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Obras completas de Menéndez... > ANTOLOGÍA DE LOS POETAS... > VII : PARTE SEGUNDA :... > CAPÍTULO XXXIX.—ROMANCES CABALLERESCOS DEL CICLO CAROLINGIO.

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Texto

Todos los romances que llevamos estudiados hasta aquí y que constituyen la mejor y más envidiable parte de nuestro tesoro épico, son peculiarmente españoles, se refieren a nuestra historia y no tienen correspondencia en la poesía de otras naciones. Los que vamos a considerar ahora reflejan extrañas influencias o pertenecen al fondo común de la canción popular en Europa, pero fué tan enérgica la vitalidad de nuestra musa histórica, que transformó estos mismos asuntos, borrando a veces las huellas de su origen, los hizo propios por derecho de conquista, los castellanizó en fondo y forma, los incorporó en el caudal de nuestras tradiciones y se enriqueció con ellos sin perder un ápice de su originalidad nativa. Acontece esto, sobre todo, con los romances derivados de las gestas carolingias, que por ser los más numerosos y los más importantes, reclaman en primer lugar nuestra atención.

He indicado en otra parte de la presente obra los particulares motivos que en España hubo para que fuese en algún tiempo bien recibida y hasta popular la canción épica de los franceses. [1] He discurrido también sobre el influjo que esta poesía ejerció en los primeros pasos de la nuestra, deteniéndome especialmente en los orígenes del tema poético de Roncesvalles, en la elaboración semi-española de la Crónica del Turpín y en la formación de la leyenda de Bernardo del Carpio, que es, por una parte, imitación, [p. 224] y, por otra, contradicción de los relatos francos, pero que de todos modos los supone muy conocidos y presentes. [1]

Después de los temas nacionales, ningunos más divulgados en la vieja literatura española que los del ciclo carolingio, como lo atestigua la rica serie de romances, algunos bellísimos, que nos cuentan las andanzas de sus principales héroes, tratados con tanto amor como si fuesen compatriotas. Estos romances en su forma actual no son anteriores al siglo XV, pero el grado de elaboración que en ellos alcanza la materia épica, la gran distancia a que se encuentran de sus originales ultrapirenaicos, hasta el punto de ser difícil reconocerlos, nos persuade que descansan en una poesía anterior, en verdaderos Cantares de gesta, compuestos libremente en España sobre temas traídos por los juglares franceses o provenzales.

La existencia de estos cantares no es una mera hipótesis. Reliquias de uno de ellos quedan en la leyenda de Maynete y Galiana, que a fines del siglo XIII extractaron los compiladores de la Crónica General. «Sea o no francesa de origen esta leyenda, se naturalizó muy pronto en España. De las versiones extranjeras, una sola puede creerse anterior a la nuestra, que difiere de todas en muy singulares circunstancias.

En 1874, M. Boucherie descubrió seis fragmentos (en total [p. 225] unos 800 versos) de cierto poema francés del siglo XII en versos alejandrinos, intitulado Mainet, al cual Gastón París dedicó largo estudio en la Romania del año sigmente. Véase, en brevísimo resumen, el contenido de esta leyenda. El joven Carlomagno, perseguido por sus hermanos bastardos «los hijos de la sierva», viene a pedir hospitalidad a Galafre, rey moro de Toledo; le presta en la guerra la ayuda de su poderoso brazo y la de los caballeros franceses que le acompañan, venciendo y matando sucesivamente a varios reyes paganos, y entrando triunfante en la ciudad de Monfrín, que sus enemigos disputaban a Galafre. Este le honra y agasaja mucho, y Carlos vive disimulado en su corte bajo el nombre de Maynete. La hija del Rey, que en el poema francés se llama Orionde Galienne, se enamora de él. Su padre consiente en la boda y en dar a Maynete una parte de sus Estados, aunque son nada menos que treinta los príncipes que pretenden el honor de ser yernos suyos. Entre ellos, el más ofendido es el terrible Bramante, que declara la guerra a Galafre para vengar su ofensa. El héroe se compromete a traer la cabeza de Bramante; se arma con su famosa espada Joyosa, y, como era de suponer, mata a su rival, se apodera de su espada Durandal y vuelve vencedor a Toledo. Pero Marsilio, hermano de Galiana, envidioso de la gloria del forastero, urde una trama contra él. Galiana se la descubre a su padre. Galafre toma al principio la defensa de Maynete, y amenaza a su hijo con desheredarle; pero habiendo llegado a persuadirle los traidores que conspiraba contra él, Maynete, ayudado por una banda de sirios a quienes había hecho bautizar, tiende asechanzas a la vida del príncipe franco, que hubiera perecido infaliblemente en la emboscada si Galiana, que era muy sabia en las artes mágicas y había leído en los astros la suerte que amenazaba al joven, no le hubiese salvado con un oportuno aviso. Huye Maynete de Toledo, se embarca para Roma con sus sirios, entra por el Tíber muy a tiempo para salvar al Papa de un ejército innumerable de sarracenos, a quienes derrota en campal batalla; y aquí termina la parte conservada del poema. [1]

[p. 226] Las lagunas que el texto ofrece pueden completarse con ayuda de una refundición de los primeros años del siglo XIV, el Carlomagno de Gerardo de Amiens, obra de ningún valor poético y enormemente prolija, puesto que consta nada menos que de 23.320 versos, distribuídos en tres libros.

Esta rapsodia, insignificante y soporífera, no tuvo popularidad alguna, siendo independientes de ella todos los demás textos que fuera de Francia popularizaron la leyenda de Galiana. [1] Los principales son las Infancias de Carlomagno o el Karleto (manuscrito del siglo XIII en la Biblioteca de San Marcos, de Venecia), canción anónima en decasílabos épicos, compuesta por un juglar italiano, que acomoda un texto francés al oído e inteligencia de su público; [2] el libro VI de la gran compilación italiana, en prosa, I Reali di Francia, obra del florentino Andrea da Barbarino, que vivía a fines del siglo XIV principios del XV; [3] el Karl Meinet, alemán, de Stricker (1230), reproducción de otro Meinet neerlandés que, según Bartsch, pertenece a la segunda mitad del siglo XII; un segundo Karl Meinet, alemán, de principios del siglo XIV, y otros que parece inútil citar; atestiguándose además la gran difusión del tema por las alusiones que se hallan en varios [p. 227] cantares de gesta franceses, tales como el Renaus de Montauban, y el Garin de Montglane, y en algún poema provenzal como el de la Cruzada contra los Albigenses.

Una narración poética, cuyo teatro era España, debió de ser de las primeras del ciclo de Carlomagno que en España tuviesen acogida, y es cierto que se difundió tan rápidamente como la de Roncesvalles. Ya a mediados del siglo XII tenía conocimiento de ella el autor de la segunda parte del falso Turpín, que no era español, pero que escribía probablemente en Santiago de Galicia. En el capitulo XII dice que el Emperador había aprendido la lengua sarracena cuando en su juventud estuvo en Toledo; y en el XX se excusa de referir menudamente los hechos de Carlomagno, contando su destierro en la corte toledana de Galafre, y su victoria contra el alto y soberbio Rey de los sarracenos, Bramante. [1] Falta, como se ve, el nombre de Galiana; pero ya le consigna el arzobispo D. Rodrigo, añadiendo que se convirtió a la fe de Cristo, y que Carlomagno edificó para ella palacios en Burdeos. [2] Estos palacios son los que en adelante veremos trasladados a Toledo. La forma poco precisa con que D. Rodrigo se expresa en cuanto al origen de estas noticias (fertur, fama est), no nos permite afirmar resueltamente si tuvo a la vista algún cantar o se apoyó tan sólo en la tradición oral; pero nos parece verosímil lo primero, puesto que el poema castellano debía de existir ya; y dentro del mismo siglo XIII le encontramos reducido a prosa en la Crónica General, pero conservando gran número de asonancias y aun versos enteros, que dejan fuera de duda cuál era la [p. 228] lengua en que estaba escrito. Transcribiré el texto primitivo de la Crónica, conforme a un códice del siglo XIV, que ya he citado varias veces, mucho más correcto y completo que la edición de Ocampo:

«Capítulo VI (del reinado de D. Fruela.)— De commo Carlos lidió con Bramante en el val Samorian.

Pepino, rey de Francia, avie dos fijos: disien al vno Carlos, por sobrenombre Maynete, et al otro Carlón. Carlos, aviendo desamor con su padre sobre rasón que se le alçava contra las justicias, cuedando quél fazie pesar, vinosse para Toledo a servir al rey Galafre, que era ende señor a aquella sazón. Et cuando llegó a tierra de la cibdat embió su mandadero al rey Galafre, quél mandasse dar posadas en su lugar. Et el rey Galafre avie una fija a quien disien Galiana. Et esta quando lo oyó sallió luego con muchas de sus dueñas a recebirle. Ca en verdad, segunt cuenta la estoria, por amor della vinie Carlos servir a Galafre. Et luego que Galiana llegó a ellos omilláronsele todos si non Maynete. Ella cuando aquello vió, nol conosciendo, tóvose por despegada, et llamó por su nombre al conde don Morant, que andava con el infant; ca ya le conoscie dantes, e dixol: « Don Morant ¿quién es aquel cauallero o escudero que se me non quiso humillar? bien vos digo verdat que si él de morar ha en Toledo, que se non fallará bien, desto que ha fecho.» Et respondiol el conde desta guisa: «Aquel escudero que vos veedes es omme de muy alta sangre, e desde su niñes nunca ovo en costumbre de homillarse a mujer ninguna que sea, si non a Sta. María solamiente quando facie su oración. E demás vos digo que si alguno vos ha fecho pesar en Toledo, que vos puede ende dar buen remedio.» Et en desiendo esto llegaron a Toledo, et el rey Galafre salió entonces a ellos et recibiólos muy bien et onrradamient, et mandó les dar buenas posadas et púsoles luego las quitaciones grandes et buenas. Et Galafre avie entonces guerra con un moro poderoso a quien disien Bramante, et non aviendo aun más de VII semanas que los franceses llegaran a Toledo, vínoles aquel Bramante cercar la vílla con muy grand hueste, porque querie casar con Galliana a furto del padre, e fincó las tiendas en el val Salmorián. Galafre, quando lo sopo embió contra él sus moros et aquellos franceses, et disen [p. 229] que fincó entonces Carlos durmiendo en la cibdat. Et luego que llegaron ovieron su batalla muy grande con aquel Bramante, et mataron y muchos dellos. Et tan de resio lidiaron allí los franceses, que se ovieron de vencer los de parte de Bramante, mas luego dieron t rnada et lidiaron tan buenamente, que se ovieron de vencer los franceses la su ves, et fueron mucho espantados. El conde don Morante quando aquello oyó pesól mucho y de coraçon, e començó de estoruarles cuanto más pudo, disiéndoles: «Esforcar, amigos, et non ayades que temer. ¿Non sabedes que dis la escriptura que quando Dios quiere que los pocos vencen a los muchos?» Ellos fueron entonces ya cuanto más esforçados, et dieron luego tornada a los moros, et lidiaron con ellos et venciéronlos, assi como desimos. Les duró la mayor pieza del día la fasienda, venciéndose a veses quando los unos quando los otros.»

«Capítulo VII. De la batalla de Carlos e de Bramante, e de commo murió Bramante.

«Estando los franceses en grant coyta et en grant peligro, en guisa que se querien ya vencer, despertóse de dormir el infante don Maynet y et quando non vió ningun ome en todo el palacio, maravillose mucho qué pudiese ser, et sospechó quél avien sus vasallos traydo et vendido por dineros: començó mucho de se quexar por ende et nombrar a ssi mesmo et al padre et a la madre que le engendrara. Galiana que seye en cima del adarve, quandol oyó assi dar bozes et nombrar el padre et la madre et a ssi mesmo, plógol mucho de corazón. Et con sabor que ovo de faserle algun plaser porque la amasse e se pagasse della, guisosse lo meior que ella pudo et fuesse para el palacio o él estava. Mayneth quando la vió non se quiso levantar contra ella nin recebirla. Galliana ovo de aquello grant pesar, et dixol: «Don Mayneth, si yo supiesse aquella tierra o dan soldadas para dormir, pero que muger só yrme ia allá a morar. Ca semeia me que vos non avedes a coraçon de acorrer a vuestra companna que está muy mal trecha en el val Salmorian. o lidia con Bramant. Et digo vos que si vuestro padre sopiesse que non fuistes y que non vos dará buena soldada.» Et dixol al infant: «Doña Galliana, si yo touiesse cauallo en que caualgasse et pudiese aver algunas armas, ayna los acometería yo.» Et dixol Galliana: «Infante, bien sé yo de qual linage sodes [p. 230] vos, ca vos sodes fijo de Pepino, rey de Francia, e de la reina Berta, e que vos disen Mayneth. Et si me vos quissiessedes fazer pleyto que me llevassedes con vusco a Francia e me fisiessedes christiana e casassedes comigo, yo vos daría buen cauallo e buenas armas e un espada a quien disen Joyosa que me ovo dado en donas aquel Bramante.» Et el infante le dixo: «Galliana, bien veo que he de faser lo que vos queredes, e prometo vos por ende que si vos agora aguardades commo avedes dicho, que vos lleue comigo para Francia e vos tome por muger. » Galliana quandol esto oyó desir ovo ende grant plaser et tovo que serie verdat, ca ella lo avie ya visto en las estrellas. Entonce le traxo las armas delante et ayudól ella misma a armar, et pues que fué armado, caualgó en un cauallo quél dió ella, a quien disien Blanquet, quél ouiera dado en donas otrossi Bramant, et fué cuanto más pudo en pos de los suyos a acorrerlos. Et assi commo llegó a los suyos al logar o era la fasienda, falló un rico omme que auie nombre Aynar que era su primo cormano dél et muy mal ferido. Et luego quél vió descendió del cauallo e parósse sobrél muy triste, e dixol llorando: «Amigo Aynar, yo vos prometo que oy en este día vos vengue si Dios me ayuda del que vos esto fizo.» Pues que esto ovo dicho cabalgó a muy grant priessa, e fué ferir en los moros llamando Sanctiago, e mató luego, segunt disen, de la vez, XII de los meiores de Bramante et muchos de los otros. En todo esto seie Bramant en su tienda, et vino a él un cauallero quél dixo: «Don Bramant, sepades que un cauallero llegó a la fasienda de partes de Orient, que tantos ha ya muerto de los vuestros que non han cuento.» Bramante quando lo oyó armóse muy ayna e caualgó en su cauallo, e fuesse para allá, e a la entrada de la fasienda fallose con el infante, e quando él vió el cauallo quél oviera dado en donnas a Galliana ovo ende muy gran pesar, e con grant yra que ovo fué ferir luego en Maynet. Mas el infante commo estaua ya apercibido non dubdó nada, et firiéronse uno a otro de tan grant poder que las lanças les quebrantaron por medio. Et pues que las lanças perdieron, metieron mano a las espadas, e tan bravamente se firien, que marauilla era de commo lo podían soffrir. Bramante quando vió el grant esfuerço del infante e la buena cauallería preguntól quién era. El infante nombrósse luego e [p. 231] dixol cuyo fijo era. El moro quandol oyó, ovo del más miedo que ante avie, pero començó de lo amenasar muy mal e dixol que nunca jamás tornarie a su tierra. Respondiól el infante: «Esso que tú dises en las manos de Dios yase.» Bramante, metió luego mano a la espada a que disien Durendarte, e fué a darle un golpe atan grande por somo del yelmo que gele taió a bueltas con muy grant cosa de los cabellos de la cabesa, e aun gran pérdida de las armas, mas no quiso Dios que prisiesse en carne, Deste golpe fué Mayneth mucho espantado, e llamó Sancta María en su ayuda, e dessi alçó el braço con la espada Joyosa e fuél dar un golpe tan esquivo con ella en el braço diestro que luego gelo echó en tierra a bueltas con la espada Durandarte. Bramante quando se vió tan mal ferido diosse a foyr quanto más pudo. Mayneth descendió por la espada Durendarte, et caualgó et fué en pos él con amas las espadas en la mano, matando en aquellos que fallava delante si, daquellos que de parte de Bramante eran. Et falló él allí por meior la espada que tinie que la que ganara del gigant, et yendo en pos él alcançóle entre Olias e Cabañas, e assi commo llegó a él, alçó el braço con la espada Joyosa e fuél dar un tal golpe con ella en guisa que todo le atravessó, e cayó en tierra muerto. El infante descendió luego del cauallo e fuél tomar la bayna del espada Durendarte e las otras armas, e cortól la cabeça e atóla del pretal, ca la querie dar en donas a Galliana. Dessi caualgó en su cauallo e tomó por la rienda el otro que fuera de Bramante e tornosse para los suyos. Los de la parte de Bramante, quando se vieron sin señor, desampararon el campo e fuxeron. Los franceses cogieron entonces el campo e fallaron y mucho oro e mucha plata e ricas tiendas, e tornaron se para Toledo, ricos e onrrados.»

«Cap. VIII. De commo el conde don Morant llevó a Galliana para Francia.

Andados XII años del regnado del rey don Fruela... murió Pepino, rey de Francia, e luego que lo sopo Maynet, fabló con sus cavalleros en poridat, e dixoles que se querien tornar para la tierra a recebir el regno. Mas un escudero de Aynar que estava y, quandol aquello oyó, dixol: «Señor, yo oí decir a Galafre el otro día, quando venistes de la batalla de Bramante, que vos non dexarie yr magüer quisiessedes a vos e a todos los otros altos ommes, e [p. 232] dixoles quél dixiessen aquello que y tenien por bien.» Et dixol entonces el conde don Morant que tenie por bien de meter en aquella poridat a la infante Galliana, e así lo fisieron. Dessi ovieron su acuerdo de desir al rey Galafre que querie yr el infante a caça, e desi ellos forraron las bestias lo de tras de las ferraduras adelante, e otro día caualgaron commo si quisiesse yr a caça, e fuéronse su día. Et el rey Galafre quando aquellos vió que tardavan mucho, mandólos y buscar por aquella tierra, mas non los fallaron, ca non era ya guisado. Pues que el infante fué alongado de la tierra, tornósse el conde don Morante a Toledo por llevar a Galliana commo posieran con ella ante que se fuesen. Et ella estava siempre ataleando quando verie venir a don Morante que la avie de llevar. Et quandol ella vió sallir, sallió a furto por un caño que avie y, e llamól. D. Morante tomóla luego e púsola antessi e pensó de andar con ella quanto pudo toda la noche. Otro día de mañana, quando demandó el rey por Galliana e la non falló entendió que los franceses gela avien llevado, e embió en pos ellos muchos cauallos, e alcançolos en Montalvan e lidiaron y con el conde e venciéronle e tomáronle a Galliana. Et el conde ovo ende muy grant pessar, e con la grant yra que ovo fué ferir de cabo en ellos muy biuament e ganó dellos la infante. Los moros con todo esto non quisieron dellos assi departir, e fueron otra ves lidiar con el conde, e tomaronle de cabo a Galliana e fueron con ella por esas montañas. Et segunt disen, duróles siete setmanas que nunca entraron en poblado; assí era toda la tierra llena de moros a aquel tiempo. E tan coitados eran y de fambre e de laseria, que por poco se non perdieron, ca ya non trayan vianda ninguna. Et a cabo de las siete setmanas entraron en poblado, e ovieron dallí adelant lo que les fué mester, e desi a pocos de días llegaron a París. Et fizo luego a Galliana tornar christiana, et casó con ella allí como gelo prometiera. Desi recibió la corona del regno, e llamáronle dalli adelante Carlos el Grande, porque era aventurado en todos sus fechos.»

Leída atentamente esta poética y sabrosa narración, salta a la vista que es resumen de un cantar de gesta en que predominaba la asonancia a o a-e , como lo demuestra el gran número de versos y mayor de asonantes que han quedado intactos o con [p. 233] leves alteraciones, algunos de los cuales hemos subrayado en el texto. Tampoco hay duda respecto de la lengua en que estaba, porque lo indica la naturaleza de las terminaciones asonantadas. Nunca en un texto francés la palabra equivalente a ciudad hubiera podido concertar con los nombres propios Durante y Morante.

Esta ingeniosa argumentación de Milá [1] es concluyente; pero, ¿no se la podría llevar todavía más lejos, viendo en el Maynete de la General un poema más indígena de lo que se ha creído, e independiente, a lo menos en parte, de las gestas francesas?

Ante todo hay que advertir que la leyenda, tal como la presenta el Rey Sabio, sólo en lo substancial concuerda con las demás versiones; pero en los detalles varía tanto, que no puede decirse emparentada con ninguna. No hablemos del poema franco itálico de Venecia, en que Galafre es Rey de Zaragoza y no de Toledo, variante que se repite en los Reali di Francia. Pero aun limitándonos a los fragmentos del primitivo poema francés descubiertos por Boucherie, y al rifacimento de Gerardo de Amiens, es patente que faltan en el nuestro la rivalidad de los hermanos bastardos de Carlomagno (Heudri y Hainfroi); el envenenamiento, perpetrado por ellos, del rey Pipino y de la reina Berta; la descripción de la fiesta en que Carlos y sus amigos se disfrazan de locos, y en que el Príncipe hiere a su falso hermano con un asador de cocina que le proporciona su fiel Mayugot; el viaje de Carlos y su confidente David a Burdeos y Pamplona; el sitio de la ciudad de Monfrin y las primeras hazañas de Carlos que se presenta como un aventurero, montado en un mal caballo y armado con una estaca; los vencimientos y muertes sucesivas de los reyes Calmante, Caifer y Almacu; la oferta de soberanía que los ciudadanos de Monfrin hacen a Carlos, y él rechaza; la conspiración del rey Marsilio; el bautizo de los 10.000 sirios catequizados por Solino, capellán de Maynete; la noche de orgía que pasan los franceses con sus amigas en el campo sarraceno y en la cual sólo guarda continencia Maynete, que se abstiene de tocar a Galiana, «porque todavía era pagana»; el viaje a Italia y la defensa del Papa. Estos personajes, lances y aventuras, muchos de ellos extravagantes [p. 234] y pueriles, se buscarían inútilmente en el relato tan sobrio y racional, pero al mismo tiempo tan interesante y poético de la Estoria d' Espanna; y, por el contrario, llenan los dos poemas franceses, encontrándose ya todos en los fragmentos conservados del primero, al cual se asigna, ignoro si con bastante fundamento, la muy respetable antigüedad del siglo XII. En ventajosa compensación de todo este fárrago, tiene nuestra Crónica la bella, la delicada escena de amor entre Carlos y Galiana, que Gastón París, al encontrarla en otro poema francés muy posterior (Jourdain de Blaives), declara ser una de las mas felices inspiraciones de la poesía de la Edad Media, inclinándose a creer que procede de un Maynete perdido. [1] ¿Y por qué no del nuestro?

¿Qué resta, por tanto, de común entre los dos poemas franceses y el cantar de gesta utilizado por la Crónica? Sólo el fondo del argumento, es decir, el refugio de Carlomagno en Toledo y su boda con Galiana. Y aun aquí hay profundas diferencias, puesto que la General nada dice de los hijos de la sierva, hermanos de Carlomagno, y el destierro de éste se atribuye a disensiones con su padre, a quien se supone vivo durante todo el curso de la leyenda. Por el contrario, ninguno de los poemas franceses habla de la estratagema de herrar los caballos al revés, ni de la salida de Galiana por el caño, ni de las demás circunstancias de la fuga de Maynete, que en uno y otro parte de Toledo al frente de su ejército de sirios y sin la compañía de la Princesa sarracena, la cual sólo mucho después va a reunirse con él en Francia.

Si es ley constante en la poesía épica que lo más natural, sencillo y humano preceda siempre a lo más artificioso y novelesco, tenemos derecho a afirmar que la canción española, disuelta en la prosa de la Crónica general, representa una forma primitiva de la leyenda, y que los fragmentos del poema francés, sean o no del siglo XII, corresponden a una elaboración épica posterior.

Admitir influjo de nuestra poesía épica en la francesa de tiempo tan remoto, y en que son tan raros los documentos y noticias de la castellana, parece a primera vista aventurado e inverosímil. Los dos casos análogos que pueden recordarse son harto [p. 235] posteriores: el Anseis de Cartago, que reproduce la leyenda de Don Rodrigo y la Cava, es del siglo XIII, y el Hernaut de Belaunde, que imita uno de los principales episodios del poema de Fernán González, es del XIV. Pero son tales los elementos históricos que se vislumbran en la leyenda de Maynete, y tan localizada y arraigada quedó entre nosotros, que cuestra trabajo admitir que nada de español hubiera en su origen, sobre todo cuando se repara en los anacronismos de las canciones de gesta y en el imperfecto conocimiento que de las cosas del Centro y Mediodía de España tenían los mismos autores del Turpín, aunque escribiesen en Galicia, según la opinión más probable. La estancia de Carlomagno en Toledo es seguramente fabulosa, pero el rey Galabe puede muy bien ser identificado, según la discreta conjetura de Quadrado, [1] reproducida por Milá, [2] con el emir Yusuf el Fehri, que efectivamente dominaba en aquella ciudad y en gran parte de la España árabe en la fecha que se asigna a la acción del Maynete. Bramante es de seguro Abderrahmán I, cuya larga lucha con Yusuf duró desde el año 747 hasta el 758, si bien con resultado enteramente contrario al que la leyenda supone, puesto que Yusuf fué el vencido y Abderrahmán el vencedor. Pero tales transmutaciones son frecuentísimas en la poesía épica, y ésta no basta para invalidar (no obstante el parecer del doctísimo Rajna) [3] el extraño y curioso sincronismo de la leyenda, porque efectivamente Carlomagno tenía diez y seis años cuando terminó la lucha en Yusuf y Abderrahmán. Algún trabajo cuesta suponer en juglares franceses tan exacto y cabal conocimiento de lo que pasaba entre los moros de España, de cuya historia interna se muestran tan ignorantes en todas las demás canciones.

Por otro lado, es grande la semejanza entre los casos fabulosos de Maynete y las tradiciones históricas concernientes a la estancia de Alfonso VI en la corte del rey Alimaymón de Toledo, sin que falten ni el buen acogimiento del moro, ni el proyecto de [p. 236] fuga, ni siquiera la estratagema de herrar los caballos al revés, sugerida a Don Alonso por su consejero el conde Peransúrez, que corresponde exactamente al D. Morante del poema; así como en Galiana (llamada en otra versión Halia) pudiera reconocerse a Zaida, la hija de Almotamid de Sevilla, cuya boda con Alfonso VI cuenta la Crónica general, [1] con circunstancias novelescas análogas a las del enamoramiento de la Princesa toledana: «E avíe entonces aquel rey Abenabet una fija doncella, grande e muy fermosa e de buenas costumbres: e amábala él mucho, e avíe nombre Zayda... Et en todo esto sonaba la fama muy grande deste rey don Alfonso, e ovol a oyr e saber aquella donzela doña Zayda: e tanto oie dezir deste rey don Alfonso, que era caballero muy grande e muy fermoso ome en armas, e en todos los otros sus fechos, que se enamoró dél: e non de vista, ca nunca lo viera, mas de su buena fama e de su buen prez que crescíe cada día e sonaba, con que cada día se enamoraba dél doña Zayda... assí que ella muy enamorada dél, como las mujeres son sotiles e sabidoras para lo que mucho han talante, ovo ella sus mandaderos de como el rey don Alfonso andava entonces por Toledo e por las conquistas que fazíe entonces en las villas a derredor della, e que era acerca de la tierra dessa doña Zayda, ovo ella sus mandaderos con quien le embió dezir e rogar que oviese ella la vista dél, ca era muy pagada de su prez e de la beldad que dezien dél, e quél amava, e quél querie ver. E aun por llegar al preyto más ayna a lo que ella querie, embiól dezir por escripto las villas e los logares que su padre le diera, e que si él quisiesse casar con ella, que le done Cuenca e todos aquellos castiellos e fortalezas que le diera su padre. E el rey don Alfonso, quando este mandadero oyo, plogol mucho con aquellas nuevas, e embiól dezir que venisse a do toviesse por bien, e él que la yrie ver de todo en todo. E unos dizen que ella vino a Consuegra, que era suya, cerca de Toledo, otros dicen que a Ocaña, que era suya otrosí, e otros dizen aun que las vistas que fueron en Cuenca... E mas vayamos por el cuento de nuestra estoria, que dice assí: «Pues que el rey don Alfonso tomó su cavallería muy grande e buena, [p. 237] guardándose todavía bien de engaño e de traycion que non andoviesse, fué ver a doña Zaida. E desque se vieron amos, si ella era enamorada e pagada del rey don Alfonso, non fué el rey Alfonso menos pagado della, ca la vió él muy grande e fermosa e enseñada, e de muy buen contenente, como le dixeron della: e ovo luego sus fablas con ella, e demandól, que si ella tal preyto querie que si se tornarie christiana, e ella dixo que sí, e que le darie luego Cuenca, e todo lo ál que el padre le diera: e que farie todas las cosas del mundo que le mandasse, de mejor mente que otra cosa, solo que con ella casare.»

Si no está aquí el germen de la leyenda del Maynete, confieso que pocas conjeturas se presentan con tanto grado de probabilidad como ésta, apuntada ya por el conde de Puymaigre. [1] Zaida se declara a Alfonso VI, como Galiana a Maynete; se convierte al cristianismo como ella y se une al Rey de Castilla como mujer velada y no como barragana, según frase textual de la Crónica. Y siendo Zaida personaje histórico, e histórico su matrimonio con Alfonso VI, del cual tuvo al infante Don Sancho, muerto en la batalla de Uclés, lo natural es creer que la historia haya precedido a la fábula.

No quiero disimular que contra esta solución se presentan dificultades muy graves, pero no insolubles. ¿Cómo admitir que en el breve periodo comprendido entre 1099, en que murió Zaida (según la cronología del P. Flórez en las Reinas Católicas, 1. 215), y 1140, que es la fecha más moderna que hasta ahora se ha asignado a los últimos capítulos del Turpín, naciese, creciese y se desarrollase toda esta historia, y pasara los Pirineos, y se verificase la extraña metamórfosis de un monarca casi contemporáneo como Alfonso VI, en el gran Emperador de los franceses? Aunque la fantasía épica iba muy de prisa en la Edad Media, parecen poco cuarenta años para tan complicada elaboración. Pero obsérvese que el Turpin no dice una palabra de Galiana. sólo menciona a Galafre y a Bramante. ¿Habría, por ventura, un cantar de gesta que tuviese por único tema el vencimiento y muerte de este Rey pagano, y al cual se añadiese luego el episodio de amor, que ya se [p. 238] cantaba en Provenza en 1210, fecha del poema de la Cruzada contra los Albigenses:

Ara aujatz batalhas mesclar d'aital semblant
C'anc non ausitz tan fera des lo tamps de Rotland,
Ni del temps Karlemaine que venquet Aigolant,
Que comquis Galiana la filha al rei Braimant,
En Espanha de Galafre, lo cortes almirant
De la terra d'Espanha?

De este modo se gana un siglo en el proceso cronológico; pero todavía quedan en pie dos reparos, a que no encuentro salida. Uno es la existencia de los fragmentos del poema francés, que la critica más autorizada coloca en el siglo XII, y en los cuales la leyenda aparece, no ya enteramente formada, sino groseramente degenerada. Otro es la dificultad de suponer que un poeta castellano, tratándose de hechos no muy remotos, atribuyera a Carlomagno los que eran propios de un héroe nacional como Alfonso VI. Tal hipótesis parece que contradice al carácter dominante en nuestra epopeya; y además vemos que en tiempo de Alfonso el Sabio coexistían independientes la leyenda de Zaida y la de Galiana, puesto que es la Crónica general quien nos trasmite una y otra. Quede, pues, indecisa esta cuestión, que acaso nuevos descubrimientos vengan a resolver el día menos pensado.

Mucho menos nos detendrá, a pesar de su extensión desmedida, el segundo texto castellano del Maynete; es a saber: el que se encuentra embutido, como tantas otras fábulas caballerescas, en la enorme compilación historial relativa a las Cruzadas, que mandó traducir Don Sancho IV el Bravo, y lleva el título de La Gran Conquista de Ultramar. [1] Aunque el original francés de este libro no ha sido descubierto hasta ahora, todo induce a creer que las intercalaciones de carácter novelesco no fueron hechas por el [p. 239] intérprete castellano con presencia de los poemas de los troveros, sino que las encontró ya reunidas en una crónica en prosa, que, por otra parte, tradujo con alguna libertad, introduciendo nombres de la geografía de España y mostrando algún conocimiento de la lengua arábiga.

