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Obras completas de Menéndez... > BIOGRAFÍA CRÍTICA Y... > CAPÍTULO IV : MENÉNDEZ PELAYO, ESTUDIANTE EN BARCELONA

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Texto

Mi primitivo fondo es el que debo a la antigua escuela de Barcelona y creo que, sustancialmente, no se ha modificado nunca.

Menéndez Pelayo en Semblanza de Milá.

LA ELECCIÓN DE UNIVERSIDAD.—UN TUTOR EJEMPLAR.—LOS CATEDRÁTICOS DE BARCELONA.—A LA CAZA DE LIBROS VIEJOS.—LOS COMPAÑEROS.—DE REGRESO A SU HOGAR: UNA DISTRACCIÓN DE MARCELINO.

Ciego estará quien no vea en la vida de Menéndez Pelayo una acción tan directa y constante de la Providencia que parece como si Dios le guiara constantemente de la mano.

A D. Marcelino Menéndez Pintado le venía preocupando desde hacía tiempo, no la decisión de carrera para su hijo, que esto bien claro estaba, sino a qué Universidad le enviaría para cursar los estudios. Los tiempos eran harto calamitosos, y aunque la monarquía se había instaurado nuevamente en España desde principios de este año de 1871 en la persona de D. Amadeo de Saboya, y con ello renacía cierta tranquilidad más aparente que real, muchos españoles continuaban alarmados por los sucesos sangrientos de la Commune de París, que podían tener repercusión en nuestra patria, por el auge que en España iba tomando la Internacional y la amenaza de la Guerra Carlista. O D. Carlos o el petróleo, decía el célebre [p. 42] canónigo Manterola en un folleto que tuvo gran difusión y resonancia.

Por otra parte él quería que su hijo continuase la excelente formación científica y religiosa que había recibido hasta entonces, bajo su cariñosa tutela y la de algunos de sus compañeros del Instituto de Santander.

Aunque en Madrid vivía entonces su hermano Baldomero, que podía mirar por el chico, no le gustaba aquella Universidad, foco siempre de algaradas y revueltas estudiantiles, y en la que varios profesores revolucionarios habían vuelto a ocupar sus cátedras. Valladolid y Salamanca le agradaban más por ser ciudades tranquilas y más cercanas a Santander, pero no encontraba en ellas profesorado que destacara notablemente.

Y en estas cábalas andaba el buen padre, cuando, como solía hacer otros veranos, fue a pasar unos días con su madre, que vivía en Castropol desde la muerte de su marido, ocurrida en Santander el 25 de abril de 1865. En Castropol veraneaba su gran amigo y paisano José Ramón Fernández de Luanco, catedrático de Química en la Universidad de Barcelona. A él le contó su preocupación, y tan buenos informes le dio sobre el profesorado de la Facultad de Letras de la Universidad barcelonesa, que, aunque ésta se encontraba alejada, el padre, cuando regresó a Santander, venía ya casi decidido a enviar a estudiar allí a su hijo.

Marcelinito era todavía muy niño, algo delgaducho en aquellos días porque acababa de dar un estironcillo, y no representaba ni los 14 años que tenía, y aunque buenísimo, dócil y estudioso, necesitaba un tutor, porque, como decía su mamá, no sabría gobernarse por si mismo ni en lo más elemental de la vida. ¡Era tan olvidadizo, tan distraído para todo lo que no fueran sus libros y sus estudios!

José Ramón, aunque solterón impenitente y presumiendo de más liberal que Riego, cuyo apellido llevaba también en segundo término, era muy bueno y haría de padre con el chiquillo. Aquel año precisamente iba a llevar con él a un sobrino suyo, José María Vijande y Luanco, a estudiar en Barcelona, [p. 43] y no le sería mucho trastorno, en lugar de uno, cuidar dos muchachos.

Total, que después de cruzar unas cartas pusiéronse de acuerdo los dos amigos; vino D. José Ramón a Santander con su sobrino y antes de terminar el mes de septiembre de 1871, pues él tenía que ir a examinar, ya estaba el tutor con sus dos chicos en Barcelona. Las solicitudes de matrícula de Menéndez Pelayo en las diferentes asignaturas, están firmadas en 27 de septiembre. «Un acaso venturoso, dice D. Marcelino al comenzar la semblanza de su profesor Milá y Fontanals, me trajo como alumno a los bancos de la Universidad de Barcelona».

Fueron a parar los tres a la calle de la Fuente de San Miguel, n.º 2, 3.º, donde D. José Ramón se hospedaba desde hacía años. Doña Francisqueta, la patrona, si tal título podemos darle a una respetable señora entrada en años y venida a menos, y que además no pagaba contribución por esa industria pupilera, recibió a los chicos con ósculos sonoros en las mejillas, les presentó a su sobrina Adela, que era la que más andaba en el ajetreo de la casa, y a la fámula Antonieta. Allí D. José Ramón era como uno más de la familia y los chicos comenzaron a serlo también. Doña Francisqueta se cuidaba de que Marcelinito, que notó pronto que era algo distraído, llevara la ropa limpia, que se abrigase cuando salía, que escribiera a sus padres y de otras mil menudencias de las que sólo el cariño y delicadezas femeninas están pendientes. Es decir, que aquélla fue una verdadera casa de familia para el niño y como una prolongación del hogar y por eso hubo de sentir menos la separación de sus padres y hermanos. Estaba contento y así lo manifiesta en sus cartas.

