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Obras completas de Menéndez... > BIOGRAFÍA CRÍTICA Y... > CAPÍTULO II : LA INFANCIA Y LAS PRIMERAS LETRAS

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No creo en los niños prodigio.

(Palabras de Menéndez Pelayo refiriéndose al niño poeta José Antonio Balbontín.)

PADRES Y FAMILIARES.—¿MENÉNDEZ PELAYO O MENÉNDEZ Y PELAYO?—LA HERENCIA BIOLÓGICA.—LA CASA EN QUE NACIÓ.—ANÉCDOTAS SOBRE LA FELIZ MEMORIA DE AQUEL NIÑO.—LAS PRIMERAS LETRAS.

Don Marcelino Menéndez Pelayo nació en Santander a las 7 de la mañana del día 3 de noviembre de 1856 y fue bautizado en la parroquia de la catedral el día 5 del mismo mes imponiéndosele los nombres de Marcelino Valentín. (D. 3).

Siete hijos concedió Dios a la unión matrimonial de D. Marcelino Menéndez Pintado y D.ª María Jesús Pelayo y España, —él de 28 años y ella de 27— que se celebró en Santander en 1851.

La primogénita fue una niña, a quien se impuso el nombre de María Jesús y murió de corta edad; el primer hijo varón fue Marcelino, nuestro biografiado, después vino al mundo otra hija, María de la Concepción, que también falleció pronto; en 8 de diciembre de 1861, nace Enrique, el hermano de Menéndez Pelayo que ha de figurar tanto en esta historia; luego otro hijo, Francisco, que también murió muy niño; a éste siguió otra María Jesús, única hija que se logra y a la que, [p. 8] por esto, se la cría con mimo y cuidados extraordinarios. En nuestro relato se la llama algunas veces la niña, nombre con que familiarmente se la conocía. Y finalmente un niño, Agustín, que vive medio ignorado, porque, martirio constante de sus padres, apenas puede decirse que fuera persona racional, sino más bien un mentecato (mente captus) en toda la extensión etimológica de la palabra.

De estos cuatro hijos que se le lograron al matrimonio Menéndez Pelayo, se puede decir que el mayor, Marcelino, fue un genio, Enrique un ingenio, María Jesús una mujer corriente, y Agustín un alma en el limbo toda su vida, que llegó hasta los 19 años.

No pasemos adelante sin aclarar aquí la cuestión de los apellidos de D. Marcelino. ¿Cómo se debe decir, Menéndez Pelayo o Menéndez y Pelayo? Él firmó de ambos modos y más constantemente Menéndez y Pelayo; sin embargo, todo el que en la conversación corriente le nombra sin preocupación literaria, le llama Menéndez Pelayo sin la y. Es ley fonética general la tendencia al menor esfuerzo y economía de sonidos innecesarios, y todos los patronímicos terminados en ez unen perfectamente con el apellido siguiente, sin necesidad de la copulativa. A nadie se le ocurre escribir, y menos decir, D. Ramón Menéndez y Pidal, D. José Sánchez y Toca, D. José Rodríguez y Carracido, etc. Ni aunque D. Marcelino hubiera firmado únicamente con la y en medio de sus apellidos, podría prevalecer este modo, pues el pueblo con su instinto poderoso modificaría la forma fonética al llegar a sus labios, como ha hecho en otros casos. Nuestro heroico marino Méndez Núñez firmó siempre Méndez y Núñez; en cambio, y por otras razones, a Cajal se le llama Ramón y Cajal, aunque él firmó siempre sin la y.

Con algún detenimiento he tratado de este tema en un artículo del Boletín de la Biblioteca de Menéndez Pelayo y a él remito al lector que quiera informarse detalladamente de por qué D. Marcelino es Menéndez Pelayo y no Menéndez y Pelayo, y del empleo que debe hacerse de la copulativa y entre los apellidos. Probablemente D. Marcelino intercaló al principio, [p. 9] la y entre sus apellidos para distinguirse de su padre, pues a ambos se les conocía entonces sólo por el nombre y primer apellido y ambos firmaban Marcelino Menéndez. Pero a medida que aquel chiquillo va adquiriendo personalidad se siente inducido a expresarla en su firma, y añade y Pelayo, como diciendo: No sólo soy Marcelino Menéndez, como mi padre sino Pelayo. Esta primera tendencia infantil fue reforzada luego por sus paisanos los montañeses, que un poco picados de hidalguía son muy aficionados a meter preposiciones y conjunciones entre los apellidos [2] .

