..., e fizo su hueste, e fué cercar a Zorita con muy gran gente que le crescíe cada día. E en llegando mandóla combatir muy de rezio, e fiziéronlo assí, mas el castiello e la fortaleza dél era tan fuerte, que le non podíen empecer...

Et en el castiello avíe un ome con Lope de Arenas, que se criara con él pequeño e sabía mucho de la fazienda del castiello e de la suya, e dezíanle Dominguiello por nombre: e éste salió del castiello muy encubiertamente, e fuese para el Rey, e dixól que si le diesse en que visquiesse en toda su vida e le fiziesse algo e merced, que le faría aver el castiello sin embargo ninguno: et el Rey le dixo que le prazíe mucho, e que lo faríe. «Pues, señor, dixo Dominguiello, esto ha menester que se faga: mandad a un ome qualquier que me atienda qualquier golpe que yo le dé, e desque lo oviere fecho, pugnaré de me acoger fuyendo quanto más podíer contra el castiello: e luego las gentes mueuan empos de mí, dando vozes muy grandes, e segundándome quanto podieren, assí como si me quisiessen prender o matar fasta dentro en las puertas, e yo desque fuere acogido dentro, fazer les he creer que maté un ome de los buenos de la hueste, e sobre aquéllo cuydo yo assí ser recebido, e en tal priuanza entrado, e assí guisallo que se vos non tardará de aver vos el castiello sin otro afán, luego, a pesar de los que y fueren.» E el Rey le dixo que non sabía y tal ome que se le quisiesse dar a ferir, de tal guisa: e vn escudero estaua y, que era de Toledo, que auíe nombre Pero Díaz, que le dixo: «Señor, non dexedes vos por esto de cobrar el castiello, nin de lo auer, ca yo le atenderé el golpe, o cualquier peligro de muerte o de ál que me ende auenga, en tal que vos el castiello ayades». E luego tiróse aparte, e dixól que le firiesse [p. 83] sin miedo: e Dominguiello traía vna azconilla muy malilla en la mano, e dexól correr estonces, e firió al escudero; pero guardól de ferir en logar onde podiesse morir, e comenzó de se acoger contra el castiello apellidando, e luego toda la hueste movió empos de él dando muy grandes vozes, e diziendo los vnos «muera», e los otros «prendelde, non se vos vaya assí», e Dominguiello fuese meter en el castiello.

Lope de Arenas, que estava en el andamio, desque él vió assí entrar fuyendo a Dominguiello, espantado preguntól cómo venía o qué le acaesciera, e él dixo que venía de fazer seruicio e non tan pequeño, ca matara a uno de los buenos omes de la hueste. Lope de Arenas le dixo que si era verdad, e él le dixo que sí sin falla, e si non que bien lo podríen entender en el alborozo de la hueste: e Lope de Arenas que metió mientes y, e vió el gran roydo que por la hueste yba et que adrede fazíen los que él perseguieran, touo que era verdad, e tóvose ya por seguro dél de allí adelante, teniendo que non avríe por qué recelarse dél, nin erraríe desde allí en ninguna guisa, e començól a falagar e de gelo loar quanto pudo, e de le prometer galardón e algo muy granadamente, e de allí adelante Lope de Arenas començól a lo meter en privança del su castiello muy fuertemente, e a fiar dél, de guisa que le fizo su sobrecata mayor de todas las velas, e mayoral en todo.

Andando assí Dominguiello tan amado e tan priuado de su señor, e fiando assí dél, acaesció que Lope de Arenas se estaua afeytando e faciendo la barua: e estando assí, Dominguiello entró por la puerta como espantado, e de mal contenente, e don Lope de Arenas que lo vió, preguntól cómo venía assí, e Dominguiello le dixo: «Señor, vengo apriessa por una vela que se cayó: e ome del mundo non puede y estar, e es menester que la adobedes apriessa.» «Dexa estar, dixo Lope de Arenas, agora un poco, ca se adobarán desque esto acabemos», e con Lope de Arenas non estaua ome del mundo aquella hora fuera aquel que lo estaua afeytando: e Dominguiello que se vió en sazón e en tiempo para comprir su trayción e lo que teníe cuydado, ca vió que non estaua [p. 84] quien le contrallase, traya un venabro en la mano; e diól tal ferida por los pechos, que gelo echó por las espaldas e Lope de Arenas cayó luego muerto en tierra... E ante día avíe fecho en el comienço del muro un forado encobierto, por do salió luego, otros dizen que salió por somo del muro con una cuerda, otros que por la puerta. Si le mató con venabro, o con porra, o con canto, o si salió por la puerta, o por el muro, o por el forado, lo vno desto fué, mas de guisa que Lope de Arenas fué muerto, e Dominguiello se acogió para la hueste, e fuesse para el Rey. E él preguntól que cómo veníe o qué avíe fecho, e él le dixo: «Señor, he comprido lo que por vos prometí: mandad de aquí adelante entrar el castiello quando vos quisierdes, ca non ay quien lo deffienda, ca maté aquel que vos lo contrallaua fasta aquí, e non dudedes y, ca nunca vos jamás Lope de Arenas contrallamiento fará»: e contól todo como le avíe acontescido. E el Rey, si ovo ende prazer o pesar non lo cuenta la estoria, mas diz que yaziendo Lope de Arenas en tierra ferido e el venabro en sí, ante quel ánima osasse salir, estando las gentes todas enderredor dél, que recudieron y al ruydo, e a las vozes que diera el que estaua afeytando, quel estaua y ante él, e vn sobrino de Lope de Arenas de que se él fiaua mucho; e auiendo ya la palabra perdida e non podiendo fabrar, fizo señal que le diessen las llaues del castiello, e diérongelas, e desque las tomó, tendió la mano e diólas a aquel su sobrino, faziendo señal con los ojos e con la boca que las entregasse al Rey: e él tomó las llaves e entrególas a su rey e a su señor natural cuyo el castiello era. E fueron los Condes sueltos, e el castiello entregado al Rey, e Lope de Arenas e su sobrino quitos. E desta guisa cobró el Rey don Alfonso a Zorita, como quier que se la él cobrada teníe, ca para él la guardauan.