La narración del Maynete, que según el sistema general de La Gran Conquista, aparece con ocasión de la genealogía de uno de los cruzados, a quien se suponía descendiente de Mayugot de París, supuesto consejero de Carlomagno, va precedida de la historia de Pipino y Berta, hija de Flores y Blancaflor (que en los relatos franceses son reyes de Hungría, y aquí reyes de Almería); y seguidas de otras dos leyendas, también de asunto carolingio, la de la falsa acusación de la reina Sevilla, a quien el autor de la Crónica identifica con Galiana; y la de la guerra contra los Sajones, cantada en un poema de Bodel, de fines del siglo XIII.

Los relatos de La Gran Conquista se derivan (mediatamente, según creemos) de poemas franceses más antiguos que los conocidos, lo cual puede comprobarse no sólo en el caso de la Canción de los Sajones, sino en el de la historia de Berta, cotejándola con la que escribió el trovero Adenés. Respecto del Maynete, puede decirse que ocupa una posición intermedia entre la sobriedad de la Crónica general y la complicación de los poemas franceses, no ya del de Gerardo de Amiens y del Karleto, de Venecia, sino de los mismos fragmentos primitivos, con los cuales tiene alguna relación, especialmente al principio. Cuando comienza la acción ya ha muerto Pipino: la causa del destierro de Carlos es la rivalidad de los hijos de la falsa Berta, cuyos nombres aparecen ligeramente desfigurados, llamando al uno Eldois y al otro Manfre. Aunque Carlos «era muy pequeño, que non había de doce años arriba, empero era tan largo de cuerpo como cada uno de sus hermanos, y porque creciera tan bien e tan aina, pusiéronle nombre Maynete». El primer ensayo que hace de sus fuerzas es herir a Eldois con un asador el día que se celebraba el juego de la tabla redonda y se hacían los votos del pavón. Carlos y sus partidarios no se dirigen inmediatamente a España, como en la Crónica general, sino que se refugian primero en las tierras del duque de [p. 240] Borgeña y del Rey de Burdeos, que en la Conquista de Ultramar es moro, y no lo sería probablemente en el texto francés. El redactor castellano altera casi todos los nombres para darles fisonomía más oriental, o acercarse más a la que él creía verdadera historia. Al Rey de Toledo no le llama Galafre, sino Hixem, del linaje de Abenhumeya; Galafre, o más bien Halaf, queda reducido a la categoría de un simple alguacil suyo. En cambio Bramante asciende a rey de Zaragoza con el nombre de Abrahim. Galiana se convierte en Halia, pero su nombre se conserva al tratar de sus palacios, por cierto con detalles locales dignos de consideración. El conde Morante y los treinta caballeros que le acompañan son aposentados por el Rey «en el alcázar menor, que llaman agora los palacios de Galiana, que él entonces había hecho muy ricos a maravilla, en que se tuviese viciosa aquella su fija Halia, e este alcázar e el otro mayor de tal manera fechos, que la infanta iba encubiertamente del uno al otro cuando quería». Algún otro rasgo parece también añadido por el traductor; verbigracia, el encarecimiento de la ciencia mágica de las moras, «que son muy sabidas en maldad, señaladamente aquellas de Toledo, que encadenaban a los hombres y hacíanles perder el seso y el entender». En algunos puntos sigue muy de cerca a la General, y tiene de común con elle la estratagema de herrar los caballos al revés, que falta, según creo, en todas las demás versiones; pero al final tuerce por distinto rumbo, inclinándose a las enmarañadas aventuras de los textos franceses, y acabando por confundir la leyenda de Galiana con la de la reina Sevilla.

El pasaje antes citado de La Gran Conquista de Ultramar prueba que los palacios de Galiana, que todavía el arzobispo D. Rodrigo supuso en Burdeos, estaban ya localizados en Toledo a fines del siglo XIII o principios del XIV. De la tradición burdigalense puede ser resto el nombre del anfiteatro de Gallien, [1] que allí se da a ciertas ruinas romanas, si bien es más natural explicarle por el emperador Galieno, a quien los arqueólogos del Renacimiento atribuyeron aquella obra. Pero como no hay fundamento histórico para tal atribución, bien puede creerse que el [p. 241] nombre de la fabulosa Princesa, interpretado por los eruditos, les sugirió el recuerdo del Emperador romano, a no ser que sucediera lo contrario, es decir, que una vaga tradición respecto de aquellas reliquias de la antigüedad llevase a la invención de los palacios y del nombre de la Princesa.

La tradición toledana es mucho más importante, porque no ha sufrido deformación alguna, y permanece viva en la memoria de nuestro pueblo, mostrándose al viajero en la margen oriental del Tajo, en la Huerta del Rey, los desmantelados torreones, arruinados muros, graciosos ajimeces y notables restos de ornamentación de un suntuoso edificio de estilo arábigo y de época incierta, que ha ido sucumbiendo al estrago del tiempo y a la incuria de los hombres. Sobre estas ruinas han escrito doctamente varios arqueólogos de nuestros días, [1] y sobre ellas fantasearon en gran manera los antiguos escritores toledanos, llegando a ser común proverbio, según Covarrubias, «decir a los que no se contentan con el aposento que les dan, que si querrían los palacios de Galiana». Quien dió mayores ensanches a la leyenda, y puede decirse que la remozó y volvió a popularizar a fines del siglo XVII, fué el famoso D. Cristóbal Lozano, siguiendo, como de costumbre, las huellas de Luitprando, Julián Pérez, Román de la Higuera, el Conde de Mora y otros no menos fidedignos historiadores. Lozano, pues, en su vulgarísimo libro de los Reyes Nuevos de Toledo, [2] colección de leyendas e historias anoveladas, que serían [p. 242] interesantes si estuviesen escritas en estilo menos amanerado y fastidioso, nos cuenta que Galafre, hijo de un reyezuelo de África, llamado Alcamón y de la condesa Faldrina, viuda del conde D. Julián, hizo para recreo de su hija «una famosa huerta a las orillas del Tajo, casi contigua a la ciudad, como se baxa por la puente de Alcántara... en medio de ella fabricó unos palacios adornados de jardines, con estanques muy artificiosos, pues dizen que subía y baxaba el agua con la creciente y menguante de la Luna si era por arte de nigromancia, o era quizá por el arte de las azudas, que es nombre arábigo, y comenzarían entonces, se dexa al discurir de cada uno. Cuando crecía, pues, el agua, era en tanta altura, que vaciando en unos caños, corría encañada hasta el palacio que tenía el rey moro dentro de la ciudad, que era, dicen, en aquella parte que está hoy el Hospital del Cardenal D. Pedro González de Mendoza y el Convento de Santa Fe la Real. Estos palacios, pues, de cuya suntuosidad sólo quedan hoy desmoronados vestigios y caducos paredones, los hizo el rey Galafre retiro delicioso... y quiso se apellidasen Palacios de Galiana.»

Aunque el Dr. Lozano tenga tan bien ganada la fama de invencionero, no nació de su fantasía todo este cuento. Hemos visto que la antiquísima Crónica de Ultramar afirma ya la comunicación entre los dos palacios. Y en cuanto a los prodigiosos estanques, no hay duda que existió en Toledo, y probablemente en aquel sitio o en sus cercanías, un artificioso reloj hidráulico, [p. 243] sobre el cual nos da peregrinas noticias el libro de un geógrafo árabe del siglo XIV, Abu Abdala ben Abi Becr Azzari o Azzori, del cual tradujo D. Pascual Gayangos la parte concerniente a Toledo. Azzahri, que se refiere a otros autores más antiguos, no sólo describe aquel ingenioso artificio, sino que nos informa de su autor, del tiempo y ocasión en que fué destruído. [1]

[p. 244] Como entre los eruditos toledanos del siglo XVII no había ningún arabista, es claro que la noticia de los relojes de agua y su emplazamiento más o menos probable llegó a ellos por tradición oral, dando quizá pretexto al P. Román de la Higuera para convertir el alcázar de Galiana en teatro de Academias científicas, y suponer que allí se congregaban los astrónomos toledanos en tiempo del Rey Sabio para disputar sobre el movimiento de las estrellas y redactar las Tablas Alfonsinas, [1] especie que han repetido muchos sin cuidarse de su origen.

Increíble parece que una tradición tan difundida en España y en Europa, celebrada en poemas tan viejos, consignada en tantos libros históricos, arraigada en los recuerdos y en la topografía de Toledo, no haya prestado argumento a ningún romance. Sólo en la poesía erudita ha tenido manifestaciones muy tardías, [2] [p. 245] siendo, al parecer, las más antiguas una comedia de Lope de Vega, Los Palacios de Galiana (escrita antes de 1604), que es de las menos felices de su caudal dramático; y un brillante episodio en el Bernardo, del obispo Valbuena (1624).

Ya hemos indicado que La Gran Conquista de Ultramar contiene también la leyenda de Berta, madre de Carlomagno, suplantada por una sierva que fué madre de dos bastardos, y reconocida al fin por su esposo Pipino a consecuencia de un defecto de conformación que tenía en los dedos de los pies. El relato castellano es conforme en lo esencial al poema del trovero Adenés (último tercio del siglo XIII), pero las variantes de detalle indican que el traductor o compilador castellano se valió de un texto más antiguo y distinto también de la versión italiana, representada por un libro del siglo XIV, I Reali di Francia.

La Gran Conquista de Ultramar, que mirada sólo en sus capítulos novelescos es el más antiguo de los libros de caballerías escritos en nuestra lengua, no tuvo por de pronto imitadores; pero a fines del siglo XIV y en todo el XV fueron puestas en castellano otras novelas del mismo ciclo, siendo probablemente la primera el Noble cuento del Emperador Carlos Maines de Rroma e de la buena Emperatriz Sevilla, su mujer, que Amador de los Ríos halló en un códice de la Biblioteca Escurialense. [1] Es texto [p. 246] curioso que difiere en gran manera de un libro de caballerías posterior sobre el mismo argumento, [1] si bien uno y otro se derivan remotamente de un mismo poema francés, que también sirvió de base a un libro popular holandés, según las investigaciones de Wolf. [2] Como de la primitiva canción sólo quedan fragmentos, tienen interés estas versiones en prosa, además del que encierra la historia misma, que es de apacible lectura, aunque pertenece ya a la degeneración novelesca de la epopeya. Tanto la dulce y resignada Emperatriz, perseguida por el traidor Macaire y acusada falsamente de adulterio, como el buen caballero Auberi de Mondisdier, que muere en su defensa, y el valiente y honrado villano Varroquer, que la toma bajo su protección, son nobilísimas y simpáticas figuras; pero el héroe más singular de la novela es un perro fiel, que combate en el palenque contra Macaire y le vence y obliga a confesar sus crímenes, yendo luego a dejarse morir de hambre sobre la tumba de su señor.

Al ciclo carolingio pertenece también la Historia de Enrrique fi de Oliva, rey de Iherusalem, emperador de Constantinopla, [3] personaje caballeresco que ya era conocido en Castilla a principios del siglo XV, y se halla citado por Alfonso Álvarez de Villasandino en unos versos del Cancionero de Baena, que por cierto aluden a una aventura no contenida en el libro que hoy tenemos:

Desque Enrique, fi de Oliva,
Salga de ser encantado.

De uno de los personajes de esta novela hizo memoria Cervantes en el cap. XVI, parte primera, del Quijote: «¡Bien haya mil veces el autor de Tablante de Ricamonte y aquel del otro libro [p. 247] donde se cuentan los hechos del conde Tomillas, y con qué puntualidad lo describen todo!» Aunque el elogio parezca de burlas, como tantos otros que Cervantes hace de autores y de libros (pues no hay tal puntualidad en la narración, que es, por el contrario, bastante rápida y seca), no puede dudarse que se trata del mismo libro y que Cervantes se acordó del conde Tomillas, personaje secundario de la novela, porque el nombre de este traidor se había hecho popular, pasando a los romances de Montesinos. [1] Los primeros capítulos del fi de Oliva ofrecen mucha semejanza con la historia de la reina Sevilla; hay también una gran señora, D.ª Oliva, hermana del rey Pepino y duquesa de la Rocha, víctima de las malas artes y calumnias de D. Tomillas, y obligada a probar su inocencia «metiéndose desnuda y en carnes en una gran foguera». Lo restante del libro contiene las proezas de su hijo Enrique como caballero andante en tierras de Ultramar, donde conquista a Jerusalén y a Damasco, venciendo innumerables huestes de paganos; salva a Constantinopla, asediada por los turcos; se casa con la infanta Mergelina, heredera del imperio bizantino, y volviendo a Francia disfrazado de palmero, prende al alevoso Tomillas, entregándosele a su madre, que con ferocidad inaudita manda descuartizarle por cuatro caballos salvajes. El original en prosa de este libro no ha sido señalado aún, que yo sepa; pero basta fijarse en los nombres de personas y lugares, y en la frecuencia de galicismos, para comprender que el traductor no puso nada de su cosecha. El original remoto es la canción de gesta de Doon de la Roche, [2] que se atribuye a fines del siglo XII. De todos modos, este libro vulgarísimo, plagado de todos los lugares comunes del género, apenas merecería citarse, a no ser tan escasas en España las obras impresas de este ciclo, cuya flor se llevaron los romances.

Por raro capricho de la fortuna, bien desproporcionado a su mérito, obtuvo, sin embargo, extraordinaria popularidad, que ha llegado hasta nuestros días, puesto que todavía se reimprime como libro de cordel y sirve de recreación al vulgo en los rincones [p. 248] más olvidados de la Península, lo mismo que en las ciudades populosas, el Fierabrás francés, disfrazado con el nombre de Historia de Carlomagno y de los doce Pares, del cual conocemos una edición de 1525, aunque seguramente las hubo anteriores. [1] Nicolás de Piamonte, cuyo nombre suele figurar al frente de este libro, no hizo más que traducir una compilación en prosa hecha a instancias de Enrique Balomier, canónigo de Lausana, e impresa en 1478; basta comparar los prólogos y la distribución de los capítulos para reconocer la identidad: «Y siendo cierto que en la lengua castellana no hay escriptura que de esto faga mención, sino tan solamente de la muerte de los doce Pares, que fué en Roncesvalles, parescióme justa y provechosa cosa que la dicha escriptura y los tan notables fechos fuesen notorios en estas partes de España, como son manifiestos en otros reinos. Por ende, yo, Nicolás de Piamonte, propongo de trasladar la dicha escriptura de lenguaje francés en romance castellano, sin discrepar, ni añadir, ni quitar cosa alguna de la escriptura francesa. Y es dividida la obra en tres libros: el primero habla del principio de Francia, de quien le quedó el nombre, y del primer rey cristiano que hubo en Francia; y descendió hasta el rey Carlomagno, que después fué emperador de Roma; y fué trasladado de latín en lengua francesa. El segundo habla de la cruda batalla que hubo el conde Oliveros con Fierabrás, rey de Alejandría, hijo del gran Almirante Balán, éste está en metro francés muy bien trovado. El tercero habla de algunas obras meritorias que hizo Carlomagno, y, finalmente, de la traición de Galalón y de la muerte de los doce Pares; y fueron sacados estos libros de un libro bien aprobado, llamado Espejo historial. »

El Speculum historiale de Vicente de Beauvais, el poema francés de Fierabrás y acaso un compendio de la Crónica de Turpín, [p. 249] son las fuentes de este librejo, apodado por nuestros rústicos Carlomano, que a pesar de su disparatada contextura y estilo vulgar y pedestre, no sólo continúa ejercitando nuestras prensas populares y las de Épinal y Montbelliard en Francia; no sólo fué puesto en romances de ciego por Juan José López, [1] sino que dió argumento a Calderón para su comedia La Puente de Mantible.

Contemporáneos de estos primeros libros en prosa, pero independientes de ellos y nacidos de una inspiración mucho más original y briosa, fueron algunos de nuestros romances carolingios. Otros representan mayor antigüedad, y puede presumirse que su forma primitiva fué la Canción de gesta, de la cual todavía persisten rastros en la lenta y pausada narración de algunos de los llamados juglarescos. Esa forma era la de los modelos franceses de los cuales remotamente proceden, y era también la del Maynete peninsular, que no sería el único poema de su clase y de su ciclo. Partiendo del hecho, para mí indudable, de que algunos poemas franceses como el Rollans, fueron cantados en España por juglares franceses, y aunque se descarte la hipótesis, muy plausible, de una poesía fronteriza y de transición ya en Navarra y el Alto Aragón, [2] ya en Cataluña, basta con la comunicación [p. 250] oral o escrita para explicar la aparición de la epopeya carolingia entre nosotros a principios del siglo XII. por lo menos. [1] Pero las [p. 251] formas primitivas de este ciclo en España ni las conocemos (excepto el solitario caso de la leyenda de Galiana) ni podemos [p. 252] conjeturarlas, puesto que los textos en prosa, además de muy tardíos, son meras traducciones de que ninguna consecuencia puede [p. 253] sacarse. Lo que sí podemos afirmar es que la admirable eflorescencia de los romances carolingios en el siglo XV nos muestra un tipo tan nuevo, tan profundamente españolizado ya, tan distante de sus orígenes, que no podemos menos de ver en ellos el último momento de una evolución larguísima.

Esta evolución debió cumplirse siguiendo leyes análogas a las ya descubiertas por la crítica respecto de la canción histórica nacional, que es el fondo en que se vació esta materia carolingia. Los primitivos cantares hubieron de ser tan largos, por lo menos, como El Conde Dirlos, que es el más largo de los juglarescos. De estos cantares, que sólo podemos apreciar ya en su forma definitiva de hemistiquios octonarios, pero que pasarían, sin duda, por un periodo de irregularidad o incertidumbre métrica, idéntico al de los poemas históricos, conservó la memoria popular los episodios más interesantes, los trozos que más a menudo repetía el juglar; dió a cada uno de estos fragmentos desengarzados del collar épico, una existencia independiente, y volaron en alas de la tradición, con la viveza y gracia propias del ritmo trocaico.

[p. 254] No hubo aquí, por fortuna de los romances, una historia en prosa que se interpusiese entre las dos formas épicas, sino que la una brotó espontáneamente de la otra, lo cual hace que algunos de estos romances sean, bajo el aspecto de la ejecución, constantemente poética, más bellos que los históricos.

No por eso creemos que los actuales romances carolingios sean herederos inmediatos de los cantares de ge ta españoles, que existieron, sin duda, ni mucho menos de los primitivos cantares franceses en que aquellos hubieron de apoyarse. Ha sido necesaria toda la paciencia y sagaz labor de la erudición moderna para indagar la genealogía de cada uno de estos romances, y aun así quedan todavía algunos rebeldes al análisis. En los restantes, la tradición épica está profundamente alterada: no hay uno solo que pueda estimarse como traducción, no ya literal, ni aproximada siquiera, de un canto forastero: todos los asuntos están tratados con plena libertad de imaginación, como si se tratara de historias no aprendidas entonces, sino recordadas vagamente y sólo en sus rasgos principales. Hay en nombres geográficos y en nombres de personas las más extrañas confusiones: una espada de Roldán se convierte en el nombre de un fantástico paladin (Durandarte): Ogier de la Marche o de Danemarche pasa a ser marqués de Mantua, y el campo de sus aventuras se traslada a las márgenes del Po: el nombre de la reina Sibila o Sevilla se confunde con la ciudad del mismo nombre, por cuyos caños sale Valdovinos: Galván, o sea el Gauvain de la Tabla Redonda, emigra del ciclo bretón al carolingio: las aguas del Duero corren por París: Sansueña no es ya Sajonia, sino Zaragoza: y algunos romances, especialmente los de Montesinos, aparecen ya enlazados con tradiciones locales y recuerdos topográficos como el castillo de Roca Frida.

Por lo que toca al fondo, se observa que en todos estos romances las costumbres bárbaras, o si se quiere heroicas, se presentan muy atenuadas, y no faltan toques de sentimentalismo propios de una edad más avanzada. Si se exceptúan los de Roncesvalles, que son más fieles a sus origenes, casi todos tienen de novelesco más que de épico, y algunos, como los del Conde Claros, ostentan una galantería liviana y muy refinada, así como otros, [p. 255] el de la linda Melisenda, por ejemplo, cierta brutalidad erótica, que también es signo de decadencia.

En su lenguaje y estilo estos romances, como todos los demás que llamamos viejos, pertenecen al siglo XV (acaso alguno a las postrimerías del XIV); pero, aparte de esta general consideración, los del ciclo carolingio tienen entre sí un aire de parentesco, una semejanza de familia y escuela que nos permite inferir que fueron compuestos todos o casi todos dentro de un período relativamente corto, a lo sumo dentro de una centuria. Se han notado palabras y modos de decir que si no son exclusivos de esta casta de composiciones, rara vez se encuentran fuera de ellas, y las dan, como advirtió Milá, cierto sabor peregrino. Tal es la formación del pretérito perfecto con el auxiliar fué y el infinitivo (comodísima para prolongar indefinidamente las asonancias); el partitivo («tantos matan de los moros») que se halla también en la Gran Conquista de Ultramar , y algunas voces de aspecto exótico, como lexar, por dejar; sacramento, por juramento; avinenteza, palabra italiana derivada del provenzal, por oportunidad u ocasión; deseximento, por desafiamiento, y estudios, por aposentos bajos; que parecen catalanismos. Son pocos estos ejemplos para que por ellos pueda conjeturarse qué elementos extraños actuaron sobre los romances carolingios y algunos de ellos pueden ser formas arcaicas y vulgares del habla castellana, que, desterradas de la prosa y de la poesía culta, se habían refugiado en la popular; pero nada tiene de temeraria la hipótesis de que alguna narración francesa fuese transmitida por juglares catalanes o provenzales, que estaban más cerca de su fuente. Otra de las rarezas de lenguaje que estos romances presentan, es el uso frecuente, ya que no constante, de nombres propios terminados en s, como Oliveros, Reinaldos, Claros, Grimaldos, no muy conformes a la índole de nuestra lengua, donde esta determinación suele ser signo de plural, pero muy acorde con el origen de los nombres Oliviers, Renaus, etcétera. Carlos predominó, aun en el uso vulgar, sobre Carlo, pero aquí pudo mezclarse la influencia de la latinidad eclesiástica (Carolus), como en la antigua forma de Pablos, conservada por Quevedo, y en la todavía vulgar de Pilatos.

Más que por estas curiosidades de lenguaje, se caracterizan [p. 256] y entrelazan los romances carolingios por ciertos procedimientos de estilo casi mecanicos, que indican una misma escuela de rapsodas. La repetición es forma esencialmente épica, y nuestros oscuros cantores de una Ilíada sin Homero no podían menos de emplearla; pero abunda mucho menos en la poesía histórica que en estos otros romances, donde su empleo parece sistemático, con visos de amaneramiento a veces. No sólo se repiten los epítetos honoríficos, como «buen caballero probado», sino frases hechas y hemistiquios y versos enteros de continua aplicación:

De noche por los caminos—de día por los jarales...
Trayendo las carnes crudas,—las uñas corriendo sangre...
Jornada de quince días—en ocho la fuera andar...
Media noche era por filo,—los gallos quieren cantar...
Ya se parten los romeros,—ya se parten, ya se van...

Clemencín y Milá han formado el cuadro de estas repeticiones, entre las cuales son las más interesantes las que se refieren a las fórmulas de juramento, a las maldiciones y a los agüeros; no sólo por su viveza poética, sino por ser puntos en que nuestros romances se conservan muy fieles a las tradiciones de la epopeya franca. Sirvió de tipo a los juramentos el famosísimo del Marqués de Mantua, que Milá relaciona en un pasaje de la canción de Aliscans: [1]

Juro por Dios poderoso,—por Santa María su Madre,
Y al santo Sacramento—que aquí suelen celebrar,
De nunca peinar mis canas—ni las mismas barbas cortar;
De no vestir otras ropas,—ni renovar mi calzar;
De no entrar en poblado—ni las armas me quitar,
Si no fuere una hora—para mi cuerpo limpiar;
[p. 257] De no comer a manteles,—ni a la mesa me asentar;
Fasta matar a Carloto,—por justicia o pelear,
O morir en la defensa—manteniendo la verdad.

El romance del Conde Dirlos añadió otra cláusula a este juramento, «ni con la condesa holgar», y esta misma añadidura pasó a uno de los romances de las mocedades del Cid, [1] que no debe de ser de los más antiguos, a juzgar por esta circunstancia. Del mismo modo las maldiciones de D. Gaiferos se trasladaron al romance ce 4.° de Roncesvalles, y la superstición de los agüeros, quizá más española que francesa, ora proceda de la antigüedad clásica, ora de las tribus ibéricas, reapareció con incomparable prestigio en el romance de D.ª Alda, y trazó en el primero de los de Montesinos un surco de fuego que, pasando a la Crónica de D. Rodrigo y a sus derivaciones, incendió la casa encantada de Toledo:

Aunque en sueños no fiemos,—no sé a qué parte lo echar,
Que parecía muy cierto—que vi un águila volar;
Siete halcones tras ella—mal aquejándola van,
Y ella por guardarse de ellos—retrújose a mi ciudad;
Encima de una alta torre —allí se fuera a asentar;
Por el pico echaba fuego,—por las alas alquitrán;
El fuego que de ella sale—la ciudad hace quemar;
A mí quemaba las barbas,—y a vos quemaba el brial.
¡Cierto tal sueño como éste,—no puede ser sino mal! [2] .

Apartándose los romances carolingios de la sobriedad de los históricos, conceden grande espacio a la descripción de trajes y arreos, que son siempre los del siglo XV, y corresponden al lujo, pompa y esplendidez de aquel período:

[p. 258] Ver cual iba Guiomar—nadie lo sabría contar:
Encima de una hacanea—que en Francia no había tal.
Un brial vestido blanco—de chapado singular,
Mongil de blanco brocado—enforrado en blanco cendal,
Bordado de pedrería—que no se puede apreciar.
Una cadena a su cuello—que valía una ciudad. [1]
Cabellos de su cabeza—sueltos los quiere llevar,
Que parecen oro fino—en el medio de un cristal.
Una guirnalda en su cabeza—que su padre la fué a dar,
De muy rica pedrería—que en el mundo no hay su par...
..............................................................................................
Ellos en aquesto estando—vieron por la puerta entrar
Ese infante Montesinos,—sobrino del emperante,
Con una ropa de brocado—que al suelo quiere llegar,
Una cadena a su cuello—que mil marcos de oro vale.

Pero quien se lleva la palma de la bizarría y de la gala en esto del vestir es el Conde Claros en el bellísimo romance primero de los que cuentan sus aventuras amorosas:

Voces da por el palacio—y empezara de llamar:
—Levanta, mi camarero,—dame vestir y calzar.
Presto estaba el camarero—para habérselo de dar:
Diérale calzas de grana,—borceguíes de cordobán;
Diérale jubón de seda,—aforrado en zarzahán;
Diárale un manto rico—que no se puede apreciar;
Trescientas piedras preciosas—alrededor del collar.
Tráele un rico caballo,—que en la corte no hay su par,
Que la silla con el freno—bien valía una ciudad,
Con trescientos cascabeles—alrededor del petral.
Los ciento eran, de oro,—y los ciento de metal,
Y los ciento son de plata—por los sones concordar. [2]
[p. 259] Todas las condiciones, así externas como intrínsecas, de los romances carolingios impiden suponerlos muy antiguos. Su tendencia al estilo literario, sus neologismos, que parecen intencionados, su intemperancia descriptiva, la recargada indumentaria de sus héroes, la cultura moral que revelan, la complicación novelesca de unos, el sentimentalismo plañidero de otros, son síntomas de vistosa y lozana decadencia, de que sólo se salvan algunos incomparables romances cortos, reliquias, sin duda, de una tradición épica menos alterada. Aun éstos han pasado por una elaboración semi-artística, y han sido escritos, como los demás, en la culta y cortesana lengua del siglo XV.

Entre el Maynete y ellos hay solución evidente de continuidad. La misma originalidad de los romances, que únicamente conservan el tema inicial de los poemas franceses y le desarrollan con tanta libertad que le dejan incognoscible para quien no esté muy versado en su lectura, indican una época muy adelantada del arte, cultivado ya por manos expertas y muy hábiles para dar nueva y peregrina forma al material venido de fuera. Las gestas disgregadas luego en romances no eran, de fijo, las primitivas que conoció España, los «romancia et libri gestorum Karoli et Rotland, et Oliverii et Verdinio, et de Antellmos lo Danter et de Otonell, et de Bethon, et de comes de Nantull», de que habla un documento atribuído al Rey Sabio. [1] Todo esto yacía olvidado, [p. 260] sin duda, cuando una irrupción de cantos franceses o de narraciones no cantadas invadió a España en tiempo de las guerras más que civiles del rey Don Pedro y el Bastardo de Trastamara, y cobrando nuevos bríos en la corte de los sucesores de éste, a fines del siglo XIV y en la primera mitad del XV, produjo una imitación no servil, sino inteligente y libérrima, como cuadraba a una lengua ya adulta, a una literatura nacional ya formada y que podía asimilarse cualquier alimento extraño sin menoscabo de la robustez de su complexión. Así obtuvo en la poesía castellana inesperado reflorecimiento el ciclo carolingio, cuando en su país de origen estaba muerto o iba a perderse en compilaciones prosaicas. Los españoles, por lo mismo que habíamos llegado más tarde al palenque épico, conservamos algún tiempo más el don sagrado de la canción heroica, que en todas partes iba a perderse durante el siglo XVI.

Las consideraciones que aquí como en cifra van expuestas, y que pueden verse más ampliamente desarrolladas en el libro de mi maestro sobre la poesía heroico-popular, obtendrán comprobación en el examen rápido que vamos a hacer de los principales romances de este ciclo, comenzando por los que parecen más antiguos, pero sin someternos a la clasificación de populares y juglarescos, que es independiente del orden cronológico, y tratando juntamente de todos los que se refieren a un mismo personaje o a un grupo de acontecimientos.

Entre los más viejos deben contarse todos los de Roncesvalles, que no pasan de cuatro, pero todos genuinamente épicos, impregnados del espíritu, y, en algún caso, hasta de la letra de las canciones francesas. Tal acontece (y debe citarse el primero, porque es la más notable excepción de lo que, como principio general, queda sentado respecto del grado de independencia de los romances), con el que hasta ahora se ha llamado «de la fuga del rey Marsin», por no conocerse de él más que un fragmento impreso ya en el Cancionero de Constantina, muy a principios del siglo XVI: [1]

[p. 261] Domingo era de Ramos,—la Pasión quieren decir,
Cuando moros y cristianos—todos entran en la lid.
Ya desmayan. los franceses,—ya comienzan de huir.
¡Oh, cuán bien los esforzaba—ese Roldán paladín!
—¡Vuelta, vuelta, los franceses,—con corazón a la lid!
—¡Más vale morir por buenos,—que deshonrados vivir!
Ya volvían los franceses—con corazón a la lid;
A los encuentros primeros—mataron sesenta mil.
Por las sierras de Altamira—huyendo va el rey Marsín,
Caballero en una cebra,—no por mengua de rocín.
La sangre que dél corría—las yerbas hace teñir;
Las voces que iba dando—al cielo quieren subir.
—¡Reniego de ti, Mahoma,—y de cuanto hice por ti!
Hícete cuerpo de plata,—pies y manos de un marfil.
Hícete casa de Meca—donde adorasen en ti,
Y por más te honrar, Mahoma,—cabeza de oro te fiz.
Sesenta mil caballeros—a ti te los ofrecí;
Mi mujer la reina Mora—te ofreciera treinta mil.

