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Obras completas de Menéndez... > ANTOLOGÍA DE LOS POETAS... > VIII : PARTE SEGUNDA :... > INTRODUCCIÓN

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I

DEL ORIGEN, FORMA Y CARÁCTER ESENCIAL Y PARTICULAR DE LOS ROMANCES, Y DE SU RESPECTIVA CLASIFICACIÓN

No cabe duda que: «los primitivos ensayos de la poesía castellana vulgar (y, digámoslo así, de la literatura española en general) debieron ser los romances», como ha dicho con tanto acierto y probado con tanta erudición el crítico mas fino y más docto que España posee actualmente, el Sr. Durán (en su Romancero general , segunda edición, Madrid, 1849, tomo I, págs. XL a XLI y XLII); supuesto que se entienda bajo el nombre de romances [1] [p. 10] la poesía popular lírico épica de la nación española: pues es un axioma ahora generalmente reconocido en la historia literaria, que el desarrollo espontáneo y natural de toda literatura verdaderamente nacional—y la española es nacional, y muy nacional— siempre precede la poesía a la prosa, la poesía popular a la artística, y en la poesía popular, la épica o lírico-épica a la lírica pura.

Por de contado se puede, si no probar con documentos, sí, al menos, afirmar con la certidumbre que dan las leyes universales de analogía, que el origen de los romances debió coincidir con aquella época en que, después de haberse desarrollado ya bastantemente su nacionalidad, cultura y lengua, los castellanos se sentían con un impulso irresistible de manifestar poéticamente su ser íntimo, su carácter nacional, y con los medios de hacerlo; y antes que la poesía artística comenzara a diferenciarse de la popular, es decir, con la época que media desde el siglo X al XII.

Es verdad que, como queda dicho, no tenemos documentos o muestras de tales romances primitivos; empero, verdad es también que esta carencia es tan natural y común a los orígenes de aquel género de poesía, que casi podría llamarse una dote esencial de él, como la ha llamado, en efecto, y con tanto tino un célebre crítico francés, el Sr. Fauriel, cuando dice de las canciones populares provenzales, anteriores a los cantares de gesta del ciclo carlovingio (Histoire de la poésie provençale, Tomo II, página 310 ): Quant à ces chants populaires, germes premiers de l'épopée complexe et développée, il est de leur éssence de se perdre et de se perdre de bonne heure, dans les transformations successives auxquelles ils sont destinés. Los romances anteriores a la formación de la poesía artística debieron perderse tanto más fácilmente, cuanto que después la diferencia de ésta y de la popular se hizo decisiva y profunda, hasta tal punto, que la poesía popular no era apenas contada como poesía, y era altamente desdeñada y despreciada de los trovadores y poetas escolástico-cortesanos; lo que hemos visto por ejemplo, en el pasaje citado de la carta del marqués de Santillana.

Así es que los romances, aunque no perdieron nunca del todo el favor popular, y fueron sin duda alguna conservados por una fiel tradición, no pudieron hallar acogida en las muchísimas colecciones de poesías manuscritas, pero dedicadas casi exclusivamente [p. 11] a las de la escuela cortesana y erudita anteriores al siglo XVI Las pocas excepciones se reducen a la noticia que dió Argote de Molina (discurso, Conde Lucanor, edición 1575, folios 92 y 93), de que en el Cancionero del Infante D. Juan Manuel (fallecido en :1347) que poseyó y pensó publicar, había romances lo cual hace aun más lamentable su pérdida; y al romance publicado según el Cancionero manuscrito de Lope de Stúñiga, hecho en 1448 por los señores D. Pascual de Gayangos y D. Enrique de Vedia, en las importantes adiciones a su excelente traducción de la Historia de la literatura española, del Sr. Ticknor (Madrid, 1851. Tomo I, págs. 509 y 510), romance, es verdad, ya contrahecho por un poeta cortesano, pero el más antiguo que hasta ahora conocemos con fecha fija.

Vemos, empero, a principios del siglo XVI algunos romances contrahechos y glosados por los trovadores del siglo XV, ya acogidos en los Cancioneros generales de Fernández de Constantina y de Hernando del Castillo; vémoslos en los primeros decenios de este siglo propagados y reimpresos en pliegos sueltos en número siempre creciente; vémoslos, en fin, desde la mitad del mismo siglo aparecer como llovidos, recogidos en colecciones propias, e imitados, a cual más, por las eruditos y los poetas artísticos. Este fenómeno singular no dejará admirado a quien considere que al comenzar el siglo XVI estuvo ya formada la base de la gran monarquía española; que en la primera mitad de este siglo los pueblos de los diferentes reinos, los castellanos, aragoneses, catalanes, navarros, granadinos, seguían juntándose a una gran nación, la española; que a mediados del mismo siglo los capitanes españoles habían sojuzgado la mayor parte de Italia al cetro de su rey, que era al mismo tiempo emperador de Alemania, y los conquistadores descubierto un nuevo mundo, anexionándolo como provincia, con el nombre de Nueva España, a la vieja. ¿Es, pues, de extrañar que por estos sucesos, por estas hazañas, se despertase el espíritu nacional con la mayor viveza y fuerza en el pueblo español; que la gloria actual resucitara la pasada, la memoria de sus héroes nacionales; que los bizarros hijos del Cid entonaran de nuevo los cantares que celebraban las gestas de el que «en buen hora nació», con tanta lozanía y tanto vigor, que hasta los poetas de corte y de escuela no pudieron ya ignorarlos, y para [p. 12] ser oídos se vieron forzados a mezclar su voz con la de los que «hacían estos romances»?

Así es que los romances, conservados hasta entonces tan sólo en boca del pueblo, y trasmitidos de generación en generación por medio de la tradición oral, pero fiel, corroborada y sostenida por sentimientos e intereses análogos a los que los crearon, han llegado a nosotros, si no alterados en su carácter esencial, al menos algún tanto retocados en su estilo y lenguaje, con rastros visibles de haberse ya mudado más de una vez sus formas primitivas y meramente populares, de haberse tentado perfeccionar las, ajustándolas siempre más con las del arte, y habiendo pasado por manos de los juglares, de los trovadores y de los poetas artísticos de los siglos XV, XVI y XVII.

Indicios de estas mudanzas, que no se pueden desconocer, son la asonancia alternativa, uniforme y más y más artificiosa, mientras que es un rasgo característico de la poesía popular primitiva el no tener versos sueltos y rimas alternadas; al paso que se encuentra en los romances más viejos y más populares todavía el variar del asonante, y que éste aparece aquí aun en su forma primitiva de consonante imperfecto y rudo.

Por eso los conocedores más profundos de la poesía popular han investigado las causas eficientes de un tal producto semi-popular y semi-artístico, y se han ensayado en hacer conjeturas, pues documentos no se hallan, sobre la forma primordial y mera mente popular de este género de combinación métrica que ahora llamamos la del romance común octosílabo.

Hay críticos, y críticos de marca mayor, [1] que han opinado [p. 13] que la forma primitiva de los romances era la de versos largos de diez y seis sílabas, parecidos a los llamados alejandrinos, con rima consecutiva; hay otros que han pretendido además que estos versos largos de dos hemistiquios con rimas consecutivas en los finales los habían recibido los españoles de los arabes; [1] hay, al contrario, críticos, y de no menos nota, que tienen la combinación del romance común octosílabo, no sólo por la primitiva [p. 14] de los cantos populares lírico épicos, sino también por «la más fácil, natural y acomodada al carácter de la lengua castellana y al género narrativo; y, como es consiguiente, por la más vieja, más popular y más indígena de todas las combinaciones métricas usadas en castellano. [1]

La opinión de los últimos está, en efecto, corroborada por la analogía de toda poesía popular, por la índole de la lengua castellana y por el carácter lírico épico de los romances; al paso que la opinión contraria carece de tales argumentos, fundados en la naturaleza de las cosas; que le hacen falta igualmente a ella los documentos, y—lo que es bien de notar—que faltan ejemplos de versos de diez y seis sílabas no sólo en la poesía popular, sino también en la artística castellana; pues los versos largos del poema y de la Crónica rimada del Cid no son más que imitaciones harto informes de muestras extranjeras (francesas), y los alejandrinos, tomados también de los franceses, son de catorce sílabas; [2] y sobre todo con haberse admitido y probado: que la poesía castellana [p. 15] no tenía y no pudo tener poemas épicos populares, [1] pierde esta opinión su principal argumento y su única razón suficiente: pues cesando la causa, cesa el efecto; no teniendo los castellanos tales poemas, no hubieron menester ni ocasión de producir versos épicos largos.

[p. 16] Dando, pues, por sentado que la combinación del romance común octosílabo fué la primordial, resta la dificultad de explicar la anomalía ya notada de la asonancia alternada y de los blancos intermedios.

[p. 17] Esta anomalía es, por cierto, el producto del influjo de una poesía extranjera y ya artística. Ahora, pues, busquemos la poesía extranjera que estaba en más estrecho contacto con la castellana y que, por lo tanto, tuvo que haber influido en ella más inmediatamente. [p. 18] Hallaremos que desde muy temprano, no sólo los caballeros de Francia eran constantes compañeros de los de España en sus guerras contra los moros, obteniendo en premio de su [p. 19] ayuda «tierras y honores» en el país reconquistado, sino que aun la mayor parte de las villas y ciudades de Castilla tenían un «barrio o calle de Francos»: que ya en tiempo de los reyes D. Alonso VI y VII de Castilla los clérigos franceses tuvieron tal renombre, que aun para el arzobispado de Toledo fué nombrado un francés, el célebre D. Bernardo; lo cual influyó tanto en el desarrollo de las letras, que en el Concilio de León del año 1091 fué decretado que se adoptase en el reino la «letra galicana o francesa» en lugar de la gótica: [1] que no sólo los trovadores franceses que frecuentaban las cortes de Cataluña, Aragón, Portugal y Castilla, formaban [p. 20] a su manera escuelas de poetas cortesanos en las lenguas lemosina, gallega y aun castellana, y ocasionaban imitaciones en ellas así de sus asuntos favoritos (prueba son los poemas de Alejandro, de los Votos del pavón, de Apolonio, de Santa María Egipciaca, y aun muchas poesías del Arcipreste de Hita) como de sus combinaciones métricas (además de las líricas artísticas, baste mencionar los versos franceses o alejandrinos; véase la nota 5); sino que también los juglares de España tenían que estar en constante e íntimo comercio con los de Francia, pues ya en la Crónica general y la Conquista de Ultramar del rey D. Alonso X de Castilla se hallan mencionadas muchas tradiciones del ciclo carlovingio, sin duda de origen francés, y precisamente como «cantares de los juglares», de las cuales algunas se han conservado hasta nuestros días en romances castellanos, y tales que, en cuanto a su forma métrica, se cuentan entre los más antiguos, al paso que otras de aquellas tradiciones debieron de estar entonces aún más unidas al ciclo francés de Carlomagno, y ser después más y más transformadas y acomodadas al genio español, como consta, por ejemplo, por algunos pasajes de la misma Crónica general, 3ª parte, fol. 30 vº y fol. 45 vº, tocantes al parentesco de Bernardo del Carpio con «Carlos el Grande» de Francia, de que nos hacen mención los romances que tenemos de aquel varón, transformado después en héroe nacional.

¿Es, pues, de admirar que los juglares y hasta los cantores populares de España adoptaran con las tradiciones y los asuntos, conocidos por el trato con sus compañeros de Francia, también alguno que otro rasgo de sus formas métricas? Los adoptaron tanto más, cuanto que no hallaron en su poesía nacional, que carecía, como queda dicho, de poemas largos épicos indígenas, formas correspondientes a los asuntos: siguiendo además en esto el ejemplo de sus propios poetas artísticos, que habían adoptado también en sus imitaciones de los poemas franceses las formas métricas de éstos, e introducido en la poesía española los alejandrinos o versos franceses. Empero lo hacían, y debían hacerlo de otro modo que los poetas artísticos; pues los cantos populares o juglarescos eran destinados, en un principio al menos, a ser cantados por o para el pueblo, y por tanto, habían de ser conformes a sus melodías y ritmos acostumbrados y nacionales. El verso de redondilla [p. 21] mayor o del romance común octosílabo era, como queda probado, el más antiguo, más nacional, más acomodado al canto y al género narrativo en España. «Además—dice el Sr. Durán (Rom. gen., tomo I, pág. LIV)—el ritmo monótono del romance parece que indica y provoca el canto que se le ha aplicado, tan propio para las danzas pesadas del país donde nació, que aún se conserva, él solo, inalterable entre las variaciones infinitas que experimentan cada día las demás canciones del pueblo fundadas en combinaciones métricas más artificiosas.» Ahora bien, ¿no habría sido procedimiento natural y, digámoslo así, impuesto por la necesidad, que los juglares—para obtener de un lado versos más largos parecidos a sus originales franceses, y más convenientes a sus asuntos, a sus cantares de gesta o romances largos, y para tenerlos de otro lado todavía conformes a oídos españoles, a las danzas y cantos nacionales y acostumbrados—hubiesen tomado dos versos octosílabos, juntándolos de modo que el primero, quedando blanco, se asemejase al hemistiquio con cesura de un verso largo, y que tan sólo los versos segundos o hemistiquios finales estuviesen copulados por la rima consecutiva? El producto de tal procedimiento se asemeja algún tanto a las tirades monorimes de los cantares de gesta franceses, conserva al mismo tiempo el ritmo indígena castellano, y explica de un modo asaz plausible la anomalía mencionada en la forma actual de los romances.

Todo esto, en verdad, no pasa de mera conjetura—aunque conjetura debida a un crítico tan ingenioso como el Sr. Huber, el primero que ha señalado un rumbo en materia tan oscura—; y no pasará de tal, mientras nos falten los medios para probarla con documentos. No faltan, sin embargo, indicios y rastros de que la «transición de la forma primitiva de los romances a la secundaria bajo el influjo de la poesía juglaresca» como lo ha llamado el Sr. Huber (1. c., pág. XXXV), tuvo en efecto lugar.

Indicios de esta transición contienen los mismos ensayos más viejos, el Poema y la Crónica rimada del Cid, al introducir versos más largos para asuntos épicos en la poesía castellana, formados, como queda probado, por el dechado de los cantares de gesta franceses; pues a pesar de su esfuerzo de imitar las formas extranjeras, las indígenas nacionales, es decir, los versos octosílabos [p. 22] del romance común se manifiestan a cada paso en ellos, y precisamente—lo que es muy de notar—los hemistiquios segundos o finales de sus versos largos, que son de más valor para la rítmica, por llevar las cadencias rimadas o asonantadas, tienen por lo regular el ritmo trocaico de los redondillas, al paso que sus primeros hemistiquios tienen, o aspiran a tener, el yámbico de sus modelos extranjeros, pero son generalmente muy irregulares, pecando contra la medida y contra el ritmo. En prueba de la exactitud de esta observación, baste citar el testimonio de un crítico nacional tan excelente como lo es el Sr. Marqués de Pidal, quien dice (1. c., págs. XXV y XXVI): «En el Poema del Cid, aunque con las imperfecciones de los primeros ensayos, se descubre muchas veces la versificación que prevaleció más adelante en esta clase de composiciones; y muchos trozos de él están escritos en el verso asonantado de los romances... La Crónica rimada del Cid es casi toda un romance de ocho sílabas imperfecto; y sin grande esfuerzo se pudiera escribir una gran parte de ella en esta forma, con muy pequeñas variaciones.» Corrobora al mismo tiempo su aserción con ejemplos.

Rastros de la forma primitiva que se hallan aún conservados en la secundaria o actual de los romances, son: la falta de los versos blancos intermedios; la variación de asonantes o consonantes, y la división de algunos romances en estrofas o cuartetas, caracteres que se encuentran precisamente en los más antiguos y populares.

Así hemos observado ejemplos de la falta de los versos sueltos, sin hallarse por eso falta en el sentido, en algunos romances viejos de la colección de Praga (Ueber die Prager Romanzen-Sammlung, págs. 30, 66, 72, 83), de lo que han resultado versos pareados, [1] y hasta los poetas artísticos de los siglos XV y XVI [p. 23] usaron este modo de rimar en versos cortos pareados, formando con ellos una especie distinta de romances. [1]

La variación de la rima o del asonante se encuentra todavía en muchos romances antiguos, y particularmente en los más populares tomados de la tradición oral, que contienen tal variación, ya conforme a la del sentido, ya sin respecto a él, [2] al paso que hay refundiciones de los mismos romances con la rima o asonancia uniforme, que hacen ver claramente la mano reformadora de los juglares o poetas artísticos, y su influencia en la transición de la forma primitiva de los romances a la secundaria o actual. [3]

[p. 24] En cuanto a la división de los romances en estrofas o cuartetas, no queremos aprovecharnos de los romances posteriores de los poetas artísticos (a comenzar del siglo XVII), donde esta división es regular; pero como prueba de que no fué invención suya, ni es del todo arbitraria, y antes bien fundada en la naturaleza del canto popular y por eso usada desde muy antiguo, nótese que ya Juan de la Encina enumera en su Arte de poesía castellana los romances entre las «Coplas o versos de quatro pies», diciendo: «Y aun los romances suelen yr de quatro en quatro pies», etc.; y que ya en un pliego suelto de la primera mitad del siglo XVI se halla impreso en cuartetas el romance antiguo (del año de 1496) de la reina de Nápoles; y que ya Juan Rufo habla de estas cuartetas de romances como de cosa sabida. [1]

De estos indicios y rastros, y de la analogía de la poesía popular en general, y particularmente de la de las otras naciones romanas, hemos inferido dando empero nuestro resultado no más que por una conjetura plausible—que la forma primitiva de los romances fué la de cuartetas de versos redondillas pareados o [p. 25] monorimos (véase: Ueber die Romanzen-Poesie, 1. c., tomo 117, páginas 104 y sig.), y tenemos ahora la satisfacción de ver aplaudido nuestro resultado por un crítico tan eminente como el señor Guillermo Grimm (véase su docto tratado que lleva por título: Zur Geschichte des Reims. Berlín, 1852, en 4º, pág. 167).

Hemos indicado también (1. c., págs. 108 y 109), que los ejemplos más antiguos de la forma secundaria de los romances se hallan ya en las cantigas en lengua gallega del rey D. Alfonso el Sabio, que por eso pudieran llamarse romances devotos, y en el romance castellano que al mismo rey han atribuido Alonso de Fuentes (cuarenta cantos; en la Epístola dirigida por el autor a un cierto señor), etc., y Garibay (Compendio historial, libro XIII, capítulo 13), y el cual, si no es obra de aquel rey, es por lo menos no muy posterior a su tiempo.

Hemos, en fin, notado las modificaciones (1. c., págs. 112 y siguientes) que de resultas del influjo de la poesía juglaresca y artística se han introducido en la forma secundaria de los romances, de modo que ya al principio del siglo XVI la hallamos casi idéntica con la actual.

Mas a pesar de su corte universal y común, estas modificaciones se hacen todavía muy sensibles en los romances llegados a nosotros, y ciertas y constantes discrepancias en las mismas formas los caracterizan ya como productos heterogéneos en cuanto a su origen, y muy distantes en cuanto a la época de su composición. Añádanse a eso las diferencias en su lenguaje, tono y estilo, la diversidad de sus asuntos, y no se podrá menos de admitir ciertas clases de ellos esencial y característicamente distintas entre sí.

Es verdad que, no embargante esto, hasta las ediciones más recientes, los romances iban publicados y reimpresos sin orden, respecto a su origen, a la época de su composición y a su carácter esencial, mezclados los viejos populares con los juglarescos y los artísticos modernos, y coordinados solamente por asuntos y materias. Nuestro célebre crítico, el Sr. Jacobo Grimm, fué el primero (y ha quedado el único hasta hoy día) que con su acostumbrado tino y fino tacto para la poesía popular señaló el camino que se debía seguir, con su Silva de romances viejos, limitándose empero a mostrarlo por la práctica, sin explicar y fijar la teoría.

[p. 26] Este mérito singular de determinar y declarar las notas características para distinguir de un modo verdaderamente científico los romances en cuanto a su origen, forma y tono, y de clasificar los con arreglo a ellas, estaba reservado al Sr. Huber, quien en la tantas veces loada introducción a su edición de la Crónica del Cid (págs. LXXIII y sig.) las ha abstraído con rara sagacidad de los diversos géneros de romances que tratan de este héroe.