Dominguiello, que mucho se preciaua de su trayción, andando muy laso (?) e muy desvergonçado por la hueste, pidió al Rey que le mandasse dar el galardón que le prometiera; el Rey dixo que era bien e que lo queríe fazer. Estonces mandó saber quanto le abondaríe para su dispensa, e para su vestir, e mandógelo cada año dar, e mandól sacar los ojos. E aun después a tiempo [p. 85] siguiendo, por su mala voluntad, como quier que ciego era, preciávase de su maldad alabándose dende: e sópolo el Rey, e mandól destorpar e fazer muy cruda justicia dél. Assí escapen quantos tal obra remedaren, e tal galardón ayan ende.» [1]

La bella escena en que el Rey de Castilla es armado caballero pertenece íntegra a nuestro poeta, y lo mismo hay que decir del extravagante capricho de llevar a Alfonso VIII, como cruzado y conquistador, a Palestina: aprensión vieja de Lope, que, tímidamente indicada en algunos versos de esta comedia, sirve de máquina al poema de la Jerusalén conquistada, merced al cual se propagó esta fabulosa especie, que graves historiadores no se desdeñaron de impugnar, y de la cual todavía quedan vestigios en la entrada de la Raquel de Huerta.

Precisamente los amores de la hermosa judía son, como queda dicho, la tela casi única de los actos segundo y tercero de esta comedia de Lope. Dice así la General, tratando del Casamiento del Rey de Castiella:

«En estas cortes de Burgos vieron los concejos e ricos omes del reyno que era ya tiempo de casar su rey, e acordaron de embiar a demandar la fija del rey don Enrique de Inglaterra, que era de doze años, porque sopieron que era muy hermosa e muy apuesta de todas buenas costumbres. E en esto acordaron todos que le embiasse pedir a su padre, e ella avíe nombre doña Leonor: e los mensageros fueron luego escogidos de los mejores e más honrados [p. 86] de la Corte: e éstos fueron dos ricos omes e dos obispos, omes buenos e de grand sesso, e de muy grande entendimiento, bastantes assaz para tal mensagería. E estos metiéronse en el camino, e entraron en la mar, e pasaron a Inglaterra. E el Rey de Inglaterra, desque sopo aquello por que los mensageros yuan, plogól mucho, e recibiólos muy bien, e fízoles mucha honra él e sus fijos que adelante contaremos: e los mensageros pidiéronle su fija para el rey don Alfonso su señor, e él se la otorgó, e dióles de sus dones: e embióla con ellos mucho honradamente: e ellos la troxeron con muy gran honra al rey don Alfonso a Burgos. Las bodas luego fueron fechas muy ricas e muy honradas, e fueron luego yuntadas muchas gentes de todas partes de los reynos de Castiella e de León e de todos los reynos de España, e fueron fechas muchas nobrezas e dadas grandes donas. Estas bodas de este nobre rey don Alfonso de Castiella, e de la nobre Infanta doña Leonor, fija del Rey de Inglaterra, fueron fechas en la Era de mil e ciento e noventa e ocho años. E andaua entonces el año de la nascencia del Señor, en mil e ciento e sesenta años.

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Pues el rey don Alfonso ouo passados todos estos trabajos en el comienço quando reynó e fué casado, según que auedes oydo, fuese para Toledo con su muger doña Leonor: e estando y, pagóse mucho de vna judía que avíe nombre Fermosa, e olvidó la muger, e encerróse con ella gran tiempo, en guisa que non se podíe partir della por ninguna manera, nin se pagaua tanto de otra cosa ninguna: e estovo encerrado con ella poco menos de siete años, que non se membraua de sí nin de su reyno nin de otra cosa ninguna. Estonces ovieron su acuerdo los omes buenos del reyno como pusiessen algún recado en aquel fecho tan malo e tan desaguisado; e acordaron que la matassen: e que assí cobraríen su señor que teníen por perdido: e con este acuerdo fuéronse para allá, e entraron al Rey diziendo que queríen fabrar con él: e mientras los vnos fabraron con el Rey, entraron los otros donde estaua aquella judía en muy nobres estrados, e degolláronla a ella, e a quantos estauan con ella, e desí fuéronse su carrera. E desque el Rey lo [p. 87] sopo, fué muy cuytado que non sabíe qué se fiziesse: tan grande era el amor que della avíe. Estonces trauaron con él sus vassallos e sacáronlo de Toledo, e llegaron con él a vn logar que llaman Iliescas, que es a seys leguas de Toledo. E allí estando el Rey en la noche en su cámara cuydando en la judía, fabran las gentes quel aparesciól el ángel, e quel dixo: «Alfonso, ¿aun cuydas en el mal que has fecho de que tomó Dios de ti deservicio? Mal fazes, e caramente te lo demandará Dios a ti e a tu puebro.» E diz que estonces demandól el Rey quién era el que le aquello dezíe. E él dixo como era ángel mensagero de Dios que veníe allí por su mandado a dezirle aquello. El Rey fincó los ynojos ante él, pediendol merced que rogasse a Dios por él. E el ángel le dixo: «Teme a Dios, ca cierto es que te lo demandará, e por este peccado que tú fiziste tan sin zozobra, non fincará de ti quien reyne en el reyno que tú reynas, mas fincará en el linage de tu fija, e de aquí adelante pártete de mal fazer e mal obrar, e non fagas cosa porque Dios tome mayor saña contra ti.» E estonces dizen que despereció: e que fincó la cámara llena de gran claridad e de tan buen olor e tan sabroso, que marauilla era. E el Rey fincó muy triste de lo que le dixera el ángel: e de allí adelante temió siempre a Dios e fizo siempre buenas obras, e emendó mucho en su vida e fizo mucho bien, según vos lo contará la estoria adelante.» [1]

Tanto la historia de Raquel, como la del cerco de Zorita y la de la entrada de Alfonso VIII en Toledo, pertenecen al número de aquellas cosas que los compiladores de la General agregaron a las narraciones del arzobispo D. Rodrigo y de D. Lucas de Túy, según ellos mismos tienen cuidado de declarar, [2] afirmando al [p. 88] propio tiempo la veracidad de lo que añadían. El marqués de Mondéjar y el P. Flórez, poseídos de excesivo celo apologético por la memoria de Alfonso VIII, se empeñaron en dar por fábula tales amores, aunque sin apoyarse más que en el argumento negativo del silencio de D. Rodrigo y de D. Lucas, autores coetáneos, y en la inverosimilitud de haberse encerrado el Rey siete años con la judía, siendo así que en ese tiempo constan varios privilegios y otros actos públicos suyos, y consta, además, que tuvo sucesión de su legítima mujer. Pero con permisión de tan doctos y bien intencionados varones, atrévome a decir que los tales argumentos convencen muy poco, puesto que, tanto D. Lucas como D. Rodrigo, anduvieron muy diminutos en lo que toca a los primeros años de este reinado, y si se rechaza el testimonio de la General en lo que concierne a los amores de Raquel, la misma razón habrá para rechazarle en todo aquello que añade a los cronistas anteriores, y que el mismo Mondéjar admite sin más autoridad que la de Don Alonso el Sabio. Y en cuanto al segundo reparo, hay cierta candidez en tomar tan al pie de la letra lo del encerramiento, pues por muy embebecido que supongamos a Don Alonso VIII en su ilícita pasión, no había de faltarle tiempo para despachar algún privilegio ni para hacer alguna expedición contra moros y navarros, ni siquiera para tener algún hijo legítimo. Nada de esto implica contradicción, dada la flaqueza humana; y si acaso parece demasiado largo el plazo de los siete años que la General impresa marca para estos amores, redúzcase a siete meses, como quiere el Valerio de las historias. [1] Al cabo, [p. 89] lo que hay de más inverisímil y de más afrentoso en el cuento, no es que el Rey se prendase de una judía muy hermosa, sino que los ricos hombres de Castilla se conjurasen para asesinar a una infeliz mujer.

