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Obras completas de Menéndez... > BIOGRAFÍA CRÍTICA Y... > CAPÍTULO XVI : MENÉNDEZ PELAYO, BIBLIOTECARIO

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Sólo Menéndez Pelayo continúa en pie
erguido, como antes.
Rubén Darío en Crónica a La Nación de Buenos Aires.

BUSCANDO EL AISLAMIENTO EN SU NUEVA HABITACIÓN DE LA ACADEMIA DE LA HISTORIA.—DESGRACIADO EN AMORES.—LOS TRES AMIGOS.—LA GENERACIÓN DEL 98.—LA ELECCIÓN DE DIRECTOR DE LA BLBLIOTECA NACIONAL.—UN BIBLIOTECARIO QUE LLEVA SIEMPRE CONSIGO LA BIBLIOTECA.—LABOR BIBLIOGRÁFICA.—LA CAMPAÑA CONTRA LA BIBLIOTECA NACIONAL Y SU DIRECTOR

En junta de 16 de diciembre de 1892, según comunica el siguiente día al interesado el secretario D. Pedro Madrazo, fue nombrado D. Marcelino Menéndez Pelayo bibliotecario perpetuo de la Academia de la Historia por fallecimiento del que venía siéndolo hasta entonces, D. Manuel Oliver y Hurtado.

Interinamente había ya desempeñado el dicho cargo desde 4 de enero de 1889, por los achaques y larga enfermedad del Sr. Oliver. Al otorgársele en propiedad se le da también vivienda en el último piso de la Academia, en la casona de la calle del León, núm. 21, edificio del Nuevo Rezado. Dudó si se trasladaría a vivir en aquellas destartaladas habitaciones, en las que no podía estar tan bien asistido como en el Hotel de las Cuatro Naciones, y en estas dudas se le pasó el año 1893; pero al fin se decidió a [p. 274] cambiar de domicilio con la esperanza de verse más libre de tanto visitante como tenía en el Hotel, y sobre todo, de los amigos o conocidos que allí se hospedaban cada vez en más número, por el deseo de estar en contacto con él. En la Academia podría trabajar a su gusto, tenía amplias habitaciones donde colocar sus libros, dentro de la casa estaba la rica biblioteca de la Corporación, y, por otra parte, uno de los conserjes, casado y con habitaciones contiguas a la suya, le prestaría sus servicios.

Se hizo un pequeño arreglo, obra más de limpieza que otra cosa; compró algunos muebles, y, sobre todo, una larga estantería que llenaba un lienzo de pared en la pieza en que trabajaba; y el día 8 de abril de 1894 dormía ya Menéndez Pelayo en sus nuevas habitaciones de la Academia de la Historia. «Como soy tan torpe y desmañado para todo, estas operaciones de la mudanza me han ocupado mucho más tiempo que a otro y me han hecho retrasar en una porción de cosas», le dice a Valera.

Con algunas espinas clavadas ya en el corazón va a buscar la soledad en este tranquilo domicilio; penas y desgracias familiares y de amigos, le habían dejado un poso de amargura en el alma. La muerte del tan querido y respetado Milá, en 1888; la del entrañable Laverde, su alter ego, en 1890; la soledad de sus padres al marchar al convento, en 1888, Jesusina, la niña [94] el tremendo disgusto y la consternación que de éstos se había apoderado al suicidarse en su misma casa por contrariedades amorosas, en 1889, el primo Antinógenes; [95] la desgracia de Enrique, que a los [p. 275] pocos meses de haberse casado lleno de ilusiones, en 1890, con Eladia Echarte, muere ésta [96] dejándole desolado, con honda melancolía, principio de una neurastenia aguda; la catástrofe del Machichaco en 1893, que aunque no causó víctimas en su familia, le arrebató a varios amigos de la infancia; la muerte del tío Juan, a quien él tanto quería, ocurrida a fines del mismo año [97] y no hemos de contar entre las desgracias familiares, el que Dios dispusiera que pasase a mejor vida, a principio de 1890, su hermano Agustín, aquel pobre muchacho que vivió idiotizado y siendo una cruz para sus padres. En 1883 había tenido algunos ataques de locura peligrosa, pero volvió pronto a su congénita tontez. Acababa de cumplir los veinte años cuando falleció. Y añádase a todo esto lo que él llamaba conjuración del silencio de la crítica en torno a su obra científica y patriótica; conjuración que lo era sólo hasta cierto punto, pues si la prensa liberal y de izquierdas callaba intencionadamente, no se podía atribuir en general, a la prensa católica, este deliberado propósito. Lo que ocurría más bien, como le hace ver Joaquína Viluma, es que había pocos escritores de diarios, en uno u otro sector, que seriamente y a conciencia, pudiesen juzgar la gigantesca obra que aquel titán estaba llevando a cabo.

En su nueva vivienda buscaba la soledad y el aislamiento, para poder dedicarse plenamente a sus estudios. Julio Cardenal, [p. 276] el conserje de la Academia, y su mujer Anastasia, fueron celosos servidores. Prontamente conocieron a las pocas personas de la intimidad del señor que podían entrar sin autorización expresa en sus habitaciones. Los porteros del vestíbulo cumplían a rajatabla y con poca discreción las órdenes de no dejar pasar visitas, por lo que D. Marcelino sufrió a veces más de una contrariedad. Aquellos terribles cancerberos tenían siempre en los labios, como una consigna, la frase no está en casa. Es un sacrificio doloroso para él, hombre tan sociable y amigo de sus amigos, el que está haciendo. Todavía se sienta a la mesa de algunos que le honran y se honran invitándole; pero con uno u otro pretexto procura evitar estas distracciones. Solamente echa de menos aquellas deliciosas tertulias literarias de otros tiempos. Valera se había ido de embajador a Viena en los primeros meses de 1893; Fernández-Guerra, el Rodrigo Caro contemporáneo, como le llamaba Amós de Escalante, moría en aquel año de 1894, y el regocijado y simpático Cañete había fallecido en 1891. Todo se había ido deshaciendo poco a poco, privándole de algunos ratos de culta distracción; los sábados por la noche en casa de D. Juan, los viernes por la tarde en casa de D. Aureliano y cualquier día de la semana en casa de D. Manuel a la hora de comer, pues siempre tenía mesa puesta para sus amigos.