La convivencia, durante tres cursos de la carrera, con su tutor fue un gran beneficio para Menéndez Pelayo; porque este gran D. José Ramón de Luanco, hombre inteligentísimo, y, «además de competente en su ciencia, erudito, bibliófilo y aficionado a la literatura» [12] , aunque comprendió y admiró [p. 44] desde el primer momento el genio de su pupilo, no se rindió ante él, ni se quedaba embobado como el padre, pendiente de cuanto el niño dijera, sino que hace como que no da importancia a algunas de sus cosas y le toma el pelo con mucha gracia en más de una ocasión. La correspondencia de Luanco con D. Marcelino Menéndez Pelayo es de lo más entretenido y ameno. Cuando se separan en las vacaciones de verano o Navidad, se escriben con alguna frecuencia y Luanco encabeza sus cartas en términos como éstos: «Adorado tormento, Tiranuelo, Arcade fracastoriano, Ilustre cantor, Poetastro»; y se lamenta de las canas que le ha sacado, y se llama su víctima y le dice que tiene ganado el cielo por sus picardías. Y si le coge en algún renuncio, como cuando le envía una carta con la dirección equivocada, entonces sí que es ella: «¿Dicen por acaso Estrabón o Pomponio Mela que Castropol esté en la provincia de Lugo?».

Menéndez Pelayo continuaba con sus ilusiones de poeta. Con aquel famoso poema sobre D. Alonso de Aguilar, arrollado en forma de largo tubo, porque ya entonces escribía en pliegos de folio, como lo hizo toda la vida, iba de una a otra parte, bien para mostrárselo a los profesores o para leerles a los compañeros de clase algunas octavas. Don José Ramón le hacía aleluyas a cuenta de sus idas y venidas con el instrumento debajo del brazo. Artigas que conoció a Vijande, el sobrino de Luanco, dice que aún recordaba éste algunos de los pareados, y que todos en la casa embromaban al chiquillo con el instrumento; pero él tenía buen carácter y no se molestaba por ello, sino que continuaba puliendo las estrofas de sus Cantos y añadiéndole alguno nuevo.

Fue la de Luanco una amistad que se mantuvo íntima hasta la muerte de éste en 1905. Menéndez Pelayo, al cumplirse el primer aniversario del fallecimiento de su tutor, escribió en el número extraordinario de Castropol, dedicado a D. José Ramón, lo siguiente: «Entre las principales fortunas de mi vida cuento el haber pasado algunos años de mi primera juventud al lado de D. José Ramón Luanco, paisano y fraternal amigo de mi padre. En aquel varón excelente no vi más que [p. 45] sanos ejemplos, y aunque he cultivado muy distintos estudios que él, bien puedo llamarme discípulo suyo, puesto que su vasta y sólida cultura se extendía a varias ramas del saber, y muy particularmente a las letras humanas, en que no sólo podía calificársele de aficionado, sino de conocedor muy experto. Él me comunicó su afición a los libros raros, y me hizo penetrar en el campo poco explorado de nuestra bibliografía científica.

Pues del brazo de tan buen mentor entró Menéndez Pelayo en Barcelona y por él fue presentado a sus profesores de quienes, por compañero de claustro y por sus aficiones literarias, era muy amigo. Firma como fiador en las solicitudes de matrícula de Marcelino.

Se cursaban entonces en el primer año de Letras las asignaturas de Principios de Historia de la Literatura General y Española que explicaba D. Manuel Milá y Fontanals, Literatura Latina de la que era profesor D. Jacinto Díaz, Geografía Histórica que estaba a cargo de D. Cayetano Vidal y Valenciano, y Lengua griega de la que era catedrático el entonces Rector de la Universidad, D. Antonio Bergnes de las Casas.

En el despacho de D. Marcelino, en su Biblioteca, cuelga aún de la pared un retrato de Milá, reproducción de un dibujo de Goriot, en el que D. Manuel, de 22 años, aparece con su vigorosa estampa atractiva y romántica. Cuando D. Marcelino estudió con él en Barcelona contaba 53 años y ya no era ni sombra de lo que físicamente había sido. La vida sedentaria le había engordado, sus mejillas caían lacias y fofas, arrastraba con evidente esfuerzo su gran humanidad y caminaba lentamente y resoplando; los alumnos le llamaban la ballena estética. Algunos habían oído que era un sabio y le respetaban; pero pocos atendían sus explicaciones, escuetas, sin adornos oratorios, pausadas y machaconas; y no faltaban quienes hasta fumaban cigarrillos en su clase. Clase numerosísima, pues asistían también a ella, como obligatoria, los alumnos del preparatorio de Derecho. Milá había estudiado en aquella Universidad de Cervera, escuela de sensatez y equilibrio, antes que fuese trasladada a Barcelona, y la base de su formación era [p. 46] profundamente humanística y filosófica: latín, griego, hebreo, matemáticas y metafísica. Sus estudios los dedicó después principalmente a la olvidada Edad Media, de la que es el primer resucitador entre nosotros, pero sin olvidar sus clásicos; «veía la antigüedad con visión romántica y era clásico hablando de la Edad Media», escribió de él Menéndez Pelayo.

