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Obras completas de Menéndez... > ESTUDIOS SOBRE EL TEATRO DE... > II : COMEDIAS DE VIDAS DE... > IV. COMEDIAS DE VIDAS DE... > XXVI. - LA FIANZA SATISFECHA

Datos del fragmento

Texto

No se encuentra más que en ejemplares sueltos del siglo pasado, lastimosamente estragados con intercalaciones que, por su estilo hinchado y crespo, no pueden ser de Lope, y al mismo tiempo con notoria falta de muchos versos que será imposible restablecer mientras la fortuna no nos depare alguna edición del siglo XVII. Quizá ninguna de las comedias de Lope padeció tanto como ésta en manos de bárbaros impresores y comediantes famélicos. El texto que leemos parece una refundición groseramente estropeada, pero a través de la cual se descubren los lineamentos de la obra primitiva, que todos los chafarrinazos del refundidor no alcanzan a encubrir.

El valiente pensamiento de la obra, el bárbaro y original carácter del protagonista y la remota semejanza que presenta, según unos, con El burlador de Sevilla, según otros con el bandolero Enrico de El condenado por desconfiado, han atraído sobre este drama la atención de varios críticos, que le han ensalzado o condenado, según sus distintos puntos de vista estéticos y religiosos. Schack, que le analizó el primero, [1] le califica de obra notabilísima, en que la fantasía poética se desborda sin trabas, produciendo a veces escenas monstruosas y extravagantes, pero compensadas con tales relámpagos de genio, que nos obligan a rendir homenaje al poeta, aun en sus mayores extravíos. Contra este juicio protesta Klein con su habitual intemperancia de libre pensador, pero sólo alega razones morales, sin entrar en el análisis artístico [p. 107] de la obra [1] y probablemente sin haberla visto. Nuestro don Manuel Cañete, en el notable discurso que leyó en junta pública de la Academia Española el 28 de septiembre de 1862, Sobre el drama religioso español antes y después de Lope de Vega, [2] corrobora el juicio de Schack con nuevas observaciones: «El primer acto de La fianza satisfecha (dice) es de lo más enérgico, dramático y terrible que se puede concebir. La maldad e impía soberbia de Leonido está representada con pincel digno de Shakespeare y con una verdad que aberra. En la segunda mitad del acto tercero se ofrecen delicados rasgos de ternura y una enseñanza por extremo ejemplar y consoladora. El resto paga tributo a los defectos propios del drama novelesco de aquella época.»

Conforme yo en lo sustancial con este juicio, no puedo menos de advertir que el exceso de barbarie y fiereza en el carácter de Leonido, no sólo produce escenas increíbles y repugnantes, que ningún público del mundo toleraría hoy; y no sólo compromete en cierto modo la Majestad Divina, haciéndola fiadora de tan execrable malvado, sino que toca muchas veces en la caricatura, porque sabido es que los lindes de lo terrorífico suelen confinar con los de lo grotesco, y tal es el mayor peligro de este género de representaciones. Est modus in rebus ; y Lope, contra su costumbre, llega aquí a los más violentos extremos del furor melodramático y del delirio sanguinario. Para encontrar algo semejante a las enfáticas atrocidades de esta pieza, hay que acordarse, no de Shakespeare (como no sea en el Tito Andrónico, que no es seguro que le pertenezca), sino del arte brutal, aunque poderoso, de los dramaturgos ingleses contemporáneos de Shakespeare o poco anteriores a él, especialmente de Cristóbal Marlowe. Leonido es de la misma familia que los bárbaros héroes del Tamberlain y del Judío de Malta; es el hombre que se confunde casi con la animalidad y no obedece a otro impulso que el de sus apetitos ciegos y brutales. De él puede repetirse con entera exactitud lo que Taine [p. 108] dijo de algún personaje de Marlowe: «Las súbitas y extremas decisiones se confunden en él con el deseo: apenas imagina las cosas, las hace; el gran intervalo que para nosotros media entre la idea de una acción y la acción misma, no existe para él.» Este personaje, enteramente fisiológico, ebrio de sangre y de lujuria, abunda en el primitivo Teatro inglés, pero es figura solitaria en el nuestro. Sólo Lope de Vega se atrevió a presentarle, para que nada faltase en su repertorio, tan vasto como el mundo. Los más atroces desafueros de Don Juan Tenorio, de Enrico, del Eusebio de La devoción de la Cruz, del Ludovico Enio de El Purgatorio de San Patricio , y de todos los grandes criminales que han cruzado por nuestra escena, parecen travesuras de poco momento al lado del rabioso furor y las satánicas pasiones de Leonido, que, a vista y paciencia de los espectadores, intenta violar a su hermana, la hiere feamente el rostro en venganza de su resistencia, da de palos a su cuñado, abofetea a su padre en el acto primero y en el segundo le saca los ojos, reniega de la fe cristiana en Túnez y cuenta al rey moro, entre otras hazañas de su vida, que había forzado más de 30 doncellas y había querido afrentar con lascivos pensamientos a su propia madre.