Sí, echaba de menos muchas cosas en aquel aislamiento que se había procurado, y entre otras, como él era tan cordial y humano, echaba de menos el amor.

La madre, preocupada por su idea de que Marcelino no sabía gobernarse solo en las cosas ordinarias de la vida, siempre estaba animándole a que se casara; [98] también su paisano, el Sr. [p. 277] Mazarrasa, virtuosísimo obispo de Ciudad-Rodrigo, que dejó en aquella ciudad aureola de santidad, le dice que no se quede solterón; y él mismo, olvidados ya los devaneos de su juventud, pensaba seriamente en un amor tranquilo y hondo, en constituir un hogar que le hiciese más grata la existencia.

Desde el año 1891 empezó la costumbre, hasta en 1893 que va a Murcia, casi ininterrumpida, de pasar las vacaciones de Semana Santa y Pascua en Sevilla, tomando un medio descanso en sus tareas. En este año de 1891 hizo el viaje desde Madrid con las señoritas de Manjón; de una de ellas, Regla, se conservan bastantes cartas a D. Marcelino, por las que se deduce que éste las acompañaba a todas partes en la capital andaluza, hasta en las casetas de la Feria y en el teatro. No creo que ni por una ni otra parte hubiera intento serio de noviazgo; pero sí dieron lugar estas andanzas ocasionales de Menéndez Pelayo, entre la alta sociedad de Sevilla, a la que pertenecían aquellas señoritas, a proporcionarle el trato frecuente con otras jóvenes aristócratas.

Dos años después, cuando vuelve a la Feria de Sevilla, está enamorado de Isabel Parladé y Heredia, hija de los Condes de Aguilar. Y tan en serio y decididamente tomó este asunto, que, por medio de un sacerdote amigo, procura, antes de ir a aquella capital, informarse de cómo pueden caer sus pretensiones en la casa. Este sacerdote hace su exploración con aquella noble familia, y en carta de 25 de marzo dice a Menéndez Pelayo, que está a punto de ponerse en camino, lo siguiente: «Recibo ahora su grata de ayer, que contesto para decir que también recibí la anterior, con lo que me fui anteayer a casa de Isabel, encontrándome solamente con la condesa, porque todos los demás estaban de paseo o de visitas. Hablé largamente con la condesa de nuestro asunto y me dijo que todos los de la casa, incluso los hermanos, la animaban mucho y que ella o se callaba o se inclinaba a creer que el asunto no era viable... sin precisar el porqué. Mañana o pasado volveré a la hora que pueda encontrarme con Isabel y el martes después que usted descanse y almuerce, haga el favor de [p. 278] pasarse por esta su casa, Abades 12, donde le espero a las dos para hablar sin testigos, de todo lo que yo pueda averiguar antes de su venida».

Isabel Parladé, tal vez enamorada ya entonces del que algún tiempo después fue su marido, no accedió a las pretensiones de D. Marcelino. Mala suerte tenía en sus amores. Y no es que fuera el sabio distraído que se nos ha querido pintar, siempre pensando en sus libros y sólo en sus libros. No nos cansaremos de repetirlo; Menéndez Pelayo era muy cordial, muy entrañable, muy humano y sensible para el amor. Que hubiese olvidado alguna vez a su mujer por los estudios, es muy probable, como él decía a su madre; pero serían olvidos pasajeros que hubieran tenido sus compensaciones en las efusiones de su corazón de niño.

Lo cierto es que esta nueva desilusión y fracaso le llegó al alma. En 23 de enero de 1895 le escribe a Valera: «Me afligió mucho la boda de Isabelita Parladé y he andado mustio y cariacontecido bastante tiempo. Cuando acabe de pasar esta penosa impresión buscaremos sustitución conveniente y agradable antes de que la fría vejez se eche encima con todo su cortejo de alifafes». No tenía más que treinta y ocho años y ve ya avanzar la fría vejez. ¡Con qué pena se leen estas confidencias! Su amor a las glorias de España, sus afanes por ahondar en el estudio de nuestra historia para desentrañar y poner a toda luz lo que hemos sido, lo que representamos en el mundo y lo que debemos ser, no le concedieron paz y tiempo ni para buscar ese acomodo matrimonial antes de que llegara la fría vejez. Todo, hasta el amor y aun la vida misma, hubo de ofrecerlo en holocausto por su patria [99] .

Algún alivio tuvo su soledad en aquel triste caserón de la Academia de la Historia con la compañía de Gonzalo Cedrún de la [p. 279] Pedraja, su amigo de la infancia, que fue a vivir con él a fines de 1894 o principios de 1895. Cedrún tenía verdadera pasión por la política y fue diputado canovista en varias legislaturas, y por los años de 1903 y 1904, gobernador de Burgos y luego de Baleares. Paseando un día con él en Madrid le dijo D. Marcelino: «Se me ocurre que podías irte a vivir conmigo; allí me sobran diez o doce habitaciones». Y allá se fue el bueno de Gonzalo, después de haber enviado por delante su cama, pues solamente en una especial que tenía, pudiera acomodarse su prócer estatura.

