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Obras completas de Menéndez... > BIOGRAFÍA CRÍTICA Y... > CAPÍTULO XX : RECAPITULACIÓN Y CRÍTICA

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Texto

«Yo ni a mi prosa, ni a mis versos he dado nunca importancia, se la doy sí, a ciertas noticias que he dado a conocer y a otras que publicaré en adelante».
(Carta de Menéndez Pelayo al colombiano Antonio Gómez Restrepo.)

LA HERENCIA SOMÁTICA Y SÍQUICA DE MENÉNDEZ PELAYO.—LOS MENÉNDEZ ASTURIANOS Y LOS PELAYO PASIEGOS.—DON MARCELINO COMO HOMBRE.— DON MARCELINO COMO SABIO.— EL BIBLIÓGRAFO Y BIBLIÓFILO.—EL POETA.—EL HUMANISTA.—EL FILÓSOFO.—EL HISTORIADOR Y CRÍTICO LITERARIO. MENÉNDEZ PELAYO HOY.—EL POLÍGRAFO.

Aunque de los ascendientes más próximos se haya hablado al comienzo de esta Biografía, conviene que hagamos una recapitulación y añadamos otros datos para conocer mejor la herencia somática y síquica que de ellos pudo recibir Menéndez Pelayo y lo que esto influyó en su vida y en su labor literaria.

La mayor parte de los familiares asturianos de D. Marcelino, que nos son conocidos, eran gente recia de mar, un tanto exaltados y aventureros como aquel D. Antinógenes Menéndez Pintado, que muy joven se fue a Cuba, emprendió negocios, llegó a ser dueño de una flota de barcos en La Habana y principal accionista de uno de los más importantes diarios que se publicaban en la isla.

[p. 350] Un hijo de este D. Antinógenes, Antón Menéndez, se suicidó en Santander en la misma casa de su tío D. Marcelino Menéndez Pintado, por contrariedades amorosas.

Marino fue también Primitivo Vior Menéndez, el primo que convivía con los Menéndez Pelayo y representaba a las autoridades en el juego infantil de la Inauguración de Curso. «Tenía, nos dice el autor de las Memorias de uno a quien no ocurrió nada, el tic nervioso de guiñar mucho un ojo».

Y marino era, y exaltado aventurero el padre de Conchita Pintado, la primera novia, oficial pudiéramos decir, de D. Marcelino, vista con agrado por todos los familiares. De él podría afirmarse que fue el descubridor de Benidorm, pueblecito de pobres pescadores entonces y hoy playa tan de moda. Allí se le averió un día el barco que capitaneaba, allí hubo de recalar para reparaciones una larga temporada, allí se enamoró de la hermosa viuda de un patrón pesquero, allí se casó y de este matrimonio nació Conchita, «dulce sirena del gaditano mar», a la que Menéndez Pelayo conoce en su primer viaje a Sevilla.

Don Baldomero Menéndez Pintado, llevaba este nombre de pila por veneración familiar al héroe de Luchana. Fue gobernador progresista, poeta a ratos y hasta publicó alguna novela por entregas en El Laberinto Periódico Universal. En París dio a la imprenta un Manual de Geografía y Estadística de Chile, país por donde debió correr en sus años mozos; y estuvo por fin de profesor en nuestra antigua Universidad de Vergara. Todo un récord de diversas actividades.

La tía Perpetua, otra Menéndez Pintado, también muy novelera, es la que empieza a excitar la imaginación de Marcelinito en su infancia, contándole mil historietas y fantásticas aventuras que el niño retenía fielmente en su ya prodigiosa memoria.

Personalmente traté, y mereció todo mi aprecio y consideraciones, a un descendiente de estos Menéndez Pintado, hombre inteligente, piadoso y de vida intachable, pero con los tic nerviosos y taras de su ascendencia.

[p. 351] De un Domingo Pintado da cuenta desde Dos Hermanas a Menéndez Pelayo, D. José Lamarque de Novoa en 1880. Debió andar este señor por los Estados Unidos donde hizo fortuna que más tarde perdió; tuvo un hijo fuera de matrimonio, según cuenta el corresponsal, y murió de hidropesía, dato curioso e interesante para nuestra historia, ya que este mal, no muy frecuente, fue también el comienzo de la enfermedad que llevó al sepulcro a Menéndez Pelayo.

El padre de D. Marcelino, honorable y culto profesor de matemáticas en el Instituto de Santander, daba también clases particulares para ayudarse a vivir. Algunos de sus alumnos han contado las irritabilidades que de vez en cuando acometían a aquél, por otra parte buenísimo y santo varón, irritabilidades que le llevaban a extremos momentáneos de ira, en los que maltrataba —y no sólo de palabra— a sus alumnos, a los que casi seguidamente pedía perdón al volver en sí y recapacitar sobre lo que había hecho.

Peligrosa herencia biológica la que por la ascendencia paterna llega a D. Marcelino y sus hermanos, aunque tiene alguna compensación en la sangre pasiega materna que, desde abuelos y bisabuelos, criados todos en contacto idílico con la naturaleza en la tranquila región de Villacarriedo, llevaban en las venas.

De D. Agustín Pelayo y Gómez de la Llanosa, abuelo materno de D. Marcelino, se conserva un retrato al óleo que en todo su aspecto nos revela salud y fortaleza. Este fue el primero de los Pelayo que con su familia, se trasladó a Santander donde ejerció, con buena clientela, su profesión de médico durante algunos años.

Médico también y acreditado cirujano en Santander, fue su hijo Juan Pelayo y España. Le conocen ya nuestros lectores con el nombre de Juanito o el tío Juan, a quien tanto quiere y admira toda la chiquillería de la casa de su hermano político D. Marcelino Menéndez Pintado. Es alegre y dicharachero, plumea en los periódicos de la localidad y como solterón impenitente vive con las dos hermanas que le han quedado, gente sana y normal de cuerpo y alma todos ellos. Raro es el [p. 352] día que los tres dejen de visitar a su hermana Jesusa y juguetear un rato con aquellos únicos sobrinos.

Esta D.ª Jesusa, madre de D. Marcelino, y cuyo retrato hemos reproducido en las páginas de esta biografía, era, como sus hermanas, una piadosísima señora de gran bondad que bien se trasluce en su estampa. No era de muchas letras, pero tenía una sensatez innata que le hacía presentir y tratar de prevenir todos los peligros que acechaban a su estudioso hijo Marcelinito. Cuando todos en casa, lo mismo que los más allegados a ella, están entusiasmados con el saber de aquel niño prodigio y le estimulan al estudio, ella es la que le vigila para que no se quede leyendo por las noches a la luz de los cabos de vela que guarda, ella siente celos de aquel Horacio que trae loco a su hijo, ella es después la única que le juzga un insensato por entregarse con tanto ardor al trabajo, la que está procurando que se case para que tenga al lado una mujer cariñosa que le cuide, porque aquel vivir continuo de fonda y los banquetes que le dan los amigos son otra insensatez.

Mas a pesar de esta compensación y equilibrio que la sangre campesina de los Pelayo trae a la de los Menéndez, no deja de asomar en los descendientes algunas crisis y neurosis.

Enrique, aun con toda su exquisita corrección y cortesía, padecía por cosas nimias, momentos de irritabilidad que ni su gran bondad, ni su educación profundamente religiosa y social podían contener. Algunas penas de la vida le sumieron en honda melancolía, de la que no reaccionó más que en un sanatorio siquiátrico en el que se le recluyó una temporada.

De Agustín, el hijo menor, ya hemos dicho que fue un tontiloco, un mentecato en todo el valor etimológico de la palabra. Murió en plena juventud, realmente sin haber vivido o teniendo una vida puramente vegetativa.

La hermana monja, María Jesús, a la que D. Marcelino llamaba siempre la niña, después de bastantes años dedicada a la enseñanza en su colegio, llegó a padecer tales distracciones, rarezas, amnesias y síntomas de debilidad mental, que las Superioras hubieron de acordar retirarla de su cargo, estando aún en buena edad para la enseñanza.

[p. 353] Marcelino, aunque en menor grado, no deja tampoco de ser un Menéndez, nerviosillo y azorado de niño e impetuoso, y exaltado batallador en su primera juventud; pero alcanza muy temprano la plena madurez y su férrea voluntad y el duro y constante trabajo a que se entrega doman pronto su carácter impetuoso, aunque alguna rara vez, como cuando le rompió encima un paraguas a Cotarelo, brote incontenible y momentáneamente la genialidad heredada.

Físicamente se parece mucho más a su madre y a su abuelo el médico pasiego, que a la figura un tanto grequizante de su buen padre. Esto nos lo dicen claramente los retratos que reproducimos en esta biografía desde el de aquel niño regordete y bien criado hasta la foto de Kaukak y los buenos lienzos de José de Benlliure, Moreno Carbonero, y Sorolla que le representan en su edad madura, como hombre de perfecta contextura, sano y robusto, pecho saliente, amplias espaldas, cuello fuerte y cabeza bien montada.

Tuvo sin embargo una época en la que, al dar el estirón de los chicos cuando empiezan a transformarse en hombres, adelgaza y se ahíla un poco. Es cuando va a estudiar en Barcelona no cumplidos aún los 15 años y esto le dura hasta que ya es catedrático y académico.

Sus papás están algo preocupados porque el chico, sin mostrar síntomas de enfermedad, parece más delgado y se le ve muy nerviosillo e inquieto. El padre en 22 de Mayo de 1872, cuando ya se acercan los primeros exámenes que va a tener en aquella universidad, le escribe: «Pocos días nos faltan ya para los exámenes. Te suplico que no te apures, como hacías otros años, pues el estudiante que como tú estudia todo el curso, debe ver no sólo tranquilo sino con satisfacción, la aproximación de los exámenes».

A esta época de su tímida primera juventud, es a la que alude más tarde su condiscípulo Clarín cuando hace la crítica del tomo III de Las Ideas Estéticas: «Hace años el sabio, menor de edad, parecía enfermizo, por lo menos endeble y nerviosillo; en efecto tenía que cuidarse, pasaba malos ratos, no se sentía bien; pero el estar enfermucho le robaba algún tiempo y esto [p. 354] no podía continuar; decidió tener salud completa y ya la tiene, está ya más grueso, de mejor color, digiere piedras y libros y no le hace daño leer mientras come. Esta salud, necesaria para sus estudios, la debe Marcelino, más que a los médicos a su propia voluntad que es de hierro».

Algo habría que recortar las alas a la fantasía novelera de este D. Leopoldo. No estaba enfermucho cuando Clarín, de mayor edad que él, le conoce y le trata en Madrid con frecuencia porque son condiscípulos y hasta viven en la misma calle y cases muy próximas. Era un chico estirado, algo pálido, principalmente porque, como dice el crítico asturiano, leía mientras comía y leía también mientras dormía, como dijo el mismo Clarín en otra ocasión. Sí, está pálido y delgado porque no duerme, porque aquellos cabitos de vela que su madre le escondía cuando era niño, siguen ahora alumbrando en forma de quinqué y luego de bombilla eléctrica sus vigilias de trabajo; lo mismo en Madrid que en Santander la luz de la habitación de D. Marcelino se veía encendida hasta altas horas de la madrugada. Fíjese el lector en la lámina 32 de esta biografía que reproduce el dormitorio de Menéndez Pelayo en Santander. Allí hay colgando del techo, un absurdo aparato con pantalla de sube y baja, más propio de despacho que de dormitorio, y que él utilizaba para leer y escribir en el lecho.

Todos los que le quieren y admiran están preocupados por aquel intenso trabajo que tan joven mozo está llevando a cabo

En 29 de Noviembre de 1881, cuando acababa de cumplir los 25 años, le previene su cariñoso y paternal tutor Luanco: «Ten moderación en el trabajo y no te dejes llevar del halago de tantos autores como te piden prólogos». Y tres años antes el colombiano Miguel Antonio Caro, le dice también previsoramente, aunque le ve en plena juventud: «Sólo temo que tanto trabajo como se echo usted a cuestas haga daño a su salud».

Los doctos libros que la mente ilustran
el vigor al estómago destruyen,

dijo su amigo Moratín, y nuestro Pardo:

[p. 355] Fieras destruyen la salud Las Musas.

Yo me atrevo a aconsejarle el Festina Lente.

Pero ¿quién es capaz de contener a aquel brioso mozo en su juventud polemizante, en medio de aquella vorágine de vida en la que se le ve en todas partes, en teatros y reuniones de literatos, comiendo hoy en las casas de la nobleza que se lo disputan, o en las de escritores ya consagrados por la fama, en banquetes oficiales y en restaurantes de moda, asistiendo a reuniones de la buena sociedad madrileña y puntualmente a su cátedra, que a veces prolonga con gran contentamiento de sus alumnos aunque el bedel haya dado la hora? Y además no dejan de salir a luz los tres tomazos de la Historia de los Heterodoxos Españoles y reanuda la polémica sobre La Ciencia Española y publica traducciones de Shakespeare y de Cicerón, revisa y casi la hace de nuevo la traducción de Nuestro Siglo, de Otto Leixner y le pone notas y apéndices eruditos y escribe prólogos para los tomos de la Biblioteca Clásica y compone poesías y su Horacio en España, etc., etc. No ha cumplido aún los 25 y cuenta ya, como dijo de él un hispanista, con más volúmenes que años.

Y además de toda esta actividad desbordante de su cerebro, también se le desborda el corazón y lo siente arder en amores humanos.

Había amado desde muy temprano, allá cuando estudiaba en Barcelona, donde como una aparición se le presentó aquella Belisa a la que dedica sonetos y más sonetos, todos con lemas de clásicos latinos, en los que le declaraba su amor. Pero «el pecho de Belisa desdeñosa» no sabía de latines y no pudo entender ni una palabra de aquella Elegía en dísticos en la que «Epicaris laudatur, ejus pulchritudo depingitur». Por eso el jovencísimo poeta, casi un niño, llora,

«Porque es el llanto, entre el placer y el gusto
       recuerdo del dolor que va delante.»

Pero aquello no fue más que la dolencia romántica de la época; él que era ya un poeta épico, con su poema de Don [p. 356] Alonso de Aguilar, quería ahora ser poeta lírico y romántico, y necesitaba una musa esquiva a quien cantar, llorando sus desvíos. Después viene un amor más sincero, más humano, más real y correspondido; el de la primita Concha a quien conoce en Sevilla. A ella le dedica su primer libro de versos: «A. C. su primo Marcelino».

Le dedica todo el libro pero en él no hay para ella más que un par de poesías de las más sosas, de las menos inspiradas y un soneto a Epicaris (el epíteto encajaba bien para todas) copia exacta del que había dedicado antes a Belisa. No tenía tiempo para más, porque a Marcelino le salieron en Sevilla otras dos novias: una la Biblioteca Colombina en la que pasaba casi el día entero, y otra la cátedra de Literatura Española que, dejaba vacante en Madrid la muerte de Amador de los Ríos.

Conchita le sigue amorosa aquel verano en Santander, le sigue esperanzada en Madrid después del ruidoso triunfo de sus oposiciones, pero llega el verano de 1879 y la prima, a la que con tanto gusto e ilusión se la veía en la casa de los padres de Menéndez Pelayo, no aparece ya en la capital de la Montaña. Marcelino callaba cuando su madre le hablaba de ella, callaba porque su corazón ardía ya con nueva llama por Lidia.

Pero aquella casquivana Lidia, tan bella como inteligente, tan de alta nobleza como encantos, tan atractiva como inconstante, terminó cansándose de él y le deja, herido de amor y, lo diremos al modo romántico, sin poner un poco de bálsamo en la herida que había abierto.