¿Cómo vino a parar a Santander el astur D. Marcelino Menéndez Pintado y conoció a la montañesa D.ª María Jesús Pelayo y España?

Don Francisco Antonio Menéndez, preocupado por dar acomodo y ocupación a sus numerosos hijos, dedicó a unos a la marina, proporcionó colocaciones decorosas a otros, y a los que le parecieron más despiertos, o tenían inclinaciones para ella, les dio una carrera universitaria. Su hijo Marcelino cursó con gran aprovechamiento la de Ciencias en la Universidad de Oviedo, y terminada ésta, fue a explicar la cátedra de matemáticas en el Instituto de Soria, donde figura por lo menos en el curso de 1845 al 46. No sé los años que allí estaría, ni si explicó en algún otro Instituto o Colegio; pero en 22 de julio de 1852 es ya nombrado catedrático de matemáticas elementales del Instituto Cantábrico de Santander.

Por otra parte, el cirujano, de gran fama en el Valle de Carriedo, D. Agustín Pelayo y Gómez de la Llanosa había aprovechado las facilidades que entonces se daban para ampliar los estudios y adquirir el título de médico, y se encontraba ejerciendo como tal en Santander desde hacía años y residía en esta capital con su mujer y cinco hijos. A estas circunstancias se debió el encuentro feliz de los Menéndez y los Pelayo.

Aquí vendrían bien unas divagaciones eruditas sobre la herencia biológica que de una y otra rama recibiera aquel [p. 10] prodigioso niño que tan pronto iba a hacerse famoso por su talento extraordinario; pero el autor de este libro además de sentirse ajeno a tales estudios, viene observando que es terreno harto resbaladizo y poco firme éste de la influencia de la sangre heredada en la maduración de los genios. El Dr. Gómez Ocaña que trató con algún detenimiento el tema en su Estudio biográfico de cinco sabios españoles [3] , vino a Santander para documentarse después de la muerte del gran polígrafo, pidiendo antecedentes a D. Enrique Menéndez Pelayo. Estudió los retratos familiares que están aún colgados en las paredes de la casa en que murió D. Marcelino, consultó medidas craneales de los naturales de Castropol y de los del valle de Vega de Carriedo y terminó en consecuencia por decirnos que D. Marcelino era un celta subbraquicéfalo, con índice cefálico entre 81'49 y 81'78, datos que deben anotar los antropólogos a quienes interesen. Y no quisiera que el lector viera en estas palabras, que pueden tomarse por una leve incredulidad irónica, el menor asomo de desprecio para una obra de persona muy eminente y que tiene observaciones muy acertadas en las que más adelante apoyaremos nuestro relato. Algo más dedujo el Dr. Gómez Ocaña refiriéndose a las aptitudes síquicas e intelectuales que de una y otra rama pudo heredar D. Marcelino; y ese algo mereció la justa rectificación de Artigas en su Vida de Menéndez Pelayo: «Atribuye Gómez Ocaña las extraordinarias dotes artísticas de D. Marcelino a los Pelayo y con ellas una cierta melancolía, algo como una patología nerviosa. En realidad debió suceder lo contrario, y aunque no supiésemos más que lo que dicen estos retratos, el aspecto sano, robusto, del retrato del abuelo materno, descendiente de la fuerte e inteligente raza del Valle de Pas, su mirada penetrante y algo burlona, su pecho abultado, sus facciones duras, prominentes, de puro aldeano o campesino, nos inducirían a creer que de aquella rama le venía a D. Marcelino la fuerza, la dureza, el vigor que refleja este busto expresivo. El retrato del padre representa [p. 11] a un hombre joven, de calvicie incipiente, de mirada fija y preocupada, de rasgos finos y facciones demacradas. Lo que no supo Gómez Ocaña, porque no se lo contaron, es que D. Marcelino padre, hombre buenísimo, era un temperamento muy excitable y nervioso [4] ».