Tan procérica, como dice Enrique Menéndez Pelayo, era su estatura, que se cuenta de él esta graciosa anécdota. En la primera legislatura que fue como diputado al Congreso, se le ocurrió un día pedir la palabra. El presidente de la Cámara le dio a entender que se la concedería en cuanto le correspondiera el turno; pero el peticionario parecía no entender y se mantenía en pie como mostrando impaciencia por intervenir pronto en el debate. «Siéntese su señoría, le dijo por fin el presidente; siéntese, que ya está anotado y se le concederá la palabra en cuanto le corresponda». Y Gonzalo, con todo el candor de su alma, tan grande como su cuerpo, contestaba: «¡Pero si estoy sentado!»

Durante esta convivencia en la Academia de la Historia de aquellos dos amigos, que duró tres o cuatro años, es cuando se agrava la neurastenia que venía padeciendo Enrique: «El desgarrón que en el alma del poeta —nos dice él mismo— produjo aquella gran pena de amores, y el lento desgaste que en su sistema nervioso, nunca muy fuerte ni bien templado, fue, sin duda, produciendo el doble y contradictorio trabajo de asistir enfermos y buscar consonantes, condujéronle al fin a un lastimoso estado de depresión y melancolía, para cuyo remedio fue necesaria una larga cura, en París primero y en Madrid más tarde».

A fines de abril de 1896 salía D. Marcelino Menéndez Pintado con su hijo Enrique para París, llevando cartas de recomendación de Marcelino para Morel-Fatio, Augusto Pécoul, Eusebio Blasco el Duque de Mandas y otros amigos. Enrique estuvo durante unos meses en una casa de salud de Anteuil, donde no mejoró mucho [p. 280] por lo que en el mes de octubre de este año se le trajo a Madrid, viviendo en una clínica de las afueras, al cuidado de un especialista madrileño. Aquí volvió a recobrar pronto la salud y hasta el buen humor perdido.

En el otoño de 1897 estaba ya tan restablecido que se va a vivir en la Academia de la Historia con Gonzalo y Marcelino. Qué cosas más graciosas contaba Enrique sobre el raro y a veces absurdo vivir de aquellos dos entrañables amigos, ambos distraídos y con cualidades opuestas, pero que se completaban. «Eran mejor para admirados y queridos que para compañeros de casa —dice en sus tantas veces citadas Memorias—. Porque en esto sí que coincidieron siempre, en vivir disparatadamente y en parecer que no tenían idea de que hubiera relojes en el mundo. Muchas hambres me hicieron pasar; no recuerdo que un solo día dejara de faltar uno u otro, cuando no los dos, al almuerzo en común que en la misma Academia hacíamos. ¡Cuánto plantón me dieron cuando quedábamos citados en un café o en el Ateneo! Yo, que por acaso tengo estas pequeñas virtudes de la puntualidad y el orden, me desesperaba, y cuando a la noche lograba echarles la vista encima los ponía como digan dueñas, y les aseguraba que ni uno ni otro valdrían jamás para nada [100] ».

Así pasó D. Marcelino menos mal los cuatro primeros años de su vida en las tristonas estancias de la Academia, «dédalo inextricable de angostos pasillos y de habitaciones absurdas», acompañado por Gonzalo y Enrique. Pero éste, antes del verano de 1808, regresó a Santander, de donde no vuelve a salir sino muy raras veces y por corto tiempo, y Gonzalo tuvo pronto que dejar también a su amigo Marcelino.

Entonces empiezan para él los años más tristes; a la soledad en que se queda con la marcha de Enrique y la de Gonzalo, que era también como otro hermano, se une el dolor por las desgracias de la patria, con el desastre de nuestras guerras y la pérdida de las colonias. Le llega al alma la postración en que nos encontrábamos; pero no se abate ni decae su recio espíritu.

Entre tantos eruditos como han vertido ríos de tinta [p. 281] escribiendo sobre la generación del 98, no ha faltado, ni podía, quien incluya también a Menéndez Pelayo en el grupo. ¡Qué tendrá que ver con ellos D. Marcelino! Fue contemporáneo, pero no convivió con ninguno de aquellos hombres; fue regeneracionista, pero de otro modo y antes que todos los regeneracionistas, cuando a los diecinueve años pedía en La Ciencia Española reformas en nuestra enseñanza y proponía planes para ella; y pidió también revisión de valores, cuando luchaba a brazo partido con los santones erigidos como sabios por el krausismo, y «con el cerrado espíritu de un grupo de fanáticos, a quienes consideraba el mayor obstáculo para el progreso intelectual de España»; y es europeizante, con sano y razonable europeísmo, pues nunca olvida que somos un pueblo latino y que estamos dentro de una cierta comunidad de naciones que se llama Europa. Ningún escritor español de su época demuestra conocer tan bién como Menéndez Pelayo toda la civilización de los pueblos europeos; su obra, Historia de las Ideas Estéticas, no es sólo historia española, como dice el título, sino historia de la cultura estética occidental.

Y sin dejar de ser europeizante es españolista, racista y castizo, y todo esto antes de nuestro desastre colonial, cuando surgen tantos arbitristas, tantos curanderos de los males de la patria, tantos Jeremías que se lamentan sobre sus muros destruidos. Porque Menéndez Pelayo, y en esto es en lo que más se diferencia de los del noventa y ocho, nunca fue pesimista; se le parte el alma, como a todo buen español, al conocer las calamidaes que sobre nosotros llovieron entonces, pero no se dedica a escribir quejumbrosos e infecundos artículos, sino que, recogiendo todos sus alientos, se va con sus nuevos compañeros y amigos a trabajar con entusiasmo en la Biblioteca Nacional, a aportar un gran esfuerzo constructor para levantar de su postración a España.