[p. 90] Por otra parte, no se trata de una tradición poética ni de época muy remota de aquella en que fué consignada por escrito, puesto que no pocos contemporáneos de Alfonso VIII pudieron alcanzar el reinado de su bisnieto, en quien tampoco hemos de suponer el malévolo propósito de calumniar a uno de sus más ínclitos progenitores, que al mismo tiempo era uno de los más inmediatos. Lo que Alfonso el Sabio registra, es un hecho aprendido de la tradición oral, cuando no había tenido aún tiempo de alterarse. Y tan arraigada estaba en Castilla la idea de que los posteriores desastres del reinado de Alfonso VIII, especialmente el de Alarcos, habían sido providencial castigo de aquel pecado, así como la victoria de las Navas recompensa y corona magnífica del arrepentimiento y penitencia del Rey, que al amonestar Don Sancho el Bravo a su hijo, en el Libro de los castigos e documentos, para que se guarde de pecados de fornicio, cita, entre otros ejemplos históricos, y como uno de los más solemnes, el caso de la judía: «Otrosí para mientes, mío fijo, de lo que conteció al rey D. Alfonso de Castiella, que venció la batalla de Úbeda, que por siete años que viscó mala vida con una judía de Toledo, diól Dios gran llaga e gran ajamiento en la batalla de Alarcos, en que fué vencido, e fuyó, e fué mal andante él e todos los de su Reyno, e los que y mejor andanza ovieron, fueron aquellos que y murieron; e demás matól los fijos varones, e ovo el Reyno el rey D. Ferrando, su meto, fijo de su fija. E porque el Rey se conoció después a Dios, e se repintió de tan mal pecado, como este que avíe fecho, por el [p. 91] qual pecado por emienda fizo después el monesterio de las Huelgas de Burgos de monjas de Cistel, e el hospital, Dios diól después buena andanza contra los moros en la batalla de Úbeda.» [1]

Fué Lope, según creo, el primer poeta castellano que se apoderó de este asunto y también el que inventó el nombre de Raquel, ignorado de nuestros cronistas, que llaman a la judía Fermosa, convirtiendo en nombre propio el adjetivo. Ya en 1609, antes de llevar esta leyenda a las tablas, la había tratado en forma narrativa en el libro XIX de su Jerusalem conquistada, donde está como bosquejado el poemita que luego dió tan justo renombre a D. Luis de Ulloa. En los discursos puestos en boca de los conjurados, lleva Ulloa la ventaja, por ser más adecuados a su índole de poeta moralista y ceñudo, que a la blanda y amorosa de Lope; [2] pero en la catástrofe tiene nuestro poeta rasgos muy [p. 92] ingeniosos y felices, como el cubrir uno de los conjurados con una toca el rostro de Raquel, sintiéndose ya casi vencido y desarmado por su hermosura. En la descripción de Raquel muerta, bañando en caliente púrpura el estrado, está engastada esta linda serie de comparaciones:


       Así la tersa y cándida azucena,
       Parece entre las rosas carmesíes;
       Así la joya de diamantes llena,
       Entre rojos esmaltes y rubíes;
       Así la fuente de cristal, serena
       Corre por encarnados alhelíes;
       Así tórtola blanca ensangrentada,
       Del esparcido plomo derribada.

Pero la inspiración de Lope, aunque profundamente épica, corría por su cauce más natural en la forma dramática, como lo prueba esta comedia de Las paces de los Reyes, que a Boileau hubiera parecido monstruosa, por ser de aquellas en que un personaje aparece «enfant au premier acte et barbon au dernier»; pero que a los ojos de Grillparzer es una de las mejores piezas (eine der besten Stücke) de Lope de Vega. Sin llegar yo a tanto, porque de su autor y en el mismo género las conozco mucho mejores, encuentro en ella, no sólo grandes bellezas de pormenor, sino una inspiración constante. Aun en el primer acto, que queda oscurecido por los otros dos, elogia Grillparzer, con razón, el suavísimo diálogo entre Lope de Arenas y su mujer dona Constanza, contándole entre aquellas perlas que despilfarradamente dejaba caer Lope por dondequiera. El segundo acto está lleno de color local toledano y de prestigio romántico. ¡Con qué habilidad coloca el autor la primera escena de los amores junto a las ruinas del palacio de Galiana, evocando la leyenda más antigua al paso que pone en acción la moderna, y juntando las dos en un mismo rayo de luz poética! ¡Qué gracioso el contraste entre la nieve del Norte, que dice Raquel hablando de la pálida hermosura de la Reina Doña Leonor de Inglaterra, y los ardores que la impetuosa judía quiere apagar en las aguas del Tajo! Ni siquiera falta [p. 93] un grano de poesía humorística en estas singulares escenas del baño y de la siesta. Lope, según su costumbre, se introduce en la fábula con el disfraz del rústico Belardo, moraliza a su modo sobre las necedades del mundo y las locuras del amor, y alude a los propios casos de su juventud «cuando era hortelano en las huertas de Valencia». El amor está presentado en este poema dramático como una demencia fatal e irresistible, la cual no cede ni ante los terrores de lo sobrenatural, que amagan a Alfonso en la primera noche en que va a llegar a los brazos de la hermosa judía:


          ¡Qué terrible oscuridad!
       ¡Qué relámpagos y truenos!
       Y están los cielos serenos
       Sobre la misma ciudad.
           Sólo en la huerta parece
       Que el cielo muestra su furia;
       Debe de ser que mi injuria
       Siente, riñe y aborrece.
           Hablan las nubes tronando,
       Y rasgándose los cielos...
           Los relámpagos, con fuego
       Muestran el que ya me espanta;
       El viento el polvo levanta
       Para decir que soy ciego.
           Brama el Tajo por salir
       A templar aqueste ardor;
       Pero no es fuego el amor
       Con quien puede competir.
           Tiemblan los árboles juntos,
       Sus hojas llaman a Alfonso,
       Como el último responso
       Que se dice a los difuntos.
           ¡Válgame el cielo! ¡Otra nube
       Tan negra desciende allí!...
            (Una voz cantando triste dentro.)
           Rey Alfonso, Rey Alfonso,
       No digas que no te aviso: [1]

        [p. 94] Mira que pierdes la gracia
       De aquel Rey que Rey te hizo.
        . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

              ALFONSO
       Dentro de la misma nube
       Parece que la voz dijo
       Que de aqueste atrevimiento
       Estaba el cielo ofendido.