Toda esta vida de amores, de estudio, de cátedra, de academias, de polémicas, de exhibicionismo, nos la pintó Amós de Escalante, con concisión clásica, en carta que dirige a Menéndez Pelayo cuando recibe la segunda edición del Horacio en España: «Me recuerda el autor de este y otros libros que tiene publicados, aquella frase de Plinio: Narrat aperte, pugnat acriter, colligit fortiter, ornat excelse. Sólo le faltó añadir: Temere amat.

Pugnat acriter, es cierto y aunque obtiene en estas luchas casi el general aplauso, no deja de haber personas sensatas, [p. 357] entre ellas el mismo Laverde que le lima y suaviza a veces frases duras y le indica otras que debe moderar sus ímpetus combativos, y calmar aquellos nervios que le hacen saltar a cada instante y emprender la acometida.

Pero Oh felix culpa! Felices intemperancias de la edad y de la herencia que luego nos traen los gloriosos, los humildísimos, los ejemplares arrepentimientos que se pueden leer en los prólogos de la segunda edición de los Heterodoxos, en la Advertencia de la tercera edición de la Ciencia Española y en muchos escritos, como la carta que en 1903 dirige al dominico Padre Luis Getino, de la que transcribimos los siguientes párrafos: «Leo con mucho interés el trabajo de V., como leí otros análogos de la misma pluma en la Revista de Ciencias Eclesiásticas. Lo único que no me parece enteramente bien —y perdone mi franqueza— es el tono en demasía agrio y como de polémica contemporánea que alguna vez aplica V. a la discusión de cosas ya tan lejanas y que no pueden apasionarnos en el mismo grado que a los ilustres varones que en aquellas disputas tomaron parte. La historia pide a mi ver, cierto reposo de estilo que no ha de confundirse con la indiferencia.

Yo en mi juventud, pequé bastante por el lado del apasionamiento, pero el tiempo y la experiencia me han convencido de que la razón tiene tanta más fuerza cuanto con mayor moderación se expone. De todos modos, el brío juvenil de V. es indicio de sangre generosa y esa ligera acritud ya la irán madurando los años.»

Aquí parece como si Menéndez Pelayo estuviese en todo hablando de sí mismo. También en él, como predecía al Padre Getino, una temprana madurez le aquieta y transforma su vida radicalmente. Tiene ya 27 años, es catedrático de la Universidad de Madrid, académico de la Lengua, académico de la Historia, autor de obras celebradísimas y admiradas en España y en el Extranjero y además poeta; con dos volúmenes de poesías elogiadas por el público y bien recibidas por la crítica. ¿A qué más puede aspirar aquel tan joven y siempre triunfante erudito?

Este es el momento más solemne de su vida. Don Juan [p. 358] Valera, inmediatamente después de haber contestado al discurso de ingreso de D. Marcelino en la Academia Española, salió de embajador a Lisboa. La ausencia de aquel tan simpático y tan mundano amigo —mi dulce Valera le llama Menéndez Pelayo— le permite ir soltando las amarras que a la alta y elegante sociedad madrileña le ataban.

Menéndez Pelayo medita en la responsabilidad del magisterio que ha alcanzado. Máxima debetur puero reverentia, escribió Juvenal, sentencia que él repetidamente cita como si la tuviera grabada en el alma. Hay que sentir un gran respeto por la educación del alumno; y a sus alumnos se entrega plenamente.

En Julio de 1883 está fechada la Advertencia Preliminar de la Historia de las Ideas Estéticas en España, obra que es el fundamento filosófico que desea dar a su gran proyecto de escribir la Historia de la Literatura Española que para la enseñanza de sus alumnos tiene la obligación de redactar. A pesar de su humildad presiente que su alumnado no es solamente el de aquellos jóvenes que con escasa preparación se sientan en los bancos de la cátedra, ni aun aquellos otros eruditos que con frecuencia asisten a ella, sino que él ha de ser «el educador de todo un pueblo», como le llamó Farinelli. Por tanto no es un manual ad usum puerorum lo que ha de escribir, sino una monumental obra en muchos tomos que ponga de manifiesto la influencia civilizadora de nuestra ciencia, nuestro arte, y nuestras letras, tanto en la educación nacional como en la cultura general europea, señalando clara y precisamente en aquellos momentos en que, inconsciente o malintecionadamente, se nos negaba toda aportación, lo mucho que España había contribuido al acervo del progreso.

Ante tan magno proyecto se recoge dentro de sí mismo, se ofrece, en holocausto a la Patria y comienza su labor gigante, titánica, apartado ya de todo mundanal ruido. Adiós Lidias, Aglayas, Corinas y Epicaris y adiós también sus ilusiones de poeta.

Deshace todos sus compromisos editoriales con la Biblioteca Clásica, con Arte y Letras, con Montaner y Simón, huye [p. 359] cuanto le es posible de dar conferencias y escribir prólogos y se entrega de lleno a una profunda meditación sobre España en su arte, en su historia, en su literatura y en su espíritu, sobre lo que ha sido, lo que es, y lo que debe ser en un futuro lo más cercano posible. «Hay páginas de esta obra, dice en la Advertencia Preliminar de las Ideas Estéticas, que me han costado el estudio de volúmenes enteros».

Hasta ahora ha sido principalmente un gran bibliógrafo y bibliófilo, un poeta, un humanista enamorado e imitador de clásicos griegos y latinos, un excelente polemista, y sobre todo un gran acarreador de materiales científicos, un joven de erudición inmensa, el hombre que todo lo sabía; pero aunque en muchas de las obras que tiene escritas se ven ya los atisbas y los chispazos del genio, aún no había alcanzado su plena madurez. Era un erudito asombroso, un hombre de ciencia y desde ahora comienza su carrera veloz por las cumbres de la sabiduría, por las que ya no deja de ascender constantemente.

Su labor se intensifica y profundiza, ya no hay momento que perder en distracciones, aquel cerebro colosal está constantemente en plena ebullición, abstraído completamente de cuanto le rodea. Entonces es cuando brotan de su pluma las grandes, las maravillosas obras sobre las que el tiempo resbala sin mellarlas, sin que pierdan actualidad: las Ideas Estéticas, los Estudios de Crítica Literaria, los Ensayos de Crítica Filosófica, las Obras de Lope de Vega, las Antologías de Poetas Líricos Castellanos y la de Hispano-Americanos y los Orígenes de la Novela.

Todo está cambiando en él lo mismo el hombre que el estilo: «No es libro de estilo, sino de investigación, nos dice en las Ideas Estéticas, y como la materia estaba virgen, todo lo he sacrificado al empeño de dar claridad a las doctrinas que expongo. El hacer frases sobre autores y libros, desconocidos en gran parte para mí mismo hasta que empecé a escribir sobre ellos, me parecería un pecado de ligereza imperdonable. Por esta vez renuncio gustoso a deleitar y me contento con traer a la historia de la ciencia algunos datos nuevos».

Y efectivamente, aunque vestida con elegante clámide, la [p. 360] exposición de la obra es de una sencillez encantadora que en nada se parece, ni a los latiguillos que salían de vez en cuando en las Polémicas de la Ciencia Española, ni a las parrafadas oratorias de los Heterodoxos Españoles. Y es que este D. Marcelino no es ya aquel mozo brioso y de vida exterior y agitada, cosa que en parte compensaba su incesante labor intelectual. Ahora el trabajo abrumador le ha llevado a una fatal vida sedentaria que, acompañada del buen yantar, al que, no por gula, sino por la creencia entonces muy generalizada de que había que comer fuerte y abundantemente para poder entregarse de lleno a trabajos, lo mismo corporales que intelectuales, empezaban a minar su salud.

Su buenísima naturaleza pudo resistir algunos años sin decaimientos visibles; pero principalmente desde que se traslada a aquellas antihigiénicas habitaciones de la Academia de la Historia y es nombrado Director de la Biblioteca Nacional, como ya no vive más que entre libros y come casi siempre fuera de casa en buenos restaurantes —Fournie, Lhardy, El Buffet Italiano, Fornos, Ideal Room— y aumenta sus vigilias nocturnas a fuerza de cafés, se le ve cómo va congestionándose, cómo envejece rápidamente y le ataca el reúma gotoso. Por estos años de su vida es cuando el Doctor Gómez Ocaña nos le recuerda en su ya mencionado «Estudio Biográfico de cinco Sabios Españoles»: «Estaba ya envejecido, retardado de nutrición, torpe de movimientos y con los vasos de la cara veteados de rojo y morado, con síntomas circulatorios... Le recuerdo abrigado con su capa los ocho meses del año y últimamente apoyado en un bastón».

Con esos mismos veteados rojizos le ve también aquella graciosísima y pintoresca Joaquina Viluma; vetas que ella atribuye a que como bebe poco le circula mal la sangre.

Todos advierten este envejecimiento tan prematuro y cómo ha ido rompiendo su vida a retazos en el estudio sin descanso, porque si es verdad que desde el año 1883 casi todas las vacaciones de Semana Santa sale de Madrid, a Lisboa, a Sevilla, a Valencia, a Barcelona, al Escorial, sino puede ir más lejos, no es para descansar como él dice, si no para trabajar más, para [p. 361] conocer y revisar nuevas bibliotecas; y siempre se hospeda, lo mismo en estas poblaciones mencionadas que en algunas otras donde incidentalmente fue también, en casas de amigos grandes bibliófilos y con ricos tesoros bibliográficos.

No ha cumplido aún los cincuenta años y está sin un diente en la boca, con dentadura postiza que no la aguanta; ha sufrido varios ataques gotosos que le han tenido inmovilizado, y hasta le paralizaban las manos y no podía escribir, que es de lo que él más se lamenta. Y le llega por fin la hidropesía, la cirrosis hepática que termina con su preciosa vida.

Precisamente en estos últimos años de doloroso calvario, cuando físicamente está más deshecho es cuando su espíritu se mantiene más firme y su inteligencia más poderosa y su corazón más iluminado. Son los años tristes y pesimistas del 98, en los que la mayoría de los escritores se sienten derrotistas, pesimistas; pero él lleno de fe en el resurgir de España renueva sus esfuerzos, se entrega con más ahínco a la labor patriótica de conocer profundamente, en sus raíces, nuestra historia y señalar las rutas que en el futuro debe seguir.

Todos sus escritos rezuman amor a España y a su tierruca y rebosan en dulces melancolías, pero también en prometedoras esperanzas en el porvenir de la Patria; y hay además en estos sus últimos escritos cierto resignado presentimiento de que se acerca la hora suprema en que la pluma se le va a caer de las manos.

Además de este inmenso trabajo, está orientando, adoctrinando, trazando planes de estudios a cuantos eruditos españoles e hispanistas de todas partes se dirigen a él, unas veces por escrito, otras en las reuniones que con sus amigos tiene en la Academia de la Historia los domingos por la tarde, en la Biblioteca Nacional o en la suya de Santander donde ya ha logrado reunir verdaderos tesoros bibliográficos, o en cualquier parte donde se encuentre, que él siempre se da a todos y es el que impulse, anima y estimula con su dirección y colaboración todas las Sociedades de Bibliófilos que se han ido formando en España.

Cuando Asín Palacios, y valga este ejemplo de muestra [p. 362] sobre cómo se entregaba Menéndez Pelayo a los estudiosos que le necesitaban, lee su tesis doctoral sobre Algazel, D. Marcelino, que forma parte del tribunal y le vota entusiasmado para la máxima calificación, conferencia con él terminado el acto académico, y le hace ver la influencia de Algazel en Ramón Martí, que le cita repetidas veces en el Pugio Fidei, y en Raimundo Lulio y en otros autores cristianos. Don Miguel Asín le pide unas notas más amplias de cuanto brevemente le ha indicado, pero D. Marcelino, siempre atareadísimo, tarda en mandárselas. Llegan por fin esas notas y Asín escribe a Menéndez Pelayo una carta en 2 de Febrero de 1897 en la que dice: «La verdad, desde el primer momento en que V. me habló de tal asunto, había yo creído siempre que la copia de Algazel por nuestros apologistas sería de escasa importancia y cantidad, mas al ver la multitud de páginas que representan las citas que V. me remite, me he quedado viendo visiones... Esto me ha hecho cambiar por completo (el subrayado es nuestro) el plan para la publicación de mi trabajo. Mi idea es pues estudiar el influjo que en la apologética cristiana ejerció Algazel... para esto último necesito la dirección imprescindible de V. que, con su superior criterio y erudición, podrá dirigir mis pesquisas y hacerlas fructuosas».

Se le está ya casi escapando la vida y aún trabaja con ardor, con verdadera pasión. Todo le va fallando menos aquella su inteligencia poderosa y las ansias de trabajar.

Recordemos lo que Lomba y Pedraja, su discípulo y uno de sus testamentarios le cuenta en carta, a su amigo Antonio Rubió: «Necesitaría descansar y esa medicina ¡cualquiera se la hace tomar a Marcelino! Trabaja más desaforadamente que nunca.

Ayer le vi yo. Estaba en la cama, de donde no había salido en unos días, y tenía delante en dos mesas grandes montones de papeles». Esto está escrito unos días antes de la muerte de Menéndez Pelayo. Y otro íntimo amigo de D. Marcelino, que había de ser uno de sus sucesores en la Dirección de la Academia de la Historia, D. Agustín González Amezúa le escribía a Santander cuando los primeros síntomas de la enfermedad se [p. 363] estaban manifestando: «Casi, me atrevería a decirle (aunque sin que vea en ello falta de respeto, sino sobra de cariño) que han sido estos últimos achaques, amoroso consejo de Dios, que le guarda a V. para muchas y grandes cosas, y no querrá que fuerce V. la admirable máquina física que le ha dado; que a ratos me parece que la maltrata sin piedad».

De esto es de lo que en verdad murió Menéndez Pelayo, no de gota, ni de hidropesía, ni de cirrosis como diagnosticaron los doctores, según se dice en esta Biografía, sino de maltratar sin piedad su naturaleza, murió agotado por el ímprobo y constante laborar, murió porque un día de tanto amar a España le estalló ya el corazón.

Bien merecía por lo menos el respeto de algunos ligeros escritores y periodistas que nos han pintado un Menéndez Pelayo, quién, tomando copitas de coñac, de café en café de Madrid; otro, como un Menipo Velazqueño, arrastrando su capa por las aceras. El primero, un conocido novelista cuyo nombre no quiero dar porque me consta que aunque no públicamente, reconoció su mala información. Había confundido con un señor de gafas, que él nunca necesitó, ni para leer ni mucho menos para andar por la calle, a Menéndez Pelayo. El otro, el del Menipo Velazqueño, recogió hablillas de los que le habían conocido en sus últimos años con aquellas vetas rojas, no de bebedor, sino de su mala circulación, como nos dijo el Doctor Ocaña, vetas sobre un rostro pálido de enfermo, rojizas por el derrame sanguíneo, no verdinegras porque aún no se había manifestado el padecimiento hepático. Estos síntomas tan mal interpretados es lo que produjo la injustificada leyenda aún entre sus contemporáneos.