En 1899, cuando vuelve Rubén Darío a España como enviado del periódico La Nación, de Buenos Aires, nos describe en una de sus crónicas el nuevo panorama, tan cambiado, que observa en nuestra patria: «He buscado en el horizonte español las cimas que dejara no hace mucho tiempo en todas las manifestaciones del alma nacional: Cánovas, muerto; Ruiz Zorrilla, muerto; Castelar, desilusionado y enfermo; Valera, ciego; Campoamor, [p. 282] mudo; sólo Menéndez Pelayo continúa en pie, erguido como antes».

Es algo simbólico y confortador el nombramiento de Menéndez Pelayo para dirigir la primera biblioteca de la Nación, en aquellos momentos en que parece haberse apoderado de todos lo que hoy llamamos un complejo de inferioridad. Don Manuel Tamayo y Baus venía enfermo desde hacía tiempo y con tan grave dolencia que se temía su pronto fallecimiento, ocurrido en 20 de junio de 1898. La mayoría de los hombres de letras vieron en Menéndez Pelayo el único sucesor posible en el cargo que dejaba vacante Tamayo; The right man in the right place, escribió Manuel Multedo; Dilectus meus mihi et ego illi, opinaba Rodríguez Marín, con las palabras de Sulamita; es decir, que estaba cortado para ello como pensaba casi todo el mundo. «Nadie le disputará a usted la dirección de la Biblioteca. Y si alguien lo intenta, nos oirán los sordos», le escribía Jacinto Octavio Picón.

Y, sin embargo, no uno, sino varios fueron los que en competencia con D. Marcelino pretendieron ocupar el puesto. Pero también se dio el caso ejemplar, como cuando hizo las oposiciones a cátedra, de que algunos se inclinaran ante él y le dejaran el paso libre. José Gutiérrez Abascal, el conocido cronista que firmaba Kasabal, le pregunta qué hay de cierto sobre el rumor que insidiosa e intencionadamente habían difundido algunos de que a Menéndez Pelayo no le interesaba la dirección de la Biblioteca Nacional, pues no quería dejar su cátedra de la Universidad. Aclarada la duda y sabiendo ya que D. Marcelino decididamente pretende el cargo, vuelve a escribirle, expresándose en estos nobles términos: «Ahora le confesaré humildemente, pidiéndole perdón por mi ambición injustificada, que yo había puesto mis ojos pecadores en esa plaza, y que si usted no la hubiera querido, lo que es a los Radas y otros por el estilo se la disputo. Pero ante usted, ¡boca abajo todo el mundo! Y aplausos y alabanzas al ministro que haga el nombramiento. Los míos serán los primeros y más entusiastas, como se lo he dicho al Sr. Gamazo».

Gobernaba entonces Sagasta y era ministro de Fomento el [p. 283] integérrimo D. Germán Gamazo, el cual tuvo que reñir duras batallas en aquel Gabinete inclinado a favorecer con el cargo a algún escritor liberal amigo. La rectitud del ministro, la oportuna y entusiasta intervención de aquella gran Duquesa de Alba, Rosario Falcó, eruditísima señora, protectora de investigadores e investigadora ella también, que personalmente visitó a la Reina Regente, Doña María Cristina; el real amparo que ésta dispensó desde el primer momento a la candidatura de Menéndez Pelayo y el ambiente popular de que gozaba, le sacaron triunfante, a pesar de todas las intrigas y hasta calumnies que contra él se urdieron.

Quien más se movió en este asunto previendo los acontecimientos, manejando todos los resortes oportunamente, haciendo ambiente y acudiendo a todas partes con diligencia y entusiasmo, fue el tan humilde como competente D. Antonio Paz y Melia, subdirector de la Biblioteca Nacional; el único quizá que, después de Menéndez Pelayo, tenía méritos suficientes para ponerse al frente de aquel establecimiento. No se ha hecho la justicia que merece a este competentísimo bibliotecario, sencillo y bueno, que siempre rechazó honores y no vivió más que para sus estudios, dejando una larga y seria labor investigadora.

Hasta 120 interesantísimos trabajos suyos —folletos, artículos y libros— publica la Bibliografía del Cuerpo de Archiveros y Bibliotecarios de Agustín Ruiz Cabriada y poco de los estudiosos que en esa época podían leer el alemán, dejarían de consultar su mágnifico Diccionario Alemán-Español. Y aunque distraigamos al lector un poco del asunto principal de este libro; no queremos dejar en olvido la gran humildad del formidable trabajador de nuestra Historia y Literatura que fue Paz y Melia.

En 1894 Cánovas y Menéndez Pelayo quisieron presentarle para ocupar una vacante en la Academia de la Historia, pero él se negó rotundamente a aceptar tal honor y escribe a D. Marcelino el 10 de noviembre de este año: «Mi conciencia no me permite llevar una inutilidad física y moral adonde debe irse siempre a compartir los trabajos de los compañeros. ¿No sería cargo de conciencia que hubiese personas jóvenes llenas de entusiasmo [p. 284] que aspiren legítimamente a esa honra y fuera yo a interponerme en su camino, sin entusiasmo, sin vista y por lo tanto sin la menor utilidad para la Academia?» A pesar de cuanto dice Paz y Melia era aún joven y con facultades para su trabajo, Sólo contaba entonces 52 años. Algunos después, en 1906, cuando ya Menéndez Pelayo era director de la Biblioteca Nacional, cargo para el que fue Paz y Melia el primero en recomendarle a la Duquesa de Alba, vuelve D. Marcelino a la carga y quiere proponerle para una vacante en la Real Academia Española. Paz le escribe en 23 de octubre del mismo año lo siguiente: «Pocos casos tan dignos de todo agradecimiento de que sea capaz la persona como éste en que se me ofrece con cariñosa insistencia lo que piden sombrero en mano hombres de valer y de alta posición social. Pero también pocos casos en que más claro hable la conciencia aconsejándome rogar a mis verdaderos amigos, como usted lo es, crean que el aceptar el grandísimo honor que me ofrece sería perjudicial a la Academia, a Vds. y a mí. Yo soy un hombre en liquidación; de edad, porque tengo 64 años; de salud, por los vértigos que a menudo me inutilizan para una quincena por la falta de memoria y de ánimo y por el terrible espantajo del y ¿para qué? siempre ante los ojos amenazados además de cataratas....¿que diantre iba hacer la Academia con un desecho así de tienta y cerrado?.. . ¿Donde está mi obra original, mis trabajos de crítica seria, mi algo academizable?... A V. le pido que dé por buena mi resistencia; que me salve del ridículo en que me ponen los que dicen que yo no quiero ser académico y les haga cambiar el verbo en no puedo».

