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Obras completas de Menéndez... > BIOGRAFÍA CRÍTICA Y... > CAPÍTULO III : LOS ESTUDIOS DEL BACHILLERATO

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Amaba a Dios sobre todas las cosas y al libro como a sí mismo.

Enrique Menéndez Pelayo en sus Memorias.

EL BACHILLERATO EN EL VIEJO INSTITUTO DE SANTANDER.—D. FRANCISCO MARÍA GANUZA, «HUMANISTA DE VERDAD».—LA BIBLIOFILIA «CONGÉNITA» DE MENÉNDEZ PELAYO.—MÁS ANÉCDOTAS.—APRENDE FRANCÉS, ITALIANO E INGLÉS.—LOS PRIMEROS EJERCICIOS ESCRITOS EN EL INSTITUTO.—JUEGOS INFANTILES.—EL PREMIO EXTRAORDINARIO DEL BACHILLERATO.—ESE CHICO ES UN «INSENSATO».

Estaba para cumplir Menéndez Pelayo diez años cuando ingresó en el Instituto Cantábrico—que ésta era su denominación oficial—para hacer los estudios del bachillerato. El examen escrito de ingreso, un dictado maliciosillo en el que la h, la b y la v saltan donde menos se espera para ver si el alumno se confunde, está firmado en 4 de septiembre de 1866. Lo escribió con letra clara, sin falta ninguna, como la operación de dividir de 7 cifras en el dividendo y 4 en el divisor que seguidamente hubo de hacer.

Precisamente en el mismo sitio que ocupa hoy en Santander el Instituto de Enseñanza Media, se encontraba entonces el viejo convento de Santa Clara, donde cursó Marcelino la segunda enseñanza.

[p. 20] Allá en 1910, «cuando acababa de sucumbir al peso de los años» el viejo Instituto y sobre sus ruinas se levantaba el nuevo edificio actual, Joaquín Olaran, farmacéutico entonces en la República Argentina, le escribe a Marcelino recordándole «el vetusto caserón del Instituto de Santander, con su revoque cayéndose siempre a pedazos, el descuidado patio con tres o cuatro árboles, bajo cuya sombra nos agrupábamos, el pequeño retazo de terreno con pretensiones de jardín botánico, en el que vivían media docena de raquíticas plantas»; y esos detalles que el condiscípulo evoca le hacen «retroceder a él con el pensamiento a aquellas horas inolvidables». Inolvidables, en efecto, porque viejo y ruinoso, en aquel edificio destartalado, bajo la vigilancia y cuidado de su padre y otros competentes maestros, recibió una perfecta educación, que le hizo hombre y le dio cabal formación para poder emprender después más elevados estudios.

Entonces el bachillerato constaba sólo de cinco cursos y nada recargados de asignaturas:

Primer año: Latín y Castellano, Doctrina Cristiana e Historia Sagrada.

Segundo año: Segundo curso de Latín y Castellano y segundo curso de Doctrina Cristiana e Historia Sagrada.

Tercer año: Retórica y Poética, Geografía e Historia de España y Aritmética y Álgebra.

Cuarto año: Psicología, Lógica y Ética, Fisiología e Higiene, Historia Universal, Geometría y Trigonometría.

Quinto año: Física y Química e Historia Natural.

Fuera del latín, poco tenía que estudiar Marcelino en los dos primeros cursos del Instituto. Don Víctor Setién le había enseñado muy bien la Gramática Castellana, el Catecismo y la Historia Sagrada, cuyas escenas principales aparecían en grandes láminas que colgaban de las paredes de la escuela. Pudo, pues, dedicarse con toda intensidad al musa, musae y aprenderse los géneros de los nombres en aquellos famosos versos de:

Los en um, sin excepción,
del género neutro son.
[p. 21] ¡Con qué rapidez debió apropiarse todas estas reglas y las declinaciones con sus excepciones y hasta el qui, quae, quod, vel quid, que llamaban entonces los dómines el puente de los asnos, para entrar con pie seguro en las conjugaciones y el régimen de construcción!

Don Francisco, su profesor, estaba pasmado y ya antes de terminar el primer curso de latín, propuso a su compañero de claustro, D. Marcelino Menéndez, que le mandase a Marcelinito por las tardes a su casa para que ampliara los conocimientos de latín.

Marcelinito no sólo iba a dar clase por las tardes con D. Francisco, sino que la casa de éste se convirtió en una ampliación de la propia. D. Francisco era para él como un padre; con D. Francisco salía muchos días de paseo e iban charlando de sus clásicos; de D. Francisco hablaba todos los días en su casa; para D. Francisco envía siempre cariñosos recuerdos en las cartas a sus papás cuando sale a estudiar en Barcelona y Madrid. Y a nadie se le ocurría preguntar al niño a qué D. Francisco se refería; para Marcelinito no había más D. Francisco que D. Francisco María Ganuza.

Cuando Menéndez Pelayo en la cumbre ya de su fama se ve obligado a enviar a su amigo Clarín unos brevísimos apuntes autobiográficos, no olvida en ellos a D. Francisco: «Estudié la segunda enseñanza en el Instituto de Santander, y tuve la fortuna de tropezar con un buen profesor de latín, humanista de verdad. Se llama D. Francisco María Ganuza, vive aún, aunque jubilado y muy caduco». [9]

Humanista de verdad era D. Francisco María Ganuza, y además un maestro incansable y con cátedra abierta a todas las horas del día y aprovechando todas las oportunidades. El dicas latine estaba a cada momento en sus labios, bien saliese de paseo con Marcelinito, o ya se sentara a la mesa con sus hijos y nietos, de los que alguno andaba entonces a vueltas con Marco Tulio y Virgilio; y según le contó a Artigas el comandante Burgués, —uno de estos nietos— a veces había quien se [p. 22] quedaba sin postre por no saber pedirlo correctamente in latino sermone.

