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Obras completas de Menéndez... > BIOGRAFÍA CRÍTICA Y... > CAPÍTULO XIII : SABIO Y HOMBRE DE MUNDO

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Tu Marcellus eris — Manibus date lilia plenis.
Vig. Aen. VI-V. 884.

HUÉSPED DE LA FONDA DE LAS CUATRO NACIONES.—LAS EXPLICACIONES DE CÁTEDRA.—INCANSABLE LABORIOSIDAD INTELECTUAL.—VIDA DE SOCIEDAD.—«Y DEL CAFÉ LOS VIGILANTES GRANOS».—OTROS AMORES Y OTROS VERSOS.—UN INCIDENTE CON EL ACTOR RAFAEL CALVO.—CÓMO TERMINÓ EL IDILIO DE EPICARIS.—EL FAMOSO «BRINDIS» Y LAS CONFERENCIAS SOBRE CALDERÓN.—LA RECEPCIÓN EN LA ACADEMIA ESPAÑOLA.—LA HOSTILIDAD DE «EL SIGLO FUTURO».—LA ÚLTIMA CONTIENDA SOBRE «LA CIENCIA ESPAÑOLA».—NO HAY DOBLE FRENTE DE LUCHA.

Pasadas aquellas vacaciones de Navidad en Santander volvió a Madrid el día 7 de enero de 1879 para comenzar sus lecciones de cátedra. Hospedóse en la Fonda, que así se llamaba entonces, y no Hotel, de las Cuatro Naciones, en la calle del Arenal, números 19 y 21. Allí ha de estar como huésped fijo hasta el año 1894, en que, nombrado bibliotecario perpetuo de la Academia de la Historia, se traslada al viejo edificio del Rezado, que aún ocupa esta Corporación.

Clarín, siempre ocurrente y un poco novelero, nos cuenta, en un artículo que escribió algunos años después, por qué fue a parar a esta fonda D. Marcelino: «¿Cómo este benedictino de levita [p. 202] fue a parar a una fonda en la que tiene por celda un cuartucho en que penetran todos los ruidos del tráfico madrileño? ¿Por qué vive años y años como un viajante? No se sabe. Galdós opina que toda la filosofía de esto es la siguiente: Llegó Menéndez Pelayo de Santander a la puerta de la Estación del Norte, oyó que gritaban muchos caballeros con galones en la gorra: «¡Hotel de Rusia!, ¡Hotel de la Paix!, ¡Cuatro Naciones!... y Menéndez Pelayo, que venía pensando en la casa romana de Pansa y en la de Campionel, se dejó llevar donde quiso el primero que topó con él».

Todo esto è ben trovaéo, ma non è vero. Don Marcelino se hospedó en la Fonda de las Cuatro Naciones porque era la que más conocía y hasta la había frecuentado, cuando, estudiante en Madrid, visitaba al casero y amigo de su padre D. Manuel Cabrero y a otros santanderinos que allí iban a parar. Antes, al pasar por Madrid en su segundo viaje al extranjero, en el que hizo después a Sevilla y durante las oposiciones a la cátedra, ya había sido huésped de la Fonda de las Cuatro Naciones.

Regentaba y era dueño entonces del hotel un señor Durio, italiano él e italiana también parte de la dependencia, como el jefe de comedor, un tal Gamba, pernituerto, según nos contó Ramón D. Perés, [68] por lo que se hacían chistes con su apellido. Se servía en mesa redonda, en la que D. Marcelino se sentaba de espaldas a la calle, después de colgar su capa, de becas de terciopelo rojo, y su hongo, en la percha que había en el mismo comedor.

La habitación que le dieron a Menéndez Pelayo era la número 30 del piso principal, con balcones a la calle del Arenal y siempre ocupó la misma. Cuando Rubén Darío vino a España, con motivo de las fiestas del cuarto centenario del descubrimiento de América en 1892, se hospedó en el Hotel de las Cuatro Naciones; era el mes de septiembre y D. Marcelino no había regresado aún de Santander; pero Manuel, el mozo que tenía a su cargo el piso, [p. 203] le enseñó la habitación. «Era —dice en una de sus crónicas— un cuarto como todos los del hotel; pero lleno de tal manera de libros y papeles, que no se comprende cómo allí se podía caminar. Las sábanas estaban manchadas de tinta. Los libros eran de diferentes formatos. Los papeles, de grandes pliegos, estaban llenos de cosas sabias de D. Marcelino».

Pero mucho mejor nos describió este cuarto Antonio Rubió en un artículo publicado en El Tiempo, diario católico de Méjico, en 15 de diciembre de 1891: «La habitación que Menéndez Pelayo ocupa en el hotel de la calle del Arenal se compone de dos piezas no muy holgadas. Al entrar se encuentra una pequeña salita amueblada modestamente, con una chimenea a la derecha, dos balcones enfrente que dan a la ruidosa calle del Arenal, frecuentada por innumerables coches de lujo, y por todos los vendedores ambulantes de Madrid, y una puertecita a la izquierda que abre paso al cuarto-dormitorio. Componen el mueblaje de esta pieza una cama de hierro enfrente del balcón, una mesita de noche y un lavabo de caoba, de esa hechura menestral de que sólo se encuentran ejemplares en las fondas de segundo o tercer orden y en las cases de huéspedes.

La sala que hace las veces de despacho en las contadas horas de la tarde que pasa Menéndez en ella, está amueblada también con igual sencillez. El indispensable espejo de marco soi disant, dorado y de cristal turbio, sobre la chimenea; un armario secretaire, junto a él un sofá y dos sillones de reps encarnado regularmente mullidos; una cómoda entre los dos balcones, de forma anticuada, y una especie de cónsola a la izquierda. Como se ve, en este sencillo ajuar no abundan las sillas y no creo equivocarme diciendo que no hay otra que la que sirve en el cuartito de pedestal al tintero, ni hay tampoco más mesa que la que se halla enfrente al sofá y casi en el centro de la salita; una de esas mesas trípodes que más convidan a tomar café que a escribir obras filosóficas o literarias.

Se comprenderá, por cuanto llevo dicho, que no es fácil empresa hallar un asiento disponible, a pocas que sean las personas que en tal habitación se reúnan, y sobre todo si el dueño recibe en cama. Pero la dificultad de sentarse no proviene toda del [p. 204] dueño de la fonda, sino de los obstáculos que oponen a ello las aficiones bibliográficas del que vive en ella. Menéndez convierte su celda en una tienda de libros y principalmente de libros viejos. Los primeros de ellos lo invaden todo. Forman ordenadas columnas encima de la cómoda, escalan en torres inclinadas, como la de Pisa, los respaldos de los sillones, se atreven a ocultar la parte inferior de la luna del espejo, se arremolinan en forma caótica ocupando toda la superficie de la cónsola, invaden la tapa de los mundos y baúles y apenas dejan sitio para la palmatoria y el reloj en la mesita de noche. Ni tampoco queda más libre el sofá. Disputan su usufructo al visitante tres o cuatro abultados legajos de otros tantos expedientes o informes del Consejo de Instrucción Pública y de las Academias a que Menéndez pertenece, y todavía lo poco que de él asoma lo cubren toda suerte de papeles: papel de cartas o de cuartillas, invitaciones, sobres, besalamanos, etc., etc.

Durante los dos meses aproximadamente que permanecí en Madrid, recuerdo que hube de sentarme siempre sobre multitud de haces dispersos de invitaciones para la solemne recepción de Menéndez en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, que el recipiendario no se cuidó de distribuir. No es menor el desorden que reina sobre la mesa. Allí las cartas contestadas y sin contestar se confunden en número extraordinario; los retazos de papeles y papel de cartas desbordado de la caja que le contenía, se dan la mano; los diarios y los apuntes andan también juntos y nadie dirá al ver el revuelto montón, la pluma inservible, el tintero lleno de negro cieno, que el que allí vive es una persona consagrada en cuerpo y alma a las tareas literarias. En este punto tiene Menéndez grande semejanza con su inolvidable maestro Milá y Fontanals. La mesa despacho de éste parecía la de un memorialista sin trabajo; la de aquél la de un covachuelista sin ganas de trabajar y con horror al papel blanco.