Este hombre de tanto valer y tan humilde, fue siempre la mano derecha de Menéndez Pelayo en el gobierno de la Biblioteca Nacional, el que procuraba evitarle todas las pejigueras administrativas que le agobiaban, uno de los pocos que entonces llegaron a comprender que a aquel hombre tan genial no se le debía distraer con cargos administrativos, de sus estudios, sino pensionarle generosamente y dejarle en plena libertad para que hubiese podido llevar a término en bien de la Patria todos sus grandiosos proyectos, muchos de ellos inacabados por esta ceguera e incomprensión hasta de sus admiradores y sobre todo de los Gobiernos y Ministros de Fomento e Instrucción Pública que se [p. 285] iban sucediendo. Cuando Dios manda a una nación un genio tan excepcional como Menéndez Pelayo hay que mimarle y tratarle excepcionalmente.

Entre los competidores de D. Marcelino figuró en primer término D. Juan de Dios de la Rada y Delgado, catedrático de Arqueología en la Escuela de Diplomática y director de este Centro. También pretendió el cargo, aunque en vista del ambiente debió renunciar a sus propósitos, D. Eugenio Sellés, académico, periodista y autor dramático; y hasta se quiso poner enfrente del retrógrado Menéndez Pelayo, como gran figura nacional y hombre de ideas avanzadas, a Pérez Galdós; pero éste, que tenía ya gran amistad particular con D. Marcelino, no debió prestarse a la maniobra; su nombre no suena más que en confidencias de cartas privadas.

Vencidas todas las intrigas impúsose por su valer el nombre de Menéndez Pelayo, que en 7 de julio fue designado, por Real Orden, director de la Biblioteca Nacional y jefe del Cuerpo de Archiveros, Bibliotecarios y Arqueólogos. La Reina, al firmar la credencial, la retuvo para enviarla ella directamente al interesado, y en carta de 8 de julio el Duque de Sotomayor, Mayordomo Mayor de Palacio, le dice a D. Marcelino lo siguiente: «S. M. la Reina acaba de entregarme el adjunto nombramiento de director de la Biblioteca Nacional, encargándome especialmente que lo remita a usted en seguida, de su parte, y al trasmitirle la enhorabuena haga saber a usted la verdadera satisfacción que en ello tiene [101] ».

La gratitud de Menéndez Pelayo a cuantos en este asunto intervinieron de modo eficaz, fue grandísima. Marchó a Madrid para tomar posesión del cargo, acto que tiene lugar el día 22 de julio, y seguidamente pidió audiencia para dar las gracias a la [p. 286] Reina, que, por enfermedad del Rey, no había salido aún de Madrid aquel verano. La audiencia le fue concedida en 25 de julio, y Menéndez Pelayo sale de ella complacidísimo, según le escribe a Joaquina Viluma a los pocos días. Visitó a la duquesa y a Gamazo y se puso ya en cordialísima relación con Paz y Melia y con los principales jefes de la Biblioteca a quienes iba a tener por leales subordinados y amigos.

A fines de julio regresaba a Santander ilusionado, lleno de optimismo y dispuesto a emprender el trabajo de reorganización que la Biblioteca Nacional necesitaba. A su amigo, Juan Luis Estelrich, le escribía poco después: «Pongo a tu disposición mi nuevo cargo de director de la Biblioteca Nacional, ocupación más grata para mí que la cátedra, cuya rutina empezaba a fastidiarme».

Compañeros de la Universidad, amigos y eruditos españoles tuvieron el gran acierto de dedicar a Menéndez Pelayo, en este vigésimo año de su profesorado y como despedida de la cátedra, el homenaje que le podía ser más grato: unos volúmenes de estudios de erudición española, en los que colaboran los más renombrados investigadores españoles e hispanistas de todo el mundo, y a los que pone prólogo D. Juan Valera. [102] Hasta Pereda, que no podía faltar en todas las manifestaciones de cariño a Marcelino, echó su cuarto a espadas en este homenaje de eruditos, aunque él nunca hizo profesión de tal. «Me alegro que Pereda haya acertado con ese artículo de folklore por a contribuir a embellecer su libro, que bajo el punto de vista de la amenidad no le vendrá mal, pues el criterio de la mayor parte de sus colaboradores, debe ser algo plomífero», le dice Joaquina Viluma a D. Marcelino.

Era el primer ensayo de Homenaje, a estilo alemán, que la erudición española dedicaba a uno de sus sabios más representativos; después se ha hecho más frecuente, tal vez no tanto como se debiera, esta forma culta de honrar a nuestros estudiosos.