Figurémonos lo que gozaría el buen D. Francisco con un alumno tan aventajado, lo que éste se deleitaría al empezar a saborear los clásicos latinos, y los horizontes sin límites que se irían abriendo a su talento precoz. Tanto se aficionaron el uno al otro, que terminadas las enseñanzas oficiales del segundo año, continuaron en clase particular del modo más natural y como por tácito acuerdo, durante los tres cursos que le faltaban para hacerse bachiller. D. Marcelino padre, aunque matemático, veía con gusto las aficiones literarias de su hijo. Marcelino leía sin cesar la bien nutrida biblioteca de D. Francisco e iba traduciendo, ya en prosa ora en verso, los autores latinos que caían por banda. Varios de los libros del Sr. Ganuza se encuentran hoy en la Biblioteca de Menéndez Pelayo por regalo de D. Francisco en parte, y porque la biblioteca de éste era como de los dos, también por convenio tácito. Aún vive una nieta de Ganuza, a quien he oído contar que cuando su abuelo no daba con algún libro de su biblioteca, decía tranquilamente y muy satisfecho: «lo tendrá Marcelinito».

Es precisamente por esta época, en el verano de 1868, cuando tuvo lugar aquella graciosa anécdota que nos ha referido Enrique Menéndez Pelayo en sus Memorias de uno a quien no sucedió nada [10] : D. Tomás Agüero, abogado santanderino y escritor y poeta cuando el papel sellado le dejaba vagar para ello, llevó un día al niño a visitar, en Miengo, donde veraneaba, a D. José Posada Herrera, aquel célebre asturiano que entonces figuraba tanto en la política liberal militante, y también en las caricaturas de los periódicos, que le pintaban con descomunales orejas de asno por lo largas que las tenía. Era bromista y dicharachero, y se cuenta que en una ocasión en que sus familiares se acercaron para felicitarle diciéndole la tan resobada frase de «venimos a darte un tirón de orejas», Posada Herrera tapó enseguida con ambas manos las suyas y les decía fingiendo [p. 23] gran alarma «no, eso no, que me las vais a poner más largas, y ya están bien».

Pues el chiquillo, mientras se despachaban hablando de política D. Tomás y D. José, no hacía más que revolver la abundante librería que tenía a su alcance. Visto lo cual por Posada Herrera cayó pronto en la cuenta de que a aquel niño no se le podían regular juguetes, como al parecer pedía su edad, y por eso le ofreció que escogiera el libro que más le gustara. Él eligió, sin mucha vacilación, una edición mignon, de Catulo, Tibulo y Propercio en su lengua original. Este librito, que se conserva en su Biblioteca de Santander, se lo guardó Marcelino en el bolsillo del chaleco, que bien le cabía por lo pequeño del volumen, y ya no se separó de él hasta que, a fuerza de manosearlo en todos los momentos libres, se lo aprendió de memoria. Pero el caso no era raro, ni mucho menos, pues aquel niño en gana de broma y como jugando, se iba sabiendo ya todas las bibliotecas que tenía a su alcance: la de su maestro Ganuza, la de la librería de Fabián Hernández, aquel maniático que dio en la flor de que poseía un Quijote con notas autógrafas de Cervantes, y librería en la que hacían tertulia Pereda, el tío Juan y otros amigos, y hasta la de los Escolapios de Villacarriedo, a donde le llevaba su padre, cuando como profesor oficial iba a formar parte de los exámenes en aquel colegio. Tal vez por entonces, el erudito bibliófilo de Villacarriedo, D. Fernando Fernández de Velasco, estaba ya ordenando su preciosa biblioteca de libros raros, —la mejor entre las de particulares que hoy existe en la provincia de Santander— y no dejaría en tal caso Marcelino de ir curioseándole los libros que adquiría, pues Fernández de Velasco, que figuraba entre los principales tradicionalistas de la Montaña, era muy amigo de Pereda y del tío Juan.

Su pasión por el libro se dio a conocer también por esta época; y digo que se dio a conocer, no que surgió, porque la bibliofilia, como decía su hermano Enrique en la obra antes citada, era algo congénito en él. «Yo creo, escribe su hermano, que en cuanto poseyó un catecismo del Padre Astete, dos libros de cuentos infantiles y tres pliegos de aleluyas, echó los [p. 24] cimientos a su librería, distribuyéndola, por el momento, en las tres secciones de: Ciencias Eclesiásticas, Obras de vaga y amena literatura y Pliegos sueltos».

En las Memorias de Enrique y en una y otra obra de las dos publicadas por Miguel Artigas sobre la vida de Menéndez Pelayo [11] , ha salido reproducida una lista de libros, autógrafo de D. Marcelino que se conserva aún en su Biblioteca y que lleva este encabezamiento: «Nota de las obras que han ingresado en esta librería durante el año de 1868».

¡Y qué nota y qué librería la de aquel chiquillo de 12 años! La nota la forman un total de 20 obras y treinta y cuatro volúmenes, y entre ellos y al lado del Catulo, Tibulo y Propercio que le regaló Posada Herrera, un Quinto Curcio, las Obras Completas de Ovidio, los comentarios de Min-Elio sobre los Tristes y el Ponto, las Flores Latinae de Larousse, Los Oficios de Cicerón; es decir, los clásicos latinos que por entonces leía y tal vez se los sabía ya en gran parte de memoria; y varios tomos en francés: Fenelon, Chateaubriand, Le Figuier, Fortoul, Bossuet. En francés, sí, porque para entonces, y con sólo «unas primeras lecciones» que le dio Ricardo Olaran, el hermano mayor de aquel su condiscípulo Joaquín, de quien hemos hecho mención al comenzar este capítulo, leía ya corrientemente en la lengua de Molière. Y al lado de todos estos libros, en latín y francés, unas cuantas obras buenas en castellano, entre las cuales no faltan varios tomos de nuestros clásicos. Para un mozo que no había cumplido o acababa de cumplir los doce años, ya está bien la bibliotequita.

