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Obras completas de Menéndez... > BIOGRAFÍA CRÍTICA Y... > CAPÍTULO VII : MENÉNDEZ PELAYO, ESTUDIANTE EN MADRID

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Texto

Sí, sí, he de entrar por esa puerta.
Menéndez Pelayo a Luanco al pasar delante del edificio de la Academia Española.

CON LUANCO OTRA VEZ, PERO EN MADRID.—¿QUIÉN ERA PASARÓN?— PROFESORES Y ASIGNATURAS.—VARIAS ANÉCDOTAS.—LOS ESTUDIOS BIBLIOGRÁFICOS.—TRES ARTÍCULOS SELECCIONADOS EN UN CONCURSO DE «LA ILUSTRACIÓN».—LA FOBIA AL KRAUSISMO Y EL TROPIEZO CON SALMERÓN.— ALTERNANDO CON LOS LITERATOS.

A Barcelona no podía volver Marcelino; esto estaba ya decidido por sus padres; pero ¿a dónde llevarlo?

Forzosamente tendría que ir a Madrid al año siguiente para hacer el doctorado; allí había buenas bibliotecas, más medios de estudio, podía cursar las asignaturas complementarias para opositar al Cuerpo de Bibliotecarios, y había también algunos buenos profesores; pero ¿quién se cuidaría de él que tanto lo necesitaba a pesar de los diecisiete años que iba a cumplir? Su madre temblaba, y con razón, dejarlo solo sin una vigilancia constante. Su tío Baldomero, el esparterista Capitán Bombarda, hombre bueno y cariñoso, pero algo exaltado, no era la persona indicada, aparte de que en cualquier momento podrían darle un Gobierno Civil y tendría que salir de Madrid. Y cuando el Sr. Menéndez andaba más metido en tales cavilaciones, he aquí que llega carta de José Ramón anunciándole [p. 78] que a primeros del próximo curso tendría que ir de juez de oposiciones a Madrid por una larga temporada. Feliz coincidencia otra vez.

El padre de Marcelino vio el cielo abierto, y como era ya fines de septiembre mandó preparar el baúl del estudiante, hizo su pequeño equipaje y a Madrid se fueron padre e hijo, a la calle de Silva, número 4, principal, donde a los dos días de su llegada se presentó también Luanco con su sobrino José María. Parecía que no había cambiado nada y el padre se volvió inmediatamente y muy satisfecho.

Los aires de gran capital que empezó a tomar Madrid desde el primer tercio de este siglo obligaron a que, hoy una calle, mañana otra, fuesen desapareciendo o se hayan transformado, la mayor parte de aquellas viviendas que, cercanas al viejo caserón de San Bernardo, constituían como un barrio latino en torno a la Universidad, barrio plagado de fonduchas y casas de huéspedes. Buena parte de la calle de Silva se la llevó por delante la nueva Gran Vía madrileña, y hay ni señales quedan de la casa en que se hospedó Menéndez Pelayo, ni de la que próxima a ella, por el mismo tiempo y en la misma calle, ocupó otro estudiante que había de hacerse después famoso en las Letras con el seudónimo de Clarín. También estaba entonces en Madrid Armando Palacio Valdés y muchos años después, hilvanando recuerdos, retrató, en su libro Años de Juventud del Doctor Angélico según opinan algunos, a Leopoldo Alas en aquel doctor Ángel Jiménez, y en el estudiante José Luis Pasarón, a Menéndez Pelayo. Pasarón, según Palacio Valdés, era muy erudito, un Pico de la Mirándola de España —así llama la Pardo Bazán muchas veces a Menéndez Pelayo—, fenómeno pasmoso de memoria y de saber, consumado bibliófilo, de fama inmensa ya en su juventud; era poeta y le hechizaba el verso blanco, aspiraba a una cátedra y era «el primer estudiante de la Universidad Central». Pasarón había sacrificado a la ciencia sus amores juveniles; Pasarón era amigo y condiscípulo del Dr. Ángel Jimenez. Los rasgos coinciden, efectivamente, con los de nuestro estudiante santanderino, tuviera o no D. Armando el propósito de sacarle a plaza en su [p. 79] libro; él, desde luego, negó que pretendiera retratar a Menéndez Pelayo [24] .

Las asignaturas que Marcelino tenía que cursar oficialmente en Madrid eran las siguientes: Historia de España, con Castelar; Metafísica, con D. Nicolás Salmerón; Estudios Críticos sobre Autores Griegos, con D. Lázaro Bardón y Gómez; pero además se matriculó en Bibliografía, que explicaba en la Escuela de Diplomática D. Cayetano Rosell.

«Ni Salmerón ni Castelar asisten a sus cátedras con puntualidad, sobre todo el último, que hasta ahora no ha aparecido por la Universidad, escribe Marcelino a su amigo Antonio Rubió en 7 de noviembre. La enseñanza está desempeñada por sustitutos y anda como Dios quiere y tú puedes imaginar. Por lo demás, me encuentro muy bien en Madrid, que me gusta mucho. Sólo echo de menos las tardes deliciosas que pasaba en tu casa los domingos».

Salmerón había dejado de ser Presidente de la República a principios de septiembre de este año de 1873 por no querer firmar penas de muerte; le había sustituido Castelar, que logró imponer algún orden en aquel desconcierto general. El gran orador tenía para esto, como para todo, su fórmula retórica justificativa: «Así como las monarquías deben ser liberales, las repúblicas tienen que ser conservadoras». Y no dudó en poner mano dura cuando las circunstancias lo requerían. El caso es que, uno por haberlo sido y el otro porque era Presidente del Poder Ejecutivo, ni Salmerón, ni Castelar iban a clase, como decía Marcelino. Él aprovechó el tiempo dedicándose al estudio del griego en aquella clase de Bardón, que, aunque se titulaba de Estudios críticos sobre autores griegos, más que a otra cosa la dedicaba a la enseñanza del idioma. Don Lázaro Bardón y Gómez era un entusiasta de los estudios helénicos; había compuesto una breve gramática griega compendiosa y clara y unas Lectiones Graecae, que como no encontrase facilidades para editarlas, él las imprimió por su propia mano, comprando [p. 80] los caracteres griegos y una pequeña prensa. A tal punto llegaba su amor por la enseñanza.