¡Y tan excitable que era el buenísimo D. Marcelino Menéndez Pintado! Yo he oído—y Artigas seguramente también, aunque no juzgara prudente decirlo en la época en que escribió su biografía—que cuando en su casa daba lecciones particulares a algunos alumnos, se irritaba el profesor a veces en forma tal con los torpes o desaplicados—y no decimos con los revoltosos porque nadie se atrevía a chistar en su presencia—que llegaba a maltratarlos no sólo de palabra, sino de obra; bien es verdad que no tardaba en venir el arrepentimiento, y en forma más o menos disimulada pedía perdón al vapuleado muchacho. Hasta algún disgustillo tuvo D. Marcelino por estos excesos temperamentales.

Nerviosismo y temperamento que en él debieron ser heredados, pues como se verá en esta historia, en la que incidentalmente han de aparecer D. Baldomero, el poeta y gobernador progresista, D. Antinógenes, el marino de bien peinadas patillas, fundador y propietario de una flota de cabotaje en Cuba, el hijo de éste, Antinógenes Menéndez Antón, el que se suicida en la misma casa de los Menéndez Pelayo por contrariedades amorosas, la novelera tía Perpetua, con la que pronto trabaremos conocimiento, y otros varios de estos Menéndez y algunos de sus descendientes, a quienes he conocido y tratado, todos ellos eran buenas personas, eso sí, pero algo aventureros y exaltados y un poco románticos.

Herencia esta de D. Marcelino padre que, aunque dominada por una sincera educación cristiana, no desaparece del todo en los cuatro hijos que se le lograron, y que la veremos en algún momento fuerte y dominadora en la neurastenia aguda que padece Enrique, en algunas de las impetuosidades y arrebatos de D. Marcelino Menéndez Pelayo, en la imbecilidad, que llegó [p. 12] a rayar en locura peligrosa, del pobre Agustín, y hasta en la prematura incapacidad senil o atontamiento que acometió a la niña pocos años antes de su muerte en el convento en que había profesado y en el que estuvo dedicada a la enseñanza con gran competencia y crédito.

Por el contrario los Pelayo dieron muestras de grande equilibrio y ponderación. De D.ª Jesusa Pelayo y España todos alaban la dulzura de carácter y la preocupación por sus hijos; ella no se ofusca, ni se entusiasma tanto como el padre con los triunfos de Marcelinito, prefiere que la quiera más aunque se olvide algo de sus clásicos latinos. El tío Juan,—Juanito le llaman los familiares y los sobrinos todos le tutean, en contra de la tradicional costumbre de la época—era un buen médico, injerto en literato, muy amigote de Pereda, un chiquillón que se divierte y juega alegremente con aquel sobrino sabio, y a veces le toma el pelo con buen humor; es soltero y vive muy en armonía con sus hermanas: Gala, que, por su desafortunado matrimonio, como soltera se veía obligada a vivir y Fermina, soltera efectiva, señoras gordas y pacíficas que no piensan más que en sus devociones y en las fiestas familiares en que se reúnen con los Menéndez Pelayo y su prole, únicos sobrinos que tenían, pues la tía Rafaela murió joven y sin descendencia.

Nació en Santander en el año 1856 D. Marcelino Menéndez Pelayo hemos dicho al empezar este capítulo; pero aún no hemos señalado, como merece, la calle y la casa en que vino al mundo nuestro biografiado.

Hace tiempo que se discute este punto de la biografía del gran polígrafo et adhuc sub judice lis est. Él afirmó en el prólogo a las Obras de Pereda que era callealtero como Sotileza; pero por callealtero, término algo impreciso, se tenía entonces y se tiene ahora, no sólo a los vecinos de la Calle Alta, sino a los de Rúa Mayor, que era su comienzo, y hasta a parte de los de Calzadas Altas, que es su continuación. Aún hay otro dato más expresivo y es el que da el mismo Menéndez Pelayo al llamarse tres veces paisano de D. Casimiro del Collado, «como nacido en mi provincia, en mi ciudad y hasta en mi barrio [p. 13] y calle». Esta manifestación es más terminante. La casa en que nació Collado en Rúa Mayor era bien conocida y la en que nació D. Marcelino, en esa misma calle, estaba casi frente por frente, según mis informes.

