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Obras completas de Menéndez... > BIOGRAFÍA CRÍTICA Y... > CAPÍTULO XIV : EN LOS AÑOS DE PROFESORADO

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Antes de él nos ignorábamos.
Valera, en Prólogo a los Estudios de
Erudición dedicados a Menéndez Pelayo.

DESPUÉS DEL PRIMER REMOJÓN EN LAS CORRIENTES DE LA VIDA.— LAS «IDEAS ESTÉTICAS», OBRA FUNDAMENTAL.—«DON MARCELINO».—TRANSFORMACIÓN, NO CAMBIO.—LA DISCIPLINA DEL VERSO.—LA SINCERA RELIGIOSIDAD DE MENÉNDEZ PELAYO.—UNA CORTA ESCAPADA A PORTUGAL.—EL PABELLÓN-BIBLIOTECA.—ENRIQUE, PRIMER BIBLIOTECARIO.—EL AÑO DEL CÓLERA.—LA NUEVA BIBLIOTECA.—LO DEL «MACHICHACO».

La vida de Menéndez Pelayo no es desde ahora tan exterior y agitada; realmente no le quedaban ya más gloria y renombre tras los que correr por mucha ambición que pudieran tener sus años mozos. No hemos, pues, de seguirle día tras día en su vivir algo monótono, remansado principalmente en el fecundo y constante laborar, sino agrupando los acontecimientos en períodos de signo puramente externo, no determinados por esos cambios de ideas, de dirección, de estudios de que hablan algunos de sus biógrafos.

Reunimos en este capítulo, principalmente, los acontecimientos y actividades del período de su profesorado que transcurren desde 1882 a 1898 en que deja la cátedra por la dirección de la Biblioteca Nacional.

Pocos días después de contestar al discurso de ingreso de [p. 230] Menéndez Pelayo en la Academia de la Lengua, salía Valera para Lisboa, como embajador de España en Portugal. La marcha de D. Juan fue beneficiosa para D. Marcelino, no porque a éste perjudicase el «paganismo refinado y de exquisita naturaleza de su amigo», a quien no quiso «poner en la sospechosa compañía de los representantes de la literatura heterodoxa», sino, digámoslo también con palabras del autor de los Heterodoxos, porque aquel su «plácido contentamiento de la vida, expresado con tanta audacia y al mismo tiempo con tanta suavidad y gracia ateniense», se le metía fácilmente en el alma al joven santanderino y le llevaba a peligrosos devaneos. No, no era D. Juan un heterodoxo; pero tampoco el mejor amigo y consejero para ir de su brazo por aquellos aristocráticos salones del Madrid elegante, y despreocupada que con fidelidad más o menos acertada describieran las plumas del P. Coloma, Palacio Valdés y Pereda.

Vivía además tan de prisa aquel joven, que las etapas de su vida se van cubriendo en vertiginosa carrera. No es que en sus veintiséis o veintisiete años, a la edad en que le pinta Luis Madrazo, con su barba ya cerrada, con cierta dulce gravedad en el semblante y mirada pensativa, haya perdido sus ilusiones y sueños de amor. Aunque ha convivido íntimamente con solterones de honesta conducta, que se las arreglaban perfectamente dentro de su soledad —su tío Juan Pelayo y su tutor Luanco, entre los más íntimos— Menéndez Pelayo era muy enamoradizo y no pensó nunca en quedarse soltero. Volverá más adelante a enamorarse, y querrá seriamente constituir un hogar; pero ahora, con heridas tan recientes en el corazón, necesitaba un descanso.

Por otra parte, tenía íntimo y constante trato con aquellos graves académicos de la Lengua, muchos de los cuales le doblaban la edad; se cubría a diario con el birrete y se ponía la solemne toga para explicar su cátedra, e iba sintiendo cada vez más la responsabilidad del magisterio que profesaba. Tenía que apartarse poco a poco del vano, pero halagador ruido de la buena sociedad, que tanto le gustaba, para poder entregarse a tareas más graves.

El prólogo de la Historia de las Ideas Estéticas en España está fechado en julio de 1883 y en él se leen ya estas palabras: «Es al [p. 231] mismo tiempo esta obra una como introducción general a la Historia de la Literatura Española, que es obligación mía escribir para uso de mis discípulos».