Debían detener un poco la pluma y meditar antes de escribir sobre los grandes hombres todos aquellos que se empeñan en pintárnoslos con extravagancias, alelamientos, defectos y hasta vicios secretos, que muchas veces se inventan. Menéndez Pelayo fue normal toda su vida, con una muy corta juventud aunque alegre e impetuosa siempre honesta, con una temprana madurez que en amor de la patria la quemó rápidamente y le trajo una vejez prematura. Lo único que de él pueden contar [p. 364] con verdad los que se van tras la anécdota, es sus distracciones que eran verdaderas abstracciones en sus profundos pensamientos. Fue siempre un cerebro en actividad continua que no supo vivir más que entre libros con los que conversaba como amigos. Para las cosas de la vida era un niño que necesitó siempre los consejos de su padre, de su tutor Luanco, de los amigos íntimos que tenía en Madrid y sobre todo de su hermano Enrique y su mujer que hicieron con él de padres cuando éstos murieron.

De todo está pendiente Enrique, hasta del billete de ferrocarril de su hermano cuando vuelve a Santander, pues como es ya todo un señor senador no tiene que comprarlo sino que se lo darán gratis en cuanto lo pida, y de que guarde los pergaminos, títulos y condecoraciones que le han dado, «pues como no se trata de cronicones viejos seguramente que no les hará caso ninguno», y de que se compre ropa interior y que se haga un traje y que adquiera un sombrero de paja negro para el verano, ya que tienen luto reciente.

Cuando Joaquina de la Pozuela, más conocida por Joaquina, marquesa de Viluma, muere y le deja a Menéndez Pelayo un legado para comprar libros, D. Marcelino le cuenta a su hermano que hace días tiene en su poder el título del Banco: «Quiero mandártelo cuanto antes pero no he podido ver estos días ni a Gonzalo, ni a Eliseo Gándara, ni a Leandro Alvear, ni a nadie que pueda indicarme el modo de poner en Santander ese dinero». Y Enrique le contesta: «Me entero de lo que me dices sobre tener ya en tu poder lo que tú llamas título, y se llama resguardo del Banco, de los valores legados por Joaquina. Siendo valores lo que te han adjudicado, como tú quieres reducirlos a dinero, claro es que tienes que valerte de un corredor que te los venda y gire luego a ésta el dinero, o bien remitir los títulos para que aquí se vendieran. En fin supongo que habrás visto o verás a alguno de esos amigos y te aconsejarán lo mejor»..

En otra ocasión le escribe Tamayo y Baus, secretario de la Real Academia: «Cheste [123] ha cumplido esta noche 85 años, [p. 365] y, sin duda, le sería grato recibir una tarjeta de usted». Y al lado de la palabra tarjeta hay una llamada en la que se pregunta: «¿La tiene V.?».

Este fue el hombre que todo lo sabía menos las cosas más corrientes de la vida, porque consagrado constantemente al estudio no tuvo tiempo de vivirla; el hombre bueno, grande y sencillo. «Déspota de la inteligencia» como él llamó a Aristóteles, verdadero mártir de la Patria, el hombre que supo conservar su corazón puro como el de un niño.

Fue una verdadera eclosión literaria la que hubo en Santander a mediados del siglo XIX: el patriarcal Amós de Escalante, Pereda, el hidalgo que escribía novelas, y más tarde Galdós, que atraído por esta explosión artística se hace casi ciudadano de la capital de la Montaña y levanta entre la hermosa bahía y las playas de El Sardinero su finca de San Quintín, donde se congregan los astros mayores de la pluma y otros que les siguen e imitan. Pero como remate y coronación aparece el genio de nuestras letras Don Marcelino Menéndez Pelayo, niño prodigio, asombroso joven y maestro y guía de todos desde su temprana madurez. No cabe en este capítulo el relato particularizado de aquel momento histórico; quien desee informarse con detalle puede leer el libro de Vicente Marrero «Historias de una amistad» [124] .

Más importante que todo esto es para nuestro objeto el estudio del Dr. Marañón que lleva por título: «Menéndez Pelayo visto desde su precocidad». Es uno de los últimos escritos [p. 366] de D. Gregorio, [125] que apareció en el precioso libro: «Facsímiles de Trabajos Escolares de Menéndez Pelayo». En esta obra se recogen y reproducen, fotocopiados en tamaño natural, desde los ejercicios escritos que hizo Marcelino en las oposiciones a premios extraordinarios en el Instituto de Santander, en las Universidades de Barcelona y Valladolid y algunos otros de la época escolar, hasta el programa de las oposiciones a cátedra. Todos ellos son algo extraordinario y casi inexplicable en un chiquillo que ingresa en los estudios de segunda enseñanza sin cumplir aún los 10 años. El Dr. Marañón se detiene especialmente en la consideración de uno de esos escritos, el que lleva por título «La Tragedia Española» y dice: «Está escrito a los 13 años y el caudal de información y más aún de incipiente pero recto sentido crítico y el dominio de la técnica constructiva del ensayo, sólidamente meditado, son tales que yo mismo, aunque criado en la fe de que todo lo inverosímil no lo era si procedía de Don Marcelino, me resistía a creer la fecha que le fue asignada por el compilador de las Obras Completas, hasta que Sánchez Reyes me ha convencido de que no había error. Todo lo referente a Menéndez Pelayo hay que medirlo con una escala distinta de la de los demás mortales».

Así son los comienzos de este sabio asombroso que ya al llegar a las aulas de la Universidad de Barcelona llamaba la atención de todos sus profesores, que deja admirados a sus maestros y a muchos después célebres condiscípulos suyos de Madrid, cuando se traslada a aquella otra Universidad, que sin terminar su carrera asiste ya y se le escucha con atención, a algunas tertulias literarias madrileñas y que sin haber salido aún de las aulas es consultado por su mismo maestro Milá y Fontanals, que ya le había calificado como uno de nuestros primeros bibliógrafos. He aquí lo que le escribe a Madrid en 5 de Septiembre de 1874 su amigo Antonio Rubió: «Ya ha visto el Sr. Milá la nota bibliográfica que me mandaste, por lo que [p. 367] me encarga que te dé las gracias y que por ahora no necesita nada, pero que si algo le hiciese falta no dejaría de hacer uso de tu ofrecimiento» [126] .

Aunque en el presente, último capítulo de la Biografía, aparezcan en cabeza los títulos de RECAPITULACIÓN Y CRÍTICA, no es nuestro propósito, ni sería este lugar, ni quien escribe la persona más capacitada para ello, el hacer un completo estudio crítico de la figura de Menéndez Pelayo en sus tan variados aspectos. Lo único que nos hemos propuesto es señalar algunos, a nuestro juicio, desenfoques de serias críticas literarias que por competentes escritores se han hecho sobre D. Marcelino. Las páginas que siguen contienen algunas leves reflexiones y sobre todo pretenden aportar datos tal vez desconocidos por algunos para que puedan, los verdaderos críticos, merecedores de este nombre, depurar sus juicios y hablar con más conocimiento sobre el maestro.

Lo primero que es aquel joven estudiante es un gran bibliófilo. Su afición al libro es algo casi congénito, y desde su niñez se manifiesta claramente por el afán de registrar librerías; ya la del santanderino Fabián Hernández, ora la del bibliófilo Máximo Fuertes, profesor del Instituto, o la de su maestro de Latín Sr. Ganuza, o la del gran bibliófilo villacarredano D. Gonzalo Velasco y otras varias. Y cuando llega a Barcelona, como su tutor y maestro en esta materia, según confiesa el mismo D. Marcelino, es también un buen bibliófilo, le ayuda y aconseja en la compra de libros y más libros que devora constantemente. Esta pasión por el libro le dura toda la vida. De muy joven, siendo aún estudiante, comienza a recoger datos para su «Biblioteca de Traductores», obra que tiene terminada al acabar la carrera. Y en medio de sus abrumadores trabajos, en su edad madura, como un recreo, va publicando en la Revista de Archivos y Bibliotecas, su «Bibliografía [p. 368] Hispano Latina Clásica». De lo único que presumió Menéndez Pelayo fue de Bibliógrafo y Bibliófilo y él mismo se atreve a declarar con toda verdad y sin escrúpulos de falsa modestia, que conoce y ha leído tantos libros como el español que haya leído más. En la Advertencia preliminar de las Ideas Estéticas escribe, hasta con puntillos de vanidad: «Con leves excepciones está compuesta toda sobre libros propios, quiero decir libros que he recogido y poseo. Permítaseme esta satisfacción de Bibliófilo». Y en verdad llegó a conocer a fondo y retener en su prodigiosa memoria muchos más libros que el celebérrimo D. José Gallardo cuya Biblioteca de libros raros y curiosos continuó él.

Con los pocos recursos que tenía logró reunir en su Biblioteca de Santander preciosos códices, incunables, libros raros y ejemplares únicos que, primero en las librerías de viejo en Barcelona y Madrid, luego en sus viajes por el extranjero y más tarde por medio de corresponsales y amigos, en ventas de bibliotecas particulares iba adquiriendo.

Tal fue su cariño al libro que a veces rayaba casi en bibliómano; los acariciaba, los ponía sobre su cabeza y los trataba casi dialogando con ellos, como si fueran personas vivas y familiares. A su hermano Enrique le hace repetidamente recomendaciones en su correspondencia para que cuide los libros y que no se le estropeen por la humedad, principalmente los que están en tal o cual sitio más peligroso. En 19 de Marzo de 1893 le contesta Enrique: «He hecho larga visita y minuciosa inspección, a aquellos eminentes varones que habitan en la parte baja de la sección histórica, y te diré que están sanos y gordos como nunca se vieron, lo mismo mi señor D. Alfonso el Sabio que Zurita el de los Anales y todos sus aláteres. Cierto que alguna vez fue aquello húmedo y peligroso pero reconstruido el muro en que ahora se apoyan este invierno para evitar aquel mal, se ha evitado en efecto. No temas, pues, seguro de que muy a menudo los observaré como hago con todo el salón de vez en cuando» [127] .

[p. 369] Refiriéndose a estos sus libros en el discurso que pronunció sobre la Inmaculada en Sevilla escribe: «Ni un discurso más, ni una pueril demostración o exhibición, que ahora dicen, de la propia persona, cuadra de ningún modo a quien por temperamento, por hábito, por experiencia de los hombres, busca su independencia en el retiro, y gusta más de conversar con muertos inmortales que con fantasmas vivos... Siento íntima tristeza cuando tengo que abandonar, aunque sea por breve espacio el trato y compañía de mis predilectos amigos, que me aleccionan cada día con palabras que ni el interés corrompe, ni la lisonja hincha, ni el ciego y desapoderado afán de novedades arrastra fuera del cauce por donde corren limpias y sonoras las aguas del ideal puro, inmóvil, y bienaventurado, como Platón lo solumbró en su sueño».

Se han contado muchas anécdotas exageradas sobre la rapidez con que leía D. Marcelino. Efectivamente leía muy de prisa con una velocidad casi increíble. Sí, aquello era devorar libros, pero sin que se le indigestaran porque se enteraba de todo y lo retenía para siempre. Lo que ocurría además, y de esto nos ha dejado testimonio el Dr. Marañón, que siendo aún niño le empezó a tratar familiarmente, era que D. Marcelino sabía por instinto de bibliófilo, dónde estaba lo principal, lo esencial de un libro, lo que a él le convenía leer. En su biblioteca de Santander había libros en rústica —hoy ya no porque se han guillotinado sus márgenes al encuadernarlos— que no estaban abiertos más que por algunas, a veces pocas páginas. ¿Para qué necesitaba, por ejemplo, leer toda una versión castellana de Horacio de las muchas que entre sus libros se conservan, si aquel su Horacio se lo sabía de memoria? Consultaba sí este o aquel pasaje dudoso para ver si había alguna nueva interpretación que se saliera de las corrientes; y si se trataba del texto original para enterarse también de cómo se transcribía tal o cual verso siguiendo uno u otro de los códices que han llegado hasta nosotros.

Y creo que sobre esta materia ni una palabra más es necesario escribir pues tanto la pasión de Menéndez Pelayo por el libro como su competencia bibliográfica jamás se han puesto [p. 370] en duda. «Vivir entre libros es y ha sido siempre mi mayor alegría», escribió a la Duquesa de Alba agradeciéndole el apoyo que le prestó para ser nombrado Director de la Biblioteca Nacional.

El Inventario Bibliográfico de la Ciencia Española, aún puede consultarse con mucho provecho y hasta resulta insustituible en algunas materias científicas. Y su Bibliografía Hispano-Latina Clásica, de tanta utilidad, quedó cortada al terminar el tratado sobre Cicerón y aún no se ha encontrado quien continúe esta importantísima obra. ¿Habrá desaparecido ya por completo aquella casta de humanistas cuyo ocaso presenció con íntima tristeza Menéndez Pelayo?

He aquí otra aspiración muy temprana de Menéndez Pelayo: el ser poeta. ¿Quién no ha soñado con tal lauro desde su juventud, si ésta se inclinó hacia los estudios literarios? Don Marcelino antes de salir de las aulas del Instituto, cuando aún no había cumplido los 15 años, había ya compuesto un largo poema épico con sonoras octavas reales, rotundas y bien cortadas muchas de ellas. Sus paisanos le tenían por un nuevo Zorrilla.

No estará demás recordar que el primer poema de Tasso lo comienza a los 16 años y lo termina a los 18, mientras que Menéndez Pelayo compone su Don Alonso de Aguilar en Sierra Bermeja, en medio de intensos trabajos, de un curso del bachillerato, y lo tiene terminado a los 14 años. No pretendemos establecer comparaciones entre el Rinaldo de Torcuato Tasso, y el Don Alonso de Aguilar de Menéndez Pelayo, sino dar a conocer hasta dónde había llegado la marca, la precocidad, el récord, diríamos en lenguaje deportivo, y cómo fue superado o batido por el jovencísimo Marcelino.

En esto no cabe duda, Menéndez Pelayo era un versificador fácil, tanto en verso rimado como el libre que con más habilidad aún, cultivó después. Siente el ritmo, la sonoridad y cadencia del verso, toda su musicalidad interior, y su pluma corre sin impedimento sobre las estrofas. Valera dijo de él: «Su Pegaso más que espuela necesita freno».

[p. 371] Hasta en las cartas familiares que le llegan a Barcelona se encuentran, aprovechando blancos y reversos y a veces en los sobres, ensayos de traducciones en verso de clásicos griegos y latinos. El estro poético se había apoderado de aquel jovencito, casi niño.

Pero aparte de esta facilidad natural para versificar, ¿fue realmente Menéndez Pelayo un buen poeta? Sus contemporáneos en general lo alaban. El mismo Valera al recibirle en la Academia Española, se expresa así: «Para mí pues, más que por erudito, más que por gramático, más que por humanista...., el Sr. Menéndez Pelayo está aquí por poeta». Rubió y Ors, el celebrado Gaiter del Llobregat, que le conoció de niño, recién llegado a Barcelona, le escribe al recibir el obsequio del primer libro de sus poesías: «Una cosa puedo señalar y me glorío de ello, y es que adiviné en V. el poeta de dotes no comunes y de privilegiado ingenio, antes de que los demás supiesen que hacía V. versos». Amós de Escalante, Laverde, el colombiano Miguel Antonio Caro, todos le alaban a coro como poeta; todos menos el maldiciente Valbuena desde El Siglo Futuro, periódico que le ha declarado la guerra sin cuartel desde que no pudo llevar a Menéndez Pelayo, ni al carlismo, ni mucho menos al integrismo.

Pero hay un crítico, muy amigo de Marcelino, que, en medio de sus elogios, insinúa ya de lo que adolece la poesía de Menéndez Pelayo. Es el severo, el temido Leopoldo Alas (Clarín): «De las aficiones, y dados los estudios de Menéndez Pelayo, era de esperar que el poeta dejara hablar demasiado al retórico y al erudito: esto podría hacer la lectura de esa poesía difícil para gran parte del público, demasiado poco clásico por desgracia; pero el que imparcialmente y con un poco de gusto lea estos versos se convencerá de que Menéndez Pelayo es poeta de veras, a pesar de ser erudito».