Esto en cuanto a los libros, que en lo que se refiere al estante o librería para ellos, es punto gracioso y que merece que lo contemos con algún detalle.

En todas las casas antiguas de Santander, como era la en que por esta época vivía el matrimonio Menéndez Pelayo, en la Cuesta de Gibaja, había un largo y alto aparador de roble [p. 25] o de caoba en el comedor, el cual servía a la dueña de la casa de despensa y locero y a veces de armario ropero; en él se guardaba la vajilla buena y la de diario, los cubiertos de mesa, manteles y servilletas y hasta los postres y dulces. Uno de estos aparadores fue la primera librería en que Marcelinito guardó sus treinta y cuatro primeros volúmenes posesionándose de toda una tabla. Pero como aquella incipiente biblioteca aumentaba de día en día, inmediatamente surgió el conflicto; y D.ª Jesusa y su hijo sostenían una lucha callada, pero persistente por el espacio vital, como si fueran dos potencias enemigas; él le arrinconaba y amontonaba los cacharros para dar cabida a sus libros, y ella apilaba éstos para poder colocar los tarros de sus conservas. Antes de llegar al casus belli, intervino como árbitro D. Marcelino, padre, que añadió unas tablas más en el estante de sus propios libros para que el niño acomodara los suyos.

Aunque en el curso del 68 al 69 tenía que trabajar algo más en el Instituto, aún le quedaba tiempo sobrado, no sólo para continuar sus clases particulares de latín con D. Francisco, sino para adquirir otra serie de conocimientos. Entonces fue cuando debió aprender, probablemente sin maestro, el italiano; el inglés lo estudió al año siguiente con el ingeniero británico, residente en Santander, Mr. John Ancell. Cuando publica su Trueba y Cosío, envía Menéndez Pelayo un ejemplar a su profesor con la siguiente dedicatoria: «Al Sr. D. Juan Ancell, su agradecido discípulo, M. Menéndez y Pelayo».

En este tercer año estudió la Retórica con D. Víctor Oscáriz y Lasaga, aquel profesor que, como escribía a Marcelino Enriquito, cuando estudió la Retórica, comparaba la poesía a una nuez, «el casco es el metro de los versos y los granos el corazón»; y no debió perder el tiempo, pues pronto empezó a ejercitarse, como veremos, en toda clase de metros y composiciones poéticas.

Y en cuanto a la Historia de España calcúlese lo que adelantaría, cuando ya en este verano del 68, tenía, sin haber comenzado el estudio oficial de la asignatura, tales conocimientos de nuestra historia, como los que nos revela un hecho que [p. 26] ignorábamos y que Fernando Barreda, archivo viviente de todas las leyendas y tradiciones santanderinas, nos lo dio a conocer en la revista Menéndez Pelayismo, I, pág. 223. año 1944. Dice así:

«En La Abeja Montañesa, periódico del mayor crédito literario entre los santanderinos de su época, y en el cual hubo de colaborar asiduamente Pereda desde 1850 y 1867, se planteó en la sección de Gacetillas del número 143, 22 de junio de 1868, este problema histórico: «¿Qué acontecimiento notable tuvo lugar en la 2.ª hora de la 2.ª mitad del 2.º día, del 2.º mes del 2.º año de la 2.ª mitad del 2.º siglo del establecimiento de la dinastía de D.ª Isabel 2.ª»?

Al día siguiente de haber dado a conocer La Abeja Montañesa a sus lectores el indicado problema histórico, insertábase en dicho periódico una carta de Menéndez Pelayo, y que firmada con las iniciales de su nombre y apellidos copiamos ahora: «Santander, 23 de junio de 1868. Sr. Director de La Abeja Montañesa. Muy Sr. mío: Ha llamado mi atención el problema histórico que insertan ustedes en el n.º 143 de su apreciable periódico, y después de haber pensado un poco sobre ello, me parece que el hecho más notable ocurrido en España en la 2.ª hora de la 2.ª  mitad del 2.º día, del 2.º mes del 2.º año de la 2.ª mitad del 2.º siglo del establecimiento de la dinastía de Doña Isabel II de Borbón, o sea el 2 de Febrero de 1852 a las dos de la tarde, es la tentativa de regicidio del cura Merino contra la persona de nuestra actual soberana. Suplico a Vd. dispense la libertad que se toma su afectísimo s. s. q. b. s. m., M. M. y P.».

Colaboraba en La Abeja Montañesa D. Juan Pelayo, médico famoso, agudo escritor y tío de nuestro genial polígrafo, y él debió de hacer la presentación de Marcelino a los redactores del dicho periódico, en el que seguidamente de la carta publicada dedicábanse estos comentarios a su autor: «Lo admirable y grande de la anterior solución no se comprendería si nosotros no hiciésemos público que ha sido un niño de once años, alumno de este Instituto Provincial, el que ha dado con ella. Increíble parece que a esa edad tan tierna haya podido el [p. 27] niño Marcelino Menéndez y Pelayo, autor de la carta que antecede, estudiar la historia de España con tanta profundidad y provecho; pero las personas incrédulas pueden hacer la prueba en cualquier punto de nuestra historia y se convencerán de la certeza de lo que dejamos dicho».