Éste fue el verdadero maestro de griego de D. Marcelino, según él mismo lo confesó; maestro principalmente en el sentido de haberle orientado bien en el mecanismo gramatical de la lengua y hacerle dar un gran avance en la comprensión de los autores, cosa que no había logrado en Barcelona. Pero, aunque no oficial, tuvo un maestro mejor que le hizo no sólo conocer la antigüedad greco-latina, sino sentirla y adquirir derecho de ciudadanía en Atenas; «era el tipo más perfecto y acabado de lo que en otros siglos se llamaba un humanista, es decir, un hombre que tomaba las letras clásicas como educación humana, como base y fundamento de cultura, como luz y deleite del espíritu, poniendo el elemento estético, muy por encima del elemento histórico y arqueológico, y relegando a la categoría de andamiaje, indispensable, aunque enojoso, el material lingüístico»... «No era un comentario ni una interpretación de la antigüedad lo que de allí sacábamos; era la fascinación del mundo antiguo, que allí resucitaba a nuestros ojos y que por todas partes nos envolvía». [25] El mismo Menéndez Pelayo habla de su frecuente asistencia a la clase de Camús: «porque de todo había en aquella singular comedia, medio socrática, medio aristofánica, de que tantas veces fuimos espectadores». Y en los apuntes autobiográficos que envió a Clarín, dice textualmente: «Mis mejores recuerdos son los de Camús, de quien no fui discípulo oficial, porque ya traía aprobadas sus dos asignaturas, pero sí oyente asiduo en ambas cátedras».

Marcelino aprovechaba el tiempo pasando las horas que tenía libres por falta de asistencia de los profesores, en recorrer las tiendas de libros viejos, que abundaban en la calle de San Bernardo y en otras cercanas.

Por esta época y en algunos de aquellos días en que tutor y pupilo, recién llegados a Madrid, salían a caza de libros [p. 81] antiguos, es cuando debió de ocurrir aquella graciosa anécdota, contada por el mismo Luanco, que Ignacio Aguilera encontró entre los papeles de D. José Ramón, en Castropol: «En una tarde del mes de octubre de 1873 bajaban por la acera derecha de la calle de Valverde, dirigiéndose a la plazuela de San Ildefonso, tres personas, dos de ellas de pocos años y la tercera de edad madura y reposado continente. Departían con tal familiaridad que se les tomaría por padre y dos hijos, notándose que los jóvenes reparaban en todo lo que iban viendo, como quienes pasean por vez primera las calles de la Corte. Cuando llegaron a la casa en que se albergó durante muchos años la Real Academia Española [26] , detúvose un momento el mayor de los dos jóvenes, que apenas contaba diecisiete años, a leer el letrero escrito en el dintel de la puerta, y volviéndose luego hacia el que era su mentor y no su padre, le interrogó de este modo:

»—Ah, D. José [27] , ¿cuándo entraré yo por esa puerta?

»—Nunca —le contestó éste con aparente severidad.

»—Ay, sí, sí he de entrar.

»Y el jovenzuelo, estudiante de tercer año en la Facultad de Filosofía y Letras, dijo estas palabras con tan arraigada convicción, que el tutor hubo de asentir para sus adentros a lo que el pupilo afirmaba; pero no se figuró entonces que fuese en edad tan temprana, que el Presidente de la Real Academia Española pudiera decirle el día de su recepción solemne, que el más viejo de todos los Académicos recibía al más joven de todos ellos». Aquel mozo de diecisiete años entraba como conquistador en Madrid.

Sus ansias de saber y sus aficiones de bibliófilo le llevaban también a pasar muchas horas en las mejores bibliotecas, revolviendo catálogos y escrudiñando libros y manuscritos. Sólo tres años más tarde del tiempo a que nos venimos refiriendo, [p. 82] escribía D. Alejandro Pidal, en el primero de sus dos artículos que figuran en la Ciencia Española, lo siguiente:

«No hace muchos años que los eruditos y laboriosos investigadores de los tesoros literarios que encierran nuestras bibliotecas, paraban su atención, solicitada por tan extraño espectáculo, en un joven, casi un niño, que con un infolio en pergamino o con algún empolvado manuscrito delante, tomaba de cuando en cuando apuntes en unas cuartillas de papal, con aquella naturalidad y desembarazo que acusan largos hábitos y gran familiaridad en el trato y manejo de tan veneradas antigüedades.

La asiduidad con que concurría a su puesto, el carácter de letra de los manuscritos que estudiaba, el idioma en que estaban escritos los libros que pedía, unido con su tierna edad e infantil aspecto, despertaban de tal modo la curiosidad de los observadores, que en breve se esparció el rumor de que un nuevo erudito, ratón de biblioteca y tragador de polvo y de polilla, iba a salir a luz en la patria de los Gallardos, Calderones, Gayangos y Duranes».

La Biblioteca Nacional, que entonces estaba en la ahora llamada calle de Arrieta y antes calle de la Biblioteca, en el edificio que es hoy la Real Academia de Medicina, no lejos, por consiguiente, de la Universidad y de su casa de huéspedes, era la que más frecuentaba Menéndez Pelayo.

¡Cuántas horas debió pasar allí leyendo libros raros que casi sólo él pedía!

El director, Hartzenbusch, y los bibliotecarios le miraban con simpatía y le daban más facilidades que a otros lectores. «Aún recuerdo, escribía el Marqués de Valmar en 1878, que nuestro amado e ilustre compañero Hartzenbusch, me habló alguna vez de un mozo de pocos años, que llamaba la atención en la Biblioteca Nacional por su asidua asistencia, por su corta edad, por su perseverante estudio y hasta por la importancia de los libros y manuscritos que solicitaba» [28] .

[p. 83] En la Biblioteca Nacional y en la de la Facultad de Filosofía y Letras, que también frecuentaba, comenzó a hacer gran acopio de notas para continuar una obra que había iniciado en Barcelona y que fue para él «grata ocupación de muchos años y descanso de más graves estudios» [29] , tarea ininterrumpida durante toda su vida. «Como traductor de clásicos latinos —escribió Artigas en su Vida y Obra de Menéndez Pelayo— es natural que tratase de investigar si algún otro escritor o erudito había elegido ya los mismos modelos que él para sus versiones, y acaso, casi es seguro, en el despacho de su tutor señor Luanco encontró un libro que hubo de influir poderosamente en su formación científica; era el libro de Pellicer titulado: Ensayo de una Biblioteca de Traductores Españoles». En seguida concibió la idea de aumentar y completar aquel libro con los muchos datos nuevos que él poseía. En Madrid encontró un gran arsenal de ellos y pudo concluir varias monografías que han permanecido muchos años inéditas hasta que recientemente, en la edición de las Obras Completas de Menéndez Pelayo, se han coleccionado todas ellas en cuatro volúmenes, que llevan por título Biblioteca de Traductores Españoles. «Obra es ésta —dice el mismo autor— que imaginé con temeridad infantil... antes de salir de las aulas en 1873». Obra asombrosa de erudición y de laboriosidad casi inconcebible, comenzada a los dieciséis años, y llegada a feliz término antes de los veinte, por un escolar que atendía como tarea principal a clases, y a otras enseñanzas, que era traductor él mismo y poeta, que escribía en revistas literarias y estaba preparando ya varios libros de erudición para la imprenta.