En los libros de Milá han podido formarse, y de hecho se formaron, varios de nuestros críticos e historiadores literarios; pero son poquísimos los que pueden llamarse discípulos educados directamente por él, en su clase. La masa escolar y bullanguera de aquellos años del último tercio del siglo pasado, en que los estudiantes universitarios no solían distinguirse ni por su aplicación ni por una preparación sólida, no podía reconocer al ya envejecido D. Manuel por su maestro, a pesar de toda su ciencia y su conciencia, de su amor a la enseñanza y a sus alumnos, a quienes aplicaba «tan vigilante y amoroso celo como hubiera aplicado a los hijos de su sangre si Dios se los hubiese concedido» [13] .

Y sin embargo aquel jovencillo y genial discípulo se dio cuenta desde el primer día de lo que valía su maestro: y le reverenció y se aprovechó de sus enseñanzas, porque era tierra bien preparada para recibir aquella semilla. No vio él a D. Manuel como la ballena estética, sino como un viejo cantor de gesta, según nos le pinta después poetizando su figura, «que con su prócer estatura dominaba a las muchedumbres y de cuyos labios impregnados de bondad y sabiduría parecía próximo a desatarse siempre el raudal del canto y de las sentencias de oro provechosas para la vida humana».

También Milá conoció pronto al nuevo alumno y mostró por él especial predilección. Se cuenta una anécdota de esta época, que más o menos desfigurada no deja de consignarse en casi todas las biografías de D. Marcelino. Aunque la asignatura que Milá y Fontanals explicaba se titulaba Literatura [p. 47] General y Española, tenía la costumbre, como casi todos los catedráticos de la misma materia en esa época, de hacer preceder su enseñanza de algunas lecciones de Estética o Calología, como llamaban algunas a la ciencia de lo bello. En los primeros días de clase, cuando aún se daban éstas en el ruinoso convento del Carmen, invitó al escolar santanderino a que expusiera en resumen los diferentes conceptos que se han tenido de la belleza desde los tiempos más antiguos a los modernos. Aquel chiquillo, que empezó con leve tartamudeo, fue entrando en calor poco a poco, adquirió su voz firmeza y resonancia; las ideas fluían clara y ordenadamente, y como poseído ya de un numen fue exponiendo con frase precisa y poética, con citas oportunas a cada momento, con erudición pasmosa todas las teorías y las concepciones sobre lo bello desde los más antiguos filósofos griegos y latinos, pasando por árabes y judíos, los Padres de la Iglesia y los filósofos cristianos, los poetas y escritores medievales, los artistas del Renacimiento, los tratadistas del siglo XVIII... y terminó la hora de clase y aún continuaba Marcelino hablando enardecido, con elocuencia arrebatadora, de un tema sobre el que ya había hecho profundas meditaciones y estudios.

Hay quien cuenta que Milá le dijo al final: «Usted es digno de sentarse donde yo estoy». La frase debe ser cierta, pero no aplicada a D. Manuel, que como escribió Ixart se preocupaba mucho de su fama, sino a aquel candoroso D. Jacinto Díaz, quien, si la pronunció, dijo una gran verdad, pues seguramente que aquel niño sabía entonces tanto latín como su maestro. Lo que sí dijo Milá, no aquel día en que se limitó a felicitarle muy efusivamente, sino en otro en que estaba ausente Marcelino, es que aquel niño tenía por delante un gran porvenir y que ya, a pesar de sus pocos años, podía considerársele como uno de nuestros primeros bibliógrafos. Los compañeros, que en aquella clase de literatura eran muchos, se quedaron pasmados al oír la disertación de Marcelino, le acompañaron algunos hasta su casa y desde entonces aquel muchacho fue para casi todos un monstruo, un fenómeno, como lo fue en Santander para sus condiscípulos de la escuela de D. Víctor Setién y del Instituto.

[p. 48] D. Jacinto Díaz, el catedrático de Literatura Latina, era la candidez literaria personificada, buen repetidor, pero sin originalidad, entretejía la lección con frases hechas de todos los manuales al uso. Los alumnos le llamaban el Pater Eneas, porque les hacía aprender de memoria, a modo de pensum, el libro II de la Eneida que comienza con estos versos:

Conticuere omnes, intentique ora tenebant:
Inde toro
Pater Aeneas sic orsus ab alto.