Iba a emprender la obra más profunda y seria de cuantas hasta entonces había escrito, piedra angular y cimiento inconmovible de todo el edificio que en honra de España ha soñado construir durante su vida. No se trata de historiar principalmente libros, de citar asombrosa, abrumadoramente, autores y más autores, como en La Ciencia Española, o en el Horacio en España, ni de hacer, como en los Heterodoxos, una serie biobibliográfica sobre personas, que en muchas ocasiones no tienen más punto de contacto que el puramente negativo de la fe ortodoxa, sino que va a escribir una historia de ideas. Si nos fijamos en el título del libro, de ideas en España solamente; pero puesto que a las ideas no se las puede encerrar como a los individuos, dentro de los límites de una nación, y se mezclan e influyen unas en otras haciéndose pronto universales, el mismo Menéndez Pelayo se dio cuenta desde el principio de que su obra había de ser no española únicamente, como sus libros anteriores, sino universal y de más amplios vuelos. Necesitaba, pues, tiempo, meditación y sosiego.

Deshace sus compromisos editoriales aun en libros ya comenzados, como las versiones de las Obras de Cicerón para la Biblioteca Clásica, las de Shakespeare para Arte y Letras; remata como puede aquellos capítulos de Adiciones referentes a la parte española, que escribe para el libro Nuestro Siglo, de Otto Leixner; huye, cuanto le es posible, de dar conferencias y de componer prólogos. Hasta este momento ha sido principalmente un gran bibliófilo y bibliógrafo, un poeta, un enamorado de la antigüedad clásica, y, sobre todo, un gran acarreador de materiales científicos, un joven de erudición inmensa, el hombre que todo lo sabía; pero aunque en muchas de las obras que tiene escritas se ven ya los chispazos del genio, aún no había alcanzado su plena madurez: era un erudito asombroso, un hombre de ciencia: desde ahora comenzará a ser un sabio. Ciencia (sciencia, de scire , conocer) no es más que curiosidad, curiosidad insana muchas veces, curiosidad pecaminosa a ratos, ambición oculta y [p. 232] rebeldía también, como aquélla de nuestros primeros padres al morder el fruto del árbol prohibido. «¡Y seréis como dioses!» Sabiduría (sapientia, de sapere, saborear) es vida y ciencia; ciencia sólo, es muerte. «El árbol de la ciencia no es precisamente el árbol de la vida». dijo Lord Byron en un hermoso verso.

«Don Marcelino», y ahora es cuando empieza a ser llamado por algunos cariñosa y honoríficamente con sólo su nombre de pila, parece como si hubiera meditado muy detenidamente aquellas palabras de San Bernardo: «Hay quienes aprenden sólo por saber: esto no es más que una inútil curiosidad; otros estudian por alcanzar gloria y renombre: esto es pura vanidad; otros hay, por fin, que adquieren su ciencia para venderla: esto es vergonzosa ambición. Tú estudia para educarte y para educar y edificar a los demás, que esto es religión y es amor». Y eso es lo que con todo ahínco comienza a hacer el autor de las Ideas Estéticas: estudiar para educarse y para educar y edificar a los demás.

Su vida experimenta una transformación, no un cambio, como han, querido hacer ver algunos, mostrándonos un D. Marcelino transigente con lo que nunca supo ni quiso transigir; liberalizado, cuando precisamente abomina más de todo liberalismo; menos español, cuando está sintiendo más hondamente los males de la patria; menos religioso, cuando la piedad va labrando y puliendo su alma siempre grande. El pensamiento capital que informa toda su obra lo tiene desde antes de salir de las aulas, y a realizarlo va derecho aunque, como es natural, con «las indiecisiones y tanteos de la mocedad, que le van llevando a una comprensión cada vez menos incompleta —y estoy copiando palabras suyas— del genio nacional y de los inmortales destinos de España». La fe y religiosidad las tiene inculcadas y las practica desde niño, y cada vez con más racional y consciente ofrecimiento a Dios.