Y ¿cómo no iba a saber historia de España aquel despierto chiquillo, si la estaba viviendo en aquella época tan agitada, tan llena de conmociones, en la que el pueblo entero era gran actor? El trono de Isabel II venía ya tambaleándose desde 1865, fracasaban los ministerios con sus panaceas para contener la revolución, unos halagándola o cediendo, otros queriendo combatirla de frente; ni el ambicioso O'Donell, ni el testarudo Narváez, el espadón de Loja, ni el Rasgo de la Reina, habían logrado detener a tanto conspirador; ni les amedrentaban las represiones de la noche de San Daniel, ni la destitución de catedráticos y la del mismo rector de la Universidad de Madrid. Fue Aparisi y Guijarro, desde la tribuna del Congreso en 1865, el que había dado ya la despedida a la soberana con aquella frase profética: «Adíos, mujer de York, reina de los tristes destinos».

La despierta curiosidad de Marcelino se iba enterando seguramente de todos estos sucesos que en su casa, como en todas partes, constituirían la comidilla de las tertulias. Años cargados de historia todos estos que le toca vivir, mientras él la va estudiando en el libro de texto con su profesor D. José María Orodea, persona culta y amena, que echaba su cuarto a espaldas de vez en cuando en la prensa local y hasta hacía coplejas comentando los sucesos en la ciudad.

Del curso de 1869 al 70 es del que tenemos datos más concretos referentes a sus estudios. El Director del Instituto de Santander, cuando esto escribía en 1956, D. Cipriano Rodríguez Aniceto (q. e. p. d.), venía, desde hace tiempo, buscando en el archivo de este Centro todo lo referente al expediente académico de Menéndez Pelayo y principalmente los ejercicios escritos de oposición a los premios ordinarios de las asignaturas. Al acercarse el Centenario del nacimiento del insigne santanderino, se intensificó la búsqueda de estos documentos con la [p. 28] colaboración de todos y muy principalmente del catedrático de Historia del Instituto, D. José Pérez Bustamante, búsqueda qua ha dado por resultado hasta ahora, si no todo lo que se esperaba, al menos unos cuantos preciosos escritos, de los que la mayoría se refieren a este cuarto curso del Bachillerato de Menéndez Pelayo.

Del primero de estos ejercicios, el de ingreso, ya hemos dicho algo. De los tres siguientes: el de Psicología, Lógica y Ética y el de Historia Universal y el de Fisiología e Higiene, hablaremos aquí con la mayor brevedad para no alargar el relato. Todos los temas se sacaban a suerte entre una docena de ellos, por lo menos, que en el acto de constitución presentaba el tribunal. En Psicología correspondió a Menéndez Pelayo hablar sobre «La Memoria.—Explicación de esta facultad.—En qué consiste la esencia del recuerdo, cómo se explica la conservación y la reproducción.—Diferentes opiniones de los filósofos». Lo desenvuelve con claridad, con precisión y conocimiento de lo que han dicho varios filósofos desde Platón y Aristóteles hasta los más modernos tratadistas, pero no con toda la originalidad que suele hacerlo en otros asuntos más de su agrado. Hasta en ese mismo ejercicio da muestras de que sus aficiones entonces eran más literarias e históricas que filosóficas. Comienza así: «Napoleón ha dicho: Una brillante inteligencia sin memoria es una plaza fuerte sin artillería».

Don Agustín Gutiérrez, su maestro de Psicología, no era mal profesor. Hacía trabajar a los alumnos y les proponía temas de discusión que uno de ellos se encargaba de exponer, desarrollar y defender y otros de objetar, como si se tratase de un certamen de seminario y hasta empleando los términos de discusión escolástica; pero hay que reconocer que no es muy fácil entusiasmar a un niño de pocos años, con estudios filosóficos, y más si éste se ha enfrascado, como Marcelino, en la historia, la literatura y los estudios clásicos. Me parece muy temerario, por prematuro, afirmar, como lo hace Bonilla, que «allí, es decir, en la clase de Psicología, Lógica y Ética del Instituto de Santander, y no en Barcelona, como se ha creído, adquirió Menéndez Pelayo sus primeras aficiones a la tradición moderada y analítica de la escuela escocesa».

[p. 29] Cedrún de la Pedraja, en su obra ya citada sobre La Niñez de Menéndez Pelayo, nos cuenta un pequeño contratiempo que D. Marcelino tuvo en esta clase de D. Agustín Gutiérrez:

«Llegó el día en que había de actuar Marcelino. Se llenó e aula. Acudimos a ella muchos que todavía no estudiábamos filosofía. El disertante mantenía, como tesis, la inmortalidad del alma, y todos nos quedamos pasmados al verle, con los papeles del discurso arrollados en la mano, recitar en latín, a guisa de tema de oración sagrada, un larguísimo párrafo de las Tusculanas de Cicerón, pertinente al caso. Luego empezó a leer, y lo escrito guardaba proporción con lo recitado. Hay que advertir, a todo esto, que el disertante tenía trece años. Pero faltaba la segunda parte del ejercicio: los argumentos... llegó un momento en que no acertó a encontrar salida en medio de aquel laberinto de mayores, menores y consecuencias. Ergo conclusus!, exclamó su adversario con la voz tonante y triunfadora que era de rigor en tales casos. Por el momento no pasó nada más. Pero testigos mayores de toda excepción, aseguraron que, al terminar las clases, se había visto a Marcelino llorar de rabia y darse materialmente de cabezadas contra las paredes del patio».

Me sospecho que desde entonces, y precisamente por la derrota que le había infringido este compañero, nació entre ambos una íntima amistad, que dura toda la vida y se afianza con el trato que ambos continuaron teniendo en Madrid.

El original de este discurso de Menéndez Pelayo sobre la inmortalidad del alma, se conserva entre sus papeles de la Biblioteca y ha aparecido en los tomos de Varia de sus Obras Completas.