Hoy Menéndez Pelayo como poeta está completa aunque injustamente, olvidado y rara es la antología en que figuren sus versos. Y no es porque ahora mismo, si desapasionadamente se leen sus poesías, no se le pueda dar un puesto en nuestro Parnaso, sino porque es un poeta que no llega, ni llegará nunca [p. 372] al público poco docto, porque es un poeta culto, nada popular, empapado en clasicismo greco-latino que le va bien a algunas de sus poesías, precisamente las mejores, pero no a todas; que ahoga a veces su inspiración amorosa y la diluye en constantes alusiones mitológicas.

Su Epístola a Horacio sin embargo, gozará de eterna lozanía y puede figurar entre las mejores piezas de una escogida antología. Aquí encaja admirablemente toda la erudición clásica del autor, y el regusto horaciano por

El vuelo audaz, la sentenciosa flecha,
la ática sal, las mieles del Himeto,
el ditirambo que a los cielos toca,
el canto de Heros, que inspiró Afrodita,
el
Otium divos que la mente aquieta,
y el júbilo feroz con que en las cumbres
del Cicerón, en la ruidosa noche,
su leve tirso la Bacante agita.

En manos del jesuita Padre Martín, consumado humanista, rector entonces del Seminario Pontificio de Salamanca y más tarde Prepósito General de su orden, cayó esta poesía y se deshace en elogios de ella. Valera cuenta entusiasmado a su amigo Marcelino que ha leído la famosa Epístola en reuniones de su casa y en la casa de Alarcón y «he conseguido grandes aplausos y encomios para V.»; y aludiendo a esta misma Epístola y al Libro de Horacio en España, a cuyo frente figura, el insigne crítico y poeta Miguel Antonio Caro le dice a su autor:

Te conocí cuando cayó en mis manos
el delicioso libro que escribiste
de Horacio y sus intérpretes hispanos,
en cuyas doctas páginas supiste
la severa sentencia, el buen consejo
poner mezclados y el urbano chiste;
y tanto le consulto y le manejo,
que al fin diré de ti, cual tú de Horacio,
que «guardo con amor un libro viejo».
[p. 373] Todos los contemporáneos se deshacen, sin excepción, en elogios de esta hermosa poesía que años más tarde llega a conocer por media de Multedo, que estaba entonces en la embajada de España en el Vaticano, el sabio Pontífice y gran latinista, León XIII que se entusiasma también con su lectura.

Al lado de esta composición poética de Menéndez Pelayo, pero sin alcanzar ninguna las cumbres de ella, pueden figurar otras poesías como la «Carta a mis amigos de Santander», «La Galerna del Sábado de Gloria», «La elegía en la muerte de un amigo» o la «Paráfrasis de una oda de Sinesio de Cirene», y pocas más, a pesar de sus dos tomos de Poesías.

Menéndez Pelayo fue un poeta que no llegó en su evolución a la plena inspiración que sin duda hubiera alcanzado si él mismo no se hubiese arrancado el laurel que ya comenzaba a coronar su frente. Su tutor Luanco, cuando ya le ve apartado de las musas y entregado a serios estudios de investigación literaria, bromeando como siempre con él, le encabeza así una carta: Poeta jubilado.

Como traductor sabe trasladar maravillosamente al verso castellano la belleza creada por otros poetas. Baste como ejemplo la versión de aquella anacreóntica «A una doncella»:

..................................
«Convirtiérame yo, Virgen divina,
en espejo do vieras tu hermosura,
trocárame en la rica vestidura
que ciñe tu alba forma peregrina.
Agua quisiera ser para lavarte,
aroma para ungir tu blando lecho,
collar que circundase tu garganta,
o cinta que ajustases a tu pecho.
Sandalia quiero ser prra calzarte
porque me huelle así tu leve planta.»

Sí, es poeta Menéndez Pelayo al verter en castellano los pensamientos de los clásicos de la antigüedad, lo es también, cuando directamente los canta en versos originales, y lo es cuando las cuerdas de su lira vibran movidas por el amor al [p. 374] terruño nativo, y hasta hubiera sido buen poeta, creo yo, ensalzando el amor humano, que él sintió desde muy joven, aunque en esto algo le perjudicó toda su inmensa cultura clásica y su cultura de filosofía platónica. Por eso sus cantos se ven asfixiados con tantas historias de griegos y romanos como quiere contar a sus amadas, por tanta mitología, por tantas bienaventuradas, inmutables, eternas ideas platónicas. Y a pesar de estos defectos, que no podemos menos de señalar en algunas de sus composiciones, creemos muy acertado lo que de él escribió Valera: «Yo no le califico declarándole superior a este o al otro compatricio o contemporáneo suyo. Digo sólo que si escribe con más cuidado, será más, influirá más, en España que en Francia Chènier y que Fóscolo en Italia».

«La poesía lírica, dice D. Marcelino a Amós de Escalante en carta de 1890, tiene para mí la recóndita y divina virtud de poder expresar lo que ningún otro género de literatura expresa, y lo que la música sólo puede traducir vagamente, es decir un mundo esencialmente poético, de todo lo que se entrevé, se adivina, o se percibe a medias.»

Esta divina y recóndita virtud de expresión que él buscaba en la poesía y que no siempre la halla, la encontró luego en su prosa, en la brillante, clara y poética exposición de sus investigaciones eruditas, de sus ideas literarias y filosóficas, una verdadera prosa poética, domada, abrillantada, sutilizada por el ejercicio y disciplina anterior del verso. Al hablar de Rodríguez Marín, como poeta cuando le recibe en la Academia Española, escribe D. Marcelino lo siguiente: «Como casi todos los escritores españoles de verdadero mérito, Rodríguez Marín escribió en verso mucho antes que en prosa. Tal es el orden natural en el desarrollo de la vocación literaria y bien puede afirmarse que quien en su primera juventud no ha recibido, con más o menos frecuencia, la visita del demonio poético, necesitará doble esfuerzo para llegar a escribir prosa artística, ni tolerable siquiera».

Menéndez Pelayo nació poeta y, no por olvidar para siempre sus versos por entregarse de lleno a estudios eruditos, dejó de serlo.

[p. 375] La primera edición de esta Biografía se publicó con el título de Don Marcelino el Último de Nuestros Humanistas; y en verdad, creemos que encajaba perfectamente en lo que es y representa, y en lo que caracteriza a Menéndez Pelayo y da colorido especial a toda su obra aunque ésta sea en su mayoría de historia y crítica literaria. Si hoy hemos cambiado el primer título por el de BIOGRAFÍA CRÍTICA Y DOCUMENTAL DE DON MARCELINO MENÉNDEZ PELAYO, es porque de esta forma se anunció el concurso del Consejo Superior de Investigaciones Científicas para premiar una biografía del Maestro, que honrosa, aunque muy modestamente, figure hoy como epílogo o capítulo final de los 65 volúmenes de sus Obras Completas.

Sí, el Último de nuestros humanistas, uno de aquellos nuestros humanistas, que no sé por qué milagro se escapó de nuestros áureos siglos y reencarnó en el siglo XIX. Doña Emilia Pardo Bazán le llama Pico de la Mirándola y Rubén Darío, el Justo Lipsio, y el Erasmo español. Esto mismo dice Camilo Pitollet en el prólogo de su Epistolario con Menéndez Pelayo: «Me parecía ver en él la efigie rediviva de un Erasmo, de un Lipsio, apenas profanada por la moderna indumentaria».

Su perfecto y acabado humanismo él mismo nos lo dejó descrito de mano maestra en la figura de D. Alfredo Adolfo Camús: «Con él no perdimos sólo un maestro sabio y ejemplar, una organización crítica poderosa, sino un tipo de una cultura que se extingue, el último representante de una casta de hombres que desaparece, y no podemos menos de recordar sus postrimerías con la íntima tristeza de quien contempla descender al ocaso el sol de las humanidades españolas».

Pero su sabiduría humanística no era sólo conocer directamente los clásicos griegos y latinos, sino algo más fundamental, el sentirlos y adquirir con ello el derecho de ciudadanía de Roma y Atenas; y más todavía, no sólo conocerlos y sentirlos, sino llegar a inundarse de ellos en tal manera y hacerlos tan suyos, que con su catolicismo y su españolismo constituyen los tres elementos que principalmente caracterizan su vida y su obra literaria.

El conocimiento de los autores latinos, lo adquiere de niño, [p. 376] cuando su memoria está en pleno vigor y por eso se lleva ya aprendidos de coro a Barcelona la mayor parte de los poetas latinos y grandes trozos también de los más destacados prosistas del Lacio. En Barcelona empieza a interpretar a los autores griegos, más por esfuerzos propios que por las ayudas que le prestaran unos profesores, tal vez no muy competentes y sobre todo distraídos en otras tareas; pero todos estos atrasos bien patentes en su ejercicio para el premio extraordinario, que no obtiene, en la asignatura de griego, bien compensados quedaron cuando llegó a Madrid y tuvo como profesor a Bardón, a quien él mismo llama «mi verdadero maestro de griego».

Con D. Juan Valera que, novelescamente, por humano amor, llegó a profundizar en el estudio de la lengua helénica y con Monseñor Montes de Oca, el traductor al castellano de los Bucólicos Griegos, llegó a formar D. Marcelino, apenas salido de las aulas, una trinca helenística, de la que salían constantemente proyectos de versiones poéticas griegas al castellano; versiones que él con su facilidad asombrosa había ya versificado cuando muchas veces los otros ni las habían comenzado.

Semejante a esa portentosa obra de la Bibliografía Hispano Latina Clásica y con el mismo método y detalle, pensaba hacer una Bibliografía Greco-Hispana para la cual él mismo dice que tenía recogidos bastantes datos, y algunos de éstos se han encontrado en su Biblioteca.

Su clasicismo se le ve brotar a borbotones, e inoportunamente como ya hemos dicho, en alguna de sus poesías. No era aquel el lugar. En cambio su obra toda de investigación literaria aun en aquellos pasajes que por naturaleza debieran ser áridos, nunca dejan de estar tocados por los dedos de las Gracias, compañeras eternas de su vida.

Este humanismo es también en él una fuerza equilibradora que le ayuda a vencer aquellos ímpetus juveniles, aquel exaltarse rápidamente y disponerse a la pelea. Su alma se templa al calor de los sentenciosos moralistas latinos y va adquiriendo con los años serenidad y madurez y la suave y dulce sofrosyne helénica. Hablándonos de Milá dice, su predilecto discípulo: «Una de sus dotes más envidiables era aquel espíritu de [p. 377] serenidad y armonía que no se adquiere en el caos de la literatura moderna, sino en la temprana, y por algún tiempo exclusiva contemplación de los modelos de Grecia y Roma, que por su lejanía misma, educan el sentido de lo bello, sin ponerse en contacto demasiado íntimo con nuestros hábitos y propensiones».

También él temprana y casi exclusivamente empapó su alma en la contemplación de los clásicos, y tan amorosamente penetraron en ella que aunque por cualquier circunstancia, a la que los mortales estamos sujetos los hubiera olvidado, le habría ocurrido seguramente lo que él nos dice de Cervantes: «El espíritu de la antigüedad había penetrado hasta lo más hondo de su alma, y se manifiesta en él no por la inoportuna profusión de citas y reminiscencias clásicas, de que con tanto donaire se burla en su Prólogo, sino por otro género de influencia más honda y eficaz: por lo claro y armonioso de la composición, por el buen gusto que rara vez falla, aun en los pasos más difíciles y escabrosos, por cierta pureza que sobrenada en la descripción de lo más abyecto y trivial; por cierta grave, consoladora y optimista filosofía que suele encontrarse con sorpresa en sus narraciones de apariencia más liviana; por un buen humor reflexivo y sereno, que parece la suprema ironía de quien había andado mucho mundo y sufrido muchos descalabros en la vida. Por esto fue humanista más que si hubiese sabido de coro toda la antigüedad griega y latina».

En eso también más que en las citas de sus clásicos se palpa el humanismo de Menéndez Pelayo, que ya en su juventud va limando asperezas y eliminando malos resabios heredados, que llega en su prematura vejez iluminada a una beatífica serenidad y a una bondad sin límites para todos. Podrá romperse el pomo en que se contiene la esencia clásica y derramarse su perfume, pero cada trozo quedará impregnado de él para siempre. Un ministro francés de Instrucción Pública a quien un diputado de la oposición increpaba diciéndole que se había empeñado en el absurdo de que todos los franceses habían de saber latín y griego, contestó así a su oponente: «No, no pretendo que todos los franceses estudiosos sepan latín y griego; me basta con que lo hayan olvidado».

[p. 378] Aún está Menéndez Pelayo con el brío impetuoso de su juventud, en el apasionado ardor de la polémica de La Ciencia Española y ya su clasicismo sabe poner cierta templanza en sus embestidas. Así termina su polémica con el Padre Fonseca: «Ahora sólo diré, por conclusión que no guardo ninguna especie de rencor al Padre Fonseca, porque bien sé que su alejamiento del mundo le ha hecho ser en esta ocasión inocentísimo instrumento de la pérfida y tortuosa guerra que me han declarado otros que ni son dominicos, ni tomistas, y a quienes ni ahora ni nunca nombrará mi pluma porque de algo les ha de servir el haberse llamado en algún tiempo amigos míos. Respetemos illud amicitiae sanctum ac verabile nomem, aunque por ser esta una virtud pagana, tan fácilmente se juzguen dispensados de sus leyes, los que a sí mismo se llaman católicos íntegros y puros».

Sus contemporáneos le admiraron, asombrados de sus conocimientos de los clásicos, nosotros le vemos ya en este aspecto, como un mito, como algo fabuloso, lejano e inimitable, que a tal punto llega nuestra postración en estudios humanísticos aun en medio de una abundante floración de filólogos.

«Contra lo que muchos sostienen, pensamos que hay en Menéndez Pelayo una filosofía suya, propia, muy digna de consideración y estudio; que en ella se contienen valiosos elementos que pueden significar, al menos como conato y esfuerzo, una incitación provechosa y fecunda para nuestra filosofía actual.»

Creemos muy acertada esta opinión del Padre Ceñal, que no es él sólo quien la sostiene sino también otros autores y principalmente algunos que escribieron sobre este asunto con motivo del primer centenario del nacimiento de D. Marcelino. Debemos destacar sin embargo el libro del profesor Muñoz Alonso, «Las ideas filosóficas de Menéndez Pelayo», por la claridad y sistematización con que se reúnen y estudian los pensamientos y teorías filosóficas del maestro, casi siempre caídos en sus obras ocasionalmente y como de pasada, no con propósito formal de filosofar por cuenta propia, sino de exponer las ideas de otros. Entre los 65 volúmenes de sus Obras [p. 379] Completas en la edición del Consejo de Investigaciones, solamente hay uno de Estudios de Crítica Filosófica, y éste es fundamentalmente histórico, porque D. Marcelino en sus eruditos estudios es siempre historiador: historiador literario, historiador de arte, historiador de ideas y sistemas filosóficos, historiador en todas las materias que toca aunque no por eso deja de traslucir su propio pensamiento.