Don Sixto Córdova y Oña (q. e. p. d.), venerable párroco de la Iglesia de Santa Lucía de Santander, ha sostenido en una serie de artículos en el periódico local Alerta [5] , que la casa natal de Menéndez Pelayo era la señalada con el número 15 en la calle Alta, cercana a la Parroquia de Consolación. Yo sé que algún erudito santanderino nos ha de fijar pronto y documentalmente el lugar exacto en el que nació el Genio de nuestras letras; lo que no me atrevo a afirmar es que, cuando esto ocurra, podamos colocar allí una lápida o rollo conmemorativo del acontecimiento, pues con los nuevos trazados de calles, después del incendio que padeció Santander en el año 1941 y las roturaciones de otras vías atravesando y hendiendo la colina en que asentó la vieja puebla de la ciudad, tal vez tuviéramos que poner la inscripción conmemorativa en el alto del tejado de una de las modernas casas de la calle de Isabel II o en sus alrededores.

A medida que iba creciendo en años Marcelino llamaba más la atención de sus familiares y amigos por la viveza y el ingenio y por la memoria extraordinaria de que estaba dotado. Se contaba en la casa, yo se lo oí referir a la viuda de D. Enrique, la gran sorpresa que recibieron unos amigos que fueron allá de visita al encontrarse a aquel chiquitín, señalando con un dedito las líneas que aparecían debajo de los monigotes de un libro de aleluyas que tenía en las manos, pronunciando con su [p. 14] media lengua lo que allí estaba escrito. Arte diabólica, debieron pensar los invitados que era el que un niño de tan corta edad supiera ya leer, a juzgar por las exclamaciones y aspavientos que hacían; pero D.ª Jesusa, que acababa de aparecer en la sala, puso las cosas en su punto. ¡Qué iba a saber leer! Era la tía Perpetua [6] , la hermana de su papá, que vivía entonces con ellos, y muy amiga de cuentos y novelerías, siempre le estaba enseñando cosas al chiquillo; éste, eso sí, daba muestras de tener una memoria tan feliz que todo se le quedaba en la cabeza y lo repetía con facilidad.

Este hecho lo corrobora el Dr. Gómez Ocaña en su ya citada obra: «Según me refirió su hermano D. Enrique Menéndez Pelayo, cuando tenía 3 años [alude naturalmente a Marcelino,] y aún no sabía leer, retenía de memoria los episodios y pormenores novelescos leídos en alta voz por una tía suya aficionada a los folletines».

Ni sabía leer entonces Marcelinito, ni sus padres se apresuraron a que aprendiese, pues a juzgar por lo que dice Cedrún de la Pedraja en su escrito sobre La Niñez de Menéndez Pelayo no debió ir a la escuela hasta los seis años o muy próximo a cumplirlos [7] .

Mala costumbre de algunos padres es la de enviar a sus pequeños a la escuela en edad muy temprana; tal vez para quitarse de ruidos y preocupaciones en casa. No lo entendieron así los de Menéndez Pelayo, sino que a pesar de lo despierto que el niño parecía, se preocuparon primero de completar su [p. 15] desarrollo físico y encariñarle con el hogar. De esta época, poco antes de entrar en la escuela, es el retrato de Menéndez Pelayo niño que reproducimos. Se le ve vestido de zuavo pontificio, rollicito y bien criado, en la postura afectada en que le colocaron; pero en su cara hay ya alguna expresión característica.

Asistió Marcelinito a la mejor escuela que había entonces en Santander, la de D. Víctor Setién y Zubieta, a la que iba también lo más granado de los niños de la ciudad. Allí adquirió ya algunas amistades que le duraron toda la vida. D. Víctor era un maestro cariñoso y en su escuela no se conocía la palmeta. Tenía dos pasantes para dominar aquella tropa infantil y para mejor enseñanza de tantos alumnos.