En el ejercicio de oposición al premio de Historia Universal le corresponde desarrollar el tema: «Alejandro Magno.—Sus expediciones y conquistas.—Imperio Macedónico.—Grandeza de Alejandro».

Es el más extenso de los tres ejercicios de este curso y está escrito con fluidez y hasta con cierta elegancia de estilo; hay datos precisos y abundantes y hace consideraciones oportunas. [p. 30] Las frases que se intercalan constantemente, hacen presentir al futuro gran historiador, al autor de la Historia como obra de arte: «Filipo, dominador de la Grecia, no tanto por el hierro como por el oro, no tanto por la fuerza como por el soborno...». «Sólo Tebas osó resistir, y Alejandro, enojado por su resistencia, mandó arrasarla hasta los cimientos sin perdonar más que la casa del cantor de los Juegos Olímpicos, del primer lírico, del inmortal Píndaro». «La muerte iba a cortar su vida tan gloriosamente comenzada, con tan poca gloria concluida».

Otro de los ejercicios escritos que han aparecido, es el del premio de Fisiología e Higiene. El tema que le toca desarrollar está formulado en estos términos: «Fenómenos mecánicos de la digestión».

Baste decir, como opinión de un profano en la materia, que creo que, no un chiquillo de la edad de Marcelino, sino tal vez ni muchos licenciados que hayan dedicado sus estudios principalmente a las Letras humanas, podrían improvisar con tanto orden, claridad y extensión el tema de los fenómenos mecánicos de la digestión, como los expuso aquel estudiante de 13 años. Yo al menos no me sometería a tan dura prueba.

Sobre otra de las composiciones de esta época «Ensayo sobre la tragedia española», escribió el Doctor Marañón en un precioso estudio titulado «La precocidad en Menéndez Pelayo» lo siguiente: «Está escrito a los 13 años y el caudal de información, más aun, de incipiente pero recto sentido crítico y el dominio de la técnica constructiva de ensayo sólidamente meditado, son tales que yo mismo, aunque criado en la fe de que todo lo inverosímil no lo era si procedía de D. Marcelino, me resistía a creer la fecha que le fue asignada por el compilador de las Obras Completas hasta que Sánchez Reyes me ha convencido de que no había error. Todo lo referente a Menéndez Pelayo hay que medirlo con una escala distinta que la de los demás mortales».

Sólo de una asignatura en este cuarto año del bachillerato, la de Geometría y Trigonometría, no se ha encontrado el ejercicio de Menéndez Pelayo al premio. No se ha encontrado ni [p. 31] se puede encontrar, porque no hizo la oposición, y bien merece que relatemos el delicado motivo que le movió a tal determinación.

En junio de 1870 presenta una instancia solicitando tomar parte en la oposición al premio de Geometría y Trigonometría. Tal vez lo hizo sin permiso de su padre y éste al saberlo le debió ordenar que la retirara. El caso es que dos días después, en 13 de junio, envía una nueva instancia, en la que literalmente dice: «habiendo de formar parte del tribunal, como catedrático de la asignatura su señor padre, se cree en el deber de retirarse de dicha oposición» y pide que le den «certificado» de que por la circunstancia expresada retira la solicitud primera. Era la única asignatura en su brillante carrera en que no iba a obtener el premio. Le debió costar resignarse a la voluntad del padre y por eso pide el certificado, para que conste que no se retire por incompetencia o por miedo, sino por el decoro profesional de su buen padre, por el buen ver y rectitud del hijo. ¡Magnífico ejemplo!

Otros dos nuevos escritos de oposición a premio, en las asignaturas de Historia Natural y de Física y Química, se han encontrado últimamente. Sobre ellos pudiéramos decir algo muy semejante a cuanto se acaba de afirmar. Lleva por título el primer trabajo «Taxonomía mineralógica, en general. Clasificación de Werner y Haüy» , y el segundo: «Hierro. Su metalurgia y aplicaciones».

Ambos escritos escolares se publicaron en el libro «El Instituto de Santander. Estudio y Documentos por Benito Madariaga y Celia Valbuena». Institución Cultural Cantabria de Santander.

Aquel chiquillo a quien sus compañeros tenían ya por un fenómeno, no solamente se había sorbido los clásicos latinos, la historia y literatura, asignaturas para las que mostraba especial aptitud y predilección, sino que lo mismo que escribía sobre la «Inmortalidad del Alma», podía hacerlo brillantemente en unas cuartillas sobre la Taxonomía mineralógica o sobre la metalurgia de los hierros» y por eso obtuvo también muy justamente los Premios Extraordinarios de Física y Química.

[p. 32] Quizá más de lo que cuadra para un estudio biográfico hayamos escrito sobre estos trabajos escolares de Menéndez Pelayo, pero nos parecen tan interesantes por lo reveladores de su vocación, que no podíamos pasar sobre ellos con un sencillo enunciado de temas. En esos escritos se ve ya que este niño va a ser literato e historiador, pero también que no existía rincón de la ciencia que no le interesara. Él lo abarcaba todo y todo lo fijaba en su poderosa retentiva.

Por cartas de algunos alumnos particulares de D. Marcelino Menéndez Pintado y por testimonio de D. Gumersindo Laverde, a quien otro de estos alumnos se lo contó, se sabe que, cuando Menéndez Pelayo, siendo estudiante en Barcelona y Madrid, pasaba en casa de su padre los veranos, más de una vez sustituyó a éste, por ausencia o enfermedad, en las explicaciones de matemáticas, álgebra o geometría.

