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Obras completas de Menéndez... > ORÍGENES DE LA NOVELA > II : NOVELAS SENTIMENTAL,... > VIII.—NOVELA PASTORIL.—SUS ORÍGENES.—INFLUENCIA DE LA «ARCADIA» DE SANNAZARO.—EPISODIOS BUCÓLICOS EN LAS OBRAS DE FELICIANO DE SILVA.«MENINA E MOÇA», DE BERNARDIM RIBEIRO.—«DIANA» DE JORGE DE MONTEMAYOR.—CONTI NUACIONES DE ALONSO PÉREZ Y GIL POLO. —«EL PA

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Además de los libros de caballerías y los que pudiéramos llamar sentimentales tuvo el arte idealista en la literatura española del siglo XVI otra manifestación muy interesante, tanto por el número de libros a que dió origen como por el valor poético de algunos de ellos y por el aplauso y fama que alcanzaron en toda Europa. A la falsa idealización de la vida guerrera se contrapuso otra no menos falsa de la vida de los campos, y una y otra se repartieron los dominios de la imaginación, especialmente el de la novela, sin dejar por eso de hacer continuas incursiones en la poesía épica y en el teatro y de modificar profundamente las formas de la poesía lírica. El bucolismo de la novela no es un hecho aislado, sino una manifestación peculiar, y sin duda alguna la más completa, de un fenómeno literario general, que no se derivó de un capricho de la moda, sino de la intención artística y deliberada de reproducir un cierto tipo de belleza antigua vista y admirada en los poetas griegos y latinos. Ninguna razón histórica justificaba la aparición del género bucólico: era un puro dilettantismo estético, que no por [p. 186] serlo dejó de producir inmortales bellezas en Sannazaro, en Garcilaso, en Spenser, en el Tasso. Poco se adelanta con decir que es convencional el paisaje, que son falsos los afectos atribuídos a la gente rústica y falsa de todo punto la pintura de sus costumbres; que la extraña mezcla de mitología clásica y de supersticiones modernas produce un efecto híbrido y discordante. De todo se cuidaron estos poetas menos de la fidelidad de la representación. El pellico del pastor fué para ellos un disfraz, y lo que hay de vivo y eterno en estas obras del Renacimiento es la gentil adaptación de la forma antigua a un moda de sentir juvenil y sincero, a una pasión enteramente moderna, sean cuales fueren los velos arcaicos con que se disfraza. Agotadas ya hasta la monotonía las formas del lirismo petrarquista, hubo de encontrarse cierta agradable novedad en estos temas que, dentro de un cuadro más o menos dramático, y haciendo intervenir el mundo exterior, bajo sus más apacibles y risueños aspectos, en la obra del ingenio, abrían margen a discretas confidencias, que hubieran podido ser imprudentes en la forma directa; se prestaban a ser amenizadas con brillantes descripciones, con novelescos episodios, con hábiles injertos de las mejores plantas de la antigüedad, y al mismo tiempo que reflejaban, candorosamente depurados, los afectos del poeta, satisfacían la perenne aspiración de la mente humana a un mundo de paz y de inocencia o le hacían pensar en las delicias de la Edad de Oro y de la florida juventud del mundo. La égloga y el idilio, el drama pastoril a la manera del Aminta y del Pastor Fido, la novela que tiene por teatro las selvas y bosques de Arcadia, pueden empalagar a nuestro gusto desdeñoso y ávido de realidad humana, aunque sea vulgar, pero es cierto que embelesaron a generaciones cultísimas, que sentían profundamente el arte, y envolvieron los espíritus en una atmósfera serena y luminosa, mientras el estrépito de las armas resonaba por todos los ámbitos de Europa. Los más grandes poetas, Shakespeare, Milton, Lope, Cervantes pagaron tributo a la pastoral en una forma o en otra.

Un género tan refinado, tan culto, tan artificial, en ninguna parte ha podido ser contemporáneo de la infancia de las sociedades. Cantos de boyeros, de labradores, de cazadores, de pescadores, [p. 187] deben de haber existido desde los tiempos más remotos; pero estas primitivas efusiones líricas nada tienen que ver con la contemplación retrospectiva y en gran parte quimérica que de la vida campestre y de las costumbres patriarcales gusta de hacer el hombre civilizado, cuando comienza a sentir el tedio de los goces y ventajas de la civilización. Por eso la poesía bucólica no aparece como un género distinto antes de la escuela docta y sabia de Alejandría, nacida a la sombra de un Museo y criada bajo la protección de los Tolomeos como exquisita planta de invernadero. Los elementos que esta poesía se asimiló, ya épicos, ya didácticos, ya líricos, ya dramáticos, se hallan esparcidos en toda la literatura griega anterior, [1] pero de un modo episódico, subordinados a una más amplia concepción, a un más sincero sentimiento poético, a una representación total de la vida humana majestuosamente idealizada, no reducida al estrecho marco de cuadritos de género y de paisaje, que rara vez pasan de la categoría de lindos para alcanzar a la de bellos. Todas las labores humanas, siendo primordial entre ellas la de la tierra, habían sido entalladas en el escudo de Aquiles y en el de Hércules. La acción de la Odisea se mueve en un ambiente rústico: labrador es el viejo Laertes y porquerizo el fiel Eumeo: no hay en toda la literatura idilio más delicioso que el episodio de la princesa Nausicaa. Las instrucciones agrícolas y meteorológicas de Hesiodo envuelven un sentimiento de la naturaleza mucha más familiar y profundo que las idilios de Teócrito. El drama satírico, del cual todavía tenemos una muestra en el Ciclope de Eurípides, era campesino y montaraz hasta por la índole de los personajes y del coro. La comedia aristofánica (en La Paz, por ejemplo), mezcla a veces con la sátira política la plácida descripción de la holgura y bienestar de los labriegos del Atica. Uno de los medios de que Eurípides se valió para remozar la tragedia decadente fué el empleo de personajes y escenas de la vida común y de la humanidad no heroica. Siguieron sus huellas [p. 188] los poetas de la comedia nueva, que, a juzgar por los fragmentos que de ellos quedan, encontraron en la simplicidad maliciosa de los rústicos, en su frugalidad y economía, en el contraste entre la vida de la ciudad y la del campo, una mina de interesantes situaciones y de discretas sentencias. En Sicilia misma, patria de Teócrito, y sin remontarse al fabuloso Dafnis, a quien atribuían los antiguos la invención del canto pastoril, halló aquel delicioso poeta muchos de los materiales de su obra en los poemas de Stesicoro, en las comedias de Epicarmo, en los mimos de Sofrón.

Pero la idea de convertir en tema principal lo que había sido hasta entonces accesorio, de hacer pequeños cuadros (idilios) de la vida rústica, de transformar el bucoliasmo o canto rudo de los boyeros en un poema artístico, fué invención original del poeta siracusano trasladado a Alejandría, de cuyo nombre son inseparables los de sus discípulos Mosco y Bión. El cuerpo de los idilios de estos tres autores (en el cual entran algunas composiciones de dudosa atribución, que pueden pertenecer a otros poetas) es todo lo que la literatura griega nos ofrece en materia de poesía bucólica, y no ha sido superado ni igualado siquiera en ninguna otra lengua. Teócrito conserva, aun en medio de lo artificial del género, un grado de ingenua sencillez a que ninguno de sus imitadores ha llegado; tiene más viva penetración de la naturaleza y altera menos la fisonomía de los que viven en contacto con ella. La atmósfera tibia y regalada de Sicilia; la perspectiva de su volcánico suelo, y del mar que la arrulla; el áureo beso que la luz imprime en los mármoles de sus templos; los recuerdos familiares del Etna sagrado, de la corriente del Anapo y de la fugitiva Aretusa; la tradición de amores, coloquios y desafíos pastoriles, que él recogió, viva aún, en el canto y música popular, comunican a sus idilios una fuerza poética a que no alcanza ninguna otra producción de este género. Quien no conozca el desarrollo anterior de la literatura griega, y no se fije mucho en el sabio y elegante artificio de la dicción, puede creer a veces que lee a un poeta primitivo, y lo es sin duda comparado con Virgilio, para no hablar de los modernos.

Hay en la colección de los bucólicos griegos muchas piezas [p. 189] que no responden al concepto vulgar del génera, tal como suele definirse en las poéticas, aunque estén conformes con la etimología de la voz idilio, que indica sólo un poema pequeño: fragmentos épicos, como el Rapto de Hilas, los Dioscuros, la Infancia de Hércules, la Opulencia de Augias (en Teócrito), Megara y aun el Rapto de Europa (en Mosco); composiciones puramente líricas, como Las Gracias, el Elogio de Tolomeo, el Epitalamio de Helena, el bellísimo envío de La Rueca (en Teócrito), el Epitafio de Adonis, de Bión, o el de Bión por Mosco; cuadros dramáticos, como Las Siracusanas en la fiesta de Adonis; una extraordinaria riqueza poética, que representa a veces reliquias de géneros perdidos. Pero lo mismo para los antiguos que para los modernos, Teócrito es ante todo el inventor, el padre de todas las maneras de égloga, no solamente la de pastores de bueyes y cabras, sino la de segadores, la de pescadores, la de caminantes, la de semidioses rústicos y apenas emancipados de la naturaleza animal como el Ciclope, la de hechiceras de aldea como la trágica y apasionada Pharmaceutria. El poeta mismo interviene en este drama rural tan ingenioso y vario, y en «la reina de las églogas», en las Thalysias, es su propio viaje a la isla de Quios el que relata, es su juventud la que recuerda, no en el modo alegórico y un tanto frío de Virgilio, sino con una vena de poesía familiar y graciosa que nos enternece y hace sonreir a un tiempo cuando nos relata el mito infantil del cabrero Comatas, encerrado en un cofre y mantenido por las abejas, mensajeras de las Musas, y nos arrebata con toda la pujanza de la inspiración naturalista en el cuadro de la entrada del otoño y de las fiestas de Ceres, pintado de tan cálida y opulenta manera.

Después de Teócrito, el idilio, que ya comienza a perder mucho de su carácter pastoril en sus discípulos Bión de Smirna y Mosco de Siracusa, penetra en la prosa por industria de los sofistas autores de narraciones amatorias. La pastoral de Longo, única que nos queda, es en gran parte un mosaico de frases de los bucólicos alejandrinos, y a la misma escuela pueden referirse las Cartas de aldeanos y de pescadores de Alcifrón y Eliano.

Discípulo e imitador declarado de Teócrito en la mayor parte [p. 190] de sus églogas fué Virgilio, que traduce libre y poéticamente muchos de sus versos, pero quedando siempre inferior cuando repite los mismos temas; compárese, por ejemplo, la égloga VIII con la Phamaceutria o la égloga V con el idilio de la muerte de Dafnis. Hay poco de pastoril en las bucólicas de Virgilio: la I y la IX aluden a sucesos de su propia vida, a la pérdida y recuperación de su hacienda y a las guerras civiles; la IV, o sea el genethliacon del hijo de Polión, asciende a las más arduas cumbres de la poesía lírica, y ha sido estimada desde los primeros siglos cristianos como una especie de vaticinio; el canto de Sileno en la égloga VI es una mezcla de teogonía y de física epicúrea; en la égloga X, que canta los amores de Galo, domina un sentimiento tempestuoso y casi romántico. Todo lo demás es labor de imitación brillantísima, pero en la cual falta muchas veces la unidad orgánica, y se conocen demasiado los retazos de la púrpura ajena. El Virgilio de las Geórgicas y de la Eneida es sin duda mayor poeta que Teócrito, pero en el carmen bucolicum todas las ventajas están de parte del autor griego, que en su línea es original y perfecto, no sólo en los detalles, como Virgilio, sino en el total de la composición, en la vida poética derramada sin esfuerzo por todas sus partes, en la visión directa y luminosa de la naturaleza, en el interés dramático y humano de sus personajes. El molle atque facetum, la blandura y la amenidad, el suave halago y la gracia melódica que Virgilio imprime en las sílabas de cada verso, el dulce y reposado sentimiento de que a veces están impregnadas sus palabras, son sin duda bellezas de alto precio y que se graban para siempre en la memoria de todos los que tuvieron la fortuna de habituar el oído a tan gratos sones desde la infancia; pero el canto de las musas sicilianas (Sicelides Musae) es mucho más juvenil, fresco y lozano, más rico de color y al mismo tiempo más puro de líneas. Virgilio tenía en tanto grado como cualquier otro poeta de la antigüedad el sentimiento de la naturaleza y de la vida del campo, pero le tenía no al modo griego, sino al modo romano, de que las Geórgicas nos ofrecen el más cumplido dechado. No era el poeta de las muelles canciones pastoriles, sino de la ruda y áspera labor de los agricultores del antiguo Lacio.

[p. 191] La égloga virgiliana tuvo dos elegantes imitadores en época muy tardía y decadente, a fines del siglo III de nuestra Era. Estos bucólicos menores son el siciliano Tito Calpurnio y el cartaginés Nemesiano, poetas ingeniosos, aunque poco originales, pues cuando no calcan a Virgilio remedan a Teócrito. Merecen, sin embargo, ser leídos, no sólo por la florida amenidad de su estilo y por el buen gusto que conservan, ya muy raro en su tiempo, sino porque los imitaron en gran manera todos los bucólicos italianos y españoles del siglo XVI, comenzando por Sannazaro y acabando por Valbuena y Barahona de Soto, y porque todavía en el XIX lograron (más felices en esto que otros poetas mayores) un admirable traductor castellano en el docto humanista don Juan Gualberto González.

«Desde éstos hasta la edad de Petrarca y Boccaccio no hubo poetas bucólicos», dice Herrera en su comentario a Garcilaso. [1] No los hubo, en verdad, a la manera clásica, pero tuvo la Edad Media su riquísima poesía villanesca en las pastorelas y vaqueras de los trovadores provenzales y de sus imitadores del Norte de Francia, que dieron a estos cuadros un carácter más realista. Cuando este genero penetró en España y se combinó con un fondo popular preexistente, produjo en la primitiva poesía galaico-portuguesa la riquísima eflorescencia de las cantigas de amigo y de ledino, que son la joya de los cancioneros medievales, la única parte de ellos que conserva vitalidad. A pesar de todos los esfuerzos que la erudición de nuestros vecinos franceses ha hecho para no ver en estas canciones más que una imitación de su propia lírica, [2] apenas puede dudarse de la existencia de una poesía gallega popular que sirvió de modelo a la artística y la prestó sus formas y sus temas, aunque una y otra cosa se modificasen mucho por el contacto con una poesía extranjera. [3] Hay un acento de [p. 192] espontaneidad, que no engaña, en muchas de estas composiciones. El ideal que reflejan es el que corresponde a un pueblo de pequeños agricultores, dispersos en caserios y que tienen por principal centro de reunión santuarios y romerías. El mismo Jeanroy confiesa que este motivo es ajeno a la poesía francesa. [1] Tema el más frecuente de tales composiciones, puestas, por lo común, en boca de mujeres, y trasunto, sin duda, más o menos acicalado, de las que realmente entonaban las raparigas del Miño al volver de la fuente, son las quejas de la niña a quien su madre veda el ir a la romería, donde la espera seu amigo. Otras veces la doncella enamorada se duele de ingratitud y olvido, y aun llega a manifestar candorosamente al mismo santo de la romería sus propósitos de venganza contra el desleal amador, o bien se enoja con el santo porque no la libra de su cuita a pesar de las candelas que había quemado en su altar. Hay ciertamente mucha distancia de arte entre estos rudos acentos y las quejas de Safo a Afrodita, o las imprecaciones de la Pharmaceutria, de Teócrito; pero el fondo humano de la pasión ardiente y devoradora es el mismo, y hasta las supersticiones se asemejan cuanto es posible dentro de un orden moral tan distinto.

Todo parece darnos la certidumbre de que nos hallamos en presencia de verdaderas letras vulgares, que los trovadores y los juglares explotaban como un fondo lírico anterior a todos ellos, acomodándolas a diversos sones.

Pero no fué sólo la Galicia rural la que dejó impresa su huella en este lirismo bucólico de nuevo cuño. Azotada de mares por Norte y Occidente, y predestinada a grandes empresas marítimas, la región galaico-portuguesa tuvo desde muy temprano lo que clásicamente llamaríamos sus églogas piscatorias, si la brava costa del Cantábrico o la más risueña y amigable del Atlántico recordase en algo la diáfana serenidad que envuelve a los barqueros sicilianos en los idilios de Teócrito y de Sannazaro. Son frecuentísimas en el Cancionero vaticano, hasta en las villanescas y en los versos de ledino, las alusiones a cosas de mar, y aun hay [p. 193] juglares, como Martín Codax y Juan Zorro, que parecen haberse dedicado particularmente a la composición de estas marinas y barcarolas. Por el contrario, en otras poesías, especialmente en las muy lindas de Pero Meogo, parece que resuenan los ecos de la trompa venatoria, y son frecuentes las alusiones a la caza de los ciervos.

Es fácil notar en el Cancionero pequeños ciclos o series enteras de composiciones, enlazadas entre sí por un mismo sentimiento poético, por un mismo género de imágenes y por la repetición de ciertas palabras predilectas. Así se agrupan los versos del mar de Vigo; los cantos de las diversas romerías de San Servando, San Mamés, San Eleuterio, Santa Cecilia de Soveral, San Clemente, San Salvador; formando cada una de estas series un poemita de amor con unidad interna, no sólo lírica, sino en cierto modo dramática. Así el último juglar antes citado, Pero Meogo, cierra con broche de oro en un diálogo, que llamaríamos balada en el sentido romántico y septentrional de la palabra, la historia, fragmentariamente contenida en ocho canciones anteriores, de la doncella que rompió el brial en la fuente de los ciervos.

Los mismos trovadores cortesanos, que tan insípidos y pueriles resultan en sus versos de imitación provenzal, parecen otros hombres en cuanto aplican sus labios a este raudal fresquísimo de la inspiración popular. Compárense, por ejemplo, las poesías que escribió el rey Don Diniz al modo trovadoresco con sus cantigas de amigo y sus cantares guayados, dichos así por contener el estribillo ¡ay o guay amor! En las primeras no pasa de ser un versificador elegante y atildado; en las segundas, ninguno de los juglares de atambor más próximos al pueblo puede arrancarle la palma.

No sostendré que sea realmente indígena todo lo que con trazas de popular se nos presenta en los dos Cancioneros de Roma. Para mí no hay duda que con elementos poético-musicales de origen gallego se combinaron reminiscencias muy directas de ciertos géneros subalternos de la lírica provenzal, que, poco cultivados pr los trovadores más antiguos, adquieren señalada importancia en los del último tiempo, y especialmente en el [p. 194] fecundísimo Giraldo Riquier, que visitó las Cortes de nuestra Península y dirigió a Alfonso el Sabio el célebre memorial o requesta sobre el oficio de juglar. Las vaqueras o pastorelas entran en la técnica portuguesa con el nombre de villanescas o villanas. No se trata aquí solamente (como en el caso de las baladas o canciones de danza) de la repetición de «un tipo tradicional que debió de ser común a diversas poblaciones de lengua romana (provenzales, franceses, italianos, etc.), según la atinada observación de P. Meyer, sino de una imitación literaria y deliberada. En la serranilla artística y provenzalizada se nota un giro más abstracto impersonal y vago, menos intimidad lírica, menos hechizo de poesía y misterio y también menos soltura de versificación. Aun en las más graciosas, como lo son sin duda la del rey Don Diniz, es visible la imitación francesa o provenzal, con todos los lugares comunes de papagayos, vergeles y entradas de primavera.

Gracias al inapreciable tesoro de las canciones descubiertas en Roma, no hay que buscar en otra parte que en Galicia el origen inmediato y el tipo estrófico de las cantigas de serrana del Arcipreste de Hita, las cuales son originalísimas sin embargo, porque el Arcipreste más bien que imitar la poesía bucólica de los trovadores, lo que hace es parodiarla en sentido realista. Sus serranas son invariablemente interesadas y codiciosas, a veces feas como vestiglos, y con todo eso de una acometividad erótica digna de la serrana de la Vera que anda en los romances vulgares. Así era la serrana de Tablada, y no con más apacibles colores se nos presentan la chata resia del puerto de Lozoya, que lleva a cuestas al poeta como a zurrón liviano, la Gadea de Riofrío, la vaquera lerda de la venta de Cornejo. Hay, en medio de lo abultado de estas caricaturas, cierto sentido poético de la vida rústica sano y confortante: la impresión directa del frío y de la nieve en los altos de Somosierra y de Fuenfría; la foguera de ensina, donde se asa el gazapo de soto, y a cuyo suave calor va el Arcipreste desatirisiendo sus miembros.

En el siglo XV, el marqués de Santillana ennobleció este género con suave y aristocrática malicia, muy diversa de la brutal franqueza de su predecesor. Gracias a esta nota de blanda ironía, [p. 195] logró el marqués rejuvenecer un tema que había entrado en la categoría de los lugares comunes, el del encuentro del caballero y la pastora. Y obsérvese cómo, siendo el tema siempre el mismo, el marqués acierta a diversificarle en cada uno de estos cuadritos, gracias a la habilidad con que varía el paisaje y reúne aquellas circunstancias topográficas e indumentarias que dan color de realidad a lo que, sin duda, en la mayor parte de los casos es mera ficción poética. La gracia de la expresión, el pulcro y gentil donaire del estilo, prendas comunes a todas las composiciones cortas del de Santillana, llegan a la perfección en estas serranillas, de las cuales unas parece que exhalan el aroma de tomillo de los campos de la Alcarria, mientras otras, más agrestes y montaraces, orean nuestra frente con la brisa sutil del Moncayo o nos transportan a las tajadas hoces de Liébana. El paisaje no está descrito, pero está líricamente sentido, cosa más difícil y rara todavía. Ninguno, entre los poetas que cultivaron la serranilla en el siglo XV, ni el atildado Bocanegra, ni Carvajal, que transportó el género a Italia, pudieron aventajar al marqués de Santillana, y la mayor alabanza que de ellos puede hacerse es que alguna vez recuerdan, sin igualarle nunca, el tipo encantador de la Vaquera de la Finojosa.

Pero estaban reservados nuevos desarrollos a este género en la fecunda época literaria de los Reyes Católicos. Por obra de los padres de nuestro teatro Juan del Encina, Lucas Fernández, Gil Vicente y sus numerosos imitadores, las antiguas villanescas no sólo adquieren la forma definitiva del villancico artístico, sino que se transforman en poemita dramático, y son como la célula de donde sucesivamente se van desenvolviendo la égloga y el auto. Ya la profunda intuición de Federico Díez adivinó, sin más elementos apenas que las canciones de amigo del rey don Diniz, esta influencia tan honda del lirismo popular en Gil Vicente. Las canciones que en su teatro intercala, arremedando as da serra, son del mismo género y hasta del mismo tipo métrico que las del Cancionero, con idéntico paralelismo, con la misma distribución simétrica, con los mismos ritornelos.

Pero en estos ingenios se reconoce ya la influencia del [p. 196] Renacimiento y de los bucólicos clásicos. Antes de escribir sus propias Eglogas, nombre que por primera vez se oía entre nosotros, Juan del Encina, discípulo del grande humanista Antonio de Nebrija, había comenzado por traducir las de Virgilio, o más bien por adaptarlas libremente a nuestra lengua con brío y desenvoltura, haciendo hablar al vate mantuano en coplas de arte menor, y cambiando los argumentos de las églogas para aplicarlas a los sucesos históricos de su tiempo. El estudio que empleó en esta versión parafrástica debió de adiestrar al poeta salmantino en el arte del diálogo, que luego aplicó a sus propias églogas y representaciones, muchas de las cuales no tienen más acción dramática que las bucólicas antiguas. Leyendo a Juan del Encina no es aventurado decir que la égloga de Virgilio tuvo alguna influencia en los primeros vagidos del drama español cuando todavía estaba en mantillas. El mismo nombre de égloga le tomó de Virgilio, y algo más que el nombre, según creo: cierto concepto ideal y poético de la vida rústica, que en él se va desenvolviendo lentamente, no en contraposición, sino en combinación con el remedo, a veces tosco y zafio, de los hábitos y lenguaje de los villanos de su tiempo.

Ya antes de Juan del Encina, y antes que influyese en España la égloga clásica, los pastores, además del papel que desempeñaban en los autos de Navidad, habían servido para otros fines artísticos. Las famosas coplas de Mingo Revulgo, que son un diálago sin acción, ofrecen ya el mismo tipo de lenguaje villanesco que predomina en el teatro de nuestro autor, con la diferencia de ser en Juan del Encina poéticamente desinteresada la imitación de los afectos y costumbres de los serranos, al paso que en Mingo Revulgo sirve de disfraz alegórico a una sátira política. Un artificio muy superior, si bien candoroso, mostró el padre de nuestro teatro, especialmente en las dos églogas que, por los nombres de sus interlocutores, pudiéramos llamar de Mingo, Gil y Pascuala, y que en realidad pueden considerarse como dos actos de un mismo pequeño drama. El contraste entre la vida cortesana y la campesina, con los efectos que causa el rápido tránsito de la una a la otra en personas criadas en uno u otro de estos medios, se halla representada en esta graciosa miniatura por el escudero a quien [p. 197] el amor de una zagala hace tornarse pastor y por dos pastores transformados súbitamente en palaciegos.

También Gil Vicente era humanista, pero son muy raras en él las imitaciones directas de los poetas clásicos. En la Fragoa d'amor, pieza alegórica representada en 1525, Venus aparece buscando a su hijo el Amor, y se queja de su pérdida en términos análogos a los del primer idilio de Mosco, atribuído por algunos a Teócrito. Pero ni a Teócrito, ni a Mosco, ni a ninguno de los maestros del culto idilio alejandrino o siciliano, ni a Virgilio su imitador, debe Gil Vicente su propio y encantador bucolismo, que ya apunta en alguno de sus cantos sagrados, y que luego más libremente se manifiesta en la Tragicomedia pastoril da Serra da Estrella (1527) y en los dos bellísimos Triunfos del Invierno y del Verano. Es evidente que también en esta parte tuvo por precursor a Juan del Encina, pero dejándole a tal distancia que apenas se advierte el remedo. La égloga en Juan del Encina es muy realista y algo prosaica: en Gil Vicente es lírica, es un impetuoso ditirambo, un himno a las fuerzas de la naturaleza prolífica y serena, eterna desposada que resurge al tibio aliento de cada primavera, vencedora de las brumas y de los hielos del invierno, y pone su tálamo nupcial en la Sierra de Cintra.

No se graduará de impertinente esta rápida excursión por los campos de la poesía lírica y dramática en demanda del castizo bucolismo peninsular, si se repara que no sólo persistió en todos aquellos ingenios castellanos y portugueses del siglo XVI que resistieron total o parcialmente a la influencia del Renacimiento italiano y fueron, por decirlo así, los ultimos poetas de cancionero; y no sólo entró con todos los demás elementos nacionales en el inmenso raudal del teatro, difundiendo su agreste hechizo y sus aromas de la serranía por muchas escenas villanescas de Lope y de Tirso, sino que nuestra novela pastoril, con ser género tan artificioso, debe a este primitivo fondo poético es de lo que comúnmente se cree. No es mera casualidad que los dos más antiguos cultivadores de este género en nuestra Penénsula sean dos portugueses, el otro en su lengua nativa, el otro en la castellana, y que uno y otro fuesen notables artífices de versos de arte menor. Bernardim [p. 198] Ribeiro nunca empleó otros, y Jorge de Montemayor se distingue en ellos mucho más que en los de la medida italiana.

Volviendo a anudar el hilo de la tradición clásica, que en rigor no se interrumpió nunca en Occidente, aunque fuese a veces de muy extraño modo interpretada, las églogas de Virgilio continuaban siendo leídas en las escuelas, pero se las miraba como composiciones alegóricas, llenas de sentidos profundos y misteriosos de moral y de teología, a los cuales la letra era implacablemente sacrificada. Y alegóricas fueron también las primeras imitaciones latinas que de estas églogas se hicieron. El mismo Dante, que, como admirablemente ha demostrado Comparetti, [1] es el primero de los modernos que tuvo un concepto lúcido del arte virgiliana, compuso dos églogas dedicadas a su maestro Giovanni del Virgilio, y si son las mismas que con su nombre tenemos ahora, [2] nada menos pastoril que ellas puede encontrarse. Las doce del Petrarca que llevan el título general de Bucolicum Carmen, [3] importantísimas para la historia de su vida y de las cosas de su tiempo, tampoco tienen de bucólico más que la corteza, la imitación externa de las formas de Virgilio. Bajo el disfraz pastoril, el poeta escribe amargas sátiras contra la corrupción de la curia pontificia de Aviñón; habla de la muerte del rey Roberto de Nápoles, de los proyectos revolucionarios de Rienzi, toma parte activa y militante en la política de su tiempo. La forma alegórica vela un contenido enteramente histórico, que el Petrarca no se atrevía a exponer en forma directa. Él mismo explicó en sus epístolas familiares algunas de estas alegorías, y de otras se hicieron cargo sus comentadores Benvenuto de Imola y Donati. Hay en estas églogas, como en todas las poesías latinas del Petrarca, trozos de indisputable belleza, y lo es sin duda el lamento sobre la tumba de Laura en la égloga undécima.

[p. 199] Todavía más raras y menos leídas que el Carmen Bucolicum del Petrarca, son las diez y seis églogas latinas de Boccaccio, [1] todas alegóricas, excepto dos, pero muy inferiores en pureza de estilo y en valor poético a las de su maestro. Pero no por ellas, sino por sus obras en lengua vulgar, merece ser aclamado como renovador de este género en las literaturas modernas, y aquí como en todos los caminos de la novela, su influjo fué profundo y duradero.

Compuso Boccaccio dos novelas pastoriles, una en verso, el Ninfale Fiesolano, otra en prosa interpolada de versos, el Ninfale d'Ameto o Comedia delle ninfe Fiorentine. [2] Una y otra están enteramente penetradas por el espíritu de la antigüedad clásica, y abundan en imitaciones directas y deliberadas de los poetas y aun de los prosistas latinos, pero no recibieron en ningún grado la influencia de los bucólicos griegos, que Boccaccio no conocía ni hubiera podido leer en su lengua, puesto que el conocimiento que alcanzó del griego fué muy incompleto y tardío. Tampoco tuvo la menor noticia de las Pastorales de Longo, que ningún humanista leyó hasta muy entrado el siglo XVI, y cuya celebridad empieza en Italia con la traducción de Aníbal Caro, como en Francia con la de Amyot. [3]

[p. 200] Aun en la literatura latina Boccaccio no conocía más poeta bucólico que Virgilio, puesto que Calpurnio y Nemesiano no estaban descubiertos aún. Pero no fué Virgilio el autor que principalmente imitó Baccaccio: ni a tal imitación le inclinaba la índole de su genio, nada casto ni severo ni recogido, sino pródigo, vicioso y exuberante, muy análogo, en suma, al de Ovidio, que fué sin duda su poeta predilecto, y a quien saqueó a manos llenas lo mismo en las Metarmofoses y en las Heroidas que en las obras amatorias. El idilio voluptuoso y novelesco de Boccaccio es profundamente ovidiano y no virgiliano: es lo más semejante a Ovidio que hay en toda la literatura moderna. Con esta influencia se combinaron otras, la de Claudiano y Séneca el Trágico, entre los poetas; la de Apuleyo entre los prosistas. Pero los dos poemas bucólicos de Boccaccio distan mucho de ser un centón como la Arcadia de Sannazaro. No conociendo, como no conocía, las novelas griegas, hay que tener por idea original suya la de aplicar la forma narrativa al idilio, y en este sentido no debe decirse que restauró, sino que volvió a inventar la novela pastoril, sin más guía que su poderoso instinto de narrador. La narración en verso o en prosa era la forma natural de su espíritu. En cuanto a la mezcla de prosa y verso, usada en el Ameto, y que luego fué ley nunca infringida del género, Boccaccio no hizo más que transportarla de otras obras de muy distinto carácter, ya latinas, ya vulgares, en que había sido empleada, tales como la Consolación de Boecio y la Vita Nuova y el Convito de Dante; [1]   si bien en estas últimas la prosa es el comentario de las canciones y de los sonetos, al revés de lo que sucede en el Ameto, donde la prosa es lo principal y los tercetos son una especie de intermedio lírico.

El Ninfale Fiesolano pertenece a la juventud de su autor, aunque no se sabe con precisión la fecha. Es un poema en octava rima, forma predilecta de Boccaccio y de la cual se le considera como inventor, habiendo sido por lo menos el primero que la [p. 201] trasplantó de la poesía popular a la erudita y la usó en composiciones extensas. El argumento es una sencilla fábula de amores y transformaciones al modo de las de Ovidio, y el poeta la enlaza con el origen de la ciudad de Fiesole, cerca de la cual corren dos arroyuelos llamados Africo y Mensola, que conservan los nombres de dos amantes infelices. Mensola era una ninfa de Diana, seducida por el joven pastor Africo, disfrazado de mujer por consejo de Venus, que se le apareció en sueños. Mensola, sorprendida por la diosa en el momento de dar a luz el fruto de sus amores, queda transformada en agua corriente, y lo mismo acontece a su amador cuando, desesperado por su tardanza en acudir al bosque donde la aguardaba, se da cruda muerte por sus propias manos. En el Filocolo, en la Teseida, en el Filostrato, en todos sus poemas, había puesto Boccaccio algún episodio idílico; pero en el Nínfale Fiesolano triunfa resueltamente la égloga pagana y naturalista. Es, en concepto de los críticos italianos, la obra maestra de su autor, considerado como poeta. En el Ninfale (dice Carducci), «el idilio de amor dictado por la naturalera misma se entrelaza con la epopeya de los origenes; la sensualidad en medio de los campos y de los torrentes es selvática como en Dafnis y Cloe; y la verdad de todos los días, una aventura casi vulgar, se levanta a la esfera poética en alas del canto de las ninfas mitológicas, sobre las cimas de Fiesole suavemente iluminadas por los esplendores de mayo y de la leyenda, en los floridos valles que han de servir luego de escena al Decamerón». [1] La forma métrica de este poemita sirvió luego de modelo para otras narraciones villanescas, tales como la Nencia y la Ambra, de Lorenzo el Magnífico.

El Ameto es composición muy diversa. Pertenece a la edad madura de su autor (1341 ó 1342). [2] No es frívola historia de amores, sino uná alegoría que quiere ser moral y hasta teológica. Por otra parte, los elementos de la novela pastoril están mucho más desarrollados y las imitaciones clásicas más al descubierto. La [p. 202] impresión que deja el libro es indecisa y contradictoria. Su asunto es nada menos que el conflicto entre la Venus terrestre y la Venus Urania, y la emancipación del alma que roto los lazos de la sensualidad, se va levantando mediante la ciencia y la virtud al conocimiento y amor de Dios. La iniciación sucesiva del rudo cazador Ameto en estos misterios del amor y la hermosura se cumple mediante el magisterio de siete ninfas que, sentadas en torno de una fuente, van relatando cada una su historia y cantando las alabanzas de la diosa a quien están particularmente consagradas. Ameto se va enamorando, una tras otra, de todas ellas, y recorriendo así la escala de las virtudes cardinales y teologales que en ellas están simbolizadas. El símbolo es a veces muy peregrino: Venus represanta la caridad; Vesta, la esperanza; Cibeles, la fe. Cuando las ninfas han terminado sus historias y sus cánticos, aparece una columna de fuego sobrenatural, que deslumbra los ojos de Ameto, y oye una voz suavísima que dice:

         Io son luce del cielo unica e trina,
       Principio e fine di ciascuna cosa...

Era la aparición de la Venus celeste, cuyo cuerpo luminoso llega a percibir Ameto cuando, bañado y purificado por las ninfas, y libre ya de todo pensamiento mundano y de toda concupiscencia, discierne la verdad suprema, oculta bajo el velo sutil de tantas fábulas, y se siente y reconoce como transformado de animal bruto en hombre.

Visible es aquí la imitación del Purgatorio dantesco, y puede decirse que comienza desde que Ameto, perdido en la caza, oye sonar por primera vez el canto de Lia. El uso constante de los tercetos en la parte poética contribuye a que la semejanza sea mayor, pero la hay también en el pensamiento, y no puede dudarse que Boccaccio escribió con sinceridad su libro, y con sinceridad acaba sometiéndole al examen y corrección de la Santa Iglesia Romana, temeroso de haber incurrido en algún defecto de ignorancia. Pero aunque Boccaccio estuviese ya inclinado en aquella fecha a pensamientos más graves que los de su alegre juventud, todavía distaba mucho de haberse despojado completamente del hombre [p. 203] viejo, y su conversión moral no se efectuó por entero hasta 1362. El Ameto refleja un estado de ánimo vacilante y antinómico consigo mismo. Los dogmas católicos de la Trinidad, de la Encarnación, de la Transustanciación, aparecen envueltos en un fárrago mitológico que los empaña y desnaturaliza. En el himno que entona Lia en loor de la divina Cibeles se mezclan del modo más abigarrado el paganismo y el cristianismo, formando una especie de teología sincrética, que recuerda las especulaciones de los gnósticos alejandrinos. La elevación del pensamiento de la obra, que sólo se manifiesta claramente en las últimas páginas, contrasta con el carácter lascivamente erótico de las narraciones, que podrían figurar sin incongruencia entre las del Decamerón, a cuya simétrica disposición, que también hallamos en las cuestiones de amor del Filocolo, se asemeja, por otra parte, la traza y disposición del Ameto, sin que falte, por supuesto, el obligado recuerdo de la napolitana Fiameta, que refiere los fabulosos orígenes de su ciudad natal. Todavía disuenan más de la tendencia de la obra, y hasta comprometen su sentido y eficacia, las siete descripciones prolijas, voluptuosas, minuciosísimas, de la belleza corporal de las ninfas. La fruición harto grosera con que estos retratos están dibujados ni siquiera tiene disculpa en el ardor de los sentidos, puesto que en medio de todo son fríos, analíticos, uniformes, hechos parte por parte y miembro por miembro. El Ameto está escrito en una prosa más redundante y latinizada que ningún otro libro de Boccaccio, pero hay en ella tanta lozanía y frondosidad, era tan nueva aquella pompa y armonía en ninguna lengua vulgar, que se comprende que aun dure el entusiasmo de los italianos por tal estilo, aun reconociendo que tiene mucho de retórica viciosa y que en los imitadores llegó a ser insoportable.

El Ameto influyó en los autores de novelas bucólicas, no por la parte mística y alegórica, sino por la relativa novedad de mezclar los versos líricos y las narraciones en prosa. Influyó, también por los episodios de carácter más pastoril, tales como el del pastor Theogapen, que a ruego de las ninfas repite el canto interrumpido, o la descripción de las fiestas de Venus, o la contienda entre los pastores Achaten y Alceste, que al son de la zampoña del mismo [p. 204] Theogapen disputan sobre su mayor o menor pericia en el arte de criar el ganado. Todos éstos, que fueron lugares comunes del género, se encuentran ya en el Ameto, y todos tenían precedentes en la poesía clásica.

Sabido es que ningún autor italiano, ni el mismo Dante, ni el mismo Petrarca, tuvo en España más lectores y admiradores que Boccaccio durante el siglo XV. La mayor parte de sus obras latinas y vulgares pasaron a la lengua castellana, y algunas también a la catalana. En ésta no conocemos traducción del Ninfal de Ameto, pero existió un códice castellano entre los restos de la librería del marqués de Santillana, y probablemente esta versión, que no llevaba nombre de traductor, fué hecha por su mandado. [1] El mismo marqués cita con encomio esta obra en su famoso Prohemio al condestable de Portugal, al enumerar los que después de Dante escribieron en tercio rimo elegantemente: «Johan Boccacio el libro que Ninfal se intitula, aunque ayuntó a él prosas de grand eloquencia, a la manera del Boecio consolatorio».

Más adelante, otros modelos italianos y latinos suplantaron a Boccaccio, pero todavía nuestros poetas del siglo XVI leían y estudiaban el Ameto. Herrera le cita en el comentario a Garcilaso y me parece evidente que se acordó de él en algún pasaje de su brillante y apasionada Égloga venatoria. [2]

Pero fuera de esta y otras excepciones, que pueden notarse en los escritos de varones doctos, y que habían abarcado en sus lecturas todo el círculo de la poesía anterior a su tiempo, bien [p. 205] puede decirse que el Ameto fué muy olvidado, aun en la misma Italia, después de la ruidosa y triunfante aparición de la Arcadia del poeta y humanista napolitano Jacobo Sannazaro, tan insigne en la poesía latina como en la vulgar. Y este triunfo se debió, no a que la Arcadia tenga más condiciones de novela que los dos ninfales de Boccaccio, puesto que seguramente ofrece menos originalidad y viveza de imaginación que cualquiera de ellos, y es muy inferior en el arte narrativo, en el vigor del estilo y en el sentimiento enérgico y profundo de las bellezas naturales, sino porque satisfacía a maravilla las aficiones eruditas de su tiempo, ofreciendo en una especie de centón, formado, por otra parte, con gusto y elegancia, lo más selecto de los bucólicos griegos y latinos y de otros muchos escritores de ambas antigüedades, mezclándolo todo con alusiones a sucesos de la vida del poeta o de sus amigos, [p. 206] los cuales intervenían en la fábula con disfraces que para los comtemporáneos debían de ser muy transparentes, puesto que tadavía lo son para nosotros. Así, el pastor Sincero es el mismo Sannazaro, Summontio es Pedro de Summonte, segundo editor de la Arcadia; Meliseo es el admirable poeta latino Giovanni Pontano, gloria imperecedera de la escuela de Nápoles, y Barcinio es el poeta ítalo-catalán Bernardo Gareth, poéticamente llamado Chariteo, del cual pienso discurrir largamente en otra ocasión.

Cuando Sannazaro compuso la Arcadia, cuya primera edición incompleta y mendosa, hecha sin noticia ni consentimiento de su autor, es de Venecia, 1502, y que de nuevo corregida y completa se publicó en Nápoles, en 1504, el círculo de la erudición de los humanistas era mucho más amplio que en tiempo del primer Renacimiento, al cual pertenece Boccaccio. El florentino Poggio había descubierto en Inglaterra las Bucólicas de Calpurnio, y ya antes eran conocidas las cuatro églogas de Nemesiano. Sannazaro las estudió con mucha atención en un precioso códice que adquirió en Francia. Podía además leer en su lengua original los idilios de Teócrito (con los cuales andaban entonces mezclados los de Bion y Mosco, sin distinción de autores), pues aunque no hubo edición completa de ellos hasta 1515, diez y ocho composiciones habían sido impresas ya en Milán en 1493, y treinta en Venecia, 1495, por Aldo Manucio. En cuanto a la antigüedad latina, es claro que no tenía secretos ya para la gentil escuela napolitana, que tanto floreció bajo el patronato de la casa aragonesa y de la cual fué grande ornamento Sannazaro.

La investigación de las fuentes de la Arcadia puede decirse que es materia completamente agotada. Ya los antiguos comentadores Porcachi, Sansovino, Massarengo, [1] notaron las más obvias, especialmente las de Virgilio, modelo predilecto del vate [p. 207] partenopeo, que quiso reposar tan cerca de la tumba del mantuano. Fácil era ver, por ejemplo, que la prosa IV de la Arcadia responde a la égloga III de Virgilio y al idilio I de Teócrito; que la égloga IX del poeta italiano está calcada en la III del latino; que la descripción de los juegos funerales de Ergasto en la prosa XII está traducida en parte del libro V de la Eneida. Pero los procedimientos de imitación en Sannazaro son mucho más complicados, y estaba reservado a una erudición más diligente y sutil ir enumerando una por una todas las piedrezuelas de más o menos valor que entraron en su mosaico, pulidas y combinadas con un artificio tan docto y reflexivo. Tarea es ésta que han desempeñado, como en competencia, dos eruditos italianos, Francisco Torraca y Miguel Scherillo, en libros publicados simultáneamente, y después de los cuales nada resta que decir sobre la Arcadia. [1] Sannazaro no era un imitador vulgar, ni mucho menos un plagiario, sino un hombre enamorado y penetrado de la belleza antigua, que recogió en su libro lo más selecto y exquisito de sus lecturas para recrearse de nuevo con su contemplación, y renovarla también en la mente de los eruditos y hacerla sentir por primera vez a los indoctos. Y esto lo hizo eligiendo, alterando, coordinando los pormenores, según cuadraba al intento y plan general de su libro, tomando de un autor el cuadro general de cada episodio y enriqueciéndole con los despojos de otros muchos, fundiendo y sobreponiendo dos o tres modelos, remontándose a veces en la cadena de la imitación desde el ejemplar latino al griego que le había servido de prototipo, y aprovechando frases y detalles del imitador y del imitado. Así, de Virgilio asciende no sólo a Teócrito, sino a Homero, y, por ejemplo, en la descripción ya citada de los juegos celebrados por Ergasto sobre la tumba de Massilia, no sólo explota la descripción virgiliana de los juegos funerales de Anquises, y la que hace Stacio de las exequias del niño Ofeltes, sino la que ha servido de [p. 208] modelo a todas ellas, la descripción homérica de los funerales de Patroclo. En los trozos más virgilianos se encuentran mezcladas imitaciones de Ovidio, de Calpurnio, de Claudiano, y hasta de los prosistas didácticos como Plinio el Naturalista, de quien se deriva casi toda la erudición mágica y supersticiosa que poseía el viejo sacerdote a quien va a consultar Clonico en las prosas IX y X. De los poetas, el que más influyó en Sannazaro, fuera de los bucólicos, fué Ovidio, hasta en sus obras menos leídas, como los Fastos, en cuyo libro II encontró la descripción de las fiestas de Pales, diosa de los pastores, que transportó a la prosa III.