A Menéndez Pelayo le ocurrió en filosofía algo de lo que le pasó en poesía, aunque por modo muy distinto. La poesía la deja cuando ya iba alcanzando la meta, cuando estaba a punto de dar con su vena poética verdadera; dejó la poesía porque su vocación de historiador y crítico literario le llevaba por nuevos caminos; después, cuando está de lleno dedicado a la investigación literaria, no encuentra momento libre para exponer sus ideas filosóficas, aunque repetidamente promete hacerlo y de modo especial señala para hacerlo al final de su Historia de las Ideas Estéticas en España. A Menéndez Pelayo, historiador de la filosofía, y precisamente por quedarse en sólo eso, a pesar de sus tan repetidos propósitos, ni se le puede tener por padre y creador de una filosofía, ni afiliarle dentro de ninguna escuela filosófica.

La historia de la filosofía española, he aquí su gran ambición, sus sueños desde muy joven: «Historia, dice, en la Advertencia de la tercera edición de la Ciencia Española que está todavía por escribir y que escribiré algún día, si la vida me alcanza para completar el círculo de mis trabajos».

En aquella juventud arrolladora de Menéndez Pelayo todos son promesas de esta índole principalmente en la Ciencia Española: «Un libro que con el título de Exposición e Historia del Vivismo, pienso escribir. Libro que será malo y rudo como de tosca pluma y pobre entendimiento, pero útil si llama la atención de los doctos». «El modo como Vallés —dice en otro pasaje— explica y defiende estas ideas no es para tratado de pasada. Día vendrá en que yo escriba de propósito acerca de la Sacra Philosophia».

Él mismo se ha definido en este aspecto al escribir: «El único timbre de que me envanezco es el de haber puesto el hombro [p. 380] a la tarea de reconstrucción de nuestro pasado científico, y especialmente haber traído alguna pedrezuela al edificio de la historia de nuestra filosofía. La mayor parte de mis investigaciones y estudios a ese fin se encaminaron, y aunque no hayan alcanzado otro efecto, ni tengan más valor, han producido, al menos, el saludable fruto de excitar la opinión, antes poco o nada cuidadosa de estas materias, y ahora despierta y atenta a la voz de nuestros pensadores, por tanto tiempo desdeñados de sus olvidadizos nietos».

Desde la niñez se inicia su afición a las especulaciones filosóficas y en la cátedra de Sicología del Instituto lee, cuando no tenía más que trece años, su Discurso sobre la Existencia e Inmortalidad del Alma. Sí, aquí en Santander se inicia su gusto por filosofar, pero de toda aquella filosofía Coussiniana, de aquel espiritualismo idealista que aprende con D. Agustín Gutiérrez, no le queda nada. Y siento disentir en esto de la opinión de un eminente discípulo de Menéndez Pelayo como fue Bonilla y San Martín, gran historiador también de nuestra filosofía.

Donde recibe la primera influencia de una escuela filosófica es en Barcelona «siendo un niño todavía» nos confiesa él mismo. Lloréns y Barba es su primer maestro de filosofía; pero no lo es él solo, a quien trató muy poco, y no fue oficialmente discípulo suyo, ni pudo aprender en sus obras, pues no dejó escrito más que un discurso de inauguración de curso en la Universidad de Barcelona, lo fue también Milá y Fontanals, y en general puede decirse que toda la Universidad de Barcelona, heredera de la de Cervera y de su espíritu indagador que había producido hombres tan eminentes como Martí de Eixalá. A través de algún corto trato con Lloréns y sobre todo con este ambiente universitario y por los apuntes de clase que los alumnos aprovechados de la del filósofo catalán solían hacer, es como llegan a penetrar en el espíritu de D. Marcelino las teorías de la escuela escocesa, y aun el mismo vivismo con el que a veces se entusiasma, y hasta algo del Kantismo, no en cuanto a sus doctrinas sino principalmente en cuanto al método: «A esta escuela —[la universidad de Barcelona]—debí, en tiempos [p. 381] verdaderamente críticos para la juventud española, el no ser ni Krausista ni escolástico... Allí aprendí lo que vale el testimonio de la conciencia y conforme a qué leyes debe ser interpretado para que tenga los caracteres de parsimonia, integridad y armonía. Allí contemplé en ejercicio un modo de pensar histórico, relativo y condicionado, que me llevó no al positivismo (tan temerario como el idealismo absoluto) sino a la prudente cautela del ars nesciendi».

Allí la visión de lo concreto, manifestada en las formas tradicionales del arte y de la costumbre, y en la perenne y práctica observación de los fenómenos del alma, tenía aventajados intérpretes que a cualquiera escuela de Europa hubieran honrado, y entre los cuales descollaban dos que bien podemos llamar eminentes: D. Francisco Javier Lloréns y D. Manuel Milá y Fontanals. Del primero, a quien sólo alcancé en el penúltimo año de su profesorado, tengo escasos recuerdos personales.»

Ya hemos reproducido en otro lugar párrafos de una carta de Menéndez Pelayo al canónigo sevillano D. Cayetano Fernández, pero conviene dar a conocer esta y otra sobre asunto parecido, con algún detalle. Ambas versan sobre las ideas filosóficas de Menéndez Pelayo expuestas en sus discursos sobre la filosofía platónica en España y sobre el Cristicismo y escepticismo españoles. Y si interesantes son ambas cartas del célebre fabulista y académico de la Española, D. Cayetano Fernández, aún es más la contestación de D. Marcelino a la última de estas cartas, porque en ella es quizá donde Menéndez Pelayo más clara y concretamente expresa sus tendencias filosóficas.

Don Cayetano en 1891 se expresa en estos términos: «Supongo que, teniendo V. tan asegurada su gloria como teólogo, como historiador, como crítico y como literato, en sus Heterodoxos, Ciencia Española, Historia de las Ideas Estéticas, etcétera, ha querido ahora hacer una excursión por el campo de la filosofía añadiendo este nuevo florón a su corona. Que aunque se pueda en cierto modo, escribir la historia de la filosofía sin ser filósofo, yo creo que es preciso serlo y mucho, para hacer lo que V. ha hecho en su discurso, persiguiendo las ideas platónicas a través de los siglos muertos, recorriendo escuelas y [p. 382] escudriñando teorías hasta dar en cada una con la oculta aleación platónica que las avalora».

Hasta aquí todos son elogios de D. Cayetano; pero le llega el discurso que pronuncia D. Marcelino en la Academia de Ciencias Morales y Políticas, y aquel varón, sabio y justo, que le quería entrañablemente, ce cree obligado a decir la verdad, su verdad, a Menéndez Pelayo, y con la misma libertad con que antes le elogia, ahora le censura:

«No por otro motivo [el de creer que D. Marcelino no leería sus cartas] rompí no hace mucho una en la que, después de darle las gracias por la revisión de su admirable Discurso de entrada en la Academia de Ciencias Morales, le hablaba largamente del mismo. Por si lee V. ésta y le pica la curiosidad, diré a V. ahora que todo su contenido se reducía a decirle: Que empecé a devorar el Discurso, entre los asombros de saber tanto, con vivísima esperanza de lo mucho que en él debería de ganar la filosofía cristiana; pero bien pronto me convencí de que no había tales carneros, pues el pedazo de idealismo que V. según las tendencias de hoy, quiere casar con el positivismo, es tan racionalista como los demás... y decía por conclusión de mi desatentada crítica, que si Francisco Sánchez, Pedro de Valencia y otros engendraron efectivamente a Kant, España debería renunciar a la triste gloria de haberlos parido.»

Don Marcelino le contesta: «Veo lo que dice V. de mi discurso y no acabo de convencerme de que sea tan excéptico, ni tan racionalista como V. da a entender. Seguramente me habré explicado mal, pero bien sabe Dios que mi intención no era esa. Yo puedo parecer algo libre en mi modo de escribir y de pensar, porque estoy habituado a la ciencia cristiana de otros tiempos, que dicen que eran de intolerancia, pero que a mí se me antojan más favorables a la libertad filosófica que los presentes, siquiera porque todavía no se habían inventado el periodismo católico y otras zarandajas por el estilo, que a todos nos traen con la barba sobre el hombro sospechosos unos de otros y temerosos de abrir boca por si acaso se nos suelta alguna herejía. Mi discurso es histórico y de exposición, no dogmático, pero bien claro se deduce de él que yo no admito la [p. 383] tesis excéptica, aunque acepto la moderna posición del problema crítico, para resolverlo con el criterio de la filosofía espiritualista, que en este caso es idéntico con el de la filosofía cristiana.

Yo no soy ni he sido nunca escolástico en cuanto al método: me eduqué en una escuela muy distinta; recibí, siendo niño todavía, la influencia de la filosofía escocesa, y por ella indirectamente algo del Kantismo, no en cuanto a las soluciones, pero sí en cuanto al procedimiento analítico. A mi maestro Lloréns —sobre quien habrá V. visto una nota al fin de mi discurso—, le debí no una doctrina, sino una dirección crítica, dentro de la cual he vivido siempre, sin menoscabo de la fe religiosa, puesto que se trata de cuestiones lícitas y opinables. No he sacado el Cristo en mi discurso porque el tema que traté era un tema de Lógica Pura, que puede y debe plantearse en el terreno meramente racional y especulativo. Yo lejos de ser excéptico, creo en las fuerzas de la razón y creo también en el orden sobrenatural.

Los excépticos son los que, como Pascal y Donoso Cortés, sacrifican lo racional al orden sobrenatural, y afirman y enseñan que la razón y el absurdo se aman con amor invencible. Vea V. que proposición tan injuriosa como ésta al Creador y Supremo Ordenador del mundo, no se lee ni en Kant, ni en Enesidemo, ni en Francisco Sánchez.

Remití a V. días pasados el tomo últimamente publicado de mis Ideas Estéticas. Otros dos le faltan a V. y se los remitiré un día de estos, aunque calculo que todavía han de hacerle peor efecto que el discurso, porque yo nunca he tenido reparo en hacer justicia a los escritores no católicos, en aquello que han tenido razón y en que han servido al progreso de la ciencia.»

No, no fue Menéndez Pelayo antitomista como claramente nos dice la carta copiada. Era antitomista en cuanto a algunos métodos de esa escuela y sobre todo era antitomista de los neotomistas que la habían llevado a una lamentable decadencia. Y repugnaban además a su temperamento artístico aquel pesado y eterno ergotizar, tan reñido con una exposición brillante y viva. Hay además en Menéndez Pelayo —me cuesta [p. 384] confesarlo pero debo decirlo— como cierta envidia secreta y exceso de patriotismo, contra la escuela tomista. A nuestros grandes tomistas españoles los alaba sin tacha muchas veces; y si Santo Tomás en lugar de nacer en Aquino, en Italia, hubiese visto la luz en cualquier pueblecito español y más si fuera montañés, sus elogios hubieran sido, sin duda, doblemente encendidos. Porque quizás el defecto, si esto puede considerarse como defecto, más visible en Menéndez Pelayo es el de ser «español incorregible», como él mismo confiesa, excesivamente español, como le decía Milá y Fontanals, y muy montañés, excesivamente montañés, nos atrevemos a decir nosotros.

Y además pensaba respecto a estos exclusivistas del Santo que: «Maltrata las glorias de la filosofía cristiana el que, por encumbrar a un solo Doctor inmola sin piedad en sus aras a todos los restantes, queriendo establecer hoy mucha más dura tiranía intelectual que en aquellos tiempos de luz y de vida para la escolástica en que resplandecieron los Toledo, los Vázquez, los Suárez, los Rodrigo de Arriaga».

En sus excursiones por la historia de la filosofía pocas veces tropieza con doctrinas geniales y que se presenten tradicionalmente como originales, a las que él no les busque un antecedente en filósofos de nuestra patria o en las que no vea un desarrollo novedoso entre los nuestros que las siguieron. Y es que en todas estas doctrinas lo que buscaba era el espíritu nacional que les daba vida, según había aprendido en Barcelona del que llama él su maestro, D. Francisco Lloréns y Barba y claramente nos lo dice el mismo D. Marcelino: «No pretendo yo (¿quién tal pretendiera?) restaurar la variada trama de ideas y opiniones a veces opuestas y aun contradictorias, que desde Séneca hasta Balmes, y aún más acá, constituye lo que llamamos Filosofía Española. Quiero sólo que renazca el espíritu nacional a que Lloréns se refería, ese espíritu que vive y palpita en el fondo de todos nuestros sistemas y les da cierto aire de parentesco, y traba y enlaza hasta a los más discordes y opuestos».

Pero aunque principalmente fue un historiador de nuestra filosofía lo mismo en la Ciencia Española que en las Ideas [p. 385] Estéticas, en sus Estudios Filosóficos y más aún en sus conferencias sobre Los Grandes Polígrafos Españoles: «Fundamentalmente era un temperamento filosófico, ha escrito con limpia imparcialidad en su precioso discurso pronunciado en Berlín, Luis Araquistain, aunque nunca se aferró a ningún sistema y acaso por eso. Pese a la leyenda. que se ha formado de él, de hombre dogmático y estrecho de espíritu, comprendió todas las doctrinas filosóficas, porque, como dice contestando a un filósofo tomista: «La verdad total no la ha alcanzado el tomismo ni ninguna filosofía como tal filosofía, pero debemos aspirar a ella»; y tal vez veía en el conjunto de todos los sistemas una aproximación a esa verdad inasequible».

No es que sea un ecléctico sistemático, con amasijo de doctrinas de aquí y de allá, sino más bien, por lo que puede conjeturarse de lo que en la exposición crítica de ideas ajenas asoma, y de las propias, estaban estas teñidas a la vez de una tendencia armónica y una tendencia crítica, muy españolas ambas, que le predisponen para admirar a todos los filósofos independientes como su Juan Luis Vives, pero no sin analizar puntualmente, y con crítica a veces severa, sus métodos y procedimientos.

Él vio la filosofía no como dilectantismo puro, no como un ensayismo en el que trivialmente pudiera entretenerse, divirtiéndose de otras tareas a que vocacionalmente y por obligación de cátedra, se sentía llamado. La filosofía era para él, como para todo el que merezca el nombre de filósofo, algo fundamentalmente absorbedor de todas sus potencias y actividades, ella es señora que no se desposa sino con los que han de serle fieles de por vida.

Son dos conceptos el de historiador y el de crítico literario que en Menéndez Pelayo se funden admirablemente sin llegar a confundirse. Él más que historiador de hechos es un historiador de ideas; claramente nos lo dice en varios pasajes de sus obras, y refiriéndose especialmente a nuestros siglos de oro ha escrito lo siguiente: «Nadie ha hecho aún la verdadera historia de España en los siglos XVI y XVII. Contentos con la parte externa, distraídos en la relación de guerras, conquistas, tratados [p. 386] de paz e intrigas palaciegas, no aciertan a salir los investigadores modernos de los fatigosos y monótonos temas de la rivalidad de Carlos y Francisco I, de las guerras de Flandes, del Príncipe don Carlos, de Antonio Pérez, y de la Princesa de Éboli. Lo más íntimo y profundo de aquel glorioso período se les escape. Necesario es mirar la historia de otro modo: tomar por punto de partida las ideas, lo que da unidad a la época, la resistencia contra la herejía; y conceder más importancia a la reforma de una Orden religiosa o la aparición de un libro teólogico que al cerco de Amberes o a la sorpresa de Amiens.» [128] .

Hombre de gran verdad llamó a Menéndez Pelayo el sabio cardenal y obispo de Málaga don Angel Herrera Oria. Mo hay intelectual digno de este nombre que no busque siempre la verdad; pero muchos se ofuscan y no buscan la verdad más que en sí mismos, en lo que ellos han fraguado apriorísticamente como verdad dentro de su alma. Haciendo siempre abogacía, de lo que tratan es, no de indagar ni comprobar la verdad, sino de probar a toda costa lo que como tal han preconcebido o lo que más les conviene.