              LA VOZ
       Mira, Alfonso, lo que intentas,
       Pues desde que fuiste niño,
       Te ha sacado libre el cielo
       Entre tantos enemigos.
       No des lugar desta suerte,
       Cuando hombre, a tus apetitos;
       Advierte que por la Cava
       A España perdió Rodrigo.

              REY
       ¡Vive el cielo, que lo entiendo,
       
Y que todos son hechizos
       De Leonor, para quitarme
       El gusto que emprendo y sigo!
       Los palacios son aquestos;
       Yo entro.

(Cuando el Rey va a entrar, aparece una sombra con rostro negro,
       túnica negra, espada y daga ceñida.)

              ¡Cielo divino!
       ¿Qué es esto que ven mis ojos?
       ¿Eres hombre? ¡Hola! ¿A quién digo?
       ¿No hablas?

           (Desaparece la sombra.)

                 Desparecióse.
        Mas ¿de qué me maravillo?
       ¡Viven los cielos, que fué
       Sombra de mi miedo mismo!
       Entraré por la otra parte,

        [p. 95] Saltando el arroyo limpio
       De esta acequia. ¡Ay, cielo santo!
              (Vuelve a aparecer la sombra.)
       Otra vez la sombra he visto.
       ¿Qué quieres? ¿Qué me persigues?
       ¿Quién eres?

              GARCERÁN
        Tarde he venido.

              REY
       ¿Eres sombra, o eres hombre?
       Habla, y díme: «Yo te sigo»,
       Que hombre soy para escucharte,
       Ya seas muerto, ya seas vivo...

Es casi superfluo advertir la gran semejanza que esta escena ofrece, en cuanto al empleo de lo maravilloso, con otras de El Infanzón de Illescas, de El duque de Viseo, de El marqués de las Navas y algunas otras piezas de Lope, y más remotamente con El burlador de Sevilla y otros dramas ajenos, pero cuyos autores imitaron visiblemente su manera de tratar lo fantástico, muy concreta y en cierto modo plástica, pero al mismo tiempo muy sobria.

No me satisface tanto el tercer acto como el segundo, aunque hay en él muchos rasgos dignos del soberano ingenio de su autor. Lo es, desde luego, haber convertido en móvil principal de la catástrofe, no la odiosa venganza de los ricoshombres castellanos, sino la celosa pasión de la Reina, cumpliéndose así el vaticinio de Raquel en la primera jornada:

          ¿No puede haber algún fuego
       En esa nieve escondido?

La Reina es, pues, quien llama a los ricoshombres, quien les cuenta sus agravios y los del Reino en un romance elocuentísimo y, finalmente, quien enciende sus ánimos para la venganza, presentándoles a su propio hijo. Con razón dice Mr. De Latour en [p. 96] su discreto análisis de esta comedia: «¡Cuánto prefiero este discurso enérgico, en que la pasión de la mujer, la majestad ofendida de la Reina, la indignación de la cristiana, hablan alternativamente tan hermoso lenguaje, a toda la metafísica política de D. Luis de Ulloa y de los que le han imitado! No es que yo condene en absoluto esta metafísica, ni mucho menos el sentido profundamente español que encierra, pero el grito de esta mujer, de esta Reina, es todavía más humano, y, como sale del alma, va al alma derecho. Este discurso admirable o, por mejor decir, este grito, es toda la pieza.» [1]

Tiene razón el mismo crítico en calificar de pueril la escena en que el Rey y Raquel aparecen entretenidos en la pacífica ocupación de pescar con caña en el Tajo; escena que no parece inventada sino para traer el funesto agüero del ballazgo de la calavera, que saca el Rey enganchada en el anzuelo. La escena de la muerte es muy rápida, y en ella sólo hay que advertir la novedad de hacer que Raquel se haga espontáneamente cristiana antes de morir; con lo cual pensó, sin duda, Lope aumentar la simpatía trágica que causa su lastimoso fin. En las escenas anteriores parece notarse un eco de los romances relativos a los amores de Doña Inés de Castro, en que basó Luis Vélez de Guevara su tragedia Reinar después de morir:


       Labrador honrado y noble,
       ¿Qué me dices? ¿Qué me cuentas?
       ¿Caballeros y con armas?
       ¡Ay, Dios! No vienen a fiestas...

El título de Las paces de los reyes se justifica al fin de la comedia por la reconciliación de Leonor y Alfonso, después de la aparición del ángel. en Illescas. Aquí lo maravilloso estaba en la [p. 97] tradición, y el poeta no ha hecho más que recogerlo, cumpliendo la ley épica de su Teatro, porque lo maravilloso es esencial en la epopeya.

«Las bellezas de este drama—dice Latour—son de las que todos los ojos pueden ver, de las que conmueven todas las almas. El genio de la época, del país y del poeta brillan con un esplendor tal, que ninguna traducción, por débil que sea, puede oscurecerle. Una de las cosas que hay que aplaudir en Lope, es el carácter de Raquel, de la cual ha hecho una verdadera mujer, que ama a Alfonso y que tiene miedo de morir. Hartas veces encontraremos el papel de la favorita ambiciosa en los otros dramas compuestos sobre el mismo asunto.»