Cuando Marcelino llega a ser estudiante de carrera en Barcelona y Madrid recibe siempre por Navidad una libranza de cincuenta pesetas del bondadoso D. Víctor, que continúa llamándole Marcelinito, y no le olvida . Él le contesta siempre muy agradecido y enviando también cariñosos recuerdos para D. Lope Zubieta y D. Marcelino Santamaría.

Estos tres hombres fueron los primeros que pudieron presenciar el espectáculo maravilloso del despertar de la inteligencia de aquel niño. El cual con tal ahínco se aplicó al estudio que como nos cuenta Cedrún de la Pedraja en la obra que acabamos de citar, «se susurraba entre los chicos de la escuela que D.ª Jesusa, su madre, había tenido que tomar precauciones para evitar que el niño se pasase las noches leyendo a la luz de los cabos de vela que, según decían cogía y guardaba con este propósito». Lo cierto es «que —y copiamos de nuevo al Sr. Cedrún— a juicio de aquellos infantiles críticos Marcelino era un fenómeno».

El mismo Menéndez Pelayo parece que alude a estos momentos de sus primeros pasos en los estudios en aquellos versos de su Carta a los amigos de Santander:

Ni ingenio ni saber en mí premiaste;
sólo el intenso amor irresistible,
que hacia las letras dirigió mis años.
[p. 16] Debió romper a leer de seguido, y seguramente que pronto entendió el sentido de lo que leía, pues él declaró más tarde que casi había aprendido a leer en las Escenas Montañesas de Pereda, cuya primera edición es de 1864, cuando el niño estaba para cumplir los ocho años; pero antes pudo también leerlas, pues fueron apareciendo primeramente en la prensa local. El chiquillo no solamente leía aquellos pintorescos cuadros de costumbres montañesas, sino que más de uno se lo sabía de memoria. Y era curioso el espectáculo, que se podía presenciar en medio de cualquier calle santanderina cuando D. José María de Pereda, con su tertulia siempre estrepitosa, se encontraba al mocito que venía de la escuela con sus libros debajo del brazo y le llamaba: ¡Ven aquí, Marcelinuco! Dile a estos señores La Leva. Y sin dejar punto ni coma, y dándole perfecto sentido a lo que recitaba, repetía de cabo a rabo la Escena Montañesa que se le pidiera. De esto sabía también algo José Antonio del Río que nos lo cuenta en sus Efemérides Montañesas [8]

La memoria prodigiosa fue lo primero que llamó la atención en aquel niño; pero no era la memoria sólo, sino el alma entera con todas sus potencies la que se ensanchaba y crecía a pesos agigantados.

Cuenta Faustino Díez Gaviño, uno de los compañeros de Menéndez Pelayo desde la escuela, en un artículo publicado en D. Circunstancias (26 de junio de 1881), aquel periódico de Cuba fundado y dirigido por el ingenio mordaz de Villergas, que cuando Marcelino estaba terminando las primeras letras y aun usaba calzón corto, le vio un día y otro leyendo en una edición de dos tomos, El Quijote, y que al cabo de un mes él le tomó la lección y repitió de memoria los seis primeros capítulos; que abrió el libro por otras partes y con la misma fidelidad iba su amigo repitiendo de memoria el contenido.

Y añade que año y medio después, cuando Marcelino había [p. 17] cumplido ya los diez, le contaba él a un amigo, abogado, el caso maravilloso que había presenciado, pero que éste no dio muestras de extrañeza, porque conocía bien al chiquillo y admiraba en él más que la memoria, la madurez de juicio de que había dada pruebas en algunas cartas que él conocía, escritas en muy buen estilo y con gusto y acertada crítica literaria.

Aun rebajando de todo esto muy buena parte de exageración que habrá sin duda en el articulista, movido por la admiración entusiasta de aquel condiscípulo, que cuando él escribe, en 1881, acababa de entrar en la Academia Española a los 24 años, acontecimiento nunca conocido, queda un fondo de verdad que se comprueba por otra serie de testimonios de contemporáneos. El discípulo de D. Víctor Setién sabía al salir de la escuela, todo lo que en ella podía aprenderse y quizá muchas cosas más que sus maestros no le enseñaron. Y no sólo lo sabía sino que lo había grabado de modo permanente e imborrable en su feliz memoria.