En aquella mesa se dan cita las cartas de los principales literatos del mundo y las tarjetas de visita de los hombres más eminentes de Madrid y de provincias; el Besalamano del Presidente del Consejo de Ministros, invitando al que vive en aquella habitación a una cita en el Congreso o en su propia casa, y la perfumada [p. 205] esquela de una duquesa rogándole la honre con su presencia a la hora de comer; la súplica del ministro o del aristócrata o el ofrecimiento del diplomático y del político; el encargo de una Academia o el oficio de gracias de una elevada Corporación; en una palabra, cuanto constituye un homenaje de respeto y admiración al talento y a la laboriosidad».

No acostumbraba a madrugar porque estaba trabajando hasta que en altas horas de la noche le rendía el sueño, pero se despertaba pronto, en cuanto la luz penetraba por los entornados cuarterones del balcón de su alcoba. En seguida le servían el desayuno, generalmente una taza de té, que si era época de abrumador trabajo sustituía por café puro, sin leche ni acompañamiento ninguno sólido. Y sobre la misma cama, haciendo con una de las almohadas un rollo para apoyar la espalda, reanudaba el trabajo que había dejado interrumpido por la noche. Trabajo que no siempre era el de leer, sino de escribir también en aquellos pliegos grandes de costeras de papel de hilo, con la letra rápida y nerviosa que se ve en los originales de casi todas sus obras. Para eso dejaba ya al acostarse todos los adminículos del oficio junto a la cama: la mesita de noche llena de libros, a veces también el velador de la sala contigua y la única silla que allí había, con el tintero, la pluma, cuartillas y hasta la salvadera de polvos secantes y un libro grande y fuerte que, colocado encima de un almohadón y sobre sus piernas, hacía de pupitre. En esta posición nada cómoda y teniendo que alargar a cada momento el brazo para mojar la pluma en el tintero, que estaba en la silla, se explica que el curiosón de Rubén Darío, y con él otros, que también lo testifican, encontrara las sábanas de la cama de D. Marcelino manchadas de tinta.

El nuevo profesor se dedicó con todo entusiasmo a su tarea de cátedra que daba por las tardes de tres a cuatro y media. No explicaba la asignatura íntegra en cada curso, como entonces era costumbre y hasta creo que precepto legal, sino que la fue estudiando por períodos y géneros literarios, con detenimiento y abundante copia de documentación, en los veinte años en que ocupó la cátedra. En estos meses de 1879 trató de la Literatura Hispano-Latina.

[p. 206] Con el triunfo de sus oposiciones la fama que ya tenía el autor de La Ciencia Española se había extendido por todas partes, y a oír sus explicaciones acudían no solamente los alumnos matriculados, sino algunos profesores y otros estudiosos. Bonilla y San Martín, uno de sus discípulos en años posteriores, nos relata cómo se desarrolló una de estas clases: «Hablaba el Maestro aquel año de Tirso de Molina, y desde la primera conferencia del curso, nos cautivaron su incomparable plan y el encantador aticismo de su palabra. Era un día de los brumosos de enero. Habíamos entrado en la clase a las tres de la tarde para salir a las cuatro y media. Aquel día se trataba de la comedia El Rey Don Pedro en Madrid, y el Maestro discutía las atribuciones que a Tirso y a Lope de Vega se han hecho de la referida obra dramática. El Maestro se encaró, ésta es la expresión propia, con la inmortal figura del monarca castellano, comenzó a determinar su representación histórica y pasó luego a contarnos cómo esa figura había sido interpretada en la Literatura desde Tirso hasta Zorrilla, pasando por Lope de Vega. Más que una conferencia académica, parecíanos aquello un desfilar positivo y real de personajes de carne y hueso, cada uno de los cuales vaciaba ante nosotros su alma y nos revelaba con profunda y maravillosa sinceridad los misteriosos escondrijos de su pensamiento y de su vida, El Maestro se hallaba como poseído de un sagrado entusiasmo, y nosotros escuchábamos con la misma recogida y ferviente atención con que el prosélito puede oír la palabra de un enviado del Altísimo. La oscuridad, que cada vez envolvía más intensamente el aposento, el corto número de los que allí estábamos, el silencio imponente que se guardaba, todo contribuía a que la palabra incisiva y vibrante del Maestro produjese efecto más poderoso... Pero de pronto alguno de nosotros observó que la hora de salida iba a dar y que Manolín, el viejo bedel, entraría en breve a indicar a don Marcelino que la clase debía concluir... Sin ponernos de acuerdo, surgió la idea en nuestras mentes y un compañero salió sigilosamente a conminar al bedel con las más estupendas penas, a fin de que, por aquel día, no entrase a perturbar nuestra devoción. En efecto, la hora fatídica no fue anunciada y el Maestro, embebido en el asunto, hablaba y hablaba y era su palabra raudal inextinguible de ciencia y de visión literaria. Y la [p. 207] luz llegó a desaparecer por completo, y el Maestro, no pudiendo ya leer en el texto de Tirso, lo recitaba de memoria, y recitaba también a Lope y a Zorrilla y a muchos más, y los interpretaba y comentaba y sacaba a luz los secretos de sus obras y el encanto de la lección tocaba en los linderos de lo prodigioso... pero dieron las seis de la tarde y el Maestro hubo de advertir lo avanzado de la hora, suspendiendo la explicación. Y salimos de clase silenciosos y conmovidos, absortos en las palabras del Maestro, conservando el recuerdo de aquella tarde memorable, como los felices comensales del Symposio platónico guardaron siempre el de los Divinos coloquios de Sócrates con la Extranjera de Mantinea».

Además de las lecciones de clase en sus dos primeros años de profesorado, dio conferencias en la Juventud Católica. Varias de ellas eran lecturas de capítulos de los Heterodoxos, obra en que febrilmente trabajaba mientras buscaba editor para darla pronto a la estampa. Amigos, editores y directores de revistas eruditas caen sobre él pidiéndole prólogos, recensiones de obras y artículos literarios. De esta época, antes del año 1883, son varios estudios, algunos reproducción de capítulos de los Heterodoxos, que aparecen en la Revista Hispano-Americana, en la Revista de Madrid, en la Revista Europea, en La España y hasta en La Ciencia Cristiana y El Siglo Futuro; pone prólogo a las Poesías del Marqués de Heredia, al Felipe II de Valentín Gómez a las Poesías de Collado, a Las Geórgicas del Duque de Villahermosa, y al Sentimiento del honor en el teatro de Calderón, de su amigo Rubió y Lluch; a las Odas de Horacio, que publica la Biblioteca Arte y Letras; a los Diálogos Literarios de Coll y Vehí, al Martínez de la Rosa y el Núñez de Arce de la «Colección de Autores Dramáticos Contemporáneos», que publica Novo y Colson; traduce varios tomos de Cicerón para la Biblioteca Clásica y algunos dramas de Shakespeare para «Arte y Letras»; en La Ilustración Española y Americana se ve con frecuencia su firma, ya con versos traducidos u originales, ora en artículos de crítica literaria, como los de Don Gonzalo González de la Gonzalera, De tal palo tal astilla y El sabor de la tierruca, de Pereda; dirige, anota y pone introducciones, algunas largas, a varias obras de la «Biblioteca Clásica»: La Ilíada, los Estudios literarios de Lord Macaulay, [p. 208] Traductores españoles de la Eneida, Salustio, del Infante D. Gabriel, Traductores de Églogas y Geórgicas, Poetas bucólicos griegos, de Montes de Oca; Aristófanes, de Baráibar, y todavía sueña en terminar, en colaboración con Valera, que no colaboraba nunca, la traducción en verso de Esquilo y aquella Historia Universal que ambos se habían comprometido a escribir para Montaner y Simón.

Vida, en fin, de una agitación intelectual, de una producción varia y dispersa casi incomprensible en un hombre que está al mismo tiempo componiendo el último tomo de la Historia de los Heterodoxos, que trae tantas noticias inéditas, de primera mano, sobre acontecimientos recientes que, o no habían sido reseñados antes muchos de ellos, o solamente los conocían los que habían sido testigos presenciales.