Y ahora conviene añadir algo acerca de las posteriores vicisitudes de este tema poético. Ticknor poseyó, manuscrita y autógrafa, con fecha de 10 de abril de 1635 (no 1605, como se lee por errata, que aquí pudiera ser grave, en la traducción española de su Historia y en el Catálogo de Barrera), una comedia del doctor Mira de Amescua. La desdichada Raquel. El mismo Ticknor afirma que esta pieza, en extremo mutilada por los censores, es la misma que, con el nombre de La judía de Toledo, anda atribuída a D. Juan Bautista Diamante en la Parte 27 de comedias varias (1667) y en repetidas ediciones sueltas. Aun sin haber visto el manuscrito de Mira de Amescua, por no ser fácil el viaje a Boston, en cuya Biblioteca actualmente se custodia, me atrevo a dudar de esta afirmación de Ticknor, cuya autoridad bibliográfica es para mí mucho más respetable que su pericia crítica. La comedia de Diamante, tal como está impresa, no puede ser de Mira de Amescua ni de ningún otro poeta del primer tercio del siglo XVII. Será una refundición, acaso muy servil, pero está escrita en el estilo propio de Diamante, autor de las postrimerías del siglo XVII y de los primeros años del XVIII. Diamante, como los demás dramaturgos de su época, no inventaba, se limitaba a refundir, y generalmente a estropear, originales antiguos. Su comedia no procede de la de Lope de Vega. Es muy verosímil, por consiguiente, que proceda de la de Mira de Amescua. Pero no de Mira de Amescua [p. 98] solo, porque hay en la comedia de Diamante muchas cosas evidentemente tomadas del poema de D. Luis de Ulloa y Pereyra, no impreso hasta 1650. [1] Los discursos políticos están servilmente calcados, sin más fatiga que convertir las octavas en romance. Y la prueba es muy fácil. Cotéjese una parte del razonamiento de Álvar Núñez en Ulloa y en Diamante:

              ULLOA
       Ya por vuestra desdicha, castellanos,
       Del Hércules sabréis que os gobernaba
       Cómo le cercan pensamientos vanos
       De nueva Yole la prudencia esclava;
       Y que olvidadas las robustas manos
       Del peso formidable de la clava,
       Lisonjeando de ninfas el estilo,
       Al huso femenil tuercen el hilo.
       . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
       Con lastimosas lágrimas contemplo
       Cuánto las obras de virtud se truecan,

        [p. 99] Y cómo llega la codicia al templo
       Donde las fuentes de piedad se secan,
       Obedeciendo todos al ejemplo;
       Que los príncipes mandan cuando pecan,
       Y en la vida culpable de los Reyes,
       No son vicios los vicios, sino leyes.
       .....................................................................
       De una ramera torpe en la esperanza
       Vivimos, o suspensos, o postrados,
       Siendo el arbitrio de su fiel balanza
       Los premios y castigos ponderados;
       Sola la liviandad de su mudanza
       Nos tiene desvalidos o privados;
       Tanta paciencia en pechos varoniles,
       No los hace leales, sino viles.
       .....................................................................
       No la corona del mayor planeta
       Dejéis que asombre más planta lasciva,
       Que oprime lo que finge que respeta,
       Y con mentido culto lo cautiva;
       Rayos que preste la virtud secreta
       Del cielo a nuestra saña vengativa,
        Cuando por nudos tan estrechos pasen,
       Respeten el laurel, la hiedra abrasen.
       Sacrifiquemos esta ofrenda impía
       En gracia de los Reyes ofendidos,
       Que fueron con violenta tiranía
       En voluntarios lazos oprimidos,
       Hallará en este ejemplo la osadía
       Con que les embaraza los sentidos,
       Para recelo del osado intento,
       Esmaltado de sangre el escarmiento.

                    DIAMANTE
       Ya el Hércules que os regía,
       A nueva ley le sujeto;
       Trueca el uso de la clava
       Por el huso en que torciendo
       Va a sus victorias el hilo
       Que hizo su renombre eterno.
       Con llanto notan los míos

        [p. 100] El penoso cautiverio,
       Y cuán licencioso el vicio
       Se aumenta con el ejemplo,
        Porque los príncipes mandan
        Cuando pecan, advirtiendo
       Que la adulación permite,
       Por hacer al Rey obsequio,
       Que se bauticen las culpas
       Por leyes; que en el exceso
       De sus vicios, no son vicios
       Los vicios, sino preceptos.
       . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
       Mirad que en los corazones
       Que anima heroico ardimiento,
       Parece mal tanto olvido,
       Y que al varonil esfuerzo
        El disimulo le hace
       Cobarde más que no atento.
       No permitais que al laurel
       Que corona sacro imperio,
       Planta lasciva le cerque
       Con mentido culto, haciendo
       Lo que es traición agasajo,
       Favor lo que es cautiverio,
       Que hasta su virtud nos niega
       Cuando por nudos estrechos
       Pasa mentida lisonja
       En el verdor de su aseo.
       Respete el laurel el brazo,
       Y abrase la hiedra al fuego...
       Y sacrifiquemos esta
       Ofrenda impía al eterno
       Simulacro de los Reyes
       Que en el siglo venidero,
       Con violenta tiranía,
       Fueren en sus lazos presos,
       Dejando nuestra lealtad,
       A su vicio por trofeo,
       Esmaltado el escarmiento.

La misma comparación podíamos hacer en el discurso de don Fernando Illán, pero basta con lo transcrito. Se dirá que Ulloa [p. 101] pudo tomar estos conceptos y estas imágenes de Mira de Amescua, pero ¿quién ha de creer tal plagio de un poeta como Ulloa (original no sólo como poeta, sino como hombre), cuando estas octavas son precisamente tan geniales suyas, cuando expresan lo más hondo de su pesimismo político y cuando están hechas de tan noble y valiente manera que excluyen hasta la sospecha de que puedan ser perífrasis del adocenado romanzón que va al frente? Y ¿quién que haya leído versos líricos o dramáticos del doctor Mira de Amescua, cuya lozanía y gala sólo admiten parangón con las del estilo de Lope, ha de atribuirle esos prosaicos y desmañados octosílabos, que a voz en cuello están diciendo haber salido de la pluma de un pedestre versificador de los tiempos de Carlos II? Creemos, por consiguiente, que el manuscrito de La desdichada Raquel que tuvo Ticknor, no puede ser La judía de Toledo, de Diamante, sino otra comedia sobre el mismo tema, de la cual Diamante quizá aprovechó algo para la suya.

Incidentalmente hemos hablado ya de la Raquel, de Ulloa, que Quintana llamó, no sin alguna hipérbole, «el último suspiro de la antigua musa castellana». Don Luis de Ulloa y Pereyra, caballero de Toro, cuyas memorias inéditas quizá publicaremos algun día, fué poeta de elevados pensamientos y de robusta entonación, moralista estoico al gusto de su tiempo, político pesimista y desengañado, con ánimo libre para decir duras verdades a reyes y poderosos, en un estilo cuyo nervio y adusta sequedad recuerdan, a veces, el áspero decir de Alfieri, con toda la diferencia que puede haber entre un poeta del siglo XVII y otro del final del XVIII. Ulloa, que estaba en la oposición (como hoy diríamos) cuando compuso este poema, puesto que había sido amigo fidelísimo del conde-duque de Olivares, a quien acompañó en su destierro, tomó el asunto de Raquel desde el punto de vista político, como una lección a los reyes viciosos y negligentes.