La influencia del Ameto en la Arcadia ha sido exagerada por algunos como Scherillo y muy reducida por otros como Torraca. Claro es que los dos libros pertenecen al mismo género, y que probablemente sin el primero no hubiera existido el segundo, puesto que Sannazaro carecía de imaginación novelesca y no le creemos capaz de crear un tipo nuevo. Tomó, pues, de Boccaccio la forma mixta de prosa y verso, y también fué influído por él en la parte métrica, pues aunque no todas las doce églogas de la Arcadia están compuestas en tercetos, como lo están todas las poesías intercaladas en el Ameto, es, sin embargo, la combinación que predomina o reina sola en la mayor parte de ellas. En tres de las églogas, por completo, y en otras con grande abundancia, los tercetos no son llanos, sino esdrújulos; género de rima que Sannazaro no inventó y que ya otros habían aplicado a la poesía pastoril, queriendo remedar acaso la cadencia de los dáctilos antiguos. Este género de terminaciones, que aun en italiano es desabrido y molesto, suele hacer en castellano tan extraño y a veces ridículo efecto, que muy cuerdamente se abstuvieron de seguir en esto a Sannazaro, como no fuese por excepción y en trozos muy breves, los innumerables poetas nuestros que le imitaron. Y aunque es cierto que se encuentran algunos ejemplos en Montemayor, en Gil Polo y en el inmenso Lope de Vega, era tan poco el caso que se hacía de tales versos, que pudo pasar por inventor de ellos el canónigo de Canarias Bartolomé Caírasco de Figueroa, por haberlos prodigado sistemáticamente, hasta la insensatez y el delirio, en el Flos Sanctorum que escribió en verso con el título de Templo [p. 209] Militante, obra monstruosa, en que brillan de vez en cuando algunas ráfagas de ingenio poético, depravado por el mal gusto. Tampoco logró mucho éxito entre nosotros, aunque tuvo más imitadores (el primero de ellos nada menos que Garcilaso en una parte muy considerable de su égloga segunda), otro artificio métrico favorito de Sannazaro, el de colocar la rima en medio del endecasíabo (rima percossa en la Poética del Minturno), forma de origen provenzal, que el Petrarca había empleado incidentalmente en algunas de sus canciones.

Es, por consiguiente, la métrica de la Arcadia mucho más variada y rica que la del Ameto, pues además de todo lo que hemos referido contiene sextinas simples y dobles, canciones petrarquistas de estancias largas y composiciones polimétricas, escritas con toda la soltura de un versificador muy ejercitado. Pero todo este lujo de destreza técnica contrasta con la pobreza de la acción, si es que acción puede llamarse la de aquellas prosas ensartadas una tras otra sin ninguna razón interna y orgánica. En esta parte Montemayor y otros bucólicos nuestros valen más que él, dan más interés a sus relatos, son más novelistas. Boccaccio lo había sido también a su manera, pero Sannazaro, que procura imitarle en la riqueza de su dicción toscana y en el lujo de sus descripciones, y se inspira no sólo en el Ameto, sino en el Filocolo, en la Fiameta, en las églogas latinas y en todos sus libros, no acierta con lo más íntimo de su arte, no sabe dar interés dramático a sus ficciones, no tiene fantasía plástica ni conoce el arranque de la pasión amorosa. Es un mero artífice de estilo, mucho más paciente que inspirado. En todo su libro no ha inventado nada, ni siquiera el ingenioso medio de que se vale el pastor Charino para declararse a su zagala, haciéndole contemplar su propia imagen en las aguas de una fuente. Sus últimos comentadores prueban que este episodio, ciertamente ingenioso, aunque en demasía alabado, [1] además de las reminiscencias que conserva de la fábula ovidiana de Narciso, [p. 210] es un tema de novelística popular que se encuentra lindamente desarrollada en el Heptameron de la reina de Navarra (novela XXIV), donde la declaración amorosa se hace por medio de un espejo de acero que el enamorado llevaba sobre el pecho a guisa de coraza. Las prosas de Sannazaro son lánguidas e incoloras a pesar de la profusión de epítetos. Hasta el paisaje es artificial, y los mismos recuerdos de Nápoles, que debían de ser tan familiares al autor, están vistos a través de Boccaccio, que tanto amó y cantó en las riberas de Bayas y en los collados de Sorrento, y tanto se saturó y embriagó de su atmósfera voluptuosa.

Libro mediano si se quiere, pero afortunado por la oportunidad con que apareció en concordancia con el gusto reinante, la Arcadia fué la primera obra de prosador no toscano que alcanzase en toda Italia reputación clásica. Serafino Aquilano, Geleoto del Carretto y otros poetas imitaron sus églogas en la corte de Mantua; Baltasar Castiglione en la de Urbino. En Nápoles hubo verdadera escuela de poetas bucólicos, que se ejercitaron a porfía en el enfadoso terceto esdrújulo. Tansillo, Minturno, el mismo Torquato Tasso, son discípulos, aunque más independientes, de Sannazaro, para no hablar de los oscuros autores de la Siracusa, de la Amatunta y de la Mergellina, que prolongaron el género durante tres siglos. Pero en general, la bucólica italiana adoptó la forma dramática con preferencia a la narrativa, y dramáticas son sus dos obras maestras, el Aminta y el Pastor Fido.

La influencia de la Arcadia considerada como novela fué mayor en las literaturas extranjeras. Hasta el título de la obra, tomado de aquella montuosa región del Peloponeso, afamada entre los antiguos por la vida patriarcal de sus moradores y la pericia que se les atribuía en el canto pastoril, se convirtió en nombre de un género literario, y hubo otras Arcadias tan famosas, como la de Sir Felipe Sidney y la de Lope de Vega, sin contar con la Fingida Arcadia que dramatizó Tirso. Todas las novelas pastoriles [p. 211] escritas en Europa desde el Renacimiento de las letras hastas las postrimerias del bucolismo con Florián y Gessner, reproducen el tipo de la novela de Sannazaro, o más bien de las novelas españolas compuestas a su semejanza, y que en buena parte le modificaron, haciéndole más novelesco. Pero en todas estas novelas, cual más, cual menos, hay no sólo reminiscencias, sino imitaciones directas de la Arcadia, que a veces, como en El Siglo de Oro y en La Constante Amarilis, llegan hasta el plagio. Aun en la Galatea, que parece de las más originales, proceden de Sannazaro la primera canción de Elicio («Oh alma venturosa»), que es la de Ergasto sobre el sepulcro de Androgeo, y una parte del bello episodio de los funerales del pastor Meliso, con la descripción del valle de los cipreses. [1] Lo que Sannazaro había hecho con todos sus predecesores lo hicieron con él sus alumnos poéticos, saqueándole sin escrúpulo. El género era artificial de suyo, y vivía de estos hurtos honestos, no sólo disculpados, sino autorizados y recomendados en todas las Poéticas de aquel tiempo. «No se andaba entonces (dice Rajna hablando nada menos que del Ariosto) en busca de un mundo nuevo; el sumo grado de la belleza parecía alcanzado, y no se creía que restase otra labor a los venideros que seguir lo más de cerca que pudiesen los pasos de los antiguos, al modo que Virgilio había imitado a Homero, y sin embargo era Virgilio.»

En 1549 apareció en Toledo una traducción castellana de la Arcadia de Sannazaro, en prosa y verso, en la cual intervinieron tres personas que conocemos ya por haber tomado parte en la del Filocolo de Boccaccio: el canónigo Diego López de Toledo, el capitán Diego de Salazar y el racionero de la Catedral toledana [p. 212] Blasco de Garay, tan conocido por sus Cartas en refranes, persona distinta del célebre proyectista del mismo nombre a quien en algún tiempo se atribuyó la aplicación del vapor a la navegación. La Arcadia española está dedicada al arcediano de Sepúlveda Gonzalo Pérez, conocido traductor de la Odisea y padre del secretario Antonio. En la dedicatoria dice el editor Garay: «Esta palabra empeñé quando divulgué las treze questiones, que del Filoculo del famoso poeta y orador Iuan Bocacio trasladó elegantemente don Diego Lopez de Ayala, canonigo y vicario de la Sancta Iglesia de Toledo y obrero de ella. Tras la qual divulgación prometi dar luego esta obra, porque juntamente con aquélla la libré con inoportunos ruegos de la tiniebla o (por mejor decir) oluido en que su intérprete la avia puesto: sin pensamiento de hazer jamas lo que agora yo hago por él. Porque más la tenia para comunicacion y passatiempo de amigos, que para soltarla por el incierto y desuariado juyzio del vulgo... La otra razon que a ello me movió, que aunque no es la pnmera es la más principal, fue seruir a v. m. con cosa no agena de su delicado gusto. Para lo cual tuve de ésta algun concepto, assi por ser tal como todos saben que es, como por pensar que en la primera lengua en que se escriuio la tenía vuestra erudition y prudentia tan conocida y familiar, que si era menester, de coro (como dizen) relatauades todos los mas notables lugares y puntos de ella. Y no sólo esto, mas vuestro singular ingenio contendia algunas vezes darnos en nuestra misma lengua castellana a gustar los propios versos en que primero fue compuesta; por donde espero agora no seros desagradable mi presente seruicio... El author que compuso el presente libro en su primer lenguaje que llaman Toscano... se llamaua Iacobo Sannazaro, cauallaro Neapolitano, aunque de origen español, [1] tan [p. 213] claro por sus letras, que a quererle ya agora de nueuo loar seria obscurecer sus alabanzas con las faltas de mi rudo ingenio. Porque a lo que affirman los más sabios, o ygualó a Virgilio en el verso latino o se acercó tanto a él que a ninguno quiso dexar en medio. Y en el verso vulgar (siguiendo materia pastoril) vnos dizen que sobrepujó, otros que igualó al mejor de los poetas Toscanos... El segundo que trasladó toda la prosa de la presente obra fue el ya nombrado don Diego Lopez de Ayala, de cuyo poder salió ella... que creo no va mal arreada assi de stilo y primor, como de propiedad de hablar, no sólo Castellana, mas Toledana y de cortés cauallero. Avnque algunos medio letradillos podrian achacar los muchos epithetos que lleva, diziendo ser agenos de buena prosa. No considerando que toda esta obra tiene nombre de poesia y fiction, donde aquellos largamente se consienten; y que assi estauan en la primera lengua, en que no descuydadamente la compuso su sabio author, de adonde él como fiel interprete la trasladó. El tercero fue Diego de Salzar, que antes era capitan, y al fin y vejez suya fue hermitaño, amigo mio tan intimo y familiar que vsaua llamarme su compañero. De lo cual yo holgaua no poco, como hombre que conocia (si algo puedo decir que conozco) el valor y quilates de su ingenio. Porque osaria afirmar lo que otras veces he dicho: en el verso castellano, así de improuiso como de pensado, ser la Phenix de nuestra Hespaña, puesto que en prosa no fue de menospreciar, como nos muestran sus claras obras. Éste compuso toda la parte del verso que aqui va: harto más elegante en estilo, que atada a la letra del primer author. Lo qual no tengo por inconuiniente, pues es menos principal, apartarse de la letra, quando ni es hystoria ni scientia que comprehende alguna verdad, que impedir vna tal vena y furor poético...»

[p. 214] A pesar de los extravagantes encomios que hace del talento poético del capitán Salazar, confiesa Garay en una advertencia final que había retocado sus versos hasta dejarlos como nuevos, para que fuesen más fieles a la letra del original: «Ni tampoco querria que pensassedes que por auentajarme al ingenio de mi buen amigo Diego de Salazar lo he hecho. Porque antes en verdad estimo y estimaré siempre en más (como es razon) su troba que la mia, por ser facil, graciosa, elegante y muy sonorosa. Mas como hay muchos tan curiosos que avn en las obras fingidas y de pasatiempo quieren que sea fiel la traducción... a esta causa, casi forçado, me puse a traducir (como de nuevo) las más de las presentes Eglogas, admitiendo y dexando en su primera forma todo aquello que en alguna manera se podia entender en el sentido del Toscano author; si quiera fuere copula entera o media, o si quiera fuesse solamente un pie, si con los demas que yo añadia se podia enxerir y juntar. Y avn (por hablar la verdad) consintiendo a las vezes los forasteros vocablos y repetición de unos mismos consonantes de que a menudo auia vsado el ya nombrado amigo Diego de Salazar, más (a lo que creo) por escusarse de fatiga como viejo que era a la sazon que por otra falta que dél se pudiesse presumir en este caso.»

Los versos son todos de arte menor, excepto un breve trozo traducido en endecasíabos con la rima en medio. La mala elección del metro deslustra enteramente el carácter clásico de la poesía original, que apenas puede reconocerse en aquellas coplas triviales y pedestres. La prosa es algo mejor, pero de todos modos, esta versión no hubiera podido dar a los que ignorasen el toscano grande idea de esta otra, que para Blasco de Garay era «una nata» de toda la poesía. [1] Tuvo, sin embargo, dos reimpresiones, pero no debió de satisfacer a todos, puesto que volvieron a traducirla Juan Sedeño, vecino de Arévalo, que también puso en [p. 215] verso la Celestina, y el capitán Jerónimo de Urrea, ya mencionado más de una vez en estas páginas. Uno y otro se sometieron a la imitación de los metros del original, pero ni Sedeño ni Urrea eran hábiles versificadores en la manera toscana, y no perdió mucho nuestra literatura con que quedasen inéditos estos trabajos. [1]

Mucho antes que ninguno de ellos se emprendiese, poseía la lengua castellana lo más selecto de la Arcadia maravillosamente trasladado a las églogas de Garci Laso, y convertido en nueva materia poética por el estro juvenil del imitador, por la gracia y gentileza de su estilo, por aquel instinto de la perfección técnica, que rara vez le abandona, por aquel dulce y reposado sentimiento que le da una nota personal en medio de todas sus reminiscencias. Garci Laso, que hacía elegantísimos versos latinos, y que por ellos mereció alto elogio del Bembo, no necesitaba del intermedio de Sannazaro ni de nadie para apropiarse las bellezas de los bucólicos antiguos; pero es cierto que algunas veces, cediendo a la fascinación que todas las cosas de Italia ejercían sobre los españoles del Renacimiento, se valió de los centones ya hechos, y entretejió en sus poesías imágenes, conceptos y versos enteros de la Arcadia y aun versificó trozos no breves de su prosa. Todas estas [p. 216] imitaciones fueron lealmente notadas por sus antiguos comentadores españoles, y entre ellas sobresale el razonamiento de Albanio en la égloga II, cuyos tercetos van siguiendo paso a paso el racconto de Charino en la prosa VIII de la novela napolitana, si bien con alguna diferencia en el desenlace. Pero aun imitando o traduciendo tan de cerca, todavía el imitador, ya porque su alma tenía más jugo poético, ya por la ventaja que los buenos versos llevan a la prosa poética, artificial y contrahecha de suyo, vence en muchas partes a su modelo y reproduce más que él la blanda melancolía virgiliana. Si no lo supiéramos tan de positivo, apenas podríamos creer que hubiese habido intermedio entre estos divinos versos del Mantuano:

 
       Tristis at ille: tamen, cantabitis Arcades, inquit,
       Montibus haec vestris, soli cantare periti
       Arcades: mihi tum quum molliter ossa quiescant,
       Vestra meos olim si fistula dicat amores!
        

y estos otros que todavía repite el eco en las florestas de Aranjuez y entre los peñascos de Toledo:

 
       Vosotros los del Tajo en su ribera
       Cantaréis la mi muerte cada día.
       Este descanso llevaré aunque muera,
       Que cada día cantaréis mi muerte
       Vosotros los del Tajo en su ribera.
        

El ejemplo y la autoridad del mayor poeta entre los del grupo ítalo-hispano entronizó para más de una centuria esta casta de poema lírico dialogado con protagonistas campesinos o disfrazados de tales. Herrera, en su comentario, que puede considerarse como la mejor Poética del siglo XVI, da la teoría del género, siguiendo a Scalígero y otros tratadistas anteriores: «La materia desta poesia es las cosas y obras de los pastores, mayormente sus amores; pero simples i sin daño, no funestos con rabia de celos, no manchados con adulterios: competencias de rivales, pero sin muerte i sangre; los dones que dan a sus amadas tienen mas estimacion por la voluntad que por el precio, porque envian manzanas doradas o palomas cogidas del nido; las costumbres representan el siglo dorado; la dicion es simple, elegante; los sentimientos [p. 217] afetuosas y suaves; las palabras saben al campo y a la rustiqueza de l'aldea, pero no sin gracia, ni con profunda inorancia y vegez; porque se tiempla su rusticidad con la pureza de las voces propias al estilo.... las comparaciones son traidas de lo cercano, que es de las cosas rústicas.» [1]

Muy rara vez cumplió el idilio clásico este programa, ni siquiera en Virgilio, cuanto menos en sus imitadores. Y aunque por nuestra parte le debamos singulares bellezas poéticas en las églogas de Sá de Miranda y Camoens, de Francisco de la Torre y Francisco de Figueroa, de Luis Barahona de Soto y el obispo Valbuena, para no citar otros varios, no puede menos de deplorarse aquella moda y convención literaria que por tanto tiempo encadenó a tan excelentes poetas al cultivo de un género artificial y amanerado, en que rara vez podían explayarse libremente la imaginación y el sentimiento.

La pastoral lírica por una parte, y por otra la égloga dramática de tono y sabor más indígena (hasta frisar a veces en grosero realismo), que tantos cultivadores tuvo desde Juan del Encina hasta Lope de Rueda, no podían menos de trascender al campo de la novela; pero al principio el bucolismo apareció episódicamente y con cierta timidez, sin constituir un género nuevo. Así le encontramos en las obras de Feliciano de Silva, a quien corresponde la dudosa gloria de haber introducido este nuevo elemento en el arte narrativo. Tanto en el Amadís de Grecia, que generalmente se le atribuye, como en las varias partes de D. Florisel de Niquea, encontramos a los pastores Darinel y Silvia con «aquellos admirables versos de sus bucólicas» que tanto dieron que reir a Cervantes. Aun en obra de tan distinto carácter y que parece la negación de todo idealismo, en la Segunda Comedia de Celestina, obra rufianesca, cuya primera edición es de 1534, [2] se halla intercalado de la manera más estrambótica el episodio del pastor [p. 218] Filínides y la pastora Acays (trigésima tercera cena o escena de la obra). En él aparecen ya todos los lugares comunes del género, como puede juzgarse por esta muestra: «Habés de saber, mi señora, que andando yo con mi ganado al prado de las Fuentes de los hoyos, que es una fresca pradera, ya que el sol quería ponerse teniendo el cielo todo lleno de manera de ovejas de gran hermosura, gozando yo de lo ver junto con el son que la caida de una hermosa fuente hacía sobre unas pizarras, mezclada la melodía del son del agua, de los cantares de los grillos, que ya barruntaban la noche con la caida del sol y frescura de cierto aire que el olor de los poleos juntamente con él corría; estando, pues, yo a tal tiempo labrando una cuchara con mi cañivete, probando en el cabo della a contrahacer a la mi Acays de la suerte que la tenía en la memoria, diciendo que quién la tuviera alli para podelle decir toda mi grima y cordojos, héteosla aqui dónde asoma para beber del agua de la fuente con un capillejo en su cabeza, con mil crespinas, y dos zarcillos colgando de sus orejas con dos gruesas cuentas de plata saliendo por somo sus cernejas rubias como unas candelas, vestida una saya bermeja con su cinta de tachones de plata, que no era sino gloria vella. Pues a otear sus ojos monteros, tamaños como de una becerra, no eran sino dos saetas con la gracia y fuerza con que ojeaba: por cierto que el ganado desbobado por otealla, dejaba el pasto. Y asi agostó con su hermosa vista la hermosura de los campos, como los lirios y rosas agostan con hermosura las magarzas. Y junto venía cantando, que mal año para cuantas calandrias ni ruiseñores hay en el mundo que asi retumbasen sus cantilenas, pues el gritillo de la voz ni grillos ni chicharras que asi lo empinen. Y como yo la oteé y con aquella boca, que no parescia sino que se deshacia sal de la blancura de sus dientes, manando por la bermejura de sus labios, y que me habló diziendo: ¿Qué haces ahí Filínides?»

El elemento pastoril, que es grotesco por lo inoportuno en Feliciano de Silva, tiene, por el contrario, hondo y poético sentido en un singular libro portugués, que debemos considerar más despacio.

[p. 219] El tránsito de la poesía cortesana del siglo XV a la ítalo-clásica del siglo XVI, cuyo patriarca es en Portugal Sá de Miranda, como entre nosotros lo son Boscán y Garci Laso, no fué violento ni se hizo en un día. Sirvieran de lazo entre ambas escuelas ciertos poetas inspirados y sentimentales, que conservando la medida vieja, es decir, la forma métrica del octosílabo peninsular, la adaptaron a un contenido diferente y mucho más poético que el de los versos de cancionero, creando una escuela bucólica, en que parece que retoñó la planta de la antigua pastoral gallega, no por imitación directa, según creemos (pues si la hubo fué más bien de las serranillas castellanas), sino por condiciones íntimas del genio nacional. Pero es cierto que tanto en Bernaldim Ribeiro, como en Cristóbal Falcao, [1] que son los dos representantes de este grupo, influyó el renacimiento de la égloga clásica, influyó la égloga dramática de Juan del Encina y Gil Vicente, e influyó grandemente la novela sentimental del siglo XV (El Siervo libre de amor, de Juan Rodríguez del Padrón; la Cárcel de Amor, de Diego de San Pedro); género influido a su vez, como ya demostramos, por los libros de caballerías que en toda la Península pululaban, y a cuya lección se entregaba con delicia la juventud cortesana. Bernaldim Ribeiro, que no era gran poeta, pero sí un alma muy poética, de sensibilidad casi femenina (sea cual fuere el valor de las leyendas, que hacen de él una especie de Macías portugués y que van cediendo una tras otra al disolvente de la crítica moderna), atinó con la forma que convenía a todas estas vagas aspiraciones de sus contemporáneos, y poetizando libremente los casos de su vida, con relativa sencillez de estilo (no libre, sin embargo, de tiquis miquis metafísicos), y con una ingenua melodía, desconocida hasta [p. 220] entonces en la prosa, escribió, no el primer ensayo de novela pastoril, como generalmente se dice, sino una novela sui generis, llena de subjetivismo romántico, en que el escenario es pastoril, aunque la mayor parte de las aventuras son caballerescas. De Sannazaro, a quien acaso no conoció, no presenta reminiscencia alguna. Procede con entera independencia de él y de los demás italianos, a cuya escuela no pertenece. El poeta napolitano imita, o, por mejor decir, traduce y calca a Virgilio, a Teócrito, a todos los bucólicos antiguos; Bernaldin Ribeiro, hijo de la Edad Media, y que en sus obras no revela erudición alguna, combina el ideal caballeresco con el pastoril, reviste uno y otro con las formas de la alegoría, y valiéndose, como el autor de la Cuestión de Amor, del sistema de los anagramas, expone bajo el disfraz de la fábula hechos realmente acontecidos, si bien sobre la identificación de cada personaje haya larga controversia entre los eruditos.

La verdadera biografía de este raro poeta está envuelta en nieblas, y casi todo lo que de él se ha escrito son fábulas sin fundamento alguno. Aun los datos que pasan por más verídicos hay que entresacarlos de sus églogas y ya se ve cuán arriesgado es el procedimiento de interpretar enigmas y alegorías.

Barbosa Machado, en su Biblioteca Lusitana, confundió al autor de las Saudades con otras dos personas del mismo nombre que vivieron muy posteriormente: un Bernardim Ribeiro Pacheco, Comendador de Villa Cova en la Orden de Cristo y Capitán mayor de las naos de la India en 1589, y otro Bernardim Ribeiro, que fué gobernador del castillo de San Jorge de Mina. Esta confusión fué deshecha por el ingenioso novelista Camilo Castello Branco, que era también un curioso indagador histórico. [1] Resulta de sus investigaciones genealógicas que el Bernaldim Ribeiro poeta, cuyo segundo apellido era probablemente Mascarenhas, fué un hidalgo principal de la villa de Torrao en el Alemtejo, y al parecer había pasado ya de esta vida en 1552. [2]

[p. 221] Lo primero que se ignora de él, y sería dato capitalísimo para cualquiera interpretación histórica de su novela, es la fecha de su nacimiento. Camilo le puso por buenas conjeturas en 1500 ó 1501. Teófilo Braga, para sustentar una frágil hipótesis suya, que examinaremos después, le hace mucho más viejo, nacido en 1475. La autorizadísima opinión (no la hay mayor en estas materias) de doña Carolina Michaelis de Vasconcellos ha venido a confirmar la primera fecha, que se ajusta muy bien al texto de la égloga segunda, en que el poeta declara que tenía veintiún años cuando las grandes hambres del Alemtejo le obligaron a emigrar de su tierra y pasar el Tajo. El hambre a que se alude es, según doña Carolina, la de 1521 a 1522, puesto que de otras anteriores, como la de 1496, a que recurre Braga, no dicen los cronistas que ocasionase tal emigración de los alemtejanos a Lisboa.

Admitida esta cronología, que es la más plausible, hay que suponer que Bernaldim Ribeiro fué sobremanera precoz como poeta y como enamorado, pues ya en el Cancionero de García de Resende, publicado en 1516, hay versos suyos dirigidos a una doña María Coresma, que Braga pretende que sea la Cruelsia de Menina e Moça. ¿Tendremos aquí el caso de otro homónimo? Las doce composiciones, bien insignificantes por cierto, que Resende da con su nombre, y son las más de ellas esparsas y villancetes, no anuncian en nada la manera muy personal de nuestro poeta.

El único hilo conductor que tenemos en la biografía de Ribeiro, aparte de las oscuras confesiones de sus versos, son las obras del Dr. Francisco de Sá de Miranda, que no aparece con él en relaciones de discípulo a maestro, como sin fundamento se ha pretendido, sino de amigo y compañero, aunque siguiesen muy diverso rumbo poético. «Sá de Miranda (dice la señora Michaelis), a pesar de los [p. 222] loores que concede a los «versos lastimeros.» a la «vena blandísima» de su amigo, nunca alude a él como antecesor suyo, antes le trata como a un camarada, colocándose en una posición enteramente diversa de aquella que toma respecto de Garci Laso, que fué su verdadero maestro.» [1]

Sá de Miranda había nacido en 1495; tenía probablemente más edad que Bernaldim Ribeiro, en cuya égloga segunda interviene con el imperfecto anagrama de Franco de Sandovir:

 
       Este era aquelle pastor
       A quem Celia muito amou,
       Nympha do maior primor
       Que em Mondego se banhou,
       E que cantava melhor.
        

Uno y otro poeta parecen haber concurrido juntos a las saraos de palacio; juntos hicieron versos a una celebrada belleza de la Corte del rey don Manuel, doña Leonor Mascarenhas, poetisa también, y que podía contestar en verso a sus servidores, comparada por Sá de Miranda nada menos que con Victoria Colonna. Todo induce a creer que uno y otro se hacían mutuas confidencias sobre sus amores y sus poesías y que mantuvieron siempre firme y leal amistad.

Concordando e interpretando sagazmente los varios textos de Sá de Miranda, relativos a nuestro poeta, especialmente en la égloga Alejo, infiere la doctísima escritora que Bernaldim Ribeiro, después de haber disfrutado de mucho favor en la Corte, cayó en desgracia por intrigas palaciegas, incurrió en el enojo de un gran señor, que parece haber sido don Antonio de Ataide, primer conde de Castanheira, omnipotente valido de don Juan III, y hubo de buscar asilo contra aquella tormenta o en la soledad del campo o fuera del reino (en Castilla o en Italia), arrastrando en [p. 223] su desgracia a su generoso amigo, que tomó denodadamente su defensa y hubo de salir por ello de la Corte en 1532. Nada nos autoriza para afirmar ni para negar que fuese una aventura amorosa la causa del destierro de Bernaldim. Queda aquí un misterio hasta ahora no descifrado, y que acaso no lo será jamás.

Pero el libro de las Saudades está ahí, vago y melancólico, revelando en balbuciente lenguaje, en frases entrecortadas, los devaneos y tormentas de un alma que sólo parece haber nacido para el amor. El autor, como de intento, ha huído de toda indicación precisa sobre los personajes y el lugar de la escena. El relato está puesto en boca de dos mujeres, cuya historia anterior ignoramos de todo punto; pero que debía de ser muy amarga y dolorosa, a juzgar por los afectos que las embargan, única cosa que de ellas acertamos a percibir, puesto que se nos ocultan hasta sus nombres. Una nube de tristeza resignada envuelve toda la obra, y cuando aparecen en ella nuevas figuras humanas, pronto se hunden en la región de las sombras, dejándonos contemplar apenas sus pálidos rostros. Todos parecen víctimas de una fatalidad invencible que los arrastra en el torrente de la pasión, casi sin lucha. Una ternura muy poco viril, un sentimentalismo algo enfermizo, pero que llega a ser encantador por lo temprano y solitario de su aparición, un prerromanticismo patético y sincero dan extraño y penetrante encanto a esta narración, en medio de lo imperfecto del estilo, no educado todavía para estos análisis subjetivos, o quizá en virtud de esta imperfección misma, que hace resaltar lo candoroso de los esfuerzos que el autor hace para vencerla.

Las Saudades de Bernaldim Ribeiro, en todas las ediciones, excepto la primera y rarísima de Ferrara, 1554, y la moderna del señor Pesanha, [1] lleva una continuación que hoy la mayor parte de los críticos convienen en desechar como apócrifa, aunque a mi ver contiene algunos trozos auténticos. De todos modos, la obra personal y exquisita de Bernaldim Ribeiro son los treinta y un capítulos de la primera parte, de los cuales paso a dar rápida [p. 224] cuenta, que procuraré amenizar con la inserción de algunos fragmentos, traduciéndolos lo más literalmente que pueda, aunque de seguro perderán gran parte del hechizo que tienen en el habla ingenua y mimosa en que fueron escritos.

Para que todo sea raro en la fortuna de este libro, lo fué hasta el modo de su aparición póstuma, inesperada y como clandestina, en una ciudad de Italia de las que tenían menos relaciones con nuestra Península; y lo fué también el título con que salió a luz, tomado de las primeras palabras de la novela: «Menina e moça, me levaran de casa de meu pay»; título que no debe de ser el que puso Ribeiro, pues no es la historia de la Menina la que se cuenta en el libro, sino que es ella la que cuenta historias ajenas. De todos modos, el título prevaleció, y lo merece, porque cuadra al carácter vago y enigmático de la novela. La Inquisición de Portugal la prohibió en 1581, acaso por las alusiones que en ella veían los contemporáneos, pues de otro modo no se comprende tal rigor, con una obra tan honesta e inocente. Cuando permitió que se reimprimiese en 1645, impuso un cambio de título, como si se tratase de un nuevo libro, sin duda para que no pareciese que procedía de ligero volviendo sobre su acuerdo. Pero el nuevo rótulo de Saudades no llegó a desterrar el de Menina e moça..., que reapareció en la edición de 1785 y es hoy el único que se usa.

El capítulo primero es una especie de prefacio, en que la cuitada Menina e moça, que había buscado refugio para sus tristezas en un lugar solitario donde no veía «sino de un lado sierras que no se mudan nunca y de otro aguas de la mar que nunca están quedas», comienza a escribir las cosas que vió y oyó, aunque declarando que las escribe para ella sola.

«Si en algún tiempo fuere hallado este librillo por personas alegres, no lo lean, que por ventura, pareciéndoles que sus casos serán mudables como los aquí contados, su placer les será menos agradable; y esto donde yo estuviese, me dolería, porque asaz bastaba nacer ya para mis aflicciones, y no para causar las de otros. Los tristes lo podrán leer; pero hombres tristes no los hay desde que en las mujeres hubo piedad. Mujeres, sí, porque siempre en los hombres hubo desamor. Mas para ellas no escriba yo, [p. 225] que pues su mal es tamaño que no se puede comparar con otro ninguno, sería en mí gran sinrazón querer que me leyeran para entristecerse más; antes las pido muy ahincadamente que hayan de este libro y de todas las cosas de tristeza; que aun así pocos serán los días que tengan alegres, pues así está ordenado por la desventura con que nacen.

Para una sola persona podía este libro ser; pero de ésta nada volví a saber después que sus desdichas y las mías le llevaron para luengas tierras extrañas, donde yo bien sé que, vivo o muerto, le posee la tierra sin placer ninguno. ¡Amigo mío verdadero! ¿quién os llevó tan lejos de mí? Vos conmigo y yo con vos, solos, acostumbrábamos pasar nuestros enojos que entonces nos parecían tan grandes, y eran tan pequeños, comparados con los que vinieron después. A vos lo contaba yo todo. Cuando os fuisteis todo se convirtió en tristeza, y no parece sino que la tristeza estaba anhelando para que os fueseis. Y porque todo más me afligiese, ni siquiera me dejaron en vuestra partida el consuelo de saber hacia qué parte de la tierra ibais, porque si lo supiera descansara mis ojos en levantar para allá la vista.

Aun con vos usó vuestra desventura algún modo de piedad (de la que no acostumbra con ninguna persona) en alejaros de la vista de esta tierra, pues ya que no había remedio para que no sintierais tan grandes lástimas, a lo menos para no oirlas os le dio. ¡Cuitada de mí, que estoy hablando, y no veo que el viento lleva mis palabras, y que no me puede oir aquel a quien yo hablo!

Bien sé que el escribir alguna cosa pide mucho reposo, y a mí me llevan de una parte a otra mis tristezas, y me es forzoso tomar las palabras que me dan, porque no estoy tan obligada a servir al ingenio como a mi dolor. De estas culpas se hallarán muchas en este librillo; culpas de mi mala ventura fueron todas. ¿Pero quién me manda mirar en culpas ni en disculpas? El libro ha de ser de quien va escrito en él. De las tristezas no se puede contar nada ordenadamente, porque desordenadamente acontecen ellas. Tampoco me importa que no las lea ninguno, porque yo escribo para uno solo o para ninguno, pues de él, como dije, nada sé mucho ha. Ojalá me sea en algún tiempo otorgado que esta [p. 226] pequeña prenda de mis largos suspiros vaya ante sus ojos.» He transcrito casi íntegra esta sollozante elegía, donde las palabras parece que van empapadas en lágrimas, porque basta para dar idea del genio poético de Bernaldim Ribeiro, de su lírico, y apasionado estilo, y de la profunda emoción a que debe su gloria.

Después de este misterioso preludio comienza la narración de la doncella, trasladándonos a un paisaje idílico, pero de tono gris y velado por la misma melancolía saudosa que domina en toda la obra.

«Al despertarme uno de los días pasados vi como la mañana se alzaba hermosa y se extendía graciosamente por entre los valles, porque el sol, levantado hasta los pechos, venía tomando posesión de los oteros, como quien se quería enseñorear de la tierra. Las dulces aves, batiendo las alas, andaban buscándose unas a otras. Los pastores, tañendo sus flautas y rodeados de los rebaños, comenzaban a asomar por las cumbres. Para todos se mostraba alegre el día. Pero lo que hacía alegrar todas las cosas, a mí sola daba ocasión de estar triste, acordándome de algún tiempo que fué, y que ojalá nunca hubiese sido, y deseaba irme por lugares solitarios, donde me desahogase con suspirar.

Y aun no era alto día cuando yo (parece que de propósito) determiné venir al pie de este monte que de arboledas grandes y verdes hierbas y deleitosas sombras está lleno, por donde corre todo el año un pequeño raudal de agua, cuyo ruido, en las noches calladas, hace en lo más alto de este monte un soledoso tono, que muchas veces me quita el sueño, y otras muchas voy a lavar en él mis lágrimas, y otras muchas, infinitas, las torno a beber...

Llegando a la orilla del río, miré para dónde había mejores sombras. Y me parecieron mejores las que estaban a la otra parte del río... Y pasé allá, y fuí a sentarme bajo la espesa sombra de un verde fresno que un poco más abajo estaba. Algunas de las ramas extendía por encima del agua, que allí hacía algún tanto de corriente, e impedida con un peñasco que en medio de ella estaba, se partía por uno y otro lado murmurando. Yo, que llevaba puestos los ojos allí, comencé a pensar que también en las cosas que [p. 227] no tienen entendimiento había esto de hacerse enojo las unas a las otras...

No había pasado mucho tiempo en esta meditación, cuando sobre un verde ramo que por cima del agua se extendía, vino a posarse un ruiseñor y comenzó a cantar tan dulcemente que del todo me llevó detrás de sí mi sentido de oír. Y él cada vez crecía más en sus quejas, y cuando parecía que cansado quería acabar, tornaba a comenzarlas como antes. ¡Triste del avecilla que mientras se estaba así quejando, no sé cómo se cayó muerta sobre aquella agua! Cayendo por entre las ramas, muchas hojas cayeron también sobre ella.

Parecióme aquello señal de pesar y de caso desastrado. Llevaba el avecilla el agua en pos de sí, y las hojas detrás de ella, y quisiera yo ir a cogerla; pero por la corriente que allí hacía y por el matorral que se extendía de allí para abajo cerca del río, prestamente se alejó de mi vista. El corazón me dolió tanto de ver muerto tan de repente a quien poco antes vi estar cantando, que no pude contener las lágrimas...

Y estando así mirando para donde corría el agua, sentí pasos en la arboleda. Pensando que fuese otra cosa, tuve miedo; pero mirando hacia allá vi que se acercaba una mujer, y poniendo en ella bien los ojos, vi que era de cuerpo alto, disposición buena, y el rostro de señora del tiempo antiguo. Vestida toda de negro, en su manso andar y en sus graves meneos de cuerpo y de rostro y en su mirar parecía dama digna de acatamiento. Venía sola, y al parecer tan pensativa, que no apartaba los ramos de sí sino cuando le impedían el camino o le herían el rostro. Y mientras se movía con vagarosos pasos, alentaba de vez en cuando con fatiga, como si fuese a rendir el alma.»

Quién fuese la incógnita dama no llega a averiguarse nunca, porque el poeta huye de precisar nada: sólo sabemos que lloraba a su hijo, pero no es su historia la que cuenta, sino otro desastre que aconteció en aquella ribera mucho tiempo atrás, y que ella, siendo menina, había oído referir a su padre «por historia». ¡Y de qué modo tan delicioso y tan romántico la anuncia!

«Cuando yo era de vuestra edad y estaba en casa de mi padre, [p. 228] en las largas veladas de las espaciosas noches de invierno, entre las otras mujeres de la casa, unas hilando y otras devanando, muchas veces, para engañar el trabajo, ordenábamos que alguna de nosotras contase historias que no dejasen parecer tan larga la hila; [1] y una mujer de casa ya vieja, que había visto mucho y oído muchas cosas, como más anciana, decía siempre que a ella pertenecía aquel oficio. Y entonces contaba historias de caballeros andantes; y verdaderamente, las empresas y grandes aventuras en que ella contaba que se ponían por las doncellas, me hacían a mí tener piedad de ellos... ¡Cuántas doncellas comió ya la tierra con la soledad que les dejaron caballeros que come otra tierra con otras soledades! [2] Llenos están los libros de historias de doncellas que quedaron llorando por caballeros que se iban; y se acordaban todavía de dar de espuelas a sus caballos, porque no eran tan desamorados como ellos. En este cuento no entran los dos amigos de quien es la historia que antes os prometí. En ellos pienso yo que se encerraba la fe que en todos los otros se perdió, y creo que por eso ordenaron otros hombres matarlos a traición, malamente, porque no se parecían a ellos. Pero si muy de sentir fué la suerte de los dos, mucho más lo fué la de las dos tristes doncellas, a quienes su desventura trajo a tanto infortunio, que no solamente convino a los dos amigos tomar la muerte por ellas, sino que convino a ellas tomarla por sí mismas. Los dos amigos, en lo que hicieron, cumplieron con ellas y consigo mismos y con aquello a que eran obligados por la orden de caballería que profesaban; ellas sólo cumplieron con ellos, lo cual yo creo que es de mayor estima, y por tanto se debe tener más en cuenta.»

Aquí comienza la verdadera novela, que debía ser la historia de los dos amigos; pero en la parte auténtica de Menina e Moça sólo tenemos la de uno de ellos, Narbindel, que después se llamó Bimnarder (seudónimos uno y otro de Bernaldim). Esta historia [p. 229] nada tiene de bucólica: es sencillamente caballeresca, con muchos toques de novela sentimental en el género de Arnalte y Lucenda o de Leriano y Laureola, pero con un sentimiento muy hondo que los libros de Diego de San Pedro rara vez tienen, y que tampoco acertó a expresar Juan Rodríguez del Padrón en su prosa informe y enmarañada.

Pasa la acción de este cuento en un lugar probablemente imaginario, porque el autor quiso que todo quedase oscuro e indeterminado en su libro. Sólo nos habla de unos valles en otro tiempo muy poblados y ahora muy desiertos, donde floreció una ciudad ennoblecida de reales edificios, y donde todavía descubre el arado pedazos de armas y joyas de gran valía. Por estas señas han creído algunos que se trata de la clásica Évora, capital del Alemtejo, pero la vecindad de la mar a que varias veces se alude excluye tal interpretación, y sin duda por eso la leyenda literaria dió por teatro a las Saudades de Bernaldim la poética sierra de Cintra, a la cual por otra parte no cuadran las circunstancias arqueológicas antes indicadas, puestas acaso de intento para acrecentar el efecto melancólico del conjunto, como nueva paráfrasis del eterno y mal entendido sunt lacrymae rerum.

A este valle, pues, que tenemos por fantástico, vino en tiempos pasados un noble y famoso caballero llamado Lamentor, que había aportado allí cerca, en una nao grande cargada de muchas riquezas, y traía en su compañía a su esposa Belisa y a una hermana suya doncella, llamada Aonia. Caminaban las dos damas en unas ricas andas, porque la mayor venía muy adelantada en su embarazo. Al pasar por una puente, Lamentor tiene que sostener singular batalla con un caballero que defendía allí un paso honroso en obsequio y servicio de su cruel dama, la cual le había impuesto esta prueba o penitencia por tres años, antes de rendirle su voluntad. Rompen tres lanzas, y a la cuarta cae mortalmente herido el caballero de la puente. Descríbese el llanto de su hermana que inopinadamente llega al lugar del combate. La escena es patética, y de alguna curiosidad para la historia de las costumbres funerarias de la Península, tan enlazadas con el género popular de las endechas: «Y cuando vió a su hermano que yacía [p. 230] sobre unos paños ricos que Lamentor le mandara poner, apeóse muy apresuradamente y fué corriendo hacia él, y lanzando sus tocados en tierra, comenzó a mesarse cruelmente los cabellos que largos eran, exclamando: «para dolor grande no se hicieron leyes». Esto decía ella porque era costumbre muy guardada en aquella tierra, y estaba bajo grandes penas prohibido, que ninguna mujer se pusiese en cabellos sino por su marido».

Cuando se aleja la cuitada señora con el cadáver de su hermano llevado en las andas por su escudero, determina Lamentor plantar en aquel sitio su tienda aguardando el parto de su mujer, que aquella misma noche da a luz una niña e inmediatamente fallece. Mientras Aonia se lamentaba amargamente, acierta a llegar un caballero que venía de lejanas tierras a probar la aventura del puente, por mandado de una señora con quien tenía menos amor que deudas de agradecimiento. Al penetrar muy mesurada y humildemente en la tienda donde sonaban grandes llantos «vió a la señora Aonia, que en grande extremo era hermosa, sueltos sus largos cabellos, y parte de ellos mojados en lágrimas, que su rostro por algunas partes descubrían. Y fué luego traspasado de amor por ella, sin que hubiese de parte de su antigua afición defensa alguna, porque entrando el amor juntamente con la piedad, no sólo borró el pensamiento de la otra, sino que ya le pesaba del tiempo que había gastado en su servicio. Este fué uno de los dos amigos de quien trata nuestra historia».

Llamábase hasta entonces Narbindel, pero al abandonar el servicio de su antigua dama Cruelsia, «que le había obligado pero no enamorado», y consagrarse con alma y vida al de la señora Aonia, determinó trocar las letras de su nombre, llamándose de allí adelante Bimnarder. Es de seguro la persona que representa al poeta en su obra.

Tristes presagios acompañan el principio de estos amores. Una sombra se aparece a Bimnarder. Como esforzado que era, echa mano a la espada y cobra osadía para preguntarla quién es. «Detén el brazo, Bimnarder (le dice la sombra), puesto que acabas de ser vencido por el llanto de una doncella.» Una manada de lobos persiguen, hasta matarle, a su mejor caballo. Pero resuelto a no [p. 231] irse de aquella tierra y proseguir en su amoroso cuidado, se encamina a pie a una majada de pastores y entra a servir como vaquero a un mayoral de ganado. Acaso la fábula de Apolo guardando los rebaños de Admeto dió a Bernaldim Ribeiro la primera idea de este disfraz pastoril, aunque no se advierten en su libro, por caso rarísimo en su tiempo, reminiscencias clásicas ni mitológicas de ninguna especie.