«Tres clases, dice, o géneros de romances del Cid se han de distinguir esencialmente, diferentes en todos respectos, aunque no sin ciertas transiciones.» Y como tales distingue: 1º Los antiguos o verdaderamente populares, de origen tradicional, con formas inartificiosas, en tono sencillo, pero enérgico y hasta dramático. 2º Los tomados de las crónicas y compuestos por los eruditos, «con una intención didáctica y moral muy laudable por lo demás, pero nada poética», a imitación de los antiguos, con formas más arregladas, pero en un tono seco, prolijo y casi pedantesco. 3º Los compuestos por «poetas cortesanos, los que por lo general ni pensaban siquiera en imitar y continuar el estilo y género de romances populares antiguos», vale decir los de origen subjetivo, con formas artísticamente desarrolladas y en un tono predominante lírico-retórico, pero no raras veces pretencioso y amanerado.

Nosotros, siguiendo las huellas de tal maestro, hemos adoptado su teoría y clasificación de los romances del Cid, generalizándola y añadiendo otras dos clases, la de romances juglarescos, y la de los vulgares (véase Ueber die Romanzen-Poesie, 1. c., tomo 117, págs. 126 y sig.).

El Sr. Durán, en fin, no sólo ha tratado esta teoría con toda perfección y profundidad, [1] sino también aplicado antes que nadie la clasificación en detalle, señalando en el índice alfabético de la segunda edición de su riquísimo Romancero general a cada romance la clase a que él lo atribuye.

Distingue, pues, tres épocas: la tradicional, la erudita y la [p. 27] artística, y divide los romances en las ocho clases siguientes: «La primera, segunda y tercera corresponden a la época tradicional, y comprenden los que se consideran como copias exactas, o más o menos aproximadas, de su primitiva redacción.

La cuarta, quinta y sexta pertenecen a la época erudita.

La séptima y octava a la verdaderamente artística y poética.»

Nos parece lo más oportuno, para dar un resumen de la doctrina del Sr. Durán, copiar literalmente la

«INDICACIÓN DE LOS SIGNOS, que sirven para señalar a cada romance la clase característica a que según su espíritu y época corresponde» (1. c., tomo I, pág. 583): añadiendo algunas observaciones propias.

«Clase 1ª Romances viejos [1] directamente populares, o cuando más, modificados en su redacción cual nos la ha conservado la tradición oral. Versan casi todos sobre hechos de nuestra historia nacional, posterior o contemporánea a la conquista de los árabes. Esencialmente objetivos, el poeta sólo aparece en ellos como simple narrador, sin mostrar de sí mismo otra cosa que el estilo y el orden que da a las ideas. Pertenecen a una época anterior a la imprenta, y antes de su descubrimiento se conservaron de memoria, y no existió ninguno, que sepamos, escrito. Su versificación es imperfecta, tanto en la medida como en la rima, que a cada paso se altera y cambia.»

Las rimas son en ellos aún consideradas como tales, vale decir consonantes, aunque muchas veces imperfectas y tan sólo asonantes [p. 28] por rudeza; son además por la mayor parte agudas, mezcla das tal vez con graves, en que empero las vocales finales se pronuncian como mudas (casi agudas de dos sílabas, como a y a-e). En los romances de esta clase, reformados por los juglares, la medida y la rima se hallan algo más guardadas y uniformes. Puede también considerarse como una señal característica de los romances llegados a nosotros que pertenecen a esta clase, que se encuentran casi exclusivamente en pliegos sueltos o en las colecciones anteriores al año de 1590.

«Clase 2ª Romances viejos tradicionales y populares, donde se inicia el espíritu oriental de los moros españoles, y a los que sirven de argumento los hechos históricos o novelescos, en que se caracteriza más especialmente su civilización tal cual nosotros la concebíamos o percibíamos. Sus formas son épicas, y el poeta trasmite ya sus propias impresiones tales cuales se las inspiran los hechos, y el modo con que excitan su alma. Pertenecen a una época de tradición posterior a los de la primera clase. Mezcla en ellos los consonantes con los asonantes, aunque predominan los primeros.»

Considerando, empero, que la mayor parte de los romances atribuídos por el Sr. Durán a esta clase son, o verdaderos históricos (los fronterizos) que pertenecen más que otros algunos por su origen, carácter y sus formas a la clase primera, y que los pocos novelescos, pero también tradicionales y verdaderamente populares, no se diferencian de los otros del mismo origen más que por los asuntos y las costumbres, nosotros no podemos convencernos de la necesidad de formar con ellos una clase aparte; pues los contamos entre los de la primera o de la quinta clase del Sr. Durán.

«Clase 3ª Romances viejos populares, también de tradición oral, pero compuestos por juglares. Están tomados de asuntos ajenos a nuestra propia historia y costumbres, aunque un tanto asimilados a ellas. Sus fuentes de imitación son en general las tradiciones y crónicas feudales caballerescas. Aparecen ya con formas épico-narrativas, pero preponderante el elemento objetivo, poco alterado. Pertenecen próximamente a la misma época que los de la primera clase. En su prosaica versificación se usan a la ventura y mezclados el consonante y el asonante, y su medida es incorrecta e inartificiosa.»

[p. 29]  Hemos observado que, a nuestro modo de ver, precisamente con estos romances juglarescos, algunos de los cuales son en efecto pequeños cantares de gesta, comenzaron a alterarse no sólo los asuntos, sino también las formas primitivas de los romances populares, por la imitación de modelos extraños. Esta clase forma al mismo tiempo la transición a las épocas erudita y artística.

«Clase 4ª Romances antiguos popularizados. Época escrita y de erudición. Calcados e imitados servilmente sobre los de la primera clase, y tomados sus asuntos y su letra de las crónicas antiguas, cuya prosa riman y cuyos giros afectan artificiosamente, estaban destinados a sustituir a los viejos, y a vulgarizar nuestros hechos y tradiciones históricas, que suponían presentar despojadas de su parte fabulosa. En su esencia objetivos, y pocas y escasas veces un tanto épicos y razonadores. Su medida y rima es como la de los de las clases 1ª y 3ª».

Sirvan de ejemplos de esta clase los compuestos y publicados por Alonso de Fuentes, Lorenzo de Sepúlveda [1] y Juan de Timoneda; también en el Cancionero de Romances y en la Silva se hallan ya algunos que pueden contarse entre los romances de esta clase. En cuanto a la rima, usan ya con preferencia de las llanas (principalmente en a-o e i-a) y de las asonancias propiamente dichas.»

«Clase 5ª Romances antiguos popularizados. Época escrita. Es su tipo característico el de las clases 1ª, 2ª y 3ª, según los asuntos de que tratan, cuyo espíritu y sencillez conservan en medio de formas más artísticas, y del lenguaje cultivado propio del tiempo en que se compusieron. Tienen en estas últimas cualidades mucha analogía con los de la clase 7ª o artística del siglo XV, y las continúan hasta la séptima década del XVI. En los que imitan o que proceden de la 1ª y 3ª clase, prepondera el elemento épico; y en los que de la 2ª, se desarrolla algo más el lírico, adornado del colorido oriental de sus modelos. Nótase esmero, cuidado [p. 30] y arte en la medida y rima de sus versos, que casi siempre es de consonantes continuados, sin mezcla de asonantes, aunque hay algún otro en asonancia.»

Distínguense los romances de esta clase de los de la anterior por ser imitaciones, o más bien refundiciones poéticas de los viejos, al paso que no afectan ni su lenguaje, ni sus giros, ni su rudeza. Perteneciendo así por sus elementos a los de origen tradicional, y aproximándose por sus formas más cultas a los artísticos, hacen muchas veces muy difícil su clasificación, que exige el tacto más fino y deja por eso el campo más vasto a la controversia, como toda clase de transición.

«Clase 6ª Romances nuevos vulgares, producidos próximamente desde la cuarta década del siglo XVI hasta el día. Escritos con el lenguaje y formas contemporáneas a su composición. Son, para su tiempo, lo que para el viejo fueron los de la clase 1ª y los vulgares son para los posteriores. Sus autores afectan el cultismo que se hallaba inoculado hasta en el vulgo, y dan lugar frecuentemente al elemento subjetivo y lírico que de la poesía artística había descendido hasta las clases más ignorantes, y se continúan hasta el día de hoy con pocas diferencias. Son, por lo común, obra de gente lega, pero que presumiendo más de ciencia y genio que el vulgo, pretende distinguirse de él afectando un lenguaje hinchado y un estilo declamatorio. Su versificación es incorrecta y llena de ripios.»

Hablaremos más largamente de esta clase cuando consideremos los romances con respecto a sus asuntos y su modo de tratarlos. Por lo demás, los romances vulgares son muy fáciles de distinguir, aunque «el espíritu y pauta prosaica sobre cuya letra se formaron, los aproxima a los de la cuarta clase, hechos, como ellos, para vulgarizar la historia»; y aunque, «atendiendo a las formas subjetivas y líricas que afectan, puede considerarse a ellos como el eslabón de la cadena que une la época erudita con la artística, porque de los elementos de ambas participa.»

«Clase 7ª Romances antiguos popularizados de los trovadores y poetas artísticos del siglo XV y primeras décadas del XVI. Son puramente subjetivos, líricos y doctrinales. Se distinguen como imitación de la poesía provenzal por su sutileza de ideas y pensamientos, y por su tendencia a la alegoría. Su construcción [p. 31] es artificiosa, y su rima y medida bastante bien arregladas. Para su época son lo que fueron para la suya los de la 2ª sección de la clase 7ª.»

Comienza con los romances de esta clase la diferencia decisiva y fundamental de los dos géneros principales de romances, el popular y el artístico. Del último forman estos romances en todo rigor no más que una sección, y por eso el Sr. Huber y nosotros los hemos reunido con los de la clase 7ª del Sr. Durán en una sola clase. Empero en los romances artísticos de los trovadores la rima es casi siempre de consonantes continuados, y evitan la asonancia, teniéndola aún por rudeza de los cantos populares. También llevan estos romances muchas veces los nombres de sus autores, y se hallan ya mezclados con los viejos populares en los pliegos sueltos del siglo XVI, ya en los Cancioneros generales y de romances, ya, en fin, en los particulares de los trovadores, como en el de Juan de la Encina, etc.

«Clase 8ª Romances artísticos modernos popularizados. Consta esta clase de dos series. La primera contiene composiciones donde se conserva la forma épica y se mezcla con la lírica, doctrinal y descriptiva, guardando todavía mucha importancia el asunto objetivo, aun en medio de los ornatos de la imaginación y de la parte que de sí propio pone el poeta. Sus formas son artísticas, su expresión oratoria, y degeneran frecuentemente en afectada declamación. Tienen analogía con los de la 5ª clase, que a veces les han servido de modelos. La segunda serie de esta 8ª clase es la más eminentemente artística, y en sus composiciones se hallan reunidos todos los elementos de la poesía castellana, popularizada en romances, cuya base fueron los viejos y tradicionales, a los cuales el arte impuso nuevas formas, adaptando las antiguas a la entonación lírica y a la expresión de los sentimientos subjetivos, ya fuesen doctrinales, eróticos, satíricos, etc. Los romances de esta serie, aunque sean históricos los asuntos y hechos sobre que versan, los aceptan como accesorios, y sólo sirven de disfraz y de pretexto para que el poeta disimule un tanto su personalidad, y para que exponga sus propias ideas, haciendo del sujeto el objeto principal de sus inspiraciones. Los romances de la primera serie de esta clase 8ª se llaman vulgarmente heroicos; pertenecen en general a las tres últimas décadas del siglo XVI. Los de [p. 32] la 2ª corresponden a las dos últimas décadas del mismo siglo, y se continúan hasta el día.»

Como los romances de la primera serie de esta clase afectaban el lenguaje y la forma exterior de los viejos, al paso que sus autores, como poetas artísticos, intentaban conformarlos a las leyes y progresos del arte, y hacerlos aptos para expresar sus ideas y sentimientos, fueron precisamente ellos los que desarrollaron artísticamente las formas del romance, introduciendo reglas fijas para la medida y la rima, y transformando las imperfecciones en galas, como la asonancia por rudeza en el medio más propio para evitar la monotonía y pesadez de la rima continuada. Así fué que el sonsonete uniforme no hirió ya los oídos de martillejo sino de repelón y resbalando, ya que lo que originalmente fué no más que una ayuda de la necesidad para marcar el ritmo, se convirtió en una armonía tan halagüeña como los acordes de guitarra. Así fué que los cantores del pueblo adoptaron y generalizaron prontamente este progreso de los poetas artísticos, pues se hallaba fundado en la índole de aquel género de composición. Los romances de la segunda serie de esta clase contienen los modelos más perfectos de este género en cuanto al estilo y la versificación, y lucen todas las cualidades de los grandes ingenios que los compusieron, al paso que hay entre ellos no pocos que adolecen ya de todos los defectos y extravagancias del culteranismo y de la época de la decadencia de la poesía castellana.

Los romances de la clase 8ª se hallan publicados ya por los poetas a su nombre en sus obras particulares, como los de Pedro de Padilla, Lucas Rodríguez, Lobo, Laso de la Vega, Juan de la Cueva, etc., ya anónimos en las Flores, los dos partes del Romancero general, [1] y otras varias colecciones de igual clase posteriormente [p. 33] publicadas; empero anónimos o pseudónimos, son muy fáciles de reconocer, y eran, por cierto, muy conocidos y celebrados de los aficionados los compuestos por los grandes ingenios, como Lope, Cervantes, Góngora, etc., aunque disfrazándose en el traje morisco o pastoril y con los nombres poéticos de Belardo, Elicio y el Cordobés. Por tales poetas, verdaderamente nacionales, fué la poesía de romance rejuvenecida y popularizada por segunda vez y en sentido más alto, pues ellos supieron aprovecharse de su espíritu, de sus tradiciones y formas, para fundar sobre sus elementos el drama nacional.

Como la presente colección está destinada a recoger exclusivamente romances populares viejos o popularizados antiguos, basta distribuirlos en las tres clases siguientes:

I. Romances primitivos o tradicionales (pertenecientes a las clases 1ª y 2ª del Sr. Durán, las cuales, como queda dicho, en nuestro sentir no forman más que una sola).

II. Romances primitivos refundidos por los eruditos o poetas artísticos (atribuídos por el Sr. Durán a la clase 4ª ó 5ª).

III. Romances juglarescos (también de la clase 3ª del señor Durán).

II

DE LOS DIVERSOS GÉNEROS DE ROMANCES, SEGUN LOS ASUNTOS DE

QUE TRATAN

Acabamos de ver cuán grande era el influjo de los asuntos en el desarrollo del carácter y las formas de los romances: esto se echa de ver aún más si los consideramos ahora respecto a los asuntos de que tratan y el modo con que los tratan, pues en toda composición verdaderamente poética existe siempre una íntima conexión entre la materia y la forma; así que tal vez constituyen, [p. 34] como queda dicho, los asuntos mismos un signo característico de ciertas clases de romances.

No es, empero, fácil clasificar los romances por series de materias y asuntos, y todos los que se han ensayado en esto se han visto forzados a admitir la serie de varios, que, en efecto, es no más que un asilo para todos los que producen duda o embarazo, no dejándose contar entre las otras series.

Durán, por ejemplo, ha considerado los romances «en tres grandes series, a saber: la de fabulosos o novelescos, la de históricos y la de varios». «A la primera correspoden, según él, los moriscos, los caballerescos y algunos de los vulgares; a la segunda, los de historia verdadera o tradicional; y a la tercera, los de asuntos amorosos, satíricos y burlescos, que consideran las pasiones, las virtudes y los vicios subjetivamente, o según el sentimiento íntimo y moral para expresar las unas, ensalzar las otras y castigar o ridiculizar las costumbres y los actos viciosos.»

Si no nos contentamos con esta clasificación, por hallarla demasiado general, y para restringir, cuanto en nosotros cabe, la serie de los varios, no por eso tenemos la presunción de sustituirla con un sistema perfecto y de apurar la materia: lo que vamos a proponer no es más que un ensayo que tiende a ordenar con mayor claridad y perspicuidad estos productos caprichosos del ingenio y de la fantasía, para facilitar su revista.

Considerámoslos, pues, bajo dos aspectos principales:

1º En cuanto son verdaderamente objetivos, o se dan por tales.

2º En cuanto se presentan puramente subjetivos o líricos.

Comprende el primer género las especies siguientes:

1º Los romances históricos y tradicionales.

2º Los novelescos y fabulosos.

3º Los caballerescos.

4º Los heroicos.

5º Los moriscos.

6º Los pastoriles, piscatorios, villanescos, etc.

7º Los romances de Germanía, los picarescos o jácaras.

El segundo género, o el puramente subjetivo y lírico, se podría dividir en tantas especies cuantas sensaciones y pasiones caben en el corazón humano; pero basta dividir los romances pertenecientes [p. 35] a ella, según las dos disposiciones fundamentales del alma en los serios y los festivos, abrazando los primeros, por ejemplo, los amatorios sentimentales, los espirituales, doctrinales, alegóricos, etc., mientras que los festivos pueden tener un carácter más o menos pronunciado, gracioso, satírico, burlesco, irónico, etcétera.

Se entiende que estos géneros y especies no puedan deslindarse siempre con toda precisión, que hay romances de géneros mixtos y especies de transición; tales son, por ejemplo, en los romances llamados heroicos los asuntos casi siempre accesorios, y la tendencia principal del poeta es a lucir su ingenio, a expresar sus sentimientos y su modo de ver las cosas, y por eso tienen un colorido eminentemente subjetivo; aún más se manifiesta el carácter lírico en los moriscos, pastoriles, etc., donde el objeto no es más que un disfraz del poeta.

No es nuestra intención, ni lo permiten los límites de esta advertencia, tratar cabal y detenidamente de todas estas especies de romances, lo que es tanto más superfluo, cuanto que un maestro tal como el Sr. Durán ha casi apurado la materia. Limitarémonos, pues, a algunas observaciones y dudas, cuando no podemos coincidir del todo en sus miras, y nos ocuparemos en considerar con alguna más detención tan sólo aquellas especies de que se hallan recogidos ejemplos en nuestra colección, como:

DE LOS ROMANCES HISTÓRICOS

«Para contar hechos insignes pasados fueron verdaderamente inventados los romances», ha dicho Lope de Vega (Arte de hacer comedias); y, en efecto, al impulso tan natural y tan irresistible en una nación heroica de cantar las hazañas de los antepasados y las proezas de los contemporáneos, de narrar los acontecimientos más interesantes, de celebrar el carácter nacional y social en sus representantes más señalados, los héroes semi-históricos y semi-tradicionales (personas míticas); a esto debió, por cierto, su origen la poesía de romances; por eso son, sin género de duda, los históricos los romances más viejos y más populares, y fueron los primitivos. Estos se hallan ya citados en las crónicas más antiguas (como en la general); trozos de ellos se han conservado [p. 36] en éstas, y los eruditos del siglo XVI, que hacían «sus romances nuevos sacados de las crónicas» a imitación de los viejos, fueron en verdad muchas veces no más que refundidores de su prosa en los romances primitivos que les habían servido de originales. Es verdad también que no llegaron a nosotros en su forma primitiva, pues vivían por siglos tan sólo en la boca del pueblo, y por de contado estaban sujetos a todas las transformaciones y desfiguraciones de la tradición oral: mas a pesar de todo eso, tales cuales los poseemos, llevan aún el sello de su origen y de su antigüedad; y de nuestra primera clase consiste, como queda dicho, la mayor parte en históricos propiamente dichos, es decir: aquellos cuyos asuntos están tomados de la historia nacional, que fueron compuestos por y para un pueblo de hidalgos y caballeros, y destinados a expresar sus sentimientos, a pintar su estado y a celebrar sus héroes y hazañas. [1] Por eso el Bernardo del Carpio de los romances viejos, sea histórico, sea del todo fabuloso, representa el tipo ideal de la rica hombría de la época heroica; por eso en los romances de esta clase aparece aún el Cid como el héroe de la aristocracia de la Edad Media, el ricohome casi independiente, algo altanero y turbulento, el «hijo de sus obras», diferente ya del Cid del Poema y de las Crónicas, y aun mucho más del Cid de los romances heroicos y de las comedias; así celebraron en los romances viejos del conde Fernán González [2] los dinastas [p. 37] sus propias victorias sobre la realeza; así el romance de los Carvajales canta de «la falsa información que los villanos han dado» al rey, quien, por haberles dado crédito contra los nobles, fué emplazado ante Dios, y así pinta el romance de los cinco maravedies la indignación de los hidalgos al suponer que se les cobran tributos, y la humillación de un rey tal como el de las Navas, quien se vió forzado a respetar sus fueros.»