Sería manifiesta calumnia contra Don Juan Tenorio confundirle con semejante monstruo: y, además, la obra de Tirso y la de Lope difieren radicalmente en su fin y, lo que es muy de notar, la justicia dramática del desenlace está en razón inversa del grado de perversidad de los protagonistas. Tirso condena al burlador de Sevilla a las penas eternas:

       Esta es justicia de Dios:
       Quien tal hizo, que tal pague;
                                               

      

Lope, por el contrario, no sólo convierte y salva a Leonido, sino que le hace obtener la corona del martirio, crucificado y coronado de espinas, a imitación de Cristo. Ambas soluciones caben y son igualmente legítimas dentro del dogma católico; y tan cristiano será el poeta que se incline a la parte de la justicia, como el que [p. 109] esfuerce la de la misericordia. El diverso pensamiento de ambas obras parece como que va envuelto en las dos frases, a modo de muletillas, que continuamente repiten los dos personajes: «¡Tan largo me lo fiáis!», exclama a cada momento Don Juan, y se deja ir a la perdición por esta temeraria confianza en el arrepentimiento de última hora; «Dios ha de ser mi fiador», dice a cada paso Leonido:

       Que lo pague Dios por mí,
       Y pídamelo después.
                                               

      

Y Cristo paga la fianza, hasta que llega la hora de cobrar la deuda a Leonido. Y entonces, en una suavísima égloga mística análoga a otras que hemos visto en La Buena Guarda y en El condenado por desconfiado, el Buen Pastor, descalzo, ensangrentados los pies, sobreviene buscando la oveja perdida. «Las escenas en que se presenta (dice Schack), procurando ablandar el duro corazón del delincuente, respiran tan tierno sentimiento religioso, son tan profundas y llenas de evangélica unción, y contrastan tan admirablemente con el horror de las escenas más próximas, para aumentar el efecto poético, que quizá haya pocas comparables a ellas en el vasto imperio de la Poesía.» Una voz secreta comienza a hacerse oír en el pecho de Leonido para responder a la vocación divina; habla entonces el Pastor, y dice:

           En este zurrón pobre
       Está lo que me debes; considera
       Si es justo que lo cobre,
       Pues lo pagué por ti.
                                               

      

Leonido abre el zurrón que el Pastor le presenta, y halla en él la corona de espinas, la lanza y los clavos; cuando levanta la cabeza para mirar al Pastor, después de contemplar aquellos objetos, ve delante de sí a Jesucristo en la cruz, y oye estas palabras:

           Ya, Leonido, llegó el tiempo
       En que al justo satisfagas
       Lo mucho que has mal llevado,
       Haciéndome tu fianza.
                                               

       [p. 110] El pecador cae en tierra anonadado, y cuando vuelve en su sentido, arroja lejos de sí el turbante y el capellar, cúbrese con un saco de cerda, vuelve a profesar en altas voces la fe cristiana, y emprende con planta segura el camino de la penitencia y del martirio, y, al fin, muere en la cruz, bendiciendo a los infieles, que con tal muerte le abren las puertas de la gloria, y bendecido de su padre, que recobra la vista en el momento en que él expira. Diga lo que quiera nuestra desdeñosa indiferencia, todo esto es grande y deja en el ánimo (según expresión de Schack) una dolorosa alegría.

Notas

[p. 106]. [1] . Tomo II del original, pág. 388; tomo III de la traducción castellana, pág. 170.

[p. 107]. [1] . Geschichte des Drama's , X, 505.

[p. 107]. [2] . Memorias de la Academia Española (Madrid, 1870), pág. 398.