Pero no se crea que aquel niño no hacía otra cosa que tragarse librotes. Estudiaba mucha historia y leía muchas poesías, es verdad, pero también jugaba con sus hermanos y compañeros. Enrique nos ha contado en sus Memorias varias anécdotas graciosas de esta época: Aquel asalto al aparador de la casa, dirigido por Marcelino, el 24 de septiembre de 1868, mientras se oían en la calle los tiros de las tropas de Calonge, que entraban en la ciudad, y los de los ciudadanos partidarios de La Niña, que les hacían resistencia. Los padres y tíos de los chicos, cobijados todos en el domicilio de D. Marcelino Menéndez Pintado, habían suspendido aterrados la comida, y se habían retirado a curiosear desde otras habitaciones; pero los pequeños no se iban a quedar sin postre por revolución más o menos, y además Marcelino se perecía por los higos pesos comprados en la tienda La Emperatriz de Puerta la Sierra que su madre guardaba en el aparador. A una señal de Marcelino se procedió a acercar la mesa, se montó sobre ella una silla, y,... al asalto inmediato de los higos, que estaban en la parte más alta del armario.

Los juegos revestían a veces cierta gravedad, como aquel de La apertura del curso, que, con su gracejo característico, nos cuenta también Enrique. Oigámosle: «Los hijos del marino [p. 33] echan barcos y los hacen navegar, aunque sea en una jofaina; los sobrinos del cura arman un altar en cada rincón de la casa, y allí dicen misa y cometen todo género de inconscientes y graciosas irreverencias; juegan a los soldados los chicos del militar, y, aunque en sus filas formemos todos, de ellos suelen ser las iniciativas de organización y el mando supremo de las fuerzas. Todos, en fin, gustamos de copiar, cuando muchachos, la parte externa y decorativa de las respectivas profesiones paternas. No es de extrañar, por lo tanto, que mis hermanos y yo, hijos de un catedrático, jugáramos a la Apertura, esto es, tratáramos de remedar, en la guardilla de nuestra casa, de la manera más absurda y con los más deficientes medios que puede imaginarse, la ceremonia oficial de abrir el curso en el Instituto de esta ciudad, acto que a nuestros ojos era cuanto de más solemne, brillante y deslumbrador podía celebrarse en el universo mundo.

He aquí la técnica de este interesante juego. Jugábase, por regla general, entre cuatro, que no daba más de sí por entonces la porción infantil de la familia, y a nuestros vecinitos y demás amigos sin duda debía aburrirles aquella viva representación, que a los de casa nos divertía tanto; acaso no habrían visto nunca la apertura, y, de todos modos, faltaríales seguramente aquel espíritu claustral y docente de que nosotros nos sentíamos animados. Repartíanse entre los cuatro los diversos papeles de la comedia, designándose, ante todo, al que había de tener el discurso inaugural, y claro está que solía ser Marcelino.

Éste del discurso era el único jugador que ostentaba una representación unipersonal, pues cada uno de los demás representábamos grupos enteros. Así, la niña, como, sin duda por no haber en la casa más que ella, llamábamos a nuestra única hermana, y como todavía, siendo ya él Senador del Reino y ella monja profesa, la seguía llamando Marcelino, la niña, digo, era los convidados, asistía al acto muy grave y oronda, cubierta su cabecita rubia con un pingajo negro, el cual, como todo era allí puro simulacro y figuración, debía tomarse nada menos que por una mantilla de blonda. Cierto primo [p. 34] nuestro, que con nosotros vivía, fìguraba ser las autoridades, y era el que cuando, por azar, la ceremonia llegaba hasta su término, declaraba, con toda solemnidad y guiñando mucho un ojo —que tenía este tic nervioso—, abierto el curso académico de tal a tal año. Yo, en fin, representaba, aunque indignamente, a los premiados, y no hacía sino ir y venir desde mi sitio a la mesa presidencial, de donde se me iba llamando con diferentes nombres, para que recogiera unos papelitos, que eran los premios. Para ello tenía que descender de un alto y encumbrado diván a que me había encaramado, y que armábamos amontonando unos cajones que en la guardilla había. Apunto este secreto de tramoya, porque era copia exacta de lo que sucedía en el Instituto y en la apertura de verdad, en que también las gradas del asiento que ocupaban los alumnos premiados eran cajones, que lo vi yo una vez en que, con gran disimulo, levanté una punta de la percalina roja que las cubría. ¡Para qué andará uno levantando velos y mirando donde no le importa!

Hacía de tribuna, donde se acomodara el que había de leer el discurso, un palanganero que nos habíamos agenciado, de aquellos, de forma cuadrangular, que entonces se usaban, y que tenían en su parte baja una balda o tablero, en la que ahora, al transformarse en púlpito o tribuna, apoyaba sus pies el que leía, sacando el busto por el agujero circular que en el tablero superior estaba destinado a recibir la jofaina. Para introducir por él al disertante, pues él, por su propio esfuerzo nunca hubiera podido, por ser muy alto el artefacto, tumbábamos éste en el suelo; en él se echaba también el improvisado doctor, de modo que sus pies quedaran junto a la abertura del palanganero, y a rastras iba metiéndose por él hasta los sobacos; acudíamos entonces los demás, y, poniéndolo todo en pie, doctor y tribuna quedaban aupados y enhiestos, y tan aptos como los que más para la importante función que iban a desempeñar».

¡Lástima que aquellos infantiles discursos inaugurales no fuesen recogidos por taquígrafos. Qué reveladores podrían ser del despertar de un genio!