Si alguien, como el que esto escribe, hubiera tenido que leer detenidamente al ordenarlas para su impresión, todas esas monografías, no dudaría en afirmar, como afirmo, que en este trabajo de juventud en el que se hallan multitud de datos [p. 84] curiosos, no copiados de otros bibliógrafos, sino de primera mano, de investigación propia, se revela ya un bien formado criterio, un selecto gusto literario y una erudición varia y profunda que anuncian al autor de la Ciencia Española y de la Historia de los Heterodoxos Españoles, al que pronto va a ser proclamado unánimemente Genio de nuestras letras.

Revolviendo librotes en la Biblioteca Nacional, creo que en la primavera de 1874, fue cuando encontró aquel joven estudiante un manuscrito que contenía varias poesías del P. Jerónimo Pérez de los Agonizantes. Acababa de publicar el Sr. Marqués de Valmar en la Biblioteca de Autores Españoles de Rivadeneira el volumen II de sus Poetas líricos del siglo XVIII y se anunciaba ya que para el año próximo saldría el III y último. En el prólogo de esta erudita obra confesaba D. Leopoldo que no había podido encontrar poesía alguna del P. Pérez de los Agonizantes, a quien elogia Luzán como poeta. Menéndez Pelayo, ni corto ni perezoso, cogió inmediatamente pluma y papel y escribió una carta al Excmo. Sr. D. Leopoldo Augusto de Cueto, dándole la noticia —por si quería aprovecharla para el tomo III de su importante obra— de que en el códice M.-202 de la Biblioteca Nacional se transcribían varias poesías del P. Pérez de los Agonizantes, de las que le copiaba algunas. (D. 6).

La carta produjo al eminente crítico no sólo gran contento, sino también admiración. ¡Qué cosa más rara, debió decirse: un erudito que en lugar de esperar a darme un palo, como suelen hacer otros, me envía generosamente sus noticias para que las utilice! Mandó enganchar su coche de jacas blancas y allá se fue, a la calle de Silva, 4, a dar las gracias al Sr. Menéndez. ¿Quién será este señor Menéndez Pelayo?, iba pensando por el camino el Sr. Valmar. No caigo en la cuenta; es la primera vez que oigo su nombre.

Pero pronto iba a salir de dudas, pues ya estaba tirando del cordón de la campanilla en la puerta de la habitación a donde se dirigía.

—El Sr. Menéndez Pelayo está ahora en la Universidad, [p. 85] pero si usted quiere pasar a su cuarto y esperarle no ha de tardar, pues a esta hora termina sus clases y vuelve a casa.

No hubo de esperar mucho el Sr. Marqués de Valmar. Apenas sí tuvo tiempo de sentarse, apoyar la barbilla en el pomo de plata de su bastón y decirse a sí mismo: ¡Termina sus clases ahora en la Universidad! Luego debe ser algún nuevo auxiliar o catedrático de la Facultad de Letras a quien no conozco todavía. Y en esto entró en la habitación un jovencillo, que se dirigió a él saludándole atentamente.

—Me han dicho que preguntaba usted por mí.

A la punta de la lengua tuvo ya el Sr. Cueto el contestarle, al ver a aquel casi niño: «¡No, hijo; es a tu papá a quien deseo ver!»; pero se contuvo, y después de comprobar que tenía delante a quien le había escrito la carta, dióle las gracias por el generoso obsequio, y se despidió del estudiante, sin conceder gran importancia al asunto.

A fines de 1874 daba a la estampa Valmar su tercer tomo de Poetas del siglo XVIII y refiriéndose en él al P. Jerónimo Pérez de los Agonizantes, decía: «Muy recientemente, y por una casualidad harto inesperada —el subrayado es nuestro— hemos sabido que existen en una colección manuscrita de obras varias de la Biblioteca Nacional, algunas poesías del P. Pérez de los Agonizantes». Se ve que D. Leopoldo no había caído aún en la cuenta de quién era aquel mozo; tal vez estaba pensando todavía en preguntarle por su papá.

Pero qué noble desquite se tomó Menéndez Pelayo de este desaire. No habían transcurrido más que unos meses después de la escena que hemos relatado, cuando D. Marcelino, en 14 de enero de 1875, escribe a D. Gumersindo Laverde, y al darle cuenta de la reciente aparición del tomo III de Los Poetas líricos del siglo XVIII, después de elogiarlo debidamente, añade: «Omite, de D. Juan Nicasio Gallego, los dos poemas ossiánicos, y de Reinoso, una oda. De Muray publica por primera vez la traducción del libro 4.º de la Eneida, con prólogo y epílogo. De Burgos, falta la versión de una epístola de Pope. Trae asimismo casi todas las poesías inéditas de D. Dionisio Solís y [p. 86] muchas de poetas menores. A nombre de Marchena publica la traducción (impresa anónima) de la Heroida de Pope. Hay en este tomo otras versiones, entre ellas la Batracomiomachia del Dr. Marcos. De D.ª María de Hore, poetisa gaditana, inserta muchos versos; pero omite a Sor María do Ceo, Sor Ana de San Jerónimo, Sor Gregoria de Santa Teresa y Rosa Gálvez, a mi entender más notables. Faltan entre los poetas dignos de memoria, Montengón, González del Castillo, Lasala, Mármol, Viera y Clavijo, Mor de Fuentes, Silvela, Cabanyes, Aribau, el P. Báguena y otros». ¿Haría discretamente y de palabra estos reparillos al Sr. Marqués de Valmar, con quien ya se trataba amistosamente? Me sospecho que sí; pero de lo que estoy seguro, porque consta por testimonio escrito en la correspondencia entre ambos, es que aquel estudiante le proporcionó al Excmo. Sr. Marqués de Valmar datos desconocidos sobre Estala y noticias sobre el Brocense y sobre el primer empleo de los sáficos en castellano. No, esto no era ya una casualidad inesperada, aquel muchacho era un portento de erudición y buen juicio. «Estoy entusiasmado con el joven Menéndez, dígaselo usted a D. Gumersindo Laverde» —escribía D. Leopoldo a un librero de Vigo, en octubre de 1876.