De la sencillez y naturalidad con que tales milagros se hacían, tenemos el testimonio de D. Manuel Polo y Peyrolón, quien nos relata la forma en que D. Marcelino le escribió un prólogo a su novela Los Mayos: «Era por los años de 1879; yo, catedrático provinciano más antiguo que Menéndez, asistí a su cátedra para tener el gusto de conocer y oír a aquella verdadera gloria nacional; salimos juntos de la Central, y caminando hacia su alojamiento por la calle Ancha de San Bernardo, me dijo:

—¿Por qué no hace usted otra edición de Los Mayos?

—Porque no se venderá— contesté.

—¡Hombre, sí; créame usted, se venderá!

—Si usted la valorase con un prólogo suyo, seguramente la editaré yo y se venderá.

Y dicho y hecho. En unos minutos escribió el prólogo, cuyo original conservo, en su cuarto del Hotel de las Cuatro Naciones y en presencia mía. Tiré la segunda edición en la imprenta de Minuesa de los Ríos, y se agotó la edición, como se han agotado otras varias que se han hecho; unas con mi permiso y otras a mis espaldas».

Y lo más grande es que a D. Marcelino, a pesar de tanto hervidero intelectual en que andaba metido, se le veía por todas partes: ensayaba una versión suya de Los cautivos de Plauto, que [p. 209] en el curso de 1879 al 80 representaron sus alumnos en el Teatro Español: asistía a todos los estrenos; no faltaba los domingos, después de misa de doce, al paseo del Pinar de las de Gómez, como llamaban entonces los madrileños castizos al acerón que está delante de la iglesia de las Calatravas; acudía invariablemente a las tertulias de Fernández-Guerra, de Cañete, de los Pidales, de Valera y otras, y se le encontraba en las reuniones nocturnas y bailes de varias casas aristocráticas: Fernán Núñez, Villalobos, Alba, Aranda, Heredia, Villahermosa, Guaqui, Bauer y Viluma. A casa de la vieja Marquesa viuda de Viluma, iba con gran frecuencia atraído por el ambiente de aquella mansión señorial, que, enraizada en la Montaña, constituía para él un sedante en medio de aquel torbellino del vivir madrileño. De su hijo Pedro, después Marqués de Viluma, hombre ingeniosísimo y popular en todo Madrid, pues lo mismo se codeaba con toreros, cómicos y chulapas, que entraba en Palacio Real o festejaba a una duquesita, se hizo gran amigo; a su hija Joaquina, mujer tan original e inteligente como rara y buena, comenzó a darle algunas lecciones de filosofía y arte, que pocas veces habrán sido tan bien aprovechadas. Entre Joaquina Viluma o de la Pezuela, que éste era el apellido de su gens, y Menéndez Pelayo nace entonces una amistad honda, limpísima, fraternal, que ha de durar toda la vida. Ya en algún capítulo anterior hemos mencionado a esta dama y aún ha de salir varias veces en esta historia.

De esta época de la vida de sociedad de D. Marcelino es el retrato que aquí publicamos, uno de los varios que se hizo en casa de los Duques de Villahermosa, donde era familiarmente recibido. Creo haber dicho ya, y si no ahora lo digo, la gran parte que Menéndez Pelayo tomó en la versión que el duque hizo en verso de las Geórgicas de Virgilio, a las que puso además un prólogo.

«Y a este hombre le queda tiempo para comer todos los días fuera de casa —escribía su condiscípulo Leopoldo Alas—, ¿Cómo puede ser esto? ¿Cuándo lee tanto Marcelino? Que estudia mientras come, ya lo sabemos; pero esto no basta. El problema no tiene solución si no admitimos también que lee mientras duerme.

[p. 210] Sí, lee mientras duerme, así como tantos y tantos lectores, y algunos críticos, duermen mientras leen [69] .

He ahí la gran verdad que, medio bromeando y creo que sin darse cuenta, dijo Clarín. No es que leyera mientras dormía, sino mientras debía dormir. En una cartera de bolsillo que llevaba D. Marcelino en sus viajes de estudio, he encontrado una factura de la Fonda de Europa, de Sevilla, en la que desde el 21 al 28 de febreo de 1878, se le anotan veintiocho cafés extraordinarios servidos por la casa, sin contar el que le diesen a diario en el desayuno y tal vez después de comer, como era entonces corriente en los hoteles. Y añadamos los que seguramente tomaba fuera, en los cafés sevillanos, acompañando a su prima y a los amigos que tanto le obsequiaban; total, que debió salir a un promedio de ocho o diez cafés diarios. Así es como pudo él sorberse en pocos días media biblioteca colombina, y así podía, en este período de sus primeros años de catedrático, realizar una labor sobrehumana de estudio, y al mismo tiempo ser hombre de mundo y casi de moda en aquel elegante Madrid de la Restauración borbónica.

No usaba entonces más excitante para mantener tenso su sistema nervioso que:

el del café los vigilantes granos [70]

pero en tal medida debió tomarlo, que fue, sin duda, el comienzo del decaimiento de su naturaleza tan robusta.

Doña Emilia Pardo Bazán le escribe en 22 de marzo de 1881: «Dígame si sigue usted levantándose a la una, trasnochando hasta las cuatro, haciendo esa vida de perdido que hará que hoy o mañana sus biógrafos de usted se asombren de que haya podido estudiar, escribir y hacer algo tan disipado estudiante.»

No se puede decir que fuera un gran mozo aquel joven profesor, recién llegado a Madrid; pero sí un guapo muchacho. De estatura corriente, sin arrogancia ni pose alguna, llamaba inmediatamente la atención por aquella viveza y profundidad de su mirada, por los grandes ojos de color castaño muy oscuros y sombreados por [p. 211] bien pobladas cejas. En 1879, Bartolomé Maura dibuja su retrato, no tiene aun la robusted física que aparentan otras fotografías y retratos al óleo posteriores, con pecho algo abultado, anchas espaldas; pero sí un cuello fuerte y elevado sobre el que está admirablemente montada la cabeza; barba y bigote aún no bien poblados, óvalo de cara perfecto, más bien alargado, nariz de buen corte, un poco ancha de aletas; frente alta, recta y despejada, aunque algo la tapaba el pelo muy cortado, que lo dejaba caer hacia adelante y los lados, según su crecimiento natural a partir de la coronilla.

Son éstos los dos o tres años de juventud, no alocada, pues en esto se ha exagerado mucho, pero sí alegre y soñadora, halagada por la franca y cordial acogida que por toda la buena sociedad madrileña se le hace. Don Marcelino se entregaba a las que Horacio llamó juvenum curas, como decía D. Aureliano Fernández-Guerra al colombiano Miguel Antonio Caro. Sí, Menéndez Pelayo, que era hondamente humano, amó y hasta mariposeó entre aquellas flores de elegancia y discreción, a que él y Valera aluden, en sus cartas, velando con helénicos epítetos sus verdaderos nombres. Y aquel joven tímido, recién llegado de provincias, pronto se impuso por su talento y adquirió soltura y dominio para andar por los salones de la alta sociedad. Su amigo García Romero, el secretario de la Juventud Católica de Madrid, al felicitarle el nuevo año en 31 de diciembre de 1879, le escribe lo siguiente: «Quiero concluir el año dedicando a usted sus últimos momentos; pues recordando la voz de !marchen! que usted suele dar los domingos en casa del Marqués de Heredia le diré que: menos cinco minutos son las doce».

Zorrila, en los Recuerdos del tiempo viejo, que entonces, pro pane lucrando, publica en Los Lunes de El Imparcial, [71] escribe refiriéndose a la Condesa de Guaqui, luego Duquesa de Villahermosa: «Recibe conmigo a su mesa los jueves esta gentilísima señora, al prodigio de memoria, de erudición y de precocidad, el joven Menéndez Pelayo, al infatigable Grilo...»