Diestro en el tañer de la flauta y en el canto pastoril, Bimnarder rondaba por las cercanías del castillo que Lamentor había mandado labrar en aquel valle, y su voz y sus tonadas eran gratas a sus moradores, especialmente a la nodriza de Aonia. «Muchas canciones sabía mi padre (dice la narradora de esta historia) de las que el pastor solía cantar, y tenían cosas de alto ingenio, o más verdaderamente de alto dolor, puestas y sembradas tan dulcemente por otras palabras rústicas, que quien bien las reparase, ligeramente entendería su verdadero sentido».

Es evidente que aquí alude Bernaldim a sus propios versos, de los cuales pone una sola cantiga para muestra. Esta cantiga es la que llegó a oídos de Aonia gracias a su ama, que «era desde su mocedad muy sabida en libros de historias, y cuando vieja lo fué mucho más». Los versos son de cancionero, pero tienen un no sé qué de gracia afectuosa que en cualquier traducción se perdería:

 
       Fogem as vaccas pera a agoa,
       Quando a mosca as vai seguir;
       Eu só, triste em minha magoa,
       Nao tenho d' onde fugir...
          Emmentes a calma dura,
       Tem esta fatiga o gado,
       A manha pasce em verdura,
       A tarde, em o sêcco prado.
       Dorme a noite sem cuidado:
       Cá tudo achou pera si.
       Descanço, eu só o perdí.
          A mim, nem quando o sol sai,
       Nem depois que se vai pôr,
       Nem quando a calma mór cai,
       Nao me deixa a minha dor.
       Dor, e outra cousa mór,
       Comvosco hoje amanhesci;
       Comvosco honte' anoutesci...
        

[p. 232] Esta cantiga oyó el ama, y pareciéndole bien, se la repitió a Aonia, que ya entendía la lengua de la tierra, ponderándole la gran tristeza del pastor y las lágrimas y suspiros con que había finalizado su canto. La señora Aonia, aunque no pasaba de trece o catorce años, y no sabía qué cosa era bien querer, se conmovió también con la canción y preguntó al ama por las señas del pastor. Naturalmente, el retrato de Bimnarder no está desfavorecido. «Es de buen cuerpo y de buena disposición: la barba, un poco espesa y un poco crecida que trae, parece que es la primera que le ha salido; los ojos blancos, de un blanco un poco nublado. En su presencia luego se columbra que alguna alta tristeza le subyuga el corazón..

«Tornó Aonia a preguntar a su ama cuántas veces le había visto. Díjola que aquel pastor vagaba continuamente en derredor de aquellas casas, y a veces se ponía a hablar con los trabajadores, y otras andaba por la ribera de enfrente, pastoreando su ganado. Y este era el pastor a quien todos llamaban el de la flauta, que bien conocido era de todos.

No le conocía Aonia, porque rara vez salía de su palacio, pero entró luego en voluntad de conocerle y de buscar manera para ello. Tal pena le había dado el oír su canto, que engañada con aquella falsa sombra de piedad, no pudo dormir en toda la noche siguiente. No porque todavía se hubiese declarado consigo misma, ni porque debajo de aquel deseo determinase nada: pero ardía en vivas llamas dentro de sí.

Y porque de todo punto se acabase esto de confirmar, aun no era bien entrada la mañana, cuando saliendo el ama a una baranda o terrado que sobre una parte de las casas se parecía, vió al pastor que estaba solo a orillas del río, apoyado en el fresno donde se puso la primera vez que salió de la tienda, allí donde vió la sombra como os dije y allí donde vino después a morir. Y así como le vió el ama, fué corriendo a decírselo a Aonia: tal prisa daba ya la fortuna al desastre, o era venida la hora que no se podía dilatar.»

Acude Aonia al terrado, y desde allí contempla despavorida la lucha de un toro del pastor con otro ajeno, a quien Bimnarder [p. 233] rinde y postra con increíble bizarría. Desfallece la delicada virgen ante tal espectáculo, y cuando vuelve en sí en brazos del ama, su primera pregunta es por el pastor. Acertó a hallarse presente una mujer de la casa, que también había presenciado la pelea de los toros, y había reconocido en el encubierto pastor al caballero que llegó a la tienda de Lamentor el día de la muerte de Belisa y salió de allí «con los ojos llenos de la señora Aonia y de agua».

«Aonia oyó toda esta plática, y aunque el ama la contradecía, ella la creyó. Y en pos de esta creencia vinieron todas las otras cosas que la creencia en estos casos suele traer en pos de sí; y luego tuvo deseos, cuidadosa de parecer bien, y ya no veía el día ni la hora en que pudiese certificar de su voluntad a Bimnarder para que no se apartase de allí por algún desastre, que ella comenzó a recelar, porque el verdadero bien querer no puede estar mucho tiempo sin recelos. Y desde que se determinó a amarle no podía descansar. Y como él tuviese por costumbre andar siempre en torno de aquellos palacios (que suntuosos se labraban a maravilla), Aonia se subía para mirarle por una ventana alta que en la cámara donde ella dormía estaba hecha solo para recibir la luz.» Cuando por primera vez la contempla Bimnarder allí, queda como embobado y deja caer el cayado de las manos.

El autor describe con ingenuidad delicadísima el proceso de estos amores infantiles. ¡Qué suave melodia romántica la del cantar «a manera de solao, que era el que en las cosas tristes se acostumbraba en estas partes», con que el ama arrulla a la menina, y con vago terror alude a su desventura hereditaria y procura conjurar sus tristes hados! Cantar es este de doble sentido, y que habla con Aonia más que con la inocente criatura:

 
       Pensando-vos estou, filha;
       Vossa mae m' está lembrando;
       Enchen-se-me os olhos d' agua,
       Nella vos estou lavando.

       Nascestes, filha, entre magua;
       Pera bem inda vos seja!
       Pois em vosso nascimento
       Fortuna vos houve inveja.
           [p. 234] Morto era o contentamento,
       Nenhuma alegria ouvistes:
       Vossa mae era finada,
       Nós outros eramos tristes.
          Nada em dor, em dor creada,
       Nao sei onde isto ha de ir ter;
       Vejo-vos, filha, fermosa,
       Com olhos verdes crecer.
       ...................................
          Nao ouvem fados razao,
       Nem se consentem rogar;
       De vosso pae hei mór dó,
       Que de si se ha de queixar.
          Eu vos ouvi a vós só,
       Primeiro que outrem ninguem;
       Nao foreis vós, se eu nao fora:
       Nao sei se fiz mal, se bem
          Mas nao póde ser, senhora,
       Pera mal nenhum nascerdes,
       Com esse riso gracioso
       Que tendes sob olhos verdes...
        

Ojos verdes tenía, pues, Aonia, y es la única seña que el poeta ha querido darnos de su misteriosa belleza.

Sospechosa, aunque no sabedora de sus amores, emprende el ama en un largo y prudente razonamiento prevenirla contra los peligros de la pasión; pero el amor triunfa de todo, y Aonia llega a entablar honesta plática con Bimnarder desde la alta ventana de su aposento. Una noche Bimnarder, embelesado con la conversación, resbala y cae en tierra, hiriéndose gravemente; peripecia que ya hemos visto en los amores de Tirante el Blanco y la princesa Carmesina, y que tiene en los de Calixto y Melibea tan trágicas consecuencias. Este accidente hace desbordarse la pasión de Aonia, que fingiendo ir en romería con su confidente Enis (Inés) va a visitar a su amador en la cabaña donde yacía magullado y doliente. Esta rápida entrevista fué el último consuelo que Bimnarder tuvo en esta vida. Lamentor se empeña en casar a su cuñada con el hijo de un caballero muy rico, vecino suyo; ella se resigna después de una resistencia harto breve, y Fileno, su marido, se la lleva a su casa, sin que el mísero Bimnarder supiera nada [p. 235] de esto hasta que vió pasar el cortejo de la boda. Desesperado huyó de aquella tierra, y no volvió a saberse de él.

Tal es la sencilla y lastimera historia que nos cuenta Bernaldim Ribeiro. Menina e moça no es más que un fragmento, y acaso su autor no quiso que fuese otra cosa. Una novela más larga en el mismo estilo quejumbroso hubiera resultado monótona. Pero no faltó quien la continuase, y en la edición de Évora de 1557, que sirvió de tipo a las posteriores, se añade una Segunda parte d'esta historia das Saudades de Bernaldim Ribeiro: a qual e declaracao da primeira parte d'este livro. Realmente no declara ni explica nada: es un libro de caballerías bastante embrollado, en que se observan algunas remimiscencias del Tristán. Los personajes que intervienen son nuevos en gran parte, y sus nombres parecen anagramas perfectos, por lo cual es de suponer que las aventuras tengan algún fondo histórico, cuya clave se ha perdido. Bimnarder y Aonia quedan muy en segundo término, y apenas se habla de ellos hasta la mitad de la obra, en que sucumben a manos del celoso marido Orphileno, herido también de muerte por Bimnarder. En los veinticuatro primeros capítulos el héroe es Avalor (Álvaro), enamorado de Arima (María), la hija de Lamentor. En los últimos es Tasbian, uno de los dos amigos, que en vez de tener el trágico destino que en la primera parte se anuncia, llega a contraer feliz matrimonio con Romabisa, hermana de Cruelsia. Otras aventuras son retrospectivas y se refieren a Lamentor y sus amores con Belisa, a quien libró del poder de Fabudarán: episodio servilmente imitado del Amadís de Gaula. [1]

[p. 236] El editor de Évora no dice que esta segunda parte sea de Bernardim Ribeiro; antes bien insinúa lo contrario, llamando la atención sobre la diferencia entre ambas. Esta diferencia es palpable, no sólo por el género de los lances, no sólo por la rareza de que Bernardim relate la muerte de Bimnarder, esto es la suya propia, pues esto podría ser una ficción poética, sino por las contradicciones que la segunda narración envuelve respecto de la primera, por el cambio no justificado de algunos nombres, como el de Fileno en Orfileno, y sobre todo por la diferencia de carácter, imaginación y estilo entre ambos libros. El primero es una novela subjetiva, un análisis de pasión; el segundo, una novela enteramente externa y de aventuras, que no sale del tipo general de las de su clase, y parece fabricada no con sentimientos personales, sino con reminiscencias literarias. Pero no todo es indigno de Bernardim Ribeiro en esta segunda parte. Acaso el continuador aprovechó fragmentos suyos para los primeros capítulos, que son mucho mejores que los restantes. Algo suyo debe de haber en la [p. 237] historia de Arima y Avalor, que tiene toques muy delicados, y por mi parte me cuesta trabajo creer que no sea suyo el romance inserto en el capítulo XI. Sea de quien fuere, es delicioso. Nada hay en las cinco églogas de nuestro poeta, nada en la de Crisfal de Cristóbal Falcao, nada en la lírica portuguesa de entonces, que tenga el extraño hechizo, la misteriosa vaguedad de este romance de Avalor:

 
       Pela ribeira de um rio—que leva as aguas ao mar,
       Val o triste de Avalor—nao sabe se ha de tornar.
       As agoas levam seu bem,—elle leva o seu pezar;
       E só vai, sem companhia,—que os seus fôra elle leixar;
       Cá quem nao leva descanço—descança em só caminhar.
       Descontra d' onde ia a barca,—se ia o sol a baixar;
       Indose abaixando o sol,—escurecia-se o ar;
       Tudo se fazia triste—quanto havia de ficar.
       Da barca levantam remos,—a ao som do remar
       Começaram os remeiros—do barco este cantar:
       —«Que frias eram as agoas!—quem as haverá de passar?»
       Dos outros barcos respondem: «quem as haverá de passar?»
       Frias sao as agoas, frias,—ninguem n' as pode passar;
       Senao quem a vontade pôs—donde a nao pode tirar.
       Tra' la barca lhe vao olhos—quanto o dia da logar:
       Nao durou muito, que o bem—nao pode muito durar.
       Vendo o sol posto contr' elle,—nao teve mais que pensar;
       Soltou redeas ao cavallo—da beira do rio a andar.
       A noite era callada—pera mais o magoar,
       Que ao compasso dos remos—era o seu suspirar.
       Querer contar suas magoas—seria areias contar;
       Quanto mais se ia alongando,—se ia alongando o soar.
       Dos seus ouvidos aos olhos—a tristeza foi igualar;
       Assim como ia a cavallo—foi pela agua dentro entrar.
       E dando um longo suspiro—ouvia longe fallar:
       Onde magoas levam alma,—vao tamben corpo levar.
       Mas indo assim por acêrto,—foi c'um barco n' agora dar
       Que estava amarrado a terra,—e seu dono era a folgar.
       Saltou assim como ia, dentro—e foi a amarra cortar:
       A corrente e a maré—acertaramno a ajudar.
       Nao sabem mais que foi d' elle,—nem novas se podem echar:
       Suspeitaram que foi morto,—mas oso e pera afirmar:
       Que o embarcou ventura,—pera so isso guardar.
        Mas mais sao as magoas do mar—do que se podem curar.
        

Para los contemporáneos no fué un misterio que Menina e Moça envolvía una historia real, a pesar de su vaguedad [p. 238] calculada y del triple velo en que la envolvió su autor. Lo indica ya la probibición inquisitorial, y lo declara explícitamente un deudo del poeta, Manuel de Silva Mascarenhas, que hizo la edición de 1645. «El asunto del libro (dice) son amores de Palacio en aquella edad (la del rey don Manuel) e historias que verdaderamente acontecieron, disfrazadas de caballerías, que era lo que más en aquel tiempo se usaba escribir. Lo principal de la historia es sobre cosas suyas de cierto amor ausente, cuyas penas le acabaron la vida. Los nombres de los que hablan en este libro son las letras mudadas de las verdaderas con que se escriben, cama Narbindel (Bernardim), Avalor (Alvaro), Aonia (Juana), y así los otros. Y como no lo compuso más que para sí, y fué parto de sus altivos y enamorados pensamientos, no se imprimió en vida suya: a su muerte se encontró entre sus papeles.»

Cuando Mascarenhas escribía esto debía de estar formada ya la más antigua y poética de las leyendas relativas a Bernardim Ribeiro, la que todavía es popular, la que inspiró un excelente drama al mejor de los poetas portugueses del siglo XIX. Fué el primero en vulgarizar esta leyenda Manuel de Faria y Sousa; pero no creo que él la inventase, pues aunque nimiamente crédulo, rara vez fué primer autor, sino más bien colector curioso y amplificador extravagante de las mil tradiciones y patrañas con que embrolló la historia civil y literaria de Portugal. Dice, pues, hablando de Bernardim Ribeiro, en cierto discurso de los sonetos publicado en su Fuente de Aganipe y Rimas varias (Madrid, 1646):

«Era natural de la villa del Torram, hidalgo de nascimiento y jurista de profesión. [1] Diosse tanto a las amorosas passiones, i tristezas, i soledades, que de noche se quedava algunas veces por los bosques, i a las márgenes de los rios, gimiendo y llorando. [p. 239] Resultole esto de aver dado en el desatino de enamorarse profundamente de la Infanta Doña Beatriz, hija del rey don Manuel, y ella, con irle dando cuerda (burlas de Palacio), le acabó de rematar. Escribio sus eglogas y otros versos a estos amores: i sus prosas intituladas la Menina i moza, o saudades de Bernardim Ribeiro, despues que perdio de vista a la Infanta, que fue quando la llevaron a su marido, el Duque de Saboya IX en el titulo i III en el nombre de Carlos. Sucedio esta ausencia el año 1521, y a ella escribió él una canción que empieza así: Desque o meu sol » .

En su Europa Portuguesa, publicada en 1679, [1] vuelve Faria y Sousa a contar la leyenda de Bernardim, pero esta vez con muchos más pormenores románticos:

«Oygamos uno de los más raros exemples de amor en un pecho, y de pena en un amante. Bernardim Ribeyro, hombre noble y de nobilissimo ingenio, amava cordial y puramente a esta Princesa (doña Beatriz), porque ella, como apreciadora de la Poesia benemerita, le honrava y favorecia con escuchar cuidadosamente sus versos, porque no eran ellos en lo afectuoso para oyrse con descuido. Viendo él agora que se le ausentava ella, corrió a ponerse en la más alta cumbre de la roca de Sintra, adonde con los ojos inmobles en el baxel que la llevaba (como el águila en el sol que la examina) estuvo elevado hasta que le perdio de vista. Pareciole que para quien avia perdido tal amparo se avia acabado el mundo; y olvidado de todo lo que no fuesse el dolor de aquella ausencia, se dio a la vida solitaria en aquel propio sitio. Alli compuso aquel libro tan estimado que intituló Saudades, ya por las que Beatriz le dexó a él de su estimacion, ya por las que llevaba ella de su patria. Passó de hermitaño en esta sierra a peregrino en Italia. Vio todas sus grandezas, y teniendo por mayor que todas su pena, y el motivo della, volvió por Saboya. Sabiendo alli que Beatriz (no perdiendo la piedad de príncipes portugueses, aunque perdiese el vivir entre ellos) salia en horas señaladas a ponerse en una puerta para dar limosna a los pobres, introduxose entre [p. 240] ellos para verla; y ella, reconociendole, mandóle que no se detuviesse en la ciudad, porque ya eran pasados los dias de los entretenimientos antiguos de Palacio. Obedeciola en esto, mas no en acetar un socorro gruesso que le ofrecia para volverse, y vuelto a la patria, fue fin de la vida el de la peregrinacion. Deviose un escrito tan afetuoso a tan elevado amor; un amor tan notable a tan virtuosa princesa; un vivir tristissimo a tanto sentimiento, y un morir de puro sentido a tanta pérdida.»

El mayor poeta del romanticismo portugués comprendió el partido que de esta tradición podía sacarse, y fundó en los honestos y desventurados amores de Bernardim y la Infanta el argumento de su drama Un auto de Gil Vicente, compuesto en 1838, [1] y que sería el mejor de los suyos si no existiese el incomparable Fr. Luis de Sousa. El mayor defecto del Auto es su título: Gil Vicente es una figura demasiado grande para ser tratada episódicamente como lo está en el drama de Garrett, donde la representación de su tragicomedia Las Cortes de Júpiter sólo sirve para que se desate impetuosa la pasión de Bernardim, que entra en el auto disfrazado de mora encantada para entregar el anillo mágico a la nueva duquesa de Saboya. Esta situación es de gran efecto teatral, y no lo pareció menos el final del tercer acto, que pasa a bordo del galeón Sta. Catherina. El poeta, a quien su insensata pasión ha arrastrado a embarcarse en aquella nao, se ve próximo a ser sorprendido por el rey don Manuel, y para salvar el honor de la quema se arroja al mar entre las sombras de la noche, dejándonos el poeta en la incertidumbre de su destino. Hay algo de artificial y rebuscado en estas situaciones: la ingenuidad pintoresca de la primitiva leyenda satisface mucho más; la historia, como en casi todos los dramas de este género acontece, está respetada en lo accesorio y falseada en lo fundamental; los afectos que expresa Bernardim no son los del último heredero de los trovadores provenzales, los de un Macías rezagado, sino los de un poeta romántico que ha leído a Chateaubriand y a Lamartine.

[p. 241] Garret abusa de la nota sentimental y del aparato escénico, emplea la saudade como una receta infalible, pero todo se le perdona por su viva intuición poética (que sólo en Fr. Luis de Sousa llega a ser profunda y serena) y por el singular encanto de su estilo, que es una maravilla en el género dificilisimo de la prosa dramática.

Con ocasión del drama de Garret quiso Alejandro Herculano prestar el apoyo de su autoridad histórica a la leyenda de los amores de doña Beatriz, publicando cierta relación del viaje de la infanta a Saboya, [1] de la cual se infiere que fueron mal recibidos allí los portugueses de su séquito y aun se les obligó a salir del país. Pero esto pudo tener otras causas meramente políticas, sin recurrir a la sospecha de los supuestos amores, y es lo cierto que la princesa y su marido vivieron siempre en buena armonía y paz doméstica, a pesar del contraste entre los hábitos sencillos de la modesta corte piamontesa y los esplendores y magnificencias de la Lisboa del Renacimiento en que se había educado doña Beatriz.

Por lo demás, la leyenda de Faria y Sousa no envuelve ninguna imposibilidad cronológica. La infanta tenía poco más o menos la edad de Bernardim Ribeiro, puesto que había nacido en 1504 y se casó en 1521, embarcándose para Italia el 9 de agosto. Pero si el poeta vino por primera vez a la corte en aquel mismo año, según de sus églogas se deduce, poquísimo espacio puede concederse para el desarrollo de su pasión.

De todos modos, esta tradición, además de ser antigua, no ha sido impugnada hasta ahora con argumentos tales que la convenzan de falsedad. Esta ventaja lleva a otras dos muy modernas, que han tenido escasos secuaces. Apenas puede hacerse mérito, por lo absurda y extravagante que es, de la que echó a volar el antiguo diplomático brasileño F. A. de Varnhagen, según el cual la Aonia de Menina e Moça, la amada de Bernardim Ribeiro, es nuestra reina doña Juana la Loca; su tío Lamentor, el rey don Manuel, y su marido Fileno, Felipe el Hermoso. Con decir que [p. 242] aquella pobre señora no puso nunca los pies en Portugal, y estaba ya casada en 1496, cuando probablemente Bernardim Ribeiro no había nacido, basta para que se juzgue del valor de esta hipótesis, ejemplo solemne de los desvaríos a que se presta la interpretación de los anagramas en obras antiguas, cuya clave no poseemos. [1]

De muy distinto género es la hipótesis que con grande agudeza de ingenio y mucha doctrina ha desarrollado Teófilo Braga en su libro Bernardim Ribeiro e os Bucolistas, tan interesante como todos los suyos. [2] Sostiene el erudito historiador de la literatura portuguesa que Aonia es doña Juana de Villena, prima del rey don Manuel, que fué casada con el conde de Vimioso don Francisco de Portugal. La dama del tiempo antiguo que cuenta la historia y deplora la pérdida de su hijo es doña Leonor, viuda de don Juan II; el caballero de la puente es el príncipe don Alfonso, que murió de una caída de caballo (lo cual no es lo mismo que morir en un desafío); Belisa es doña Isabel, primera mujer de don Manuel, y Cruelsia, probablemente, doña María Coresma, a quien Bernardim había querido antes de ir a la corte y conocer a doña Juana.

Todo ello está muy ingeniosamente combinado, no envuelve ninguna imposibilidad moral, puede parecer hasta verosímil; pero además de ser enteramente gratuito y trabajo de pura imaginación reconstructiva, sin apoyo sólido en ningún documento, tropieza con las fechas generalmente asignadas al nacimiento de Bernardim y a su ida a la corte. Doña Juana ya estaba casada en 1516, y parece haber sido una esposa ejemplar.

Si admitimos, como creyó don Agustín Durán, que el romance de Don Bernaldino inserto ya en el Cancionero, sin año, de Amberes, y repetido en el de 1550 y en la Silva de Zaragoza, se refiere al poeta portugués (como parece indicarlo, no sólo la comunidad del nombre, sino un verso que es casi traducción de las primeras [p. 243] líneas de Menina e moça), habrá que suponer que la leyenda amorosa de Bernardim Ribeiro había penetrado en Castilla durante su vida y años antes de que se imprimiese su novela. El romance es tan bello que no debemos omitirle aquí; pertenece al género de los artísticos popularizados que componían los últimos trovadores.

 
       Ya piensa don Bernaldino—a su amiga visitar,
       Da voces a los sus pajes—de vestir le quieren dar,
       Dábanle calzas de grana,—borceguís de cordoban,
       Un jubon rico broslado,—que en la corte no hay su par,
       Dábanle una rica gorra,—que no se podría apreciar,
       Con una letra que dice: —«Mi gloria por bien amar».
       La riqueza de su manto—no vos la sabría contar;
       Sayo de oro de martillo—que nunca se vio su igual.
       Una blanca hacanea—mandó luego ataviar,
       Con quince mozos de espuelas—que le van acompañar.
       Ocho pajes van con él,—los otros mandó tornar;
       De morado y amarillo—es su vestir y calzar.
       Allegado han a las puertas—do su amiga solia estar;
       Fallan las puertas cerradas,—empiezan de preguntar:
       —¿Dónde está doña Leonor—la que aqui solia morar?
       Respondió un maldito viejo—que él luego mandó matar:
        —Su padre se la llevó—lejas tierras habitar.
       
El rasga sus vestiduras—con enojo y gran pesar,
       Y volviese a los palacios—do solia reposar.
       Paso una espada a sus pechos—por sus dias acabar.
       Un su amigo que lo supo—veníalo a consolar,
       Y en entrando por la puerta—vídolo tendido estar.
       Empieza a dar tales voces—que al cielo quieren llegar,
       Vienen todos sus vasallos—procuran de lo enterrar
       En un rico monumento—todo hecho de cristal,
       En torno del cual se puso—un letrero singular:
       «Aqui está don Bernaldino—que murió por bien amar.»
                              (Núm. 149 de la Primavera de Wolf.) 
         

Menina e Moça fué una aparición solitaria en la literatura portuguesa. Los ingenios de aquel reino que luego cultivaron con gran ahinco la novela pastoril, como Fernán Alvarez de Oriente en su Lusitania Transformada (1607), y Francisco Rodríguez Lobo en su Primavera y Pastor Peregrino (1608-1614), no imitaron a Ribeiro, sino a otro famoso conterráneo suyo, a quien se debe la primera novela pastoril escrita en castellano.

[p. 244] Jorge de Montemayor, como él se llamaba castellanizando hasta su apellido, era natural de Montemôr o velho, lugar situado a cuatro leguas de Coimbra, en las márgenes del Mondego. [1] De aquellos parajes se acuerda con amor en el libro VII de la Diana, recordando sus antigüedades y tradiciones.

«Y preguntándole Felismena qué ciudad era aquella que había dejado hacia la parte donde el rio, con sus cristalinas aguas, apresurando su camino con gran ímpetu venía, y que tambien deseaba saber qué castillo era aquel que sobre aquel monte mayor que todos estaba edificado, y otras cosas semejantes, la una de aquéllas (pastoras), que Duarda se llamaba, la respondió: que la ciudad se llamaba Coimbra, una de las más insignes y principales de aquel reino, y aun de toda España, asi por la antigüedad de nobleza de linajes que en ella habia, como por la tierra comarcana a ella, la cual aquel caudaloso rio, que Mondego tiene por nombre, con sus cristalinas aguas regaba; y que todos aquellos campos que con tan gran ímpetu iba discurriendo se llamaban el campo de Mondego y el castillo que delante los ojos tenian era la luz de nuestra España; y que este nombre le convenia más que el suyo propio, pues en medio de la infidelidad del Mahomético rey Marsilio, que tantos años le habia tenido cercado, se habia sustentado de manera que siempre habia salido vencedor, jamás vencido; [2] y que el nombre que tenía en lengua portuguesa era Monte-môr o velho, adonde la virtud, el ingenio, valor y esfuerzo quedaron [p. 245] por trofeos de las hazañas que los habitadores dél en aquel tiempo habian hecho; y que las damas que en él habia y los caballeros que lo habitaban florecian en todas las virtudes que imaginarse podian. Y así le contó la pastora otras muchas cosas de la fertilidad de la tierra, de la antigüedad de los edificios y de las riquezas de los moradores, de la hermosura y discreción de las ninfas y pastoras que por la comarca del inexpugnable castillo habitaban; cosas que a Felismena pusieron en gran admiración.»

Allí pasó su primera juventud, sin haber recibido verdadera educación clásica, entregado a la música, al amor y a la poesía. Él mismo lo declara en su epístola autobiográfica al Dr. Francisco Sá de Miranda:

 
           Riberas me crié del rio Mondego...
       De ciencia alli alcancé muy poca parte
       I por sola esta parte juzgo el todo
       De mi ciencia y estilo, ingenio y arte.
           En musica gesté mi tiempo todo;
       Previno Dios en mí por esta via
       Para me sustentar por algun modo.
           No se fió, señor, de la poesia
       Porque vio poca en mí, y aunque más viera,
       Vio ser pasado el tiempo en que valia.
           El rio de Mondego i su ribera
       Con otros mis iguales paseava,
       Sujeto al crudo amor i su bandera.
           Con ellos el cantar exercitava
       I bien sabe el amor que mi Marfida
       Ia entonces sin la ver me lastimava.
           Aquella tierra fue de mí querida;
       Dejé la, aunque no quise, porque veia
       Llegado el tiempo ia de buscar vida.
           Para la gran Hesperia fue la via
       A do me encaminara mi ventura
       Y a do senti que amor hiere y porfia. [1]
        

Jorge de Montemayor fué soldado en algún tiempo, pero creemos que no en esta época de su vida, puesto que nada dice de ello en su carta. Hay en su Cancinero dos sonetos que compuso [p. 246] «partiéndose para la guerra. y «yéndose el autor a Flandes». [1] Del primero son estos versos:

 
       Ora por mí el Frances quede vencido,
       Y el nuestro gran Philipo sublimado...
        

Montemayor no pudo alcanzar más guerra de Felipe II con Francia que la de 1555 a 1559, memorable por el triunfo de San Quintín. Pero mucho tiempo antes de esa fecha encontramos noticias de él en Castilla. Opina su último y erudito biógrafo, el señor Sousa Viterbo, [2] que el poeta portugués vino a Castilla en la comitiva de la infanta doña María, hija de don Juan III, casada en 1543 con el príncipe don Felipe (luego Felipe II), y en efecto, en la dedicatoria de sus dos primeras obras se titula «Cantor en la capilla de su Alteza la muy alta y muy poderosa Señora la infanta doña María». [3]

La vida de esta princesa fué cortísima; poca más de dos años sobrevivió a su matrimonio, y no llegó a ceñir la corona de España. A su fallecimiento, en 12 de junio de 1545, compuso Jorge de Montemayor un soneto harto infeliz [4] y unas bellísimas coplas de pie quebrado, glosando algunas de las de Jorge Manrique.

Nueva protectora encontró en la infanta de Castilla doña Juana, consorte del príncipe portugués don Juan y madre del infortunado rey don Sebastián. [5] Ya en 14 de mayo de 1551 estaba al servicio de esta señora, puesto que don Juan III le hizo merced de la escrevaninha de uno de los dos navíos de la carrera de la [p. 247] Mina, por un viaje, llamándole en el privilegio «criado da princeza muito amada e prezada nossa filha». [1] De esta infanta hay una carta a la reina doña Catalina, intercediendo a favor del padre de nuestro poeta (cuyo nombre no se expresa) para que se le dé el oficio que pide. [2]

Por la carta de Montemayor a Sá de Miranda, inferimos que para este tiempo habían comenzado ya sus amores con la que llama Marfida.

 
           Alli me mostró Amor una figura;
       Con la flecha apuntando dijo: «aquella»,
       Y luego me tiró con flecha dura.
           A mi Marfida vi más y más bella
       Que quantas nos mostró naturaleza,
       Pues todo lo de todas puso en ella...
           Mas ya que el crudo amor me hubo herido,
       Le vi quedar tan preso en sus amores,
       Que io fui vencedor, siendo vencido.
           Alli senti de amor tales dolores
       Que hasta los de aora no creia
       Que los pudiera dar amor maiores...
            En este medio tiempo la estremada,
       De nuestra Lusitania gran princesa,
      En quien la fama siempre está ocupada,
    
        Tuvo, señor, por bien de mi rudeza
        Servirse, un bajo ser alevantando
       Con su saber estraño i su grandeza.
  
          En cuya casa estoi ora passando
       Con mi cansada musa...
       
 

La dama designada en esta epístola y en muchas poesías líricas con el nombre de Marfida ¿es la misma pastora que en la novela se llama Diana? Me inclino a creer que no, porque en la égloga [p. 248] tercera de las que contiene el Cancionero de Montemayor, figuran como personas diversas el pastor lusitano que servía a Marfida y Sireno el amador de Diana. Cabe, por tanto, la duda de si Montemayor poetizó en su novela amores propios o ajenos. A la Diana precede en todas las ediciones el siguiente argumento:

«En los campos de la principal y antigua ciudad de Leon, riberas del rio Ezla, hubo una pastora llamada Diana, cuya hermosura fue extremadisima sobre todas las de su tiempo. Esta quiso y fue querida en extremo de un pastor llamado Sireno, en cuyos amores hubo toda la limpieza y honestidad posible. Y en el mismo tiempo la quiso más que a sí otro pastor llamado Silvano, el cual fue de la pastora tan aborrecido, que no habia cosa en la vida a quien peor quisiese. Sucedió, pues, que como Sireno fuese forzadamente fuera del Reino a cosas que su partida no podía excusarse, y la pastora quedase muy triste por su ausencia, los tiempos y el corazón de Diana se mudaron, y ella se casó con otro pastor llamado Delio, poniendo en olvido al que tanto habia querido. El cual viniendo despues de un año de ausencia, con gran deseo de ver a su pastora, supo antes que llegase cómo era ya casada, y de aqui comienza el primer libro, y en los demas hallarán muy diversas historias de cosas que verdaderamente han sucedido, aunque van disfrazadas bajo el estilo pastoril.»

La tradición afirma desde antiguo que Diana es figura real y no imaginaria, y hasta de su pueblo natal nos informa. «¿Qué mayor riqueza para una mujer que verse eternizada? (dice Lope de Vega en el acto primero, escena segunda de la Dorotea). Porque la hermosura se acaba, y nadie que la mira sin ella cree que la tuvo; y los versos de su alabanza son eternos testigos que viven con su nombre. La Diana de Montemayor fué una dama natural de Valencía de Don Juan, junto a Leon, y Ezla, su rio, y ella seran eternos por su pluma. »

Es muy curiosa la anécdota que refieren, casi con los mismos términos, Manuel de Faria y Sousa en su comentario a los Lusiadas [1] y el P. Sepúlveda, monje jerónimo del Escorial, en una [p. 249] historia manuscrita de varios sucesos. [1] Oigamos al comentador portugués:

«Viniendo de León, el año 1603, los santos reyes Felipe III y Margarita, y haciendo noche en la villa de Valderas (debe decir en Valencia de León, y así está en el P. Sepúlveda que es escritor coetáneo), les dijo el marqués de las Navas, su mayordomo, como por nueva alegre y no esperada, que le había cabido en suerte ser hospedado con Diana de Jorge de Montemayor. Y preguntando ellos de qué manera, dijo que en aquel lugar vivía la llamada Diana y que le habían aposentado en su casa. Gustaron los Reyes de la nueva, por lo mucho que se habían celebrado los escritos de aquel nombre; y haciendo traer a palacio a aquella decantada belleza, cuyo nombre propio era Ana, siendo ya entonces, al parecer, de algunos sesenta años, en que todavía se miraban rastros de lo que había sido, la estuvieron inquiriendo de la causa de aquellos amores; y después de ella haber satisfecho a todo con buena gracia y términos políticos, la envió la Reina cargada de dádivas reales. Por ventura si el ingenio de Montemayor no hubiera celebrado aquella Ana con el nombre de Diana y aquellos amorosos pensamientos, ¿hiciera el marqués de las Navas caso de haber ido a parar a su casa para decirlo a los reyes ni ellos della para oirla y honrarla? Claro está que no. Veis ahí la perpetuidad, la fama y la gloria que pueden dar tales autores como aquéllos y como éste con sus escritos.»

El P. Sepúlveda afirma que Diana era mujer bien entendida, bien hablada, muy cortesana, y la más hacendada y rica de su pueblo. Y como Valencia de Don Juan nunca ha tenido numeroso vecindario, y deben de ser conocidos sus linajes antiguos, no será difícil a cualquier erudito leonés dar con el apellido de la heroína de Montemayor.

La más antigua obra que tenemos de éste es su Exposición [p. 250] sobre el Salmo ochenta y seis, impresa en Alcalá de Henares, 1548. [1] Parece que a esta época hemos de referir el principio de sus relaciones con varios poetas castellanos, mencionados en su Cancionero. Además de un Juan Vázquez de Ayora y un don Rodrigo Dávalos, cuyos versos glosa, figuran entre ellos Feliciano de Silva y Gutierre de Cetina. A la muerte del primero, acaecida no sabemos cuándo, pero probablemente no mucho después de la publicación de la cuarta parte de su Don Florisel de Niquea (1551), escribió el vate portugués una larga elegía en tercetos y un epitafio. [2] Una y otra composición respiran el más entusiasta afecto. En la primera evoca a la Poesía, y la hace exclamar:

 
           ¡Oh cielos, tierra y mar! ¿no habéis sentido
       Que muerte me tocó con cruda mano,
       Pues mi mayor amigo es ya perdido?
           Perdí mi bien, perdí mi Feliciano;
       Muerta es la gracia, el sér, la sutileza,
       La audacia, ingenio, estilo sobrehumano...
       iOh Feliciano, oh vena aguda y rica...
       ...........................................
           Sabrás que allá en los coros soberanos
       Está su ánima dota celebrada,
       Ya fuera de juicios torpes, vanos.
           Bien ves su senectud, que fué fundada
       En juventud tan buena, que su vida
       Poder tuvo de dalle muerte honrrada.
       ...........................................
          [p. 251]  ¿Sabes que fué su vida bien gastada?
       Una comedia, adonde su decoro
       Guardó el discreto autor sin faltar nada.
       ...........................................
           En muerte, en vida, en todo tuvo extremos,
       Y no viciosos, no, mas excelentes,
       Do exemplo de virtud mostrar podemos.
       ...........................................
           Yo con mi clara luz mirar no oso
        Mirobriga la fuerte adonde via
       El mi poeta insigne y más famoso.
       ...........................................
       Conversación tan llana y tan discreta,
       Años tan bien gastados no se han visto
       ...........................................
        ¿Quién las hazañas cuenta belicosas?
       ¿Quién los amores castos y aventuras?
       ¿Quién las batallas fieras y dudosas?
           ¿Quién puede ver sus metros y scripturas
       Que no olvide presentes, y aun passados,
       Pues de hallar ygual están seguros?
           Sus altos dichos, graves y acertados,
       La authoridad de rostro, años y canas,
       Dignos de ser por siempre celebrados...
        

El epitafio es la siguiente octava real, que no transcribimos por buena, sino por curiosa:

 
       ¿Quién yace aquí? Un docto caballero.
       ¿De qué linaje? Silva es su apellido.
       ¿Qué posseyó? Mas honrra que dinero.
       ¿Cómo murió? Assi como ha vivido.
       ¿Qué obras hizo? El vulgo es pregonero.
       ¿Murió muy viejo? Nunca moço ha sido;
       Pero segun su ingenio sobrehumano,
       Por tarde que muriesse fue temprano.
        

Son tan escasas las noticias biográficas que tenemos de Feliciano de Silva, [1] y es él personaje de tanta cuenta, a lo menos por [p. 252] su fecundidad, en la historia de la novela española, que no parecerá mal que exhumemos estos versos, tomados de un libro rarísimo.

Otro de los amigos literarios de Jorge de Montemayor fué Gutierre de Cetina, de quien tenemos un soneto «siendo enamorado en la corte, para donde Montemayor se partía», con la respuesta de Montemayor «siendo enamorado en Sevilla, donde Gutierre de Cetina se quedaba». El poeta sevillano usa en esta correspondencia el nombre de Vandalio y Montemayor el de Lusitano. [1]

Montemayor volvió a Portugal en 1552 acompañando a la princesa doña Juana, que iba a reunirse con su marido. Llevaba entonces nuestro poeta, no el oficio de músico de capilla, sino el cargo importante de aposentador de la Infanta, según resulta de un documento publicado por el genealogista Antonio Caetano de Sousa. [2] A este tiempo pertenece la epístola, que ya hemos citado, al gran dictador literario de entonces, al Dr. Sá de Miranda, que había cumplido en la lírica portuguesa la misma evolución [p. 253] italoclásica que antes habían realizado en Castilla Boscán y Garci Laso. Montemayor confiesa humildemente la pobreza de sus estudios, y pide guía y consejo al sabio maestro, tan respetado por su carácter como por su talento:

 
           Si con tu musa quieres acudir me,
       Gran Francisco de Sá, darás me vida,
       Que de la mia estoy para partir me.
           De tu ciencia en el mundo florecida,
       Me comunica el fruto deseado,
       Y mi musa será favorecida.
           Pues entre el Duero y Miño está encerrado
       De Minerva el tesoro, ¿a quién iremos
       Si no es a ti do está bien empleado?
           En tus escritos dulces los estremos
       De amor podemos ver mui claramente
       Los que alcanzar lo cierto pretendemos.
           Dejar deve el arroio el que la fuente
       De agua limpia y pura ve manando,
       Delgada, dulce, clara y excelente.
           Mui confiado estoi, de ti esperando
       Respondas a mi letra por honrar me,
       Pues d'escreuir te io me estoi honrando.
        

A esta epístola respondió Sá de Miranda con otra, que en conjunto es inferior, versificada con harta dureza y escabrosidad como la mayor parte de sus endecasílabos castellanos, muy semejantes a los de don Diego de Mendoza, hasta en la profusión de consonantes agudos, que Montemayor evitaba ya con el ejemplo de Garci Laso y el trato de los ingenios de la corte de Castilla, si es que su propio oído no le bastó para huir de ellos. [1]

Muerto. el príncipe don Juan en 1554, Montemayor hizo segundo viaje a Castilla con la princesa.

La ausencia del suelo natal no parece haber sido muy dolorosa para nuestro poeta. Nunca olvidó las bellísimas riberas del Mondego, y en una epístola a su amigo don Jorge de Meneses, en [p. 254] que antepone la vida de la aldea a la cortesana, hay una sentida conmemoración de aquellos campos, hecha con un realismo y un sabor rústico que no se esperaría del autor de la Diana. [1] Pero es lo cierto que no volvió a pisarlos ni escribió en su lengua más que dos breves canciones y un cortísimo trozo de prosa en el libro sexto de su novela. El amor le arrastraba a Castilla, y la vida de palacio le atraía con invencible encanto a pesar de todas sus protestas.

[p. 255] Pronto llegó al apogeo de su fama literaria. Aquel mismo año de 1554 aparecieron en Amberes sus Obras repartidas en dos libros, el primero de poesías profanas, el segundo de versos de devoción, figurando entre ellos tres Autos que fueron representados al serenisimo principe de Castilla en los maitines de la noche de Navidad a cada nocturno un auto. [1] En 1558 se hizo también nueva edición de estas poesías con título de Segundo Cancionero, dividiéndolas en dos volémenes y añadiendo y quitando muchas cosas; pero el tomo de los versos devotos fué prohibido por la Inquisición en el índice de 1559, y no volvió a imprimirse. [2] En cambio, el [p. 256] cancionero de los versos profanos fué tan bien recibido, que tuvo hasta [p. 257] siete ediciones en aquel siglo, a pesar de lo cual es hoy un libro de la más extraordinaria rareza. [1]

En otra parte hemos de hacer el estudio de Jorge de Montemayor como poeta lírico, y entonces será ocasión de apreciar todos los indicios que su Cancionero suministra sobre la vida y carácter de su autor. Aunque cultivó mucho el metro italiano y compuso cuatro larguísimas églogas imitando manifiestamente a Sannazaro y Garci Laso, la mejor parte de sus poesías pertenece a la escuela de Castillejo y Gregorio Silvestre; son coplas castellanas a estilo de los poetas del siglo XV, que parece haber tomado por modelos, especialmente a Jorge Manrique, cuya elegía glosó dos tres veces. [2]

[p. 258] Tradujo del catalán los Cantos de Amor de Ausías March con más gallardía poética que sujeción a la letra, a la verdad harto oscura en muchos pasajes. No sabemos a punto fijo cuándo hizo este trabajo, porque carece de fecha el único ejemplar que se conoce de la primera y rarísima edición hecha en Valencia, al parecer por Juan Mey, [1] pero es seguro que ya en 1555 conocía y admiraba las obras del Petrarca español, puesto que en los preliminares de la edición que en Valladolid se estampó aquel año de las obras del poeta valenciano en su lengua onginal, acompañadas del vocabulario de Juan de Resa, campea este valiente soneto de Jorge de Montemayor:

             [p. 259] Divino Ausias, que con alto vuelo
       Tus versos a las nubes levantaste,
       Y a tu Valencia tanto sublimaste,
       Que Esmirna y Mantua quedan por el suelo.
            Con alta erudición, divino zelo,
       En tal grado tu Musa aventajaste,
       Que claro acá en la tierra nos mostraste
       La parte que ternás alla en el cielo.
            No fue Minerva, no, la que ayudaba
       A levantar tu estilo sobrehumano:
       Ni hubiste menester al roxo Apollo.
            Spiritu divino te inspiraba,
       El qual asi movió tu pluma y mano,
       Que fuiste entre los hombres uno y solo.

Montemayor hubo de trabajar esta versión en Valencia, cotejando hasta cinco manuscritos de las obras de Ausías, prefiriendo el que había hecho copiar don Luis Carroz, baile general de aquella ciudad. Su trabajo no pasó de los Cantos de Amor; pero en la edición de Madrid, 1579, se añadieron las otras tres cánticas, « moral », espiritual y «de la muerte», tomándolas de la infeliz traducción de don Baltasar de Romaní, cuyas líneas no tienen de versos más que la apariencia.