Estos romances, llamados por nosotros los propiamente históricos, por ser los más objetivos, se distinguen ya muy sensiblemente por el espíritu, tono y colorido, de los hechos a su imitación por los eruditos o por el estilo de las crónicas rimadas; son aún más diversos de los llamados heroicos, compuestos por los poetas artísticos; y distan de los vulgares tanto como el pueblo, cuando abraza aún la nación entera, del vulgo, apodo de las clases bajas, en contraposición con las que se tienen por más elevadas.

Los romances de los eruditos nacieron en aquella época de transición, cuando de un lado vivían aún las tradiciones del in flujo e interés político de todas las clases de la nación, cuando todas participaban de la nueva gloria nacional: en suma, cuando existía aún un pueblo en el sentido político, y cuando de otro lado, por esta misma gloria de la recién crecida monarquía, la realeza hubo salido triunfante y tan superior a todas las clases de la nación, que todas comenzaron a sentirse súbditos en frente del monarca. Por eso se echan de ver en estos romances eruditos rejuvenecidas las tradiciones viejas, imitados los cantos populares y celebradas las antiguas y las nuevas glorias y héroes de la nación; pero ya no con aquel espíritu de independencia, no ya con aquella franqueza y viveza de varones que sienten su valor e influjo, y siempre con todos los respetos debidos a la realeza.

Sucedieron a los eruditos los poetas artísticos, imitando también [p. 38] ellos en sus romances heroicos las formas y tal vez el lenguaje de los viejos, tomando también ellos sus asuntos de la historia nacional. Pero lo que inspiró a estos poetas no fueron ya los objetos mismos, el interés patriótico y las glorias nacionales. [1] Buscaron y hallaron en todo eso no más que ocasiones para lucir su ingenio, su imaginación y su arte; no más que disfraces para celebrarse con nombres históricos a sí mismos, y ensalzar a sus valedores y amigos; no más que analogías para enmascarar con situaciones decantadas sus aventuras y relaciones, y para expresar sus sentimientos; en fin, no más que «temas para sus variaciones», como ha dicho con tanto acierto el Sr. Huber. Por eso no narran, sino pintan; no pintan retratos de antepasados y costumbres antiguas, sino los de sus contemporáneos y las modas del día. Por eso sus héroes obran poco y hablan mucho, haciendo alarde de su lealtad acrisolada, de su sensibilidad pundonorosa y galantería cortesana en largos discursos y sutiles razonamientos, llenos de conceptos y antítesis. En suma, los romances heroicos fueron no más que juegos de ingenio, medios de conversación, divertimientos de los saraos de la corte, y no pudieron ser más.

[p. 39] No pudieron serlo, porque desde la sublevación de las comunidades y su derrota en Villalar, vencidos los comuneros por los nobles, fué pronunciada la separación y oposición de las diferentes clases de la nación. En las Cortes de Toledo del año 1538 se vió la aristocracia vencida a su vez, por haberse opuesto a los demás, y se retiró con desdén de una junta de pecheros, no que riendo ya participar de una representación nacional cuyo poder consistía en votar tributos y servicios, en presentar súplicas y proposiciones, y en ejecutar las leyes y pragmáticas reales. Ya no existió desde entonces un pueblo, en el sentido político, un pueblo que tiene influjo activo en el gobierno y la legislación con la con ciencia de tenerlo: pues los miembros desunidos del estado llano y de las clases bajas, sin el cimiento de una aristocracia poderosa y vigilante sobre los intereses comunes a todos, son siempre despojo, o de la demagogia, o del absolutismo, y la aristocracia aislada y en oposición con las otras clases ha de sucumbir a la liga de ellas con la realeza, en cuyas manos se reconcentran luego todo poder, todo impulso, toda actividad política. Así sucedió, como siempre en tales circunstancias, también en España: las diferentes clases de la sociedad, no estando ya ligadas por intereses comunes, no teniendo ya una parte activa en los negocios públicos, apartándose siempre más las unas de las otras, y no apreciándose ya recíprocamente a si mismas más que por las gradas que ocupaban del trono abajo, se dedicaron casi exclusivamente a sus intereses particulares: así fué que el espíritu de partido y el egoísmo, volvieron a ser los impulsos predominantes, y favorecieron todo lo que era puramente subjetivo. Añádase a todo eso que entonces el género lírico fué el más cultivado en la poesía artística española, y no se extrañará que los poetas que componían para el gusto y divertimiento de las clases superiores, aun cuando adoptaban formas populares y asuntos nacionales, siguiesen también ellos el rumbo universal, el impulso subjetivo; que cultivasen sobre todo los elementos líricos en aquellas formas, y adaptasen los asuntos a los intereses, sentimientos y costumbres de la sociedad culta de su tiempo.

Quedaron, pues, las clases bajas e ínfimas de la nación, abandonadas a sí mismas y miradas con desdén por todas las que se contaban entre la sociedad culta; no inspiradas ya por intereses [p. 40] comunes, acciones públicas y hazañas de héroes nacionales; pero con gana todavía de cantar sus intereses particulares, los acontecimientos más extraños de su vida y los hombres más famosos de su trato: he aquí por qué esta clase, no constituyendo ya con las otras un pueblo en el sentido político, sino en oposición con las que se tenían por superiores, la parte más ínfima de la sociedad, la plebe, apodada desdeñosamente por las otras «el vulgo»: he aquí por qué este vulgo no pudo ya producir cantos y romances populares, sino solamente vulgares.

Los romances compuestos por y para un tal vulgo, difieren, como hemos apuntado, no sólo por el lenguaje, giro de la frase, tono y las demás formas exteriores de los viejos populares, sino que difieren aún más por los asuntos, el espíritu, los sentimientos, las miras y costumbres. Es verdad que tampoco este vulgo había enteramente olvidado las glorias antiguas, las tradiciones nacionales y los héroes populares; que siguió cantando y oyendo con gusto los romances viejos, aunque ya adaptados a su boca; las hazañas de Bernardo del Carpio y del Cid, aunque ya desfiguradas, según su modo de ver y sentir. Es verdad que este vulgo todavía se gozaba en oír ensalzado y proclamado el valor español de sus contemporáneos, aunque con voz más templada y a modo de gaceta de corte o acta en verso. Pero cuando tenía gana, lo que era natural, de cantar y oír también cosas nuevas, cosas más a su alcance, más conformes con sus intereses y sentimientos, ya no fué el vulgo, como en otro tiempo el pueblo, su mismo poeta y trovador, por faltarle ingenuidad, candor y estro; no fueron juglares sus cantores, sino los de feria y los ciegos, por no ser ya los oyentes caballeros y damas, sino pícaros y manolas. Los asuntos de los romances vulgares no fueron ya tomados de la historia nacional y de la vida íntima y política de la sociedad, porque el vulgo no tuvo parte ni interés en los negocios públicos, hallándose segregado y repelido por la sociedad culta, y por eso en oposición con ella. Sus asuntos eran los acontecimientos del día, los milagros de los caminos reales, las reyertas y aventuras de las plazas y calles; en suma, todo lo extraordinario que abraza el estrecho círculo de vida de la gente ruin, abandonada a sí misma. Sus héroes no son ricos-hombres, hidalgos y caballeros, ni siquiera capitanes o galanes de la corte en traje morisco o pastoril; sino guapos [p. 41] y muy guapos, valentones, rufianes, bandoleros y ladrones, gitanos y jaques. En fin, los sentimientos y costumbres que expresan y pintan no pudieron ser de independencia, de conciencia del propio valor y poder, ni de lealtad, pundonor y galantería; sino los de su bajeza, opresión y desaliento, los de la envidia que les inspiraban las clases más altas y más ricas, los del odio que arrastraba al vulgo a mantener una guerrilla oculta, pero continua y a todo trance contra la ley y la sociedad.

Hemos hablado aquí solamente de los romances vulgares históricos y más o menos objetivos; pero se entiende que tratan asuntos de todo género, que hay vulgares meramente líricos, amorosos, satíricos, etc., y es fuerza confesar que hasta los vulgares tienen, a pesar de todo eso, un cierto aire caballeresco, un cierto tono de desenfado; que manifiestan fino oído y agudo sentimiento para la melodía en la versificación y la elegancia en el giro de la frase; y los festivos no carecen de sal y gracejo: porque en España también el vulgo es valiente todavía, tiene sus puntas del fiero carácter castellano, un instinto poético, un oído musical, un donaire innato. [1]

Aún menos que estos romances heroicos y vulgares tenemos por verdaderamente históricos aquellos cuyos asuntos no están tomados de la historia nacional. Son, en nuestro sentir, o crónicas [p. 42] rimadas, ejercicios escolásticos y pedantescos de los eruditos; o tradicionales, como los pocos que tratan fábulas mitológicas o leyendas griegas y romanas, conservadas en la boca del pueblo, o popularizadas, aunque revestidas, como en los cuadros de la Edad Media, con trajes caballerescos y nacionales, y enmascaradas con el colorido del tiempo de su composición: por eso hemos tenido por más oportuno incluir en nuestra colección el escaso número de semejantes romances tradicionales entre los demás novelescos y caballerescos sueltos.

Sin embargo, antes de tratar de estos últimos, debemos mencionar una especie o sección de los romances verdaderamente históricos, por contener algunos que, contemporáneos de los hechos que narran, han llegado a nosotros casi en su forma primitiva, y por eso pueden considerarse como los más característicos de su género, y merecen una particular atención. Queremos, pues, indicar los romances llamados fronterizos, porque fueron compuestos por los mismos héroes, los adelantados caballeros, capitanes y soldados que defendieron en los siglos XV y XVI las fronteras de los reinos cristianos, y la integridad de la monarquía española contra los infieles y rebeldes, hasta hacer desaparecer tales fronteras, hasta la conquista del último reino musulmán, hasta la expulsión de los moros, hasta la total dominación de los moriscos sublevados en las Alpujarras.

Estos romances fronterizos son muy históricos, verdadera mente populares, puramente nacionales y limpios de toda imitación extraña. Por eso no hay que confundirlos, como se ha hecho tantas veces, con los romances llamados moriscos, de los cuales se diferencian por el origen, carácter, estilo y tono, como veremos luego al tratar

DE LOS ROMANCES NOVELESCOS Y CABALLERESCOS SUELTOS

Si se han llamado Ilíada española los romances históricos, se podrían señalar con el nombre de Odisea española los romances novelescos y caballerescos: pues pintan la vida íntima de la familia, el estado doméstico de la sociedad y principalmente las diversas fases que siguen las pasiones eróticas.

[p. 43] De los romances de este género, los viejos populares son también verdaderamente objetivos y puramente nacionales. En ellos aparece aún el caballerismo español en toda su ingenuidad y carácter; en ellos hallan expresión las relaciones de familia según las leyes y costumbres particulares a España, como el poder del padre, hermano y marido, el estado de la mujer legal, de la manceba y esclava; en ellos se representan las diferentes clases de la sociedad en su comercio recíproco y en el roce con sus vecinos y enemigos, desde el rico-hombre hasta el villano, desde el soberbio castellano hasta el ruin judío y el miserable gitano; en ellos se retratan, en fin, la fe, las creencias, pasiones y afectos que caracterizan este pueblo tan singular como interesante.

Se entiende que los moros, ya vecinos o ya enemigos, y sus relaciones con los cristianos de la Península, ocuparon entonces un lugar muy eminente e importante, no sólo en la vida del campo, sino también en la de casa y familia de los españoles. Hay por eso entre los romances viejos populares algunos novelescos que narran y describen los lances aventuras y situaciones que procedían del frecuente trato con los moros. Tienen, es verdad, un tono un tanto más lírico, fantástico y sentimental, un colorido brillante y lozano; mencionan tal vez costumbres y creencias orientales, pues sus héroes y heroínas son también moros y moras. Pero su carácter fundamental nada tiene de oriental, los sentimientos íntimos predominantes en ellos son tan caballerescos y nacionales, tan propios del caballerismo español, como en los de más verdaderamente populares; y lejos de ser imitaciones de la poesía árabe, ni bajo el aspecto de las formas métricas, ni bajo el del colorido, tono y estilo, pueden, al contrario, contarse algunos de ellos (por ejemplo, los de Moriana y Galván, de la mora Moraima, etc.), entre las composiciones más bellas, más lozanas, a la par que más genuinas, de la poesía popular de España. [1]

[p. 44] A pesar de todo eso, se han confundido constantemente aquellos romances tradicionales y populares con los llamados moriscos, otro género de novelescos, y hasta la nueva edición del Romancero, del Sr. Durán, los ha incluido mixtos con los últimos en una sección, sólo por tratar ambos géneros de cosas de moros. Pero los dos son heterogéneos en cuanto a su origen, distan casi un siglo en la época de su composición, son por eso muy diversos en su carácter fundamental y el espíritu que los dictaba, muy diferentes en el colorido, tono, estilo y hasta las formas métricas. Pues los romances moriscos novelescos son un producto puramente artístico, el capricho de una moda, sin tener un fundamento tradicional, sin haber sido jamás verdaderamente objetivos y populares; dado que esta moda de hacer romances a lo morisco no nació antes del último tercio del siglo XVI (los pliegos sueltos y las colecciones anteriores al año de 1580 no contienen aún tales romances moriscos), es decir, casi un siglo después de la conquista de Granada, cuando la total sujeción de los descendientes de los moros, cuando la conversión de los moriscos a la fe y su incorporación en la sociedad cristiana; pues estos romances moriscos nacieron aun después de introducidos aquellos igualmente artísticos cuyo asunto es también morisco, pero ya del todo facticio y tomado de los poemas italianos. [1]

Entonces fué cuando tomaron este disfraz los caballeros y [p. 45] poetas galanes de la corte de los Felipes, para celebrar sus damas con los nombres de Zaida o Lindaraja, para representarse a sí mismos como valientes Muzas, enamorados Gazules o celosos Tarfes; para pintar los saraos y torneos de la corte, enmascarados con trajes moriscos, en las zambras y los juegos de cañas de la plaza de Vivarrambla (como se ejecutaron, en efecto, tales masca radas en la corte del rey D. Manuel de Portugal; véanselas Memorías da Academia de Lisboa, tomo V, 2., págs. 44 y 45), para cantar, en fin, con mayor despejo sus amores y aventuras, sus celos y desvelos bajo este disfraz, y del mismo modo que lo hicieron tal vez los mismos poetas, bajo el de forzados, pastores, villanos, pícaros, etc. Contribuyó, no poco, a favorecer y propagar esta moda el éxito y aplauso que obtuvo por aquel tiempo la célebre novela morisca de Pérez de Hita.

¿Es, pues, de extrañar, que composiciones nacidas bajo semejantes auspicios, producidas de esta manera por tales autores, tengan todas las calidades con todos los defectos de una poesía artística cortesana, brillante, ingeniosa, perfecta bajo el aspecto del arte, y nacional todavía; pero careciendo ya de toda verdad histórica, de toda objetividad e ingenuidad, y no libre de afectación y culteranismo?

Nosotros, empero—por no ser tachados de parciales y preocupados, y, digámoslo francamente, por no poder hacerlo mejor—, queremos poner aquí al pie de la letra la excelente clasificación que ha hecho de aquellos romances moriscos el Sr. Durán, quien dice (1. c., pág. XIII):

«Los romances de esta sección son la idealización completa de los histórico-fabulosos, tales como los que tratan de las hazañas, empresas y hechos atribuídos a los Vargas, Pulgares, Garcilasos, etcétera. El espíritu de moda influyó mucho en la boga que tuvieron, y en la cansada monotonía que a muchos les impuso la necesidad de repetirlos por acomodarse al gusto público y facticio de la época. Así se observa que entre los romances moriscos novelescos [p. 46] hay muchos que sólo lo son en sus aparentes formas, cuando en realidad pueden, con mudar los nombres de los protagonistas, convertirse en otro género de los eróticos o descriptivos.»

Hasta aquí convenimos en un todo con la excelente clasificación del Sr. Durán, y precisamente por eso no podemos convenir cuando prosigue diciendo: «Pero esto no impide que los genuinamente moriscos no sean descendientes y no contengan todos los vestigios del orientalismo árabe que los caracteriza. Los cuadros que forman los Romances moriscos novelescos no son ciertamente la poesía árabe pura, ni la castellana primitiva, sino la fusión de ambas en las nuevas formas que adquirió la civilización por el roce y trato de ambos pueblos. Desde los romances fronterizos a los histórico-fabulosos, y desde éstos a los moriscos novelescos, se percibe una graduación continua que señala sus transformaciones, e indica lo que influyó en ellas el espíritu que las anima, y la moda que las aceptó y corrompió, etc.» No podemos nosotros admitir estas aserciones sin hacer restricciones y distinciones. Pues en nuestro sentir no hay tales romances «genuinamente moriscos», en cuanto se entiende bajo la denominación de moriscos tan sólo aquel género de novelescos de que acabamos de hablar, y, como creemos, de probar: que carecen de toda verdad histórica, de toda ingenuidad; que se distinguen esencialmente (y por eso no se deben señalar con el mismo nombre dos géneros casi opuestos por el principio, carácter, etc.), de los fronterizos, de los histórico-fabulosos y de los novelescos populares que tratan de asuntos moriscos, y por no tener un fundamento común con aquéllos, no pueden expresar «una graduación continua»; que tienen tan pocos «vestigios del orientalismo árabe» como del caballerismo antiguo español: pues no son más que juegos de ingenio, cuyos autores, caballeros sí, y españoles todavía, pero caballeros corte sanos, y sobre todo súbditos leales de los monarcas de España, se enmascararon con la «ropería mora», y curándose aún mucho menos del espíritu oriental y de las costumbres y creencias de los árabes, que lo harían los poetas y novelistas que compusiesen tales romances en nuestros días. [1]

[p. 47] Nos hemos detenido en impugnar estas opiniones, por haber sido tan generalmente admitidas, tantas veces repetidas, y después de refutadas, ahora de nuevo autorizadas por un crítico tan sagaz y tan docto como el Sr. Durán, quien, empero, nos parece en este caso algún tanto preocupado en favor del orientalismo tan decantado de la poesía castellana. [1]

Nuestra colección nada tiene que ver con aquellos romances moriscos novelescos, por ser tan poco viejos ni populares como [p. 48] los demás disfraces de los poetas artísticos, aunque contienen composiciones lindísimas, y bajo el aspecto del arte las más perfectas.

Pero hemos colocado entre los romances novelescos, los que llamaremos caballerescos sueltos.

Es verdad que los novelescos de que acabamos de tratar. como compuestos por caballeros y para un pueblo de caballeros, tratando de su vida privada, expresando sus pasiones íntimas, pintando sus costumbres y narrando sus aventuras, que tales romances populares habían de ser de suyo también caballerescos, y muy caballerescos españoles. ¿Hay, por ejemplo, romance más caballeresco, más nacional, a la par que novelesco y popular, que el famoso del conde Alarcos? Por lo tal, no es menester formar con estos novelescos una clase separada, o señalarlos con una denominación particular.

Pero hay romances también populares, también caballerescos, en los cuales se halla dominado el caballerismo particular de España por el general de Europa, por el espíritu de la caballerosidad universal e ideal de la Edad Media. Y por cierto que ésta había de influir también en el pueblo español, porque era de suyo muy inclinado a la caballerosidad, porque era un pueblo de caballeros, porque estaba en continuo contacto y estrecho trato con los franceses, la nación más caballeresca de Europa.

Hablamos de un caballerismo español, volvemos a llamar a los españoles un pueblo de caballeros: y, en efecto, las circunstancias y relaciones propias del pueblo español, bajo cuyo influjo se formaban su carácter nacional y sus instituciones-políticas y sociales, tuvieron que producir y favorecer un caballerismo particular, distinto de las demás naciones.