Ocupación más grata para él, pero de muchísimo más trabajo, y en parte mecánico también como el de cátedra, fue el de la dirección de la Biblioteca Nacional. Se entregó primeramente con [p. 287] ahínco a la ímproba tarea de conocer bien los fondos de la biblioteca y hasta tal punto lo consiguió que llegó a ser un verdadero catálogo vivo de todos aquellos libros. Con razón se pudo decir de D. Marcelino que fue el bibliotecario más asiduo y constante, pues si no estaba él siempre en la biblioteca, la biblioteca estaba siempre en él.

Es curiosísima la correspondencia de los años de su dirección con los principales jefes de la Biblioteca Nacional; con Paz y Melia, Ricardo Hinojosa, Alvaro Gil Albacete, Serrano y Sanz y otros, que le dan cuenta de consultas científicas que ellos no han podido o no se han atrevido a resolver, y D. Marcelino, desde Santander, en los meses que aquí se encuentra en vacaciones, contesta dando indicaciones precisas sobre bibliografías, libros que se deben consultar y lugar de la Biblioteca en que éstos se hallan. Esto, aun contando con su feliz memoria y conocimientos bibliográficos, no podía hacerlo sin haberse pasado antes muchas horas y muchos días revolviendo personalmente los volúmenes de la Biblioteca Nacional.

En esta tarea debió encontrarle metido alguna vez la pintoresca Joaquina Viluma, que en 6 de octubre de 1903 le escribe, regañándole, según su cariñosa costumbre, porque no se aplica a concluir los tomos que faltan de Las Ideas Estéticas, entreteniéndose, según ella, en otros estudios menos urgentes: «En cuanto a los Romances Viejos —le dice— déjelos para Madrid, que bien podría hacerlo y hasta con holgura, si hiciera en la Biblioteca esos trabajos útiles, en lugar de pasar de una mano a otra libros cochinos y estúpidos, que podría repasar lo mismo cualquiera de aquellos simples, diciendo usted solamente cómo habían de clasificarlos».

Descendió a tales pormenores y detalles en su deseo de conocer bien los fondos del Centro de Cultura que tenía que gobernar; pero desde el primer momento se ocupa también de crear ambiente para la Biblioteca, de mejorar y extender sus servicios, de aumentar sus publicaciones, de la formación de catálogos especiales, de la remuneración equitativa del personal y del decoro y dignidad del Cuerpo, del que era jefe superior.

La Revista de Archivos Bibliotecas y Museos adquirió, bajo su [p. 288] dirección, un gran prestigio; en ella colaboran los investigadores más competentes, y el mismo Menéndez Pelayo escribía también con frecuencia; allí fueron apareciendo sus artículos sobre Nuevos datos de Prisciliano y la Bibliografía Hispano-Latina Clásica, gran monumento de estudios humanísticos españoles, que sólo un hombre de dotes tan extraordinarias pudo escribir; obra de consulta cuya publicación en la Revista no llegó más que hasta terminar la bibliografía ciceroniana, pero que, aprovechando las fichas por él reunidas en su biblioteca de Santander, se ha podido dar completa en diez tomos de la Edición Nacional de sus Obras, o casi completa, en cuanto a datos bibliográficos; pero desgraciadamente manca de todos aquellos sabios comentarios y eruditas digresiones con que sazonaba la sequedad de las fichas su genial autor.

Pero su labor no se limitó a esto, sino que reanimó aquellos medio olvidados o casi muertos concursos bibliográficos anuales y en su tiempo se publicaron varias de las Memorias anteriormente premiadas; y se hicieron y salieron a luz el Reglamento de las Bibliotecas Públicas del Estado y las Instrucciones para el Catálogo Alfabético de Autores y varios catálogos especiales y monografías.

Grata tarea toda ella para un gran bibliógrafo como era D. Marcelino, como lo fue desde su primera juventud, en que con tanto tesón había cultivado esos estudios que nunca abandona del todo, como base firme, como fundamento inconmovible de que parte siempre para intuir sus grandiosas construcciones ideológicas, para lo que pudiéramos llamar su metafísica de la realidad, aunque parezcan éstos, términos contradictorios.

Algunos años antes, en 1888 y 1889, había llevado a cabo, en colaboración con Zarco del Valle y Sancho Rayón, una utilísima obra bibliográfica: la continuación del Ensayo de una Biblioteca de libros raros y curiosos de Gallardo, bibliografía imprescindible para todo el que a esta clase de estudios se dedique y a la que añadió dos volúmenes más, el III y el IV; trabajo duro y largo no sólo dirigido, sino elaborado en gran parte directamente por él. Aún queda en la biblioteca del Maestro, en Santander, [p. 289] material para un quinto tomo del Ensayo, invitando a los bibliotecarios españoles a tentar la empresa de su publicación.

Por estas aficiones recibe también, con especial agrado, el nombramiento de presidente de la Sociedad de Bibliófilos Españoles, cargo para el que, por votación unánime, es designado en 7 de noviembre de 1897, a raíz del asesinato del presidente anterior D. Antonio Cánovas del Castillo. Desde el 7 de octubre de 1896 era ya vicepresidente de esta Sociedad por defunción del Marqués de la Fuensanta del Valle. Bajo su dirección y por su estímulo se publicaron varios de los más selectos tomos de la Sociedad de Bibliófilos Españoles.