Momento este de gran interés: el representante de la vieja crítica, de moldes ya un poco gastados, da el espaldarazo a la crítica nueva que viene con aquel joven impetuoso y arrollador. No es una revolución literaria lo que llega, es sencillamente una evolución en la que termina por entrar el mismo D. Leopoldo Augusto de Cueto, aunque con pie cansado, pues le pesan ya los años; es un abrazo del viejo Marqués de Valmar, con todo lo que él representaba, al joven Menéndez Pelayo y todo lo que él traía de renovador al campo de las letras. La amistad quedó sellada para toda la vida y los favores y servicios literarios continuaron. Ya lo veremos más adelante.

Ahora volvamos a la Biblioteca Nacional y veamos qué hacía aquel estudiante. Tenía recogidos ya gran número de datos para sus bibliografías; apuntes y más apuntes con los que iba llenando sus carpetas; hasta en las hojas en blanco de las cartas de sus padres hay notas para la Biblioteca de [p. 87] Traductores. No solamente con Luanco, sino con su maestro D. Cayetano Rosell consulta sus proyectos y escucha atento los consejos.

Llegaron las vacaciones de Navidad en aquel curso de 1873 al 74, y Marcelino se fue, el 19 de diciembre, a pasar estas fiestas en familia. Luanco y su sobrino, aunque les invitaban con insistencia los padres de Marcelino, no acompañaron al estudiante en su viaje a Santander. Su padre le había escrito, en 8 de aquel mes: «Tengo confianza en que evitarás toda distracción y descuido». Y efectivamente fue solo, y aunque algunos ratos pensara en Homero u Horacio, llegó a casa sin contratiempo alguno. Doña Jesusa estaba muy contenta e iba confiando en su hijo.

Luanco fiaba también más en él, pero sigue su táctica bromista y no lo confiesa. En 27 de diciembre del 73 le escribe a Santander: «Acuérdate de la muela que te dolió aquí en los últimos días y no tengas duda en sacarla, oyendo antes a tu tío, porque ya sabemos que no es la del juicio. ¿Dónde estará ella?».

Seguramente que encontró a su Belisa y le dirigiría amorosas miradas y nuevos versos; pero su tarea principal en aquellas vacaciones fue la de redactor, dándole la forma definitiva que hoy tienen, varias biobibliografías de su Biblioteca de Traductores.

El 8 de enero de 1874 regresó a Madrid y reanudó sus clases. Poco después Castelar, que estaba cesante como último Presidente de la República española, desde el 3 de enero en que Pavía dio su golpe de fuerza y se instauró el Gobierno provisional, comenzó a aparecer por clase. «Castelar va ya a la cátedra, aunque faltando muchos días. Éste es por otro estilo; [del de Salmerón de quien habla antes a Rubió] pero se le oye con gusto». Es digno de notarse este juicio de Menéndez Pelayo, que en más de una ocasión ha de alabar aquel arte maravilloso de la oratorio castelarina, cósmica, apocalíptica, como decía Mella, hueca y con pocas y a veces funestas ideas, pero sonora y brillante como ninguna. El mismo D. Marcelino llegó a llamarle «uno de los primeros oradores de la tierra».

[p. 88] El día de su llegada a Madrid, y muerto de sueño, había escrito a su amigo Antonio Rubió: «Estos días he extendido los artículos de Pedro Mexía y del Maestro Fernán Pérez de Oliva». En 11 de febrero de este año de 1874 tenía ya escrito, y se lo dice también a Antonio, otro artículo sobre Traductores españoles de Horacio.

Y en esto se anuncia en La Ilustración Española y Americana un concurso para premiar varios trabajos literarios; Menéndez Pelayo envió las tres monografías que acabamos de mencionar; pero no es cierto, como han contado algunos biógrafos, que se los premiaran. Don Abelardo de Carlos, director y propietario de La Ilustración, tenía más conchas que un galápago y lo que buscaba por medio de aquellos concursos era encontrar colaboración selecta y baratita para su revista. El jurado que nombró el director de La Ilustración para aquel concurso, dio el fallo de que ninguno de los trabajos presentados tenía las condiciones exigidas, y por lo tanto se declaraban desiertos los premios; pero señalaba algunos, y entre ellos los tres que había presentado Marcelino, que, aunque no cumplían las condiciones antedichas, merecían ser publicados. Para esto había que entenderse con el director.

Y allá fue Menéndez Pelayo un día y otro sin lograr ver a D. Abelardo, unas veces porque había salido y otras porque estaba muy ocupado; pero él se había quedado con los originales y ni los devolvía, ni los publicaba, ni pagaba. Por fin Luanco creyó conveniente tomar cartas en el asunto para que no se burlasen del chiquillo, y con él se presentó en la redacción de La Ilustración Española y Americana. Abelardo de Carlos ofreció una cantidad mezquina por los tres artículos, y Luanco, indignado, reclamó los originales, que, pretextando no tenerlos allí, no entregó entonces el director de la revista. Cuenta Luanco, en los papeles a que antes nos hemos referido, que Marcelino salía «cabizbajo y mohíno, porque para él lo de menos era el estipendio, lo principal era ver su nombre impreso en las columnas de una revista tan leída y acreditada». Conoció esto el tutor y allá volvieron ambos otro día fingiendo bien la decisión de llevarse los originales, por lo que Abelardo de Carlos, [p. 89] al ver que la cosa iba en serio, y después de algún regateo, dio cuarenta duros, cantidad fijada por Castro y Serrano, que intervino como mediador. También D. Leopoldo Eguílaz se mezcló en este asunto, aconsejando al joven escritor que no depreciase sus primeros escritos dados a la publicidad y recomendándole a Abelardo, de quien era amigo.

¿Quién le había de decir a Abelardo de Carlos que pocos años después habría de dirigirse a aquel estudiante pidiéndole que colaborara en su revista «en las condiciones que usted designe»? Luego ya ni hablaban de precio, sino que el director de La Ilustración Española y Americana o pagaba con largueza, sin preguntar, o enviaba un cheque en blanco, como hizo cuando D. Marcelino publicó en su revista unos artículos sobre la edición de las Cantigas del Marqués de Valmar.