La nación formada por los godos refugiados en las montañas asturianas y por los habitantes de aquellas regiones descendientes de los aborígenes celtíberos, pero entonces cristianos también, la cual después volvió a ser la española, tuvo que sostener una [p. 49] lucha continua y a todo trance durante muchos siglos contra los vencedores infieles, para defender su vida, su fe, su existencia política, y para recuperar el patrio suelo paso a paso. Aquí no fueron exclusivamente dinastas poderosos los que con su comitiva o mesnada y seguidos de otros aventureros emprendían correrías en países extraños para hacer conquistas, para repartir los despojos, tierras y honores entre sus fieles, según el favor o el valor de éstos: aquí no fué una clase privilegiada en el uso de las armas que se aprovechaba de su educación y destreza militar para lucir su brío y bizarría: aquí se vieron forzados todos, desde los descendientes de reyes y magnates godos hasta los nietos de siervos de criation y los villanos vascongados, a hacerse a las armas, a saber servirse de ellas, ya a pie, ya a caballo, para rechazar las incursiones de los conquistadores, para amparar sus hogares y familias. Aquí no sólo los castillos y solares fueron fortalezas y baluartes del poder individual: fortalezas habían de ser también las ciudades, las villas, las aldeas, expuestas a cada hora a las sorpresas y cercos de los infieles; habían de ser amuralladas con los pechos de sus vecinos en defensa de la comunidad. Por eso el llevar las armas no era en España una prerrogativa de una clase privilegiada, sino una obligación de todos los que eran capaces de hacerlo; por eso en España era tenido por caballero cualquiera que a su costa mantenía armas y caballo, y sabía servirse de ellos con valor; por eso los caballeros asentaron sus moradas no sólo en castillos aislados y muchas veces no suficientes para su amparo, sino que se avecindaron también en las ciudades y villas para su mayor seguridad; por eso los reyes y señores tuvieron que otorgar a los vecinos de ellas fueros muy latos y libertades extensas. «Por eso—dice el Sr. Durán con tanto acierto como primor—nuestro espíritu guerrero empleado contra los moros produjo un caballerismo especial y diverso del que creó el Norte; por eso éste, hijo de una guerra santamente popular, fué extensivo a todas las clases y no circunscrito a las aristocráticas; por eso cada español era un guerrero, cada guerrero un noble, cada noble un caballero de la patria. [1]

[p. 50] En vista de todo, puede hablarse de un caballerismo español, de un caballerismo, por decirlo así, real y democrático; puede llamársele al pueblo español un pueblo de caballeros. Pues fácil seria poner de manifiesto, según ha observado el Sr. Durán con admirable sagacidad, cómo cada soldado, fuese antes pechero, solariego u oscuro, llevaba en la punta de su lanza los medios de obtener nobleza o hidalguía, que, al principio personal y después hereditaria, se extendió de modo que apenas quedó un solo castellano que no se creyese tan noble como un rey... Considerando las circunstancias del país donde dos pueblos diferentes se disputan el terreno, es fácil conocer que todas las clases se confunden, no habiendo ninguna sólidamente establecida, y más siendo multiplicados y frecuentes los medios de alternarlas. Donde las guerras y batallas eran continuas y diarias, ya generales o ya parciales, la hidalguía se propagaba hasta tal punto, que el estado plebeyo pudo ser la excepción de la regla. Un pueblo entero que, parcial o generalmente, gozaba de las exenciones entonces concedidas a la nobleza, ¿qué otra cosa podía ser más que una democracia? Así sucedió entre nosotros, donde multitud de comunidades, ayuntamientos y concejos gozaban fueros latos y libertades extensas.»

De aquí fué que por un lado en España el espíritu caballeresco cundió, se popularizó y se propagó en mayor esfera que en otros países; que aquí no se limitó exclusivamente a las clases aristocráticas, y por participar de él casi todas, amalgamó más íntimamente la nobleza con los comunes: de aquí fué que por otro lado en España, hallándose la fuerza individual, la arbitrariedad y la opresión refrenadas por los fueros y las libertades de las comunidades, y castigadas por los tribunales forales y municipales, el espíritu de la caballerosidad ideal y moral no fué un medio tan necesario como en las sociedades puramente aristocrático-feudales, donde fué casi el único para amparar a los débiles y oprimidos, desfacer los tuertos y mitigar las costumbres; donde fué menester que la generosidad del más fuerte se sujetase voluntariamente a las leyes dictadas y otorgadas por ella misma, que el prepotente tuviese a honra el incorporarse a una orden sancionada por la religión, y el observar y hacer observar sus reglas, sus votos, sus costumbres que el miembro de esta caballería ideal [p. 51] hallase una recompensa de su generosidad y proeza en oírlas celebradas por sus juglares en los cantares de gesta.

Pero también en España ese espíritu caballeresco, aristocrático-ideal, hubo de introducirse y lograr un influjo notable: por que era el espíritu del siglo, que tanto más fácilmente había de privar con un pueblo, cuanto que éste tenía propensión natural a él; porque también en España cundió y se estableció muy temprano el feudalismo, y no sólo en los países limítrofes con la Francia y sujetos a la dominación de dinastías originarias de Francia, como Cataluña, Navarra y Aragón, sino hasta la Castilla misma se inoculó con sus hábitos ya en tiempo del rey D. Alfonso VI, porque los cantares compuestos en loor de la caballerosidad ideal y del caballerismo feudal fueron comunicados por los juglares franceses a los españoles, como ya se echa de ver en la Crónica general y la Gran Conquista de Ultramar del rey D. Alfonso X. Contribuyeron a favorecer aún más este espíritu y sus productos la guerras civiles de los dos hermanos D. Pedro el Cruel y D. Enrique de Trastamara, que llamaron en su auxilio señores y caballeros franceses e ingleses, y los hubieron de recompensar con tierras y honores; y sabemos que, desde mediados del siglo XIV no sólo los cantares de los juglares, sino también los libros de caballería de los troveros fueron introducidos y conocidos en España, y particularmente en Castilla también. [1]

¿Es, pues, de extrañar que los caballeros españoles, participando también de aquel espíritu, conociendo sus productos, ya sea por la tradición, ya por la vía literaria, comenzasen a celebrar en sus romances también la caballería ideal, a imitar los cantares compuestos en su alabanza?

Y, en efecto, encontramos entre los romances viejos populares del género novelesco algunos que sólo se distinguen de los otros por aquel espíritu aristocrático-ideal que los anima, por cierto colorido no enteramente castellano castizo; y algunos cuyos asuntos ya anuncian un origen extraño, pero tradicional también, sin pertenecer tantos a una serie que pudieran formar sección [p. 52] separada. Por eso los hemos llamado caballerescos sueltos, pero incluído entre los demás novelescos, a cuyo género pertenecen todos más o menos.

Así hemos colocado entre los romances de esta sección, como queda dicho, los que tienen por asunto fábulas mitológicas o leyendas griegas y romanas, pero no tomadas inmediatamente de los libros clásicos o de las obras de los eruditos, sino conservadas y popularizadas por la tradición, y, por tanto, revestidas con trajes nacionales y caballerescos; así hemos incluído aquí el escaso número de romances viejos tradicionales, cuyos asuntos fueron comunicados por los juglares franceses a los españoles, como los cuatro del ciclo bretón, y los fundados en las leyendas caballerescas de los troveros y los fabliaux juglarescos. [1]

Por el contrario, hemos excluído todos los romances caballerescos cuyos asuntos están tomados inmediatamente de libros ya sea de los clásicos, ya sea de las crónicas o de los libros de caballerías, y por eso compuestos por los eruditos o los poetas artísticos.

Así no contiene nuestra colección ningún romance del ciclo galo-greco, como lo ha llamado el Sr. Durán, o de los Amadises. [p. 53] Pues ya el padre de esta caballería andante y fantástica, «el dogmatizador de una secta tan mala», fué el fruto ilegítimo de un capricho, «hijo de aire», el juego de un ingenio, sí, pero una composición meramente artística y del todo facticia, sin base histórico-tradicional, nacida sin duda en un país donde, como en Portugal, estaban muy en boga los libros de caballerías de origen francés o inglés, [1] ya del todo prosaicos, no sólo en sus formas, sino también en su espíritu, ya desvariados y extravagantes; nacida sin duda en una época en que, como en la segunda mitad del siglo XIV, el espíritu creador del caballerismo ideal ya se había extinguido, cuando las ideas que le presidían fueron no más que huecas formas sin vida real, y, como siempre en tal caso, la caricatura de un ser que fué. Por lo tanto, ni el Amadís, ni sus imitaciones, ni menos los romances tomados de ellas, pudieron ser verdaderamente populares en España; no pudieron ser más que una moda cortesana y pasajera, cuya exageración y ridiculez habían [p. 54] de provocar la sátira, y de quedar vencidas por ella, cuando su látigo fuera manejado por una mano maestra cual la de un Cervantes.

Si hubiera quien dudase de lo que acabamos de exponer, oiga el dictamen de una autoridad irrecusable, de un crítico nacional tan acertado y tan sagaz como el Sr. Durán, quien dice (1. c., página XX): «...fué facticio el furor con que en el siglo XVI se lanzaron nuestros poetas y narradores a la imitación y propagación de los libros de caballerías, cuyo tipo fué el Amadís de Gaula... Y en efecto; ¿qué épocas, qué circunstancias de nuestra verdadera civilización retrataban los Amadises? ¿Qué tipo necesario y popular de ellos existió entre nosotros? ¿Cómo, sin él, pudieran dar más resultados que serviles y disparatadas imitaciones? El caballerismo exagerado e inútil de los Amadises sólo pudo representar a los hombres de corte cuya caricatura fué Don Quijote. Además, en prueba de que las expresadas fábulas no tenían el sello de nuestra verdadera y arraigada civilización; de que no salían de nuestras entrañas, basta considerar que, aun siendo nosotros los autores de ellas, obtuvieron más boga y celebridad en los países extraños».

Tampoco hemos dado entrada en nuestra colección, y por las mismas razones, a los romances caballerescos que compusieron los poetas artísticos en el último tercio del siglo XVI, o en los primeros años del XVII, apoderándose de las fábulas de los poemas italianos de Carlomagno y sus paladines, y cabalmente del Orlando furioso, de Ariosto: pues además de ser muy modernos y puramente artísticos estos romances, fueron ya sus manantiales aquellas epopeyas italianas, meras ficciones, sin fundamentos tradicionales o nacionales, y aun en su parte seria no más que parodias de los hechos tomados de los libros de caballerías franceses.

Hemos, por el contrario, recogido romances caballerescos del mismo ciclo, pero de género muy diferente, y formado con ellos una sección particular, la

De los romances caballerescos del ciclo carlovingio,

por hallarse en mayor número, y cabalmente por tener una índole particular, un carácter españolizado, por ser muchos de ellos tradicionales, y por eso muy viejos y verdaderamente populares.

[p. 55] Es cosa sabida que las tradiciones del ciclo carlovingio fueron conocidas y propagadas también en España, y ya en tiempos muy remotos, [1] y no sólo, como se ha opinado, por medio de aquella leyenda monacal que corría con el nombre de Turpín, y de las crónicas, sino también por medio de los cantares juglarescos, e inmediatamente por las mismas canciones populares.

Sirvan de prueba varios pasajes de la Crónica general del rey D. Alfonso X el Sabio, y de la Gran Conquista de Ultramar, que mandó redactar el mismo rey, [2] donde se hace mención expresamente de los «cantares de los juglares» sobre tradiciones carlovingias; sirvan los romances mismos llegados a nosotros, tratando asuntos de este ciclo o de un modo diferente del conocido por las crónicas y los originales franceses, o de los cuales no se han podido hallar absolutamente ningunos modelos, ni. en las crónicas, ni en los cantares de gesta, ni en las novelas o libros de caballerías franceses conocidos hasta ahora (como, por ejemplo, de los romances de Guarinos, Gaiferos, Grimaltos, Montesinos, Calainos, etc.), al paso que, sin embargo de que algunos de los últimos, y no los menos interesantes (como los libros de Flores y Blanca Flor, de Fierabrás, etc.) se han traducido al castellano, no hay siquiera un romance viejo que haya tomado su asunto de [p. 56] ellos; sirva, en fin, de prueba que ya en tiempo del mismo rey D. Alfonso se había formado un ciclo de tradiciones indígenas españolas, el de Bernardo del Carpio, y formado de un modo análogo al carlovingio, y con él puesto en relación, entonces aún más estrecha que la que encontramos todavía en los romances llegados a nosotros, como se echa de ver igualmente en algunos pasajes de la Crónica general, donde dice que, según «los cantores de gesta», o en cuanto «oymos dezir a los juglares en sus cantares»... «fué este Don Bernaldo filo de Doña Tiber, hermana de Carlos el Grande de Francia», etc. (Véase la edición de 1604, 3ª parte, folio 30, vº, y fol. 45 vº).

Este fenómeno halla su explicación y su razón suficiente en ser aquellas tradiciones carlovingias, especialmente las que se refieren a las expediciones de Carlomagno contra los moros de España, hasta cierto punto nacionales también en España; en haberse podido tanto más fácilmente popularizar aquí, cuanto que eran en sus versiones más antiguas homogéneas con los intereses, las creencias y costumbres de los españoles, que quisieron tomar su parte en la gloria del emperador y sus doce pares, bien haciéndoles héroes semi-españoles, bien oponiéndoles héroes nacionales que los vencen aun en valor y gallardía. Así tomaron los troveros y juglares franceses muchas veces la España por el teatro de sus cantares de gesta; así combatieron los españoles más de una vez en compañía con caballeros franceses contra los moros. ¿Es, pues, de extrañar que tales tradiciones hallasen acogida favorable en tal suelo, que aquí se arraigasen y popularizasen prontamente, que se propagasen y conservasen en canciones populares, en cantares juglarescos, y después en romances como son los que han llegado a nosotros?

Estos romances caballerescos del ciclo carlovingio son, en efecto, o viejos populares, o antiguos juglarescos, y hay también algunos de los últimos ya refundidos por poetas artísticos.

Los viejos populares conservan siempre todas las señales de su origen tradicional: son cortos, narrando tal vez a retazos y con repentinas transiciones, imperfectos en las formas métricas, rompiendo la medida y cambiando la rima; pero tienen una ingenuidad objetiva que interesa, un tono lírico-dramático que encanta, una sencillez en la pintura de los caracteres y de las situaciones, [p. 57] y en la expresión de los sentimientos que admira y enternece, y un laconismo enérgico que dice mucho en pocas palabras. [1]

Los antiguos juglarescos participan, es verdad, todavía de la objetividad en el narrar, de la sencillez en las costumbres y en el giro de la frase, y aun de la rudeza en las formas métricas, y manifiestan todavía el estar calcados sobre fundamentos histórico-tradicionales; mas carecen ya de la espontaneidad y el candor de los populares, han trocado ya la viveza dramática y la brevedad enérgica por una verbosidad y monotonía muchas veces muy pesadas, teniendo ya tal vez miras subjetivas y tendencias doctrinales; así que se parecen ya más bien a poemas destinados para la recitación o la lectura, que a improvisaciones cantadas y conservadas en la boca del pueblo: por todo eso, y por emplearse en ellos mayor esmero en versificarlos, en ordenarlos y enlazarlos, se dejan conocer como composiciones de los juglares, popularizadas, sí, pero hechas a imitación y a semejanza de los cantares de gesta franceses, sus originales también las más veces bajo el aspecto de los asuntos.

De estos sus originales tienen aún los romances del ciclo carlovingio, así los populares como los juglarescos, algunos rasgos característicos, por ser muy análogos a la índole y civilización del pueblo español, como: el caballerismo feudal, la posición social de la mujer, y el carecer de elementos mitológicos y fantásticos.

Así aparecen en los cantares españoles como en los franceses los doce pares aun con aquella heroicidad indomada, con toda la altanería y turbulencia respecto de su soberano, el débil emperador: y por cierto los ricos-hombres de Aragón y Castilla no habrían hallado extraño este modo de obrar y proceder.

Así pintan los juglares tras y cispirenáicos la mujer aun en una posición algo ruda, pero natural a la civilización primitiva, como la compañera amada, pero subordinada al hombre, la cual está lejos de ser, como en las tradiciones de origen céltico, un [p. 58] ideal, una deidad adorada y requebrada con todas las extravagancias de una galantería refinada y fantástica, la cual, por el contrario, da aquí tal vez los primeros pasos para declararse vencida por el amor, para buscar y provocar sentimientos recíprocos en el hombre; [1] y con efecto, en semejante posición encontramos en la Crónica rimada, y aun en el Poema y los romances viejos del Cid a Doña Jimena demandando ella misma la mano de su amado ofensor, sirviéndole con la obediencia y el respeto debidos a su señor y al padre de sus hijas, y honrándole y adorándole como el héroe de su patria y el defensor de su fe. Así, según cuenta la Crónica general, Doña Zaida, hija del rey moro de Sevilla Abenabet, le envió a decir y rogar al rey D. Alfonso VI de Castilla «que oviese ella la vista dél, ca era muy pagada de su prez, e de la beldad que dezien dél, e quel amaba, e quel queria ver».

Así carecen los viejos cantares de gesta franceses y los viejos romances carlovingios igualmente de los elementos mitológicos y fantásticos, de fadas, encantamientos, etc., que constituyen una parte principal de las tradiciones de origen céltico y de los poemas y libros de caballerías fundados en ellas, y puede considerarse la presencia de aquellos en los cantares de gesta o en los romances como una prueba de su refundición y amalgamación con los mismos elementos célticos por los troveros o poetas artísticos de época posterior. Lo sobrenatural y maravilloso que se encuentra muy escasamente en estos cantares viejos galo-francos y franco-españoles, es puramente cristiano y tomado de las leyendas monacales, como la intercesión de los ángeles, etc. El descartar aquellos elementos correspondía por cierto al gusto de un pueblo que, como el español, había ya totalmente roto con las creencias gentílicas, estaba en continua lucha y animado de un [p. 59] odio implacable contra los enemigos de la fe cristiana, y se gloriaba siempre de conservarla purísima.

Por semejantes rasgos característicos en los asuntos y por los arriba mencionados en las formas exteriores pueden distinguirse los romances viejos populares y los antiguos juglarescos de este ciclo de sus refundiciones más recientes y más o menos artísticas, aunque, según ha observado un conocedor tan profundo como el Sr. Durán (1. c., pág. XXIV): «Ninguno puede atribuirse, tal cual existe en su actual redacción, a un tiempo más remoto que la primera mitad del siglo XV.» Algunos, empero, de los viejos populares han servido ya de temas a las trovas y glosas de los poetas cortesanos de la segunda mitad de aquel siglo, como los que dicen: En los campos de Alventosa;—Domingo era de Ramos, etc.

Mas las refundiciones de que acabamos de hablar, son de otro género que aquellas trovas o glosas. Son romances que tratan aún con bastante objetividad los asuntos, dejan todavía traslucir una base histórico-tradicional, y tal vez no son más que versiones reformadas e interpoladas de romances viejos y conocidos. Pero intercalan ya más frecuentemente descripciones y reflexiones en la narración; no han tomado sus asuntos inmediatamente de la tradición oral, sino ya de las novelas o crónicas, y aun de los libros de caballerías en prosa; no se contentan muchas veces con reformar solamente el lenguaje y el estilo, con regularizar la medida y la rima; mas llevan ya mudados—y en esto principalmente se diferencian de los juglarescos —el tono y el colorido, asimilándose más a los artístico-líricos; llevan alteradas y desfiguradas las tradiciones, mezclándolas con elementos fantásticos, revistiéndolas con los trajes y las costumbres de la caballería y galantería refinada, y añadiendo aun alusiones a las ficciones de los poemas italianos y hasta de los romances moriscos: en suma, se señalan ya como productos artísticos de las últimas décadas del siglo XVI o de las primeras del XVII, y por eso los hemos excluído de nuestra colección. [1]

[p. 60] En cuanto, pues, a series de materias y asuntos, nos hemos contentado con dividir los romances recogidos, por ser todos o viejos populares o antiguos popularizados, en las tres secciones siguientes:

1ª Romances históricos.

2ª Romances novelescos y caballerescos sueltos.

3ª Romances caballerescos del ciclo carlovingio.

III

DE LAS COLECCIONES DE ROMANCES, O ROMANCEROS, ESPECIALMENTE AQUELLOS DE DONDE SE HAN TOMADO LOS ROMANCES DE LA PRESENTE COLECCIÓN.

De que el modo primitivo de imprimir los romances fué el de publicarlos en pliegos sueltos, ya no más puede dudarse; ahora, que conocemos un crecido número de semejantes pliegos sueltos impresos antes de mediar el siglo XVI, y por consiguiente anteriores a la primera colección impresa de romances (véanse el Catálogo de pliegos sueltos impresos en el siglo XVI, en el tomo I, páginas LXVII y sig. del Romancero general del Sr. Durán, y la lista de los que contiene un tomo de la biblioteca de Praga, en nuestro tantas veces citado Tratado sobre esta colección, páginas 7 y sig., y pág. 133), ahora no es ya una mera conjetura el tener este modo por el primitivo, por ser el más natural para la publicación de composiciones destinadas al uso y alcance del [p. 61] pueblo y hasta del vulgo. Así ha llamado con mucho acierto el Sr. Durán estas hojas volantes: «Los primeros ensayos de la poesía popular impresa», y el Sr. Milá y Fontanals dice con razón (1. c., página 58): «Aun los romances primitivos contribuyó la imprenta a que se propagasen, como es de ver por los muchos pliegos sueltos publicados desde principios del siglo XVI y antes de que a mediados del mismo comenzase la impresión de los romanceros formales; pues si aquéllos se publicaban, era para que fuesen comprados, y debieron comprarlos los que no conocían su contenido por otros medios.»