De Valencia es también la primera edición conocida de la Diana, también sin fecha, pero no tan antigua como creyó Ticknor, engañado por una falsa nota de su ejemplar. El docto hispanista inglés James Fitz-Maurice Kelly ha probado, a mi ver de un modo convincente, [1] que las supuestas ediciones de 1530, 1542 y 1545 no existen ni han podido existir, y que el libro apareció, según toda probabilidad, entre 1558 y 1559. Efectivamente, en el Canto de Orpheo, se lee la siguiente octava, inserta ya en la edición que Ticknor supone de 1542:

 
       La otra junta a ella es doña Ioana,
       De Portugal princesa y de Castilla
       Infanta, a quien quitó fortuna insana
       El cetro, la corona y alta silla;

        [p. 260] Y a quien la muerte fue tan inhumana,
       Que aun ella a sí se espanta y maravilla
       De ver quán presto esangrentó sus manos
       En quien fue espejo y luz de Lusitanos.

Claro es que aquí se alude a la viudez de la Princesa, y por consiguiente estos versos no han podido ser escritos antes de 1554. Por otra parte, el autor de la Clara Diana, Fr. Bartolomé Ponce, en el importante pasaje que recordaremos luego, habla de la Diana de Montemayor como libro de moda en 1559 y que él vió y leyó entonces por primera vez, entrando en deseo de conocer al autor. A estos argumentos añade el señor Fitz-Maurice Kelly otro muy ingenioso. Si la verdadera Diana de Valencia de Don Juan contaba en 1603 sesenta años, es claro que Montemayor no había podido amarla ni celebrarla en 1542, cuando ella tenía dos años, ni mucho menos en 1530, diez años antes de haber nacido. Por el contrario, la fecha de 1559 conviene perfectamente: entonces Diana tendría unos veinte años.

He omitido en este conato de biografía de Montemayor algunos hechos que a mi juicio se afirman sin suficiente prueba. Dícese que acompañó a Felipe II en su viaje a Inglaterra (1555), recorriendo luego los Países Bajos e Italia, pero en sus obras no se encuentra ninguna alusión a esto. Consta por tres diversos testimonios su trágica muerte en el Piamonte, en 1561. Diego Ramírez Pagán, poeta murciano, a quien Montemayor había dedicado una epístola, compuso dos sonetos bastante malos a la muerte de su amigo. El segundo termina con estos versos:

 
            ¿Quién tan presto le dio tan cruda muerte?
       Invidia, y Marte, y Venus lo ha movido.
   
           ¿Sus huessos dónde están? En Piamonte.
       
¿Por qué? Por no los dar a patria ingrata.
       ¿Qué le debe su patria? Inmortal nombre.
            ¿De qué? De larga vena, dulce y grata.
       ¿Y en pago qué le dan? Talar el monte.
       ¿Y habrá quien le cultive? No hay tal hombre. [1]

[p. 261] En muchas ediciones de la Diana y del Cancionero de Montemayor se halla una larga elegía a su muerte, compuesta por Francisco Marcos Dorantes. En ella se alude, aunque muy embozadamente, el desastroso fin del poeta:

 
             Comienza, Musa mia, dolorosa,
       El funesto suceso y desventura,
       La muerte arrebatada y presurosa
       De nuestro Lusitano...
            Mi ronca voz resuene, y lleve el viento
       Mis concentos tambien enronquecidos,
       Bastantes a mover el firmamento.
            De en uno y otro vayan esparcidos,
       Dando indicio del crudo y fiero asalto
       
De gente en gente a todos los nacidos.
       ..........................................
            La inexorable Parca y rigurosa
       Cortó con gran desden su dulce hilo
       Con inmatura muerte y lastimosa...
        

Nada más se saca en sustancia de esta elegía, que es una imitación muy floja de la bellísima de Ovidio a la muerte de Tibulo. Pero quien aclara por completo el enigma es Fr. Bartolomé Ponce, en la carta dedicatoria que precede a su Clara Diana a lo Divino:

«El año mil quinientos cincuenta y nueve, estando yo en la corte del Rey don Fhelipe segundo deste nombre, señor nuestro, por negocios desta mi casa y monasterio de Santa Fe, tractando entre cavalleros cortesanos, vi y lei la Diana de Jorje de Montemayor, la qual era tan acepta quanto yo jamas otro libro en Romance haya visto; entonces tuve entrañable deseo de conocer a su autor, lo qual se me complio tan a mi gusto, que [p. 262] dentro de diez dias se ofrecio tener nos convidados a los dos un caballero muy illustre, aficionado en todo extremo al verso y poesia. Luego se començó a tratar sobre mesa del negocio. Y yo con alegre buen zelo, le comencé a decir quán desseada avia tenido su vista y amistad, si quiera para con ella tomar brio de dezille quán mal gastaba su delicado entendimiento con las demas potencias del alma, ocupando el tiempo en meditar conceptos, medir rimas, fabricar historias y componer libros de amor mundano y estilo prophano. Con medida risa me respondio diciendo: Padre Ponce, hagan los frayles penitencia por todos, que los hijosdalgo armas y amores son su profession. Yo os prometo, señor Montemayor (dixe yo) de con mi rusticidad y gruessa vena componer otra Diana, la qual con toscos garrotazos corra tras la vuestra. Con esto y mucha risa se acabó el convite y nos despedimos; perdone Dios su alma, que nunca mas le vi, antes de alli a pocos meses me dixeron cómo un muy amigo suyo le avia muerto por ciertos celos o amores: justissimos juicios son de Dios, que aquello que mas tracta y ama qualquiera viviendo, por la mayor parte le castiga, muriendo siendo en ofensa de su criador; sino veldo, pues con amores vivió, | y aun con ellos se crió, | en amores se metió, | siempre en ellos contempló, | los amores ensalzó, | y de amores escribió, | y por amores murió.» [1]

Consta, pues, que Montemayor sucumbió a mano airada en el Piamonte, no sabemos si herido alevosamente o en desafío. Y sea o no exacta la fecha de 26 de febrero de 1561, consignada en el prefacio de una edición de la Diana de 1622, no cabe duda que había muerto antes de 1562, en que imprimió Ramírez Pagán su Floresta de varia poesía.

El desastroso fin del poeta contribuyó a aumentar el interés romántico que inspiraban sus versos y su prosa. La Diana fué reimpresa hasta diez y siete veces durante el siglo XVI y ocho en [p. 263] el siguiente, [1] continuada tres veces en castellano, parodiada a lo divino, traducida en diversas lenguas, imitada más o menos por todos los autores de pastorales castellanas y portuguesas, y por [p. 264] algunos de los más ilustres extranjeros, tales como Sidney y d' Urfé. Fué el mayor éxito que se hubiese visto en libros de entretenimiento, después del Amadís y la Celestina. Hoy mismo sobrevive en algún modo a la ruina del género bucólico, y si no se la lee tanto como merece es a lo menos muy citada como obra representativa de un tipo de novela que encantó a Europa siglos enteros. Reimpresa va en esta colección, lo cual nos excusa de hacer aquí un detallado análisis de su argumento, que tampoco [p. 265] ofrecería novedad alguna, puesto que ya fué expuesto con exactitud por Dunlop en su History of fiction, [1] y lo ha sido más profunda y detenidamente en una excelente tesis alemana del doctor Schönherr, de Leipzig, [2] y en la monografía inglesa del Dr. Hugo A. Rennert, de la Universidad de Pensylvania, sobre la novela pastoril, trabajo de tanto mérito y conciencia como todos los de este consumado hispanista. [3] Mi propósito se reduce a caracterizar la obra en muy breves rasgos.

Que Montemayor conocía la obra de Bernaldim Ribeiro antes de emprender la suya, es cosa que para mí no admite duda. Pudo [p. 266] leerla impresa en la edición de Ferrara de 1554, anterior, según todo buen discurso, a la primera de la Diana. Pudo conocerla antes en las varias copias que de ella circulaban en Portugal. Pero seguramente se inspiró en el cantar del ama de Aonia para escribir el romance que puso en boca de Diana en el libro V, siendo muy significativo que sólo en esta ocasión emplease tal metro:

       Cuando yo triste nací,
       Luego nací desdichada,
       Luego los hados mostraron  
       Mi suerte desventurada.
       El sol escondio sus rayos,
       La luna quedó eclipsada,
       Murio mi madre en pariendo
       Moza hermosa y mal lograda
       El ama que me dio leche,
       Jamas tuvo dicha en nada,
       Ni menos la tuve yo         
       Soltera ni desposada.
       Quise bien y fui querida,
       Olvidé y fui olvidada;
       Esto causó un casamiento
       Que a mi me tiene cansada.
       Casara yo con la tierra,
       No me viera sepultada
       Entre tanta desventura,
       Que no puede ser contada.
       Moza me casó mi padre:
       De su obediencia forzada,
       Puse a Sireno en olvido,
       Que la fe me tenia dada...

Pero salvo esta imitación directa, y el rasgo común de sér entrambas heroínas, Diana y Aonia casadas contra su voluntad y amadas por un pastor forastero, no hay otro punto de contacto entre ambas obras. Aun la semejanza en su argumento es más aparente que real, puesto que la acción de Menina e Moça se desenvuelve antes del casamiento y la de la Diana después. La Diana carece del poder afectivo que Menina e Moça tiene. El amor no pasa allí de un puro devaneo sin consistencia: Sireno y Silvano se curan pronto con el agua del olvido que les propina la sabia Felicia, y la pastora Diana, que apenas interviene en la fábula, aunque la da nombre, no es infeliz por los recuerdos de su pasión antigua, sino por los insufribles celos de su marido

       Celos me hacen la guerra      
       Sin ser en ellos culpada.       
       Con celos voy al ganado,      
       Con celos a la majada,         
       Y con celos me levanto        
       Contino a la madrugada.       
       Con celos como a su mesa,    
       Y en su cama estó acostada:   
       Si le pido de qué ha celos,
       No sabe responder nada.
       Jamás tiene el rostro alegre,
       Siempre la cara inclinada.
       Los ojos por los rincones,
       La habla triste y turbada.
       ¡Cómo vivirá la triste
       Que se ve tan mal casada!

[p. 267] Las inefables bellezas de sentimiento que con candor primitivo e infantil brotaban de la pluma de Bernaldim Ribeiro, se buscarían inútilmente en la Diana. «No es éste pastor sino muy discreto cortesano», pudiéramos decir remedando a Cervantes. Menina e Moça fué escrita con sangre del corazón de su autor, y todavía a través de los siglos nos conmueve con voces de pasión eterna. En la Diana hasta puede dudarse, y por nuestra parte dudamos, que sea el autor el protagonista o que fuesen cosa formal los amores que decanta. Todo es ingenioso, sutil, discreto en aquellas páginas, que ostentan a veces un artificio muy refinado, pero no hay sombra de melancolía ni asomo de ternura. Si Montemayor murió por amores, antes debió de arrastrarle a la muerte la vanidad o el punto de honra que el tirano Eros, más poderoso que la muerte.

En la falta de sentimiento Montemayor está a la altura de Sannazaro, aunque la disimula mejor con el arte de galantería en que era consumado maestro. Y esto explica en parte su éxito: reflejaba el mejor tono de la sociedad de su tiempo, era la novela elegante por excelencia, el manual de la conversación culta y atildada entre damas y galanes del fin del siglo XVI, que encontraban ya anticuados y brutales los libros de caballerías, y se perecían por la metafísica amorosa y por los ingeniosos conceptos de los petrarquistas. Montemayor los transportó de la poesía lírica a la novela, y realizó con arte y fortuna lo que prematuramente habían intentado los autores de narraciones sentimentales; es decir, la creación de un tipo de novela cuya única inspiración fuese el amor o lo que por tal se tenía entre los cortesanos. Como trasunto de estas ideas y costumbres, el libro tiene grande interés histórico: el disfraz pastoril, que es siempre muy ligero, desaparece alguna vez del todo, como en el episodio de don Félix y Felismena, que es la joya del libro. Aquel cuento de amores, italiano de origen, como veremos después, está españolizado con la mayor bizarría; son escenas de palacio las que se nos muestran, y Montemayor, contra su costumbre, insiste en el detalle pintoresco, de-scribe hasta la indumentaria de sus personajes:

«Y estando imaginando la gran alegría que con su vista se [p. 268] me aparejaba (dice Felismena), le vi venir muy acompañado de criados, todos muy ricamente vestidos con una librea de paño de color de cielo, y fajas de terciopelo amarillo, bordadas por encima de cordoncillo de plata, las plumas azules y blancas y amarillas. El mi don Felix traia calzas de terciopelo blanco recamadas, aforradas en tela de oro azul; el jubon era de raso blanco, recamado de oro de cañutillo, y una cuera de terciopelo de las mismas colores y recamo; una ropilla suelta de terciopelo negro, bordada de oro y aforrada de raso azul raspado; espada, daga y talabarte de oro; una gorra muy bien aderezada de unas estrellas de oro, y en medio de cada una engastado un grano de aljofar grueso; las plumas eran azules, amarillas y blancas; en todo el vestido traia sembrados muchos botones de perlas. Venia en un hermoso caballo rucio rodado, con unas guarniciones azules y de oro, y de mucho aljofar. Pues cuando yo asi le vi, quedé tan suspensa en velle, y tan fuera de mí con la súbita alegría, que no sé cómo lo sepa decir.»

No era menos pomposo el arreo con que la hermosa Felismena salió de la recámara de la sabia Felicia: «Vistieron (las ninfas) a Felismena una ropa y basquiña de fina grana, recamada de oro de cañutillo y aljofar, y una cuera de tela de plata aprensada. En la basquiña y ropa habia sembrados a trechos unos plumajes de oro; en las puntas de los cuales habia muy gruesas perlas. Y tomándole los cabellos con una cinta encarnada, se los revolvieron a la cabeza, poniendole un enofion de redecilla de oro muy sutil, y en cada lazo de la red, asentado con gran artificio, un finisimo rubi. En dos guedejas de cabellos que los lados de la cristalina frente adornaban, le fueron puestos dos joyeles, engastados en ellos muy hermosas esmeraldas y zafiros de grandisimo precio, y de cada uno colgaban tres perlas orientales hechas a manera de bellotas. Las arracadas eran dos navecillas de esmeraldas con todas las jarcias de cristal. Al cuello le pusieron un collar de oro fino hecho a manera de culebra enroscada, que de la boca tenía colgada un águila que entre las uñas tenía un rubi grande de infinito precio.»

Trajes y atavíos es lo único que describe Montemayor, o a lo [p. 269] sumo las extravagantes magnificencias del palacio de la hechicera Felicia, remedo de tantas otras casas encantadas del mismo género con que a cada paso nos brindan los libros de caballerías. Para la naturaleza no tiene ojos: su novela es mucho menos campestre que la de Sannazaro, que en medio de toda su retórica da a veces la impresión del paisaje napolitano. Las orillas del Ezla, en que pasa la acción de la Diana, pueden ser las de cualquier otro río: la fuente de los alisos se repite hasta la saciedad, y el cuadro de la vida pastoril se reduce a la mención continua del cayado, del zurrón, del rabel y de la zampoña, rústicos instrumentos que están en abierto contraste con los afectos, regalos y ternezas exquisitas de los interlocutores. Todas estas figuras se mueven no sólo en un paisaje ideal, sino en una época indecisa y fantástica; son a un tiempo cristianos e idólatras, frecuentan los templos de Diana y de Minerva, viven en intimidad con las ninfas, y las defienden de las persecuciones de lascivos sátiros y descomedidos salvajes, y al mismo tiempo hablan de la Universidad de Salamanca, de la corte de la princesa Augusta Cesarina (doña Juana), del linaje de los Cachopines de Laredo y de un convento de monjas donde era abadesa una tía de Felismena. En las octavas del Canto de Orfeo se celebra nominalmente a las más hermosas damas de aquel tiempo, así en la Corte como en Valencia. El mismo homenaje había tributado a las de Nápoles, a principios de aquel siglo, un poeta del Cancionero General llamado Vázquez, y probablemente de su Dechado de Amor, escrito a petición del Cardenal de Valencia don Luis de Borja, [1] tomó Montemayor la idea de este rasgo de galantería, que repitieron luego otros poetas, entre ellos don Carlos Boyl y Vives de Canesma, en la loa que precede a su comedia El Marido Asegurado. [2]

Esta mezcla de mitología y vida actual, de galantería [p. 270] palaciega y falso bucolismo, es uno de los caracteres más salientes de la novela pastoril, y a la vez que pone de manifiesto su endeblez orgánica y el vicio radical de su construcción, nos hace entrever el mundo elegante del Renacimiento y nos transporta en imaginación a sus fiestas y saraos, a sus competencias de amor y celos. Estudiadas de este modo la Diana de Jorge de Montemayor y todas las obras que a su imagen y semejanza se compusieron, cobran inesperado interés y llega a hacerse no sólo tolerable, sino atractiva y curiosa su lectura.

La Diana, sin ser una novela de mucho artificio y complicación de lances, es más novela que la Arcadia. Y es también mucho más original, habiéndole servido en esto a Montemayor su propia ignorancia, la cual llegaba hasta el extremo de no saber latín, según indica su amigo y continuador el médico salmantino Alonso Pérez: «Que cierto si a su admirable juicio acompañaran letras latinas, para dellas y con ellas saber hurtar y mirar y guardar el decoro de las personas, lugar y estado, o a lo menos no se desdeñara de tratar con quien destas y de Poesia algun tanto alcançava, para en cosas facilimas ser corrigido, muy atras dél quedaran cuantos en nuestra vulgar lengua en prosa y verso han compuesto.» [1]

Creo que Pérez exagera algo. La fábula de Píramo y Tisbe, que suele imprimirse al fin de la Diana, y la de Céfalo y Procris, intercalada en una de las églogas del Cancionero, parecen tomadas directamente de Ovidio. Pero pudo leerle en la traducción castellana de Jorge de Bustamante, impresa antes de 1550 o en alguna de las italianas. De todos modos fué poco versado en humanidades, y él mismo, en la carta a Sá de Miranda, reconoce la flaqueza de sus estudios. Falta, pues, en la Diana el perfume de antiguedad clásica que se desprende de la Arcadia, el talento de adaptación o aclimatación feliz, la docta y paciente industria que Sannazaro tuvo en tanto grado y que hace de su libro un compendio de la bucólica antigua. Bueno o malo, Montemayor lo debe casi [p. 271] todo a su propio fondo, y aun de los italianos imita poco, sin excluir al mismo Sannazaro. Pudo éste darle la primera idea del género, la forma mixta de prosa y verso; algunos tipos métricos como los tercetos esdrújulos, que por fortuna emplea una vez sola; algunos nombres pastoriles, como el de Selvagio, acaso el germen de algún episodio. Hay cierta semejanza entre la situación de Sireno y los demás pastores que van a consultar a la sabia Felicia para curarse de sus males de amor y la de Clonico, que acude con el mismo propósito al sabio encantador Enareto. Pero el desarrollo de ambas consultas es enteramente diverso. A Sannazaro le sirve sólo para hacer alarde de todo lo que había leído de magia en los antiguos. En Montemayor, que estaba muy libre de tal ostentación erudita, conduce a la ingeniosa ficción del agua encantada, que trocaba los corazones, haciéndoles olvidar del amor antiguo mal correspondido y arder en nueva y feliz llama. En Montemayor predomina siempre la parte sentimental; en Sannazaro, la descriptiva.

No se libró Montemayor ni podía librarse de la imitación del Petrarca, ídolo de todos los poetas y versificadores del siglo XVI, desde los más altos hasta los más ínfimos. Pero le imitó menos servilmente que otros. Sirva de ejemplo alguna estrofa de la bella canción puesta en boca de Diana en el libro I, que repite el tema poético de la famosa que comienza Chiare fresche e dolci acque, combinado con reminiscencias de algunos sonetos:

 
       Aquella es la ribera, este es el prado,
       De alli parece el soto y valle umbroso
       Que yo con mi ganado repastaba.
       Veis el arroyo dulce y sonoroso,
       Do pacía la siesta mi ganado,
       Cuando mi dulce amigo aqui moraba;
       Debajo aquella haya verde estaba,
       Y veis alli el otero
       A do le vi primero
       Y a do me vio. Dichoso fue aquel dia,
       Si la desdicha mia
       Un tiempo tan dichoso no acabara.
       ¡Oh, haya! ¡oh, fuente clara!
       Todo está aqui, mas no por quien yo peno...
       Ribera umbrosa, ¿qué es de mi Sireno?...

[p. 272] Lo más importante que Montemayor trasladó de Italia fué el argumento de la linda historia de don Félix y Felismena. Aquella dama que, disfrazada de hombre, sigue a su infiel amante, y le sirve de paje, y lleva sus mensajes de amor a otra dama, que se apasiona del falso mensajero, y viéndose desdeñada por él acaba por darse desesperada muerte, tiene su modelo en la novela 36 (parte 2.ª) de las de Mateo Bandello: Nicuola, innamorata di Lattanzio, va a servirlo vestita de paggio, e dopo molti casi seco si marita. [1] Pero quien compare ambas fábulas reconocerá que Montemayor no aprovechó más que la idea fundamental del cuento italiano; le descargó de muchos incidentes, fundados en la semejanza de dos personas de distinto sexo; le adaptó con rara habilidad a las costumbres españolas; suprimió toda la parte escandalosa y lasciva que tanto afea las felices invenciones del ingenioso dominico lombardo; concentró el interés en la pasión mal correspondida de la heroína, y dió a todo el relato un tono de cortesía y gentileza que aseguró el éxito de este argumento en el teatro. Antes de Montemayor, Lope de Rueda había presentado en las tablas un asunto análogo, pero su comedia de Los Engañados no tiene por fuente inmediata la novela de Bandello, sino la comedia Gli Ingannati, representada en 1531 por los Intronati de Siena. Con Montemayor penetró en la novela española el recurso dramático de disfrazar a una mujer ofendida o celosa en hábito de varón; tema que repitió Cervantes en la historia de Dorotea y en Las Dos Doncellas, y que también entró, como entraron todas las invenciones dramáticas posibles, en el inmenso río del teatro de Lope de Vega y sus discípulos. Esta situación es frecuentísima, sobre todo en las obras de Tirso, y sugiere a su malicia más situaciones y efectos cómicos que a ningun otro poeta. Shakespeare empleó el mismo dato en dos comedias, una de las cuales, como pronto veremos, parece derivada de Montemayor y no de Bandello.

Las demás historias intercaladas en la Diana valen mucho [p. 273] menos. Prescindimos, por supuesto, de la de Abindarraez y Jarifa, que no es de Montemayor, y sólo después de su muerte fué interpolada en la Diana, rompiendo, la armonía del conjunto con una narración caballeresca. La de Arsenio y Arsileo está fundada en una competencia de amor entre padre e hijo, y en las malas artes del nigromántico Alfeo, que les da aparente muerte a los ojos de la pastora Belisa. La de Ismenia empieza con una extravagante y monstruosa escena de amor entre dos mujeres que velan juntas en el templo de Minerva, y aunque todo ello se resuelve en una mera burla, el efecto es desagradable y recuerda los peores extravíos del arte pagano y del moderno decadente. El nombre de Ismenia y alguna otra coincidencia, sin duda casual, han hecho creer a Dunlop y a otros que Montemayor conoció el libro de Eustacio o Eumato Amores de Ismene e Ismenas. Aunque esta novela había sido ya traducida al italiano por Lelio Carani en 1550, [1] no me parece probado que Montemayor la hubiese leído.

Cervantes, juez por lo común tan benévolo de la literatura de su tiempo, estuvo rígido en demasía, casi diríamos injusto, con la Diana de Montemayor: «Soy de parecer que no se queme (dice el cura), sino que se le quite todo aquello que trata de la sabia Felicia y de la agua encantada y casi todos los versos mayores, y qué desele enhorabuena la prosa y la honra de ser primero en semejantes libros.» Los encantamientos de la sabia Felicia y el agua maravillosa que infundiendo dulce sueño en los amantes trocaba sus respectivas inclinaciones son una máquina poética no más fantástica e inverosímil que la mayor parte de las aventuras de los primeros libros del Persiles, aunque el episodio de Montemayor no está escrito ciertamente con aquel estilo soberano que en la obra de la vejez de Cervantes hace tolerable hasta lo absurdo. También es excesiva la condenación en globo de todos los versos de arte mayor. Los endecasílabos de la Diana no valen menos que los de la Galatea, sobre todo si se tiene en cuenta el gran [p. 274] progreso que la técnica de la versificación tuvo en los cincuenta años últimos del siglo XVI, por obra principalmente de las escuelas andaluzas. Montemayor conserva rastros de la rudeza antigua, especialmente en la acentuación; pero las estancias de la canción de Diana son uno de los mejores trozos poéticos de la obra. [Cf, Ad. Vol. II.]

Con todo esto no puede negarse que Montemayor es mucho más feliz en los versos cortos. Los hay lindísimos en su Cancionero y todavía más en su novela. Parece que se le caían sin esfuerzo de la pluma, y que su talento musical le ayudaba para este género de composiciones ligeras y fugitivas, que probablemente asonaba él mismo. La canción de Sireno a los cabellos de Diana, el canto de la ninfa Dórida en el libro primero, recuerdan con ventaja las églogas portuguesas de Bernaldim Ribeiro y Cristóbal Falcam, con mayor gracia y pulidez en el ritmo y en la expresión. Las quintillas dobles corren en Montemayor como arroyo limpio y sonoro, que halaga los ojos y los oídos con su blando movimiento:

           ¿Por qué te vas, mi pastor?
       ¿Por qué me quieres dejar
       Donde el tiempo y el lugar
       Y el gozo de nuestro amor
       No se me podrá olvidar?
       ¿Qué sentiré yo, cuitada,
       Llegando a este valle ameno,
       Cuando diga: ¡Ah, tiempo bueno!
       Aquí estuve yo sentada
       Hablando con mi Sireno?
           ¡Mira si será tristeza
       No verte, y ver este prado
       De árboles tan adornado,
       Y mi nombre en su corteza
       Por tus manos señalado!
       ¡O si habrá igual dolor
       Que el lugar donde me viste,
       Vello tan solo y tan triste,
       Donde con tan gran temor
       Tu pena me descubriste!
       .....................................
           No te duelan mis enojos,
       Vete, pastor, a embarcar,
       Pasa de presto la mar,
       Pues que por la de mis ojos
       Tan presto puedes pasar.
       Guárdete Dios de tormenta,
       Sireno, mi dulce amigo,
       Y tenga siempre contigo
       La fortuna mejor cuenta
       Que tú la tienes conmigo.
           Muero en ver que se despiden
        Mis ojos de su alegría,
       Y es tan grande el agonía,
       Que estas lágrimas me impiden
       Decirte lo que querría.
       Estos mis ojos, zagal,
       Antes que cerrados sean,
       Ruego yo a Dios que te vean;
       Que aunque tú causas su mal,
       Ellos no te lo desean.
       .....................................

       . [p. 275] Y contesta el pastor:
           Mas si acaso yo olvidare
       Los ojos en que me vi,
       Olvídese Dios de mí,
       O si en cosa imaginare,
       Mi señora, sino en ti.
       Y si ajena hermosura
       Causare en mi movimiento,
       Por un hora de contento
       Me traya mi desventura
       Cien mil años de tormento.
           Y si mudase mi fe
       Por otro nuevo cuidado,
       Caiga del mayor estado
       Que la fortuna me dé
       En el más desesperado...
       ..............................
           Respondióle: Mi Sireno,
       Si algún tiempo te olvidare,
       Las yerbas que yo pisare
       Por aqueste valle ameno
       Se sequen cuando pasare.
       Y si el pensamiento mío
       En otra parte pusiere,
       Suplico a Dios, que si fuere
       Con mis ovejas al río,
       Se seque cuando me viere.
           Toma, pastor, un cordón
       Que hice de mis cabellos,
       Porque se te acuerde en vellos
       Que tomaste posesión
       De mi corazón y dellos.
       Y este anillo has de llevar,
        Do están dos manos asidas,
       Que aunque se acaben las vidas
       No se pueden apartar
       Dos almas que están unidas.
       ..............................
           Ambos a dos se abrazaron,
       Y ésta fué la vez primera,
       Y pienso fue la postrera,
       Porque los tiempos mudaron
       El amor de otra manera...

A veces glosa antiguos cantares y villancicos, y su poesía parece entonces eco de la de Juan del Encina, con el mismo cándido y ameno discreteo, con el mismo ritmo ágil y gracioso:

           Pasados contentamientos,
       ¿Qué queréis?
       Dejadme, no me canséis
           Campo verde, valle umbroso,
       donde algún tiempo gocé,
       Ved lo que después pasé
       Y dejadme en mi reposo.
       Si estoy con razón medroso,
       Ya lo veis,
       Dejadme, no me canséis ,
           Corderos y ovejas mías,
       Pues algún tiempo lo fuistes
       Las horas ledas o tristes
       Pasáronse con los días;
       No hagáis las alegrías
       Que soléis,
       Que ya no me engañaréis.
           Si venís por me turbar
       No hay pasión, ni habrá turbarme;
       Si venís por consolarme
       Ya no hay mal que consolar;
       Si venís por me matar,
       Bien podéis,
       Matadme y acabaréis.

Esto fué Montemayor como lírico: heredero de Gil Vicente y de los bucólicos portugueses, por su origen; heredero de los salmantinos Juan del Encina y Cristóbal de Castillejo, por su larga [p. 276] residencia en el reino de León y en la corte de Castilla, donde todavía tenían muchos partidarios los versos de la manera vieja, las antiguas coplas. A ellas se inclinó decididamente Montemayor, aunque con menos exclusivismo que el donosísimo secretario del infante don Fernando; puesto que hizo muchas concesiones a la escuela italiana, y en esto se mostró poeta ecléctico como su paisano el organista de Granada Gregorio Silvestre, que tantos puntos de semejanza tiene con él como poeta y como músico. En uno y otro lo castizo vale más que lo importado.

Excelentes son en general los versos cortos de la Diana, pero su mayor mérito estriba en la prosa, que con mucha razón elogió Cervantes, el cual la tenía bien estudiada, como lo prueba el episodio de Dorotea, muy análogo al de Felismena. Hombre de poca doctrina, pero de cultura mundana, artista por temperamento, cortesano por educación y hábitos, escribe como quien profesa armas y amores, con cierto elegante desenfado, pero sin ningún género de negligencia. En el fondo es un artista reflexivo. Su Diana es la mejor escrita de todas las novelas pastoriles, sin exceptuar la de Gil Polo, cuyo decir sabroso y apacible compite con el de Montemayor, a quien imita, pero no puede decirse que le aventaje; la verdadera superioridad de Gil Polo esté en los versos. La prosa de Montemayor es algo lenta, algo muelle, tiene más agrado que nervio, pero es tersa, suave, melódica, expresiva, más musical que pintoresca, sencilla y noble a un tiempo, culta sin afectación, no muy rica de matices y colores, pero libre de vanos oropeles, cortada con bastante habilidad para el diálogo; prosa mucho más novelesca que la prosa poética y archilatinizada de Sannazaro, y muy digna de haber sido empleada en materia menos insulsa que las cuitas de soñados pastores, que así podían ser de las riberas del Ezla como de los montes de la Luna. La dicción de Montemayor es purísima, sin rastros de provincialismo, sin que en parte alguna se trasluzca que el autor no hubiese tenido por lengua familiar la castellana desde la cuna. Y esta prosa no está crudamente forjada sobre un tipo latino o italiano, sino dictada con profundo sentimiento de la armonía peculiar de nuestra lengua. No es excesivamente periódica ni acentuadamente rítmica, pero [p. 277] se desenvuelve con dignidad y número. No es redundante y viciosa a fuerza de lozanía como la de El Siglo de Oro, ni atormentada por inversiones como la de la Galatea, ni pedantesca y amanerada como la de la Arcadia de Lope. La prosa de Montemayor es un tipo artificial sin duda, pero en que el artificio se disimula con bastante destreza y no sin mucho loor del que supo vencer las dificultades de un género tan falso.

Hay además en la Diana otros méritos que no son de estilo. Su pcicología galante es elemental, pero ingeniosa. St. Marc Girardin, sutil analizador de las pasiones dramáticas, elogia mucho las escenas de despecho amoroso y fingida indiferencia entre Diana y Sireno, y dice que nuestro poeta se muestra en ellas hábil observador del corazón humano, y encuentra «de una belleza casi digna del idilio antiguo» el final del libro sexto, en que Diana se aleja tristemente, después de oír el canto amebeo de los pastores Sireno y Silvano:

 
       La siesta, mi Sireno, es ya pasada,
       Los pastores se van a su manada
       Y la cigarra calla de cansada;
       No tardará la noche, que escondida
       Está, mientras que Febo en nuestro cielo
       Su lumbre acá y allá trae esparcida...
        

«En cuanto los pastores esto cantaban, estaba la pastora Diana con el hermoso rostro sobre la mano, cuya delgada manga, cayéndose un poco, descubría la blancura de un brazo que a la de la nieve escurecía; tenía los ojos inclinados al suelo, derramando por ellos unas espaciosas lágrimas, las cuales daban a entender su pena más de lo que ella quisiera decir; y en acabando los pastores de cantar, con un suspiro, en compañía del cual parecía habérsele salido el alma, se levantó, y sin despedirse de ellos se fué por el valle abajo, trenzando sus dorados cabellos, cuyo tocado se le quedó preso de una rama, y si con la poca mancilla que Diana de los pastores había tenido, ellos no templaran la mucha que della tuvieron, no bastara el corazón de los dos a podella sufrir. Y ansi unos como otros se fueron a recoger sus ovejas, que desmandadas andaban saltando por el verde prado.»

[p. 278] El efecto de esta situación, que está preparada con arte consumado, se acrecienta por ser la última vez que Diana aparece en escena. Los pastores están ya curados por el agua de la sabia Felicia, pero todavía, a pesar de la magia, persisten en sus corazones vestigios de la llama antigua, trocada en más apacible afecto, y Diana al escucharlos siente indefinible melancolía, en que entran mezclados un vago amor y una vanidad ofendida. «Montemayor (dice el crítico francés antes citado) sobresale en estas pinturas del amor triste y despechado, sin que la tristeza caiga nunca en monotonía, sin que el despecho llegue nunca a la violencia». No diré yo otro tanto, porque, a mi juicio, el defecto capital de la Diana es el abuso del sentimentalismo y de las lágrimas, la falta de virilidad poética, el tono afeminado y enervante de la narración.

La Diana ha influido en la literatura moderna más que ninguna otra novela pastoril, más que la misma Arcadia de Sannazaro, más que Dafnis y Cloe, que no tuvo verdadero imitador hasta Bernardino de Saint Pierre. Esta influencia no se ejerció en Italia, donde triunfaba la pastoral dramática, representada por las bellas obras del Tasso y de Guarini, [1] pero fué muy grande en Francia y en Inglaterra. Ya en 1578 había sido traducida al francés la obra de Montemayor por Nicolás Collin; en 1587, Gabriel Chappuis tradujo las dos continuaciones de Alonso Pérez y Gil Polo. [2] Hubo otras tres versiones francesas: la de Pavillon, en 1603, [p. 279] acompañada del texto original, [1] revisada y corregida en 1611 por I. D. Bertranet; la de Antonio Vitray en 1623 ó 1631, también con las dos continuaciones, y todavía en 1733 se publicó otra anónima con el título de Roman Espagnol. Sus principales episodios fueron representados varias veces en el teatro del siglo XVII. En 1613 aparecieron simultáneamente la Grande Pastorale, de Chétien de Croix, y la Felismena de Alejandro Hardy, cuyo teatro, salvo la falta de genio, recuerda mucho los procedimientos de Lope de Vega y se inspira con frecuencia en modelos españoles. [2] Jacobo Pousset, señor de Montauban, hizo otro drama de los encantos de Felicia, impreso en 1653.

Por el más ilustre discípulo de Montemayor tenemos a Honorato d'Urfé, personaje de mucha cuenta en la historia de la literatura y de la sociedad francesa, puesto que su novela Astrea, publicada en cinco partes desde 1610 a 1627, fué el prototipo nunca igualado de todas las novelas sentimentales del siglo XVII y el oráculo del gusto cortesano desde el tiempo de Enrique IV hasta el de Luis XIV. Esta obra, con ser de amores y no respirar más que el amor, conquistó el sufragio hasta de varones piadosos, como el obispo de Belley, Pedro Camas, que le tenía por «el más honesto y casto de los libros de entretenimiento», y embelesó a tan grave erudito como Huet, hasta el punto de no poder resistir a la tentación de releerla siempre que caía en sus manos. Fué leída con estimación y a veces con delicia, por Mme. de Sévigné, por La Fontaine, por Fénelon, por los escritores de gusto más [p. 280] clásico y severo. El mismo Boileau, que escribió a la manera de Luciano su diálogo satírico Les Héros de Roman, para burlarse de las ficciones de Gomberville, La Calprenède, Desmarets, Mlle. de Scudéry y otros imitadores de D'Urfé, hace muchos elogios de la Astrea, ponderando la narración viva y florida, lo ingenioso de los lances, los caracteres tan finamente imaginados como agradablemente variados y bien seguidos. «Bossuet (dice un autor moderno) tomó de la Astrea frases de su panegírico de San Bernardo, como Corneille había tomado versos del Cid ». [1] Los personajes de la novela de D'Urfé eran familiares a todo el mundo, y Céladon, uno de los principales, se convirtió en tipo del amor puro, desinteresado y constante. La Astrea era el breviario de los cortesanos y el arsenal de los poetas dramáticos. El pincel de Poussin idealizó los más bellos paisajes de las orillas del Lignon, donde pasa la escena. En Alemania, veintinueve príncipes y princesas, y otros caballeros y gentiles damas fundaron una Academia de los verdaderos amantes, para remedar todas las escenas del famoso libro, tomando cada uno de los socios el nombre de un personaje de la Astrea y reservando el de Céladon para el mismo D'Urfé, a quien dirigieron en 10 de marzo de 1624 una extraña carta desde «la encrucijada de Mercurio». Los bosques del Forez patria del autar y teatro de sus idilios, fueron un sitio de peregrinación sentimental, que todavía Juan Jacobo Rousseau pensó hacer, aunque desistió al saber que aquel país estaba lleno, no de cabañas pastoriles, sino de fraguas y herrerías, según cuenta en sus Confesiones (Parte I, lib. IV).

Por mucho que contribuyese al primitivo éxito de la Astrea el ir en ella envueltos en cifra los amores del mismo D'Urfé con Diana de Chäteaumorand, y otras galanterías de la corte de Enrique IV, una celebridad tan persistente no puede menos de estar fundada en algún mérito positivo. Y en efecto, según Sainte-Beuve, [2] Honorato D'Urfé fué un innovador en el campo de la novela [p. 281] y marca una época en el desarrollo de la prosa francesa. Según Saint-Marc Girardin, la literatura clásica francesa a ninguno de sus precursores debe tanto como a D'Urfé; ninguno la ayudó tanto como él a nacer y crecer, ya se considere el estilo de la Astrea, ya su manera de expresar el amor, ya, finalmente, los caracteres, las costumbres y el tono de sus personajes. Fué el primero que supo hablar una lengua noble y rica; muchas veces su estilo tiene una abundancia y una dulzura que hacen pensar en Fénelon. El Hotel de Rambouillet, que pasa por haber introducido en Francia el gusto y el tono de la buena sociedad, no hizo más que seguir las lecciones y los ejemplos de la Astrea. [1] Según Emilio Montégut, «la Astrea es un hermoso libro, un libro de mucha elevación, casi un gran libro». [2] Brunetière, forzando la nota de la alabanza, compara su influencia con la del Quijote, por el golpe mortal que dió a los libros de caballerías, y añade que D'Urfé es en la historia de la novela moderna «el primero que comprendió la importancia de las pasiones del amor, e hizo de ellas el alma de este género literario, o a lo menos una de las condiciones de su existencia. Sólo Racine, en el siglo XVI, supo pintar y representar los afectos amorosos como D'Urfé». [3]

He recordado rápidamente estos juicios y homenajes, porque recaen, a lo menos en parte, sobre Jorge de Montemayor, principal modelo de D'Urfé en la Astrea, y aun antes de la Astrea, como lo prueba su poema juvenil de Sireno, donde el argumento, y hasta el nombre del protagonista, están tomados de la pastoral española, salvo el haber cambiado las orillas del Ezla por las del Po o Eridano. En cuanto a su novela, el mismo Brunetière, tan docto en la literatura francesa del tiempo clásico y tan poco inclinado a disminuir su originalidad, declara paladinamente [4] que la Astrea de D'Urfé no es otra cosa que la Diana de Montemayor [p. 282] adaptada al gusto francés, pero conservando el cuadro de la fábula, la inspiración general y los principales episodios; hasta la declaración del título de la obra está tomada del original español: « oú par plusieurs pluisantes histoires déguisées sous noms et style de bergers et bergeres sant décrits les variables et étranges effets de l'honnéte amour. » Así D'Urfé, y Montemayor de este modo: «hallarán muy diversas historias de cosas que verdaderamente han sucedido, aunque van disfrazadas bajo el hábito pastoril».

Acaso la concesión del critico francés es excesiva. Por mi parte confieso que no he tenido tiempo ni valor para leer la Astrea, cuyas proporciones son verdaderamente formidables. En materia de novelas pastoriles tiene uno suficiente ración con las de casa, que a lo menos poseen el mérito de la brevedad relativa. Los franceses, a pesar de la clásica sobriedad de que tanto se precian, han sido en la novela mucho más pródigos y despilfarrados que nosotros. Duplicaron la serie de los Amadises y escribieron intermiables continuaciones del Quijote. La Astrea adolece también de este vicio de amplificación excesiva. Juntas las cinco partes (de las cuales la ultima no fué redactada por el mismo D'Urfé, sino por su secretaria Baro), forman una masa de cinco mil y quinientas páginas; las historias intercaladas no son tres o cuatro, como en Montemayor y Gil Polo, sino cerca de ochenta.

Pero juzgando por los análisis, a veces prolijos, que han hecho de la Astrea Saint Marc Girardin, Montégut, Körting, [1] Le Breton y otros, me parece que la parte personal de D'Urfé no es tan escasa en su obra. Por supuesto, no fué el primero que trajo a la novela moderna el interés exclusivo de la pasión amorosa, porque lo había hecho antes que ninguno el autor de la Fiammeta , y [p. 283] después de él Diego de San Pedro y otros españoles de los siglos XV y XVI, entre los cuales ocupa Jorge de Montemayor un puesto muy señalado, ya que no el preferente, que corresponde sin duda a Bernaldim Ribeiro, alma más poética y sincera que todos los autores de pastorales juntos.

Sin la Diana no existiría probablemente la Astrea, que dispensó a los franceses de una gran parte del trabajo de la invención; pero como D'Urfé vino después y dió mayores proporciones a su obra, su psicología erótica es más complicada y sobresale, según Montégut, en describir todas las variedades del amor: «sutil con Silvandro, notablemente platónico con Tirsis, tempestuoso y violento con Damón y Madonta, vehemente y enérgico con Criseida y Arimanto, brutalmente sexual con Valentiniano y Eudoxia, gracioso y cínico con los amores veleidosos e inconstantes de Hilas». No soy de los que dan grande importancia a esta psicología recreativa de las novelas, que suele ser una ingeniosa broma del crítico que las interpreta; pero valga lo que valiere, en ella parece que consiste el principal mérito de la Astrea. Las condiciones nativas del ingenio francés son muy adecuadas para esta fina y algo sofística labor de cortar un cabello en tres, y sin duda por ella es tan estimado D'Urfé, no obstante la pesadez de su obra y lo grotesco de su mascarada galo-clásica, en que los obispos se convierten en grandes druidas y las monjas en vestales o druidesas. Montemayor es menos refinado, menos curtido en el análisis sentimental, menos escrutador de quintas esencias; sus pastores, aun siendo cortesanos disfrazados, conservan cierta sencillez en sus afectos; son menos pomposos y teatrales que los de D'Urfé, pero más poéticos. Las dos novelas se parecen en muchos detalles. El encuentro de Astrea con la falsa Alexis en el templo de la Buena Diosa recuerda el de Ismenia y Selvagia en el templo de Minerva, aunque el engaño no es el mismo. [1] La Fuente de la Verdad, [p. 284] situada en el parque del palacio de Isaura, tiene virtudes mágicas muy análogas a las del agua encantada de la sabia Felicia, cuyo papel desempeña en la Astrea el gran druida Adamas o Adamanto, consultado por todos los pastores para el remedio de sus males. Seguramente encontrará muchas más imitaciones quien tenga valor para leer entera la obra francesa.

La influencia de Montemayor en la literatura francesa no terminó con las pastorales del siglo XVII. Este género sobrevivió a la parodia que hizo Carlos Sorel en Le Berger Extravagant (1639) , una de tantas débiles imitaciones del Quijote; se prolongó en los idilios de Segrais, Mme. des Houlières y Fontenelle, y tuvo a fines del siglo XVIII un efímero renacimiento en la Galatea y la Estela del caballero Florián, novelas muy leídas y admiradas entonces en Francia y en la Suiza alemana, aunque no faltó quien se burlase ingeniosamente de ellas, echando de menos un lobo entre tantas ovejas y tantos corderos. La Galatea es un pobre compendio de la de Cervantes; la Estela, todavía más amanerada, está muy influída por la Diana, según el mismo Florián declara: «He meditado mucho a Montemayor, y confieso con agradecimiento que Estela le debe mucho. La Diana peca por la inverosimilitud de la fábula y la complicación de los episodios; tiene además el defecto capital de comenzar por la infidelidad no motivada de la heroína, y de emplear la magia para curar al héroe de su pasión. Pero el encanto del estilo compensa todo esto. Cada detalle, cada trozo de poesía tiene un carácter de terneza, de dulzura, de sensibilidad que atrae al lector y le hace derramar lágrimas, leyendo historias mal concebidas, imposibles y que no están enlazadas con el fondo de la novela. La Diana ofende muchas veces al buen gusto, pero el corazón goza casi siempre con su lectura. Se la debe leer, pero no traducir, porque la gracia no se traduce». [1] ¡Qué fáciles tenían las lágrimas los filántropos del siglo XVIII, aunque de las de Florián hay que desconfiar algo, puesto que sabemos por las memorias de su tiempo que se entretenía en dar de [p. 285] palos a sus queridas. El falso sentimentalismo oculta a veces mucha dureza y sequedad de corazón. Ambas pastorales de Florián fueron traducidas al castellano, gustaron bastante y tuvieron algunos imitadores de poco nombre, entre ellos don Cándido María Trigueros. Pero el tipo del hombre sensible era demasiado exótico para que aquí prevaleciese, y no creo que fuesen muchos los que acompañasen a Florián en el copioso llanto que le hacían derramar los infortunios de los pastores de égloga.