Uno de estos tres trabajos señalados para la publicación en el concurso de La Ilustración, el de los Traductores españoles de Horacio, creció tanto con los nuevos datos que Marcelino iba adquiriendo, que pronto se convirtió en el libro Horacio en España.

Don José de Castro y Serrano, de los de la célebre Cuerda Granadina, escritor ya consagrado y hombre bondadosísimo, había sido uno de los jueces que intervinieron en la selección de trabajos del concurso de La Ilustración. La gratitud de Menéndez Pelayo era por consiguiente doble y bien se la supo demostrar más adelante, cuando nombrado ya académico de la Española, influyó grandemente en la elección de Castro y Serrano en 1883.

Los padres de Marcelino están muy contentos por el triunfo de su hijo en el concurso de La Ilustración. En 20 de abril le felicitan los de casa; al padre lo que más le importa, como a Marcelino, es que le publiquen los artículos; a la mamá le hace mucha gracia el cuento de los siete bonetes, como ella llama a la biografía de El Magnífico Caballero Pero Mexía, pero «no creía que hubiera en el mundo quien apreciara esas antiguayas»; a Enrique le han emocionado los cuarenta blandos que se ha ganado su hermano. «¡La de bombones que se podrán comprar con cuarenta duros!» El tío Juan afirma muy serio que él [p. 90] no vio jamás reunida tal cantidad en su gaveta de estudiante. Pero Marcelino no se gastó en bombones las 200 pesetas de Abelardo de Carlos, sino en un montón de libros que envió a Santander para que los reservaran, con otros que ya habían ido por delante, hasta que él llegara en el verano.

En la Semana Santa el padre hizo una corta escapada a Madrid para abrazar a su hijo y conocer a algunos de sus profesores, y volvió muy satisfecho. Las oposiciones de que era juez José Ramón durarían hasta fin de curso y por lo tanto el chico no se vería solo; D. Cayetano Rosell le apreciaba mucho y le había aplaudido los trabajos bibliográficos. Y con todos los conocimientos de literatos y hombres influyentes con quienes empezaba a relacionarse, pronto se abriría camino en las letras, para las que tantas disposiciones mostraba.

Y así transcurría aquel curso de 1873 a 1874, oyendo Marcelino entusiasmado al gran humanista Camús, de quien «los antiguos hubieran dicho que las Gracias habían hecho morada en su alma, y que la dulce persuasión habitaba en sus labios» [30] ; escuchando gustoso la sinfonía cósmica de Castelar, «uno de esos hombres en quienes parece que Dios ha querido derramar pródigamente sus dones para demostrar hasta dónde puede llegar la grandeza de la palabra humana. [31] ; esquivando quizá cuanto podía, una vez que iba adquiriendo soltura para traducir, la pesada mecánica gramatical que le enseñaba Bardón; y... soportando las soflamas krausistas, «más oscuras que los mismos campos cimerios», de D. Nicolás Salmerón, de quien se decía que hasta en el café pedía en lugar de agua un vaso de óxido hídrico, por no abandonar su jerga científica ni aun en la más trivial conversación.

Llegó el final del siempre intranquilo mayo estudiantil de 1874. Su tutor Luanco, terminada ya la misión que le llevó [p. 91] a Madrid, acababa de ausentarse. El chico se encontraba solo y un poco azorado, como solía ponerse en vísperas de examen.

Con motivo de la guerra carlista, y para que los estudiantes pudieran volver pronto a sus casas, el Gobierno provisional había dado una orden facultando a las Universidades que lo creyeran conveniente, para comenzar los exámenes desde el día 20 de mayo. Salmerón aprovechó el momento para hacer saber a sus alumnos que ninguno estaba en condiciones de aprobar su asignatura de Metafísica. El mismo Menéndez Pelayo nos ha dejado transcritas textualmente las palabras de Salmerón, en carta que escribe a su amigo Antonio Rubió en 30 de mayo de 1874: «Yo (el ser que soy, el ser racional y finito) tengo con ustedes relaciones interiores y relaciones exteriores. Bajo el aspecto de las interiores relaciones, nos unimos bajo la superior unidad de la ciencia; yo soy maestro y ustedes son discípulos. Si pasamos a las relaciones exteriores, la sociedad exige de ustedes una prueba; yo he de ser examinador, ustedes examinandos.

Tengo que hacer a ustedes dos advertencias, oficial la una, la otra oficiosa. Comencemos por la segunda. Como amigo debo advertirles a ustedes que es inútil que se presenten a examen, porque estoy determinado a no aprobar a nadie que haya cursado conmigo menos de dos años. No basta un curso, ni tampoco veinte para aprender la Metafísica. Todavía no han llegado ustedes a tocar los umbrales del templo de la ciencia. Sin embargo, por si hay alguno que ose presentarse a examen, debo advertirle oficialmente que el examen consistirá en lo siguiente: 1.º Desarrollo del interior contenido de una capital cuestión en la Metafísica dada y puesta, cuestión que ustedes podrán elegir libremente. 2.º Preguntas sobre la lógica subjetiva. 3.º Exposición del concepto, plan, método y relaciones de una particular ciencia filosófica, dentro y debajo de la total unidad de la una y toda ciencia».

Después de tan sibilina soflama, de la que únicamente se sacaba en claro que si algún valiente osaba presentarse a examen con D. Nicolás, sería suspendido en, dentro, debajo y sobre la toteidad de su ciencia. Marcelino escribió a su padre [p. 92] manifestándole que tendría que examinarse en Valladolid de Metafísica si quería aprobarla.

El padre no se conforma; él, persona seria, no puede creer que haya un catedrático tan loco, ésta es su frase, que suspenda así a toda una clase y a un alumno tan aplicado como su hijo, que lleva toda su carrera con sobresalientes y premios. Le envía a Marcelino cartas para D. Magín Bonet, catedrático de Química en la Universidad de Madrid; escribe también un compañero suyo del Instituto de Santander, el Sr. Herrán, a un amigo de Madrid para que hable a Salmerón y le exponga el caso, a ver si entra en razón; pero todo ello ha de ser inútil, como le dice Marcelino en la siguiente carta:

«Madrid, 30 de Mayo de 1874.