Ahora se puede probar también que eran pliegos sueltos, al menos en parte, los manantiales de donde ya se sacaron las primeras colecciones de romances. El Cancionero de Romances, lleva, por ejemplo, uno de esos pliegos sueltos, el cual contiene el largo romance del Cerco de Zamora, reimpreso hasta el título (número II de la colección de Praga; 1. c., pág. 7). El mismo Cancionero reimprime otro, el nº LXXX de la colección de Praga (1. c., pág. 15), conteniendo los romances que dicen: Yo me estando en Giromena;—De Mérida sale el palmero,—Río verde, río verde; y pone los tres romances, aunque sus asuntos sean tan diferentes e inconexos, exactamente en la misma serie en que los halló en el pliego suelto (en la edición sin año del Cancionero de Romances, folios 169 a 174, exactamente lo mismo en todas las ediciones posteriores del mismo).

Es verdad que algunos romances se hallan ya desde fines del siglo XV insertos en los Cancioneros de Juan Fernández de Constantina y de Hernando del Castillo; mas son poquísimos los contenidos allí genuinamente populares, únicamente dedicados a servir de textos o temas a las glosas o trovas de los poetas cortesanos, quienes añadieron algunos romances alegóricos o eróticos de su composición. [1]

Es verdad también que las hojas sueltas, y de las más antiguas, algunas no son más que reimpresiones por separado de aquellas [p. 62] composiciones de los Cancioneros generales, pues los poetas artísticos y de profesión tuvieron por el más expeditivo este modo de publicación, para propagarlas también entre el pueblo.

Colecciones, empero, destinadas expresa y cabalmente a los romances genuinamente primitivos y populares, no las conocemos anteriores a la última década de la primera mitad del siglo XVI. Fué por aquel tiempo, y por los motivos expuestos en la primera sección de la presente introducción, cuando cundió tanto la afición a los romances viejos populares, que hubieron de hallar provecho y ganancia los libreros e impresores mismos en recogerlos, ya de la tradición oral, ya de las hojas volantes, y publicarlos en colecciones propias o Romanceros formales, que intitularon, sin embargo, al principio también: «Cancioneros», como si hubiese de servirles este nombre de pasaporte para introducirlos casi fraudulentamente también en la sociedad cortesana y más culta, y sólo mucho tiempo después se apellidaron semejantes colecciones por el nombre que les convenía propiamente, dándoseles el título de Romancero.

Nosotros tenemos que ocuparnos aquí tan sólo de las colecciones de romances que, como la presente, contienen cabalmente viejos populares o antiguos popularizados, y son casi todas anteriores a las últimas décadas del siglo XVI; y aun de éstas no hablaremos con detención, sino cuando hayamos de hacer correcciones o adiciones a los tratados bibliográficos anteriores, ya propios, ya ajenos: pues el citado Catálogo del Sr. Durán es por lo general tan exacto y tan cabal, que hace excusado el emprender un nuevo trabajo de este género.

La más antigua de tales colecciones, y de todos los Romanceros en general, es—como podemos ahora asegurar y probar—la muy conocida con el título de Cancionero de Romances, dado a luz por vez primera en Amberes, en casa de Mantín Nucio, sin fecha, y llamada comúnmente la edición «sin año» del Cancionero de Romances.

Sabemos que, afirmando ahora este hecho, protestamos públicamente [p. 63] contra la opinión adoptada por nosotros mismos, y expuesta en el Apéndice a nuestro tratado sobre la colección de romances sueltos de la biblioteca de Praga; puesto que el tomo primero de la edición de 1550 de la Silva (Zaragoza, Estevan G. de Nájera, 2 vols.) y el Cancionero de Romances, s. a., son tan idénticos en el contenido y hasta en las palabras del prólogo, que es fuerza tener el uno por la reimpresión del otro, y que un crítico tan aventajado como el Sr. Ticknor, quien había visto, examinado y comparado estos volúmenes rarísimos, se decidió en favor de la Silva y de la opinión de haberse, por consiguiente, publicado en el mismo año de 1550 la Silva y las ediciones del Cancionero de Romances s. a. y del año 1550: adoptado este dictamen, y confiados en las razones del Sr. Ticknor, nos hemos ceñido entonces a explicar una ocurrencia tan singular, a aclarar las relaciones recíprocas de estas tres ediciones, y a señalar las consecuencias. Mas ahora que nosotros mismos hemos podido examinarlas y compararlas, habiendo hallado ejemplares de la Silva de 1550, y de la edición de 1550 del Cancionero de Romances en la Biblioteca real de Munich, y de la edición s. a. del último en la de Wolfenbüttel y que hemos examinado y comparado no sólo su exterior y su contenido sumariamente, sino sendos romances escrupulosamente y palabra por palabra, letra por letra, y ponderado el valor de sus variaciones según las reglas de la crítica: ahora hemos obtenido un resultado del todo diferente, casi diametralmente opuesto a la opinión del Sr. Ticknor, quien, sin duda, no tenía tiempo ni gana de emprender tarea tan penosa, aunque indispensable, como va comprobado con nuestro ejemplo, para poder juzgar con certeza aproximativa.

He aquí el resultado de nuestro examen:

1º La edición sin año del Cancionero de Romances no puede ser en parte reimpresión de la Silva; por lo tanto, debió preceder a las otras dos y servirles en parte de original, y hubo de salir a luz, según toda probabilidad, antes del año de 1550.

2º La edición de 1550 del tomo primero de la Silva y la edición de 1550 del Cancionero de Romances, aunque son en parte reimpresiones de la sin año del último, son independientes entre sí: con mutaciones en la serie de los romances, con supresiones y adiciones notables exclusivamente peculiares de cada una de ellas.

[p. 64] 3º Las ediciones posteriores del Cancionero de Romances son no más que reimpresiones de la de 1550, con ligeras variaciones y enmiendas, sin haber tenido en cuenta las de la Silva.

Vamos ahora a probar estas aserciones.

Examinando y comparando los textos del Cancionero de Romances y de la Silva, se verá que el de la Silva lleva, no sólo corregidos los yerros de imprenta, la ortografía y los defectos en la medida y rima, sustituidas las voces y frases anticuadas con las corrientes entonces, sino que también hace correcciones muy oportunas y evidentes con respecto al sentido, desfigurado, mutilado y falto en el texto del Cancionero de Romances, ya sea por haber tenido el editor de la Silva fuentes aún más puras e íntegras, ya sea por haber estado dotado de un excelente criterio: así que, hemos tenido casi siempre que admitir sus lecciones en nuestro texto también, el cual puede servir para confirmar con ejemplos todo lo dicho.

Ahora bien—supuesto que el contenido del primer tomo de la Silva y del Cancionero de Romances s. a. es, como queda referido, en gran parte tan idéntico, que el uno se ha de tener por la reproducción parcial del otro—, ¿es verosímil, según las reglas de la crítica, que el editor del Cancionero de Romances, teniendo presente un original tan bueno, le haya reproducido tan mal? ¿Es posible, preguntamos, que haya no sólo cometido yerros de imprenta, descuidos en la medida y rima, sustituido las voces y frases usadas entonces con arcaísmos, y sobre todo, que en vez de reimprimir un sentido claro y cumplido, lo haya trocado con uno desfigurado, oscuro y defectuoso? ¿Hay duda alguna de que, si el uno es el reimpresor del otro, lo ha de ser por fuerza el editor de la Silva, y no puede serlo el del Cancionero de romances?

El bueno de Martín Nucio, habiendo tenido a su disposición el primer tomo de la Silva, y habiéndolo reimpreso de la manera que acabamos de exponer, sería no sólo un solemne necio, sino también un embustero desvergonzado, pues dice expresamente en el prólogo de la edición s . a. del Cancionero de Romances: «...pero esto no se podo hacer tanto a punto (por ser la primera vez) que al fin no quedase alguna mezcla de unos con otros, etc.». Y precisamente estas palabras: «por ser la primera vez» faltan ya en los textos del Prólogo de la Silva (que ha omitido el pasaje [p. 65] entero aquí citado) de la edición de 1550 del Cancionero de Romances y en todas las posteriores de éste. Pues el mismo Martín Nucio, claro está que ha repetido, con referencia a su publicación del Cancionero de Romances, aquella aserción en su advertencia ( «Martín Nucio al benigno lector» )a la edición del año de 1566 del Romancero de Sepúlveda (Anvers, en casa de Philippo Nucio), donde dice: «Como yo avia tomado los años pasados el trabajo de juntar todos los romances viejos (que avia podido hallar) en un libro pequeño y de poco precio (es decir, en el Cancionero de Romances), con protestación hecha en el prólogo dél, que yo avia hecho en él no lo que devia, sino lo que podia, veo que he abierto camino a que otros hagan lo mesmo, porque aunque cosa que fácilmente se pudo comenzar, no será possible poderse acabar, ni aun demediar, por ser las materias diferentes, y en que cada día se puede añadir, y componer otros de nuevo.»

Además de eso, hay en su edición s. a. del Cancionero de Romances una composición con el título de: «Otro romance a manera del porque», que empieza: «Por estas cosas siguientes», y que falta en las demás ediciones del Cancionero de Romances (el primer tomo de la Silva la lleva reimpresa también al fin de los romances), porque faltó en ellas también el motivo de su admisión en la primera (s. a.), donde le anteceden las palabras siguientes: « Porque en este pliego quedauan algunas paginas blancas y no hallamos Romances para ellas pusimos lo que sigue.» Y en efecto, si hubiera tenido Martín Nucio, al imprimir por primera vez su Cancionero, sólo el primer tomo de la Silva a su disposición, no le hubiese sido forzoso de llenar «las paginas blancas» con aquella composición insípida, hallando allí «romances para ellas» en número suficiente, los cuales, empero, no reimprimió: precisamente porque el Cancionero de Romances s . a. fué publicado anteriormente a la Silva de 1550.

Contra tales hechos, contra razones fundadas en las notas características y calidades intrínsecas de los mismos textos, no pueden valer argumentos, bien que producidos por una autoridad tan respetable como la del Sr. Ticknor, sacados, con todo, de circunstancias puramente externas y de mera verisimilitud a la par que casualidad, a los cuales pueden oponerse otros de igual o no mucho menor peso. Como que si el Sr. Ticknor hallase un argumento [p. 66] de la prioridad de la Silva en el Epílogo de su primer tomo, donde dice el editor: «Algunos amigos míos, como supieron que yo imprimía este cancionero, me trajeron muchos romances que tenían, para que los pusiese en él; y como ya íbamos al fin de la impresión, acordé de no ponerlos, porque fuera interrumpir el orden comenzado; sino hacer otro volumen, que será segunda parte desta Silva de varios romances, la cual se queda imprimiendo»; infiriendo de este pasaje que el editor de la Silva siguió recopilando y publicando su colección por intervalos, al paso que el editor del Cancionero de Romances, según sería dable deducir del orden en que los puso, tendría que haber reunido ya todo su material al comenzar su impresión. ¿No podría oponerse a este argumento que, concedido que la Silva se hubiese publicado por intervalos, esto no hubiera excluído el incorporarle otra colección casi entera sin adoptar su orden? Y acabamos de probar que, en efecto, lo hizo así el editor de la Silva con el Cancionero de Romances, y justamente en el pasaje que ha intercalado en el prólogo dice expresamente que ha seguido un orden diverso, al paso que también el editor del Cancionero de Romances se vió forzado a excusarse en su prólogo de que, a pesar de su empeño de poner los romances por cierto orden, «esto no se pudo hazer tanto a punto (por ser la primera vez), que al fin no quedase alguna mezcla de unos con otros». Y precisamente en esta «mezcla» se halla reimpreso el pliego suelto mencionado arriba, que con tiene los dos romances históricos que dicen: Yo me estando en Giromena, y Rio verde, río verde, y el caballeresco del Palmero, y justamente el primer tomo de la Silva lleva reimpresos los dos históricos entre los otros de igual género, mientras el caballeresco se halla incluído con los demás de su clase en la segunda parte de la Silva. En este proceder, preguntamos ahora: ¿cuál de los dos editores aparece ser el reimpresor del otro?

Así, cuando halla el Sr. Ticknor otro argumento para defender y explicar la supuesta prioridad de la Silva, en la inverosimilitud de haberse podido reunir tan gran número de romances tradicionalmente conservados como contiene el Cancionero de Romances, en Amberes, porque fuera de los soldados había allí tan pocos españoles, pudiéramosle contestarle que principalmente en boca de los soldados se conservan y propagan a más y mejor [p. 67] tales tradiciones y cantos populares, como se comprueba por un ejemplo muy pertinente y aun muy reciente, la Colección de las tradiciones populares de Hesia que acaba de publicar el señor J. G. Wolf; que una parte no pequeña de los romances contenidos en la Silva y en el Cancionero de Romances, como acabamos de demostrar, no están tomados inmediatamente de la tradición oral, sino de pliegos sueltos que podía proporcionarse el editor de Amberes tan bien como el de Zaragoza; y que ya el Cancionero de Romances s. a. contiene no pocos romances, y entre ellos los largos del ciclo carlovingio, que no se hallan en el primer tomo de la Silva, y por lo tanto tuvo que proporcionárselos de otras fuentes igualmente accesibles en Amberes. Si, en fin, el Sr. Ticknor concluye sus argumentos con la observación de que una colección publicada en España misma tiene que alcanzar mayor crédito que una impresa en Amberes, no dudamos que por lo general sea justa aquella observación; sin embargo, no podemos hallar en ella un argumento que haga más verosímil la prioridad de la Silva, pues es cosa sabida que muchas obras castellanas se publicaron por vez primera en los Países Bajos, y se reimprimieron después en España sin menoscabo de su crédito.

Por el contrario, admitida y probada la prioridad de la edición sin fecha del Cancionero de Romances, todo se vuelve claro, todo es natural en las relaciones entre ella y la Silva de 1550. Así, son excusadas todas las conjeturas y sutilezas para aclarar y explicar un caso, que resulta en verdad muy extraño, en viéndose precisado a admitir la publicación casi contemporánea de la Silva y de las dos primeras ediciones del Cancionero de Romances, en el mismo año de 1550. Pues así no hay ya motivo de dudar: que la primera edición del Cancionero de Romances precedió algún tiempo a la Silva, y , aunque faltan datos precisos para determinar con rigor el año de su publicación, puede colocársela con mucha probabilidad entre el de 1545, en que se conoce una publicación castellana de Martín Nucio (la de la Celestina), y el de 1550, cuando salió a luz ya la segunda edición del mismo Cancionero. Así ya no se hallará extraño, antes bien muy natural, que Estevan de Nájera, librero también, y librero español, estimulado por el feliz éxito de la empresa de su colega flamenco, se resolviese a publicar también en España misma una colección semejante, [p. 68] aprovechándose para ella de la de Amberes, reivindicando en cierto modo la cosecha recogida de su tierra natal por un extranjero, y comenzando así por el material ya preparado la suya; mas habiendo concebido un plan más amplio y adoptado un orden diverso, no reimprimió en su primer tomo más que la parte de la anterior que le contenía entonces, y alteró e intercaló en el prólogo de su antecesor, apropiándose en verdad poco concienzudamente hasta las palabras de aquél, los pasajes correspondientes a aquellas mudanzas. [1] Así, hallando al mismo tiempo que los romances del Cancionero de Romances no admitidos en el primer tomo de la Silva son todos caballerescos y por la mayor parte del ciclo carlovingio (véase la lista de ellos dada en nuestro tratado sobre la colección de Praga, pág. 150), se explicará fácilmente, por que el editor de la Silva no los incluyo en su primer tomo, «porque», según dice él mismo expresamente en el citado epílogo a este tomo, «fuera interrumpir el orden comenzado», porque los reservó para su segunda parte, donde en efecto los reimprimió en la sección que intituló: «Los romances que tratan historias francesas». La mayor parte de los carlovingios que contiene el Cancionero de Romances, los reimprimió casi en la misma serie, concluyéndola con aquel romance del Palmero que, como queda referido, lleva puesto el editor del Cancionero de Romances en su «mezcla» con los otros dos históricos, habiendo reimpreso exactamente todos los tres según el pliego suelto que hemos indicado.

Mas ahora se habrá visto también que el editor de la Silva no fué un falsificador o mero reimpresor, sino un editor crítico [p. 69] y concienzudo en cuanto a la redacción de los textos reimpresos, pues los reimprimió con enmiendas muy notables, ya sea con ayuda de manantiales más cumplidos y puros, ya sea con la de la memoria de sus amigos que, según dice en el citado epílogo, «le traían muchos romances que tenían», ya sea, en fin, con la de su propio ingenio y sagacidad crítica.

Así siguió recopilando materiales para su segunda, y tal vez una tercera (?) parte; mas sin haber tenido noticia de la segunda edición del Cancionero de Romances. Que éste fué el caso, y que tampoco Martín Nucio conoció o aprovechó la Silva para su segunda edición, se ve y puede probarse así por las variantes como por las adiciones que llevan la Silva y la edición de 1550 del Cancionero de Romances, siendo aquellas peculiares de cada cual de éstas; pues la edición de 1550 del último no ha aprovechado las enmiendas de la Silva, a pesar de ser necesarias y excelentes, y la Silva repite los textos imperfectos de la primera edición del Cancionero de Romances, aun cuando la segunda ya los contiene más cumplidos; y cuando los textos de la primera son tan corruptos que provocan imperiosamente a hacer enmiendas, las llevan hechas en efecto la segunda y la Silva, pero cada cual de modo diferente, lo que acaba de comprobar su independencia recíproca independencia muy fácil de explicar por su publicación contemporánea, en el mismo año de 1550, en lugares tan distantes como Amberes y Zaragoza. En cuanto a las adiciones y supresiones, también peculiares de cada cual de ellas, las hemos indicado escrupulosamente en nuestro tantas veces citado Tratado sobre la colección de romances sueltos de la biblioteca de Praga (páginas 141 a 152).

Las ediciones posteriores del Cancionero de Romances son por lo general reimpresiones casi literales de la edición de 1550; las pocas variantes que tienen son por la mayor parte meramente ortográficas, y si tal vez llevan alguna que otra enmienda más esencial, o suplen una omisión, es también sin tener en consideración las enmiendas de la Silva (sirvan de ejemplos comprobantes de lo dicho aquí, las variantes anotadas en nuestra colección).

De las ediciones posteriores de la Silva no conocemos de vista ni hemos aprovechado más que las dos ediciones que se dicen cada cual segunda, ambas publicadas en Barcelona, la una (de [p. 70] la cual totalmente desconocida hasta ahora, se ha hallado recientemente un ejemplar en Alemania) con fecha de 1550, e impresa por Pedro Borín; la otra del año de 1557, impresa en casa de Jaume Cortey; la de Barcelona, Jayme Sendrat, del año de 1582, y la de Barcelona, Juan de Larumbe, de 1617. La segunda del año de 1557—que es en un todo conforme a la otra del año de 1550, hasta en los yerros de imprenta y foliatura, así que no es más que una mera reimpresión de la de 1550, y todo lo que queda dicho de la una vale de la otra—la hemos descrito con detención en un tratadito peculiar, inserto en el Boletín de la Academia imperial de Viena (con el título de: Zur Bibliographie der Romanceros, tomo X, págs. 484 y sig.), y allí demostrado, que es en efecto mera reproducción del primer tomo de la primera, con pocas e indiferentes variaciones en los textos, pero poniéndolos en orden algo diverso y con algunas supresiones y adiciones peculiares de ella («agora nuevamente añadido y enmendado aquí en Barcelona algunos romances», etc.: según dice el editor en su nuevo prólogo). De la edición de 1582, como de las demás, vale lo que ha observado el Sr. Durán, hablando de la edición de Barcelona, 1578: «no era reproducción, sino selección de lo contenido en las anteriores con aumentos de otras obras modernas y contemporáneas a la edición», o según dice su portada: Silva de varios romances recopilados, y con diligencia escogidos de los mejores romances de los tres libros de la Silva (este libro tercero de la Silva en su primera edición no se conoce hasta ahora más que por esta mención en la portada de las posteriores). La edición de 1582 lleva, empero, los textos escogidos de la primera, exactamente reimpresos con todas sus enmiendas.