Esta transformación que ahora se da en Menéndez Pelayo presenta un doble aspecto: el científico-estético y el religioso moral. En el orden científico, no se desprende ni aun olvida aquellos estudios bibliográficos a que ha venido dedicándose, sino que le sirven constantemente como base sólida, como fundamento real en que apoyar y construir sus nuevas obras, [p. 233] histórico-filosóficas unas, como esta misma de la Historia de las Ideas Estéticas, o histórico-críticas y literarias, como son la mayoría de las que ha de componer después. Si alguna vez vuelve a tratar particularmente de temas bibliográficos, les dará una finalidad y sentido más trascendente; así aquél tan utilísimo Inventario Bibliográfico de La Ciencia Española, que se publica en la tercera edición de este libro en el año 1888; y del mismo modo también su Bibliografía Hispano-Latina Clásica, que no es más que su primera Biblioteca de Traductores, aumentada, y, lo que es más importante, ordenada no por traductores que al fin y al cabo son los de menos interés, sino por el autor clásico traducido, para poder estudiar, como lo iba haciendo en preciosos comentarios, la influencia que en nuestras letras ejercieron cada uno de esos autores de la antigüedad.

En esta obra de la Bibliografía Hispano-Latina es donde más directamente vierte todo su saber humanístico, que es entre todos los estudios de su juventud el más sabroso para él, el que le acompaña siempre y aroma todos sus escritos y su vida entera, haciéndole uno de los hombres más tiernamente humanos, más sencillo y bueno. Si Menéndez Pelayo hubiera nacido en un mundo pagano, antes de la venida de Cristo Redentor, hubiera sido un Marco Aurelio o un Cicerón, uno de aquellos piadosos varones de la antigüedad clásica que honraron a la humanidad con sus obras y conducta.

Tampoco renuncia a su amor por las Gracias, compañeras eternas de su vida. Da un adiós a Lidia y Aglaya y a sus Epicaris, que todas ellas viven y con algunas continúa tratándose; pero no les escribirá ya versos encendidos de amor. El verso, tan tempranamente cultivado por Menéndez Pelayo, le ha servido principalmente para ir elaborando su prosa, que alcanza la plenitud de la jugosidad, armonía, belleza y sencillez en esta obra de Las Ideas Estéticas. Corrió al principio su enardecido canto, por la rima, sometiendo a esta dura disciplina su decir caudaloso y desbordante de los años de su primera juventud; deja después galopar las estrofas en verso libre, como corceles adiestrados que se conducen con la sutil y sedosa rienda del ritmo, y así, de modo insensible, se va elaborando su prosa poética; desgarrada y suelta en sus [p. 234] Polémicas de La Ciencia Española, sonora, magníficamente sonora y preñada de ideas, en algunos capítulos de sus Heterodoxos, pagando algún tributo al estilo oratorio de su época; [81] y vestida ya con la sencillez y elegancia de una clámide, en todas las obras que ha de escribir de ahora en adelante. Es poeta y continuará siendo poeta en prosa y en sus pensamientos tan bellamente expresados; alcanzó en algunas de sus composiciones en verso cumbres muy elevadas de inspiración y hubiera llegado indudablemente a más altas cimas; pero a estos más graves estudios que ahora cultiva — musas colimus severiores, dice a un amigo— ha de sacrificar sus cantos y sus amores. Él mismo se desciñe el laurel, porque, como dijo su hermano Enrique, no le cabían ya tantas coronas en la cabeza.