Mis queridos papás: Con sentimiento tomo la pluma para decir a ustedes que no he entregado las cartas que me remiten, porque he comprendido que es enteramente inútil cuanto se haga para hacer mudar de propósito a Salmerón.

Si éste fuera un hombre razonable, bastaba y sobraba con lo que yo tengo estudiado durante el curso, para salir aprobado y algo más, pero como se empeña en exigirnos para el examen una porción de cosas, que no ha explicado ni por asomo, y dice además de esto que su conciencia no le permite aprobar a quien haya estudiado con él un solo curso, tiempo que no considera suficiente «ni para llegar a los umbrales del templo de la ciencia»; como además es hombre que no atiende a ninguna consideración, en vano sería recurrir a recomendaciones ni a ningún otro medio. El otro día fuimos tres de sus alumnos a su casa, en representación del resto de nuestros compañeros. Le expusimos el inmenso perjuicio que a nuestras familias y a nosotros se nos causaba, haciéndonos perder este año, pues la mayor parte de nosotros íbamos a graduarnos, faltándonos sólo dos o tres asignaturas.

De nada hizo caso y concluyó diciéndonos que sobre eso y sobre todo estaba su conciencia y que si queríamos ser [p. 93] aprobados, habíamos de llenar una porción de condiciones que nos impuso, contestando a una porción de cosas que ni él nos ha explicado ni nosotros hemos podido aprender.

Tú no comprenderás cuál es la causa de tan extraña conducta. Pues esto no reconoce otro motivo que el de hacer de cada uno de nosotros, a fuerza de venir a su cátedra, un sectario de sus doctrinas filosóficas y «religiosas». Por lo tanto, el examinarme con él, aun cuando uno quede aprobado (cosa materialmente imposible), constituye al examinado en la tácita obligación de volver un año y otro a su cátedra, cosa que ni puedo, ni quiero, ni debo. Tú no comprenderás algunas de estas cosas, porque no conoces a Salmerón, ni sabes que el krausismo es una especie de masonería en la que los unos se protegen a los otros y el que una vez entra, tarde o nunca sale. No creas que esto son tonterías ni extravagancias; esto es cosa sabida por todo el mundo.

Por lo tanto, creo que lo mejor es examinarme en Valladolid, cuando pase para ésa. No obstante, si quieres que me presente a examen lo haré, pero casi con la seguridad de salir suspenso. Haz lo que quieras. A mí todo esto me tiene sin cuidado.

Sin otra cosa de particular, cariñosos recuerdos a todos y ustedes ya saben lo mucho que les quiere su hijo que desea verlos y abrazarlos.

Marcelino.»

Ante las razones que el hijo da en esta carta, el padre no puede menos de rendirse y le dice: «Desde luego accedo a tus deseos, como lo hubiera hecho desde el primer día, si me hubieras hablado con la franqueza que usas ahora, y que es como debieras hacerlo siempre conmigo, porque ya sabes que yo no quiero violentarte».

Iría, pues, Marcelino a examinarse en Valladolid; pero antes tenía que terminar sus exámenes en Madrid y opositar a los premios de las asignaturas. En 7 de junio se había examinado [p. 94] ya de Historia de España con Castelar y de Bibliografía con D. Cayetano Rosell, obteniendo en ambas asignaturas sobresaliente; pero por un descuido del certificado de estudios en Barcelona no figuraba en su hoja como aprobada la asignatura de lengua griega, que allí había cursado, y esto le retrasaba el examen de la de Estudios sobre autores griegos. Por fin llegaron las certificaciones, pedidas con toda urgencia, y el día 13 de junio escribe a sus padres: «Ayer me examiné de Estudios críticos sobre autores griegos siendo aprobado [el subrayado es de Menéndez Pelayo], después de hacer quizás el mejor examen que he hecho en toda mi carrera».

Como narrador veraz, no he querido dejar de consignar aquí estos fracasos helénicos dentro de la brillante carrera de Menéndez Pelayo. Si miramos los hechos desapasionadamente, y consideramos que ya en Barcelona dio, como dijimos, otro tropiezo precisamente en lengua griega; si tenemos, además, en cuenta que ni el Sr. Bergnes de las Casas ni D. Lázaro Bardón, bondadosos profesores ambos, habían mostrado animosidad alguna contra el estudiante, hay que pensar en que aun habiendo aprendido ya bastante griego en Madrid, como dice a sus padres, alguna culpa le cabía también a él.

Y en efecto, en Barcelona no conocía más que medianamente la gramática, como se ve en el escrito famoso sobre los verbos en μι pero en Madrid, con su verdadero maestro de griego, Sr. Bardón, había aprendido ya bien la lengua. ¿Por qué no le da este profesor más que aprobado «después de hacer quizás el mejor examen en toda su carrera»? Pues sencillamente por que aquel chiquillo, que no tenía más que diecisiete años, era un mozo impetuoso y apasionado que se entregaba de lleno y sin medir las consecuencias a todo lo que más le atraía entonces; y como aquellas sus aficiones humanísticas encontraban pasto abundante y bueno en las clases de D. Alfredo Adolfo Camús, a ellas asistía asiduamente, descuidando las del Sr. Bardón, en cuanto se posesionó del mecanismo de la lengua. Esto, no le podía agradar a D. Lázaro. He aquí por cuanto, aquellas sus aficiones humanísticas, de que habla Bonilla, le perjudicaron con el Sr. Bardón.

[p. 95] Respecto a la asignatura de Metafísica, la causa es distinta. Ahora se trata de una cuestión mitad estética, mitad religiosa.

Partamos de los hechos de que D. Nicolás Salmerón, aunque profesor riguroso, no suspendía a la clase todos los años en pleno, como hizo en el que estudió Menéndez Pelayo; consideremos que D. Emilio Castelar, también ex-Presidente de la República, como D. Nicolás, y muy amigo de los krausistas españoles, le da a Menéndez Pelayo en su asignatura la calificación de sobresaliente. ¿Qué ocurrió pues, para que Salmerón tomase aquel año tan extravagante e insólita resolución? Yo creo que aquí hubo una animadversión personal contra Menéndez Pelayo, el mejor alumno, sin duda, que había tenido D. Nicolás en toda su vida de profesorado; y por no singularizarse, ensañándose con él en un examen en que habían de intervenir otros dos compañeros, prefirió hacer repetir curso a toda la clase. Y esa animadversión contra tan destacado escolar no era más que correspondencia de la que éste sentía contra el maestro, no personalmente, sino como uno de los más conspicuos representantes del Krausismo, puro verbalismo y palabrería y guirigay para la mente clara de Marcelino, educada en los clásicos, y que a su religiosidad sincera, repugnaba profundamente. Y sin cautela alguna, con la inconsciencia de sus diecisiete años, lo manifestaba así —de esto hay testimonios escritos— en los claustros de la Universidad, y quizás en la misma clase, cuando era interrogado por el profesor; y lo decía en las cartas familiares y de los amigos.