Crónica que, al conocerla Pereda, la comenta con su gracioso y desgarrado estilo en carta a Marcelino de 16 de marzo de 1880: [p. 212] «También sé por Zorrilla, que le contó en El Imparcial, con gran contentamiento mío y de tus amigos, que continúas cerniendo el futraque en casa de la de Guaqui. Dígote que te vas a hacer un elegantón de primera fuerza. ¡Falta hacía a la clase un ejemplar por el estilo!»

Buen introductor y maestro tuvo, para no salir sobresaliente en tales lides, con aquel su D. Juan que, ya en 29 de agosto de 1878., le escribía: «Cuando venga usted a Madrid, y pasen las oposiciones conviene lanzarse algo y bañarse en las corrientes de la vida».

»Bañarse en las corrientes de la vida,
La tela trabajar del pensamiento
Cuando hay un alma que a la nuestra sigue
Y con nosotros el bordado trama,
Hilos de amor mezclando a la madeja;
.........................................................
......................... es gozar y es vivir»

escribía Menéndez Pelayo en marzo de 1880 en unos versos A Lidía. Pronto sufrió con Lidia un desencanto, y hacia mediados de 1881 hasta huye su trato; pero «todavía me quedan en el ánimo reliquias, agnosco veteris vestigia flammae», le escribe a Valera en 20 de septiembre de ese año. Pensamiento que expresa también en su poesía Diffugere nives, que termina con estos versos:

«..........; y hoy que en la arena,
Cual gladiador rendido,
Lanzo el escudo por mil partes roto;
Aún la recuerdo y la bendigo, y creo
Que vivirá como perenne aroma
Su espíritu en el mío;
Aunque me enseñe la mundana ciencia
Dónde la hierba de olvidar se cría». [72]
[p. 213] Mas a pesar de tanto desengaño, que en parte fingía por dar materia a su canto, aquel joven poeta, no bien curado aún de sus romanticismos, supo «dónde la hierba de olvidar se cría» y la probó; y borrado el recuerdo de Lidia nuevas poesías van a contarle A Aglaya su entusiasmo y su pasión.
¿Será verdad, señora, que en el alma
Una vez y no más brotan las flores?
¿Nada dirán a mi pasión dormida
La rubia mies, diadema de tu frente,
La casta luz de tus profundos ojos?

Algunos mariposeos por este estilo, probablemente harto inocentes y sin trascendencia, dieron pretexto a un ruidoso incidente muy comentado en Madrid.

El actor Rafael Calvo era entonces por su elegancia, arrogante figura y lucimiento en las tablas, uno de los hombres más mimados por la alta sociedad madrileña. Cuenta Enrique Menéndez Pelayo en sus Memorias, que cuando estudiaba en Valladolid se escapó un día a Madrid para oír en la Zarzuela declamar a Calvo El Idilio de Núñez de Arce, «Bajando —dice— durante un intermedio de la función al foyer, guipamos desde la escalera a mi hermano Marcelino, de quien todo el día andábamos huyendo, y que se dirigía hacia la sala. Acompañábale otro señor de mucha más edad que él, aunque muy restaurado y compuesto. Corriendo los tiempos tuve ocasión de conocerle: era el famoso cronista de salones Asmodeo, estimable novelista y, además, dramaturgo».

Don Marcelino era amigo de Calvo, gustaba de oírle en sus recitaciones y asistía también con frecuencia, invitado por el gran actor, a las comedias que éste representaba por la época a que me refiero, que era el año 1881. Pero ocurrió un día que cierta aristocrática señora, no muy guardadora de su buena fama, por lo que era, con más o menos justificado motivo, objeto de hablillas, pidió a Menéndez Pelayo un ejemplar dedicado de su primer libro de versos. Don Marcelino se creyó obligado a [p. 214] entregárselo personalmente y fue a visitarla en su casa. También entraba allí Rafael Calvo y el gran cómico sintió celillos del joven profesor de la Central. Sospechando tener en él un rival, decidió poner en claro el asunto y a los pocos días fue a visitarle en la Fonda de las Cuatro Naciones. A Menéndez Pelayo acompañaban en su cuarto unos amigos y al entrar Calvo hubo de esperar a que se terminara la tertulia, en la que tomó parte sin dar sospecha de sus propósitos. Llegó el momento de las despedidas y D. Marcelino manifestó que él también tenía que salir hacia el Ateneo, que entonces estaba en la calle de la Montera.

«—Por allí tengo que pasar yo —le dice Rafael Calvo—; venga usted en mi berlina, que espera a la puerta». Y apenas se vieron solos en el estrecho carruaje, calle del Arenal adelante, Calvo comenzó a pedir explicaciones a Menéndez Pelayo; explicaciones que éste no creyó conveniente dar pedidas en aquella forma provocativa y en tales circunstancias. Con todo lo cual agriáronse los ánimos y de las palabras pasaron a los hechos, y dentro de aquel estrecho cajón comenzaron a llover denuestos y puñetazos de una y otra parte, mientras el caballo, jadeante, corría cuesta arriba por la calle de la Montera hostigado por el cochero. El público, que se había dada cuenta de la pelamesa, corría vociferando tras la berlina, que al llegar a la Red de San Luis fue detenida por un guardia. Allí salieron del coche, maltrechos ambos, y cada uno por su portezuela, actor y catedrático; a quienes, al enterarse el agente de la autoridad de sus personalidades, se limitó a enviar a cada uno por distinto camino y a disolver el grupo de curiosos.

La prensa diaria refirió el suceso con más o menos detalles, pero sin dar los nombres de las personas que en él habían intervenido. En el Madrid Cómico publicó Ricardo de la Vega una alusiva fábula con el título de El león, la zorra y el mono, en la que cuenta que un mono muy listo y un león muy fuerte riñeron por una raposa; y el autor invita a ambos a reconciliarse y olvidar a la raposa.

La tal fábula promovió largos comentarios y un escándalo regular, por lo que un Sr. Conde, gran esgrimidor de florete, desafió a Calvo y a Ricardo de la Vega, aunque no a Menéndez [p. 215] Pelayo, que inocentemente había quedado envuelto en este asunto.

Aunque hubo mediadores que quisieron arreglarlo, como el fabulista indicaba, el mono y el león quedaron reñidos por algunos años. Pero en D. Marcelino estas heridas no se enconaban; alma profundamente cristiana y buena, cuando, pasado algún tiempo, se le presenta ocasión, se reconcilia con Rafael Calvo y vuelve a ser el amigo de antes. Ocurrió esto con motivo de un homenaje que se rindió en Madrid a los actores Calvo y Vico, en 15 de septiembre de 1886. La carta que Menéndez Pelayo escribe a D. Manuel Cañete, mediador ahora para la reconciliación, es de lo más ejemplar y digna. Por su extensión no la insertamos en el texto, pero sí en uno de los Apéndices de este libro. (D. 18.)

Y entre tanto ¿qué era de aquella su prima Concha, —«hermosa cuando ríe,—hermosa cuando canta»— de quien le habíamos visto tan enamorado? Conchita estuvo parte de la primavera de 1870 en Madrid; pero como Marcelino andaba tan ocupado y entretenido, no podía acompañarla mucho. En el verano de este año, los padres de Menéndez Pelayo la esperaban de nuevo en Santander; pero pasaba el tiempo y no llegaba. Marcelino callaba. La correspondencia iba espaciándose mucho entre los primos; terminó por fin el mes de septiembre y desapareció hasta el último veraneante, y la novia no había llegado. Don Fernando Fernández de Velasco, que en su correspondencia de bibliógrafo con Marcelino le gasta bromas sobre su adorable tormento, se entera de lo que ocurre y escribe a éste, en 11 de octubre de 1879; «Me alegro mucho de que usted se haya podido desentender tan fácilmente de sus amores y compromisos, una vez que pudo pensar con razón no serle conveniente realizar sus primeros propósitos. Es admirable la facilidad con que usted ha podido dar fin a esas relaciones; porque lo común es que tales determinaciones cuesten mucho y aun dejen rastro por algún tiempo; pero, por lo vista, usted ha sentido menos perder esto, que perder el Pinciano o el Calvi. Que sea enhorabuena».