Desde los primeros días tuvo un gran éxito en esta clase Marcelino. Su padre le escribe en 18 de octubre: «Don Francisco se ha alegrado mucho con el triunfo que has obtenido en literatura latina, triunfo debido en gran parte a él, por el interés con que ha cuidado de tu instrucción».

La Geografía, y más canto entonces se estudiaba, no debía ser de las asignaturas que más interesaran a Menéndez Pelayo; pero aquel Sr. Vidal y Valenciano, paisano de Milá, era tan agradable que pronto nació una honda simpatía entre el alumno y el maestro. Éste era el único que le tuteaba y continuó tuteándole toda la vida. Cuando recién terminado el doctorado le envía D. Marcelino un ejemplar de su tesis doctoral, su antiguo maestro le escribe: «En fin, ya sabes que quiero mucho a todos mis discípulos y aunque tú, en el concepto de tal, poco o nada me debes, pues se me figura que no habían de interesarte ni aun servirte de mucho mis lecciones de Geografía —otra cosa habría sido a haberte podido dar cuenta de códices e incunables procedentes por ejemplo del planeta Neptuno— con todo esto no niegas que has asistido a mi clase. Don Marcelino hizo elogios de la novela de Vidal y Valenciano Rosada d' estiu.

Don Antonio Bergnes de las Casas, catedrático de griego, era un hombre inquieto y polifacético; sabía de todo, escribía de todo; fue comerciante, editor, traductor de varios idiomas modernos, concejal, senador, y últimamente, desde el año 68, venía siendo el Rector insustituible de la Universidad de Barcelona. «Aunque sabía la lengua bastante bien, no sabía [p. 49] enseñarla», escribe Menéndez Pelayo en la nota autobiográfica que envió a Clarín. Tampoco quedaba tiempo al ocupadísimo Sr. Bergnes de consagrarse a la enseñanza de su asignatura en medio de sus múltiples y variadas tareas, por lo que, ya a final de curso, le sustituyó como catedrático D. Ramón Manuel Garriga, tal vez no tan buen helenista, pero si mejor maestro.

La Universidad de Barcelona estaba «improvisada, como escribe Rubió, sobre las ennegrecidas ruinas del antiguo convento del Carmen, donde las flores de la ciencia parecían brotar de las cenizas de la bardales [14] . El futuro debelador de la desamortización, el que no muchos años después ha de calificar este acto, en un capítulo de Los Heterodoxos, como inmenso latrocinio, estudió el bachillerato en el convento de Santa Clara de Santander, llega a Barcelona y las primeras clases a que asiste se dan en este otro convento que procedía del expolio decretado por Mendizábal. Curiosa y digna de notarse es la coincidencia. Pero el convento del Carmen estaba amenazando venirse abajo cualquier día, era un gran peligro dar allí las clases y hubo que suspenderlas al poco tiempo de comenzadas hasta que se pudiera inaugurar la nueva Universidad que estaba recibiendo los últimos retoques. El 11 de noviembre escribe Marcelino a sus papás que han tenido que suspenderse las clases. Bien siente el padre que no vaya a pasar con ellos esta temporada de vacaciones improvisadas, pero ¡es tanta la distancia entre Barcelona y Santander!

Todo un mes duró la suspensión, hasta que se improvisaron aulas en el nuevo edificio, que no se inauguró oficialmente sino al siguiente curso, ya cerca de las vacaciones de Navidad. Marcelino no desaprovechó el tiempo. Recorría todos los días las librerías de viejo de aquel barrio latino de la Catedral, y aconsejado por Luanco iba haciendo preciosas adquisiciones de libros raros. Desde entonces comenzaron a llegar a la casa de Santander paquetes por correo, cajones facturados por [p. 50] ferrocarril en gran velocidad, y últimamente aprovechando los barcos costeros que desde Barcelona arribaban a aquel puerto. Se conservan varias notas de remisión de libros. (D. 5). Todo el dinero que entra en su bolsillo; el que le daba semanalmente su tutor, el que le envía de vez en cuando su tío Juan y su abuelita de Castropol, y aquellas libranzas espléndidas de su maestro de escuela D. Víctor Setién, todo va a parar a manos de los libreros.

El padre ve con gusto esta afición del chico, sólo siente si le engañan, por lo cual le recomienda que se aconseje siempre de José Ramón. Con tal gusto lo ve que ya en 3 de abril del 72 da a Marcelinito la noticia de que ha mandado hacer una librería que ocupará todo un lienzo de la habitación en que tiene su despacho y que está dividida en tres cuerpos, dos de los cuales dedicará a los libros de su hijo. Calcula él que podrán caber de 1.800 a 2.000 volúmenes.

La madre, en cambio, al ver toda aquella riada de papel impreso que se le va entrando por las puertas no puede menos de alarmarse y comenta: «No sé si habrá que cederte toda la casa para colocar tus libros».