Ya Durán notó con su perspicacia habitual que este romance tenía que estar incompleto o formar parte de una serie más larga; y así es, en efecto. El hallazgo tan feliz como inesperado de un nuevo pliego gótico de romances en la Biblioteca Nacional, me ha permitido, si no completar el romance, porque evidentemente hay lagunas en él, elevar el número de sus versos hasta 57, cuando hasta ahora sólo se conocían 18. [1] La fuga del rey Marsín (Marsilio) es aquí, no el principio, sino el fin de una canción sobre Roncesvalles, que, mutilada y todo como está, es un eco de la Chanson de Rollans:

Ya comienzan los franceses—con los moros pelear,
Y los moros eran tantos,—no los dejan resollar.
Allí habló Baldovinos—bien oiréis lo que dirá:
—«Ay, compadre don Beltrán,—mal nos va en esta batalla;
Más de sed, que no de hambre—a Dios quiero dar el alma;
Cansado traigo el caballo,—más el brazo del espada;
Roguemos a don Roldán,—que una vez el Cuerpo taña:
Oír lo ha el emperador,—qu' está en los puertos d' España,
Que más vale su socorro—que toda nuestra sonada.»
Oído lo ha don Roldán—en las batallas do estaba:
—«No me lo roguéis, mis primos,—que ya rogado m' estaba;
Mas rogaldo a don Renaldos—que a mí no me lo retraiga,
[p. 262] Ni me lo retraiga en villa,—ni me lo retraiga en Francia,
Ni en cort del emperador,—estando comiendo a la tabla,
Que más querría ser muerto—que sufrir tal sobarbada».
Oído lo ha don Renaldo,—que en las batallas andaba,
Comenzara de decir;—estas palabras hablaba:
—«Oh mal ovieren franceses—de Francia la natural,
Que a tan pocos moros como éstos—el cuerno mandan tocar;
Que si me toman los corajes—que me solían tomar,
Por estos y otros tantos—no me daré solo un pan.»
Ya le toman los corajes—que le solían tomar;
Así se entra por los moros—como segador por pan;
Así derriba cabezas—como peras de un peral;
Por Roncesvalles arriba—los moros huyendo van...

Todo el que haya leído el inmortal poema, joya de la literatura francesa de los tiempos medios, recordará la escena culminante en que Olivier el prudente (Rollans fut pros, mais Oliver fut sage) sostiene con Roldán el mismo diálogo que nuestro romance atribuye a Valdovinos con el mismo paladín y con Roldan. Probaré a traducir este pasaje con la mayor exactitud posible para facilitar la comparación a los que no estén muy versados en la vieja epopeya francesa:

«Olivier ha subido a una alta colina: desde allí descubre todo el reino de España y la gran muchedumbre de los sarracenos... Y dijo Olivier: «Los paganos tienen gran fuerza, y me parece que nuestros franceses tienen muy poca. Amigo Roldán, tocad vuestro cuerno: Carlos le oirá, y hara volver su ejército.» —«Bien loco sería yo, responde Roldan, si tal cosa hiciese: en la dulce Francia perdería mi gloria. No lo haré, sino que daré grandes golpes con mi espada Durendal, y ensangrentaré el hierro hasta el oro de la guarnición.... «Amigo Roldan, tocad vuestra bocina: Carlos la oirá, y hara volver su gran ejército. El Rey y sus barones vendrán en nuestra ayuda.» —«No permita Dios, responde Roldan, que mis parientes sean nunca afrentados por causa mía, ni que la dulce Francia caiga en deshonor. No; pero daré grandes golpes con Durendal, mi buena espada, que tengo ceñida, y veréis todo el hierro ensangrentado. Los felones paganos están reunidos aquí por desdicha suya: yo os juro que están todos condenados a muerte.» —«Amigo Roldán, tocad vuestra bocina: llegarán los sones hasta Carlos, que está pasando los desfiladeros, y os juro [p. 263] que los franceses volverán sobre sus pasos.» —«No permita Dios, le responde Roldán, que ningún hombre vivo diga jamás que he tocado mi cuerno por causa de los paganos. No haré a los míos tal deshonor; pero cuando esté en la gran batalla, daré mil y setecientos golpes, y veréis sangriento todo el hierro de Durendal. Buenos son los franceses: herirán como buenos, y los sarracenos no podrán escapar de la muerte.» —«No veo qué deshonor puede ser ese, dijo Olivier: he visto, he visto a los sarracenos de España; los valles y las montañas están cubiertos de ellos, y los arenales también y las llanuras. ¡Cuán poderoso es el ejército contrario y qué pequeña nuestra hueste!» —«Tanto mejor, responde Roldán; mi ardor se acrecienta: ¡no permita Dios ni sus Santos Ángeles que Francia pierda su valor por culpa mía! Antes morir que ser deshonrado. Cuanto más recio heriremos, más nos amará el Emperador.» [1]

Cuatro son, como se ve, y perfectamente graduadas, las intimaciones de Olivier a Roldán en el poema; dos tan sólo en el romance, y a la segunda de ellas no contesta Roldán, sino Reinaldos, que, con su intervención inoportuna, nos hace perder de vista al héroe legendario de la batalla. Todo indica que este romance fué de los que más se desfiguraron al pasar de los juglares al pueblo. Acaso existió, y a ello me inclino, una canción de gesta muy antigua, una especie de adaptación española del Rollans, de la cual, por sucesivas degeneraciones, proceden estos fragmentos. Sin esta hipótesis u otra análoga es imposible explicar en un texto del siglo XV, no sólo la persistencia y el paralelismo del diálogo épico sobre el cuerno de Roldán, sino detalles que atestiguan un recuerdo vivo de tan vetusto poema, versos que parecen libremente traducidos: el temor que Roldán manifiesta de que le retraigan o echen en cara el haber tocado su bocina antes de tiempo; los corajes que le solían tomar cuando entraba en la lid. Rasgo tradicional es también la presencia del Arzobispo Turpín, en cuya boca se pone literalmente una sentencia que la canción francesa atribuye a Roldán:

[p. 264] A tan bien se los esfuerza—ese arzobispo Turpín;
—«Vuelta, vuelta, los franceses—con corazón a la lid;
Más vale morir con honra—que deshonrado vivir. »

Las maldiciones que lanza en su fuga el rey Marsín o Marsilio contra su falso profeta, a quien había ofrecido un ídolo de oro, plata y marfil, recuerdan los insultos que él y los demás paganos de Zaragoza, al verse vencidos, hicieron contra los simulacros de Mahoma, Apollino y Tervagante. [1] En el Rollans el rey Marsilio pierde la mano al filo de la espada Durendal: lo mismo en el romance, aunque se insinúa en él la especie relativamente moderna de que Roldán era encantado, de la cual no hay vestigio hasta el poema francés de Juan de Lanson (siglo XIII):

Y aun mi brazo derecho,—Mahoma, no lo trayo aquí:
Cortómelo el encantado,—ese Roldán paladino,
Que si encantado no fuera—no se me fuera él así.

Finalmente, hasta la extraña ocurrencia que asalta a Marsilio de hacerse bautizar por el Arzobispo Turpín, tomando de padrino a Roldán, tiene remoto origen en la canción francesa, donde Ganelón propone como condición de paz que se divida España en dos mitades, adjudicándose la una a Roldán y la otra a Marsilio, que previamente recibirá el bautismo.

Si en el romance del rey Marsín, tan informe y destrozado como está, tenemos algo de la letra del Rollans, en el portentoso romance de Doña Alda, joya de nuestra poesía popular, queda, sin rastro de imitación directa, lo más puro y delicado de su espíritu. En versos de sublime sencillez, que ya he citado a otro propósito, [2] había cantado el Rollans la muerte de Alda, hermana de Olivier (ma gente sorur Alde) y prometida esposa de Roldán:

«El emperador ha retornado de España, y vino a Aquisgrán, al mejor sitio de Francia: subió al palacio y entró en la sala. Allí es venida Alda, la bella dama, y dijo al rey: «¿Dónde está Roldán, el caudillo, el que me había jurado tomarme por suya?» Carlos sintió dolor y pesar; lloraba de los sus ojos, tirábase de su barba [p. 265] blanca: «Señora, por una muerte me demandas. Yo te daré un buen cambio: no sé escogerle mejor. Será Luis, mi hijo, el que ha de heredar mis Estados.» Alda responde: «Palabra muy extraña es para mí ésta; no permita Dios ni sus santos ni sus ángeles que yo quede viva después de muerto Roldán.» Pierde Alda la color: cae a los pies de Carlomagno. Muerta está: Dios tenga piedad de su alma.»

Ni el poeta castellano, ni otro ninguno que no perteneciese a las edades primitivas, hubiera sido capaz de retocar este cuadro, sin hacerle perder algo de la profunda emoción que su misma sobriedad causa. Lo que podía hacer el poeta de las edades cultas (y lo era sin duda nuestro juglar del siglo XV comparado con el del XI) era producir un efecto análogo con medios enteramente diversos, sin repetir una sola palabra, trasponiendo la situación, huyendo de la expresión directa y recurriendo a cierto simbolismo estético, que tenía precedentes en la más noble y clásica de las epopeyas, aunque de fijo él no la conociese. Este triunfo logró el autor del romance de Doña Alda, que por ser tan breve como hermoso, conviene repetir aquí:

En París esta doña Alda,—la esposa de don Roldán;
Trescientas damas con ella—para la acompañar:
Todas visten un vestido,—todas calzan un calzar,
Todas comen a una mesa,—todas comían de un pan,
Sino era doña Alda,—que era la mayoral.
Las ciento hilaban oro,—las ciento tejen cendal,
Las cien tañen instrumentos—para doña Alda holgar.
Al son de los instrumentos—doña Alda adormido se ha:
Ensoñado había un sueño,—un sueño de gran pesar.
Recordó despavorida—y con un pavor muy grand,
Los gritos daba tan grandes,—que se oían en la ciudad,
Allí hablaron sus doncellas,—bien oiréis lo que dirán:
—¿Qué es aquesto, mi señora?—¿Quién es el que os hizo mal?
—Un sueño soñé, doncella,—que me ha dado gran pesar;
Que me veía en un monte,—en un desierto lugar:
De so los montes muy altos,—un azor vide volar,
Tras dél viene una aguililla—que lo ahinca muy mal.
El azor con grande cuita,—metióse so mi brial;
El aguililla con grande ira—de allí lo iba a sacar;
Con las uñas lo despluma,—con el pico la deshace.—
Allí habló su camarera,—bien oiréis lo que dirá:
[p. 266] —Aquese sueño, señora,—bien os lo entiendo soltar:
El azor es vuestro esposo,—que viene de allen la mar;
El águila sodes vos, con la cual se ha de casar,
Y aquel monte es la iglesia—donde os han de velar.
—Si así es, mi camarera,—bien te lo entiendo pagar.—
Otro día de mañana—cartas de fuera le traen;
Tintas venían de dentro,—de fuera escritas con sangre,
Que su Roldán era muerto—en la caza de Roncesvalles. [1]

¿Quién, por corta que sea su erudición clásica, no recuerda aquí, aunque se trate de una situación enteramente diversa, el sueño de Penélope en la Odisea (XIX, v. 535 y ss.), que me place citar en la vieja y candorosa versión del secretario Gonzalo Pérez?:

Pero dexado aquesto, yo te pido
Que quieras declararme un largo sueño
Que soñé el otro día: y es aqueste.
Yo tengo aquí veynte ansares en casa,
Que huelgo de las ver, y las mantengo
Con trigo, en agua dulce remojado.
Vino del monte un águila muy grande
Con su corvado pico, y dió sobre ellas,
Y degollólas todas quasi juntas,
Y amontonadas, dentro aquí en palacio:
Y luego levantóse, y fué volando
Al ayre soberano. Yo entre sueños
Me dolía, y llorava por el daño,
Y venían a mí todas las griegas
De hermosos cabellos, y se estavan
Conmigo, y yo seguía el triste llanto.
Tornó a bolver el águila, y sentóse
En la más alta cumbre de la casa,
Y con humana voz clara dezía:
«Ten confianza (hija muy prudente
De Icario el valeroso) que no es sueño,
Sino un gran bien muy cierto y verdadero,
Que ha de tener efecto, y brevemente.
Las ánsares son essos amadores,
Y yo fuy antes ave, mas agora
Soy tu dulce marido, y soy ya vuelto,
Y tengo de dar muertes aviltadas
A todos tus soberbios servidores.»
[p. 267] Assí me dijo: y yo desperté luego
De aquel muy dulce sueño, y vi por casa,
Que se estavan los ánsares comiendo
El trigo en una pila, do solían. [1]

Así, a través de los siglos se repiten los procedimientos épicos y un juglar anónimo, que jamás pudo sospechar la existencia de la Odisea, da al sueño de Penélepe un digno equivalente en el de doña Alda, mostrándose más homérico que los poetas artísticos.

Bello romance es también, y de enérgica expresión, el que presenta al buen viejo, padre de D. Beltrán, buscando a su hijo entre los muertos de Roncesvalles:

Por la matanza va el viejo,—por la matanza adelante:
Los brazos lleva cansados—de los muertos rodear:
Vido a todos los franceses—y no vido a don Beltrán.
..........................................................................................
(Número 185 de la Primavera.)

La idea primera de este vigoroso fragmento hubo de ser sugerida por aquel pasaje de la Chanson, en que Roldán recorre el campo de batalla de Roncesvalles y va levantando los paladines muertos para que el Arzobispo Turpín les dé la bendición. [2] Pero ni en este trozo ni en lo restante del poema francés se menciona a ningún Beltrán. A los distintos Beltranes épicos citados por Milá (Beltran li palassis, sobrino de Guillermo de Orange, en la canción de Aliscans; Bertrán, hijo de Naimo, en Ogier el Danés, etcétera), debe añadirse, y es mucho más antiguo que todos, y acaso más relacionado con Roncesvalles, el Bretrandus, a quien se atribuyen estupendas proezas en el fragmento del Haya. [3] [p. 268] Parece idea original del romancerista castellano el diálogo con el centinela moro que desde el adarve le da las señas del paladín muerto:

—Ese caballero, amigo—dime tú, ¿que señas ha?
—Armas blancas son las suyas,—y el caballo es alazán,
Y en el carrillo derecho—él tenía una señal,
Que siendo niño pequeño—se la hizo un gavilán.
—Ese caballero, amigo,—muerto está en aquel pradal,
Dentro del agua los pies—y el cuerpo en un arenal:
Siete lanzadas tenía,—pásanle de parte a parte.

La popularidad de este romance se atestigua por las trovas y parodias que de él se hicieron, como la que principia: «Por la dolencia va el viejo», ya incluída en el Cancionero de Romances de Amberes (núm. 1.169 de Durán). Pero es, sin duda, más antigua y tiene más importancia una refundición, [1] en que la muerte de D. Beltrán se traslada a «los campos de Alventosa», y en que se hallan intercalados algunos versos que están también, con ligeras variantes, en el tercer romance de Gaiferos, sin que nos atrevamos a decidir para cuál de los dos se escribirían primero estas fórmulas de maldición, que parecen uno de los lugares comunes de la poesía carolingia:

Maldiciendo iba el vino,—maldiciendo iba el pan,
El que comían los moros,—que no el de la cristiandad:
Maldiciendo iba el árbol—que solo en el campo nasce,
Que todas las aves del cielo—allí se vienen a asentar,
[p. 269] Que de rama ni de hoja—no le dejaban gozar;
Maldiciendo iba el caballero—que cabalgaba sin paje;
Si se le cae la lanza—no tiene quién se la alce,
Y si se le cae la espuela—no tiene quien se la calce:
Maldiciendo iba la dueña—que tan sólo un hijo pare
Si enemigos se lo matan—no tiene quien lo vengare...

De los romances artísticos sobre el mismo argumento (números 396 y 397 de Durán) quedó proverbial una sola frase:

Con la mucha polvareda—perdimos a don Beltrane...

Almeida Garrett, cuyos textos son siempre sospechosos de amaño literario, publicó una variante portuguesa del romance «Por la matanza va el viejo». Los colectores más recientes reproducen este romance sobre la fe de Garrett, que en este caso no merece mucha, pero ninguno declara haberle recogido de la tradición popular. [1] Leída atentamente esta composición, parece labor fina del mismo Garrett hecha sobre el texto castellano, añadiéndole algunos toques sentimentales y un final de propia invención, en que un caballo fatídico, que quiere remedar a los de la Ilíada, [2] se levanta medio muerto y toma la palabra para justificar su comportamiento en la batalla, y defenderse de la acusación que le hace el viejo de no haberse retirado a tiempo para salvar a su hijo. Todo esto me parece cosa artificial, postiza y moderna, nacida del furor que los románticos tuvieron de dorar el oro y platear la plata de la poesía popular.

[p. 270] Pertenece totalmente a ella, aunque es de corte más juglaresco que los anteriores, el romance de la cautividad del Conde Guarinos, «Almirante de la mar», cuyo principio es conocido de todo el mundo por haberle puesto Cervantes (con cambio de una palabra) en boca de un rústico cantador del Toboso:

Mala la vistes, franceses,—la caza de Roncesvalles...

El Almirante Guarinos parece derivado de dos distintos personajes carolingios, uno el Garinus Lotharingiae Dux, que Turpín cuenta entre los muertos de Roncesvalles, y otro Garín de Anséune (hijo de Aimerico de Narbona), el cual, habiendo caído después de aquella derrota en poder del emir sarraceno de Luserne (¿Lucena?), sufrió tan dura cautividad y tan recios tormentos como los que impone Marlotes al Almirante:

Marlotes con gran enojo—en cárcel lo manda echar,
Con esposas a las manos,—porque pierda el pelear;
El agua fasta la cinta,—porque pierda el cabalgar;
Siete quintales de fierro—desde el hombro al calcañar.
En tres fiestas que hay al año—le mandaba justiciar:
La una Pascua de Mayo,—la otra por Navidad,
La otra Pascua de Flores,—esa fiesta general.

Supone Gastón París [1] que nuestro romance representa un poema francés perdido sobre Garín de Anséune; pero, además de ser hipotética la existencia de este poema, falta en el romance lo principal de aquel tema épico, tal como le conocemos por el resumen que hay al principio de las Enfances Vivien, [2] es decir, la heroica devoción del hijo de Garín, Viviano, cuya vida reclaman los sarracenos como rescate de la de su padre, y que, después de increíbles aventuras, llega a hacerse dueño de Lucena con auxilio de una compañía de mercaderes. En cuanto al desenlace del romance, ya advirtió Durán, primero que nadie, la semejanza que tiene con un episodio de la canción de Ogier el Danés, que, [p. 271] puesto en libertad por Carlomagno después de larga prisión para que combata contra los enemigos del Imperio, requiere sus viejas armas y su caballo Broiefort, que había sufrido también afrentoso cautiverio, empleado en acarrear escombros y estiércol y en otros menesteres viles, y que, no obstante su hambre y laceria, cumple gallardamente su oficio, sacando triunfante a su dueño en batalla contra los infieles. [1] Con unas armas mohosas y un estropeado caballo, cumple también el Almirante Guarinos la hazaña caballeresca que le abre camino para salir de cautividad:

Vanse días y vienen días,—venido es el de Sant Juan,
Donde Cristianos y moros—hacen gran solemnidad.
Los cristianos echan juncia,—y los moros arrayán;
Los judíos echan eneas—por la fiesta más honrar.
Marlotes con alegría—un tablado mandó armar,
Ni más chico ni más grande,—que al cielo quiere llegar.
Los moros con alegría—empiézanle de tirar:
Tira el uno, tira el otro,—no llegan a la mitad.
..................................................................................................
Oyó el estruendo Guarinos—en las cárceles do está.
..................................................................................................
—«Si vos me dais mi caballo—en que solía cabalgar,
Y me diésedes mis armas,—las que yo solía armar,
Y me diésedes mi lanza,—la que solía llevar,
Aquellos tablados altos—los entiendo derribar,
Y si no los derribase,—que me mandasen matar...
....................................................................................................
Marlotes de que esto oyera,—de allí lo mandó sacar;
Por mirar si en un caballo—él podría cabalgar,
Mandó buscar el caballo,—y mandáraselo dar,
Que siete años son pasados—que andaba llevando cal.
Armáronlo con sus armas,—que bien mohosas están.
Marlotes desque lo vido,—con reír y con burlar,
Dice que vaya al tablado—y lo quiera derribar.
Guarinos, con grande furia,—un encuentro le fué a dar,
Que más de la mitad dél—en el suelo fuera a echar.
Los moros de que esto vieron,—todos le quieren matar.

Hay, pues, en este romance contaminación de dos temas épicos, caso frecuente en nuestro ciclo carolingio Pero cuando en [p. 272] Francia estaban enteramente olvidadas las canciones que le habían servido de prototipos, tuvo la imitación castellana eficacia suficiente para penetrar en Rusia y hasta en Siberia, donde la oyeron cantar viajeros del primer tercio del siglo XIX, según atestigua Depping, a quien debemos la noticia de este hecho singular, y para mí enteramente inexplicable. [1]

Son muy escasos los romances artísticos acerca de Roncesvalles, porque nuestros poetas prefirieron la leyenda española de Bernardo del Carpio. Pero hay entre ellos uno (núm. 398 de Durán), que, a lo menos por la elevación moral con que fué pensado, es dignísimo de memoria. Wolf hizo bien en excluirle de la Primavera, porque nada tiene de primitivo, a pesar de la opinión de Gastón París; pero el anónimo ingenio que le compuso, no anterior sin duda a los últimos años del siglo XVI, [2] acertó a renovar de un modo bello, interesante y hasta grandioso, una [p. 273] situacion poética que parecía agotada. El invulnerable paladín Roldán, que ha salido ileso de los ataques de todos sus enemigos, sucumbe de dolor viendo derrotado y fugitivo al emperador Carlomagno:

Por muchas partes herido—sale el viejo Carlomagno,
Huyendo de los de España,—porque le han desbaratado:
Los once deja perdidos;—sólo Roldán ha escapado,
Que nunca ningún guerrero—llegó a su esfuerzo sobrado,
Ni podía ser herido—ni su sangre derramado.
Al pie estaba de una cruz,—por el suelo arrodillado:
Los ojos vueltos al cielo,—d' esta manera ha hablado:
—«Animoso corazón,—¿cómo te has acobardado
En salir de Roncesvalles—sin ser muerto o bien vengado?
¡Ay amigos y señores!—¡Cómo os estaréis quejando
Que os acompañé en la vida—y en la muerte os he dejado!»—
Estando en esta congoja,—vió venir a Carlomagno,
Triste, solo y sin corona,—con el rostro ensangrentado.
Desque así lo hubo visto,—cayó muerto el desdichado.

Al número de los mejores y más antiguos romances carolingios pertenecen los de Gaiferos, especialmente el primero y el segundo, cuya áspera y selvática belleza enamoraba a Milá. Son también de los más indígenas, y aun podrían calificarse de fronterizos en el sentido de que celebran a un héroe que dominó en comarcas muy próximas a España, y sobre gentes del mismo origen que las tribus ibéricas, y fué adversario tenaz y durísimo de los francos del Norte, acaudillados por el padre de Carlomagno, que sólo acertó a deshacerse de él por medio del asesinato. [1] La poesía épica, dotada de poderosa virtud atractiva, transformó en compañero del emperador al más terrible enemigo de su padre, y le puso en el número de los doce pares muertos en Roncesvalles. No hay duda en cuanto a la identificación de «li riches dux Gaifiers» del Rollans , y el «courtois Gaifiers» de la Coronación de Luis, con el «Gaifiers de Bordele», cuya copa se menciona en la leyenda de Renaud de Montauban; con el «Gaifers rex Burdigalensium» del Turpín; y todos ellos con un personaje histórico de primera [p. 274] magnitud, el duque de Aquitania Vaifre o Waifre (Waifarius en Fredegario y otros cronistas), caudillo merovingio como descendiente de Chariberto, y émulo, por tanto, de la nueva dinastía, pero cuya verdadera representación es la de un héroe de la Francia meridional, a quien siguieron todos los moradores del lado acá del Garona, y muy principalmente los indómitos vascones, que eran el nervio de su ejército. [1] Con ellos luchó contra los sarracenos de Narbona, y con ellos invadió y saqueó tres veces los Estados de Pipino el Breve, hasta que, vencido cerca de la Dordoña, tuvo que concentrar sus fuerzas en la Aquitania meridional, donde sucumbió bajo el puñal de Waraton en el año 769. [2]

No es inverosímil que en las huestes de Waifre anduviesen mezclados con los vascones franceses los de la vertiente española del Pirineo; y aun de un texto de Fredegario puede inferirse que aquel famoso rebelde tenía vasallos fuera de Aquitania. [3] Quizá en época remota fuese héroe de cantos populares franco-hispanos, como se supone que lo fué el Bernardo de Ribagorza. [4] Pero en [p. 275] los romances que hoy tenemos, ningún rastro queda de la verdad histórica más que el nombre del protagonista. Los dos primeros, [p. 276] que en su origen debieron de formar uno solo, y juntos se repiten en la tradición oral de Asturias, son enteramente novelescos, y su autor conocía de seguro las narraciones del ciclo bretón, puesto que toma de ellas el nombre de Galvan, para aplicársele al padrastro de Gaiferos, al asesino de su padre, que quiere consumar en el hijo igual iniquidad, porque presiente en él un vengador.

Mandó llamar escuderos—criados son de su padre,
Para que lleven al nido—que lo lleven a matar;
La muerte que él les dijera—mancilla es de la escuchar;
Córtenle el pie del estribo,—la mano del gavilán,
Sáquenlo ambos los ojos—para más seguro andar;
Y el dedo y el corazón—traédmelo por señal.
................................................................................

La astucia de los escuderos, que engañan a Gaiferos presentándole sólo el dedo de un niño y el corazón de una perrita, se [p. 277] repite mucho en cuentos populares (por ejemplo, el de la Ceneréntola), y está ya en el Roman de Berthe, del trovero Adenés (último tercio del siglo XIII y en La Gran Conquista de Ultramar, compilación castellana de principios del siglo XIV, que en este mismo capítulo queda mencionada. [1]

Nos parece evidente que esta historia de Berta es la fuente más inmediata del primer romance de Gaiferos, aunque su tema pertenezca al folk-lore universal.

El segundo romance, o si se quiere, la segunda parte de la leyenda, que cuenta con suma energía el viaje de Gaiferos a París, en compañía de un tío suyo innominado, ambos en hábito de romeros, la venganza que tomaron de Galván, y el reconocimiento del héroe por su madre, tiene cierta semejanza con el Cantar de Garci-Fernández, que conocemos sólo por la prosificación de la General. [2] También aquel conde de Castilla, deseoso de vengarse de su adultera esposa D.ª Argentina y del conde que se la había llevado a Francia, «fízose commo que yva en romería a Sancta María de Rocamador. E metióse por el camino de pie con un escudero a manera de omes pobres desconocidos, et anduvo tanto fasta que llegó a aquella tierra de aquel condado do morava [p. 278] aquel conde et la su mujer que llevara». Garci-Fernández, lo mismo que Gaiferos, se presenta pidiendo limosna a la puerta del palacio del conde, y entra en plática con la hija de éste, D.ª Sancha, como Gaiferos con su propia madre la condesa:

—Vámonos (dijo mi tío),—a París, esa ciudad
En figura de romeros,—no nos conozca Galván,
Que si Galván nos conoce,—mandar nos hía matar.
Encima ropas de seda—vistamos las de sayal,
Llevemos nuestras espadas—por más seguros andar,
Llevemos sendos bordones—por la gente asegurar.
..............................................................................
Andando por sus jornadas—a París llegado han...
Siete vueltas la rodean—por ver si podrán entrar,
Y al cabo de las ocho—un postigo van hallar.
Ellos que se vieron dentro—empiezan a demandar;
No preguntan por mesón—ni menos por hospital;
Preguntan por los palacios—donde la condesa está,
A las puertas del palacio—allí van a demandar.
Vieron estar la condesa—y empezaron de hablar:
—Dios le salve, la condesa.—Los romeros, bien vengáis.
—Mandedes nos dar limosna—por amor de caridad.
—Con Dios vedes, los romeros,—que no os puedo nada dar,
Que el conde me había mandado—a romeros no albergar.
—Dadnos limosna, señora,—que el conde no lo sabrá;
Así le den a Gaiferos—en la tierra donde está.
Así como oyó Gaiferos—comenzó de sospirar:
Mandábales dar del vino,—mandábales dar el pan...
................................................................................

Tanto el Conde de las manos blancas como Gaiferos, ejecutan su proyectada venganza; pero es mucho más interesante la situación del segundo, saliendo a la defensa de su madre, torpemente herida en el rostro por Galván, que la feroz alevosía del primero, introduciéndose bajo el lecho de los adúlteros, con el auxilio de la parricida y desalmada D. ª Sancha. Más adelante indicaremos otros puntos de contacto entre la leyenda española y las carolingias.

El tercer romance de D. Gaiferos, «que trata de cómo sacó a su esposa que estaba en tierra de moros», es mucho más largo que los anteriores, y de carácter enteramente juglaresco, aunque menos verboso y más animado y valiente que el del Conde Dirlos [p. 279] y otros análogos. Estas nuevas aventuras del supuesto paladín franco, arguyen el conocimiento de varias canciones de gesta, pero no son imitación directa de ninguna. El nombre de Melisenda o Melisendra corresponde al de Belissent, hija de Carlomagno, en el poema de Amis y Amile; pero acaso no fué tomado de allí, sino de otro romance castellano que veremos muy pronto. Donde hay evidente semejanza, aunque en una escena sola, como advirtió Milá, es en el poema de la Bella Aya de Aviñón, que asomada a la ventana de una torre donde la había encerrado el rey moro de Mallorca, Ganor, pide nuevas de Francia a los caballeros que pasan, entre los cuales reconoce a su marido Gainier, y le arroja su anillo de desposada. Las palabras que pronuncia son muy análogas a aquellas tan sabidas de Melisendra:

Caballero, si a Francia ides,—por Gaiferos preguntad,
Decidle que la su esposa—se le envía a encomendar... [1]

Pero el resto de la fábula es enteramente diverso, pues aunque Garnier logra rescatar por de pronto a su mujer, sucumbe a poco en un combate, y la bella aviñonesa, que no es en el poema ningún modelo de ternura conyugal, contrae segundas nupcias con Ganor, después de bautizado, por supuesto.

El romance de Gaiferos y Melisendra fué siempre de los más [p. 280] populares, y todavía se canta en Portugal, [1] en Cataluña [2] y entre los judíos españoles de Turquía. [3] El teatro se apoderó de él varias veces, y le parodió en entremeses, jácaras y mojigangas. [4] Tampoco faltaron romances artísticos (como el del famoso Miguel Sánchez, llamado por sus contemporáneos el Divino, aunque de su divinidad quedan cortas muestras), y otras poesías serias y jocosas sobre el mismo tema, que inspiró a Góngora picantes donaires. [5] Pero quien le hizo vivir para siempre en la memoria [p. 281] de los hombres, fué Miguel de Cervantes, comentando en su prosa divina aquella historia «sacada al pie de la letra de las crónicas francesas y de los romances españoles que andan en boca de las gentes y de los muchachos por las plazas», y haciendo bullir y menearse sus figuras en el mágico retablo de Maese Pedro, triunfo soberano del humorismo romántico.

Con los romances de Gaiferos deben agruparse, por íntima comunidad de asuntos, los tres de Moriana y los dos fragmentos de Julianesa, que Wolf colocó entre los novelescos y caballerescos sueltos, y Durán, todavía con menos fundamento, entre los moriscos.

El nombre del moro Galván, raptor de Moriana, nos pone ya [p. 282] sobre la pista de la tradición, en que están fundidas dos diversas anécdotas, la del brutal padrastro de Gaiferos [1] y la de Melisendra, libertada por su esposo, que en estos romances no tiene nombre. En cambio, ella recibe dos diversos: Moriana y Julianesa, y continúa siendo la «hija del Emperante». No todos estos romances son primitivos: sólo merecen tal nombre el pnmero de Moriana y los pocos versos que restan del de Julianesa; pero éstos son de tan bárbara y grandiosa energía, que bien pueden calificarse de viejos entre los viejos:

¡Arriba, carnes, arriba!—¡que rabia mala os mate!
En jueves matáis el puerco—y en viernes coméis la carne.
¡Ay, que hoy hace los siete años—que ando por este valle!
Pues traigo los pies descalzos,—las uñas corriendo sangre,
Pues como las carnes crudas,—y bebo la roja sangre.
Busco triste a Julianesa,—la hija del Emperante,
Pues me la han tomado moros—mañanica de St. Juane,
Cogiendo rosas y flores—en un vergel de su padre.
Vídolo ha Julianesa—que en brazos del moro está,
Las lágrimas de sus ojos al moro dan en la faz.
..............................................................................................
Mis arreos son las armas,—mi descanso es pelear,
Mi cama las duras penas,—mi dormir siempre velar.
Las manidas son escuras,—los caminos por usar,
El cielo con sus mudanzas—ha por bien de me dañar,
Andando de sierra en sierra—por orillas de la mar...
Pero por vos, mi señora,—todo se ha de comportar. [2]

Romance de pura estirpe carolingia y derivado remotamente de un cantar francés es el de La linda Melisendra, que sólo tiene [p. 283] de común con la mujer de Gaiferos su nombre y la calidad de hija del Emperador. La primera es prototipo de esposa fiel; la segunda de doncella impetuosa y desaforada:

Que amores del conde Ayruelo—no la dejan reposar;
Salto diera de la cama—como la parió su madre,
Vistiérase una alcandora—no fallando su brial;
Vase para los palacios—donde sus damas están;
Dando palmadas en ellas—las empezó de llamar:
—Si dormís, las mis doncellas,—si dormides, recordad;
Las que sabedes de amores—consejo me queráis dar;
Las que de amor non sabedes—tengádesme poridad:
Amores del conde Ayruelo—no me dejan reposar.—
Allí hablara una vieja,—vieja es de antigua edad;
—Agora es tiempo, señora,—de los placeres tomar,
Que si esperáis a vejez—no vos querría un rapaz—
Desque esto oyó Melisendra—no quiso más esperar,
Y vase a buscar al conde—a los palacios do está...
....................................................................................................