Lo ocurrido era cosa natural. Marcelino estaba ya en otra elevada esfera, se trataba con mujeres de alta distinción y [p. 216] belleza, de gran ingenio, de gustos refinados, de amena conversación cultivada en el trato diario con poetas y gentes de letras. «Durante los años más floridos de su juventud —escribió Rubió— le embriagó la atmósfera de los salones aristocráticos, y sobre todo el trato con nobles damas de la Corte, en quienes se figuraba ver reverdecer los laureles de las ilustres Victorias Colonnas, Gambaras y Stampas, queridas de Febo y del coro sagrado de las Musas, y celebradas por los Bembos, Miguel Ángel, Ariosto y otros dioses mayores del Renacimiento italiano. Fue para él como un espejismo pasajero de aquel glorioso período cuyos esplendores había podido admirar en su viaje al dolce paese y cuyo sentimiento tan hondamente encarnó en su alma [73] ».

Se explica ahora que, halagado por tan gentiles damas, a las que dedica sus más inspirados versos, se olvidara de su dulce e inocente Epicaris. «El mismo Valera —escribe Clarín refieriéndose al prólogo que aquél puso al libro de Odas, Epístolas y Tragedias, de Menéndez Pelayo— parece que se burla un poco, de buena manera por supuesto, de las relaciones que el poeta tuvo con Epicaris.» [74] Así, entre nieves de indiferencia, se apagaba aquel volcán de amores que no hacía mucho había empezado a estallar en Sevilla.

Igual ímpetu y apasionamiento juveniles que en sus nuevos versos y amores, pone Menéndez Pelayo en todas sus actividades y estudios en esta época. Es entonces cuando escribe el último tomo de los Heterodoxos, el más fuerte en arremetidas, en el que juzga hasta a algunos de sus contemporáneos —cosa de la que después, en sus años de más serenidad y madurez, ha de huir— y los juzga con crítica a veces dura, aunque justa. El prudente y experimentado Laverde le dice en 26 de julio de 1882 refiriéndose a esta parte contemporánea de la obra: «Ahora debo añadirte [p. 217] que me suena mal y me parece poco ortodoxo aquello de irse a los infiernos D. Fernando de Castro. En Roma dejó de ser canonizado un sacerdote que había hecho milagros sólo porque, asistiendo a un reimpenitente, dijo: «Venid a ver cómo mueren los réprobos». El mismo D. Marcelino ha de reconocer, en la Advertencia preliminar, que ponga a la segunda edición de la Historia de los Heterodoxos españoles, impresa en los últimos años de su vida, «la excesiva acrimonia e intemperancia de expresión con que se califican ciertas tendencias o se juzga de algunos hombres...; si ahora escribiese sobre el mismo tema —añade— lo haría con más templanza y sosiego, aspirando a la serena elevación propia de la historia, aunque sea contemporánea, y que mal podía esperarse de un mozo de veintitrés años, apasionado e inexperto, contagiado por el ambiente de la polémica, y no bastante dueño de su pensamiento ni de su palabra».

Y a pesar de todo esto los Heterodoxos es como un fruto tempranero de la madurez de historiador a que se iba acercando Menéndez Pelayo. Obra de concepción originalísima, aun contando con que César Cantú tenía ya publicado su libro Gli eretici d' Italia; obra en cierto modo renovadora porque presenta un modelo para trazar con nuevos métodos la historia del pensamiento español; escrita con algo de énfasis y en muchas partes con el estilo oratorio de la época, pero llena de datos preciosos. Aunque en buena parte haya quedado anticuada, porque no pudo el autor continuar la comenzada tarea de ponerla al día, hay en los Heterodoxos páginas enteras, con retratos de personas y descripciones de sucesos, que no perecerán nunca.

El mismo apasionamiento y falta de tacto, propios de su sangre moza, se notan en el tan famoso y celebrado Brindis del Retiro. El 30 de mayo de 1881 hubo, con motivo de las fiestas conmemorativas del segundo Centenario de la muerte de Calderón, un banquete en la Fonda Persa del Retiro para obsequiar a los catedráticos y escritores, que de varias naciones habían llegado a Madrid. Cometieron algunas incorrecciones impropias de huéspedes a quienes se obsequiaba delicadamente, y esto había creado ya mal ambiente contra ellos en los círculos y prensa católica. En alguno de los discursos del [p. 218] mismo banquete se dijeron cosas inconvenientes y hasta molestas para todo buen católico y aun para cualquiera que se preciara de español. Como acababa de entrar a gobernar Sagasta con el recién creado partido fusionista, la gente más o menos heterodoxa se encontraba en plena euforia y cantaba el trágala a cualquier hora. Pero bueno era aquel mozo de veinticuatro años para oír ciertas cosas sin estallar de indignación. Le invitaron a hablar, tal vez porque le vieron inquieto y gesticulando contra lo que oía; pero probablemente hubiera hablado aunque no le invitasen.

El discurso es un modelo de concisión, de elegancia, de profundidad de conceptos, clara y brillantísimamente expuestos; y es admirable lo que allí se dice de nuestra fe católica y del municipio español y de los dramas calderonianos y hasta de la Inquisición y de la fiesta semipagana en que se estaba convirtiendo la conmemoración de tan cristiano dramaturgo como fue D. Pedro Calderón de la Barca; pero allí hay también cosas intempestivas e inoportunas, explicables en un joven de su edad y circunstancias, es cierto, pero que seguramente él hubiera deseado borrar y de hecho las rectificó después.

Aquella su declarada fobia contra las nieblas hiperbóreas, y el decir en sus versos de los alemanes que el fermento de insípida cebada en sus cabezas sombra y pesadez va derramando, «es un arranque de mal humor poético, que tiene gracia, y que, entendido así, tiene también verdad», como escribió Valera, el cual añade seguidamente: «Los doctores Lauser y Schuchardt, hallándose un día en mi casa de Madrid con Menéndez, me excitaron a que yo moviera a éste a recitar los versos en que están esas diatribas contra los alemanes; Menéndez los recitó, y naturalmente ellos los celebraron, aplaudieron y rieron» [75] . Pero arremeter seriamente en párrafos fogosos contra la barbarie germánica, ante aquellos alemanes a quienes se agasajaba, y contra la Casa de Borbón, que había asesinado la libertad municipal y foral de la Península, la Casa de Borbón representada por un joven rey que le había demostrado personalmente afecto y hasta le había dispensado mercedes; el tocar en aquel acto la siempre vidriosísima cuestión [p. 219] de si los portugueses son o no españoles, hiriéndoles —aunque queriendo alabarles— en su puntilloso patriotismo, fue inoportunidad e indiscreción manifiesta de un muchacho fogoso y algo intemperante como era todavía Menéndez Pelayo.

Doña Emilia Pardo Bazán le escribe, a propósito de esto, en 16 de junio de 1881; «Ya sabe usted que soy yo la más tolerante criatura que existe, dado mi orden de ideas; sin embargo, cuando tengo alrededor mucha gente que no piensa como yo, me entran ganas de cuestionar: lo que me pasó en casa de Víctor Hugo. Comprendo que usted, que tiene harto menos flema, encontrase placer grandísimo en la protesta del banquete. Me parece verle a usted con la corbata desatada, muy sofocado y echando chispas (como el día de la batalla con Calderón en mi casa) y a todos los extranjeros ébahis, y a los del signo de la bestia, hechos unos venenillos».

La escena creo que está bien pintada, pues el mismo Menéndez Pelayo, aludiendo a este acto, decía en las palabras que pronunció pocos días después en el Círculo de la Unión Católica: «¿Quién de vosotros, provocado a hablar en tal ocasión, hubiera dejado de hacerlo?... ¿Quién hubiese dejado de acentuar más y más las frases recias y aun ásperas de su discurso, a medida que se hacían más violentos los murmullos, las interrupciones y las muestras de desaprobación?»