Menéndez Pelayo penetra sin prejuicios por la puerta grande de la ciencia pura con el pecho descubierto y dispuesto siempre a aceptar lo que la ciencia le enseña, sin distingos acomodaticios, sin variar en un ápice las conclusiones verdaderas a que sus investigaciones le lleven. Sabe muy bien, y lo dice repetidamente en sus escritos, que no puede haber ninguna verdad científica que se oponga a la verdad religiosa, porque las verdades, si lo son, no pueden estar en contradicción ni entre sí, ni menos con la verdad divina, porque Dios es verdad por su misma esencia y fuente de toda verdad. Y con este firme criterio se lanza sin temores en el campo de la investigación y no tiene inconveniente en declararse: «Ciudadano libre de la República de las Letras».

Todo, aun lo ya generalmente aceptado, ha de comprobarlo sometiéndolo de nuevo al discurso lógico y poderoso de su inteligencia; porque en estas ciencias del espíritu sólo volviendo a [p. 387] pensar lo que otros han pensado, aplicándole métodos propios, se logra hacerlo nuestro o rechazarlo plenamente. No son verdades matemáticas que facílmente se comprueban y aceptan sin discusión, sino verdades más aéreas como si dijéramos, más fuera de lo físico, es decir pura metafísica. Pero D. Marcelino para no perderse en terreno tan resbaladizo, siempre que asciende en alas de la imaginación, cuando se eleva a sus geniales síntesis adivinatorias, vuelve, como Anteo, pronto a tierra para cobrar fuerza y vigor; no quiere dejar nada en el aire y como si fuera hombre de laboratorio, ha de comprobarlo en la realidad. Así es como constantemente se suceden en sus escritos la deducción y la inducción, las grandes síntesis y los análisis minuciosos; su mirada de águila que todo lo abarca desde la altura y su escudriñar en los escondrijos más recónditos de la historia, su inspiración de vate poseído de llama divina y su laborar paciente de benedictino.

Como historiador penetra en las épocas que estudia, llega a vivirlas cual si fuera un contemporáneo de aquellas generaciones. Describe sucesos ahondando en sus causas y consecuencias, pinta retratos de personajes con cuatro pinceladas de mano maestro y como aguafuertes imborrables. Porque la historia no la consideró nunca como pasatiempo ligero y mera curiosidad de conocer hechos pretéritos, sino como obra artística, como filosofía, si bien filosofía de lo mudable. Tras de él vendrán historiadores más minuciosos y detallistas, que registrando archivos y desempolvando viejos códices, puedan aportar nuevos datos y aun rectificar algunos equivocados, pero en lo fundamental la obra de Menéndez Pelayo, hasta en esas sus adivinaciones geniales y visiones de poeta, permanece intacta.

«Sigo creyendo, le escribe Amós de Escalante en 25 de noviembre de 1881, lo que principié a creer cuando V. empezó a escribir: que en punto de crítica literaria española, pone V. cimientos definitivos y sólidos que subsistirán cuanto subsista nuestra lengua o su memoria. Hay mucho de grande que subyuga y mucho de generoso que seduce y consuela en esa amplitud y libertad de criterio, en esa independencia, no desdeñosa de nadie, con que V. discurre en todas las cosas de la literatura patria.»

[p. 388] Todas estas cualidades literarias, estas dotes maravillosas que Amós de Escalante señala ya en la Crítica de Menéndez Pelayo, cuando acaba éste de cumplir los 25 años, se depuran y perfeccionan más con la serenidad que adquiere en su temprana madurez y más aún cuando llega su inspirada, humanísima y anticipada vejez. Esto lo ha sabido expresar bella y concisamente el Dr. Marañón: «Si la precocidad de sus conocimientos apenas admitió progresos sustanciales a lo largo de su vida, por que parecían infusos desde sus primeros años, su bondad sí, porque fue depurándose y llenándose de trascendencia humana a medida que D. Marcelino maduraba y antes de la hora de su vejez envejecía». [129]

Lo de la enorme cantidad de conocimientos adquiridos por Menéndez Pelayo en temprana edad, es algo casi inexplicable humanamente. Por eso el Doctor Marañón y otros escritores serios, nos hablan de su ciencia como infusa. Un amigo desde Vitoria le escribe: «Dígame V.: ¿Recuerda haber tenido antes otra existencia?». D. Cayetano Fernández, el célebre fabulista y canónigo sevillano, le habla de que él ha notado que a otros sabios la ciencia se le va dando gota a gota pero que a él, a Menéndez Pelayo, parece que se la han echado con embudo.

Todo esto es ciertamente asombroso, casi inexplicable, absurdo y tal vez caso único e irrepetible en la historia; y sin embargo no es lo más admirable, lo que más valora la figura de Menéndez Pelayo. «En Menéndez Pelayo, ha escrito recientemente el catedrático Balbín Lucas, los que le trataron y vieron de cerca, se contentaron a menudo con ponderar el caudal de su información imponderable. Es cierta su dedicación de estudioso y su constancia casi heroica de lector; pero juzgar al sabio pensador santanderino por la mera cantidad de sus lecturas, sería inadvertencia muy cercana a la frivolidad. La erudición noticiera, por muy copiosa y difícil que sea no pasa de constituir un elemento instrumental en el quehacer del investigador, y no alcanza valor cultural más que en aquella sazón de espíritu en [p. 389] que nutre una idea o sustenta la arquería exenta y noble de una teoría científica». [130]

Efectivamente, lo que más maravilla en Menéndez Pelayo es aquel juicio certero, aquel penetrar y vivir las épocas históricas más alejadas, aquel genial poder adivinatorio de su crítica, aquella belleza, orden y claridad en la exposición, la probidad, la honradez y la bondad, no reñida con la imparcialidad, de sus juicios.

«Yo de mí sé decir, escribió el Maestro, que siguiendo el consejo y el ejemplo del gran Leibnitz, en todo libro que cae en mis manos busco primeramente lo que puede serme útil y no lo que puedo reprender.»

De aquella su honda penetración, profundo conocimiento e intuiciones en asuntos literarios, tenemos un buen testimonio en la carta que escribe a Leopoldo Alas: «Creo como V. que, aunque muy difícil, no es imposible llegar a deslindar casi con exactitud el repertorio propio de nuestros dramáticos. Yo, por ejemplo, con el largo estudio que he hecho de Lope, me atrevería a reconocer su marca en todas partes, aun en aquellas obras que no conocemos sino refundidas, p. e. El Rey D. Pedro en Madrid, que lo fue por Claramonte, y los Jueces de Castilla que lo fueron por Moreto. Escena por escena y verso por verso se puede determinar dónde acaba el original y dónde empieza la refundición. Pero en esto como en todas las cosas humanas no puede haber infalibilidad».

La Biblioteca de Menéndez Pelayo posee una buena cantidad de libros —entre ellos muchos tomos de la Biblioteca de Autores Españoles— acotados marginalmente o en la portada por D. Marcelino. Allí expone ideas luminosas que le ocurren durante la lectura, verdaderas adivinaciones a veces, y solución de problemas históricos y literarios. Su amigo de la infancia Cedrún de la Pedraja, le escribe en 14 de noviembre de 1908: «En la Biblioteca —se refiere a la de Menéndez Pelayo en Santander—  he estado leyendo y extractando estos días las Cartas Político-Económicas publicadas por Rodríguez Villa como obra de [p. 390] Campomanes y he visto en la anteportada una nota de tu letra que dice: «Estas cartas no son de Campomanes, ni tampoco de Cabarrús, sino de algún arbitrista oscuro, probablemente de D. Valentín Foronda».

De la conciencia, de la honorabilidad de Menéndez Pelayo como historiador nos habla elocuentemente una carta que escribe a D. Fermín Canella, catedrático de la universidad de Oviedo en 5 de junio de 1886: «Me refiero a una carta del Sr. Sánchez Calvo, persona a quien en nada he podido ofender, y que sin embargo, se atreve a lanzar contra mí en letras de molde una atroz y manifiesta calumnia insinuando, aunque con la cautela de un se dice, que Nocedal y yo hemos mutilado o alterado los Diarios de Jovellanos que se conservan en Luarca; y V., amigo mío, (que de fijo no me creería digno de su amistad, si me considerase capaz de un acto de falsario) no ha tenido reparo en imprimir semejante carta sin protesta ni restricción alguna, antes bien colmándola de elogios.

Permítame V.. que le diga que todo esto me ha llegado al alma. ¿Qué ofensa más grave puede haber para un hombre honrado que suponerle capaz de falsificar la palabra escrita de otro hombre? Y ¿Cree V. que las ideas religiosas que yo profeso, y que en mi concepto profesaba Jovellanos, necesitan de esos medios raquíticos, tenebrosos y miserables para valer lo que siempre han valido?»

Por su honradez y porque no es infalible como él mismo acaba de confesar, por eso sabe reconocer sus deslices y aun sus errores y los rectifica públicamente cuando llega la ocasión y de esto llenas están sus obras de madurez y aun las juveniles que pudo reeditar. Y no contento con estas rectificaciones se llama a sí mismo «mozo apasionado e inexperto, no bastante dueño ni de su pensamiento ni de su palabra»; y hasta se sonríe de su primer estilo oratorio y retórico a veces, y otras impetuoso, acometedor tajante y lleno de latiguillos, y sin embargo lo deja todo como en su primera redacción al salir una nueva edición, porque cada libro lleva su fecha y «no se escribe lo mismo a los veinte que a los cincuenta años». En una carta a Carlos Octavio Burge en 31 de agosto de 1909 escribe: «El pasaje de Cervantes sobre los [p. 391] romances está mal citado (se refiere a su Antología de Poetas Líricos). Me fié de la memoria, lo cual no debe hacerse nunca, ni aun tratándose de los libros que le son a uno familiares. Procede en efecto del Quijote (parte segunda capítulo 33), pero no da a entender ni por asomo, lo que se pretende. Es Sancho quien dice: «si es que las trovas de los romances antiguos no mienten» y la dueña D.ª Rodríguez quien contesta: ¡Cómo que no mienten!

«Si puede servir de disculpa el haber errado en buena compañía, tango en este caso la de mi maestro Milá y Fontanals que, a pesar del rigor y precisión habituales en sus citas, trae en la página 9 de su tratado de la Poesía Heroico Popular el texto de Cervantes con la lección inexacta: «Que al cabo los romances son demasiado viejos para decir mentiras». Seguramente que Milá no lo inventó, sino que lo tomó de algún otro crítico, probablemente alemán, que hasta ahora no he podido averiguar quien fuese, pues en las obras de Clarus, Lemcke y Wolf, no encuentro nada parecido.

Enmendaré este error en la primera ocasión que tenga, puesto que sólo el celo de la verdad me mueve en mis investigaciones, que continuamente estoy rectificando porque no presumo de infalible». [131]

A pesar de los estímulos e incitaciones amistosas para que haga crítica sobre autores modernos, huye cuanto le es posible de ella y se duele y hasta se arrepiente de la que su sangre moza le llevó a hacer con acritud, principalmente en la parte última de su Historia de los Heterodoxos. «En suma, de todo esto (las ideas de Menéndez Pelayo contra el naturalismo en la novela) apelaré al Marcelino futuro, al de 40 años (le dice D.ª Emilia Pardo Bazán en 2 de agosto de 1885) que podría ser el Mesías de la crítica por quien clamamos inútilmente hace tiempo. Y al decir crítico debía añadir moderno, pues en cuanto a nuestro ayer nadie lo siente con más amor, ni lo comprende con más inteligencia, ni lo posee con más señorío».

[p. 392] No acertó plenamente la escritora gallega en su profecía. D. Marcelino en sus 40 años y después también, huye de la crítica moderna y cuando por amistad o por compromiso la hace, no es la crítica que la punzante escritora esperaba, la crítica áspera y agria que entonces dominaba, la de la misma D.ª Emilia o la de Clarín, sino una crítica benigna, llena de comprensión y bondad para todos y para todo, aun para lo que tiene que censurar.

Todas estas cualidades que hemos mencionado son las que dan a la crítica del Maestro un aire nuevo que la distingue de todo lo anterior, una verdad y una belleza imperecederas. «Con Menéndez Pelayo la crítica literaria adquiere, por vez primera, un rango estético. En manos de su maestro Milá y Fontanals era todavía una ciencia árida». [132]

Y ¿qué es lo que hoy, a los 60 años de su muerte opinan los modernos críticos sobre su obra? Oigamos el juicio de un significado profesor que bien podemos decir que resume una apreciación muy generalizada entre nuestros estudiosos.

«Maestro de ella [de la crítica] fue entre nosotros Menéndez Pelayo a quien debemos la estructuración de la historia de nuestra literatura sobre líneas, que en lo fundamental, no se han alterado. Antes de él, se estudiaron con mucho acierto diversos géneros: su vasta síntesis lo abarca todo y lo ilumina todo. Los defectos que tiene, hijos del rigor de su clasicismo que le impidió apreciar debidamente el siglo XVII, no disminuyen la solidez con que sus piezas están ensambladas. A ella concluyen todas las investigaciones anteriores y de ellas parten las posteriores. Aun en temas tratados accidentalmente dejó la huella de su poderosa garra de león. Fácil es rebatirle en un punto concreto; imposible igualarle en la extensión de sus conocimientos, en su capacidad de síntesis, en la rapidez con que descubre los rasgos más característicos de una obra. La firmeza de sus convicciones y el amor a nuestro pasado, que le llevaron en el plano teórico a defender la intolerancia y la Inquisición, no le impidieron atemperar su actuación política a las necesidades de su tiempo, ni reconocer el mérito de todos los que se apartaron de la [p. 393] ortodoxia. Su amistad con varios disidentes y su deseo de encontrar un común denominador entre nuestros filósofos paganos, judíos y musulmanes, nuestros protestantes y krausistas, que sería una de las constantes de lo hispánico, hacen de su vida y de su obra una viva lección para los españoles de todos los tiempos. Ni su entusiasmo por lo español le llevó a desdeñar el pensamiento y la literatura de los otros pueblos, ni su amor a la antigüedad le hizo cerrar los ojos a lo moderno. Su espíritu armonioso aborrecía los extremos de unos y de otros; por eso combatió no sólo a la impiedad, sino a los creyentes que en filosofía le negaron esa libertad que es compatible con la ortodoxia. Fue inmenso su influjo sobre todos los investigadores que teníamos entonces, a los que alentaba y aconsejaba. Hoy su obra es el cimiento sobre el que edifican tanto los que siguen cultivando la crítica histórica como los que han adoptado los nuevos métodos que nos permiten calar más hondo en las obras clásicas.» [133]

Son estos párrafos que hemos transcrito, una síntesis perfecta de la grande e inspirada tarea, de los talentos y el genio del gran Maestro de cuantos se dedicaron y hoy se dedican al estudio de nuestras letras; pero en medio de tan justos elogios, no dejan de insinuarse las imperfecciones, deficiencias y aun incomprensiones que a Menéndez Pelayo atribuye la crítica moderna.