En el camino topa con un alguacil de su padre, que quiere detenerla. Ella finge que va en romería a San Juan de Letrán, le pide prestada su daga, le mata con ella y prosigue su camino. Abre por arte de encantamento las puertas del palacio del conde Ayruelo, y se le entrega a todo su talante y voluntad:

—No te congojes, señor,—no quieras pavor tomar,
Que yo soy una morica—venida de allende el mar...

A pesar de una expresión mitológica que ya había entrado en el uso común a fines del siglo XV, [1] esta desenvuelta canción, que fué glosada antes de 1540 por Francisco de Lora, es indisputablemente popular, y todavía conservan algún retazo de ella los judíos de Oriente, en el romance que llaman de Meliselde, donde ver os muy poéticos alternan con otros sumamente vulgares: [2]

[p. 284] Noche buena, noche buena,—noches son de enamorar.
¡Oh qué noche, la mi madre!—no la puedo soportar,
Dando vueltas por la cama—como pescado en la mar...
..............................................................................................
Dormís, dormís, mis doncellas—si dormides recordad...
Se iba la Meliselde—para la calle se iba.
Se emborujó en manto de oro—por faltura de brillar.
Allá en medio del camino—alguaciles fué, a encontrar. [1]

Conrado Hofmann, primer editor del poema francés de Amis y Amiles, [2] señaló en aquella gesta del siglo XIII el origen de nuestra Melisendra en la todavía más impúdica Belissent, que, enamorada brutalmente del conde Amiles, salta de su lecho a media noche, y va a buscar a su amador, cobijada en pobre manto. [3] Aunque tal situación se repite en otras novelas caballerescas posteriores, como la de Frejus y Galiana, [4] la fuente verdadera [p. 285] debe de ser el Amiles, como nos lo persuaden el nombre de la frenética princesa y la conformidad en algunos pormenores, si bien nuestro poeta tuvo el buen gusto de omitir los más lascivos del original.

Bajo el nombre de Valdovinos se agrupan tradiciones poéticas de índole muy diversa, sin más lazo entre sí que la persona del héroe, en el cual andan enmascarados dos diversos personajes carolingios.

El primero y más célebre es el hermano de Roldán, Balduino (Baudoin), en quien se concentra todo el interés épico de la Canción de los Sajones («Chanson des Saisnes») de Juan Bodel de Arras (siglo XIII), a la cual antecedió otro poema, que conmemoraba la última victoria de Carlomagno contra la Germania pagana. [1] En una forma o en otra, esta Canción fué conocida en España: de ella procede el nombre de Sansueña, apartado luego de su verdadera significación para aplicársele a Zaragoza, aunque nunca se perdió del todo la acepción primitiva. La Gran Conquista de Ultramar (lib. 2.°, cap. 43), traduciendo un texto francés en prosa, nos ofrece una especie de epítome de la Gesta de los Sajones. «Et segun cuenta la historia antigua, él (Carlomagno) venía a rescebir a Toledo e toda su tierra (que le había ofrecido el rey Hixén), e cuando fué en los puertos de España que llaman D'Aspa, llególe mensaje de cómo Geteclin, rey de Sajoña, con gran gente de moros entrara en Alemaña, e destruyera la cibdad de Coloña e matara al Adelantado, que era señor della, e levárale la mujer e la hija cativas; e sobre eso hubo su consejo que se tornase, que muy mejor era de guardar lo que tenía ganado que no de ir a lo que tenía aún por ganar; e fuese Carlos para Sajoña, e tomóla, e mató al rey Geteclin, que era señor della, e casó a Baldovin, su sobrino, con la mujer de aquel rey, que era a gran maravilla lozana e fermosa, e después que la hizo cristiana púsole nombre Sevilla, así como a su mujer, e hízole señor de aquella tierra.» [2]

Geteclin es el campeón germano Widukin (Guiteclin en el poema de Bodel y en los romances del marqués de Mantua). Uno [p. 286] de los romances sueltos de Valdovinos conserva todavía el nombre de su mujer Sevilla (Sebille). Por el cambio de asonancias en muy corto trecho, y por el vigor y rapidez del estilo, este romance tiene signos de vejez, aunque es posterior al primero de Tristán, del cual copia un verso que tiene allí más oportuna aplicación:

—Nuño Vero, Nuño Vero,—buen caballero probado,
Hinquedes la lanza en tierra—y arrendedes el caballo;
Preguntaros he por nuevas—de Valdovinos el franco
—Aquesas nuevas, señora,—yo vos las diré de grado.
Esta noche, a media noche,—entramos en cabalgada,
Y los muchos a los pocos—lleváronnos de arrancada:
Herieron a Valdovinos—de una muy mala lanzada;
La lanza tenía dentro—de fuera le tiembla el asta:
O esta noche morirá—o de buena madrugada.
Si te pluguiese, Sebilla,—fueses tú mi enamorada...
—Nuño Vero, Nuño Vero,—mal caballero probado,
Yo te pregunto por nuevas,—tú respóndesme al contrario,
Que aquesta noche pasada—conmigo durmiera el franco:
El me diera una sortija,—yo le di un pendón labrado.

El nombre de Nuño Vero es de los más castellanos, pero Valdovinos continúa siendo un paladín franco. [1] En otro romance, todavía más curioso, avanza la transformación novelesca que el pueblo fué aplicando a los fragmentos de las narraciones juglarescas, imperfectamente recordadas. Del antiguo tema épico sólo persiste la confusa idea de que Valdovinos se había casado con una pagana, que para nuestro vulgo no podía ser sajona, sino mora.

El nombre de Sevilla no se pierde, pero está tomado en el sentido de ciudad, no de mujer:

Tan clara hacía la luna—como el sol a mediodía,
Cuando sale Valdovinos—de los caños de Sevilla.
Por encuentro se la hubo—una morica garrida,
Y siete años la tuviera—Valdovinos por amiga.
Cumpliéndose sus siete años—Valdovinos que sospira:
[p. 287] ¿Sospirastes, Valdovinos,—amigo que más quería?
O vos habéis miedo a moros—o adamades otra amiga.
—Que no tengo miedo a moros—ni menos amo otra amiga,
Que vos mora, y yo cristiano,—hacemos la mala vida,
Y como la carne en viernes—que mi ley lo defendía.
—Por tus amores, Valdovinos,—yo me tornaré cristiana,
Si quisieres por mujer;—si no, sea por amiga.

Tal es la versión del Cancionero de Romances seguida por Wolf y Hofmann, pero en un pliego suelto de principios del siglo XVII, copia, sin duda, de otros más antiguos, el final es muy diverso, y la hipérbole amorosa llega hasta la irreverencia y el sacrilegio:

—Siete años había, siete—que yo misa no la oía.
Si el Emperador lo sabe—la vida me costaría.
—Por tus amores, Valdovinos,—cristiana me tornaría.
—Yo, señora, por los vuestros,—moro de la morería.

Hasta aquí las escasas reliquias de cantos peculiares de Valdovinos.

Pero son mucho más célebres y ofrecen más interés poético, aunque no tanta viveza de expresión, los tres largos romances juglarescos del Marqués de Mantua «historia sabida de los niños, no ignorada de los mozos, celebrada y aun creída de los viejos, y con todo esto no más verdadera que los milagros de Mahoma», según el dicho de Cervantes, que la recordó entre burlas y veras en el capitulo V de la primera parte del Quijote, dándola aquel género de inmortalidad que infundía su pluma a cuanto tocaba.

Estos romances pueden decirse enteramente españoles en su estado actual; pero conservan leves reminiscencias de dos cantares de gesta franceses: el de Ogier de Danemarche y el de la Guerra contra los Sajones. [1]

El nombre de Danés Urgel o Urgero, dado al Marqués, es una corruptela del de Ogier le Danois y su señorío de Mantua lo es de la Marche o de les Marches. El Ogier de la canción francesa hace la guerra contra Carlomagno, para vengar la muerte de su hijo [p. 288] natural Baudinet, a quien Callot o Charlot, hijo del Emperador, había herido con un tablero de ajedrez (lugar común que habremos de notar en otras leyendas del mismo ciclo). Pero a esto se reduce la semejanza, puesto que ni la muerte de Baudinet es a traición, ni Ogier recurre a los procedimientos judiciales, ni Charlot es un personaje odioso, sino que toda la odiosidad está de parte de su bárbaro enemigo y de Carlomagno, que le entrega su hijo, a quien el Danés hubiera inmolado por sus propias manos, si un ángel no le detuviera el brazo. El Marqués de Mantua es, por consiguiente, una depuración de Ogier, y si nuestros juglares la hicieron, como parece seguro, dice mucho en pro de la elevación moral de sus pensamientos. De la Canción de los Sajones procede únicamente el nombre de la reina Sevilla, mujer de Valdovinos, a quien Carlos entrega todos los estados de Guiteclín, después de la derrota y muerte de este primer marido de Sevilla. En los presentes romances Sevilla no es viuda, sino hija del Rey de los sajones. Pero todo lo demás difiere, puesto que Balduino no muere herido alevosamente en la caza, sino peleando heroicamente en una batalla contra los paganos.

Las versiones italianas, que comienzan, según costumbre, con un poema franco-itálico del siglo XIII, incluído en la gran compilación de la Biblioteca Marciana, y se prolongan hasta fines del siglo XV y principios del XVI con los poemas titulados Libro del Danese y La Morte del Danese [1] alteraron la leyenda en varios puntos esenciales. Carloto asesina a Valdovinos en la caza, y Ogier le perdona por de pronto; pero luego le mata jugando con él a las tablas: cae en desgracia del Emperador, pero no le hace la guerra; y cuando los sarracenos invaden el reino de Francia y Carlomagno reclama su ayuda, sólo consiente en prestarla si se le permite dar tres buenos puñetazos al Emperador.

Fuera del incidente de la caza, tampoco se ve muy claro el origen italiano que Gastón París creyó probable para nuestros romances Que no sean muy antiguos lo creemos de buen grado, puesto que introducen entre los héroes carolingios a los Duques de Borgoña, de Borbón, de Saboya y de Ferrara, y cometen ya [p. 289] el extraño error de convertir la espada de Roldán en un héroe llamado Durandarte. Pero juzgo que entre los tres romances del Marqués de Mantua debe establecerse una distinción, tanto de mérito como de antigüedad. Los anacronismos más graves están en el segundo y tercero (que en rigor son uno mismo), juntamente con alguna reminiscencia pedantesca, como la de la justicia del emperador Trajano, y una imitación harto prosaica de las fórmulas judiciales en la sentencia de Carloto. Estos dos romances, en su estado actual, no pueden calificarse de primitivos, aunque aparezcan ya en el Cancionero de Amberes, sin año, y en la Silva de Zaragoza, de 1550. [1] Por el contrario, el primero, tan tierno e interesante, tan natural y sencillo está libre de tales tropiezos, y presenta rasgos de notable antigüedad, como el juramento del Marqués, que Milá ha puesto en relación con uno de la Chanson de Aliscans, y que, al parecer, fué imitado en el romance del Conde Dirlos y en uno de los del Cid, «día era de los Reyes». Creemos, pues, que esta bella página es verdaderamente antigua, es decir, del siglo XV, y lo demás continuación o adición de mano posterior.

Los tres romances, sin embargo, han continuado imprimiéndose juntos, y su popularidad ha llegado hasta nuestros días en la forma de pliegos de cordel, que ya desgraciadamente van desapareciendo, para ceder el campo a otras narraciones menos poéticas, sanas y venerables que éstas.

Tan natural era la transformación dramática de esta leyenda, que ya la ejecutó, aunque rudamente, un ciego de la isla de Madera llamado Baltasar Días, en un pliego de cordel, muchas veces reimpreso en Portugal, y alguna con título de Tragedia. [2] Baltasar Días deslíe los romances castellanos en quintillas portuguesas, conservando muchos versos intactos, y marca las divisiones del diálogo con rúbricas que parecen dispuestas para el [p. 290] teatro. Es obra representable, y del mismo género que otras del teatro popular de fines del siglo XVI, por ejemplo, la Comedia de Griselda, del representante Navarro. Pero como ignoramos la fecha de la primera edición de la tragedia de El Marqués de Mantua, y la actividad poética de Baltasar Días se extendió, según sus biógrafos, desde 1578 a 1612, no podemos determinar si esta farsa fué un tosco bosquejo o una derivación vulgar de la de Lope; que ya estaba escrita en 1604. De todos modos, no hay paridad alguna entre ambas obras, y Teófilo Braga ha expresado perfectamente la diferencia: «Lope de Vega trató en una de sus admirables comedias el asunto de El Marqués de Mantua..., recompuso, por medio de las situaciones tradicionales, la vida moral, la pasión, y siguió lógicamente la fatalidad de los hechos; hizo lo mismo que los trágicos griegos, que se inspiraban en las tradiciones homéricas, imprimiendo, por su intuición profunda de la vida, movimiento y pasión en el semblante inmóvil de la grandeza épica. Baltasar Días presintió que el teatro trágico tenía mucho que crear sobre las grandes leyendas medievales; pero le faltaba el conocimiento del mundo moral..., le faltaba la fuerza de concepción; no podía librarse de las situaciones tales como las había recibido en su primera. impresión.»

En lo que no anda acertado el crítico portugués es en suponer que Lope de Vega no siguió, como Baltasar Días, la cantilena de los romances. La siguió en cuanto pudo seguirla, incrustando en su diálogo un número enorme de versos con poca o ninguna alteración, pero los acomodó con tal arte dentro de las situaciones dramáticas, que parecen nacidos allí, y producen doble efecto por la reminiscencia épica que sugieren y por la nueva vida que adquieren, transportados, sin esfuerzo alguno, de la poesía narrativa a la activa. Esta transfusión del alma nacional en el alma del poeta, nadie la ha conseguido en tanto grado como Lope, y esta comedia es inapreciable para estudiar prácticamente sus procedimientos. [1]

Tan popular fué el asunto de esta comedia de Lope, que no [p. 291] se libró de la parodia. El donoso entremesista y picante versificador aragonés D. Jerónimo de Cáncer y Velasco compuso una comedia burlesca, La Muerte de Valdovinos (1651), que tiene algunos chistes de buena ley, a vueltas de mil chocarronerías, bufonadas y disparates, algunos de tan subido color, que motivaron la prohibición de esta comedia por el Santo Oficio, a pesar de la tolerancia o indiferencia que en estas materias reinaba. [1]

Pero no hay parodia que pueda destruir el singular hechizo y romántico interés de esta leyenda: aquel toque de bocina del marqués de Mantua perdido en la espesura del bosque; la voz doliente del caballero herido al pie de los altos robles; el encuentro de tío y sobrino; las últimas palabras y recomendaciones del moribundo, y el terrible juramento del marqués:

El sol se quería poner,—la noche quería cerrar,
Cuando el buen marqués de Mantua—sólo se fuera a fallar
En un bosque tan espeso,—no podía caminar.
Andando a un cabo y a otro,—mucho alejado se ha;
Tantas vueltas iba dando,—que no sabe dónde está.
La noche era muy escura,—comenzó recio a tronar;
El cielo estaba nublado,—no cesa relampaguear;
El marqués que así se vido,—su bocina fué a tomar;
A sus monteros llamando,—tres voces la fué a tocar;
Los monteros eran lejos,—por demás era el sonar.
................................................................................
De donde la voz oyera—muy cerca fuera a llegar:
Al pie de unos altos robles—vido un caballero estar,
Armado de todas armas,—sin estoque ni puñal.
................................................................................
—«¡Oh triste reina mi madre,—Dios te quiera consolar,
Que ya es quebrado el espejo—en que te solías mirar!
Siempre de mí recelaste—recibir algún pesar.
¡Agora de aquí adelante—no te cumple recelar!
En las justas y torneos—consejo me solías dar;
¡Agora ¡triste! en la muerte—aun no me puedes hablar!...
............................................................................................
¡Oh noble marqués de Mantua,—mi señor tío carnal!
[p. 292] ¿Dónde estáis, que no oís—mi doloroso quejar?
¡Qué nueva tan dolorosa—vos será de gran pesar,
Cuando de mí no supierdes—ni me pudierdes hallar!
Hicísteme heredero—por vuestro estado heredar,
¡Mas vos lo habéis de ser mío,—aunque sois de más edad!...
..............................................................................................
A los pies del caballero—junto se fueron llegar;
Con la voz muy alterada—empezóle de hablar:
—¿Qué mal tenéis, caballero?—¿Queredésmelo contar?
¿Tenéis heridas de muerte,—o tenéis otro algún mal?
Cuando le oyó el caballero—la cabeza probó alzar:
Pensó que era su escudero,—tal respuesta le fué a dar:
¿Qué dices, amigo mío?¿Traes con quién me confesar?
Que ya el alma se me sale,—la vida quiere acabar:
Del cuerpo no tengo pena,—que el alma pueda salvar.—
Luego le entendió el marqués,—por otro le fué a tomar:
Respondióle muy turbado,—que apenas pudo hablar:
—Yo no soy vuestro criado,—nunca comí vuestro pan,
Antes soy un caballero,—por aquí acerté a pasar.
—Muchas mercedes, señor,—por la buena voluntad;
Mi mal es crudo y de muerte,—no se puede remediar.
Veinte y dos feridas tengo,—que cada una es mortal;
El mayor dolor que siento—es morir en tal lugar,
Porque me han muerto a traición,—sin merecer ningún mal.
A lo que habéis preguntado,—por mi fe os digo verdad,
Que a mi dicen Valdovinos,—que el Franco solían llamar.
Hijo soy del rey de Dacia,—hijo soy suyo carnal,
Uno de los doce Pares—que a la mesa comen pan.
La reina doña Ermelina—es mi madre natural,
El noble marqués de Mantua—era mi tío carnal...
La linda infanta Sevilla—es mi esposa sin dudar...
Quienquier que seáis, caballero,—la nueva os plega llevar
De mi desastrada muerte—a París, esa ciudad,
Y si hacia París no fuerdes,—a Mantua la iréis a dar,
Que el trabajo que ende habréis—muy bien vos lo pagaran,
Y si no quisierdes paga,—bien se vos gradecerá.
..............................................................................................

Si los romances de El Marqués de Mantua llevan la palma sobre todos en lo intenso de la emoción patética que con medios sencillísimos logran; un género de inspiración muy distinta hace inmortales los de El Conde Claros, que son un dechado de gracia viva y espontánea, de ligereza y alborozo juvenil, de galantería algo pecaminosa, pero redimida por cierto género de nativo [p. 293] candor, que puede desarmar a los más severos jueces. El primer romance, sobre todo, es cosa exquisita en su género, con todo el aliño de una composición artística y todo el impetuoso arranque de la canción popular. Es muy verosímil que fuese un trovador de la corte de Don Juan II, [1] y no un indocto juglar quien le compusiera; pero trovador que en hora feliz acertó a desprenderse de todos los resabios de la poesía cortesana. Domina en esta deliciosa rapsodia una fantasía risueña y sensual, que en modo alguno excluyen el sentimiento ni se pierde tampoco en las vaciedades del erotismo convencional. El espíritu del romance es la apoteosis triunfante y grandiosa del amor, más poderoso que toda ley, más poderoso que la muerte. La infanta cede con indecorosa presteza a las solicitaciones del conde, [2] pero no le falta arrojo para ir ella propia a salvarle del cadalso, atropellando pregoneros, alguaciles y gentes de armas. El conde es un verdadero mártir de amor a la manera provenzal: todo el mundo se apiada de su suerte; hasta las monjas de Santa Ana y de la Trinidad van con un crucifijo a rogar al rey por él. Cuando el arzobispo, su tío, va a notificarle la sentencia, reitera delante de él su profesión de fe amorosa:

—Callédes por Dios, mi tío,—no me queráis enojar;
Quien no ama las mujeres—no se puede hombre llamar;
Mas la vida que yo tengo—por ellas quiero gastar.

No es mucho que un pajecico envidie su muerte y le tenga por bienaventurado, [3] cuando el propio arzobispo exclama:

Que los yerros por amores—dignos son de perdonar...
[p. 294] Tanto o más que las canciones provenzales, ya muy olvidadas en cuanto a su letra, aunque de las vidas de sus autores quedase un eco legendario (reforzado de vez en cuando con las verdaderas y auténticas tragedias de Macías y Juan Rodríguez del Padrón), hubo de influir en la atmósfera de cándida inmoralidad que envuelve este romance, el delirio amoroso de los héroes de la Tabla Redonda, que para el autor no eran desconocidos, puesto que los identificaba con los doce pares de Carlomagno:
Porque el conde es del linaje—del reino más principal,
Porque él era de los doce—que a tu mesa comen pan.

La leyenda que el poeta castellano desarrolló tan ingeniosamente es, sin duda, de origen carolingio, y Depping fué el primero en señalarle. Trátase de los supuestos amores entre Emma, hija de Carlomagno, y Eginhardo, futuro cronista de aquel emperador: historia fabulosa referida en algunas crónicas alemanas, y atribuída por Guillermo de Malmesbury al secretario y a la hermana del emperador Enrique V. Muy conocido es, gracias a Jacobo Grimm, [1] el relato de la Crónica del monasterio de Lauresheim (Chronicon Laurishamense), que al parecer es la más antigua que consigna este hecho.

Eginhardo, primer camarero y secretario de Carlomagno, había alcanzado por sus prendas personales la estimación de todos, y el amor de la hija del Emperador, que estaba prometida al rey de Grecia, Se introduce una noche en el aposento de Emma, y cuando salía, al rayar el alba, advierte que había caído mucha nieve, y teme que se conozcan sus pisadas en el jardín. La animosa doncella le toma sobre sus hombros. le conduce a lugar seguro, y vuelve repasando sus mismas huellas. El Emperador, que había estado desvelado toda la noche, acertó a verla a la ida y a la vuelta desde una ventana que daba a los jardines de palacio: sintióse penetrado de dolor y admiración, y disimuló por entonces. Pero Eginhardo, temeroso de que un día u otro fuese descubierta su falta, se echó a los pies del monarca pidiéndole [p. 295] permiso para retirarse de la corte, so pretexto de que sus servicios no eran bastantes recompensados. El Rey guardó silencio por largo tiempo; pero al fin prometió al joven darle pronta y cumplida respuesta. Formó un tribunal de su  más íntimos consejeros, les refirió los ocultos amores de Emma con el secretario, y les pidió su parecer sobre caso tan inaudito y grave. La mayor parte de los consejeros, como hombres prudentes e inclinados a la clemencia, opinaron que el Rey mismo debía ser quien dictase sentencia en tal proceso. Carlos, que ya estaba inclinado a la parte de la misericordia, determinó casar a los dos amantes; y haciendo venir al secretario, le habló así: «Hace tiempo que yo debía haber recompensado mejor tus buenos oficios; pero ahora quiero galardonarte dándote en casamiento a mi hija Emma, puesto que ella misma, levantando su cinturón, te quiso llegar en los hombros.» Inmediatamente dió orden para que llamasen a su hija, que se presentó llena de rubor, y en presencia de toda la asamblea, fué dada por esposa a su enamorado. Ludovico Pío, hijo y sucesor de Carlomagno, les hizo donación del pueblo de Michlinsadt, en el Maingan. En esta ciudad se hallan las sepulturas de ambos amantes, y también la vecina floresta de Odenwald conserva el recuerdo de estos amores.

Singular es que de esta graciosa leyenda no quede rastro en la poesía épica francesa: singular que los poetas de aquella nación no la hayan aprovechado más que en composiciones dramáticas muy modernas: [1] singular que no aparezca en la poesía popular de otros pueblos afines, y sí únicamente en la Península Ibérica, adonde no sabemos por qué conducto llegó, pero donde se presenta con opulento y prolífico desarrollo en dos formas distintas, vivas aún en la poesía tradicional.

Tenemos por la más antigua la de los romances de El Conde Claros, aunque no conserven más que el dato de los amores y el [p. 296] consejo celebrado por Carlomagno, y usen los nombres enteramente caprichosos de «Claros de Montalbán» y «Claraniña». Pero aun los mismos romances de este grupo recibieron luego contaminación o mezcla con otras narraciones poéticas muy diversas. Prescindiendo de las glosas, variantes e intercalaciones que experimentó el primer romance, y que no alteran su sentido aunque atestigüen su popularidad, basta leer el segundo (núm. 191 de la Primavera) para reconocer en él otro tema poético muy antiguo y derivado, al parecer, de la novela del Conde de Tolosa, cuya forma española es la libertad de la Emperatriz de Alemania por el Conde de Barcelona. [1] En esta variante de El Conde Claros, el Emperador manda quemar a la infanta: su amante logra entrar en la prisión disfrazado de fraile, y convencido de la firmeza y lealtad de su amor, se bate en público palenque por ella, mata al caballero infamador, y se lleva a la dama en ancas de su caballo. La imitación es desacertada, puesto que en el cuento primitivo, el disfraz de fraile, en el caballero que le emplea, lleva por objeto cerciorarse, por medio de la confesión, de la inocencia de la acusada, con quien no tenía correspondencia amorosa ni trato anterior de ningún género. En el conde Claros es una estratagema inútil, puesto que le constaba el estado de la princesa, y cínicamente alardea de ello al principio de la composición.

El romance tercero del Conde Claros (núm. 192), que es de plena decadencia, con alusiones mitológicas, y emblemas, motes y divisas, a la manera de los moriscos, sufrió nueva degeneración en manos de un cierto Antonio de Pausac, que le añadió una catástrofe parecida a la de Raúl de Coucy y Gabriela de Vergy, o a la del trovador rosellonés Cabestanh, tomándola, según creo, del Decamerón de Boccaccio: [2]

[p. 297] Mandó el Rey muy crudamente—el su corazón sacar,
Y entre dos platos de oro—a la Infanta presentar...
..........................................................................................

(Número 363 de Durán.)

La tradición oral, más fiel en este caso que los remendones literarios, ha conservado notables restos del segundo romance del Conde Claros en las canciones asturianas de Galanzuca y Galancina, y en las portuguesas de Dom Claros d'Alem-mar y Dom Claros de Montealbar, y en el romance catalán (bilingüe) que Milá tituló La infanta seducida . [1]

Mucho más popular que estos romances es otra forma de la leyenda de Eginhardo, que no nos atrevemos a calificar de más antigua, pero que conserva el nombre del protagonista, y da indicios de noble origen en un pormenor épico de suma importancia. Me refiero al romance de Gerineldo, cuya forma más primitiva y auténtica es la que Durán encontró en un pliego suelto de 1537 (número 161 de la Primavera):

Levantóse Gerineldo—que al rey dejara dormido:
Fuése para la infanta—donde estaba en el castillo.
—Abráisme, dijo, señora,—abráisme, cuerpo garrido.
—¿Quién sois vos, el caballero—que llamáis a mi postigo?
—Gerineldo soy, señora,—vuestro tan querido amigo.
Tomárala por la mano,—en un lecho la ha metido,
Y besando y abrazando—Gerineldo se ha dormido.
Recordado habla el rey—de un sueño despavorido;
Tres veces lo había llamado,—ninguna le ha respondido.
Gerineldo, Gerineldo,—mi camarero polido,
Si me andas en traición,—trátasme como a enemigo.
O dormías con la infanta,—o me has vendido el castillo.
Tomó la espada en la mano—en gran saña va encendido:
Fuérase para la cama—donde a Gerineldo vido.
Él quisiéralo matar,—mas crióle de chiquito.
Sacara luego la espada—entre entrambos la ha metido,
Porque desque recordase—viese como era sentido.
Recordado había la infanta,—e la espada conocido,
[p. 298] —Recordaos, Gerineldo,—que ya érades sentido,
Que la espada de mi padre—yo me la he bien conocido.

Claramente expresa esta versión el oficio de camarero del Emperador que tenía Eginhardo, y no el Conde Claros. No es un cazador quien delata a los amantes: es el mismo Rey quien descubre sus amores, y si falta el poético incidente de las pisadas en la nieve, es acaso porque parecía menos verosímil en España que en Alemania, según oportuna observación de Almeida-Garret. La espada puesta entre los dos amantes (símbolo jurídico que interpreta Grimm en sus memorables Antigüedades del derecho germánico), se encuentran en los Nibelungos, en Amis y Amiles, en Tristán, de donde es verosímil que la tomase nuestro poeta.

Creemos que ningún otro romance (ni siquiera el de Delgadina) iguala en lo universal de su circulación a éste, que dió origen al dicho proverbial «más galán que Gerineldo». Es imposible dar un paso en la Península o en cualquier país donde moren gentes de estirpe ibérica, sin encontrar multiplicado este romance, del cual se han encontrado hasta ahora versiones en Asturias, Galicia, Cataluña, Andalucía, Extremadura, Portugal, isla de la Madera, islas Azores, Brasil y también en las comunidades hebreas de Turquía, de Bulgaria y de Marruecos. Comparar todas estas variantes sería materia para una amplia monografía que no podemos intentar aquí, remitiéndonos, por tanto, a lo que ha escrito un erudito norteamericano, [1] y a las noticias que yo mismo he recopilado en otra parte de la presente Antología. [2]

Aislado entre nuestros romances carolingios, y enteramente original, a juicio de Gastón París, que no ha encontrado rastro de él en narraciones francesas, se levanta el magnífico romance de El Palmero (núm. 195 de Wolf), que en algunos rasgos pudo ser prototipo, no imitación de los Gaiferos, porque es todavía más arrogante y bravío que ellos y está limpio de todo amaneramiento:

[p. 299] De Mérida sale el Palmero,—de Mérida, esa ciudad:
Los pies llevaba descalzos,—las uñas corriendo sangre.
Una esclavina trae rota,—que no valía un real;
Y debajo traía otra,—bien valía una ciudad,
Que ni rey ni emperador—no alcanzaban otra tal.
Camino lleva derecho—de París, esa ciudad;
Ni pregunta por mesón,—ni menos por hospital:
Pregunta por los palacios—del rey Carlos dónde están...

El supuesto Palmero encuentra al Rey oyendo misa en San Juan de Letrán: hace acatamiento al Arzobispo, al Cardenal y al Emperador, pero no a Oliveros ni a Roldán, porque tienen abandonado en tierra de moros a un sobrino suyo cautivo. Trábase recia disputa el Palmero da un bofetón a Roldán; Carlomagno manda ahorcar a Palmero, y éste declara al pie del cadalso que es el hijo único del Emperador. Todo está contado con maravillosa rapidez y energía. El pomposo elogio que se hace de los castillos de la ciudad de Mérida, desconocida de los juglares franceses, hace sospechar que este romance, o a lo menos su versión actual, procede de la Extremadura Baja:

—No vedes allá, el buen rey,—buen rey, no vedes allá.
Porque Mérida es muy fuerte:—bien se vos defenderá.
Trecientos castillos tiene,—que es cosa de los mirar,
Que el menor de todos ellos—bien se os defenderá...