Ésta es la transformación que sufre Menéndez Pelayo en cuanto a su ciencia y arte estético se refiere; en lo que a su religiosidad y conciencia atañe, no es menos honda. Para demostrarnos lo arraigado de su fe, es muy frecuente ver citados por sus biógrafos y panegiristas aquel párrafo de La Ciencia Española: «Tengo por honra grandísima el que el Sr. de la Revilla me llame neocatólico, inquisitorial, defensor de instituciones bárbaras y otras lindezas. Soy católico, no nuevo ni viejo, sino católico a machamartillo, como mis padres y abuelos y como toda la España histórica, fértil en santos, héroes y sabios, bastante más que la moderna»; o las rotundas y briosas afirmaciones religiosas del tan comentado Brindis del Retiro, y hasta aquel valeroso acto de empezar sus oposiciones hacienda la señal de la cruz. Todas estas juveniles manifestaciones de su religiosidad están muy bien, aunque hay que reconocer que el ímpetu y calor con que se expresa se lo presto en gran parte el ardor de la pelea, y que, a veces, hasta se presiente algo de exhibicionismo y afán de reto en sus palabras y actos. El Menéndez Pelayo profundamente religioso, inundado de caridad y amor de Dios y del prójimo, es el que ahora, en el aislamiento y meditación, se está formando; el que pronunciará tantos memorables, profundos y [p. 235] hondamente sentidos discursos en Congresos Católicos; el que se tiene humildemente, no más que por un soldado dentro de las filas del ejército católico, el que ajusta su conducta a su fe y pertenece a varias asociaciones piadosas y de caridad de su parroquia; el representante de la Diócesis de Sevilla en la Junta Central de Acción Católica, que le escribe a Rufino Blanco, que le envíen las citaciones con veinticuatro horas de anticipación, para que pueda con seguridad estar enterado, pues no quiere dejar se asistir a las reuniones; es el Menéndez Pelayo que cuando se le invita a rendir un homenaje a León XIII en el Círculo Patronato de San Luis Gonzaga, en 3 de marzo de 1903, pronuncia estas palabras tan humildes, tan cristianas, tan profundas y llenas de auténtica religiosidad: «Viviendo en el mundo y disipando en estudios acaso de poco fruto la escasa actividad intelectual que Dios quiso concederme, ni sé hablar el lenguaje que aquí continuamente suena, ni llegar al fondo de las almas con una elocuencia de que carezco, ni afectar una devoción que en mí parecería extemporánea o tendría semblante de hipocresía. Pertenezco, por la inmensa misericordia de Dios, al mundo de los creyentes y no al de los escépticos; pero ¿cómo evitar que los hábitos del análisis minucioso, que aridece el alma y seca las fuentes del entusiasmo, den a mi alma un tinte profano y la priven de aquel vigor y eficacia que solamente logra el que vive sin intermisión la vida cristiana, que es vida sobrenatural y de gracia y se remonta canto águila triunfadora sobre todos los sueños y vanidades de la tierra? Sueños, no ya de poder y de gloria, que nunca cruzaron por mi mente, sino sueños de arte y de ciencia, que son los más deliciosos y los más nobles entre los sueños humanos, pero que no alcanzan a sosegar aquella nostalgia de lo infinito, que a cada paso nos hace exclamar con el más grande de nuestros líricos: «Las almas inmortales—hechas a bien tamaño— ¿podrán vivir de sombra y solo engaño?»

Y a continuación se compara con aquel juglar que, habiendo pasado su juventud tañendo y cantando en plazas públicas y mansiones señoriales, al rendirle ya los años, «como era bueno y humilde y en los trances de su vida andariega no había dejado perder las semillas de piedad y doctrina que recibió en su infancia», profesó como lego en un devoto monasterio donde había [p. 236] gran devoción a la Virgen y todos se esmeraban en servirla: unos escribiendo códices de sus milagros, otros iluminándolos, éstos labrándole primorosas imágenes y aquéllos componiéndole salmodias y loores. El pobre juglar, que no poseía ninguna de aquellas artes, discurrió servir también a la Señora con la única habilidad que tenía, la del canto y la danza; y un día, muy temprano antes que los monjes bajaran al templo, empezó a tañer su viola delante del altar de la Virgen haciendo mil piruetas y cabriolas, como cuando iba por ferias y villorrios, hasta caer rendido y todo cubierto de sudor. En este momento entra el prior del monasterio, se da cuenta de lo que ocurre, y quiere reprender la irreverencia del lego pero ve salir del laúd del juglar una lumbre sobrenatural y misteriosa y a la Virgen que baja del altar para enjugarle el sudor con el pañuelo que tenía en sus divinas manos.

Y así también D. Marcelino, en quien tanto habían fructificado aquellas «semillas de piedad y doctrina que recibió en su infancia» ofrece a Dios como una oración —la mejor de las oraciones que puede ofrecerle— sus constantes y duros trabajos de investigación, porque «cada cual puede y debe, dentro de su esfera, por reducida que sea o parezca, servir a la causa de la verdad; y yo, en el campo de los estudios históricos, a que mi vocación me llevó desde muy temprano, he procurado realizarlo»; y porque sabe también, que «Dios que tuvo misericordia del gentil y del publicano, no ha de desoír los ruegos de estos pequeñuelos, llamados artistas, literatos y científicos, que con limpio corazón busquen su huella a través de las pompas de la naturaleza, de los sangrientos y ejemplares castigos de la historia, de los prodigios del razonamiento y del análisis que dominan la materia rebelde»

Ésta es la profunda piedad de Menéndez Pelayo; no dispone de horas para estar rezando ante el Señor en el templo; pero lo lleva a todas partes en su corazón, a Él eleva una mirada al coger la pluma, y a Su mayor gloria están encaminados sus escritos.

Quien no vea la sinceridad religiosa, la profunda piedad de Menéndez Pelayo, es que voluntariamente quiere cegar.