«Vivir entre libros es y ha sido siempre mi mayor alegría», le decía Menéndez Pelayo a la Duquesa de Alba. Por eso estaba ahora muy contento y satisfecho; vivía rodeado de libros por todas partes y en cualquier momento; en la Academia de la Historia, donde tenía su habitación; en la Biblioteca Nacional y en Santander con su propia biblioteca, ya agrandada y que contenía muchos y preciosos volúmenes. Pero todo este hermoso medallón en cuya contemplación se recreaba, tenía un anverso feo e ingrato: el del papeleo administrativo. Don Marcelino no encontraba nunca un momento libre para firmar nóminas, tomas de posesión, traslados, oficios y cartas de puro trámite, y los papeles se amontonaban en su mesa hasta que ni el espacio que ocupaban ni el tiempo de su presentación, consentían ya más dilaciones; entonces firmaba, malhumorado y de prisa, para quitarse de encima tanto engorro. Además, la Biblioteca Nacional se había trasladado al nuevo edificio de Recoletos en el año 1897 y faltaban muchos detalles de instalación y aun de remate y terminación de partes importantes de la obra, como eran algunas estatuas de la escalinata, los altorrelieves del tímpano del frontis y mil cosas sobre las que arquitectos y bibliotecarios le consultan. Y añádase a todo esto las desazones que le hacían pasar las reuniones de Congresos, Asambleas y hasta las tómbolas de caridad, presididas por distinguidas damas, que tenían lugar en el nuevo edificio recién estrenado y puesto de moda para estos casos. A él no le quedaba más remedio que resignarse y desahogar sus rabietas contra los ministros que accedían a tales abusos, [p. 290] con sus buenos amigos los bibliotecarios y con su hermano Enrique o con Joaquina Viluma.

Pero el mayor disgusto que tuvo Menéndez Pelayo como director de la Biblioteca Nacional fue en el verano de 1910, precisamente cuando ya comenzaban los primeros síntomas de su dolencia mortal. «El 3 de agosto de este año, estando D. Marcelino de vacaciones en Santander, presentóse en la Biblioteca Nacional, sin previo aviso, el ministro de Instrucción Pública, D. Julio Burell. Se trataba de hacer una visita de inspección para comprobar personalmente si eran ciertas las denuncias hechas contra la Biblioteca en un artículo de Nuevo Mundo y otro de Los Lunes de El Imparcial, firmado este último por Jacinto Benavente. Lo de hablar mal la prensa madrileña de los servicios de la Biblioteca Nacional, era casi una moda veraniega cuando a los peródicos, ausente de la Corte la mayoría de los políticos, les faltaban asuntos para llenar sus columnas. A mediados de agosto de 1907 había hecho ya algún ruido en la prensa un artículo que El Bachiller Corchuelo, es decir, el periodista Enrique González Fiol, publicó en El Liberal, criticando el régimen de la Biblioteca por que no habían querido, o no habían podido, servir los empleados a un lector —que debió de ser el propio González Fiol— un número de La Ilustración Española y Americana. Por tan leve falta, que estaría justificada seguramente, escribe un artículo que titula «Cosas de la Biblioteca Nacional.— Para el Ministro de Bellas Artes» (sic): y arremete contra los empleados, y dice que en la Biblioteca no había director ni quien le sustituyera, y hasta amenaza con que en el próximo otoño la prensa hará una campaña con la colaboración de varios escritores «deseosos de un cambio radicalísimo en el funcionamiento actual de la primera Biblioteca de España, campaña que es muy posible que sea secundada en las mismas Cortes».

Como se ve el horno venía calentándose tiempo atrás por los solapados enemigos de siempre, que nunca se atrevieron a combatir de frente al coloso, pero que por un lado o por otro iban minándole el terreno firme en que asentaba sus pies. Debieron creer que estaba ya todo en buen punto en aquel verano, en el que la arremetida se hace más a fondo y desde varios periódicos, aparte de los dos ya mencionados.

[p. 291] Burell recorrió toda la Biblioteca acompañado de Gil Albacete, que era el jefe de más categoría que allí había, por estar los otros en turno legal de vacaciones. Salió sin decir nada, pero al día siguiente aparecieron en los periódicos unas imprudentes y acusadoras declaraciones suyas, a las que se les daba carácter oficial. La prensa avanzada jalea con maligno regocijo estas declaraciones del ministro y Álvaro Gil Albacete, comentando los acontecimientos, escribe a Santander a D. Marcelino: «Ya conocerá usted la cínica campaña que la prensa está hacienda tomando por base al malhadado artículo de Nuevo Mundo, que le remito. La visita del señor ministro no ha servido, como debía haber sucedido, para poner en su punto las cosas, deshaciendo las inexactitudes y rectificando las exageraciones, pues me parece que dicho señor, salvando los respetos debidos, no fue a formar juicio, sino que llevaba, además de un prejuicio, una resolución decidida. Tal hace suponer lo que como expresiones suyas publican los periódicos y que no concuerda ciertamente ni con la realidad ni con lo que él mismo me dijo al despedirse».

A esta carta de Gil Albacete contesta Menéndez Pelayo, en 7 de agosto de 1910, lo siguiente: «No puede usted imaginarse la indignación y el asco que me ha producido el relato de la visita del ministro a la Biblioteca Nacional y los comentarios que sobre ella hacen los periódicos. Tal ha sido la indignación, que he querido dejar pasar los primeros momentos para no tomar una resolución violenta de que acaso me arrepintiera luego. Claro que no he de dejar sin defensa al Cuerpo de que soy jefe, y cuyo decoro y prestigio son los míos. Además, el tiro va directamente contra mí, a pesar de las hipócritas alabanzas del ministro, y quizás haya detrás de la cortina algún personaje político que quiera sustituirme. Ya pondré las cosas en claro en este punto. Por de pronto voy a escribir al ministro muy respetuosa, pero muy enérgicamente, vindicando a la Biblioteca de todos los cargos que se nos hacen».