Con ser tan grande la fiereza y vigor del romance de El Palmero, todavía le aventaja en estas condiciones el de El Infante Vengador, que Wolf relegó a la sección de novelescos sueltos (número 150), pero que es indisputablemente carolingio, puesto que el Emperador de quien se habla, el único Emperador de los romances, no puede ser otro que Carlomagno. El primer hemistiquio de esta canción, obra maestra del numen de la venganza, parece tomado de uno de los más viejos y populares romances del Cid; pero en su desarrollo, aunque se siente el influjo de nuestra poesía histórica, representada por el más cruento de sus asuntos, parecen notarse rasgos de una poesía más bárbara y primitiva, más septentrional (como dice Milá): un eco remoto de tradiciones y supersticiones germánicas. Aun bajo este aspecto sería interesante el romance, si él, por su propia virtud poética, no se fijase indeleblemente en la memoria con caracteres de hierro y fuego:

[p. 300] ¡Hélo, hélo por do viene—el infante vengador,
Caballero a la gineta—en caballo corredor,
Su manto revuelto al brazo,—demudada la color,
Y en la su mano derecha—un venablo cortador!
Con la punta del venablo—sacaría un arador.
Siete veces fué templado—en la sangre de un dragón,
Y otras tantas fué afilado—porque cortase mejor.
El hierro fué hecho en Francia,—y el asta en Aragón:
Perfilándoselo iba—en las alas de su halcón.
Iba a buscar a don Cuadros,—a don Cuadros el traidor...
La vara tiene en la mano,—que era justicia mayor.
Siete veces lo pensaba—si le tiraría o no,
Y al cabo de las ocho—el venablo le arrojó...

El número septenario tiene en este romance, como en otros, un valor simbólico: siete eran los hermanos del Infante muerto a traición por D. Cuadros (como los Infantes de Lara, engañados por Ruy Velázquez), siete las veces que el venablo había sido templado en la sangre de un dragón (acaso el dragón Fafnir de los cantos escandinavos y alemanes, guardián de tesoros vencido por Sigurd y que con su sangre le hizo invulnerable) siete las veces que el Infante meditó su venganza. Quede reservado a más docta pluma el averiguar y poner en su punto lo que hay de exótico en este fragmento, y cómo pudo encontrar albergue en nuestros romanceros tan solitaria y peregrina inspiración.

Enigmático fué para Durán otro breve romance « del Soldan de Babilonia y el Conde de Narbona », si bien sospechó que era de origen provenzal y de asunto contemporáneo de las Cruzadas. Wolf y Hofmann le dieron por primera vez adecuado lugar entre los carolingios (núm. 196), emparentando, como era natural, al Conde Benalmenique de nuestros juglares con el « En Aimeric », Conde de Narbona, llamado Aimeri en los poemas franceses. Tanto Milá como Gastón París admitieron esta identificación, a la cual se opuso P. Meyer, docto y acérrimo impugnador de toda influencia provenzal en las canciones de gesta, sosteniendo que Benalmenique debía de ser nombre árabe, y que el asunto de este romance, es decir, el cerco de Narbona por el Soldán de Babilonia, el cautiverio del Conde y la generosa oferta de su mujer, que promete por él sucesivamente la entrega de la ciudad, un rescate de cien doblas y finalmente sus hijas y su propia persona, no [p. 301] existe en ningún poema francés. A lo primero respondió Milá que el Ben árabe pudo muy bien ser antepuesto a un nombre propio de origen provenzal tan conocido en nuestra historia como el de Aimeric, que en los documentos latinos tiene las diversas formas de «Aimericus, Almanricus, Amanricus, Amaricus», y que últimamente se transformó en Manric y Manrique, usados como patronímicos en la casa de Lara. Indicó, además, que en el poema de La muerte de Aimeri de Narbona, compuesto a fines del siglo XIII o a principios del XIV, [1] se habla de la toma de Narbona por los sarracenos y del cautiverio de Aimeri, que sucumbe de fatiga y de vejez después de libertado por sus hijos, lo cual concuerda con las palabras del romance:

—Muchas mercedes, condesa,—por vuestro tan buen decir:
No dedes por mí, señora,—tan sólo un maravedí.
Heridas tengo de muerte,—de ellas no puedo guarir:
Adiós, adiós, la condesa,—ya me mandan ir de aquí...
..............................................................................................

Es cierto que en ninguno de los poemas franceses se encuentra el heroico episodio de la devoción de la mujer, que es el trozo más bello del romance:

—Daré yo por vos, el conde,—las doblas sesenta mil,
Y si no bastaren, conde,—a Narbona la gentil.
Si esto no bastare, el conde,—a tres hijas que parí,
Yo las pariera, buen conde,—vos las hubistes en mí;
Y si no bastara, conde,—señor, védesme aquí a mí.

Pero a esta objeción de Meyer ya contestó Gastón París en términos convincentes. [2] Se han perdido muchos poemas, precisamente los más antiguos, del ciclo narbonense; pero todavía el de la Muerte de Aimeri nos presenta una situación análoga a la del romance. Aimeri cae prisionero de los sarracenos, que le presentan delante de las murallas de Narbona para que proponga a su mujer la entrega de la plaza como condición de su rescate, [p. 302] y él, por el contrario, la exhorta a no entregarla. Además, el nombre de Aimeri es incontestablemente meridional.

Las exageraciones de Fauriel, crítico genial, pero temerario, desacreditaron para mucho tiempo la hipótesis de una epopeya provenzal distinta de la del Norte de Francia. No entraremos en el fondo de esta cuestión largamente debatida por adversarios tan dignos el uno del otro como Pablo Meyer y Gastón París. [1] Lo único que importa a nuestro propósito es que el gran ciclo de Guillermo de Aquitania, meridional por la patria de sus héroes y por el teatro de sus hazañas aunque sólo le conozcamos en textos franceses, dejó huella no sólo en este romance, sino en el del Almirante Guarinos y en algún otro de nuestro repertorio popular, como era natural que sucediese, tratándose de una poesía tan vecina, y que alguna vez, como en el Sitio de Barbastro, había tratado asuntos de nuestra propia historia.

Hay otro fragmento, viejo sin duda, pero al parecer de pura invención castellana, en que el infante Bovalías, sobrino del rey Almanzor, roba su mujer al conde Benalmenique, cuando dormía en sus brazos (núm. 197 de la Primavera). [2]

Este mismo Bovalías, furibundo pagano, es el que pone sus tiendas contra Sevilla, en un romance que anda extraviado entre los novelescos sueltos (núm. 126 de Wolf); pero que por su tono y estilo parece fragmento de una rapsodia carolingia:

Por las sierras de Moncayo—vi venir un renegado:
Bovalías ha por nombre,—Bovalías el pagano.
Siete veces fuera moro,—y otras tantas mal cristiano;
Y al cabo de las ocho—engañólo su pecado,
Que dejó la fe de Cristo,—la de Mahoma ha tomado.
Este fuera el mejor moro—que allende había pasado:
Cartas le fueron venidas—que Sevilla está en un llano (!)
[p. 303] Arma naos y galeras—gente de a pie y de caballo,
Por Guadalquebir arriba—su pendón llevan alzado.
En el campo de Tablada—su real había asentado,
Con trescientas de las tiendas—de seda, oro y brocado.
Nel medio de todas ellas—está la del renegado;
Encima en el chapitel—estaba un rubí preciado:
Tanto relumbra de noche—como el Sol en día claro.

Hemos subrayado dos versos que tiene esta canción casi idénticos con otros dos del romance de Rosaflorida, [1] lindísima joya de nuestra poesía popular, cuyo asunto es, en el fondo, el mismo que el de La linda Melisendra; pero tratado con más delicadeza, en forma casi lírica y envuelto en la misma atmósfera fantástica, que se respira con deleite en los vagos y misteriosos romances sueltos de Fontefrida y Rosa Fresca:

En Castilla está un castillo,—que se llama Rocafrida;
Al castillo llaman Roca,—y a la fonte llaman Frida.
El pie tenía de oro,—y almenas de plata fina;
Entre almena y almena—está una piedra zafira;
Tanto relumbra de noche—como el Sol a mediodía.
Dentro estaba una doncella—que llaman Rosaflorida:
Siete condes la demandan,—tres duques de Lombardía;
A todos los desdeñaba,—tanta es su lozanía.
Enamoróse de Montesinos—de oídas, que no de vista.
Una noche estando así—gritos da Rosaflorida:
Oyérala un camarero,—que en su cámara dormía:
—¿Qué es aquesto, mi señora?—¿qué es esto, Rosaflorida?
O tenedes mal de amores,—o estáis loca sandía.
—Ni yo tengo mal de amores,—ni estoy loca sandía,
Mas llevásesme estas cartas—a Francia la bien guarnida;
Diéseslas a Montesinos,—la cosa que más quería...

No hay romance alguno, sin exceptuar los históricos, que se haya adherido tanto como éste a las consejas y memorias locales, a la toponimia geográfica, no olvidada todavía. Tenemos en primer lugar las tradiciones manchegas, que antes de haber sido transformadas por el genio de Cervantes, constan ya en las relaciones que los pueblos de aquella comarca dieron, contestando [p. 304] al interrogatorio de Felipe II. [1] Dijeron los de la Osa de Montiel, que «en el término de aquella villa, una legua de ella, en la Dehesa, hay un castillo, que se dice el castillo de Rochafrida, el qual es de unas paredes de cal y canto, de siete pies de ancho, y las paredes están caídas... está en un cerrillo, y alrededor dél todo de agua cercado, que es de la agua de Guadiana... hay una ermita, que se dice San Pedro de Sahelices, que es una legua desta villa, en la ribera de Guadiana, muy antiquísima, la qual está labrada la ermita en cruz, y más arriba della hay una cueva, la qual se dice que era la Cueva de Montesinos, que pasa un río grande por ella...; hay al pie del castillo una fuente, la qual está a poniente, y se dice la Fontefrida. » Los vecinos de la Solana hacen una especie de comentario topográfico del romance: «A la parte de levante del heredamiento de Ruidera, en una laguna que se dice que no tiene mucha agua, y que en agosto se suele apocar y enxugar, y que no quedan sino aguachares, hay una fortaleza en medio de la dicha laguna, arruinado el edificio della, que comúnmente la llaman en esta tierra el castillo de Rochafrida, donde dicen que antiguamente estuvo una doncella, que llamaron Rosa Florida, muy hermosa, y siendo señora de aquel castillo la demandaron en casamiento duques y condes de Lombardía, y otras partes extrañas, y a todos los despreció; e oyendo decir nuevas de Montesinos, se enamoró dél, y lo envió a buscar por muchas partes extrañas, y lo truxo, y se casó con él, y que era un hombre de notable estatura de grande, y que en aquel castillo vivieron juntos hasta que allí murieron; y cerca del dicho castillo, para entrar a él, suele haber una puente de madera para pasar al dicho castillo, porque como dice un romance:

Por agua tiene la entrada—y por agua la salida.

Y cerca del dicho castillo está una cueva, que llaman comúnmente La Cueva de Montesinos, por de dentro de la qual dicen que pasa mucha agua dulce, siendo la del dicho río Guadiana más basta; y que los pastores que andan en aquella ribera con ganados, sacan agua de la dicha cueva para beber y guisar la comida...»

[p. 305] No insistiremos en las maravillas de la cueva de Montesinos, porque de ellas disertaron ampliamente los comentadores del Quijote, especialmente Pellicer, que llega a dar un plano de la famosa caverna. Pero es mucho menos conocido el cerro y ruinas de otra Rochafrida, que las mismas Relaciones colocan muy lejos de allí, en la Alcarria, cerca de la villa de Zorita de los Canes. «En aquel despoblado (decían los vecinos de Zorita) se hallan grandes edificios de murallas, y de casas, y de torres, y otros muchos edificios de diferentes maneras, y estos todos están asolados, excepto que dondequiera que en el dicho despoblado se cava, se hallan grandes labores de edificios muy antiguos, y este despoblado, a lo que se ha oído decir a los ancianos, se llama de su propio nombre la ciudad de Rochafrida, y en el contorno de este poblado, en lo más alto de él, hay una ermita, a lo que parece en el edificio es muy antigua... y todos los días de la víspera de la Ascensión de Nuestro Señor van en procesión desde esta villa y la villa de Almonacir, y allí se dice misa, y de que han acabado la misa se dice un responso afuera de la ermita, y se dice por el rey Pepino... y donde se juntan estas dos procesiones en la dicha ermita, se llama Nuestra Señora de la Oliva, y por la falda del cerro donde están los dichos edificios, pasa el río de Tajo por gran parte del dicho cerro, y por junto al dicho río van las dichas murallas, que son muy antiguas, de cal y de arena y de piedra toviza.» [1]

Según el elegante y erudito escritor D. Juan Catalina García, que con tan curiosas investigaciones ha ilustrado las antigüedades de la provincia de Guadalajara, aquellas ruinas, de que todavía queda algún vestigio, pertenecieron a la ciudad visigoda de Recópolis, fundada en la Celtiberia el año 578 por Leovigildo, que la honró con el nombre de su hijo Recaredo. [2] Esta ciudad [p. 306] existía aún en el siglo X, bajo la denominación de los árabes, aunque ya se habían sacado piedras de ella para los edificios de la vecina Zorita. De todo ello nos informa el geógrafo cordobés Ahmed Arrazi, conocido entre los nuestros por el moro Rasis: «Parte el término de Santa Bayra (Santaver) con el de Racupel. Et la cibdat de Racupel yace entre Santa Bayra et Çorita, et poblólo Laubiled (Leovigildo) para su fijo, que había nombre Racupel; et por eso puso a la cibdat el nombre del fijo. Et Lambilote fué Rey de los godos quando andava la era de César, en seiscientos et noventa annos. Et en este tiempo lo esleyeron por rrei los godos de Espania. Et la cibdat de Racupel es muy fermosa, et muy viciosa de todas las cosas porque los omens se han de mantener. Parte el término de Racupel con el de Çorita, et Çorita yace contra el sol Levante de Córdoba, un poco desviado contra el Septentrion, et yaze en buena tierra et sabrosa; et ha de muchas y buenas cosas, et ha y muchos buenos árboles que dan muchas especias, et buenas. Et es muy fuerte cibdat, et muy alta; et ficiéronla de las piedras de Racupel, que las hay muy buenas.» [1]

Que Recópolis se convirtió en Racupel es evidente. Pero de Racupel a Rochafrida no creo que se pasase sin intervención del romance, lo cual atestigua su inmensa popularidad. Entre las leyendas carolingias, sólo ésta y la de Maynete llegaron a ser localizadas en Castilla, si es que la de Rochafrida no nació castellana lo cual no es improbable. Acaso antes de sonar tal nombre en un romance novelesco, había sonado en la poesía épica. Recuérdese a este propósito que Alvar Fáñez, el primer conquistador de Cuenca, el héroe épico de Castilla la Nueva, era señor en 1107 de Zorita y Santaver, pueblos que partían lindes con la antigua Recópolis, según el moro Rasis. Lo del sufragio por el alma del Rey Pepino merece también alguna consideración, porque se enlaza con otras raras especies que no tienen conexión con el romance de Rosaflorida, sino con los famosos romances juglarescos relativos a Montesinos.

[p. 307] Cuatro son estos romances, aunque sólo los dos primeros tienen visos de antigüedad, y son por cierto de los mejores de la clase que Milá estimaba intermedia entre los primitivos y los degenerados. El juglar comienza hablando en nombre propio y en tono sentencioso, cosa inusitada en los romances viejos, y que luego fué regla común en los vulgares:

Muchas veces oí decir,—y a los antiguos contar,
Que ninguno por riqueza—no se debe de ensalzar,
Ni por pobreza que tenga—se debe menospreciar...

Pero el espíritu de la narración es genuinamente épico, y no hay duda en cuanto a sus modelos. El nombre del Conde Tomillas («Tomile») procede de la canción de gesta de Don de la Roche, [1] cuya forma castellana es el libro de caballerías de Enrique fi de Oliva. Pero salvo el nombre y la condición de traidor, todo lo demás es diverso en ambas fábulas. Donde se encuentra realmente el fondo de los romances de Montesinos es en la canción de Aiol, y Gastón París ha notado perfectamente las semejanzas. [2] Un noble señor (Elías en francés, Grimaltos en español) se casa con la hermana (en el romance con la hija) de un Rey de Francia (Luis en el texto francés, Carlos en el español). Un traidor (Macaire o Tomillas) le hace odioso al Rey, el cual le destierra de sus estados. Acompáñale su fiel esposa, que en tierra áspera y desierta pare un niño, el cual es bautizado por un santo ermitaño a quien encuentran haciendo penitencia en aquella espantosa soledad. Tanto Montesinos como Aiol reciben nombres adecuados a las circunstancias de su nacimiento:

Allí le rogó el Conde—quiera al niño bautizar.
—Pláceme (dijo) de grado;—mas ¿cómo le llamarán?
—Como quisiéredes, Padre,—el nombre le podréis dar.
—Pues nació en ásperos montes, —Montesinos le dirán.

Del mismo modo el hijo de Elías, nacido en un bosque entre culebras y otras alimañas venenosas, recibe el nombre de Aiol [p. 308] o Aioul, que, según los autores de la Historia literaria, se deriva de anguis:

Tant avoit savagine en icel bois foillu,
Culevres et serpens et grans aiols furnis;
Par de jouste l'enfant un grant aiaut coisi,
Une baste savage dout vous avés di;
Et par icele beste que li sains hon coisi
La apela on Aioul, ce trovons en escrit.
[1]

Catorce años pasan en las Landas de Burdeos Elías, su mujer y su hijo: quince Grimaltos y los suyos en la ermita. Análoga es la educación de ambos héroes, si bien Montesinos la recibe únicamente de su padre:

Mucho trabajó el buen Conde—en haberle de enseñar
A su hijo Montesinos—todo el arte militar,
La vida de caballero—cómo la había de usar,
Cómo ha de jugar las armas—y qué honra ha de ganar;
Cómo vengará el enojo—que al padre fueron a dar.
Muéstrale en leer y escribir—lo que le puede enseñar.
Muéstrale jugar a tablas—y cebar un gavilán.

La instrucción de Aiol es más enciclopédica, y en ella colaboran su madre, que le enseña el curso de los astros y las causas del crecimiento y mengua de la luna; y el ermitaño, que le ejercita en leer y escribir en latín y en romance. Falta al parecer en el poema francés la situación en alto grado interesante con que termina el primer romance de Montesinos, y se abre el segundo, tan estrechamente enlazados con él, que bien pueden considerarse los dos como parte de una misma gesta:

A veinticuatro de junio,—día era de San Juan,
Padre y hijo, paseando,—de la ermita se van;
Encima de una alta sierra—se suben a razonar.
Cuando el Conde alto se vido,—vido a París, la ciudad.
Tomó al hijo por la mano,—comenzóle de hablar;
Con lágrimas y suspiros—no deja de suspirar.
—Cata Francia, Montesinos,—cata París, la ciudad,
Cata las aguas del Duero,—do van a dar en la mar;
Cata palacios del rey,—cata los de don Beltrán,
[p. 309] Y aquella que ves más alta,—y que está en mejor lugar,
Es la casa de Tomillas,—el mi enemigo mortal.

Esta segunda parte de la leyenda de Montesinos sólo tiene una semejanza genérica con la de Aiol, en cuanto uno y otro actúan como hijos vengadores, y se presentan en París excitando las burlas, el uno por sus armas mohosas y su caballo mal enfrenado, y el otro por lo roto y mal traído de su vestimenta:

Los que se lo oían decir—dél se empiezan a burlar;
Viéndolo tan mal vestido—piensan que es loco o truhán.

Pero en los pormenores más bien recuerda otras narraciones carolingias, algo las mocedades de Roldán, mucho más la canción de Ogier el Danés y la historia de los cuatro hijos de Aymón. Montesinos mata a Tomillas, hiriéndole en la cabeza con un tablero de ajedrez, como Carloto a Baudinet, y Reinaldos a Berthelot, sobrino de Comarlagno.

Otros juglares, sin duda más modernos, atribuyeron a Montesinos amores y aventuras, al parecer de pura invención, y sin apoyo en los cantares épicos. Un romance bastante prosaico, que en una de sus versiones se atribuye a Juan de Campos, describe el desafío que «en las salas de París» tuvieron Oliveros y Montesinos por amores de Aliarda (núm. 177 de Wolf). Otro verdaderamente ingenioso, y en algunos pasajes muy bizarro y galano, nos cuenta cómo la infanta Guiomar salvó los estados de su padre, el rey moro Jafar, presentándose al Emperador con un escuadrón de cien damas vistosamente ataviadas y engalanadas, que como era natural, se llevaron de calle con su gran fermosura a los paladines francos, y aun al mismo Carlomagno, a pesar de lo viejo, desaliñado e hirsuto que estaba, según le describe el poeta:

Dícele que le pesaba—por ser de tan gran edad,
Para ser su caballero,—y de ella se enamorar.
....................................................................................
Conociólo Guiomar—según dél tenía señal:
Con aquellas barbas blancas—que tenía por su faz,
Que jamás pelo en su vida—de barba fuera a cortar...
[p. 310] El Emperador otorga de buen grado cuanto le pide Guiomar, a condición de que se haga cristiana y se case con Montesinos. Este festivo y ameno romance, que no conoció Durán, y que Wolf encontró en un pliego suelto de la Biblioteca de Praga (núm. 178 de la Primavera), tiene visos de parodia, pero quizá en la intención de su autor no lo fuera. [1]

Don Juan Antonio Pellicer, erudito comentador del Quijote, [2] quiso dar cierta interpretación histórica a los romances de Montesinos, recordando lo que Ambrosio de Morales escribió acerca de «una insigne antigualla del tiempo del rey D. Alonso el Católico. [3] Morales no había visto la antigualla que describe y sólo habla de ella por noticias que le comunicó el obispo de Salamanca, D. Jerónimo Manrique; pero de todos modos, su testimonio es muy curioso, porque prueba la existencia de una tradición popular acerca del nacimiento de Montesinos, en tierras bien lejanas de la Mancha y de la Alcarria.

Junto al lugar de Santibáñez, en el Obispado de Salamanca y en aquella parte por donde va a confinar con el de Ciudad Rodrigo, en las sierras de Miranda del Castañal y sus comarcas, está una montaña muy alta, espesa, y en el medio della está una ermita con la advocación de San Juan, y en todo lo de su fábrica representa mucha antigüedad. Dentro, en la iglesia, está una pila muy grande de una pieza... Y junto cabe esta gran pila está otra redonda. En lo alto de la montaña nace una hermosa fuente entre grandes frescuras, y su agua, como por rastro del conducto antiguo parece, venía a gobernar la gran pila de la ermita y la pequeña. Y, en fin, se ve claro que aquel agua venía a las pilas, y que las pilas se hicieron para aquella agua. Tiene agora la ermita dos poyos de grandes piedras, arrimadas unas a otras sin concierto. [p. 311] Es el un poyo todo de piedras de mármol, tan blanco como alabastro, si no son de alabastro. Están las piedras consumidas de la mucha antigüedad, y hartas dellas quebradas, y todas puestas sin orden; confusamente, y con esto no se puede leer sino muy poco de lo mucho que todas tuvieron escritas.»

Morales restituye hábilmente una de estas inscripciones, que es, sin duda, la de la dedicación de la Iglesia, y se refiere, en términos generales, al Sacramento del Bautismo:

Omnipotens, ingressum nostrum respice clemens.
Quisquis servus accesserit, abeat filius.
Mens pia jurabit, ibi quod poposcerit impetrabit.

Más dificultad encontró en los restos de otra lápida, que debía de contener, según él, la memoria del fundador del Monasterio o de alguna persona principal que allí estuviese enterrada. Lo que de ella acertó a leer (o más bien lo que habrían leído los que le comunicaron la inscripción) fueron estos tres renglones, cuya forma es, a la verdad, poco epigráfica:

Foelíci quondam comiti Belgicae. F. N. Y.
Imp. C. M. F. Rex. Pepulit.
Honor Galliae. Anno DCCXXIII.

Declara Morales con su honradez habitual, que no entiende las tres siglas F. N. Y. Para lo demás cree encontrar la clave en el dicho de «los naturales del lugar y de aquella comarca, los cuales afirman como cosa muy cierta, venida por tradición antiquísima de unos en otros, que en aquella pila fué bautizado Montesinos, hijo del Conde Grimaldo, natural de Francia ».

Trátase, pues, de un Conde de la provincia Bélgica, que florecía por los años de 723, y que fué arrojado de Francia por un Rey, que no pudo ser otro que Carlos Martel.

Con este motivo emprende el cronista cordobés una docta y atrevida incursión por los anales de la dinastía merovingia, donde consta efectivamente que el duque de Austrasia, Pipino (llamado el de Heristal o el Gordo, para distinguirle de su nieto Pipino el Breve), tuvo de su legítima mujer Plectrudis, dos hijos llamados Drogón y Grimoaldo, y de su concubina Alpayda otro, que [p. 312] había de ser el famoso Carlos Martel. Grimoaldo fué asesinado a traición por su enemigo Rangorio; pero dejó de su mujer Theudesinda un hijo llamado Teobaldo, a quien, no obstante su cortísima edad de seis años, dió Pipino el alto cargo de mayordomo del palacio de Neustria, que antes había tenido su padre. Muerto Pipino, y quedando Plectrudis de regente, se sublevaron contra ella el duque de Neustria, Rainfredo, y el duque de los Frisones, Radeboldo, obligándola a refugiarse en Colonia. Intervino Carlos Martel, que ya aspiraba al absoluto dominio de la monarquía de los francos, venció a los duques rebeldes y encerró a Plectrudis en un monasterio. Es de suponer que su hijo hubiera muerto ya, pues no vuelve a saberse de él.

Pero no se resignó con este silencio de los cronistas francos Ambrosio de Morales, sino que levantó sobre estos datos una máquina tan frágil como ingeniosa, conjeturando que Teobaldo, perseguido por Carlos Martel (Carolas Martelus Francorum Rex pepulit, según él interpreta la segunda línea de la inscripción), se había refugiado en España en los postreros años del rey Don Pelayo, y cómo tan buen caballero le había ayudado en la guerra contra los moros. «Después, el rey D. Alonso el Católico, a quien también sirvió Theobaldo en la guerra, habiendo ganado de los moros la ciudad de Salamanca y todas sus comarcas le dió a la Condesa y a su hijo Theobaldo aquella tierra de Santibáñez y sus rededores en las sierras de Miranda; y ella en memoria de su marido puso el nombre de Fuente Grimaldo al lugar allí vecino, que hasta agora lo tiene... También para mayor memoria de su marido, o para enterrar su cuerpo (si como mujer excelente lo truxo consigo), edificó el monasterio ya dicho de San Juan, y en las piedras dexó escrito el nombre de su marido, con tantos títulos de conde de Francia y honor de Flandes, en los quales se parece como se los ponía quien mucho lo amaba y deseaba dexar esclarecida su memoria. Y parécese claro ser la fundación y la Escritura de gente extranjera, y no española, pues no contaron en lo que escrebían por la Era, sino por el año del nascimiento, cosa tan ajena comúnmente entonces de nuestros españoles. A Theobaldo parece le dieron los nuestros el sobrenombre de Montesinos, por haberse entretenido y sido señor en aquellas [p. 313] montañas de Santivañez... como poco antes, quasi por la misma causa, se le habían dado al rey D. Pelayo. Y las gentes fueron olvidando el nombre extranjero de Theobaldo, usando comúnmente el de Montesinos... Fuése después Montesinos a Francia, quando ya tenía el reyno Carlo Magno, su sobrino, y allá fué gran señor y muy celebrado en nuestros romances viejos, y en alguno dice él de sí mismo:

No me llamen a mí en Francia—hijo del conde Grimaldo,
donde se ve claro cómo es todo uno Montesinos y Theobaldo.»

Pero aunque Morales se recrease con estas imaginaciones, que sería tiempo perdido refutar, su conciencia crítica le mueve a hacer una salvedad muy oportuna: «Todo esto es conjeturar lo mejor que se puede, donde no se halla otro rastro de buena certidumbre para conseguirlo.» Cautela que no imitaron los genealogistas, empeñados en sacar de Montesinos o de su padre o de un Grimaldo II, cuya existencia es muy dudosa, el abolengo de los señores de Grimaldo del apellido del Fresno. Las tradiciones poéticas suelen acabar en punta como los imperios, y ésta acabó halagando la vanidad de una familia y dando disparatada etimología al pueblo de Fuente Guinaldo, que nunca se llamó Fuente Grimaldo. [1]

Inseparables de los romances de Montesinos son los de Durandarte, en los cuales aquel paladín, herido de muerte en Roncesvalles, manda a su primo y compañero de armas que lleve su corazón a la señora Belerma:

Muerto yace durandarte—al pie de una alta montaña;
Llorábalo Montesinos,—que a su muerte se hallara:
Quitándole está el almete,—desciñéndole el espada;
Hácele la sepultura—con una pequeña daga;
Sacábale el corazón, -como él se lo jurara,
Para llevar a Belerma,—como él se lo mandara...
[p. 314] Hay cosas muy tiernas y patéticas en estos romances, [1] sobre todo las últimas palabras de Durandarte moribundo:
¡Montesinos, Montesinos,—mal me aqueja esta lanzada!
El brazo traigo cansado,—y la mano del espada:
[p. 315] Traigo grandes las heridas,—mucha sangre derramada;
Los extremos tengo fríos,—y el corazón me desmaya.
¡Ojos que nos vieron ir,—nunca nos verán en Francia!

Pero en conjunto estas composiciones no son muy épicas, ni acaso muy antiguas, no precisamente por el cambio de la espada de Roldán en nombre de un héroe (que ya estaba hecho en la canción de Reinaldos o de los hijos de Aymón, donde se habla de « Durendal l'amiré »), sino por el sentimentalismo galante, que es más propio del ciclo bretón o de los libros de caballerías compuestos en España a su imagen y semejanza, que de las rudas narraciones carolingias. Clemencín [1] recuerda muy oportunamente dos pasajes, uno de Amadís de Gaula y otro de D. Florisel de Niquea, que concuerdan maravillosamente con el romance. Basta citar el más antiguo. Cuando Amadís aporta a la ínsula del Diablo para acometer la grande aventura del Endriago, hace esta recomendación a su escudero Gandalín: «Ruégote mucho que si aquí moriere, procures de llevar a mi señora Oriana aquello que es suyo enteramente, que será mi corazón, e dile que se lo envío por no dar cuenta a Dios de cómo lo ajeno llevaba conmigo.» [2]

Los romances de Montesinos y Durandarte no son los mejores ni los más viejos entre los carolingios; pero tienen asegurada la inmortalidad, merced al grande artista que los recogió amorosamente, los completó y restauró, infundiéndoles nueva y más alta poesía, a un tiempo cómica y fantástica, y colocó a sus héroes en lugar preeminente de la fábula más deleitosa que han visto las edades. Cervantes, con la fuerza de asimilación y condensación, que es uno de los caracteres del genio, no vió los romances aislados y secos en las páginas de un libro, sino volando como palabras vivas en boca de las gentes y marcando su huella en todas las tierras por donde pasaban. Peregrino alquimista de la realidad y de la fantasía, extrajo tesoros de la una y de la otra, y el más árido paisaje se convirtió en selva encantada al toque de su mágica varilla. Una geografía poética, en parte tradicional, [p. 316] en parte inventada, reminiscencias de las metamórfosis clásicas y de los prestigios, encantamientos y visiones de la literatura caballeresca, todo se congregó en el espacioso ámbito de la cueva de Montesinos, donde el escudero Guadiana, trocado en río, y la dueña Ruidera y sus hijas, llorando hilo a hilo el caso acerbo de su señora, forman cortejo a Durandarte, Montesinos y Belerma.