Entonces es cuando empieza a brillar en todo su esplendor el genio de Menéndez Pelayo. Don Cayetano Fernández, uno de los que mejor le conocen, le escribe estas palabras: «El que es [p. 237] Poderoso ha hecho en usted también cosas grandes; porque todos los sabios que yo conozco, antiguos y modernos, han recibido la ciencia, por decirlo así, gota a gota; pero a usted no parece sino que se la han echado con un embudo; y podría ser que, el mejor día, nos salga usted confesando lo que declaró San Pablo respecto de su instrucción evangélica: neque ab homine, neque per hominem didici, sed per revelationem».

Perdónesenos estas largas consideraciones que preceden, y que, aunque parezcan disonar en una biografía, en que lo narrativo es lo fundamental, las juzgamos necesarias para comprender bien los hechos y el nuevo modo de vida en que entra ahora Menéndez Pelayo.

En las fiestas de Semana Santa y Pascua del año 1883, va a Lisboa a pasar unos días con su amigo Valera, que le hospeda y agasaja en su casa. Allí volvió a renovar antiguas amistades de cuando estuvo por primera vez en Portugal; entre éstas, las de Silva Tulio y Julio Castilho. Adquirió otras nuevas, como la de Carolina Coronado, a quien visitó en su magnífica quinta de las riberas del Tajo, y la del culto abogado y literato Ernesto Freitas; conoció personalmente a su amigo el gran bibliófilo Domingo García Peres, que le obsequia con una buena colección de libros antiguos. De las tertulias que en la Embajada de España tenían Valera y Menéndez Pelayo con algunos literatos portugueses, nos ha dejado una interesante nota el ya mencionado Ernesto Freitas, en carta de 26 de marzo, a García Peres: Conversouse em letras e admirei-me ao ver que o Pelayo falla em tanta cousa, e sem esforço nenhum e nenhuma impostura nem affectac o. Dei-lhe uma carta escripta pelo Garrett, o que elle muyto estimou, eprometti-lhe os discursos do mesmo Garrett, os cuaes tenho a encuadernar».

Con esta primera, inicia las escapadas de Madrid que, con uno u otro pretexto suele hacer durante las cortas vacaciones de Semana Santa y Pascua. Es un medioasueto que se toma en sus graves e incesantes tareas. Asueto y descanso a medias, porque a cualquier parte que va hay bibliotecas que explorar, libros viejos que adquirir y bibliófilos con quien conversar largamente, pues éstos son los que siempre le hospedan en su casa: Contoner, [p. 238] en Palma; el Conde de la Viñaza, en Zaragoza; Bonsoms, en Barcelona; Serrano Morales, en Valencia; el Conde de Roche, en Murcia; el Marqués de Jerez de los Caballeros, en Sevilla.

Figurémonos lo contento que volvería a Madrid desde Portugal con su preciosa cosecha de libros, que además de los regalados aumentó con otros adquiridos por él y que Valera le remite en varias cajas. Domingo García Peres continuó siendo uno de los mejores proveedores de libros antiguos para D. Marcelino. Con él mantiene una larga correspondencia este gran bibliófilo portugués, por la que se podría hacer un inventario de la procedencia y circunstancias de muchos de los libros raros que hoy existen en la Biblioteca del Maestro en Santander. [82]

Con todos estos libros que trajo de Portugal y otros muchos que fue adquiriendo a medida que sus posibilidades económicas se lo permitían, tal era la riada de letras impresas que entraba en casa de sus buenos padres que desbordando ya de aquella habitación que se le había dado en el piso alto, amenazaba inundar toda la vivienda. Poco después de construido el chalet de la calle de Gravina, D. Marcelino Menéndez Pintado asegura, en 13 de octubre de 1880, todo el mobiliario de la casa, en «La Unión y el Fénix», y sólo la biblioteca de su hijo vale ya más —7.500 pesetas— que el resto de los muebles, incluido un buen piano para la niña que está tasado en l.250 pesetas.

Nuevamente ha de acudir D. Marcelino Menéndez Pintado a dar solución al conflicto, solicitando del Excmo. Ayuntamiento de Santander, en 21 de marzo de 1884, que se le permita construir un pabellón-biblioteca en el jardín de su finca. En 2 de abril acuerda la Corporación acceder a lo solicitado e inmediatamente comienzan las obras.