Aquella bibliofilia congénita, como decía su hermano Enrique, que había despuntado ya en Santander, empieza ahora a expansionarse y tomar vuelo y orientación con los sabios y experimentados consejos de su buen tutor. Como maestro suyo en estos conocimientos, según hemos visto que el mismo D. Marcelino lo confesó más tarde, debemos considerar a este buen D. José Ramón Fernández de Luanco y Riego.

No se crea que durante estas largas y forzosas vacaciones del primer curso que estudió en Barcelona, no hizo otra cosa aquel chico que comprar libros de ocasión. Visitaba a diario la Biblioteca de San Juan, próxima a su casa, y allí se pasaba muchas horas del día entregado a la lectura. Era también asiduo lector su amigo y condiscípulo, Jaime Gres, probablemente el compañero de más talento de los que tuvo Menéndez Pelayo en Barcelona. Entre ellos nació una gran amistad, y cuando Marcelino se ausenta en las vacaciones del verano, se dan cuenta ambos de los trabajos que traen entre manos. [p. 51] Don Marcelino supone que continuará su amigo enfrascado con sus filósofos; le informa de cómo va lo de la publicación de su poema, de los nuevos libros que ha adquirido y le pregunta cuándo serán las oposiciones a los premios de las asignaturas, y si él piensa tomar parte en ellos. Jaime Gres, unos meses sólo mayor que él, le contesta que está estudiando a Fenelón y a Malebranche y que no encuentra ni vislumbres de panteísmo en la obra de éste, a pesar de que Cousin le llama el Espinosa cristiano.

La correspondencia con Gres dura varios años, casi hasta la muerte de éste ocurrida en octubre de 1885. Jaime Gres, traductor y comentarista de Filón de Alejandría, fue auxiliar de la Universidad de Barcelona, donde explicó lengua hebrea con gran lucimiento. Hubiera llegado a altos puestos si no hubiese muerto tan temprano. Estuvo mucho tiempo preparando un largo estudio, para el que pide datos a Menéndez Pelayo, sobre las relaciones que pudiera haber existido entre Séneca y San Pablo. Dio conferencias y escribió sobre la Masora, sobre la poesía hebraica y sobre Pérez Bayer. Menéndez Pelayo, al dedicarle un ejemplar de sus Heterodoxos, le llama «el más insigne de los hebraizantes españoles».

Tampoco Gres se quedó corto en elogios a su amigo. Cuando D. Marcelino ingresa en la Academia Española Jaime Gres le escribe lo siguiente: «Aquellos que no te conocen se sorprenden al considerar que el autor de Horacio en España, de la Historia de los Heterodoxos Españoles, etc., etc., el nuevo miembro de la Academia Española en una palabra, sea un joven de veintidós años. Pero yo les digo que es porque no te han conocido hasta hoy, y se trueca su sorpresa en estupefacción cuando añado y aseguro que Menéndez era ya, lo que es ahora, a los 16 años. ¡Qué gusto tengo entonces, amigo mío, en referir los tiempos en que juntos asistíamos al aula y pasábamos leyendo uno al lado del otro largas horas en la Biblioteca de San Juan».

Las extensas y frecuentes conversaciones y discusiones con este amigo, que sin la debida preparación y de un modo tumultuoso, propio de su carácter, se había metido en los problemas filosóficos, creo que fueron las que despertaron en [p. 52] Menéndez Pelayo, sus apenas iniciadas y ya medio dormidas aficiones a la filosofía, que pudo traer de Santander.

¡Pobre Gres! «Murió víctima de la tisis que ya hace años venía minando su existencia —escribe a D. Marcelino, en 9 de noviembre de 1885, José Franquesa y Gomis— y aunque en conferencias y en artículos había hecho gala de despreocupado y de enemigo del catolicismo, seducido por los elogios de la prensa avanzada más que por otra cosa, (porque Gres era un niño a quien el aplauso y la adulación embriagaban por completo), confesó sus errores y su muerte fue la de un santo. Gres había sido uno de los redactores de El Diluvio de Barcelona, periódico rabiosamente anticlerical y al que llamaban entonces El Eco de las Cloacas.

Acompañado de Gres debió entrar Menéndez Pelayo en las pocas escapadas que le permitieran las asignaturas oficiales, a escuchar las últimas lecciones que dio en su cátedra de filosofía D. Francisco Javier Lloréns y Barba. El 23 de abril de aquel mismo año moría en Barcelona aquel ejemplar profesor, «cuya labor pedagógica, quedó, como la de Sócrates, archivada, no en libros sino en espíritus humanos» [15] .