Con haber asentado así las calidades y las relaciones recíprocas de la primera y segunda edición del Cancionero de Romances, y de la primera de la Silva, esto, es de las tres fuentes más antiguas y más cabales de los romances viejos tradicionales y populares, y por lo mismo de nuestra colección, hemos demostrado al mismo tiempo el camino que tuvimos que seguir en la redacción de nuestro texto. Es decir, que no pudimos menos de tomar por base el texto más antiguo de la edición sin fecha del Cancionero de Romances; adoptando, empero, en el mismo texto las correcciones, los complementos y las enmiendas de la Silva, de la [p. 71] segunda, y tal vez también de las ediciones posteriores del Cancionero de Romances, cuando se trataba de corregir los yerros de imprenta, de completar o enmendar el sentido, evidentemente incorrecto, incompleto o dañado en el antiguo texto, y relegado entonces por nosotros a las notas—anotando, por el contrario, las variantes de las ediciones posteriores a la primera del Cancionero de Romances, cuando se ceñían a corregir las imperfecciones de la medida y rima, a sustituir voces y expresiones anticuadas con las corrientes entonces, a pulir el giro de la frase y el estilo sin alterar o enmendar esencialmente el sentido, de suyo claro y cumplido en el texto antiguo. o a añadir o intercalar introducciones, epílogos y glosas, no necesarias y antes bien repugnantes al espíritu y tono de la poesía popular—; y suprimiendo, en fin, totalmente las variantes meramente ortográficas.

Además de estas tres fuentes principales de la presente colección, nos han suministrado materiales también los Romanceros siguientes:

Romances nuevamente sacados de historias antiguas de la crónica de España, compuestos par Lorenzo de Sepúlveda. Tan sólo de los romances añadidos en la edición de 1556 hemos recogido algunos que, aunque ya reformados, eran de procedencia tradicional (véanse el Catálogo del Sr. Durán, y nuestro tratado: Ueber die Romanzen-Poesie, 1. c., tomo 114, págs. 14 a 18).

Libro de los cuarenta cantos que compuso un Cavallero llamado Alonso de Fuentes. Nos ha suministrado un solo romance, el viejo fragmento del rey D. Alfonso el Sabio (véanse la obras citadas).

Cancionero de Romances sacados de las crónicas antiguas de España con otros hechos, por Sepúlveda. Y algunos sacados de los cuarenta cantos que compuso Alonso de Fuentes. Medina del Campo, por Francisco del Canto, 1570, en 16º (véase nuestro tratado: Ueber die Romanzen-Poesie 1. c., tomo 114, págs. 20 a 22; que la colección intitulada: Recopilación de Romances... por Lorenzo de Sepúlveda, Alcalá, 1563, es una edición anterior del mismo Cancionero, de la cual existe una reimpresión, pero ya con el título de Cancionero, etc., de Alcalá de Henares, Sebastián Martínez, 1571, lo hemos demostrado en nuestro tratadito: Zur Bibliographie der Romanceros, 1. c., págs. 485 a 487; ya allí hemos [p. 72] manifestado que nos parece muy verosímil la opinión del Sr. Durán, que sean ediciones del mismo Cancionero las citadas por Nicolás Antonio con los títulos de Romances sacados de la historia de España del rey don Alonso. Medina del Campo, Alfonso del Canto, 1562; y Romances sacados de la historia, de los cuarenta cantos de Alonso de Fuentes, Burgos, Felipe Junta, 1579. Y ahora añadimos que tenemos también por ediciones del mismo Cancionero la mencionada en el Semanario Pintoresco, año de 1853, página 149, como existente en la biblioteca de la Universidad de Santiago, con el titulo de Cancionero de Sepúlveda, 1520 (sic); y otra que hemos hallado mencionada en una copia manuscrita del catálogo de la biblioteca del Escorial, que posee la imperial de Viena (Cod. ms., núm. 9478), con el mismo título de Cancionero de Sepúlveda, Sevilla, 1584). Los romances incluídos en este Cancionero de Medina, y sacados del Cancionero de Amberes y de la Silva, están reimpresos exactamente según los textos más antiguos, es decir, el del Cancionero de Romances s. a. y el de la Silva de 1550. Tiene, además, dos o tres romances viejos tradicionales, peculiares de él.

Cancionero llamado Flor de enamorados.. . copilado por Juan de Linares (véase el Catálogo del Sr. Durán).

Las Rosas de Timoneda (véase la Rosa de Romances o Romances sacados de las Rosas de Juan de Timoneda..., por F. J. Wolf, Leipsique, 1846. Acaso es primera edición de la Rosa de Amores el librito intitulado Sarao de amor, Valencia, Joan Navarro, 1561, en 8º (Véase el Catálogo de Durán.) Del romance de la Hermosa Jarifa, inserto en la Rosa de Amores, cita Fuster en su Biblioteca Valenciana, tomo I, pág. 162, la edición impresa por separado con el título de «Historia del enamorado moro Abindarraes compuesta por Juan Timoneda, impresa en Valladolid en la imprenta de Alonso del Riego, impresor de la Inquisición, sin año, en 4º. En seguida van otros romances, el uno del Rey Chico de Granada, y el otro de Fileno»). Que Las Rosas contienen, como hemos dicho en su tiempo, por la mayor parte romances viejos y de procedencia tradicional, aunque ya más o menos reformados por el editor, va ahora aun más comprobado por haberse encontrado que algunos pertenecen simultáneamente a ellas, y a la segunda parte de la Silva.

[p. 73] 6º Ginés Pérez de Hita, Historia de los bandos de los Zegríes y Abencerrajes, etc., primera parte. Segunda parte de las guerras civiles de Granada, etc. (Véase el Catálogo de Durán, y nuestro tratado: Ueber die Romanzen-Poesie, 1. c., tomo 114, págs. 25 a 34. Hay reimpresión de las dos partes también en el tomo III de la Biblioteca de autores españoles, Madrid, Rivadeneyra, 1846.)

7º Juan de Ribera, nueve romances, s. 1., 1605 en 4º (Véase la Floresta de rimas antiguas castellanas de Böhl de Faber, tomo I, números 124 y 142. Que estos romances no son todas composiciones de Ribera, sino que algunos son viejos y de procedencia tradicional, puede probarse también por documentos, como el del que dice: Paseábase el buen conde, hay fragmento y glosa en la Segunda parte del Cancionero general, edición de Estevan G. de Nájera, Zaragoza, 1552. (Véase la nota 35.)

8º Juan de Escobar, Romancero e historia del muy valeroso caballero el Cid Ruy Díaz de Vivar, en lenguaje antiguo, recopilado por... etc. (Véase el Catálogo de Durán.)

9º Damián López de Tortajada, Floresta de varios romances sacados de las historias antiguas de los hechos famosos de los doce pares de Francia, agora nuevamente corregidos por... (Véase ibid., donde, empero, constituyen yerros de imprenta las fechas de las ediciones de Madrid, pues así han de leerse: 1711, 1713, 1716, 1764. La primera edición, según Pellicer, notas al Quijote, edición de 1797, tomo I, pág. 165, salió a luz en Alcalá, en el año de 1608.)

Tenemos, en fin, que mencionar con singular agradecimiento dos colecciones entre las modernas, la Silva de Romances viejos del Sr. Jacobo Grimm, y el tantas veces aplaudido Romancero general del Sr. Durán: [1] la primera, por habernos servido de modelo [p. 74] al concebir el plan de la nuestra; la segunda, por ser no sólo el más rico tesoro de la Romances de los españoles, sino también [p. 75] la más cabal y perfecta colección de este género que se conoce, bajo todos aspectos, con excelentes introducciones y discursos [p. 76] preliminares, con notas muy eruditas y acertadas, y con índices utilísimos (véase nuestro artículo circunstanciado sobre esta obra [p. 77] maestra en el periódico alemán intitulado: Blätter für literarische Unterhaltung, año de 1852, núms. 16 y 17).

FERNANDO JOSÉ VOLF.                                    CONRADO HOFMANN.

[p. 78]

Notas

[p. 9]. [1] . El más antiguo documento en que aparece el nombre de romances, usado en el sentido actual, es, que sepamos, la célebre carta del marqués de Santillana, donde dice: «Infimos son aquellos que sin ningún orden, regla nin cuento façen estos romances e cantares, de que las gentes de baxa e servil condición se alegran.» Con el nombre de romance se designó en un principio toda composición en lengua vulgar (en romance), y luego se señalaron con él más bien los poemas largos de caballería y de aventuras (como también los franceses llaman tales poemas: romans), destinados a ser cantados o recitados y leídos (como, p. e., el poema de Apolonio, que se llama a sí mismo: un romance de nueva maestría), al paso que las verdaderas canciones populares, los productos de la poesía popular lírico-épica, se hallan mencionadas en los documentos más antiguos (anteriores al siglo XV, como en la. Crónica general, en las Leyes de Partida, etc.), con el nombre de cantares, cantares de gesta, cantares de los juglares, distinguiéndolas así de las canciones meramente líricas que se apellidaron cantigas (véanse, p. e., las poesías del Arcipreste de Hita, coplas 1.487 y 1.488).

[p. 12]. [1] . Como los Sres. Grimm, Diez, Dozy, y el Excmo. Sr. Marqués de Pidal. Así es que también, el último, uno de los pocos nacionales que se han inclinado a esta opinión, dice (en la excelente introducción a la edición del Cancionero de Baena: de la poesía castellana en los siglos XIV y XV, pág. XXII): «Con el tiempo sucedieron dos cosas: que los poetas eruditos introdujeron la medida fija en la poesía, y que los compositores populares perfeccionaron sus metros, poniendo poco a poco la cesura en el medio de los versos largos de diez y seis sílabas, de lo que resultó el romance.» Pero alega solamente documentos y citas para probar que las poesías castellanas más antiguas no tenían sílabas determinadas ni medida fija; mas ningún ejemplo de tales poesías en versos de diez y seis sílabas, al paso que él mismo añade (1. c. pág. XXV): «Los juglares y cantores populares adoptaron casi exclusivamente el verso fácil y sencillo de ocho sílabas, asonantado, que se alzó en lo sucesivo con la denominación de romance, común antes a todo género de composiciones en lengua vulgar... No se crea, sin embargo, que esta especie de metro no se conocía desde muy antiguo: todo induce a creer, por el contrario, que el romance octosílabo fué la primera forma métrica castellana, aunque tal vez se escribía siempre o casi siempre en líneas o versos de diez y seis sílabas, con el asonante o consonante al final.»

[p. 13]. [1] . Muchos partidarios ha tenido esta teoría de Conde (véase la Historia de la lit. esp. de Ticknor, trad. castell., tomo I, págs. 114 y 115), contra la cual, empero, el Sr. Durán se ha declarado ya en el discurso preliminar a su Romancero de rom. caball. e hist. (ed. de Madrid, 1832, pág. XVII): «En una palabra, nuestro Romance, tal como es y ha sido, es tan exclusivamente propio de la poesía castellana, que no se encuentra en ninguna otra lengua ni dialecto que se hable en Europa.»—Y en la nota (15) a este pasaje (pág. XXXV): «Para atribuirla un origen arábigo, no tenemos otro motivo que haberlo así insinuado el erudito Conde en su Historia de los Árabes en España; mas de cualquiera modo, no es menos cierto que sólo se adoptó entre los castellanos. Los romances árabes, como Conde los presenta (!), no son idénticos a los nuestros, y parecen un monorrimo en versos de diez y seis sílabas, con hemistiquio de ocho sin blancos intermedios.»—Baste, pues, para despachar para siempre la teoría harto decantada, pero ya rancia de Conde, alegar el dictamen de un orientalista tan versado en las literaturas del oriente y occidente, como lo es el Sr. Dozy (véanse sus Recherches sur l'histoire politique el littéraire de l'Espagne pendant le moyen âge, tomo I, págs. 609 y sig., donde dice entre otros... Quant à des romances arabes, on n'en trouve pas la moindre trace, et l'on peut regarder comme tout à fait surannée, l'opinion d'après laquelle les Romances moriscos auraient été traduits de l'arabe); y el juicio de un crítico tan sagaz como el Sr. Durán, repetido también en la nueva edición de su Romancero general (tomo I, págs. XXI y XXII): «En los (romances) históricos primordiales nada de árabe se percibe, nada de oriental, y son puramente castellanos.»—Aunque el ilustre orientalista D. Pascual de Gayangos no conviene del todo con el Sr. Dozy, concluye también su erudita apología en defensa de la existencia de una poesía popular de los árabes en España, con las siguientes palabras: «Por lo demás, creemos con nuestro autor (Ticknor), y con el Sr. D. Agustín Durán, cuyo Romancero acaba de ver la luz pública, que la influencia de la poesía arábiga no fué ni directa ni tan poderosa como Conde y otros han asegurado» (véase su traducción de la Historia de la lit. esp., de Ticknor, tomo I, pág. 516).

[p. 14]. [1] . Son de este número los Sres. Depping, Huber, Schack, Ticknor, Du-Méril y Lemcke, y casi todos los naturales de España desde el marqués de Santillana y Juan de la Encina hasta Durán. Uno de los más recientes y, por cierto, de los más eruditos y sagaces críticos nacionales, el Sr. D. Manuel Milá y Fontanals ( Observaciones sobre la poesía popular. Barcelona, 1853, pág. 35), parece admitir el haber tenido los hemistiquios de los versos largos de los poemas cultos del siglo XIII un gran influjo en el desarrollo de la forma conocida de los romances—y diremos luego hasta qué punto tiene razón según nuestro modo de ver—; sin embargo, no puede menos de admitir también él, que «los octosílabos usados anteriormente en la poesía lírica, acabaron por constituir el verso propio de los romances o poesía popular castellana».

[p. 14]. [2] . Así dice el Sr. Alcalá Galiano (Observaciones a la Introducción del Sr. Depping a su Romancero, tomo I, págs. LXXIII y LXXIV): «Por otro lado, siendo el octosílabo mitad de otro más largo, debería serlo de un verso de diez y seis sílabas. Ahora, pues, estos no se encuentran ni en las composiciones más viejas. En el poema del Cid no tienen los versos medida regular, siendo ya más cortos, ya más largos (lo mismo puede decirse de la Crónica rimada del Cid). En los poemas de Gonzalo de Berceo y en el Alejandro (como en los demás poemas del siglo XIV), son los versos de catorce sílabas cuando más, y otras veces de doce», lo que es lo normal, pues sus modelos los versos largos de los poemas franceses, son de doce sílabas, determinando los franceses sus medidas por los agudos, y los alejandrinos castellanos, llamados con respecto a su origen también: versos franceses, se dicen de catorce, porque en español las medidas se cuentan por los llanos. Véase también: Díez, Altromanische Sprachdenkmule; pág. 107, quien ha mostrado, a no más dudar, que el alejandrino también en francés era no más que un desarrollo del verso épico primordial de diez sílabas. Ibid, págs. 128 a 130). Así es que el Sr. Durán ha dicho con tanto acierto, hablando de la Crónica rimada del Cid (Rom gen., tomo I, pág. 482): «Este poema... debe presumirse obra de un juglar que con pretensiones de poeta artístico reduce a versos largos, de forma francesa, los redondillas de la nuestra nacional.»

[p. 15]. [1] . Por extravagante que pudiese parecer a primera vista esta aserción—que nosotros empero nos hemos ensayado en probar con argumentos (véase F, Wolf, Ueber die Romanzen-Poesie der Spanier, en los Anales lit., de Viena, tomo 117, págs. 87 a 89),—la ha aprobado también el Sr. Dozy (1. c., pág. 649, donde dice: La poésie qui se forma en Espagne, n'était pas une poésie épique proprement dite. Celle-ci ne pouvait naître en Espagne, etc.). Si, al contrario, el docto Sr. Lemcke, en el excelente Manual de la lit. espa. que acaba de publicar (Leipsique, 1855, en octavo, tomo II, página 9), desaprueba algunos de nuestros argumentos o más bien conjeturas sobre las causas de este singular fenómeno, no puede menos de conceder su realidad, hallando una razón suficiente de su existencia en la misma popularidad de los romances, trastornando así nuestra cuestión principal; ¿por qué habían de contentarse los españoles con los versos cortos épico líricos de los romances, y no habían de procurarse un metro más largo indígena verdaderamente épico como otras naciones?

Es verdad también que un crítico tan sagaz como el Sr. Milá y Fontanals (1. c., págs. 55 y 56), ha asentado últimamente una opinión que puede parecer contraria a la nuestra; empero se echa de ver que ha confundido la poesía posterior de los romances con la primordial, el pueblo de los siglos XVI y XVII con el de los primeros siglos de los reinos de España: un pueblo, por cierto, no de labradores y villanos, antes bien de guerreros, hidalgos y caballeros; que él mismo se ve forzado a admitir como cosa más natural: que «los largos cantares de gesta, del mismo género de los franceses, se fundaron sobre poesías más cortas, que quedaron absorbidas por los mismos; que el nombre de romance no se aplicó específicamente hasta muy tarde a la clase de poesía que después ha designado»;—y que, en fin, diciendo: «que no había diferencia alguna entre los cantares de gesta y los romances., no ha ponderado de una parte el peso muy grave de los elementos y carácter lírico-dramático de los romances, los cuales constituyen una diferencia muy esencial y de gran influjo en las formas, y que no ha reconocido de otra parte las huellas palpables de elementos extranjeros y del influjo de la poesía artística, que ya tienen los poemas más largos (y reconocemos de este género no más que los dos del Cid), aunque se hayan designado con el nombre de cantares de gesta indiferente mente los cantos populares narrativos y sus refundiciones y enlazamientos por los juglares o los clérigos (véanse la nota 1, y la introducción del señor Huber a su edición de la Crónica del Cid, pág. XXXVIII, donde dice con mucho tino: «Esto, sin embargo, no es decir que los romances o cantares juglarescos no se hayan distinguido en nada de los populares: pues no sólo se conservarían entre los juglares por más o menos tiempo algunos poemas en alejandrinos, como el del Cid, sino que hasta los romances juglarescos tendrían más extensión, aproximándose a poemas épicos pequeños, como lo vemos en algún que otro de los más largos de los romances de los doce Pares del Cancionero de romances).»—Rastros visibles de semejantes rehacimientos y enlaces se hallan aun en los mismos poemas largos o cantares de gesta franceses, donde se encuentran tantas veces repeticiones de la narración del mismo hecho o de la descripción de la misma situación en coplas (vers o tirades) consecutivas, no sólo de diferente asonancia, mas también de diferente estilo, y aun con costumbres que se refieren ya a diversos tiempos, y con pormenores que tal vez se contradicen: se encuentran tales repeticiones lo más amenudo en las refundiciones más recientes o en los asuntos más populares y más divulgados, y precisamente de las hazañas o situaciones más interesantes: indicios claros que estas repeticiones son no más que otras tantas versiones de los cantos populares que han servido de base a los poemas largos, hechas en diferentes tiempos y ensartadas e incorporadas en sus poemas por los compositores o compiladores (diaskeuastas) de ellos (véanse Monin, Dissertation sur le Roman de Roncevaux, París, 1832, págs. 69 y sig.;—F. Wolf, Ueber die neuesten Leistungen der Franzosen für die Herausgabe ihrer Nacional-Heldengedichte. Viena, 1833, págs. 168 y sig.;—Fauriel, Hist. de la poésie provençale, tomo II, págs. 292 y sig., y Histoire litt. de la France, tomo XXII, págs. 182 y siguiente:—y sobre todos, J. Barrois, Éléments Carlovingiens. París, 1846, págs. 186 a 228, quien ha dado muchos ejemplos, y dice, entre otros, con todo acierto: Les chants primitifs emploient de petits vers, les épisodes sont traités avec laconisme: le temps allonge les vers et accroit les textes, qui bientôt s'étendent indéfiniment.»— Las opiniones de los Sres P. París, Hist. Iitt. de la France, tomo XXII, pág. 262; Génin, La Chanson de Roland, París, 1850, págs. CII a CV, y Jonckbloet, Guillaume d'Orange, tomo II, páginas 194 y 195—además de ser muy modernas en su modo de ver,—caen al suelo con sólo considerar que el mismo autor no habría podido componer narraciones o descripciones con pormenores tan diversos y tal vez contradictorios, y que se encuentran semejantes repeticiones las más voces en composiciones más recientes destinadas no más a ser cantadas; al paso que no se encuentran nunca en los Romans compuestos por los poetas artísticos.