No es menos curiosa la acción de Montemayor sobre la literatura inglesa que sobre la francesa, con la circunstancia de haber sido más antigua. Con poca razón cuentan algunos entre las imitaciones de la Diana la Arcadia de Sir Felipe Sidney (1590), que por su título recuerda a Sannazaro y por su desarrollo es más bien un libro de caballerías que una verdadera pastoral. «Los héroes son todos príncipes o hijos de reyes (dice un crítico reciente), y aunque sus aventuras tengan por teatro la fabulosa Arcadia, los pastores no son más que figuras decorativas, que sirven sólo para divertir a los príncipes con sus canciones y sacarlos del agua cuando se ahogan.» [1] Pero aquel simpático y gallardísimo representante del Renacimiento inglés, aquel poeta caballero, cuya vida y muerte nos hacen recordar involuntariamente a nuestro Garci Laso, leía con delicia la Diana de Montemayor y tradujo algunos de sus versos. Ya en 1563 habían aparecido entre las obras poéticas de Bernabé Googe dos églogas (la 5.ª y la 7.ª), que son adaptaciones en verso de dos largos trozos de la Diana: la historia de Felismena en el libro II y la escena entre los pastores Silvano, Sireno y Selvagia, en el primero. [2] Sidney, por su parte, vertió las octavas de Silvano y la canción de Diana, que están al principio de la obra de Montemayor. [3] Bartolomé Yong terminó en [p. 286] 1583 la traducción completa de las tres Dianas de Montemayor, Alonso Pérez y Gil Polo, pero no la publicó hasta el 1598. [1] El grande éxito que tuvo esta versión fidelísima hizo que se quedase inédita otra del teólogo de Oxford Tomás Wilcox, dedicada en aquel mismo año al conde de Southampton. Wilcox se había limitado a la Diana primitiva [2] .

Pero el mayor triunfo de Montemayor en Inglaterra consiste en haber sugerido a Shakespeare el argumento de una de sus obras dramáticas. [3] Dos veces aparece en su teatro la historia de la dama que sirve a su amante disfrazada de paje. En la primera de estas comedias, la Duodecima Noche (The Twelfth Night), Shakespeare sigue a Bandello en el cuento de Nicuola y Paulo. Pero en la segunda, Los dos hidalgos de Verona, no imita a Bandello, sino a Montemayor, en todo aquello en que se separa de Bandello. Los personajes pertenecen a la misma categoría social: Proteo es enviado por su padre a la corte, como don Félix, para adquirir conocimiento del mundo. Felismena y Julia se ven abandonadas de la misma suerte, y se disfrazan en análogas condiciones. Una y otra descubren a su infiel amante cuando estaba dando una serenata debajo de las ventanas de su nuevo amor; en uno y otro caso es un mesonero quien las hace reparar en la música. La coincidencia en tan pequeños detalles no puede ser fortuita, y por eso varios comentadores ingleses, tales como Mr. Lenox y el Doctor Farmer, opinan que la historia de Proteo y Julia está tomada de [p. 287] la de don Felix y Felismena. [1] No es argumento en contra el que Shakespeare no supiese castellano, ni el que su comedia sea anterior a la Diana de Bartolomé Yong, porque precisamente ese episodio había sido puesto en verso inglés muchos años antes por Googe, y había servido de argumento a una pieza dramática, hoy perdida, History of Felix and Philomena, que se representó en Greenwich en 3 de enero de 1585, y fué probablemente la que Shakespeare imitó o refundió. [2]

En Alemania no encontramos traducciones de la Diana hasta el siglo XVII: una por Hans Ludwig Kuffstein, impresa en Nuremberg en 1610; otra por Harsdörfer en 1646; en esta última se añade la continuación de Gil Polo. Una y otra fueron reimpresas varias veces; [3] pero no parece que suscitasen ningún imitador de cuenta, aunque el célebre poeta de Silesia Martín Opitz se inspiró, alguna vez en los versos de Gil Polo. La pastoral no tiene importancia en la literatura alemana antes del suizo Gessner, que a fines del siglo XVIII renovó el género con cierta originalidad y más sentimiento de la naturaleza que sus predecesores.

Libro tan célebre entre los extraños como la Diana de Montemayor no podía menos de suscitar imitaciones entre los propios. Las tuvo, en efecto, y numerosas, empezando por las continuaciones que de la misma Diana hicieron con muy desigual fortuna tres diversos autores, sin contar con otro cuya obra se ha perdido ni con el fraile que la parodió a lo divino. En 1564 aparecieron simultáneamente, y como en competencia, la Segunda Parte [p. 288] de la Diana de Alonso Pérez, médico salmantino, y la Diana Enamorada, de Gaspar Gil Polo.

Pocas palabras bastarán respecto de la primera. El médico Pérez había sido amigo de Montemayor, y aun recibido sus confidencias literarias, y por esto y por lo mucho que le admiraba se creía en mejor disposición que nadie para continuar sus obras: «Empero como tan célebre varon nos falte, parecióme que ninguno mejor que yo podria en sus obras succeder. Y esto no por mi sufficiencia (vaya fuera toda arrogancia), mas por la mucha afficion que a su escriptura con justa causa siempre he tenido... Desengañese quien pensare ygualarsele en facilidad de composicion, dulçura en el verso y equivocacion en los vocablos... Antes que d'España se fuesse Montemayor, no se desdeñó comunicar comigo el intento que para hazer segunda parte a su Diana tenia: y entre otras cosas que me dixo fue que avia de casar a Sireno con Diana enviudando de Delio. Como yo le dixesse que casandola con Sireno con quien ella tanto desseava, si avia de guardar su honestidad, como avia començado, era en algun modo cerrar las puertas para no poder mas de ella escrevir, y que mi parecer era que la hiziesse viuda y reqüestada de algunos pastores juntamente con Sireno, le agradó y propuso hazerlo. De manera que el consejo que a él di, he yo tomado para mi. Assi que a quien esta leyere, no le deve pessar porque Diana enviude, y por agora no se case, siendo de algunos benemeritos pastores en competencia requerida, pues queda agradable materia levantada para terzera parte que saldrá presto a luz, si Dios fuere servido.»

Dios no fué servido de que la tercera parte saliera a luz, y nada perdieron las letras castellanas con ello. Si Jorge de Montemayor era un ingenio ameno y delicado, aunque desprovisto de cultura clásica, única que entonces se estimaba, su continuador era un pedante que quiso verter en su novela toda la indigesta erudición que en sus lecturas había granjeado. De ello hace alarde en el prólogo: «De una cosa quiero que vayas advertido, que casi en toda esta obra no hay narracion ni platica, no sólo en verso, mas aun en prosa, que a pedaços de la flor de Latinos y Italianos [p. 289] hurtado y imitado no sea, y pienso por ello no ser digno de reprehension, pues ellos lo mesmo de los Griegos hicieron.»

Basta, con efecto, la más somera inspección del libro, porque leerle entero es casi imposible, para ver que Sannazaro en la Arcadia y Ovidio en las Metamorfoses y aun en los Fastos, han sido las autores principalmente saqueados. Del segundo proceden la fábula en verso de Apolo y Dafne (libro segundo), las noticias sobre el culto de Pan y la figura del gigante Gorforostro, enamorado de Stela, que es un trasunto del cíclope Polifemo, enamorado de Galatea. Su canto en octavas reales (libro quinto), imitado de Ovidio y no de Teócrito, es lo más tolerable que se encuentra en la parte poética de esta segunda Diana. En toda ella se nota la misma intemperancia seudoerudita. La descripción del cayado del pastor Delicio es un curso entero de mitología. El interés de la fábula se pierde enteramente en estos ocho farraginosos libros, donde apenas intervienen Diana ni Sireno, ni la mayor parte de los persanajes que hemos conocido en la primera parte y que han llegado a interesarnos con sus aventuras. Otros de ningún interés y de revesados nombres ocupan la escena con sus prolijas y disparatadas aventuras. Parisiles (que acaso sugirió a Cervantes el nombre de Persiles), Gorforostro, Sagastes y su hermana Dardanea, Martandro, Placindo, Disteo, descendiente del dios Eolo, Partenio y Delicio, que andan por el mundo buscando a sus padres, nos abruman con sus interminables narraciones, escritas en una prosa mazorral y pedestre, y con sus versos casi siempre duros, cuando no inarmónicos y bárbaros, tela vil en que están groseramente zurcidos los retazos de púrpura que el autor roba a sus modelos latinos e italianos. Por supuesto, no faltan los encantos de la sabia Felicia, mejorados en tercio y quinto; pero a pesar de ellos nada se desenlaza, casi todas las historias quedan interrumpidas y sueltos todos los cabos para la tercera parte. Razón de sobra tuvo el cura del Quijote cuando ordenó que la Diana del Salmantino fuese a acompañar y acrecentar el número de los libros condenados al corral. La novela de Alonso Pérez fué un caso de industria literaria, que prueba el prestigio de un título célebre. A la sombra de la Diana de Montemayor fué impresa [p. 290] una porción de veces, y traducida al francés, al inglés y al aleman: tal era el empeño con que entonces se recogían hasta las migajas de nuestra literatura. [1] [Cf. Ad. Vol. II.]

Ya en su prólogo indicaba Alonso Pérez que había acelerado la terminación de su libro por temor de que saliera otra segunda parte primero que la suya. Esta segunda parte no era otra que la pura, la exquisita obra de arte que lleva el título de Diana Enamorada y cuyo autor fué el poeta valenciano Gaspar Gil Polo.

Muy escasas son las noticias que tenemos de este preclaro ingenio. Los primeros bibliógrafos valencianos Rodríguez y Ximeno, y aun el mismo Cerdá y Rico en el prólogo de su edición, aunque luego lo enmendó en un apéndice, le confundieron con un jurisconsulto del mismo nombre y apellido, autor de varios libros de su profesión, como los titulados Schola iuris (1592), Recitaciones Scholasticae, De Studio Iuris (1610), De origine et progressu Iuris Romani (1615). Pero el erudito don Francisco Xavier Burrull, [2] y después de él Fuster, [3] probaron de un modo convincente que este Micer Gaspar Gil Polo, doctor en ambos derechos, sustituto de una cátedra de Leyes en la Universidad de Valencia, familiar del Santo Oficio de aquella ciudad en 4 de mayo de 1601, abogado del Brazo Real en las cortes de Monzón en 1626, era hijo del autor de la Diana, de quien sabemos que ejerció la profesión de notario desde 1571 a 1573, llegando más adelante a ocupar los importantes puestos de asesor de la Baylía General y lugarteniente del Maestre Racional de la ciudad de Valencia y su reino, en el cual le sucedió un hijo suyo llamado Julián.

Distinguidos ambos homónimos, padre e hijo, resta todavía por averiguar si el primero es el mismo Gil Polo que figura como [p. 291] catedrático de Griego en la Universidad de Valencia desde 1566 hasta 28 de mayo de 1573. Muy verosímil parece a primera vista que lo fuese, porque las fechas coinciden, y el poeta era sin duda excelente humanista, pero la ausencia del primer nombre Gaspar hace algo incierta la conjetura, y por otra parte sabemos que precisamente en esos años estaba empleado en arduas tareas bien ajenas de la enseñanza, como que anduvo asistiendo a los comisarios de Felipe II en la visita general del reino. Tanta pericia y actividad mostró en este servicio, que el rey hizo muy honrosa commemoración de sus méritos al conferirle, en 28 de agosto de 1572, el ya citado empleo de primer coadjutor del Maestre Racional o cantador mayor de la Regia Curia. [1] En II de diciembre de 1579 le concedió la especial gracia de que pudiera renunciar dicho empleo en uno de sus hijos, con la condición de seguir desempeñándole mientras viviera. En 1580 le mandó pasar a Barcelona para el arreglo del Patrimonio Real, y en aquella ciudad le sorprendió la muerte en 1591.

En vida entregada a tan útiles pero prosaicas ocupaciones no hubieron de ser muchos los ocios literarios del poeta. Así es que, fuera de la Diana, fruto juvenil de su ingenio, no se citan de él más que dos sonetos en principios de libros: uno elogiando la Carolea de Jerónimo Sempere (1560); otra La Pasión de Nuestro Señor Jesucristo, trovada por don Alonso Girón de Rebolledo (1563), y una canción con glosa, que publica Fuster, tomada de un manuscrito de la Biblioteca Mayansiana. [2] Otros versos hay, latinos [p. 292] y castellanos, de un Gil Polo, en las Fiestas de Valencia a la beatificación de San Luis Beltrán (1608) y en la canonización de San Raymundo de Peñafort (1602), pero es claro que tales poesías de circunstancias y de certamen no pueden pertenecer a nuestro autor, que ya había muerto, y serán acaso del catedrático de Griego. Hasta son raras las alusiones a Gil Polo como poeta en las obras de sus contemporáneos. Timoneda es casi el único que le cita, sin ningún calificativo, en un romance del Sarao de Amor (año 1561), donde hace una especie de reseña de los poetas valencianos.

Cervantes, jugando con el apellido del autor, dijo que su Diana se guardase «como si fuera del mismo Apolo». La posteridad ha confirmado el fallo, y no sólo conserva la Diana Enamorada su prestigio tradicional, sino que es todavía una de las pocas novelas pastoriles que pueden leerse íntegras, no sólo sin fatiga, sino con verdadero deleite. No consiste su atractivo en los lances de la fábula: en este punto ni siquiera iguala a Montemayor, que no sólo tiene el mérito de inventor primero, sino el de haber conservado cierta unidad de acción en medio de los múltiples episodios, conduciéndolos a un común desenlace fácil e ingenioso. En Gil Polo se presentan muy desligados, y además son poco interesantes en sí mismos; ninguno de ellos vale lo que el de don Félix y Felixmena. El de Marcelio, Alcida y Clenarda, que es el más extenso, recuerda las historias de naufragios y piratas, separaciones y reconocimientos, tan gratas a los novelistas bizantinos. La astucia del falso piloto Bartofano para robar a la hermosa Clenarda es puntualmente la misma que la del corsario Cherea en Leucipe y Clitofonte [1] . En cuanto al embrollo trágico de Ismenia, Fileno, Montano y Felisarda, ya advirtió el traductor latino Gaspar Barth que estaba tomado de Heliodoro. Es, en efecto, un episodio del libro I de la Historia Etiópica: Cnemon, hijo de Aristipo, se ve expuesto a cometer un parricidio involuntario, a causa de [p. 293] haber sido engañado por las malas artes de su vengativa y perversa madrastra Demeneta, cuyo incestuoso amor había rechazado. En toda esta narración Gil Polo no ha hecho más que cambiar los nombres.

Aparte de estos nuevos episodios, Gil Polo continúa la materia novelesca de Montemayor, valiéndose de un artificio ingenioso, pero que altera la concepción primitiva y el carácter de la protagonista. Gil Polo nos pinta a Diana enamorada de Sireno, como ya lo indica el título de su obra, y para que tal pasión no parezca ilícita, queda a poco tiempo libre de la celosa tiranía y áspera condición de su marido Delio, que muere súbitamente persiguiendo a la pastora Alcida. El agua de la sabia Felicia completa el remedio, no sólo de Diana y Sireno, sino de todos los demás personajes de Montemayor y de los que nuevamente se introducen en la fábula. Aquella portentosa panacea trueca las voluntades, disipa los errores y sospechas, aclara el misterio de todas las aventuras, proporciona los más felices reconocimientos, y la novela termina con el regocijo de las bodas de Sireno y Delia, de Silvano y Selvagia, de Mantano e Ismenia, de Arsileo y Belisa, si bien el autor promete todavía una tercera parte, donde, entre otras cosas, había de ponerse la historia de los portugueses Danteo y Duardo, «que aquí por algunos respetos no se escribe».

Tal es el pobrísimo cuadro novelesco de la Diana enamorada, que para Gil Polo no fue de seguro más que un pretexto que le permitió intercalar, entre elegantes y clásicas prosas, la colección de los versos líricos más selectos que hasta entonces hubiese compuesto. La excelencia de algunos de estos versos es tal, que han sobrevivido a la ruina completa del género bucólico; son páginas imperecederas en la historia de la lírica española, y no solamente los doctos, sino aun las personas de mediana cultura, los niños mismos, que sólo han manejado las colecciones de Trozos escogidos, saben de memoria aquella gentilísima Canción de Nerea, que es acaso la más linda de todas las églogas piscatorias [1] que se [p. 294] han compuesto en el mundo desde que Teócrito inventó el género. Era Gil Polo poeta de exquisita cultura clásica; su libro abunda en felices imitaciones de los poetas antiguos, especialmente de Virgilio; [1] aun en la misma Canción de Nerea parece que hay reminiscencias de la égloga IX:

 
       «Huc ades, o Galatea; quis est nam ludus in undis?
       Hic ver purpureum; varios hic flumina circum
       Fundit humus flores...
       Huc ades: insani feriant sine littora fluctus...»

           Ninfa hermosa, no te vea
       Jugar con el mar horrendo...
       Huye del mar, Galatea,
       Como estás de Licio huyendo.
           Ven conmigo al bosque ameno
       Y al apacible sombrío
       De olorosas flores lleno,
       Do en el día más sereno
       No es enojoso el estío...
           Huye los soberbios mares,
       Ven, verás cómo cantamos
       Tan deleitosos cantares,
       Que los más duros pesares
       Suspendemos y engañamos...

[p. 295] Y, sin embargo, esta no es poesía artificial ni de escuela. El sentimiento de la antigüedad la penetra hondamente, la diáfana serenidad del paisaje es clásica de todo punto; pero ese paisaje es el de la costa de Valencia, que el poeta comprende y siente con filial cariño; y el mar, la atmósfera, el suelo de aquella deleitosa ribera parece que le arrullan de consuno, dando a su estilo una transparencia dorada y luminosa, una gracia muelle y ondulante, un ritmo tan ágil y al mismo tiempo tan espontáneo y dulce, una tan suave visión de los aspectos más risueños de la naturaleza levantina, que verdaderamente se sumerge el ánimo en una especie de éxtasis al manso y regalado son de aquellas quintillas, entre las cuales algunas llegan a la perfección de lo sencillo:

 
       ¡Qué pasatiempo mayor
       Orilla el mar puede hallarse
       Que escuchar el ruiseñor,
       Coger la olorosa flor
       Y en pura fuente bañarse!
        

Una combinación métrica de las más nacionales, pero que por su misma facilidad y soltura se presta al desaliño y a la insulsa verbosidad, quedó ennoblecida en estas quintillas de Gil Polo, que trabajó aquella materia blanda y esponjosa como trabajaban el barro los maestros de la cerámica antigua.

Tanto por las cualidades nativas de su ingenio tan fácil, ameno y gracioso, como por el amor a la tierra natal. Gil Polo es uno de los poetas más valencianos que han existido. No se harta de encarecer «la fertilidad del abundoso suelo, la amenidad de la siempre florida campaña, la belleza de los más encumbrados montes, los sombríos de las verdes sylvas, la suavidad de las claras fuentes, la melodía de las cantadoras aves, la frescura de los suaves vientos, la riqueza de los provechosos ganados, la hermosura de los poblados lugares, la blandura de las amigables gentes, la extrañeza de los sumptuosos templos y otras muchas cosas con que es aquella tierra celebrada». En este amor regional, que es el alma escondida del libro de Gil Polo, está inspirado el siguiente soneto, menos conocido de lo que merece: [p. 296]  

            [p. 296] Recoge a los que aflige el mar airado,
       ¡Oh, Valentino! ¡oh, venturoso suelo!
       Donde jamás se cuaja el duro hielo
       Ni da Febo el trabajo acostumbrado.
           Dichoso el que seguro y sin recelo
       De ser en fieras ondas anegado,
       Goza de la belleza de tu prado
       Y del favor de tu benigno cielo.
           Con más fatiga el mar sulca la nave
       Que el labrador cansado tus barbechos.
       ¡Oh, tierra! antes que el mar se ensoberbezca,
           Recoge a los perdidos y deshechos,
       Para que cuando en Turia yo me lave,
       Estas malditas aguas aborrezca.

En este carácter local, en este valencianismo de Gil Polo, encuentro la mayor originalidad de su obra, que tiene algo de poema panegírico en que van entalladas las glorias de la que él llama «la más deleitosa tierra y la más abundante de todas maneras de placer de cuantas el sol con sus rayos escalienta». El río mismo, personificado al modo mitológico, el viejo Turia, que celebró Claudiano en el epitalamio de Serena: («Floribus et roseis formosus Turia ripis»), toma parte en esta apoteosis, tan propia del gusto del Renacimiento: «No mucho después vimos al viejo Turia salir de una profundísima cueva, en su mano una urna o vaso muy grande y bien labrado, su cabeza coronada con hojas de roble y de laurel, los brazos vellosos, la barba limosa y encanescida, [1] y sentándose en el suelo, reclinado sobre la urna, y derramando della abundancia de clarísimas aguas, levantando la ronca y congojada voz, cantó desta manera:

        [p. 297] Regad el venturoso y fértil suelo,
       Corrientes aguas, puras y abundosas,
       Dad a las hierbas y árboles consuelo
       Y frescas sostened flores y rosas;
       Y ansí, con el favor del alto cielo,
       Tendré yo mis riberas tan hermosas,
       Que grande envidia habrán de mi corona
       El Pado, el Mincio, el Ródano y Garona...»

El Canto de Turia (no del Turia), compuesto en octavas reales, no todas buenas, es un vaticinio de «los varones célebres y extraños», que en tiempos venideros habían de ilustrar sus márgenes: pontífices como Calixto y Alejandro, hombres de guerra como los Borjas y Moncadas, filósofos y humanistas como Vives, Honorato Juan y Núñez; poetas en gran número, comenzando por Ausías March, el más grande de todos. Hasta 54 son, salvo error, los nombres que conmemora Gil Polo, ilustres algunos, oscurísimos otros, siendo para todos uniforme y monótona la alabanza, principal escollo de este género de catálogos rimados. Ya don Luis Zapata en su Carlo Famoso (canto XXXVIII) y Nicolás de Espinosa en su Segunda Parte de Orlando (canto XV) habían introducido los loores de algunos ingenios contemporáneos suyos, siguiendo en esto, como en lo demás, las huellas del Ariosto; pero pienso que la Canción de Orfeo de Montemayor fué la que verdaderamente sugirió a Gil Polo la idea del Canto de Turia, aunque el poeta portugués celebre a las damas y el valenciano a los escritores y poetas principalmente. Su poema sirvió desde luego de modelo al Canto de Caliope de Cervantes, que tanto admiraba a Gil Polo, y andando los tiempos tuvo la suerte de ser ilustrado con selecta y recóndita erudición por uno de los varones más doctos y beneméritos del siglo XVIII, don Francisco Cerdá y Rico, de quien son las notas insertas en la edición de Sancha de 1778, aunque a ellas contribuyeron en gran manera los hermanos Mayans, don Gregorio y don Juan Antonio, especialmente el segundo. Estas notas fueron un complemento utilísimo a las dos Bibliotecas Valencianas de Rodríguez y Ximeno, preparando el terreno para la de Fuster, y en un concepto todavía más general puede decirse que fueron el primer ensayo histórico sobre una parte de la poesía catalana, llamada [p. 298] entonces impropiamente lemosina. Todavía los catalanistas y valencianistas de nuestro tiempo han encontrado mucho que espigar en estas notas, y nunca se recurre a ellas sin provecho. Para la historia del humanismo español del siglo XVI encierran también curiosos documentos.

Pero no conviene dejar enterrada la Diana bajo el imponente aparato de su comentador, que casi triplicó su volumen. Por sí sola merece tener lectores, y los ha logrado siempre, no sólo en la tierra donde nació, sino entre todos los finos estimadores de la poesía castellana. Sólo en las pastorales de Lope de Vega y del obispo Valbuena se encontrarán versos que igualen o superen a los de la Diana Enamorada; pero el gusto de Gil Polo es más seguro, menos empañado por las sombras de la afectación o del desaliño. De todos nuestros poetas bucólicos es el más parecido a Garcilaso, en cuya lectura estaba tan empapado que le acontece copiar de él versos enteros, maquinalmente sin duda. La elegancia y cultura inafectada de Garcilaso, su delicadeza en la expresión de afectos, la limpieza y tersura de su dicción, la melodía pura y fácil de sus versos, han pasado felizmente al imitador, que a veces se confunde con él. Los ecos de la zampoña de Sireno y de Arsileo no sonarían mal mezclados con los de Salicio y Nemoroso, con los de Tirreno y Alcino. Véanse algunas muestras:

            Las mansas ovejuelas van huyendo
       Los carniceros lobos, que pretenden
       Sus carnes engordar con pasto ajeno.
       Las benignas palomas se defienden
       Y se recogen todas en oyendo
       El bravo son del espantoso trueno...
       ............................................
           ¿Viste jamás un rayo poderoso,
       Cuyo furor el roble antiguo hiende?
       Tan fuerte, tan terrible y riguroso
       Es el ardor que l'alma triste enciende
       ¿Viste el poder de un río poderoso
       Que de un peñasco altísimo desciende?
       Tan brava, tan soberbia y alterada
       Dïana me parece estando airada.
       ...........................................
            [p. 299] ¿Viste la nieve en haldas de una sierra
       Con los solares rayos derretida?
       Ansi deshecha y puesta por la tierra
       Al rayo de mi estrella está mi vida.
       ¿Viste en alguna fiera y cruda guerra
           Algún simple pastor puesto en huída?
       Con no menos temor vivo cuitado
       De mis ovelas propias olvidado...
       ...........................................

                              Tauriso

             Junto a la clara fuente
       Sentada con su esposo
       La pérfida Dïana estaba un día,
        Y yo a mi mal presente
       Tras un jaral umbroso,
       Muriendo de dolor de lo que vía.
       Él nada le decía,
       Mas con mano grosera
       Trabó la delicada
       A torno fabricada
       Y estuvo un rato así que no debiera.
       Y yo tal cosa viendo,
       De ira mortal y fiera envidia ardiendo.

                          Berardo

             Un día al campo vino,
       Aserenando el cielo,
       La luz de perfectísimas mujeres,
       Las hebras de oro fino
       Cubiertas con un velo,
       Prendido de dorados alfileres;
       Mil juegos y placeres
       Pasaba con su esposo,
       Yo tras un mirto estaba,
       Y vi que él alargaba
       La mano al blanco velo, y el hermoso
       Cabello quedó suelto,
       Y yo de vello en triste miedo envuelto.

No se limitó Gil Polo a cultivar magistralmente casi todos los metros largos y cortos usados en su tiempo, casi todas las [p. 300] combinaciones sin excluir la rima percossa [1] y los tercetos esdrújulos acreditados por el ejemplo de Sannazaro, [2] sino que fué un verdadero innovador métrico, que continuando la obra de Boscán y Garcilaso, intentó anadir nuevas cuerdas a la lira castellana. Dos tipos de estrofas líricas introdujo en nuestro Parnaso, dignas entrambos de haberle sobrevivido, aunque apenas han tenido imitadores. Una y otra son curiosas además porque prueban trato íntimo con literaturas poco conocidas o ya olvidadas en España. A la una llamó rimas provenzales, a la otra versos franceses. Es de presumir que por poetas provenzales entendiese los catalanes del último tiempo, únicos que es verosímil que hubiese leído; no creo, sin embargo, que abunde en ellos el tipo estrófico usado por dos veces en la Diana. Yo sólo recuerdo uno, no igual en el número de los versos, sí análogo por la combinación de endecasílabos y pentasílabos, en unos versos del notario barcelonés Antonio de Vallmanya, que obtuvo la joya en un certamen de 1457. [3] Los de Gil Polo son encantadores, y parecen nacidos para puestos en música:

            [p. 301] Cuando con mil colores devisado
       Viene el verano en el ameno suelo,
       El campo hermoso está, sereno el cielo,
       Rico el pastor y próspero el ganado,
       Filomena por árboles floridos
       Da sus gemidos,
       Hay fuentes bellas,
       Y en torno dellas
       Cantos suaves
       De Ninfas y aves;
       Mas si Elvinia de allí sus ojos parte,
       Habrá continuo hibierno en toda parte.
           Cuando el helado cierzo de hermosura
       Despoja hierbas, árboles y flores,
       El canto dejan ya los ruiseñores,
       Y queda el yermo campo sin verdura,
       Mil horas son más largas que los días
       Las nochas frías,
       Espesa niebla
       Con la tiniebla
       Escura y triste
       El aire viste;
       Mas salga Elvinia al campo y por doquiera
       Renovará la alegre primavera.
       ..........................................
           Si Delia en perseguir silvestres fieras,
       Con muy castos cuidados ocupada
       Va de su hermosa escuadra acompañada
       Buscando sotos, campos y riberas;
       Napeas y Hamadryadas hermosas,
       Con frescas rosas
       Le van delante
       Está triunfante
        Con lo que tiene;
       Pero si viene
       Al bosque donde caza Elvinia mía,
       Parecerá mejor su lozanía.
           Y cuando aquellos miembros delicados
       Se lavan en la fuente esclarescida,
       Si allí Cintia estuviera, de corrida 
        [p. 302] Los ojos abajara avergonzados,
       Porque en la agua de aquella trasparente
       Y clara fuente
       El mármol fino y peregrino
       Con beldad rara
       Se figurara,
       Y al atrevido Actéon, si la viera,
       No en ciervo, pero en mármol convirtiera! [1]
        

Los que Gil Polo llama versos franceses son, como puede suponerse, alejandrinos, quizá los unicos que en todo el siglo XVI se compusieron en España, pero no dispuestos en la horrible forma de pareados, ni en el tetrástrofo monorrimo que nuestros poetas de clerecía usaban en los siglos medios, sino combinados con su hemistiquio, formando una estrofa de mucha amplitud y pompa lírica, que parece forjada sobre el modelo de alguna de las de Ronsard. En este metro compasa Gil Polo el epitalamio de Diana y Sireno, uno de los mejores trozos que hay en la Diana:

 
       De flores matizadas se vista el verde prado,
       Retumbe el hueco bosque de voces deleitosas,
       Olor tengan más fino las coloradas rosas.
       Floridos ramos mueva el viento sosegado.
       El río apresurado
       Sus aguas acreciente,
        [p. 303] Y pues tan libre queda la fatigada gente
       Del congojoso llanto,
       Moved, hermosas Ninfas, regocijado canto...
       ...............................................
       Casados venturosos, el poderoso cielo
       Derrame en vuestros campos influjo favorable,
       Y con dobladas crías en número admirable
       Vuestros ganados crezcan cubriendo el ancho suelo.
       No os dañe el crudo hielo
       Los tiernos chivaticos,
       Y tal cantidad de oro os haga a entrambos ricos,
       Que no sepáis el cuánto.
       Moved, hermosas Ninfas, regocijado canto...
       ................................................
       Remeden vuestras voces las aves amorosas,
       Los ventecicos suaves os hagan dulce fiesta,
       Alégrese con veros el campo y la floresta,
       Y os vengan a las manos las flores olorosas:
       Los lirios y las rosas,
       Jazmín y flor de Gnido,
       La madreselva hermosa y el arrayán florido,
       Narciso y amaranto.
       Moved, hermosas Ninfas, regocijado canto...
        

El primor y lindeza de la mayor parte de las poesías contenidas en la Diana de Gil Polo han hecho que queden algo en la sombra los indisputables méritos de su prosa, muy culta, amena y limada, si bien no dejan de notarse en ella, lo mismo que en los versos, algunos giros y frases propios de la nativa lengua del autor y tal cual italianismo, que desdicen de la pureza con que generalmente escribió el castellano. Tales son las voces tempesta por tempestad y superbos por soberbios, alguna rima falsa por efecto de pronunciación valenciana:

 
       Medres y crescas
       
En yerbas frescas,
        

y el extraño modismo tan mala vez por inmediatamente después dos veces repetido; pequeños lunares que sólo por curiosidad advertimos.

A la circunstancia fortuita de haber salido a luz primero y de ir unida a la obra de Montemayor debió la detestable Diana del [p. 304] salmantino Pérez el honor merecido de tener en lo antiguo muchas más ediciones que la de Gil Polo. Llegan a nueve, sin embargo, las que de ésta registran los bibliógrafos, comenzando por la rarísima de Valencia, 1564. [1] Pero trocándose la fortuna en el siglo XVIII, la Diana del poeta valenciano fué mucho más leída, encomiada y reimpresa que la de Montemayor. Aun antes que Cerdá y Rico renovara espléndidamente en la memoria de los doctos el nombre de su conterráneo, corría en Inglaterra una elegante reimpresión de 1739, dedicada a una señora estudiosa de nuestra lengua. [2] Posteriormente el texto de Cerdá ha sido reimpreso cuatro veces por lo menos, [3] lo cual prueba la popularidad persistente del libro y el recreo que todavía proporciona su lectura. No como obra acéfala, sino formando cuerpo con las otras dos Dianas, fué traducida al francés por Gabriel Chappuis y [p. 305] Antonio de Vitray, al inglés por Bartolomé Yong, al alemán por Kuffstein y Harsdöfer. Todas estas versiones quedan indicadas al hablar de Montemayor.

Pero hay una especial de la Diana de Gil Polo, que tanto por la lengua en que fué escrita como por su rareza y particulares circunstancias, reclama más individual mención. Me refiero a la latina que publicó en Hannover, 1625, el docto y extravagante humanista alemán Gaspar Barth, en quien algunos han creído sin fundamento ver el prototipo del Licenciado Vidriera. Era Barth sumamente versado en nuestra literatura y fino estimador de ella, como lo mostró traduciendo y comentando prolijamente la Celestina con el título de Pornoboscodidascalus (1624). A la traducción de la Diana de Gil Polo, puso el rótulo de Erotodidascalus sive Nemoraliam libri V, [1] y en el prólogo hizo de ella el más caluroso elogio. «Es composición egregia (dice) y que si hubiese sido escrita en lengua latina o griega, hace muchos siglos, estaría hoy contada entre los poemas clásicos del amor. Hay en ella admirables sentencias, tomadas de la experiencia de la vida, y en esta parte juzgo que el autor arrebata la palma a todos los demás que han tratado de análoga materia. El argumento del libro nada tiene de torpe o deshonesto: achaque de que suelen adolecer no pocos monumentos de los antiguos escritores. Las historias están limpiamente narradas, sin obscenidad alguna, y entretejidas con mucha gracia artificiosa y suave. No hay que buscar aquí alusiones y dichos picantes, o más bien procaces y lascivos. Los versos parecen nacidos bajo el más favorable influjo de las Musas y de las Gracias, de tal modo que sin escrúpulo podemos oponer las invenciones de este autor a las de los más felices poetas». [2]

[p. 306] El filólogo de Brandeburgo traduce con suma puntualidad el texto de Gil Polo, suprimiendo sólo el Canto de Turia, sobre el cual pone en castellano esta curiosa acotación: «El siguiente canto para [por] ser hecho a las alabanças de Varones muy señalados del Reyno de Valencia, cuyos nombres y virtuosas ationes no son conoscidas en otras tierras, no es tradudido para [en] Latin, como los otros hasta a esse, tratantes cosas de Amores pastoriles y plazeres de Nymfas enamoradas, donde las ficiones tocan a todos los hombres sujetos al poder del valeroso Cupido y su madre la más renombrada Diosa de los Poetas.»

Todo lo demás está vertido a la letra, la prosa en prosa, los versos en verso, procurando remedar la variedad métrica del original. Para que se juzgue de tan singular ensayo copio en nota una parte de la Canción de Nerea, que, por ser tan conocido el texto español, se presta fácilmente al cotejo. [1]

[p. 307] La moda de escribir continuaciones de la Diana no terminó con Alonso Pérez y Gil Polo. Hubo dos terceras Dianas , y una de ellas llegó a imprimirse. Fué su autor, o más bien compilador desvergonzado, un tal Jerónimo de Tejeda, intérprete de lengua [p. 308] castellana en París. No he visto la edición de 1587, citada por los traductores de Ticknor, pero sí otra de 1627, que existe en la Biblioteca Nacional entre los libros que fueron de Gayangos. [1] A otro ejemplar de la misma se refiere el Dr. Hugo Rennert en su precioso opúsculo sobre la novela pastoril, donde ha desmenuzado el libro de Tejeda, mostrando que es un puro plagio. [2] Todas las poesías están tomadas de Gil Polo, a excepción de dos o tres composiciones cortas. La prosa de los cuatro primeros libros tiene el mismo origen, con algunos cambios infelices y disparatados. En el quinto libro zurce Tejeda la historia de Amaranto y Dorotea, imitada de la Diana de Alonso Pérez. En el sexto, Parisiles, personaje de la misma Diana, refiere la historia del Cid. Completan esta fastidiosísima rapsodia otros episodios de la leyenda nacional, tales como la historia de los Abencerrajes y el tributo de las cien doncellas. [p. 309] Tejeda manifiesta la ignorancia más supina hasta en el modo de copiar los versos ajenos. Era sin duda un aventurero famélico, que procuró remediar su laceria con el producto de esta piratería literaria.

Antes de él, un cierto Gabriel Hernández, vecino de Granada, había obtenido en 28 de enero de 1582 privilegio por diez años para imprimir una tercera parte de la Diana, fruto de su ingenio; pero tal impresión no llegó a verificarse, si bien consta que Hernández traspasó en quinientos reales su privilegio al librera Blas de Robles en 8 de agosto del mismo año. Debo esta noticia, hasta ahora enteramente desconocida, al docto investigador don Cristóbal Pérez Pastor, que con tan peregrinos datos ha enriquecido nuestros anales literarios de los siglos XVI y XVII. [1]

Ya hemos tenido ocasión de mencionar el rarísimo libro de la Clara Diana a lo divino, publicado en 1582 por el cisterciense Fr. Bartolomé Ponce, a quien debemos la noticia más positiva de la muerte de Montemayor. Las Dianas, que a los lectores de hoy parecen tan insulsas y candorosas, no satisfacían ni mucho menos los escrúpulos de los moralistas del siglo XVI. Malón de Chaide, por ejemplo, las incluía en la misma condenación que a los libros de caballerías: «¿Qué ha de hacer la doncellica que apenas sabe andar, y ya trae una Diana en la faldriquera? Si (como dijo el [p. 310] otra poeta) el vaso nuevo se empapa y conserva mucho tiempo el sabor del primer licor que en él se echase, siendo un niño y una niña vasos nuevos, y echando en ellos vino venenoso, ¿no es cosa clara que guardarán aquel sabor largo tiempo? Y ¿cómo cabrán allí el vino del Espíritu Santo y el de las viñas de Sodoma (que dijo allá Moisés)? ¿Cómo dirá Pater noster en las Horas la que acaba de sepultar a Piramo y Tisbe en Diana? ¿Cómo se recogerá a pensar en Dios un rato la que ha gastado muchos en Garcilaso? ¿Cómo? Y honesto se llama el libro que enseña a decir una razón y responder a otra, y a saber por qué término se han de tratar los amores? Allí se aprenden las desenvolturas y las solturas y las bachillerías, y náceles un deseo de ser servidas y recuestadas, como lo fueron aquellas que han leido en estos sus Flos Sanctorom; y de ahí vienen a ruines y torpes imaginaciones, y destas a los conciertos o desconciertos, con que se pierden a sí y afrentan las casas de sus padres y les dan desventurada vejez; y la merecen los malos padres y las infames madres que no supieron criar sus hijas, ni fueron para quemalles estos libros en las manos. Los Cantares que hizo Salomón más honestos son que sus Dianas: el Espíritu Santo los amparó; el más sabio de los hombres los escribió; entre esposo y esposa son las razones; todo lo que hay allí es casto, limpio, santo, divino y celestial y lleno de misterios; y con todo eso, no daban licencia los hebreos a los mozos para que los leyesen hasta que fuesen de más madura edad. Pues ¿qué hicieran de los que son faltos de tantas circunstancias de abonos como tienen los Cantares en su favor? Esto es para desengañar a los que se toman licencia de leer en tales libros con decir que son honestos». [1]

El P. Ponce, que sin duda pensaba lo mismo que el elocuente y pintoresco autor de la Conversión de la Magdalena, pero al propio tiempo admiraba sobremanera el talento poético de Jorge de Montemayor, quiso buscar antídoto al veneno de la amorosa pasión, valiéndose del medio de parodiar en sentido místico la obra de su adversario y aplicar a los loores de la Santísima Virgen [p. 311] los encarecimientos que hace aquél de la belleza profana. Siguió, pues, el mismo rumbo que los autores de libros de Caballeria celestial, el mismo que Sebastián de Córdoba en su Boscán y Garcilaso a lo divino (1575) o don Juan de Andosilla Larramendi en el extraño centón a que dió el título de Cristo Nuestro Señor en la Cruz hallado en los versos de Garcilaso (1628). Pero no empeñándose como éstos en la tarea absurda de seguir paso a paso y verso por verso la obra que parodiaba, hizo de la Clara Diana un libro no enteramente despreciable, a lo menos por la pureza y abundancia de su prosa. Los versos valen poco. [1]

De las novelas pastoriles posteriores a Montemayor y Gil Polo, la primera en orden cronológico es la del soldado sardo Antonio de Lofrasso, que lleva por título Los diez libros de la fortuna de amor, obra de las más raras y de las más absurdas de nuestra literatura que salió de las prensas de Barcelona en 1573. [2] Su principal celebridad la debe a estas palabras del cura en el donoso escrutinio de los libros de Don Quijote: «Por las órdenes que [p. 312] recebí... que desde que Apolo fue Apolo, y las Musas Musas, y los poetas poetas, tan gracioso ni tan disparatado libro como ese no se ha compuesto, y que por su camino es el mejor y el más único de cuantos deste género han salido a la luz del mundo, y el que no le ha leído puede hacer cuenta que no ha leído jamás cosa de gusto; dádmele acá, compadre, que precio más haberle hallado que si me diesen una sotana de raja de Florencia; púsole aparte con grandíssimo gusto». [1]

Buen chasco se llevaría el que fiándose de esta burlesca recomendación se enfrascase en la lectura del libro de Lofrasso, donde si bien aparece lo disparatado por cualquier parte que se le abra, es imposible tropezar con lo gracioso por ninguna. Se conoce que Cervantes, con el alma cándida y buena que suelen tener los hombres verdaderamente grandes, sentía cierto infantil regocijo con la lectura de disparates que a un lector vulgar hubieran infundido tedio. Porque Lofrasso merece con toda justicia los calificativos de «poeta inculto y memo» que le da Pellicer, no sólo por lo rudo de su invención y la rusticidad de sus versos, sino por infringir a cada momento en ellos las reglas más elementales de la prosodia, de tal modo que apenas hay ninguno que lo sea, o por sobra o por falta de sílabas, o por no tener la acentuación debida. [2] [p. 313] Además, el lenguaje está plagado de solecismos, que delatan el origen extranjero y la corta educación del autor.. La prosa puede presentarse como un dechado de pesadez, siendo Lofrasso tan inhábil en la construcción de los períodos que más de una vez le acontece escribir de seguido cinco o seis páginas sin un solo punto final. [1] Del argumento de la obra no se hable, porque realmente no existe.