A todos los romances viejos supera en extensión el del Conde Dirlos (núm. 164 de la Primavera), que consta de más de seiscientos ochenta versos de diez y seis sílabas, u octosílabos dobles. [1] Con ser tan prolija, es interesante y sabrosa esta leyenda, escrita en tono patriarcal, y que seguramente ha llegado a nosotros tal como la recitaban los juglares en las plazas o junto al fuego. La rusticidad de su versificación, llena de incorrecciones, no excluye cierto arte en la narración, que es verbosa y pausada, pero rica de pormenores característicos, sobre todo en la primera parte. En cuanto al fondo, es una Odisea en miniatura, que repite el eterno, pero siempre humano y simpático tema de la vuelta del esposo ausente, por largos años, a quien se suponía perdido o muerto. En las canciones populares de todos los pueblos, incluso el nuestro, [2] hay curiosas variantes de este tema; pero la que más recuerda nuestro romance es la preciosa balada alemana del siglo XV, que Walter Scott tradujo o imitó en inglés con el título de El Noble Moringer. [3] A la heroína de este cuento y otros [p. 317] análogos lleva ventaja en su inquebrantable fidelidad la del romance, que es otra Penélope, al paso que el noble Moringer se hubiese encontrado casada en segundas nupcias a su mujer si acierta a llegar un día más tarde, o no le abre a tiempo la puerta el alcaide del castillo. [1]

La epopeya feudal, que tanta parte ocupa en el ciclo carolingio, tenía para nosotros menos interés que la Gesta del Rey, y por la diferencia de costumbres y estado social, hubo de penetrar muy tardíamente en Castilla, donde ni siquiera está representada por narraciones de directo origen francés, sino por imitaciones de poemas italianos. De esta manera entró en nuestra literatura uno de los más célebres temas carolingios, Renaus de Montauban, que pertenece al grupo de los que narran las luchas de Carlomagno con sus grandes vasallos. La versión más arcaica que hasta ahora se conoce de tal leyenda, es de fines del siglo XII o principios del XIII, y ha sido atribuída con poco fundamento a Huon de Villeneuve. La primitiva inspiración puede ser anterior, aunque en las más antiguas gestas no se encuentre mencionado ninguno de los personajes de este ciclo, que parece haberse desarrollado con independencia de los restantes. Pero con el tiempo vino a suceder lo contrario: difundida esta leyenda de Reinaldos y sus hermanos por toda Europa, especialmente en Italia, su héroe llegó a ser uno de los más populares, rivalizando con el mismo Roldán en los poemas caballerescos de la escuela de Ferrara, y ocupando tanto lugar en la historia poética de Carlomagno, que algunos llegaron a considerarle como centro de ella.

Quien desee conocer en todos sus detalles el antiguo cantar de los hijos de Aimón, puede acudir al tomo XXII de la Historia Literaria de Francia, [2] donde Paulino París hizo un elegante [p. 318] análisis de él y de sus continuaciones; o al prolijo y siempre redundante León Gautier, que en el tomo III de sus Epopeyas [1] le dedica cerca de 50 páginas, emulando con su irrestañable prosa la verbosidad de los viejos juglares. A nuestro propósito basta una indicación rapidísima.

Aimón de Dordone tenía cuatro hijos: Reinaldos, Alardo, Ricardo y Guichardo. Cuando entraron en la adolescencia, los llevó a París y los presentó en la Corte del Emperador, quien los armó caballeros y les hizo muchas mercedes, obsequiando a Reinaldos con el caballo Bayardo, que era hechizado. Jugando un día Reinaldos a las tablas con Bertholais, sobrino de Carlomagno, perdió éste la partida, y ciego de rabia, dió un puñetazo a Reinaldos. Éste fué a quejarse de la afrenta al Emperador; pero Carlos, dominado por el amor a su sobrino, no quiso hacerle justicia. Entonces Reinaldos, cambiando de lenguaje, recuerda a Carlomagno otra ofensa más grave y antigua que su familia tenía de él: la muerte de su tío Beuves de Aigremont, inicuamente sentenciado por el Emperador cediendo a instigaciones de traidores. Semejantes recuerdos encienden la ira del Monarca, que responde brutalmente a Reinaldos con otro puñetazo. Reinaldos vuelve a la sala donde estaba Bertholais, y le mata con el tablero de ajedrez. Los cuatro Aimones logran salvar las vidas abriéndose paso a viva fuerza; se refugian primero en la Selva de las Ardenas y luego en el Castillo de Montalbán, y allí sostienen la guerra contra el Emperador, haciendo vida de bandoleros para mantenerse, llegando el intrépido Reinaldos a despojar al propio Carlomagno de su corona de oro. Finalmente, ayudado por las artes mágicas de su primo hermano Maugis de Aigremont (el Malgesí de nuestros poetas), que con sus encantamientos infunde en Carlos un sueño letárgico, y le conduce desde su tienda al Castillo de Montalbán, llegan a conseguir el indulto; y la canción termina con la peregrinación de Reinaldos a Tierra Santa y su vuelta a Colonia, donde muere oscuramente trabajando como obrero en la construcción de la catedral y víctima de los [p. 319] celos de sus aprendices (como el Arquitecto Hiram de los francmasones).

Tal es el esqueleto de la leyenda. Hay mil peripecias, que por brevedad omito, recordando sólo las escenas de miseria y hambre, en que se ven obligados a devorar la carne de sus propios caballos, con excepción del prodigioso Bayardo, de quien Reinaldos se apiada cuando le ve arrodillarse humildemente para recibir el golpe mortal; el encuentro de Reinaldos con su madre Aya, que le reconoce por la cicatriz que tenía en la frente desde niño; la recepción de los cuatro Aimones en la casa paterna; la carrera de caballos que celebra Carlomagno con la idea de recobrar a Bayardo, y en que viene a quedar él mismo vergonzosamente despojado por la audacia de Reinaldos y la astucia de Malgesí; y otras mil aventuras interesantes, patéticas e ingeniosas, a las cuales sólo faltaba estar contadas en mejor estilo, para ser universalmente conocidas y celebradas.

El Norte y el Mediodía de Francia se disputan el origen de esta leyenda, inclinándose los autores de la Historia Literaria a suponer que las primeras narraciones proceden de Bélgica o de Westfalia, más bien que de las orillas del Garona y del Castillo de Montalbán, lo cual tienen por una variante provenzal muy tardía. Según esta hipótesis, la historia de los cuatro hijos de Aimón hubo de correr primero, en forma oral, por los países que bañan el Mosa y el Rhin, y de allí transmitirse, con notables modificaciones, a las provincias del Mediodía. Los manuscritos del siglo XIII presentan huellas de una triple tradición flamenca, alemana y provenzal, que a lo menos en parte había sido cantada.

A principios del siglo XV, la leyenda francesa fué refundida por autor anónimo en un enorme poema de más de 20.000 versos, donde aparecen por primera vez los amores de Reinaldos con Clarisa, hija del rey de Gascuña. Y siguiendo todos los pasos de la degeneración épica, este poema fué, cincuenta años después, monstruosamente amplificado y convertido en prosa, por un ingenio de la corte de Borgoña, en un enorme libro de Caballerías, que consta de cinco volúmenes o partes, de las cuales sólo la última llegó a imprimirse. No nos detendremos en otras redacciones prosaicas, bastando citar la más famosa de todas, la que hoy [p. 320] mismo forma parte en Francia de la librería popular, de la que allí se llama (por el color del papel) bibliotèque bleue, y entre nosotros (por el modo de expenderse) literatura de cordel. Sus ediciones se remontan al siglo XV. La más antigua de las góticas que se citan, no tiene lugar ni año: las hay también de Lyon, 1493 y 1495; de París, 1497... Las posteriores son innumerables, y llevan por lo general el título de Histoire des quatre fils Aymon. Se ha reimpreso con frecuencia en Epinal, en Montbéliard, en Limoges, etc., exornado con groseras, aunque muy características figuras, entre las cuales nunca falta el caballo Bayardo llevando a los cuatro Aymones. El estilo ha sido remozado, especialmente en algunos textos, [1] pero sustancialmente el cuento es bastante fiel al del siglo XV, y éste a la canción de gesta del XIII. La popularidad del tema se explica, no sólo por su interés humano, sino por su carácter más novelesco que histórico; por la conmiseración que inspira a lectores humildes el relato de la pobreza y penalidades de los Aymones; por la mezcla de astucia y valor en las empresas de los héroes; por ciertó sello democrático que marca ya la transformación de la epopeya. Lo cierto es que de todas sus gloriosas tradiciones épicas, ésta es casi la única que conserva el pueblo francés, harto desmemoriado en este punto.

Conviene mencionar, por haber sido traducido al castellano, un largo libro de caballerías, de pura invención, compuesto por un escritor retórico y ampuloso de fines del siglo XV, con el título de La conqueste du très puissant empire de Trebisonde et de la spacieuse Asie..., conquista que se atubuye a Reinaldos de Montalbán y sirve de complemento a la historia de sus hazañas.

No importan a nuestro propósito las versiones inglesas y alemanas; pero no debemos omitir los poemas italianos, especialmente La Trabisonda, de Francesco Tromba (1518); la Leandra [p. 321] innamorata (en sexta rima), de Pedro Durante da Gualdo (Venecia, 1508); el Libro d'arme e d'amore cognominato Mambriano, de Francesco Bello, comúnmente llamado il cieco da Ferrara (1509), y otros, a cual más peregrinos, cuyas numerosas ediciones pueden verse registradas en las bibliografías de Ferrarlo y Melzi [1] sobre los libros caballerescos de Italia; terminando toda esta elaboración épica con Il Rinaldo, de Torquato Tasso, cuya primera edición es de 1562. Téngase en cuenta, además, la importancia del personaje de Reinaldos en los dos grandes poemas de Boyardo y del Ariosto. Fuera de Orlando, no hubo héroe más cantado en Italia; pero en las últimas composiciones de los ingeniosos e irónicos poetas del Renacimiento, apenas quedó nada del cuento tradicional de los hijos de Aimon.

De esta corriente italiana y no de la francesa, se derivan todas las manifestaciones españolas de esta leyenda, reducidas a algunos romances del ciclo carolingio, dos o tres libros de caballerías en prosa y una comedia de Lope de Vega, refundida luego por Moreto y Matos Fragoso.

No hay que hacer excepción en cuanto a los tres romances que Wolf admitió en su Primavera (números 187-198). Los dos primeros proceden, como demostró Gastón París, [2] de la Leandra innamorata, que no fué impresa hasta 1508. [3] En el primero, Roldán, desterrado de Francia por haber defendido a su primo Reinaldos, mata a un moro que guardaba un puente, se viste con sus ropas y es acogido por un Rey sarraceno, que le envía [p. 322] a pelear contra los doce Pares, a quienes vence y cautiva. En tal conflicto, el Emperador invoca la ayuda del proscrito Reinaldos, a quien un tío suyo nigromante revela quién es el supuesto moro. Termina el romance con el abrazo de los dos primos en el campo de batalla y el triunfo de los cristianos. En la Leandra, los papeles están trocados, haciendo Reinaldos el de fugitivo y matador del moro, con lo cual resulta más racional y coherente la aventura. El romance segundo parece todavía más moderno, y es un compendio del canto V y siguientes del mismo poema; pero con graves alteraciones. Sabedor Reinaldos, por las artes de su primo Malgesí, de que la mujer más linda del mundo es la hija del rey moro Aliarde, va disfrazado a su corte y logra su amor; pero avisado el moro por el traidor Galalón, de los propósitos de Carlos, le condena a muerte, pena que se conmuta en la de destierro, por intervención de la Infanta. Al torneo que manda publicar Aliarde, para que acudan los pretendientes a la mano de su hija, concurren disfrazados Roldán y Reinaldos, y éste, después de varias aventuras, logra robar a la infanta. Este final es enteramente diverso en el poema italiano, puesto que la enamorada Leandra muere de un modo desastroso, arrojándose de una torre (como nuestra Melibea), por amores de Reinaldos. El tercer romance, prosaico y detestable por cierto, narra el viaje de Reinaldos a Oriente, el auxilio que prestó al Gran Can de Tartaria y la conquista del imperio de Trebisonda, todo conforme a la novela francesa del siglo XV, que ya hemos citado; pero no creemos que proceda del original, sino de la imitación italiana de Francesco Tromba, [1] conocida con el nombre de Trabisonda historiata (1518) .

Estos romances fueron refundidos luego con más arte y habilidad en otros semi-artísticos, que pueden verse en la gran colección de Durán, especialmente el núm. 368, que comienza con una lozana, pero muy inoportuna introducción, de carácter lírico y género trovadoresco.

[p. 323] Los libros de caballerías que más expresamente tratan de las aventuras y proezas de Reinaldos, son dos compilaciones de enorme volumen. La primera estaba en la librería de Don Quijote: «Tomando el barbero otro libro, dijo: Éste es Espejo de caballerías. Ya conozco a su merced, dijo el Cura: ahí anda el señor Reinaldos de Montalbán con sus amigos y compañeros, más ladrones que Caco, y los doce Pares, con el verdadero historiador Turpín; y en verdad que estoy por condenarlos no más que a destierro perpetuo, siquiera porque tienen parte de la invención del famoso Mateo Boyardo.» En efecto, el Espejo de caballerías, en el qual se tratan los hechos del conde don Roldán y del muy esforzado caballero Reinaldos de Montalbán y de otros muchos preciados caballeros, consta de tres partes, y es, por lo menos, la primera una traducción en prosa del Orlando innamorato, de Boyardo. Lo restante tampoco debe de ser original, puesto que se dice «traducido de lengua toscana en nuestro vulgar castellano, por Pedro de Reinosa, vecino de Toledo». [1]

Hubo otra compilación, todavía más rara, la cual contiene traducidos varios poemas italianos y consta de cuatro partes. El [p. 324] libro primero del noble y esforzado caballero Renaldos de Montalbán, y de las grandes prohezas y extraños hechos en armas que él y Roldán y todos los doce pares paladines hicieron;   y el Libro segundo... de las grandes discordias y enemistades que entre él y el Emperador Carlos hubieron, por los malos y falsos consejos del conde Galalón, son traducción hecha por Luis Domínguez, del libro toscano titulado Innamoramento di Carlo Magno. [1] La Trapesonda, que es tercero libro de don Renaldos, y trata como por sus caballerías alcanzó a ser Emperador de Trapesonda, y de la penitencia e fin de su vida, es la ya mencionada Trabisonda historiata de Francesco Tromba. [2] y la cuarta, de la cual no se [p. 325] conoce más que un ejemplar existente en la Biblioteca de Wolfembüttel, debe de ser, a juzgar por la descripción que hace Heber de sus preliminares y portada, el famoso y curiosísimo poema macarrónico de Merlín Cocayo (Teófilo Folengo). [1]

En su comedia Las Pobrezas de Reinaldos, escrita probablemente antes de 1600, pero no impresa hasta 1617, [2] utilizó Lope de Vega como fuente principal el tercer libro de esta serie, es decir, La Trapesonda, según ha demostrado Ludwig. [3] No hizo uso de los romances sobre Reinaldos, ya por ser tan endebles, ya por no referirse de un modo directo a los trabajos y pobrezas del héroe, que eran el único asunto dramatizable. Pero intercaló en la segunda jornada uno de propia composición, que a pesar de lo elegante y pulido del estilo y del primor de las asonancias, no tiene menos dejo de poesía tradicional que las tres rapsodias juglarescas, tanto que Depping le admitió en su colección entre los antiguos caballerescos: error que deshicieron D. Antonio Alcalá Galiano y D. Agustín Durán:

Labrando estaba Claricia—una sobreveste blanca
Para Reinaldos, su esposo,—que andaba en el monte a caza...

La decadencia del género, ya bien manifiesta en los romances de Reinaldos de Montalbán, llega a su colmo en los de Calaínos y Bramante, que son sin duda los más modernos de la serie carolingia, aunque el primero ofrece tres series diversas de asonantes. [p. 326] Existe sobre las Collas de Calaínos una antigua locución proverbial, cuya verdadera forma y legítimo sentido no están muy claros. En el Quijote (parte II, cap. IX) está citado el romance, pero no en tono despectivo, como algunos piensan. Cuando Don Quijote y Sancho oyen cantar al labrador del Toboso el romance de la caza de Roncesvalles, y lo toma el caballero por mal presagio, exclama Sancho: «Así pudiera cantar el romance de Calaínos, que todo fuera uno para sucedernos bien o mal en nuestro negocio.» Clemencín es quien por su propia autoridad declara que «las Coplas de Calaínos es expresión proverbial con que se denotan entre nosotros los razonamientos o escritos impertinentes y frívolos de cosas que no importan». El Diccionario de la Academia remacha el clavo, diciendo que las tales coplas «son especies remotas e inoportunas». Pero en tiempo de Cervantes, o de Quevedo, que para el caso es lo mismo, no se decía «las coplas», sino los « cuentos de Calaínos». En la Visita de los Chistes comparece, armado de punta en blanco, muy colérico y enojado, aquel moro de quien eternamente cantan « Ya cabalga Calaínos » (principio del romance): «¿Saben ellos mis cuentos? Mis cuentos fueron muy buenos y muy verdaderos; y no se metan en cuentos conmigo.» El P. Sarmiento, [1] que, con su erudición tan destartalada como ingeniosa y divertida, diserta largo y tendido sobre las coplas de Calaínos (pareciéndole verosímil que sea nombre griego, tomado de Calais, hijo de Bóreas), testifica que en el siglo XVIII se decía para significar lo ridículo o el ningún valor de alguna cosa: «Esto no importa o no vale los cuentos o las coplas de Calaínos», lo cual tampoco concuerda con la definición académica, aunque acaso se ajuste más al uso vulgar.

A nuestro entender, estas expresiones no quisieron decir en un principio que el romance fuese malo, pues los hay mucho peores, y además es cosa inusitada que el pueblo haga la crítica de sus canciones. Tampoco indican que se trate de una antigualla, porque no puede serlo mucho una composición en que se habla del Preste Juan, de las tierras del Gran Turco y de la media luna [p. 327] como insignia de los moros. Lo único que esos dichos atestiguan (y se confirma con las palabras de Quevedo) es la gran popularidad del romance, que, a fuerza de repetido y manoseado, llegaría a hastiar.

Su argumento es sencillísimo: el moro Calaínos, señor de Monteclaros y Constantina la llana, se enamora de la Infanta Sevilla, hija del Rey Almanzor de Sansueña, y promete traerla en arras las cabezas de tres de los doce Pares de Francia. Va a París a desafiarlos en la Corte del Emperador, y empieza por vencer al joven Valdovinos. Pero entonces interviene Roldán, libra de la muerte a su sobrino y corta la cabeza al moro. Todo ello está contado, no en chavacanas coplas, como dijo Sarmiento y cree el vulgo, sino en un romance juglaresco, interesante y sencillo, aunque algo prolijo. El de Bramante (núm. 154 de Wolf) es substancialmente el mismo, pero se cambia el nombre del protagonista, tomando uno que ya figura en la leyenda del Maynete.

Modelo indudable del Calaínos fué el poema francés de Fierabrás, pero no en el libro de cordel castellano (Historia de los doce Pares), que en gran parte le reproduce, sino al parecer en la versión provenzal. Milá notó varias semejanzas verbales, entre ellas el primer verso:

Ya cabalga Calainos—a la sombra de una oliva...
que corresponde a este otro:
Lo sarrazi dissent sotz un arbre folhat...

Durán cita, al mismo propósito, un poema italiano, impreso a mediados del siglo XVI con el título de La gran guerra è rotta dello scapligliato. [1] El scapligliato o desgreñado, que hace aquí el mismo papel que Fierabrás y Calaínos, cayendo muerto a manos de Reinaldos, es un moro enamorado de Roseta, princesa de Rusia.

Otras leyendas carolingias, que no se encuentran en los romances actuales, habían penetrado también en nuestra literatura, [p. 328] y, andando el tiempo, lograron forma en la novela o en el teatro. En una sola debemos fijarnos, porque tiene directo enlace con nuestra poesía épica. Me refiero a la de las mocedades de Roldán.

Los personajes de esta leyenda son carolingios, pero los primeros textos en que aparece consignada no son franceses, sino franco-itálicos y de época bastante tardía. Los italianos la reclaman por suya, y quizá nosotros podamos alegar algún derecho preferente. Ante todo se ha de advertir que la más antigua poesía épica nada supo de estas mocedades de Roldán, y aunque siempre se le tuvo por hijo de una hermana de Carlomagno, a quien unos llaman Gisela o Gisla y otros Berta, no había conformidad en cuanto al nombre del padre, que en unos textos es el Duque Milón de Angers, y en otros el mismo Carlomagno, a quien la bárbara y grosera fantasía de algunos juglares atribuyó trato incestuoso con su propia hermana. Pero en ninguno de los poemas franceses conocidos hasta ahora hay nada que se parezca a la narración italiana de los amores de Milón y Berta y de la infancia de Orlandino. Además, la acción pasa en Italia y se enlaza con recuerdos de localidades italianas. A este propósito escribe con mucha razón Pío Rajna, contestando a León Gautier, que se empeñaba en no ver en la leyenda italiana más que una copia adulterada de un original francés perdido: «Me parece un error deplorable pretender que los italianos del Septentrión no hicieran más que repetir, con infinitos despropósitos, las composiciones venidas de Francia: si en materia de poesía lírica supieron emular no rara vez a los trovadores provenzales, empleando una lengua extranjera, no sé por qué en la poesía narrativa no se les ha de suponer más que parásitos y algo peor. Por lo tocante al caso nuestro, el nacimiento de Orlando no ha servido de argumento a ninguno de los innumerables cantares franceses que se conservan; y cuando se alude al origen del héroe, se ve que los autores no tenían la menor noticia de un relato análogo al nuestro.» [1]

Pero es el caso que esta historia de la ilegitimidad de Roldán, nacido de los amores del Conde Milón de Angers o de Anglante [p. 329] con Berta, hermana de Carlomagno, es idéntica en el fondo a nuestra leyenda épica de Bernardo del Carpio, hijo del furtivo enlace del Conde de Saldaña y de la Infanta D.ª Jimena. La analogía se extiende también a la empresas juveniles atribuídas a Roldán y a Bernardo. La relación entre ambas ficciones poéticas es tan grande, que no se le ocultó a Lope de Vega, el cual trató dramáticamente ambos asuntos, repitiéndose en algunas situaciones, y estableciendo en su comedia La mocedad de Roldán, un paralelo en forma entre ambos héroes.

Reconocido el parentesco entre las dos historias, lo primero que se ocurre es que la de Roldán habrá servido de modelo a la de Bernardo; pero es el caso que los datos cronológicos no favorecen esta conjetura. El más antiguo texto de las Enfances Roland no se remonta más allá del siglo XIII, y para entonces nuestra fábula de Bernardo, no sólo estaba enteramente formada, sino que se había incorporado en la historia, admitiéndola los más severos cronistas latinos, como D. Lucas de Tuy y el Arzobispo D. Rodrigo; andaba revuelta con hechos y nombres realmente históricos, y había adquirido un carácter épico y nacional que nunca parece haber logrado el tardío cuento italiano. Tres caminos pueden tomarse para explicar la coincidencia: o se admite la hipótesis de un poema francés perdido que cantase los amores de Milón y Ber a (hipótesis muy poco plausible, no sólo por falta de pruebas, sino por la contradicción que este relato envuelve con todos los poemas conocidos), o se supone la transmisión de la leyenda de Bernardo a Francia, y de Francia a Italia (caso improbable, pero no imposible, pues ya hemos visto que también puede suponerse en el Maynete, y no soy yo el primero que lo ha propuesto), o preferimos creer que estas mocedades no fueron al principio las de Bernardo ni las de Roldán, sino un lugar común de la novelística popular, un cuento que se aplicó a varios héroes en diversos tiempos y países. La misma infancia de Ciro, tal como la cuenta Herodoto y la dramatizó nuestro Lope en su comedia Contra valor no hay desdicha, pertenece al mismo ciclo de ficciones.

Todos los textos de las mocedades de Roldán fueron escritos en Italia, como queda dicho. El más antiguo es el poema en decasílabos épicos, compuesto en un francés italianizado, es decir, [p. 330] en la jerga mixta que usaban los juglares bilingües del Norte de Italia. Forma parte del mismo manuscrito de la biblioteca de San Marcos de Venecia, en que figuran la Berta y el Karleto. En este relato Milón es un senescal de Carlomagno, y los perseguidos amantes se refugian en Lombardía, pasando por los caminos todo género de penalidades: hambre, sed, asalto de bandidos, hasta que Berta, desfallecida y con los pies ensangrentados, se deja caer a la margen de una fuente, cerca de Imola, donde da a luz a Roldán, que, por su nacimiento, queda convertido en un héroe italiano. Adviértase la coincidencia de esta aventura con la canción de Aiol y con el primer romance de Montesinos. Milón, para sustentar a Berta y a su hijo, se hace leñador. Roldán se creía en los bosques de Sutri, y adquiere fuerzas hercúleas. Su madre tiene en sueños la visión de su gloria futura. Pasa por Sutri Carlomagno, volviendo triunfante de Roma, y, entre los que acuden en tropel a recibir al Emperador y a su hueste, llama la atención de Carlos un niño muy robusto y hermoso, que venía por capitán de otros treinta. El Emperador, le acaricia, le da de comer, y el niño reserva una parte de su ración para sus padres. Esta ternura filial, unida al noble y fiero aspecto del muchacho, que «tenía ojos de león, de dragón marino o de halcón», conmueve al viejo Namo, prudente consejero del Emperador, y al Emperador mismo, quien manda seguir los pasos de Roldán hasta la cueva en que vivían sus padres. El primer movimiento, al reconocer a su hija y al seductor, es de terrible indignación, hasta el punto de sacar el cuchillo contra ellos; pero Roldán, cachorro de león, se precipita sobre su abuelo y le desarma, apretándole tan fuertemente la mano, que le hace saltar sangre de las uñas. Esta brutalidad encantadora reconcilia a Carlos con su nieto, y le hace prorrumpir en estas palabras: «Será el halcón de la cristiandad.» Todo se arregla del mejor modo posible, y el juglar termina su narración con este gracioso rasgo: «Mientras estas cosas pasaban, volvía los ojos el niño Roldán a una y otra parte de la sala, a ver si la mesa estaba ya puesta.» [1]

[p. 331] En la compilación en prosa I Reali di Francia, ya citada al hablar del Maynete, encontramos más complicación de elementos novelescos. Para seducir a Berta, Milón entra en Palacio disfrazado de mujer. El embarazo de Berta se descubre pronto, y Carlos la encierra en una prisión, de donde su marido la saca, protegiendo la fuga el consejero Namo. La aventura de los ladrones está suprimida en I Reali. El itinerario no es enteramente el mismo. Falta el sueño profético de la madre. En cambio, pertenecen a la novela en prosa, y pueden creerse inventadas por su autor (si es que no las tomó de otro poema desconocido), las peleas de los mozuelos de Sutri, en que Roldán hace sus primeras armas; y la infeliz idea de hacer desaparecer a Milón en busca de aventuras, desamparando a la seducida Princesa y al fruto de sus amores. Esta variante, imaginada, según parece, para enlazar este asunto con el de la Canción de Aspramonte y atribuir a Milón grandes empresas en Oriente, persistió, por desgracia, en todos los textos sucesivos, viciando por completo el relato y estropeando el desenlace.

La prosa de los Reali di Francia fué puesta en octavas reales por un anónimo poeta florentino del siglo XV, con el título de La historia del nacimiento d' Orlando, y por otro del siglo XV, que apenas hizo más que refundir al anterior: Innamoramento de Melone (sic) e Berta, e come nacque Orlando et de sua pueritia. [1] Las juveniles hazañas de Roldán dieron asunto a Ludovico Dolce para uno de los varios poemas caballerescos que compuso a imitación del Ariosto: Le prime imprese del conte Orlando (1572); pero de los 25 cantos de que este poema consta, sólo los cuatro primeros tienen que ver con la leyenda antigua, siguiendo con bastante fidelidad el texto de I Reali. [2] El poema de Dolce fué [p. 332] traducido en prosa castellana [1] por el regidor de Valladolid Pero López Henríquez de Calatayud (1594).

Más interesante que esta versión es otro texto castellano, inserto en la colección de novelas del navarro Antonio de Eslava, titulada Noches de invierno, cuya primera edición es de 1609. [2] El capítulo octavo (Noche segunda), trata de los amores de Milon de Anglante con Berta; y el nacimiento de Roldán y sus niñerías. La fuente de este relato es, sin duda, I Reali de Francia, pero ofrece bastantes amplificaciones y detalles, debidos, sin duda, al capricho del imitador, que tenía, por cierto, mal estilo y pésimo gusto.

Las novelas de Eslava son posteriores a La Mocedad de Roldán, interesante y ameno poema dramático de Lope de Vega, [3] que sería la mejor de las obras compuestas sobre este argumento, si no le arrebatase la palma la noble y gentil balada de Luis Uhland Der Klein Roland.

Notas

[p. 223]. [1] . Tratado de los romances viejos, t. I, págs. 71 y siguientes. [Ed. Nac. Vol. VI, pág. 63.]

[p. 224]. [1] . Véase todo el capitulo III del mismo Tratado (págs. 176 y siguientes) . [Ed. Nac. Vol. VI., Cap. XXXI, pág. 155.]

A los varios Bernardos más o menos épicos que pudieron contribuir a la formación del nuestro y a darle nombre, juzgo que debe añadirse un personaje mencionado en el precioso fragmento del Haya, que descubrió Pertz, sabio editor de los Monumenta Germaniae histórica, y reprodujo Gastón París (Histoire poétique de Charlemagne, págs. 465 y siguientes). Este documento, cuya letra es del siglo X, está en exámetros latinos, que el copista transcribió como prosa, destrozando la medida de muchos de ellos. Contiene el relato de una guerra del emperador Carlos contra los sarracenos, y puede tenerse por trasunto de algún poema en lengua vulgar. Más adelante insistiremos sobre él, bastando decir por ahora que en él figura dos veces el nombre de un Bernardo:

« Plene fructificat juventus « Bernardi » experta in adversis rebus... favet fortuna suum velle, certatque valere » ... « Grassatur quoque per camporum spatia « Bernardi » terribilis audutia; is nempe acriter inserviens Martí multorum mortalium corpora luce privavit; gaudet enim felicis honore palmae quem sic sublimat casus fortunae. »

[p. 225]. [1] . Véase el estudio de Gastón París sobre estos fragmentos (Romania, julio a octubre de 1875).

[p. 226]. [1] . El mejor análisis de todos ellos es el que se halla en la admirable Histoire poétique de Charlemagne, de Gastón París (1865), pp. 230-246, y en el artículo de la Romania antes citado. Nada substancial añade León Gautier, Les Epopées françaises, segunda edición, 1880, III, pp. 30-52, y aun parece que no examinó directamente las versiones españolas y alemanas.

[p. 226]. [2] . Analizado por P. Rajna en la Romania, 1873.

[p. 226]. [3] . Sobre las fuentes de este famoso libro, todavía popular en Italia, y cuya primera edición se remonta a 1491, es magistral y definitivo el trabajo de Rajna, Ricerche intorno ai Reali di Francia, Bolonia, 1872.

La versión de I Reali coincide casi literalmente con la General en algunos pasos, lo cual no quiere decir que el compilador italiano conociese la Crónica, sino que se valió de un texto poético que en esta parte era análogo. Compárense, por ejemplo, estas palabras de I Reali (IV 24) con las de la Crónica que he transcrito antes:

« Disse Galeana: Se io ti fo armare, vuo' mi tu giurare di non tôrre mai altra donna che me e d'essere sempre mio fedele amante? Disse Mainetto: Io vi giuro che mentre che voi viverete di non tôrre altra donna che voi, se voi giurate di non tôrre altro marito che me? Ed elle gliele giurô, ed egli cosi giurò a lei. »

[p. 227]. [1] . Quemadmodum Galafrus, admiraldus Toleti, illum in provincia exulatum ornavit habitu militari in palatio Toleti, et quomodo idem Carolus postea, ob merita ejusdem Galafri, occidit in bello Braimantum magnum ac superbum regem Saracenorum, Galafri inimicum...

[p. 227]. [2] . Fertur enim in juventute sua a Rege Pipino Gallis propulsatus eo quod contra paternam justitiam insolescebat et ut patri dolorem inferret, Toletum adiit indignatus, et cum inter Regem Galafrum Toleti et Marsilium Caesarangustae dissensio pervenisset, ipse sub rege Toleti functus militia, bella aliqua exercebat, post quae, audita morte Pipini, in Gallias est reversus, ducens secum Galienam filiam regis Galafri, quam, ad fidem Christi conversam, duxisse dicitur in uxorem. Fama est apud Burdegaliam ei palatia construxisse (De Rebus Hispaniae, lib. IV, cap. XI).

[p. 233]. [1] . De la poesía heroico-popular castellana, págs. 330-341.

[p. 234]. [1] . Histoire poétique de Charlemagne, pág. 239, nota.

[p. 235]. [1] . En el tomo de Castilla la Nueva, de los Recuerdos y bellezas de España, pág. 229.

[p. 235]. [2] . De la poesía heroico-popular, pág. 334.