Hemos insistido mucho en este capítulo en dejar bien clara aquella herencia de sangre asturiana, nerviosa y exaltada que reciben los Menéndez Pelayo y que a todos ellos alcanza, incluso, al mismo D. Marcelino. No sólo es el hervir de su sangre moza lo que resalta en sus Polémicas de la Ciencia Española y en su Historia de los Heterodoxos, sino su noble, pero desmesurada, incontenible pasión por todo lo español, por todo clasicismo grecolatino, por todas las creencias, manifestaciones y realizaciones de la España católica de sus abuelos. Por estos ideales pelea con ardor, y hasta con intemperancias de las que tantas veces, como ya hemos visto, se arrepiente. Sus afirmaciones son rotundas, tajantes: «Más enseña una página de los antiguos que [p. 394] cien volúmenes de los modernos. Cicerón es el primer prosista de la tierra, Castelar es el primer orador de la tierra, Milá y Fontanals es el primero de nuestros críticos», frase ésta que le corrige Laverde haciéndole observar lo mal que podría parecerle a Amador de los Ríos que tanto se interesaba por él. Luego viene todo aquello de su antigermanismo: Las nieblas hiperbreas, el fermento de insípida cebada que nubla las mentes germanas, el Júpiter de Weimar, que quiere oscurecer a su Horacio. Pero no sólo, notémoslo bien, se muestra antigermano, sino que tanto o más alardea de antigalo, y reniega de las insulsas versiones de libros franceses de piedad y de las imitaciones serviles que se hacían entonces de escritores del país vecino.

Y es más, hasta nos confiesa pecadillos literarios que no son más que de pensamiento, pues nunca los vertió en las cuartillas: «Confieso que en otro tiempo gustaba yo poco de Enrique Heine considerado como poeta lírico. Nunca dejé de admirar su prosa brillante y caústica y siempre le tuve por el primero de los satíricos modernos; pero no apreciaba yo bastante la delicadeza incomprable de sus canciones o Lieder. A otros habrá acontecido lo mismo aunque no tenga tantan franqueza como yo para declararlo». [134]

Y después de estos fallos o como se les quiera llamar, defendió, según le achacan, la Inquisición, la intolerancia, y no comprendió a Góngora.

Prescindiendo por ahora de distingos y puntualizaciones que a todas estas afirmaciones habría que oponer, lo que no podemos olvidar, porque sería muy injusto, es que todas las aseveraciones más o menos atrevidas que entonces hace aquel joven no son más que: «Las indecisiones y tanteos de la mocedad que me han ido llevando a una comprensión cada vez menos incompleta del genio nacional y de los inmortales destinos de España» [135] , no son más que explosiones de su pasión patriótica, [p. 395] de su puntilloso españolismo que ve con una que pudiéramos llamar sabia envidia, el progreso de otras naciones; no son más que espolazos que un erudito muchacho da a la conciencia nacional para que despierte y vuelva a ser lo que fue en otros tiempos.

La mayor parte de sus contemporáneos no tomaron en cuenta sus destemplanzas, pues creían que era demasiado joven para acertar a expresar su pensamiento con prudencia y madurez. Hasta los mismos alemanes se sonreían de sus invectivas y alguno de ellos, como ya hemos relatado, le pedían regocigados en casa de Valera, que recitara sus versos antigermánicos. Aquel castizo hispanista, Hugo Schuchart le escribe desde Sevilla en 5 de Mayo de 1889 diciéndole que se atreve a pedirle algunos datos para sus estudios, porque le asegura Valera que «poco a poco andará suavizando su aversión a la raza bárbara del Norte». Y al final de la carta añade: «Fénix de la juventud española, no se le olvide a V. el pobre ansar que pasa con vuelo pesado sobre los encantos de Sevilla». Menéndez Pelayo al contestarle, después de darle cuantos datos le pide, le dice: «Las antipatías de raza no bastan a entiviar el cariño que despiertan siempre el amor a las letras y el trato con personas tan doctas y discretas como V. de quien me huelgo en ser servidor y amigo».

No han pasado más que cuatro años, estamos en 1893; en Santander ha ocurrido la gran catástrofe de la explosión del Machichaco y D. Marcelino que sabe que Schuchart va a enviar un donativo para las víctimas, escribe a Valera en 28 de Noviembre: «El rasgo generoso de Schuchart me ha conmovido y me ha llenado de agradecimiento. Cuando venga ese donativo ya haré que el alcalde de Santander le dé las gracias en los términos más expresivos que sepa y pueda. Además yo le escribiré directamente y entre tanto bien puede decirle que si ha visto mis escritos de estos últimos años, habrá comprendido que no queda en mí rastro ninguno de aquella infantil animadversión contra Alemania, la cual era más bien generosa envidia, y que si en mi optimismo cada vez más extenso y humano, y creo que por lo mismo más cristiano, cupiera preferencias, serían sobre todo para Alemania que en todo tiempo nos ha conocido, [p. 396] entendido y amado más que otra gente ninguna, por el singular privilegio que Dios les ha concedido de entenderlo todo, y ser ciudadanos de todos los pueblos».

No vamos a cansar al lector con textos de otras rectificaciones claras y rotundas de sus deslices o apasionadas afirmaciones juveniles; pero no debemos pasar adelante sin sostener que es injusto acusar a Menéndez Pelayo de inquisitorial e intolerante; es «una leyenda la que se ha formado de él como hombre dogmático y estrecho de espíritu». Entrecomillo y subrayo la frase por tratarse de una opinión bien significativa y de gran valor ya que la escribió Luis Araquistain, nuestro embajador de la Segunda República Española en Berlín, y precisamente en aquellos apasionantes momentos de nuestra guerra civil.

El maldecir sin ton ni son de la Inquisición, es una populachería, que hasta en coplas, con música y todo, estuvo en boga en el pasado siglo; pero un historiador serio no puede menos de confesar, como lo hizo Menéndez Pelayo, que si bien es verdad que tuvo la Inquisición, como toda obra humana, algunos defectos, también es cierto que trajo, sobre todo en España, grandes beneficios a la nación. «Es caso, no sólo de amor patrio sino de conciencia histórica el deshacer esa leyenda progresista brutalmente iniciada por los legisladores de Cádiz, que nos pinta como un pueblo de bárbaros, en que ni ciencia ni arte pudo surgir, porque todo lo ahogaba el humo de las hogueras inquisitoriales». Así se expresaba Menéndez Pelayo en su Historia de los Heterodoxos Españoles. Y acabamos de leer en este mismo capítulo lo siguiente: «Yo nunca he tenido reparo en hacer justicia a los escritores no católicos en aquello que han tenido razón y en que han servido al progreso de la ciencia». Y al final de esta Biografía en el Documento número 20, en escrito dirigido al Consejo de Instrucción Pública, nos habla del «respeto que profeso a toda convicción honrada y sincera por muy adversa que sea a las mías».

Cuánto mejor que andar rebuscando deslices e imperfecciones o apasionamientos en un talento tan temprano y prodigioso, sería seguir lo que el mismo Menéndez Pelayo nos aconseja al hablar de los primeros escritos, aún no logrados y [p. 397] perfectos, de Cicerón: «Hasta los tanteos juveniles y los ensayos menos felices, cuando son de un hombre como el egregio arpinate, dicen y enseñan más que las producciones perfectas de autores medianos. Hasta en el más leve rasguño, dejan los grandes artistas alguna señal de su genio. Y ¿no es espectáculo interesantísimo el contemplar cómo un entendimiento se va desarrollando hasta lograr su cabal madurez y porqué caminos llega a ella?» [136] Esto es lo que hemos visto en páginas anteriores, que hizo, dándonos ejemplo, el doctor Marañón al estudiar con amor los trabajos escolares de Menéndez Pelayo y observar que en uno de ellos, escrito a los 13 años, aparece ya la poderosa garra de león de que nos habla Moreno Báez.

Claro que como Menéndez Pelayo no era infalible, según él mismo se complacía en decir, hay algunos reparos que más o menos justificadamente se le pudieran hacer; por ejemplo, y creo que es el más importante y serio de todos: no que no entendiese a Góngora, como alguien ha dicho, lo cual es una tonteria, dada la cultura clásica de D. Marcelino y el testimonio que tenemos de que había leído todos los comentaristas e intérpretes del poeta cordobés, sino que no le gustaba Góngora, lo cual tampoco es expresión exacta por demasiado amplia, y sería mucho mejor decir que no le gustaba, «el grande y temerario mestro cordobés» en el Polifemo y Las Soledades.

Pero no es a Menéndez Pelayo solamente a quien no gustaba este Góngora, pues en el año 1903 al invitar la revista Helios a varios escritores a dar su opinión sobre el poeta de las Soledades, entre los pocos que contestan está Unamuno, que dice que ha intentado leerlo pero que no ha podido hacerlo. A los cinco minutos estaba mareado y acabó por cerrar el libro y renunciar a la empresa. «Poetas hay, ya en nuestra lengua, añade, ya en otras, que me darán más contento que Góngora y me costará menos leerlos».

De este criterio antigongorino que es el que dominaba en nuestros críticos en aquella época, no era fácil liberarse; por [p. 398] eso ha escrito Sainz Rodríguez: «Si Menéndez Pelayo o cualquier otro crítico de su tiempo, hubiera sido capaz de apreciar a Góngora tal como hoy le es posible a cualquier persona de gusto literario cultivado, el hecho hubiese constituido una verdadera aberración histórica, algo históricamente inexplicable» [137] .

Si D. Marcelino hubiese tenido tiempo de completar lo que él llamaba el círculo de sus estudios, si su Antología de Poetas Líricos no hubiese quedado interrumpida, cuando ya comenzaba a escribir sobre nuestros siglos XVI y XVII, esa aberración histórica, ese algo históricamente inexplicable, hubieran sido vencidos por su genio, humanamente casi también inexplicable.

No es esta una afirmación sin fundamento, hecha en el aire. La primera vez que Menéndez Pelayo escribe sobre Góngora es en el ejercicio al premio extraordinario de la licenciatura en la Universidad de Valladolid. El tema que le toca en suerte está enunciado así: «Conceptismo, Gongorismo y Culteranismo. Sus precedentes, causas y efectos en la Literatura Española». Se queda uno pasmado y cuesta trabajo dar fe a lo que lee, no sólo por tratarse de un escrito extensísimo, dado el limitado tiempo que tuvo para desarrollarlo, no sólo por lo completo de información, pues reseña ampliamente cuanto era corriente decir en las Literaturas de la época, no sólo por estar hecho en el momento siempre azorante, de un examen y por un joven licenciado, casi un niño, pues no contaba más que diecisiete años, no sólo ni principalmente por todo esto, sino por el talento crítico que en tan temprana edad muestra, por la originalidad, perspicacia e independencia de juicio que revela, pues aun señalando todos los defectos que la crítica del tiempo atribuía a Góngora, se atreve —y atrevimiento se necesitaba pues seguramente ninguno de los jueces del tribunal estaría conforme con sus ideas— a indicar [p. 399] que hay pasajes verdaderamente notables en el Polifemo. Oigámosle: «Todo el poema está escrito con la misma hinchazón y oscuridad. Hay sin embargo, en tan desacordada producción, pasajes verdaderamente notables. Sirva de muestra la siguiente imitación de Petronio: Primus in orde Deos fecit timor:

Mudo mil veces yo la verdad niego,
No el esplendor a la materia ruda,
Ídolos a los troncos, la escultura,
Dioses hace a los ídolos el ruego.» [138]

He aquí un verso típico y bien característico del nuevo estilo del poeta, ángel de luz, convertido en ángel de las tinieblas, como generalmente se le llamaba entonces popularizando la frase de Cascales. ¿Por qué después D. Marcelino ni en las Ideas Estéticas, ni cuando de modo más circunstancial cita a Góngora al hacer la crítica de Canciones, Romances y Poemas de D. Juan Valera, ni en la Revista Crítica en la España Moderna sobre Primeros contactos entre España e Italia, vuelve a hacer el menor elogio del poeta del Polifemo y Las Soledades? Su criterio es más maduro y por tanto pudo ver mejor, aun entre las dislocaciones, retorcimientos y metáforas de los versos del Polifemo y Las Soledades, las bellezas que también contienen. ¿Por qué no lo hizo? Yo creo que, a pesar de toda la madurez que Menéndez Pelayo ha alcanzado, como es aún joven y apasionado, apasionado sobre todo por Lope, lo cual le había llevado a no apreciar en todo su valor a Calderón, como aún no había acabado de dominar su sangre moza y están muy cerca sus días de polémicas, se deja fácilmente llevar de la indignación que le producen, las tenebrosidades del Polifemo y de Las Soledades, olvidándose de los pasajes notables que antes había encontrado en estos poemas.

Indudablemente que si Menéndez Pelayo hubiese llegado a tratar más de propósito y en estudio completo, sobre Góngora en La Antología de Poetas Líricos Castellanos, nos hubiera [p. 400] mostrado, bellamente engarzadas por su prosa poética, todas las perlas que en medio de aquellas tinieblas gongorinas había él logrado sacar a luz; porque dejados atrás sus apasionamientos, culminada ya toda su madurez, había alcanzado una serena y beatífica visión de la vida, una actitud crítica de bondad que, sin impedirle señalar con benevolencia todo lo malo de un autor, se deleitaba en hacer resaltar, tal vez hasta exagerándolo un poco, lo bueno que en él encontraba. Don Marcelino era, cuando pudo continuar su Antología, un gran crítico, paternal y pleno de sabiduría, el crítico de las encantadoras e inefables semblanzas de Rodríguez Marín, de Milá y Fontanals, de Amós de Escalante, el apasionado de Pereda que no quiere juzgar la novela Sotileza, sino admirarla y encumbrarla porque la heroína es de su mismo pueblo y hasta de su mismo barrio, callealtera como él.

Ya en el año 1892, en la Antología de Poetas Hispano-Americanos, adivinando el genio de Rubén Darío, que aún no había escrito más que Azul, nos dice: «Una nueva generación literaria ha aparecido en América Central y uno por lo menos de sus poetas ha mostrado serlo de verdad». Y al reeditar esta obra en 1910 añade en una nota: «Claro es que se alude al nicaragüense D. Rubén Darío cuya estrella poética comenzaba a levantarse en el horizonte, cuando se hizo la primera edición de esta obra en 1892. De su copiosa producción, de sus innovaciones métricas y del influjo que hoy ejerce en la juventud intelectual de todos los países de lengua castellana, mucho tendrá que escribir el futuro historiador de nuestra lírica» [139] . También estimula y tiene elogios para el pionero del modernismo español Salvador Rueda, como puede comprobarse por la correspondencia de éste que se conserva en la Biblioteca del Maestro. «Su nombre habría que escribirlo con estrellas», le dice Rueda agradecido, a Menéndez Pelayo. Y si nuestro gran crítico supo apreciar, contra el viento y marea que levantaron, todas estas y aun otras innovaciones en nuestra lírica, y el genio de sus autores, ¿cómo no iba a presentarnos, [p. 401] llegada la ocasión, todos los destellos brillantes que el ángel de luz había de continuar dando aun después de caído en las tinieblas?

Pero no nos engañemos, aunque reconociera que hay pasajes notables, que hay perlas ocultas en todo ese hinchado y tenebroso mar gongorino, hubiera continuado diciendo que, a pesar de todo, no le gustaba el Góngora del Polifemo y de Las Soledades.

Y esto por la sencillísima y misma razón que a nuestro Cervantes, mente clara y clásica, no le gustaba y lo ponía en boca de D. Quijote para ridiculizarlo, aquello de: «La razón de la sinrazón que vuestra razón me hace, tanto mi razón ofusca, que con razón me quejo de la vuestra fermosura».