Increíble parece que obra tan necia e impertinente obtuviera en Inglaterra, a mediados del siglo XVIII, los honores de una edición ilustrada y lujosa. [2] Tuvo la extravagancia de hacerla un [p. 314] judío de origen español, Pedro de Pineda, intérprete o maestro de lengua castellana, conocido por su diccionario inglés-español y por haber corregido con bastante esmero el texto de la famosa edición del Quijote hecha en Londres en 1738, bajo los auspicios de lord Carteret. Pineda, tomando al parecer por lo serio las palabras del cura, buscó afanoso el libro de Lofrasso, tan raro ya en aquella fecha, que compara su hallazgo con el de la piedra filosofal, y ora fuese por ignorancia y falta le gusto, ora por explotar la codicia bibliománica, no dudó en estamparle de nuevo, con láminas bastante bien grabadas, aunque de tan ridícula composición como el texto. A sus ojos no podía menos de ser producción muy apreciable por su «bondad, elegancia y agudeza», la que había encomiado el «águila de la lengua española Miguel de Cervantes». Sin duda no había tropezado nunca Pineda con el Viaje del Parnaso, en que Cervantes, tan indulgente de continuo, se encarniza más que con ningún otro poeta con el desventurado Lofrasso:

            Miren si puede en la galera hallarse
       Algún poeta desdichado, acaso,
       Que a las fieras gargantas puede darse.
             Buscáronle, y hallaron a Lofraso,
       Poeta militar, sardo, que estaba
       Desmayado a un rincón, marchito y laso.
            Que a sus diez libros, de Fortuna andaba
       Añadiendo otros diez, y el tiempo escoge
       Que más desocupado se mostraba.
            Gritó la chusma toda: —«Al mar se arroje.
       Vaya Lofraso al mar sin resistencia.»
       —«Par Dios, dijo Mercurio, que me enoje.
            ¿Cómo, y no será cargo de conciencia,
       Y grande, echar al mar tanta poesía,
       Puesto que aquí nos hunda su inclemencia?
            Viva Lofraso, en tanto que dé al día
       Apolo luz, y en tanto que los hombres
       Tengan discreta, alegre fantasía
            Tócante a ti ¡oh, Lofraso! los renombres
       Y epítetos de agudo y de sincero,
       Y gusto que mi cómitre te nombres.»
            Esto dijo Mercurio al caballero,
       El cual en la crujía en pie se puso,
       Con un rebenque despiadado y fiero.
        [p. 315] Creo que de sus versos le compuso,
       Y no sé cómo fué, que en un momento
       (O ya el cielo o Lofraso lo dispuso)
       Salimos del estrecho a salvamento,
       Sin arrojar al mar poeta alguno:
        Tanto del sardo fué el merecimiento.
        

Así en el capítulo III, y luego en el VII, vuelve a la carga contra Lofrasso, contándole en el número de los que desertaron de las banderas del divino Apolo para unirse al ejército enemigo

 
       Tú, sardo militar Lofraso, fuiste
       Uno de aquellos bárbaros corrientes
       Que del contrario el número creciste.
        

Pero como no hay libro tan malo que no contenga alguna cosa útil, hay en el de este bárbaro grafómano algunas curiosidades filológicas e históricas, que el erudito no debe desdeñar. Curiosa es la persona misma del autor, español a medias, nacido en una isla italiana, donde la soberanía de nuestra lengua, aun en el uso oficial, llegó a arraigarse de tal suerte, que sobrevivió a nuestra dominación política, y todavía se conservaba muy entrado el siglo XVIII. [1] Lofrasso escribió en castellano como otros muchos compatriotas suyos, por ejemplo, el poeta Litala y Castelví y el Marqués de San Felipe, historiador de la guerra de Sucesión. Pero su lengua nativa no era ésta, ni tampoco el dialecto de la isla, sino el catalán, que entonces como ahora se hablaba en la ciudad de Alguer, de donde era hijo. Su libro contiene dos poesías en dialecto sardo [2] [p. 316] y una sola en catalán; [1] pero en la misma lengua está también el acróstico que forman las iniciales de los cincuenta y seis tercetos del Testamento de amor, en esta forma: « Antony de Lofraso sart de Lalguer me feyct estant en Barselona en lany myl y sinca sents setanta y dos per dar fy al present libre de Fortuna de Amor compost per servycy del ylustre y my señor Conte de Quirra. »

A semejanza de los demás autores de novelas pastorales, que gustaron de dejar en ellas algún recuerdo de su tierra natal o de las extrañas en que habían amado y cantado, Lofrasso encabeza su libro con una curiosa descripción de la isla de Cerdeña, extendiéndose en la ponderación de sus minas y de sus pesquerías de coral, [2] y dedica mucho más espacio a la relación de su viaje a Barcelona, a donde llegó como náufrago y donde vivió como poeta [p. 317] mendicante, fatigando con dedicatorias a todos los magnates catalanes. Esta parte del libro vale la pena de leerse despacio, y es una fuente que me atrevo a indicar a los eruditos del Principado. Allí encontrarán un catálogo encomiástico de cincuenta damas de Barcelona, con sus nombres y apellidos; descripciones minuciosas de la Aduana, de la Lonja y del palacio del comendador mayor de Castilla don Luis de Zúñiga y Requesens; interesantes noticias de su hija doña Mencía, y el proceso sumamente detallado de unas justas reales, en que tomaron parte cincuenta caballeros barceloneses, para no ser menos en número que las damas. El estilo de Lofrasso, que nunca es bueno, parece más tolerable en esta prosa de gaceta, y como no puede dudarse que todas estas páginas son historia pura, tienen un interés retrospectivo muy grande. Quien busque estos trazos hará bien en pasar de largo por «los honestos y apacibles amores del pastor Frexano y de la hermosa pastora Fortuna» y por «la sabrosa historia de don Floricio y de la pastora Argentina».

De muy diverso temple es la novela pastoril que siguió a ésta: El pastor de Fílida de Luis Gálvez de Montalvo (1582), una de las pastorales mejor escritas, aunque por ventura la menos bucólica de todas. «No es este pastor sino muy discreto cortesano; guárdese como joya preciosa.» En estas palabras de Cervantes va [p. 318] implícita la principal censura, así como el mayor elogio del libro. El mismo Gálvez Montalvo se había adelantado a ella en uno de sus proemios: «Posible cosa será que mientras yo canto las amorosas églogas que sobre las aguas del Tajo resonaron, algún curioso me pregunte: Entre estos amores y desdenes, lágrimas y canciones, ¿cómo por montes y prados tan poco balan cabras, ladran perros, aullan lobos? ¿Dónde pacen las ovejas? ¿A qué hora se ordeñan? ¿Quién les mata la roña? ¿Cómo se regalan las paridas? Y finalmente, todas las demás importancias del ganado. A esso digo, que aunque todos se incluyen en el nombre pastoral, los rabadanes tenían mayorales, los mayorales pastores y los pastores zagales, que bastantemente los descuidaban». [1]

Nada menos pastoril, en efecto, que la vida y ejercicios del pastor de Fílida y de sus amigos, que son con ligero disfraz Gálvez Montalvo y los suyos. Nació este buen ingenio en la ciudad de Guadalajara, aunque su familia procedía de las riberas del Adaja, probablemente de la villa de Arévalo, donde es antiguo y noble su apellido, cuyas armas son puntualmente las mismas que él describe por boca del pastor Siralvo: «Tú sabes que yo no soy natural desta ribera (la del Tajo). Mis bisabuelos en la de Adaxa apacentaron, y allí hallaron y dejaron claras y antiquísimas insignias de su nombre, só las alas de una águila de plata, sobre color de cielo, que es de inmemorial blasón suyo. Mis abuelos y padres, trasladados al Henares, me criaron en su ribera». Acaso se refiere a él la partida bautismal de un Luis, hijo de Marcos de Montalvo y de su mujer Francisca, nacido en febrero de 1549, según consta en los libros parroquiales de Santa María de Guadalajara [2] . El padre de Siralvo, que en la novela está designado con el nombre de Montano, era mayoral del generoso rabadán Coriano», es decir, administrador o cosa tal del Marqués de Coria. Su hijo [p. 319] Luis, cuya educación debió de ser esmeradísima, a juzgar por la refinada cultura y cortesanía que sus escritos revelan, vivió también en la casa y servicio de un magnate alcarreño, don Enrique de Mendoza y Aragón, con título de su gentilhombre. Este es el Mendino de la novela, «quinta nieto del gran pastor de Santillana» (es decir, de don Iñigo López de Mendoza), como en ella misma se expresa, nieto del cuarto Duque del Infantado, llamado también don Iñigo, e hijo de don Diego Hurtado de Mendoza, Conde de Saldaña, casado con doña Isabel de Aragón, hija del Duque de Segorbe don Enrique, a quien llamaron el infante Fortuna. Era tradición no interrumpida en la casa de Mendoza honrar a las letras y a sus cultivadores, y acaso por méritos literarios logró Montalvo su puesto de honrosa domesticidad, que era bastante distinguido según las ideas de aquel tiempo, y además sumamente descansado, a lo que se infiere de su carta dedicatoria: «Entre los venturosos que V. S. conocen y tratan, he sido yo uno, y estimo que de los más, porque deseando servir a V. S. se cumplió mi deseo, y así dejé mi casa y otras muy señaladas dó fui rogado que viviese, y vine a ésta, donde holgaré de morir, y donde mi mayor trabajo es estar ocioso, contento y honrado, como criado de V. S. Y así, a ratos entretenido en mi antiguo ejercicio de la divina alteza de la poesía, donde son tantos los llamados y tan pocos los escogidos, he compuesto El Pastor de Fílida, libro humilde y pequeño». [1]

[p. 320] Este libro contiene, a vueltas de otros muchos episodios, la historia anovelada de los amores del autor con la pastora Fílida y de los de su Mecenas con Elisa. El nombre pastoril adoptado por Luis Gálvez fué Siralvo, el cual habla de sí mismo con más satisfacción que modestia por boca de la pastora Finea: «Yo te diré lo que hace Siralvo, forastero pastor que aquí habita. Yo compré ovejas y cabras, conforme a mi poco caudal, y con pocos zagales las apaciento. Siralvo, aunque pudo hacer otro tanto, gustó de entrar a soldada con el rabadán Mendino, por poder mudar lugar, cuando gusto o comodidad le viniese, sin tener cosa que se lo estorbase.—¿Quién es ese Siralvo? dijo Alfeo.—Es un noble pastor (dijo Finea) de tu misma edad, honesto y de llanísimo trato; amado generalmente de los pastores y pastoras de más y menos suerte, aunque hasta agora no se sabe de la suya más de lo que muestran sus respetos, que son buenos, y sus ejercicios de mucha virtud.—¿Cómo vería yo a Siralvo? dijo Alfeo.—Bien fácilmente, porque las cabañas de Mendino están muy cerca de aquí, y Siralvo por maravilla sale dellas, y más agora que está su rabadán ausente y él no podrá apartarse del ganado.»

La acción de la novela no pasa en las orillas del Henares, sino en las del Tajo, y probablemente en la imperial ciudad de Toledo, donde fijó por algún tiempo su residencia don Enrique de Mendoza. Así lo dan a entender estas palabras de enfática y lujosa retórica, con que la primera parte comienza: «Cuando de más apuestos y lucidos pastores florecía el Tajo, morada antigua de las sagradas Musas, vino a su celebrada ribera el caudaloso Mendino, nieto del gran rabadán Mendiano, con cuya llegada el claro río ensoberbeció sus corrientes; los altos montes de luz y gloria se vistieron; el fértil campo renovó su casi perdida hermosura, pues los pastores dél, incitados de aquella sobrenatural virtud, de [p. 321] manera siguieron sus pisadas, que envidioso Ebro, confuso Tormes, Pisuerga y Guadalquivir admirados, inclinaron sus cabezas, y las hinchadas urnas manaron con un silencio admirable. Solo el felice Tajo resonaba, y lo mejor de su son era Mendino, cuya ausencia sintió de suerte Henares, su nativo río, que con sus ojos acrecentó tributo a las arenas de oro. Bien le fué menester al gallardo pastor, para no sentir la ausencia de su carísimo hermano, hallar en esta ribera al gentil Castalio su primo, al caudaloso Cardenio, al galán Coridón, con otros muchos valerosos pastores y rabadanes, deudos y amigos de los suyos, con quien pasaba dulce y agradable vida Mendino, en quien todos hallaban tan cumplida satisfacción, que como olvidados de sus propias cabañas, sitios y albergues, los de Mendino estaban siempre acompañados de la mayor nobleza de la pastaría; de allí salían a los continuos juegos, y allí volvían por los debidos premios; allí se componían las perdidas amistades, y por allí pasaban los bienes y males de amor, cuales pesada, cuales ligeramente.»

Allí comenzaron los amores de Siralvo con la que llama Fílida. No era aquella su primera pasión: ya en las riberas del Henares había puesto los ojos en una principal señora, a quien llama Albana, y que por ventura tendría algun parentesco con la casa de Alba: «Sólo esto me descontenta de Siralvo (dice la pastora), ser tan demasiado altanero: en el Henares a Albana, en el Tajo a Fílida; a otra vez que se enamore será de Juno o Venus.—Amigo es de mejorarse (dijo Dinarda), que aunque Albana no es de menos suerte, y de más hacienda, Fílida es muy aventajada en hermosura y discreción» (pág. 153).

¿Sería esta Albana por ventura la «hermosa y discreta Albanisa, viuda del próspero Mendineo, hija del rabadán Coriano, que en la ribera del Henares vivía, y allí, desde las antiguas cabañas de su padre, apacentaba, en la fértil ribera, mil vacas, diez mil ovejas criaderas y otras tantas cabras en el monte?» (pág. 24). Con esta señora vino a casar en segundas nupcias, si no interpreto mal el texto de El Pastor, un caballero toledano del apellido Padilla, «el sospechoso Padileo», competidor de Mendino en los amores de Elisa y quizá fué ésta la ocasión de que Siralvo [p. 322] dirigiese a otra parte sus altivos pensamientos, que no eran de humilde pastor, sino de muy alentado caballero.

Era Fílida doncella de nobilísimo linaje, parienta de un gran señor andaluz (el rabadán Vandalio), del cual y de sus pastores andaba recatándose Siralvo, sin duda porque se oponían a tan desiguales amores. No sabemos cuánto duró este honesto galanteo, o más bien pasión platónica, cuya pureza tanto se encarece en el libro: «¡Quién viera a Siralvo ardiendo en su castísimo amor, donde jamás sintió brizna de humano deseo!» (pág. 228). Ni si quiera llegaba su presunción hasta el punto de creerse favorecido (pág. 136): —«Y dime (dijo Alfeo), ¿estima tu voluntad?—No soy (dijo Siralvo) tan desvanecido, que quiera tanto como eso; basta que no se ofenda de que la ame, para morir contento por su amor... Yo la amo sobre todas las riquezas que Dios ha criado, y ella sabe dónde llega mi amor, y no fuera Fílida quien es si despreciara esta obra fabricada de su mismo poder... Digo que no le pido a Fílida que me ame, pero que vivo contentísimo con que no se disguste de mi amor.»

Era Fílida de tanta discreción como hermosura, y de mucha entereza y constancia en sus afectos; recibió con buen talante las poéticas ofrendas del humilde amador, y por no acceder a un matrimonio que los de su casa le proponían, acomodado a su condición, pero no a su gusto, «dejó los bienes, negó los deudos y despreció la libertad; consagróse a la casta Diana, y llevóse tras sí a los montes la riquera y hermosura de los campos» (pág. 218); lo cual traducido del estilo bucólico al corriente, quiere decir, si no me engaño, que se encerró por más o menos tiempo en un monasterio. A esta voluntaria reclusión, que no creemos que llegase a ser profesión religiosa, aluden estos tercetos de una elegía de Montalvo (pág. 273):

 
       Dejando aparte agora el ser nacida
       Sobre las ilustrísimas llamada
       Y entre las más honestas escogida,
            Y con ser de fortuna acompañada,
       Porque Himeneo al gusto te ofendía,
       Quisiste ser a Delia dedicada...

[p. 323] Y, en efecto, en el libro o parte sexta del Pastor encontramos a Fílida en el templo de Diana, si bien el aparato mitológico impide hacerse cargo de la verdadera situación de la heroína, que allí aparece recibiendo visitas de los zagales, entre ellos el mismo Siralvo, y tañendo la lira y cantando coplas de su propia invención y raro ingenio. Todo esto indica que los obstáculos que se presentaban al amador no eran insuperables, y lo confirman estos versos de la ya citada elegía:

 
            Mil continuos estorbos ya los veo,
       Y otros más de creer dificultosos,
       Por mi corta ventura más los creo:
            Ojos abiertos, pechos enconosos,
       Tu gran beldad, mis ricas intenciones.
       Cercadas de legiones de envidiosos.
            Bien imagino yo que si te pones
       A querer tropellar dificultades,
       Irás segura en carros de leones...
       ..........................................
            Y bien sé yo que en mi rudeza hallas
       Ingenio soberano para amarte,
       Y sabes que te escucho aun cuando callas...
        

Todo el libro de Montalvo está lleno de encarecimientos de las raras prendas de Fílida, y no sólo de su hermosura, sino de su carácter, que era al parecer resuelto y varonil. «Tiene una falta (dijo Florela): que no es discreta, a lo menos como las otras mujeres, porque su entendimiento es de varón muy maduro y muy probado; aquella profundidad en las virtudes y en las artes; aquella constancia de pecho a las dos caras de la fortuna... Amala, Siralvo, y ámala el mundo, que no hay en él cosa tan puesta en razón» (pág. 121).

El lusitano Coelio (que será sin duda Alonso Sánchez Coello, tenido aun en su tiempo por portugués, aunque lo era sólo de origen) había hecho el retrato de Fílida, que guardaba Siralvo en una cajuela de marfil. Para competir con él hizo otro en octavas reales, de elegante y gracioso amaneramiento, como puede juzgarse por estos rasgos, que sin duda recordaba Cervantes cuando llamó a Montalvo «único pintor de un retrato

             [p. 324] Sale la esposa de Titón bordando
       De leche y sangre el ancho y limpio cielo,
       Van por monte y por sierra matizando
       Oro y aljófar, rosa y lirio el suelo,
       Vuestra labor, mejillas imitando,
       Que llenas de beldad y de consuelo,
       Dicen las Gracias puestas a la mira:
       «Dichosa el alma que por vos sospira.»
       .........................................
            Jardín nevado, cuyo tierno fruto
       Dos pomas son de plata no tocada,
       Do las almas golosas a pie enjuto
       Para nunca salir hallan entrada:
       Que el crudo Amor, como hortelano astuto,
       Allí se acoge y prende allí en celada...

                                        (Pág. 125.)
        

De estas y otras varias composiciones de Montalvo se infieren, como señas más personales de la dama, que tenga la cabellera negra y verdes los ojos:

 
            Ricas madejas de inmortal tesoro,
       Cadenas vivas, cuyos lazos bellos
       No se preciaron de imitar al oro,
       Porque apenas el oro es sombra dellos,
       Luz y alegría que en tinieblas lloro,
        Ebano fino, tales sois, cabellos...
            Las finas perlas, el coral ardiente,
       Con las dos celestiales esmeraldas...

                                                    (Pág. 272).

       Ser verde el rayo de la lumbre vuestra...

                                                   (Pág. 123.)

De estos ojos verdes [1] estaba locamente enamorado Siralvo. Los ha cantado en todos metros, de tal modo que bien se le puede [p. 325] llamar el poeta de los ojos. Lope de Vega, al elogiarle en el Laurel de Apolo, recuerda el principio de una de estas composiciones:

       Ojos a gloria de mis ojos hechos,
       Beldad inmensa en ojos abreviada...

                                              (Pág. 99.)

Pero más que estas octavas crespas y conceptuosas, me agradan dos fáciles y lindas canciones en el metro favorito de Gálvez Montalvo, en las viejas redondillas castellanas, que manejaba con tanto primor como Castillejo o Gregorio Silvestre. Véase integra la primera, que es una graciosísima anacreóntica (pág. 285):

           Filida, tus ojos bellos
       El que se atreve a mirallos,
       Muy más fácil que alaballos,
       Le será morir por ellos.
       Ante ellos calla el primor,
       Ríndese la fortaleza,
       Porque mata su belleza
       Y ciega su resplandor.
           Son ojos verdes rasgados,
       En el revolver suaves,
       Apacibles sobre graves,
       Mañosos y descuidados.
       Con ira o con mansedumbre,
       De suerte alegran el suelo,
       Que fijados en el cielo
       No diera el sol tanta lumbre.
           Amor que suele ocupar
       Todo cuanto el mundo encierra,
       Señoreando la tierra,
       tiranizando la mar,
       Para llevar más despojos,
       Sin tener contradicción,
       Hizo su casa y prisión
       En esos hermosos ojos.
           Allí canta, y dice: «Yo
       Ciego fui, que no lo niego,
       Pero venturoso ciego
       Que tales ojos halló;
       Que aunque es vuestra la vitoria,
       En dársola fui tan diestro,
       Que siendo cautivo vuestro,
       Sois mis ojos y mi gloria.
            El tiempo que me juzgaba
       Por ciego, quíselo ser,
       Porque no era razón ver,
       Si estos ojos me faltaban.
       Será ahora con hallaros
       Esta ley establecida:
       Que lo pague con la vida
       Quien se atreviere a miraros.»
           Y con esto, placentero,
       Dice a su madre mil chistes:
       «El arquillo que me distes,
       Tomadle, que no le quiero,
       Pues triunfo, siendo rendido,
       De aquestas dos cejas bellas,
       Haré yo dos arcos dellas,
       Que al vuestro dejen corrido.
           Estas saetas que veis,
       La de plomo y la dorada,
       Como herencia renunciada,
       Buscad a quien se las deis,
       Porque yo de aquí adelante
       Podré con estas pestañas
       Atravesar las entrañas
       A mil pechos de diamante.
           Hielo que deja temblando,
       Fuego que la nieve enciende,
       Gracia que cautiva y prende,
       Ira que mata rabiando,
       Con otros mil señoríos
       Y poderes que alcanzáis,
       Vosotros me los prestáis,
       Dulcísimos ojos míos.»
             [p. 326] Cuando de aquestos blasones
       El niño Amor presumía,
        Cielo y tierra parecía
       Que aprobaban sus razones,
       Y él, dos mil juegos haciendo
       Entre las luces serenas,
       De su pecho a manos llenas,
       Amores iba lloviendo.
              Yo, que supe aventurarme
        A vellos y a conocer
       
No todo su merecer,
       
Mas lo que basta a matarme
       
Tengo por muy llano agora
       
Lo que en la tierra se suena,
       
Que no hay amor ni hay cadena,
       
Mas hay tus ojos, señora.

El Pastor de Fílida, como la mayor parte de las novelas de su género, quedó incompleta, defraudando nuestra curiosidad en cuanto al término de estos amores, si bien el canónigo Mayans, que con tan raras noticias y curiosa sagacidad ilustró esta pastoral, creyó encontrarle en una epístola que López Maldonado, cuyo Cancionero fué impreso en 1586, dirigió a su amigo Montalvo, [1] «con quien se quería casar una dama, a quien había servido muchos años»:

           Pastor dichoso, cuyo llanto tierno
       Ha tanto que se vierte en dura tierra,
       Sin medida, sin tasa y sin gobierno,
           Pues ya en tranquila paz vuelta la guerra
       Miras que te robó tantos despojos,
       Y en verde llano la fragosa sierra;
           Reduce los cansados tristes ojos
       A mejor uso, pon silencio al llanto,
       Pues que le ha puesto amor a tus enojos.
           Ya aquel divino rostro, donde tanto
       Rigor hallaste, y el airado pecho
       Que en el tuyo causó dolor y espanto,
           Atienden, con clemencia, a tu provecho,
       Ya gozarás la bella y blanca mano
       En ñudo conyugal de amor estrecho...
       ............................................
           Ya te dió del descanso alegre llave
       Fílida, que entregada está y piadosa,
       Que es cuanto bien Amor dar puede o sabe...
       ............................................
           Y cantaré la gloria tan crecida
       Con que Amor a sus gozos te levanta,
       Por fe y por voluntad tan merecida...
       ............................................
        [p. 327] Goza, Pastor, el bien que te ha ofrecido
       Aquella que tu mal ha restaurado,
       Rico de amor y deleitoso nido...

Pero este matrimonio ¿llegó a efectuarse? El mismo López Maldonado tenía recelo de que su amigo no supiera aprovecharse de la ocasión feliz que con le brindaba la fortuna:

 
       ¡Oh mil y otras mil veces venturoso
       Tú, que con esperanza alegre y cierta,
       Verás en dulce puerto tu reposo!
       ......................................
       Mas mira que si acaso te detienes,
       Quizás a la inconstante y varia diosa
       No la ternás propicia cual la tienes [1] .
        

Acaso el enigma que envuelve la historia del Pastor de Fílida quedará descifrado antes de mucho. Un eminente literato andaluz, en quien corren parejas la erudición, el sentimiento poético y la viva y despierta agudeza, cree con buenos fundamentos haber averiguado el nombre de la incógnita dama, y en un trabajo reciente nos adelanta la peregrina noticia de que por influjo de su deudo el rabadán Vandalio, que no es otro que el Uranio que sale a correr la sortija, vestida la piel entera de un oso (pág 372), contrajo matrimonio en 1569 con aquel otro pastor muy flaco, que en la misma fiesta comparece «vestido de un largo sayo de buriel, en un rocín que casi se le veían los huesos», y en su compañía se ausentó de España. [2] Aunque esta fecha resulta muy anteriór a la impresión del Pastor de Fílida, en el libro mismo hay indicios de que estaba escrito mucho antes, como lo estaría [p. 328] también la, epístola de López Maldonado, si tal interpretación se comprueba, como deseamos y esperamos.

Cinco ediciones tuvo en pocos años El Pastor de Fílida, rivalizando con el éxito de la Galatea de Cervantes. Para los contemporáneos tenía el interés de una novela de clave. Aunque hoy no podamos identificar a muchos de los disfrazados pastores, la forma misma de sus nombres indica que se trata de personas reales. Además de Mendino, Siralvo y Coelio, no háy duda en cuanto al «celebrado Arciolo (Don Alonso de Ercilla), que con tan heroica vena canta del Arauco los famosos hechos y vitorias», ni parece que pueda haberla respecto del «culto Tirsi, que de engaños y desengaños de amor va alumbrando nuestra nación española, como singular maestro dellos». Tirsi es el nombre poético que en sus obras usó el complutense Francisco de Figueora, y con el cual está claramente designado en la Galatea. [1] No puede ser de ningún modo el mismo Cervantes, como creyó el canónigo Mayans. Más feliz anduvo en otras conjeturas. El pastor Campiano, «doctísimo maestro del ganado», que sobresalía también en la divina alteza de la poesía», puede muy bien ser el poeta y médico de Alcalá Dr. Campuzano, elogiado por Cervantes en el Canto de Caliope y por Lope de Vega en la Dorotea, citándole nada menos que en compañía del divino Herrera, y de otros dos ingenios tan celebrados entonces como Figueroa y Pedro de Padilla. Campiano escribió un soneto en alabanza del Pastor de Fílida; era también amigo de López Maldonado y otros poetas de este grupo. Los músicos Sasio y Matunto parecen estar designados con sus verdaderos apellidos en una elegía del mismo López Maldonado a doña Agustina de Torres:

        [p. 329] Pues los caros y amados compañeros,
       El gran Matute, el celebrado Sasa,
       
Del dios de Delo justos herederos.
        

También Cervantes, en el libro cuarto de la Galatea, habla de «los dos Matuntos, padre e hijo, uno en la lira y otro en la poesía, sobre todo extremo extremados». Silvano, el defensor de las antiguas coplas castellanas, no puede ser otro que Gregorio Silvestre. Belisa, cuya pericia en el canto y en la música se encarece tanto, era hija del lusitano Coelio; hemos de creer, por lo tanto, que se trata de doña Isabel Sanchez Coello, hija del pintor Alonso. No estoy tan seguro de que Pradelio, el mísero amador que desdeñado por Filena «dejó los campos del Tajo, con intención de pasar a las islas de Occidente, donde tarde o nunca se pudiese saber de sus sucesos», sea el conde de Prades, don Luis Ramón Folch de Cardona, como quiere Mayans, porque dudo que de tal magnate como el heredero de la casa de Cardona pudiera decirse que era «pastor de más bondad que hacienda», palabras que indican, a mi parecer, que se trata de más humilde sujeto. Haré mérito, finalmente, de la brillantísima y deslumbradora conjetura, expuesta hace poco por el señor Rodríguez Marín, el cual ve en el episodio del pastor Livio «cortesano mancebo de cabellos más rubios que el fino ámbar, que persiguiendo a la ninfa Arsia, con rabia y dolor se había despeñado», una alusión a la caída del príncipe don Carlos en Alcalá (el 19 de abril de 1562) corriendo tras de doña Mariana de Garcetas, a la cual alude aquel villancico que glosó Eugenio de Salazar:

 
       Bajóse el sacre real
       A la garza, por asilla,
       Y hirióse sin herilla. [1]
        

Otras muchas alusiones nos oculta el tiempo, otros nombres de grandes señores y de poetas deben de estar escondidos bajo cándido pellico. Vivió Gálvez Montalvo en la mejor sociedad de su tiempo; fué lo que hoy llamaríamos un poeta de salón y entonces [p. 330] hubiera podido llamarse de estrado o de sarao. El retrato suyo, que se halla en algunas ediciones del Pastor de Fílida, presenta un tipo muy aristocrático, algo parecido al de don Alonso de Ercilla. Aun en el aspecto de su persona debía de ser cortesano y gentilhombre. No lo era menos por las cualidades de su espíritu. Ajeno a toda contienda y rivalidad literaria, gozó de la estimación de los mejores poetas de su tiempo y gustó de honrarlos en verso y en prosa. Cuando Cervantes, que no era todavía el autor del Quijote ni el de la Galatea siquiera, volvió a entrar en su patria después del cautiverio, Gálvez Montalvo fué el primero en saludar su gloria con este hermoso soneto, que tiene algo de profecía

 
             Mientras del yugo sarracino anduvo
       Tu cuello preso y tu cerviz domada,
       Y allí tu alma al de la Fe amarrada
       A más rigor mayor firmeza tuvo.
            Gozóse el cielo; mas la tierra estuvo
       Casi viuda sin ti, y desamparada
       De nuestras musas la real morada,
       Tristeza, llanto, soledad mantuvo.
            Pero después que diste al patrio suelo
       Tu alma sana y tu garganta suelta,
       De entre las fuerzas bárbaras confusas,
             Descubre claro tu valor el cielo,
       Gózase el mundo en tu felice vuelta
       Y cobra España las perdidas musas. [1]

Por dos pasajes de Lope de Vega, que siempre habló de Montalvo en términos del mayor encarecimiento, sabemos que este florido ingenuo murió en Italia antes de 1599. En este año imprimió Lope su Isidro, con un prólogo en defensa del antiguo metro castellano, donde leemos estas palabras: «¿Qué cosa iguala a una redondilla de Garci Sánchez o de don Diego de Mendoza? Perdone el divino Garcilasso, que tanta ocasión dió para que se lamentase Castillejo, festivo e ingenioso poeta castellano, a quien parecía mucho Luis Gálvez Montalvo, con cuya muerte súbita se perdieron muchas floridas coplas de este género, particularmente la [p. 331] traducción de la Jerusalem de Torcuato Tasso, que parece que se habia ido a Italia a escribirlas para meterles las higas en los ojos ». [1]

Muchos años después, en El Laurel de Apolo (1630), hacía esta conmemoración de nuestro poeta

 
       Y que viva en el templo de la Fama,
       Aunque muerto en la puente de Sicilia,
       Aquel Pastor de Fílida famoso,
       Galvez Montalvo, a quien la envidia aclama
       Por uno de la délfica familia,
       Dignísimo del árbol victorioso,
       Mayormente cantando,
       En lágrimas deshechos
       «Ojos a gloria de mis ojos hechos.»
        

Clemencín conjetura muy plausiblemente [2] que la muerte súbida de Gálvez Montalvo en la puente de Sicilia acaeció en una catástrofe del año 1591, de que nos da razón Fray Diego de Haedo en la dedicatoria de su Topografía de Argel: «Era virrey de Sicilia el señor don Diego Enríquez-de Guzmán, conde de Alba de Liste, el cual, habiendo salido de Palermo a visitar aquel reino, a la vuelta, como venía en galeras, hizo la ciudad un puente [p. 332] desde tierra que se alargaba a la mar más de cien pies, para que allí abordase la popa de la galera donde venía el señor Virrey, y desembarcase; y como Palermo es la corte del Reino, acudió lo más granado a este recibimiento... y con la mucha gente que cargó, antes que abordase la galera dió el puente a la banda, de manera que cayeron en el mar más de quinientas personas,... donde se anegaron más de treinta hombres.» Uno de ellos pudo ser el poeta alcarreño.

De su ensayo de traducción de la Jerusalem del Tasso no queda otra memoria. Desacertada era la elección del metro, y sólo hubiera conducido a una especie de parodia, como la que hizo luego el Conde de la Roca en su Fernando o Sevilla Restaurada. El amor a los octosílabos nacionales cegó en esta ocasión a Gálvez Montalvo, pero no creo que le sucediese lo mismo al transformar las conceptuosas estancias de las Lágrimas de San Pedro del Tansillo en quintillas dobles castellanas, dándoles una ingenuidad de sentimiento que en su original no tienen, como probará este ejemplo:

 
       Madres, que los muy queridos
       Hijos os vistes quitar,
       De vuestros pechos asidos.
       Como se suelen robar
       Los pájaros de los nidos,
       Y de la mano homicida
       Su pura sangre quedó
       Por los miembros esparcida,
       No lloréis su muerte, no,
       Dejadme llorar mi vida... [1]
        

Compuso también un Libro de la Pasión, del cual sólo tenemos noticia por este soneto de López Maldonado, inserto en su Cancionero (pág. 188):

             [p. 333] Si como la largueza, sin medida,
       Te ha bañado la lengua en fuego ardiente
       Con su licor, para que tiernamente
       Puedas cantar su muerte y nuestra vida,
            Ansí tu alma, de su amor herida,
       Sabe buscar la saludable fuente,
       Que trayendo del cielo su corriente,
       Vuelve al lugar de donde fué salida,
            Y siguiendo tras ellas su camino
       Que guía a las regiones soberanas,
       Haces iguales una y otra suerte;
            Ansí como tu cántico divino
       No tiene que temer lenguas humanas,
       Tampoco el alma temerá la muerte.
        

Estas obras piadosas debieron de ser trabajo de sus últimos años, y acaso saludable consuelo en los desengaños de la señora Fílida.

Por los trozos que van citados, habrá podido formarse idea de la alta y excelente prosa y de los fáciles y regalados versos de El Pastor de Fílida, libro muy bien escrito no sólo en el vulgar sentido de la abundancia y pureza de lengua, que conviene a todos los del siglo XVI, sino en el de cierta refinada cultura y propósito artístico, que ni entonces ni en tiempo alguno han sido patrimonio de todo el mundo. Como los demás autores de pastorales, Gálvez Montalvo aparece dominado por el prestigio de Sannazaro, a quien imita muy de cerca en los trozos descriptivos y de aparato, como la visita al mágico Erión, los juegos funerales en el aniversario de Elisa, las pinturas del templo de Pan y del templo de Diana, exornado el primero con la representación de los trabajos de Hércules y el segundo con la de las siete maravillas del mundo. Esta prosa es artificial, pero con artificio discreto, más sobria que la prosa de la Galatea, pero no menos compuesta y aliñada. El paisaje es convencional como en todos estos libros, y las riberas del Tajo pueden ser las de cualquier río, pero hay tal cual descripción que parece tomada del natural. Veamos una, que tiene la ventaja de presentar reunidos en pocas líneas los principales procedimientos del estilo de Montalvo, cuando quiere hacer más periódicas sus frases: «Yendo por el cerrado valle de los fresnos, hacia las fuentes [p. 334] del Obrego, como dos millas de allí, acabado el valle, entre dos antiguos allozares, mana una fuente abundantísima, y a poco trecho se deja bajar por la aspereza de unos riscos, de caída extraña, donde, por tortuosas sendas, fácilmente puede irse tras el agua, la cual en el camino va cogiendo otras cuarenta fuentes perenales, que juntas, con extraño ruido, van por entre aquellas peñas quebrantándose, y llegando a topar el otro risco soberbias le pretenden contrastar, mas viéndose detenidas, llenas de blanca espuma, tuercen por aquella hondura cavernosa, como a buscar el centro de la tierra. A pocos pasos, en lo más estrecho, está una puente natural, por donde las aguas pasando, casi corridas de verse así oprimir, hacen doblado estruendo, y al fin de la puente hay una angosta senda, que dando vuelta a la parte del risco, en aquella soledad, descubre al mediodía un verde pradecillo, de muchas fuentes, pero de pocas plantas, y entre ellas, de viva piedra cavada, está la cueva del mago Erión, albergue ancho y obrado con suma curiosidad» (pág. 296).

Gálvez Montalvo no abusa del estilo periódico, que a la larga hubiera sido intolerable. Le alterna con cláusulas de moderada extensión, tan limpia y gallardamente construidas como ésta. «Traía (el pastor Livio) un sayo de diferentes colores gironado, mas todo era de pieles finísimas de bestias y reses, unas de menuda lana y otras de delicado pelo, por cuyas mangas abiertas y golpeadas salían los brazos cubiertos de blanco cendal, con zarafuelles del mismo lienzo, que hasta la rodilla le llegaban, donde se prendia la calza, de sutil estambre» (pág. 316). Y acierta a veces a cerrar sus frases de un modo feliz por lo inesperado: «Es Andria de clara generación y caudalosos pastores, de hermosura sin igual, de habilidad rarísima, moza de diez y ocho años y de más ligero corazón que la hoja al viento » (pág. 130).

Entre otras curiosidades de vario género contiene El Pastor de Fílida un Canto de Erión en octavas reales, donde están nominalmente celebradas todas las damas de la corte (comenzando por las princesas), a imitación de lo que había hecho Montemayor en el Canto de Orfeo; y una larga égloga representable, en cuyos primeros tercetos se describe la vida rústica con ciertos ragos de poesía [p. 335] realista, bastante alejados de la manera cortesana que en el libro predomina. Pero generalmente en los versos endecasílabos Gálvez Montalvo es desigual, áspero a veces y premioso, [1] y no porque dejase de estar curtido en la técnica, puesto que ensayó todos los artificios rítmicos, sin olvidar por supuesto los consonantes interiores [2] y los esdrújulos, [3] que parecían ya cosa obligada en toda imitación de Sannazaro.

Su verdadera superioridad está en los versos cortos, en las redondillas y en las glosas, en que aventajó a Montemayor y rivalizó con Gregorio Silvestre. La Canción de Nerea no entra en cuenta, como cosa divina. Y hay que dejar también aparte las obras de Castillejo, el primero de las poetas de esta escuela, no sólo por el donaire y la lozanía, sino por el jugo clásico de sus versos. Nunca los hizo mejores Gálvez Montalvo que cuando siguió más de cerca las huellas de tal maestro, a quien mucho se parecía, en opinión de [p. 336] Lope de Vega. Los cantares de Siralvo y Alfeo, al fin de la tercera parte del Pastor de Fílida, parecen y son un eco del canto ovidiano de Polifemo, traído a nuestra lengua con tan ameno raudal de locución pintoresca por Cristóbal de Castillejo: [1]

                      Siralvo

       
¡Oh! más hermosa a mis ojos
       Que el florido mes de abril;
       Más agradable y gentil
       Que la rosa en los abrojos;
       Más lozana
       Que parra fértil temprana;
       Más clara y resplandeciente
       Que al parecer del Oriente
       La mañana.

                        Alfeo

       ¡Oh! más contraria a mi vida
       Que el pedrisco a las espigas;
       Más que las viejas ortigas
       Intratable y desabrida;
       Más pujante
       Que herida penetrante;
       Más soberbia que el pavón;
       Más dura de corazón
       Que el diamante.
               
[p. 337] Siralvo
       
Más dulce y apetitosa
       Que la manzana primera;
       Más graciosa y placentera
       Que la fuente bulliciosa;
       Más serena
       Que la luna clara y llena;
       Más blanca y más colorada
       Que clavellina esmaltada
       De azucena.
                     Alfeo
       
Más fuerte que envejecida
       Montaña al mar contrapuesta;
       Más fiera que en la floresta
       La brava osa herida;
       Más exenta
       Que fortuna; más, violenta
       Que rayo del cielo airado;
       Más sorda que el mar turbado
       Con tormenta
                    Siralvo
        
Más alegre sobre grave
       Que sol tras la tempestad,
       Y de mayor suavidad
       Que el viento fresco y suave;
       Más que goma,
       Tierna y blanca, cuando asoma;
       Más vigilante y artera
       Que la grulla, y más sincera
       Que paloma.
                          Alfeo
       Más fugaz que la corriente
       Entre la menuda hierba;
       Y más veloz que la cierva
       Que los cazadores siente;
       Más helada
       Que la nieve soterrada
       En los senos de la tierra;
       Más áspera que la sierra
       No labrada.
                         Siralvo
       Fílida, tu gran beldad,
       Porque agraviada no quede,
       Ser comparada no puede,
       Sino sola a tu beldad;
       Ser tan buena,
       Por ley y razón se ordena,
       Y en razón y ley no siento
       Quien tenga merecimiento
       De tu pena.
                                     Alfeo
       Andria, contra mí se esmalta
       Cuanta virtud hay en ti,
       Donde sólo para mí
       Lo que sobra es lo que falta,
       Y porfías:
       Si te sigo, te desvías;
       Persíguesme, si me guardo,
       Y cuanto yo más me ardo,
       Más te enfrías.

¡Lástima que esta dicción poética tan deliciosa y llana no sea la habitual en Montalvo! Casi todas sus coplas, excelentes por la factura, pecan más o menos de conceptismo. Su ingenio era naturalmente conceptuoso, si vale la expresión; es decir, refinado y sutil, galante y amanerado La vida de palacio acabaría de desarrollar en él esta propensión, no contrariada por severos estudios clásicos, pues no parece haberlos tenido. A lo menos, son raras en él las imitaciones de los poetas antiguos, excepto algunas de [p. 338] Virgilio, que he notado principalmente en la égloga de Silvano y Batto. [1] No quiso agradar a los doctos, sino a las damas, que no podían menos de mostrarse agradecidas a tan gentiles requiebros:


             Vuestras mejillas sembradas
       De las insignias del día,
       Florestas son de alegría
       De la eterna trasladadas,
       Donde no por las heladas,
       No por las muchas calores,
       Faltan de contino flores
       Divinamente mezcladas...
       .........................................
            En mi pensamiento crecen
       Mis esperanzas y viven,
       En el alma se conciben
       Y en ella misma fenecen...
            En noble parte nacidas,
       En noble parte criadas,
       Nobles van, aunque perdidas,
       Noblemente comenzadas
       Y en nobleza concluídas;
       Al pensamiento obedecen,
       Y en su prisión resplandecen,
       Y su natural guardaron,
       Que en el alma comenzaron
       Y en ella misma fenecen...
       ..............................
            Sólo aquel proverbio quiero
       Por consuelo en mi quebranto,
       Pues en tan contino llanto
       Le hallo tan verdadero:
       Las abejuelas, de flor
       Jamás tuvieron hartura,
       Ni el ganado de verdura,
       Ni de lágrimas amor

No es Gálvez Montalvo poeta natural, sino candorosamente afectado, pero aun en la afectación misma conserva un buen gusto, o si se quiere un buen tono, digno de la grande época en que floreció, y que llegó a ser muy raro en los conceptistas del siglo XVII, a medida que la decadencia literaria avanzaba. Hay exceso de  [p. 339] agudeza en los versos del Pastor de Fílida, pero gracias a ella se realza el argumento, tan insípido de suyo.

Por su primorosa habilidad en los versos de arte menor fué principalmente celebrado Gálvez Montalvo en su tiempo. Por ellos principalmente le alaba Lope de Vega en el Laurel de Apolo:

 
       Las coplas castellanas...
       Son de naturaleza tan süave,
       Que exceden en dulzura al verso grave;
       En quien, con descansado entendimiento,
       Se goza el pensamiento,
       Y llegan al oído Juntos los consonantes y el sentido,
       Haciendo en su elección claros efectos,
       Sin que se dificulten los concetos:
       Así Montemayor las escribía,
       Así Galvez Montalvo dulcemente,
       Asi Liñán...................................
        

No era Gálvez Montalvo exclusivo en sus preferencias como Castillejo. Promiscuaba como Gregorio Silvestre, y hemos visto que compuso muchos versos al modo italiano. Pero en la teoría era más resuelto que en la práctica, según parece por las digresiones críticas sembradas en el Pastor de Fílida: «¿qué poesía o ficción puede llegar a una copla de la Propaladia, de Alecio y Fileno, de las Audiencias de Amor, del brevecillo Inventario, que todos son verdaderamente ingenios de mucha estima y los demás, ni ellos se entienden ni quien se la da?» (p. 154).

Además de estos elogios a Torres Naharro, a Castillejo, a Silvestre y a Antonio de Villegas, seguidos de una honorífica alusión al cordobés Juan Rufo y al jurado de Toledo Juan de Quirós, [1] se introduce en el sexto libro o parte de la novela una discusión en verso y prosa entre dos poetas representantes de las dos [p. 340] escuelas. Silvano, es decir, Gregorio Silvestre, el organista de Granada, «el que tuvo en Iliberia el imperio del apacible verso castellano», como dice Luis Barahona de Soto, es el que hace la apología del metro popular, y nadie más abonado para tal defensa. Su antagonista es un pedante llamado Batto, que entre otros cargos, dice a Silvestre:

 
       Y no hurtáis, Silvano, del Latino,
       Del Griego, del Francés o del Romano.
        