[p. 235]. [3] . Le Origini dell' Epopea Francese indagate da Pio Rajna. Florencia, 1884, págs. 222 y ss.

[p. 236]. [1] . Folio 245 de la edición de Valladolid, 1604.

[p. 237]. [1] . Les Vieux Auteurs Castillans, primera edición, 1861, I, 441.

[p. 238]. [1] . Reimpresa por Gayangos en la Biblioteca de Aut. Españoles, t. XLIV. Las leyendas carolingias están en el libro II, cap. XLIII. Vid. en el t. XVI de la Romania el importante estudio de G. París, La Chanson d'Antioche provençale et La gran Conquista de Ultramar, y en Les Vieux Auteurs Castillans, del conde de Puymaigre (segunda edición, 1890), el cap. VII del t. II, que trata extensamente de La Gran Conquista y de sus relaciones con la literatura francesa.

[p. 240]. [1] . Obsérvese que también D. Rodrigo dice Galiena y no Galiana.

 

[p. 241]. [1] . La descripción más extensa es la de Amador de los Ríos, Toledo pintoresca (Madrid, 1845), págs. 298-306, y allí se encuentra la traducción hecha por Gayangos del curiosísimo pasaje árabe relativo a las clepsidras de Azarquiel. Sobre el estado actual de las ruinas véase la Guía artístico-práctica de Toledo, por el Vizconde de Palazuelos, hoy Conde de Cedillo (Toledo, 1890), págs. 1.126-1.130.

[p. 241]. [2] . Libro I, cap. V, págs. 25-28 de la ed. de Alcalá, 1727.

Opinión distinta de la de los demás historiadores toledanos manifiesta el Dr. Francisco de Pisa, acerca del emplazamiento de los palacios de Galiana.

«El vulgo llama palacios de Galiana a una casa que está ya casi assolada en la huerta del Rey; mas a la verdad aquella era una casa de campo y recreación, con sus baños, en la qual dizen que la misma Galiana se deleytava... y al presente es aquella casa de algunos caballeros, señores de algunos pagos desta misma huerta, cuyas armas se ven en la misma casa.. Los palacios y alcázar que con verdad fueron dichos de Galiana, fueron aquellos donde entró el Rey Don Alonso el Sexto luego que se apoderó desta ciudad Dió el Rey Don Alonso parte destos palacios para el edificio de un monasterio de monjas de la orden, de San Benito, que se llamó de San Pedro de las Dueñas... y después se dió a la orden de Calatrava la qual tuvo allí Priorato, y finalmente los Reyes Cathólicos dieron a la orden de Calatrava la Synagoga mayor de Toledo (que hay es la iglesia de San Benito), los palacios de Galiana a la de Santiago, para las monjas que fueron trasladadas allí del convento de Santa Eufemia de Cogollos el año de mil y quinientos y noventa y cuatro.»

(Descripción de la Imperial ciudad de Toledo y Historia de sus antigüedades y grandeza... Primera parte... Compuesta por el Dr. Francisco de la Pisa... Toledo, por Diego Rodríguez, 1617. Fol. 27 vto.)

[p. 243]. [1] . Refiere que el famoso Astrónomo Azarquiel «determinó fabricar un ingenio o artificio por medio del cual supiesen las gentes qué hora del día o de la noche era, y pudiesen calcular el día de la luna. Al efecto, hizo cavar dos grandes estanques en una casa a orillas del Tajo, no lejos del sitio llamado La Puerta de los Curtidores, haciendo de suerte que se llenasen de agua o se vaciasen del todo, según la creciente y menguante de la luna.»

«Según nos han informado personas que vieron estas clepsidras, su movimiento se regulaba de esta manera: No bien se dejaba ver la luna nueva, cuando por medio de conductos invisibles empezaba a correr el agua en los estanques, de tal suerte que al amanecer de aquel día estaban llenas sus cuatro séptimas partes, y que al anochecer había un séptimo justo de agua. De esta manera iba aumentando el agua en los estanques, así de día como de noche, a razón de un séptimo por cada veinticuatro horas, hasta que al fin de la semana se encontraban ya los estanques a mitad llenos, y en la semana después se veían llenos del todo hasta el punto de rebosar el agua. Venida la catorcena noche del mes, y cuando la luna empezaba a menguar, los estanques se iban vaciando del mismo modo y con la misma progresión con que se habían llenado. Cumplidas las veintiuna noches y ventiún días del mes, ya no quedaba en los estanques más que la mitad del agua, menguando cada día y cada noche hasta cumplirse los veintinueve días del mes, hora en que quedaban de todo punto vacíos y sin más agua que la que se les pudiese haber echado desde afuera, con esta circunstancia notable: que si alguno intentase, mientras el agua iba en aumento, disminuir la que había en los estanques, extrayéndola con cubos o de otra manera, lo mismo era cesar la operación, que brotaba por otros conductos invisibles el agua suficiente para llenar el vacío, de suerte que por ninguna manera se alteraba la medida y progresión de las aguas...

Estas clepsidras o relojes de agua, con sus correspondientes estanques, estaban bajo un mismo techo en un edificio fuera de Toledo. Cuando el Rey de Toledo, que lo era entonces un tal Adefons ¡maldígale Alá! (Alfonso VII) tuvo noticia de ella, entróle el deseo de ver cómo se movían, y al efecto mandó a uno de sus astrónomos que socavase uno de ellos y viese cómo y de dónde le venía el agua. Hízose como lo mandaba el Rey, y el resultado fué que quedó de todo punto inutilizada la máquina. Esto fué en el año 528 de la Hégira (1134 de Cristo), tiempo en que, según dejamos dicho, reinaba en Toledo el rey Alfonso. Cuentan que un maldito judío, a quien llamaban Honayu ben Rabna, y era grande estrellero, fué el causante de esta desgracia, pues como desease en extremo penetrar el artificio por medio del cual se movía toda aquella máquina, pidió al Rey que le permitiese sacar de cuajo una de las clepsidras para poder ver lo que había debajo, prometiendo volverla a su lugar tan pronto como se hubiese enterado de las piezas que la componían. Dióle el Rey licencia, para ello, mas cuando el judío ¡maldígale Alá! quiso volverla a su sitio no le fué posible. El insensato creyó que podría mejorar el movimiento, haciendo de suerte que los estanques se llenasen de día y se vaciasen de noche; mas todo fué en vano: no consiguió su intento, y la máquina quedó inutilizada para siempre»...

[p. 244]. [1] . Vid. Mondéjar, Memorias históricas de Alfonso el Sabio, pág. 456, y Rodríguez de Castro, Biblioteca Española, t. II, pág. 643, refiriéndose uno y otro al cap XII del libro XXII (parte primera) de la Historia eclesiástica de la Imperial Ciudad de Toledo y su tierra, obra inédita del Padre Higuera.

[p. 244]. [2] . Sobre estas imitaciones literarias véase lo que he dicho en las advertencias preliminares al tomo XIII de las Comedias de Lope de Vega, donde está reimpresa la de Los Palacios de Galiana. Imitación de este drama de Lope es el de Cicognini La moglie di quattro mariti.

Valbuena fué el primero que  ambió el señorío de Bramante, haciéndole régulo usurpador de Guadalajara, y el primero que imaginó que había abierto un camino subterráneo desde su corte a Toledo. invenciones una y otra adoptadas luego por el Dr. Lozano. El competidor de Bramante en los amores de la Princesa no es Carlomagno, sino un cierto Brabonel, sobrino del emir de Zaragoza, con lo cual la acción pierde mucho de su interés.

Moratín el padre, que debió la mayor parte de sus aciertos a la imitación hábil y graciosa de nuestra poesía antigua, compuso con el título de Abelcadir y Galiana un agradable romance morisco. De la leyenda no conserva más que el nombre de la heroína:

Galiana de Tolado,
Muy hermosa a maravilla,
La mora más celebrada
De toda la morería...

El personaje de Abelcadir, alcaide de Guadalajara, que viene por oculta vereda al jardín de Galiana, es reminiscencia del Bramante de Valbuena o de Lozano.

La última obra que conocemos inspirada por la leyenda de Maynete, es La Infanta Galiana, comedia de D. Tomás Rodríguez Rubí, representada en 1844.

[p. 245]. [1] . «Códice en folio mayor, escrito en pergamino, a dos columnas, fines del siglo XIV o principios del XV, y señalado con el título de Flos Sanctorum; tiene la marca h-j-12.» Lo de Flos Sanctorum se le puso sin duda porque comienza con una Vida de Santa María Magdalena y otra de Santa María Egipciana.

 

[p. 246]. [1] . Historia de la Reyna Sebilla. Ed. de Sevilla, por Juan Cromberger, 1536, y Burgos, por Juan de Junta, 1551.

[p. 246]. [2] . Ueber die Wiederaufgefundenen Niederlandischen Volksbücher von der Königinn Sibille und von Huon von Bordeaux, Viena, 1857.

[p. 246]. [3] . Reimpreso por la Sociedad de Bibliófilos Españoles, en 1871, con un excelente prólogo de D. Pascual Gayangos. La rarísima edición incunable que sirvió de texto (Sevilla, 1498), se guarda en la Biblioteca Imperial de Viena. Hay otras de Sevilla, 1533, 1545, etc.

[p. 247]. [1] . Sólo el nombre y la condición de traidor es común al Tomillas de la novela en prosa y de los romances, que por lo demás tratan muy diverso argumento.

[p. 247]. [2] . Véase su análisis en Gautier, Les Epopées françaises, II, 260.

[p. 248]. [1] . Hystoria del emperador Carlomagno y de los doze pares de Francia, e de la cruda batalla que hubo Oliveros con Fierabrás, rey de Alexandría, hijo del grande Almirante Balán... (Colofón). « Fué impressa la presente hystoria en la muy noble e muy leal cibdad de Sevilla, por Jacobo Cromberger, alemán. Acabóse a veynte e cuatro días del mes de abril. Año del nacimiento de nuestro Salvador Jesucristo de mill e quinientos XXV» (ejemplar de la Biblioteca Nacional, antes de D. José Salamanca).

[p. 249]. [1] . Vid. Romancero de Durán, núms. 1.253 a 1.260.

[p. 249]. [2] . La epopeya carolingia trató, a veces, asuntos de esta región.

Según Gastón París (Romania, núm. II, pág. 177), el nombre de Barbastro aparece ya en las tradiciones poéticas antes de 1034. En la Histoire Literaire de la France, t. XX, págs. 706-709, puede verse el análisis de Li Siéges de Barbastre, poema de más de 7.000 versos, que constituye la sexta rama del ciclo de Aimeri de Narbona, el cual es, a su vez, la primera del ciclo de Guillermo el Chato. La empresa atribuída en este poema a los héroes narboneses es, en opinión de Dozy (Recherches, III, 349, Histoire des Musulmans d'Espagne, IV, 125-126), la conquista que efectivamente hizo de Barbastro, en 1064, un ejército de aventureros normandos, mandados, según una crónica latina de Monte Casino, por Roberto Crespín, y, según el cronista árabe Aben Hayan, por «el comandante de la caballería de Roma», que parece ser Guillermo de Montreuil, general del ejército del Papa Alejandro II. Al principio Dozy propuso la identificación de este Guillermo normando con el Guillermo épico de Narbona, pero luego abandonó esta hipótesis en vista de las perentorias objeciones de Gastón París.

De todos modos, del hecho histórico debió de sugerir el poema, que acaso fuese conocido en España, como lo fueron otras ramas del mismo ciclo. Véase lo que más adelante decimos del romance de Almerique.

[p. 250]. [1] . Tampoco faltan alusiones a la historia de la Marca Hispánica en las gestas francesas. Ya en el antiquísimo fragmento latino del Haya se habla de un Borel que, al parecer, está presentado como enemigo de los cristianos, aunque el bárbaro lenguaje de aquel texto y lo mutilado que se halla, impide percibir con claridad su sentido. Este Borel o Borrell parece ser el mismo Borel lou defaé (Borrell el infiel) de que habla la canción de Aimeri de Narbona, y cuyos once hijos sucumbieron a manos de Guillermo de Orange, según cuenta otro poema del mismo ciclo, Le Charroi de Nismes. Parece indudable que este Borrell ha de ser uno de los condes de Barcelona, a quien se calificaría de infiel o por haber estado en tratos con los sarracenos contra los francos, o sencillamente por haber sido enemigo de éstos. Milá creyó al principio (Trovadores, pág. 50) que se trataba del conde soberano Borrell I, que empezó a reinar en 954 y negó el feudo a Hugo Capeto, pero luego pensando que este hecho era demasiado moderno para que de él hubiese emanado una tradición épica ya formada en el siglo X, se fijó en el conde Borrell, feudatario de los carolingios, que gobernaba la Marca por los años de 798. En los poemas se habla también de un Arnaud de Gironde (que al parecer es Gerona) enemigo de Borrell.

En el Rollans figura un Isac de Barcelona, forjador de armas, y en el mismo poema aparecen los nombres geográficos de Torteluse (Tolosa). Baleguet (Balaguer), Certeine (Cerdaña), y Pierrelée, que es probablemente Peralada. En el Girart de Rosilhó se mencionan Besaudon (Besalú), Girunda (Gerona), Vergadaine (Bergadam), Montgardó, Purgelá (Puigcerdá), y el río Rubicaire (Llobregat), y se cita un conde Per Ramón Berenguier de Barsalona. Parte de las escenas del poema de Aya de Aviñón pasan en la isla de Mallorca (Mayogres), donde reinaba el sarraceno Ganor, y a donde es conducida la protagonista por el traidor Berenguer, hijo de Ganelón.

Véanse otras curiosidades del mismo género en Milá (Trovadores, primera edición, pág. 50).

Es verdaderamente singular que en Cataluña, tan enlazada con el imperio carolingio, y en cuya reconquista tanto intervinieron los francos, no ejerciera influencia literaria este ciclo épico ni se imitasen las canciones de gesta. Verdad es que en aquella privilegiada porción de España no parece haberse despertado el genio épico durante la Edad Media, dominando solas la poesía lírica, la literatura didáctica y la historia. Los pocos romances carolingios que allí se han recogido son todos de origen castellano.

El vestigio más curioso de esta leyenda en Cataluña es sin duda el culto de Carlomagno en Gerona, introducido a mediados del siglo XIV (1345) por el obispo Arnaldo de Montrodó; y que duró, no hasta el Concilio Tridentino. como dijo Pedro de Marca, y todavía repite Gastón París, sino hasta el pontificado de Sixto IV, como demostró el P. Villanueva (Viaje literario, t. XII, pág. 162). En 1493 todavía el Cabildo hizo una tentativa para restablecerle, y, aun después de suprimido el oficio, quedó la costumbre de pronunciar todos los años el panegírico del Emperador.

La razón de estas singulares costumbres litúrgicas ha de buscarse en las tradiciones relativas a la conquista de aquella ciudad, que en 785 pasó del poder de los moros al de los francos, no por conquista, sino por entrega de los cristianos gerundenses. Carlamagno no pudo asistir personalmente a esta empresa, puesto que aquel año y el siguiente estuvo en Italia y Sajonia. Todos estos puntos los puso perfectamente en claro el erudito Dorca en su Colección de noticias para la historia de los Santos Mártires de Gerona (Barcelona, ¿1806?), que es uno de los libros de su género escritos con mejor crítica.

Pero desde antiguo la tradición popular supuso que Carlomagno en persona había realizado esta empresa, y en el Chronicon Rivipullense (o de Ripoll), que es de los más antiguos, (cf. Romania, II, 276), aparece ya un relato de esta conquista, exornado con pormenores maravillosos: «Hic Carolus dictus Magnus anno Domini DCCLXXXVI cepit civitatem gerundae, vincens in praelio Machometum Regem ipsius civitatis. Et dum cepit ipsam civitatem multi viderunt sanguinem pluere, et apparuerunt acies in coelo in vestimentis haminum et signa crucis. Et apparuit crux ignea in aere supra locum ubi nunc est altare beatae Virginis. »

La Iglesia de Gerona, que veneraba a Carlomagno como restaurador y gran bienhechor suyo, celebró su fiesta por espacio de ciento cuarenta años el 29 de enero, con oficio propio, de nueve lecciones, que han sido publicadas por Villanueva (Viaje literario, t. XIV, pág. 267) y por el P. La Canal (España Sagrada , t. 43, pág. 512). De ellas transcribiremos todo lo que importa a nuestro asunto, pues aunque fundadas principalmente en el Turpín y en otros apócrifos latinos, como el seudo Philomena (De gestis Caroli Magni ad Carcassonam et Narbonam), puede contener, en opinión de los mejores críticos, algunos rasgos poéticos y tradicionales.

« Lectio Prima » .— « Cupiens Sanctus Karolus Magnus Beati Jacobi Apostoli monitis obedire, disposuit ire versus Ispaniam, ei eam catholicae fidei subjugare. Capta vero civitate Narbona et munita, in qua Yspania inchoatur, perveniens ad terram Rossilionis quae est principium Catholoniae, Christi auxilium et Beatae Virginis Mariae humiliter imploravit...

« Lect. II » .— « Oratione vero completa intendens in coelum vidit Beatam Mariam Christum eius filium deferentem. Vidit etiam Beatos Jacobum et Andream manentes unum a dextris et alium a sinistris, quos cum inspiceret Sanctus Karolus stupens in splendoribus percepit beatam Virginem sic loquentem: Ne paveas Christi miles Karole, brachium et defensor Ecclesiae, quoniam nos tecum in bello erimus et liberabimus te cum victoria et salute... »

« Lect. III ». « Sed cum montes transieris Pireneos obsidebis civitatem Gerundae, et eam licet cum laboribus obtinebis. In qua ad mei honorem et reverentiam edificabis ecclesiam Cathedralem. Benedicam tibi el dirigam te super omnes milites huius mundi et habebis Sanctum Jacobum nepotem meum directorem et tocius Ispaniae protectorem. Quibus dictis disparuit visio pramonstrata.

« Lect. IV ».—« Tunc Sanctus Karolus in Domino confortatus suum exercitum animavit. Et cum in fervore spiritus exercitum infidelium invasisset, ceperunt terga vertere et totis viribus fugere, non valentes resistere Christianis. Finaliter obtenta victoria in campo qui dicitur Nulet edificavit ecclesiam sub invocatione Beati Andreae Apostoli, in qua nunc religiosorum monasterium est constructum. Captis insuper castris et villis Vallispiri et Rossilionis, et ad locum qui dicitur Saclusa Sanctus Karolus devenisset, scivit Regem Marcilium intus fuisse inclusum Ideo ex tunc Saclusa vocatur, qui Mons acutus antea vocabatur... »

« Lect. V ».—« Infidelibus tamen inde fugatis pervenit ad montis verticem qui vocatur Albarras. Postea nominatus est Malpartus, ubi invenit resistentiam ne transiret. Tunc Sanctus Karolus aciem divisit per partes: unam per collum de Panisas, ubi ad honorem Sancti Martini ecclesiam fabricavit: aliam vero partem per abrupta montium destinavit. Sarraceni vero divisam aciem intuentes, ceperunt fugere versus civitatem Gerundae, timentes ne capti, in medio remanerent inclusi... »

« Lect. VI ».—« Quod audiens Sanctus Karolus destruxit ommia fortalicia de quibus Christianis transeuntibus periculum imminebat. Qui persequendo impios versus Gerundam arripuit viam suam, et perveniens ad locum de Ramis in honorem Sancti Juliani ecclesiam edificavit. Rotulandus (Roldán) etiam capellam Sanctae Teclae Virginis in eisdem terminis ordinavit. Beatus vero Turpinus, Remensis Archiepiscopus altare Sancti Vincentii ibidem exaltavit... »

« Lect. VIII ».—« Tunc Sanctus Karolus devote consurgens ivit versus vallem Hostalesii, et egressus de loco qui dicitur Sent Madir, exivit obviam Sarracenis, de quibus obtinuit victoriam et honorem. Et propter hoc ibidem constituit monasterium monachorum construendo altare maius sub invocatione Virginis gloriosae. Sed quia locus ille Sarracenis fuit amarus, ideo Sancta Maria de Amer ex tunc fuit ab incolis nominatus... »

« Lect. IX ».—« Recedens inde Sanctus Karolus redit ad montem de Barufam, qui est juxta vallem Tenebrosam, et obsedit civitatem Gerundae. Quam nequivit tunc capere, licet eam multis vicibus debellaset. Contigit tamen quadam die veneris hora completorii, coeli facie clarescente, crucem magnam el rubeam undique adornatam super mesquitam civitatis Gerundae, ubi nunc edificata est ecclesia Cathedralis, per quatuor horas videntibus permansisse, gutas etiam sanguinis cecidisse... »

Los nombres de Turpín, Rolando y el rey Marsilio, y la aparición, de Santiago, indican la principal aunque no única fuente de este trozo, que es, como de costumbre, la fabulosa crónica atribuída al Arzobispo de Reims. La toma de Narbona y otras circunstancias proceden del supuesto Philomena. secretario de Carlomagno, libro apócrifo, escrito primero en provenzal y luego en latín, y no antes de la primera mitad del siglo XIII, con el principal objeto de ensalzar el monasterio de Grassa. De estas fábulas se aprovechó en el siglo XV el cronista catalán Pere Tomich, y en el XVI Pujades, desarrollando luego monstruosamente sus ficciones Pr. Esteban Barellas en su libro de caballerías Don Barcino y Don Zinofre, impreso en 1600.

Aparte de esto, los nombres geográficos que en gran número contiene el oficio gerundense, prueban una tradición local muy arraigada, hasta el punto de que todavía a mediados del siglo XVII, cuando escribía el arzobispo Pedro de Marca, se mostraba el sitio donde había estado el campamento de Carlomagno:

«Ejus obsidionis et singuloram eventuum quos tunc accidisse aiunt adeo recens est memoria apud Gerundenses ut loca quoque monstrent ubi castra posita erant, illud interea pertinaciter et pervicaciter contendentes, Karolum, cujus principia sive praetorium qua in parte castrorum fuisse ostendunt, per se Gerundam Mauris abstulisse » (Marca Hispanica... París, 1688, col. 250).

Sobre las referencias al ciclo carolingio en trovadores y cronistas catalanes, véase Milá, Opúsculos Literarios, tercera serie, págs. 178 y 179.

[p. 256]. [1]           Tenés ma foi / ja vos ert afièe
                               Ke je n'aurai / cemise remuèe
                               Braies ne cauces' / ne ma teste lavèe,
                               Ne manjerai / de chair ne de pevrée,
                               Ne buevrai / vin nin espesce colèe
                               A maserin / ne à coupe dorèe...
                                Ne ni girrai / sor coute emplumèe
                               N'aurai sur moi / linçuel encortinèe
                               Fors la sueure / de ma sele afeutré...

[p. 257]. [1] . Es el 30 b de la Primavera, y las palabras están puestas en boca de Doña Jimena, querellándose de Rodrigo:

Rey que no hace justicia—no debía de reinar,
Ni cabalgar en caballo,—ni espuela de oro calzar,
Ni comer pan a manteles,—ni con la reina holgar,
Ni oír misa en sagrado,—porque no merece más.

[p. 257]. [2] . Fuera de los agüeros y vaticinios, no hay mucho más elemento sobrenatural en los romances carolingios que en los históricos. En el romance tercero de Gaiferos ha señalado Milá un curioso rasgo de superstición militar:

A ningund prestar mis armas—no me las hagan cobardes

 

[p. 258]. [1] . Aunque sea faltando a la gravedad de asunto, no puedo menos de recordar la donosa parodia que hacía de estas descripciones el difunto don Eugenio Moreno López, grande amigo de D. Miguel de los Santos Álvarez, y rival suyo en la improvisación festiva:

La sobrina del Deán de Calahorra,
que tenía una gorra,
con plumero de plumas de metal,
que no la había igual...

[p. 258]. [2] . El pormenor de los «trescientos cascabeles—alrededor del petral», hizo creer a Wolf (Viener Jarbücher, t. 117, pág 132, nota), que este mance era muy antiguo, nada menos que del siglo XIII, al fin del cual se usaba esta moda, como vemos en el Poema del Cid:

En buenos cavallos a petrales e a cascabeles....

y en varios ejemplos de poetas provenzales citados por Dozy (Recherches, primera edición, pág. 644). Pero no consta que este uso desapareciese en el siglo XIV, y además el autor del romance pudo tomarle de algún texto anterior, por ejemplo este de La Gran Conquista de Ultramar (pág. 174) alegado muy oportunamente por Milá: «El freno y los petrales que traía (Carroufel) según la manera que traen los turcos era de camús (esto es, de gamuza) e cubierto de oro e de estrellas menudas e en derecho de cada estrella había una campanilla de plata e a la otra un cascabel de oro, e estos eran tan bien fechos que quando el caballo corría hacia tan buen son como un instrumento bien templado».

[p. 259]. [1] . El libro de castri stabilimento , que ya antes de ahora hemos tenido ocasión de citar, y que algunos han atribuído, sin fundamento, a Alfonso V de Aragón.

[p. 260]. [1] . Número 183 de la Primavera.

[p. 261]. [1] . Número 50 de mis adiciones a la Primavera, t. II, pág. 245. [Ed. Nac. Vol. IX.]

[p. 263]. [1] . Chanson de Roland, ed. de Th. Müller y León Gautier, v. 1028-1030 y 1049-1094

[p. 264]. [1] . Chanson de Roland, v. 2580-2591.

[p. 264]. [2] . Tomo I del presente Tratado, pág. 115. [Ed. Nac. Vol. VI. pág. 101.]

[p. 266]. [1] . Núm. 184 de la Primavera.

[p. 267]. [1] . La Vlyxea de Homero, traducida de Griego en Lengva Castellana, por el Secretario Gonzalo Pérez. Nueuamente por él mesmo reuista y emendada. Con Privilegio. Impressa en Venetia, en casa de Francisco Rampazeto. MDLXII. Pág. 646.

[p. 267]. [2] . Chanson de Roland; v. 2185 y siguientes.

[p. 267]. [3] . « It gravis fremitus « Bertrandi » qua eminet fortior pars urbis fossa et muro, permittente sua mente quaeque obnoxia, trucidatque pugiles, quo sonitu cadit intolerabilis ictus de coelo. Nihil expulerunt arma minitantia mortem praecipitem gradum vel retro vel inmo parum, nec teterrimus imber sagittarum Et magis ingerit gradum, cernens horrere sua fata, et sunt gaudia probare gravius periculum, et computat se esse aliquid in hoc... Praeterea succedit bello « Bertrandi » horrenda manus, quae validam formidinem incusserat hostibus, armisque feralibus dura dat fata multis mortalibus, dextera namque palatini nulli hostium parcere suevit, veniamque orantem mox ensis reliquit exanimem. Forte dantur sibi obvia tria juvenum corpora quorum prior paululum resistens duram ibi invenit mortem: namque terribile fulgur gladii per medium capitis, gutturis, antrumque pectoris umbilicique recepit, egestaque viscera in gremio delabuntur tepentia... Nec sufficit vero humanum interemisse corpus, verum etiam equus vita invenitur privatus: superfuit enim cosi spinas partire caballi, tandemque elapsus terrae medio tenus reperitur incussus, quem Bertrandus retrahens residuos vertebat in hostes (G. París, pág. 468).

[p. 268]. [1] . Número 185 a de la Primavera.

 

[p. 269]. [1] . Romanceiro de Almeida Garrett, I, 231. Vid. nuestra colección de Romances Populares escogidos de la tradición oral, pág. 240. [Ed. Nac. Vol. IX.]

[p. 269]. [2] . Recuérdese aquel hermoso trozo de la Ilíada (XIX, 408), en que Hera (Juno) presta voz humana a uno de los caballos de Aquiles, Xanto, para anunciar a Aquiles que él y sus compañeros le sacarán triunfante de la batalla, pero que se acerca el día de su muerte, y que ellos no tendrán la culpa.

Otro caballo parlante hay en uno de los más célebres romances del Cid: «Helo, helo por do viene—el moro por la calzada» (núm. 55 de Wolf):

Do la yegua pone el pie—Babieca pone la pata.
Allí hablara el caballo,—bien oiréis lo que hablaba:
—¡Reventar debía la madre—que a su hijo no esperaba!

 

[p. 270]. [1] . Histoire poétique, pág. 208.

[p. 270]. [2] . Sobre este poema del siglo XIII, inédito todavía, según creo, véase la Histoire littéraire de la France, t. XXII, págs. 502-505, y el t. IV (segunda edición) de Les Épopées Françaises, de Leon. Gautier, págs. 410-436.

[p. 271]. [1] . Vid. Histoire littéraire de la France, t. XXII, pág. 656.—L. Gautier, Les Épopées Françaises, t. III, pág. 253.

[p. 272]. [1] .«Por una circunstancia o casualidad, con cuya explicación no es fácil acertar, este romance español ha venido a ser asimismo canción rusa, y en este mismo siglo algunos viajeros la han oído cantar en Siberia. En ruso empieza con la siguiente cuarteta:

Chudo, chudo, o Franzusai;
W' Ronzowalje builo vam
Karl welikji tam lischilsja
Latschich raizarei swach.

Lo cual quiere decir: «¡Ay de vosotros, franceses en Roncesvalles, donde perdió Carlo Magno sus mejores caballeros!» (Véase a Adolfo Erman, « Reise und die Erde durch Nordasien.— Berlín, 1833, t. I, pág. 514.) ¿Llegaría por ventura esta canción a los rusos por las regiones de Oriente?» (Depping, Romancero castellano, t. II, pág. 101.)

Por supuesto, los versos rusos y su traducción van sobre la fe de Depping, pues yo no sé palabra de aquella lengua. Hasta el metro parece (por lo menos a los ojos) que guarda alguna semejanza con el romance. La transmisión oriental que indica Depping sólo pudo efectuarse por medio de los judíos de estirpe española, que tantas reliquias de nuestra poesía tradicional conservan.

[p. 272]. [2] . No le he visto en ninguna colección anterior a la tercera parte de la Flor de varios y nuevos romances (Valencia, 1591), una de las que entraron luego en el Romancero general, cuyas composiciones, todas sin excepción, son artísticas.

[p. 273]. [1] . Dum haec agerentur; ut asserunt, consilio regis factum Waifarius princeps Aquitaniae à suis interfectus est. (Fredegario, apud Fauriel, Histoire de la Gaule Méridionale sous la domination des conquérants germains, París, 1836, tomo III, pág. 299.)

[p. 274]. [1] . Waifarius cum exercitu magno et plurimorum. Vasconum, qui ultra Garumnam commorantur, qui antiquitus vocati sunt Vaceti, super regem venit (Fred. Chronic Cont. IV, apud Fauriel, III, 269).

[p. 274]. [2] . La guerra entre Waifre y Pipino, y la conquista de Aquitania, han sido largamente expuestas por Fauriel, capítulos XXVI y XXVIII de la obra citada.

[p. 274]. [3] . Vascones qui ultra Garonam commorantur, sacramenta et obsides donant... et aliae multae quam plures gentes ex parte Waifarii ad eum venientes, se ditioni suae subdiderunt.