Aunque poco le oyó, y ni pudo educarse en sus obras, pues no dejó más escritos que el discurso inaugural del curso 1854 al 55, Menéndez Pelayo se tuvo siempre por discípulo de Lloréns. Contestando años después, a algunos reparos que D. Cayetano Fernández le hace sobre el discurso «De los orígenes del Criticismo y del Escepticismo, leído por D. Marcelino al ingresar en la Academia de Ciencias Morales, escribe al canónigo sevillano estas palabras en 26 de enero de 1892: «Yo no soy ni he sido nunca escolástico en cuanto al método; me eduqué en una escuela distinta, recibí, siendo niño todavía, la influencia de la filosofía escocesa, y por ella indirectamente algo del Kantismo, no en cuanto a las soluciones, pero sí en cuanto al procedimiento analítico. A mi maestro Lloréns (sobre quien habrá visto V. una nota al fin de mi discurso) le debí no una doctrina, sino una dirección crítica, dentro de la cual he vivido [p. 53] siempre, sin menoscabo de la fe religiosa, puesto que se trata de cuestiones lícitas y opinables» [16] .

No muchas, pero sí bien aprovechadas fueron las lecciones que Menéndez Pelayo pudo recibir de Lloréns. Refiriéndose a Lloréns escribe años más tarde estas palabras: «Si él no hubiese faltado ¿quién sabe si hubiéramos visto una verdadera restauración del espíritu de Vives, expuesto a la moderna y completado con la ontología escolástica?»

Otro gran amigo que tuvo Menéndez Pelayo en Barcelona, el primero sin duda en su afecto, fue su condiscípulo Antonio Rubió y Lluch. Era hijo de D. Joaquín Rubió y Ors, Lo Gayter del Llobregat, «el patriarca de las letras catalanas, el varón justo, el maestro ejemplar, el poeta en cuyos vergeles sólo han cantado los tres ruiseñores de la Fe, de la Patria y del Amor» [17] .

Amistad entrañable, fraternal, fue la que unió a Antonio Rubió durante toda la vida con D. Marcelino, y después de la muerte de éste su memoria constituyó un culto para el insigne catedrático de Barcelona. En varios de sus escritos dibujó con mano maestra Rubió la semblanza de «aquel varón extraordinario, ungido con el doble crisma de la grandeza del entendimiento y de la belleza moral»; pero sobre todo en el discurso en Elogio del Dr. D. Marcelino Menéndez Pelayo, leído en la Universidad de Barcelona el 18 de mayo de 1913, y en el artículo Algunas indicaciones sobre los educadores intelectuales de Menéndez Pelayo, publicado en el número extraordinario de la Revista de Archivos, Bibliotecas y Museos, Madrid, 1912. Piezas literarias son ambas de las que no puede prescindir nadie que pretenda estudiar a conciencia lo que significa para las letras patrias el gran polígrafo santanderino. Lástima es que la preciosa, ejemplar e instructiva correspondencia cruzada entre ambos, que se conserva complete, no haya podido [p. 54] publicarse aún. Tenemos esperanzas de que algún día vea la luz pública.

Con su amigo Rubió estaba muchas horas del día Marcelino, ya en las clases, ora paseando o recorriendo librerías de anticuarios, ya en su casa, adonde solía acudir casi todas las tardes, y los domingos a comer con aquella bondadosa familia. Todos en aquella mansión se regocijaban con la llegada del estudiante montañés. D. Joaquín, el padre, escuchaba las octavas reales del poema de D. Alonso, y, como poeta ya consagrado, le daba consejos al principiante: «Yo adiviné en V. al poeta de dotes no comunes y de privilegiado ingenio antes que los demás supieran que hacía V. versos», le escribía al recibir pocos años después el primer libro de versos de Menéndez Pelayo. «Todavía recuerdo la sonrisa franca y cariñosa con que te recibía mi madre cuando, hace veinte años ya, venías casi todas las tardes a mi casa y la saludabas antes de entrar en mi cuarto», le escribía Antonio en l.º de mayo de 1892.

Y lo más grande del caso es que esta amistad no estaba entonces fundada ni en coincidencias de aficiones y gustos literarios, ni en ideas políticas comunes, ni aun en semejanza de caracteres. Joaquín Rubió y Lluch, el hermano de Antonio, escribe a Marcelino en 14 de febrero de 1874: «Encuentro en falta mucho los domingos por las tardes aquellas instructivas y animadas discusiones que sobre literatura, política y moral teníais entre tú, Antonio y Ros, discusiones en las cuales sin salir de los límites que la urbanidad impone os llegabais a poner roncos.»

Nada de particular tenía que discutieran mucho y no se pusieran de acuerdo. Ni José Ros y Llansá, que terminó haciéndose sacerdote y fue el cura que casó a su amigo Antonio, ni éste, que simultaneaba el Derecho con las Letras y tomaba entonces con más interés la primera que la segunda carrera, podían sentir la pasión irrefrenable que a Marcelino le arrastraba hacia los estudios literarios y humanísticos. Por otra parte, aquellos dos amigos eran furibundos carlistones y Marcelino no quería cuentas con Carlos VII ni sus guerrilleros, que más de una vez le habían cortado la correspondencia con [p. 55] sus padres y hasta temía, si continuaban las cosas como iban en Cataluña, que le pusieran en algún mal trance cuando quisiera, en las vacaciones de verano, regresar a Santander.