No me atrevo a determinar quién sea este poeta italianizado: acaso Jerónimo de Lomas Cantoral, el que con más desdén habló de todos los versos que antes de él se habían compuesto en España, excepto los de Garcilaso. [1] La sentencia arbitral de Siralvo deja iguales a los dos contendientes, sin duda por cortesía; pero no era este el final pensamiento del autor, puesto que la disputa prosigue, aunque menos encarnizada, «recitando versos propios y agenos, Batto loando el italiano, Silvano el español, y cuando Batto decía un soneto lleno de Musas, Silvano una glosa llena de amores; y no quitándole su virtud el endecasílabo, todos allí se inclinaron al castellano, porque puesto caso que la autoridad de un soneto es grande y digna de toda la estimación que le puede dar el más apasionado, el artificio y gracia de una copla, hecha de igual ingenio, los mismos toscanos la alaban sumamente, y no se entienda que les falta gravedad a nuestras rimas, si la tiene el que las hace, porque siempre, o por la mayor parte, las coplas se parecen a su dueño. Y allí dijo Mendino algunas de su quinto [p. 341] abuelo, el gran pastor de Santillana, que pudieran frisar con las de Titiro y Sincero. ¿Y quién duda (dijo Siralvo) que lo uno o lo otro pueda ser malo o bueno? Yo sé decir que igualmente me tienen inclinado; pero conozco que a nuestra lengua le está mejor el propio, allende de que las leyes del ageno las veo muy mal guardadas: cuando suena el agudo, que atormenta como instrumento destemplado; cuando se reiteran los consonantes, que es como dar otavas en las músicas; la ortografía, el remate de las canciones, pocos son los que lo guardan. ¿Pues un soneto, que entra en mil epítetos, y sale sin conceto ninguno; y tiénese por esencia que sea escuro, y toque fábula, y andarse ha un poeta desvanecido para hurtar un amanecimiento o traspuesta del sol del latino o del griego; que aunque el imitar es bueno, el hurtar nadie lo apruebe, qué en fin cuesta poco? ¿Pues qué, tras un vocablo exquisito o nuevo? Al gusto de decirle, le encajarán donde nunca venga, y de aquí viene que muchos buenos modos de decir, por tiempo se dejan de los discretos, estragados de los necios, hasta desterrallos, con enfado de su prolija repetición. Hora yo quiero deciros un soneto mio, a propósito de que he de seguir siempre la llaneza, que aunque alguna vez me salgo della, por cumplir con todos, no me descuido mucho fuera de mi estilo».

El soneto vale poco; sólo merecen citarse los tercetos:

 
       Si Domenga me miente o me desmiente,
       ¿Qué me harán los faunos y silvanos,
       O el curso del arroyo cristalino?
       Todos son nombres flacos y livianos;
       Que a juïcio de sabia y cuerda gente,
       Lo fino es «pan por pan, vino por vino».
        

«A todos agradó el soneto de Siralvo, pero Batto, que era de contraria opinión, dijo otros suyos, haciéndose en alguno Roca cotrapuesta al mar, y en alguno Nave combatida de sus bravas ondas, y aun en alguno vencedor de leones y pastor de innumerables ganados. En estas impertinencias se pasó la mayor parte de la noche, y cayendo el sueño, Batto y Siralvo cortésmente se despidieron.»

[p. 342] Esta curiosa página de crítica literaria acrecienta el interés del Pastor de Fílida, en el cual me he detenido tanto porque creo que su mérito excede a la reputación que tiene. Un hombre de ingenio saca partido hasta del género más falso, y este fué el caso de Gil Polo, de Gálvez Montalvo, de Bernardo de Balbuena, cuyos libros merecen vivir, no por ser de pastores, sino a pesar de serlo.

No fueron éstas todas las novelas bucólicas publicadas antes de la aparición del Quijote, pero sí todas las que precedieron a la Galatea, límite que debemos poner en el presente estudio, reservando para la continuación de él las que con estéril abundancia siguieron escribiéndose durante más de un tercio de siglo, no sin que tuvieran en tiempos muy posteriores alguna imitación rezagada. Tal persistencia en el cultivo de una forma novelística que es la insulsez misma no debe admirarnos, porque la mayor parte de esas llamadas novelas son realmente centones de versos líricos, buenos o malos, y bajo tal aspecto deben ser juzgadas. La fábula era lo de menos, tanto para el autor como para los lectores, a no ser que encerrasen alusiones contemporáneas o confesiones autobiográficas, caso también frecuente en esta clase de obras, que apenas podían tener otro interés, fuera de las galas del lenguaje.

Cervantes, que con la cándida modestia propia del genio siguió todos los rumbos de la literatura de su tiempo, antes y después de haber encontrado el suyo sin buscarle, cultivó la novela pastoril, como cultivó la novela sentimental, y la novela bizantina de peregrinaciones, naufragios y reconocimientos. Obras de buena fe todas, en que su ingénito realismo lucha con el prestigio de la tradición literaria, sin conseguir romper el círculo de hierro que le aprisiona. No sólo compuso la Galatea en sus años juveniles, sino que toda la vida estuvo prometiendo su continuación y todavía se acordaba de ella en su lecho de muerte. Aun en el mismo Quijote hay episodios enteramente bucólicos, como el de Marcela y Crisóstomo. No era todo tributo pagado al gusto reinante. La psicología del artista es muy compleja, y no hay fórmula que nos dé íntegro su secreto. Yo creo que algo faltaría en la apreciación de la obra de Cervantes si no reconociésemos que en su espíritu [p. 343] alentaba una aspiración romántica nunca satisfecha, que después de haberse derramado con heroico empuje por el campo de la acción, se convirtió en actividad estética, en energía creadora, y buscó en el mundo de los idilios y de los viajes fantásticos lo que no encontraba en la realidad, escudriñada por él con tan penetrantes ojos. Tal sentido tiene a mi ver el bucolismo suyo, como el de otros grandes ingenios del Renacimiento.

La posición de Cervantes respecto de la novela pastoril es punto por punto la misma en que aparece respecto de los libros de caballerías. En el fondo los ama, aunque le parezcan inferiores al ideal que los engendró, y por lo mismo tampoco le satisfacen las pastorales, comenzando por la de Montemayor y terminando por la suya. Si salva a Gil Polo y a Gálvez Montalvo es sin duda por méritos poéticos. Nadie ha visto con tan serena crítica como Cervantes los vicios radicales de estas églogas, nadie los satirizó con tan picante donaire. Juntos estaban los libros de caballerías y los pastoriles en la biblioteca de don Quijote, y cuando se inclina el cura a mayor indulgencia con ellos por ser «libros de entretenimiento sin perjuicio de tercero», replica agudamente la sobrina:«Ay, señor, bien los puede vuestra merced mandar quemar como a los demás; porque no sería mucho que habiendo sanado mi señor tío de la enfermedad caballeresca, leyendo éstos se le antojase de hacerse pastor y andarse por bosques y prados cantando y tañendo, y lo que sería peor, hacerse poeta, que segun dicen es enfermedad incurable y pegadiza.»

Esta profecía se cumple puntualmente en la segunda parte, y la evolución de la locura del héroe comienza a prepararse desde su encuentro con las hermosas doncellas y nobles mancebos que habían formado una nueva y contrahecha Arcadia vistiéndose de zagalas y pastores para representar una égloga de Garcilaso y otra de Camoens en su propia lengua portuguesa (cap. 58). Aquel germen, depositado en la mente del caballero y avivado por el recuerdo de sus lecturas antiguas, fructifica después de su vencimiento en la playa de Barcelona, y le inspira la resolución de hacerse pastor y seguir la vida del campo durante el año en que había prometido tener ociosas las armas. Las elegantísimas [p. 344] razones con que anuncia a Sancho su resolución son ya una donosa parodia del estilo cadencioso y redundante de estos libros. «Yo compraré algunas ovejas, y todas las demás cosas que al pastoral ejercicio son necesarias, y llamándome yo el pastor Quijotiz y tú el pastor Pancino, nos andaremos por los montes, por las selvas y por los prados, cantando aquí, endechando allí, bebiendo de los líquidos cristales de las fuentes, o ya de los limpios arroyuelos o de los caudalosos rios. Daránnos con abundantísima mano de su dulcísimo fruto las encinas, asiento los troncos de los durísimos alcornoques, sombra los sauces, olor las rosas, alfombras de mil colores matizadas los extendidos prados, aliento el aire claro y puro, luz la luna y las estrellas, a pesar de la oscuridad de la noche; Apolo versos, el amor conceptos, con que podremos hacernos eternos y famosos, no sólo en los presentes sino en los venideros siglos.»

Todo el mundo recuerda lo que de esta poética ocurrencia de don Quijote dijeron Sancho y el cura y Sansón Carrasco, última nota irónica que suena en el gran libro antes de la nota trágica y sublime de la muerte del héroe. Pero no puedo omitir, como obligado remate de este capítulo, la crítica mucho más punzante y desapiadada que de aquel falso ideal poético hizo Cervantes por boca de Berganza, uno de los dos sabios canes del hospital de la Resurrección de Valladolid, el cual, conociendo por propia y dura experiencia la vida de perro de pastor, hallaba gran distancia de la realidad a la ficción: «Entre otras cosas, consideraba que no debía de ser verdad lo que había oído contar de la vida de los pastores, a lo menos de aquellos que la dama de mi amo leía en unos libros, cuando yo iba a su casa, que todos trataban de pastores y pastoras, diciendo que se les pasaba toda la vida cantando y tañendo con gaitas, zampoñas, rabeles y chirombelas y con otros instrumentos extraordinarios. Deteníame a oírla leer, y leía cómo el pastor de Anfriso [1] cantaba extremada y divinamente, alabando a la sin par Belisarda, sin haber en todos los montes de Arcadia árbol en cuyo tronco no se hubiese sentado a cantar, desde que [p. 345] salía el sol en los brazos del Aurora hasta que se ponía en los de Tetis, y aun después de haber tendido la negra noche por la faz de la tierra sus negras y escuras alas, él no cesaba de sus bien cantadas y mejor lloradas quejas. No se le quedaba entre renglones el pastor Elicio, [1] más enamorado que atrevido, de quien decía que, sin atender a sus amores ni a su ganado, se entraba en los cuidados agenos. Decía también que el gran pastor de Fílida, único pintor de un retrato, [2] había sido más confiado que dichoso. De los desmayos de Sireno y arrepentimientos de Diana decía que daba gracias a Dios y a la sabia Felicia, que con su agua encantada deshizo aquella máquina de enredos y aclaró aquel laberinto de dificultades. [3] Acordábame de otros muchos libros que de este jaez le había oído leer, pero no eran dignos de traerlos a la memoria... Digo que todos los pensamientos que he dicho, y muchos más, me causaron ver los diferentes tratos y ejercicios que mis pastores y todos los demás de aquella marina tenían de aquellos que había oído leer que tenían los pastores de los libros, porque si los míos cantaban, no eran canciones acordadas y bien compuestas, sino un «Cata el lobo do va Juanica» y otras cosas semejantes, y esto no al son de chirumbelas, rabeles o gaitas, sino al que hacía el dar un cayado con otro, o al de algunas tejuelas puestas entre los dedos, y no con voces delicadas, sonoras y admirables, sino con voces roncas, que solas o juntas parecía, no que cantaban, sino que gritaban o gruñían. Lo más del día se les pasaba espulgándose o remendando sus abarcas, ni entre ellos se nombraban Amarilis, Fílidas, Galateas y Dianas, ni había Lisardos, Lauros, Jacintos ni Riselos; todos eran Antones, Domingos, Pablos o Llorentes, por donde vine a entender lo que pienso que deben de creer todos, que todos aquellos libros son cosas soñadas y bien escritas, para entretenimiento de los ociosos, y no verdad alguna; que a serlo, entre mis pastores hubiera alguna reliquia de aquella felicísima vida, y de aquellos [p. 346] amenos prados, espaciosas selvas, sagrados montes, hermosos jardines, arroyos claros y cristalinas fuentes; y de aquellos tan honestos cuanto bien declarados requiebros, y de aquel desmayarse aquí el pastor, allí la pastora; acullá resonar la zampoña del uno, acá el caramillo del otro.»

Notas

[p. 187]. [1] . De la poesía pastoril antes de los poetas bucólicos, trató Emilio Egger con su habitual elegancia y doctrina en una memoria leída en la Academia de Inscripciones y Bellas Letras en 1859. (Mélanges de littérature ancienne, p. 343.)

[p. 191]. [1] . Página 408.

[p. 191]. [2] . Véase especialmente el doctísimo libro de Alfredo Jeanroy, insigne profesor de la Universidad de Tolosa, Les Origines de la Poésie Lyrique en France au Moyen Age. París, 1904.

[p. 191]. [3] . Es el punto de vista de Federico Díez en su estudio Ueber die erste portugiesische Kunst und Hoppoessie, Berlín, 1863, p. 98,

[p. 192]. [1] . Página 335.

[p. 198]. [1] . En su obra Virgilio nel Medio Evo (Liorna, 1872), una de las más sabias y bellas que ha producido la erudición contemporánea.

[p. 198]. [2] . Opere Minori di Dante  Alighieri (Florencia, ed. Barbèra, 1873), páginas 409-437.

[p. 198]. [3] . Francisci Petrarchae poemata minora (Milán, 1829-34), ed. Dom. Rosetti, tomo I.

[p. 199]. [1] . Sus églogas son rarísimas; sólo se hallan en las antiguas colecciones de poetas bucólicos, por ejemplo, en la de Basilea, por Juan Oporino, 1546: « Bucolicorum auctores XXXVIII, quotquot videlicet à Virgilii aetate ad nostra usque tempora, eo poematis genere usos sedulô inquirentes nancisci in praesentia licuit. Farrago quidem eglogarum CLVI, mirâ cum elegantiâ tum varietate referta nuncque primum in studiosorum juvenum gratiam atque usum collecta » (p. 598 y SS.). En el Giornale Storico della letteratura italiana, t. VII, página 94 y ss., hay un notable estudio de B. Zumbini sobre las églogas de Boccaccio.

[p. 199]. [2] . El Ninfale Fiesolano debe leerse en la edición de F. Torraca (Poematti mitologici de secolo XIV, XV e XVI, Liorna, 1888). Vid. el estudio de Zumbini, Una storia d' amore e morte, en la Nuova Antología (marzo de 1884) El Ameto está en el tomo XV de las Opere Volgari de Boccaccio, publicadas por Moutier, Florencia, 1827. Hay también una edición popular del editor milanés Sonzogno (Opere Minori, 1879).

[p. 199]. [3] . La primera edición del texto griego es de Florencia, 1598. Hasta 1601 no se imprimió la paráfrasis latina de Lorenzo Gámbara. Las traducciones vulgares habían madrugado mucho más. La de Amyot es de 1559. Aníbal Caro había emprendido la suya en 1538, pero sabido es que no fué impresa hasta 1786, en bellísima edición bodoniana.

 

[p. 200]. [1] . También hay mezcla de prosa y verso en el poemita francés (chante, fable) de Aucassin et Nicolette, pero no parece probado que Boccaccio lo conociese.

[p. 201]. [1] . Discorsi Letterarii e Storici di Giosuè Carducci (Bolonia, 1889), página 275.

[p. 201]. [2] . Vid. Gaspary, Storia della letteratura italiana, traducida por Rossi (año 1891), tomo II, pág. 15 y ss.

[p. 204]. [1] . Estaba todavía en la casa ducal de Osuna cuando Amador de los Ríos publicó en 1852 las Obras del Marqués de Santillana (vid. pág. 596, col. 2.ª), pero desgraciadamente había desaparecido, con otros códices no menos preciosos, cuando el Estado adquirió aquella colección.

[p. 204]. [2] . « Questa Ninfa segue le cacce, ed io il quale cresciuto nelle selve, sempre con 1' arco e con le mie saette ho seguite le salvatiche fiere, nè alcuno fu, che meglio di me ne ferisse, a me niuna paura è d' aspettare con li aguti spiedi gli spumanti cinghiali, e i miei cani non dubitano assalire i fulvi leoni... Queste cose tutte a' suoi servigi disporrò ed oltre a ciò me medesimo. Io fortissimo le portero per gli alti boschi 1' arco, la faretra, e le reti, e di quelli scenderò sopra i miei omeri la molta preda posando... Io le mostrerò gli animali, ed insegnerole le loro caverne. Io le apparecchierò le frigide onde, presto a lunque ora; e le ghirlande della fronzuta quercia ritenenti al bellissimo viso l'accesse luci di Febo, leverò dagli alti rami, porgendole ad essa... » (Boccaccio).

 
       O la ligera garza levantando
       Mire al alcón veloce y atrevido,
       O espere al jabalí cerdoso y fiero...
          Si contigo viviera, ninfa mía,
       En esta selva, tu sutil cabello
       Adornara de rosas, y cogiera
       Las frutas varias en el nuevo día,
       Las blancas plumas del gallardo cuello
       De la garza ofreciendo, y te trajera
       De la silvestre fiera
       Los despojos, contigo recostado;
       Y en la sombra cantando tu belleza,
       Y en la verde corteza
       De tu frondosa encina mi cuidado
       Extendiendo, conmigo lo leyeras,
       Y sobre mí las flores esparcieras...
          Iremos a la fuente, al dulce frío,
       Y en blando sueño puestos, al ruido,
       Del murmurio esparcido
       Del agua, tú en mis brazos, amor mío,
       Y yo en los tuyos blancos y hermosos,
       A los faunos haría invidiosos.

                                               (Herrera.)
        

[p. 206]. [1] . Estos comentarios están reunidos en la edición de los hermanos Volpi, que ha sido la mejor de la Arcadia hasta nuestros días, y todavía puede consultarse con utilidad.

Le Opere Volgari di M. Jacopo Sannazaro, cavaliere Napoletano; cioe l' Arcadia, alla sua vera lezione restituita, colle Annotazioni del Porcachi, del Sansovino e del Massarengo... In Padova 1723 presso Giuseppe Comino.

 

[p. 207]. [1] . La Materia dell' Arcada del Sannazaro, studio di Francesco Torraca. Città di Castello, 1888.

—Arcadia di Jacobo Sannazaro secondo i manuscriti e le prime stampe. con note ed introduzione di Michele Scherillo. Torino, ed. Loescher. 1888 Edición crítica digna del mayor elogio.

[p. 209]. [1] . Especialmente por Vittorio Imbriani, que con sólo este episodio quería contrabalancear la dura sentencia de Manzoni sobre la Arcadia: »Pare impossibile che un uomo come il Sannazaro, dotto, pieno d'ingegno, abbia potuto scrivere un libro come l' Arcadia, che si puó dire, è una scioccheria: non è nulla.»

V. Imbriani, Una opinione del Manzoni memorata e contradetta (Nápoles, 1878)

[p. 211]. [1] . Estas imitaciones han sido notadas por Miguel Scherillo en el prólogo de su edición de la Arcadia (págs. CCIII-CCLX), y por Fitz-Maurice Kelly en el interesante estudio que precede a la traducción inglesa de la Galatea hecha por H. Oelsner y A. B. Welford (The complete works of Miguel de Cervantes Saavedra, t. II, 1893, pp. XXIX y XXX).

Sobre otras imitaciones puede consultarse el estudio de F. Torraca, Gl' imitatori di Jacopo Sannazaro, ricerche (Roma, Loescher, 1882), pero en la parte española puede ampliarse mucho, como lo iremos haciendo en el curso de estas investigaciones.

2. Le fonti dell' Orlando furioso, p. 529.

[p. 212]. [1] . De esta oriundez española se preciaba el mismo Sannazaro, acaso por lisonjear a la casa de Aragón, de la cual fué acérrimo partidario. En la primera edición de la Arcadia (1502) no la afirma resueltamente: « Non so se de la estrema Hyspagnia, o vero (quel che più credo) se da la Cisalpina Gallia prende (lo avolo del mio padre) origine .» Pero en la definitiva, de 1504 da por cierto el origen español, aunque más remoto: «E lo avolo del mio padre, dalla Cisalpina Gallia, benchè, se a' principii si riguarda, dulla estrema Ispagnia predendo origine. »

Existe en Nápoles una noble familia del apellido Salazar pero éstos descienden del Regente Alfonso Salazar, que era cordobés y pasó a Nápoles con cargo de auditor de la provincia de Calabria en 1554. (Vid. I. Salazar, Storia della famiglia Salazar, Bari, 1904; Extracto del Giornale Araldico.)

 

[p. 214]. [1] . Arcadia de Jacobo Sannacaro, getil hombre Napolitano: traducida nueuamente en nuestra Castellana lengua Hespañola en prosa y metro como ella estaua en su primera lengua Toscana (Colofón): Fue impressa la presente obra en la imperial cibdad de Toledo en casa de Juan de Ayala. Acabose a veynte dias del mes de Otubre. Año de mil y quinientos y quarenta y siete. 4.°, let. gót. sin foliatura.

—Toledo, por Juan de Ayala, 1549. Es reimpresión a plana y renglón de la anterior, y puede a primera vista confundirse con ella.

—Salamanca, por Simón de Portonariis, 1578, 8.°

[p. 215]. [1] . Ambas traducciones están descritas con los números 3.900 y 4.120 en el Ensayo de Gallardo. Son manuscritos originales uno y otro, y se conservan hoy en la Biblioteca Nacional. La Arcadia de Urrea va al fin de su poema El Victorioso Carlos V, rubricado en todas sus hojas para la impresión y precedido de una aprobación de don Alonso de Ercilla. El códice autógrafo de Juan Sedeño, procede de la Biblioteca de Böhl de Faber. Por una mala disposición tipográfica, que no remedié a tiempo, aparecen englobadas en el artículo de Sedeño las obras de este autor y la traducción de la Jerusalem del Tasso, publicada en 1587 por otro del mismo nombre y apellido.

Urrea había compuesto una novela pastoril original, con el título de La famosa Épila, La menciona el cronista Ustarroz, añadiendo que el manuscrito se conservaba en el palacio de Belveder. Hoy ignoramos el paradero de este libro, que Ustarroz califica de inútil, probablemente con razón.

[p. 217]. [1] . Obras de Garcilasso de la Vega, con anotaciones de Fernando de Herrera. En Sevilla, por Alonso de la Barrera. Año de 1580. Página 407 (507 por error de foliatura).

[p. 217]. [2] . Segunda Comedia de Celestina, por Feliciano de Silva (tomo IX de la Colección de libros españoles raros y curiosos. Madrid, 1874), pp. 390-398.

[p. 219]. [1] . Sus obras fueron impresas con la novela de Bernaldim Ribeiro en Ferrara, 1554. La principal es una égloga de más de 900 versos, conocida con el nombre de Trovas de Chrisfal, en que el poeta cuenta sus amores con doña María Brandam. Teófilo Braga publicó una reimpresión de estos versos. Obras de Christovam Falcao contendo a Ecloga de Crisfal, a Carta, Esparsas e Sextinas; ed. critica reproducida da ediçao de Colonia, de 1559. Porto, 1871 .

Del Chrisfal existe en la Biblioteca Nacional de Lisboa una edición en pliego suelto gótico, que parece anterior a la de Ferrara.

[p. 220]. [1] . Noites de insomnio, núm. 19, pp. 29-36.

[p. 220]. [2] . Son también personas distintas de nuestro poeta, aunque acaso no lo sean todas entre sí, un Bernaldim Ribeiro, que fué nombrado escribano de cámara de Don Juan III en 1524; otro que era escribano en Barcellos en 1586, y otro que aparece como procurador de número en Obidos y contador de un hospital en Caldas da Rainha por los años de 1594 (Vid. el prólogo del señor Pesanha a su edición de Menina e Moça, pp. CLXXIII y CLXXIV). Creo que en ninguna parte abundan los homónimos tanto como en Portugal. En cuanto al Bernardino de Ribera, maestro de capilla de Toledo, que T. Braga quiso identificar con el poeta, Barbieri demostró que era natural de Játiva.

[p. 222]. [1] . Poesías de Francisco de Sá de Miranda. Ediçao feita sobre cinco manuscriptos ineditos e todas as ediçoes impressas. Acompanhada de un estudio sobre o poeta, variantes, notas, glossario e un retrato por Carolina Michaëlis de Vasconcellos. Halle, Max Niemeyer, 1885. Vid. sobre B. Ribeiro, páginas 767-771

Edición admirable, magistral, la mejor que tenemos hasta ahora de ningún lírico español del siglo XVI.

[p. 223]. [1] . Bernaldim Ribeiro, Menina e Moça... (Saudades). Ediçao dirigida e prefaciada por D. José Pesanha. Porto. E. Chardron, ed. 1891.

[p. 228]. [1] . Hilas continúan llamándose estas tertulias de aldea en la montaña de Santander, filandones en Asturias. Admirablemente las describe Pereda en su cuadro Al amor de los tizones.

[p. 228]. [2] . Restituyo a la palabra soledad un sentido que nunca debió perder, y que es tan nuestro como la suadade portuguesa.

[p. 235]. [1] . Para esta segunda parte, no incluida en la edición del señor Pesanha, me he valido de las dos siguientes, que son imperfectísimas:

—Menina e Moça ou Saudades de Bernardim Ribeyro... Lisboa, na off. de Domingos Gonsalves, 1785.

—Obras de Bernardim Bibeiro. Editor J. da Silva Mendes Leal Junior e F. I. Pinheiro. Lisboa, 1852.

Las primitivas ediciones de esta novela son de la más extraordinaria rareza. No sé que en la Península exista ejemplar alguno de la de Ferrara, que Brunet describe así:

Hystoria de Menina e Moça, por Bernaldim Ribeyro, agora de novo

  estampada e con summa diligencia emendada, e assi alguas églogas suas... Ferrera, 1554

La segunda existe en el Museo Británico de Londres:

—Primeira e seguda parte do livro chamado as Saudades de Bernaldim Ribeiro, con todas suas obras. Trasladado do seu propio original nouamente impresso, 1557. (Colofón): Imprimose estas obras de Bernaldim Ribeiro, na muito e sempre leal cidade de Euora em casa de Andres de Burgos, cavaleyro impressor da casa do Cardeal iffante nosso senhor: aos treinta de Janeiro de MD.LVIII. 8.° gót.

—Historia de Menina e Moca (sic) por Bernaldim Ribeyro, agora de nouo estampada. Vendese a presente obra em Lixboa, en casa de Francisco Grafeo ocabouse de imprimir a 20 de Março de 1559 annos. Esta impresión fué hechá en Colonia por Arnoldo Byrckman. La parte segunda sólo llega hasta el capítulo XVII.

—Lisboa, 1616, por Pedro Craesbeck.

—Lisboa, 1645.

En la Biblioteca de nuestra Academia de la Historia se conserva un manuscrito de Menina e Moça, de letra del siglo XVI, con muchas y curiosas variantes, que ha utilizado en su edición el señor Pesanha. La segunda parte queda truncada en el capitulo XVII, lo mismo que en la edición de Colonia, de la cual, por otra parte, difiere mucho. Esta conformidad mueve a sospechar que los primeros capítulos son todavía de Bernaldim Ribeiro o bien que los continuadores fueron dos.

[p. 238]. [1] . Por los años de 1507 a 1511 ó 12 cursaba derecho en la Universidad de Lisboa un estudiante llamado Bernaldim Ribeiro, cuyo nombre aparece en los libros de matriculas (vid. las notas de la edición del señor Pesanha, páginas 248 a 249). Pero no puede ser nuestro poeta, porque tendría entonces cinco o seis años, si se admite la fecha de su nacimiento generalmente aceptada. Por otra parte, nada en sus escritos revela los hábitos de la profesión juridica, sino más bien los de la vida galante y cortesana.

[p. 239]. [1] . Europa Portuguesa. Segunda Edición. Tomo II. Lisboa, a costa d' Antonio Craesbeck de Mello. Año 1679. Páginas 549-550.

[p. 240]. [1] . Hállase en el tomo tercero de la colección general de las obras de Almeida Garret y segundo de su Teatro (Lisboa, Imprenta Nacional, 1856).

[p. 241]. [1] . En el periódico O Panorama (Lisboa, 1839), pp. 276-278.

[p. 242]. [1] . Hállase desarrollada tan peregrina tesis en el opúsculo ya citado Da litteratura dos Livros de Cavallerias. Viena, 1872, pp. 118-126.

[p. 242]. [2] . Historia da Poesia Portugueza (Eschola Hispano-Italica. Seculo XVI). Bernardim Ribeiro e os Bucolistas, por Theophilo Braga. Porto, 1872.

[p. 244]. [1] . Su apellido de familia se ignora. De unos versos satíricos de Juan de Alcalá, que citaré más adelante, se infiere que su padre era platero y que se le motejaba de judaizante:

           Y asi tu padre el platero
       Que como fue caballero
       Siguió su caballería,
       Y no supo Teulogia,
       No dijo: saberla quiero.
       ..............................
           Yo no declaro la fe
       Si no lo que della sé,
       Que como viejo me atrevo;
       Pero tú como eres nuevo,
       Ni hablas ni sabes qué.
           Mas sabes bien trabucar
       Lengua morisca en mosaica,
       Traducir e interpretar
       De nuestro comun hablar
       La cristiana en la hebraica...

[p. 244]. [2] . Alúdese aquí a la importante y antigua leyenda del abad Juan de Montemayor, de la cual hemos hablado al tratar de las novelas históricas,

[p. 245]. [1] . Obras de Sá de Miranda, ed. de Carolina Michaëlis, pp. 655-656.

[p. 246]. [1] . Folios 88 y 89 del Cancionero de Montemayor, ed. de Salamanca, año 1579. Hay también una carta en tercetos de un tal Peña, «que enviaron a Montemayor en Flandes» con la respuesta de Montemayor en el mismo metro (fols. 229-235)

[p. 246]. [2] . En un artículo del Archivo Histórico Portugués, 1903.

[p. 246]. [3] . En varias nóminas de la capilla de la infanta doña María, vistas por el señor Sousa Viterbo, figura Jorge de Montemor con sueldo de 40.000 maravedís como cantor.

[p. 246]. [4] . Folio 148 de su Cancionero, ed. de Salamanca, 1579.

[p. 246]. [5] . Quiza a modo de memorial había escrito Montemayor unas coplas de pie quebrado «Al Serenissimo Príncipe de Portugal quando se embio a desposar por poderes con la Serenissima Princesa Doña Juana Infanta de Castilla» (Folios 64-66).

[p. 247]. [1] . Documento citado por el señor Sousa Viterbo con estas señas: «Archivo de la Torre do Tombo, Chancilleria de D. Juan III, donaciones, lib. LXII, fol. 167.»

[p. 247]. [2] . «Montemayor tiene ay a su padre y dessea que el Rey my señor le haga merced de un oficio que pide: suplico a V. alteza sea servida de aiudarle con su alteza para que le haga la merced que oviere lugar, que para my será muy grande la que V. alteza le hiziere en ésta. Nuestro Señor guarde a V. alt. como yo deseo. Besa las manos a V. alt. = la princeza.» Sobrescrito, «Reyna my señora».

Documento citado por el señor Sousa Viterbo.

[p. 248]. [1] . Lusiadas de Luis de Camöens, Principe de los Poetas de España... Comentadas por Manuel de Faria i Sousa... Año 1639. En Madrid, por Juan Sanchez, Impresor, t. II, canto IV, columna 434, nota sobre la octava 102.

[p. 249]. [1] . Tomo II, cap. XII. Citado por don Eustaquio Fernández de Navarrete, en su Bosquejo histórico sobre la novela española.

 

[p. 250]. [1] . Exposicion moral sobre el psalmo LXXXVI del real propheta David, dirigido a la muy alta y muy poderosa señora la infanta doña Maria, por George de monte mayor, cator de la capilla de su alteza.

(Colofón): Esta presente obra fue vista y examinada por el muy reueredo y magnifico señor el vicario general en esta metropoli de Toledo y co su licencia impressa en la uniuersidad de Alcala por Joan de Brocar: primero del mes de Março del año de M. D. XLVIII. 4.° gót. 10 hojas.

Es opúsculo rarísimo, del cual Salvá (vid. núm. 816 de su Catálogo) poseyó un ejemplar impreso en pergamino.

La traducción del salmo está en quintillas, con una exposición en prosa.

[p. 250]. [2] . Folios 122-125 del Cancionero de Montemayor.

Hubo otros versificadores que cantaron o graznaron con motivo de la muerte de Feliciano de Silva, lo cual prueba la gran popularidad del sujeto, En el folio 228 vuelto del Cancionero de Montemayor leemos: «embiaron al Autor diez sonetos a la muerte de Feliciano de Silva, y él los boluio a embiar poniendoles al cabo este soneto».

[p. 251]. [1] . Ya que ésta es la última vez que le menciono en este libro, no quiero omitir la increíble noticia que de una extraña habilidad suya nos refiere don Luis Zapata en su Miscelánea (p. 300).

«Yo vi en mi juventud agora cincuenta años (ª) [ª. Don Luis Zapata escribía entre los años 1582 y 1593.], que por tan extraña

 cosa se me acuerda, que Feliciano de Silva, un caballero de Ciudad Rodrigo, hacía esto. Decíanle: «fulano y fulano combatieron»(que entonces se usaban mucho los desafios y campos), y echaba sus cuentas, y pensando un poco, decía: «venció fulano», y jamás en esto erraba. Y porque se pudiera pensar que diciéndole quién era sabía antes el caso, no le decian más de «Pedro y Juan combatieron», y asi siempre acertaba. Y assí mesmo en los pleitos y en la cátedra: Pedro y Juan pleitearon, ¿por quién se sentenció? decía él: «por fulano». Opusiéronse dos, o tres, o más, a una cátedra; ¿quién la llevó? «fulano». Extraña y nueva habilidad, y si como en lo pasado, se entendiera en lo porvenir, no hubiera cosa de mayor importancia para no pretender nadie con otro, sino lo que pudiera alcançar; mas esto de lo porvenir no es de nuestra harina, como lo avisa el Evangelio Santo, sino de Nuestro Señor, ante quien todo es presente, y tiene todas las cosas debajo de su potestad y en su mano.»

[p. 252]. [1] . Folios 146 vto. y 174 del Cancionero:

 
       Si como Lusitano vas, yo fuese...
       Vandalio, si de estar muy descontento...
        

[p. 252]. [2] . Provas da Historia Genealogica da Casa Real Portugueza (Lisboa, año 1744), III, p. 75. Memoria das pessoas que vieram com a Princeza D. Joana. «Jorje de Montemayor tem por meu apousentador outro tanto (es a saber mil reis de ordenado) e maes lhe hao de dar dez mil reis para ajiuda de custo por alvará meu aparte, que-dando-lhe satisfaçam d'elles os nao aja d'ahi em diente, e he todo o que ha de haver corenta mil reis.»

[p. 253]. [1] . Con otro poeta quinhentista de menos importancia, Pero de Andrade Caminha, tuvo relaciones literarias Jorge de Montemayor, que parece haber vivido con él en Lisboa. Hay una epístola de Caminha a Montemayor y dos juguetes de uno y otro con los mismos consonantes (Poesías de Caminha, publicadas por el Dr. Priebsch, Halle, 1898, p. 391).

[p. 254]. [1] .         Al campo de Mondego nos salgamos.
       Al pie del alto fresno, sobre el rio
       Que los pastores tanto celebramos.
            Iamas te olvidaré, Mondego mio,
       Ni aun olvidarte yo será en mi mano,
       Si no fuere por muerte o desvario...
            Aquella alta arboleda, aquella vida
       Que a su sombra el pastor cansado lleva,
       Y el ave oye cantar de amor herida:
            Aquel ver madurar la fruta nueva,
       Aquel ver cómo está granado el trigo,
       Y el labrador que el lino a empozar lleva:
            Y ver a Gil hablar con Juan su amigo,
       Debaxo de una haya en sus amores
       Para que de sus males sea testigo:
            Y ver Iuana en la fuente coger flores,
       Su soledad contando a Catalina
       Y Catalina a ella sus amores:
            Y ver venir a Ambrosia su vezina
       Cantando «por mi mal te vi, ribera»,
       Deshojando una rosa o clavellina:
            Verla topar a Alonso, y como quiera
       Adereçar la toca y componerse,
       Como si sobre acuerdo lo hiziera,
            Y verla cómo muestra no dolerse
       De su dolor, y el triste estar llorando
       Y ella en secreto lloro deshazerse.
            Pues quién, señor, tal vida está trocando
        Por revoltosa vida cortesana,
       Que con un falso gusto va engañando?
            Pues qué si el pastor pasa la mañana
       Tratando con las Musas sutilmente,
       Y muestra alli su gracia soberana:
            Y con la fresca tarde a la corriente
       El cuévano va a echar con gran cuidado         De yllo a levantar el dia siguiente,
            Y estando de la pesca ya enfadado,
       La cautelosa red arma al conejo
       Que en su cueva se está muy encerrado?
            No puede un hombre alli hazerse viejo,
       Ni hasta que lo sea morir puede,
       Poss para bien vivir tiene aparejo,
       Y aun para bien morir si alli succede.

                    (Fols. III Vt. y 112 del Cancionero.)
       
 

[p. 255]. [1] . Las obras de George Montemayor, repartidas en dos libros y dirigidas a los muy altos y muy poderosos señores don Iua y doña Iuana, Principes de Portugal. En Anvers. En casa de Iuan Stelsio. Año de M.D.LIIII. (Al fin): Fue impreso en Anvers, en casa de Iuan Lacio, 1554. 12.°

Las obras de amores llegan hasta el folio 74, donde empiezan con nuevo frontis las de devoción.

Mr. Archer M. Huntington posee una edición de las Obras de Amores de George de Montemayor, sin lugar de impresión, pero del mismo año 1554. La describe minuciosamente, dando el titulo y primer verso de todas las composiciones, el señor Marqués de Jerez en el Homenaje a Menéndez y Pelayo (Madrid, 1899), tomo II, pp. 639-644.

[p. 255]. [2] . Segundo Cancionero de George de Montemayor. Anvers, en casa de Iuan Lacio, M.D.LVIII. 12.°

En el prólogo dice Montemayor: «Un libro mio se imprimió habrá algunos años con muchos yerros, asi de parte mia como de los impresores, y porque la culpa toda se me ha atribuido a mí, a este segundo libro junté las mejores cosas del primero, las enmendé, y lo mismo se haze con el segundo de los de devoción que ahora se imprime.»

Del Segundo Cancionero Spiritual no creemos que hubiera más edición que la de Amberes, 1558, por Juan Lacio, que hace juego con el tomo de los versos profanos. Ya en el índice expurgatorio de don Fernando de Valdés, que es de 1559, aparecieron prohibidas las Obras de Montemayor en lo que toca a devoción y cosas critianas. Hubieron de ser causa de esta

 prohibición las herejías que por ignorancia vertió su autor. En un tomo de papeles varios de la biblioteca de la Universidad de Leyde, cuya signatura me olvidé de apuntar cuando le vi en 1878, se encuentran unas coplas de Jorge de Motemayor y Juan de Alcalá con este encabezamiento:

«Jorje de Montemayor, criado de la princesa, hizo un cancionero en el qual hizo la passion glosada, dirigida al Principe de Portugal, y en el primer pie de copla dijo un descuido en el qual hizo a Christo Trinidat, y viendo la dicha obra un Juan de Alcalá, calcetero, vezino de la ciudad de Sevilla, muy gentil poeta, acotó aquel descuido, y envió una reprehension al dicho Jorje de Montemayor, que dize ansi.»

La copla de Montemayor era ésta:

 
       Y estando alli el Uno y Trino
       Con su compaña Real,
       Luego en ese instante vino
       El cordero material
       Ante el Cordero Divino.
        

Las coplas de Montemayor y Alcalá están ya impresas en la Miscelánea de don Luis Zapata (tomo XI del Memorial Histórico Español, pp. 279-292), Zapata advierte que esta graciosa emulación se ha de oír como de calumnia, entre dos enemigos, holgando con lo que se dijeron bien y no creyendo lo que uno a otro se motejarom».

El principal tema de los versos de Alcalá es motejar a Montemayor de cristiano nuevo y aun de judaizante:

 
            Pues monte el más singular
       Que ciñe nuestro horizonte,
       Vélate bien en trobar,
       Porque con su leña el monte
       Se suele a veces quemar...
       ..............................
             Metístete en el abismo
       Del bautizar y fue bien,
       Porque confiesas tu mismo
       Ser de Cristo mi bautismo
       Y el tuyo ser de Moisén.
       ..............................
            En tus coplas me mostraste
       Dos verdades muy de plano:
       Que del quemar te quemaste,
       Y que también te afrentaste
       Porque te llamé cristiano.
            El quemar fue mal hablado,
       Que en casa del ahorcado
       No se debe mentar soga;
       Si te llamara Sinoga
       
No te hubieras afrentado.

[p. 257]. [1] . Del Cancionero del excellentissimo Poeta George de Montemayor de nuevo emendado y corregido existen, por lo menos, la edición de Zaragoza por la viuda de Bartolomé de Nájera, 1562; Alcalá, 1563; Salamanca, por Domingo de Portonariis, 1571; Alcalá, por Juan Gracian, 1572; Coimbra, por Juan de Barrera, 1579; Salamanca, por Juan Perier, 1579; Madrid, viuda de Alonso Gómez, 1588.

[p. 257]. [2] . Hizo, por lo menos, dos glosas distintas: de carácter doctrinal, bastante árida y prosaica la una, que está en sus Obras, edición de Amberes, año 1554, y también en un pliego suelto de Valencia, 1576, por Juan Navarro. Ha sido reimpresa por el señor Marqués de Jerez de los Caballeros (Sevilla, imprenta de E. Rasco, 1883), imitando en la tipografía la forma que Gallardo llamaba de los Astetes viejos. Esta glosa es la que empieza:

 
         Despierte el alma que osa
       Estar contino durmiendo...
        

La otra glosa, bellísima por cierto, poética y sentida, es sólo de diez coplas (cada una de las cuales da al imitador materia para cuatro) y forma una nueva lamentación elegíaca sobre la muerte de la princesa de Portugal doña María, hija del rey Don Juan III. Es pieza de singular rareza, que no se halla, según creemos, en ninguna de las ediciones del Cancionero de su autor, y sí sólo en un rarísimo pliego suelto que existe en la Biblioteca Nacional de Lisboa, del cual la transcribe el erudito autor del Catálogo razonado de los autores portugueses que escribieron en castellano (Madrid, 1890), mi inolvidable amigo don Domingo García Peres (pp. 393-403).

No sé si será idéntica a la primera de estas glosas (a la segunda no podría ser) la que apareció hace pocos años en la venta de la librería Merello en Lisboa y que el señor Sousa Viterbo atribuye a Montemayor, aunque en la portada no se expresa:

Glosa sobre la obra que hizo Don George Manrique a la muerte del Maestre de Santiago Dom Rodrigo Manrique su Padre. Las quales se puedem aplicar a estos tiempos presentes. Dirigida a la muy alta y muy esclarecida y Christianissima Princeza Doña Leonor Reyna de Francia. Con otro romance, y su glosa, quando el Emperador Carlo Quinto entró en Francia por la parte de Flandes con gran exercito. En el año de 1548. Con licencia. En Lisboa, por Antonio Alvarez, Año 1663. 4.° 20 fols.

[p. 258]. [1] . Primera parte de las obras del excellentissimo Poëta y Philosopho mossen Ausias March, Cauallero Valenciano, Traducidas de lengua Lemosina en Castellano por Iorge de Montemayor y dirigidas al muy magnifico Señor mossen Simon Ros. 8.° Sin lugar ni año (núm. 771 del Catálogo de Salvá).

Tiene el siguiente prólogo del intérprete, suprimido en las ediciones posteriores:

«Al lector. La segunda parte deste libro dejé de traducir hasta ver cómo contenta la primera, en la cual también dejé algunas estanzas porque el autor habló en ellas con más libertad de lo que ahora se usa. Cinco originales he visto de este poeta y algunos difieren en la letra de ciertas estanzas, por donde la sentencia quedaba confusa en algo; yo me he llegado más al que hizo trasladar el señor don Luis Carroz, baile general desta ciudad, porque según todos lo afirman él lo entendió mejor que ninguno de los de nuestros tiempos. Yo he hecho en la traducción todo cuanto a mi parescer puede sufrirse en traducción de un verso en otro; quien otra cosa le paresciere tome la pluma y calle la lengua, que ahi le queda en qué mostrar su ingenio.»

Fué reimpresa esta traducción en Zaragoza, 1562, por la viuda de Bartolomé de Nájera, y en Madrid, por Francisco Sánchez, 1579. La parte traducida por Montemayor llega sólo hasta el folio 133, en que hay nueva portada: « Siguense tres canticas, es a saber Cantica Moral, Cantica de muerte y Cantica Spiritual. Compuestas por el excellentissimo Poeta Mossen Ausias March, Cauallero Valenciano. Traduzidas por don Baltasar de Romani. »

Hay en la primera edición del Ausias March de Montemayor, tres composiciones de éste, no incluidas en su Cancionero: una Epístola de Sireno a Rosenio, otra de Rosenio a Sireno y unos versos contra el tiempo.

 

[p. 259]. [1] . Revue Hispanique, noviembre de 1895, pp. 304-311.

[p. 260]. [1] . Floresta de varia poesia. Contiene esta Floresta, q componia el doctor Diego Ramirez Pagan, muchas y diuersas obras, morales, spirituales y temporales.

(Colofón): Acabosse de imprimir la presente Floresta de varia poesia,

 vista y examinada en la insigne ciudad de Valencia, en casa d'Joa Nauarro a XIX de Deziembre año 1562.

No tiene foliatura este rarísimo volumen. El soneto copiado está en la primera hoja del pliego. En la t. VI, Carta de Monte Mayor a Ramirez. En la V-II, Respuesta de Ramirez a Jorje de Montemayor.

La epístola de Montemayor, que es larga y notable, falta en su Cancionero.

Ramírez Pagán imitó el Canto de Orfeo de su amigo en un Tropheo de Amor y de Damas, poemita en octava rima, con que termina la Floresta. Las damas que enumera y celebra son valencianas todas.