[p. 274]. [4] . En su docto y penetrante estudio sobre la canción del Moro Sarraceno, publicado en la Romania de abril de 1885 (XIV, 231-273) y reproducido en los Canti Popolari del Piemonte (Turín, 1888, págs. 219 y ss.), expone Nigra una hipótesis muy plausible, para explicar el origen de los romances de Gaiferos:

«Por espacio de cien años había encontrado la Aquitania en sus últimos duques Eudón, Hunaldo y Vifario, los más firmes defensores de su independencia contra los Francos septentrionales por un lado, y contra los sarracenos por otro. Leyendas locales debieron de formarse sucesivamente en torno de los héroes aquitanos, y, según costumbre, los hechos de los unos fueron atribuídos a los otros, y viceversa. Una de estas leyendas se concentró sobre Eudón, el compañero de los francos de Carlos Martel en la batalla de Tours contra los sarracenos, otra sobre Vifario. Que estas leyendas engendrasen canciones de gesta o populares en el lugar donde se formaron, en la lengua de oc, es posible, aunque no tenemos ninguna prueba de ello... Pero si no tuvieron en su tierra natal larga fecundidad, no por eso se perdieron del todo. Una de ellas pasó a la Francia Septentrional, y la encontramos en el poema de los Cuatro hijos de Aymon, donde se ha identificado al rey Ion con Eudón. La otra se trasplantó a España, en el ciclo de Gaiferos, no sin haber dejado alguna huella en las tradiciones y en los poemas de la lengua de oil, donde el duque Gaifiers, de Burdeos, está nombrado juntamente con los paladines de Carlomagno. El paso de la leyenda de Gaiferos a la Francia septentrional, debió de cumplirse cuando estaba borrada toda memoria de la parte que el héroe aquitano había tenido en la historia de su país. De otro modo no se podría explicar la ficción poética de su presencia en la corte de Carlomagno en medio de los paladines, y menos todavía su parentesco con el Emperador, con Roldán y con Oliveros, afirmado en los romances castellanos. Sobre la persona de Gaiferos la leyenda aquitana había acumulado probablemente las gestas de su padre y de su abuelo... Los francos del Norte acogieron en su epopeya, no ya al enemigo de Pipino, sino al nieto del que en la batalla de Tours, cayendo de improviso sobre la retaguardia de Abderramán, había asegurado la victoria de los cristianos. La persona de Vifario no pudo venir a la epopeya francesa más que del Mediodía. Pero debió de llegar tan sólo en forma de tradición, no de poema, porque todas las circunstancias en que se mueve, tanto en las canciones francesas como en los romances castellanos, no pueden ser de invención meridional. Un poema meridional contemporáneo del Rollans (y no se podría traer más acá, puesto que en éste figura ya Vifario), por poca memoria que los pueblos tengan, no hubiera hecho del enemigo legendario de los carolingios el compañero y el huésped de Carlomagno... La epopeya francesa no tomó realmente de la tradición meridional sobre Vifario más que dos cosas, esto es, el nombre del héroe con la aureola de fama guerrera que le circundaba, y la memoria de las luchas contra los sarracenos sostenidas por la dinastía que él representaba. Aun esta última parte de la tradición meridional la encontramos desarrollada tan solo en los romances castellanos, y no podemos atribuirla a Francia, sino en cuanto los romances antedichos proceden por imitación, o por evolución, del ciclo épico francés.

Vifario, pues, ha pasado al estado legendario en la epopeya francesa, aunque sin dejar mucho rastro, y de allí a los romances caballerescos, donde se desarrolló el ciclo poético que lleva su nombre. En este último desarrollo la leyenda anduvo sujeta a nueva confusión. En los romances, unas veces es Gaiferos prisionero de los moros, otras lo es su madre o su mujer. Si queremos encontrar trasunto de la historia en estas ficciones poéticas, tendremos que recurrir a la hija de Eudón, Lampegia o Lampagia, que, según algunas tradiciones, fué robada por el africano Munuza en una de las excursiones que hizo de los Pirineos a Aquitania, aunque Isidoro Pacense cuenta que Eudón se la dió por esposa. Verdaderamente, entre la Lampegia de la tradición aquitana, y la condesa madre de Gaiferos y Melisendra, y Moriana, y Julianesa y Lindaflor, no hay de común más que un solo rasgo. su esclavitud en poder de un caudillo moro o africano. Lampegia, admitiendo que haya sido robada, lo fué de muy joven. No fué libertada, y después de la muerte de su raptor, que se mató cayendo o arrojándose de una roca, cuando le perseguían los soldados de Abderrahmán, fué cautivada por éstos, y enviada al califa de Damasco. No era ni hija ni madre, ni prometida ni esposa de Vifario, sino su tía. Todas estas circunstancias difieren substancialmente de las que se consignan en la novela. Pero a quien esté familiarizado con las transformaciones de la epopeya carolingia, esta falta de semejanza entre la Lampegia tradicional y las heroínas de los romances acaso no podrá parecer un obstáculo insuperable para identificarlas. Es observación ya hecha por otros que los poetas artificiosos o semiartificiosos (?) autores de las canciones de gesta y de los romances, trataban la materia poética con gran libertad. Haciendo amplio uso de este argumento, se puede admitir la posibilidad de una relación entre la dinastía merovingia de Aquitania y los personajes poéticos de los romances, con tal que se limite al nombre de Gaiferos, que es indudablemente el Vifario histórico, y al hecho, histórico o tradicional, del rapto de la hija de Eudón. Una oscura reminiscencia de estos datos, combinada con la materia épica de Francia, ha podido constituir el ciclo poético, de donde brotaron en seguida los romances de Gaiferos.»

Larga ha sido la cita, pero necesaria, porque, a mi juicio, nadie ha penetrado tan hondamente como Nigra en la oscura génesis de los romances de Gaiferos

[p. 277]. [1] . Después que tornaron en su tierra (Flores y Blanca Flor) no hobieron «otro hijo ni hija sino a Berta, que fué casada con el rey Pepino de Francia, que hizo los grandes hechos e venció las muchas batallas de que todo el mundo fabla. Pero mientras que era niño, después de la muerte de su padre, echáronlo de la tierra dos hermanos suyos que hobo el rey Pepino en otra mujer, que era hija del ama de Berta; e porque le parecía mucho, dióla su madre al Rey en lugar de su señora; e porque Berta se ensañó e la hirió, por ende el ama, su madre, hizo prender a Berta en lugar de su hija, diciendo que quisiera matar a su señora, e hízola condenar a muerte; así que el ama mesma la dió a los escuderos que la fuesen a matar a una floresta do el Rey cazaba; e mandóles que trajesen el corazón della; e ellos, con gran lástima que della hubieron, non la quisieron matar; mas atáronla a un árbol en camisa e en cabello, e dejáronla estar así, e sacaron el corazón a un can que traían, e leváronlo al ama traidora en lugar de su hija; e desta manera creyó el ama que era muerta su señora, e que quedaba su hija por reina de la tierra.» (Lib. II, cap. 43, pág. 175 de la edición de Gayangos.)

[p. 277]. [2] . Vid. el primer tomo del presente Tratado de los romances viejos, páginas 242-246. [Ed. Nac. Antolog. Vol. VI., págs. 212-216.]

[p. 279]. [1] .              «A la fenestre fu la duchoise enclinée,
                                Et vit les sodoiers venir parmi la prée,
                                De la fouce (a) de mer out les colors muées
                                Trois fois s' écrie en haut, a sa vois qu' elle ot clere:
                                «Vos, sodoiers de France, qui m' avez trespassée,
                                Parlez un poi à moi car de France sui née;
                                Si me ditas nouvelles de la douce contrée».
                                Ot le li dus Garniers, s'a la teste levée,
                                 La dame le connut qui ot la face lée:
                                —«Hé! gentis hom, dist ele, com m' avez oubliée,
                                Qui sui per vostre amor travaillie et penée,
                                En aléunes terres vendue et tregetée».

                            Histoire Littéraire de la France, t. XXII, pág. 342.

(a) Palabra desusada, que equivale a «espuma de mar», según los autores de la Historia Literaria.

[p. 280]. [1] . Vid. Romanceiro de Almeida Garrett, II, pág. 243 (texto remendado con ayuda de las colecciones castellanas). Th Braga, Romanceiro General págs. 94 y 97 (dos versiones de Tras os Montes). Opina Nigra que estos romances portugueses proceden de una redacción castellana más antigua y menos artificiosa que la que hoy tenemos, puesto que en ellos faltan los nombres de Almanzor, de Alda, de Juliana y de los paladines, excepto Roldán, que es el que impreca a Gaiferos, y no el mismo Emperador, como en la castellana. Los que profesamos la teoría de que todos los romances llamados por antonomasia populares, son derivaciones de cantares de gesta o de romances juglarescos, no podemos menos de reconocer aquí, como en otros muchos casos análogos, el natural proceso de abreviación y simplificación que va borrando en la tradición oral el elemento histórico, y antes que nada los nombres propios.

[p. 280]. [2] . Romancerillo Catalán de Milá (segunda edición, pág. 228). En vez de Melisendra se llama la heroína Lindaflor, nombre que recuerda el de Fiorenza en análogas canciones piamontesas, publicadas por Nigra.

[p. 280]. [3] . Vid. el romance de la Esposa de don Gaiferos, en el tomo 3.° de esta colección, pág. 310. [Ed. Nac. Vol. IX.]

[p. 280]. [4] . En dos ediciones de la Primera Parte de las Comedias de Lope de Vega (Valencia, 1605; Valladolid, 1609), se imprimió un Entremés de Melisendra, que seguramente no es de aquel grande ingenio, el cual rechazó la paternidad de todos los que se publicaron con sus comedias. Una Mojiganga de don Gaiferos, con títulos de algunos romances antiguos y modernos, puede leerse en los Donaires de Tersícore de D. Vicente Suárez de Deza (1663). Dos entremeses hay de Benavente con el título de Don Gaiferos, pero uno, a lo menos (Don Gaiferos y las busconas de Madrid), nada tiene que ver con nuestro asunto).

[p. 280]. [5] . Aludo al bien conocido romance que en las ediciones lleva por título «A un caballero de Córdoba, que decía que Córdoba se llamó Sansueña, y que por una reja que tenía en su casa sacó don Gaiferos a Melisendra, y así destos como de otros chistes que pasaban por otros caballeros ridículos hizo este romance». Empieza con aquellos sabidos versos

Desde Sansueña a París
Dijo un medidor de tierra,
Que no había un paso más
Que de París a Sansueña...

Es romance de alusiones contemporáneas, más bien que parodia de los del ciclo carolingio. Los romances artísticos de este argumento pueden leerse en la colección de Durán. No es el mejor el de Miguel Sánchez, pero tuvo la honra de que Cervantes le recordase por boca de Maese Pedro:

Melisendra está en Sansueña,
Vos en París descuidado;
Vos ausente, ella mujer.
¡Harto os he dicho, miraldo!...

Casi todas estas composiciones son de carácter discursivo, y suelen moralizar largamente sobre los peligros que corre la fidelidad de una mujer durante la ausencia de su esposo. Entre estos romances es el más gallardo y elegante el que principia:

No con los dados se gana,
Ni con las tablas el credito...

Las Octavas a la prisión de Melisendra, que principian.

Jugando está a las tablas don Gayferos,
Que ya de Melisendra está olvidado...

célebres por la cita de Cervantes; pueden leerse íntegras en el Catálogo de la Biblioteca de Salvá (núm. 106), tomadas de un pliego suelto de Toledo, 1601.

[p. 282]. [1] .                Y alzara la su mano,—puñada le fuera a dar,
                               Que sus dientes menudicos—en tierra los fuera echar.

                                                              (Romance 2.° de Gaiferos.)

Alzó la su mano el moro,—un bofetón le fué a dar:
Teniendo los dientes blancos—de sangre vueltos los ha,
Y mandó que sus porteros—la lleven a degollar.

                                  (Romance 1.° de Moriana.)

Galván es el nombre que llevan estos dos brutales personajes.

[p. 282]. [2] . Suponemos que este verso galante ha sido intercalado después, porque disuena de la rudeza de los demás.

[p. 283]. [1] . La usa el anónimo traductor del Isopete historiado (cuya primera edición es de 1489), traduciendo uno de los cuentos de Pedro Alfonso: «jugar el juego de Venus con un mancebo».

[p. 283]. [2] . Vid. el tomo de Romances Populares recogidos de la tradición oral (X de la presente Antología, pág. 320). [Ed. Nac. Vol. IX.] En la nota que añadí a este romance no acerté con su verdadera fuente, que ahora reconozco.

[p. 284]. [1] . El episodio del puñal sirvió para desenlazar otro romance de muy diverso asunto, el de Rico Franco, que encontraremos entre los novelescos sueltos.

[p. 284]. [2] . Amis et Amiles und Jourdains de Blaives. Erlangen, 1852. Pág. VI de la introducción.

[p. 284]. [3] Vid Histoire Littéraire de la France, t. XXII, pág. 292.

«Li cuens Amiles et la fille au roí Karle
Par mautalent d' iluec endroit departent.
Puis en montarent tous les degrez de maubre;
Li cuens Amiles jut la nuit en la sale
En un gran lit à cristal et à saffres;
Devant le cont art un grans chandelabres,
Et la pucelle de sa chambre l' esgarde.
He dex! dist ele, beau pere esperitable,
Ains ne lairai ce que je vueil ne face:
Concherai moi desoz les piaus de martre,
Il ne m' en chaut se li siècles m' esgarde,
Ne se mes peres m' en, fait chascun jor batre,
Car trop i a bel home.»
...........................................................................

Lo restante de la aventura es tan libre, que ni aun en francés viejo me parece bien ponerlo aquí.

[p. 284]. [4] . Vid. Puymaigre, Les Vieux Auteurs Castillans, tomo II (de la primera edición), pág. 349. Cita también un pasaje del Tristán, que tiene una semejanza más remota.

[p. 285]. [1] . Vid. León Gautier, III, págs. 650 y ss.

[p. 285]. [2] . Lib. II, cap. 43. Pág. 185 de la ed. de Gayangos.

[p. 286]. [1] . Hay visibles reminiscencias de este romance en otro caballeresco suelto (núm. 156 de la Primavera), segundo de los que Wolf tituló De las señas del esposo.

 

[p. 287]. [1] . Vid. Histoire Littéraire de la France, t. XXII, págs. 644-652; Gastón París, Histoire poétique de Charlemagne, 305-313, 285-293; L. Gautier, Les Epopées Françaises, III, 240-253, 650-682.

[p. 288]. [1] . G. París, págs. 171 y 193.

[p. 289]. [1] . Números 165, 166 y 167 en la Primavera:

[p. 289]. [2] . La primera edición que citan, los bibliógrafos portugueses es de 1665; pero debió de haberlas muy anteriores. Ha sido reproducido por Almeida Garrett en el t. III de su Romanceiro (págs. 192 a 256), como si fuese producción anónima y popular. Con el nombre de su autor verdadero la trae Teófilo Braga en su Floresta de varios romances (Porto, 1869), páginas 62-104.

[p. 290]. [1] . Véase esta comparación en mi estudio preliminar del tomo XIII de la edición académica de Lope de Vega.

[p. 291]. [1] . Ha de advertirse, sin embargo, que la prohibición no se encuentra en ningún índice anterior al de 1790. La comedia se había publicado, no sólo en las Obras varias de Cáncer, dos veces impresas en Madrid, 1651, sino en la reimpresión de Lisboa, 1675, y en ediciones sueltas.

[p. 293]. [1] . En tiempo de los Reyes Católicos era ya muy popular este romance, como lo prueban las glosas de Soria y Francisco de León, y el romance trovadoresco de Lope de Sosa, imitando aquel célebre paso «Más envidia he de vos, conde»: composiciones insertas todas en los Cancioneros Generales de Constantina y de Castillo.

[p. 293]. [2] .         Siempre os preciastes, conde,—de las damas os burlar;
                             Mas, dejadme ir a los baños,—a los baños a bañar;
                             Cuando yo sea bañada—estoy a vuestro mandar.

[p. 293]. [3] .  —«Conde, bienaventurado—siempre os deben llamar...
                             Más querría ser vos, conde,—que el rey os manda matar,
                             Porque muerte tan horada—por mí hubiese de pasar.»

[p. 294]. [1] . Tradiciones alemanas, edición francesa de 1838, t. II, págs. 149-152. Vid. Th. Braga, Romanceiro Geral, págs. 167-169.

[p. 295]. [1] . Por ejemplo, La Neige, ou le nouvd Éginard, ópera cómica en cuatro actos, de Scribe y Delavigne, estrenada en 9 de octubre de 1823. Con el título de La Nieve, y en forma de comedia, la arregló D. Manuel Bretón de los Herreros (representada en 1833, impresa en 1862). Creo que Scribe y su colaborador tomaron el argumento del poemita de Millevoye, Emma et Eginhard, muy celebrado por aquellos años.

[p. 296]. [1] . Esta imitación ha sido notada por Lüdke y Gastón París (Le Roman du Comte de Toulouse, pág. 18).

[p. 296]. [2] . Giornata quarta, nov. IX. «Messer Guiglielmo Rossiglione dà a mangiare alla sua moglie il cuore di messer Guiglielmo Guardastagno ucciso da lui e amato da lei: il che ella sappiendo poi, si gitta da una alta finestra in terra e muore, e col suo amante é seppellita.»

Análoga atrocidad tenemos en la novela primera de la misma Giornata:

«Tancredi prenze di Salerno uccide l'amante della figliuola, e mandale il cuore in una coppa d'oro, la quale, messa sopr'esso acqua avvelenata, quella si bee, e cosí muore.»

[p. 297]. [1] . Vid . Romances populares recogidos de la tradición oral, págs. 42-46 y 281-283. [Ed. Nac. Vol. IX.]

[p. 298]. [1] . Otto, La tradición de Eginardo y Emma en la poesía « romancesca » de la Península Ibérica (Modern Language Notes, Baltimore, 1892). No he podido proporcionarme este trabajo que, sin duda, me hubiera servido mucho para ampliar esta investigación.

[p. 298]. [2] . Romances populares recogidos de la tradición oral, págs. 32-38; 161-164; 285-286. [Ed. Nac. Vol. IX.]

[p. 301]. [1] . Histoire litteraire de la France, t. XXII, págs. 501-502.

[p. 301]. [2] . G. París, Naimeri—n'Aymeric. En las Mélanges Léonce Couture (Tolosa de Francia, 1902, pág. 10, nota 2 de la tirada aparte).

[p. 302]. [1] . Puede verse resumido este debate en Les Epopées Françaises de L. Gautier (segunda edición), t. IV, págs. 8-17.

[p. 302]. [2] . En este romance tenemos otro ejemplo del simbolismo del número septenario:

Mandadme dar las escalas—que fueron del rey mi padre,
Y dadme los siete mulos—que las habían de llevar,
Y me deis los siete moros—que los habían de armar...

 

[p. 303]. [1] . Número 179 de Wolf.

[p. 304]. [1] . Extractadas por D. Juan Antonio Pellicer en sus Notas al Quijote, t. IV, págs. 250-252.

[p. 305]. [1] . Memorial Histórico Español, t. 43 . Relaciones topográficas de España, págs. 125-126.

[p. 305]. [2] . « Leovigildus Rex extinctis undique tyrannis, et pervasoribus Hispaniae superatis, sortitus requiem propriam cum plebe resedit, et Civitatem in Celtiberia ex nomine filii condidit, quae Reccopolis nuncupatur, quam miro opere, et moenibus, et suburbanis adornans, privilegia populo novae urbis instituit ».— (Chronicon del Biclarense en el t. VI de la España Sagrada, pág. 381.) San Isidoro, en la Historia Gothorum, repite: « Condidit etiam civitatem in Celtiberia, quam ex nomine filii Reccopolim nominavit ». —(España Sagrada, t. VI, pág. 491.)

[p. 306]. [1] . Memorias de la Academia de la Historia, t. VIII, pág. 48.

[p. 307]. [1] . Vid. su análisis en Gautier, Les Epopées françaises, tomo II, página 260.

[p. 307]. [2] . Histoire poétique, págs. 212-213.

[p. 308]. [1] . Histoire littéraire de la France, t. XXII, pág. 275.

[p. 310]. [1] . En un principio no debió de llamarse Guiomar, sino Melisendra la heroína de este romance, según la famosa Ensalada, de Praga, tantas veces citada por Wolf:

Ya se sale Melisendra— de los baños de bañar...

[p. 310]. [2] . Tomo IV, pág. 248.

[p. 310]. [3] . Crónica General de España, lib. XIII, cap. XVI. En la edición de Benito Cano (1791), págs. 72-82.

[p. 313]. [1] . Sobre el asunto de estos romances se compusieron. en el siglo XVII algunas piezas dramáticas: El Conde Grimaldos, de un Aguilar, que no sabemos si será el poeta valenciano del mismo apellido, cuyo nombre propio era Gaspar; El nacimiento de Montesinos o el Conde Grimaldos, de Guillén de Castro, impreso en la Parte Primera de sus Comedias (1621), y quizá alguna otra.

[p. 314]. [1] . Claro es que me refiero sólo al bello romance (181 de la Primavera), que comienza

¡Oh Belerma, oh Belerma!—por mi mal fuiste engendrada...

y a la primitiva forma del Muerto yace Durandarte, que sólo se halla en la tercera parte de la Silva y en el Cancionero de Évora, publicado por Hardung:

Muerto queda Durandarte—al pie de una gran montaña;
Un canto por cabecera,—debajo una verde haya;
Todas las aves del monte—alrededor le acompañan;
Llorábale Montesinos,—que a su muerte se hallara;
Hecha le tiene la fuesa—en una peñosa cava;
Quitándole estaba el yelmo;—desciñéndole la espada;
Desarmábale los pechos,—el corazón le sacaba,
Para llevarlo a Belerma—como él se lo rogara,
Y desque le hubo sacado—su rostro al suyo juntaba,
Tan agriamente llorando—mil veces se desmayaba,
Y desque volvió en sí,—estas palabras hablaba:
«Durandarte, Durandarte,—Dios perdone la tu alma,
Y a mí saque deste mundo—para que contigo vaya.»

Compárese este romance con el 182 de la Primavera, que está lleno de rasgos galantes y amanerados, aunque procede de un pliego suelto del siglo XVI.

No nos detendremos en las variaciones artísticas del mismo argumento, que de tumbo en tumbo vino a dar en la parodia, complaciéndose malignos poetas en escarnecer a costa de la pobre Belerma el afectado dolor de las viudas verdes y casquivanas. A este género de romances burlescos pertenecen el «Durandarte, buen amigo» (núm. 436 de Durán), y el muy picante de Góngora

Diez años vivió Belerma
Con el corazón difunto...

Existe también una comedia burlesca, El amor más verdadero (Durandarte y Belerma), inserta en la parte 45 de Comedias Escogidas (Madrid, 1679). El autor de esta farsa se ocultó con el nombre de «Mosén Doctor Guillén Pierres».

[p. 315]. [1] . Comentario al Quijote, t. IV, pág. 432.

[p. 315]. [2] . Amadís de Gaula, lib. III, cap. XI, pág. 230 de la edición de Gayangos.

[p. 316]. [1] . Entre los artísticos tampoco recuerdo otro que sea más largo, a excepción de la Vída de Nuestra Señora, de D. Antonio Hurtado de Mendoza, poeta montañés del tiempo de Felipe IV. Consta de ochocientas cuatro redondillas asonantadas en ea. El tal poema vale muy poco: es conceptuoso y enmarañado, pero debió de costar a su autor muchos más sudores que el fácil asonante agudo en a, predilecto de los juglares, sobre todo cuando trataban la materia carolingia.

[p. 316]. [2] . Vid. Romances recogidos de la tradición oral, p. 85-86. [Ed. Nac. Vol. IX.]

[p. 316]. [3] . Encontró Walter Scott el original de The Noble Moringer en la colección de Busching y Von der Hagen (Sammlung deutschen Volkslieder, Berlín, 1807). En la noticia que los editores alemanes ponen a esta balada, dicen haberla tomado de una Crónica manuscrita de Nicolás Thomann, capellán de San Leonardo en Weisenhorn, que lleva la fecha de 1533, y atestigua que la balada se cantaba en aquel tiempo. Los personajes son históricos, al parecer, y vivieron a mediados del siglo XIV. Añade Walter Scott que una historia muy semejante se cuenta de uno de los antiguos señores de Hayghhall en el Lancashire, y que los incidentes de la aventura están pintados en una de las vidrieras del castillo.

[p. 317]. [1] .       But blessings on the warder kind that oped my castle gate,
                             For had I come at morrow tide, I came a day too late.

[p. 317]. [2] . Histoire Littéraire de la France, ouvrage commencé par des religieux Bénedictins de la Congregation de Saint-Maur, et continué par des Membres de l'Institut (Académie des Inscriptions et Belles Lettres. Tome XXII, suite du treizième siècle). París, 1852, págs. 667-700.

[p. 318]. [1] . Les Épopéss Françaises, t. III, págs. 190-240.

[p. 320]. [1] . Esta refundición lleva por título Les quatre fils d'Aymon, histoire héroique, par Huan de Villeneuve, publiée sous une forme nouvelle et dans le estyle moderne, avec gravures (París, 1848, dos pequeños volúmenes). Es distinta de otra versión que se expende con el título de Histoire des quatre fils Aymond, très nobles, très hardis et très vaillants chevaliers. (Vid. C. Nisard, Histoire des livres populaires ou de la littérature du colportage, t. II, págs. 448 y siguientes).

[p. 321]. [1] . Melzi, Bibliografía dei romanzi e poemi cavallereschi italiani. Seconda edizione. Milán, 1838.

[p. 321]. [2] . Histoire poétique de Charlemagne, pág. 211.

[p. 321]. [3] . Libro chiamato Leandra. Qual tracta delle battaglie et gran facti de li baroni di Francia, composto in sexta rima, opera bellissima et dilecteule quanto alchuna altra opera di battaglia sia mai stata stampata. Opera nova...

Folio 2. Incomenza il libro dicto Leandra. Qual tracta de le battaglie... Et principalmente de Rinaldo et de Orlando. Retracto della verace Cronica di Turpino, Arcivescovo parisiense. Et per maestro Pier Durate da Gualdo composto in sexta rima.

Al fin.: Impresso en Venetia, per Jacobo de Lecho, stampatore, nel 1508 a di 23 del messe di Marzo.:. 4.°

Los bibliógrafos italianos describen otras ediciones de 1517, 1534, 1563, 1569 y varias sin lugar ni año. Son veinticinco cantos en sexta rima.

[p. 322]. [1] . Trabisonda historiata con le figure a li suoi conti, nella quale se contiene nobilissime Battaglie con la vita et morte di Rinaldo, di Francesco Tromba da Gualda di Nocera. In Venetia, per Bernardino Veneziane de Vidali, ne 1518 a di 25 di Otobrio. 4.°

Cítanse otras ediciones de 1535, 1554, 1558, 1616 y 1623.

[p. 323]. [1] . Espejo de cauallerías en el qual se veran los grandes fechos: y espantosas auenturas que el conde don Roldan, por amores de Angelica la Bella, hija del rey Galafron, acabo: e las grandes e muy fermosas cauallerías que don Renaldos de montaluan: y la alta Marfisa: e los paladines ficieron: assi en batallas campales como en cauallerosas empresas que tomaron.

Colofón: Aquí se acaba el segundo libro de Espejo de cauallerías, traducido y compuesto por Pero López de Sancta Catalina. Es impreso en la muy noble ciudad de Seuilla, por Juan Cromberger. Año de Mill DXXXiij.

(Biblioteca Nacional.)

En el Catálogo de libros de caballerías que formó D. Pascual Gayangos, pueden verse registradas otras ediciones del Espejo. Hállanse juntas las tres partes en la edición de Medina del Campo, 1586, que parece haber sido la última:

Primera, segunda y tercera parte de Orlando Enamorado. Espejo de caballerías, en el qual se tratan los hechos del conde don Roldan, y de otros muchos preciados caualleros, por Pedro de Reynosa, toledano. Medina del Campo, por Francisco del Canto, 1586.

(Biblioteca de la Universidad de Valencia.)

La traducción no es enteramente de Reinosa; al fin de la segunda parte consta que trabajó en ella Pero López de Santa Catalina.

[p. 324]. [1] . Este origen está confesado en el encabezamiento del primer libro: «Aquí comiençan los dos libros del muy noble y esforzado caballero D. Renaldos de Montalvan, llamado en lengua toscana « El enamoramiento del Emperador Çarlo Magno... » Traducido por Luys Domínguez ».

La edición más antigua que cita Gayangos es de Toledo, por Juan de Villaquirán, «a doze días del mes de octubre de mil e quinientos y veinte y tres años», la última de Perpiñán, 1585.

[p. 324]. [2] . Por escritura otorgada en 31 de mayo de 1513, Jorge Costilla prometió a Lorenzo Ganoto, mercader, habitante en Valencia, imprimir para él seiscientos volúmenes de la obra intitulada La Trapesonda, o sea, el tercer libro del Renaldos de Montalván, obligándose a entregarlos en todo el mes de septiembre siguiente.

Copia este contrato D. José E. Serrano Morales, en su precioso libro La Imprenta en Valencia (pág. 95). Esta edición, suponiendo que llegara a hacerse, sería anterior en diez años a la de Toledo, 1526, que se citaba como la más antigua del Reinaldos, y en trece a la de Salamanca, 1526, que pasaba por la primera de la Trapesonda.

En 11 de junio del mismo año 1513, el impresor Diego de Gumiel había contratado con Lorenzo Ganoto la impresión de 750 ejemplares de la Trapesonda (pág. 207 del libro del señor Serrano).

Es de suponer que una, por lo menos, de estas ediciones quedó en proyecto, y que por haberse rescindido el primitivo contrato entre Gumiel y Ganoto, volvió éste a tratar dos meses y medio después con Jorge Costilla.

La Biblioteca Universitaria de Valencia, donde existe una preciosa serie de libros de caballerías, procedente de la antigua librería de D. Giner Perellós, posee el Libro primero (y segundo) del noble y esforçado cauallero don Renaldos... impreso en Burgos, cabeça de Castilla, por Pedro de Santillana, a diez y siete días del mes de mayo año de MDLXIII años (1563).

La Biblioteca Nacional sólo tiene el libro tercero, es decir, La Trapesonda, y en edición muy tardía, probablemente la última:

La Trapesonda, que es tercero libro de don Reynaldos, y trata como por sus cauallerías alcanço a ser emperador de Trapesonda, y de la penitencia y fin de su vda... Impresso en Perpiñan en casa de Sanson Arbus. Año 1585. Vendese en casa de Arnaut Garrich, Mercader de libros.

 

[p. 325]. [1] . El único ejemplar conocido de este libro pertenece a la Biblioteca de Wolfembuttel: La Trapesonda. Aquí comiença el quarto libro del esforçado caballero Reynaldos de Montalban, que trata de los grandes hechos del invencible caballero Baldo, y las graciosas burlas de Cingar. Sacado de las obras del Mano Palagrio en nuestro común castellano. Sevilla, por Domenico de Robertis, a 18 de noviembre de 1542.

[p. 325]. [2] . En la parte 7.ª de las comedias de su autor. Reimpresa en el tomo XIII de la edición de la Academia. La comedia de Moreto y Matos Fragoso, El mejor par de los doce, es refundición de ésta.

[p. 325]. [3] . Lope de Vega's Dramen aus dem karolinginschen sagenkreise, páginas 51 y 55.

[p. 326]. [1] . Memorias para la historia de la poesía y poetas españoles. Madrid 1775, págs. 527 y ss.

[p. 327]. [1] . Cítase una edición de Florencia, sin año, y otra de 1568.

[p. 328]. [1] . Ricerche intorno ai Reali di Francia, 1872, pág. 253.

[p. 330]. [1] . Vid. G. París, Histoire poétique de Charlemagne, págs. 409-412; Guessard, en la Bibliothèque de l'École de Charles, 1856, pág. 393 y ss., y muy especialmente Rajna, Ricerche intorno ai Reali di Francia, págs. 253 y ss.

[p. 331]. [1] . Numerosas ediciones de estos poemas pueden verse registradas en la Bibliografía dei romanzi e poemi romanceschi d' Italia, que sirve de apéndice y tomo IV a la obra del Doctor Julio Ferrario, Storia ed analisi degli antichi romanzi di cavalleria (Milán, 1829).

[p. 331]. [2] . Le prime imprese del conte Orlando di Messer Ludovico Dolce, per lui composte in ottava rima, con argumenti et allegorie. All' Illustriss et Eccellentiss. Signor Francesco María della Rovere, Prencipe d' Urbino.—Vinegia, appresso Gabriel Giolito de Ferrari, 1572, 4.°

[p. 332]. [1] . El nascimiento y primeras Empresas del conde Orlando Traducidas por Pero López Enrique de Calatayud, Regidor de Valladolid.— Valladolid, por Diego Fernández de Córdoba y Oviedo. Sin año; pero la fecha (1594) se infiere del privilegio.

[p. 332]. [2] . Parte Primera del libro intitulado Noches de invierno. Compuesto por Antonio de Eslava, natural de la villa de Sanguessa. Dedicado a D. Miguel de Navarra y Mauleon, Marqués de Cortes y Señor de Rada y Traybuenas.—En Bruselas, por Roger Velpio y Huberto Antonio, impresores de Sus Altezas, a l'Aguila de Oro, cerca de Palacio, 1610. 8.°, págs. 313-372. La primera edición es de Pamplona, 1609.

[p. 332]. [3] . Impreso en la Parte 19.ª de sus Comedias, y en el tomo XIII de la edición académica.