Valera, a quien primeramente le pareció una pitada el discurso de Menéndez Pelayo, termina por decirle «Confieso a usted con toda sinceridad, ya que usted mismo me habla del Brindis famoso, que en un principio me chocó bastante, no por lo que usted dijo o pudo decir, sino porque me pareció inoportuno. Después he reflexionado, he visto que los otros se despotricaron en sentido contrario, y, como yo soy tan amante de la libertad y de que cada cual se despotrique como se le antoje, casi disculpo a usted, ya que en esto no puedo aplaudirle».

La tremolina que en toda la prensa española se produjo, atacando unos periódicos y defendiendo otros al joven profesor y académico, fue grande y larga, pues dio para hablar mucho tiempo. Ya estaba en Santander D. Marcelino, a mediados de junio, para pasar las vacaciones veraniegas y aún llegaban [p. 220] prensa, cartas y telegramas con protestas y adhesiones. «La que has armado, Marcelino», comentaba Enrique al ver un día y otro llegar al cartero con un buen montón de correspondencia para su hermano. «—Hombre, creo que debías haberte contenido un poco»— «—Mira, Enrique; me tenían ya muy cargado, habían dicho muchas tonterías y hasta barbaridades y no pude menos de estallar. Y además...¡nos dieron a los postres tan mal champagne!» [76]

Rasgos de buen humor como éste, eran entonces frecuentes en el joven Marcelino y lo fueron más en el D. Marcelino maduro y tempranamente envejecido. ¡Cuántas veces supo cortar con una benévola sonrisa, con una ingeniosidad o un chiste, los rumbos de una conversación desagradable o la discusión agria que se estaba iniciando! Se nos ha querido pintar a Menéndez Pelayo como un sabio raro y apartado de la sociedad de las gentes, y era en esta su juventud que estamos reseñando y lo fue durante toda su vida, un hombre profundamente humano, cordial y amigo de departir entrañablemente con todos; un verdadero humanista, para decirlo en una palabra, y esto es una de las cosas que también contribuye a sacarle a flote y triunfador en medio de aquel torbellino agitado de su juventud combativa.

¡Qué tertulias más amenas, cultas y discretas aquellas que se tenían en casa de D. Juan y de D. Aureliano! A últimos de febrero de 1880 llega a Madrid Ipandro Acaico, o sea, Monseñor Ignacio Montes de Oca y Obregón, obispo de la extensísima diócesis de Tamaulipas, en Méjico, pastor celoso e incansable viajero, clásico y paganazo al estilo de D. Marcelino, pese al abate Gaume, pese a quien pese. [77] Pereda, en 16 de marzo de este año, escribe a Menéndez Pelayo: «Sé por Velasco que anda por ahí el obispo de [p. 221] Tamaulipas y que os dais cada atracón de griego que os ponéis a reventar de gusto».

Buena terna aquella de Valera, Montes de Oca y D. Marcelino. ¡La de versiones clásicas que entonces proyectaron! Ipandro Acaico (sobrenombre entre los árcades romanos) y D. Marcelino, activísimos los dos, hacían algunas; Valera, con su habitual pereza y distracciones mundanas, no encontraba nunca momento propicio para el trabajo. Es éste, quizás, el último, o de los últimos coetus, de nuestros humanistas; la raza, como dijo Menéndez Pelayo, ha desaparecido y hoy apenas si se encuentra algún ejemplar raro de la especie.

Con motivo del incidente del Brindis y lo que dio que hablar en la prensa, pidió el Círculo de la Unión Católica a Menéndez Pelayo que diese una serie de conferencias sobre Calderón en aquel su año centenario, estudiando la figura literaria del gran dramaturgo español. Estas conferencias, que preparó D. Marcelino en Santander durante aquel verano de 1881, las pronunció en el otoño de ese mismo año en el Círculo de La Unión, y se publicaron primero en folletos sueltos cada una y luego formando un libro con el título de Calderón y su teatro.

Un acontecimiento casi mundano y de alta sociedad fue también por esta época la recepción en la Academia Española de Menéndez Pelayo, que tuvo lugar el 6 de marzo de 1881. El salón de actos estaba de bote en bote; en primera fila, las más encopetadas damas de la nobleza; en el estrado, casi todos los académicos, alto clero y personalidades políticas y literarias; el vestíbulo, los pasillos y la escalinata, rebosando de invitados que no podían entrar en el salón. Contaban que entre éstos se hallaba también Castelar, el único que había negado su voto a D. Marcelino. Fue un triunfo grandioso para el nuevo académico de veinticuatro años, temprana edad en la que ningún otro había sido elegido miembro de aquella Corporación. Menéndez Pelayo entró en la sala acompañado de dos de los más viejos académicos, entre los que se destacaba más su juventud.

Cuentan los cronistas de la época que al terminar aquella memorable sesión, mientras amigos y compañeros se agolpaban [p. 222] para felicitar a Menéndez Pelayo, alguno abrazaba con entusiasmo y honda emoción a un señor desconocido hasta entonces que estaba en el estrado. Era el padre de D. Marcelino, que siempre acude a presenciar los triunfos de su hijo.

Mesonero Romanos, por sus muchos años y achaques, ya no solía asistir a la Academia, pero aquel día hizo un esfuerzo y se encontraba también allí. Y tuvo la feliz idea de recoger de manos de Menéndez Pelayo el ejemplar en que había leído su discurso y se lo envió a la madre del nuevo académico. Galantería muy digna de aquel ochentón.

La prensa describió el acto con minuciosos detalles y haciendo grandes ponderaciones del recipiendario y su magnífico discurso, al que contestó D. Juan Valera. Hasta un folleto en francés se publicó en Tulle reseñando el acto y las académicas disertaciones, que trataron sobre La poesía mística en España [78] .

Desde hacía tiempo venía Menéndez Pelayo soñando con ser académico. Recordemos aquella anécdota que ya hemos referido en otro capítulo cuando, estudiante recién llegado a Madrid, le dice a Luanco, al pasar por la calle de Valverde, frente al edificio de la Academia: «Ahí he de entrar yo, D. José». El cual D. José bromea con él ahora, como siempre, al ver que se había salido con la suya. Ya en 1877 se habían comprometido varios académicos a hacerle miembro correspondiente. En 23 de noviembre de este año escribe D. Marcelino a Pereda desde Bruselas: «Laverde tiene apalabrados ya a Valera a Campoamor y no sé si a Cueto, para que apoyen mi candidatura de correspondiente de la Academia Española. Veremos si lo consigue, para [p. 223] que se me quite la envidia que a usted tengo por ese honorífico dictado». Varias Academias le habían nombrado miembro de honor: La Academia Heráldico-Genealógica de Pisa, la de Buenas Letras de Barcelona y la Científico-Literaria de la Juventud Católica de Madrid, entre otras. Pero en cuanto Menéndez Pelayo ganó la cátedra de Madrid, los académicos amigos pensaron inmediatamente en hacerle académico de número. Fue entonces cuando D. Cayetano Fernández se ofreció a renunciar a su plaza para que nombraran a D. Marcelino. Esto no se aceptó, pero ya adquirieron entonces varios amigos el compromiso de nombrarle en la primera vacante. Laverde le dice, en 30 de noviembre de 1878: «También a mí se me ha ocurrido la idea de hacerte académico de la Española. Celebro infinito que esos amigos la acaricien». Por eso, en cuanto se sabe la muerte de Hartzenbusch, lo mismo Valera que Fernández-Guerra le dicen que puede considerarse académico. Don Marcelino escribe a unos y otros, y las cartas de contestación son todas de unánime entusiasmo por su candidatura. «Hasta la pared de enfrente», le contesta Rubí que puede contar con él; Valmar, que quiere ser uno de los que firmen la propuesta, y el Marqués de Molins le escribe desde París en 1 de septiembre de 1880: «El nombre de Hartzenbusch compromete mucho a su sucesor y a los electores y yo creo que sólo el de usted puede hoy reemplazarle con justicia y aplauso. La laboriosidad y la prodigiosa memoria del gran poeta hicieron de él un colaborador tal, que, para llenar el vacío que deja... sólo se hallaría en España... el archivo vivo que Dios ha puesto en su cabeza de usted». Hasta la candidatura del P. Mir, con quien algunos académicos tenían ya compromiso, hubo que dejarla para otra ocasión ante la presentación de la de Menéndez Pelayo. La única discrepancia entonces, la de Castelar, fue telum imbelle sine ictu, como la calificó Miguel Antonio Caro.