La famosa carta de Menéndez Pelayo a Burell, precioso documento en el que hábilmente se conjugan el respeto a la autoridad y la más enérgica protesta, la defensa propia y la del Cuerpo que regía, la verdad desnuda y las buenas formas para presentarla, [p. 292] conmovió en tal forma al ministro que le convirtió de pronto en un decidido protector de las bibliotecas. La prensa cesó en su campaña y «la paz volvió a reinar en Varsovia, es decir, en la Biblioteca Nacional»; como escribe Enrique a su hermano, procurando, entre bromas, templar sus nervios excitados [103]

Notas

[p. 274]. [94] . Todavía se conserva en el huerto familiar junto a la ventana del comedor de la Casa, un rosal que dejó plantado la hermana monja poco antes de ir al convento. D. Marcelino lo llamaba siempre el rosal de la niña y se recreaba mirándolo cuando volvía a Santander.

[p. 274]. [95] . Antinógenes Antón, hijo de aquel D. Antinógenes Menéndez Pintado, capitán de marina mercante, que emigró a Cuba, donde logró ser dueño de una flotilla de cabotaje y hacer gran fortuna. Estaba en Santander en casa de sus tíos estudiando la carrera de náutica. El chico era muy impresionable y enamoradizo y se había prendado de una señorita santanderina. Ocurrió en los primeros días de marzo de este año de 1889, que al regresar de noche a casa, después de una fiesta de sociedad, en la que había recibido algún desaire de aquella joven a quien pretendía, se pegó un tiro en su habitación, quedando muerto en el acto. Casos como éste de suicidios amorosos eran frecuentes en aquella época, en parte por la desastrosa influencia del Werther, cuya lectura estaba entonces muy en boga. Algunos meses antes de este triste suceso, una compañía de comedias había estado representando en Santander una adaptación castellana de la obra de Goethe.

[p. 275]. [96] . La muerte de la primera mujer de Enrique, señora bondadosa que había ido tan oportunamente a suplir en casa de sus padres la ausencia y los cariños de la hija que se fue religiosa, impresionó también mucho a D. Marcelino. En 9 de enero de 1891, le da la noticia a Morel-Fatio con estas sentidas palabras: «Mi hermano, que se había casado hace tres meses, acaba de perder a su mujer después de una enfermedad penosísima. Como mi pobre cuñada vivía con nosotros, calcule V. cuál habrá sido la desolación de esta casa.»

[p. 275]. [97] . En enero de 1894, D. Marcelino le da a Valera la noticia de la muerte del tío Juan con estas sentidas palabras: «He pasado, como de costumbre, las vacaciones de Pascua en esta ciudad, con la mala suerte de haber visto morir a un tío mío, hermano de mi madre, y muy querido de todos nosotros. Creo que le conocía V. por haberle visto alguna vez en Madrid conmigo, y era además hombre muy culto, de mucho entendimiento y don de gentes y de amenísimo trato. Su muerte ha sido aquí extraordinariamente sentida. Para mi madre ha sido un golpe muy fuerte, porque era la única persona de la familia que le quedaba.»

[p. 276]. [98] . He oído contar a los familiares de Menéndez Pelayo una graciosa anécdota sobre esto. Una de las veces en que D.ª Jesusa Pelayo insistía con su hijo para que buscase una mujer buena y se casara, D. Marcelino, muy cariñoso siempre con su madre, le dijo: «Mira, madruca, yo quiero casarme, pero a veces me da miedo pensando si me podrá pasar lo que a un amigo, agregado de una embajada extranjera en Madrid, recién casado y muy aficionado a los estudios literarios; el cual charlando con nosotros en una fiesta de sociedad, se fue después al hotel, se acostó y dormía ya tranquilamente, cuando entró muy enfadada en la habitación su joven esposa. ¿Qué había ocurrido?, pues sencillamente que se había dejado olvidada a la mujer en aquella noble mansión a que habíamos sido invitados; así como quien se olvida de los guantes o el sombrero. ¡Mira que si me pasa a mí algo de esto también!», añadía, bromeando.

[p. 278]. [99] . Lo que resulta gracioso, en medio de esta tragedia interior que sufre Menéndez Pelayo, es ver a toda la familia de Valera, que está de embajador en Viena, buscándole novia a D. Marcelino. «En esta casa todos hallan muy bien a Paulina R.; pero todos muestran predilección por Isabelita Lisbra. Dicen que es graciosa, elegante y buena. No es pobre, y sí económica y hacendosa. Su conversación es muy agradable y sabe hablar y escribir perfectamente en cuatro o cinco idiomas.» Epistolario de Valera y Menéndez Pelayo, carta número 358.

[p. 280]. [100] . Enrique Menéndez Pelayo en sus Memorias, pág. 131.

[p. 285]. [101] . Sobre la tramitación de este asunto del nombramiento de Director de la Biblioteca Nacional a favor de Menéndez Pelayo, véase el artículo de Paz y Melia en el número extraordinario que la Revista de Archivos, Bibliotecas y Museos dedicó al Maestro en el año de su fallecimiento, 1912, y el extraordinario que en este año de 1956, primer Centenario de su nacimiento, le vuelve e dedicar la misma revista, número en el que se inserta un estudio del autor de esta Biografía, titulado: Menéndez Pelayo, Director de la Biblioteca Nacional.

 

[p. 286]. [102] .  Homenaje a Menéndez Pelayo en el XX año de su profesorado. Estudios de erudición española, con un prólogo de D. Juan Valera. Madrid, 1889. Librería V. Suárez; 2 volúmenes.

[p. 292]. [103] . Sobre este incidente he escrito más largamente en el artículo antes citado, Menéndez Pelayo, Director de la Biblioteca Nacional. Allí se inserta íntegra la carta a Burell, publicada ya por Artigas en su Biografía y que puede leerse también en los tomes de Varia de las Obras Completas de Menéndez Pelayo (Ed. Nac.).