Todavía en 1877, cuando publica la primera edición de su Horacio en España, recuerda con horror la clase de Salmerón y escribe en el prólogo: «Escrita tiempo ha la mayor parte de este opúsculo, adolece, lo confieso, de graves imperfecciones de estilo y método, que hubiera yo corregido gustoso, a habérmelo permitido tareas más graves. Ésta fue pasatiempo de estudiante que buscaba solaz en la Bibliografía, rendido y fatigado de ciertas explicaciones de metafísica krausista que el reglamento le forzaba a oír, y de las cuales sacó el provecho que fácilmente imaginarán los lectores».

Por eso, muy signicativa e intencionadamente, pone D. [p. 96] Marcelino a su Horacio en España el subtítulo de Solaces bibliográficos de D. Marcelino Menéndez Pelayo. Esta actitud tan poco recatada y algo retadora del muchacho, la llegó a conocer indudablemente Salmerón y aquel párrafo de su advertencia a los alumnos por si hay alguno (no algunos) que ose presentarse a examen... se me antoja que está apuntando a Menéndez Pelayo especialmente.

En aquella carta de 30 de mayo a su amigo Antonio Rubió, en la que aparecen transcritas fielmente las conminaciones de Salmerón a sus alumnos, se despide Marcelino de su amigo con estas palabras: «El mayor de tus amigos y el más implacable enemigo de esa jerga krausista que Dios confunda». Y por esta misma época está terminando, para publicarlo en la Miscelánea Científica y Literaria, revista estudiantil de Barcelona, en la que viene colaborando desde hace meses, el quinto y último de los artículos sobre las Obras inéditas de Cervantes, publicadas por D. Adolfo de Castro. Allí confiesa que le ha movido más que todo a publicar aquellos artículos la crítica ignorante y pedantesca que de los trabajos del Sr. Castro había hecho el krausista Manuel de la Revilla, lo cual le da pie para arremeter contra toda la secta, comenzando por el gran pontífice de ella Sanz del Río [32] . Cuando está ya terminándose la publicación de los artículos de Menéndez Pelayo, escribe éste a Rubió desde Santander: «Habrás visto en el último de los artículos publicados en la Miscelánea, una invectiva feroz contra cierto D. Manuel de la Revilla... Tal vez te haya sorprendido lo áspero y duro de la forma, pero me limitaré a decirte que dicho artículo está escrito en aquellos días de infausta recordación, en que, como tú puedes comprender, estaba irritado y lleno de furor contra todo lo que oliere a Krause y su escuela».

Me he detenido en el relato de este episodio porque marca la posición primera, franca y decididamente beligerante de Menéndez Pelayo contra el Krausismo, a los diecisiete años, cuando no era más que un estudiante de la Facultad de Letras [p. 97] y no conocía aún a D. Gumersindo Laverde, con el que emparejará algún tiempo después en el combate que representa La Ciencia Española.

El incidente con Salmerón contribuyó no poco a llamar la atención en los medios intelectuales sobre aquel estudiante que estaba adquiriendo ya fama de sabio a pesar de sus pocos años y sobre el que se habían divulgado algunas de las anécdotas que el lector conoce.

En 13 de junio de 1874 escribe a su padre: «Hace algunos días que D. Magín Bonet (ya hemos dicho quién era este D. Magín), me presentó en casa del Marqués de Pidal, quien me recibió muy bien, me enseñó toda su librería y me regaló la Historia de las revueltas de Aragón, escrita por su padre.

Ayer noche estuve en la tertulia literaria, que reúne todos los viernes en su casa. Si el viernes próximo estoy en ésta, me tocará hablar sobre la cuestión que ahora están tratando....»

Con esta ingenuidad encantadora cuenta Marcelino a su padre lo ocurrido; pero para darnos exacta cuenta de la significación y trascendencia del hecho, conviene que escuchemos la narración que hace D. Alejandro Pidal en el primero de sus dos artículos coleccionados en La Ciencia Española.

«Estos relatos y otros, como la noticia de que en un solemne certamen abierto por una rica editorial, y del que fueron jueces nuestras notabilidades literarias más ilustres, sólo se habían considerado dignas de premio dos obras, y abiertos los pliegos en que venía el respectivo nombre de su autor, se encontraron los jueces con que ambos trabajos llevaban el mismo nombre, que no era otro que el de nuestro joven, vinieron a aumentar nuestros ya vivos deseos de conocerle, deseos mezclados con el temor de que fuese el tal joven uno de esos prodigios de memoria, en quienes la casi total ausencia de entendimiento, abona la teoría de que una facultad se desarrolla siempre a expensas de las otras, y justifica el dicho vulgar de que la memoria es el talento de los tontos.

Conocímosle, por fin, una noche en unas modestas veladas literarias, en que, no para hacer aparatosos alardes de postizos [p. 98] conocimientos, sino para estudiar y dilucidar detenidamente las cuestiones más importantes que nos ofrece la historia científica y política de nuestra patria, nos reuníamos algunos jóvenes deseosos de aprender y algunos ancianos de nombre ilustre en la república de las letras. Tratábase aquella noche de la decadencia de España en el reinado del último representante de la Casa de Austria, y de su renacimiento en el del primer representante de la Casa de Borbón, y habiendo hecho uso de la palabra personas ilustradísimas, que habían estudiado de propósito el tema, y algún sabio encanecido en el estudio de la historia patria, parecía ya agotado el asunto, cuando el que esto escribe rogó al joven recién presentado, que hasta entonces había permanecido silencioso, que dijese algo de su cosecha sobre el particular, aunque nada nuevo pudiese, al parecer, decirnos.