En junta celebrada el 3 de diciembre de 1880, había sido elegido académico, y al regresar a Madrid, después de las vacaciones de Navidad, llevaba ya terminado el discurso de ingreso, que entregó a Valera para su contestación.

En medio de aquella casi apoteosis del sabio joven, y como para recordarle que era humano, consiente la Providencia Divina [p. 224] que en su camino se coloquen algunas espinas, extremadamente punzantes y dolorosas por estar esparcidas por manos de amigos. Menéndez Pelayo lo era de ambos Nocedales: de D. Cándido, al que había ayudado en la preparación de los Diarios de Jovellanos para la impresión en la Biblioteca de Autores Españoles de Rivadeneyra, y de su hijo Ramón, el director de El Siglo Futuro. Varios artículos, anticipo de capítulos de los Heterodoxos, habían aparecido en este períodico —carlista entonces, por no haber surgido aún la escisión integrista—, acogidos con aplausos y elogios por la redacción. Los Nocedales querían captar a Menéndez Pelayo para su causa y no perdían ocasión de elogiarle. En enero de 1881, algunos carlistas de La Fe, no muy bien avenidos con que D. Cándido llevara la jefatura del partido, se unieron con elementos de la extrema derecha alfonsina y decidieron fundar La Unión Católica, asociación político-religiosa que tuvo la aprobación y hasta el aplauso de la mayoría del episcopado español. El primer paso que ésta dio fue el del mensaje de felicitación a Monseñor Freppel, el batallador obispo francés, que, dentro de la legalidad y en el mismo Parlamento, sostenía entonces duras luchas en defensa de los principios religiosos. D. Marcelino es uno de los firmadores de aquel manifiesto y esto disgustó ya a sus amigos los Nocedales, pero subió de punto el enfado al saber que Menéndez Pelayo se había inscrito en La Unión Católica. Todavía el Brindis del Retiro es reproducido y elogiado por El Siglo Futuro; pero cuando D. Marcelino, que hasta entonces había pronunciado sus conferencias sobre Heterodoxos en la Juventud Católica, comienza a dar las de Calderón y su teatro en el Círculo de La Unión Católica, los Nocedales se le van mostrando cada vez más hostiles y termina por ser su periódico uno de los que más dura y despiadadamente le atacan. Guerra sin cuartel se podía llamar aquella campaña, en la que se acude a todos los medios para desacreditar al que poco antes se consideraba como un gran amigo. Para El Siglo Futuro Menéndez Pelayo ha dejado de repente de tener talento, no es ya católico sincero, sino un perverso mestizo; ni es historiador, ni poeta, ni nada que valga. El franco-tirador literario Valbuena (Miguel de Escalada), el autor de los Ripíos Académicos, se ensaña con sus poesías, en pobre crítica gramatical sazonada con sal gorda, [p. 225] de la que agrada a la masa vulgar de los lectores, pertenezcan a éste o al otro bando. Ni los periódicos de más extrema izquierda llegaron a escribir contra Menéndez Pelayo tan desatentadamente como El Siglo Futuro: «Es individuo de una mala compañía, cómico-equilibrista, que pertenece a la escuela clásico-heterodoxa, y que llevando una biblioteca en la cabeza, como otros un sombrero, se suele olvidar de ponerse la biblioteca o se la pone al revés». Parrafito que para honra de El Siglo Futuro se lo transcribe puntualmente la Revista Cristiana, quincenario protestante, en su número 63, de 15 de agosto de 1882.

Don Marcelino era más tradicionalista que los mismos Nocedales, y amigo de éstos hasta por relaciones familiares, pues el gran actor, Julián Romea, casado con una hermana de D. Cándido, venía mucho a Santander y tenía amistad con Pereda y el tío Juan; pero a D. Marcelino no consiguieron hacerle carlista los Nocedales y ése era su gran pecado. «Si se quiere aludir a otro orden de ideas —escribe Menéndez Pelayo, en 5 de junio de 1886, a D. Fermín Canella— usted sabe que nunca las mías coincidieron con las de Nocedal, ni él me tuvo por correligionario suyo en tiempo alguno».

Cegado El Siglo Futuro por esta animadversión contra D. Marcelino, él es quien estimula y da aire a la última contienda violenta que riñe el autor de La Ciencia Española. La cosa ocurrió así. El mismo día 6 de marzo, en que ingresa Menéndez Pelayo en la Academia Española, se estaba celebrando un triduo en el Convento de PP. Dominicos de Corias (Asturias); triduo que predicó el Regente de Estudios, P. Fonseca. Sin nombrarle se hacían allí algunas alusiones a Menéndez Pelayo a propósito de la filosofía tomista. Aquí pudo quedar, sin otra trascendencia, el asunto; pero se imprimió el discurso del novel académico y se imprimió también, en folleto, el sermón del fraile. Salió antes el del primero y se le ocurrió al P. Fonseca, al leerlo, añadir a su panegírico una larguísima nota final, toda ella dedicada a Menéndez Pelayo, a quien ya se nombra sin ambajes ni rodeos. Aderezado el triduo con este aditamento lo imprimió su autor y envió un ejemplar a D. Marcelino, acompañándolo con carta fechada en 3 de octubre de 1881, que autógrafa aún se [p. 226] conserva en su biblioteca santanderina, y de la que es el siguiente párrafo:

«La última nota del Panegírico está dedicada a usted, en rectificación de algunas ideas emitidas en su discurso académico sobre la filosofía de Santo Tomás, para quien reivindico, con textos originales, el conocimiento y el uso frecuente del procedimiento psicológico en todas sus obras científicas, cuando la naturaleza de las cuestiones lo requiere; procedimiento del que hace usted iniciador a Luis Vives y demás filósofos del Renacimiento, que forman la escuela llamada independiente en la historia de la filosofía española». Y añade al final en P. D.: «Aunque me expreso alguna vez con cierta vehemencia en la defensa del Angélico, es efecto de mi idiosincrasia y no de ninguna prevención personal, que si alguna hubiese, es enteramente favorable a usted.» Con cierta vehemencia, como él reconoce, se expresó el P. Fonseca, y a pesar de ello, durante un año guardó silencio D. Marcelino por no enfrentarse con un religioso. Mas he aquí que El Siglo Futuro, aireando por propia o ajena iniciativa, la ya casi olvidada nota 33 del Triduo o Ramillete dedicado a Santo Tomás de Aquino, la reproduce casi un año después, en 1882, íntegra y con grandes encomios; con lo que promueve una polémica hasta entonces prudentemente contenida. Menéndez Pelayo se vio obligado a la réplica con su primer artículo titulado Contestación a un filósofo tomista; y enredada ya la contienda apasionadamente constituyó un lamentable episodio en el que se vieron envueltos periódicos y revistas católicos.

Agria en demasía fue la discusión, pero no se puede hablar aquí, como lo hacen varios autores, de polémica en doble frente. Menéndez Pelayo dice que le han estado jugando a las cañas durante los tres días del triduo; el P. Fonseca afirma que D. Marcelino lleva mordiendo a Santo Tomás desde hace diez años. Estas evidentes exageraciones y algunas otras expresiones duras, indican un apasionamiento momentáneo, una falta de moderación en el lenguaje; pero no una posición ideológica intransigente en cosas no fundamentales. No había por qué establecer ahora en este año de 1882, otro frente de combate como el que mantuvo durante toda su vida en una u otra forma, acriter al principio [p. 227] suaviter in modo et fortiter in re después, el autor de La Ciencia Española, contra los enemigos de la religión y de la patria. Ni Menéndez Pelayo era antitomista, aunque le molestara el ergotizar decadente y antiestético a que había llegado el tomismo, y su cerrazón de escuela, ni el P. Fonseca era tan enemigo del Renacimiento y del vivismo como él pregonaba. Toda aquella fogata que se armó se hubiera apagado inmediatamente —y en realidad no duró mucho— si no hubiese habido quien llevase leña para atizarla. Así lo debió entender también D. Marcelino, que por remate de aquella disputa pone estas palabras: «Ahora sólo diré, por conclusión, que no guardo ninguna especie de rencor al Padre Fonseca, porque bien sé que su alejamiento del mundo le ha hecho ser en esta ocasión inocentísimo instrumento de la pérfida y tortuosa guerra que me han declarado otros que ni son dominicos ni tomistas, y a quienes ni ahora ni nunca nombrará mi pluma, porque de algo les ha de servir el haberse llamado en algún tiempo amigos míos. Respetemos illud amicitiae sanctum ac venerabile nomen, aunque por ser esta una virtud pagana, tan fácilmente se juzguen dispensados de sus leyes los que a sí mismos se llaman católicos íntegros y puros.» Alusión bien clara a los Nocedal.