Marcelino era un puro nervio, los otros dos compañeros más tranquilos y reposados. Claro que ninguno de ellos alegaría en sus disputas éstas que no son razones sino sentimientos y se pondrían muy serios y argumentadores citando textos y autoridades para convencerse; pero a los quince años estos sentimientos primordiales, aunque se trate de niños muy sabios, son los que prevalecen, porque son la razón de la sinrazón.

A pesar de todo se querían ya y se querían entrañablemente los dos amigos. ¡Era tan acogedor y amable el hogar de los Rubió, sobre todo para aquel chico ausente del suyo... y era tan listo y espabilado, tan simpático y tan bueno aquel santanderinuco!

Cuando en 1882 pone Menéndez Pelayo un prólogo al estudio de su amigo Rubió y Lluch sobre El sentimiento del honor en el teatro de Calderón, termina deseando que en aquel libro «queden unidos nuestros nombres, corno lo han estado siempre, desde que la suerte quiso juntarnos en aquella cátedra del doctor Milá, donde cada palabra era una semilla y cada pensamiento una revelación».

Después de Rubió y Gres, tal vez el más amigo fue Pablo Bertrán y Bros, poeta, folklorista, persona de gustos muy refinados. Allá en las estribaciones del Monserrat poseyó una preciosa quinta titulada Castell del Mas, y cuando en el año de 1884 amenaza el cólera invadir las principales poblaciones españolas, invita a su amigo a que se refugie con él en su masía «situada lejos de toda población, rodeada de bosques y montañas y donde hay además una regular colección de libros, algunos raros y de antigua data; centenares de grabados de Durero, Callot, Goltzius, Morghen, Rembrandt, Vanortade, Carmona, Goya, Esquível, etc.; máquinas fotográficas para copiar agrestes paisajes de sus contornos, escopetas inglesas de caza, y, sobre todo, amistad cariñosa y sincera que esperan hacerte menos aburrida la temporada».

[p. 56] Y además de estos tres que merecían una mención especial, ¡qué buenos amigos hizo Menéndez Pelayo en Cataluña! El ya nombrado José Ros, que pronto llegó a canónigo en Barcelona; el también citado Franquesa y Gomis, poeta y escritor atildado, Mestre en Gay Saber, que nos contó la vida escolar de Marcelino en la ciudad condal; Herminio Fornés, que fue catedrático del Instituto de Lérida; Federico Schwartz, auxiliar de la Universidad de Barcelona y que también fue a parar a Lérida, no de catedrático, sino de gobernador, allá por el año de 1899; Juan Maluquer y Viladot, otro de los que escribieron sobre Menéndez Pelayo sus Recuerdos de Juventud en el Diario de Barcelona [18] ; Juan Fortanet, director o redactor-jefe de la Miscelánea Científica y Literaria, revista en la que tanto colaboró Marcelino siendo aún estudiante; José María Valls y Vicéns, tan catalanista, que llegó a ser elegido presidente de la famosa Lliga, y aquel Llistar, más carlistón aún que Rubió y que Ros, pues se escapó al frente con los guerrilleros de Carlos VII; Carlos García, otro de los dados también a la política y que, según le dice Rubió a Menéndez Pelayo, «se convirtió en un elocuente tribuno». Y del grupo balear, Mateo Obrador, el escritor luliano, continuador de la obra de Roselló; Tomás Forteza, excelente traductor de Horacio, el entrañable Juan Luis Estelrich y algunos otros.

Ni ellos se olvidaron de Marcelino, ni él les olvidó jamás. Cuando en la cumbre de su fama acude a él cualquiera de estos compañeros, el corazón de oro de aquel amigo atiende y ayuda a todos, si se trata de trabajos literarios, y les presta su decidida protección, si se trata de recomendaciones.

Llegó la época de los exámenes, y poco antes, con gran contento de Marcelino, se habían restablecido las suprimidas calificaciones de notable y sobresaliente. Marcelino obtuvo, como siempre, la máxima calificación en las cuatro asignaturas que cursaba oficialmente; pero no pudo optar a los premios porque la oposición no se hacía hasta últimos de setiembre.

[p. 57] En la primera decena de junio había terminado ya todos sus exámenes, crecía en Marcelino el deseo de volver a su tierra para abrazar a sus padres y a Enriquín, que está siendo muy aplicado y había obtenido el premio extraordinario en Retórica, y a la niña, que le mandó unas planas muy historiadas, de grandes orlas, con coplas felicitándole las navidades, y al chiquitín, a Tinuco, cuyas primeras gracias le han contado los papás. Se calmaban en éstos las preocupaciones por el chico, las recomendaciones eternas de la madre de que no fuera insensato, las del padre de que no olvide cumplir con la Iglesia, como siempre lo ha hecho, de que no se reúna con fulano o citano; de que ande decente y aseado y que le compre José Ramón un traje de verano para que pueda presentarse decentemente ante sus profesores en los próximos exámenes.