       ¿ Esto acontece, y duermen los tiranos?

Tal es la originalidad de este poema, y de ella nacen sus mayores bellezas. El aliento, más oratorio que poético, que en estas [p. 102] octavas se respira, es de una arenga tribunicia vehementísima, inflamada, sincera, y por lo mismo elocuente. El autor piensa menos en Alfonso VIII y en Raquel, que en Felipe IV y en sus mancebas. Por eso hizo una obra apasionada y viva en lo político y sentencioso, y muy fría en la parte afectiva y desinteresadamente poética del argumento, que es, por el contrario, aquella en que su gusto flaquea más y en que hizo mayores concesiones al depravado estilo de su tiempo. ¡Oh, si toda esta parte hubiese sido escrita en el mismo lozano estilo en que lo fué esta octava, imitada del Ariosto:


       No rumores de bélicos clarines
       Dieron principio al amoroso asalto:
       El aura, sí, movida en los jazmines
       Que coronan el álamo más alto;
       Y el eco derramado en los jardines,
       Nunca al aplauso del deleite falto,
       Que repite de dulces ruiseñores
       Ansias de celos, lástimas de amores.

Con todos sus resabios de amaneramiento, debidos unos al sutil contagio del culteranismo, cuya influencia alcanzaba aún a los escritores más sensatos, y que más se resistieron a su influjo; e hijos los otros de la tendencia conceptuosa, que era también moda de aquel tiempo y muy propia del ingenio y estudios del escarmentado y meditabundo poeta castellano, la Raquel, de Ulloa, vale mucho, no sólo por la gravedad de su estilo y doctrina y por el número no corto de versos admirables que pueden entresacarse de ella, sino por haber servido de tipo y dechado, primero a La judía de Toledo, de Diamante, y luego a la Raquel, de Huerta.

Aunque la comedia de Diamante, por la flojedad de su estilo, desmerece mucho puesta en cotejo con el poema de Ulloa, no es obra despreciable, ni mucho menos, siquiera deba sus mayores aciertos a su predecesor inmediato, y acaso algunos a la comedia inédita y desconocida hasta ahora de Mira de Amescua. La comedia de Diamante en nada se asemeja a la de Lope, la cual no [p. 103] parece haber leído siquiera. Su Raquel no es la mujer apasionada que arde en súbito amor por Alfonso VIII cuando le ve entrar triunfante en Toledo y que muere invocando el nombre del Dios de su amante. Es una especie de Ester degenerada, a quien los judíos de Toledo emplean como instrumento para que sus lágrimas y su hermosura desarmen la ira del Rey y detengan el edicto de proscripción que contra ellos iba a fulminarse. También esta idea es original de Ulloa, que la presentó con más nobleza, no haciendo intervenir al padre de la judía, que en Diamante resulta cómplice del deshonor de su hija, sino al gran rabino o pontífice Rubén, en quien está más justificado el fanatismo de ley y de raza. Pero Diamante, aunque inferior a Ulloa por todos los demás conceptos, tiene más jugo de sentimiento que él; y su obra, con estar medianamente escrita, triunfó en el teatro por su efecto patético. Y este efecto continuaba aún en el siglo pasado, según nos informa el crítico italiano Napoli Signorelli, que hace de la pieza todo el elogio que podía hacer dentro de su criterio de preceptista clásico: «Todas las primeras damas del Teatro español aprenden, para muestra de su talento, el papel de La judía de Toledo en la comedia de Diamante... Las extravagancias de su estilo, su irregularidad y las bufonadas que se entremezclan en las escenas trágicas, no perjudican, sin embargo, a la verdad y energía de los afectos, ni al mérito de los caracteres de Alfonso, fascinado por el amor, y de la judía Raquel, tan ambiciosa como amada por el Rey.»

Todavía estaba en posesión de las tablas la comedia de Diamante, cuando un hombre de más ingenio que juicio, de mejor instinto que gusto, de más fantasía que doctrina, pero de ningún modo vulgar ni tonto (como en nuestros días hemos visto impreso), D. Vicente García de la Huerta, en quien hervía alguna parte del estro de Calderón y de Góngora, convocaba a la muchedumbre en el teatro para escuchar en una nueva Raquel los acentos de la Melpómene española,


       No disfrazada en peregrinos modos,
       Pues desdeña extranjeros atavíos;

        [p. 104] Vestida, sí, ropajes castellanos,
       Severa sencillez, austero estilo,
       Altas ideas, nobles pensamientos,
       Que inspira el clima donde habéis nacido.