[p. 35] Como era de expansivo y abierto para sus hermanos lo era también para sus amigos y compañeros del Instituto. Las cartas que, ya hombres, le escribían algunos de estos condiscípulos, recordándole la vida escolar y episodios que pasaron juntos, bien nos lo revelan: Don Jesús Firmat Cabrero, notario en Madrid, que, a la muerte de su amigo Marcelino, le dedicó un artículo en un periódico de Salamanca; Darío Díez Vicario, el heroico general que murió en la acción de Benibuifrur; Álvaro Zubieta, maestrescuela de la S. I. Catedral de Cádiz, que predicó en sus honras fúnebres en aquella capital andaluza; Cedrún, el que escribió sobre La niñez de Menéndez Pelayo; José Ortiz de la Torre, su contrincante en la tesis escolar sobre la existencia y espiritualidad del alma, médico de gran fama en Madrid, el primero tal vez que hizo una intervención en el corazón; Víctor Fernández Llera, competente catedrático del Instituto de Santander y tipo originalísimo y anecdótico, sin cuyo permiso no se podía hablar de su amigo Marcelino, pues creía monopolizar dichos y hechos de su vida; Luis Ruiz de la Escalera, de ilustre familia santanderina; Olaran y Díez Gaviño, a quienes ya antes hemos nombrado, y tantos otros, médicos, abogados o personas dedicadas a los negocios, de quienes aún se conserva guardada la correspondencia en la Biblioteca de Menéndez Pelayo. ¡Cuánto sabían todos ellos del talento, de la gracia y simpatía de aquel compañero tan bueno para todos, tan listo y nada infatuado, tan amigo de sus amigos!

Juego también, y muy divertido para cuantos lo presenciaron, fue lo que nos cuenta Enrique sobre el interrogatorio a que sometió su hermano Marcelino a la cabeza parlante del decapitado D. Álvaro de Luna, que acababa de llegar a Santander en aquel verano de 1870, y se presentaba en un barracón de feria.

El espectáculo venía exhibiéndose ya por toda España y según La Ilustración Española de 10 de marzo del mismo año, que lo describe y revela sus trucos, consistía en lo siguiente: La escena representaba la mazmorra de un castillo, tenuemente alumbrada por una lámpara de aceite que colgaba del techo. [p. 36] En el fondo, una mesa sobre la que estaba una bandeja o jofaina con la recién cortada cabeza, rodeada de sangre; en el suelo, y debajo de la mesa, un montón de paja, manchada también de sangre para dar más dramatismo al acto. La mesa de sólo dos patas y la jofaina tenían un corte de media circunferencia, que se adaptaba perfectamente al cuello del que hacia de D. Álvaro de Luna; el cual se sentaba cómodamente con todo aquel artefacto y con unos espejos por delante, que servían para taparle el cuerpo y para duplicar por reflexión la imagen de aquella media mesa, que así resultaba perfecta y con sus cuatro patas. La paja ensangrentada del suelo ocultaba las juntas de los espejos y cualquiera otra faltilla que quedase; pero como la tramoya no era muy perfecta, el público caía pronto en la trampa, y una vez descubierta nunca falta un gracioso para estropear las combinaciones de estos pobres feriantes que andan por esos mundos, sin humor ni ganas muchas veces de dedicarse a divertir al respetable público... Se contaban varios lances comprometidos que habían ocurrido durante el espectáculo. Decían que en una ocasión se oyó entre los espectadores una voz gritando: ¡fuego! La alarma fue enorme, y los que estaban cerca ganaron pronto la puerta, y otros por entre lonas y tablas, todos se lanzaban fuera del barracón; pero el primero que había procurado ponerse a salvo era el propio D. Álvaro de Luna, decapitado y todo, con la frente ensangrentada, ceñida aún al pescuezo por no habérsela podido arrancar.

No con tan perversa intención como este espectador del ¡fuego! o aquel otro que tiró una pedrada y rompió los espejos acertando además con una de las ocultas piernas del representante de D. Álvaro, quien no soltó un ¡voto a Dios! sino un taco redondo, nuestro Marcelino, atraído por la curiosidad y el afán de investigador de nuestra historia, que le estaba ya creciendo en el alma, y a quien su tío Juanito había llevado a ver el espectáculo, puso también en grave aprieto a la cabeza del poderoso valido de D. Juan II. Y ello fue que, vencida ya la primera impresión de miedo y dominados los nervios, que por entonces los tenía algo sueltos, entró en ganas de saber algunos detalles sobre la vida del Condestable, y a ¿quién [p. 37] mejor que a su misma cabeza parlante se los podía preguntar? La cosa marchó bien al principio, es decir, mientras no se hablaba más que de los hechos principales de la vida de D. Álvaro; pero metido ya en harina el mozo, se le ocurrió interrogar al autor De las claras e virtuosas mujeres, si recordaba en qué año había escrito este libro, cosa a la que no quiso o no pudo contestar satisfactoriamente, y mucho menos cuando el chiquillo pretendió sacarle algún secreto, como el recado que había dado, subido ya al cadalso, al gentil-hombre Barrasa para el Príncipe su señor. Total que el público comenzó a perder el respeto a la atarugada cabeza, como cuenta Enrique, a admirar y a aplaudir al chiquillo preguntón, armándose un jaleo más que regular. El empresario se acercó suplicante a D. Juan Pelayo, y movidos a piedad de aquella pobre gente, tío y sobrino abandonaron el espectáculo dejando a D. Álvaro suspenso en historia de España y sin ganas de repetir curso en Santander, donde se daban tales examinadores.

Poco que hacer debió dar a D. Marcelino el quinto año del bachillerato. Ni la Física ni la Química ni la Historia Natural constituían sus aficiones decididas, y el aprobarlas y aun el obtener en ellas premio, no representaba gran trabajo para quien tenía aquella memoria tan prodigiosa. Por eso, en este curso de 1870 al 71, se da de lleno a sus estudios clásicos, a leer desaforadamente y a componer un largo poema histórico heroico. «Comenzóse este poema —dice en una de las cuartillas autógrafas— a 15 días del mes de marzo de 1871».