No faltaba más que determinar con quién debía hacer el viaje de vuelta, ya que José Ramón tenía que alargar su estancia en Barcelona por los exámenes. Los de Nuevos venían por Vitoria y Bilbao, pero aquella ruta era expuesta porque podían encontrarse con las columnas carlistas de Savalls o de Tristany; mejor era tomar la línea Zaragoza-Madrid con Faustino Díez Gaviño. Con él emprendió el viaje por fin, saliendo de Barcelona el 26 de junio. Llegaron a Zaragoza por la tarde y allí tuvieron que hacer noche. Era día de grandes festejos en la ciudad, y cuenta Gaviño [19] que él propuso a Marcelino que, puesto que tenían que madrugar, mejor era no acostarse e ir a tomar parte en los regocijos públicos; pero Marcelino prefirió dormir tranquilamente para estar descansado. Al día siguiente, tempranito, iban camino de Madrid, donde llegaron ya muy de tarde y con poco más que el tiempo preciso para cambiar de estación y coger el tren correo de Asturias-Santander. El pobre Faustino, que no había dormido en Zaragoza, iba muerto de sueño, y Marcelino, más descansado, le dijo que durmiera tranquilo, que él se cuidaría de despertarle para el cambio de tren que tenían que hacer en Palencia. Pero fue [p. 58] el caso que cuando el revisor se presentó y pidió los billetes para taladrarlos, les hizo notar que se habían distraído, que ya el tren estaba cerca de Vullaumbrales, dos estaciones más allá de Palencia, en la línea de Asturias. Y ambos estudiantes, con su equipaje al hombro y sintiendo el fresquito de la madrugada, tuvieron que desandar el camino hasta Palencia. ¿Qué había ocurrido? Según cuenta Gaviño en el artículo a que nos estamos refiriendo, publicado varios años después, ocurrió que Marcelino, no porque se hubiese dormido, sino porque venía distraído y absorto, recitando la Ilíada al revés, desde el último verso para atrás, no se dio cuenta de que habían llegado a Palencia, a pesar de todo el vocerío y estrépito que se armaba entonces en ésta, como en todas las estaciones de cambio de línea, y los ruidos de los carretillos, los silbatos de los trenes, las clásicas tres campanadas y el vozarrón poderoso de: ¡Palencia, tantos minutos de parada y fonda, cambio de tren...! Quitando el detalle exagerado y efectista de la Ilíada, el hecho es cierto y fácil de comprobar por la correspondencia de los padres y amigos de Marcelino; pero lo más significativo y fundamental de esta anécdota, no es el que con más o menos feliz memoria viniera repasando sus clásicos, sino la fuerza de concentración para el estudio que a los quince años tenía ya aquel chiquillo. Muchas de las distracciones de sabio que se cuentan de Menéndez Pelayo, no eran más que eso, concentración en el estudio, abstracción a tal extremo que se le borraba por completo el mundo exterior, y ya veremos más adelante cómo en alguno de esos ensimismamientos hasta puso en grave peligro su vida.

Notas

[p. 43]. [12] . Palabras de Menéndez Pelayo a Clarín en nota autobiográfica. Vid. nota 9.

[p. 46]. [13] . Menéndez Pelayo en Semblanza Literaria del Doctor D. Manuel Milá y Fontanals. En Obras Completas de Menéndez Pelayo (Edición Nacional). Estudios de Crítica Histórica y Literaria, vol. V, pág. 156.

[p. 49]. [14] . Antonio Rubió y Lluch. Discurso en elogio del Dr. D. Marcelino Menéndez Pélayo, leído en la solemne sesión pública que la Univeisidad de Barcelona dedicó a honrar la memoria de aquel ilustre escritor y antiguo discípulo suyo, el día 18 de mayo de 1913. Barcelona. Tipagrafía Hijos de Domingo Casanova, 1913.

[p. 52]. [15] Menéndez Pelayo en Semblanza de Milá y Fontanals.

 

[p. 53]. [16] . Epistolario de Menéndez Pelayo y D. Cayetano Fernández. Véase noticia bibliográfica más completa en la nota 59.

[p. 53]. [17] . Rubió y Ors y el provenzalismo. Revista crítica publicada por Menéndez Pelayo en La España Moderna, julio de 1894, pág. 18. En Obras Completas de Menéndez Pelayo. Estudios y Discursos de Crítica Literaria, vol. V, pág. 127.

[p. 56]. [18] . Escribió con el título de Menéndez Pelayo. Recuerdos de Juventud, cinco artículos en los números 191, 192, 194, 195 y 196, en los meses de junio y julio de 1888.

[p. 57]. [19] . Vid. anécdota biográfica de Faustino Díez Gaviño en Menéndez Pelayo y la Hispanidad, por Enrique Sánchez Reyes. 2.ª edición. Santander. Hnos. Bedia, 1955, página 112.