Ésta es, realmente, la última discusión violenta que la juventud briosa y apasionada de Menéndez Pelayo, sostiene en público; poco a poco va entrando dentro de sí mismo, y, como veremos en los capítulos que a éste sigan, nos hemos de encontrar no con un hombre nuevo, cuyas ideas hayan sufrido transformaciones fundamentales, sino con un alma más labrada y pulida en el roce contra el asperón de la vida, alma de más perfección cristiana y con más responsabilidad y consciencia de todos sus actos.

Miguel Antonio Caro, que le ha seguido paso a paso en sus tareas literarias, tan varias y dispersas, en sus triunfos juveniles y en sus ardorosas polémicas, le escribe, en 1 de noviembre de 1882, estas sabias palabras: «En todas las luchas y debates que usted ha sostenido, he tenido y tengo la satisfacción y la dicha de estar enteramente conforme con usted. Si la amistad y profundo afecto que le profeso me autorizan a usar de esta franqueza, añadiré que he sentido hallar en sus discusiones con católicos [p. 228] y eclesiásticos algunas palabras con cierto sabor de enojo o de burla. Me complazco en reconocer que usted fue el provocado pero aun así le hubiera yo querido a usted menos orgulloso y más tranquilo en sus contestaciones. También reconozco que para el grado de acrimonia a que han llegado allá las polémicas entre católicos en el terreno político, principiando por ciertos periódicos carlistas, y sin exceptuar algunos boletines eclesiásticos, todo con escándalo de la cristiandad y con inmenso dolor de los que amamos a España; en comparación con todo eso, la controversia de usted con esos Reverendos Padres es un modelo de moderación, así por la materia como por el lenguaje. Ésta y otras consideraciones le excusan a usted, pero no a su carta al P. Fonseca; porque todos los escritos de usted, aunque ahora se publiquen en periódicos, han de vivir en libros. Por eso quiero yo que todo lo que salga de su pluma de usted, esté a la altura de su gloria, que no es suya toda, sino de la Iglesia, de su patria y nuestra. Dios es paciente porque es eterno; de esa serenidad divina deben participar los inmortales [79] ».

Acertadísimas son estas consideraciones del ilustre colombiano Caro. Yo sólo borraría lo del orgullo, que no hay que confundirlo con ciertos desplantes de que usa Menéndez Pelayo en el ardor de sus disputas. Lo admirable, lo inexplicable y casi milagroso en todos estos años de triunfos juveniles, es cómo no se desvaneció con tanto incienso, cómo conserva toda su encantadora sencillez y humildad. Su tutor Luanco, D. Cayetano Fernández, D. Aureliano Fernández Guerra y otros de los mejores y más prudentes amigos, tiemblan y oran por él. Dios quiso oírles y aquel excepcional joven, catedrático, académico, conocido y respetado ya en todo el mundo, fue, como dijo su hermano Enrique, el único español que ignoraba que existía un Menéndez Pelayo. [80]

Notas

[p. 202]. [68] . Véase artículo de Ramón D. Perés, titulado Mi Cervantes. Recuerdos y confesiones, en Boletín de la Biblioteca de Menéndez Pelayo 1947, pág.172.

[p. 210]. [69] . Leopoldo Alas (Clarín), en Un viaje a Madrid.

[p. 210]. [70] . Verso de Menéndez Pelayo en su Carta a mis amigos de Santander.

 

[p. 211]. [71] . Vide Recuerdos del tiempo viejo. Capítulo XIV. Interrupción.

[p. 212]. [72] . Colección de Escritores Castellanos. M. Menéndez y Pelayo, de la Real Academia Española. Odas, Epístolas y Tragedias. Con un prólogo de D. Juan Valera. Madrid. Imprenta de Pérez Dubrull, 1883. Hay una segunda edición de este libro de 1906, en la que se insertan tres poesías más: El Himno de la Creación de Judah Leví, La Palinodia de Leopardi y El pájaro de Aglaya. Las Poesías completas de Menéndez Pelayo pueden leerse en los dos tomos núms. LXI y LXII de la Colección de sus Obras, publicadas por el Consejo Superior de Investigaciones Científicas.

[p. 216]. [73] . Antonio Rubió y Lluch en Discurso en elogio de Menéndez Pelayo, 1913, en la Universidad de Barcelona, pág. 18.

[p. 216]. [74] . Por no alargar este capítulo no se insertan las preciosas disquisiciones de Valera en su prólogo a Odas, Epístolas y Tragedias, con las que se vería más confirmado lo que venimos diciendo de los nuevos amores e inspiración poética de Menéndez Pelayo al cantar a las aristocráticas damas madrileñas; pero el lector puede leer esos párrafos en el tomo II de Poesías de Menéndez Pelayo, pág. 47 y siguientes, de la Edición Nacional de sus Obras Completas.

 

[p. 218]. [75] . Juan Valera en el prólogo a Odas, Epístolas y Tragedias de Menéndez Pelayo. Vol. II de Poesías en Edición Nacional, pág. 41.

[p. 220]. [76] . Esta anécdota es de autenticidad indudable y se la he oído relatar a familiares y amigos de la casa, entre otros a D. Eduardo de Huidobro, que tanto trató a Menéndez Pelayo y, sobre todo, a su hermano Enrique.

Sobre El Brindis del Retiro publiqué en el Boletín de la Biblioteca de Menéndez Pelayo, de los años 1932 y 1933, varios artículos, en los que se da más amplia noticia de aquel acontecimiento y sus derivaciones.

[p. 220]. [77] . En la segunda edición del Epistolario, Menéndez Pelayo y la Hispanidad, publicado por la Junta Central del Centenario de Menéndez Pelayo en Madrid, se inserta la interesantísima correspondencia entre Monseñor Montes de Oca y D. Marcelino.

[p. 222]. [78] . Antes había pensado desarrollar el tema: De la influencia del culto a la Virgen en las Letras españolas, tema que cambió después por el de La influencia de la lengua griega y de la cultura helénica en España, hasta que por fin se decidió por el de La Poesía Mística. Véase carta de Pereda a Menéndez Pelayo, núm. 38 del Epistolario publicado por María Fernanda de Pereda y Torres-Quevedo y el autor de esta biografía. También en carta a Laverde, de primeros de agosto, le habla de esos temas y de otro más sobre Las ideas estéticas en España. Valera es el que le decidió a elegir el tema de La Mística.

El folleto a que se alude en este párrafo es el siguiente: Une réception académique en Espagne. M. Menéndez y Pelayo. Tulle. Imprimerie de J. Mazeyrie, 1881.

[p. 228]. [79] . Para un estudio detenido sobre las Polémicas de La Ciencia Española, debe leerse el libro del P. Joaquín Iriarte, S. J. Véase nota 50.

[p. 228]. [80] . Como testimonio de esta época batalladora de Menéndez Pelayo queda en su Casa-Museo en Santander, una copa cincelada, obra toledana, con incrustaciones de oro. En la parte exterior del vaso o cáliz aparece en alto relieve el busto de D. Marcelino joven, y en el pie la dedicatoria de la Unión Católica, que le hace el obsequio como recuerdo del tan celebrado Brindis del Retiro.