[p. 262]. [1] . Primera parte de la Clara Diana a lo divino, repartida en siete libros... en Zaragoza, 1599. En la carta dedicatoria. Los versos con que termina el trozo, y que no recuerdo de quién son, están escritos como prosa.

[p. 263]. [1] . Los siete libros de la Diana de Jorje de Motemayor, dirigidos al muy Illustre señor don Joan Castella de Vilanoua, señor de las baronias de Bicorp y Quesa. Impresso en Valencia. 4.° 4 hs. prls. y 112 fols.

Salvá y Ticknor poseyeron esta rarísima edición; hay otro ejemplar en el Museo Británico.

Con esta edición compite en rareza otra, también sin fecha, que tengo entre mis libros, publicada en Italia por el mismo Montemayor:

Diana. Los siete libros de la Diana de Jorge de Montemayor. A la ylustre Señora Barbara Fiesca, Cauallera Vizconde. Con priuilegio que nadie lo puede vender ni imprimir en este estado de Milan sin licencia de su Autor. So la pena contenida en el original.

(Al fin): In Milano per Andrea de Ferrari, nel corso di porta Tosa.

8.° 4 hs. prls. y 188 páginas dobles. Dedicatoria: «A la ylustre señora Barbara Fiesca, Cauallera Vizconde, Iorge de Monte mayor».

«Que sin el favor de V. S. no pueda Diana entrar en Italia, no ai porque espantarme, pues solo él basta para que (aunque sea como es pastora) pueda hablar en presencia de todos los principes della. Y si la del cielo toma el resplandor de Apolo para comunicalle al mundo, bien es que ésta lo tome de V. S. en quien le ai tan grande, que es fuera de toda humana consideracion. Ella salio a luz en España (a ruego de algunas Damas y Caualleros, que yo descaua conplazer) debaxo de protecion agena, y ahora viene a esta prouincia felicisima debaxo del amparo de V. S., que no será menos honrra para el libro que gloria para mí, pues acerté a hazer tan buena elecion. Suplico a V. S. ponga los ojos (primero que en este pequeño servicio) en la voluntad y ánimo con que lo hago. Y pues a dado V. S. tanta onrra a la nacyon Española y tanta autoridad a su lengua vulgar, no se le niege (sic) a la hermosa Diana por auer sido pastora de tanto valor y hermosura que por sola ella merece su libro ser estimado y fauorecido de V. S. Vale».

Soneto de Luca Contile a Giorgio Montemaggiore. Sonetos castellanos de don Geronimo de Texada y Hieronimo Sampere. Sólo el último está en la edición de Valencia; los otros dos fueron escritos para esta edición. El de Texada dice así:

 
       Si al celebrado Tajo ympetuoso,
       Sireno, con tu musa enriqueciste,
       Y tanto al claro Ezla engradeciste
       Como el Toscano al Surga deleitoso;
            No menos al ynsubre llano umbroso
       (A cuyos campos por su bien veniste)
       
De nueva yerua y flores lo vestiste
       Con onrra del Tesin y el Poo famoso.
        
        

 
            A do con dulce canto nos mostraste
       La hermosura y gracia sobre humana,
       D'aquella de que'l mundo dexas lleno;
            Y tanto a ti y a ella sublimaste
       Que no ay a quien mirar si no a Diana,
       No aun ay a quien oyr si no a Sireno.
        

En estas dos ediciones, únicas que conozco hechas en vida de Montemayor, no está la historia del Abencerraje, y el Canto de Orpheo tiene sólo cuarenta y siete octavas.

Hay otra edición de Zaragoza, por Pedro Bernuz, 1560, que no he visto, pero supongo que tendrá el mismo contenido que las primeras.

En 1561 se hicieron cuatro ediciones de la Diana (Barcelona, por Jayme Cortey; Cuenca, por Juan de Canova; Amberes, por Juan Steelsio; Valladolid, por Francisco Fernández de Córdoba, terminada en 7 de enero de 1562). Todas ellas tienen adiciones, pero no las mismas, siendo la más completa la de Valladolid, que desde la portada las anuncia así: « Agora de nueuo añadido d Triunpho de Amor de Petrarca y la historia de Alcida y Siluano. Co los amores de Abindarraz y otras cosas. » El triunfo del Amor es traducción de Alvar Gómez de Ciudad Real. La Historia de Alcida y Silvano es un cuento en verso tomado del Cancionero de Montemayor.

Nuevas añadiduras aparecen en una edición de 1565, que debe de estar hecha en Colonia, por Arnoldo Byrcman, y que se vendía en Lisboa, en casa de Francisco Grapheo. Contiene la historia de Píramo y Tisbe, escrita por Montemayor en muy agradables quintillas, algunas canciones y villancetes del mismo autor y la elegía de Francisco Marcos Dorantes a su muerte.

Particular consideración merece la edición de Venecia, 1574, dirigida por Alfondo de Ulloa, porque el Canto de Orpheo está adicionado con sesenta y cinco octavas más, que seguramente no son de Montemayor, y que en la portada se anuncian así: «Van también las Damas de Aragon y Catalanas, y algunas Castellanas, que hasta aquí no hauian sido impresas.» Estas octavas, que probablemente habrían sido impresas antes en España, fueron omitidas en la mayor parte de las ediciones posteriores.

Sería inútil prolongar estos apuntes bibliográficos, puesto que en el Catálogo de Salvá y en otros manuales que todo erudito conoce están

 satisfactoriamente descritas las principales ediciones de la Diana, que ya en adelante difieren muy poco entre sí. Baste mencionar las fechas de algunas:

—Alcalá de Henares, por Pedro de Robles y Francisco Cormellas, 1564.

—Zaragoza, por la viuda de Bartolomé de Nájera, 1570.

—Anvers, por Pedro Bellero, 1575. Es copia de la de Valladolid, 1561.

—Pamplona, por Tomás Porralis, 1578. Es la única que contiene juntas las tres Dianas de Montemayor, Alonso Pérez y Gil Polo.

—Anvers, por Pedro Bellero, 1580.

—Venecia, 1585.

—Madrid, por Francisco Sánchez, 1586,

—Madrid, por Luis Sánchez, 1591 y 1595.

—Madrid, Imprenta Real, 1602.

—Valencia, por Pedro Patricio Mey, 1602.

—París, 1603, 1611 y 1612; texto a dos columnas, con la traducción francesa de Pavillon.

—Barcelona, por Sebastián Cormellas, 1614.

—Milán, por Juan Bautista Bidelo, 1616.

—Madrid, por la viuda de Alonso Martín, 1622.

—Lisboa, por Pedro Craesbeck, 1624.

Del siglo XVIII sólo hay una edición (Madrid, 1795, por Fermín Thadeo Villalpando) y otra del XIX (Barcelona, 1886, en la Biblioteca Clásica Española, de Daniel Cortezo; contiene juntas las Dianas de Montemayor y Gil Polo).

[p. 265]. [1] . Dunlop-Liebrecht, Geschichte der Prosadichtungen, pp. 352-358.

[p. 265]. [2] . Jorje de Montemayor und sein Schäferroman die « Siete Libros de la Diana ». Inaugural-dissertation zur Erlangung der philosephischen Doctorwürde an der Uníversität Leipzig, eingereicht von Johann Georg Schönherr. Halle, 1886.

[p. 265]. [3] . The Spanish Pastoral Romances by Hugo A. Rennert, Ph. D. (Freiburg i. B.), assistant professor of romance languages in the University of Pensylvania. Baltimore, published by the Modern. Lang. Association of America, 1892.

[p. 269]. [1] . Esta poesía se compuso probablemente en 1510. Véase mi Antología de poetas líricos castellanos, tomo VI, pp. CCCLXV a CCCLXIX.

[p. 269]. [2] . Es la primera de las contenidas en el Norte de la Poesía Española, illustrado del Sol de doce Comedias (que forman Segunda parte), de laureados  poetas Valencianos, y de doce escogidas Loas y otras Rimas a varios sugetos.., Valencia, 1616.

[p. 270]. [1] . En el prólogo de la Segunda Parte de la Diana (ed. de Venecia, 1585), página 4.

[p. 272]. [1] . Il Secondo Volvme delle novelle del Bandello, novamente corretto et illvstrato dal Sig. Alfonso Vlloa... In Venetia, appresso Camilo Franceschini, MDLXVI, fols. 69 vto. a 80.

[p. 273]. [1] . Gli amori d'Ismenio composti per Eustathio Philosopho, et di Greco tradotti per M. Lelio Carani... Stampati in Fiorenza appresso Lorenzo Torrentino... a di XX del mese de Settembre, MDL.

 

[p. 278]. [1] . No quiere esto decir que la Diana no fuese imitada y aun copiada por algunos novelistas italianos. Prueba de ello nos da Celio Malespini, traductor también del Jardín de flores curiosas, de Antonio de Torquemada. Tres de las más largas de sus Ducento Novelle (Venecia, 1609) están tomadas de Montemayor, como ya advirtió Dunlop. La 25 de la Primera Parte es la misma intrincada historia de los amores de Ismenia, Selvagio y Alanio; la 36 de la Segunda Parte es el cuento de Abindarráez y Xarifa, y la 94 la historia de la pastora Belisa.

[p. 278]. [2] . Les sept livres de la Diane de George de Montemayor, esquelz par plusieurs plaisantes histoires... sont décrits les variables et estranges effets de l'honneste amour, trad. de l'espagnol en françois par Nic. Collin. Rheims, Jean de Foignay, 1578.—Reims, 1579.

La Diane de George de Montemayor, trad. d'espagnol en françois. París, Nic. Bonfons, 1587. La obra de Montemayor está traducida por Collin, lo demás por Gabriel Chappuis.

[p. 279]. [1] . Los siete libros de la Diana de George de Montemayor. Où sous le nom des Bergers et Bergeres sant compris les amours les plus signalez d'Espagne. Traduits d'Espagnol en François et conferez és deux langues. P. S. G. P. (Por S. G. Pavillon). Et de nouveau reueus et corrigez par le Sievr I. D. Bertranet. Paris. Anthoine du Brueil, M.DC.XI.

[p. 279]. [2] . En el argumento de la pieza confiesa Hardy lealmente su procedencia. « Ce sujet, tiré de la Diane de Montemaior sur le Théâtre François, ne doit rien aux plus excellents. »

Le Theâtre d'Alexandre Hardy (ed. de Stengel). Marburg, 1883, t. III, página 144.

[p. 280]. [1] . A. Le Breton, Le Roman au dix-septième siècle (París. Hachette, año 1890), p. 5.

[p. 280]. [2] . Port-Royal, t. II, p 517.

[p. 281]. [1] . Cours de littérature dramatique ou de l'usage des passions dans le drame (París, Charpentier, t. III, p. 101.

[p. 281]. [2] . En su libro En Bourbannais et en Forez, citado por Brunetière.

[p. 281]. [3] . Etudes critiques sur l'histoire de la litterature française, 4.° série, París, Hachette, 1891, pág. 35.

[p. 281]. [4] . En el mismo tomo IV de sus Estudios Críticos, p. 58.

[p. 282]. [1] . H. Körting, Geschchte des französischen Romans im XVII. Jahrhundert, Oppen, 1891. Es la obra capital sobre el asunto, muy superior al ligero ensayo de Le Breton. El tomo primero trata de la novela idealista, el tomo segundo de la realista. No conozco el libro de P. Morillot, Le Roman en France depuis 1610 jusqu'a nos jours (París, 1894), pero sí las páginas muy discretas que el mismo autor ha dedicado a la Astrea en la Histoire de la Langue et de la littérature françaises, publicada bajo la dirección de Petit de Julleville, tomo IV (1897), pp. 407-423.

[p. 283]. [1] . Dunlop recuerda que hay disfraces análogos en el Pastor Fido y en el libro V del Rinaldo del Tasso. Uno y otro son posteriores a Montemayor; el Rinaldo es de 1562, la pastoral de Guarini de 1590. D'Urfé los conocía de seguro, pero parece haber imitado a Montemayor con preferencia.

[p. 284]. [1] . Oeuvres de M. de Floriam (París, F. Dufart, 1805), t. I. Essai sur la pastorale, p. 139.

[p. 285]. [1] . J. J. Jusserand, Le Roman au temps de Shakespeare (París, Delagrave, 1887), P. 91.

[p. 285]. [2] . Eclogs epytaphes et sonnettes, London, 1563.

[p. 285]. [3] . Véase la tesis ya citada de Garrett Underhil, Spanish Literature in the England of the Tudors , p. 267. «These songs are the only Spanish lyric poetry, except some lines of the sixth eclogue of Googe, which were translated into English, independently of any prosa setting, before the accession of James I... Sidney' distinction is, therefore, almost unique. His translations were printed at the end of the Arcadia, and the second song is also contained in England's Helicon. »

[p. 286]. [1] . Vid. Garrett Underhill, pp. 285-290.

[p. 286]. [2] . Ib., p. 222.

Hubo otro traductor parcial de la Diana, Eduardo Pastor, de quien habla con elogio Bartolomé Yong en el prólogo de su versión.

[p. 286]. [3] . Opina Dunlop (History of fiction, p. 332) que «algunas de las más entretenidas escenas de la comedia de Shakespeare Midsummer Night's Dream parecen haber sido sugeridas por el cambio de amores ocasionado por el agua encantada de la sabia Felicia». Pero creo que, en este caso, la coincidencia es fortuita o derivada de un cuento más antiguo. Lo mismo puede decirse del canto 17 de La Pucelle d'Orleans, de Voltaire, donde hay un motivo análogo.

[p. 287]. [1] . La historia de don Félix y Felismena, tomada de la traducción de Yong, está reimpresa entre las fuentes de Shakespeare en la colección de Payne Collier:

Shakespeare Library: a collection of the Romances, Novels, Poems, and Histories, used by Shakespeare as the foundation of his dramas, now first collected; and accurately reprinted from the original editions... Vol. II. London, Thomas Road, s. a.

[p. 287]. [2] . Tal es la opinión de Gervinus en su memorable comentario:

Shakespeare Commentaries by Dr. G. G. Gervinus, professor at Heidelberg Translated... by F. E. Bunnett. Londres, 1883, p. 157.

[p. 287]. [3] . Vid. Schneider, Spaniens Anteil an der Deutschen Litteratur, páginas 233-244.

[p. 290]. [1] . La primera edición de la Diana de Alonso Pérez es de Valencia, año 1564. El mismo año fué reimpresa en Alcalá. No creo que volviera a imprimirse suelta, pero acompaña casi constantemente a todas las ediciones y traducciones antiguas de la obra de Montemayor, por lo cual excusamos repetir aquí su bibliografía.

[p. 290]. [2] . Vid. en la Diana, ed. de Sancha, 1778, la adición primera al prólogo del editor (pp. 447-454).

[p. 290]. [3] . Biblioteca Valenciana, t. II, pp. 150-155.

[p. 291]. [1] . Son notables las palabras de la real cédula que copia Fuster: «Inter alios, qui nobis se obtulerunt, tu, dilecte noster Gaspar Egidius Polo, Coadjutor dicti offici Magistri Rationalis unus fuisti; cui illud committeremus, tum propter fidem, sufficientiam, peritiam et legalitatem quas in te sitas conspicimus, tum etiam propter servitia non vulgaria quae non sine maximo labore tuo nobis praestitisti in Visitatione per Regios Comisarios ultimo facta in prefato Regno Valentiae.»

[p. 291]. [2] . Los versos de la canción glosada parecen aludir al mismo Polo y a su libro:

 
       No escondas tus ojos,
       Ana, Porque pueden ellos solos
       Alumbrar a entrambos polos
       
Y escurecer a Diana.
       
 

[p. 292]. [1] . Las escenas de la isla Formentera pueden haber sugerido a Vicente Espinel el incidente del cautiverio en la isla Cabrera (descansos séptimo y octavo de El Escudero Marcos de Obregón), imitado por Lesage en el Gil Blas (lib. V, cap. I).

[p. 293]. [1] . Bien sé que no lo es en rigor, porque no se trata en ella de las faenas de los pescadores; pero pasa cerca del mar, a él se hace continua referencia, y no me parece impropio, por consiguiente, incluirla en este género, aun a riesgo de faltar al tecnicismo retórico.

[p. 294]. [1] . Ademas de la descripción de la tempestad en las prosas del libro primero, imitada del primero de la Eneida, son de origen virgiliano estos versos de la Carta de Fileno a Ismenia (lib. II):

 
           Pues en cantar, no me espanto
       De Amphion el escogido,
       Pues mejores que él han sido
       Confundidos con mi canto.
           Aro muy grande comarca,
       Y en montes propios y extraños
       Pasten muy grandes rebaños
       Almagrados de mi marca.
        Mille meae Siculis errant in montibus agnae,
       ...........................................
       Canto, quae solitus, si quando armenta vocabat,
       Amphion Dircaeus in Actaeo Aracyntho.

                                                                      (Egl. II).

[p. 296]. [1] . También en esta descripción del río parece que se acordó Gil Polo de otros versos de Claudiano, aquellos del poema sobre el sexto consulado de Honorio, v. 159 que tan espléndidamente imitó Hernando de Herrera en su Canción a San Fernando:

 
       ...ille caput placidis sublime fluentis
       Extulit, et totis lucem spargentia ripis
       Aurea roranti micuerunt cornua vultu.
       Non illi madidum vulgaris arundine crinem
       Velat honos, rami caput umbravere virentes
       Heliadum, totisque fluunt electra capillis.

[p. 300]. [1] . Usada ocasionalmente en el primer libro (p. 56 de la ed. de Sancha);

 
       Berardo, el mal que siento es de tal arte
       
Que en todo tiempo y parte me consume...
       Tauriso, el alto cielo hizo tan bella
       
Esta Dïana estrella, que en la tierra
       
Con luz clara destierra mis tinieblas...

[p. 300]. [2] . Tercos esdruccioles los llama Gil Polo, que los usa una vez sola, al principio de una égloga del tercer libro (p. 114):

       Tauriso, el fresco viento que alegrándonos
       Murmura entre los árboles altíssimos,
       La vista y los oídos deleitándonos...

Ha de advertirse respecto a los esdrújulos de Gil Polo, Montemayor, y en general de todos nuestros poetas del siglo XVI, que hay muchos que no lo son conforme a nuestra prosodia. Para que resulten, hay que leer los versos a la italiana.

[p. 300]. [3] .    Yo trist per so que amant vos he servida 
       Ab form'e gest de ver enamorat
       E mes valer tostemps be favorida
       De les millors ab cor no veriat,
       E mostrant-vos amor seos fantesia
                Vos dins un dia
                No'b colpa mia         Ab gran desdeny m'agués tot avorrit
       Com fals delits d'aquest mon l'espirit.
       ..........................................

(L'obra de desconoxensa ab la qual lo predit Vallmanya gonyá la joya.) Vid. Obras de D. Manuel Milá y Fontanals, t. III, p. 197.

[p. 302]. [1] . No recuerdo que ningún poeta del siglo XVI imitara esta mezcla de endecasílabos con quebrados de cinco, más que Ginés Pérez de Hita, que escribió en este metro las lamentaciones de la reina de Granada (Guerras Civiles, cap. XV):

 
       ¡Fortuna, que en lo excelso de tu rueda
       Con ilustrada pompa me pusiste!
       ¿Por qué de tanta gloria me abatiste?
       Estable te estuvieras, firme y queda,
       Y no abatirme así tan al profundo,
       Adonde fundo
       Dos mil querellas
       A las estrellas,
       Porque en mi daño
       Un mal tamaño
       Con influencia ardiente promovieron
       Y en penas muy extrañas me pusieron...
        

[p. 304]. [1] . No he visto esta primera edición, pero sí la siguiente:

Primera parte de Diana Enamorada. Cinco libros que prosiguen los siete de la Diana de Iorge Monte Mayor. Compuestos por Gaspar Gil Polo, dirigidos a la muy ilustre Señora Doña Hieronima de Castro y Bolea. En Anvers. En casa de la Biuda y herederos de Iuan Stelsio, 1567.—12.°

—Anvers, Gil Stelsio, 1574.

—París. Roberto Esteban, 1574 (citada por Fuster).

—Zaragoza, Juan Millán, 1577 (acaso sea la misma que Cerdá cita como de Lérida).

—Pamplona, Tomás Porralis, 1578 (unida a las otras dos Dianas de Montemayor y Alonso Pérez).

—París, Roberto Esteban, 1611.

—Bruselas, Roger Velpio y Huberto Antonio, 1617.

[p. 304]. [2] . Cuidó de esta edición, impresa por Tomás Woodward y dedicada a doña Isabel Sutton, el judío español Pedro de Pineda, a quien luego citaremos como editor de Lofrasso.

[p. 304]. [3] . La Diana Enamorada... Nueva impression con notas al canto de Turia (Madrid, por don Antonio de Sancha, 1778). Con una lámina de Carnicer grabada por Fabregat.

—Madrid, Sancha, 1802, con las notas de Cerdá.

—Madrid, Repullés, 1802.

—París, Imp. de Gaultier-Laguionie, 1827, 16.° Edición muy elegante, costeada por don Joaquín M.ª Ferrer.

—Valencia, J. M.ª Ayoldi, 1862 (Es el tomo primero, y único publicado, del Parnaso de ingenios valencianos: colección de las más célebres obras literarias de nuestros antiguos poetas).

—Barcelona, Cortezo y C.ª, 1886 (al fin de la Diana de Montemayor)

[p. 305]. [1] . Gasp. Barthi Erotodidascalus, sive Nemoralium Libri V. Ad Hispanicvm Gasparis Gilli Poli. Cum figuris aeneis. Hanoviae, Typis Wechelianis, apud Danielem et Davidem Aubrios et Clementem Schleichium. Anno M.DC. XXV. 8.°, 6 hs. prels. sin foliar y 315 pp. Con una lámina en cada uno de los libros.

[p. 305]. [2] . Egregia vero compositio est, et quae si Graeco Latinove sermone ante aliquot haec secula concepta fuisset, dubio procul cum principibus scriptorum amabilium censeretur jam olim. Monita insunt insignia, et ex medio rerum usu petita, quae palmam merito omnibus aliis eripere censentur. Scopus ipse libelli minime turpis aut fueditatis consectator est; quo vitio non pauca, etiam antiquorum, scriptorum monumenta vere prudentibus sordere debent. Historiae obiter recensitae, nulla prorsus obscaenitate, multâ vero venere, artificiose et suaviter, ne juncturam videas, intextae. Procul omnis sermonis et allusionum, quae vernilitas dicitur, reipsa autem lascivia est. Carmina faventibus adeo Masis et Gratiis nata, ut horum inventiones potissimum omnis memoriae artificibus, hoc quidem in genere, opponere velim.

Prometió también Gaspar Barth traducir la Diana de Montemayor, pero no hallo que cumpliese su promesa.

[p. 306]. [1] .     Per prata felix quae rigat virentia
       Guadalaviar, fluviûm parens,
       Vectigal undarum inferens ponto suum,
       Terrasque ditans ubere,
       Galatea, fastuosa quod mori suo
       Amore Lycium cerneret,
       Ibat superba, littus ubi vicinia
       Eluitur allapsi maris.
       Lectura, pictos nunc lapillorum globos,
       Conchasque arenarum e sinu:
       Nunc voce cautas delicatâ personans,
       Vicario undarum sono:
       Modo ingruentis agmen expectans aquae,
       Sedebat ad littus vagum.
       Fluctu reverso praepete aufugiens gradu,
       Sed tacta saepe album pedem.
       ..........................................
        

 
       Formosa nimpha, non ego te viderim
       Cum fluctibas colludere.
       Licet voluptas ista videatur tibi,
       Fuge pontum, io, pontum fuge,
       Galatea, Lycium ut efferâ fugis fugâ;
       Parce, ô puella, his lusibus.
       Nostri doloris hisce succrescit furor,
       Nolis malum addere hoc meis.
       Pelago propinquam te videns, Neptuno ego
       Invideo, ne te amaverit...
       ..........................................
       Relinque siccum littus, algas horrido
       Infructuosas gramine.
       Cave, marina ne qua bellua, evolans,
       Foedo ore volnus inferat.
       ..........................................
       Exsultim adire littus adspicio? subit
       Europa memoriam mihi,
       Quam candidus bos insidentem per mare
       Avexit in moechi torum.
       Subit deinde Hyppolitus, ut fastu tumens
       Spretor novercae, perierit.
       Viso ille monstro, raptus in mille, aequoris
       Frustrà podicus, fragmina est.
       ..........................................
       Ades hanc amoenam mecum, iò, sub silvulam,
       Umbrosa in ista compita,
       Et prata florum mille odora generibus,
       Meridies ipsa hîc tepet!
       Si capit aquarum te fluor, videas ibi
       Fontem scatere limpidum.
       Is inter omnes primas, exspectat modô
       In eo lavare bella tu.
       In siccâ arenâ hac, vela non suffecerint,
        Nulla umbra faciem contegat,
       Quin sale aprico denigrare candidam,
       Sic forma perierit decens.
       Nullae Camoenae hic mulceant, sed turbidi
       Atrox tumultus marmoris.
       Ventorum inane per forentium tumor  
       Aquaeque fundo prorutae,
       Insadiuntur; visui nil gratius
       Obfertur, ac tracto maris
       Furore tandem, naufragas ponto procul
       Tabulas videre vertire.
       At, ô, sub istud mî comes veni nemus,
       Natura quod comit bonis.
       Meridianum blanda quo sidus movet,
       Sole ardido friguscula.
       Huc crebra pastorum ingruunt collegia,
       Veris potita gaudiis.
       Fuge ô superbi vim maris; dulces veni
       Audire voces Carminum.
       Hîc, cura quicquid ardua ingerit, procul
       Removemus, ac suspendimus...
        

Ni un rastro ni una línea de la inimitable gracia del original queda en esta reproducción pedantesca.

[p. 308]. [1] . La Diana de Montemayor, Nvevamente compuesta por Hyeronymo de Texeda Castellano, interprete de lenguas, residente en la villa de Paris, do se da fin a las Historias de la Primera y Segunda Parte. Dirigida al Excellentissimo Señor Don Francisco de Guisa, Principe de Ionuille. Tercera Parte. A Paris, impressa a costa del Auctor M.DC.XXVII. Con Privilegio Real.

Un tomo en 8.°, que realmente comprende dos volúmenes, el primero de 346 pp. y el segundo de 394.

[p. 308]. [2] . The Spanish Pastoral Romances, pp. 39-42.

[p. 309]. [1] . Poder de Gabriel Hernandez, vecino de Granada, estante en Salamanca, autor de la tercera parte de Diana, y con priv. de impresión por 10 años (Cédula dada en Lisboa a 28 de enero de 1582), a Juan Arias de Mansilla, vecino de Granada, estante en Madrid, para traspasar el privilegio y concertar la impresión de dicho libro.

Salamanca, 4 agosto 1582.

(Ante Fr.co Ruano, escrib.° de Salamanca.)

Venta que Iuan Arias de Mansilla hace, en nombre de Gabriel Hernandez, del original de la Tercera Parte de Diana, mas el privilegio por 10 años en favor de Blas de Robles, librero, y en precio de 500 reales, que le ha de pagar y además le ha de dar 12 pares de cuerpos del dicho libro ya impreso.

Madrid, 8 agosto 1582.

Obligación de Blas de Robles de pagar a Juan Arias de Mansilla 500 reales en dos plazos, fin de octubre y fin de diciembre de este año.

Madrid, 17 agosto 1582. (Prot.° de Juan García de Munilla, 1580 a 86, folios 193, 194 y 197.) [Cf. Ad. Vol. II.]

[p. 310]. [1] . Libro de la Conversión de la Magdalena. Lisboa, 1601, folio 3.

[p. 311]. [1] . Primera parte de La Clara Diana, repartida en siete libros, compuestos por el muy reverendo Padre Fr. Bartolemé Ponce, monje del monesterio de Sancta Fe, del sacro orden del Cistel. Dirigida al sabio y prudente lector... Impreso en la villa de Epila por Tomás Porralis, 1580. 8.° (Núm. 3.500 de Gallardo).

—Zaragoza, 1582.

—Zaragoza, 1599, por Lorenzo de Robles.

Hay del mismo autor otro libro no menos raro, titulado Puerta Real de la inexcusable muerte (Salamanca, 1595, por J. y Andrés Renaut, a costa de Claudio Curlet, saboyano). Está dividido en siete diálogos, con algunos versos intercalados, y contiene la vida del obispo de Osma, don Pedro de Acosta.

[p. 311]. [2] . Los diez libros de Fortuna d'Amor, compuestos por Antonio de lo Frasso, militar, sardo, de la ciudad de Lalguer, donde hallaran los honestos y apasibles amores del pastor Frexano y de la hermosa pastora Fortuna, co mucha variedad de inueciones poéticas historiadas. Y la sabrosa historia de don Floricio y de la pastora Argentina. Y una inuencion de justas reales y tres triumphos de damas, Dirigido al ill.mo S. don Luis Carroz y de Centellas, Conde de Quirra y Señor de las baronias de Centellas (Escudo del Mecenas). Impresso en Barcelona, en casa de Pedro Malo, impressor, con licencia de su Señoria Reuerendissima.

El año consta en el colofón, que está al reverso del folio 344: «acabose a primero de Março año del Señor 1573».

[p. 312]. [1] . Cervantes debía de tener tan leído a Lofrasso, que de él tomó probablemente el nombre de Dulcinea. En el libro sexto figuran un pastor llamado Dulcineo y una pastora Dulcina (tomo II de la edición de Londres, páginas 48 y 49).

[p. 312]. [2] . Los versos cortos no suelen estar mal medidos como los de arte mayor, pero son tan insulsos como ellos. Júzguese por esta canción, que es de lo menos malo que he encontrado (tomo I de la edición de Londres, páginas 68 y 69):

       ¿A dónde vas, di, pastor,
       Con tu ganado?
       Voy al prado de amor
       Por mi pecado.
       Dicen que es prado abundoso
       De mil flores,
       Apacible y congojoso
        En olores (!).
       Pensaba estar sin amores
       Descansado,
       Y soy del arco de Venus
       Condenado.
       Estando en mi cabaña
       A placer,
       Vi pasar zagala extraña
       A mi ver.
       Luego moviome un querer
       Desatinado,
       En el prado de amor,
       Por mi pecado.
                Dixo tenía entendidas
       Mis razones,
       Y que tenía por fingidas
       Mis pasiones.
       ¡Ay falsas de corazones
       Y estado!
       ¿No veis mi mal en canciones
       Publicado?

No es menos ridículo este cartel contra el Amor, que se halla en el libro 6.°, p. 14:

            Yo descontento pastor,
       Que los contentos desvío,
       Al gran contento de Amor,
       Enemigo mío mayor,
       Donde ahora desafío
       Mano a mano.
            Pues se hace soberano
       Del gobierno de mi prado,
       Ya que ha sido liviano
       En demostrarse tirano,
       Le desafío armado:
       ¡Ea presto!
            Que yo quiero ver su gesto,
       Pues jamás lo he conoscido,
       Ya que del amor honesto
       Me hallo en todo esto
       Cruelmente ofendido,
       Noche y día...

Pero basta de necedades, que no dejan de serlo por estar en un libro rarísimo.

[p. 313]. [1] . Tal acontece, por ejemplo, desde la página 237 hasta la 243 del libro 9.° en el tomo II de la edición de Londres.

[p. 313]. [2] . Los diez libros de Fortuna de Amor, divididos en dos tomos... Dirigidos a mi Señora Doña Emilia Mason, por el que a revisto, enmendado, puesto en buen orden y corregido a Don Quixote, impresso por J. Tonson, a la Diana enamorada de Gil Polo, pues es el mismo que publicó una Gramática por la Lengua Española, y un Diccinano (sic) por el mismo eféto... Impresso en Londres por Henrique Chopel, librero en dicha ciudad. Año 1740.

Dos tomos en 4.° con diez láminas, además de un supuesto retrato de Lofrasso, que debe de ser el de algún caballero inglés del tiempo de Carlos II.

El disparatado prólogo de Pineda está en el tomo II. En él se queja amargamente de «dos mequetrefes, el uno un fraile desfrailado y el otro un inglés aljamiado», que procuraban quitarle la ganancia de sus libros.

[p. 315]. [1] . Vease la Bibliografía española de Cerdeña, por don Eduardo Toda, obra premiada por la Biblioteca Nacional en el concurso de 1887 (Madrid, año 1890).

[p. 315]. [2] . Una de ellas es el siguiente soneto, que transcribo conforme a la edición de Londres (tomo I, pp. 284-285), enmendando algo la puntuación:

 
            Cando si det finire custu ardente
       Fogu qui su coro gia mat bruxádu?
       Cum sanima mesquina qui su fiádu,
       Mi mancat vistu, non poto niente.
            Chiaru Sole et Luna relugente
       Prite mis tenes tristu abandonadu,
        

        Prusti prode vivu atribuladu,
       Dami calqui remediu prestamente.
       Tue sola mi podes remediare,
       Et dare mi sa vida in custa hora,
       Qui non moria privu de sa vitoria,
       In eterna ti depo abandonare,
       O belissima dea et senyora,
       Deme sa vida et morte pena et gloria.

La otra es una glosa en octavas reales (tomo II, pp. 141-144).

[p. 316]. [1] . Janota Torrella que se habla (sic) en lengua catalana.

            Que faré en tal estrem
       Que mon mal me desatina,
       Coneixent en mi que crém,
       Y may ningu m'encamina.
            De mi veig ningu no cura,
       Sens volerme remediar,
       Molt temps ha que mon mal dura,
       Que ya stich per afinar.
            Mirau de prest sens tardar,
       Dins mon cor l'anima fina,
       Coneixent en mi que crém,
       Y muy ningu m'encamina.
            Mos estrems son de tal sort,
       Quem donen tan triste vida,
       En favor me veig la mort,
       La vida me te avorrida,
             Congoixosa y aflegida,
       M'anima del tot se fina,
       Coneixent en mi que crém,
       Y may ningu m'encamina.

                (Tomo II, pág. 261.)

[p. 316]. [2] . «Por ser tan perfecta la virtud de la tierra, produce minas de todos metales, oro, plata, cobre, estaño, hierro y plomo... Tambien todo el mar que la cerca, por su naturaleza produce coral finissimo, del qual cada año en los estios hay cuatro mil hombres de la tierra y forasteros, con más de quinientos barcos, que con sus ingenios y redes sacan del mar gran cantidad de coral, de valor de más de cien mil ducados, por donde muchos se

 mantienen de la ganancia y exercicio de pescar dicho coral, sin otros que de la abundancia del mucho pescado viven... La segunda ciudad y llave del reino es la ciudad de Lalguer, puerto de mar donde yo nací, en la qual se pesca la mayor cantidad del coral, dozientas fragatas y dos mil hombres que entienden en ello. Tiene dentro la dicha ciudad quinientos molinos de sangre, que muelen grano, y quinientos hornos de particulares que cuecen pan... En general la gente de la dicha isla son muy fieles y catolicos christianos, leales a su magestad, belicosos y de buenas condiciones, liberales y amigos de naciones estrañas, y más de la española... Hay hombres doctos y de subtil ingenio, y buen juicio, y las mugeres hermosas y honestas en el trato, con gentil aire y gracia. Usan assi los hombres como mugeres en los vestidos el trage y policia de España, las más dellas como las de Barcelona...»

No menos curioso es el resto de esta descripción de la isla, que puede leerse en el tomo I de la edición de Pineda, pp. 9 y ss. Y aun como estilo es de lo más tolerable que el libro de Lofrasso contiene.

[p. 318]. [1] . Página 293 de la edición mayansiana.

[p. 318]. [2] . Da esta noticia don Juan Catalina García en su Biblioteca de escritores de la provincia de Guadalajara, premiada por la Biblioteca Nacional (Madrid, 1899), p. 144. También encontró las partidas de dos hijos de un licenciado Juan Gálvez de Montalvo, en 1618 y 1620, y conjetura que este licenciado pudo ser hijo o sobrino de nuestro poeta.

[p. 319]. [1] . Es rarísima la primera edición de El Pastor de Fílida, hecha en Madrid, 1582. El ejemplar que se conserva en la biblioteca de la Academia Española, único según el parecer de don Cristóbal Pérez Pastor en su Bibliografía Madrileña del siglo XVI, está incompleto al principio y al fin, de modo que ni siquiera consta el nombre del impresor.

—El Pastor de Philida. Compuesto por Luis Galvez de Montaluo, Gentilhombre cortesano. Dirigido al muy ilustre señor don Henrique de Mendoça y Aragon. Impresso en Lixboa por Belchior(sic)Rodrigues, con licencia de los senhores Inquisidores, año de 1589.

—En Madrid, por la viuda de Alonso Gomez, impressor del Rey nuestro Señor. Año de 1590. A costa de Francisco Enríquez, mercader de libros.

—Madrid, por Luys Sanchez. Año M. DC (1600) . A costa de Juan Berillo, mercader de libros. —Barcelona, por Esteuan Liberos, en la calle de la Paja. Año 1613. A costa de Miguel Menescal, mercader de libros.

—En Valencia, en la oficina de Salvador Fauli. Año 1792.

Con una extensa introducción del canónigo don Juan Antonio Mayans, llena de curiosas noticias literarias, pero algo confusa y desordenada. Es uno de los más antiguos ensayos sobre la novelística española.

[p. 324]. [1] . Ojos verdes tenían también la heroína de Menina e Moça y la pastora Silveria del segundo libro de la Galatea. Sobre la especial afición de Cervantes a este color disertó ingeniosamente el doctor Thebussem (España Moderna, marzo de 1894). Pero puede decirse que es afición común a todos los novelistas bucólicos y a todos los poetas líricos de aquel tiempo. Góngora prodiga el epíteto de verde juntamente con el de rojo en muchos lugares de sus poesías. 

[p. 326]. [1] . El encabezamiento de la epístola dice a un amigo, pero del contexto se saca que no era otro que el pastor de Fílida.

[p. 327]. [1] . Cancionero de Lopez Maldonado. Dirigido a la Illustrissima Señora Doña Tomasa de Borja y Enriquez,, mi Señora... Impresso en Madrid, en casa de Guillermo Droy, impressor de libros. Acabose a cinco de Febrero. Año de 1586. Fols. 128 y 134.

[p. 327]. [2] . Luis Barahona de Soto, estudio biográfico, bibliográfico y crítico, por D. Francisco Rodríguez Marín (Madrid, 1903), pág. 47. Ninguno de nuestros poetas del siglo XVI ha logrado hasta ahora una biografía comparable con este admirable trabajo, dignamente premiado por la Academia Española.

[p. 328]. [1] . No cabe duda en esto, ni el mismo Cervantes quiso que la hubiera, puesto que en el libro 2. de la Galatea cita como de Tirsi los principios de tres composiciones que efectivamente están en las Rimas de Francisco de Figueroa, dos sonetos y una canción:

       ¡Ay de cuán ricas esperanzas vengo...
       La amarillez y la flaqueza mía...
       Sale la aurora, de su fértil manto...

[p. 329]. [1] . Vid. Rodríguez Marín en Luis Barahona de Soto, pp. 117 y 118.

[p. 330]. [1] . Este soneto se publicó al frente de la primera edición de la Galatea.

[p. 331]. [1] . En La Viuda Valenciana, del mismo Lope, comedia de fecha incierta, pero anterior seguramente a 1604, se halla el siguiente diálogo entre la heroína y un supuesto mercader de libros:

 
       Leonarda
       
¿Quien es éste?

        Otón
       
Es El Pastor
       De Fílida.

       Leonarda
       
Ya lo sé.

        Otón
       
Y Gálvez Montalvo fué
       Con grave ingenio su autor.
        Con hábito de San Juan
       Murió en la mar...
       
 

Es la única noticia que tenemos de que Montalvo hubiese sido caballero de la Orden de San Juan. Acaso su viaje a Italia fué para servir en las galeras de Malta.

[p. 331]. [2] . Comentario al Quijote, tomo I, p. 147.

[p. 332]. [1] . Se publicó esta versión en la Primera parte del Thesoro de Divina Poesia, donde se contienen varias obras de deuocion de diuersos autores, cuyos titulos se veran a la buelta de la hoja. Recopiladas por Esteuan de Villalobos. En Toledo, en casa de Iuan Rodriguez, impresor y mercader de libros. Año 1587. Páginas 125 y siguientes. Este libro fué reimpreso en Madrid por Luis Sánchez, 1604. El Llanto de San Pedro se encuentra también en el Romancero y Cancionero Sagrados, de don Justo Sancha (biblioteca de Rivadeneyra), número 668.

[p. 335]. [1] . Hay frecuentes excepciones, síu embargo, y algunas hemos visto. No lo es menos la siguiente octava, tan galana que no parecería mal en la Fábula del Genil , de Pedro Espinosa:

       La tierna planta que de flores llena,
       El bravo viento coge sin abrigo,
       Bate sus ramas, y en su seno suena,
       Llévala, y torna, y vuélvela consigo;
       Siembra la flor, o al hielo la condena,
       Piérdese el fruto, triunfa el enemigo:
       Sin más reparo, y con mayor pujanza,
       Persigue mi deseo a mi esperanza.

[p. 335]. [2] . Los usa, por ejemplo, en la profecía de Sincero, compuesta en alabanza de su Mecenas (pág. 32):

       Crece, gentil Infante, Enrique crece,
       
Que Fortuna te ofrece tanta parte,
       
No que pueda pagarte con sus dones,
       
Pero con ocasiones de tal suerte,
       
Que el que quiera ofenderte, o lo intentare,
       
Si a tu ojo apuntare, el suyo saque...

[p. 335]. [3] . Hay algún trozo breve en la égloga que contiene el altercado de Bato y Silvano (P. 302):

       Pastores, dos poetas celebérrimos,
       No han de tratarse así, que es caso ilícito
       Motejarse en lenguajes tan acérrimos...

[p. 336]. [1] . Esta imitación fue ya advertida por don Adolfo de Castro (Poetas líricos de los siglos XVI y XVII, tomo I, p. 122), y en efecto salta a la vista El trozo de Castillejo comienza:

       Hola, gentil Galatea,
       Más alba, linda, aguileña,
       Que la hoja del alheña,
       Que como nieve blanquea,
       Más florida
       Que el prado, verde y crecida
       Mucho más y bien dispuesta
       Que el olmo de la floresta
       De la más alta medida;
       Más fulgente
       Que el vidrio resplandeciente,
       Más lozana que el cabrito
       Delicado, tiernecito,
       Retozador, diligente;
       Más polida,
       Lampiña, limpia, bruñida
       Que conchas de la marina,
       Fregadas de la contina
       Marea, nunca rendida...

La contraposición viene después, pero aplicada también a Galatea:

       Tú, la misma Galatea,
       Más feroz que los novillos
       No domados y bravillos,
       Que nunca vieron aldea
       Par a par;
       Muy más dura de domar
       Que la encina envejecida;
       Más falaz y retorcida
       Que las ondas de la mar...
       Desmedida;
       Más áspera y desabrida
       Que los abrojos do quiera;
       Más cruel que la muy fiera
       Osa terrible parida;
       Más callada
       Y sorda siendo llamada,
       Que este mar de soledad;
       Muy más falta de piedad
       Que la serpiente picada
       De accidente...

Gálvez Montalvo desdobló el canto del cíclope, para repartirle entre los dos pastores de su égloga amebea.

[p. 338]. [1] .          Sentémonos ahora, en la verdura;
       Cantad ahora, que se va colmando
       De flor el prado, el soto de frescura.
              Ahora están los árboles mostrando,
       Como de nuevo, un año fertilísimo,
       los ganados y gentes alegrando.
              Ahora viene el ancho río purísimo,
       No le turban las nieves, que el lozano
       Salce se ve, en su seno profundísimo...

                                                     (Pág. 305.)

       Dicite: quandoquidem in molli consedimus herba;
       Et nunc omnis ager, nunc omnis parturit arbos,
       Nunc frondent silvae, nunc formosissimus annus.
       ..............................................

                                                            (Egl. III, v. 54-56).

[p. 339]. [1] . «Y los dos de un nombre, el cordobés y el toledano». El canónigo Mayans acertó en cuanto a Juan de Quirós, autor de la comedia todavía inédita La toledana discreta, pero se equivocó en cuanto al cordobés, creyendo que era Juan de Mena. Todos los poetas citados por Gálvez Montalvo en este pasaje son del siglo XVI. A don Diego de Mendoza alude también sin nombrarle: «y el claro espejo de la poesía que cantó:

 
       Tiempo turbado, y perdido...»
        

[p. 340]. [1] . «¿Quién hay en nuestros españoles que con verdadera imitación suya haya seguido las pisadas de aquellos primeros y divinos poetas? Cierto que si decimos verdad, pocos o ninguno. Dejo aparte al ilustre Garci Laso de la Vega, que movido de los italianos y siguiendo su término con mejor alabanza que otro alguno, en la parte que imita a los latinos, fué excelente y divino. Y callo también los que esconden sus virtudes del vulgo profano e ignorante... Quien lea los italianos, podrá bien admirarse desto que digo... y quien leyere los franceses no los verá tan ajenos de las Musas como a los españoles.»

(Las obras de Hierónimo de Lomas Cantoral, en tres libros divididas... En Madrid, en casa de Pierres Cosin. Año 1578.)

[p. 344]. [1] . Héroe de la Arcadia, de Lope de Vega.

[p. 345]. [1] . Héroe de la Galatea, de Cervantes.

[p. 345]. [2] . Gálvez Montalvo.

[p. 345]. [3] . Alusión a la Diana de Montemayor.