El estreno de esta tragedia, en 1778, fué uno de los mayores acontecimientos teatrales del reinado de Carlos III. En los pocos días que corrieron desde la representación hasta la impresión, se sacaron dos mil copias manuscritas para España y América; todo el mundo la sabía de memoria y la repetía en los teatros caseros. La Raquel se hizo popular, en el más noble sentido de la palabra. Su autor, que como crítico era una especie de romántico inconscierte y venido antes de tiempo, sentía confusamente, pero con grande energía, el valor de la antigua poesía castellana; y aunque procuró acomodarse en lo exterior a las formas de la tragedia neoclásica, sometiéndose al dogma de las unidades, a la majestad uniforme del estilo y a emplear una sola clase de versificación, hizo en el fondo una comedia heroica, ni más ni menos que las de Calderón, Diamante o Candamo, con el mismo espíritu de honor y de galantería, con los mismos requiebros y bravezas expresados en versos ampulosos, floridos y bien sonantes, de aquellos que casi nadie sabía hacer entonces sino Huerta, y que por la pompa, la bizarría y el número, tan felizmente contrastaban con las insulsas prosas rimadas de los Montianos y Cadalsos. Hasta el romance endecasílabo adoptado por Huerta (en vez del verso suelto, de la silva o de los pareados, que con infeliz éxito habían usado los autores del Ataulfo, de la Hormesinda y del Sancho García ) contribuyó a poner sello nacional en la pieza, siendo, por decirlo así, una ampliación clásica del metro popular favorito de nuestro teatro, dilatado en cuanto al número de sílabas, pero conservando el halago de la asonancia, tan favorable a la recitación dramática. Tal como está, la tragedia de Huerta es la mejor del siglo XVIII, lo cual puede no ser un gran elogio (puesto que las demás, salvo alguna de Cienfuegos, apenas pasan de la medianía y carecen, no sólo de interés poético, sino hasta de intención dramática), pero es, sin duda, un mérito relativo cuando entre los [p. 105] cultivadores de este género exótico vemos figurar los nombres más calificados de la literatura de entonces: D. Nicolás Moratín, Cadalso, Ayala, Jove Llanos... Para juzgar bien de la Raquel hay que verla en su propio momento, y no aplastarla bajo el peso de un coloso como Lope de Vega, o de un artista dramático tan consumado como su imitador, el poeta austríaco Grillparzer, que tiene en La judía de Toledo un acto final de grandeza casi shakespeariana. [1] El pobre Huerta no podía ascender a tales alturas, y aun puede añadirse que mucho de lo bueno que hay en la Raquel no es suyo, sino de Diamante y de D. Luis de Ulloa. Pero las buenas condiciones de la Raquel no consisten tanto en su estructura dramática, que es, sin duda, bastante endeble, cuanto en la elocuencia poética con que está escrita, en el énfasis y la gala de dicción, cuyo efecto sobre oyentes españoles es infalible, y debía de serlo mucho más cuando se llegaba a ella después de pasar por los sedientos arenales de la Virginia, de la Lucrecia y de la Numancia. Siquiera los endecasílabos de Huerta eran versos y sonaban como tales, y llenaban el oído con la suave y familiar cadencia de los asonantes, y hablaban de pasión y de galantería caballeresca, y no eran insípida prosa de Mercurios y Gacetas, como casi todo lo que se oía en el teatro, gracias a la tutelar solicitud del conde de Aranda y de la Sala de Alcaldes, que eran los Aristarcos y los Quintilios de entonces. Quintana, cuyo juicio en materia de poesía española algo vale, tuvo esta tragedia en grande estima, y por mi parte no encuentro motivo para separarme de su opinión.

No creo que Huerta tomara nada de Las paces de los reyes, de Lope de Vega, cuyas obras dramáticas conocía muy poco, y de las cuales ni una sola inserta en su famoso Theatro Hespañol . Conoció, sí, la Jerusalem conquistada, y en ella aprendió la fábula histórica del viaje de Alfonso VIII a Palestina:

        [p. 106] Hoy se cumplen diez años que triunfante
       Le vió volver el Tajo a sus orillas,
       Después de haber las del Jordán bañado
       Con la Persiana sangre y con la Egypcia...

De Ulloa y de Diamante aprovechó tanto, que sus contemporáneos llegaron a acusarle de plagio. Hasta aquel famoso apóstrofe, tan citado por los retóricos como modelo de la figura llamada corrección:


       ¡Traidores!... Mas ¿qué digo? Castellanos,
       Nobleza de este reino...,

tiene su origen en este final de una octava de la Raquel, de Ulloa:

       Traidores, fué a decir; pero turbada,
       Viendo cerca del pecho las cuchillas,
       Mudó la voz, y dijo: «Caballeros,
       ¿Por qué infamáis los ínclitos aceros?» [1]

Entre los poetas que han tratado este argumento, [2] sólo Grillparzer ha seguido las huellas de Lope en su Jüdin von Toledo (1824).

Notas

[p. 81]. [1] . Edición de Valladolid, 1604; folios 338-341 vto.

[p. 82]. [1] . De Lara, hermano de D. Manrique.

[p. 85]. [1] . Folios 342-343 vto.

Sobre la cronología, harto embrollada, de estos sucesos, pueden consultarse las dos historias particulares que tenemos de Alfonso VIII, harto desiguales en mérito crítico, que es notable en la segunda y exiguo en la primera:

Coronica de los Señores Reyes de Castilla, Don Sancho el Deseado, Don Alonso el Octavo y Don Enrique el Primero... Por Don Alonso Núñez de Castro. Madrid, por Pablo del Val, 1665. Páginas 57-61, 67-71.

—Memorias históricas de la vida y acciones del Rey D. Alonso el Noble, Octavo del nombre, recogidas por el Marqués de Mondéjar, e ilustradas con notas y apéndices por D. Francisco Cerdá y Rico. Madrid, imprenta de Sancha, 1783. Páginas 44-50.

[p. 87]. [1] . Folios 344-345 vueltos, cuarta parte del texto de Ocampo.

[p. 87]. [2] . Fasta en este logar dixo el Arzobispo don Rodrigo de Toledo...; mas porque el dicho Arzobispo quiso poner las sus razones tan breves e tan atajantes..., e non departe las razones suyas de muchos otros fechos que se fallaron e acaescieron en los tiempos que son passados que convienen más ser puestos en estoria, e non lo fueron, nos posímoslos aquí porque aquí derechamente se puedan seguir e ser más cumpridos... E porque sabemos, por prueua de otras estorias, que esto que fué assí e que es cierto, ponémoslo aquí en la estoria en los logares que conuenie, non menguando nin cresciendo en ningunas de las razones que el Arzobispo don Lucas de Túy, nin los otros sabios e omes honrados, y pusieron; e queremos de aquí adelante poner entre las sus razones esto que ende fallamos, e después tornaremos a contar de lo que estos omes buenos e honrados ende dixeron.

 

[p. 88]. [1] . Libro II, título IV, cap. VI.

«Léese cómo después que el Rey don Alfonso, que fizo el monesterio de las Huelgas de Burgos, después de casado con la Reyna doña Leonor, fija del Rey de Inglaterra, estando en Toledo vió una judía mucho fermosa, y pagóse tanto della, que dexó la Reyna su muger y encerróse con ella un gran tiempo, de guisa que lo non podían della partir ni se pagaba tanto de otra cosa como della. E según cuenta el Arzobispo Don Rodrigo (*), [*. Ya hemos visto que no cuenta semejante cosa, pero el arcipreste Almela se refiere, sin duda, a alguna traducción interpolada de sus Historias] dice que estovo encerrado con ella siete meses, que no se membraba de sí ni de su Reyno. E como los Condes y ricos hombres y caballeros viessen cómo el Rey estaba en tal peligro y desonor por tal fecho como éste, ovieron su acuerdo como pusiessen recaudo en este fecho tan malo y sin conciencia, y acordaron que la matassen. E con esta intención entraron a do estaba el Rey, fingiendo que le querían fablar. E como estoviessen con él fablando, fueron otros a do estaba la judía; y como la hallassen en muy nobles estrados degolláronla, y a quantos con ella estaban, y fuéronse luego. E como el Rey supo esto, fué muy cuytado que no sabía qué facer, que tanto la amaba que se quería por ella perder. Y como estoviesse una noche solo en su cámara, pensando en el fecho de aquella mala judía, aparescióle un ángel, y díxole: Cómo, Alfonso, ¿aun estás pensando en el mal que has fecho, de que Dios ha rescebido grande deservicio? Faces mal, y serte ha demandado caramente a ti y a tu Reyno. Y el Rey le preguntó quién era, y dixo que era ángel de Dios a él embiado. E como lo oyó, hincó los hinojos en tierra y pidióle merced que rogasse a Dios por él, y díxole el ángel: Por este peccado que feciste no quedará de ti fijo varón, que en tu lugar reyne, mas quedará del linage de tu fija, y de aquí adelante apártate de facer mal y faz bien. E como esto ovo dicho, desapareesció, y quedó la cámara complida de maravilloso olor y con gran claridad. E dende allí adelante andovo los caminos de Dios el Rey, y fizo buenas obras...»