Y llegó el final de curso y Marcelino opositó, como siempre, al premio de las asignaturas que había estudiado y se le otorgó, porque sus profesores hubieron de reconocer que—¡quién lo diría dadas sus aficiones literarias!—sabía mucha física, mucha química y mucha historia natural.

En 26 de junio oposita al premio extraodinario de la reválida en la Sección de Letras que también se le concede. En el ejercicio escrito le tocó desarrollar el siguiente tema: «Pedro I de Castilla, Pedro I de Portugal y Pedro IV de Aragón, el Ceremonioso.—Paralelo entre estos tres Reyes y juicios que han merecido a los historiadores—. El asunto es de gran [p. 38] extensión y tenía que exponerlo en 4 horas de encierro. Primero, una introducción, en la que hace un resumen conciso de la reconquista para situar el tema; resumen que expone con algún atropellamiento, acumulando hechos y datos para poder narrar inmediatamente las historias de los tres Pedros. Se ve que le falta tiempo para decir todo lo que sabe. Escribió diez cuartillas en folio. Es curioso en este escrito que no deja de recalcar todos los hechos que tienen relación con la historia literaria: los libros de D. Alfonso el Sabio, el Rimado de Palacio y la Crónica de López de Ayala, D.ª Inés de Castro, etc.

No podemos decir que aquel bachiller de 14 años estuviera ya formado. Era, sí, un niño sabio y en alguna asignatura, como el latín, podía indudablemente sentar cátedra, pues ya entonces lo traducía y hasta componía en esta lengua. Pero si no tenía esa formación que sólo con los años y el sedimento y asimilación se adquiere, poseía al menos una base solidísima, un fundamento inconmovible para cursar con todo aprovechamiento cualquier carrera y mucho más la de Filosofía y Letras, a la que visiblemente le llevaban sus aficiones. (D. 4).

Las enseñanzas que le faltaban a aquel bachillerato sencillo, de cinco años, Menéndez Pelayo, con su instinto certero, con sus ansias de saber, las había suplido fuera de la órbita oficial. Con ello parece como si nos hubiera dejado trazado un programa, un plan de estudios humanísticos que debieran considerar detenidamente nuestros legisladores. Que nuestros jóvenes empiecen pronto, como D. Marcelino, a apasionarse por la lectura, teniendo a su disposición buenos y selectos libros; que el estudio de la lengua del Lacio ponga claridad en sus mentes y los idiomas modernos les hagan penetrar en la cultura y modo de ser y pensar de otros pueblos; que la filosofía les dé equilibrio y la historia temple y freno, y la literatura y el arte alas y la religión santidad, y yo no digo que todos los bachilleres salgan unos Menéndez Pelayo, pues genios como el suyo sólo los siglos lo producen, pero sí que algunos, aunque de lejos, se le parecerían. Longe sequor et vestigia adoro.

Ya libre de la preocupación de los exámenes que le ponían nerviosillo, pues nunca fue un pedante infatuado, pudo en [p. 39] aquel verano de 1871 dedicarse a pulir las octavas reales de su poema sobre D. Alonso de Aguilar en Sierra Bermeja. Aquí añado, allá suprimo, esto reformo, lo otro lo redondeo ¡cuántas vueltas les dio a sus versos y cuántas cuartillas emborronó con copias y más copias! Y su padre muy ufano, convirtiéndose en amanuense de su hijo, iba con su hermosa y clara letra, transcribiendo uno tras otro los cantos del poema.

Todos aplauden el parto poético de Marcelino. También Pereda y el tío Juan y algunos de su tertulia que habían podido oír las sonoras estrofas, se hacían lenguas de la precocidad y genio de Marcelinito. ¡La Montaña iba a tener un nuevo bardo, cantor de leyendas nacionales como Zorrilla!

En medio de aquel coro general de alabanzas, solamente la equilibrada D.ª Jesusa, aquella madre que le quitaba al niño los cabos de vela para que no leyera de noche; D.ª Jesusa, que iba sintiendo ya celillos de Horacio, de Virgilio, de Catulo y de Tibulo y de todos los clásicos; el corazón de aquella madre, que presentía que las ansias desatadas de saber y el incesante laborar del cerebro de aquel niño tenía que serle perjudicial, no estaba muy conforme con tantos aplausos, con tantos elogios, con tantos espolazos como dentro y fuera de casa se daban a su hijo para animarle en su carrera desbocada. Y primero en la intimidad, como a la chita callando, y luego abiertamente y ante todos, no cesa de decir a su marido: «Marcelino, ese chico es un insensato», frase que se convierte en muletilla de D.ª Jesusa siempre que habla de su hijo, y a cuenta de la cual todos los de la casa, bromean en sus cartas a Marcelinito.

Más tarde, cuando aquel niño es ya hombre y un sabio conocido en todo el mundo, nos hemos de encontrar con otra mujer, que le quiere maternalmente y muchas veces le ha de repetir, que no se entregue con tanto ardor al trabajo; que no sea insensato. ¡Insensato, insensato! ¡Cuán certeras son estas corazonadas de las mujeres!

Notas

[p. 21]. [9] . Epistolario de Clarín, carta de Menéndez Pelayo en 27 de septiembre de 1893.

[p. 22]. [10] . Enrique Menéndez Pelayo (obra póstuma). Memorias de uno a quien no sucedió nada. Madrid. Editorial Voluntad, 1922. pág. 13.

[p. 24]. [11] . Miguel Artigas, Menéndez Pelayo, Santander, 1927. Éste es el primero de los libros de Artigas sobre D. Marcelino; el otro, que puede considerarse como una segunda edición aumentada, es el que ya hemos citado en la nota cuatro.