Excusóse con natural modestia al principio; pero, vista nuestra insistencia, usó de la palabra incontinenti , y sin afectación ni pretensiones, y en un estilo claro y llano y con un lenguaje castizo, desarrolló con tal novedad, profundidad y extensión el tema, demostrando tal copia de erudición, tan serena crítica y tanto ingenio, que desde entonces quedó para nosotros inconcuso, no sólo que el joven en cuestión, además de una erudición vastísima, hija de largos y concienzudos estudios, poseía profundos conocimientos científicos, puesto todo al servicio de un entendimiento sólido y elevado, sino que la tan decantada decadencia literaria de España en el reinado de Carlos II y su tan ponderado renacimiento en el de Felipe V, era uno de tantos lugares comunes sin fundamento, inventados por la pasión y propalados por la ignorancia, como corren de boca en boca por los labios de los eruditos a la violeta del presente siglo.

Pocos días después, en el despacho del director de La España Católica, escuchábamos atentos unos cuantos aficionados a la literatura unas magníficas composiciones poéticas debidas al mismo joven. Eran unas versiones escrupulosamente hechas de los clásicos griegos y latinos, y de los más afamados poetas italianos, ingleses, franceses, portugueses y lemosines, y aquel [p. 99] mismo día y en la misma España Católica veía la luz el primer artículo de aquella larga serie de estudios acerca de Los jesuitas españoles en Italia, que tanto llamaron la atención de los críticos, y en los que tan soberanamente se demostraba lo atroz del desafuero cometido contra el saber, no menos que contra la justicia, la virtud y la religión, por aquel acto que ha calificado la historia con el nombre de bárbaro por boca de los mismos corifeos de la impiedad, que acaso por eso no vacilan en repetirlo» [33] .

Cuando al año siguiente volvió Marcelino a estudiar el doctorado en Madrid, y algunos años después, siendo ya catedrático, continuaba asistiendo a estas tertulias de los hermanos Pidal, Adolfo de Sandoval [34] nos cuenta cómo conoció allí a Menéndez Pelayo, y el bibliófilo Roque Pidal ha narrado en un precioso artículo publicado en A B C, sus recuerdos de aquellas charlas en un día, que, siendo niño, se metió debajo de la mesa de billar para oír de cerca a aquel joven portentoso que causaba la admiración de todos, y asomando fuera más de lo justo una mano recibió un buen pisotón, que estuvo a punto de delatarle en su escondrijo.

También D. Alejandro Pidal hace mención de la asistencia de Menéndez Pelayo a estas reuniones en otro de sus artículos, titulado Marcelino Menéndez Pelayo, que publicó al ingresar éste en la Academia de la Lengua en 1881. En él se alude a la reunión en el despacho del director de la España Católica y narra esta graciosa anécdota: «¿Es un prodigio de memoria? Sí, puesto que recuerda casi a la letra cuanto puede decirse que ha leído. Yo le he visto leer en un solo papel toda una noche innumerables composiciones en verso y en prosa. Cuando terminó la lectura recogí el papel y era... la cuenta de la lavandera». Fuera o no la cuenta de la lavandera, como dice Pidal, forzando tal vez la comicidad del hecho, lo cierto es que pudo todo ocurrir muy bien como lo cuenta D. Alejandro, pues la [p. 100] memoria de aquel muchacho era realmente prodigiosa, como se puede demostrar con otros muchos testimonios fehacientes.

A Menéndez Pelayo no le dejaría presentarse a examen D. Nicolás Salmerón, pero aquel joven escolar estaba siendo ya la admiración de muchos de los literatos de la Corte, pues conoció y le conocieron bastantes de ellos, ya en la Biblioteca Nacional, ya en las reuniones político-literarias de los Pidales a que había asistido, ya en casa de D. Juan Valera, que por entonces, según escribe a sus padres, comenzó a frecuentar. Seguramente que si en aquellos días pasó otra vez por la calle de Valverde, se quedaría también parado ante el edificio de la Academia Española, y volvería a repetir, con más convicción y firmeza que recién llegado a Madrid: «Sí, sí entraré».

El día 27 de junio hace la oposición al premio de Historia de España; pero Castelar no le concedió más que el accésit. No importa, él triunfará.

Arregló su equipaje, despachó por ferrocarril los últimos libros que había adquirido, y se fue a Valladolid a examinarse de Metafísica.

Notas

[p. 79]. [24] . Véase Constantino Cabal en su artículo Esta vez era un hombre de Laviana..., publicado en el Boletín de Estudios Asturianos. Oviedo, 1953; pág. 247, El caso de Pasarón.

 

[p. 80]. [25] . Menéndez Pelayo en el discurso leído en la Universidad Central en la solemne inauguración del curso académico de 1889 a 1890, sobre Las vicisitudes de la Filosofía platónica en España. En Las Obras Completas de Menéndez Pelayo (Edición Nacional). Ensayos de Crítica filosófica, páginas 10 y sig.

[p. 81]. [26] . Hoy es el edificio de la Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales, en el núm. 12 de la calle de Valverde.

[p. 81]. [27] . Nota de Luanco. «En algunas provincias del norte de España suele anteponerse una A al nombre de la persona con quien se quiere hablar.»

[p. 82]. [28] . Prólogo de D. Leopoldo Augusto de Cueto a los Estudios Poéticos de Menéndez Pelayo. Vid. en Obras Completas (Ed. Nac.). Poesías, volumen I, pág. 8.

[p. 83]. [29] . Advertencia a la Bibliografía Hispano-Latina Clásica, que comenzó a publicarse en la Revista de Archivos, Bibliotecas y Museos, en el año 1902. Quedó interrumpida la publicación, que sigue el orden de diccionario para los Autores clásicos latinos, al terminar Cicerón. Puede hoy leerse entera en los 10 volúmenes de la Edición Nacional de las Obras Completas de Menéndez Pelayo.

 

[p. 90]. [30] . Menéndez Pelayo en Estudios de Crítica Filosófica, pág. 10 de la Edición Nacional de sus Obras Completas.

[p. 90]. [31] . Menéndez Pelayo en el discurso de contestación a Castelar en el Congreso de los Diputados en 13 de febrero de 1885. Véase Varia, vol. I, página 307, en la Edición Nacional de las Obras Completas de Menéndez Pelayo.

 

[p. 96]. [32] . Vid. Estudios de Crítica Histórica y Literaria (Ed. Nac.). Vol. I. página 300.

[p. 99]. [33] . Véase La Ciencia Española, vol. I, pág. 270 y sig., en Edición Nacional.

[p. 99]. [34] . Adolfo de Sandoval. Menéndez y Pelayo (Su vida íntima.—Su Obra.—Su genio). Colección Lyke. Madrid, 1944. Tomo I, capítulo VI.