Con mano de maestro ha resumido las importantes consecuencias de este fenómeno el Sr. Barrois, cuando dice (1. c., pág. 232): Les couplets multiples prouvent par cela même, que les versions n'ont point été altérés quant au fond, et qu´elles sont, pour ainsi dire, un écho contemporain, le retentissement de l´actualité; toutefois, elles se modifièrent en passant à travers les âges, et conservèrent le reflet des influences postérieures.— De este proceder hay un ejemplo muy pertinente en la misma poesía castellana, y documentos harto conocidos en los romances del Cid que tratan del cerco de Zamora. El cerco de Zamora era ya un asunto muy popular, y popularizado por los juglares en tiempo del rey Don Alonso el Sabio, como lo prueba su Crónica (4ª parte, ed. de Valladolid, 1604, fol. 214 Vº, donde dice, hablando de aquel cerco: «E dicen en los cantares que la tovo cercada siete años, et caetera).» Ahora bien, de este mismo asunto hay todavía un largo romance, «nuevamente hecho», como lo dan pliegos sueltos, la Silva, ed. de 1550, y el Cancionero de romances, s. a. (comienza: Después que Vellido Dolfos , y contiene además en uno los romances que dicen: Arias González responde;—Ya se sale por la puerta;—Doña Urraca la infanta), al paso que las ediciones del Canc. de Rom., con fecha (desde 1550), y las colecciones posteriores reimprimen aquel romance largo disuelto de nuevo en sus elementos, vale decir en romances separados, intercalando otro que dice: Ya cabalga Diego Ordóñez—del real se había salido (del cual hay otras dos versiones en pliegos sueltos y en la Rosa esp. de Timoneda), asunto ya tratado. en el largo romance: añaden además de la Silva de 1550 y todas las ediciones del Canc. de Rom. los romances que dicen: En Santa Gadea de Burgos; (y de éste hay también dos otras versiones que dicen: En Toledo estaba Alfonso; y En Santa Agueda de Burgos; y : Por aquel postigo viejo (en dos versiones), asuntos también ya tratados en el largo romance, pero con variación en los pormenores: repeticiones intercaladas y añadidas, claro esta, por ser los asuntos en ellas tratados los más interesantes rasgos de aquella tradición, conservados en tantas versiones o cantos populares, todas las cuales los primeros colectores han creído deber incorporar aun después de haber dado la narración entera en un romance largo y nuevamente hecho con asonancia uniforme.—De aquí es que el Sr. D. Eugenio de Tapia (Historia de la civilización española, Madrid, 1840, tomo I, página 268), haya dicho con sobrada razón: «Tengo, pues, por cierto, que antes del siglo XII se cantaban en Castilla romances en lengua vulgar, porque ésta es la versificación más sencilla y acomodada a las canciones populares, Y aun me atreveré a decir que antes de escribirse el poema del Cid, a mediados del siglo XII..., se cantaba en romances la historia del Cid, y tal vez el poema se compuso en gran parte con ellos.»

Tocante, en fin, a la teoría del Sr. Milá y Fontanals, que los primeros romances castellanos—y en general los cantos populares primordiales históricos y caballerescos—dimanaron de los cantares de gesta, vale decir de los poemas largos épicos, y que de esta suerte se transformó en popular la poesía heroica (1. c., págs. II y 55 ; esta teoría sostiene también el señor Génin), le concedemos, que muchas veces se han disuelto de nuevo los tales poemas en sus elementos en cantos populares, y que de los últimos los que tienen este origen son tal vez los más antiguos que hayan llegado a nosotros; mas por cierto estas partes de los poemas largos, transformadas de nuevo, y quizá más de una vez, en cantos populares, no pueden considerarse como los cantos primitivos populares, confundirse con los primordiales; antes bien no admite duda, que todos los poemas verdaderamente épicos y nacionales (pues las epopeyas inventadas por los poetas artísticos aquí no entran en consideración) tienen que haber tenido por manantiales los cantos primitivos populares, y de estos sus elementos han debido conservar rastros todavía visibles, aunque no poseamos casi ningunos ejemplos de aquellos cantos primordiales, lo que, como queda dicho, no es de admirar. Así dice, p. e., el Sr. P. París, hablando del cantar de gesta de Amis et Amile (Hist. Iitt. de la France, tomo XXII, pág. 289): Nous croirions volontiers qu'avant de former une seule geste, elle était divisée en nombreuses et courtes chansons indépendantes les unes des autres, comme en Espagne les romances du Cid et de Bernard de Carpio. Les diverses parties de l'ouvrage que nous avons sous les yeux ne semblent pas jointes d'une façon naturelle. On aperçoit de grandes lacunes dans le récit, et même on pourrait sans trop de peine découdre toute la trame, en détachant un à un tous les morceaux qui furent employés pour la composer.— Y el mismo ha observado con su acostumbrada sagacidad respecto al Roman du roí Horn (ibid., pág. 554): Il nous suffit de trouver ici la preuve assez nette qu'avant de devenir chanson de geste, la fable de Horn était un lai, soit écossais, soit bretón. Et ce qui nous est révélé pour cette légende, nous pouvons le supposer d'un certain nombre d'autres chansons de geste, fondées les unes sur des lais bretons de courte haleine, les autres sur des cantilène franques et germaniques, etc.—Esto era en todo tiempo y en todas partes el desarrollo natural de toda poesía verdaderamente épica y popular; esta teoría en cuanto a los poemas homéricos, p. e., asentada años hace por los más famosos críticos entre nosotros, ha sido comprobada últimamente por el eruditísimo helenista Sr. Teodoro Bergk, en su excelente programa: Uber das älteste Versmass der Griechen, que acaba de ver la luz pública (Friburgo, 1854); dado, pues, por sentado que los poemas homéricos hubieron de tener por elementos cantos populares anteriores a ellos, y que estos debieron haber tenido una forma más compendiosa, correspondiente a su carácter lirico-dramático y a su destino de ser cantados: el hexámetro, como demasiado largo y pesado para este fin, no podía ser el metro más antiguo de los griegos; lo debía ser un metro más corto, más vivaz, más cantable, en suma, más propio de cantos populares; y, en efecto, lo ha hallado en el verso dímetro, llamado paremíaco (en sus dos formas principales de enoplio y prosodíaco), ha hallado rastros de él en refranes antiguos (así el P. Sarmiento ha deducido de los refranes la invención de los romances), en inscripciones, y ejemplos en cantos populares más recientes (como en los llamados Linos e Himeneo, etc.).—«Claro está, dice (1. c., pág. 16), que en estos versos cortos de refranes eran compuestos también aquellos cantares en que los cantores del tiempo antiguo celebraban las hazañas de los antepasados ( κλ&17;α ἀνδρῶν ), y de suerte que siempre dos versos eran juntos a pares, lo que aun ahora se deja conocer.»

[p. 19]. [1] . Véase, p. e., el Ensayo histórico sobre el origen y progresos de las lenguas, señaladamente del romance castellano, del Sr. Marina (en las Memorias de la Real Academia de la Historia, tomo IV, págs. 34 a 37), donde dice, entre otras cosas: «Todo se mudó y trastornó en España a influjo de los franceses, señaladamente del arzobispo de Toledo D. Bernardo. Los sagrados y venerables cánones de la iglesia de España; su liturgia y antigua disciplina; la política civil y eclesiástica; el orden en los oficios divinos, todo mudó de semblante, todo se alteró, sin excluir el arte de escribir; porque el emperador (Alonso VII de Castilla), a instancia de los francos, mandó se adoptara en el reino la letra galicana o francesa en lugar de la gótica, mudanza que, imposibilitando a los españoles la lección de sus antiguos códices, influyó mucho en la nueva lengua vulgar.»

[p. 22]. [1] . Que este modo de rimar en parejas es indígena y usado desde largo tiempo en la poesía castellana, lo hemos probado en otro lugar (véase Ueber die Romanzen-Poesie der Spanier, 1. c., tomo 117, págs. 104 a 107), y a los ejemplos allí alegados podemos ahora añadir uno muy pertinente, pues prueba su uso ya en tiempo del rey Don Enrique III de Castilla en «cantares y refranzillos que decía el pueblo». (Véase el Cancionero de Baena, ed. de Madrid, nota XCVI, pág. 660.)

Versos pareados, producidos por la falta de blancos intermedios, se hallan no sólo en romances castellanos, sino también en portugueses, y al ofrecérsele un tal ejemplo dice el Sr. Almeida-Garrett (Romanceiro, tomo III, pág. 80). «Este e um dos muitos exemplos de se faltar de vez em quando á forçada lei da redondilha, augmentando a com. dois versos no mesmo repisado consoante ou toante obrigado.»

 

[p. 23]. [1] . Véase Rengifo, Arte poética española. Barcelona, 1703, en 4º, página 28, cap. XXII. «De los pareados o parejas, en versos de redondilla mayor.»—Así dice Durán (1. c., tomo I, pág. IX.): «Hay sin embargo algunos (romances) en versos cortos pareados que se usaron ya en el siglo XV», y romances de esta especie los ha colegido en el Apéndice III de su Romancero (tomo II, págs. 639 y sig.) bajo el epígrafe de «Romances de varias clases, hechos en versos pareados, anacreónticos o de ocho sílabas.»

[p. 23]. [2] . Veanse los ejemplos que hemos alegado en nuestro artículo: Ueber die Romanzen-Poesie (1. c., tomo 117, págs. 110 a 113); los que se hallan en nuestra colección de los romances en pliegos sueltos de la biblioteca de Praga (págs. 37, 108, III); y en el Romancero del Sr. Durán los núms. 305, 328, 359, 364, 372, con las notas del docto editor; p. e., la al núm. 364, donde dice: «Todos los carácteres de este romance indican ser también de los más antiguos y menos alterados en la imprenta, pues conserva las formas y cambio de consonantes con que hoy en día canta el pueblo los que son puramente tradicionales, y que no se han impreso (como el núm. 372).» También en los romances populares de los portugueses hay muchos ejemplos de este cambio de consonantes, como en el Romanceiro del Sr. Almeida-Garrett, en los romances de O conde d' Allemanha (y en los mismos lugares de su original castellano, que dice: A tan alta va la luna); de Dom Aleixo; de Silvaninha; de Reginaldo; de la Donzella que vai a guerra; de O captivo (según el original castellano, que dice: Mi padre es cierto de Ronda); lo que ha ocasionado al editor a hacer la siguiente observación (tomo II, pág. 81): «... cujas (do assoante ou toante) severas leis nao permittem que se mude senao em espaços regulares, e nunca mais de duas ou tres vezes en todo o decurso do mais extenso delles.

[p. 23]. [3] . Así hay variación del asonante, y conforme a la del sentido, en el lindísimo romance que dice: Galiarda, Galiarda, al paso que su refundición juglaresca, que dice: Ya se salia Aliarda, observa ya la misma rima en ar; así tiene el romance del conde Fernán González, que dice: Preso está Fernán González—el buen conde castellano, según el texto de la Silva (ed, de 1550) cambio de asonantes, mientras el Cancionero de Romances (ed. de Medina del año de 1570) y Timoneda lo dan con la asonancia ya hecha uniforme.

Es de notar que los juglares no se han contentado con introducir la identidad del sonido final de un cabo al otro de los romances, sino que han reunido también romances populares y separados en un gran romance encíclica por el mismo expediente de hacer uniformes sus asonancias (ejemplos muy conocidos de este proceder son los romances del Cid que tratan del cerco de Zamora, véase la nota 6), imitando también en esto sus modelos franceses. (Véase Díez, Altromanische Sprachdenkmäler, págs. 86 y 87.)

[p. 24]. [1] . Véanse: «Las seyscientas Apotegmas de Juan Rufo, y otras obras en verso.» Toledo, por Pedro Rodríguez, 1596, en 8º, donde se halla el siguiente pasaje, muy interesante para la historia de la poesía de romances en general (folio 26): «Sin duda este tiempo florece de poetas que hacen romances, y músicos que les dan sonadas: lo uno y lo otro con notable gracia y aviso. Pues como es casi ordinario amoldar los músicos los tonos con la primera copla de cada romance, dijo a uno de los poetas que mejor los componen, que excusase en el principio afecto ni extrañeza particular, si en todo el romance no pudiese continualla: porque de no hacello resulta, que el primer cuarteto se lleva el mayorazgo de la propiedad de la sonada, y dexa pobres a todos los demás.»

[p. 26]. [1] . Véase el «Apéndice sobre la clasificación de los romances considera dos relativamente a las épocas a que se atribuye su composición, y al en lace que forman entre sí las diversas modificaciones que experimentaron en la tradicional y en la artística (1. c., tomo I, págs. XXXIX y sig.).

[p. 27]. [1] . «Hemos denominado viejos a los romances que carecen de toda pretensión artística, que, conservados por la tradición oral, son anteriores a la imprenta, y no han llegado a nosotros escritos antes de dicha época.

Decimos antiguos a los que, tomados y calcados sobre los viejos, se compusieron por poetas del siglo XVI, desde su segunda hasta su quinta o sexta década, cuando ya se escribían o imprimían en pliegos sueltos o en antologías y colecciones generales y especiales.

Llamamos nuevos a los romances de la 6ª clase, todos de actualidad, ya en los hechos y asuntos de que tratan, ya en las formas vulgarísimas que aceptan.

Y, en fin, consideramos como modernos los de la 8ª clase, por contener en sí, y haber fijado todos los elementos que formaron el sistema poético nacional que llegó a popularizarse, y aún se continúa, como emanación de su tipo primitivo.»— Nota del Sr. Durán.

 

[p. 29]. [1] .Véanse los pasajes muy significativos e interesantes para la historia de esta clase de romances que hemos sacado de los prólogos de Fuentes y Sepulveda y reimpreso en nuestro tratado: Ueber die Romanzen-Poesie, 1. c., tomo 114, págs. 15 a 16 y 18 a 19.

[p. 32]. [1] . Es equivocación muy común en los extranjeros el tener las nueve partes de la Flor de varios romances nuevos que formaron después, con otras cuatro, el Romancero general, y el que, bajo el título de: Segunda parte, etc., publicó Miguel de Madrigal, por los verdaderos tesoros de la poesía popular de romances; todas estas colecciones contienen no más que imitaciones de los poetas artísticos y juegos de su ingenio, compuestos en las dos últimas décadas del siglo XVI o en la primera del XVII, y ninguno de los romances verdaderamente populares y viejos se halla recogido en ellas, las cuales servían más bien de almacén de moda para los aficionados de aquel tiempo.—Véanse las excelentes observaciones del Sr. Durán sobre las Flores y el Romancero general, en el Catálogo de los documentos, etc., al fin del tomo II de su Romancero general.

 

[p. 36]. [1] . Véanse las Siete Partidas, parte II, tít. XXI, ley XXI: «Como ante los caballeros deben leer las hestorias de los grandes fechos de armas quando comieren.»—Donde dice: «Et alli do non habien tales escripturas facienselo retraer a los caballeros buenos et ancianos que se en ello acertaron: et sin todo esto aun facien más que los juglares non dixiesen ant' ellos cantares sinon de gesta o que fablasen de fecho d'armas.»

[p. 36]. [2] . Véase la obra citada del Sr. Dozy, págs. 652 y sig. sobre el carácter del Cid, según la Crónica rimada y los romances viejos;—pág. 656, sobre Bernardo del Carpio,—y pág. 662 sobre el conde Fernán González.—Los argumentos con que el Sr. Durán (Rom. general, t. I, pág. 482, t. II, páginas 649 y sig.) ha impuguado estas opiniones, no nos parecen convincentes: pues creemos que no haya distinguido con todo el rigor que pide la verdad histórica la ricahombría y hidalguía de los reinos separados durante la Edad Media, de la grandeza y nobleza desde la época de su reunión en una gran monarquía. Las primeras, casi independientes (pues pudieron desnaturalizarse), y más altaneras y turbulentas que cualquier aristocracia feudal, tenían al rey poco más que por el primero entre pares (véase, p. e., el rasgo notable con que caracteriza la Crónica general, edición de Valladolid de 1604, fol. 233, al Cid, el tipo del caballerismo español); las segundas, por haber apartado sus intereses de las de las otras clases de la nación, fueron también domadas y sojuzgadas por la realeza, y, en fin, contentas de hacer el primer papel de galán leal en la corte del monarca casi absoluto.

[p. 38]. [1] . No puede caracterizarse mejor la manera de los poetas artísticos al tratar los asuntos históricos, que con las palabras de un romance satírico (en el Romancero general, el que empieza: Qué se me da a mí que el mundo) donde dice:

       Y porque para escribir
       romances coplas y letras
       de tan sábidas historias,
       es menester menos ciencia:
       pues un ficto pensamiento
       arguye más elocuencia,
       mayor ingenio descubre,
       más saber y más prudencia
       y sin mirar al objeto
       se advierte de un buen poeta
       el estilo, el pensamiento,
       el concepto y la sentencia.

El Sr. Milá y Fontanals (l. c., págs. 57 y sig.), aunque exagera con mucho el haber acertado en la imitación y restauración de los romances viejos los poetas artísticos, hasta poner la cuestión: «¿Se creó entonces (por ellos de nuevo) una poesía popular?», no puede menos de confesar: (sus romances) «no eran ya poesías verdaderamente populares (!), y exceptuando los trozos que no son sino imitación, y acaso copia perfeccionada (?) de los antiguos, están generalmente desprovistos de la precisión y claridad plástica de estos. Tienen un no sé qué de artificial (!), una complicación de cláusulas y frases, una trabazón de ideas, todo ello excelente, pero que arguye una procedencia no popular, y que no eran, por decirlo así, para el paladar del pueblo.»

[p. 41]. [1] . El Sr. Durán ha dividido el Romancero de vulgares en las secciones siguientes (en la obra misma, mientras que el prólogo se ciñe a seis secciones):

1) Caballerescos.

2) Novelescos y fabulosos.

3) De cautivos y renegados.

4) Históricos.

5) Tomados de leyendas devotas.

6) De valientes y guapos.

7) De casos y fenómenos raros y maravillosos.

8) De asuntos imaginarios.

9) De controversia, agudeza e ingeniosidad.

10) Satíricos, jocosos y burlescos.

11) Cuentos vulgares hechos en romances.

Nosotros hemos tratado con más detención de los romances vulgares en los Anales lit. de Viena, tomo 114, págs. 66 y sig., y en el periódico intitulado: Blätter für literarische Unterhaltung, año de 1852, nº 17.

[p. 43]. [1] . Con referencia a estos romances novelescos y a su heterogeneidad de los posteriores moriscos, ha dicho con sobrada razón el Sr. Durán (Romancero general, tomo I, pág. 10, nota 8): «Con efecto, poco antes de la conquista de Granada, y quizá hasta algunos años después, se hallan pocos romances moriscos novelescos que tengan vestigios muy señalados de la poesía árabe.»—(Véase también la nota 16, pág. 21.)—Y particularmente sobre los romances de Moriana y Galván dice en la nota al primero de esta serie (1. c. pág. 3): «Así éste como los demás de Moriana tienen un carácter caballeresco muy marcado y particular que los distingue, con algunos otros de esta sección, de los demás romances moriscos.»

Caracteriza, pues, con mano de maestro este género de romances novelescos viejos y populares como sigue (ibíd, pág. XIII): «Descúbrese en ellos cierto candor primitivo, cierta expresión de sencillez semi-bárbara; un lenguaje tan en su infancia; tantas palabras, frases y giros de expresión anteriores a la reforma con que se nos presentan, que es imposible no considerarlos como de muy remota procedencia, y como hijos de un espíritu que se empleaba en asuntos e invenciones de suyo muy populares, aunque ya impregnadas del colorido oriental que los árabes nos iban lenta y escasa mente comunicando.»—En verdad, tan «lenta y escasamente», que las invenciones de estos romances no se distinguen de las de los otros viejos populares, sino por las costumbres y otras cosas meramente accesorias, que no mudaron en nada su carácter esencial y espíritu nacional.

[p. 44]. [1] . Sirva de prueba del influjo que tenían los asuntos tomados de los poemas italianos en los romances novelescos, p. e., el romance morisco de Gazul, que dice:

No de tal braveza lleno
Rodamonte el africano, etc.

[p. 46]. [1] . Así dice el docto conde Alberto de Circourt en su excelente: Histoire des Mores Mudejares (Tomo III, págs. 325 y sigs.) con tanta razón como agudeza: Ces pauvres Mores des romances sant bariolés comme Arlequin, empanachés comme des saltimbanques, emblasonés de devises comme un livre de Saavedra: et quelles devíses! de vaisseaux dont pensée forme la poupe, à qui ferme foi sert de pilote, et dont les écoutilles sont les deus yeux d'un amant, etc. Y describe (1. c., págs. 326 y 327) según autoridades acreditadas el traje histórico de los moros de aquel tiempo.

Así dice una autoridad nacional, el célebre poeta Ángel de Saavedra, duque de Rivas (Romances históricos. París, 1841, págs. 6 y 7): «Entonces nacieron los romances moriscos; engañándose mucho los que, escasos de erudición, juzgan estas composiciones originariamente árabes. Error que se nota con sólo considerar que ni las costumbres, ni los afectos, ni las creencias que en ellos se atribuyen a personajes moros, son los de aquella nación; advirtiéndose desde luego que son cristianos enmascarados con nombres y trajes moriscos, etc.»