Y además no olvidemos que en aquel Tratado Elemental de Estética, que con Laverde proyectó, pone como ejemplo de versos oscuros, confusos, embrollados y muy enigmáticos, al lado de los conocidos de Góngora: Era del año la estación florida...., estos de Lope de Vega:

Un monte que pirámide elevado
el rostro de la luna determina,
verde gigante al sol bañado en plata
de sus cipreses el dragón retrata.

Y si a su siempre admirado Lope le reprende estos oscuros versos, ¿cómo vamos a pensar que en el Polifemo y Las Soledades de Góngora no iba a encontrar más que algunas de las bellezas que indudablemente encierran y no bastantes estrofas oscuras, confusas y enigmáticas que de ningún modo podrían gustarle?

Los dos primeros ministros de Educación Nacional que ha tenido el régimen actual de España, Don Pedro Sainz Rodríguez y Don José Ibáñez Martín fueron grandes Menéndezpelayistas. El primero es quien dispuso el decreto, que leyó en la Biblioteca de Menéndez Pelayo de Santander, para que se imprimieran sin dilación sus Obras Completas; fue el [p. 402] segundo el que llevó a cabo la tarea encomendándola al recién creado Consejo Superior de Investigaciones Científicas.

«Hoy que España renace a su auténtico ser cultural en medio del dolor y de la guerra, ha escrito Sainz Rodríguez, hoy que nuestra juventud ha recobrado la vieja vocación heroica y misionera que nos hizo grandes en la historia, hay que fijar de una manera clara y definitiva los postulados doctrinales de nuestro resurgimiento nacional. Toda la obra de Menéndez Pelayo tiene para los españoles el valor genético y patriótico que significaron para la nación alemana los Discursos de Fichte. Obra toda ella impregnada de la más pura ortodoxia, muestra de la manera más indubitada, aun a los ojos más miopes o interesados en no ver, que en España todo resurgimiento auténticamente nacional ha de ir íntimamente enlazado con un florecimiento del sentido católico y religioso» [140] .

«La ingente producción de Menéndez Pelayo, escribió Ibáñez Martín, tesoro inmenso de erudición y doctrina, es a la vez la dogmática de un españolismo férreo, exigente, y lleno de emoción, nacido del estudio del alma española en la más noble de sus servidumbres: la cultura; y de tan firme y clara orientación que su doctrina debe ser guía luminosa para nuestra insobornable y heroica juventud.

Y el ejemplo de su vida excepcional, en permanente vigilia para aumentar la gloria de la patria, debe ser norma inexorable, para todos los que con verdad y noble espíritu de sacrificio piensan trabajar por la grandeza de España» [141] .

Esta semilla de estímulo a la cultura esparcida desde las alturas del poder, cayó en terreno propicio para hacerla fecunda. Los oradores de tanda, cuando había que celebrar éxitos brillantes en la zona nacional, nos citaban de memoria algunos de los párrafos más sonoros de la prosa patriótica de [p. 403] Menéndez Pelayo, sobre todo del trompetero Epílogo de los Heterodoxos: «España, evangelizadora de la mitad del orbe, España martillo de herejes, luz de Trento, espada de Roma, cuna de San Ignacio...; esa es nuestra grandeza y nuestra unidad, no tenemos otra».

Detrás de todas estas orquestaciones patrióticas, y a medida que la Edición Nacional de sus Obras iba saliendo a luz, comenzaron a publicarse serios estudios monográficos sobre Menéndez Pelayo que han contribuido al mejor conocimiento de su vida y su obra y lo que ésta para nuestra cultura representa.

Pero llegó en 1956 la conmemoración del centenario del nacimiento de D. Marcelino, y fue tal la pedrea de artículos, discursos y homenajes, tal el floreo de palabra y por escrito, que entre paletadas de prosa y canastas de flores la figura de Menéndez Pelayo parece como si hubiese quedado enterrada, entre flores sí, pero enterrada. Tal vez fue mal de estas celebraciones centenarias, como decía el mismo D. Marcelino, tal vez fue cansancio y deseo natural de variar de temática, pero lo cierto y triste es, que hoy ya casi nadie habla de Menéndez Pelayo, ni le citan. Y no quiero decir con esto que no se lea y se le estudie, pues sus Obras Completas continúan vendiéndose; lo que digo es que se le cita muy poco, aunque callada, y silenciosamente continúa siendo maestro e inspirador de nuestros críticos y estudiosos de la literatura española.

Y como sus enseñanzas continúan vivas y de actualidad, es necesario que su nombre vuelva a sonar en todas partes, tenemos que levantarle de ese sepulcro de flores en que se le metió y que no sea sólo maestro de unos cuantos apartados estudiosos, sino que adoctrine y guíe también a nuestro pueblo. Él es en el aspecto de amor a la patria, nuestro Fichte, como dijo Sainz Rodríguez, pero no por escribir Discursos a la Nación española, sino por toda su ciclópea obra profundamente españolista, que es como un himno gigante a España desde su primer libro La Ciencia Española hasta Los Orígenes de la Novela, última obra que salió de su pluma. Con retazos de sus escritos pudo tejer el exministro D. Jorge Vigón, una historia de España. Del mismo modo pudieran hacerse variadas [p. 404] monografías sobre temas de gran interés para la cultura popular, y sobre todo un gran libro en que se recogieran las grandes enseñanzas, los fervores patrióticos, los elogios, las defensas de España que expontáneamente brotan en sus escritos.

Su exaltado y juvenil españolismo, que él mismo califica de incorregible, aunque se reprime y es menos exhibicionista, como todo en su edad madura, no por eso mengua un ápice ni deja de dar estallidos, teñidos a veces de amargura, cuando ve los desastres que sobre la patria vienen.

Noble envidia y acuciante estímulo provocan en él los eruditos trabajos que sobre nuestras letras e historia escriben en su tiempo algunos extranjeros. «No va España del todo rezagada en este movimiento y algunos nombres generalmente respetados, pudiéramos citar en comprobación de ello —dice en el Prospecto de la Nueva Biblioteca de Autores Españoles—, pero gran parte del trabajo, la mayor sin duda, corresponde a la erudición extranjera, lo cual, si por una parte nos mueve a profundo agradecimiento, no deja por otra de molestar un tanto nuestro amor propio, sobre todo cuando comparamos la diligencia de los extraños, el amor y el celo que en la investigación ponen, con la frialdad, con el desdén, y hasta con la irritante mofa que en nuestro círculo intelectual, hoy tan perturbado por un ciego y enervador pesimismo, se ultraja y persigue cuanto lleva el sello tradicional. Desde que se puso en moda la estúpida frase de la leyenda española parece que los españoles que quieren pasar por adelantados y cultos, se avergüenzan de su casta y no quieren oír hablar de su pasado, convencidos, sin duda, de que es pura leyenda, es decir, patraña o cuentos de viejas».

Agradecido acepta Menéndez Pelayo esta colaboración que del extranjero nos llega; pero no tolera su altivez de español, que venga envuelta a veces, en desconsideraciones y reticencias que nos rebajan. Con su amigo Morell-Fatio más de una vez se molesta por tales motivos y de él afirma: «que es el hispanista francés que mejor conoce a España; no quiero decir, añade, el que más la ama».

¡Con qué sátira más fina sabe fustigar en otros pasajes a los [p. 405] que neciamente y sin conocernos hablan de las cosas de España! Nadie mejor que nosotros conoce a España, piensa Menéndez Pelayo, pues por mucho que sepa un extranjero de nuestras cosas nunca las conocerá con la inteligencia de amor con que nosotros las sabemos. Esa inteligencia de amor es la que se ve, por ejemplo en Lope de Vega, al que él llama «Archivo viviente de las tradiciones españolas», cuando escribe: «Nadie ha sabido de España como Lope sabía, por instinto y por amor». Y esa es también la inteligencia de amor que vio en Quintana convertido en nuevo Tirteo de nuestra guerra: «Quintana tuvo la viril abnegación de ponerse al lado de los que defendían a la España tradicional, de la cual él tanto había maldecido. Entonces dejando por un momento de ser el poeta de la Imprenta y de La Vacuna, se convirtió en el poeta de las Odas patrióticas, en las cuales no se descubre otra inspiración ni otro móvil que el general entusiasmo de las almas españolas en aquella crisis de nuestra historia moderna».

Menéndez Pelayo quiere que ahondemos en el conocimiento de España, que nos conozcamos nosotros mismos lo primero, pues el pueblo que olvida su historia y se desconoce no puede progresar, ni aunque busque como panacea la importación de ciencia extranjera, que no sabrá nunca digerir ni convertirla en sustancia y médula de su propia vida, si ésta es raquítica y desmedrada, por no haberse alimentado con la leche materna. Pero todo esto que constituye el casticismo o amor a la casta, y a la raza según las expresiones de su tiempo, en D. Marcelino no significa un aislamiento total de la Europa culta. Él mismo nos dio ejemplo en salir en la época de su formación al extranjero para informarse de los vientos que en el mundo del saber corrían, y aboga en varias ocasiones por la importación de métodos y doctrinas que, prudentemente incorporadas a nuestra enseñanza, en todo aquello que vayan bien con nuestro carácter y tradición, puedan ayudarnos a elevar nuestro nivel cultural.

Primero lo nuestro, estudiar lo nuestro en todo lo que tenga de grande, bueno y útil en el momento en que se viva; luego lo otro, lo extraño, pero haciéndolo también nuestro en lo que se [p. 406] pueda. En resumen: no pretender europeizarnos a tontas y a locas perdiendo todo lo bueno de nuestra idiosincrasia nacional, sino más bien españolizar todo lo que de mejor nos venga de fuera incorporándolo a nuestro ser. Españolizar, he aquí la palabra, españolizar a la misma Europa si algún día nuestro progreso y cultura nos dieran aliento para ello.

Todos los variados aspectos de las manifestaciones culturales de Menéndez Pelayo que en este capítulo venimos estudiando, todas esas brillantes cualidades, pueden ser comprendidas en un solo concepto que las junta y en cierto modo las unifica; concepto que tiene su especial significado y palabras propias: Grandes Polígrafos . Y no es en el sentido etimológico de autor que escribe sobre muchas y variadas materias en el que Menéndez Pelayo, en aquellas conferencias que dio en la Escuela de Altos Estudios del Ateneo de Madrid, emplea esta frase, sino en el de hombre cumbre, representante de la cultura y el sentir de un pueblo en una época determinada: «pues aunque la obra de la cultura de un pueblo es esencialmente colectiva, no podemos menos de afirmar con igual resolución, que la conciencia universal del género humano se revela y manifiesta de un modo más concreto y luminoso en un corto número de hombres privilegiados, a quienes ya Fray José de Sigüenza llamó «hombres providenciales y en nuestro tiempo ha llamado Carlyle los héroes y Emerson los hombres representativos».

Pues precisamente esto, un hombre verdaderamente providencial, un héroe de la ciencia española, un hombre representativo de la raza, no sólo en su siglo sino en toda nuestra historia, es lo que con verdad se pueda llamar a Menéndez Pelayo que posee ese conjunto de brillantes cualidades que hemos visto; y todo esto queda abarcado en la expresión con que muchas veces se le ha designado: Nuestro Gran Polígrafo.

Así es como nosotros le hemos visto y hemos procurado que lo vean los lectores de este libro estimulándoles a seguir, aunque sea de lejos, sus huellas.

Notas

[p. 364]. [123] . El Conde de Cheste fue durante muchos años Director de la Academia Española y solía invitar a comer en su casa a los académicos, en Navidad, por su santo, o con cualquier otro pretexto. A estas reuniones gastronómico-lingüísticas, solía asistir, con el beneplácito y casi regocijo general, la tan conocida ya en esta biografía, Joaquina Viluma, sobrina carnal de Cheste.

Digo casi regocijo general porque los alfilerazos, no creo que deban calificarse de puyas, de la hija del marqués de Viluma, contra algunos académicos y sus recientes producciones literarias, que ella conocía muy bien, no dejaban por el momento de molestarles aunque terminaban al fin por reír sus ingeniosas y casi siempre ingenuas gracias.

Yo creo que si presenta su candidatura, quizás hubiera sido Joaquina Viluma, la primera académica por aclamación en la euforia de inter pocula de la espléndida mesa de su tío.

[p. 365]. [124] . «Historia de una amistad». Por Vicente Marrero. E. M. E. S. A. Sección Cultura. Madrid, 1971.

[p. 366]. [125] . Facsímiles de Trabajos Escolares de Menéndez Pelayo. Con un Estudio sobre la precocidad de Menéndez Pelayo por el Dr. D. Gregorio Marañón.—Imprenta Hermanos Bedia. Santander, 1959.—El libro fue costeado por el Banco de Santander.

[p. 367]. [126] . Milá y Fontanals, que era muy cuidadoso de su prestigio, no hace la pregunta directamente al que acaba de ser su discípulo, sino por medio de Antonio Rubió, y por eso Menéndez Pelayo es a éste a quien se dirige para que por él llegue la información al Sr. Milá.

La pregunta se refería a una versión al latín de Auxias March, de la que D. Manuel tenía sólo una vaga referencia, que con todo detalle se la amplía Marcelino.

[p. 368]. [127] . Del interesantísimo Epistolario de Menéndez Pelayo con su hermano Enrique. Publicado en Boletín de la Biblioteca de Menéndez Pelayo. Hay también separata.

[p. 386]. [128] . Heterodoxos. Edición Nacional T. IV pág. 404.

[p. 388]. [129] . Gregorio Marañón. La Precocidad de Menéndez Pelayo, en el ya citado libro; «Fascsímiles de Trabajos Escolares de Menéndez Pelayo».

 

[p. 389]. [130] . Rafael de Balbín: «Una Voz vinculada». Madrid. Navidad de 1972

[p. 391]. [131] . Vid: Menéndez Pelayo y la Hispanidad por E. Sánchez Reyes.— 2.ª Edición, pág., 367.

[p. 392]. [132] . Guillermo de Torre en «Criterio» de Buenos Aires.

[p. 393]. [133] . Enrique Moreno Báez en «Nosotros y Nuestros clásicos» Editorial Gredos. Madrid, 1961.

[p. 394]. [134] . Prólogo al libro de Enrique Heine, Poemas y Fantasías. Traducido en verso castellano por José J. Herrero, Edic. Nac. tomo V de Estudios y Discursos de Crítica Hist. y Lit., pág., 407.

[p. 394]. [135] . Palabras de Menéndez Pelayo al recibir la medalla con su efigie que se le entregó al ser nombrado Director de la Academia de la Historia.

[p. 397]. [136] . Prólogo de Menéndez Pelayo a su traducción de las Obras Completas de Marco Tulio Cicerón en Biblioteca Clásica.

[p. 398]. [137] . Pedro Saínz Rodríguez. Menéndez Pelayo Historiador y Crítico Literario. Madrid. Afrodisio Aguado. 1956. Es el prólogo a una recopilación de estudios sobre mística de Menéndez Pelayo en la colección Clásicos y Maestros.

[p. 399]. [138] . Vid en O.C. Edición Nacional, Varia, Vol. 1. pág., 193. El escrito está firmado en 29 de setiembre de 1874.

[p. 400]. [139] . Obras Completas de Menéndez Pelayo. Historia de la Poesía Hispano Americana. T. 1. pág. 206.

[p. 402]. [140] . Del prólogo al libro «Menéndez Pelayo y la Educación Nacional» por el Instituto de España.—Santander. Imp. Aldus, 1938. Firmado sólo con las iniciales. P. S. R.

[p. 402]. [141] . Prólogo a las Obras Completas de Menéndez Pelayo, Edición Nacional del Consejo Superior de Investigaciones Científicas. Vol. 1 de Historia de las Ideas Estéticas.