¡Cuán irreflexiblemente hablan y escriben muchos sobre la memoria! Se ha dicho y se repite con frecuencia que es el talento de los tontos; se está pegando un poco a lo loco contra toda enseñanza memorista; hay muchos que para alabar indirectamente su talento nos confiesan sin rebozo que no tienen nada de memoria. Y la memoria es una de las potencias del alma que revela generalmente la fuerza que las otras van también adquiriendo. El hombre que no tiene memoria, o pierde la hermosa facultad de recordar, está próximo a la imbecilidad; la memoria es necesaria para discurrir, es un poderoso auxiliar del entendimiento y hay muchas enseñanzas en que juega papel importantísimo. La memoria se debe cultivar en toda enseñanza racional y completa; memoria excolendo augetur, decían los antiguos. Aquel niño era un memorión deshecho, pero estaba ya dando muestras de un talento poderoso y de una tenacidad, de una voluntad de hierro para el estudio.

Notas

[p. 9]. [2] . Vid. ¿Menéndez Pelayo o Menéndez y Pelayo?, en Boletín de la Biblioteca de Menéndez Pelayo. Año 1949. Número 2. Santander.

[p. 10]. [3] . José Gómez Ocaña. Elogio de D. Federico Olóriz y Aguilera... Estudio biográfico de cinco sabios españoles: Olóriz, Menéndez y Pelayo, Saavedra, Echegaray y Ramón y Cajal. Madrid. Establecimiento tipográfico de Fortanet, 1913.

[p. 11]. [4] . Miguel Artigas. La vida y la obra de Menéndez Pelayo. Zaragoza. Editorial Heraldo de Aragón, 1939, pág. 11 y sig.

[p. 13]. [5] . Véanse los cuatro artículos publicados en el diario de Santander Alerta, en las siguientes fechas: 13 de agosto, 3 de septiembre y 15 de octubre de 1942, y 18 de febrero de 1943.

El erudito a quien aludo seguidamente en el texto es el cronista de Santander don Tomás Maza Solano, que al preparar definitivamente para la imprenta estas cuartillas de mi Biografía, ha dado ya a la estampa, en El Diario Montañés de 19 de mayo de 1956, un artículo titulado: «La calle y la casa donde nació Menéndez Pelayo. Nuevos datos para la Biografía de D. Marcelino». Documentalmente prueba en este artículo el Sr. Maza Solano, que Menéndez Pelayo nació en una desaparecida casa de la acera sur de Rúa Mayor, no lejos de la catedral.

[p. 14]. [6] . La tía Perpetua era, además de instruida, mujer ocurrente y graciosa. De sus dichos y donaires aún quedaba memoria en Castropol cuando yo visité este pueblo hacia 1941.

[p. 14]. [7] . Gonzalo Cedrún de la Pedraja. La Niñez de Menéndez y Pelayo. Discurso leído en sesión celebrada por el Ateneo. de Madrid, en honor del insigne Maestro, el 9 de noviembre de 1912. Madrid. Victoriano Suárez, 1912.

«Conocí a Marcelino —dice Cedrún en esta conferencia— en los Baños de Liérganes, en nuestra provincia, hace aproximadamente cincuenta años. Ni él ni yo habíamos empezado aún a ir a la escuela de primeras letras. Fuimos poco después y los dos asistimos a la misma». Declaración terminante de la que se deduce que hasta los seis años o próximo a cumplirlos, no fue Menéndez Pelayo a la escuela. Ésta se encontraba establecida en la, ya desaparecida, Plaza de las Escuelas.

[p. 16]. [8] . «La Provincia de Santander considerada bajo todos sus aspectos por D. José Antonio del Río Sainz». Dos tomos en folio, el primero en Santander, Imp. Río Hermanos, 1885 y el segundo, en Santander, Imp. de El Atlántico, 1889. Esta obra es generalmente conocida por Efemérides Montañesas.