Véanse también las notas del Sr. Alcalá Galiano a la introducción del Sr. Depping a su Romancero, tomo I, págs. LXXX y LXXXI.

Esta moda de hacer romances a lo morisco fué, como sucede siempre con cosas de moda, luego exagerada, y se compusieron tantos romances moriscos, y entre ellos tan «ridículos, estrafalarios y culterizantes», que provocaron la sátira y la oposición del gusto natural y sencillo contra aquel facticio y amanerado, y dieron margen a aquellas parodias que se conocen bajo el título de romances moriscos, satíricos, jocosos y burlescos; otra prueba de la escasa o ninguna verdad histórica de los moriscos novelescos.

[p. 47]. [1] . Véase la nota 3.—Añádanse las autoridades alegadas por nosotros para impugnar este supuesto orientalismo de la poesía castellana y especialmente de los romances moriscos, en los artículos: Ueber die Romanzen-Poesie, 1. c., tomo 117, págs. 160 y 161, y sobre el Romancero del Sr. Durán, en el periódico que lleva por título: Blätter für literarische Unterhaltung, año de 1852, nº 16, donde hemos mostrado que el Sr. Durán ha refutado él mismo muy bien las extravagancias de esta teoría en otros pasajes de su prólogo (cabalmente en la nota 16, pág. XXI); y manifestado con eso su candor y su esfuerzo para librarse de preocupaciones nacionales y arraigadas.—Tenemos además la satisfacción, de que el autor que recientísimamente ha tratado de este asunto, un conocedor tan fino y profundo de la literatura española como el Sr. Lemcke (1. c., tomo I, pág. 19, tomo II, pág. 16), se ha declarado también contra aquel orientalismo de la poesía castellana, contra el influjo exagerado de los árabes en la formación del carácter nacional español, contra la posibilidad de una «fusión de la poesía árabe pura y de la castellana primitiva en las nuevas formas que adquirió la civilización por el roce y trato de ambos pueblos», y por de contado contra «la verdad histórica y moral» de los romances moriscos.

[p. 49]. [1] . Véanse la excelente exposición del estado social de España durante la Edad Media, en el Prólogo del Sr. Durán, 1. c., págs. XVI a XX; y las observaciones muy justas y concisas sobre el caballerismo español, en el Manual del Sr. Lemcke, tomo I, pág. 22.

[p. 51]. [1] . Véanse, p. e., los pasajes del Cancionero de Baena alegados en nuestras adiciones a la traducción alemana de la obra del Sr. Ticknor, tomo II, págs. 687 y 688.

[p. 52]. [1] . Danse a conocer como originarios franceses y fundados en tradiciones bretonas especialmente los asuntos en que hacen un papel las fadas y los encantamientos, elementos fantásticos que repugnaban al espíritu histórico y al caballerismo real de los españoles, así como a su ortodoxia de cristianos viejos (véase el Discurso preliminar del Sr. Durán, 1. c., tomo I, pág. LXI). Que estos elementos no fueron, empero, de origen oriental, lo prueba su carácter diferente del oriental, y el hallarse más frecuentemente y más conforme todavía a la mitología céltica en los romances portugueses. Así dice el Sr. Almeida Garrett (Romanceiro, tomo II, pág 19, tratando de la versión portuguesa del romance castellano, que dice: A cazar va el caballero; de otro romance de aquel género, el que dice: De Francia partió la niña, conservado también en una versión portuguesa ha señalado ya el Sr. Depping, 1. c., tomo II, pág. 180, su origen francés), con mucho acierto: Accresce que o romanee castelhano, propriamente ditto, nunca se lançou no maravilloso das fadas é incantamentos que a eschola celtica de França é Inglaterra, é mais ainda á neo-grega de Italia fizeram depois tam familiar na Europa: os severos descendentes de Pelaio nao tinham mythologia nos seus poemas, cantados ao som de lança no escudo e a compasso da cuttilladas. O sobrenatural d'esta historia parece-se mais com as crenças é supertições, ainda hoje existentes no nosso povo, das moiras incantadas, das appariçoes da manhan de San' Joao, e de outros mythos nacionaes, etc.»

[p. 53]. [1] . En Portugal fueron ya por medio de los caballeros borgoñones, que ayudaron a reconquistarlo, y de su primera dinastía, de origen francés, introducidos y conocidos los poemas caballerescos franceses; aquí su lectura fué favorecida y continuada, por haber sido la poesía nacional de este país ya en sus principios cortesana y caballeresca, imitadora de la provenzal. Así hay aquí traducciones o imitaciones también de los libros de caballerías franceses en prosa ya en el siglo XIV, como lo prueba, p. e., un manuscrito portugués del siglo XIV o XV, que posee la biblioteca imperial de Viena, y que contiene una composición cíclica sobre la caballería de la corte del rey Artús y de la Tabla redonda (lleva por título: Historia dos cavalleiros da mesa redonda e da demanda do Santo Graall, y comprende las leyendas de los caballeros Galaad, Tristán, Erec, Perceval, Palamedes y Lanzarote, casi con la misma serie que en el Roman d'Artus et de ses chavaliers). Por eso no es de extrañar que en el siglo XV naciesen imitaciones libres de ingenios portugueses, compuestas según aquellos modelos franceses e ingleses, las cuales, empero, nacidas en una época en que el espíritu creador del caballerismo ideal ya estaba apurado, careciendo de toda base nacional o histórico-tradicional, y remedando modelos ya ellos mismos harto alterados y desfigurados, hubieron de ser del todo facticias, aun más extravagantes y hasta caricaturas, como lo son en efecto los libros de Tirante el Blanco, y de Amadís de Gaula, sin género de duda puras ficciones, y con toda probabilidad de origen portugués. Véanse las obras citadas de los señores Ticknor, tomo I, págs. 231 y sigs. 349 y 350; Almeida-Garrett, tomo II, págs. XXXI y XXXII; Lemcke, tomo I, págs. 74 y sigs.; y el artículo de Ritson sobre el Tirante el Blanco en el Catálogo de la Biblioteca Grenvilliana.

 

[p. 55]. [1] . Véanse las autoridades alegadas en nuestro tratado: Ueber die Romanzen-Poesie, 1. c., tomo CXVII, págs. 148 y 149; y los pasajes del Cancionero de Baena, citados en la nota 26.

[p. 55]. [2] . Sirvan de ejemplo los pasajes que tratan de la reina Berta, madre de Carlomagno; de «Carlos Maynete», de sus aventuras en la corte del rey Galafre de Toledo, y de sus amores con la hija de aquél, la infanta Galiana, bautizada con el nombre de «Sebilla»; de la derrota de Roncesvalles, del caballero del Cisne, etc.—Que fueron comunes muchas tradiciones y cantares a la España septentrional con la Francia meridional, lo prueba el célebre fragmento de la leyenda provenzal de Santa Fides de Agen, donde dice:

       Canczon audi-qu'es bell' antresca,
       que fo de razo espanesca,
       ..........................................................
       Tota Basconn' et Arogons
       e l'encontrada dels Gascons
       saben quals es aqist canczons.

Véase también la Histoire de la poesie provençale de Fauriel, tomo I, págs. 33 y sig.; tomo II, págs. 374 y 375; tomo III, págs. 464 a 466.

[p. 57]. [1] . Tales son, p. e. los romances que dicen: Nuño Vero; En los campos de Alventosa; Domingo era de Ramos: Mala la vistes, franceses; En Castilla está un castillo; Estábase la condesa; Vámonos, dijo mi tío; A caza va el emperador; Del soldán de Babilonia; Arriba, canes, arriba; Todas las gentes dormían, etc.

[p. 58]. [1] . Véanse, p. e., los romances de Guiomar y de Melisenda, y en cuanto a sus modelos, las heroínas de los cantares de gesta franceses, las observaciones muy justas del erudito Sr. Paulin Paris en la Histoire litt. de la France, tomo XXII, pág. 720.—El influjo de las tradiciones de origen céltico en alterar y ensalzar hasta lo ideal la posición de la mujer en la época del caballerismo refinado, va señalado con admirable sagacidad por el Sr. Henri Martin en su excelente: Histoire de France, 4ª ed. (París, 1855), tomo III, págs. 363 y siguiente; págs, 382 a 385, y págs. 389 y sig.

[p. 59]. [1] . Refundiciones de este género se hallan especialmente entre los romances de Reinaldos de Montalván, ya hechos según la novela prosaica de él traducida también al castellano, ya a principios del siglo XVI; como, p. e., el que dice: Cuando aquel claro lucero, conservado también en un pliego suelto donde lleva el siguiente título, muy notable: «Romance sobre los amores de Reynaldos de Montalbán con la hermosa princesa Calidonia, hija del rey Agolandro, y de los grandes hechos de armas y trabajos que passó en la conquista, y de la muerte della. Hecha (sic) por un gentil hombre. Agora de nueuo muy fuera del propósito de los otros, como por él parecerá.» (Véase nuestro tratado Ueber die Prager-Sammlung, págs. II y 98.) Compárese, pues, con esta refundición aquel romance antiguo juglaresco que trata el mismo asunto, y que dice: Estábase don Reinaldos. Otro ejemplo muy a propósito es el romance que dice: En Francia la noblecida, refundición de aquel antiguo juglaresco que empieza: Día era de San Jorge. De este jaez son también algunos romances de Durandarte y de Belerma; y los romances de Bravonel y Guadalara pertenecen sin género de duda a la sección de los moriscos.

[p. 61]. [1] . Hemos dado una descripción detallada del ejemplar que posee la biblioteca real de Munich del Cancionero de Juan Fernández de Constantina, y la lista de 23 romances que contiene, en las adiciones a la traducción alemana de la obra del Sr. Ticknor, tomo II, págs. 528 y sigs., y especialmente pág. 533. Véase también nuestro tratado: Ueber die Romanzen-Poesie, 1. c., tomo 114, págs. 8 y 9; y sobre el Cancionero de Hernando del Castillo, en especial, el excelente Catálogo de documentos, etc., al fin del tomo II del Rom. gen. del Sr. Durán, donde hay la más exacta y cabal descripción de este libro y de sus diversas ediciones.

[p. 68]. [1] . El mismo Estevan G. de Nájera parece haber hecho el objeto principal de su especulación el recopilar y reimprimir las composiciones poéticas entonces en boga, como se ve, p. e., por su edición del Cancionero general, de Hernando del Castillo, en partes de tamaño menor y por el estilo de su reimpresión del Cancionero de Romances (véase nuestra descripción detallada de la Segunda parte, la sola conocida hasta ahora, de esta edición, según el ejemplar único que posee la Biblioteca imperial de Viena, en las Adiciones a la traducción alemana de la obra del Sr. Ticknor, tomo II, págs 535 a 539), y por la otra colección de igual género que publicó también con el título de Cancionero general, y que hemos descrito con detención, según el ejemplar único también que para en la Biblioteca de Wofenbüttel (véase al tomo X del Boletín de la Academia imp. de Viena, págs. 153 y sig.).

[p. 73]. [1] . Aunque no tenemos nada que ver con las colecciones que contienen exclusivamente romances artísticos y modernos, vamos a hacer excepción con unos romancerillos que son totalmente desconocidos, y cuya noticia y descripción debemos a la cortesía del Sr. José Müller, catedrático de la Universidad de Pavía.

He aquí lo que se ha servido franquearnos sobre ellos.

Hay en la biblioteca Ambrosiana en Milán un grueso tomito (señalado con el núm. SN. V. III. 17), sin foliación, en 12º, que abraza las obras siguientes:

I. Primer quaderno de la segunda parte de varios Romances los más modernos que hasta hoy se han cantado. Impresso en Valencia junto al molino de la Rovella, año 1593. Véndense en la calle de los Flaçaderos, junto a la Merced.—8 hojas.—Contiene los romances que dicen:

       Funestos y altos cipreses.
       Muestraseme el cielo amigo.
       Oyd, amantes noveles.
       Otra vez bueluo a templaros.
       Tapa, tapa, tan.
       Damas, el que a lo galano.
       Para la dama cerril.

II. Segundo quaderno de la segunda parte de varios Romances.— Impresso en Valencia, 1593, etc., como arriba.—7 hojas.—Contiene los romances que dicen:

       Hermosas depositarias.
       Di, Zayda, de que me avisas.
       Con los mejores de Asturias.
       Por ver la feria en Seuilla.
       Rey y señor don Alfonso.
       No piques, Zayde, el cauallo.
       Madre, el cauallero.

Al cabo hay un soneto que dice:

       Fijaste el clauo en la voluntaria rueda
       Fortuna varia, pura e inconstante.

III. Tercero quaderno de la segunda parte de varios Romances, etc. Impresso, etc., como arriba.—4 hojas.—Contiene los romances que dicen:

       Que olas de congoja.
       A toda ley, madre mía.
       Vaysos, amores.
       A mi tormento cruel.

Al cabo una glosa que dice:

       Con Lampugas desta mar
       Buena cena a nos diera.

IV. Cuarto quaderno de la segunda parte de varios Romances, etc. Impresso, etc., como arriba.—4 hojas.—Contiene los romances que dicen:

       En la antecámara y solo.
       Cuando yo peno de veras.
       No pido yo que me quieras.

V. Quinto quaderno de varios Romances, etc., Impresso, etc., como arriba.—8 hojas.—Contiene los romances que dicen:

       Medio día era por filo.
       Oyd, señor don Gayferos.
       Toledo, ciudad famosa.
       Ardiendo se estaua Troya.
       Hazme, niña, vn ramillete.
       Ocupada en vn papel.
       Niña de quince años.
       Durandarte, buen amigo.

Además de esos ocho romances, mencionados en la portada, hay el romance que dice:

       Quien vió al Conde Pero Anzules.

VI. Sexto quaderno de la segunda parte de (sic) varios Romances. Impresso, etc., como arriba.—4 hojas.—Contiene los romances que dicen:

       Daua sal Risello un día.
       Filida illustre e más que el sol hermosa.
       Abenzayde, moro illustre.

VII. Séptimo quaderno de letrillas las más modernas que hasta hoy se han cantado. Impresso en Valencia, en casa de Aluaro Franco y Gabriel Ribas, año 1594.—9 hojas.—Contiene las composiciones que dicen:

       Axa Çulema zelosa.
       Para confirmar sospechas.
       Desseosa Axa Çulema.
       Su remedio en el ausencia.
       Media noche era por filo.

VIII. Primer quaderno de varios Romances los más modernos que hasta hoy se han Cantado. Impresso en Valencia en casa de los herederos de Juan Navarro, 1592.—5 hojas.—Contiene los romances que dicen:

       Por los más soberbios montes.
       Ponte a las rexas azules.
       Por las montañas de Jaca.
       Bolad, pensamiento.

IX. Segundo quaderno de varios Romances los más modernos, etc. Impresso en Valencia, etc., 1593.—4 hojas.—Contiene los romances que dicen:

       Lleue el diablo el potro rucio.
       A los pies de don Enrique.
       Aquel paxarillo.

X. Dos Romances modernos y no vistos. Impresso en Valencia en casa de Miguel Borrás, en la plaça de sant Bartholome de Compañía, año 1589.—4 hojas.—Contiene los romances que dicen:

       En siendo Agrican vencido.
       En el espejo los ojos.

XI. Cuarto quaderno de varios Romances, etc. Valencia, 1592.—4 hojas.—Contiene los romances que dicen:

       Vn juego de toros de Liñán.
       Perdido va Reduán.
       El joyel de la casada.

XII. Quinto quaderno de varios Romances, etc., Véndese en casa de Juan Timoneda, junto a la Merced. Al fin: Valencia, 1592.—8 hojas.—Contiene los romances que dicen:

       Mil celosas fantasías.
       La niña se aduerme.
       Vn lencero portugués.
       Dixo el gato mau.
       En la más terrible noche.
       Dos crueles animales.
       No lloreys, casada.

XIII. Dos famosos Romances y vna letra modernos y no vistos. Impresso en Valencia en casa de Miguel Borrás, etc. Valencia, 1593.—4 hojas.—Contiene los romances que dicen:

       Cerca de una clara fuente.
       Ocho a ocho, y diez a diez.

y la letra que dice:

       A Blasmuerto María.

XIV. Séptimo quaderno de varios Romances, etc., Valencia, 1692.— 4 hojas.—Contiene los romances que dicen:

       Anssi no marchite el tiempo.
       Assi granen con el tiempo.
       No salgas de tus humbrales.

XV. Octavo quaderno, etc. Valencia, 1593.—4 hojas.—Contiene los romances que dicen:

       Seruia en Orán al Rey.
       De pechos a vna ventana.
       La ventura de la gitana.

XVI. Primer pliego de Romances y letrillas las más modernas que hasta hoy se han cantado. Compuestos por Francisco Nauarro. Valencia, 1592, por el mismo autor.—7 hojas.

TABLA

1) El Alçamiento del destierro de Auençulema el de Baça.
2) Otro contrahecho al de afuera, afuera.
3) Segundo de seruia en Orán al Rey.
4) Los amores de Celinda y Galuano.
5) El enlodamiento y llanto de Cupido.

XVII. Primer quaderno de varios Romances. Valencia, 1594.—8 hojas.—Contiene los romances que dicen:

       Haganme vuessas mercedes.
       Estando para partirse.
       Ya no quiero más la guerra.
       A la burladora Filis.
       Suspensos estauan todos.
       A saber emplear la amada vida.

XVIII. Segundo quaderno de varios Romances, etc. Valencia, 1594.— 4 hojas.—Contiene los romances que dicen:

       Hay amargas soledades.
       Aliatar, pues mis desdichas.
       En la vega está Jarife.
       Que miraua la mar.

XIX. Tercero quaderno de varios Romances, etc. Valencia, 1594.— 4 hojas.—Contiene los romances que dicen:

       Mirando el corriente río.
       Bañando está las prisiones.
       De verme por vos perdido.
       En vna pobre cabaña.
       Ya que alegre el mar sulcaua.

XX. Cuarto quaderno de las letrillas más modernas, etc. Valencia, s. a.—4 hojas.—Contiene las composiciones que dicen:

       Señores, papantes ayre.
       Vestido un gabán leonado.
       Hagamos paces, Cupido.
       Anda, vete con Dios, Moreno.

 

XXI. Dechado de colores. Cancionero de amadores y dechado de Colores en el qual se contienen muchos Villancicos y vn Romance nuevo con vnas octavas. Compuesto por Melchior Horta, agora nueuamentc a petición de vn amigo suyo. Impresso en este presente año y uendese a la merce. s. a.— 8 hojas.
Es acaso la misma obra que la encuadernada con las Rosas de Timoneda, en el tomito de la biblioteca imperial de Viena, descrito por nosotros en la Rosa de romances (págs. X y XI).

XXII. Caso nueuamente acontecido en vna ciudad de Alemaña llamada Ayrleuen (sic, léase Eisleben) a vn cauallero, que pidiendo a vn Quiromante que le dixesse su ventura, y reusando lo quanto pudo, por ver señales enel cauallero de cornudo, se lo vuo de dezir por su importunación. Y como hizo hazer vna torre muy fuerte para encerrar en ella a su mujer por estar seguro. Y lo que dello sucedio, la historia lo dirá muy por extenso.— Traduzida en verso castellano.—Véndese en casa de J. B. Timoneda. s. a.—4 hojas.

XXIII. Obra nueva llamada la Vida del estudiante pobre, diligente y industrioso, juntamente con la del necio ocioso. Valencia, 1593.—8 hojas.

XXIV. Pronósticos o juycios Astrologales suptilissimos y verdaderos. 8 casos stupendos y estrañissimos los quales se verán Deo volente en este año 1593. Traduzidos de lengua Vngara en metro Español, por Rodolpho Stampurch, Valencia, Molino de Rouella.—8 hojas.

XXV. Prouerbios, Refranes y auisos por vía de consejos dados por Villanueua, cauallero de Morella a dos mancebos deudos suyos rezien casados. Valencia, herederos de Joan Nauarro, 1593.—8 hojas.

La mayor parte de los romances inclusos aquí están reimpresos en Las Flores y en el Romancero general; se ve, pues, que a estas colecciones también antecedieron los pliegos sueltos suministrándoles sus materiales, y que hasta los romances artísticos se publicaron de este modo cuando eran destinados a ser propagados entre el pueblo; se ve, en fin, qué clases de romances estaban entonces en boga, e iban popularizándose por medio de esos pliegos sueltos, como aquí se encuentran, acaso por primera vez, romances moriscos, imitaciones de los poemas italianos, etc., como «los más modernos que hasta hoy se han cantado».