El pabellón era sencillo, de una sola planta sin sótano ni luz cenital y pudo construirse pronto. Ocupaba el mismo espacio que corresponde a lo que se llamó sala tercera o de historia de la [p. 239] actual biblioteca, y que hoy, con la última reforma llevada a cabo recientemente, ocupan tres despachos para investigadores, un pasillo y el hueco de la escalera. Precisamente en este hueco de escalera fue donde estuvo el primer despacho de D. Marcelino, y las dos ventanas altas que allí se conservan son de esta época a que nos estamos refiriendo. En noviembre de este año 1884 ya estaban terminadas las obras y se lo comunica muy gozoso a Laverde, el cual, en 17 de este mes, le escribe: «Cosa de gusto debe ser tu pabellón-biblioteca y daría cualquier cosa buena por pasar contigo en él algunos ratos».

En el Archivo Municipal (Sign. antigua: Leg. 87, núm. 55, año 1884 y Sign. moderna: Sección 1, Leg. 62, núm. 87) se conserva el expediente de la construcción de esta primera biblioteca de Menéndez Pelayo. Quiero dejar bien puntualizados estos datos porque ha habido error ya muy extendido, al afirmar que este pabellón-biblioteca del jardín es la que había construido su padre mientras D. Marcelino viajaba por el extranjero. Ya hemos visto en un capítulo anterior, que lo que el padre hizo y la sorpresa que dio al hijo cuando regresó éste de París, fue tenerle preparada en la casa una habitación rodeada toda de estanterías.

En el año 1886 la nueva biblioteca había aumentado considerablemente con la adquisición de unos cuantos millares más de volúmenes. Se necesitaba ya un bibliotecario para cuidarla y ordenar y catalogar todo aquel mare magnum de volúmenes. En esto no hubo dificultad, porque nuestro hombre estaba bien cerca. Enrique había terminado en Madrid su carrera de medicina y aficionado a la vida de la Corte...; pero mejor será que nos lo cuente él mismo.

«Y aconteció que, no sintiendo yo por entonces gran devoción por la práctica de mi carrera, y habiéndome, por otra parte, aficionado (según yo creía) a la vida madrileña, agarréme a un faldón de Marcelino, y, tira que tira, hube, al fin, de sacar un empleo en el Ministerio de Fomento, regido en aquella época por el ilustre hombre público Alejandro Pidal, muy amigo a la sazón, y pienso que siempre, de mi hermano.

Paséme allí poco más de un año, ocupado en extractar expedientes y hacer coplas, más coplas que extractos de expedientes.

[p. 240] Pero erré grandemente en creer que no podía yo vivir sin aquel «Madrid de mi alma», como dice el barbero de los Tipos trashumantes; antes al contrario, la nostalgia hizo presa, al cabo de poco tiempo, en este pobre espíritu, a la vez posada de ilusiones y hospedaje de dolores, y en el que, por lo tanto, apenas ha pasado día sin gresca y barullo».

La plaza que Enrique había desempeñado en Madrid era la de oficial de la clase de quintos en el Ministerio de Fomento, con el sueldo de 2.500 pesetas anuales. Su nombramiento está firmado por Pidal en 13 de febrero de 1884.

Renunció a su destino y se vino a su Santander, «donde hube de apechugar con la medicina», dice él mismo, obteniendo en el mes de mayo de 1885 el nombramiento de médico auxiliar del Hospital de San Rafael, a las órdenes de su tío D. Juan Pelayo.

En mala hora llegó a su pueblo natal; el cólera comenzaba poco después a atacar la ciudad y hubo que improvisar un hospital de apestados al que tío y sobrino fueron destinados por el celoso alcalde de la ciudad, que personalmente vigilaba todos los servicios sanitarios y visitaba y consolaba a los enfermos. «Madrugaba tanto —nos cuenta Enrique— que más de una vez le aconteció tener que aguardar ante la puerta, aun cerrada, de la iglesia de San Francisco para entrar a oír misa, a la cual por nada del mundo hubiera él dejado de asistir cotidianamente». Con el ejemplo de aquel alcalde, de quien D. Marcelino habla también a Valera en 25 de agosto de 1885 diciéndole que «se está portando bizarramente», Enrique se entregó de lleno, aunque con el miedo correspondiente, a su humanitaria tarea. Al regresar a su casa por la noche del primer día que estuvo ejerciendo en el Hospital, le dice a su padre: «Choca, papá; has estado que ni Guzmán el Bueno». Porque es de saber que aquel integérrimo alcalde que les había destinado a él y al tío Juan al Hospital de Apestados, se llamaba D. Marcelino Menéndez Pintado.