En el lib. VI, tít. IX, cap. V, repite más brevemente la misma historia, moralizando sobre ella:

«El Rey Don Alfonso Octavo de Castilla, siendo mozo, se dió a vicios de luxuria, no obstante que fuesse casado con la Reyna Doña Leonor, fija del Rey de Inglaterra, muy hermossa muger: tomó por manceba a una judía, y estovo encerrado con ella siete meses que no se acordaba de sí ni del Reyno, tanto estaba encendido en el amor della... Pero después que la judía fué muerta por sus vasallos, conosció el error que avía fecho, enmendósse, y ussó muy buenas costumbres de allí adelante. Ca después fundó el monesterio de las Huelgas de Burgos, y el hospital que llaman del Rey, y otros monesterios, y venció a Miramamolín de Marruecos en batalla campal, y ganó a Cuenca y Alarcón, y otras villas y castillos de moros, e fizo grandes fechos, y por esto fué llamado Don Alfonso el Bueno, e reynó cincuenta y un años. Los hombres en su mane cebía facer yerros de mocedad es mal, pero no tanto como después que los hombres dexan de ser mancebos. Este Rey, antes que cayesse en estyerro que ovo con la judía era virtuosso; fizo aquel yerro, pero muchas veces acaesce que los que mucho yerran, mucho se arrepienten. E si no errassen, por ventura no se emendarían en tanto grado.»

[p. 91]. [1] . Castigos e documentos, cap. XX (edición Gayangos).

Don José Amador de los Ríos, en su Historia de los judíos (Madrid, 1875), tomo I, páginas 334-337, admite también como históricos los amores del Rey; pero supone, no sé por qué, de origen poético lo relativo a la muerte de la judía, siendo así que la Crónica General consigna lo uno y lo otro, y además no hay el menor indicio de que esta tradición se cantase jamás, puesto que los dos únicos romances que a ella se refieren (números 928 y 929 de Durán) son literarios y modernísimos: el uno de Lorenzo de Sepúlveda, versificando la prosa de la Crónica; y el otro del famoso predicador culterano Fr. Hortensio Félix Paravicino (Don Félix de Arteaga), que, no contento con ser el Góngora del púlpito, tributó a las musas profanas obsequios tan infelices como este romance, que es una estúpida rapsodia en fabla antigua.

[p. 91]. [2] . Sin embargo, aun aquí son visibles las imitaciones de Ulloa. Dice Lope:


          ¿A vuestro Rey, famosos castellanos,
       Prende la red de unas lascivas manos?
       . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

y Ulloa, en tono más enfático y remontado:


          No la corona del mayor planeta
       Dejéis que asombre más planta lasciva,
       Que oprime, cuando finge que respeta,
       Y con mentidos lazos le cautiva...

[p. 93]. [1] . Reminiscencia de uno de los romances del cerco de Zamora:


          Rey Don Sancho, Rey Don Sancho,
       No dirás que no te aviso.

[p. 96]. [1] . A. de Latour: Tolède et les bords du Tage (Paris, Michel Lévy, frères), 1860; páginas 231-302. Este trabajo abunda en errores cronológicos y de detalle, como todos los de su autor, que no presumía de erudito, pero que fué un dilettante ameno y simpático y un vulgarizador inteligente de nuestras cosas.

[p. 98]. [1] . De este año es la primera edición, sin nombre de autor, que lleva por título Alfonso Octavo, rey de Castilla, Príncipe Perfecto, detenido en Toledo por los amores de Hermosa o Raquel. Hebrea muerta por el furor de los vassallos... En Madrid, en la Imprenta Real, año de 1650. Reprodújose luego, ya con el nombre de su autor, en las dos colecciones de las poesías de Ulloa, publicada la primera por él en 1659 con el título de Versos, y la segunda, póstuma, por su hijo, en 1674. En el Ensayo, de Gallardo (II, 102), se da noticia de un curioso manuscrito, titulado Censura de D. Gabriel Bocángel a las Rimas castellanas de Alfonso VIII, habiéndoselas remitido D. Luis de Ulloa para este efecto. Responde Don Luis de Ulloa a la censura que de algunos versos hace D. Gabriel Bocángel.

—Retrato político del Rey Don Alfonso el VIII, que dedica a la S. C. R. M. del Rey Nuestro Señor Don Carlos II D. Gaspar Mercader y de Cervellón, Conde de Cervellón.

Libro culterano y conceptuoso a un tiempo, y escrito en el más pedantesco gusto de las postrimerías del siglo XVII, pero con chispazos de ingenio y fantasía amena. En la parte tercera trata larga y declamatoriamente el episodio de Raquel, interpolando discursos. Tuvo muy presente a Ulloa. (Vide Varios eloquentes libros recogidos en uno... Madrid, por Juan de Ariztia, 1722; páginas 36-50.)

[p. 105]. [1] . Sobre esta tragedia de Grillparzer, véase el magistral estudio de A. Farinelli, Grillparzer und Lope de Vega (Berlin, 1894), páginas 143-171.

[p. 106]. [1] . Sobre los defectos y las excelencias de la Raquel, considerada principalmente como obra escénica, hay poco o nada que añadir a las consideraciones que expuso Martínez de la Rosa en su Apéndice sobre la Tragedia. Obras literarias... (París, 1827; t. II, páginas 265-284.)

[p. 106]. [2] . A las obras citadas en el texto, pueden añadirse The Fair Jewess, de Trueba y Cosío en su España novelesca (The Romance of History Spain), leyenda en prosa, fundada casi únicamente en la tragedia de Huerta, y La Judía de Toledo o Alfonso VIII, drama en cuatro jornadas y en verso, por Don Eusebio Asquerino (Madrid, 1842).