Pasada pronto, pues el cólera no apretó mucho en Santander, esta época heroica de su actuación, Enrique, dejándose llevar de sus aficiones más arraigadas, alternaba su profesión con «el copleo fino» y los artículos en periódicos locales. Su hermano, que ve con gusto estas aficiones, se las alienta y le anima. Es al [p. 241] único que consiente que en sus ausencias entre en la biblioteca y maneje sus volúmenes. ¿Es qué mejores manos podría poner D. Marcelino sus amados libros?

Esto ocurría en el año 1886; desde entonces, y sin más interrupción que la larga enfermedad que padeció Enrique, se puede decir que fue el bibliotecario de su hermano. ¡Qué preciosas cartas se cruzan entre ambos con este motivo! Alargaríamos mucho esta historia si nos metiéramos en tal relato: publicada está la correspondencia en el Boletín de la Biblioteca de Menéndez Pelayo, año 1954, para quien guste de saborearla.

Ya tenía D. Marcelino su biblioteca en un pabellón independiente en medio del jardín de la casa de sus padres, y tenía también el mejor de los bibliotecarios para que cuidara de ella. Podía estar satisfecho y lo estaba de verdad.

Pero como sus ansias de saber, de agotar la ciencia, no conocían límites y los medios de adquisición de libros iban aumentando, y los obsequios y ofrendas también, ocurrió pronto que aquel pabellón de libros se quedó muy chico para todos los que a diario entraban en él. No habían pasado más que ocho años desde que se construyó esta primera biblioteca y ya no se podía dar un paso entre tantos libros como se apilaban por todas partes hasta el mismo techo. Otra vez D. Marcelino, padre, ha de resolver este conflicto y para ello acude al Excmo. Ayuntamiento pidiendo licencia para hacer ampliación y ensanche del pabellón-biblioteca dentro del jardín de su casa. Licencia que se le concede en 17 de marzo de 1892, e inmediatamente comenzaron las obras, por las que se añadieron a la sala primitiva otra grande y más alta, con amplios ventanales y ojos de buey a los lados, una galería al mediodía y un sótano grande con entrada por la calle de Gravina: es decir, una biblioteca que ocupaba exactamente el mismo perímetro y disposición que la actual, sólo que pobremente construida y en parte hecha de madera.

Antes del año estaba terminada la obra. Durante las vacaciones de verano de 1893 está D. Marcelino atareado en colocar sus libros «en el nuevo local que para ellos he hecho, emulando las magnificencias de Cánovas», le dice a Valera. Claro que las joyas que había reunido ya en su biblioteca bien merecían el [p. 242] nuevo estuche que les daba. Y por cierto que buen estreno pudo tener éste cuando en 3 de noviembre de aquel mismo año de 1893 ocurrió en Santander la terrible catástrofe de la explosión del Machichaco, vapor atracado al puerto y cargado de dinamita y hierros, que se incendió y voló todo su cargamento, produciendo innumerables víctimas y destrozos en la ciudad. Uno de los hierros del barco llegó hasta la biblioteca, perforando el techo y penetrando en la sala de lectura, aunque sin causar daños. «La pérdida hubiera sido verdaderamente grave y en parte irreparable —decía D. Marcelino—, porque sólo de manuscritos españoles anteriores al siglo XVI tengo cerca de cuarenta, varios de ellos inéditos.» Inquieto estuvo una temporada y desasosegado escribía a su hermano Enrique, hasta que supo que ya se había retirado todo el casco del barco que originó aquella gran catástrofe, que, con vivos colores, los últimos brochazos que dio en vida, supo pintar Pereda en la novela Pachín González.

Notas

[p. 234]. [81] . En una acotación de su letra para la segunda edición en proyecto, de los Heterodoxos, escribe a propósito de San Francisco Javier y de sus empresas evangelizadoras: Hay que dedicarle un buen párrafo.

 

[p. 238]. [82] . Fidelino de Figueiredo publicó en un folleto que lleva por título: Cartas de Menéndez Pelayo a Domingo García Peres... (Coimbra. Imp. da Universidade, 1921). Solamente las cartas de D. Marcelino al bibliófilo lusitano. La otra parte, es decir, las cartas de García Peres a Menéndez Pelayo, permanecen inéditas en la Biblioteca de Santander.